No es tarea fácil ponerle nombre a una antigua imagen de uno de los primeros emperadores romanos y lograr que se ajuste bien. En ausencia de un pedestal o inscripción, una cara puede ser identificada volviéndose hacia dos guías importantes. En sus Vidas de los doce césares, el biógrafo y anticuario Suetonio (69-122 a.C.) describe las apariencias de Julio César y los 11 emperadores que lo siguieron hasta Domiciano. Estos bocetos diminutos pueden luego ser complementados con los retratos en miniatura estampados en las monedas romanas. Incluso cuando usamos estos recursos, los juicios raramente son incontrovertibles. Tómese, por ejemplo, el caso del Vitelio Grimani. Legado a Venecia por el cardenal Domenico Grimani en 1523, este antiguo busto de mármol fue identificado como una representación del emperador Vitelio, quien reinó por la mayor parte del año 69 a.C., sobre la base de una “coincidencia” con la evidencia numismática (sorprenderá a muchos enterarse de que este busto es “quizá el más reconocible y replicado de todos los retratos imperiales”, con un papel protagónico incluso en la frenología del siglo XIX). Recientemente, sin embargo, el Vitelio Grimani ha sido degradado a “ignoto” Grimani: de manera más bien decepcionante, ahora se considera que el busto representa a un romano desconocido del siglo II a. C.
Los escritos de Suetonio y los retratos en las monedas antiguas han servido como la principal inspiración para las imágenes de los emperadores romanos en el arte occidental desde el Renacimiento. En Doce césares, el hermosamente ilustrado libro que se basa en sus conferencias A. W. Mellon en bellas artes del año 2011, Mary Beard entrega una clase magistral a los historiadores del arte y los clasicistas sobre los desafíos de la interpretación y las potencialidades del sentido en esta descuidada área de los estudios clásicos, tan importante para el poder político visual de la élite entre los siglos XV y XIX.
El estudio de Beard destaca también tonos simbólicos más oscuros. En otra revisión de la erudición del arte histórico, Beard considera la inquietante visión de la guerra civil del poeta Lucano, del siglo I d.C., como la fuente de los tapices flamencos que colgaban en el Palacio Hampton Court en la época de Enrique VIII y que fueron descartados en el siglo XIX.
Beard está en su mejor y más entretenido momento cuando juega el papel de detective, descubriendo detalles, derrumbando las ideas recibidas, y desenredando la historia de las atribuciones. A fines del siglo XVI, en misteriosas circunstancias, fue elaborado un magnífico conjunto de 12 grandes platos de plata dorada en lo que fue el primer intento de ilustrar episodios de las Vidas de los doce césares, de Suetonio, sobre un objeto de arte. En cada plato se han grabado cuatro escenas escogidas de la vida de un emperador diferente. Además, fijados en el centro de cada cuenco está la estatuilla etiquetada con su nombre representando al emperador en cuestión. Los 12 platos, conocidos como los Aldobrandini Tazze, de acuerdo con el nombre de un dueño inicial, terminaron finalmente dispersos en el siglo XIX. Cuando Mary Beard examinó el plato que ahora se encuentra en el Museo Victoria & Albert, con las Vidas de Suetonio en la mano, ella se percató de que “se había unido el emperador equivocado al cuenco equivocado”: las escenas en el plato representaban episodios de la vida de Tiberio, no de Domiciano, quien era la figura retratada en la estatuilla. Las estatuillas han sido vinculadas a los cuencos equivocados —el resultado, quiero pensar, de una limpieza mal hecha después de un juego de “empareje al emperador con su plato” en una fiesta cuando los Tazze estuvieron por última vez bajo una propiedad única. Para Beard, la historia ilustra los “peligros de las identificaciones erróneas” en una escena moderna.
En algún sentido, Doce césares es una extendida demostración de la influencia de las Vidas de los doce césares. Los artistas, sin embargo, no siempre se sintieron compelidos a seguir con exactitud la selección de Suetonio, a veces omitiendo figuras conocidas de la serie de retratos imperiales o dejando emperadores adentro o afuera. La secuencia de retratos de Tiziano, Once Césares (sans Domiciano), ofrece el más intrincado y fascinante caso de estudio sobre la recepción. Inspirados en las monedas romanas y en la escultura antigua, estos retratos fueron “el rostro” de los emperadores romanos en el siglo XIX, conocidos sobre todo a través de las versiones de grabado producidas por Aegidius Sadeler en la década de 1620 (los Tizianos originales ya no existen). En la década de 1530, Federico Gonzaga, duque de Mantua, comisionó las pinturas para una “Sala de los Césares” dedicada a ellos. Hacia la década de 1630, los Once Césares estaban en posesión de Carlos I en Inglaterra, donde fueron separados: un grupo de siete de ellos fueron colgados en la “galería” del Palacio de St. James, un espacio dominado por el retrato ecuestre de Carlos por Van Dyck (haciendo eco de la estatua ecuestre antigua de Marco Aurelio en Roma) y la pintura de Guido Reni de la apoteosis de Hércules. Los cuatro restantes fueron colocados en otros palacios. Después de la muerte de Carlos, las pinturas se trasladaron al Alcázar Real de Felipe IV en Madrid, donde se destruyeron en el incendio de 1734. Solamente podemos reconstruir la historia temprana de este complicado relato porque unos dibujos de la sala Gonzaga, que incluyen los Tizianos, fueron realizados en la década de 1560 para Alberto V de Baviera, quien esperaba recrearla en su propia Kunstkammer. Copias de los Once Césares de propiedad del emperador Rodolfo II de Praga proporcionaron la fuente para los grabados de Sadeler, que “inundaron a centenares, si no a miles, las bibliotecas de Europa y los salones de la burguesía”.
La Sala de los Emperadores de los Museos Capitolinos tal como estaba organizada en la década de 1890, con la llamada “Agripina” en el centro.
El relato de los Once Césares de Tiziano ilustra la segunda preocupación principal de Beard: el comentario que las imágenes de los emperadores romanos ofrecen sobre el poder contemporáneo. ¿Por qué Tiziano produjo a los Césares y omitió a Domiciano? ¿Qué mensajes imaginamos que transmiten estos retratos? Como Beard sugiere de manera intrigante, Tiziano bien puede haber omitido al último de los emperadores flavianos porque, como callejón sin salida dinástico, Domiciano arriesgaba desbaratar un intento del duque de Mantua por legitimar el gobierno de la familia Gonzaga a través de la asociación con los emperadores romanos y su interminable sucesión. En el contexto de Inglaterra, la representación de Tiziano de “monarcas” romanos flotando entre el estatuto humano y el de la deidad, era un indicio de la pretensión de Carlos de gobernar por derecho divino. El estudio de Beard destaca también tonos simbólicos más oscuros. En otra revisión de la erudición del arte histórico, Beard considera la inquietante visión de la guerra civil del poeta Lucano, del siglo I d.C., como la fuente de los tapices flamencos que colgaban en el Palacio Hampton Court en la época de Enrique VIII y que fueron descartados en el siglo XIX.
Un rango de tonos similar puede encontrarse en las representaciones de mujeres imperiales que también explora Beard. La pintura de Benjamin West, Agripina desembarcando en Bríndisi con las cenizas de Germánico (1768), visualizaba las antiguas caracterizaciones de la devoción de Agripina la Mayor a la memoria de su marido, el comandante militar Germánico. La pintura, observa Beard, consolidó el prestigio de West en Inglaterra, en parte por su influencia sobre la reputación de la madre de Jorge III, la princesa Augusta: alguna vez satirizada como Agripina la Menor, quien había dominado a su hijo Nerón, la ennoblecida viuda Augusta podía ahora ser reimaginada como Agripina la Mayor, la viuda leal. Por contraste, las representaciones de Mesalina, la esposa de Claudio, se aprovechaban de su antigua notoriedad por su sexualidad “desenfrenada”, basada en acusaciones de que ella se entregó a la prostitución y que “desposó” a su amante. James Gillray, por ejemplo, usa un busto en miniatura de Mesalina como un accesorio sugerente en una viñeta de 1801, ridiculizando a Emma Hamilton, la amante de lord Nelson. Tales imágenes eran un medio para el comentario moral y político sobre las mujeres y dinastías contemporáneas.
Las representaciones visuales modernas de los emperadores romanos desde hace tiempo han proporcionado un enfoque para los debates sobre ‘el poder y su descontento’. Beard apunta a las diferentes interpretaciones que tales imágenes pueden inspirar: los retratos de los emperadores romanos podrían servir como legitimadores del poder dinástico o como emblemas de corrupción.
Las representaciones visuales modernas de los emperadores romanos desde hace tiempo han proporcionado un enfoque para los debates sobre “el poder y su descontento”. Beard apunta a las diferentes interpretaciones que tales imágenes pueden inspirar: los retratos de los emperadores romanos podrían servir como legitimadores del poder dinástico o como emblemas de corrupción (el punto es extendido, en un vistazo pasajero, a las actuales “guerras de esculturas”: “La función de los retratos conmemorativos no es simplemente una celebración”, escribe Beard). Pero a pesar de la inclinación de Beard por preguntar cuestiones problemáticas y perseguir lecturas subversivas, su análisis tiene ciertas limitaciones. Crucial para apreciar la toma de posesión e importación de estas imágenes es entender el estatus de la antigua Roma en la cultura occidental desde el Renacimiento. La pregunta: “¿por qué los emperadores romanos?”, nunca se aborda. La respuesta nos contaría por qué aproximadamente 150 mil copias de las Vidas de Suetonio fueron impresas en Europa entre 1470 y 1700, y por qué el retrato moderno europeo fue tan profundamente influenciado por las imágenes antiguas de los emperadores romanos, de manera que no se trata de “una mera extravagancia de la moda” que las élites antes del siglo XIX fueran a menudo representadas con vestimenta romana. Por supuesto, los historiadores del arte conocen bien los contornos de este paisaje más amplio, y estarán agradecidos de Beard por iluminar su fértil aspecto clásico. Doce césares es una refinada adición a una distinguida serie.
Artículo aparecido en The Literary Review nº 500 (2021). Traducción: Patricio Tapia.
Imagen de portada: “El emperador Augusto reprende a Cornelius Cinna por su traición”, de Étienne-Jean Delécluze, 1884.
Doce césares, Mary Beard, Editorial Crítica, 2021, 456 páginas, $29.900.
El mundo entero se enfrenta a un momento de crisis. La pandemia de coronavirus obligó a todas las sociedades, al mismo tiempo, a repensar sus prioridades y tomar medidas urgentes, y donde se mire la democracia y la economía están en problemas. Por no hablar de la emergencia climática: el más importante de los desafíos, todavía sin una respuesta proporcional a su magnitud. Tampoco, nada asegura que superada la pandemia de Covid-19 salgamos mejor parados, y la guerra en Ucrania es un ejemplo de que el horizonte podría tornarse aún más oscuro.
Si hay una certeza, quizás esta sea que vivimos en un mundo incierto. Tal como la periodista Paula Escobar Chavarría decidió titular su más reciente libro, Un mundo incierto. Treinta conversaciones, volumen en el que se reúnen algunas de sus entrevistas con personajes destacados del ámbito de las humanidades y la ciencia, que realizó para el diario La Tercera entre marzo de 2020 y el año pasado. Crisis de la democracia y la autoridad; cambio climático y pandemia; cuestionamiento de los roles de género, de la historia y sus protagonistas; la migración, la desigualdad económica y el nacionalismo… son algunos de los temas que aborda la periodista y entre sus entrevistados se encuentran Yuval Noah Harari, Michael Sandel, Steven Pinker, Martha Nussbaum, Mary Beard, Jared Diamond, Branko Milanovic y Esther Duflo.
‘Los desastres ahora caen sobre las sociedades modernas mucho más rápidamente. (…) El Imperio Romano se parece mucho más al mundo del siglo XIX, con ciertos grados de interconectividad y, en otras áreas, dichosa ignorancia’, dice el historiador Peter Brown.
En poco menos de 300 páginas, el libro tiene el valor de sintetizar buena parte de los debates que hoy animan la discusión intelectual. Debido a su enfoque en la actualidad, normalmente en estas entrevistas se vuelve sobre ciertos temas y se repiten preguntas, lo que permite confrontar los puntos de vista expresados. Esto ocurre particularmente con la coyuntura del Covid-19, sobre la que son consultados casi la totalidad de los entrevistados. Una pregunta que vuelve con especial regularidad es sobre los efectos que tendrá la pandemia. La etóloga Jane Goodall plantea que “va a haber cientos de miles de personas que habrán visto cómo el mundo debiera ser, y cómo puede ser, y que no querrán volver a la misma manera de hacer las cosas”. Y, en la misma línea “optimista”, el psiquiatra Boris Cyrulnik dice que “va a haber un resurgimiento del apego, vamos a viajar y consumir menos”, opción, sin embargo, que podría no materializarse “si los economistas quieren reembolsar la deuda (contraída por el Covid)” y “aumentar la intensidad del trabajo de hombres y mujeres”.
En general, la noción de la crisis como una oportunidad para la innovación social, o incluso para el “reseteo”, se repite entre los entrevistados. Una perspectiva más escéptica la ofrece el sociólogo Gilles Lipovetsky, para quien es equivocado el “diagnóstico de creer que los individuos y los consumidores van a cambiar”, porque “el consumo, el deseo de producir, de viajar, de conocer el mundo, de distraerse, son cosas que no son simplemente producto del marketing y la publicidad, sino que se inscriben dentro de la esencia de la modernidad”. Por su parte, el historiador Yuval Noah Harari piensa que la epidemia del coronavirus podría marcar un hito importante en la historia de la vigilancia y propone un escenario distópico. “Imagine un Estado totalitario en 10 años más, que exija que cada ciudadano use un brazalete biométrico que lo vigile las 24 horas del día”, dice. “Mediante el uso de nuestra creciente comprensión del cuerpo y el cerebro humano, y el uso de los inmensos poderes del aprendizaje automático, el régimen podría por primera vez en la historia saber qué sienten todos y cada uno de los ciudadanos en cada momento”.
Este libro vuelve a recordarnos que en el periodismo no solo importan los hechos sino también las ideas y el conjunto de entrevistados aquí recogidos no puede ser más pertinente como panorámica de la esfera intelectual. Estamos en un mundo incierto (qué duda cabe) pero en ningún caso vacío de interpretaciones, propuestas y esperanzas.
Discurso político, discurso publicitario
La crisis de la democracia es otro tema que cruza el libro. Uno de los factores que suele identificarse como parte del problema son las redes sociales y su impacto en la veracidad de la información, la radicalización del debate y la intolerancia, la velocidad de los cambios y la frivolización del compromiso político. “El discurso político se ha convertido casi en su totalidad en un discurso publicitario”, opina el filósofo Luc Ferry. “Lamentablemente, solo hay un remedio: los ciudadanos deben ejercitar su pensamiento crítico. La prensa de calidad obviamente tiene un papel importante que jugar en este asunto, porque las redes sociales difunden continuamente rumores y fake news”. Asimismo, el historiador Timothy Snyder piensa que “las personas ya no conocen los hechos importantes sobre los sucesos relevantes, los que de verdad afectan sus vidas, y son atraídos hacia un mundo de paranoia, de ‘ellos’ y ‘nosotros’, de teorías conspirativas. Y eso precedió a Trump, y a la vez, lo hizo posible”. El también historiador Peter Brown ofrece una comparación entre las sociedades contemporáneas y el mundo antiguo, en relación con la velocidad con que se propagaba la información. “Estas eran sociedades verdaderamente lentas, y esto le daba a la gente tiempo para adaptarse. Los desastres ahora caen sobre las sociedades modernas mucho más rápidamente. (…) El Imperio Romano se parece mucho más al mundo del siglo XIX, con ciertos grados de interconectividad y, en otras áreas, dichosa ignorancia. Ahora, no podemos recuperar eso”.
Este libro vuelve a recordarnos que en el periodismo no solo importan los hechos sino también las ideas y el conjunto de entrevistados aquí recogidos no puede ser más pertinente como panorámica de la esfera intelectual. Estamos en un mundo incierto (qué duda cabe) pero en ningún caso vacío de interpretaciones, propuestas y esperanzas.
Un mundo incierto. Treinta conversaciones, Paula Escobar Chavarría, La Pollera, 2021, 271 páginas, $13.900.
“––¿No les parece un derroche de dinero? Pagamos millones para colocar a nuestros candidatos y después pagamos el doble para destrozar a sus competidores.
––Son las reglas. ¿Qué propone?
––Que gane el más fuerte y quede demostrado quién es el rey de la selva.
––¿Dejar la decisión en manos del pueblo ucraniano?
––Democracia sin control. Me gusta el juego. Hace mucho que no sentía tanto la adrenalina”.
Y brindan, los tres hombres con traje, pero sin cara, que se han reunido frente al Maidan, el centro político de Kiev después de las manifestaciones pro-europeístas que a principios de 2014 llevaron a la destitución del presidente prorruso Víktor Yanukovich, no sin antes dejar decenas de muertos y heridos.
Con aquel diálogo en este escenario arranca Servidor del pueblo, la sátira política de 2015, en la que el hoy presidente de Ucrania hace de inesperado presidente de Ucrania, invirtiendo eso de que la historia se da primero como tragedia y recién después como comedia. En la serie televisiva ––filmada en locaciones reales, como el palacete del presidente recientemente depuesto y exiliado en Bielorrusia––, Volodímir Zelenski llega a la presidencia por la fuerza de YouTube, sumada a la del discurso antipolítica más básico.
Su personaje es un profesor de historia, al que ese día le quitan los alumnos, porque tienen que preparar la escuela para la elección en ciernes. Furioso con el que da esa orden, se pone a despotricar contra la política de su país, en el que hace 25 años “elegimos entre la peste y el cólera”, algo que tampoco cambiará esta elección donde se elegirá a un cerdo cuya única virtud será la de no ser tan malo como los otros cerdos.
––Después llegan al poder y se roban todo ––grita el profe, en la pantallita del alumno que lo graba a escondidas con su teléfono––. Tienen nombres diferentes, pero son todos iguales. Si yo estuviera una semana en el poder, terminaría con todas las bonificaciones, las mansiones y lo demás. Los maestros deberían vivir como los presidentes y los presidentes, como los maestros.
El video politicofóbico se vuelve viral, los alumnos hacen un crowdfunding para que su ídolo pueda presentar la candidatura y, hete aquí, gana. Los oligarcas del principio, que han jugado a la democracia como juegan al TEG con el mapa del granero de Europa o arreglan partidos en vivo y en directo, gol a gol, se hacen una sola pregunta: ¿Es un hombre de Occidente o del Kremlin?
Pero el profe no es lo uno ni lo otro: es un hombre común y corriente, divorciado, con un hijo, que ha vuelto a vivir con sus padres, en un mundo colorido de sitcom estadounidense. Sus primeros tropiezos en el poder se dan con sus propios ministros y asesores, todos heredados de las administraciones anteriores y naturalmente corruptos de punta a punta. Para enfrentarlos, contará con la ayuda de personajes históricos, que se le irán apareciendo en diferentes situaciones. El primero es Abraham Lincoln, que le augura que también él podrá liberar a su pueblo de la esclavitud, a pesar de su origen modesto. El segundo es el Che Guevara, que lo insta a liquidar a todos los corruptos, cosa que este “profesor de historia que escribe historia” bien quisiera, pero que no le parece la verdadera solución.
La verdadera solución es reducir costos, empezando por casa: se recorta el sueldo, despide a su escolta. Después decide reemplazar a los funcionarios corruptos por gente idónea elegida por concurso, pero su primer ministro ––que hace de Virgilio y es él mismo parte del infierno–– le mete otra vez la runfla propia.
Al flamante presidente lo felicitan Obama, Merkel y Xi Jinping. ¿No falta alguien ahí? A ese se lo nombra un rato más tarde, cuando el primer ministro lo invita a gozar de los lujos del poder usando un reloj suizo Hublot. ‘––Es el que usa Putin. Le recomiendo que lo pruebe usted también. ––Paso’.
El profe presi da entonces un golpe de timón: nombra en los puestos clave a sus amigos de infancia y a su exmujer. Los neófitos tampoco tienen la menor idea de cómo gobernar un país, pero los une la única virtud que cuenta: son incorruptibles. Parece. Porque al poco tiempo, todos aceptan las coimas de los oligarcas. Pero, sorpresa: finalmente se revela que lo hicieron por orden del presidente, que procede a usar lo recaudado para pagar los sueldos retrasados de los empleados públicos.
Todos los grandes problemas del país ––desde los taxistas que andan sin licencia hasta los jueces que liberan a los políticos, a los que por eso proponen reemplazar con curas ortodoxos–– giran en torno al mismo problema de fondo. Incluido el del Fondo Monetario Internacional, que aparece reclamando el pago de la deuda adquirida por el gobierno anterior y para el que la primera solución que proponen los amigos del presi es que se case con la que hace de Christine Lagarde. La otra solución es pedir prestada la plata a la Unión Europea para pagar la deuda y después pedirle prestado a Estados Unidos para pagarle a esta y así hasta el infinito… o hasta cumplir con “el sueño nacional del default”. ¿Qué pasa finalmente? Subida de la edad jubilatoria, aumento de tarifas, etc., con sus consabidas protestas callejeras y baja en las encuestas. El drama ucraniano es tan latinoamericano que bien podría mostrarse la serie doblada a nuestro idioma como si fuera una producción local. Al menos, para ver si eso le redobla el efecto cómico o se lo termina de anular.
Cumplir con los dictados del FMI es una decisión dolorosa, pero necesaria para que el país al fin despegue, dice el presi, tras tomarla completamente borracho. Y es condición necesaria para aspirar a entrar en la Unión Europea. El milagro ocurre en el capítulo 18: el presi recibe una llamada de Merkel, felicitándolo por haber ingresado a la UE. Música triunfal. La fuente a sus espaldas explota de agua.
“––Gracias, en nombre de todos los ucranianos, lo hemos estado esperando tanto tiempo.
––¿Ucranianos? Ah, perdón. Hubo una confusión. Estaba llamando a Montenegro”.
Con lo que llegamos al verdadero tema de la serie. Que en realidad ya asoma en el primer capítulo, cuando al flamante presidente lo felicitan Obama, Merkel y Xi Jinping. ¿No falta alguien ahí? A ese se lo nombra un rato más tarde, cuando el primer ministro lo invita a gozar de los lujos del poder usando un reloj suizo Hublot.
“––Es el que usa Putin. Le recomiendo que lo pruebe usted también.
––Paso”.
El chiste (que no tiene que ver con el lujo del reloj, o no solo, sino con que la marca suena igual que una popular puteada contra Putin) fue censurado por el canal de TV rusa que dio de baja la serie tras pasar los primeros capítulos, aun cuando ya contaba con la ventaja de estar hablada en ese idioma. En el tercer capítulo, vuelve a aparecer Putin, ahora en persona, para que el presi se dé el gusto de no saludarlo. La ofensa es menor: con Lukashenko, el de Bielorrusia, ni se toma la molestia de ponerse de pie.
La próxima alusión al evidente tema tabú (Crimea acababa de ser anexada) ocurre en el quinto capítulo. El presidente entra en el parlamento, donde todos los diputados están peleando (uno de los pocos momentos de violencia física de la serie) y tras intentar llamarlos al orden sin éxito, anuncia “¡Derrocaron a Putin!” y se hace la paz. Repetirá el chiste mucho más adelante, agregando: “Increíble cómo siempre funciona”.
Entremedio, algunos dardos sutiles, como cuando la hermana del presidente pide que le den un puestito en alguna parte y le ofrecen ir a Rusia. ‘Quiero trabajo, no el exilio’. Lo mismo cuando se bromea con que los corruptos terminan en Rostov, al norte de Moscú.
Entremedio, algunos dardos sutiles, como cuando la hermana del presidente pide que le den un puestito en alguna parte y le ofrecen ir a Rusia. “Quiero trabajo, no el exilio”. Lo mismo cuando se bromea con que los corruptos terminan en Rostov, al norte de Moscú.
El showdown de esta tensión de trasfondo (todos los chistes juntos no deben sumar ni un minuto en diez horas de serie) se da en el último capítulo. Cerrando la galería de personajes históricos teletransportados al presente, al presidente se le aparece Iván el Terrible, para decirle que no basta con matar a los corruptos, como hicieron los chinos, sino que primero hay que torturarlos.
“––Una muerte sin tormentos es ridícula ––dice un Iván enorme y muy rojo, acompañado de música especialmente dramática––. Hay que empalarlos, destrozarles las rodillas, echarles plomo fundido en la boca.
––Iván, eso es ilegal ––responde el héroe del ucraniano común.
––Pero si tú eres la ley, eres el zar.
––Yo no soy ningún zar.
––¿Y qué eres entonces? ¿A quién perteneces? ¿Cuál es tu apellido?
–– Goloborodko.
––Mi bufón se llamaba así. Le arranqué la lengua. Es el único camino.
––Quizá en el siglo XVI ––ironiza el profe––. Pero nosotros queremos resolver todo democráticamente.
––Los rusos son un pueblo salvaje ––insiste Iván––. No hay caminos simpáticos. Así que: a cortar las manos ladronas.
––Yo no voy a cortar ninguna mano. Y usted sabe que ese no es el problema. El problema está en la cabeza.
––¡Entonces a cortar cabezas! Los rusos hacen eso desde el principio de los tiempos. Únete a ellos. A fin de cuentas, eres el zar.
––No soy el zar, sino el presidente de Ucrania.
––¿Ucrania? El Gran Duque de Kiev, querrás decir.
––Llámeme como más le guste.
––Seguro que padecen aún bajo el yugo de Lechia (antiguo nombre de Polonia) y de Lituania. Conserven el valor, hermanos, pronto los liberaremos.
––No, gracias, no necesitamos ser liberados.
––¿Cómo que no?
––Nosotros pertenecemos a Europa.
––¿Eh? ¿Qué Europa? ¡Nosotros somos eslavos! ¡Hermanos de sangre!
––¡Ya empieza de nuevo con la sangre! Vaya usted por su camino, nosotros vamos por el nuestro. Probemos caminos separados y volvamos a encontrarnos en 300 años.
––¿Qué otro camino? ¡Nosotros tenemos un camino en común!
––¡Usted tiene uno, nosotros elegimos otro! ¡Somos diferentes!”.
Ahí Iván se cansa del intercambio de ideas y ¡pum!, lo mata con su cetro.
La historia de los primeros 100 días de Goloborodko en el poder fue tan exitosa que le siguieron una película y dos temporadas más, siempre emitidas por el canal privado del oligarca Íhor Kolomoiski. La última temporada salió al aire el mismo año en que Zelenski llegó al poder real, como candidato de un partido que lleva el mismo nombre que la serie, Servidor del pueblo, y que preside el exdirector de la productora de la serie y ahora jefe de Inteligencia del país. Un amigo de infancia de Zelenski.
Vista en retrospectiva, la autoprofecía cumplida es doblemente. Perturba, en primer lugar, por el destino de Zelenski presidente. Hay un momento en que le presentan a su doble (que es él mismo) bromeando con que “es el que muere por usted, aunque esperemos que no llegue a tanto”. Después de ver la serie, resulta difícil no sentir que sus mensajes desde el frente son un capítulo más de la ficción, del mismo modo que a sus votantes les debe haber resultado difícil distinguir al actor del candidato. En una entrevista de 2017, justo antes de formar su partido, Zelenski comenta que la gente le pide selfies, “pero no necesariamente conmigo como persona, sino con el personaje que ven en la pantalla”, y que a la productora le llegan muchos mensajes de “gente común confirmando que hay un deseo de que alguien como el presidente Goloborodko lidere Ucrania a través de su realidad actual”.
Lo otro que perturba, a un nivel más profundo, es que lo que la serie ataca de fondo con las armas del humor es el mismo problema que ahora quieren arreglar las otras, con lo que queda en evidencia no solo que la tragedia venía de antes, sino que el humor, aunque quizá sea una condición necesaria para entenderlo, lamentablemente no es suficiente para ponerle fin.
Newton, Darwin y Einstein… estos tres apellidos forman parte de la cultura popular contemporánea, más allá del campo de la ciencia. Estudiantes de todo el mundo se instruyen sobre el rol de estos grandes personajes en las leyes de la gravedad, la evolución y la relatividad general. Cuando vamos hacia la estructura y composición del Universo, esos mismos estudiantes aprenden que el elemento más común es el hidrógeno, que conforma el combustible de la mayor parte de las estrellas que iluminan el cosmos. A pesar de su importancia, pocos se preguntan cómo lo sabemos o quién realizó ese descubrimiento. Es otro ejemplo de la exclusión sistemática de la contribución de las mujeres en la ciencia, como lo plantea Paula Jofré en Fósiles del cosmos.
La autora de ese hallazgo crucial respecto de la composición de las estrellas fue la astrónoma Cecilia Payne. Fue un descubrimiento muy criticado en su época, ya que se pensaba que el Sol y otras estrellas en general debían tener una composición similar a la Tierra, donde hay poco hidrógeno. Payne pasó gran parte de su carrera académica en Harvard, donde por varias décadas no tuvo un puesto oficial, hasta que en 1938 se le concedió el título de “astrónoma”.
Más allá del caso de Cecilia Payne, hoy de carácter histórico, para la escritura de Fósiles del cosmos Paula Jofré contactó a decenas de investigadoras contemporáneas en Chile y el mundo, colegas y compañeras de viaje de la ciencia galáctica. Sus voces, historias y relatos van apareciendo a lo largo de todo el libro, buscando comunicar el progreso en la comprensión respecto de nuestra propia galaxia, la Vía Láctea, junto con transmitir la pasión por la ciencia de este grupo de mujeres.
Misión Gaia
Estamos acostumbrados a leer en la prensa sensacionales descubrimientos que se realizan desde los grandes observatorios desplegados por el norte de Chile, ya sea con los enormes telescopios ópticos (como el Very Large Telescope, en Cerro Paranal) o bien con radiotelescopios (como ALMA y APEX en las alturas del Llano de Chajnantor, en las cercanías de San Pedro de Atacama). Pero la aventura intelectual que propone la autora nos lleva a otra ventana de observación, mucho menos abordada en la divulgación de la astronomía en Chile.
Se trata del proyecto Gaia, a juicio de Jofré, uno de los más trascendentales para la astrofísica moderna. A diferencia de los telescopios ópticos que abren sus compuertas de noche desde la superficie de la Tierra, bajo el peso y distorsión de la atmósfera, Gaia opera desde el espacio, midiendo las posiciones de los cuerpos celestes en el cielo.
Como lo dice la autora en su introducción, una de sus motivaciones para escribir el libro fueron los estudiantes universitarios en Chile y el problema de la falta de literatura contemporánea en estas temáticas en idioma español. No se requiere de formación en ciencias para seguir el viaje galáctico, pero sí una lectura cuidadosa y tranquila.
La misión de Gaia es crear el mapa tridimensional de la Vía Láctea más grande y preciso que se haya realizado en la historia de la humanidad. Para ello, observa mil millones de estrellas, construyendo una detallada cartografía, que resulta fundamental para estudiar la formación y evolución de nuestra galaxia. De paso, hace posible otros descubrimientos, como la detección de nuevos planetas alrededor de estrellas, asteroides en nuestro sistema solar, enanas marrones y cuerpos congelados en los confines del sistema solar, entre otros.
Se trata de un esfuerzo global, que reúne a cientos de investigadores e investigadoras. De hecho, un cuarto de la comunidad científica de Gaia son mujeres, una cifra más alta que el porcentaje promedio en otras áreas de astrofísica.
Paseo galáctico multimedia
Antes de adentrarse en Gaia, Paula Jofré plantea primero un viaje hacia conceptos básicos de astrofísica estelar, evolución química de las galaxias y los diferentes componentes de la Vía Láctea. No se trata de una lectura sencilla ni dirigida a quien tiene un interés solo superficial o de fin de semana en estos temas. Como lo dice la autora en su introducción, una de sus motivaciones para escribir el libro fueron los estudiantes universitarios en Chile y el problema de la falta de literatura contemporánea en estas temáticas en idioma español. No se requiere de formación en ciencias para seguir el viaje galáctico, pero sí una lectura cuidadosa y tranquila.
Como contrapartida a la complejidad de conceptos, el libro está complementado con una serie de materiales multimedia, partiendo por numerosos códigos QR para escanear con el celular, además del sitio fosilesdelcosmos.cl y una serie de podcasts en Spotify.
Con un doctorado en ciencias naturales en la Universidad Ludwig Maximilian de Múnich y el Instituto de Astrofísica Max Planck en Alemania, y destacada por la revista TIME en el 2019 como una de las 100 personas más relevantes dentro de la lista 100 Next, Paula Jofré se suma con Fósiles del cosmos a la intensa actividad editorial que ha tenido en nuestro país la ciencia y, en particular, la astronomía. Lo hace desde una perspectiva original, buscando combinar conceptos de astrofísica con ideas transversales que cruzan el libro, como el rol de las mujeres en ciencia y la importancia del trabajo colaborativo dentro de las grandes aventuras del conocimiento del siglo XXI.
Fósiles del cosmos, Paula Jofré, Debate, 2022, 229 páginas, $14.200.
El encuentro de Catherine Millet con el arte contemporáneo —según recuerda en una de las entrevistas recogidas en el libro D’art press à Catherine M. (2011)— fue tan temprano como fortuito: era 1965, tenía apenas 17 años y visita por primera vez la Tate Gallery, de Londres, cuando descubre una pintura de Lucio Fontana que hizo reír a sus amigos, pero no a ella. Siete años más tarde, en 1972, junto con otros amigos, fundó la revista Art Press, una de las más importantes de Francia, la que aún dirige.
Se convirtió así en una crítica de arte respetable, asentada y reconocida en el mundo cultural, aunque desconocida por el gran público. Hasta que en 2001 publicó La vida sexual de Catherine M., la meticulosa y desinhibida narración de sus experiencias eróticas, incluyendo el sexo multitudinario: desde los 18 años practica la sexualidad grupal, sin importarle el número de sus compañeros ni sus cualidades físicas o morales, en escenarios tan variados como parques o clubes swingers, estacionamientos o museos.
Tiempo después proseguiría con su veta autobiográfica con Celos (2008), la narración de una honda crisis de varios años cuando, casualmente, descubrió que su marido también tenía una vida sexual paralela y secreta. Más tarde sumaría el relato de aprendizaje y emancipación, el paso de la niñez a la adolescencia, en el que es quizá su mejor libro, Une enfance de rêve (2014; “Una infancia de ensueño”, no traducido). Y se encuentra trabajando en un cuarto libro autobiográfico.
Tampoco ha abandonado su labor como intelectual, ya sea desde la discusión pública y el cuestionamiento de ciertas formas del feminismo (ha sido de aquellas que han denunciado excesos de la ola “Me Too”), ya sea como crítica de arte y de la cultura. Una muestra de lo primero es una obra de síntesis, El arte contemporáneo, y de lo segundo un ensayo sobre D. H. Lawrence, Amar a Lawrence.
Si Millet llegó casi por casualidad al mundo del arte, algo parecido ocurrió con Lawrence, hace unos pocos años: su libro sobre él nació de un artículo por encargo, pues no lo había leído hasta entonces.
Ya sea que escriba ficción o un texto autobiográfico, creo que un escritor tiene que exponerse, tiene que correr ese riesgo. Está forzado a decir algo de sí mismo, incluso a través de personajes, y que algo puede, debe, escapar de su control.
¿Ha importado el azar en su vida e intereses? Digamos, por de pronto, que tuve la suerte de nacer en un país desarrollado, en tiempos de paz, y de vivir mi juventud en un período próspero y liberal.
¿Cómo aborda una obra, hace alguna diferencia entre el arte visual y el arte literario? Una obra de arte moderno, preciso moderno, es un espacio concreto al que uno se enfrenta; una novela, un relato, es un espacio imaginario en el que uno se desliza.
Las empresas de la verdad
Enfrentándose al arte moderno, deslizándose en la literatura, Millet procura ser tan franca como le sea posible. “Escribir consiste en decirlo todo, deliberadamente o no”, apunta en alguna parte de su ensayo sobre Lawrence, donde también recuerda que fue la lectura de sus cartas lo que la llevó a la “conversión”. También anota que la lectura de Lawrence, su rudeza y sinceridad, le llevaron a lamentar lo “diplomático, precavido, hipócrita” (son sus palabras) del medio artístico e intelectual que le toca ver normalmente.
Es ese mundo del que se ocupa en El arte contemporáneo, analizando el mercado artístico, distorsionado por la mediatización y la especulación, además de la universalidad de sus expresiones, lo mismo que el peligro de la homogeneización de los museos y la presencia de los coleccionistas (que han reducido la influencia de la crítica). Aborda al artista como un hombre (o mujer) cualquiera, interesado en las mismas cosas que otras personas, alejándose de la bohemia y aspirando a ciertos bienes materiales. También critica el “efecto novedad”, que entrega el arte al espectáculo, y se refiere al surgimiento de las “mitologías individuales” de artistas, aunque se muestra bastante escéptica respecto de algunas: señala que Beuys es una especie de chamán que cede al oscurantismo y que Anselm Kiefer saciaba un cierto gusto nostálgico…
En Amar a Lawrence, por su parte, entrega una exploración documentada y personal de la biografía y obra del autor de El amante de Lady Chatterley: desde sus viajes hasta las mujeres que conoció y lo inspiraron. Pero Millet analiza todo a la luz de su propia vida y experiencias, de manera que este ensayo está de cierta forma vinculado a su labor autobiográfica.
No fue en absoluto un sentimiento de frustración lo que me impulsó a escribir La vida sexual de Catherine M., sino la necesidad de sostener un discurso sobre la sexualidad diferente a ese, fantaseado o idealizado, sostenido principalmente por hombres. Sin embargo, paradójicamente, fue un hombre, D.H. Lawrence, quien me precedió en este camino.
Según cuenta en Une enfance de rêve, ella, de niña, leía muchas novelas. “La ficción funcionó como un escondite que llevé conmigo como la tortuga su caparazón que la protege”, anota. Sin embargo, como autora, lo ha sido principalmente en formas no ficcionales, en obras tanto de crítica como autobiográficas.
¿Decidió que como escritora no tendría caparazón, mostrarse sin ninguna protección? Es ambivalente. Por un lado, sí, quiero acercarme lo más posible a la verdad y, en ese caso, tengo que aceptar presentarme bajo una luz que no siempre es halagadora. Además, ya sea que escriba ficción o un texto autobiográfico, creo que un escritor tiene que exponerse, tiene que correr ese riesgo. Está forzado a decir algo de sí mismo, incluso a través de personajes, y que algo puede, debe, escapar de su control. Por otra parte, me doy cuenta, ahora que estoy escribiendo un cuarto libro autobiográfico, que volver al pasado es también una forma de protegerse, como si quisiera envolverme en esta vida ahora que se acerca su fin.
Dice que de Lawrence le sorprende la capacidad para describir la frustración del placer femenino. ¿Ese sentimiento le impulsó a escribir La vida sexual de Catherine M.? No, no fue en absoluto un sentimiento de frustración lo que me impulsó a escribir La vida sexual de Catherine M., sino la necesidad de sostener un discurso sobre la sexualidad diferente a ese, fantaseado o idealizado, sostenido principalmente por hombres. Sin embargo, paradójicamente, fue un hombre, D.H. Lawrence, quien me precedió en este camino. Pero es cierto que durante mucho tiempo nuestra civilización no se preocupó mucho por la satisfacción sexual de las mujeres. El derecho al placer es una de las conquistas del feminismo.
También plantea la importancia de la “inocencia”, la falta de posición moral de los personajes de Lawrence frente al sexo, con lo que usted se identifica, contra una tradición francesa (de Sade a Bataille) en la que el placer se basa en la transgresión. Es cierto, no soy muy “francesa” desde ese punto de vista y, sin embargo, mi cultura es católica, por lo tanto, asociada a la noción de transgresión. Pero esta noción me parece que mantiene el aspecto adulterado del catolicismo, las beaterías o bondieuseries, como se diría en francés. No soy lo suficientemente pervertida para eso.
No sé si se puede hablar del ‘triunfo’ del arte contemporáneo cuando se lo ve sujeto a la moda o peor aún, a la especulación financiera. Quizás estos sean los nuevos medios inventados por la sociedad liberal para sofocar la creación.
La idea de que las mujeres solo experimentan placer asociado a un sentimiento se vincula a la idea de que el nomadismo sexual es de los hombres. ¿Ambas ideas serían preservación de los privilegios masculinos? Siempre he dicho que esta teoría de que las mujeres asocian automáticamente el sexo y el amor fue una invención de los hombres para satisfacer su ego: si una mujer cede ante ellos, ¡pueden decirse a sí mismos que es porque ella está enamorada!
Destaca también que tuvo la posibilidad de no ser feminista, porque disfrutaba de la igualdad en un entorno intelectual. ¿Cómo se posiciona frente a los movimientos feministas de ayer y de hoy? Como he señalado, las feministas históricas se propusieron conquistar tanto sus derechos sociales como su realización sexual. No le tenían miedo al sexo, mientras que el movimiento #MeToo expresa en parte un miedo ante la sexualidad.
Los libros de Lawrence, como muchas obras de arte, provocaron escándalos, pero no por motivos estéticos sino morales. ¿Cómo se relacionan la moral y la estética, o nunca deberían mezclarse? El arte y la literatura son empresas de la verdad, por lo que, por definición, deben escapar a la moral.
En El arte contemporáneo recordaba que Gombrich reconoció un cambio entre 1950 y 1965, en términos de aceptación pública de ese arte: de la hostilidad al triunfo. ¿Sigue siendo así o esto es menos visible? No sé si se puede hablar del “triunfo” del arte contemporáneo cuando se lo ve sujeto a la moda o peor aún, a la especulación financiera. Quizás estos sean los nuevos medios inventados por la sociedad liberal para sofocar la creación.
Señala ciertos aspectos que se aprecian en buena parte del arte contemporáneo, como la participación ciudadana o el “efecto novedad”. ¿En qué medida la novedad es un factor determinante en el valor de una obra de arte? Critico incluso la palabra “efecto”, porque no es la adecuada, tiene connotaciones demasiado superficiales. Por otro lado, siempre digo que me considero una “vanguardista”, en la medida en que creo que las nuevas formas dan testimonio de un nuevo pensamiento: lo que no significa necesariamente que sea un progreso.
La evidencia que siempre debe recordarse cuando la gente ataca la libertad de expresión es que el arte y la literatura destacan lo imaginario, que un artista que representa fantasías no necesariamente las pone en práctica en la vida real.
¿Sigue operando el puritanismo en el arte? ¿Hay alguna diferencia aquí entre la plástica y la literatura? En El arte contemporáneo subraya que Nabokov no podría haber hecho de Lolita una instalación… Nos protegemos emocionalmente mejor de las palabras que de las imágenes. Las palabras te ayudan a fabricar imágenes en tu cabeza, las modelas según tu sensibilidad, mientras que las pinturas o fotografías te imponen imágenes diseñadas por otros. Quiero decir que las fotos siempre te toman por sorpresa. Sería aún peor con lo que se llama una “instalación”. Ya no estamos en un espacio de representación, sino en un espacio real. Sería como un peep show. La evidencia que siempre debe recordarse cuando la gente ataca la libertad de expresión es que el arte y la literatura destacan lo imaginario, que un artista que representa fantasías no necesariamente las pone en práctica en la vida real.
Volviendo al libro de Lawrence, dice que el “primitivismo” ejerció una fuerte atracción sobre los artistas e intelectuales a principios del siglo XX. Y se ve algo similar en la búsqueda por parte de algunas mujeres de hombres de otras culturas o de una clase social inferior. El interés por culturas más antiguas, extra occidentales, y que hoy ya no se llaman más “primitivas”, porque se aprendió a apreciar su complejidad y sus códigos estéticos, rescató a artistas e intelectuales occidentales maltratados, magullados, porque ellos vieron así su propia civilización, especialmente después de la Primera Guerra Mundial. Encontraron en estas culturas nuevos valores, una forma de pureza. En Europa, los hombres también salieron extenuados de la guerra, esclavizados por la sociedad industrial en plena expansión, “desvirilizados”. Fue entonces cuando las mujeres, en efecto, en busca de su satisfacción sexual, recurrieron a hombres de origen africano o a jóvenes obreros (este es el caso de una de las mujeres que sirvió de modelo para el personaje de Lady Chatterley), porque se les atribuyó una energía varonil.
Usted también ha admitido sentirse atraída por ciertas formas de fealdad y bajeza… Mi propio gusto por ciertas formas de fealdad, bueno, ¡eso es otra cosa! Digamos que es mi pequeña perversión…
A propósito de Amar a Lawrence: ¿Puede la crítica ser una forma de amor? Yo ya había escrito un libro similar sobre Salvador Dalí. Creo que a veces uno tiene la impresión de estar tan de acuerdo con un artista o un escritor, que se tiene la sensación de comprenderlo “desde adentro”, que se logra seguirlo realmente en su subjetividad. Así que tenemos que seguir la suya para, creo yo, producir un estudio crítico que sea, con todo, verdaderamente serio.
Amar a Lawrence, Catherine Millet, Anagrama, 2021, 212 páginas, $19.000.
El arte contemporáneo, Catherine Millet, Editorial La Marca, 2018, 142 páginas, $18.890.
¿Quién era Andy Warhol? Quiso ser máquina y como máquina registró y replicó el día a día de su mundo y la imagen de varias décadas. Le parecía difícil ser persona, así que fue una corporación: Andy Warhol Enterprises. Era católico y producía en serie íconos pop. Tuvo miedo a ser irrelevante. Cuando tuvo miedo de ser quien era, se hizo un personaje, y cuando temió quedarse solo decidió enamorarse. No encontró un espacio en el mundillo del arte de Nueva York, así que se armó uno propio. Quiso que fuera un lugar seguro para que quien llegara se sintiera libre, pero en el camino construyó su nombre explotando a otros. Quiso presentar obras explícitamente homoeróticas que le rechazaron en los 50, y reapareció 10 años después con las latas de sopa que lo lanzaron a la fama. Dijo más de una vez que era asexual, pero su obra habla (entre otras cosas) de cuerpos de hombres, anhelo y deseo.
En la serie Los diarios de Andy Warhol, de Netflix, hay algunas pistas. En seis capítulos (poco más de seis horas de principio a fin) se trenzan distintas miradas sobre el artista, incluyendo la que el propio Warhol destiló en el libro del mismo nombre: un diario de vida que empezó a dictarle en llamadas matutinas a la editora, Pat Hackett, luego de que le dispararan en 1968 y hasta su muerte, en 1987. En él registró primero gastos, y de a poco fueron apareciendo sentimientos, fiestas, cotidianeidades, amores.
Cuando se publicó el diario en formato de libro, en 1989, Warhol llevaba dos años muerto y la crítica lo recibió —principalmente— como pelambre de una escena, un catastro del quién es quién del mundo que habitó el artista. Pero el equipo de producción y el director, Andrew Rossi, le dieron una segunda lectura. Vieron que entre lo superficial se traslucían otras cosas. Desde luego, el tiempo también ayudó a calibrar mejor el contenido de los diarios, a releer lo que nos decía Warhol.
El documental rescata tres relaciones del diario: dos parejas, Jed Johnson, decorador; Jon Gould, ejecutivo de Paramount; y el artista Jean-Michel Basquiat, quien fue amigo, colaborador e inspiración de Warhol. Todos están muertos.
Cuando se publicó el diario en formato de libro, en 1989, Warhol llevaba dos años muerto y la crítica lo recibió —principalmente— como pelambre de una escena, un catastro del quién es quién del mundo que habitó el artista. Pero el equipo de producción y el director, Andrew Rossi, le dieron una segunda lectura. Vieron que entre lo superficial se traslucían otras cosas.
A través de su relato en los diarios, de lo que se puede ver en su arte, Andy Warhol parece ser dolorosamente humano. Tanto que —dijo— le parecía agotador. Dijo varias veces que su obra no significaba nada. No quiso ser y no fue un activista. Se le resintió por no ser una voz mientras el VIH mataba a miles a su alrededor, incluyendo a muchos de sus amigos y, en 1986, a Jon Gould, a los 33 años.
El relato del documental combina la voz del diario —una locución de inteligencia artificial (IA) que, aunque suena como la real, tiene algo de robótico— con entrevistas a las personas que lo conocieron, que trabajaron con él, que lo estudian, que lo admiran y cuestionan. De fondo, las imágenes: el registro eterno de Warhol y todo lo que pasaba a su alrededor. Pero también tesoros rescatados del ático de la mamá de Jon Gould. Cuando ella murió, en los 90, la venta pública de su patrimonio sacó a la luz fotos, cartas, poemas, obras de arte, notas, ropa, recuerdos de Jon y Andy, regalos de Basquiat, retazos de la vida que tuvieron juntos.
Con las horas se van abriendo capas de qué entendemos de Warhol y qué quiso que entendiéramos (o no). Cada capa alimenta las lecturas que podemos hacer de sus muchas vidas y de su interminable obra. Abre nuevas preguntas. ¿Por qué tenemos que declarar nuestra sexualidad? ¿Dónde está el límite entre la creación y lo comercial? ¿El arte es una declaración o una exploración? ¿A quién estamos usando con lo que hacemos? ¿Qué espacios estamos abriendo? ¿A quiénes? Y de nuevo: ¿Quién era Andy Warhol?
Los diarios de Andy Warhol, Andrew Rossi, 2022, 6 capítulos (6h 35m), disponible en Netflix.
Se instala en la plaza, parlante en mano, un pequeño grupo de evangélicos, dando inicio al rotativo de prédicas de la tarde, antecedidas por una lectura bíblica. Se intercalan gritos de los devotos que apuntalan la performance con más o menos énfasis según el carisma del o la pastora, como el intercambio de un coro griego. La palabra del Señor corre por la plaza y la plaza sigue siendo plaza y al otro lado corre también un grupo de colegiales —Dejémonospastorear por esta pastora de nuestras almas. Gloria a ti,Señor. Hermano, Hermana, la iglesia fue abandonada porlos hombres, no por Dios. Y en los postreros días vendránpeligros, ¡miren las noticias! —Bocinazos. —Qué estamosesperando, qué hemos hecho con la vida que nos ha dado. —Una guagua llora en los brazos de su madre migrante. —Si nos aferramos a la roca eterna que es Jesús podremossalvarnos. Alabado sea. —Música, nuevo pastor. —Se haperdido la paz, el descontrol entra al corazón y el ser humanoes capaz de cosas lamentables. —Los colegiales se sientan en círculo y luego se echan sobre el pasto. —AlúmbrateCristo en el corazón de todos. Conozcan a nuestro salvador. —Gritos al unísono. Aplausos. Cantos. El canto se alza como una de las herramientas más eficaces; en las radios se puede escuchar la palabra del Señor musicalizada. Cantan, repiten a coro. La radio es un lugar para ganar adeptos, diferentes registros musicales, tipo ranchera, tipo Douglas. —Palmas, palmas, palmas. —Tipo cumbia, tipo Cristina Aguilera. —Los colegiales escuchan en sus teléfonos Marcianeke, cantan “Tussi, Code, Mari”. Tipo película Disney que inunda el corazón de optimismo y estética ilusión. —¡Aleluya! —La estética del mundo evangélico es plástica y brillante como la ilusión o como una animita narco. Las letras de las canciones son parecidas: Mi espíritu se regocija. Derrama tu aceite en mivida. Alabado seas. Igual que sus prédicas, salvo que en ellas siempre hay una referencia a lo personal. —Música épica, nuevo pastor. —Que las deudas ilícitas no nos tengana nosotros. Administra las platas de Dios. Gloria a ti,Señor. Dios es el dueño, hace con sus platas lo que quiere.¡Aleluya! —Gritos de vendedores ambulantes. —Los puntosde ofrenda, caja vecina o transferencia al BancoEstado.Lleguen hermanos, participen en el Ministerio de Dios. Miofrenda arroba ir al cielo. Días de gracia, pan nuestro decada día. —Lo económico puede ser más eficaz que la fe a la hora de mover montañas. El mundo evangélico suma y suma súbditos, su convicción y perseverancia, asociada también a la capacidad de generar dinero, multiplica los números en todos los sentidos de la palabra. En las cárceles son revolución. —El Señor permitió que yo llegara a la cárcel, había un plan para mi vida en este lugar. Así sea. —El Señor se les revela. El llamamiento, le llaman. —Nadie daba un peso por mí. Esclavo de los vicios, de la delincuencia, pero nunca se pierde la fe, hagas lo que hagas. —También puede revelarse en un momento de enfermedad. —Estuve desahuciado, tres tumores, debería estar en la tumba, pero apareció Jesús, me sanó, sanó todos mis pecados, así lo puede hacer contigo. —Gritos de vendedores ambulantes. —Muchos son los llamados, pocos los escogidos, nosotros andábamos en tinieblas, pero Él nos puso salud y hoy podemos brillar. —Brillan gotas de sudor en su frente. Brilla la juventud en los ojos colegiales. —Tenía muchos amigos, pero nadie llegó, solo Él. —Algo le dice al oído una colegiala a otra y se ríen. —Se han abierto mis oídos, mis ojos, mi corazón. ¡Bendito seas! Con un corazón quebrantado se viene al Señor. Yo oré para que tu vida cambie. —Se quiebra la voz. Llora. Algarabía, aplausos, en el movimiento se desconecta el cable del micrófono, lo vuelve a conectar, pisa un excremento como una cáscara de plátano negra, seca y dura. Comienza el juego de la botellita en los colegiales. —¡¡¡Existe un cielo y un infierno!!! Gloria a ti. ¡Cuántos quieren recibir al Señor esta tarde! No importa que me traten de loco, que el mundo me diga loco. ¡Está aquí! —Se habla de Él, Dios, Jesús, Cristo, Señor, Jesucristo. Música. Besos van y vienen en el juego de los colegiales. Las palomas se juntan en la pileta vacía. Migajas de la suerte. Los transeúntes pasan indiferentes. —Aquí está la clave, querido amigo, aquí el secreto. ¡Él es el único ídolo que puede sanar tu vida, cambiar tu condición! —Chúpalo, se escucha de la otra vereda. Se acerca un necesitado a abrazar al pastor y luego abraza y besa al resto. ¿Tiene un cafecito hermano? Una pastora sigue arrodillada, su cabeza hundida. —Estoya la puerta y llamo, soy tu amigo, tu consolador. —Risas lejanas. —Nos ha mandado a esta plaza para decirte queno eres un perdido, que el diablo miente. —Un borracho habla solo, se pone a gritar imitando al pastor y tropieza con la pileta. Ladridos de perros vagos, perros negros, cafés, con ropa, sin ropa. —Que Dios la bendiga,querida. —Una ráfaga de viento opaca las palabras, al tiempo que mueve las faldas y los largos cabellos de las Hermanas. El borracho de la pileta se acurruca en su hombro y mira el sol. Cabecea encandilado, una, dos, tres veces, hasta que se duerme con la música. Los clamores lo despiertan. —Yo cantaré a mi Señor. Nuncaestaré callado. —El viento levanta el olor a orina de las veredas. Un afilador de cuchillos pasa piteando con su silbato. Perseverando hasta el fin. El verbo se hace carne en el juego de la botellita. Un canto más.
Para todo el mundo, Felisberto Hernández fue un escritor y pianista uruguayo, o pianista y escritor, según se le mire. Descubrir otro aspecto de su vida y pasiones es sumergirse en un thriller de espionaje y vuelcos inesperados, lejos de la imagen de sujeto desplazado, tímido y excéntrico con que lo recordamos. Todo comienza con la aparición en su escenario de África de las Heras, una española sorprendente.
La historia de María Luisa de las Heras, cuyo verdadero nombre era África de las Heras, parece una perfecta película de espionaje: partiendo por su nombre, África es la caricatura de la exótica e implacable femmefatale que formaba parte de la inteligencia rusa. Ahora, su historia también podría ser un bildungsroman nacionalista, donde el personaje desde un principio escucha un llamado revolucionario al que obedece y que jamás traiciona. Es decir, podría perfectamente ser también un cuento panfletario.
La vida de Felisberto, en cambio, estaría escrita en una vereda estética muy lejana. Su historia parece ser sacada de un cuento de su propia autoría, llena de fracasos y de soledad, un cuento raro cuya lectura provoca ese placer que devuelve el gusto por la vida y, por qué no, un cierto reencantamiento con la humanidad. El cruce de estos cuentos, del thriller político o el panfletario con el cuento felisbertiano —es decir, el cuento de ambas vidas—, da como resultado un quiltro literario documental, un pastiche humano fantástico, por lo entretenido y lo extraordinario de la trama.
Ambos se conocieron en París, año 1947. Ella era una modista española que llevaba un par de años en esa ciudad, trabajando para consolidar su prestigio, y él había conseguido una beca de residencia por medio de su amigo y mentor, el poeta Jules Supervielle, para escribir y hacer algunas presentaciones y conferencias literarias. De esta época es su libro Nadie encendía las lámparas. Ella va un día a una de estas charlas y con su trajecito apretado de dos piezas, un mono alto y su piel brillante y morena, se pone en la fila para pedir una dedicatoria. Cuando llega su turno, levanta una de sus largas y delineadas cejas y le dice al escritor: ¿me firmas? El cae redondo (eran famosas las cejas de África).
No debió pasar mucho tiempo para que estuvieran viviendo juntos en el departamento de ella, un pequeño paraíso pasional y creativo para Felisberto. A María Luisa no le iba mal en el mundo de la moda, y como el hombre recibía el dinero justo para sobrevivir, no se dijo más. María Luisa, luego de trabajar, atendía al amante y a sus amigos, mientras de la cocina salían huevos fritos y tortillas de papas (conocidas son las bacanales de Felisberto y su gusto por las frituras). También de esa época es su libro Las Hortensias, que luego dedicó “A María Luisa, en el día que dejó de ser mi novia”.
Ambos se conocieron en París, en 1947. Ella era una modista española que llevaba un par de años en esa ciudad, trabajando para consolidar su prestigio, y él había conseguido una beca de residencia por medio de su amigo y mentor, el poeta Jules Supervielle, para escribir y hacer algunas presentaciones y conferencias literarias. De esta época es su libro Nadieencendía las lámparas.
La relación sigue estupendamente, hasta que la beca se acaba y el escritor tiene que volver a Uruguay. Él le pide que se casen, que continúen el paraíso en Montevideo, y ella acepta, pero no tiene pasaporte porque fue exiliada de España luego de la Guerra Civil española. Felisberto no pregunta mucho, porque es un visceral anticomunista, y se conforma con el general desinterés que María Luisa presenta ante la política. Además, él también tiene un problemita que resolver: tiene que divorciarse de su segunda mujer, con la que aún sigue casado. Se despiden entonces en la estación de trenes, con la promesa de encontrarse unos meses más tarde en Montevideo, con las nubes del pasaporte y el divorcio ya fuera de escena. Un beso pasional cierra el pacto de amor mientras el silbato anuncia la partida.
¡Pero aún hay un último capítulo pendiente!
Dos estaciones más adelante, Felisberto se baja para despedir a una amante inglesa que también tuvo por esos días (esto lo cuenta estupendamente Javier Juárez en su biografía sobre África de las Heras, Patria). Despedidas las amantes, el hombre se sube nuevamente al tren, esta vez con la clara intención de cumplir solo a una de ellas.
***
París es el lugar donde el quiltro literario nace. Por alguna razón, la NKVD (posteriormente la KGB) piensa que Felisberto Hernández podía serles útil, y mandan a una de sus espías estrella a tender la trampa. La otra opción es que no haya sido premeditado y que África, mientras construía una nueva identidad, conoce al escritor, ve ahí una oportunidad y la toma.
¿Pero qué tipo de beneficio podía dar Felisberto a los servicios de inteligencia soviéticos?
Y lo más importante: ¿qué tipo de información les podía entregar? ¿Alguna relacionada con las algas que descubre en el fondo de los ojos verdes de una mujer? (como Horacio en “Las Hortencias”). ¿Podía enseñarles quizás el secreto para llorar con el solo gesto de poner las manos sobre la cara? (como en “El cocodrilo”). ¡O quizás podría develar la fórmula para hacer que, a través de una inyección, uno escuche permanentemente las transmisiones de una emisora de radio! (como en “Muebles El Canario”).
Felisberto Hernández (1902-1964).
Sea como fuere, si mandaron a África o si ella vio la oportunidad, el misterio de la decisión de pensar que Felisberto podía entregar información valiosa está más cerca de la cuentística del escritor que de las macabras movidas de la Cheka. Es un misterio que se puede apenas rozar de costado y admirarlo para que de ahí nazca algo raro, quizás algo con futuro artístico (“Explicación falsa de mis cuentos”).
De África de las Heras no se sabe mucho, pues, como buena espía, borró bien las huellas de sus pasos. Su nombre dentro de la KGB fue Patria y es la persona que, sin ser rusa, tiene la mayor cantidad de condecoraciones dentro de la Unión Soviética. Su pasado político parte en la insurrección de octubre de 1934, en Madrid, y luego, durante la Guerra Civil, fue parte del Comité Central de las Milicias y dirigente de una de las infames patrullas de control de Barcelona. En este tiempo, por influencia de los agentes rusos Alexander Orlov y Leonid Eitington, pasó a formar parte del aparato de inteligencia soviético, al que juró lealtad y que nunca hubo de traicionar, por más de 50 años, hasta su muerte, en 1988. En 1937 viajó a México, para preparar el asesinato de Trotski. Bajo el nombre de María de la Sierra, fue su secretaria y ayudó a dibujar el mapa de su casa en la calle Viena, que luego el pintor Siqueiros usó en su tremendo y surreal atentado fallido (entró a las tres y media de la madrugada con una decena de hombres y un arsenal de guerra, disparando a lo mexicano; tiró una bomba que no explotó y se dio a la fuga, sin verificar que no había dado al blanco ni una sola vez).
Aunque África trabajó desde el principio en esta misión, no llegó a participar directamente en el asesinato: fue reclamada urgentemente por el Kremlin, pues Alexander Orlov recién había desertado de las filas estalinistas y desde Canadá amenazaba con delatarla. Ramón Mercader se quedó con el piolet de montañismo ensangrentado en sus manos y los gritos de Trotski en su memoria. De regreso a Europa, África peleó en la resistencia en Francia y, apenas comenzada la invasión alemana en Rusia, fue enviada a combatir en la guerrilla. Su felicidad fue enorme: era la primera vez que pisaba la que luego sería su amada patria, como dice en la única pequeña nota autobiográfica que escribió. Aprendió ruso, enfermería y a operar perfectamente los complejos transmisores de radio; junto al Ejército Rojo participó en la defensa de Moscú, y tras esa victoria fue parachutada a Ucrania, donde continuó con su formidable actividad de partisana y de radiotelegrafista. En los fríos bosques de Ucrania estuvo más de dos años como combatiente nómada, participó en emboscadas, asaltó trenes alemanes para acribillar a soldados nazis con su “naranjero” (fusil automático ruso), localizó tropas enemigas y material bélico. La lista de sus actividades en la retaguardia es larga, al igual que sus condecoraciones recibidas tras el fin de la guerra. A diferencia de la historia contada por los estadounidenses, para ella la victoria de las fuerzas aliadas en contra de los nazis fue una victoria del comunismo contra el fascismo, razón suficiente para seguir con su carrera como doble agente. En 1946 continuó su lucha contra el capitalismo desde París, donde conoce a Felisberto y donde la novela sobre la guerrillera heroica cambia de tono.
***
Felisberto Hernández, por contraste, destaca por sus fracasos. Aunque últimamente existe un mayor interés en su obra, durante su vida la recepción de sus libros fue muy escasa, las ediciones fueron siempre por la ayuda de algún amigo y en tirajes de no más de 200 ejemplares, sus relaciones amorosas terminaron estrepitosamente y, a pesar de cierto hedonismo, vivió en una constante pobreza. Él mismo es responsable de que tengamos esa imagen de él, ya que buena parte de su literatura trabaja las memorias de su soledad, sus angustias, la falta de dinero y el hambre.
El efecto, sin embargo, es fantástico.
El nombre de África de las Heras dentro de la KGB fue Patria y es la persona que, sin ser rusa, tiene la mayor cantidad de condecoraciones dentro de la Unión Soviética. Su pasado político parte en la insurrección de octubre de 1934, en Madrid, y luego, durante la Guerra Civil, fue parte del Comité Central de las Milicias y dirigente de una de las infames patrullas de control de Barcelona.
En su literatura uno no escucha quejas ni denuncias; con humor y un delicado trabajo de experimentación poética, logra rehuir la solemnidad de cualquier gesto de coquetería con la literatura “comprometida”.
Sus historias como pianista de café, sus pellejerías como musicalizador de películas mudas o como amante frustrado, están al servicio de una estética rara, donde la sensualidad se impone al sufrimiento. Su narrativa, en general, tiene esa extraña mezcla de selección y síntesis lingüística en imágenes claras y memorables.
En una de sus primeras novelas breves, Por los tiempos de Clemente Colling (1942), recupera la mirada fresca de la infancia para contar su relación con su profesor de armonía, un pianista ciego. En este bello relato autobiográfico, atiende a los recuerdos que aparentemente no son importantes o que no aportan a la lógica del relato. En una serie de evocaciones de su niñez, cuida la oscuridad y lo desconocido como a un bien valioso. “Muchos años después —escribe en este cuento— me di cuenta de que quería revelarme contra la injusticia de insistir demasiado en lo que más sobresalía, sin ser lo más importante (…); entonces me encontraba con un misterio que me provocaba otra calidad de interés por las cosas que ocurrían”.
Felisberto debió haber visto que María Luisa de las Heras guardaba muchos secretos. Por eso despidió a la amante inglesa, se divorció, le consiguió un nuevo pasaporte sin preguntar mucho e inventó una nueva vida con ella. Pero el secreto que vio Felisberto no lo quiso revelar; cuidó los misterios de María Luisa no para no desenmascararlos, sino para que produjeran extrañeza. Y así, mientras ella buscaba en él la lista de los fascistas infiltrados, el exploraba la increíble diferencia que existía entre su cara vista de perfil y su cara vista de frente; mientras ella guardaba silencio y esperaba porque sabía, estaba segura, de que alguno de los amigos del escritor la llevaría a conseguir documentación para nuevos agentes ilegales, él se admiraba de que las cejas de África parecieran las velas negras de un barco pirata.
Estuvieron casados entre 1948 y 1950, y se divorciaron, especulo, porque África no obtuvo de Felisberto lo que buscaba. Pero fue quizás la banalidad, la intrascendencia de la vida en Montevideo, lo que permitió que ella pudiera seguir con su misión. Su fracasado matrimonio le dio una identidad estable para construir una red de espionaje en el Cono Sur que no existía hasta ese entonces. Veinte años duró su servicio activo como residente o doble agente en Latinoamérica, hasta que volvió a Rusia para jubilarse. Y, a diferencia de los más conocidos espías soviéticos con los que trabajó, como Rudolph Abel Ivánovich, Morris y Lona Cohen o Kim Philby, nunca fue descubierta. Pero a Felisberto hay que seguir vigilándolo: sus historias todavía luchan en contra de la intervención de la razón y provocan una peligrosa sensación de realidad suspendida, que uno tiene que ir tanteando con la yema de los dedos. Lo más peligroso es el recuerdo que dejan las cosas que se confunden cuando la luz se va.
Buscando entonaciones para el personaje de una novela, di con la escritura de Juana Rouco Buela. Me gustó de ella el tono zumbón, contestatario e irónico con el que irrumpió en una ciudad apartada de la provincia de Buenos Aires a través del periódico anarquista que llevó adelante entre 1922 y 1925.
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Me gustó que ahí diga cosas como esta: “Visitó esta monótona localidad en gira de propaganda el desprofesorado profesor Rodolfo Senet. El objetivo de estas líneas es poner sobre aviso a los compañeros y compañeras de las distintas localidades del Sur que este ‘profesor’ es un vulgar mercachifle. ¡No embrome, profesor Senet! Sea menos cachafaz y diga que solo busca comerciar con la ciencia”.
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O como esta: “Se esforzaba el buen muchacho y futuro doctor en demostrarme científicamente que la mujer es inferior al hombre. Para que el buen muchacho no se esforzara en demostrarme científicamente que la mujer es inferior al hombre, le presté dos textos para que los leyera detenidamente. Perdí dos textos y no he vuelto a ver al futuro doctor”.
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Pero no es de las formas en las que esas entonaciones van cuajando en mi novela que quiero hablar acá, sino de los modos en los que estas pueden haber irrumpido en esa “monótona ciudad” de la que Rouco Buela habla; me interesa más bien enfocar uno de esos momentos en los que la vida de pueblo se trastoca por algo que, como se dice precisamente en los pueblos, “viene de afuera”, y enciende lo que de alguna manera ya estaba ahí.
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Yo sé bien de esos trastrocamientos habiendo nacido, como nací, en otra monótona ciudad del Sur, Trelew, en proximidades de la cual, a principios de los 70, estuvieron encarcelados militantes de distintas agrupaciones de izquierda y peronistas que desde esa prisión de supuesta máxima seguridad a la que habían ido a parar fueron generando en el pueblo discusiones, lecturas, intercambios, marchas, cartas de apoyo, polémicas, tomas, huelgas masivas, camaradería, habeascorpus, artículos periodísticos, redes de visitantes de otras ciudades, de otros países. Una ráfaga de conciencia política que se expandió por un lugar en el que las ráfagas solían ser más bien de viento.
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La ciudad a la que llegó Rouco Buela se llama Necochea, un puerto sobre el océano Atlántico que no es todavía Patagonia, que no está tan al sur como Trelew, y que en ese principio del siglo XX estaba en un momento de esplendor. A la agricultura y la cría del ganado lanar, que venía desde los tiempos fundacionales, se les sumaban la actividad portuaria y la construcción de nuevos caminos como generación de mano de obra. Puerto y caminos: dos metáforas del movimiento, dos razones para que gente nueva se instale, dos proyectos para que una vez más entren en conflicto las fuerzas del trabajo y las del capital, dos vectores para poner en cuestionamiento las estructuras rancias.
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Ese clima de tránsito y discusión fue precisamente el que encontró Juana Rouco Buela cuando pasó por ahí en una de sus giras de conferencias a favor de la causa anarquista. Era 1921, exactamente hace un siglo. Las propagaciones de lo que uno pensaba y hacía no llegaban a todo el orbe con un solo clic. Había que salir de giras. Juana ya lo había hecho antes en España, en Uruguay y en Brasil, y venía haciéndolo sistemáticamente en distintos pueblos y ciudades desde su regreso a la Argentina. Parece que en los estrados, en las plazas, tomaba la palabra y convencía a cualquiera, aun a los más reacios.
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La Plata, Orense, Copetonas, Tres Arroyos, Coronel Suárez, Olavarría, Balcarce, San Agustín, Quequén y Tandil: algunas de las otras localidades en las cuales Rouco Buela arengó durante esa gira de dos meses que la llevó hasta Necochea. Tenía en la mira al Sindicato de Obreros Portuarios de esa ciudad. Varios compañeros de la red ácrata le habían asegurado que por ese lado circulaban simpatías que solo necesitaban un gesto para volverse adhesiones.
Rouco Buela sabía bien desde sus inicios en la causa ácrata, que fueron tempranísimos, a sus 15, casi recién llegada de España, que la propagación de la Idea requería una tarea de difusión oral en la mayor cantidad de territorios posible, sí, tal como lo estaba haciendo en esas conferencias ambulantes, pero también requería que se publicaran periódicos, y que circularan.
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“Necochea me produjo una impresión distinta a la de las otras localidades que habíamos visitado” —anota Juana en Historia de un ideal vivido por una mujer, la autobiografía que publicó, en edición de autora, en 1964—. “Allí encontré un plantel de mujeres con conocimientos y capacidad ideológica poco común en otras mujeres y en otras localidades. Enseguida me puse en íntima comunicación con ellas, y creamos esa afinidad que es tan necesaria para la realización de nuestras cosas”.
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Entre esas “nuestras cosas” hubo una compañía de teatro, una escuela guiada por los principios de la pedagogía anarquista, mítines, fiestas, rifas, conferencias y, fundamental, el periódico Nuestra Tribuna, que tres mujeres necochenses y Juana fundaron al año siguiente de esa gira, cuando, por esa chispa de los encuentros, esta última ya había pasado a ser otra residente más de esa ciudad. Rouco Buela sabía bien desde sus inicios en la causa ácrata, que fueron tempranísimos, a sus 15, casi recién llegada de España, que la propagación de la Idea requería una tarea de difusión oral en la mayor cantidad de territorios posible, sí, tal como lo estaba haciendo en esas conferencias ambulantes, pero también requería que se publicaran periódicos, y que circularan. En muchos de los números de Nuestra Tribuna, sobre todo al principio, antes de que surgieran algunas rispideces, hay un apartado que dice: “¡Camarada!, lee: Ideas de La Plata; La Antorcha de Buenos Aires; La Protesta de Buenos Aires, diarios que sostienen los principios de la filosofía anarquista”. Más que un apartado, una arenga.
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Fidela Cuñado, María Fernández y Terencia Fernández, así se llamaban esas tres mujeres “con conocimientos y capacidad ideológica poco común”. En esa época en la que fundaron Nuestra Tribuna, de ahora en más NT, las tres rondaban los 30 años. Habían emigrado de adolescentes con sus familias a Necochea desde Gordoncillo, un pueblito español que, con la crisis harinera, había borrado del mapa cualquier perspectiva de prosperidad. En un artículo publicado en el Anuario del CeDInCI (Centro de Documentación e Investigación de Cultura de Izquierdas), las historiadoras necochenses Ana Carolina Alonso y Patricia Alejandra Piedra conjeturan que ese Gordoncillo natal, un enclave socialista en la provincia española de León, puede haber contribuido a forjar desde temprano la conciencia política de estas tres integrantes de NT.
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También dicen que es significativo el hecho de que Eleuterio Ruiz, el marido de Fidela Cuñado, haya emigrado a la Argentina para desertar del llamado a combatir en la Guerra de Marruecos que le llegó en 1909. Y que más significativo aun es el hecho de que el primer artículo que Fidela Cuñado escribe en NT sea una crítica feroz al servicio militar obligatorio.
Ese artículo sale en el primer número de NT, el 15 de agosto de 1922. Por la postura que sostiene y por la ironía de la prosa, es una muestra bastante elocuente de esa sintonía intelectual que convenció a Rouco Buela de instalarse en Necochea. Por el resto de los textos publicados en NT, además, se me ocurre que Fidela puede haber sido la más articulada de las tres aliadas locales a la hora de escribir. Es algo que se percibe en la subjetividad que arma en sus textos, en el tono que usa e incluso en la frecuencia: durante la existencia necochense del periódico, Fidela firmó trece artículos, María Fernández dos y Terencia uno.
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Desde ese primer número, el grupo editor que forman las cuatro deja bien claro que sus integrantes no piensan quedar atrapadas en rencillas locales, sino que desde NT hablarán con el resto del país, y de las Américas y del mundo. Parroquiales jamás, parecen decir.
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Laura Fernández Cordero, referente crucial para pensar el anarquismo, ve ahí un rasgo que se alinea con la predisposición al diálogo transnacional tan característico de la causa ácrata. Y como particularidad señala el hecho de que NT, más que profundizar en la influencia europea tan habitual en otros periódicos afines, se concentra más bien en armar una potente red latinoamericana. Señala también que queda pendiente el análisis de la red activa que NT armó, además, dentro del territorio argentino.
Edición del diario Nuestra tribuna de septiembre de 1922.
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Luisa Parro, de Venado Tuerto; Ceferina Sánchez, de Pergamino; Felisa Scardino, de Buenos Aires; Carmen García, de Tres Arroyos; Francisca Fuc Estrada, de Venado Tuerto; Máxima Escocia, de Rafaela; Isabel Trujillo, de Oriente; Lusmira La Rosa, de Iquique; Isolina Borguez, de México; Luisa Bustencio, de México; Rosa Aliaga, de Perú; Sara Castell, de Perú; Rosalina Gutiérrez, de Uruguay; Vicenta González, de Uruguay; María A. Suarez, de Brasil; Adoración Rodríguez, de La Habana: algunos de los nombres de colaboradoras que firmaron artículos en NT.
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Cuando alguna de ellas se distraía o se asustaba, o vaya a saber qué, Juana tenía una forma de invocarlas que habla de la fibra que todo el mundo destaca al hablar de su personalidad. “¿Por qué no mandan sus colaboraciones?” —dice en un apartado del número 9, después de mencionar a 12 compañeras con nombre y apellido, y sigue—. “Ahora más que nunca nuestra hojita necesita que la fecunden con sus plumas llenas de dolor y rebeldía (…). Para llevar a feliz término la obra que nos hemos propuesto realizar es menester tener mucha constancia. ¡A escribir, pues!”.
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En uno de los primeros ensayos que pusieron el foco en este periódico, Dora Barrancos (1996) aborda la distancia que NT aseguraba tener con el feminismo, tema recurrente en sus páginas. La explica en el marco de la adscripción del periódico al ideal del anarquismo, que entendía que la mejor forma de luchar a favor de las mujeres era intentando primero derribar al capital y a las instituciones asociadas, que después la igualdad de géneros vendría sola. Aun así, dice Barrancos, haciendo pie en un concepto de Karen Offen, desde esas páginas se puso en práctica un feminismo relacional, es decir, un feminismo que, a diferencia del individual, tan ligado al liberalismo político y económico, se une a “las fuerzas sociales que de diferentes maneras se oponen al capitalismo y pretenden horadar —y hasta suprimir— el orden burgués”. El fenómeno de NT, entonces, aparece en esta interesante hipótesis como una forma de feminismo a pesar del grupo editor, digamos, una forma de feminismo que va más allá de las intenciones explícitas en sus discursos, una red que no solo implica a ese grupo editor, sino a toda esa red de mujeres que escriben desde los lugares más disímiles del mapa, que se cuentan, se contestan, se interpelan, se apoyan, se animan.
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Me gusta pensar en ese foco que, desde un pueblito ignoto al borde del océano, irradia transformaciones. Me hace acordar de ese momento irradiante que se dio también en mi ciudad natal. Los encuentros que se dan, las chispas que los encienden.
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Y me espanta pensar en las fuerzas represivas que no los toleran. En el caso de mi pueblo natal, aquella experiencia de comunidad efervescente terminó cuando 19 de los revolucionarios que no alcanzaron a huir a Chile fueron fusilados en la base militar que está a la salida de Trelew, yendo para el lado del aeropuerto, en una masacre que fue antecedente directo de la dictadura feroz que vendría cuatro años después, en 1976. En el caso de Necochea, el momento irradiante empezó a terminar cuando el comisario del pueblo, que era hermano del teniente coronel que en esos mismos años iniciales de NT había liderado la matanza contra los trabajadores rurales en los hechos conocidos como “La Patagonia Trágica”, empezó a ejercer presión sobre el periódico.
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En el número 16 de NT, con fecha 31 de marzo de 1923, se lee: “Tenemos en nuestra localidad un comisario modelo. Parece que la muerte de su hermano ha excitado la tensión nerviosa de este buen señor, porque ha de saberse que este señor es hermano de [el teniente coronel Héctor Benigno] Varela; y es claro, el hecho de la muerte del hermano lo ha enfurecido en tal forma que más que un comisario parece un matón de daga y cuchillo, pues al que cae en sus manos lo amenaza con ‘cagarlo a patadas’ y otras lindezas por el estilo. Según él, piensa terminar con todos los anarquistas de Necochea”.
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No era que las mujeres de NT se dejaran amedrentar así nomás, se ve. Cuatro meses después de ese artículo sacaron otro, apoyando la huelga general para protestar por el asesinato de Kurt Wilckens, el anarquista alemán que en un acto solitario había matado al teniente Varela en venganza por los obreros de “La Patagonia Trágica”. En NT ya habían reivindicado el accionar de Wilckens antes —ese artículo es uno de los pocos que Juana transcribe en su autobiografía, orgullosa porque toda la redacción del diario Crítica le había escrito para felicitarla— y siguieron reivindicándolo en números posteriores.
En uno de los primeros ensayos que pusieron el foco en este periódico, Dora Barrancos (1996) aborda la distancia que NT aseguraba tener con el feminismo, tema recurrente en sus páginas. La explica en el marco de la adscripción del periódico al ideal del anarquismo, que entendía que la mejor forma de luchar a favor de las mujeres era intentando primero derribar al capital y a las instituciones asociadas, que después la igualdad de géneros vendría sola.
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Empieza el momento en el que, por presión también del comisario Simón Varela, el grupo editor ya no puede seguir haciendo la compaginación e impresión en las máquinas del tradicional diario local Necochea, donde el compañero de Juana trabajaba de tipógrafo. Y por presión también de Varela, los ejemplares y los pagos que tenían que llegar por correo se atrasaban o se perdían. Y por presión también de Varela, Juana y sus aliadas eran citadas permanentemente a declarar en la comisaria. Y por presión también de Varela, dice Juan Ratti, historiador aficionado local, Rouco Buela tuvo que pasar unos días en la clandestinidad, escondida en la casa de la familia Consentini. “El miserable comisario hacia lo que quería”, dice Juana en su autobiografía.
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También están los problemas económicos constantes. En el número 28, aun cuando había llegado a tiradas de 4.000 ejemplares, NT anuncia que dejará de salir. En una nota que lleva por título “Lo que no se hizo” y por subtítulo “Lo que tendría que haberse hecho”, Juana increpa a los frentes adversos locales por la falta de apoyo.
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El número 29, con fecha 1 de mayo de 1924, sale desde Tandil, adonde Rouco Buela, acosada, emigra con su hija y su compañero, que había conseguido trabajo ahí. Los siguientes diez números —los últimos dos ya con base en Buenos Aires— dan señales varias de que el proyecto no remonta.
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“Nuestra salida de Necochea fue para mí muy dolorosa, ya que allí había pasado dos años de grandes satisfacciones ideológicas, viviendo entre un grupo de compañeras y compañeros de afinidad sin igual, con los que me había unido un afecto tan grande que en ninguna parte pude en lo sucesivo encontrar nada igual. (…). Al llegar a Tandil traté de ver si podía formar otro grupo editor pero eso no fue posible. Solo se encuentra una vez en la vida un conjunto de compañeras con la capacidad y disposición de las de Necochea”, dice Rouco Buela en su autobiografía que, repito, arma en los años 60, es decir que este pasaje no está escrito en la emoción de la partida, sino 40 años después.
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Rouco Buela seguiría escribiendo artículos sueltos en el Diario El Mundo, y en las revistas Mundo argentino y La literatura argentina. Dice Cristina Guzzo en la entrada que le dedica a Juana en su diccionario Libertariasen América del Sur, que después de la dictadura de Uriburu, en los años 30, y de la dispersión del anarquismo, su actividad fue mermando. El documental Juanas, bravas mujeres, de Sandra Godoy, revela una vida familiar muy activa.
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¿Y qué hay de las vidas públicas de Fidela, María y Terencia en ese después de NT?
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Nada. Precisamente ahí ponen el foco Alonso y Piedra en su artículo. En el olvido y el ocultamiento de su pasado anarquista al que las tres se entregaron. Lo mismo me dice Juan Ratti en una conversación telefónica y lo mismo Mario Cuñado, el nieto de María. Ni rastros. “Las revolucionarias necochenses desaparecen de la escena pública y se repliegan al ámbito privado hasta volverse invisibles”, afirman Alonso y Piedra.
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Cómo se soportarán las minucias de la cotidianidad después de haber atravesado una experiencia así, me pregunto. A veces pienso que fue para no comprobarlo de cerca que emigré de mi pueblo natal en cuanto pude.
Para aquellos directores que filman al alero de los grandes estudios, pero que no tienen un público masivo, todavía se mantiene esa ridícula clasificación de “cine arte”. Pienso en Guillermo Del Toro, Wes Anderson o Paul Thomas Anderson, cuya última película, Licorice Pizza, trata sobre un adolescente (Gary) que conoce a una joven (Alana) de la que se enamora a primera vista. El problema es que se llevan 10 años de diferencia, es decir, hay pocas posibilidades de que ese sentimiento amoroso pueda aterrizar.
Gary, llamado así por un viejo amigo de Paul Thomas Anderson, Gary Goetzman, fue un actor infantil en los 60 y es el clásico buscavidas que ha tenido negocios de todas las formas y en diversos lugares. Gary en la película es también un actor infantil, que va desarrollando diversos trabajos comerciales, primero abre un negocio de venta de camas de agua y luego un salón de pinball. Alana, “la mujer con la que se va a casar”, como le confiesa Gary a su hermano menor, es asistente del fotógrafo de la escuela donde él estudia, no sabe muy bien qué hacer con su vida y de a poco se verá enredada en la vida de Gary, en su seducción de pequeño estafador, en su atractiva inmadurez para pasearse por la vida como si el mundo le debiese algo.
Es común que Paul Thomas Anderson haga cruces dentro de su propia filmografía, y es en Boogie Nights (1997) donde más cerca estamos de Licorice Pizza. Allí Jerome, uno de los tantos actores porno secundarios, le dice a una actriz que acaba de conocer lo que perfectamente podría ser la idea matriz de Licorice Pizza: “Con el tiempo me he dado cuenta. Todo se trata del amor. ¿Entiendes lo que digo? Si amas a alguien, qué tan difícil puede ser el mundo. Digo, la gente y los problemas van y vienen. Pero, finalmente, si tienes un poco de amor en tu vida y ese amor está en un lugar profundo de tu alma, ¿qué problema puede ser tan grande como para distraerte de eso?”.
Asistimos, entonces, a la pantomima de dos personas que se quieren y no pueden quererse, que en esa distancia entre tener ganas de querer y querer en serio se acompañarán en toda circunstancia, esperando si por ahí, en algún rincón, asoma por fin aquella materialización del amor.
Cinco de los nueve largometrajes de Paul Thomas Anderson podrían empezar, tal como lo hace Boogie Nights, con una placa que indica “Valle de San Fernando, California”. Además de las dos anteriormente mencionadas, allí caben Magnolia (1999), Punch Drunk Love (2002) e Inherent Vice (2014). Es el lugar donde Anderson creció, el espacio físico, mental, afectivo de su obra. Licorice Pizza era, de hecho, una disquería cuyo logo vinculaba un vinilo con una pizza y aparentemente tenía un aura especial.
Por otro lado, Boogie Nights e Inherent Vice también comparten con Licorice Pizza la misma época, la década del 70, ampliamente determinada por el fin de la invasión de Vietnam, el caso Watergate, la masificación de la televisión, el auge de los hippies y los yonquis. El Valle de San Fernando también significó la era dorada del Hollywood moderno, la aparición de los grandes maestros del cine que siguen vivos: Malick, Scorsese y luego De Palma, por nombrar algunos. Paul Thomas Anderson nace justamente en 1970 y su relación con la época, más allá de su propia infancia, se dará en diálogo con aquellas obras y actores del periodo que le permiten moldear aquella década en la que apenas participó, pero que pareciese estar siempre añorando. Los 80 incluso prácticamente no aparecen en su filmografía, o lo hacen para contrarrestar el fin de todo lo bueno que eran los 70.
Licorice Pizza parece una especie de película-anuario, una donde cada película anterior tiene un lugar reservado. Gary es un pequeño estafador (como John C. Reilly en Sidney, 1996), actor joven de televisión (Boogie Nights, Magnolia), que acaba de conocer al amor de su vida (Punch Drunk Love). Es, al mismo tiempo, una especie de soñador-emprendedor, aunque mucho menos oscuro que Daniel Plainview, el empresario petrolero de Petróleo sangriento (2007) o que el líder de La Causa en The Master (2011).
No es casual que Anderson filme todas sus películas en celuloide y tampoco es azarosa su crítica a los 80; cuando gran parte del mercado cinematográfico comienza a mutar hacia el video.
Tan exagerada es la diferencia que Anderson ve entre ambas décadas, que en Boogie Nights uno de los personajes, guionista de películas porno que una y otra vez ve a su esposa acostándose con otros tipos, hasta no poder más de humillación, decide matarla de un balazo y luego se mete uno a sí mismo para, en ese mismo estallido, dar paso a un intertítulo que simplemente reza “80s”. Anderson añora mucho más la época en la que fue niño que la que tuvo que transitar como adolescente, guarda una visión de esa década sumamente luminosa y plagada de neón, y su gusto musical, incluso en sus películas no setenteras, parece irremediablemente anclado a esos años.
Licorice Pizza parece una especie de película-anuario, una donde cada película anterior tiene un lugar reservado. Gary es un pequeño estafador (como John C. Reilly en Sidney, 1996), actor joven de televisión (Boogie Nights, Magnolia), que acaba de conocer al amor de su vida (Punch Drunk Love). Es, al mismo tiempo, una especie de soñador-emprendedor, aunque mucho menos oscuro que Daniel Plainview, el empresario petrolero de Petróleo sangriento (2007) o que el líder de La Causa en The Master (2011), interpretado por Philip Seymour-Hoffman, padre de Cooper Hoffman (Gary). Por otro lado, Alana Haim, quien interpreta a Alana, es una de las HAIM, banda compuesta por las tres hermanas de dicho apellido (cuyos padres también aparecen en la película) de las que Paul Thomas Anderson ha realizado la mayoría de sus videoclips, inclusive uno llamado Valentine, por estar grabado en los estudios del mismo nombre, que casualmente hace también de apellido de Gary en Licorice Pizza. Con Inherent Vice, la única que en principio no está conectada, Licorice Pizza tiene una escena gemela en la que los amantes corren como si fuese lo único que puede importar en el mundo, aunque al parecer siempre en las películas de Anderson tiene que haber obligadamente una escena en la que se corre.
Si bien Gary Valentine es una especie de pequeño empresario, no es eso lo que a Anderson le interesa, incluso raramente se fija en el tipo que está en la cima si no es para ver cómo cae en un descenso tormentoso (Boogie Nights, Magnolia, There Will Be Blood, The Master) o demostrar cómo esa cima siempre necesita una caída (Phantom Thread).
Anderson es un cineasta de perdedores con 15 minutos de fama, suele escribir personajes, generalmente hombres, que pasan del anonimato al éxito (con méritos o no), pero que nunca lo hacen solos, sino con un gran abanico de personajes, un círculo de extras que sostiene a ese sujeto que tuvo éxito. Por aquella razón, en estas películas corales, influenciadas por su gran maestro Robert Altman (Short Cuts, Nashville, The Player), y por la narrativa maximalista de Thomas Pynchon (de quien adaptó Inherent Vice) se dedica muchísimo tiempo al elenco secundario, a los personajes que merodean el centro pero nunca están en él, y en esos papeles tenemos generalmente a los mismos actores: Phillip Seymour Hoffman, John C. Reilly, Phillip Baker Hall, Ricky Jay, Luis Guzmán o Maya Rudolph, a los que en Licorice Pizza se agregan algunos nombres tan rimbombantes como Tom Waits, Bradley Cooper y Sean Penn.
Podemos hacer aquí un paralelo entre la figura del pequeño estafador/soñador y el propio Anderson, quien ya a los 29 años tenía tres películas realizadas y respetadas, en gran parte gracias a la calidad de sus actores, quienes son algo así como la consciencia de esos ambientes que se van descomponiendo, los que aún pueden ver que todo se precipita cuesta abajo, los que saben medir la atmósfera de sus películas y los que permiten, en Licorice Pizza, que el vaivén amoroso de Alana y Gary no se agote ni aburra.
Eduardo Anguita (1914-1992) fue un poeta desacostumbrado, a la manera en que lo fue el venezolano Juan Sánchez Peláez: ambos escribieron relativamente poco y dejaron de publicar cuando consideraron que la veta se les había acabado. Para qué más, tras tanto. Los dos, surrealistas en retiro, metafísicos y terrenales a la vez, conciliaron increíblemente la exuberancia y la contención para dar radiante cuenta de “lo huidizo y permanente”.
Anguita vivió de la publicidad y del trabajo editorial y murió por las quemaduras al tropezarse con la estufa del departamento en que vivía más bien retirado, cuestión significativa si, como ha notado Pedro Lastra, fue eminentemente un poeta del fuego, de lo ígneo.
En su obra hay grandes poemas que, por la riqueza de sus imágenes, por su audacia formal y su intrépida combinación de religiosidad y erotismo, elegancia y llaneza, se han vuelto inconfundibles en la poesía chilena, como “Definición y pérdida de la persona”, “Venus en el pudridero”, “El poliedro y el mar” o “Muerte y resurrección de NSJC”. Tiene asimismo algunos que no logran del todo su forma, se desvanecen. Pero entre unos y otros tiene un puñado de poemas breves formalmente perfectos, iluminados cálidamente por la tradición y conducidos con fuerza por la intuición, de ahí la inmensidad e intensidad de sus resonancias y también su cercanía, su hermosa compañía. Son poemas en los que, más que el poeta, la lengua misma se ha volcado a decir algo, a acontecer y ampliarse. Poemas donde cada palabra parece estar ahí con la necesidad con que cada estrella estuvo donde se la ve estar, con que cada hormiga lleva su carga.
Ya se trate de la pasión de Cristo o de unas cervezas compartidas entre amigos en una fuente de soda, es a la experiencia del tiempo, del amor y de la mortalidad a lo que se accede leyéndolo. Al asombro de que las cosas sean y dejen de ser.
La experiencia de Anguita es trascendente en la medida en que concierne a todos y a nadie. Ya se trate de la pasión de Cristo o de unas cervezas compartidas entre amigos en una fuente de soda, es a la experiencia del tiempo, del amor y de la mortalidad a lo que se accede leyéndolo. Al asombro de que las cosas sean y dejen de ser. Pienso en poemas como “La muerte es la suma de muchas vidas”, “El verdadero rostro” y, en especial, “El verdadero momento”, probablemente su obra maestra, un poema muy citado, de dos páginas, donde todo lo escrito, cada verso, cada palabra y cada espacio en blanco tienen el peso de la fatalidad, de lo inevitable. Pero es un peso que se deja sentir ligero, con la ligereza del viento o, mejor, de la punta danzante de una llama, quizás porque, aunque remite a algo esencial, el inexorable paso del tiempo, lo hace de una manera que produce, junto al extrañamiento e incluso al desasosiego, una poderosa sensación de familiaridad y consuelo. Es un poema ardiente que genera calidez; musical, hospitalario, en sus versos cualquiera podrá verse no reflejado sino derechamente contenido, proyectado en aquel “vacío lejanamente rumoroso”. En ese sentido, el poema mismo es una experiencia futura, abierta, donde alumbra, dicho con un verso de Sánchez Peláez, “la claridad fugaz de los transeúntes”.
Futura, pero es también una experiencia presente: la del presente del paseo que el poema recrea por un viejo lugar querido donde “se dibuja la fronda de un encuentro”; y es a la vez una experiencia pretérita, por no decir inmemorial: la del paseo original por ese mismo lugar, cerca de ese pozo y ese castaño, muchos años antes, en esa patria que es la edad temprana y que el paseante intenta reconstruir inútilmente, ya que es imposible coincidir con ese verdadero momento, quedando apenas la posibilidad de “superponernos condenados a fantasear / como los concéntricos círculos de un estanque en que un torpe / arroja piedras interminablemente”.
Recordando esos paseos antiguos cuando caminaba junto a una mujer amada, el poeta, el paseante del poema, recuerda el rostro de ella a través del cual, dice, “podía yo mirar el ocaso transparente / Y por su voz el tiempo se adelgazaba hasta la luz”. Esta imagen grandiosa expone ese trance en que el tiempo se transubstancia en luz, mediante un adelgazamiento que borra los contornos de días y noches hasta volverlos una única luz, experiencia extática en la que todos, el paseante del poema, el joven que alguna vez fue, la mujer amada y el lector pueden proyectarse o reencontrarse, como si esa zona en que los instantes y la eternidad se funden fuera el verdadero momento que solo la poesía, y quizás un día la muerte, podrá brindarnos.
Sigmund Freud no solo revolucionó la psiquiatría, sino también la literatura. Sus hallazgos sobre el mecanismo del inconsciente, con sus deseos reprimidos, fantasías y traumas, el rol de los sueños y la técnica de la asociación libre, dieron un giro copernicano a las formas narrativas y a las formas de lectura. Por ello, cada tanto vuelvo a Relatos clínicos, volumen que reúne 19 casos de sus primeras pacientes, aquejadas por misteriosas enfermedades de origen desconocido: afasia, calambres, problemas del habla. En el despliegue de cada uno de sus casos, desde el diagnóstico, la terapia y la relativa cura, Freud entrega una deliciosa clase de cómo construir y deconstruir personajes literarios. Más que extensas descripciones físicas y psicológicas llenas de adjetivos, resulta más certero —y real— fijar un conjunto de síntomas, porque el psicoanálisis indica que el conocimiento de las personas va desde la superficie hacia la profundidad. Es decir, un síntoma funciona como la punta del iceberg de una biografía y un temperamento.
Los personajes en relieve, esos que se escapan al arquetipo, son una capa geológica de vivencias, traumas y deseos a los que accedemos por mínimas señales o fisuras. Incluso las personas actúan de formas que muchas veces ellas mismas desconocen. La tarea del psicoanalista, y del autor y del lector, consiste en desentrañar los móviles de esas conductas particulares.
El texto “Miss Lucy R.” trata de una paciente diagnosticada con una rinitis infecciosa crónica, lo que significaba que su nariz estaba severamente congestionada, por lo que no podía oler nada, excepto “pastelillos quemados”. Freud se percata de inmediato de que el síntoma no es del orden de la fisiología exclusivamente, y se interesa por sus alucinaciones olfativas. Desde ese momento se despliega una hermenéutica alrededor de su historia de vida, sus sentimientos, intenta hipnotizarla sin éxito, va y vuelve con preguntas, elabora hipótesis, luego las desecha, hasta que empieza a despejar sus afecciones y encuentra las palabras para ir definiendo su anómalo estado.
El acto de enunciar, relatar o reconstruir acontecimientos específicos o detalles, permite sumergirnos en ese magma subyacente de las personas —y de los personajes— que empuja, enigmáticamente, las elecciones vitales, la dinámica de las relaciones, el anudamiento del azar.
Lucy R. trabajaba cuidando a las dos hijas del director de una fábrica que había quedado viudo. El episodio de muerte de la madre fue penoso y se selló con la promesa de cuidar a las niñas. Sin embargo, esa experiencia no bastaba para explicar su agitación y angustia de separación asociadas al aroma de “panecillos quemados” y al que se sumaba el de “un cigarro que la atormentaba”. Fue en una de las sesiones, en estado de semiconciencia, que Freud concluye que el síntoma se asociaba a la represión y vergüenza de un sentimiento amoroso hacia su jefe, a lo que ella asintió y expresó con desazón: “Soy una muchacha pobre y él es un hombre rico de buena familia; se me reirían si vislumbraran algo de esto”. Así, el cuerpo de la mujer era el teatro en donde se escenificaban los conflictos entre su deseo y las normas impuestas por la cultura.
De algún modo, en analogía con la ficción, el autor es el terapeuta que escucha al personaje en el diván y sobre el que se realiza una operación de lectura y decodificación a partir de detalles, de síntomas. Lectura de lo que se dice y no se dice, de lo que dice con el cuerpo (somatización), con el chiste o con el error repetitivo. Y, claro, también de lo que se expresa fuera del espacio de vigilia, como sucede en los sueños.
Concibo Relatos clínicos como un manual literario que, junto a la teoría psicoanalítica, ayuda a comprender que los hechos están irremediablemente perdidos y que solo se los puede recuperar a través del lenguaje; en el caso de la literatura, desde el habla del narrador o del personaje. El acto de enunciar, relatar o reconstruir acontecimientos específicos o detalles, permite sumergirnos en ese magma subyacente de las personas —y de los personajes— que empuja, enigmáticamente, las elecciones vitales, la dinámica de las relaciones, el anudamiento del azar.
La construcción de realidad pasa por el filtro de nuestros fantasmas y debemos descifrar esa imagen o esa frase que actúa como consigna, ese “olor a panecillos quemados”; el rasgo particular que es la puerta de entrada para comprender, en parte, la naturaleza de los conflictos subjetivos. El itinerario desde el síntoma al saber. Por eso Freud no es solo el padre del psicoanálisis, sino también el literato que enseña a interpretar las textualidades de la psiquis y de nuestros tiempos.
Todos los años decenas de miles de estudiantes ingresan a la educación superior y deben vérselas con un espacio en que se encontrarán con tareas de lectura y escritura diferentes a aquellas con las que se han familiarizado en el colegio. No es raro que en medio de las innumerables páginas que deberán leer y las centenares de planas que deberán rellenar escribiendo, naufraguen en la tarea. Mal que mal, nadie hasta ese momento les ha contado la firme sobre los modos de comunicación propios de la academia.
Las universidades en todo el mundo han procurado subsanar este analfabetismo académico por medio de cursos específicos que suelen llevar nombres como “taller de escritura” o “alfabetización académica”. Ello, iniciándose hacia fines de la década de los 60 en Inglaterra, luego, desde inicios de la década de los 70 en los Estados Unidos y, finalmente, desde los primeros años del siglo xxi en Latinoamérica.
Porque el ámbito de lo escrito no solo supone habilidades básicas para codificar o decodificar palabras en el papel, sino también acceder a modos de razonamiento, diálogo intelectual, participación en comunidades discursivas y hasta una epistemología del saber universitario.
La primera persona que reflexionó sobre esta brecha gestada en la escritura fue justamente Walter Ong, quien luego de años de sesuda investigación sobre los hallazgos respecto del habla, publicó en 1982 este, su volumen Oralidad y Escritura, que sentó las bases para establecer una diferencia entre lo que respecta a las culturas ágrafas y las culturas que descansan en la palabra dibujada.
En su libro, Walter Ong ahondaba en la escritura como una tecnología cognitiva que permitía una nueva manera de pensar, transmitir el conocimiento y fundar cultura. Aquello que luego sería bautizado y entendido como el carácter epistémico del ejercicio de poner la palabra en el papel. El filólogo estadounidense, de este modo, destinaba en su volumen muchas planas a mostrar cómo los nuevos hallazgos, sobre todo de las décadas de los 60 y 70, sobre las culturas que carecían de escritura y descansaban en la oralidad, transformaban el concepto de la alfabetización y permitían trazar la dicotomía oralidad vs. escritura, que posibilitaba establecer diferencias y tensiones entre ambas y, lo que resultaba capital, entre los modos de experiencia y vida asociados a aquellas prácticas comunicacionales y de razonamiento.
La portentosa acumulación de evidencia y, sobre todo, la calidad intelectual de la propuesta de Ong, abrió todo un territorio de trabajo para las humanidades del último cuarto del siglo xx, que sería transitado por especialistas que iban desde la literatura hasta los estudios culturales, pasando por la antropología, la historia y las investigaciones sobre media y comunicaciones. Oralidad y Escritura se volvió una lectura obligatoria en la academia, al punto que el Proyecto Open Syllabus, que tiene por objetivo consignar los textos que se leen en los pregrados en el mundo anglosajón, señala que aparece en las bibliografías de más de mil 300 cursos actuales en la universidad, en cerca de 200 entidades de educación superior solo en Estados Unidos.
La portentosa acumulación de evidencia y, sobre todo, la calidad intelectual de la propuesta de Ong, abrió todo un territorio de trabajo para las humanidades del último cuarto del siglo xx, que sería transitado por especialistas que iban desde la literatura hasta los estudios culturales, pasando por la antropología, la historia y las investigaciones sobre media y comunicaciones.
Seis años después de la publicación de la obra fundamental de Ong, en 1988, otro investigador estadounidense, Douglas Biber, acometió la tarea de determinar, por medio de herramientas de la Lingüística Computacional, las diferencias y variaciones entre oralidad o escritura (Variations across speech and writing, Cambridge University Press), basándose en estudios de corpus (extensas colecciones de textos almacenados electrónicamente). Su hallazgo sepultó la dicotomía entre los modos de comunicación hablados y escritos, al mostrar que había oralidades con propiedades de los textos prototípicos escritos (una charla magistral, por ejemplo) o que había escrituras con propiedades de las emisiones prototípicas orales, como, hoy, los chats de las redes sociales. Si oralidad y escritura no eran más dos polos separados, sino que, como detalladamente demostró Biber en su libro, había diferentes dimensiones o ejes entre las muy diversas maneras cómo se expresan el habla y la redacción, las propuestas de Ong bien podrían haber sido superadas.
Pero, al releer en 2022 Oralidad y Escritura, tal superación no ocurre, en especial cuando se detiene la lectura en el prefacio y el postfacio de John Hartley.
Porque, sí, es cierto que a cuatro décadas de distancia, mucho de lo que Ong aglomera como respaldo intelectual para su tesis evidentemente ha sido relativizado o dejado de lado por investigaciones posteriores (por poner solo un ejemplo, su tratamiento de las lenguas de señas ha sido desacreditado por completo), pero resulta que no es en los detalles donde se encuentra el corazón de la reflexión y propuestas onguianas, sino que en la prístina claridad de su razonamiento más global y hasta filosófico. Dicho pensamiento se expresa de manera funcional y atenta, quizá mejor que en ningún otro análisis, en el libro de Ruth Finnegan Literacy and Orality: Studies in the Technology of Communication (Blackwell, 1988), en el siguiente extracto: “Si no existen ideas generales y determinantes sobre el desarrollo y las implicaciones de las tecnologías de la información como tales [de las que la escritura es la más renombrada], existen quizás (…) patrones en los que nuestra experiencia humana e histórica parece probable que se repitan. Estos se encuentran no principalmente en las tecnologías en sí, sino en las formas en que estas tecnologías son (…) controladas y utilizadas”.
Y esto es lo que lleva a una última meditación acerca de esta y también otras obras que alcanzan un estatus de clásico. Que no es en el detalle particular, sino que en su atmósfera intelectiva general donde se juega dicho estatus. Si esto no fuera así, no se podría leer con fruición, ni esperando un aprendizaje cultural importante, ni la Poética de Aristóteles ni El Príncipe de Maquiavelo ni la Carta a Cristina Lorena de Toscana de Galileo Galilei ni, para acercarnos a nuestros días, La estructura de las revoluciones científicas de Thomas Kuhn.
Porque, como señaló con extraordinaria profundidad en 1863 Charles Baudelaire, “por la modernidad me refiero a lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, que constituye la mitad del arte, la otra mitad es lo eterno y lo inmutable”. Y es en aquella otra mitad donde habita, hasta el día de hoy, Oralidad y escritura, de Walter Ong.
Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra, Walter Ong, Fondo de Cultura Económica, 2021, 341 páginas, $18.900.
Para quienes comenzamos a transitar la juventud a principios del nuevo milenio, el siglo XX nunca fue más que la segunda mitad del siglo XX. El llamado “siglo XX corto”, que Hobsbawm traza entre la Primera Guerra Mundial y la disolución de la URSS, es demasiado largo. O, en rigor, tiene un origen demasiado remoto y una conclusión demasiado temprana. Hobsbawm nació en 1917 y su tarea era, en parte, “una empresa autobiográfica”, pero para nosotros la berlina y el biplano —no menos que el sombrero y el corsé, el gramófono o el cine mudo— eran parte de una realidad del todo obsoleta. Nuestra memoria colectiva había fijado su comienzo más acá, no con la trinchera sino con la bomba, el primer ítem de un imaginario que dejaba afuera casi todo lo anterior. Detrás quedaba propiamente la Historia: un tiempo ajeno que solo podía recomponer el estudio y que, por lo demás, no nos había legado casi ningún símbolo que gravitara sobre el nuestro. Hitler, en todo caso, era el fundamento negativo de una nueva eticidad: la nuestra. Con él, las primeras décadas de la centuria se consumían en la catástrofe que habían gestado. Nosotros teníamos color donde antes había grises, teníamos plástico en lugar de madera, electricidad en vez de vapor y, en general, una fisonomía del todo distinta a la que había conocido el periodo de las dos guerras. La primera mitad del siglo XX no estaba —y por lo tanto no era— presente.
Y así como nuestro siglo había comenzado recién a la mitad, solo pudo terminar una vez entrado el nuevo milenio, es decir, no con la caída del Muro sino con la de las Torres Gemelas, el último gran acontecimiento televisivo. He ahí una clave: el sentido de lo que el joven lego llamaba siglo XX no derivaba de ninguna dinámica política, sino de una cultura audiovisual. Nosotros crecimos en un tiempo atravesado por las imágenes, los aparatos y personajes de la posguerra, de modo que nuestro pasado se volvía en cierto modo idéntico a nuestro presente. Por eso se equivoca Hobsbawm al decir que, para quienes cursaban la universidad en los 90, “Vietnam era la prehistoria”: Vietnam era una guerra continuamente reactualizada por la industria del entretenimiento, al punto que podíamos imaginar sus combates con más precisión que cualquiera de la guerra del Golfo. Vietnam revivía tanto en Coppola, Malick u Oliver Stone como en sus invocaciones indirectas: en Rambo, el veterano atormentado, o en Depredador, donde un pelotón se bate en la jungla contra un enemigo extraño e invisible. Parte del espanto de las Torres fue ver en los hechos lo que solo nos había acostumbrado a ver el cine. El acto de violencia simbólica que había dado origen a nuestro siglo volvía ahora para darle su cierre.
Las Torres, sin embargo, solo sirven de anclaje para el cambio general que tuvo lugar con la llegada del nuevo milenio. El umbral simbólico del año 2000 terminó siendo exactamente eso: un verdadero umbral, el paso a una época que, aunque no pareciera del todo distinta a lo que habíamos imaginado, era una época nueva.
Es fácil hacer una lista de acontecimientos que se acumulan ahí como las burbujas que ascienden a la superficie, anticipando el hervor: Google fue fundado en 1998, dos años antes de que Putin llegara al poder y tres antes de que, justo cuando aparecía el primer teléfono con 3G, China entrara en la Organización Mundial del Comercio. Ejemplos sobran y, sirvan o no a una periodización histórica en sentido estricto, lo cierto es que ya perfilaban muy de cerca el mundo que conocemos hoy. No es casualidad que en esos años, nuestra generación comenzara a adolecer de un patetismo nostálgico que, en parte, arrastra todavía hoy. Un mal modo de aferrarse al pasado, sí, pero la moda de la nostalgia era síntoma del cambio, de la tristeza ante el fin de la era que nos había criado y de la que nosotros quedaremos, alguna vez, como últimos testigos. Nace ahí nuestra encrucijada actual, la de las “impaciencias contrapuestas” que mencionaba Nancy: “La impaciencia de los que echan de menos el pasado y la de los que quieren acelerar la llegada del futuro”.
Si el año 2000 todavía nos es vagamente familiar, el 1998, en cambio, queda ya del otro lado de la frontera. Hay, en ese salto, un movimiento de fondo: un cambio en el modo en que se gesta el presente y, de ahí, un cambio en su relación con su pasado y su futuro. El siglo actual parece no tener lo primero ni poder imaginar lo segundo. Incapaz de distenderse en la historia, en una historia, el presente se vuelve a la vez más ensimismado, pero menos consistente, más breve pero menos pasajero. Quizás es lo que corresponde a una revolución cuyo instrumento reduce todo a su propio código: que toda experiencia quede diluida en una única sustancia.
Ese es el orden que estalla con la caída de las Torres, cuyo registro ‘oficial’ se confunde ya con una miríada de registros individuales, con la fragmentación del evento por y para un público ya atomizado. Repartida a mitades entre un televisor y una computadora, la del 9-11 es la última imagen del viejo mundo y la primera de un mundo nuevo. La TV perdía la prioridad para testimoniar una época. De ahí en adelante, ningún hecho llegaría a fijarse en nuestra memoria colectiva con la firmeza que le había dado la tele.
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Lo que dio cohesión al segundo siglo XX fue un aparato, la televisión, que ya no existe. Era lo que hoy es imposible: una emisión unilateral a un universo de espectadores aunados en su incapacidad para mediar con el contenido. En el canon audiovisual del siglo XX —desde el asesinato de Kennedy hasta el escándalo Lewinsky- Clinton, pasando por el gol de Maradona a los ingleses y los tanques de Tiananmen—, el punto de vista es solo uno: el de la TV. Desde lados opuestos, audiencia y acontecimientos convergían en el plano único de la pantalla, que se erigía como el principal instrumento en la creación y circulación de nuestro imaginario. En el rostro de Jimi Hendrix, de la princesa Diana, en el rostro de Karol Wojtyla, siempre el grano tricolor, el material con el que la televisión urdía en una sola trama la memoria y la actualidad. Decir que la tele circulaba imágenes no es solo decir que las distribuía, sino que las recuperaba de los anales de su propia historia para volver a hacerlas presente. Esa era la dimensión televisiva: la extensión temporal de su reinado, que podía hacer del ayer un hoy, porque todo lo que había sido alguna vez televisión seguía siendo –seguía haciendo– televisión. Nosotros crecimos en los 80 viendo al Zorro en blanco y negro, y a Batman manejando un Ford Lincoln. El gran archivo televisivo cargaba con los 70, los 60 y hasta los 50, se detenía diariamente en cada década, reviviendo sus hazañas y tragedias, sus modas y su arte, sus protagonistas y su imaginación; haciendo que, de una u otra manera, ese universo fuera también el nuestro. “Siglo XX, cambalache”, decía, citando el tango, Fernando Bravo. La televisión lo había hecho parte de nuestra cultura audiovisual y, por extensión, de nuestra cultura a secas.
Pues bien, ese es el orden que estalla con la caída de las Torres, cuyo registro “oficial” se confunde ya con una miríada de registros individuales, con la fragmentación del evento por y para un público ya atomizado. Repartida a mitades entre un televisor y una computadora, la del 9-11 es la última imagen del viejo mundo y la primera de un mundo nuevo. La TV perdía la prioridad para testimoniar una época. De ahí en adelante, ningún hecho llegaría a fijarse en nuestra memoria colectiva con la firmeza que le había dado la tele; cada vez se haría más difícil resumir los acontecimientos en una única toma, en una sola e indiscutida imagen capaz de atajar la vorágine con la solemnidad del emblema. Con las Torres se desmoronaba también la estructura visual y mnemónica de lo que había sido nuestro tiempo. El siglo XXI fue creando otro modo de producir y circular, de ver, recordar y vivir las imágenes y los sonidos de una época; fue forjándose un mundo ajeno al universo y al ritual televisivo y, por eso, ajeno a lo que nosotros llamamos, aun hoy, “siglo XX”.
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La televisión fue desapareciendo a medida que desaparecía como objeto: la pérdida de su espesor material era también la pérdida de su espesor simbólico. Plenamente digitalizada, la tele ya no preside la estructura del espacio público (ni privado). Ella es meramente un insumo dentro de una trama más extensa a la que damos el nombre de Red, una dimensión sin centro que creamos y recreamos nosotros mismos. El espectador se convierte en usuario. Un cambio que, por lo pronto, inyecta algo de trabajo en el ocio: si la tarea estática de ver la tele tenía como contrapunto la sucesión de imágenes, ahora el orden se invierte y toca a nosotros animar el desfile. Quizás por eso, hasta el aburrimiento —que era un aspecto esencial del “ver tele” y al que la tele parecía dar forma con sus repeticiones— se ha vuelto más trabajoso. A ello nos constriñe el paso de la tele al video, un formato que desgrana la imagen en meros “clips” dentro de una pantalla que ya no discurre, sino que dispone. Una forma, también, de introducir lo personal en lo común. Lo saben quienes caen por el acantilado en busca de una selfie o quienes filman —en el documental, en el deporte, en la pornografía— su propio “punto de vista”: el nuevo panorama audiovisual se alimenta de nuestros cuerpos, es fruto de nuestra labor. La lente se vuelve espejo. Vuelve su mirada hacia sus propios operadores, a los usuarios que, en definitiva, son ahora espectadores de sí mismos. ¿No padecemos todos esa misma sensación? Adonde quiera que miremos, siempre volvemos a aparecer nosotros. Ya no podemos dirigir nuestra mirada hacia el mundo, hacia un mundo, porque ante nuestra visión ya no se abre ninguna distancia, ninguna lejanía o, como decían los griegos, porque ya no funciona la τηλε, la tēle.
Una vez destronada pudo irrumpir en la TV la discordia. El consenso era antes una necesidad objetiva. “Una ley que se conoce a la perfección”, decía Bourdieu en Sobre la televisión: “Cuanto más amplio es el público que un medio de comunicación pretende alcanzar, más ha de limar sus asperezas, más ha de evitar todo lo que pueda dividir, excluir (…), más ha de intentar no ‘escandalizar a nadie’”. La TV se veía obligada a “fabricar consenso” (la fórmula es de Chomsky), más no fuera para saldar los enormes costos económicos que, por otro lado, podrían interpretarse como la medida de su tarea: la de ser los ojos y los oídos de su tiempo.
Si continuamos la dialéctica de la modernidad que describía Baudelaire, lo único ‘inmutable’ termina siendo ‘lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente’. ¿No lo era ya, para quienes habían nacido en la primera mitad del siglo XX, la propia televisión? Quizás sea la prueba de que esta historia avanza en espiral, de modo que cada momento vuelve a encontrarse consigo mismo unos pasos más adelante, en una curva más cerrada, a un ritmo más veloz y con un final, quizás, más inminente.
Librada de esa obligación, hoy la tele se presta de buena gana a la polémica, no tanto porque quede subordinada a la lógica de las redes, sino porque acompaña la desventura de la sociedad toda. Lo que, en Three Variations on Trump: Chaos, Europe, and FakeNews, Žižek identifica como “comunidades definidas por intereses ideológicos específicos”, donde es posible “intercambiar noticias y opiniones por fuera de un espacio público unificado y donde las conspiraciones y otras teorías pueden proliferar sin ataduras”. En su versión más ligera, más “consensuada”, los intereses ideológicos amplios (conservadurismo vs. progresismo, populismo vs. republicanismo, aborto vs. “vida”, identidades tradicionales vs. identidades fluidas; en una palabra, las “impaciencias contrapuestas”) acaparan la TV y desunen el espacio público desde adentro, al punto que el logo de un canal puede ser hoy una prenda identitaria. Uno podría objetar que la prensa siempre funcionó así, que allí el posicionamiento ideológico es la regla y no la excepción, pero la fundación de un diario siempre fue más política que comercial. La politización de la pantalla, en cambio, solo es posible una vez que ha perdido —como la política misma— su antigua autoridad.
¿No había en ella, en todo el sistema televisivo, en la verticalidad y el consenso, en el contenido y la historia, y hasta en el peso y la magnitud del aparato, un reflejo del orden mundial que había dominado las cinco décadas de la posguerra? Como es bien sabido, el reinado cultural de la televisión concordaba con el imperio político de Estados Unidos. Sergio Leone dijo alguna vez que “Estados Unidos era la negación determinada del viejo mundo, del mundo adulto”, y que “era propiedad del mundo entero y no solo de los estadounidenses”. Era nuestra misma sensación: de una parte, la tele marcaba un corte con el pasado y, de la otra, era equivalente a la primacía estadounidense.
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Nosotros, últimos especímenes del siglo XX, vivimos como un gran cambio algo que, en cierto sentido, no es más que la nueva articulación dentro de un viejo y largo movimiento. La reunión de lo efímero y lo permanente, de lo actual y lo pasado, es algo que podemos predicar de la tele, pero también algo que el siglo XIX ya predicaba de “la modernidad”, que para Baudelaire expresaba “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente (…) cuya otra mitad era lo eterno y lo inmutable”. Los pistones y poleas eran entonces lo que el algoritmo y el autómata son ahora; modulaciones de promesas y temores que hace tiempo cobija una realidad más vieja que cualquiera de nuestros siglos.
Con todo, la cultura audiovisual de la era digital ni siquiera puede apoyarse, como lo hacía la TV, sobre su propia historia. El siglo XXI no tiene GreatestHits: sus hitos no tienen donde ubicarse, donde encaramarse, donde permanecer. O, más bien, permanecen como una memoria sin densidad, sin presente. Si continuamos la dialéctica de la modernidad que describía Baudelaire, lo único “inmutable” termina siendo “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente”. ¿No lo era ya, para quienes habían nacido en la primera mitad del siglo XX, la propia televisión? Quizás sea la prueba de que esta historia avanza en espiral, de modo que cada momento vuelve a encontrarse consigo mismo unos pasos más adelante, en una curva más cerrada, a un ritmo más veloz y con un final, quizás, más inminente.
“Me gusta el hecho de que textos breves como estos, escritos con un par de semanas de diferencia, ahora —puestos unos junto a otros— discurran un flujo continuo y acumulen un espesor”, escribe Roberto Merino en la nota introductoria de Combustión espontánea. Textos sobre literatura, libro que, tal como el grueso del corpus que compone su obra, tiene como origen sus crónicas en prensa, ese glóbulo generoso y prolífico del cual, cada cierto tiempo, algún editor o editora extrae una copiosa cantidad de materia prima y termina modelando un conjunto de textos de sorprendente eficacia y agradable calidad, puesto que comparten un temple, un imaginario y un lenguaje afín. Es lo que ha ocurrido en Pista resbaladiza o en la feliz reedición del elusivo En busca del loro atrofiado, volúmenes en los que Merino esboza el puzle de sus circunstancias vitales, el mosaico resultante de la observación de la situación en el mundo.
En otras compilaciones se repite el expediente, como ocurre en Por las ramas, donde el foco está puesto en los desplazamientos no siempre risueños de Merino al campo o a la playa. O antes en Todo Santiago, compendio en el que Merino puso por escrito sus impresiones de la capital.
Así, lo que resulta son libros hermanos o primos, si se quiere, pues comparten una respiración particular: texto a texto se bosqueja a un autor de memoria paquidérmica, con una incansable necesidad de revisitar —en la escritura— su pasado, junto con proveer un elocuente testimonio de su desencaje con los tiempos que corren.
En Combustión espontánea —compuesto por casi 200 textos, agrupados en cinco apartados— se ingresa al hábitat en el que Roberto Merino pareciera deslizarse con mayor ventaja: la literatura, los libros, los escritores. De cualquier forma, el subtítulo Textos sobre literatura queda un tanto corto, pues la plétora temática del corpus de columnas pareciera rebasar el rótulo. De esto ya hay antecedentes, como ocurre con Luces de reconocimiento, libro de 2008 en que el autor escribió de literatura chilena, no con una pretensión pedagógica sino con el honesto y afortunado norte de fijar sus recuerdos literarios y hacerle el quite al olvido. “Es imposible dimensionar la cantidad de páginas por las que hemos pasado nuestros ojos y que luego, más temprano que tarde, hemos olvidado”, ilustra Merino. Y agrega: “Leo porque me interesa el modo en el que se dicen las cosas, porque me atrae el hecho de que existan perspectivas distintas para mostrar la vida de siempre”.
El hilvanado de estos retazos corrió por cuenta del editor Andrés Braithwaite, responsable del “flujo continuo” al que alude el autor, al ver sus textos breves cada cierto tiempo agrupados en un libro largo, con un continuum ensayístico que se acerca más a la conversación apacible, a un desplazamiento distraído antes que al despliegue erudito y/o especializado.
En algún punto del volumen, el cronista califica a Nick Hornby como un escritor ‘auténtico’, entendiendo por autenticidad el trabajo ‘con lo que hay a mano y no a partir de ideas’. Puesto así, es posible medir con esa misma regla al propio autor, quien no puede —ni quiere— dejar de echar mano a su bitácora personal a la hora de escribir sobre libros o escritores, o bien sobre cualquier otro tema.
Cuando se alaba el carácter no enciclopédico de la escritura de Roberto Merino, también se exalta su signo no militante en las armadas del fomento lector: “Es muy molesto cuando alguien habla políticamente de la lectura. Quien así procede generalmente lo hace para afirmar convicciones y desatender los fenómenos”, se lee en “En la brecha”. De la misma crónica: “Las primeras lecturas parecen ser una forma de vislumbrar la propia intimidad. En círculo de la luz y en el rectángulo de la cama nos gustaba sentirnos la parte silenciosa de una casa que nos contenía y que a la vez se recortaba en el mundo ajetreado y ajeno”.
En algún punto del volumen, el cronista califica a Nick Hornby como un escritor “auténtico”, entendiendo por autenticidad el trabajo “con lo que hay a mano y no a partir de ideas”. Puesto así, es posible medir con esa misma regla al propio autor, quien no puede —ni quiere— dejar de echar mano a su bitácora personal a la hora de escribir sobre libros o escritores, o bien sobre cualquier otro tema. Lo brillante es que acá bebe de las aguas biográficas con sedosa nostalgia, como ocurre en “Cioran, Stevenson”: “No reniego del demoroso petulante que fui a los 17 años. Esa persona ya no existe, pero aprecio el sedimento de su experiencia, aún fértil. Los rostros de las personas que ese joven creyó amar, las calles que recorrió en sus regresos nocturnos, la lluvia de la que se cobijó en una caseta abandonada, el tiempo que perdió bajo el sol del invierno, un promontorio seco y espinoso donde se detuvo a mirar la lejana espuma del mar, todo eso vuelve ahora en la memoria como una carga de emoción. No hay dos individuos en este caso: solo uno, joven y viejo a la vez”.
La lectura de Combustión espontánea nos regala además evocaciones de Thomas de Quincy, la dupla James Boswell/Samuel Johnson, y trae desde el más allá a Joaquín Edwards Bello, a Rodrigo Lira, a Juan Luis Martínez, a Martín Cerda. Pero todo esto sacando a colación otros aspectos vitales aparte de los libros, como viajes, casas, fracasos, posteridades pretendidas, las mentiras, pelambres y poesía, bastante poesía.
En “Pasado” el escritor desembucha: “Yo quisiera dejarles a los especuladores del futuro una detallada descripción de la ciudad de hoy en todas sus dimensiones: límites, olores, sensaciones, estado del pavimento, actividades nocturnas, ferias libres, barrios ricos, modos de hablar, atmósfera. En fin, quisiera transferirles lo que antes se entendía como ‘el tono de la vida’”. Pues bien, la lectura de Combustión espontánea confirma que ese deseo de Roberto Merino está cumplido de sobra, conformando una lectura placentera, a punta de recuerdos intempestivos, emociones sinceras, asociaciones siempre pertinentes, digresiones y lecturas transmitidas con una fidelidad conmovedora.
Hace un tiempo sostuve una amena conversación con Carlos Herrera, el dueño de la librería Popol Vuh, la última de libros usados que va quedando en Viña del Mar. Hablamos de los antiguos libreros de la ciudad, de la personalidad y las mañas de cada uno, también de las razones que los habrían conducido al cierre. Recordamos, por ejemplo, a Domingo Pizarro, un señor con aspecto de notario que sabía mucho de libros pero que jamás hablaba de ellos: se limitaba a cobrar el precio marcado o a asentir lacónicamente cuando alguien le pedía un descuento. Hablamos también de Julio Monje, dueño de Ojo Voraz, que había sido carabinero o empresario (nunca se supo), que tenía la mayor colección de libros de Borges y que vendía básicamente lo que le habría gustado a Borges. Seguimos después con Pepe Cifuentes, que tuvo una estupenda librería en Viña y que ahora vende libros en una calle de Valparaíso. Tiempo atrás lo reconocí en una película de Andrés Nazarala, Debut, y me reí mucho cuando oí que le decía al protagonista —un músico atribulado por la pérdida de su demo— que se quejaba de “puros problemas huevones”, que un verdadero problema era, por ejemplo, haber estado en Auschwitz. De Carlos Ruz, dueño de Artes y Letras, recordamos su gran entusiasmo y su aspecto sempiterno de intelectual cortazariano de los años 70: beatle blanco, pantalón de cotelé, barba frondosa y lentes polarizados. Y al final hablamos de Mario Llancaqueo, quien si bien tenía su librería en Valparaíso, era un referente del rubro en toda la zona y era conocido hasta por Piglia, que una vez le agradeció personalmente haber sido el primero en traer Respiración artificial desde Argentina en los años 80.
Mario, a quien le compré mis primeros libros, nuevos y viejos, acababa de morir y por eso nuestra conversación se tornó de pronto melancólica. Convenimos en que su muerte y el inminente cierre de su librería Crisis, que hoy lleva su hija, era un signo de que estábamos al final de algo, no solo de un tipo de comercio, sino de un tipo de sociabilidad, que no podrá replicarse ahora que el negocio se ha mudado a Mercado Libre, Instagram, Facebook o la “red social” que sea. Yo mismo he empezado a comprar libros en la red, y aunque obtengo lo que me gusta con más rapidez y menor ansiedad que antes, no sé de dónde vienen los libros, no conozco al librero ni a las personas que frecuentan su librería, que tal vez ni siquiera existe físicamente. El asunto, en una palabra, se ha rebajado a mera necesidad y negocio, mientras que antes era la ocasión de un encuentro cordial y un desvío no premeditado de la rutina laboral o cotidiana. Si la vida, en lo que tiene de soberana o digna de ser vivida, decía Bataille, consiste en desviarla de sus demandas serviles o productivas (hacia el bar, el café, el prostíbulo o la librería), poco cabe esperar de ella cuando se va volviendo igual al “teletrabajo”, cuando los cafés pasan a llamarse “work café”, y migra en general hacia unas pantallas en la que todo está disponible al simple contacto de los dedos, pero permanecemos en el mismo lugar de siempre, conectados pero separados.
Si la fisiología de una librería de viejos es similar a la fisiología de la biblioteca de un lector (una reproducción de su personalidad y pensamiento), cada librero es una persona única, de la que uno puede ser amigo, incluso si se hacen con ella negocios. Con Carlos Herrera, por ejemplo, hemos compartido durante años la misma pasión por la obra de Elias Canetti, para el que un bello mundo sería aquel en el que convivieran los vivos y los muertos, y no uno en que los vivos van dejando a su paso un montón de muertos olvidados.
En mis remilgos nostálgicos, en todo caso, no me siento tan solo. Roberto Calasso, en La actualidad innombrable (2016), llamó a este fenómeno la “disponibilidad informática” y predijo que el saber que proviene de los libros perdería cada vez más prestigio y sería reemplazado al final por un interminable barullo de “voces errantes, incontrolables, ruidosas”, que no tienen rostro y provienen de ninguna parte. No es raro por ello que uno de sus últimos libros fuera una melancólica meditación sobre los editores, los libreros y las librerías de nuevos y viejos. La informática, dice en un lugar de Cómo ordenar unabiblioteca (2020), ha reducido enormemente los tiempos de espera y búsqueda de un libro, pero ha reducido también el encanto de hallar un libro que no necesitábamos poco tiempo antes ni tampoco vamos a leer de inmediato. También ha reducido al mínimo otro aspecto esencial de la cacería de libros viejos: que el librero no se dé cuenta del valor del libro que tiene en las manos, pero sí nosotros. Porque sucede que lo primero que hace hoy es consultar los precios que tienen en la red, lo que provoca una indistinción entre lo real y lo virtual y una distorsión económica detestable: los precios se vuelven casi iguales y son además muy altos, como si de pronto todos se hubieran coludido para protegerse de los lectores menos incautos.
Las primeras ediciones de poesía chilena, por ejemplo, son a estas alturas prácticamente incomprables, sobre todo para quien las busca para leerlas y estudiarlas (leer una primera edición, dice Calasso, es una ayuda física —táctil y visual— insustituible para comprender un libro), y no impelido por ese fetichismo malsano que consiste en adquirirlos para guardarlos. Lo bueno, en todo caso, es haberme enterado de que por tres chauchas alcancé a hacerme una pequeña fortuna, con la que espero compensar un día a mis hijos por haberlos obligado a vivir entre arañas agresivas y papeles incoloreables.
En fin, si la fisiología de una librería de viejos es similar a la fisiología de la biblioteca de un lector —una reproducción en el espacio de su personalidad y pensamiento—, cada librero es una persona única, de la que uno puede ser amigo, incluso si se hacen con ella negocios. Con Carlos Herrera, por ejemplo, hemos compartido durante años la misma pasión por la obra de Elias Canetti, para el que un bello mundo sería aquel en el que convivieran los vivos y los muertos, y no uno en que los vivos van dejando a su paso un montón de muertos olvidados. Lo mismo valía, según él, para los libros y, en general, para la creación literaria. De Stendhal escribió que sobrevivió a todos los muertos de su tiempo sin tener que arrastrar a la muerte a ninguno.
Al final de mi visita decidí llevarme un libro que no tenía previsto llevarme ni voy a leer muy pronto: Culturasprecolombinas de Chile, de Greta Mostny, en su segunda edición de 1960. Me fui revisándolo por la calle y me detuve en la imagen del niño hallado por unos arrieros en la cumbre del Cerro el Plomo y que a Mostny le tocó recibir en 1956, cuando era directora del Museo de Historia Natural de Santiago. Antes de sacarla de la caja, se cuenta, se le ocurrió hacerle rápidamente un retrato, ya que supuso que la luz desperfilaría los rasgos del niño, dormido desde hace 500 años. El resultado fue una imagen de algo condenado a desaparecer, la imagen de un sueño que termina.
El domingo salgo en la moto. Atravieso el pueblo de S para empalmar con el camino de tierra que va hacia el Ombú por dentro. Al alejarme del centro, las viviendas se dividen como células más y más precarias; lo que está en la calle no se sabe si es basura o esperanzas que alguien saca de su casa y las tira. A la altura del puente que pasa por encima de la ruta, crecen unas pocas malezas raquíticas, neumáticos, maderos, plásticos. Me da miedo pasar.
Giro hacia la estación de trenes para buscar otro camino. En la plazoleta con pretensiones de rotonda no crece vegetación. Solo hay tres estudiantes, una mesa y una silla. El motivo de su presencia figura en una cartulina celeste que no alcanzo a leer. Calle abajo, los y las vecinas se van animando a salir a la vereda. Ninguno se acerca. La chica ocupa la silla frente a la caja. Su compañero, de pie, maneja el talonario. El otro, no se sabe para qué está. Me pregunto por qué no se instalaron en la plaza o al lado de los almacenes, por qué escogieron este lugar impropio. A menos que pretendan vender entradas. No se divisa ningún monumento, sitio histórico o natural.
La Historia de Chile que sé la aprendí en la escuela, luego en la universidad, se repitieron las mismas historias. Cuando me mudé a la Argentina aprendí de su Historia por la literatura. No sé si haber leído a Juan José Saer evocar la Zanja de Alsina como una mezcolanza entre lo ficcional y lo documental, la hizo inverosímil. O la historia es inverosímil y la literatura trabaja para impedir que la Nación la oficialice, la desodorice, la insonorice. Le quite no lo sangriento, sino lo irreal.
Después de leer sobre la Zanja tuve ganas de ir a ver lo que quedaba de los más de 350 kilómetros que alcanzó a tener en la provincia de Buenos Aires este despropósito, destinado a separar la barbarie de la civilización. En el lugar donde debía estar apareció un hombre con una cartulina celeste, una caja, un talonario, una mesa y una silla. Da igual que la Zanja no haya sido cavada en S, que Ebelot no descendiera en su estación, que la Campaña del Desierto, de Julio A. Roca, no matara a los mapuches de acá, si la cartulina celeste escrita por los tres estudiantes afirma que aquí hay un fragmento de la Zanja y puedes visitarlo a cambio de una contribución voluntaria para mejorar las condiciones de la escuela; la Zanja tiene el don de aparecer en la realidad.
Decido ir de todas formas al Ombú, aunque sea por la ruta; los domingos no pasan camiones y, en general, hay poco tránsito. Antes de sobrepasar S, diviso la entrada del camino de tierra que va por dentro; contrariando las reglas, salgo del pavimento.
Lo recordaba más ancho, menos solitario. Inmensas extensiones de tierra plantada con transgénicos separan las viviendas, si es que las hay. Supongo que se esconden bajo el frescor de los montecitos, así llaman acá a los pequeños bosques silvestres que salpican la Pampa. Quedan pocos. Se los considera un desperdicio para la producción. Los que más me gustan aparecen en La liebre y en Ema, la cautiva, de César Aira. Fueron las primeras novelas que llegaron a mis manos cuando me mudé a Buenos Aires. El estupor que me causaron se adhirió a mi mirada, hasta ahora. Ignoraba que podía existir una ventana como esa. Se me dio vuelta la vista. ¡Es posible inventar mapuches, inventarles un habla, una ética, una estética, hacerlos bromear, amar, comer y beber! Aira los llama ociosos, belicosos, se drogan, discuten de estética, de filosofía, viven dramas pasionales, son inconsecuentes, irracionales… Mientras leía me preguntaba cuándo va a aparecer la pobreza, la dominación de los poderosos, la injusticia, el alcoholismo, la frustración, el despojo, la represión. Fue como haberme operado de los ojos. Descubrí los montecitos inventados antes que los montecitos reales. Y a esos los acepto porque ya están inventados.
Mientras mis ojos se adaptaban a esta nueva ventana, leí a dos escritoras chilenas, María Luisa Bombal y Marta Brunet. Para ambas, la Argentina funcionó como una especie de bisagra en sus escrituras. La Bombal tuvo que cruzar la cordillera para escribir y publicar algo tan distinto en el panorama literario chileno como su primer libro, La última niebla. Y la Brunet, fue en su estadía como diplomática que abandonó el criollismo que le dio notoriedad en Chile.
A Sandra Contreras también parece haberle sorprendido esta primera novela publicada por Aira, donde ‘la invención se encuentra al máximo de potencia’. Eso se percibe con todos los sentidos al avanzar en la historia, sientes que el autor está inventando in situ; una como lectora va detrás de él, siguiendo sus acrobacias, rogando que no termine.
Desde que nació, el criollismo fue apoyado por los poderes políticos y la crítica, aplaudidos en los periódicos, leídos tanto por los pobres como por los ricos del campo. Cayó tan cómodo que se extendió durante la dictadura de Pinochet. Actualmente, que todo es injusticia y desigualdad, mi conciencia chilena me reta si ocupo 200 páginas de papel —fabricado con los pinos de las tierras expropiadas a los mapuches por las forestales— en otra cosa que no sea la pobreza, los privilegios de los poderosos, la violencia, el alcoholismo, la frustración, el despojo, la represión.
Cuando leí Ema, la cautiva, por supuesto, me salté el prólogo. Ahora que necesito una respuesta de por qué es posible inventar la formación de la Nación en Argentina y no en Chile, lo leo. A Sandra Contreras también parece haberle sorprendido esta primera novela publicada por Aira, donde “la invención se encuentra al máximo de potencia”. Eso se percibe con todos los sentidos al avanzar en la historia, sientes que el autor está inventando in situ; una como lectora va detrás de él, siguiendo sus acrobacias, rogando que no termine. Provoca admiración lo lejos que llega, sorprende lo nuevo. Lo nuevo existe. Y no se trata de algo sobrenatural o exótico. Sandra Contreras, en su prólogo, pesquisa un texto que Aira escribió dos meses antes de publicar la novela. Y dice: “La novela argentina actual, quién lo duda, es una especie raquítica y malograda. En líneas generales, lo que define a una producción novelística pobre es el mal uso, el uso oportunista, en bruto, del material mítico-social disponible, es decir de los sentidos sobre los que vive una sociedad en un momento histórico dado. La transposición literaria de una realidad exige la presencia de una pasión muy precisa: la literatura…”.
Desde que compré la moto y descubrí la existencia de estos caminos interiores que difícilmente aparecen en los mapas, vengo preguntándome por la libertad con la que Aira inventa a los y las mapuches, al ejército, a los funcionarios del Estado, a los inmigrantes, a los viajeros europeos que vinieron a construir el tren o a estudiar la naturaleza en los siglos XVIII y XIX.
Sandra Contreras explica que en estos libros “fundacionales”, Aira pone en marcha la pulsión de supervivencia como mecanismo medular de este universo. La Nación no sería la bandera, el himno, la cordillera, la guerra de Arauco, la valentía épica mapuche, como nos enseñan, sino la pregunta por cómo nos mantenemos vivos en ese espacio en común. La RAE entiende supervivencia como la “gracia concedida a alguien para gozar una renta o pensión después de haber fallecido quien la obtenía”. Curioso.
La primera respuesta que pensé acerca de la libertad de Aira para inventar fue que en Argentina se puede porque el general Julio A. Roca, en la Campaña del Desierto, aniquiló prácticamente a todos y todas las mapuches, huilliches y ranqueles. Tiene sentido inventar en el vacío. Le pregunto a Sandra por WhatsApp si hubo una recepción política de estos libros de Aira. Se nota sorprendida. Le explico que si un o una chilena hiciera lo mismo, la crítica la destrozaría. No me entiende.
La moto asciende, es casi un accidente en la llanura. Arriba me espera el camino pavimentado que pasa delante del Ombú y que nace en la ruta 193. Un domingo la seguí por curiosidad y llegué a lo que debió ser una estación de tren. Es difícil entender qué los motivó a pavimentar. Su estado calamitoso, los baches, las grietas y roturas indican que hay más de lo que es visible.
Conocí al Ombú primero por la web, como uno de los almacenes de campo más antiguos de la Pampa, de fines del siglo XVIII. Lo busqué en el mapa y estaba a 45 minutos en moto de mi casa. Vine varios domingos, como otros van a la iglesia, a la plaza o al club. Está en medio de la nada. Una se pregunta quién viene a comprar hasta acá. Los ombúes son dos o varios anudados entre ellos. No sé si la especie alcanza una gran dimensión, estos son chaparritos. El almacén comparte jardín con la casa. A la dueña le gustan las hortensias. Un par de mesas largas de madera con bancos flanquean la entrada. Se entra a un pequeño vestíbulo, donde está la clásica barra y la reja que separa a los bebedores del almacén. A la derecha, un salón con mesa de billar, mesas de restorán y un televisor arriba de un mueble.
La primera respuesta que pensé acerca de la libertad de Aira para inventar fue que en Argentina se puede porque el general Julio A. Roca, en la Campaña del Desierto, aniquiló prácticamente a todos y todas las mapuches, huilliches y ranqueles. Tiene sentido inventar en el vacío. Le pregunto a Sandra por WhatsApp si hubo una recepción política de estos libros de Aira. Se nota sorprendida. Le explico que si un o una chilena hiciera lo mismo, la crítica la destrozaría. No me entiende.
A lo largo de mis visitas me fui dando cuenta, por el número de personas que entraban y salían, de que el Ombú no está en medio de la nada. De alguna parte vienen los jugadores de billar, los bebedores habituales, las mujeres a comprar. Encuentro una extraña investigación turística donde aparece que desde el siglo XIX aquí se formó el “barrio de los Ombuses”, como se llamó originalmente; un asentamiento de unas 10 familias afro-mestizas, en el cruce de dos caminos que iban a ciudades de mediana importancia. A la que repartió estas tierras le decían Juana, la Cacica del Pueblo de los Negros.
Sandra Contreras lee Ema la cautiva como una geógrafa las capas de la tierra, desmintiendo de paso mi impresión de que es más sencillo inventar en el vacío. Para Aira, inventar es leer la tradición y llevarla a la acción. Parte reinterpretando la leyenda de la cautiva de Lucía Miranda y luego, la reescritura de Esteban Echeverría. El exotismo del desierto lo lee en La excursión a los indios ranqueles, de Lucio Mansilla. Sandra Contreras sigue pesquisando hasta el canto IX de La vuelta de Martín Fierro y Recuerdos de frontera, de Ebelot. Lo que llamo invención es, en realidad, un tipo de lectura que hacen los escritores, una lectura irreverente, despiadada, irónica, que va soltando, como si fuesen grampas, las amarras, las formas, los conceptos, el orden, la veracidad y la verosimilitud a las leyendas, los mitos, los diarios de viaje extranjeros.
Tomo otro ejemplo de Aira, esta vez de Un episodio en la vida del pintor viajero. “Allí venía, dando la vuelta a la colina del torrente, un grupito de salvajes vociferantes, las chuzas en alto: ¡huinca! ¡mata! ¡aaah! ¡iiih! Y en medio de ellos, triunfante, un indio que era el que más gritaba, y traía abrazada, cruzada sobre el cuello del animal, una ‘cautiva’. Que no era tal, por supuesto, sino otro indio, disfrazado de mujer, y haciendo gestos afeminados; pero era tan burdo el engaño que no habría engañado a nadie, ni siquiera a ellos mismos, que parecían tomárselo a la chacota”.
Y ya fuera por el chiste, ya por el valor simbólico del gesto, lo llevaron más lejos. Uno pasó abrazando una “cautiva” que era una ternera blanca, a la que le hacía arrumacos jocosos. Los tiros de los soldados se multiplicaban, como si los pusiera furiosos la burla, pero quizás no era así. Y en otra parada, en el colmo de la extravagancia, la “cautiva” era un descomunal salmón, rosado y todavía húmedo del río, cruzado sobre el pescuezo del caballo, abrazado por la fuerte musculatura del indio, que con sus gritos y carcajadas parecía decir: “Me lo llevo para reproducción”.
Mediante estas operaciones, Aira desmonta todas las capas de lectura y escritura que hay sobre los y las mapuches, los viajeros del siglo XIX, los oficiales y soldados; se ríe del terror blanco, de lo indígena, lo convierte en una superficie de escritura. Libera los estereotipos de la cultura, incluso de la cultura mapuche, y los traslada a un espacio que cualquier ser humano desearía para sí: el de la invención. Si entre abril y agosto de 1879, el general Julio A. Roca extermina a los mapuches, huilliches, ranqueles, tehuelches, en octubre de 1978, con la publicación de Ema, la cautiva, la literatura los vuelve a la vida, no solo a ellos, a todo lo que la Nación perdió en su intento civilizatorio. Como dice Sandra Contreras, la pregunta es por la supervivencia, no cualquiera, sino la del arte.
Siempre que vengo al Ombú me da pena irme. No queda tan cerca como para venir seguido, a veces pasan semanas o meses hasta que me animo a volver. Hoy estoy especialmente triste. ¿Por qué nunca se me ocurrió leer la literatura que existe sobre la formación de la Nación y, en vez de desechar a unos por conservadores, a otros por realistas, a los de más allá por burgueses o épicos, hacer una relectura para inventar? La conciencia chilena sigue invicta en mí. Eso me pone triste.
En la antigua Atenas, Diógenes El Cínico se identificó con el perro como encarnación de su filosofía. El símil implicaba el coraje para decir verdades incómodas y una actitud desvergonzada ante la vida, más apegada a la naturaleza animal de la condición humana que al refinamiento postizo de la civilización. Diógenes sabía que las necesidades desmedidas dañan, y que la mejor forma de mantenerse libre es aflojar, soltar. El modelo de la autarquía psíquica y física, en resumidas cuentas.
El escritor italiano Curzio Malaparte también se identificó con los perros, pero de un modo más literal y también más inofensivo. Durante las noches se ponía a ladrarles y le respondían, desde cerca y desde lejos, como si se tratara de uno más de la camada. Ladraba durante horas. Algunos le llamaban “el loco”. Otros, “el perro”. En los pueblos costeros de Italia los carabineros le pedían abandonar el hábito, porque los pescadores del lugar se asustaban, tomándolo por un sucedáneo del hombre lobo. En Francia, patria de la libertad, ningún drama. Podían encontrarlo tocado de la cabeza, voluntariosamente extravagante, pero de ahí a exigirle silencio, nunca. En Suiza, todo lo contrario. A la primera tanda nocturna de ladridos se le acercó la policía y le pidió cortarla en seco. Si solo estoy ladrando, dijo Malaparte, no le hago mal a nadie. Hombre que ladra, le respondieron, al rato muerde.
En marzo de 1948, mientras se alojaba en el Hôtel de la Sapinière, en Chamonix, insiste en ladrarles a los perros durante la noche. Los clientes del hotel reclaman, “no pueden dormir, tienen miedo, dicen que debo de estar loco o tener rabia”, cuenta Malaparte en Diario deun extranjero en París. El dueño o el encargado del hotel le ruega dejar de ladrar. Incluso intenta disuadirlo, mencionando lo dolorosas que son las inyecciones contra la rabia. Malaparte decide aflojar por unos días, aunque sin hacerse ilusiones: “Luego volveré a hacerlo. Ladrar con los perros por la noche es el único placer que tengo en la vida”.
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1968. En Chicago, en un clima de exasperación con el establishment político, el Youth International Party, más conocido como Yippies, amenazó con irrigar LSD al sistema de suministro de agua de la ciudad. Aunque el organismo a cargo descartó cualquier peligro de trip masivo, estimando que para afectar al conjunto de la población hacían falta cinco toneladas de ácido, las autoridades desplegaron a la policía para resguardar las plantas procesadoras de agua.
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David Bowie: “Me hundo en las arenas movedizas de mi pensamiento”. Goethe: “El peor envidioso de este mundo es quien a todos toma por sus pares”. El poeta Verlaine, según el escritor Jules Renard: “Viajaba con una maleta que solo contenía un diccionario”.
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Un científico conocido de Darwin, con una fama de huraño que se esforzaba en cultivar, le aseguró haber dado con un método para terminar con cualquier incendio, pero aclaró de inmediato: “No voy a publicarlo, maldita sea: que ardan todas sus casas”. Pensaba en los habitantes de Londres.
En su Antropología, Kant imaginó un planeta habitado por seres racionales, pero verbalmente incontinentes, sin filtro, que piensan en voz alta, así se encuentren despiertos o dormidos, solos o acompañados. La vida en común, en ese planeta que no conoce la reserva ni el silencio, parece imposible, salvo que sus habitantes sean ‘puros como ángeles’.
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En su Antropología, Kant imaginó un planeta habitado por seres racionales, pero verbalmente incontinentes, sin filtro, que piensan en voz alta, así se encuentren despiertos o dormidos, solos o acompañados. La vida en común, en ese planeta que no conoce la reserva ni el silencio, parece imposible, salvo que sus habitantes sean “puros como ángeles”.
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Divorciado de la vida, Schopenhauer aprendió a sentir un sereno desprecio por los hombres de su tiempo, en realidad por toda la humanidad, a no ser por los rarísimos espíritus o autores afines de otras épocas. Por eso apuntó en un cuaderno de anotaciones íntimas: “Su letra muerta me es más entrañable que la presencia viva de los bípedos”.
Conocerse a sí mismo con el único propósito de aprender a no malgastar energías violentando nuestro carácter. El retraimiento en medio de la sociedad como un resguardo contra el espíritu gregario. El egoísmo como tónico y el culto al yo sin concesiones a la moral del rebaño. Quizá sea eso lo más atractivo de Schopenhauer y de Nietzsche. Lo predicaron y lo practicaron, sin gimotear por las consecuencias, no siempre agradables. Están convencidos de estar predestinados a algo, y no a cualquier cosa, sino a algo superior. ¿Algo superior? Ahora suena grandilocuente pensar así. Y ridículo, también. Pero ese era el sentimiento que antes motivaba las empresas y las obras más potentes, más perdurables. Dudo que alguien se haya atrevido a llevar esa convicción aristocrática al paroxismo de megalomanía que caracterizó a Schopenhauer y, más todavía, a Nietzsche.
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Falta encomendarse a las artes terapéuticas de la misantropía, con Flaubert como médico de cabecera: “Siempre he procurado vivir en mi torre de marfil. Pero una marea de mierda bate ahora sus muros hasta el punto de derrumbarla”. Paso el rato releyendo Bouvard y Pécuchet. Epopeya de la estupidez humana, aunque no de cualquiera. La insensatez de las empresas enciclopédicas y del espíritu de sistema, de todos modos. Si es verdad que los grandes hechos y figuras de la historia suelen darse dos veces, la primera como tragedia, la segunda como farsa, Bouvard y Pécuchet brinda la versión paródica del drama del Fausto, de Goethe, como símbolo de los extravíos de la razón moderna. Como advirtió Maupassant, heredero literario y confidente de Flaubert, en esta novela se erige la “torre de Babel de la Ciencia, en que todas las doctrinas, contrarias y sin embargo universales, hablando cada una de ellas en su lengua, demuestran la impotencia del esfuerzo, la vanidad de la verdad y la eterna miseria del todo. La verdad de hoy es el error de mañana; todo es incierto, variable, y contiene en proporciones desconocidas cantidades tanto de verdad como de falsedad”. La única señal de inteligencia que Flaubert concibe es la capacidad de pispar la estupidez y la futilidad humanas.
Durante décadas, se ocupó en reunir, en orden alfabético, una serie de disparates ilustres, de leseras sin atenuantes, escuchadas o leídas a sus contemporáneos. Flaubert pensaba disponerlas en un libro cuya lectura nos dejara sin saber si nos estaba tomando el pelo o nos estaba hablando en serio. El proyecto, hermano siamés de Bouvard y Pécuchet, también quedó inconcluso, tal vez porque la estupidez es demasiado prolífica y la posibilidad de documentarla, por lo mismo, inagotable. En este libro, Flaubert ambicionaba incorporar todas las sandeces biempensantes que “es necesario decir en sociedad para convertirse en una persona decente y amable”. Algo así como la antesala de lo políticamente correcto, mezclado con los lugares comunes que acompañan, casi por obligación, cualquier intercambio social. Al final se publicó, póstumamente, como apéndice a Bouvard y Pécuchet. Hoy también circula por separado bajo el título de Diccionariode ideas recibidas. En vida, Flaubert especuló con subtitularlo Enciclopedia de la bestia humana.
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En la Penitenciaria de Santiago, pleno siglo XIX, la guardia pilla un forado de tres metros hecho por tres reclusos, en su propia celda. Sorprendidos in fraganti, intentan zafar ante el nuevo director del penal, que acaba de asumir. Uno de ellos alega que sí, que habían intentado fugarse porque estaban hartos con la anterior dirección del establecimiento, pero que, al asumir el nuevo director, la autoridad que ahora tienen al frente, habían desistido, y más que eso, al momento de ser sorprendidos, ya no estaban agrandando el boquete, sino tapándolo.
Walter Benjamin no tenía cómo considerarlos cuando escribió su formidable ensayo sobre el narrador, donde en un rapto de resignación se precipitó a despachar para siempre el expediente de la escritura sobre la vida vivida en manos de la aparición de un nuevo género, el de la novela, un recurso sedentario de la burguesía emergente que le permitía a cualquiera fabular una historia sin tomarse el trabajo de separarse de la paz íntima del escritorio. La lectora, el lector, agregaban su pizca de arena, pues quedaban en condiciones de consumir esas aventuras desde la cómoda distancia de sus recintos domésticos.
Para establecer ese corte, del que El Quijote era un ejemplo paródico en circunstancias en las que El discursodel método —redactado por Descartes al calor de una estufa en un pequeño cuartel de Nuremberg— era su contraparte fóbica y despectiva, Benjamin había partido de una división clásica: la que separa a los seres de acción de los seres de ideas. No es improbable que debamos las tesis de esta naturaleza —escritas de diversas maneras antes de que lo hiciera Benjamin— a la tendencia casi espontanea a desconsiderar a las escritoras o los lectores que anidan en el corazón de la acción, como si el acto de hacer frenara de alguna manera el de leer y pensar.
Esto último, a pesar de los enormes esfuerzos que las vanguardias del siglo XX hicieron por reunir las dos cosas. Sabemos cuáles eran estas dos cosas: el arte y la vida, de la que aventureros jugados como Stendhal, Céline o Conrad (redadas en las campañas imperiales de Napoleón, viajes tenebrosos a las noches del existir, anotaciones con revoltijos en el estómago en despiadados vapores belgas que regresaban del Congo) dejaron más de una prueba.
Aunque quizá falte alguna: la que dos o tres décadas más tarde enlazaría a un incansable viajero literario como Kerouac, con un aventurero político como el Che Guevara. Situemos un año: 1951. Kerouac se tomó solo un par de semanas de abril para redactar a toda velocidad En el camino, no hace falta agregar una vez más que de manera automática y rodeado de altas dosis de café, en un piso pobre al que ensombrecían las torres espigadas de Manhattan. Venía de recorrer en un Cadillac destartalado las Rocky Mount, Texas, Denver, Iowa, San Francisco y un largo etcétera, acompañado de una pila de cuadernos y un par de amigos a los que hizo famosos, en casi todos los casos sin salirse de la mítica 66, la primera carretera en recibir los beneficios del pavimento y la redondez del número por la que luchó a brazo partido el ingeniero Avery, su fundador.
El mismo mes de aquel 1951, el Che dejó atrás por primera vez la Argentina, para embarcarse en un petrolero de la YPF que, tras zarpar de Comodoro Rivadavia, llegaría a Trinidad y Tobago, con detenciones previas en Brasil, Venezuela, Guyana y una serie de puertos que no figurarían en el futuro en su menú de predilecciones revolucionarias. Como aún no se recibía de médico, el viaje lo realizó en calidad de enfermero, premunido al igual que Kerouac —su amigo desconocido— de una pila de cuadernitos en los que garabatearía las primeras anotaciones de lo que serían sus fabulosos diarios de viaje. La Norton 500 en la que recorrería Latinoamérica, junto a su compañero Alberto Granado, involuntaria cita figurativa del Cadillac en el que rodaban Jack y Neal, llegaría un año más tarde, cambiando para siempre el rostro del estudiante que en una foto posa de saco y corbata, todavía con el pelo corto y bien afeitado, por el del pelilargo con boina calada y pelo desarreglado que lo convertiría con el tiempo en una de las serigrafías más repetidas de la historia.
Juntos hicieron de esas causas perdidas sus viajes más personales hacia el hambre, y cuando se lee o se viaja con hambre desaparecen por fin la literatura, el turismo, y solo queda la sustancia. La vida es y será esa sustancia, con independencia de que en sus formas se empecinen y desperecen las aburridas ambiciones de quienes mueren en la instantaneidad de todos sus segundos.
De ese segundo viaje, el Che entresacaría su amor eterno por las cosas en movimiento, no solo las de su moto o su cuerpo, sino también la de cualquier comunidad que existiera: la que formaban entre sí las imágenes, los árboles, las voces, las palabras, los seres. Nada debía permanecer donde estaba, la vida era una fuga, la selva o la serpiente de las autopistas un texto mutante y la escritura, una conjunción. A la distancia y sin proponérselo, residía en esto lo que lo separaba de la tesis de Benjamin y lo unía a Kerouac: el equipaje ingrávido, la ética espontanea de las crisálidas.
Era una ética extraída de la metamorfosis de los paisajes, vaciados de los amargos dictámenes de la perspectiva y superpuestos por la velocidad como en las pinturas de Turner, aunque escoltadas por detenciones provisorias que pretextaban siempre el auxilio de un libro. Podían asomar del bolsillo de una chaqueta raída o, como en el caso del Che, de su inseparable cartera de cuero de camello, contrariando una carga que apuntaba a ser cada vez más ligera. Lo era incluso contra la literatura, esa quietud tortuosa en el ramaje de las palabras.
Kerouac era un lector de entretiempos, un devorador de párrafos mascados en cervecerías baratas y bencineras iluminadas por una luz taciturna; en cuanto al Che, existe una foto que rememora Piglia: está en Bolivia, trepado a un árbol, leyendo distendido en medio de la guerrilla y la desolación.
Leer y escribir era para ambos un archipiélago insonorizado en el corazón de la acción, el descanso en el que buscaban los vocablos que borroneaban los caminos. Y con esto inventaron un método: el del lector —la lectora— que hurga en los libros la intensidad de una experiencia perdida en la materialidad de la acción.
Guevara lo dejó anotado en su diario: “Mis dos adicciones: el tabaco y la lectura”. Perseguido por el asma, se supone que lo primero lo compensaba acudiendo al inhalador, del que se separaba tan poco como de sus libros, de los que el fusil era a la vez su irremediable revés dialéctico. No era una magnum ni una carabina ni una ametralladora; era un fusil, el nombre de todas las armas que empuñaron a lo largo de la historia los pueblos humildes que lucharon sin tregua por sus causas eternamente perdidas.
Los libros, los viajes, los diarios formaron parte de esas causas también, y por eso Kerouac se movía sin percibir en la literatura un punto de llegada. Juntos hicieron de esas causas perdidas sus viajes más personales hacia el hambre, y cuando se lee o se viaja con hambre desaparecen por fin la literatura, el turismo, y solo queda la sustancia. La vida es y será esa sustancia, con independencia de que en sus formas se empecinen y desperecen las aburridas ambiciones de quienes mueren en la instantaneidad de todos sus segundos.
No es fácil representar la noche en un título. En la literatura —y aún más en el cine— encontramos títulos que salen airosos del desafío (pienso en Nuestra parte de noche de Mariana Enriquez, Suave es la noche de Fitzgerald, La noche de Antonioni o Mi noche con Maud de Rohmer), todas obras que evitan banalizar el motivo de la noche hasta reducirla a música incidental o a una metáfora para, en realidad, decir oscuridad, fin o muerte.
Para psicoanalistas como Constanza Michelson, que conocen par coeur a Freud y trabajan ejercitándose en la deconstrucción lacaniana del lenguaje, simbolizar una vez más la noche no parece ser un problema. Hacer la noche (dormir y despertar en un mundo que se pierde) es su último libro: 22 ensayos reagrupados bajo uno de los títulos más enigmáticos que haya conocido la noche.
La idea detrás de la noche como un hacer y no un ser, trasciende su proeza poética. Es un llamado bastante serio y urgente a repensar nuestro modo de estar en el mundo antes de que —como advierte la autora— nos convirtamos en “cadáveres despiertos”. Michelson, insomne consciente, defiende “una inteligencia” propia de la noche, que permite liberar nuestra subjetividad y abrazar pensamientos lentos, como amar y crear, reinventar un nuevo lenguaje que nos cure del ruido y del sinsentido que ocurre en la superficie de la vida, a plena luz del día.
En el panorama de la crítica cultural, esta autora ha devenido en una ensayista necesaria —una intelectual legible—, al interpelar la realidad desde adentro hacia afuera, ya sea cuando acerca las teorías de Freud sobre el sexo en Cincuenta sombras de Freud (2015), reflexiona sobre la neurosis (y la histeria) y su relación con el deseo en Neurótic@s (2017), o cuando intenta leer la subjetividad de ese fenómeno que fue el estallido social en Hasta que valga la pena vivir (2020).
Michelson, insomne consciente, defiende ‘una inteligencia’ propia de la noche, que permite liberar nuestra subjetividad y abrazar pensamientos lentos, como amar y crear, reinventar un nuevo lenguaje que nos cure del ruido y del sinsentido que ocurre en la superficie de la vida, a plena luz del día.
Hacer la noche llega a un lugar más hondo que sus anteriores libros, ahí donde literalmente ya se hizo de noche con Trump, Putin, la pandemia, la crisis política en Chile y el fin del capitalismo tardío. En este paisaje, donde suenan los Nocturnos de Chopin, manifestaciones como la politología, los manuales de salud mental, la sociología para las masas y los discursos vía Twitter se desacreditan sin vuelta atrás, para abrirle espacio a preguntas que crecen como flores en un jardín a medianoche: la banalización del mal, la superficialidad del fascismo, el deseo del suicidio, la melancolía, la angustia, el desvelo, la vejez, la muerte, y, por cierto, el amor.
Ante la incertidumbre de nuestros tiempos, la autora en lugar de volverse nihilista o buscar fórmulas de autoayuda, abre una pregunta abismalmente existencial: ¿Cómo dormir si no hay amanecer?
Los ensayos de este delicado libro, y a su modo misterioso, se leen como si siguieran el trayecto del sol. Un viaje que se inicia al amanecer, en el reino de la razón (“No hay nada más loco que la razón”, ironiza la autora cuando repasa la barbarie que dejó el siglo XX) y termina o vuelve a empezar al anochecer, cuando se pierde la razón y surge el lenguaje de la poesía. Es en ese tiempo muerto, supuestamente inactivo, cuando Michelson parece abandonarse a sí misma —o apagar su mente hiperactiva— para psicoanalizarse en nuestra compañía. Leerla es en parte escucharla. (“Creo que a veces veo lo que no se puede ver”, escribe en su último texto, el más íntimo de sus escritos). Exige afinar nuestro oído, seguirla o abandonarla, captar alguna idea, alguna pregunta, alguna cita (las hay muchas y muy bellas), algún suspiro, mientras ella habla animadamente con Freud y su adicción a la cocaína, con el crítico Al Alvarez y su fantasía de dejar la noche y pasar directamente a la muerte o con autoras que se sienten como hermanas de la noche: Marguerite Duras, Natalia Ginzburg, Clarice Lispector o Hanna Arendt; de esta última rescata la posibilidad de buscar consuelo en “lenguajes que transmitan el amor al mundo”.
Es eso lo que Michelson desea: volver a amar el mundo. Y nosotros también.
Hacer la noche, Constanza Michelson, Paidós, 2022, 256 páginas, $15.900.
Debido a la emergencia climática, el fin del mundo (humano) es un horizonte verosímil, más verosímil que el apocalipsis maya de 2012 o el pandemonio computacional que se anunció para el ya lejano cambio de siglo. No va más eso de que estamos mejor dispuestos a creer en el fin del mundo que en el del capitalismo; hoy son lo mismo, y no porque no haya alternativa al segundo, sino porque la utopía del crecimiento infinito chocó con la realidad finita del planeta: ya no es posible, nunca lo fue, y si seguimos por ahí vamos a terminar de hacer imposible la vida (humana) en este lado del universo.
Todo lo sólido se desvanece, incluso el clima, y con él nosotros. Caminamos hacia allá, pero, dicen, aún es posible que las cosas no sean tan malas.
Las cosas podrían ser como las imagina Simón Ergas en su novela La oficina del agua. Es una distopía, esa forma actual de la utopía, en la que una entidad burocrática, que le da nombre al libro, en un mundo altamente digitalizado, administra el agua, entrega cuotas a los habitantes, llamados deudores, no ciudadanos.
El agua es poder, y ese poder, claro, se usa en la novela para beneficiar a algunos en desmedro del resto: en la misma torre en la que se secan las plantas, mueren de sed las mascotas, las personas no se bañan y guardan hasta la transpiración, hay un departamento que parece trópico de tanto verde y humedad que tiene en su interior. ¿Cómo lo hace? Extrae el agua común a través de cañerías, legales o ilegales, da igual, porque el responsable tiene derechos de agua.
Dos aspectos interesantes del libro, más allá de la denuncia y de que ese futuro se parezca mucho al presente, son, primero, que imagina un porvenir terrible, pero en el que aún podemos vivir. O sea, más o menos lo que podría pasar si tomamos las medidas para menguar la catástrofe ambiental. Y, segundo, que la tecnología, que ha logrado integrar a los seres humanos en una gran base de datos procesados por inteligencias artificiales, que administra la catástrofe y nos permite sobrevivir, no hace otra cosa que reproducir las condiciones de desigualdad, solo que en el nuevo escenario. O sea, más de lo mismo pero en peores circunstancias. O sea, el progreso técnico, vaya noticia, no es cambio político, es la eterna profundización de lo mismo.
Eso nos lleva a la pregunta obvia de nuestros días: ¿pueden el capitalismo y las tecnologías desarrolladas según su lógica resolver la crisis que crearon? Y, si pueden, ¿será a costa de muchos y en beneficio de pocos? ¿Será como en La oficina del agua, donde A. Prieto, el protagonista, un disciplinado funcionario de correos, quiere poner un reclamo por la falta de agua en su edificio, pero termina perdido en la burocracia digital?
En La nube de smog, una pequeña novela que publicó Ítalo Calvino en 1958, Omar Basaluzzi, obrero y sindicalista, se ríe de la idea de que sea el ingeniero Cordà, gran industrial, el que resolverá el problema del smog (sería como creer en la minería verde, los cuadrados redondos o las iniciativas de Mark Zuckerberg para proteger la privacidad y la democracia de las vulneraciones provocadas por sus empresas). “Sí, sé que Cordà quiere ser el industrial moderno… Purificar la atmósfera… ¡Qué vaya a contárselo a sus obreros! No será él quien limpie… Es cuestión de estructura social… Si conseguimos cambiarla, resolveremos el problema del smog. Nosotros, no ellos”, le dice Basaluzzi al protagonista del libro.
Poco antes de esa conversación, el protagonista, redactor de La Purificación, revista dedicada al problema de la contaminación, dirigida y financiada por Cordà, se da cuenta de que este, sus fábricas, sus chimeneas, son el problema, la causa de la niebla gris que cubre la ciudad, del hollín que cubre todas las superficies y los cuerpos… “el ingeniero Cordà era el patrón del smog, él mismo lo desparramaba ininterrumpidamente sobre la ciudad y el EPAUCI [Ente para la Purificación de la Atmósfera Urbana de los Centros Industriales, la organización dedicada al problema de la contaminación de la que es parte la revista] era una criatura del smog, nacida de la necesidad de dar a quien trabaja a favor del smog la esperanza de una vida que no fuese solo de smog, al mismo tiempo que del deseo de celebrar su potencia”.
De nuevo: ¿pueden el capitalismo y las tecnologías resolver la crisis que crearon? Y, si pueden, ¿será a costa de muchos y en beneficio de pocos?
¿Será el agua, la falta de agua, o quizás ya lo está siendo, el nuevo smog? Algo así como: las casas y departamentos terminados en tales números no podrán consumir agua hoy. O como decreta un panel de expertos en La oficina del agua: prohibidas las duchas, prohibido llorar (‘no podemos permitir que los cuerpos pierdan toda esa agua’), prohibidas las mascotas y prohibidas todas las formas vegetales. ‘¡Y el que quiere plantar, que pague!’.
Hay una escena cómica en la novela de Calvino, cuando Cordà le encarga al protagonista que redacte el artículo principal, que él debe firmar como director de La Purificación. Las indicaciones que le da son vagas, el periodista hace un esfuerzo de interpretación y escribe un artículo optimista, que anuncia que ya estamos “en vísperas de dar una solución a los problemas de las escorias volátiles”, todo gracias “al impulso siempre enérgico que la Iniciativa Privada da a la Técnica”, sumado a la comprensión y buena disposición de “los órganos del Estado”.
La conclusión es digna de eso que llaman desarrollo sustentable: “Contra las profecías más catastróficas acerca de la civilización industrial, reafirmamos que no habrá (por otra parte en la práctica jamás ha habido) contradicción entre una economía en libre y natural expansión y la higiene [salud] necesaria al organismo humano […] entre el humo de nuestras activas chimeneas y el azul y el verde de nuestras incomparables bellezas naturales…”.
Pero a Cordà no le gusta el artículo, no está a tono con la gravedad del asunto: “No nos ocultemos las dificultades”, dice. Se puede resolver el problema de la contaminación, sí, y para eso están ellos, EPAUCI, pero hay que convencer de que hay un problema a los que no están de acuerdo.
El nuevo artículo es sombrío, dedica dos tercios a hablar de las ciudades devoradas por el smog, y un tercio a contraponerlas con la ejemplar ciudad propia donde se equilibra industria, salud y naturaleza.
A Cordà tampoco le gusta. No es cierto que la ciudad sea un ejemplo, se quema carbón y gasolina como en el resto, también hay smog. Pero sí es cierto que es la que más hace para estar a la altura del desafío.
Sin entender nada, el redactor hace un tercer intento en el que concluye que estamos frente a un problema terrible para el destino de la sociedad. Y termina con una pregunta: “¿Lo resolveremos?”.
Ahora el ingeniero lo encuentra demasiado dubitativo, hay que sacar los signos de interrogación y afirmar: “Lo resolveremos”. Pero cuándo, ¿en algún futuro indeterminado? Mejor poner: “¿Lo resolveremos? Lo estamos resolviendo”. Que suena a “estamos trabajando para usted”, y que ya sabemos que no es cierto, no todavía.
En Chile, o al menos en Santiago, cuando todavía no hablábamos de calentamiento global ni cambio climático, la cuestión medioambiental era igual a smog. Sigue siéndolo, aunque la pandemia de Covid-19 le restó protagonismo a ese problema que nunca resolvimos. En realidad, ya estábamos acostumbrados: restricción vehicular, convertidores catalíticos, premergencias y emergencias, suspensión de clases de educación física, carrasperas, consultorios y hospitales con guaguas que no pueden respirar bien. Nos habituamos a esos inviernos. ¿No era ya eso un cambio climático, una emergencia, una distopía?
¿Será el agua, la falta de agua, o quizás ya lo está siendo, el nuevo smog? Algo así como: las casas y departamentos terminados en tales números no podrán consumir agua hoy. O como decreta un panel de expertos en La oficina del agua: prohibidas las duchas, prohibido llorar (“no podemos permitir que los cuerpos pierdan toda esa agua”), prohibidas las mascotas y prohibidas todas las formas vegetales. “¡Y el que quiere plantar, que pague!”.
La oficina del agua, Simón Ergas, Alquimia, 2021, 195 páginas, $11.900.
La nube de smog, Ítalo Calvino, Siruela, 2011, 124 páginas, $21.500.
El director del Centro Checo de Madrid, Stanislav Skoda, en su programa radial DistritoKafka, judíos checos, repasa con un pausado español el incidente en que brota la locura de Otal Pavel: “En 1964 se fue con el equipo nacional de hockey sobre hielo a cubrir los Juegos Olímpicos de Invierno de Innsbruck. Los jugadores checos, según cuenta la leyenda, perdieron la semifinal y estaban muy malhumorados, decepcionados en el vestuario. Ota, que estaba afuera, se enteró de que, a pesar de la derrota, habían ganado la medalla de bronce, porque según las reglas de ese entonces el equipo que había marcado más goles se llevaba la medalla, sin mediar un partido de definición. Ota entró al vestuario y empezó a gritar y a celebrar: ‘¡Miren chicos, tienen la medalla, son campeones!’. Sin embargo, los jugadores, que en ese momento aún no sabían lo del bronce, pensaron que Ota Pavel se estaba burlando y le gritaron de vuelta. Incluso, según esta leyenda, un jugador le dijo: ‘¡Fuera de aquí, judío, a la cámara de gas!’. En ese momento, el pobre Ota se paró, salió del vestuario y sufrió un ataque de nervios muy fuerte, supuestamente era un ataque de esquizofrenia, algo muy grave. Salió de Innsbruck, se fue mal vestido a los Alpes, donde había mucha nieve. Cuando lo encontraron, después de muchas horas, estaba muy despistado y había intentado incendiar un cortijo. Decía que había encontrado al diablo en las montañas, que posiblemente era el asesino nazi Josef Mengele. Lo llevaron directamente a un hospital siquiátrico a Praga y así se terminó su prometedora carrera de periodista deportivo”.
Ota Pavel (1930-1973, Otto Popper de nacimiento) era un privilegiado en la Checoslovaquia de posguerra. En su calidad de periodista deportivo, gozaba de buena fama y podía viajar fuera del país, lujo que pocos ostentan bajo un régimen que seguía con forzada devoción las directrices emanadas de la Unión Soviética. Sus relatos sobre las hazañas de algún coterráneo, casi siempre más pobre y sufrido que el adversario, recrean con detalle en la mente de sus lectores tanto los pormenores técnicos como la peregrinación que por dentro cada deportista transita. Intima con ellos sin complejos, de muchos es su amigo. Contra lo que se puede creer de un periodista que no tiene mayores riñas con la oficialidad comunista, Pavel escribe con humanidad, cercanía y conocimiento, lejos de la propaganda. No aparecen en sus crónicas ni la patria como gran valor ni el heroísmo como moneda de una sola cara, aburrida y majadera. Fue jugador de hockey hielo y luego entrenador de niños en la misma disciplina. En una época sin dinero ni maquinarias publicitarias ni autobombo virtual ni reconocimiento global, describe la sacrificada trastienda de cada triunfo y derrota. Su preciso talento frente a la máquina de escribir, su vida austera ajena a los conflictos de la política, su carácter amistoso casi infantil, se fueron al tacho de la basura esa brumosa jornada olímpica de Innsbruck.
“Me enviaron a los médicos praguenses a través del pantano de Dvoriste —recuerda el propio Pavel en el epílogo de Cómo llegue a conocer a los peces—. Aquella primera etapa no fue tan terrible para mí, pero sí para los que me observaban y me querían. Yo estaba en realidad, tan a gusto; actuaba con pasión y convencimiento. En ocasiones resultó ser incluso agradable: es hermoso ser un Cristo glorificado. Lo peor es cuando, con ayuda de los medicamentos, te conducen al estado en el que eres consciente de estar loco. Los ojos se te inundan de tristeza y ya sabes que no eres Cristo, sino un pobre diablo que ha perdido el juicio, que es lo que hace hombre al hombre. Te ponen entre unas rejas algo mejoradas, a pesar de no haber asesinado ni herido a nadie. No se te ha sometido a juicio y, sin embargo, has sido sentenciado. La gente, afuera, continúa con su vida y tú comienzas a envidiarlos”.
En la soledad del manicomio, a Pavel no le queda más alternativa que dedicarse al arte de la paciencia. Revisa y toma nota mental de cada acontecimiento pasado, captura detalles que a una persona de mediana edad, inmersa en la rutina, le resultarían imposibles de registrar o consideraría solo fruto de su imaginación. Escribe en los escasos días de lucidez y calma, a sabiendas de que le queda poco y su cerebro es una bomba de tiempo. En 1967, ya forzosamente fuera del periodismo, publica El precio del triunfo (su título original en checo Plna bedna sampanskeho, Unacaja llena de champán), una selección de artículos sobre deportistas y gestas deportivas checas. Son trabajos rigurosos, impecables, llenos de oficio y cariño por la actividad. “Escribe sobre el deporte de tal manera que a un deportista no le chirría al leerlo, a un lego lo entretiene y a los dos los emociona”, lo halaga su amigo Emil Zatopek, uno de los más grandes atletas de la historia. Ota Pavel, como mirándose al espejo, sabe que detrás de cada victoria, del heroísmo deportivo, hay una vida rota o que está por romperse. El sacrificio solo es proporcional a la gloria, incomparable a cualquier otra emoción o recompensa, eterna en los libros, pero pasajera en la vida real. Y siempre esperando en las sombras, el olvido y la derrota. “El deporte fue durante largo tiempo todo para él —escribe el poeta Karel Siktanc—. Olisqueaba en él el juego infantil de antaño. Olisqueaba en él el siempre enardecido drama de las fuerzas humanas. Las gradas le eran ajenas. Lo conquistaban el panorama de los pabellones y los campos polvorientos”.
En la soledad del manicomio, a Pavel no le queda más alternativa que dedicarse al arte de la paciencia. Revisa y toma nota mental de cada acontecimiento pasado, captura detalles que a una persona de mediana edad, inmersa en la rutina, le resultarían imposibles de registrar o consideraría solo fruto de su imaginación.
Sus protagonistas vienen de abajo, de infancias duras, de ciudades oscuras o del campo. Cuando no están entrenando o compitiendo trabajan en usinas, minas de carbón o en el ferrocarril. Frantisek Kloz, un futbolista de provincia herido por una bala dum dum que se niega a la amputación de su pierna; Jan Vesely, estrella del ciclismo despreciado por la dirigencia tras abandonar una carrera en la que ya no podía más de dolor; Franta Tikal, un jugador de hockey hielo que debe enfrentar a la selección de Australia, donde juega su hermano exiliado; la gimnasta Eva Bosakova, que le tiene pánico al salto mortal hacia atrás. Y en el centro de todo, Emil Zatopek y sus tres medallas de oro en las Olimpiadas de Helsinki 1952. Pavel parece haber corrido la maratón a su lado. “Emil comienza a darse cuenta de lo horriblemente largo que es aquello. Desde el kilómetro 30 hasta el 35, cada kilómetro es sencillamente infinito. Le duelen los músculos de las inusuales pisadas en la carretera, siente que algo le corta y le desgarra, como si se le estuviera destruyendo el tejido muscular. Piensa que hace rato que ha desconectado el cerebro, pero no es así, no puede correr inconscientemente, dejaría de tener técnica y ritmo. Se encuentra en una situación por la que no pasa ninguna persona corriente: no siente ya las piernas y el corazón le late con fuerza en las sienes. Apenas percibe a los espectadores que lo rodean, cada vez hay más. Sigue corriendo en medio del dolor, la cabeza le va a estallar”.
En 1971, Pavel publica Carpas para la Wehrmacht (la editorial Sajalín también cambió su título original en checo: Smrt krasnych srnců rozbor, La muerte de loscorzos hermosos), un libro sobre su niñez y adolescencia. Una sencilla obra maestra de 120 páginas. Es el resultado de sus años en el siquiátrico, contemplando el torrente de su existencia. El paisaje son los bosques, pueblos, ríos y estanques de una idílica Bohemia central y el personaje central es su padre, Leo Popper, un adicto a la pesca, enamoradizo y vendedor de electrodomésticos Electrolux, campeón mundial en el rubro que, como reza el viejo mandamiento scout, enfrentaba las dificultades con optimismo. Aunque esas dificultades incluyan el campo de concentración y el estalinismo, de los que sobrevivió valiéndose del mismo encanto con el que convencía puerta a puerta a dueñas de casa y oficinistas de que eran una nevera o una aspiradora lo que más necesitaban en la vida. O un atrapamoscas, que fue el producto que se le ocurrió vender después de la guerra. “Mi padre se lanzó a vender. Entonces era primavera, en los parques de Praga florecían los tulipanes, en el campo las lilas y las moscas todavía no volaban en masa. Mi padre vendía como si ya nunca hubieran de volver a volar. Era formidable. Persuasivo. Una vez me llevó con él. Entornaba sus bonitos ojos marrones, sonreía, levantaba la mano, ahuyentaba las dudas, uno no se fijaba en lo que decía ni en lo que ofrecía, solo sabía una cosa: que el producto era excelente, que no podía prescindir de él. (…) A veces desenvolvía una tira atrapamoscas, la sostenía en lo alto y se balanceaba sobre un solo pie, como un equilibrista; otras veces no abría ningún envoltorio, hablaba del tiempo o de lo guapas que son las mujeres en Hamburgo”.
Carpas para la Wehrmacht es, en apariencia, un libro de historias inocentes, vida relajada y la bondad del ser humano sin agenda. Pero también es sobre la fragilidad de todo esto. Muy pronto la guerra y su sinsentido se dejan caer como una imprevista ola gigantesca. “La vida allí se volvió el paraíso de la despreocupación. En el gramófono Odeon sonaba Mil millas y guisábamos carne de corzo con nata y albóndigas de harina, además de todos esos platos locales de Branov. (…) Jesús, qué manjares. Y de repente se acabó, porque vino el excabo Adolf Hitler, que llevaba debajo de la nariz el mismo bigote que mi querido tío Karel Prosek”.
Pavel tenía nueve años cuando Checoslovaquia fue ocupada por los nazis. Sus dos hermanos mayores partieron al campo de concentración. Los siguió su padre. La noche antes de partir, en vísperas de Navidad, le pidió a Ota que lo acompañara al estanque donde criaba carpas y que había sido requisado por los alemanes. Se robaría sus propios peces para asegurar algo de alimento a Ota y su madre. “Por la mañana acompañamos a papá al autobús de Praga. Llevaba una pequeña maleta y por primera vez tenía los hombros caídos. Pero a mis ojos esa noche había crecido enormemente. Ese mismo día, mi madre y yo empezamos a cambiar las carpas por comida con los vendedores y campesinos. Esa Navidad las carpas me abrieron los portones y las puertas de las fortalezas más inaccesibles. Tan pronto enseñaba las rechonchas criaturas en la bolsa, las señoras daban gritos de júbilo; y así mi fría habitación se llenó de manteca, salchichón ahumado, harina, hogazas de pan blanco, azúcar y paquetes de cigarrillos. (…) Sin duda, aquellas navidades fueron las más espléndidas de la guerra”.
Ota Pavel, como mirándose al espejo, sabe que detrás de cada victoria, del heroísmo deportivo, hay una vida rota o que está por romperse. El sacrificio solo es proporcional a la gloria, incomparable a cualquier otra emoción o recompensa, eterna en los libros, pero pasajera en la vida real.
La guerra también es silencio, probablemente porque las desgracias no son anotadas como tales en la mente de un niño. Ota no se refiere en el libro a los tres años que estuvo solo con su madre. Milagrosamente, su padre y hermanos volvieron vivos a casa. “Hugo volvió bien, en general. Jirka volvió de Mathausen con 40 kilos y durante medio año estuvo muriéndose de hambre y sufrimiento antes de empezar a vivir de nuevo. Nunca me contó mucho lo que le había ocurrido”.
Ota Pavel no alcanzó a disfrutar el éxito de su libro. Su salud mental y física menguaban paulatinamente y murió de un ataque al corazón dos años después de publicarlo. “Por desgracia se fue demasiado joven, y el final de su vida fue un infierno. Emil y yo fuimos testigos de sus graves ataques maniaco-depresivos y pudimos asomarnos al profundo abismo de su alma. Fue un amargo sufrimiento”, recuerda su amiga Dana Zatopkova, esposa de Emil Zatopek. De manera póstuma se publica Cómo llegué a conocer a los peces (Jak jsem potkal ryby en checo, esta vez el título fue respetado), especie de continuación o complemento de Carpas para la Wehrmacht. Se divide en tres partes: Infancia, Un joven valiente y Regresos, y aunque vuelve a los tópicos del anterior, es decididamente un libro sobre la pesca y todo lo que su práctica involucra. “El río, como una nube, fluía por los lugares en que la vida había sido amable con nosotros. Observaba sus corrientes, sus peces, saltando por la superficie, los molinos en los diques y los diques en las presas. (…) Amaba al río más que ninguna otra cosa en el mundo, lo cual, por aquel entonces, me avergonzaba. No sabía por qué esa querencia por el río. ¿Tal vez porque en el proliferan los peces? ¿O porque es libre e incontenible? ¿Porque nunca se detiene? ¿Quizás porque con su rugido no deja conciliar el sueño? ¿Quizás porque existe desde tiempos inmemoriales? ¿O porque sus aguas mueren cada día en lontananza? ¿O porque en ellas puedes navegar pero también puedes perecer?”.
Para terminar, un apunte personal: al encontrarme con Ota Pavel en los inciertos días de pandemia, un trozo de mi infancia y adolescencia, injustamente desprendido de mi memoria como si hubiese sido algo trivial o pasajero, reflotó en todo su mérito. Volvieron a mi mente mi papá enseñándonos a pescar y preparando estofados, el olor a gusano de tebo, el barro pegado en las uñas, la caña DAM negra y el carrete Shakespeare que me regalaron para un cumpleaños. Volví a caminar por terraplenes y bordes cenagosos en busca del sitio ideal, el silencio, el agua calma y oscura. A lanzar perfecto, preferentemente a fondo, recoger lentamente y esperar un tirón, un pequeño tirón primero y luego otro más largo y certero, sensación genial, irreproducible y adictiva que justificaba las levantadas temprano, los viajes en el furgón apretujados, el frío calador y las horas de espera. Volví a hojear un librito con fotos de la marca sueca Abú, sobre una expedición a pescar al norte de Canadá, que nos regalaron en una tienda de El Faro. Hablaba de lucios y percas de gran tamaño, de vadeos de ríos, de sigilosos viajes en canoa, de lagos lechosos en medio de tupidos bosques, y describía de manera obscena un arsenal de señuelos, carretes y cañas.
Ota Pavel escribe sobre la libertad en su versión más pura. La del deportista que, a costa de sacrificios que van contra toda condición y lógica, abraza la eternidad. Y la del niño que, al amparo de su padre, se aleja hipnotizado por los meandros de un río, esperando que tras la siguiente curva el territorio descubierto, inalcanzable para la pereza de los adultos, le devele su propia identidad.
El precio del triunfo, Ota Pavel, Sajalín editores, 2020, 225 páginas, $31.000.
Carpas para la Wehrmacht, Ota Pavel, Sajalín editores, 2015, 125 páginas, $25.000.
Cómo llegué a conocer a los peces, Ota Pavel, Sajalín editores, 2012, 199 páginas, $25.000.
De distintas maneras Francisco Antonio Encina, Alberto Edwards y Mario Góngora alertaron sobre los límites de la comprensión racionalista. El intérprete abocado a la clasificación y el cálculo, según estos historiadores, corría el riesgo de confundir la realidad con los conceptos o formulaciones teóricas creadas por su mente. Compartieron, en ese sentido, una consciencia sobre la precariedad del entendimiento humano y los excesos de la inteligencia encerrada en modelos abstractos, aquella que, en palabras de Encina, “se encapsula en su propia creación para protegerse del cosmos y de la vida”.
Fueron por este motivo tres historiadores peculiares: desarrollaron en sus respectivas obras, aunque con distintos énfasis, una reflexión hermenéutica que los llevó más allá de la pura producción historiográfica. Encina, Edwards y Góngora coincidían en que la comprensión debe tener una consideración más atenta a “la vida misma”, o de la situación concreta, rechazando la pretensión cientificista de encuadrar los hechos en sistemas generales.
En opinión de Hugo Herrera -quien en su último libro, Pensadores peligrosos, analiza los planteamientos en torno a la comprensión de estos historiadores-, la reflexión hermenéutica es, de hecho, el aspecto más importante en la obra de los tres. “No se había estudiado suficientemente este aspecto, y me parece que es lo que los hace relevantes, porque no había en Chile antes, y creo que después tampoco lo ha habido, una reflexión histórica y política a partir de herramientas conceptuales tan sofisticadas”, comenta el autor.
La comprensión para estos historiadores, se lee en Pensadores peligrosos, se mueve entre dos polos en tensión: en un extremo el polo ideal y por el otro, el real. Una “comprensión pertinente”, como diría Encina, es aquella que no somete la realidad a los sistemas generales, a las formulaciones del pensamiento, o al polo ideal, ni tampoco aquella que se extravía en el devenir infinito de los hechos.
“Un esfuerzo por dejarlos fuera de la discusión”
El libro de Herrera es, en cierta medida, una respuesta a El pensamiento conservador en Chile, de Renato Cristi y Carlos Ruiz, obra que lo dejaba con la impresión de que “algo le faltaba y algo le sobraba”. Esto era, por un lado, que el estudio no hacía una consideración del método hermenéutico de Encina, Edwards y Góngora. Y por otro, que abordaba a los tres como parte de un conjunto más amplio, mezclándolos con personajes que, según el autor, son de “menor calado” y “de otra matriz intelectual”, o que “son antes políticos que académicos”, como Osvaldo Lira, Jaime Eyzaguirre y Jaime Guzmán.
Por otro lado, Herrera quería responder a comentarios críticos hechos por Cristi y Ruiz a trabajos anteriores suyos, donde también abordaba de modo valorativo el pensamiento de los tres historiadores. “En el prólogo de la nueva edición de su libro, Cristi y Ruiz dicen que es peligroso para la democracia chilena que yo proponga reivindicar o aprovechar a Encina, Edwards y Góngora. Por eso le puse Pensadores peligrosos al libro, porque en el fondo estábamos hablando de un esfuerzo por dejarlos fuera de la discusión, como de relegarlos solo al estudio documental, pero que yo sepa, ser peligroso no significa ser falso y renunciar a ellos es un error”.
¿Por qué? Si renuncias a la generación del Centenario, a la que pertenecieron Encina y Edwards, estás renunciando a la mejor generación en términos de peso específico en la historia del ensayo político en Chile. Góngora, que es de otra generación, la del 38, creo que por sí mismo es súper importante: es de los autores descollantes en el ensayo y en la erudición histórica. Sería una equivocación no reapropiarse de ellos, críticamente por cierto, si no es la misma época, y Encina tiene cosas idiosincráticas que no las vas a pasar por la academia hoy día, no pasan de un estándar.
La comprensión para estos autores, se lee en Pensadores peligrosos, se mueve entre dos polos en tensión: en un extremo el polo ideal y por el otro, el real. Una ‘comprensión pertinente’, como diría Encina, es aquella que no somete la realidad a los sistemas generales, a las formulaciones del pensamiento, o al polo ideal, ni tampoco aquella que se extravía en el devenir infinito de los hechos.
¿Entonces, hay elementos peligrosos en su pensamiento? Son peligrosos si te los tomas al pie de la letra en todos los asuntos. Pero también hay un peligro que es inherente a la política, o sea si la política puede terminar siempre en violencia, porque esa es una realidad impajaritable, bueno, la política es la peligrosa. Por lo mismo, mejor tener pensadores peligrosos para acercarse a la política, que pensadores buenistas. Los buenistas son irresponsables. No quieren ver la parte oscura.
El discurso anti (neo)liberal
Varios comentaristas, entre ellos Renato Cristi y Carlos Ruiz, han identificado en Encina, Edwards y Góngora un pensamiento antiliberal, autoritario y racista. Y debido en parte a su resistencia a la teoría democrática y liberal han sido calificados como pensadores conservadores. Sin embargo, Herrera argumenta que estas posiciones habría que analizarlas con mayor cuidado. Su aproximación comprensiva, que prioriza una atención a la situación concreta por sobre lo ideológico, los habría distanciado de un liberalismo más abstracto. Y esa misma razón también explica su admiración compartida por Diego Portales, cuya genialidad habría estado en entender las pulsiones del pueblo chileno y haberle dado una expresión institucional acorde.
Herrera concuerda en que los tres autores son conservadores, pero no en un sentido estático de apego irrestricto al pasado o de un temor intenso por el cambio. “Si bien estudian el pasado y la situación histórica, no se quedan en la mera contemplación romántica o en una defensa de épocas anteriores”, indica. “Más aún, los tres efectúan propuestas de articulación para ofrecerle cauce a la situación respectiva vivida por ellos. A modo de ejemplo, puede mencionarse la propuesta de una educación industrial y práctica de Encina, como complemento a la especulativa, de tipo científico-humanista. Encina estudia las características del pueblo y del territorio, sus virtudes y defectos, y dejando atrás el homenaje, intenta hallar un modo de educación más adecuado a las características del elemento humano y la geografía”.
Si en los ensayistas chilenos del siglo XIX predominó una defensa de ideas políticas y filosóficas desacopladas de la realidad nacional, en Encina, Edwards y Góngora habría, por el contrario, una mayor sensibilidad por captar lo concreto, la realidad inmediata. Como en sus planteamientos se observa un cuidado por no soslayar la situación del pueblo chileno, sino más bien de darle cabida en estos, Herrera califica el pensamiento de los tres como “nacional-popular”: esta sería, bajo su perspectiva, una categoría más apropiada para ellos que la de “conservadores” a secas.
“Hay un afecto a lo popular existente, a la relación que ha ido formando el pueblo con la tierra, las maneras de habitar el país, el mestizaje, cómo se produjo”, comenta el autor.
En lo anterior precisamente se encuentra la explicación a esa visión crítica hacia el liberalismo, pues entendían a este como una idea foránea sin conexión con el estadio de desarrollo de la población local. También es la razón que está detrás de la dura oposición de Mario Góngora contra el modelo neoliberal impulsado por la dictadura y los Chicago Boys, pese a que el historiador adhirió a la Junta Militar en un primer momento.
“Góngora observa un disciplinamiento del elemento humano, al que el país se resistía”, dice Herrera. “Aquí, por ejemplo, no tenemos nada parecido -él lo plantea en esos términos- a una burguesía como se entiende en Europa o Estados Unidos. Es decir, una clase que efectivamente tiene dinero, pero que además es emancipada intelectual y culturalmente, que es capaz de inventar y transformar, de cambiar el mundo. Lo que ve Góngora son capitanes de industria: empresarios arriesgados, como Piñera, pero no una clase burguesa ilustrada. Es cuestión de ver la dirigencia de los empresarios y te das cuenta de que eso no responde a los estándares de una clase burguesa. ¿Dónde está ahí el arte, el cultivo del espíritu?”.
‘Góngora se adelantó a lo que iba a producir el neoliberalismo. El error fue que se creyó mucho en las reglas de un modelo, pero se atendió poco a la situación concreta. Como al Estado se lo debilitó tanto, se fue perdiendo la consciencia cívica’.
Para Góngora, el neoliberalismo era otra “planificación global”, donde las materias políticas, sociales y culturales son interpretadas desde una óptica primordialmente económica, en que el individuo es la pieza fundamental. Esa visión concibe la sociedad como una suma de individuos separados, que solo se unen por una conveniencia instrumental en la figura del Estado, desconociendo los trasfondos culturales, políticos y sociales. Como se lee en Pensadores peligrosos: “Las condiciones colectivas bajo las cuales la libertad se hace posible, como los contextos educativos, afectivos, de participación en común, y sin los cuales no cabe pensar en un ser humano maduro y en pleno ejercicio de sus facultades, son sometidas al fin abstracto de un individuo presuntamente autónomo de antemano”.
¿La opinión de Góngora en ese sentido se alinea con la crítica reciente del “no fueron 30 pesos, sino 30 años”, es decir, a la crítica de la herencia neoliberal? Esto es política e historia, y las cosas no son blancas o negras. Es bien frívolo hacer la crítica “no fueron 30 pesos, sino 30 años” y punto, porque tú sacaste gente de la pobreza. Creo que el robustecimiento de la economía no hay que menospreciarlo. La Concertación tuvo logros importantísimos. Cuando yo entré a la universidad el año 92, lo primero que nos decían los profesores era que pertenecíamos a una casta privilegiada, porque éramos un grupo minúsculo de la sociedad. Bueno, los genios de la Concertación lograron que hoy día casi todos vayan a la educación superior, incluso más que en países desarrollados.
El problema actual, de hecho, es que el mercado no puede absorber a esa masa de profesionales. Sí, y no se vio en eso que se estaba produciendo, de distintas maneras, un potencial revolucionario: masas de descontentos ilustrados. Bueno, con cierta ilustración, porque no es lo mismo una educación masificada que una educación elitista como la que había antes. Pero los mismos rayados del centro ya te muestran que ahí hay algo de reflexión, aunque sea simple; mucha más reflexión de la que podría tener un empleado sin educación superior. Esa fue una de las razones del descontento. Generaron el endeudamiento y a una masa de titulados que no fueron a buenas universidades. Pero todo esto hay que decir que fue un logro. O sea, que existan las condiciones para que cada generación vaya a la educación superior, no se puede decir que es malo. Es un salto cuántico, cultural, qué sé yo. Pero efectivamente hubo problemas.
¿Cuál fue el error? Góngora se adelantó a lo que esto iba a producir. El error fue que se creyó mucho en las reglas de un modelo, pero se atendió poco a la situación concreta. Como al Estado se lo debilitó tanto, se fue perdiendo la consciencia cívica. Todos los 90 fueron un vacío de política.
¿Considera, entonces, que la propuesta hermenéutica de estos autores también sirve para explicar la crisis social del 2019? Creo que sí, porque identifica la estructura de la crisis, de la crisis como un desajuste entre, por una parte, el polo popular, el polo más concreto de la situación popular y, por otra, el polo más abstracto de las instituciones, de los esquemas, de los discursos. Y la política se trata de mantenerlos más o menos ajustados, que haya un arreglo entre los dos, que por supuesto nunca es perfecto. De modo que, efectivamente, estos autores te dan recursos para comprender la crisis.
¿Y esos recursos comprensivos siguen sirviendo si hoy en lugar de pueblo se habla de lospueblos? ¿No se comete acaso también un exceso del pensamiento racional o de esquematismo refiriéndose al pueblo en singular? Es que más allá que tú tengas grupos fuertemente identitarios, ¿cómo llamas a ese todo que forma el elemento humano que habita este territorio, que comparte una cierta historia y hasta ciertos modismos al hablar? En la práctica, eso te permite tener un ámbito de confianza. Un chileno que va a China se siente como pollo en corral ajeno y lo mismo si va a otro país. Pero tú en Chile tienes la confianza para identificar rápidamente a la gente, de dónde viene, cuál es su perfil político, etc. Ese modo de ser compartido también desata olas de solidaridad en ciertos momentos. Si hay un terremoto, por ejemplo, te preocupas de los vecinos y donas en una campaña. Entonces, ¿cómo tú llamas a ese todo del que formamos parte? Yo lo llamaría pueblo, pero lo puedes llamar X. El punto es que X es un problema político, porque X puede ser bruto o ilustrado, X puede ser xenófobo o integrador, que era lo que tenían en mente los ensayistas del Centenario: cómo integrar a los peruanos de Tacna y de Arica, cómo hacer de Chile una nación en términos, por ejemplo, de tener escuelas parecidas en todas partes. Eso es pensar un pueblo.
¿Sería un error hablar de los pueblos? Boric puede hablar de pueblos, pero hay un todo del que formamos parte que a él le toca gobernar y ese todo puede embrutecerse o ilustrarse, o puede frustrarse o desplegarse. En ese sentido, me parece que es irrenunciable el pueblo como problema político. Esto no debe entenderse como sinónimo de pasar a las personas por una máquina de moler carne nacionalista, por decirlo así, xenófoba a toda la diversidad que hay en el elemento humano. Es de un mercantilismo radical reducir el asunto a los intereses de grupos identitarios que no dialogan entre ellos y que en el fondo, por fuerza, ejercen sus preferencias. La posibilidad de construcción política requiere contar con herramientas conceptuales a partir de las cuales se pueda pensar el todo, para pensar, por ejemplo, cómo tú garantizas la libertad, cómo tiene que educarse esa ciudadanía para valorar la libertad, el respeto al otro. Me parece que por este motivo el método comprensivo que proponen estos pensadores es muy actual.
Pensadores peligrosos. La comprensión según Francisco Antonio Encina, Alberto Edwards y Mario Góngora, Hugo Eduardo Herrera, Ediciones UDP, 2021, 256 páginas, $25.000.
Hay muchas Hannah Arendt en el mundo de las ideas y del trabajo intelectual. Pero está también la que vive y la que escapa, la que se enamora y desengaña, la que parte al exilio y hace de esta experiencia un eje de su libertad personal, sin apego a las mentalidades en uso, nacionalidades de origen ni pertenencias étnicas o raciales; la que separa y delinea lo que es el conocimiento, por una parte, de lo que es la comprensión y el sentido común para guiar la acción política, por otra, haciendo de ella una prueba de la facultad humana para inaugurar el mundo cada vez. Está la que escribe poemas inéditos hasta su muerte (“Dichoso aquel que no tiene patria / todavía la ve en sueños”) y defiende la privacidad de ese acto respecto del espacio público, como si se tratara de su propia respiración a través de la lengua alemana que sobrevive en esos versos; y está la que promueve el sionismo de los comienzos, como una forma de reivindicación de derechos políticos de los judíos para ser sujetos de su propio acontecer. Hay una Hannah Arendt para cada conferencia, si se quiere: sobre la historia de la mentira en política; sobre el antisemitismo y el racismo; sobre los peligros de la fundación de Israel como Estado-nación en un momento de declive de esta forma de organización monolítica, con la consiguiente expulsión de los palestinos de sus tierras; sobre los imperativos de Kant, al que lee siendo adolescente y al que no dejará de volver a lo largo de toda su edad madura; sobre Kafka, a quien dedica una atención lúcida y permanente, o sobre las enseñanzas de Montesquieu respecto de las leyes, la tradición y las costumbres. No un planeta llamado Arendt, sino un sistema de relaciones y combinaciones tangibles entre los seres humanos, sus acciones y sus obras, unidos por la diversidad y la pluralidad en un espacio público que rechaza las definiciones ontológicas de la política y la declina en cambio como una construcción del mundo real. Su opuesto es, por cierto, el totalitarismo que suprime el espacio público, confisca la posibilidad de ser visto y oído por los demás y secuestra el debate en manos de un puñado de burócratas ideológicos hasta invisibilizar del todo la construcción de intereses diversos. “No existe nada ni nadie en el mundo que no suponga un observador. En otros términos, nada de lo que existe, en la medida que aparece, existe solo en singular; todo lo que es, está destinado a ser percibido”, escribe Arendt en La vida del espíritu, el libro que dejó sin terminar, al morir en diciembre de 1975. “No es el hombre, sino los hombres, quienes pueblan nuestro planeta. La pluralidad es la ley de la Tierra”.
De esta pluralidad de lo singular, en efecto, que resulta del aparecer ante los demás en el mundo, Hannah Arendt es en sus propias palabras tantas identidades intelectuales como posibles, si bien una sola entre todas ellas es la que piensa y escribe queriendo dar sentido a ese mundo común y compartido, habiéndolo ya perdido. Nacida en 1906, en una familia judía-alemana, Arendt encarna tanto los conflictos de asimilación nunca del todo resueltos por el pueblo elegido en su diáspora milenaria —que ella revela en sus escritos como la tradición escondida de un pueblo paria—, como asimismo las tensiones nacidas del ascenso de las ideologías y los nacionalismos en un periodo histórico marcado por confrontaciones de carácter mundial. Arendt sabe que es judía no por observancia religiosa, sino por ser sindicada como tal en la calle, siendo niña. A la mitad de los judíos les ocurre lo mismo, como ha escrito Sartre en sus Reflexiones sobre la cuestión judía (1954): es la pasión antisemita la que produce y reproduce a los judíos en todo el mundo, y no al revés. Ella, Arendt, dirá desde entonces que le corresponde defenderse como judía cuando la atacan como judía, y así lo hará durante todo el periodo de entreguerras. A sus 17 años asiste a los cursos de Martin Heidegger en la Universidad de Marburgo, al suroeste de Berlín, pero enamorada de su maestro huye de esa pasión secreta para seguir los cursos de Karl Jaspers en Heidelberg y doctorarse con una tesis sobre el deseo y su falta de objeto, que llevará por título El amor en San Agustín (1929). Es el primer libro de Arendt y no pocos verán en él, retrospectivamente, una operación de transfiguración del profesor Heidegger bajo la pluma de su alumna aventajada, quien hace de San Agustín un filósofo en la tierra antes que un padre de la Iglesia en los cielos.
Con apenas 24 años y un dominio perfecto del griego y los maestros de la Antigüedad, emprende enseguida una aventura autobiográfica enmascarada de retrato de época, especie de novela de formación o bildungsroman que desembocará en el manuscrito RahelVarnhagen. Vida de una judía alemana en tiempos delromanticismo, un texto iniciado en plena ascensión del nacionalsocialismo y terminado en el exilio en París, en 1940, hasta publicarlo casi 20 años más tarde, en su segundo y definitivo exilio en Nueva York, en 1958. Traducido al francés en 1986 y al castellano recién en el 2000, Rahel Varnhagen traza una línea de parentesco conceptual notable con los retratos que más tarde Arendt dedicará a figuras tan disímiles como Lessing, Rosa Luxemburgo, Jaspers y Bertold Brecht, y que serán reunidos bajo el título común de Hombres en tiempos oscuros. La amistad, la generosidad, el sentimiento de compartir el esfuerzo de otros y desplegarlo para que el olvido no haga su tarea en el tiempo, será el hilo rojo que señale su anclaje en la tradición crítica, sin perder de vista la conflictividad del presente.
‘No existe nada ni nadie en el mundo que no suponga un observador. En otros términos, nada de lo que existe, en la medida que aparece, existe solo en singular; todo lo que es, está destinado a ser percibido’, escribe Arendt en La vidadel espíritu, el libro que dejó sin terminar, al morir en diciembre de 1975. ‘No es el hombre, sino los hombres, quienes pueblan nuestro planeta. La pluralidad es la ley de la Tierra’.
Está el amor, entonces, en primer lugar, y luego la mujer judía alemana, acompañada de una condición que nunca abandonará por más disidencias que levante tanto en su país de origen como frente al Estado de Israel tras su anhelada fundación. Ambos datos son fundamentales para comprender, para volver a leer, para empezar a creer. Porque a Hannah Arendt pueden aplicarse con exactitud semejante las palabras que ella dedicó a su admirado Walter Benjamin en un texto epitáfico de 1968: para describir correctamente su obra, y describirlo a él mismo, escribió Arendt entonces, habría que recurrir a un buen número de negaciones: sin ser un especialista, Benjamin poseía una erudición envidiable; sin ser un filólogo, su trabajo se concentraba en la interpretación de los textos; siendo un dedicado escritor, su mayor ambición era producir una obra hecha enteramente de citas; sin ser un historiador, presentó un texto sobre el barroco alemán que ha llegado a convertirse en un clásico del género, y sin ser crítico literario, reseñó libros y autores que eran de su mayor aprecio, como Proust, Kafka y Baudelaire. Y, sin embargo, o acaso por lo mismo, dirá Arendt, “nunca hubo un hombre más aislado que Benjamin”.
Es la lección que deja en ella el totalitarismo en su expresión más íntima: la soledad extrema, el abandono, el desplazamiento hacia la falta de lugar en un mundo que ha invertido sus coordenadas de comunidad y reconocimiento, constituyen un punto de partida y no de llegada para quien se adentra en esas ruinas. Arendt es, así, un comienzo. Quizá el verdadero comienzo, si acaso decidimos perseverar y aceptar que no hay baranda o pasamanos, ni filosófica ni política, de la cual sujetar la acción de un pensamiento libre (Thinking Without a Banister. Essays in Undertanding1953-1975 es, justamente, el último título de Arendt, que reúne textos inéditos bajo la edición de su albacea Jerome Kohn, en 2018). Ella es la actualidad y vigencia de un conflicto que toca a la política y el orden (im)posible del mundo que heredamos del marxismo y sus fallidas revoluciones, de la cueva sin salida de los ideales platónicos y del pragmatismo economicista del mercado. Esa actualidad de Arendt, escandalosa considerando el manto de silencio e incomprensión que rodeó su obra en vida, es la que hace nata en los debates políticos y culturales del día de hoy.
Su vigencia, indiscutible y acaso inevitable, está dada por el protagonismo de las masas en los acontecimientos contemporáneos, siendo el fenómeno del totalitarismo, o su espectro, el que más agudamente inscribe la reflexión de Arendt en un lugar privilegiado, con su libro Los orígenes del totalitarismo (1951) como piedra de toque para la discusión. No porque brille y esté exento de errores o conceptos discutibles, sino precisamente al revés: se trata de un libro lleno de huecos, “escrito en caliente, durante la guerra, y sobre la base de una documentación fragmentaria e insuficiente”, apunta el historiador italiano Enzo Traverso, lo que viene a decir que es un texto-Arendt al cien por ciento, redactado entre el humo y la fuga tras llegar a los Estados Unidos como migrante sin papeles, hecho de naufragios y experiencias personales al límite. “Se necesitaría tiempo para entender que Los orígenes del totalitarismo es en realidad un cuestionamiento radical de la historia de Occidente”, concluye Traverso. “A diferencia de las interpretaciones liberales, para las que el totalitarismo es una amenaza a la civilización occidental, Arendt lo interpretaba como uno de sus productos más auténticos, cuyas premisas eran el antisemitismo y el imperialismo”.
En efecto, para quien se ha formado en la nuez de la filosofía occidental, y a la vez ha padecido el derrumbe de esa historia de luces, la condición de paria judía, sin derecho a una existencia política, prefigura la condición de la humanidad toda bajo el totalitarismo, y donde el destino de los apátridas y los desplazados se manifiesta como índice de la destrucción general para una alteridad sin mañana. Por lo mismo, sus comentadores parecen estar en lo cierto cuando aseguran que el derrotero existencial e intelectual de Arendt está marcado por la línea de fisura que constituye Los orígenes del totalitarismo, donde la reflexión gira desde un empeño de resistencia y definición de las formaciones totalitarias hacia una teoría del espacio público y la libertad política como pilar fundamental del mundo a construir. Es posible, pero no definitivo, ya que Arendt volverá a los temas de su juventud, pero con distintos énfasis, incrustando nuevas significaciones a los conceptos de coraje y perdón en política, de amistad y amor.
La mentira es la característica básica del totalitarismo, dirá Arendt en las páginas iniciales de su libro sobre el tema. Para ver cómo se transforma la mentira en realidad, ella da un buen ejemplo: si yo digo que mi tía millonaria ha muerto, y alguien replica que eso no es posible porque acaba de verla en el supermercado, solo tengo que ir donde mi tía y meterle un par de balazos en la cabeza para que mi proposición inicial sea verdadera.
Ya en La condición humana (1958), una suma de su concepción crítica del mundo contemporáneo, Arendt dirá que “el amor, a diferencia de la amistad, muere o, mejor dicho, se extingue en cuanto es mostrado en público”, ya que “el amor únicamente se hace falso y pervertido cuando se emplea para finalidades políticas tales como el cambio o la salvación de mundo”. Así subraya la necesidad de delimitar el espacio público del privado, ya que de esto depende un problema mayor: la preservación misma de la pluralidad común a todos. Se trata aquí de la presencia de una esfera pública que garantice la diversidad humana, un espacio donde hombres y mujeres tengan la oportunidad y la necesidad de ser vistos y oídos, de modo de compartir un mundo en sus diferencias y singularidades, con la existencia al mismo tiempo de un espacio privado, un hogar, donde las personas reserven su aparecer ante los demás. Pero lo privado no es más que una propiedad en la cual refugiarse, dirá Arendt, mientras que solo en el espacio público surge la realidad bajo la forma de “la suma total de aspectos presentada por un objeto a una multitud de espectadores”, ya que es allí donde las cosas “pueden verse por muchos en su variedad y sin cambiar su identidad”.
Es este fenómeno el que asegura la existencia de un mundo común. “Si la identidad del objeto deja de discernirse, ninguna naturaleza común de los hombres puede evitar la destrucción del mundo común, precedida de la destrucción de los muchos aspectos en que se presenta la pluralidad humana”, escribe Arendt. Y enseguida agrega un énfasis premonitorio. “Esto puede ocurrir bajo condiciones de radical aislamiento, donde nadie está de acuerdo con nadie, como suele darse en las tiranías. Pero también puede suceder bajo condiciones de la sociedad de masas o de una histeria colectiva, donde las personas se comportan de repente como si fueran miembros de una familia, cada una multiplicando y prolongando la perspectiva de su vecino. En ambos casos, los hombres se han convertido en completamente privados, es decir, han sido desposeídos de ver y oír a los demás, de ser vistos y oídos por ellos. Todos están encerrados en la subjetividad de su propia experiencia singular, que no deja de ser singular si la misma experiencia se multiplica innumerables veces. El fin del mundo común ha llegado cuando se ve solo bajo un aspecto y se le permite presentarse únicamente bajo una perspectiva”.
No es necesario justificar aquí la importancia y extensión de la cita. Arendt habla del mundo destruido de hoy, donde la tecnología y las redes sociales acaban segundo a segundo con el espacio público, bajo el supuesto de constituirse en la nueva plaza pública de la era digital. Perdido el objeto de foco común, nada, salvo el medium y su instantaneidad, nos separa de la mentira hecha realidad con que Arendt describe el ascenso del fascismo. Si los antiguos sofistas de la plaza se conformaban con obtener la victoria con el buen manejo de los argumentos a expensas de la verdad, hoy los modernos sofistas buscan una victoria más duradera a expensas de la realidad. La mentira es la característica básica del totalitarismo, dirá Arendt en las páginas iniciales de su libro sobre el tema. Para ver cómo se transforma la mentira en realidad, ella da un buen ejemplo: si yo digo que mi tía millonaria ha muerto, y alguien replica que eso no es posible porque acaba de verla en el supermercado, solo tengo que ir donde mi tía y meterle un par de balazos en la cabeza para que mi proposición inicial sea verdadera.
Eso es el fascismo. Se trata de mentir la verdad, representarla hasta convertirla en un hecho real, especialidad totalitaria donde las haya, y esencial en la tarea de demolición del espacio público. Todo consiste en profundizar la confusión de las categorías, ya sea entre realidad y verdad, ya sea entre un hecho y una opinión. Sin hechos reales, es decir, sin objetos comunes sobre los cuales fijar la mirada, no hay espacio público posible, y de allí el apresuramiento con que los totalitarismos de cualquier signo se apuran en amordazar a la prensa, las radios y a los mensajeros de los hechos, para convertirlos en columnistas de opinión o tuiteros profesionales. Pero son las verdades fácticas, argumenta Arendt, las que proveen los límites de la esfera pública en tanto espacio de acción e intercambio de opiniones, y no al revés, como parece ser el caso actual, donde el tribalismo y la ideología establecen los marcos de interpretación de la realidad para convertir la novedad en una nueva verdad. De allí, de ese pozo oscuro en que deviene la realidad cuando se extravía el objeto común, surge la banalidad del mal que hizo célebre la mediocridad de sus ejecutores.
Me fui a Moscú a casi dos meses de iniciada la rebelión social de octubre. No era el momento más propicio: las enfermedades estaban acosando a mis cercanos —y a mí mismo— y hacía poco había regresado de Inglaterra, por lo que mi casa eran cientos de cajas repartidas hostigosamente por las rutas donde uno suele circular. Me decidí a ir porque era una invitación a la Bienal de Poesía hecha hacía casi un año y era, también, un hambre atrasada: crecí yendo a Rusia sin ir.
En este tipo de convites siempre se interesan por tu antropología (o sus equivalencias, como tu estilo “geográfico” o las ilusiones de tu nacionalidad) para acreditar con entrevistas, charlas y coloquios los pasajes aéreos, las noches de hotel y los condumios varios. Lo que se busca, básicamente, es estrujar en pocos días tu poética y tu poesía o como quiera que se llame a lo que escribes para abajo, lo que lees o reclamas según la audiencia y la paciencia.
La fulgurante Bienal de Poesía de Moscú estaba curada por la poeta y lingüista de la Academia de Ciencias de Rusia, Natalia Azarova. Se trataba de un evento aupado prósperamente por la Duma, pues uno de sus diputados es un reconocido poeta, Evgeny Bunimovich, patrono o santo laico que lleva defendiendo la Bienal durante más de dos décadas desde su curil, para bostezo de sus colegas.
Hay dos países de los que no se puede salir ni te pueden echar: tu infancia y tu primera lengua. Curiosamente, te haces ciudadano de esos países sin querer queriendo y resultan, casi siempre, una cárcel o un refugio. Cuando ni el alfabeto coincide con las vocalizaciones y grafías de tus caracteres de origen, los barrotes de la celda se hacen anchos, casi intraspasables y sabes que sufrirás el encierro adentro de un cementerio, el del diccionario. O con suerte, platicando con tu cancerbero, aquel que gastará toda su paciencia de intérprete en traducirte y en esquivarte. La primera entrada sobre Moscú de Luis Oyarzún en su Diariode Oriente, es del 2 de noviembre de 1957. Estaba en visita oficial —alojado en el Hotel Leningrado— y, aunque contaba con un joven traductor, se escabulló para aprovechar las exquisiteces servidas en el restaurante de la pomposa posada. Leyó el menú y se decidió por el esturión a la moscovita, casi homenajeando a Chichikov, el héroe de Almas muertas, de Gogol. Al rato, el pequeño memorialista recibió una escalopa con vino tinto y comprendió que era incapaz de descifrar el cirílico, que allí era un completo iletrado. Me pasó algo parecido: intenté pedir sopa para terminar comiendo lengua de cordero. Es que en la URSS o en la Rusia de hoy, nunca dejó de haber analfabetos, pues siempre recibieron invitados.
Por fortuna, nuestros intérpretes se rotaban y tenían un entusiasmo mayor que varios de nosotros por la literatura en nuestra lengua. En mi caso, pisé Moscú y me dediqué a buscar el pasaje Borisoglebski y a entusiasmar a la poeta Yolanda Pantín, a Edgardo Dobry y Jorge Galán a que lo hicieran. Nuestro hotel no se llamaba Leningrado, pero tenía una altura que nos permitía ver el mítico edificio del Ministerio de Asuntos Exteriores y algunos de los rascacielos del gótico estalinista, que allí siguen llamando “Las 7 hermanas”. Ubicado ahí, pensé, el pasaje Borisoglebski debería mostrar sus puntos cardinales. A tropezones con el cirílico y las escasas indicaciones en inglés —las que se dispusieron en tres o cuatro estaciones de metro a propósito del mundial de fútbol—, atravesé avenidas tan anchas que te prohíben estrictamente cruzarlas a menos que uses los túneles. Algo apuñalado por el frío de diciembre, adiviné los callejones para enterarme, sorprendido, de que el pasaje Borisoglebski estaba escondido a pocas cuadras de nuestro hotel y, lo mejor, reposaba ahí y casi intacto el edificio número 6 y el amplio apartamento en el que vivió sus días más felices —y también los más horrendos— Marina Tsvietáieva, cuyos pasos seguía desde hace años.
Convertido en un pequeño museo en 1992, el lugar fue rescatado innumerables veces de la destrucción y el borroneo y conservaba cuadros, algunos objetos y otros pocos muebles que Marina y su marido, Serguei Efron —miembro del Ejército Blanco—, se negaron a tirar al fuego para cocinar o calentarse una vez que la revolución de octubre triunfó y comenzó a angustiar sus días. Arrendaron el departamento en 1914, cuando su hija Ariadna tenía dos años, y lo dejaron en mayo de 1922. El edificio fue construido a mediados del siglo XIX y su amplitud y la propia disposición de los cuartos combina la calidez de las viejas mansiones moscovitas con la futura modernidad soviética. Escaleras internas dividían su departamento en tres niveles y la poeta se esmeró en decorarlo, buscando, acaso, reencontrarse con el gusto y la delicadeza estética de su infancia, aquel pasado confortable e ilustrado provisto por su madre, María Alexandrovna Meyn, destacada pianista, y su padre, Iván Tsvietáieva, filólogo, historiador del arte y director del Museo de Bellas Artes de Moscú, actual Museo Pushkin de Bellas Artes.
Más allá de la distancia lingüística y cultural, podemos decodificar cómo en su obra la palabra era madre y no hija del pensamiento y cómo el dolor no la seguía, caminaba adelante. Algo de ello, supongo, leyó Nicanor Parra cuando visitó Moscú en 1958 y 1963, y dejó constancia de Marina con tres poemas (‘Un rico se enamoró de un pobre’, ‘A la vida’ y ‘Conato de celos’) en su antología Poesía rusacontemporánea, publicada por la editorial Progreso, de Moscú, en 1965.
Al poco tiempo de iniciada la revolución, el edificio se transformó en vivienda comunal, dividiéndose en pequeños cuartos familiares. A Tsvietáieva le dejaron un par donde cupo su aparatoso piano viejo. Allí y en ese lapso, crucial para ella, escribió 10 libros de poesía —la mayoría publicados mucho más tarde—, seis obras de teatro y un libro de ensayos. “Estoy escribiendo en el piano de cola, mi cuaderno está inundado de sol, mis cabellos arden. Vivo de una manera terrible. Como un autómata: encender el fogón, ir a Borisoglebski por la leña, lavar la camiseta para Alia, comprar zanahorias (…) y ya se ha hecho de noche”.
Los dolores causados por los bolcheviques habían fertilizado su escritura, pero también le provocaron un profundo extrañamiento. “Como solemnes extranjeros recorríamos mi ciudad natal”, testimonia sobre sus paseos con un amigo en los años revolucionarios. “Nadie me necesita. Nadie necesita mi fuego porque en él no se prepara una papilla”, dirá también. El hambre y la calamidad se van adhiriendo a su querido departamento y se ensaña con su hija menor, quien muere en un orfanato en 1920, dejada ahí porque no puede alimentarla. “¡Irina! ¿Cómo murió? ¿Qué sintió? ¿Se mecía? ¿Qué imágenes retuvo en la memoria? ¿Un trocito de la casa de Borisoglebski?”, se preguntará atribulada, para finalmente huir: “No puedo quedarme en Borisoglebski, acabaré ahorcándome”.
Lo sabemos: después vendrá su partida a Berlín, Praga, su largo exilio en París y una vida atormentada por la miseria, la persecución política de “rojos” y “blancos”, la censura, represión y la tragedia familiar desatada por el estalinismo: fusilaron a su esposo, a su hija mayor la enviaron a un campo de concentración y su hijo Georgi muere después de la guerra. Finalmente, la escritura se le apaga con su suicidio, el 31 de agosto de 1941, en el pueblo de Elábuga.
Conocemos bastante de Tsvietáieva en nuestra lengua, gracias a la mexicana Selma Ancira, quien ha traducido desde el ruso gran parte de su obra desde los años 80 y que tiene en Un espíritu prisionero (1999, poemas, fragmentos de sus diarios y relatos), Confesiones. Vivir en el fuego (2009), Poemas sueltos (2011) y el más reciente Mi padre y su museo (2017), cuatro muestras contundentes de su magisterio literario y cultural en torno a la poeta. Podríamos agregar la excelente Noche mía, rival mía, antología publicada en 2017 en Argentina, preparada y traducida por Natalia Litvinova. Digo, sabemos lo suficiente como para entender cómo el mundo de la poesía se sometió al poder de Tsvietáieva, mientras que el poderío del mundo real la fulminó.
Más allá de la distancia lingüística y cultural, podemos decodificar cómo en su obra la palabra era madre y no hija del pensamiento y cómo el dolor no la seguía, caminaba adelante. Algo de ello, supongo, leyó Nicanor Parra cuando visitó Moscú en 1958 y 1963 y dejó constancia de Marina con tres poemas (“Un rico se enamoró de un pobre”, “A la vida” y “Conato de celos”) en su antología Poesía rusacontemporánea, publicada por la editorial Progreso de Moscú en 1965. De Anna Ajmátova —a quien visitó— incluye cinco de sus textos, más un largo fragmento de otro poema en un anexo especial, dejando, quizás, algunas pistas sobre sus predilecciones.
No obstante, me pregunto si Parra pudo “escuchar” en Tsvietáieva más que a la musa, la música y su propia genealogía oral en los versos de la rusa. Los asesores de Parra para emprender las traducciones fueron, primero, José Vento, y después, Agustín Manzo y Vicente Aras. El resultado no es, claramente, una antología turística, pero hay tramos en que parece un solo poema parriano de 30 poetas soviéticos. Sabemos por otros destacados traductores del “siglo de plata” ruso —como Jorge Bustamante García y Tatiana Bubnova— que Tsvietáieva exige oyentes más que lectores; una disposición a percibir de manera transparente no el qué del poema, sino el cómo de la entonación, mediante una sintaxis quebrada, saturación sonora y expansión lingüística capaces de capturar los despojos de la emoción, sus resonancias. El “timbre”, en combinación con el ritmo, es la impronta más decisiva en su poesía. El poeta Joseph Brodsky, uno de los mayores admiradores y divulgadores de Tsvietáieva, la leerá, precisamente desde el oído. “Marina a menudo empieza un poema con un do sobreagudo…”, dice Brodsky, “el timbre de su voz era tan trágico que garantizaba la sensación de ascenso sin tomar en cuenta la duración del sonido”. Su tragedia no le llegó después, había existido desde antes: “Su biografía solo coincidió con lo trágico y le respondió como un eco”, remata su compatriota. Brodsky nació un año antes del suicidio de la poeta, por lo que difícilmente pudo escucharla en vivo y en directo, aunque quizás tuvo la fortuna de encontrarse con algún registro magnetofónico del cual ya no quedan rastros. Desde nuestra lengua es un doble enigma, el semántico y el vocálico: escrutar y volcar las notas, tiempos, agudos y graves del poema. Por ejemplo, qué escucharíamos en “Conato de celos”, traducido por Parra: “¿Qué tal le va con la otra? / ¿La vida le resulta más simple? ¡Un golpe de remo! / Pronto desapareció el recuerdo / De la isla flotante que soy yo, / Desapareció / ¿Como la línea de la costa? / Isla flotante en el cielo, no en el agua. / ¡Almas, almas, deberíais ser hermanas, / Y no amantes! / ¿Qué tal le va con una mujer / Simple, sin divinidades? / ¿Después de destronar a la reina / (Y de abandonar el trono usted mismo)? / ¿Cómo le va, se desvela? / ¿Le da escalofríos? ¿Cómo se siente cuando se// levanta? / ¿Cómo se las arregla para pagar el impuesto // De la vulgaridad inmortal, pobre hombre?”.
El poeta Joseph Brodsky, uno de los mayores admiradores y divulgadores de Tsvietáieva, la leerá, precisamente desde el oído. ‘Marina a menudo empieza un poema con un do sobreagudo…’, dice Brodsky, ‘el timbre de su voz era tan trágico que garantizaba la sensación de ascenso sin tomar en cuenta la duración del sonido’.
Nos duele no poder oírla, pues como Selma Ancira ha planteado, lo que Tsvietáieva logró con el idioma ruso no lo logró ningún otro escritor: “No estoy hablando de sentido, estoy hablando de sonido”, agregó Ancira. La manera que ella tiene de concebir y modelar el lenguaje, “de pulverizar las palabras, de hacer que suenen de una manera distinta, de darle un ritmo a cada una de sus frases en prosa y a cada uno de sus versos, es un fenómeno único en la literatura rusa”.
A escasos días de convivir con esta poesía, de “interpretar” poemas hombro a hombro en teatros, escuelas, esquinas y sótanos —parecidos, fantaseo, al otrora “El perro vagabundo” de San Petersburgo—, entendí que la memoria, la dicción y el sonido son parte esencial de la autodefinición de la poblada tradición poética rusa. Una tradición con doble fondo, donde lo sónico subvierte las zonas necrosadas de la tradición, renovándolas y arborizándolas en la boca. Pareciera que las bylinas o stárinas (poemas orales épicos y heroicos tradicionales de los eslavos orientales), datadas desde el siglo IX en Rusia y Ucrania, soldaron para siempre la voz a la escritura, quedándose en toda su poesía. En las bylinas no hay rima y todo se basa en la consonancia y musicalidad del verso. Son una especie de poesía en versos blancos, con un ritmo característico y su estilo ha sido imitado por numerosos poetas rusos a lo largo de la historia. La memoria, fundamental en la creación y recreación oral de esta literatura, ha sido el légamo y el atalaya de su pervivencia. Ajmátova —maestra y amiga mayor de Tsvietáieva— también fue considerada por Stalin como una excrecencia reaccionaria y prohibió la publicación de sus poemas. Pero los soldados del Ejército Rojo se los sabían de memoria. Igual que ella, que los dejó de escribir en papel.
***
Un día, ya oscureciendo, fuimos con el poeta colombiano Giovanny Gómez (penosamente muerto de covid-19 en agosto de 2021) y un puñado de poetas rusos, encabezados por Vyacheslav Kupriyanov, a la plaza Vladimir Mayakovsky, donde se erige la gran estatua al poeta icónico de la “verdadera” revolución. La idea era recitar ahí, rememorando las declamaciones multitudinarias de poesía que desde julio de 1958 comenzaron a hacerse en el lugar en señal de protesta y voceos de apertura. Entre ellos estuvo Yevgeny Yevtushenko, Andrei Voznesensky, Vladimir Bukovsky y el propio Kupriyanov. A poco andar, estos encuentros fueron censurados y los poetas, perseguidos y detenidos por las autoridades.
Seis décadas después, parados ahí a oscuras y frente a algunas cámaras, Vyacheslav Kupriyanov abre los fuegos y “habla” un largo poema escrito en esos tiempos, apoyado por los bajos y tenores de su memoria. No será muy diferente en el resto de las “lecturas” que esparcimos en Moscú: nosotros apoyados en los bastones del papel y ellas y ellos, casi siempre, volando, sonoros, entre los oídos. Así conocí a la poeta Sveta Litvak —en cirílico Света Литвак—. Ella debía versionar en ruso uno de mis textos ante una audiencia juvenil y sacó el poema a planear lejos, muy lejos del papel y los tropiezos que yo daba en el telar de mi propio idioma. Después la escuché en un sótano en medio de caldos y destilados, donde un sinfín de “oralitores” y poetas vibrantes modulaban en distintas frecuencias sus estrofas.
Sveta estudió en la Escuela de Arte de Ivanovo y en 1994 creó en Moscú, junto a Nikolai Baitov, un colectivo de performance literario. Desde entonces suma varios libros en un amplio estrato de registros: visuales, performáticos y, sobre todo, “hablados”, oralizados. Su libro fundamental, que reúne su obra de 1982 al 2000, tiene el paradójico título de El librose llama. Allí inscribe todas sus formas, fuentes y repertorios, el zaum del futurismo, el folclore ruso, la poesía combinatoria, coloquial y visual, vocalizada siempre desde un “timbre” que cimbra y remece, como si cada poema dicho le enseñara a escribirlo. De ahí que el crítico Leonid Kostyukov aventurara un cruce entre Litvak y Tsvietáieva: “Como Marina Tsvietáieva 75 años antes que ella, Litvak quiere que el lector simplemente admita una derrota estética”; no estamos hablando de orquestación —continúa Kostyukov—, “sino de la música en sí. Dentro del poema, nuestra autora de vez en cuando pisa la garganta de su propia canción, girando en la dirección de lo impactante”.
Sveta Litvak forma parte de una extensa, prolífica e inabarcable poesía actual rusa. Convive con miles de voces, como la de Vera Pavlova, Igor Irteniev, Viktor Lisin o Andrei Rodionov, y contiene en su “canto” la voz y la huella de muchos de ellos. Aunque como Marina, parece insistir en que no conoce influencias literarias, conoce influencias humanas. Espoleado por los sonidos y sentidos de su poesía, quise tener una versión en mi lengua, quizás para capturar en ella las entonaciones perdurables que pudieron surcar la vieja casona de Borisoglebski. Las de Tsvietáieva. Ayudados por el inglés y equivalencias encontradas en varios idiomas, Sveta me acompañó para escaparse del ruso y viajar al castellano de Chile. No escuché en ella el do agudo de Marina que relata Joseph Brodsky, más bien una melopea vocalizada en un do central. Pero ya se sabe, la traducción es siempre una derrota y a lo que uno aspira, es a que esta sea la derrota más hermosa posible.
Poemas de Sveta Litvak
Versiones de Yanko González
Y cuando una abeja se posa en una flor
Y cuando una abeja se posa en una flor
Y mueve sus patas entre las esporas
Y hace que el sol se disuelva y brille,
Así
Un minuto que llega, se anima y crece,
Justo cuando una abeja se posa sobre la flor
Peinando con sus patas las esporas
Y luego el sol se disuelve y brilla,
Así… La abeja se posa sobre la flor
Y peina sus patas entre el polen
Y el sol se disuelve y brilla intensamente,
Cuando la abeja se posa en la flor
Y peina sus patas entre los granos de polen,
Cuando la abeja.
Mi vestido es marrón…
Mi vestido es marrón,
Su chaqueta gris.
Él es tan amable,
Yo seré la primera.
Una sonrisa ladeada en sus labios,
Un travieso mechón cruza su frente,
Debajo de mi ventana crece un roble,
Debajo de su ventana, dos.
Repentinamente decidimos ir a nadar,
Pero él resolvió posponerlo hasta el jueves
(aunque ya estaba acordado),
De todos modos, nos pusimos en marcha.
Cruzamos el viejo puente
Y nos recostamos juntos sobre la arena,
Vapor brotado de las trenzas mojadas,
Viajé ligera camino a casa.
La luna menguante mostró sus dientes
Detrás de pequeñas persianas verdes,
Mi vestido, todavía húmedo
Arrojó una sombra sobre la pared.
Él restregó un fósforo contra su caja,
Buscaba las palabras para decir adiós.
Hurgó mucho tiempo en los bolsillos de su pantalón,
Estaba húmedo y no encendía.
Después del desayuno partimos
Donde la estación del tren
Pierde su delgada aguja en el cielo,
Los trenes estaban funcionando y el mío salió a tiempo.
Como cosa previa: Julio Carrasco tiene una agenda paraliteraria repleta. Durante el último cuarto de siglo ejerció, y ejerce todavía, de activista cultural. En calidad de tal hasta llegó a La Moneda: en este y en otros lugares del mundo bombardeados un día en guerras o golpes se arrojaron desde el cielo miles de poemas. Estos actos, entre poéticos y psicomágicos —cuya eficacia podrá juzgar por su propia emoción el lector que los busque en Youtube—, fueron planificados y ejecutados por el colectivo Casagrande, donde además de Carrasco figuran Santiago Barcaza, Cristóbal Bianchi y Joaquín Prieto.
A este colectivo también debemos la revista Casagrande, de la que rememoro mucho su número “parásito” que circuló por partes, a modo de insertos simultáneos dispersos en diferentes revistas del momento; el proyecto Jurásico, que consistía —entendí— en expulsar a los dinosaurios de la Sociedad de Escritores de Chile, o a lo menos hacerlos pasar rabias; una ceremonia espiritista en que se invocó al fantasma de Neruda, médium mediante; el proyecto de mandar poemas chilenos al espacio; la pichanga en homenaje a Enrique Lihn, los poetas contra los narradores, bajo un reglamento que estipulaba que el partido sería ganado por los poetas; etcétera. Además, con el grupo musical Los Muebles —cuyos integrantes repiten los del colectivo Casagrande— van en su segundo disco.
Estas actividades, por cierto, pueden ignorarse en la lectura de sus poemas; pero las menciono, muy de pasada y en una muestra pequeña, para que se tenga una idea del tipo de energía que los anima; y para que se recuerde, sobre todo en sus pasajes más absurdos, o más reflexivos, que se trata de la poesía de alguien habituado a poner en práctica sus cogitaciones.
Primera cuestión en un poeta: la lengua. El Buda rechazó la idea de propagar la doctrina en una lengua literaria. Sostuvo, en cambio, que la enseñanza se debe entregar en la lengua local. Las excelencias de la lengua refinada son irrelevantes, afirmó, solo la transmisión exacta importa. Leyendo a Carrasco recuerdo a veces esta opinión.
Su lengua es el panespañol corriente, y su principal técnica es el verso propio, natural, en que esta lengua se despliega en sus usos hablados, alargándose como ella hasta el versículo, y también hasta la prosa, según los estímulos narrativos o reflexivos pidan respuestas de tipo más bien escrito. Estas gradaciones rítmicas, que de manera natural y en todas partes se corresponden con ciertas gradaciones temáticas, en Carrasco se provocan entre ellas con ánimo que va de la pelea al baile, y más allá.
Le acomoda algo complicado: el arte aventurero de escribir bien, sin formalidades fijas, en simple castellano —nada de simple en realidad, porque si las lenguas especiales tienen sus usos más o menos determinados, son innumerables las cosas que la lengua corriente es capaz de hacer y hace. Y si bien son muchos, casi todos, los poetas que en teoría han hecho de esta su lengua poética, muy pocos de ellos mantienen, o recuerdan siquiera, como lo hace Carrasco, la exuberante y peligrosa experiencia de mundo en el que esta lengua se ha formado y vive.
Tiene además, la lengua corriente, otra ventaja: en ella es más acusable la creencia en que de por sí algunas locuciones y tonos invocan, o derechamente canalizan, contenidos superiores. Quien escribe, sea por fe o por picardía, bajo esta superstición, tenderá a una lengua hinchada. En lo que a contenidos mundanos respecta, sin duda que las palabras, más todavía cuando dispuestas con cierto ritmo, sí tienen un tremendo poder invocatorio; pero ese poder invoca la experiencia, y solo la experiencia, también mundana, asociada a esas palabras y ritmos. Por cierto, la necesaria vaguedad de las lenguas permite jugar con la apariencia de que se invocan otras cosas. El poeta que se comporta como chamán o sacerdote —hasta en la vestimenta algunas veces— responde quizá a un atavismo, a una confusión ancestral; con todo, la verdad es que los poetas se comportan así todavía hoy, y solo cada tanto alguno hace su autocrítica profunda y se deshincha de una vez por todas.
Como ocurre en los artistas de la sinrazón, las cadenas causales de los hechos y de los argumentos, irrisorias en sí mismas, desatan emociones incontestables. Y, ante esto, Carrasco ya se conduce por la cara aventurera del absurdo: el hablante pese a todo se enciende, y hasta se inflama, en cuanto vislumbra en la sinrazón una oportunidad para el deseo, o da con el misterio, o con el peligro, o con la belleza.
Carrasco tiene todavía una salvaguarda más segura contra la hinchazón: escribe casi siempre desde el absurdo o desde el realismo, con unos pocos coqueteos maravillosos o fantásticos, deliberadamente supersticiosos y banales, donde en realidad prima el elemento absurdo por sobre el fantástico o el mágico: en un poema el fantasma es una ferretería; en otro, un embrujo es utilizado para reparar un bolso. Tiende muchas veces a una síntesis en la que tienen parte sus poemas de historia natural. El sentido del absurdo, especialmente, es un hábito suyo, o una premisa incluso: las propias asunciones de sus poemas, que encarna completamente, suelen ser absurdas. Como ocurre en los artistas de la sinrazón, las cadenas causales de los hechos y de los argumentos, irrisorias en sí mismas, desatan emociones incontestables. Y, ante esto, Carrasco ya se conduce por la cara aventurera del absurdo: el hablante pese a todo se enciende, y hasta se inflama, en cuanto vislumbra en la sinrazón una oportunidad para el deseo, o da con el misterio, o con el peligro, o con la belleza.
En esta línea de trabajo, Carrasco compone primero especies de limericks en verso libre, pero después sus poemas recordarán más a cuentos o chistes iniciáticos: en algún momento —volveré sobre eso— pasa por esta poesía algo anagógico; el absurdo le abre paso. Con los instrumentos del realismo, por su parte, Carrasco mapea al fin un mismo mundo; si privilegia el absurdo es quizá por los mismos motivos por los que el monje medita frente a la muralla: para ponerse de inmediato frente a la sinrazón de la realidad, impenetrable.
Con una primera ojeada se ve que en sus poemas hay tanto verso como prosa, lo mismo alternados que mezclados; que los cortes de verso o de párrafo no siempre tienen apoyos sintácticos o rítmicos y son muchas veces arbitrarios. Visualmente, en resumen, priman las diferencias. Pero en cuanto se conoce al hablante, se conoce que este tiene un carácter marcado, que más bien remarca con sus distintos humores, con sus distintos estados de conciencia, y hasta con sus cambios de estilo. Ese carácter rápidamente explica aquellas situaciones arbitrarias: es evidente que gusta de la libertad ante todo, y la ejerce haya o no haya necesidad.
Las resoluciones no arbitrarias, sin embargo, como se espera en el arte, ponen el marco. Y, en efecto, mantener el libre tránsito entre la síntesis poética y la reflexión analítica en su caso es una resolución mayor. Estos son en realidad cambios de estado de conciencia, donde cada uno de esos estados naturalmente se expresa, ya en breves secuencias rítmicas, ya en oraciones, ya en párrafos —como otros estados de conciencia, fuera de la literatura casi todos, se expresan a gritos o en silencio.
Algo más sobre esto: la unidad corriente de la poesía —también en la de Julio Carrasco—, el verso, tiene con la oración coincidencias solo accidentales. Tampoco la unidad de la prosa es la oración, sino el párrafo. El versículo sí se puede decir que tiene con la oración mayores coincidencias: en él esta puede desplegarse según su propia libertad y su propia disciplina. Pero, como sabe el hastiado lector de poesía, la facilidad mentirosa del versículo es el último refugio del vago y el resumidero donde paran incontables ingenuos. Carrasco, en cambio, trabaja con la desconfianza profunda que esta forma de composición exige —de partida, para usarla oportunamente. La estudió a fondo, a juzgar por su conocimiento de los pormenores bíblicos; y aunque aprendió a quejarse con Job y se impregnó del Eclesiastés, tanto que en momentos reflexivos a veces lo encarna, en momentos narrativos su versículo es más bien pura poesía actual.
Así como ha saltado al versículo, salta a la prosa o al verso, o a veces a la indefinición, según puncen los impulsos expresivos, o los narrativos, o los reflexivos, o el conflicto entre ellos lo exija; se encamina, ya por el análisis en prosa, ya por la síntesis poética, con una alternancia a veces parecida a la simultaneidad: como si, para decirlo con un trabalenguas, pisara con un pie en el punto yin de la ola yang y con el otro pie en el punto yang de la ola yin.
Practicante en su época de la patineta, Carrasco se preocupa mucho de permanecer en forma para este tipo de equilibrios finos y en velocidad, de modo que, cuando logra apoyar los pies en esos dos puntos de poder, se mantiene el tiempo posible en una suspensión cuanto más precaria, más arrebatadora. Y cuando por algún titubeo su impulso se desmadra, o alguna fuerza de la naturaleza lo expulsa con violencia, mastica con gusto el polvo.
Con el mismo espíritu crítico, con igual celo libertario, identifica el lado humano de la relación con lo divino y estrictamente se atiene a este lado de las cosas —donde se sabe ya entonces que todas las voces son humanas y, excepto en asuntos eróticos, no aceptará órdenes de ninguna de ellas.
Sus locaciones agregan enseguida un exotismo entre jovial y ominoso: sobrevuelos por el jurásico, indeterminados pero envolventes fondos marinos, rutas de altamar, bosques, calles y tugurios en donde medra la amenaza, además de las muchas puestas en escena en lugares con nombres resonantes. Singapur, Beirut, Madagascar, Indonesia, Sumatra, el Ganges, todo el archipiélago malayo dan lugar a la aventura, y con ella al peligro, al honor, a la experiencia —y a la sabiduría, entonces. En Carrasco, para alegría de los peces, juntan aguas el imaginario de Salgari y el de la tradición sufí; y todavía en las muchas y pedestres locaciones chilenas —Huechuraba, Valparaíso, La Pintana, Vitacura—, con su fidelidad a estos códigos contraprácticos convierte en memorable al evento menor y al bizarro lo ennoblece.
Carrasco pone en sus poemas una sensación ambiente para él muy vital, como para todo el que ha sido extranjero largo tiempo y en varios lados: como meteco errante —la niñez en Francia, la adolescencia y la primera juventud en Cuba— ha hecho la experiencia de que el suyo es un país en realidad exótico, y los códigos de su patria o la que sea no le parecerán nunca naturales. En cambio, sí siente como natural, y urgente, una preocupación intensa, en distintos grados fascinada, en distintos grados ansiosa, por los códigos de conducta —por conocerlos, por practicarlos, por tensarlos, por criticarlos, por romperlos. Esta preocupación, por grave que sea, y cuanto más grave sea, es necesariamente excéntrica —como exóticos son los ambientes en que ocurre—, y a Carrasco le rinde iluminaciones y risas, aunque aquí quiero destacar su vocación reflexiva.
Agradezco el cuidado que pone Carrasco en sus meditaciones morales. Como señal de disciplina las acompaña de inquisiciones epistemológicas, o sea, en la línea de pensamiento crítico que, digamos desde los socráticos, estima que para el conocimiento de los asuntos éticos y metafísicos importa comprobar primero qué capacidad tenemos de conocer asuntos así. Estas meditaciones quedan en cierto modo bendecidas por la crítica previa, así que en ellas predomina el humor —aunque oscuro a veces— y no la ironía o el sarcasmo, que reserva para temas políticos, estéticos y, con mayor encono, para los eróticos. Y cuando ya hace tierra en sus meditaciones morales, deja de lado el humor también, se descuida hasta de si escribe en verso o en prosa, y se ocupa únicamente de avanzar afirmando bien el pie más bajo.
Por sí solo, y antes de nada, este cuidado epistemológico se extiende hasta el tema místico. Con el mismo espíritu crítico, con igual celo libertario, identifica el lado humano de la relación con lo divino y estrictamente se atiene a este lado de las cosas —donde se sabe ya entonces que todas las voces son humanas y, excepto en asuntos eróticos, no aceptará órdenes de ninguna de ellas.
En nuestro sano chilenismo, prejuzgamos cualquier asomo místico como perturbación mental, o chacota, o posible estafa, menos por escepticismo del asunto que por desconfianza en la humanidad y por prevención de nuevas jerarquías. Entre nuestros poetas, solo Gabriela Mistral, sobre todo en sus mejores poemas, habita un mundo esencialmente sobrenatural; pero incluso en ella preferimos apegarnos al sentido literal, y al moral, y al alegórico, aunque estos sean en ella a veces incomprensibles, y hasta inaceptables, sin el anagógico. Los poetas a quienes interesa todavía este último sentido, astutamente, han sobreactuado las apariencias sospechosas o ridículas, al punto en que es la ironía, y hasta la indiferencia, la que al fin alerta de alguna evidente trascendencia. Así se ha hecho difícil distinguir en este tema, todavía más que en otros, cuándo el poeta está hablando en serio y cuándo no —y esto, decía, me parece muy sano.
En la poesía chilena, de manera desapegada y contundente, Parra injertó taoísmo; Bertoni, budismo zen. También desapegado, también contundente, Carrasco pulsa la cuerda sufí, en realidad implícita en la poesía occidental, sobre todo en la erótica, desde los mismos trovadores: si es cierto que esas tres corrientes —taoísmo, budismo zen y sufismo— estimulan por igual a que los arrastrados por ellas se hagan poetas, y que cada una anima una poesía magnífica, la sufí, en particular, está ya en el cerebro reptil de la poesía chilena —al fin y al cabo, literalmente al fin y al cabo, occidental.
Y, no por coincidencia, es al estado reptil, y a otros estados antiquísimos, donde Carrasco acude cada vez para conocer el tesón superior al yo y para aprender la absurda y absoluta gravedad de las cosas: tras cada encuentro con esos fósiles vivientes de la emoción y de la conciencia, las paradojas intelectuales y los nudos sentimentales adquieren un poco más de la vacuidad que les es propia. Fíjese el lector, si no, cómo sus tiburones y pterodáctilos se vuelven al final reales.
Imagen: Carola del Río.
El meteoro, Julio Carrasco, Ediciones Tácitas, $9.000.
Como documental histórico, Colonia Dignidad probablemente no ofrezca hechos demasiado novedosos a quienes han leído las numerosas novelas o investigaciones que se han publicado sobre el tema o para aquellos que siguieron el caso a través de la prensa o la televisión durante los años que duró la búsqueda de Paul Schäfer. Hacia fines de los 90 y comienzos de los 2000, cuando el pederasta era el hombre más buscado del país, el frenesí informativo llegó a tal punto que, en retrospectiva, ya no sorprende que no fuera la justicia chilena, a través de sus policías, quien diera con el paradero del fugitivo, sino un equipo periodístico de Canal 13, que lo ubicó el 2005 en Argentina. Chile estaba ávido de saldar cuentas con su pasado y los victimarios de toda laya, y ante la incapacidad de juzgar a Pinochet, Schäfer se constituyó en el cruce de caminos de las ansiedades más profundas de la Transición: la impunidad, los desaparecidos de la dictadura y la necesidad de las renovadas instituciones democráticas de legitimarse mediante el imperio de la ley.
Lo que la serie documental sí aporta son imágenes, y en torno a ellas teje una historia portentosa y reveladora. En el capítulo dos, los colonos Wolfgang Müller y Alfred Gerlach entregan a los realizadores “cientos de kilómetros de archivos”, motivados por la idea de que ayudarán a entender lo que ocurrió realmente en la colonia. Son cintas que se salvaron de una quema y estuvieron enterradas durante dos décadas en los márgenes del río Perquilauquén; muchas de ellas atravesaron una delicada y costosa restauración antes de que pudieran ser proyectadas por primera vez. Los dos colonos informan, además, que eran los camarógrafos oficiales de la secta, y que durante los 40 años en que fue amo y señor del enclave, Schäfer montó un sofisticado aparataje de registro de las actividades comunitarias, con el objetivo de usarlo como propaganda.
¿Propaganda de qué exactamente? No queda claro. Las imágenes cubren casi todos los eventos cotidianos y, desde luego, los más importantes de la “sociedad benefactora”: los inicios como comunidad evangélica en la Alemania de la posguerra; la llegada a Chile en 1961 y la edificación del primer asentamiento en medio de las tres mil hectáreas que compraron cerca de Parral; la construcción y funcionamiento del hospital que la vinculó con el tejido social del valle central, y la llegada de las máquinas y el manejo de tecnología industrial pesada, como la explotación minera y acerera, que permitió a la colonia, a fines de los 70, fabricar fusiles. Si el concepto de ética protestante que, según Max Weber, dio origen al capitalismo tuviera un correlato audiovisual, este material calificaría para ello. Resulta llamativo que fuera Schäfer quien dirigía las cámaras, aunque, dice un camarógrafo, “siempre evitaba aparecer frente a ellas”. Este modus vivendi, de todas maneras, tuvo la laxitud suficiente como para que las comparativamente pocas imágenes que existen de él se hayan convertido, gracias al montaje, en el centro gravitatorio de la serie.
Si las imágenes transmiten, con inusitada pureza, la dimensión material de la vida en la colonia, lo que ocurrió bajo la superficie se reconstruye solo a través de testimonios. Las entrevistas suelen ser la parte más veleidosa del registro documental, pues apuntan a encontrar verdades donde el ser humano falsea a conveniencia: la memoria.
No existe ninguna gran pieza del género que no use la pregunta como arma arrojadiza o, como decía Canetti, como aguijón para sonsacar declaraciones que trascienden al confesor. Ahí está el caso de Robert McNamara, reconociéndole a Errol Morris que, de haber perdido la II Guerra Mundial, los estadounidenses habrían sido juzgados, igual que los alemanes y japoneses, como criminales de guerra. En esta arena, en ColoniaDignidad convergen dos maneras de enfrentar el pasado: por una parte, la frontalidad y precisión con que los alemanes cotejan el horror de su historia reciente y, por otro, la oblicuidad chilena, que necesita figuras retóricas y entonaciones para encarar al toro. La excepción a la regla, por el lado chileno, es la testificación de Salo Luna, el joven que en 1997, junto a Tobias Müller, escapó de la colonia y contó al mundo lo que pasaba adentro, hecho que significó el fin del reinado de Schäfer. Su firme y articulado discurso ejerce como la voz que guía, explica y ordena la narración; como eje moral, al estilo del coro de las tragedias, y, en definitiva, como contrapunto a la ilimitada vileza schäferiana. El arco dramático cumple la promesa que Luna hace al comienzo: vengarse de Paul Schäfer. Luna se alza, de este modo, como el representante de una justicia que, a pesar de que el pedófilo alemán fue condenado y murió en la cárcel, no parece suficiente. El documental histórico se acomoda lentamente las prendas del true–crime, el género estrella de Netflix.
Por último, están los crímenes de los Estados alemán y chileno, que ayudaron a Schäfer a pesar de estar al tanto de sus abyecciones. El Estado chileno queda muy mal parado. No solo porque las instituciones facilitaron y colaboraron con los delitos, sino porque además aprovecharon las instalaciones de la colonia para torturar y hacer desaparecer a sus propios habitantes y, tras eso, han sido incapaces de hacer justicia o la han hecho sin la rigurosidad que merecería.
Pero aquí no se trata de un crimen, sino de muchos. Los testimonios dan cuenta, con sobriedad y pudor, de los abusos sexuales cometidos por Schäfer contra niños y adolescentes de los que se rodeaba como si fueran su guardia pretoriana; dado el grado de manipulación sicológica que ejercía, lograba que para los jóvenes ser violados fuera un símbolo de estatus y autoridad.
Las entrevistas también dan cuenta con ferocidad de como las madres y los padres eran separados de sus hijos, que eran criados aparte, y del régimen de trabajo forzoso al que eran sometidos los colonos. También descifran cómo operaba el poder dentro de la colonia, donde Schäfer gobernaba sin contrapesos ni limitaciones y cualquier atisbo de rebeldía era bestialmente acallado. Las narraciones abundan en golpizas brutales (por ejemplo, a una niña, debido al simple hecho de haber recibido el saludo de su madre), pero también de encarcelamientos y tratamientos con electricidad y drogas para amansar la voluntad de los insumisos. El caso más infame es el de Wolfgang Kneese, el primer colono que logró fugarse, durante los 60. Fue devuelto por la justicia chilena y, a su retorno, tras las palizas se le impuso un severo régimen de exclusión de los eventos comunitarios, estuvo a toda hora vigilado por dos esbirros, y se le obligó a vestir ropa roja en el día y blanca en la noche, para distinguirlo mejor, y a calzar zapatos con suelas especiales que ayudaban a identificar sus huellas en el polvo de la tierra. El sistema apuntaba a diluir todo rasgo de individualidad o subjetividad, que minaba el espíritu de cuerpo comunal y forzaba la obediencia sin distinciones. “Cuando alguien pasa por algo así —dice Willi Malessa, otro colono molido a palos por negarse a cumplir órdenes—, ya no quiere más: ni guerra ni nada; simplemente cumplir, obedecer”.
En este punto, la serie abre una gran pregunta: ¿se puede ser víctima y victimario a la vez?
El debate, que tiene su origen en la colaboración de la población alemana con el nazismo en la exterminación de los judíos, pero que aplica a todos los regímenes que violentan a sus propios ciudadanos y que, activa o pasivamente, cuentan con la complicidad de la sociedad civil, es dudoso en el papel, pero la serie tiene el mérito de ponerlo a la altura de la duda plausible. Por eso, los momentos más emotivos son aquellos donde dos o tres colonos narran los chispazos de felicidad que encontraban, a través del trabajo manual, de la cercanía con la naturaleza o de la música del coro, para liberar su espíritu de las cadenas.
Por último, están los crímenes de los Estados alemán y chileno, que ayudaron a Schäfer a pesar de estar al tanto de sus abyecciones. El Estado chileno queda muy mal parado. No solo porque las instituciones facilitaron y colaboraron con los delitos, sino porque además aprovecharon las instalaciones de la colonia para torturar y hacer desaparecer a sus propios habitantes y, tras eso, han sido incapaces de hacer justicia o la han hecho sin la rigurosidad que merecería. Al respecto, la serie hace reflexionar seriamente desde cuándo vienen horadándose las instituciones y cuánta legitimidad pueden tener cuando sus representantes no califican para ejercer sus cargos. El paradigma es el de Hernán Larraín Fernández, uno de los protectores de Schäfer y conspicuo cómplice pasivo de la dictadura, quien ejerció hasta hace poco de ministro de Justicia y Derechos Humanos.
Las categorías de “acá” y “allá”, que en otro contexto pueden ser ramplonas, en este libro son de verdad muy relevantes, y no solo como referencia de ubicación testimonial. Determinan su título, pero además son la presencia explícita o tácita en la sensación de pertenencia de los recuerdos más significativos que relatan los protagonistas de estas historias. No tiene que ver con lo geográfico. Es una forma de acá para un migrante, por ejemplo, algo tan pedestre como un celular, prótesis física y soporte comunicativo vital, al que no se suelta ni cuando la pobreza te ha dejado sin casa. A la vez, es un allá el de Alexander (24 años), cuando muestra una foto de Calvin, el ser que más extraña de Los Valles del Tuy, Venezuela: al pastor alemán lo abrazó más fuerte que a ninguno de sus parientes, antes de partir en un viaje que le tomó siete días hasta Tacna.
El acá de la peruana Digna Ancco (46 años) son las 56 habitaciones en ocho casas de la comuna de Independencia que ella ha convertido en su rentable medio de sustento. “Jamás pensé en conseguir todo esto que tengo”, dirá en un momento, observando los corredores y tabiques que a su vez representan la supervivencia para otros migrantes más nuevos. El negocio tiene sus desafíos —como el brote de covid-19 que un día surgió entre los arrendatarios—, pero de todos modos es mejor que sus recuerdos como empleada doméstica en casas acomodadas de Santiago. Tantas cosas a las que adaptarse entonces: desde el hambre literal junto a familias acostumbradas a cuidar la figura con platos demasiado pequeños para sus estándares, a la frialdad cotidiana e incomprensible en el trato. La frase “eres como parte de la familia” no es ni un acá ni un allá cuando se acompaña de la prohibición de sumarse a los cumpleaños o graduaciones de los hijos, y al veto de refrescarse con ellos en la piscina del jardín.
¿Y cómo calificar la herida que desde el muslo amenaza con desangrarte entero? ¿Fue ese cuchillazo sobre la pierna del haitiano Fritzner Louis (35 años) un acá para él y un allá para su agresor chileno? ¿O está este último en un acá de racismo cada vez más reconocible cuando llega junto al grito: “¡Negro conchetumadre, venís a quitarnos la pega!”? A lo imaginable, lo indecible: “Era realmente sorprendente que nadie lo ayudara. Hubo uno que le hizo un torniquete, pero nadie más. Era como que por ser negro no mereciese ayuda”, contará luego Nataly, dirigenta gremial del Terminal Pesquero de Santiago, impactada por los videos a los que accede con el registro de la agresión.
Acierta Florencio Ceballos en el prólogo de este libro de crónicas sobre migrantes en Chile —pobres, latinoamericanos todos—, al apreciar la mirada de un reportero que escribe sin asomarse desde el acá afectado al allá que le es ajeno (y al que, por lo tanto, juzga y reduce), como suele suceder en medios y en el debate público. Jorge Rojas es un recabador eficiente de historias personales, pero también de los datos precisos asociados a ellas, como bien había demostrado, antes de este libro, en premiados reportajes sobre el mismo tema.
El acá de Louis desde entonces no es la rabia, sino el miedo.
Acierta Florencio Ceballos en el prólogo de este libro de crónicas sobre migrantes en Chile —pobres, latinoamericanos todos—, al apreciar la mirada de un reportero que escribe sin asomarse desde el acá afectado al allá que le es ajeno (y al que, por lo tanto, juzga y reduce), como suele suceder en medios y en el debate público. Jorge Rojas es un recabador eficiente de historias personales, pero también de los datos precisos asociados a ellas, como bien había demostrado, antes de este libro, en premiados reportajes sobre el mismo tema (basta el título de uno de ellos para dimensionar su compromiso: “El esperado retorno de Joane Florvil a Haití”, mayo de 2018 en El Sábado, de El Mercurio). Por eso, este libro de testimonios consigue esbozar los marcos institucionales y sociales que perpetúan los conflictos descritos, desde lo más evidente y acaso fácil de solucionar (el descuido en higiene y seguridad de la vida entre allegados, por ejemplo), al nudo de negligencia política y obsolescencia burocrática que con gusto aprietan a su favor las manos codiciosas de “coyotes” y empleadores abusivos.
Vidas que, desde el lugar de la víctima o del victimario, esbozan nuevos cauces de la miseria. ¿Por qué habría de ser diferente su muerte? La crónica al final del libro, “El cuerpo de Silvia”, cruza el drama hacia despojos sociales más amplios que los de la migración estricta, aunque rimen. Son los del maltrato machista, el abandono familiar, la muerte a solas y también la rutina sombría de quienes deben trabajar con todo ello (como el operario de la morgue, abatido por los muertos sin reclamar). En Chile no requerimos ya de un periodismo acucioso para caer en cuenta de los conflictos migratorios, al frente nuestro, aunque tan solo sea en la mirada del repartidor de comida o la insuflada retórica electoral. Nosotros no estamosacá no redunda sobre aquello, pero sí elige recordarnos cuantos detalles inesperados hay en cada pliegue de lo que creíamos era una tela abierta.
Nosotros no estamos acá. Crónicas de migrantes en Chile, Jorge Rojas, Catalonia-UDP, 2021, 213 páginas, $17.900.
No era un secreto que el poeta Kurt Folch venía realizando desde hace más de 10 años un meticuloso trabajo de traducción y estudio de la obra del inglés Tom Raworth (Bexleyheath, 1938), una de las principales voces de la poesía de los años 60 en Inglaterra. Artículos suyos así lo confirman y ahora una copiosa antología bilingüe publicada por Ediciones Tácitas con el nombre de Seccioneseternas y otros poemas. Autor de más de 40 libros, Raworth fue un poeta que no escribió ni suscribió ningún manifiesto colectivo, pero que pertenecía a un grupo de poetas libremente reunidos bajo el nombre British Poetry Revival. Este variopinto grupo de poetas británicos se definía en oposición al grupo más conservador, esencialmente inglés y elitista, conocido como The Movement, y que incluía a escritores como Philip Larkin, Kingsley Amis y Elizabeth Jennings.
Por su parte, los autores del British Poetry Revival (BPR) acogían las lecciones de poetas modernistas estadounidenses, como Ezra Pound, William Carlos Williams y Charles Olson, e ingleses como Basil Bunting y Hugh MacDiarmid. Un momento fundacional para el BPR y la escena londinense fue la lectura en el Royal Albert Hall de junio de 1965, donde figuras como Allen Ginsberg, William Burroughs, Andrei Voznesensky, Alexander Trocchi y Ernst Jandl, entre otros, dieron un sentido de unidad generacional a la creación poética que se alejaba de las estéticas formales y conservadoras.
Desde principios de la década de 1960 y en ese contexto, Raworth tuvo un importante rol como editor de la revista Outburst y de las editoriales Matrix Press y Goliard Press, donde presentó a lectores ingleses por primera vez el trabajo de poetas transatlánticos, como Amiri Baraka (Leroi Jones), Robert Creeley, Denise Levertov y Charles Olson, cuyo primer libro en Inglaterra apareció en Goliard Press en 1966.
Ese mismo año, Raworth publica The Relation Ship, el primero de los 40 libros que publicó en vida. La obra de Raworth se inscribe dentro de una matriz experimental o incluso antipoética, donde el sujeto se descompone, alejándose del horizonte de expectativas del lector de hallar una historia y una personalidad reconocibles, y disolviéndose en los materiales elementales: una sílaba, una palabra o una frase. Esa es una de las razones por las que es considerada una poesía difícil y su obra se mantiene en los márgenes de la poesía inglesa, pese a recibir mucha más atención desde su muerte, ocurrida el año 2017. Otras razones son lo hostil que la escena poética inglesa era a la experimentación estética, que veía como una impostación de origen francés o alemán, y la voluntad del propio Raworth de no pintar un cuadro seductor de su obra, de la poesía o la literatura. Esta actitud, plantea Kurt Folch en el valioso prólogo que acompaña esta antología, “parecía desprenderse de una mezcla de desinterés por los discursos que rodean a la poesía, sumado a un recelo instintivo por las fórmulas discursivas pomposas y las jinetas académicas”.
En distintos momentos se lo emparentó con las tres principales escuelas poéticas de los Estados Unidos: los Beat, la de Nueva York y Black Mountain. Es fácil ver la razón: Raworth comparte con ellos el apego a los logros del modernismo, el rechazo de la inteligencia como fuerza motora del poema, la primacía de la intuición, el uso de formas abiertas y la experimentación.
Los siguientes libros de Raworth, The Big Green (1968), Lion Lion (1970) y Moving (1971), confirmaron el valor de una voz que oscilaba al borde del sentido, mostrando, según Peter Middleton, “una incomprensibilidad amable y bien articulada que representa en estado puro la contracultura de los 60 (…) y la inocente presunción de que era inminente una revolución que destronaría al Estado capitalista”. Esta “inocente presunción” y el tratamiento del lenguaje lo relacionan con la language poetry estadounidense, movimiento que lo reclama para sí. De hecho, Charles Bernstein se refería a él como “nuestro hombre en Inglaterra”.
Pero language poetry no fue el único movimiento poético transatlántico al que Raworth fue asociado; en distintos momentos se lo emparentó con las tres principales escuelas poéticas de los Estados Unidos: los Beat, la de Nueva York y Black Mountain. Es fácil ver la razón: Raworth comparte con ellos el apego a los logros del modernismo, el rechazo de la inteligencia como fuerza motora del poema, la primacía de la intuición, el uso de formas abiertas y la experimentación.
El propio Raworth plantea su poética en el poema Gaslight cuando escribe: “La poesía no es un cisne ni un búho / sino una trabajadora, un minero / cavando más profundo cada generación / a través de la mierda de los consumidores / hasta la razón – luego sube hasta el tomate gigante”. Es decir, la poesía no tiene que ver con delicadeza o conocimiento divino, sino con el esfuerzo de generaciones trabajando contra el capital hasta dar con el fruto jugoso del lenguaje. Kurt Folch nos ofrece ese fruto en esta cuidada edición, que incluye en su totalidad el libro Secciones eternas (1993) y una exhaustiva antología bilingüe para adentrarnos en la obra de un poeta fundamental.
Secciones eternas y otros poemas, Tom Raworth (edición bilingüe; traducción de Kurt Folch), Ediciones Tácitas, 2021, 284 páginas, $10.800.
No es fácil defender hoy, en el ágora de las ideas políticas, una posición crítica del neoliberalismo, pero que al mismo tiempo se niega a consentir las narrativas que juzgan ominoso el pasado reciente. La dificultad no reside tanto en el juicio histórico como en la actualización de la propuesta. En términos ideológicos, es cada vez menos claro qué proyecto de sociedad se predica en esa tierra de nadie que solíamos llamar centroizquierda, pues la presunta síntesis de liberalismo y socialdemocracia no vale ya como oferta: o es puro continuismo o, si supone un nuevo rumbo, implica la confesión de que por décadas se la esgrimió engañosamente. En el plano discursivo, la situación es peor aún. Los llamados al realismo y la responsabilidad devienen pronto en una retórica machacosa, impotente ante las circunstancias, mientras que los intentos de conciliar el oficialismo de ayer y el “octubrismo” de hoy, incluso si son genuinos, trasuntan tal temor al juicio ajeno que pierden toda referencia del propio.
Entre esas aguas se mueve el filósofo Marcos García de la Huerta (Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales 2019) en el libro Lecturas filosóficas delpresente, editado a fines de 2020. El subtítulo, “Intervenciones”, es preciso. Más que modelar su propuesta o echar a correr alguna tesis resonante, el autor, como quien se entromete en conversaciones en curso, revisita en breves ensayos a varios de los pensadores que han contribuido “a definir lo que llamamos nuestro tiempo”: Foucault, Arendt, Hayek, Marx, Žižek y Heidegger, entre otros. Son textos que identifican preguntas y toman posición, pero que en general rodean, perfilan, desenredan ideas de otros, sin apuro por establecer una conclusión. El punto final, en algunas ocasiones, llega porque el círculo se ha cerrado; en otras, simplemente llega.
La intención que da unidad al conjunto es calibrar, en tanto “presente filosófico”, las implicaciones de un triple fenómeno: el derrumbe del socialismo, la crisis de las democracias occidentales y la hibridación de autoritarismo y mercado que prospera en el hemisferio oriental. Qué antagonismos quedan en pie, cuáles resultan espurios, qué opuestos vuelven a encontrarse: tales son las incógnitas que pican la curiosidad de este ensayista. A su plástico dominio de la tradición filosófica, que le permite tejer y destejer simetrías a lo largo de todo el arco temporal, se suma una familiaridad con los debates económicos, explicable por su condición de ingeniero comercial, carrera que cursó en la Universidad de Chile antes de estudiar filosofía en el Instituto Pedagógico. Más tarde se doctoró en filosofía en La Sorbona. Algunos títulos de su obra reciente dan buena cuenta de sus campos de interés: Pensar la política (2004), Memorias de Estado y nación (2010), Identidades culturales y reclamos deminorías (2011).
La necesidad de que la política y la economía se limiten mutuamente, de modo que ni la razón de Estado ni la de mercado se apropien del devenir social, constituye el núcleo ideológico de este libro: “La indistinción de ambas es el principio de la dictadura”. Foucault, Hayek y Marx, protagonistas de los dos primeros artículos, sirven para ilustrar la cuestión: si Marx y Hayek conciben una esfera económica autónoma, que por sí sola determina a la sociedad y constituye a los sujetos, Foucault es quien mejor detecta el modo en que ambas escuelas pasan por alto —creyendo resolverla— la cuestión del poder. Su análisis del neoliberalismo, tergiversado a conveniencia desde izquierda y derecha, es objeto aquí de una oportuna revisión que ilumina tanto los métodos críticos del filósofo francés como los presupuestos epistemológicos del proyecto neoliberal. El riesgo, como siempre, es pasarse de largo. La premisa de que “todo es político”, observa el autor, invierte el economicismo radical hasta volverse equivalente: ambos disuelven la especificidad de lo político.
Pero Hayek y Marx comparten otra convicción que MGH si hace suya, y que inspira en buena medida estos ensayos. A saber, que la sociedad no se deja planificar desde las ideas, pues la historia es movilizada por dinámicas que exceden los designios de la razón. Cierto es que Marx creyó poder deducir esas dinámicas desde el análisis racional, pero cabe subrayar que al menos se negó a diseñar su resultado (cómo sería la sociedad sin clases). Hayek, en cambio, deploró todo atisbo de “constructivismo” social, pero celebró sin reparos el que fue llevado a cabo con arreglo a su propio ideario.
La intención que da unidad al conjunto es calibrar, en tanto ‘presente filosófico’, las implicaciones de un triple fenómeno: el derrumbe del socialismo, la crisis de las democracias occidentales y la hibridación de autoritarismo y mercado que prospera en el hemisferio oriental. Qué antagonismos quedan en pie, cuáles resultan espurios, qué opuestos vuelven a encontrarse: tales son las incógnitas que pican la curiosidad de este ensayista.
En el mismo espíritu de poner a las ideas en su lugar o de deshacer “la asociación del deseo con los ideales de la razón”, Žižek y Fukuyama son prudentemente acorralados. El primero, por su ilusión de transformar a los inmigrantes en el nuevo sujeto de la lucha de clases, forzando su homogeneidad con tal de remitirlos a la “contradicción fundamental” que él necesita. El segundo, por concebir la extinción de las contradicciones fundamentales, al punto de celebrar que el combo occidental de democracia y mercado cautivaría a la humanidad entera. “La suposición de una tendencia del mercado a generar democracia es gratuita”, es lo menos que hoy se puede constatar.
Ahora bien, nada de esto significa que MGH deponga las banderas de la razón moderna. Su adscripción al proyecto ilustrado apela a una arquitectura flexible, pero no negocia los cimientos. De ahí que dos intervenciones se ocupen de Heidegger, cuya “carencia de mundanidad” —concepto acuñado por Hannah Arendt— lo llevó a “espiritualizar la política”, incapaz de reconocerle un campo de validez propio; ya sabemos de qué espíritu la dotó. Pero Heidegger también representa, con su célebre crítica al “imperio de la técnica”, la expresión más vigente del desafío romántico a la razón mecanicista; vale decir, del rechazo a la voluntad de dominio del yo cartesiano, tributario a su vez de una cosificación del ser inaugurada por Platón. El problema es siempre el mismo: de esa filosofía del sujeto emana la ciencia, pero también la república, la democracia liberal o los derechos humanos, de suerte que esa crítica no tiene desde donde negarse al totalitarismo. Con Fukuyama, que dio el totalitarismo por derrotado, representan dos visiones igualmente paralizantes; hostiles, en definitiva, a la aventura del presente.
Los artículos que integran Lecturas… se las arreglan para interactuar continuamente entre sí. Al costo, no pocas veces, de reiterar líneas o pequeños fragmentos de modo casi textual, único descuido de un prosista fino y que se mueve a sus anchas en el género del ensayo. De hecho, su estilo solo decae cuando le es infiel al género: “Diálogo entre camaradas”, conversación imaginaria que sostienen dos marxistas de viejo cuño, incurre en la paradoja de ser la pieza menos dialogante del volumen.
El quiebre de tono más drástico, sin embargo, lo impone un lapidario diagnóstico del estallido social anexado a modo de “Apéndice”. Cuesta reconocer, en el irritado autor de esas páginas, al que comenzó el libro invocando, con Kant, la mirada “que adopta, con la imaginación, el punto de vista de los otros”. Vandalismo, nihilismo, aprovechamiento político y psicología de masas son las claves de interpretación de un texto que se abandona a una retahíla de pronósticos aciagos (proceso constituyente incluido) y que, en tanto crítica de la violencia política, es pródigo en razones atendibles. Pero tal es la desazón del polemista que se deja entrampar en minucias y acaba por exigir de la realidad una coherencia conceptual impropia hasta de tiempos más placidos. En última instancia, su postura se aviene más con el gesto de cerrar por fuera (“lo peor es que será merecido”, llega a afirmar sobre el destino que nos aguarda), que con la ponderación de un camino de salida más o menos plausible. En tanto epílogo de un libro tan sensible a los nudos de tensión entre las ideas y los hechos, le hace poca justicia.
Con todo, no llega a tambalear la propuesta del autor: colarse en esos “diálogos con figuras eminentes” que el lector ha comenzado antes y continuará después. Desde ese aparente segundo plano, en realidad, García de la Huerta intenta renovar una de las prácticas esenciales de la filosofía, siempre en peligro: pensar desde las fuentes y desde el mundo actual como si fueran el mismo ejercicio.
Lecturas filosóficas del presente. Intervenciones, Marcos García de la Huerta, Editorial Universitaria, 2020, 211 páginas, $17.000.
En la Guía triste de París, Alfredo Bryce Echenique presenta a Verita, un ejemplar de peruano único, “optimista de principio a fin y de cabo a rabo”. Cuenta el narrador que en una noche de carrete en la cantina L’Escale, centro de la bohemia latina en los años 60, le preguntó a Verita por César Vallejo, “el más metafísicamente triste y pesimista de todos los peruanos”. Verita, precursor de la autoayuda, se apuró en responder: “Ponme tú al Cholo Vallejo delante y le meto tal inyección de deshuevina que lo convierto en Walt Whitman”.
Bryce juega con el mito del Vallejo atormentado, el Vallejo de las fotos parisinas que pasaron a la historia, siempre bien vestido con un traje negro, huesudo y taciturno. Es un relato conocido: el menor de 12 hermanos, criado en medio de una pobreza digna y beata, en un pequeño poblado de la sierra norte peruana llamado Santiago de Chuco, viajó un día a Trujillo y después a Lima, donde pagó de su propio bolsillo la edición de Los heraldos negros; luego quemó las naves con Trilce, tiró la bomba y escondió la mano, porque casi al mismo tiempo se fue a Europa, donde pasó miserias y conoció a Georgette, o conoció a Georgette y pasó miserias (el orden no parece inocuo en esta historia), y a los 46 años murió en París con aguacero, tal como lo predijo en el poema “Piedra negra sobre una piedra blanca”: “Me moriré en París con aguacero / un día del cual tengo ya el recuerdo”.
Línea gruesa complementada con mil detalles y conjeturas en más de un centenar de biografías, hagiografías y novelas en torno a su figura. Bolaño colabora con Monsieur Pain, donde narra, con una sólida base documental, los últimos días del poeta en la Clínica Arago (Maison de Santé Volla Arago) y los denodados intentos por curarle el hipo.
¿Qué más se puede decir entonces de Vallejo, a 130 años de su nacimiento y a más de 80 de su muerte?
El mismo Daniel Titinger (Lima, 1977) se lo pregunta en El hombre más triste. Retrato del poeta CésarVallejo. Sabe que merodea el lugar común (“escribir sobre César Vallejo es redundante”) y se impone un desafío: “Trataré de llenar vacíos aportando otros vacíos, como esas muñecas rusas que se superponen una tras otra, hasta encontrar, con algo de suerte, una pequeña certeza”.
Pocos autores se han visto más expuestos a la imposición de un correlato entre su vida y su obra. Incluso Saúl Yurkievich, que aboga por una historia “de las obras y no de los hombres”, marca en Fundadoresde la nueva poesía latinoamericana que “Vallejo descubre la arbitrariedad del signo lingüístico desde el descubrimiento de la arbitrariedad de la existencia humana”, lo que propicia la operación de apuntalar con su biografía y mito una experiencia de lectura (la de Trilce) que excede lo racional y demanda el acceso desde lo sensorial y lo místico.
La mujer devota y resentida, medio bruja, medio loca, que resguarda sin tino el legado del amado célebre, es un argumento repetido, asociado también, seguramente, a una estructura social y cultural de subordinación de la mujer.
Si un clásico es aquel que a través del tiempo conserva la facultad paranormal de hablar en presente, para el presente, Vallejo se rebela hoy contra lo binario y a favor de lo incierto, de la arbitrariedad del montaje, el pastiche, el saber jovial contra los grandes sistemas de ideas. Vanguardia espontánea y permanente surgida desde Santiago de Chuco en los años de fulgor de la vanguardia clásica, europea, la obra de Vallejo se basta a sí misma y, sin embargo, raramente se refiere a ella sin hacer mención a su vida y, sobre todo, al mito de poeta triste, golpeado una y otra vez por el destino, mito al que se diría que el propio Vallejo colaboró deliberadamente.
Daniel Titinger escribe entonces con la alarma de la redundancia encendida y articula, con una prosa amable y cercana, un relato en presente que expone en “este libro” una trama doble vinculada a la figura de la viuda y a las razones de su muerte. La aparición en los 80 de En busca del barón Corvo. Un experimentobiográfico, de A. J. A. Symons, inauguró esta suerte de subgénero de las biografías conocido como quest, donde el biógrafo narra las peripecias que atraviesa mientras sigue las huellas de su biografiado, de manera que ambos se revelan ante nuestros ojos. “¿Quién soy yo para escribir todo lo que estoy escribiendo?”, se pregunta Titinger en algún momento, marcando una especie de punto de no retorno en el viaje que, alternadamente, deambula por Santiago de Chuco, Trujillo, Lima y París.
Recurso o fórmula que ya le conocíamos en el perfil de Martín Adán —autor de ese extraordinario artefacto literario llamado La casa de cartón—, publicado en Los malditos, antología de 17 perfiles de autores latinoamericanos que dialogan con la esquiva categoría de malditos: “El inicio de esta investigación era un fracaso. Yo no sabía nada sobre Martín Adán. Nada, excepto…”. Procedimientos similares utilizados en el retrato de Julio Ramón Ribeyro, publicado también en la colección Vidas Ajenas de la UDP con el título de Un hombre flaco. Ahora el autor vuelve con otro hombre, el “más triste”, y otra vez la figura tópica de la viuda resulta protagónica.
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La mujer devota y resentida, medio bruja, medio loca, que resguarda sin tino el legado del amado célebre, es un argumento repetido, asociado también, seguramente, a una estructura social y cultural de subordinación de la mujer.
Sea Carolina López, la viuda de Bolaño, o María Kodama, quizás la más célebre de todas, siempre aparecen como centro de un conflicto de preservación de la obra y la memoria, la disputa por el muerto que, del otro lado, muestra la figura de algún agente cultural que representa los esenciales intereses académicos, editoriales y hasta nacionales.
Es también el argumento de Un hombre flaco, donde Alida Cordero se niega a entregar los cuadernos inéditos de su marido muerto, en los que al parecer testimonia sus últimos días felices (sin ella), y que serían algo así como la continuidad o el reverso de Latentación del fracaso, de Julio Ramón Ribeyro.
Una de las tantas especulaciones que da pie a la otra trama que Titinger despliega a través del libro: la de la búsqueda de las verdaderas razones de la muerte de Vallejo. Aunque el parte oficial es claro en decretar como causa una infección estomacal, la duda se estableció desde el principio, en tiempos opacos anteriores a la penicilina, y durante muchos años se habló de la posibilidad de sífilis, de tuberculosis, de pura tristeza, de conspiraciones fascistas, de paludismo.
Ahora se trata de Georgette Marie Philippart Travers, 16 años menor que Vallejo, a quien Neruda definió en sus memorias como “una francesa tiránica y presumida”. Los testimonios de amigos y biógrafos, todos hombres, son demoledores. Se la acusa de no entender nada de literatura y de apropiarse indebidamente de la obra de Vallejo, de impedirle su regreso al Perú, primero, y la repatriación de sus restos, después, y se le achaca negarle la descendencia con una seguidilla de abortos que, discuten los expertos y aficionados, varía entre tres y siete durante los años de relación.
Reveladora es una foto de 1929, en la que Vallejo aparece sentado en una de las escaleras laterales de los jardines de Versalles: el puño derecho pegado a su mentón y un bastón en la mano izquierda, el ceño fruncido, pétreo, la “mirada de llama andina”, según la describió Georgette en la revista española Triunfo, en 1976. Todo tiene un aire teatral, ficticio. La tomó su amigo Juan Domingo Córdoba (también la foto de la portada de esta biografía, en Niza) y el retrato del poeta absorto y solitario pasó de época en época manteniendo la misma omisión, la misma saña: a su lado, cortada siempre, Georgette mira de reojo, sosteniendo el sombrero del poeta, su rostro “tan redondo e inexpresivo como un melón”, dice Titinger.
El biógrafo, de todos modos, intenta cuestionar el discurso unívoco, desde una base que parece indesmentible: la guerra declarada de Georgette contra el mundo. Aunque reconoce que esa misma guerra fue crucial para dar a conocer a Vallejo, al casi inédito Vallejo que, por su parte, ocultaba un temperamento “irascible y gritón”. La presenta más bien como un enigma, una mujer compleja que, en los 46 años que sobrevivió a su esposo, transcribió y publicó los inéditos Poemas humanos, escribió su propia biografía del poeta, titulada con uno de sus versos: ¡Allá ellos,allá ellos, allá ellos! (“recuerdos apasionados, rencorosos, inermes”, dice Bolaño en la nota preliminar de Monsieur Pain); escribió un libro de poemas publicado primero en francés y muchos años después en español, cuando ya vivía en Lima. A Perú llegó en 1951, gracias a las gestiones del historiador y diplomático Raúl Porras Barrenechea, quien también le consiguió una beca estatal que luego, sin aviso, le quitaron. Pero ella se quedó a vivir en un departamento pequeño, en Miraflores, entre gatos que cuidaba con mucho amor y esmero, hasta que en 1984 murió olvidada y triste, quizás la mujer más triste que podamos imaginar.
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Incluso un biógrafo la culpó de que los médicos, en la clínica parisina, evitaban atender al poeta enfermo para no toparse con ella, lo que de alguna manera habría influido en su deterioro.
Una de las tantas especulaciones que da pie a la otra trama que Titinger despliega a través del libro: la de la búsqueda de las verdaderas razones de la muerte de Vallejo. Aunque el parte oficial es claro en decretar como causa una infección estomacal, la duda se estableció desde el principio, en tiempos opacos anteriores a la penicilina, y durante muchos años se habló de la posibilidad de sífilis, de tuberculosis, de pura tristeza, de conspiraciones fascistas, de paludismo.
Las interrogantes activas que implanta Titinger al respecto no alcanzan, sin embargo, a tensionar el relato y la trama se estira un poco artificialmente. De algún modo, todo vuelve y se queda en esos 22 días en los que Vallejo permaneció en la Clínica Arago, custodiado por Georgette, visitado por monsieur Pain y unos pocos amigos, sometido a todo tipo de exámenes, la fiebre alta, el hipo inesperado.
Hermano César, le había dicho tiempo antes un amigo en Madrid, con Trilce uno ya puede morir.
Y fue lo que Vallejo finalmente hizo.
El hombre más triste. Retrato del poeta César Vallejo, Daniel Titinger, Ediciones UDP, 2021, 264 páginas, $18.000.
Cualquiera que haya visto un partido de tenis sabrá que una de las primeras imágenes que atrae la mirada no está precisamente en la cancha, sino en el público y el movimiento, casi automatizado, de mover sincronizadamente la cabeza de un lado al otro para seguir la pelota, como si se tratase de un incesante travelling cinematográfico. Dentro de ese público podría estar Serge Daney, pensando lo anterior desde su asiento de primera fila. El francés fue un crítico cinematográfico que comenzó desde muy joven a escribir en Cahiers du Cinema y que en los 80, cansado de la pompa cinematográfica, vuelca sus palabras a su otra pasión, el tenis, convirtiéndose en el principal cronista deportivo del periódico Libération.
Para Daney, la relación entre tenis y cine era profunda, una ligazón cinética e incluso temporal. Es que el tenis, al contrario de deportes como el fútbol o el rugby, dirá Daney, se funda sobre una cuenta regresiva relativa. “La duración de un partido depende de la capacidad de los jugadores de crearse ese tiempo suplementario que necesitan para ganar, de hacerlo surgir en algún rincón de una fase cualquiera del juego”. El cine funciona parecido: la duración de las películas depende de la cantidad de tiempo que necesitan para constituirse como una obra terminada. Es por eso que pueden durar cuatro horas o 90 minutos.
Recientemente el tenis ha sido un deporte ampliamente representado en el cine, ya sea a través de documentales sobre exjugadores(as) como Boris Becker, Serena Williams, John McEnroe o Guillermo Vilas; sobre entrenadores insignes, como Nick Bollettieri o Patrick Mouratoglou; ficciones más o menos históricas, como Borg vs. McEnroe o La batalla de los sexos; comedias románticas, como Wimbledon, e incluso cortometrajes cercanos al ensayo, como Subject to Review. A pesar de las similitudes, dichas películas abordan lo cinematográfico del tenis de una manera completamente diferente; las ficciones, por ejemplo, más allá del uso episódico de archivo, tienden a representar su época, mientras los documentales, a partir de procedimientos parecidos, pueden llegar a conclusiones sobre tenis o cine de las que la ficción es incapaz.
En el caso de Borg vs. McEnroe (2017), que se remonta al Wimbledon de 1980, donde Björn Borg busca su récord de cinco títulos seguidos y solo existe una amenaza posible a su dominio, un enfant terrible gringo, odioso, llamado John McEnroe, que en ese entonces se había convertido por un par de semanas en número 1 antes de ser nuevamente derrocado por Borg. A pesar de la alternancia en el primer puesto, el dominio de Borg era impresionante, ganaba en todas las superficies y parecía no sufrir contratiempos, al punto que ganó el apodo de Iceborg por su cabeza fría. Sin embargo, no siempre fue así: la película dirigida por el danés Janus Metz hace un ejercicio retrospectivo de comprensión de sus protagonistas y se sumerge en la infancia para comprender una final que marcó un antes y un después en la historia del tenis moderno. Borg, al igual que el caso de Federer, era un adolescente iracundo, reclamón, les gritaba a los árbitros y rompía sus raquetas. Es su entrenador, el extenista sueco Lennart Bergelin, quien prácticamente lo adopta y moldea su temperamento creando una especie de máquina perfecta, cuyo único objetivo es doblegar al rival de turno. Por otro lado, McEnroe siempre tuvo de ídolo a Borg y estaba completamente obsesionado con ganarle la final. La rivalidad de ambos es un contraste total. En un contexto donde el tenis recién se estaba convirtiendo en un espectáculo televisivo de masas, la comparación se volvió un fenómeno mediático que enfrentaba la frialdad nórdica con cierta idea de rebeldía estadounidense, el tipo frío sin sentimientos contra el que exterioriza absolutamente todo lo que le pasa, al extremo de volverse insoportable.
Es un escenario similar al de Wimbledon 2008, cuando Federer estaba pronto a lograr el récord de seis títulos de Wimbledon consecutivos y en frente estaba Rafael Nadal, que ya había estado bastante cerca en la final de 2007, justamente cuando el suizo alcanzó la marca de Borg. La historia del tenis es un espejo extraño, Borg le gana la final a McEnroe en cinco sets y el sueco obtiene su récord. Pero al año siguiente perderá con McEnroe, de la misma forma que en 2008 Nadal le quita el sexto Wimbledon a Federer y también, por primera vez en más de cuatro años, el número 1 del circuito. El crítico Daney diría que es una nueva edición de la “guerra clásica del tenis”, la del top spin contra el jugador de red.
En su libro El Tenis como experiencia religiosa, David Foster Wallace dice sobre la final de Wimbledon de 2006, disputada también por Federer y Nadal, que “presenta el argumento de la venganza, la dinámica de rey contra regicida y los contrastes dramáticos de caracteres. (…) Dionisos contra Apolo. Cuchillo de carnicero contra escalpelo. Zurdo contra diestro”. Lo mismo podría decirse de Borg y McEnroe, incluso es posible que sea la única rivalidad tenística con la que se pueda comparar. Ya lo decía Daney: “McEnroe solo respeta a un jugador: Borg. Borg solo teme a un jugador: McEnroe”. La película explota ese choque, esa disonancia de humores y estilos. El tenis pasa a segundo plano, porque lo importante es quiénes lo están jugando y el espectáculo que son capaces de entregar.
Otro tipo de cine puede ofrecer un acercamiento completamente distinto. En John McEnroe in theRealm of Perfection (2018), vemos las imágenes que captó el equipo de Gil de Kermadec, extenista francés que luego de retirarse comenzó a realizar un programa televisivo donde analizaba a fondo el estilo de algunos jugadores, para luego enseñar a jugar. La serie de Kermadec estaba a punto de finalizar, solo faltaba un último capítulo, dedicado a McEnroe, filmado en 16 mm durante el torneo de Roland Garros de 1984. La óptica de dicho programa de televisión nada tenía que ver con la cobertura televisiva del tenis. Las cámaras de Kermadec no buscaban analizar el juego del tenis, sino el estilo de un jugador específico, tanto así que el encuadre que utiliza solo guarda espacio para un jugador y deja fuera de campo absolutamente todo lo que concierne al resultado (es decir, dónde cae la pelota). Al abstraerse de lo competitivo, las imágenes de Kermadec se vuelven sumamente contemplativas, como si se estuviese viviendo un ritual. Además, debido a que luego descomponía los movimientos con el objetivo de enseñarlos, las imágenes captadas están en cámara lenta, como si en esa descomposición de cuadros por segundo se encontrara el enigma, en este caso, del excéntrico juego de McEnroe, de su belleza cinética, esa cuyo poder y atractivo son universales y que, según Foster Wallace, “no tiene nada que ver con el sexo ni con las normas culturales. Con lo que tiene que ver es con la reconciliación de los seres humanos con el hecho de tener cuerpo”.
Qué muñeca tenía McEnroe, qué capacidad para esconder plenamente sus intenciones y ser capaz, en un segundo, de convertir una volea aparentemente profunda en un drop shot de una sutileza impresionante. John McEnroe in the Realm of Perfection da acceso a esa experiencia estética irrepetible que es el juego de McEnroe y las palabras de Daney, vertidas en su libro El amante del tenis, permiten una doble resonancia entre imagen y texto que solo logra amplificar dicha belleza.
Ver aquellos planos de McEnroe casi jugando un partido consigo mismo es como ver un monólogo desesperado. Godard decía que el cine miente y el deporte no. Pero el cine, tal como el tenis, tiene ese sentido temporal compartido y nos convertimos en testigos de un director de cine que controla el set a su gusto, dictando lo que cada uno debe hacer y enojándose en caso de que cualquier error ajeno atente contra la brillante exposición del genio. No resulta exagerado afirmar que el gran tema del cine, o de los grandes cineastas mejor dicho, es plasmar el tiempo: Andrei Tarkovsky en Andrei Rublev, Lav Díaz en toda su filmografía, y por el lado del cine experimental o de ensayo: Jonas Mekas, Hollis Frampton y Stan Brakhage.
Marguerite Duras escribió alguna vez que “Serge Daney, especialmente en sus textos sobre tenis, se vuelve un auténtico escritor”. No es casual que la misma película, que tiene un comedido acercamiento ensayístico, lo cite frecuentemente para hablar de McEnroe, porque quizás nadie escribió mejor sobre él. “McEnroe es, decididamente, un jugador apasionante. Solo juega bien cuando todo el mundo está en su contra. La hostilidad es su droga. Necesita que los árbitros, las líneas, la red, el juez de red, el público, lo amenacen y lo obliguen a ganar, que le provean la sensación de estar entre la espada y la pared. Pero atención: es un truco. Simplemente observa una regla de oro según la cual no debe jamás parecer contento consigo mismo, de allí toda su panoplia de gestos que van del grito desesperado al mohín del niño que se traga los mocos, pasando por la pena sin fondo de aquel que se hunde. ¿Niño maleducado, caprichoso, de mal carácter? Sí, claro; pero yo me inclino por otra hipótesis: todo este cine, esta comedia de la autodestrucción, es una técnica para transformar esa hostilidad de la que finge ser víctima en un tenis muy bello, indiferente a todo, ‘sublime’ (en el sentido de ‘sublimado’)”.
Qué muñeca tenía McEnroe, qué capacidad para esconder plenamente sus intenciones y ser capaz, en un segundo, de convertir una volea aparentemente profunda en un drop shot de una sutileza impresionante. John McEnroe in the Realm of Perfection da acceso a esa experiencia estética irrepetible que es el juego de McEnroe y las palabras de Daney, vertidas en su libro El amante del tenis, permiten una doble resonancia entre imagen y texto que solo logra amplificar dicha belleza. No es en vano. Para Daney el tenis era una experiencia estética tan impresionante como el cine, al punto de preguntarse a sí mismo si en los años 80, “tan superficiales cinematográficamente, el verdadero cine y sus héroes adorables no fueron los Borg, Connors, McEnroe y Lendl, los únicos que supieron destilar el tiempo y que enseñaron a mirar a toda una generación”.
De esta forma, John McEnroe in the Realm of Perfection enseña a mirar nuevamente, a volver a ver allí en aquel tenis extinto una belleza inigualable, como esos momentos Federer que Foster Wallace adoraba y que parecían crear un mundo paralelo, donde algunos tiros, aparentemente imposibles, eran ejecutados de la forma más bella.
Ojo de halcón
McEnroe es un fenómeno irrepetible, y si bien en la actualidad existen algunos jugadores mañosos, el enemigo, la autoridad del tenis, ha cambiado. Porque los árbitros de hoy se involucran mucho menos en el juego, tienen un aliado tecnológico que soslaya las fallas humanas: el ojo de halcón. ¿Se imaginan a McEnroe peleando contra un ente sin cuerpo, gritándole que haga bien su trabajo? ¿O esperando pacientemente, mirando al cielo, mientras aguarda un dictamen robótico?
En Subject to Review, el documentalista estadounidense Theo Anthony se dedica a observar en todas las escalas posibles este procedimiento. Primero muestra un partido en el US Open de 2004 entre Jennifer Capriatti y Serena Williams, donde tanto los jueces de línea como el árbitro se equivocan rotundamente (tres o cuatro centímetros) a favor de la primera. El tenis, convertido en espectáculo hace décadas, necesitaba que este se volviera lo más justo posible. Y la idea de justicia que subyace al ojo de halcón es que las cámaras ven mejor que el ojo humano. Así como Gil de Kermadec descompone el juego de McEnroe para poder enseñarlo, las cámaras de alta velocidad combinadas con una simulación en tres dimensiones logran representar virtualmente la cancha, sus líneas, movimientos, superficies y huellas, en nada menos que 150 cuadros por segundo. Hay también una explicación muy buena que da J.M. Coetzee en su libro Diario de un mal año: lo que ocurre con el tenis —con el deporte moderno, en realidad— es que hay demasiado en juego como para dejarlo al falible ojo humano. Sí, una vez más: de lo que se trata es de dinero.
Volvamos a Theo Anthony: aparentemente no está convencido de que esta nueva forma de justicia sea totalmente precisa, porque si bien es más preciso que el ojo humano, el ojo de halcón tiene de 2 a 5 milímetros de margen de error. Por ejemplo, en la final de Wimbledon 2007 entre Nadal y Federer, la tecnología dio mala una pelota del suizo, a solo 1 milímetro de la línea, es decir, esa pelota pudo estar tanto dentro como fuera, como si fuese un fenómeno schrödingeriano. El ojo de halcón pudo equivocarse en dicha pelota, así como en muchas varias, en puntos más y menos importantes. Tal como el árbitro, sí, pero con un margen de error más bajo, que en el futuro seguramente será mucho más cercano a cero.
Cambia la época, los apellidos, los torneos, las superficies y los estilos. Siempre queda el tenis, la magia de McEnroe, el dominio de fondo de Borg y Vilas, y las palabras que Serge Daney y David Foster Wallace dedicaron a su deporte favorito. Que sea el cine el medio que mejor se adecúa para dar cuenta de su belleza cinética es algo que Daney y Foster Wallace ya sabían, solo faltaba que otros se atrevieran a seguir su rastro.
De la justicia en el tenis trata también el documental de Netflix Guillermo Vilas: serás lo que debasser o no serás nada, porque el tenista argentino que brillase en los 70 ganando casi todo, nunca llegó a ser número 1. En ese entonces la ATP publicaba un ranking cuando se le antojaba y, casi siempre, tenía como primer apellido a Connors y Borg. Vilas, mientras tanto, salía segundo a pocos puntos de distancia.
¿Error de cálculo? ¿Discriminación? ¿Maldad?
Estas posibilidades aborda el documental que tiene como figura central, además de Vilas, a Eduardo Puppo, periodista de tenis que dedicó años a investigar minuciosamente —o argentinísticamente, si es que existe ese adjetivo para unir chovinismo, convicción y poder de oratoria— la posibilidad de que Vilas, efectivamente, haya sido número 1. Después de cotejar rankings y puntajes junto a un matemático rumano, Puppo se da cuenta de que Vilas fue el primero por algunas semanas en 1975 y luego en 1976. Pero esas semanas la ATP no publicó su ranking. Además, tres veces la ATP desestimó la causa presentada por Vilas para darle su merecido sitial, a pesar de que existe un precedente en el tenis femenino, el caso de Evonne Goolagong, quien fue declarada número 1 tras haberse retirado.
La ATP, dice Puppo, para desestimar la causa, argumentó que no existe la información suficiente para tener la certeza absoluta de que Vilas fue el mejor del mundo.
¿Y el margen de error?
Queda fuera de la ecuación, puesto que la tecnología de los 70 no permitía, según la ATP, realizar cálculos periódicos de ranking. De esta manera el documental sobre Guillermo Vilas y Subject to Review forman un curioso díptico de la manera en que la tecnología de cada época afecta la subjetividad, el puntaje y la justicia en el tenis.
Más allá de algunas convencionalidades típicas de los documentales de Netflix: cabezas parlantes, drones antojadizos, música incidental abrumadora, escenas maqueteadas de personas supuestamente trabajando y un largo etc., este documental tiene su virtud en el archivo digitalizado de partidos de tenis de la época, que muestra a un jugador impresionante. Pero volvamos a Daney, el mejor testigo de aquellos años: “Más pasa el tiempo y más nos hace pensar Guillermo Vilas en una máquina que no termina nunca de calibrarse y mejorar”.
El documental termina con Puppo y Vilas en Montecarlo, el extenista está viejo, probablemente morirá sin ser número 1, a pesar de haberlo intentado de todas las formas posibles en la cancha y fuera de ella. Lo que quedará será la gesta siempre matizada por el caudillismo: no es casual que la frase que titula el documental sea de uno de los héroes de la patria: San Martín.
Cambia la época, los apellidos, los torneos, las superficies y los estilos. Siempre queda el tenis, la magia de McEnroe, el dominio de fondo de Borg y Vilas, y las palabras que Serge Daney y David Foster Wallace dedicaron a su deporte favorito. Que sea el cine el medio que mejor se adecúa para dar cuenta de su belleza cinética es algo que Daney y Foster Wallace ya sabían, solo faltaba que otros se atrevieran a seguir su rastro.
Las implicancias de las tecnologías digitales, los algoritmos y la inteligencia artificial son algunas de las preocupaciones del filósofo francés Éric Sadin (1972). En La humanidadaumentada (2017), La silicolonización del mundo (2018) y La inteligencia artificial o el desafío del siglo (2020), tres de sus libros que se encuentran en español, analiza lo que denomina “condición antrobológica”, el tecnoliberalismo y la construcción de un sistema de verdad algorítmica que se traduce en un antihumanismo radical, que adquiere toda su fuerza con el desarrollo de la inteligencia artificial. En el centro de su propuesta encontramos, entonces, una férrea defensa del humanismo.
En La humanidad aumentada, se pregunta por la relación que establecemos con las máquinas, un tipo de “condición humano-maquínica”. Las tecnologías siempre han extendido nuestras capacidades, y en ese proceso se transforman nuestras visiones de mundo y de la propia condición humana. En el marco de la revolución digital, asistimos a una nueva condición, “antrobológica”, donde se entrelazan organismos humanos y artificiales. Esta nueva presencia, esta entidad impersonal, corresponde a sistemas compuestos de algoritmos inteligentes que no solo imitan lo humano, sino que van más allá de lo que nosotros podemos hacer, generándose una existencia que adquiere cierta autonomía de lo humano. Estas entidades inteligentes, siguiendo a Sadin, cada vez toman más decisiones por nosotros, provocando un deslizamiento desde el sujeto humanista, autónomo y crítico de su condición, a individuos algorítmicamente asistidos, donde hemos perdido nuestra capacidad de obrar en libertad.
La humanidad aumentada sería el resultado de una ampliación de la experiencia y las formas de percepción provocadas por el uso de tecnologías digitales y, al mismo tiempo, una cesión de nuestra capacidad de decisión a los algoritmos.
Los algoritmos constituyen el lenguaje de las tecnologías digitales que hoy nos rodean. Interactuamos constantemente con ellos, como cuando Google ordena las respuestas a nuestras búsquedas, cuando Facebook sugiere amistades o cuando Netflix dice qué películas o series podrían gustarnos. Con cada clic que hacemos, con cada “me gusta”, entregamos información a los algoritmos respecto de nuestros gustos, preferencias y emociones. Seguramente, también pensamos en Alexa, Siri o el personaje de Samantha en la película Her. Sadin plantea que hoy nos encontramos “hibridados” con estos sistemas. La “antrobología” es, así, una condición mixta, humano/artificial, un entrelazamiento entre cuerpos orgánicos y agentes inmateriales digitales. Estas entidades algorítmicas ya no son prótesis de nuestros cuerpos, sino que están destinadas cada vez más a gestionar electrónicamente muchos campos de la sociedad y la vida, bajo la premisa de que lo hacen mejor que nosotros mismos, los humanos.
La humanidad aumentada sería el resultado de una ampliación de la experiencia y las formas de percepción provocadas por el uso de tecnologías digitales y, al mismo tiempo, una cesión de nuestra capacidad de decisión a los algoritmos.
Por supuesto, los algoritmos no se manejan solos, sino que actúan bajo una cierta visión de mundo. Esta visión proviene de lo que Sadin denomina “el espíritu de Silicon Valley”, en su libro La silicolonización delmundo. El manejo de datos a todo nivel representa la nueva fiebre del oro: todos los países quieren tener su propio Silicon Valley, a punta de startups, emprendimientos e innovación. Es el nuevo carro al que hay que subirse para no quedar abajo del tren —ahora digital— del progreso.
La propuesta de Sadin vincula el espíritu libertario del San Francisco de los años 60, aquella voluntad de crear otras formas de vida que se oponían a los valores tradicionales del trabajo, la familia y el consumo, con el desarrollo de la informática en Silicon Valley. El espíritu del informacionalismo tiene en su base, según Sadin, el utilitarismo libertario estadounidense. Este empuja una renovación del capitalismo a través de una ideología que promete ejercer la libertad de elegir modos de vida a través del acompañamiento algorítmico de esta. Los algoritmos ofrecerían a cada uno el mejor de los mundos posibles, liberándonos de la pesada carga de, por ejemplo, tener que ir a votar, como celebran algunos tecno-optimistas. En este ejemplo, que ya circula en algunas propuestas de “democracia digital”, los algoritmos podrían conocer las preferencias de los votantes e incluso votar, mientras los humanos podrían abandonarse a los placeres del ocio y… el consumo. El régimen liberal muta en un tecnoliberalismo, donde la gestión de la vida por algoritmos inteligentes es el límite que el capitalismo no había logrado cruzar, hasta ahora.
El proceso anterior abre una nueva forma de colonización: la silicolonización. Esta no se vive como violencia, sino como aspiración. En la alianza entre investigación tecnocientífica, capitalismo aventurero y gobiernos social-liberales, Sadin advierte el surgimiento de un antihumanismo radical, vinculado con el ensalzamiento de las posibilidades civilizatorias de la tecnología, que las sitúa por sobre lo humano, como una herramienta que es capaz de hacer las cosas mejor que nosotros.
En su libro La inteligencia artificial o el desafío del siglo, Sadin profundiza sus ideas sobre este antihumanismo presente en el desarrollo de algoritmos inteligentes y en lo que identifica la forma en que un nuevo régimen de verdad está asociado con estas tecnologías. Para el autor, nos encontramos en una era antropomórfica de la técnica, donde el desarrollo tecnológico busca simular nuestras capacidades cognitivas e ir más allá de ellas. La creación de inteligencias artificiales tiene como objetivo, así, que estas tengan cualidades humanas, que puedan evaluar situaciones y sacar conclusiones de ellas mejor que nosotros mismos.
El peligro que advierte Sadin es la delegación de nuestra capacidad de decidir y de asumir responsabilidades y, por ende, nuestro potencial crítico y político. ¿Para qué elegir presidentes, senadores, etc., si una inteligencia artificial puede hacerlo mejor? ¿Para qué discutir sobre el futuro si una inteligencia artificial podrá calcular y determinar lo que necesitamos, a través de operaciones automatizadas de las distintas probabilidades?
Nos hemos detenido poco a pensar sobre la sociedad que estamos construyendo y que queremos construir, desde Latinoamérica, lo cual implica analizar las nuevas formas de colonialismo, la relación humano-máquina desde una perspectiva situada y las formas de subjetividad que están surgiendo en este contexto.
Pero este sistema no funciona solo; es importante preguntarse a quién estamos delegando la creación de estas inteligencias, para qué y para quién. Y para Sadin, quienes están tomando esas decisiones son los poderes económicos, bajo una supuesta neutralidad de la tecnología, borrando toda huella de los intereses en juego y de las intenciones que existen tras su creación. La inteligencia artificial sería una especie de mano invisible del tecnoliberalismo, donde la gestión automatizada de nuestras preferencias, deseos y acciones individuales y colectivas, de acuerdo a las ambiciones hegemónicas de transnacionales tecnológicas, como Google, Facebook y otras, permite la imposición de un régimen de verdad, donde se vislumbra la posibilidad de gobernar sin fallas los asuntos humanos.
¿Qué posibilidades tenemos frente a este escenario que parece desolador?
Sadin apela a recuperar los valores del humanismo y nuestra capacidad crítica —que incluso han perdido los investigadores y científicos que se pliegan con entusiasmo a las supuestas bondades del desarrollo tecnológico—, para pensar sobre la dirección que está tomando la revolución digital e identificar los poderes que la mueven. Para el autor no basta la mera crítica, sino que hace un llamado a oponerse a estos supuestos avances y hacer emerger contra-imaginarios, que consideren nuestra imperfecta y diversa condición humana, así como la capacidad de juicio y deliberación frente a un régimen de verdad que impone un saber absoluto suprahumano, apoyado en cálculos algorítmicos. Esta forma de positivismo extremo tiene consecuencias no solo para el devenir humano, sino que también ampara nuevas formas de colonialismo que se escudan bajo nuevas ideologías del progreso.
Sadin presenta una distopía orwelliana, frente a la cual uno podría preguntarse hasta qué punto la solución es oponerse a estas tecnologías. ¿Es realmente productivo perpetuar una relación de binarismo con la tecnología: ellos o nosotros? No soy ingenua, por supuesto que todo lo que analiza Sadin constituye parte de la realidad que vivimos, y comparto que es importante develar los poderes y mecanismos hegemónicos que funcionan tras el desarrollo de las tecnologías. Lo que no comparto es su salida al problema, donde se puede extraer una especie de neoludismo digital, es decir, convertirse en destructores de las máquinas apelando a nuestra sobrevivencia como humanidad. Por otro lado, la búsqueda de contra-hegemonías que propone Sadin se enmarca en una recuperación de los valores del proyecto humanista occidental de la Ilustración. ¿No sería también una opción pensarse con la tecnología y no contra ella? ¿Es nuestra única posibilidad volvernos hacia un humanismo, europeo por cierto, anclado en los valores de la Ilustración?
Siguiendo a otro filósofo de la tecnología, Yuk Hui, las narrativas dominantes sobre las tecnologías no son más que una reelaboración del discurso del progreso occidental y moderno, que perpetúa una forma particular de comprender la relación humano-tecnología. Nos hemos detenido poco a pensar sobre la sociedad que estamos construyendo y que queremos construir, desde Latinoamérica, lo cual implica analizar las nuevas formas de colonialismo, la relación humano-máquina desde una perspectiva situada y las formas de subjetividad que están surgiendo en este contexto. El surgimiento de contra-hegemonías también tiene que ver con pensar las relaciones entre tecnologías, lo humano y el medioambiente fuera de la visión humanista occidental.
Qué es lo humano, a fin de cuentas. Esa es la pregunta que me parece interesante en relación con tecnologías digitales que nosotros mismos creamos pero que, de alguna manera, se autonomizan de nosotros y generan un sistema propio. La salida de Sadin al problema —pensar nuevos regímenes de convivencia, nuevas formas de vida, plurales, donde coexistan distintas visiones de mundo— es, por cierto, fundamental. Sin embargo, reducir esas posibilidades a la hegemonía humanista occidental, cierra las puertas a imaginar otras relaciones con formas de existencia no humanas. Esto último, pienso, es el desafío de nuestra época.
La inteligencia artificial o el desafío del siglo. Anatomía de un antihumanismo radical, Éric Sadin, Editorial Caja Negra, 2020, 328 páginas, $22.500.
La silicolonización del mundo. La irresistible expansión del liberalismo digital, Éric Sadin, Caja Negra, 2018, 320 páginas, $21.100.
La humanidad aumentada. La administración digital del mundo, Éric Sadin, Caja Negra, 2017, 160 páginas, $15.750.
Yuri Slezkine, un estilista magistral y un historiador de primera clase, es el menos predecible de los estudiosos. Aun así, sorprende descubrir que el libro que ha producido, después de una larga gestación, es una Guerra y paz soviética. Es cierto que Slezkine dice que está escribiendo historia, mientras que Guerra y paz, de Tolstói, es generalmente tratada, si bien con cierta cautela, como una novela; y que el tema de Slezkine no es tanto la guerra y la paz como ese curioso estado entre las dos que existió en la Unión Soviética desde la Revolución de octubre de 1917 hasta la Segunda Guerra Mundial. Las correspondencias, en todo caso, son notables. Los dos libros tienen casi la misma extensión y ofrecen las mismas dificultades prácticas de lectura (la edición Penguin de Guerra y paz una vez se me cayó de las manos cuando traté de leerla en la playa; La casa eterna es tan grueso que tuve que ponerlo sobre una superficie plana para leerlo). El lapso de tiempo de los dos libros es muy similar (15 años para Tolstói, más o menos 20 para Slezkine), así como la intención de mostrar como una sociedad sobrevivió a un evento cataclismo (la invasión napoleónica para Tolstói, la revolución bolchevique para Slezkine). Tolstói tenía un argumento filosófico que señalar acerca de que la historia es el resultado no de las decisiones de unos pocos grandes hombres, sino de las acciones caóticas de las multitudes. El argumento histórico-filosófico de Slezkine es que el bolchevismo y el marxismo del que surgió, deben ser entendidos como movimientos religiosos milenaristas.
Hay, sin duda, diferencias. A Slezkine le gustan muchos de sus personajes (viejos bolcheviques), pero cuando escribe sobre el bolchevismo como un sistema intelectual y político hay un matiz de disgusto, tal vez incluso de desprecio, que es ajeno a Tolstói, pero que recuerda a otra previa epopeya rusa en el límite entre historia, literatura y polémica sarcástica: ArchipiélagoGulag, de Solzhenitsyn. Luego está la diferencia, quizás menos importante de lo que puede parecer a primera vista, de que la obra de Tolstói, a pesar de su base de investigación y las 160 figuras históricas que se cuentan entre sus personajes, también ha inventado otros que son ficción, mientras que todos los personajes de Slezkine son personas reales que vivieron en la elitaria Casa del Gobierno en Moscú en la década de 1930. Slezkine no inventa personajes ni diálogos, pero apenas necesita hacerlo, dado que las cartas, diarios y memorias que sus personajes produjeron con tanta profusión muestran que son inventores de alto nivel de sí mismos. La diferencia sobresaliente tal vez no sea tanto que los personajes de Tolstói sean ficticios sino que, como escritor de ficción, Tolstói puede presentarlos en todo detalle, mientras que Slezkine, como un historiador intelectual, se limita a sus autorrepresentaciones.
La casa eterna comienza con el aviso, una típica inversión de un cliché por parte de Slezkine, de que “esta es una obra de historia; cualquier semejanza con personajes de ficción, vivos o muertos, es pura coincidencia”. Dejando de lado la cuestión de si esto es exacto, dada la devoción de sus personajes por la literatura y su tendencia a ver la vida a través de su lente, es una declaración engañosamente simple de fidelidad disciplinaria y de género que rápidamente se socava en la introducción que sigue. Hay tres ramas en su obra, escribe Slezkine. Una es “analítica”: el argumento de que el bolchevismo es una religión milenaria. Otra es literaria: en cada etapa de su relato, junto con su recuento histórico, lleva a cabo un resumen de las obras literarias que “buscaban interpretar y mitificar” los acontecimientos. Pero la rama más importante, la que enumera en primer lugar, es la épica. La introducción de Slezkine hace solo la modesta afirmación de que el libro “es una saga familiar en la que participan numerosos residentes con y sin nombre de la Casa del Gobierno. Los lectores deberían imaginarlos como a los personajes de una epopeya”.
Como corresponde a una epopeya, el modo de narración de Slezkine es expansivo. El primer tercio del libro, incluso antes de que la Casa del Gobierno haga su aparición, ofrece una historia del movimiento revolucionario ruso, con una excursión lateral en Marx; una descripción general de la religión en la historia de la humanidad, con especial referencia al milenarismo, y recuentos históricos y literarios de 1917, la Nueva Política Económica de la década de 1920, incluidas las luchas entre facciones en el partido tras la muerte de Lenin y el “gran giro” de finales de la década de 1920 (la industrialización estalinista, la colectivización y la hambruna). Hay varias extensas digresiones sobre temas como el constructivismo y las visiones arquitectónicas utópicas. Slezkine deja que sus personajes hablen por sí mismos, tanto en largas citas de diarios, cartas y autobiografías, como en amplias paráfrasis. Ofrece un espacio equivalente a las obras literarias, con mayor frecuencia los escritos de Mayakovski y Bábel para los primeros años y los de Platónov y Leónov para los posteriores.
Hay notas que hacen referencia a obras secundarias, en particular a las de historiadores intelectuales que comparten la visión escatológica de Slezkine del bolchevismo. Las notas son sin duda para recordarnos que el libro es, entre otras cosas, una obra de historia académica, pero creo que habría sido mejor dejarlas fuera. Esto se debe en parte a la limitada razón de que, como historiadora social en ese campo, estaba algo irritada por sus elecciones, y en parte porque, como lectora, estaba menos interesada en el libro como una obra de erudición (por impresionante que sea en su amplitud de investigación y referencias) que como una obra de literatura. Las referencias a fuentes secundarias sugieren que se trata de una obra de investigación común que, según las convenciones, debería “posicionarse en los estudios académicos”. No lo es, como tampoco lo era Archipiélago Gulag.
El marco general del libro se estructura según las etapas de un movimiento milenario. Explica Slezkine: “Al principio del libro se identifica a los bolcheviques como unos sectarios milenaristas que estaban preparándose para el Apocalipsis. En los capítulos subsiguientes, los episodios sucesivos de la saga familiar de los bolcheviques se relacionan con las etapas históricas de una profecía fallida, desde su cumplimiento aparente hasta la Gran Decepción, una serie de aplazamientos y la ofrenda desesperada de un sacrificio final. (…) Consiguieron conquistar Roma mucho antes de que su fe pudiera convertirse en un hábito heredado, pero no supieron cómo transformar su certeza en un hábito que pudiesen heredar sus hijos o subordinados”.
Su narrativa de las primeras 600 páginas está salpicada de historias y citas de viejos bolcheviques que, el lector debe suponer, probablemente aparecerán más tarde como residentes de la Casa del Gobierno. Esto es así, en general (incluso si Nikolái Bujarin, quien hace muchas apariciones en el relato, en realidad no vivía en la Casa), pero también es parte del arte de Slezkine evitar encerrarse con definiciones estrictas.
“Expectativas” es el título de la sección sobre los revolucionarios en el exilio y la clandestinidad en Rusia antes de 1917, seguida de “Cumplimiento” con la Revolución de Octubre, “El segundo advenimiento” y “El reino de los santos” para las luchas por sobrevivir y cumplir la profecía (incorporando “La Gran Decepción”, ya que se vuelve cada vez más claro que lo que la revolución había traído a la existencia no era el cielo en la tierra), y “El Juicio Final”, concluyendo el drama con la destrucción en las Grandes Purgas de muchos de los antiguos revolucionarios.
Slezkine sugiere de pasada que la intelligentsia rusa de principios del siglo XX —simbolistas y místicos cristianos, así como revolucionarios— estaba en las garras de un estado de ánimo milenario y apocalíptico. Pero la génesis principal del milenarismo bolchevique, en el relato de Slezkine, era el marxismo. Las primeras preocupaciones de Marx, argumenta Slezkine, fueron la emancipación (resurrección) de Alemania y la reforma de los judíos; y “todo el edificio de la teoría marxista… se construyó sobre estos cimientos”. Marx, “al igual que Jesús y a diferencia de Mazzini o Mickiewicz, logró traducir una profecía tribal a un lenguaje del universalismo”. No siendo una experta en el Marx temprano, dejaré que otros recojan el guante en esto, pero me estremecí cuando, mucho más tarde en el libro, Hitler aparece mencionado como un compañero milenarista con “el mismo enemigo, pero mientras que los bolcheviques lo consideraban como una clase, los nazis lo consideraban como una tribu”.
Las interpretaciones del bolchevismo como una religión, de las que ha habido muchas a lo largo de los años, generalmente me dejan indiferente, pero el argumento de Slezkine es más interesante. Siempre he tendido a rechazar las predicciones de los bolcheviques de una inminente transformación total sobre la base de que nadie puede ser tan tonto como para creer tal cosa, excepto fugazmente en la locura del momento revolucionario, pero Slezkine me ha persuadido de tomarlo en serio, hasta cierto punto. Sigo creyendo en privado que, para todos los bolcheviques que pensaron como personajes de Platónov, hubo otros de mentalidad práctica que no lo hicieron. A Lenin lo puedo aceptar más o menos como milenarista, al menos hasta octubre, después de lo cual la responsabilidad lo hizo recobrar la sobriedad. Pero ni siquiera Slezkine podría convencerme de que la esposa de Lenin, Nadezhda Krúpskaya, también una vieja bolchevique, fuera alguna vez algo por el estilo. Si bien eso puede restringir la aplicabilidad de la tesis de Slezkine, no la refuta. El propio Slezkine señala que los exponentes más apasionados del milenarismo bolchevique tendían a ser hombres.
Puede que a estas alturas se estén preguntando cuándo voy a contarles qué era la Casa del Gobierno y quiénes vivían allí. Tómenlo como mi homenaje a Slezkine, un maestro como los del pasado en engarzar la anticipación. Su narrativa de las primeras 600 páginas está salpicada de historias y citas de viejos bolcheviques que, el lector debe suponer, probablemente aparecerán más tarde como residentes de la Casa del Gobierno. Esto es así, en general (incluso si Nikolái Bujarin, quien hace muchas apariciones en el relato, en realidad no vivía en la Casa), pero también es parte del arte de Slezkine evitar encerrarse con definiciones estrictas. Los lectores, advierte el autor al principio, deberían pensar en las personas que aparecen en su narración no solo como personajes de una epopeya, sino también como en las personas con las que se encuentran en sus propias vidas, que pueden o no ser conocidas y pueden o no resultar importantes. “Ninguna familia o individuo es indispensable para el relato”, sin embargo. “Solo la Casa del Gobierno lo es”.
El edificio, rebautizado como “La casa del malecón” en la novela autobiográfica de Yuri Trífonov de la década de 1970, era un elefante gris constructivista/neoclásico, diseñado por Borís Iofán y construido en la Plaza de la Ciénaga en el río Moscú, en diagonal al Kremlin (a Slezkine le gusta traducir sus nombres rusos: la Plaza de la Ciénaga es su versión de Bolotnaya ploshchad; el cine Udarnik de la Casa del Gobierno se convierte en Obrero de choque). Lujoso y moderno para los estándares de la época, y destinado principalmente, como su nombre indica, a albergar a altos funcionarios del gobierno (incluido el partido, el ejército y la seguridad), la Casa constaba de 507 departamentos que variaban en tamaño de una a siete habitaciones (de tres a cinco habitaciones era la norma), con instalaciones que incluían una guardería, una tienda, un club y un teatro.
En una versión anterior, el libro de Slezkine se concibió como una biografía del edificio, y quedan rastros de esto, usualmente en forma de inexpresivas listas de objetos, una de sus técnicas estándar para tratar con material de archivo que no sea narrativo. Los nuevos residentes tenían que firmar un inventario de 54 artículos, que incluían “techos, paredes, papeles pintados, suelos de baldosas (en la cocina, baño y aseo), suelos de parqué (en el resto del departamento), armarios, ventanas, bisagras, pantallas de lámparas, puertas (francesa y regular), cerraduras (dos tipos), picaportes (tres tipos), tapones niquelados, timbre eléctrico, bañera esmaltada con desagüe y tapón niquelado, ducha niquelada”, y así sucesivamente. A veces, las listas son de sustantivos abstractos, como las prioridades del Departamento de Mantención de “centralización, simetría, transparencia, limpieza, responsabilidad y vigilancia”, o incluso de verbos: Slezkine nos recuerda las demandas prácticas de un edificio cuyos residentes, como seres humanos, “comían, bebían, dormían, procreaban, les crecía el cabello, producían desechos, se enfermaban y necesitaban calefacción e iluminación, entre otras cosas”.
Una vez que el relato se pone en marcha, los seres humanos entran al foco de la atención. Los inquilinos comenzaron a mudarse a la Casa del Gobierno en 1931 y, a mediados de la década de 1930, eran 2.655. De los 700 arrendatarios (jefes de familia), una alta proporción eran “viejos bolcheviques” (personas cuya conexión con el partido era anterior a la revolución), principalmente intelectuales nacidos en las décadas de 1880 y 1890 que actualmente ocupaban altos cargos; dentro de los intelectuales estaban, “por lejos el grupo más numeroso”, los judíos. El resto de los residentes eran esposas (un porcentaje aun mayor de las cuales eran judías), hijos, pupilos, suegros, sirvientas y una variedad de otros parientes y no parientes que formaban parte de los hogares a menudo poco convencionales. Un apéndice enumera los 66 “arrendatarios” que, junto con algunos de sus dependientes, son los más destacados en el relato de Slezkine. Entre ellos se encuentran el periodista Mijaíl Koltsov, quien cubrió la Guerra Civil española y se convirtió en un personaje de Por quiéndoblan las campanas; el policía secreto Serguéi Mirónov, cuya esposa, frívola y amante de la ropa, escribió unas memorias que sirven como contraste con la elevada mentalidad de todos los demás; el funcionario cultural Alexander Arósev, amigo cercano del jefe de gobierno, Viacheslav Mólotov; Arón Solts, el experto en moralidad del partido; Valentín Trífonov, un héroe militar de la Guerra Civil; Karl Radek, alguna vez opositor que durante unos años volvió a contar con el favor de Stalin como un especialista internacional, y el ministro de Comercio, Israel Veitser, casado con la destacada directora del Teatro Infantil de Moscú, Natalia Sats; Elena Stasova —nacida en 1873, una de las más antiguas bolcheviques—, es una nada frecuente mujer entre los arrendatarios mayoritariamente masculinos. Incluso Sats figura únicamente como alguien dependiente de su esposo. Pero la mayoría de las esposas trabajaba, aunque generalmente en trabajos menos elevados (generalmente en la esfera cultural) que los de sus maridos.
Las obras de la Casa del Gobierno casi acabadas. La iluminación era para celebrar el XIV aniversario de la revolución en noviembre de 1931. Fotografía incluida en el libro La casa eterna, de Yuri Slezkine.
La extraordinariamente detallada información sobre los hogares y la complejidad de sus relaciones domesticas es uno de los aspectos destacables y únicos de este libro. Nadie sabía cómo debía ser un buen hogar comunista, comenta Slezkine, pero sobre la base de los datos de la Casa del Gobierno luce sorprendentemente no nuclear. Las parejas cambiaban, no siempre de manera rencorosa, de modo que una exesposa e hijos podrían estar viviendo al final del pasillo de la nueva esposa más hijos, con el esposo dividiendo su tiempo entre los departamentos. Arósev se movía entre tres departamentos: vivía en la Casa del Gobierno con dos hijas de un primer matrimonio, su institutriz y una doncella; su nueva esposa y su hijo pequeño vivían al lado, y su primera esposa y otra hija vivían en un edificio diferente. A veces, una antigua esposa y una nueva vivían en el mismo departamento, como en el caso de la tercera esposa de Bujarin (Anna Larina) y la primera, quien era inválida, junto con su anciano padre y el hijo pequeño de Anna y Bujarin; el mismo Bujarin siguió viviendo en el pequeño departamento del Kremlin que él había intercambiado con Stalin después de la muerte de la esposa de Stalin. Valentín Trífonov vivía en un departamento con su esposa y sus dos hijos, Yuri y Tatiana, junto con su suegra (una vieja revolucionaria con la que había estado casado) y Undik, el joven que ella había adoptado como huérfano durante la hambruna del Volga de 1921.
Muchas familias incluían un niño adoptado, a veces callejeros, como Undik; en ocasiones, niños acogidos después del arresto o la muerte de sus padres, que podían ser parientes o simplemente amigos. Los inquilinos registrados en el departamento de Mijaíl Koltsov incluían a su antigua esposa, Elizaveta, y su nueva compañera alemana, Maria Osten, junto con un joven alemán que Mijaíl y Maria habían adoptado. Los dos componentes esenciales en la vida cotidiana de un departamento de la Casa del Gobierno eran una babushka (a menudo de origen social “malo” y/o una creyente cristiana o judía) y una criada, quienes se ocupaban de la casa entre ambas mientras los padres estaban fuera en el trabajo. La babushka no era necesariamente una abuela real, pero podría ser otra pariente anciana. Las criadas venían del campo: como señala Slezkine, los altos funcionarios soviéticos podrían, en virtud de su estatus, estar aislados de la lucha por la colectivización, pero “casi todos los niños criados en la Casa del Gobierno fueron criados por una de sus víctimas”.
Las grandes purgas golpearon la Casa del Gobierno con especial furia. La policía secreta, la NKVD, generalmente venía por las personas de noche, y muchos hogares experimentaron repetidas visitas, primero por el marido y luego, semanas o meses después, por la esposa. Los departamentos fueron sellados y la familia que quedaba se mudaba a otra parte del edificio, a menudo compartiendo con otra familia en la misma situación, antes de ser finalmente desalojada. Vinieron a buscar a la madre de Inna Gaister en su cumpleaños número 12: “Mi madre estuvo caminando por las habitaciones y yo la seguía en camisón. Y Natasha [la niñera] me seguía con Valiushka [la hija menor] en sus brazos. Seguimos caminando así en fila india por el departamento”. Arósev (y su esposa), Koltsov (y Maria Osten), Larina (y Bujarin), Trífonov (y su esposa), Radek, Mirónov, Veitser y Sats fueron arrestados en las grandes purgas; los hombres y algunas de las mujeres fueron baleados o murieron en el Gulag, pero la esposa de Gaister, Larina y Sats sobrevivieron y regresaron a Moscú en la década de 1950. Platón Kerzhentsev, despedido como jefe del Comité de las Artes, escribió denuncias desesperadas mientras esperaba ser arrestado, pero el vagón policial pasó a su lado y murió de insuficiencia cardiaca unos años después. En circunstancias similares, Solts sufrió una crisis nerviosa, mientras que otro jurista, Yákov Brandenburgski, parece haber fingido locura y se mantuvo al margen del terror en un hospital psiquiátrico.
“Anoche llegaron agentes de la NKVD y se llevaron a mamá”, escribió Yuri Trífonov, de 12 años, en su diario del 3 de abril de 1938. “Nos despertaron. Mamá fue muy valiente. Se la llevaron por la mañana. Hoy no fui a la escuela”. El padre de Yuri había sido arrestado antes. “Ahora solo somos Tania [su hermana menor] y yo con la abuela, Ania [una amiga de sus padres, que vive con ellos desde que arrestaron a su esposo] y Undik”. Algunos niños de la Casa del Gobierno fueron rechazados por familiares y amigos y tuvieron problemas en la escuela; otros encontraron en la escuela el apoyo de amigos y maestros. Las babushki y ocasionalmente las sirvientas intervinieron para cuidar a los niños después de los arrestos de sus padres, pero muchos terminaron en orfanatos en provincias distantes.
La experiencia del orfanato, como más tarde refirieron los niños, no fue necesariamente negativa: Volodia Lande, de nueve años, enviado a un orfanato en Penza en 1937, después del arresto de sus dos padres, recibió calidez y amabilidad de sus profesores, rápidamente hizo amigos, y finalmente fue a la escuela militar y se convirtió en oficial naval. Sorprendentemente, la convulsión de 1937-38 no parece haber sacado de manera permanente a los niños de la Casa del Gobierno del círculo de privilegio soviético. “La mayoría de los hijos de funcionarios del gobierno, incluidos los ‘familiares de los traidores a la patria’, se graduaron de prestigiosas universidades y (re)ingresaron a la elite cultural y profesional soviética de posguerra”.
Los niños de la Casa del Gobierno son muy importantes en el relato de Slezkine. En primer lugar, él está profundamente interesado en su actitud (la trata como una Weltanschauung única, más que como un espectro de posiciones) hacia sus padres y el estilo de vida soviético. Sus infancias fueron dichosamente felices (o recordadas así), como se supone que debían ser las infancias soviéticas. Los niños “admiraban a sus padres, respetaban a sus mayores, amaban a su país y esperaban ser mejores por el bien del socialismo y construir el socialismo como un medio de superación personal”. Amaban la escuela y amaban a sus amigos, además de venerar la idea de la amistad. Al igual que sus padres, eran lectores apasionados y admiradores de los clásicos rusos, Pushkin generalmente encabezaba la lista, así como los “tesoros de la literatura mundial”: Dickens, Balzac, Cervantes, etc., cuyos volúmenes se encontraban en las estanterías de los estudios de sus padres. También estaban seducidos por Jack London y Jules Verne; eran románticos que aceptaban las sagas de la vida real de los exploradores polares con el mismo fervor que las aventuras ficticias de Los hijosdel capitán Grant, de Verne.
Los inquilinos comenzaron a mudarse a la Casa del Gobierno en 1931 y, a mediados de la década de 1930, eran 2.655. De los 700 arrendatarios (jefes de familia), una alta proporción eran personas cuya conexión con el partido era anterior a la revolución, principalmente intelectuales nacidos en las décadas de 1880 y 1890 que actualmente ocupaban altos cargos.
Se podría pensar que el arresto repentino de sus padres como “enemigos del pueblo” habría cambiado significativamente estas actitudes, pero aparentemente no. La mayoría de los niños creían en la inocencia de sus padres, y quizá en la de los padres de sus amigos, al mismo tiempo que aceptaban la premisa soviética de que los enemigos estaban en todas partes y era necesario desenmascararlos. Cuando un niño de la Casa del Gobierno, Andréi Sverdlov, fue a trabajar para la NKVD y participó en el interrogatorio de algunos de sus antiguos compañeros de juego, la mayoría de sus contemporáneos “lo consideraron un traidor, pero no cuestionaron la causa a la que estaba sirviendo. No sintieron que tuvieran que elegir entre su lealtad al partido y su lealtad a sus amigos, familiares y a ellos mismos”.
La Segunda Guerra Mundial marca el final de la saga de Slezkine. La Casa del Gobierno, sacudida por las grandes purgas, fue, en lo esencial, vaciada después de los daños por bombardeos y con la aproximación de las tropas alemanas, en el otoño de 1941. Los residentes que quedaban fueron llamados al ejército o evacuados hacia el este. Una proporción significativa de los niños murió en servicio activo. Los que sobrevivieron tendieron a regresar a Moscú, pero no a la Casa del Gobierno, que volvió a funcionar después de la guerra, con un grupo en su mayor parte nuevo de residentes. Algunas de las madres arrestadas durante las grandes purgas regresaron del Gulag en la década de 1950, pero eran personas cambiadas, sombras de lo que eran, y sus hijos adultos a menudo tenían dificultades para relacionarse con ellas.
El Gran Terror “significó el fin de la mayoría de las familias y hogares de los viejos bolcheviques; no provocó el fin de la fe”, dice Slezkine. Pero algo sucedió, ya que poco después escribe que en el periodo de Brézhnev los niños todavía “veneraban la memoria” de sus padres muertos, “pero ya no compartían su fe”. La causa de esta pérdida de fe no se explica con mucha claridad. No fue la guerra, ya que como nos dice Slezkine, “la llegada de la guerra… justificó todos los sacrificios previos, tanto voluntarios como involuntarios, y ofreció a los hijos de los revolucionarios originales la oportunidad de probar, a través de un sacrificio más, que sus infancias habían sido felices, que sus padres habían sido puros, que su país era su familia y que la vida era, de hecho, hermosa, incluso en la muerte”. Presumiblemente, tampoco fue el Deshielo de mediados de la década de 1950, que “animó y brevemente rejuveneció” a los niños de la antigua Casa del Gobierno. Quizá fueron los largos y desilusionantes años de “estancamiento” de Brézhnev, en los que algunos de los niños de la Casa del Gobierno se convirtieron en disidentes y algunos de los judíos emigraron. La mayoría de los que permanecieron en la Unión Soviética “dieron la bienvenida a la Perestroika de Gorbachov”, pero ya era demasiado tarde: en algún momento de las décadas de la posguerra, la “utopía” se había “evaporado… sin que nadie lo notara”. “Para cuando el estado soviético colapsó, ya nadie parecía tomarse en serio la profecía original”.
“¿Por qué murió el bolchevismo después de una generación?”, pregunta Slezkine. ¿Por qué su destino fue “tan diferente de aquel del cristianismo, el islam, el mormonismo y otras innumerables religiones milenarias? La mayoría de las ‘iglesias’ son vastas estructuras retóricas e institucionales construidas sobre promesas incumplidas. ¿Por qué el bolchevismo no pudo vivir con su propio fracaso?”. Su respuesta es que los bolcheviques, a diferencia de otras sectas milenarias, no lograron poner a la familia bajo su control. “Una de las características centrales del bolchevismo como red de instituciones estructuradoras de la vida era que los soviets se creaban en la escuela y en el trabajo, no en casa… La familia bolchevique estaba sujeta a mucha menos orientación pastoral y vigilancia comunitaria que la mayoría de sus contrapartes cristianas”.
Tal vez sea así (¿pero que hay de Pavlik Morózov, el heroico niño del mito soviético que denunció a su propio padre?). También se podría cuestionar la premisa de Slezkine. El sociólogo emigrado Nicholas Timasheff, en su libro The Great Retreat: The Growth and Decline ofCommunism in Russia (1946), observó con aprobación un proceso de rutinización en la Unión Soviética. Unos años antes, Trotski había visto el mismo proceso, al que llamó “La Gran Traición”. Desde esta perspectiva, el sistema soviético (estalinista) que surgió a mediados de la década de 1930 se parece mucho a una de esas “vastas estructuras retóricas e institucionales construidas sobre promesas incumplidas” que siguen al momento utópico en las historias de éxito milenaristas del cristianismo y el mormonismo.
Sin embargo, Slezkine no está escribiendo una historia de éxito. Su saga está en el modo trágico, y las tragedias, en su interpretación, tratan sobre los fracasos y su inevitabilidad. En su narrativa, no fue una incapacidad para lograr la “rutinización” lo que constituye el verdadero fracaso del bolchevismo, sino la desintegración de la Unión Soviética en 1991. La breve discusión de Slezkine sobre esto es interesante, aunque superficial. El marxismo no echó raíces permanentes, porque su determinismo económico era estéril. Los niños de la Casa del Gobierno heredaron los gustos literarios de sus padres, pero no su interés por la teoría marxista, siendo “completamente inocentes de la economía y solo indirectamente familiarizados con el marxismo-leninismo a través de discursos, citas y resúmenes de libros de historia”. También fracasó porque Rusia era Rusia. La orientación internacional del bolchevismo era poco atractiva y la estructura multinacional del Estado soviético demostró su ruina. “Stalin puede haber sonado como un profeta nacional ruso, pero su ruso nunca sonó nativo… Debido a que la Casa del Gobierno nunca llegó a convertirse en el hogar nacional ruso, el comunismo soviético posterior se convirtió en un no hogar y, finalmente, en un fantasma”.
Éxito y fracaso son cuestiones opinables, y las interpretaciones de Slezkine deberían dar a los historiadores soviéticos mucho sobre qué discutir. Pero esto puede estar fuera de lugar. El milenarismo bolchevique y la ideocracia soviética deben fracasar en el relato de Slezkine, tanto por razones dramáticas como por su convicción intuitiva de que así ocurriría. En cuanto al tema del género, la mejor recapitulación probablemente viene de Tolstói, quien, al explicar que Guerray paz “no era una novela ni un poema épico y mucho menos una crónica histórica”, afirmó simplemente que era “lo que el autor ha querido y podido expresar en la forma en que está expresado”.
Artículo aparecido en London Review of Books en julio de 2017, cuando se publicó la edición inglesa de Lacasa eterna. Se traduce con autorización de su autora y de la revista. Traducción: Patricio Tapia.
La casa eterna, Yuri Slezkine, Acantilado, 2021, 1.632 páginas, $60.000.
La invasión de Rusia a Ucrania, sin mediar provocación, tiene profundas implicaciones para América Latina y el Caribe. Primero, demuestra el creciente desafío estratégico para Estados Unidos frente a la supervivencia y proliferación de regímenes autoritarios populistas, como Venezuela, Nicaragua y Cuba, en el hemisferio occidental. Los tres apoyaron decididamente las acciones de Rusia y el trabajo de los separatistas respaldados por Rusia, como lo hicieron cuando Rusia invadió Osetia del Sur y Abjasia, en Georgia, el año 2008, y cuando ilegalmente anexó Crimea el 2014.
Los países populistas autoritarios de América Latina ya cuentan con una fuerte presencia rusa, la que Vladimir Putin podría incrementar si desea tomar represalias por las sanciones y aumentar la presión sobre Estados Unidos cuando haya terminado el conflicto con Ucrania. El comportamiento de Rusia en la crisis actual ilustra un patrón repetido: el de aprovechar a América Latina para plantear deliberadamente amenazas estratégicas a los Estados Unidos, creando así un espacio para sus acciones agresivas en Europa. De hecho, las recientes visitas rusas a la región del viceprimer ministro Yuri Borisov, y las reuniones de Vladimir Putin con el Presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, y con el Presidente de Argentina, Alberto Fernández, parecieran sentar las bases para el apoyo regional. Además, el vicecanciller Sergei Ryabkov aludió recientemente al despliegue de fuerzas y equipos en América Latina y anunció la firma de un reciente acuerdo de cooperación de seguridad entre Rusia y Venezuela. Todo esto recuerda a cuando el entonces presidente de Rusia, Dmitri Medvedev, hizo una visita improvisada a la región durante la crisis de 2008 en Georgia, con la intención de demostrar que Rusia no estaba aislada internacionalmente. La agresión rusa en Europa generalmente es seguida por una escalada militar en América Latina, como cuando envió bombarderos militares Tu-160 (con capacidad nuclear) a Venezuela para ejercicios en 2008, 2013 y 2018.
La dura resistencia y los heroicos esfuerzos de Ucrania contra un ejército ruso más poderoso que el de ellos, podrían impulsar a los movimientos de oposición que luchan por la libertad política en sus propios países, Venezuela, Nicaragua y Cuba. Por lo menos, este momento sirve como un recordatorio de la relevancia de hacer más por apoyar a quienes luchan por la gobernabilidad democrática en el hemisferio occidental.
En segundo lugar, la campaña de desinformación de Rusia y la presencia de Russia Today en los medios en lengua española, son sólidas. Durante días, varios hashtags que se referían a la necesidad de “abolir a la OTAN” fueron tendencia a nivel regional, a pesar de que América Latina cuenta con varios aliados importantes que no pertenecen a la OTAN (Argentina y Brasil) y un socio global de la OTAN (Colombia). La campaña de desinformación de Rusia vicia el apoyo latinoamericano a los elementos básicos de la arquitectura de seguridad occidental que pueden mantener segura a la región.
En tercer lugar, la cooperación rusa en seguridad y la (limitada) participación económica en Latinoamérica, significan que las sanciones de EE.UU. y la Unión Europea a la economía de Rusia podrían ser eludidos. Además, las conexiones con organizaciones criminales regionales significan que Putin podría mutar a una economía más ilícita, si las sanciones empiezan a doler y Rusia tiene que encontrar soluciones para pagar a los cómplices del régimen.
Por último, la dura resistencia y los heroicos esfuerzos de Ucrania contra un ejército ruso más poderoso que el de ellos, podrían impulsar a los movimientos de oposición que luchan por la libertad política en sus propios países, Venezuela, Nicaragua y Cuba. Por lo menos, este momento sirve como un recordatorio de la importancia de hacer más por apoyar a quienes luchan por la gobernabilidad democrática en el hemisferio occidental.
Ryan C. Berg es senior fellow del Programa de las Américas en el Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales (CSIS) en Washington, D.C. Allí publicó esta columna (www.csis.org), que reproducimos con su autorización. Traducción: Robert Graf.
Los estratos es la historia de un hombre que lucha por recordar. Ese es el argumento esencial de la novela de Juan Cárdenas (Popayán, Colombia, 1978), publicada por primera vez el año 2013 y reeditada en 2021 por los sellos chilenos Banda Propia y Montacerdos. Ambientada en una ciudad indeterminada, el narrador-protagonista es asaltado súbitamente por un recuerdo difuso que reaparecerá de manera intermitente. Tratando de asirlo, inicia un viaje en busca de la mujer que lo cuidó de niño y, así, desentrañar el enigma de esa evocación infantil.
Quien cuenta, un sujeto innominado de clase económica acomodada, que ve cómo su mundo se derrumba (su empresa está a punto de quebrar, su matrimonio está en crisis), recorriendo el territorio y de paso la historia de su país. Y es esta doble dimensión el primer mérito de la novela de Cárdenas: cada lugar visitado abre el recuerdo de otros tiempos y con ello se va complejizando un relato inicialmente sencillo. Las tres secciones del libro se titulan “Falla”, “Sedimento” y “Temblor”, y cada una finaliza con fragmentos discursivos que remiten al habla popular, una operación que hace ingresar en el texto los decires de aquellos que no forman parte de la alta cultura y cuya presencia produce un desajuste en la lectura.
Ahora bien, debo destacar que la estratificación a la que hace referencia el título de la novela se asocia a una política pública que clasifica numéricamente de 1 a 6 las viviendas y su infraestructura, con el propósito de subsidiar el pago de servicios públicos a las personas de menores ingresos. Como señala Angie Carolina Mojica en su ensayo sobre la estratificación socioeconómica de la novela, “los efectos de dicha política configuran segmentaciones sociales enmarcadas en una segregación que no solo es espacial, sino también social y racial”. Cárdenas, en todo caso, no menciona esta clasificación al interior de sus páginas, aunque es posible pensar que solo con el título el lector colombiano sabrá de qué se trata (si pensamos en Santiago de Chile, esta segregación es más lábil, pero de igual modo opera con eficacia: el límite sería Plaza Italia y los sectores oriente y poniente). Hay, pues, una indeterminación espacial en la novela, dado que el país natal del autor no se nombra y solo se incluyen referentes propios de la cultura letrada: aparece La Vorágine y algunos periódicos viejos del Cauca y de Cali. Sin nombres, casi sin referencias, el autor juega a desubicar al lector, generando un efecto de distanciamiento y ampliando la superficie textual/geográfica a toda Latinoamérica.
Las tres secciones del libro se titulan ‘Falla’, ‘Sedimento’ y ‘Temblor’, y cada una finaliza con fragmentos discursivos que remiten al habla popular, una operación que hace ingresar en el texto los decires de aquellos que no forman parte de la alta cultura y cuya presencia produce un desajuste en la lectura.
En el primer capítulo, una sintética y cuidada obertura que esboza a los personajes e introduce el hilo de la trama, el protagonista explicita la ambigüedad del relato: “No sé por qué suena tan serio todo lo que digo si solo quiero hablar un poco. Me gustaría decirlo de otro modo, pero uno dice las cosas como puede y no como le gustaría”. Encontrar a su nana negra y encontrar la forma de decir, serán las metas del narrador.
Caratulado como un “hombre enfermo”, que ha estado internado en algunas ocasiones y que tiene una relación de larga data con una psiquiatra, el protagonista se desplaza en solitario por diversos lugares: sale del condominio acomodado en el que vive y se desplaza a la fábrica heredada del padre, ubicada en un parque industrial rodeado de desperdicios: “Cuando abro la puerta del carro por las narices me sube todo ese olor inmundo revuelto con el olor del pavimento recalentado”; “Miro las montañas de basura, un montón de gente que escarba con palas entre los desperdicios”. Sigue viaje por la ciudad, sus centros comerciales, bares, discotecas y moteles, y en su deambular llega finalmente al puerto de su recuerdo, después de cruzar la cordillera. Buenaventura, ciudad ubicada en el Pacífico colombiano (donde Cárdenas escribe parte de la novela), debiera ser el puerto de Los estratos, una ciudad de mayoría afrodescendiente fuertemente violentada en las últimas décadas.
Cárdenas ofrece un relato que fluye de manera aparentemente simple y llana. El narrador va registrando lo que ve en su largo deambular por su país, sin mayores digresiones, pero de manera subrepticia va elaborando un discurso que acumula sedimentos, que hurga en el pasado de violencia del país, que pone en tensión renovada las clases sociales, que ironiza sobre prácticas culturales, que quiebra la lógica del discurso y que ubica en el centro de la injusticia, etnia y clase social. Los estratos es una novela diseñada para alterar. Y lo logra plenamente.
Los estratos, Juan Cárdenas, Banda Propia y Montacerdos, 2021, 198 páginas, $12.900.
El ataque ruso a Ucrania está en pleno apogeo. La decisión de Vladimir Putin de utilizar la fuerza militar para promover sus intereses ha destruido la paz en Europa. Cada vez es más evidente que los objetivos del presidente ruso no se limitan a Ucrania. Rusia amenazó a Finlandia —Suecia ya había sido amedrentada en diciembre de 2021— con graves consecuencias militares y políticas en caso de unirse a la OTAN.
La situación es compleja. Ahora, a más tardar, el gobierno alemán debe utilizar todos los medios diplomáticos a su alcance. Esto también incluye a un actor que la diplomacia alemana ha descuidado hasta ahora: China.
La conexión estratégica es obvia. Solo con el apoyo de Beijing, Putin puede ser aislado con éxito. Como reveló la llamada telefónica del 25 de febrero entre Xi Jinping y Putin, existe una línea directa entre Beijing y Moscú, que la oficina del canciller alemán no puede seguir ignorando. En este momento, por amargo que pueda parecerle a algunos, no es central, para el intercambio con Beijing, que los líderes chinos condenen abiertamente el ataque ruso a Ucrania, sino que se le transmita claramente a Beijing lo que Alemania y Europa esperan de Xi.
Berlín tuvo que repensar
Al parecer, Berlín primero tuvo que cambiar su modo de pensar para actuar estratégicamente en esta situación con miras a China. Porque lidiar con la China de Xi no es fácil. La lista de razones para ser escéptico con relación al rol de China es larga. En el período previo a la invasión rusa, el gobierno de EE.UU. intentó, sin éxito, persuadir a los líderes de China para que evitaran la guerra. Entonces, ¿por qué hablar con China y con qué propósito?
En primer lugar, se trata simplemente de contar con más información. En sus declaraciones, el Estado chino y los líderes del partido insisten repetidamente en tres aspectos: en primer lugar, en que China tomaría en serio las preocupaciones de seguridad de todos los países, incluida las de Rusia; que Estados Unidos estaría actuando de forma belicista; y que debería preservarse la soberanía nacional y la integridad territorial de todos los países, incluidas las de Ucrania. Además, se enfatiza expresamente que Ucrania no puede compararse con Taiwán.
Beijing actualmente parece querer adoptar una posición neutral con respecto a todas las partes. Según los medios chinos, en una conversación personal con Putin, Xi habría expresado comprensión por los intereses de seguridad rusos, pero también habría enfatizado la centralidad de la soberanía nacional y la integridad territorial.
Beijing actualmente parece querer adoptar una posición neutral con respecto a todas las partes. Según los medios chinos, en una conversación personal con Putin, Xi habría expresado comprensión por los intereses de seguridad rusos, pero también habría enfatizado la centralidad de la soberanía nacional y la integridad territorial. Inmediatamente después, Putin expresó, por primera vez, su voluntad de conversar con el presidente ucraniano Volodymyr Zelensky.
Beijing no está atado a Moscú
Es un error suponer que China está unida a Rusia por algún tipo de lealtad mítica. China se abstuvo de votar una resolución contra Rusia en el Consejo de Seguridad. El razonamiento del embajador chino ante la ONU, Zhang Jun, sugiere que Beijing no apoya las acciones militares de Rusia. El ministro de Relaciones Exteriores de China, Wang Yi, reiteró que “la situación actual no es lo que China quiere ver”, y enfatizó repetidamente que el conflicto debe resolverse por medios pacíficos.
A pesar de la estrecha coordinación estratégica entre Putin y Xi, no está claro en qué medida China apoyará económicamente a Rusia, más allá de los compromisos ya establecidos. Pero incluso sin apoyar las sanciones internacionales, China podría tomar medidas efectivas contra Rusia y suspender, por ejemplo, el nuevo acuerdo de gas natural. De hecho, algunos bancos estatales chinos han comenzado a restringir el financiamiento de las importaciones de energía provenientes de Rusia.
No debe subestimarse que el ataque de Rusia a Ucrania también tendrá enormes costos económicos para China. No solo sacude las bolsas de valores de todo el mundo, sino también genera atrasos en las cadenas de suministro, mayores costos de transporte aéreo y un incremento en la inflación en todo el mundo. A causa del conflicto, también está en juego el proyecto chino de la Ruta de la Seda. Además, a los líderes chinos no les interesa que la Unión Europea se desestabilice a largo plazo. Esto tendría un impacto severo en la ya frágil recuperación económica posterior a la pandemia.
A pesar de la estrecha coordinación estratégica entre Putin y Xi, no está claro en qué medida China apoyará económicamente a Rusia, más allá de los compromisos ya establecidos. Pero incluso sin apoyar las sanciones internacionales, China podría tomar medidas efectivas contra Rusia y suspender, por ejemplo, el nuevo acuerdo de gas natural.
Sin intercambios directos con Beijing, además, nadie puede saber qué oportunidades podría traer la posición de China respecto de Europa. Por lo tanto, ha llegado el momento de intercambiar información de manera directa y detallada con Beijing. La conversación telefónica entre la ministra de Relaciones Exteriores de Alemania, Annalena Baerbock, y su homólogo chino, Wang, es solo un primer paso.
Alemania tiene influencia sobre China
En futuras conversaciones, el gobierno federal alemán debería pedir a Beijing que apoye la posición europea frente a Rusia. En última instancia, se trata de transmitir que la neutralidad de China pone directamente en peligro la soberanía nacional de Ucrania. El gobierno chino debería, como señaló un grupo de profesores chinos, tomar en serio sus compromisos de seguridad de 1994 con Ucrania. En Beijing, Alemania también podría mostrar su respaldo al ministro de Relaciones Exteriores de Ucrania, Dmytro Kuleba, quien recientemente enfatizó en una llamada telefónica con su homólogo chino que China podría desempeñar el papel de mediador para lograr un alto al fuego. Además, el gobierno federal debería explicitar el aislamiento económico de Rusia como un objetivo y enfatizar el importante papel que juega China en el éxito de esta estrategia.
Precisamente por sus relaciones económicas, Alemania no debería subestimar su influencia política sobre China. La decisión de detener el proceso de aprobación de Nord Stream 2, el proyecto del gasoducto ruso-alemán, y aceptar el bloqueo de Rusia en el sistema de comunicación bancaria SWIFT, fortalece la credibilidad del gobierno alemán. Estas decisiones refutan la suposición de Beijing de que Alemania priorizaría sus relaciones económicas incluso después del cambio de gobierno y no aceptaría pérdidas económicas graves. Es probable que el incipiente apoyo militar a Ucrania esté causando una impresión en Beijing.
Beijing no ejercerá su influencia sobre Putin sin obtener algo a cambio de los europeos. Pero cuanto antes se conozcan los costos, mejor. De este modo, será posible coordinarse dentro del gobierno federal y con los aliados europeos para averiguar qué puede ofrecerse realmente a los chinos. Después de todo, en la era de un orden mundial multipolar y una guerra que se intensifica en el centro de Europa, la política de crisis a menudo tiene que jugarse con audacia, frialdad y de maneras indirectas.
Este artículo apareció publicado el 2 de marzo en Frankfurter Allgemeine Zeitung y se reproduce con la autorización de sus autores. Traducción: Robert Graf.
El último libro del filósofo británico y profesor emérito de la London School of Economics John Gray se titula Filosofíafelina, los gatos y el sentido de la vida. Como sugirió en una entrevista al periódico británico TheGuardian, es verdad que hay hasta cierta contradicción entre una cosa y otra, porque “los humanos recurrieron a la filosofía buscando cierta tranquilidad, mientras que los gatos no son capaces de reconocer esa necesidad, porque tienden al equilibrio siempre que no tengan hambre ni estén amenazados”. Pero eso es justamente lo interesante. En estos tiempos de ansiedad e incertidumbre, hay cosas que podemos aprender de los gatos.
La referencia de Gray a los animales no es nueva. Lo hizo en 2002, cuando publicó Perros de paja —cuyo subtítulo en inglés era “pensamientos sobre humanos y otros animales”. “Si los hombres y mujeres realmente se comportaran como animales salvajes, su existencia sería mucho menos sangrienta y precaria de lo que es”, escribió en esa ocasión. Eran los tiempos del debate sobre la invasión a Irak y el auge de los neoconservadores en Estados Unidos, y Gray arremetió contra esa creencia de las democracias liberales de que su modelo podía ser exportable a cualquier parte del mundo y, especialmente, contra la convicción de que la humanidad es una especie superior que está en constante progreso de la mano del liberalismo. Una mirada que hoy, casi 20 años después, resuena como una profecía.
En 1989, cuando Fukuyama acuñó el concepto del fin de la historia, muchos pensaban que la democracia liberal prevalecería en el mundo, pero eso no sucedió. ¿Qué pasó? Porque nunca entendimos en Occidente por qué colapsó el comunismo. En ese minuto, uno habría dicho que fue porque era económicamente ineficiente, porque lo era, especialmente la versión soviética. Pero era ineficiente económicamente desde 1917, nunca funcionó. ¿Por qué entonces no colapsó antes? Otros dirán que fue porque la gente quería libertad. Algunas personas en la Unión Soviética, los intelectuales, los poetas, los científicos sí querían más libertad. Pero esa tampoco fue la razón de por qué colapsó. La razón fue por el nacionalismo y la religión en Polonia y en los Estados bálticos. Hubo, además, otros eventos que produjeron el colapso, como el desastre de Chernobyl. Pero la razón principal vino desde Polonia, vino de la Iglesia Católica. No soy católico; soy ateo, pero eso no quita que sea verdad que fue la Iglesia y el nacionalismo lo que gatilló el colapso. Entonces se entendió mal. La gente pensó que había sido la falta de una economía liberal, la falta de mercado, la falta de libertad intelectual. Pero esas son tonterías.
China logró el más rápido y profundo crecimiento económico, la más rápida y profunda reducción de la pobreza de cualquier país en la historia. Yo soy muy crítico de la China de Xi Jinping, pero hay que reconocer que ese logro le da una amplia base de apoyo. Estados Unidos, en cambio, después de la posguerra generó desigualdad —en especial en los 70 y 80—, creando un problema de largo plazo.
¿Cree que la sensación de triunfo del liberalismo en ese entonces impidió un debate más de fondo? Los pensadores liberales tienden a generar espejismos; lo que ven en el mundo es una imagen de ellos mismos, de cómo se imaginan que debería ser. No entienden los procesos en desarrollo en las sociedades que o nunca han sido liberales o solo lo fueron por un tiempo breve. Desde el colapso del comunismo y del periodo que llevó a ello, cuando Gorbachov tenía mucho apoyo en Occidente, en la Unión Soviética muy pocos lo respaldaban. Cuando postuló a un cargo después, bajo un sistema más democrático, obtuvo un porcentaje muy bajo de votos. Nunca fue muy popular en Rusia. Pero durante todo ese lapso hubo un espejismo liberal que alteró la realidad. En cierto sentido, eso gatilló también la guerra en Irak, en 2003. Recuerdo a Paul Wolfowitz decir que Irak lo que quiere es lo que nosotros tenemos, quieren una democracia liberal, quieren un capitalismo liberal. ¿Era real? Cuando la dictadura de Saddam colapsó —y fue un régimen terrible, nunca lo defendí, hizo atrocidades tremendas—, lo que sucedió fue que los dos poderes con más influencia en Irak fueron Irán, una teocracia, y el Estado Islámico, que se creó ahí mismo. No digo que la acción de Estados Unidos no expresara el deseo de algunos, pero no hubo ningún tipo de demanda popular potente por algo parecido a una democracia liberal.
Usted fue uno de los primeros que cuestionaron el liberalismo en los 90. ¿Qué lo llevó a hacerlo? Uno de los espejismos del liberalismo del siglo XX es que el mundo se iba a ir volviendo cada vez más secular. Cuando publiqué en 1989 mi primer ataque a la tesis de Fukuyama, dije que este no era el fin de la historia, sino el fin del liberalismo, porque lo que íbamos a descubrir era que tras el fin de la competición binaria entre liberalismo y comunismo —dos ideologías seculares europeas provenientes de la Ilustración—, lo que encontraríamos sería que se liberarían viejas fuerzas como la religión y el fundamentalismo. Eso es lo que pasó. Todavía estamos, en cierto sentido, en esa situación. El problema que el mundo no ha resuelto es cómo contener estos tipos de fundamentalismos que derivan en terrorismo.
¿Estamos viviendo una crisis terminal del liberalismo? Podemos decir que el liberalismo está en retirada por varias razones. Una es que si resulta ser cierto, aunque no lo sabemos todavía, que China manejó la pandemia mejor que las democracias liberales, entonces habrá un cambio aún mayor. Algunos piensan que China también creó la pandemia, eso es controvertido, pero si resulta al final que puede volver a una producción completa y a una economía normal mejor que la de los Estados liberales occidentales, eso sería un gran avance para el modelo chino. En cierto sentido, la competencia entre Estados iliberales, autoritarios o incluso, en el caso de China, totalitarios, depende mucho de los resultados. Si China puede volver a una economía normal más rápido que Occidente, eso sería un gran avance para ellos. Pero otra razón es que Estados Unidos, y en un menor nivel otros países occidentales, están enfrentando el llamado woke movement, que es una forma de liberalismo —hiperliberalismo lo llamo yo—, pero en la práctica es antagónico. Hoy podemos decir que EE.UU. ya no es más una sociedad liberal reconocible y la razón es que para ser una sociedad liberal en el sentido histórico, necesitas una amplia gama de instituciones civiles que no estén fuertemente politizadas. En un modelo tradicional de sociedades liberales tienes un sector universitario que no está politizado, los medios tienen varias perspectivas políticas, no hay una guerrilla informativa, la gente no es despedida de organizaciones de medios por usar el lenguaje equivocado o por reportear de determinada manera.
En parte por la crisis financiera de 2008 y en parte por la pandemia, muchas de las economías occidentales están siendo también muy dominadas por el Estado, pero en formas diferentes, desde alivios financieros hasta la inyección de dinero directamente a la economía. Hoy casi todas las formas de capitalismo en el mundo son en cierto sentido capitalismos estatales. Pero mi punto es que liberalismo y democracia son en muchos casos antagónicos, no hay una conexión necesaria entre democracia y capitalismo o liberalismo.
¿El fin de los grandes consensos mundiales que surgieron tras la Segunda Guerra Mundial se explica por esa crisis que atraviesa EE.UU.? En parte sí, pero esto también se debe a que surgieron otros grandes rivales de Estados Unidos. Primero, tras colapsar la Unión Soviética, Rusia no se volvió una democracia liberal, no se volvió una economía libre. Recuerdo que antes del colapso de la URSS, cuando estaba Gorbachov, muchos decían —lo que yo encontraba cómico y me burlé de ello en mis escritos— que Rusia se volvería algo parecido a Escandinavia o Canadá, se volvería una socialdemocracia en esa línea. Nunca pensé que eso era remotamente posible, porque la historia trágica de Rusia no lo permitiría. Solo hubo un periodo muy corto antes de la Primera Guerra Mundial en que se desarrolló algo parecido a instituciones constitucionales y luego vino el terrible periodo destructivo del comunismo. No era posible. Rusia no se volvió parte de Occidente, no se volvió parte de Europa; se volvió un antagonista de Occidente, especialmente bajo Putin. No se volvió un gran éxito económico y todavía es una economía relativamente pequeña. China sí lo hizo; por eso creo que el otro gran desafío al consenso de la posguerra fue China y su éxito económico.
¿El modelo chino es el gran ganador? China logró el más rápido y profundo crecimiento económico, la más rápida y profunda reducción de la pobreza de cualquier país en la historia. Yo soy muy crítico de la China de Xi Jinping, pero hay que reconocer que ese logro le da una amplia base de apoyo. Estados Unidos, en cambio, después de la posguerra generó desigualdad —en especial en los 70 y 80—, creando un problema de largo plazo. Hay grandes áreas de Estados Unidos de comunidades abandonadas, ciudades parcialmente en ruinas, grandes partes de la sociedad en una pobreza casi desesperada. Uno no debe olvidar esto, grandes sectores de la clase media de Estados Unidos están en una situación bien precaria, casi sin ahorros, familias incapaces de mantenerse a flote, a menos que los dos tengan trabajos. Eso a largo plazo produce la desilusión y rabia que llevó, por ejemplo, a Trump al poder.
Hoy se habla de la crisis de las democracias liberales. ¿Puede haber democracia sin liberalismo? Hayek siempre pensó que el liberalismo estaba separado de la democracia. Él apoyó la democracia, en especial el concepto de democracia limitada, pero creía que el liberalismo estaba separado de la democracia. Para él, la sociedad liberal podía ser una colonia, como el viejo Hong Kong británico. Él pensaba que el imperio de los Habsburgo era en muchos sentidos una sociedad liberal, pese a que no era democrático. En algún sentido para Hayek —y yo conocí a Hayek—, el ideal de una Constitución liberal se basaba en una visión idealista del imperio de los Habsburgo. Por supuesto es imposible, pero esa era su idea. El liberalismo puede separarse de la democracia.
Buque portacontenedores de la naviera china.
¿Puede sobrevivir entonces el liberalismo incluso sin democracia? Sí, puede hacerlo. Todos los pensadores liberales del siglo XIX: no solo Hayek; Mill y Tocqueville también aceptaban la democracia, aunque les preocupaba que la democracia pudiera limitar el liberalismo, que gradualmente comprometiera o redujera la libertad liberal. Y más recientemente —hablo de los últimos 10 años— han emergido, en especial en Europa del Este, lo que algunos a veces llaman democracias iliberales. Lo más obvio es Hungría, donde Viktor Orban ha dicho abiertamente: “nosotros somos una democracia, pero una democracia iliberal, lo que queremos es una democracia iliberal”. Eso también se remonta a fines del siglo XVIII, cuando pensadores como Rousseau promovían un tipo radical de democracia, pero no era una democracia liberal, era una democracia iliberal. Entonces, la relación entre liberalismo y democracia no es absoluta y muchos pensadores del siglo XX y del siglo XXI, cuando hablan —como los neoconservadores en Estados Unidos— se refieren al capitalismo democrático, como si hubiera una unión ideal entre democracia y capitalismo. Pero ni el liberalismo necesita ser democrático ni tampoco el capitalismo. China es un tipo de capitalismo estatal, yo lo llamo a veces economía de mercado leninista. Creo que ha sido así por largo tiempo y lo sigue siendo. Incluso grandes corporaciones chinas, que ingenuos inversionistas occidentales pensaban que eran independientes del aparato comunista de Xi Jinping, son parte de él. Cuando se desvían de la fila, una figura como Jack Ma, por ejemplo, puede desvanecerse. Es capitalismo, no es una economía estalinista, es diferente, pero está estrechamente conectado con el Estado. En parte por la crisis financiera de 2008 y en parte por la pandemia, muchas de las economías occidentales están siendo también muy dominadas por el Estado, pero en formas diferentes, desde alivios financieros hasta la inyección de dinero directamente a la economía. Hoy casi todas las formas de capitalismo en el mundo son en cierto sentido capitalismos estatales. Pero mi punto es que liberalismo y democracia son en muchos casos antagónicos, no hay una conexión necesaria entre democracia y capitalismo o liberalismo.
Al hablar de las sociedades liberales surge una contradicción, porque si bien la tolerancia es uno de los fundamentos del liberalismo, estas parecen cada vez más intolerantes. Creo que el liberalismo fue siempre una mezcla de tolerancia e intolerancia. Incluso John Stuart Mill, al que me dediqué a estudiar casi 20 años de mi vida, si bien no escribió sobre tolerancia, publicó un gran libro sobre libertades que sigue siendo un gran libro. La paradoja de la libertad dice Mill, es que todas las visiones deben aceptarse, incluso si toda la humanidad piensa una cosa y solo una persona piensa otra. Tiene que haber libertad para debatir. Pero por otro lado, ve a los seres humanos que viven bajo una religión tradicional o bajo ciertas tradiciones o creencias, como irracionales. Para él, la religión de la “humanidad”, que era la que él apoyaba, era mejor que cualquier religión tradicional. Y si no crees en eso e insistes en ser católico, judío o musulmán eres irracional. Para ser racional, para ser un correcto ser humano, tienes que ser autónomo. Y eso está en parte en el sustento intelectual —no quiero decir en su causa— del woke movement. En el liberalismo clásico está la idea de que en las sociedades racionales el ser humano racional tiene que liberarse de todas esas creencias prerracionales. Mill, en todo caso, era un hombre muy inteligente y vio que si esto alguna vez pasaba, existía el peligro de otro tipo de tiranía, una tiranía liberal. Como en la sociedad ya no habría gitanos, ni judíos ortodoxos, ni católicos tradicionalistas, sino solo una sociedad uniforme y homogénea, había un riesgo. Estaba preocupado de eso, porque era mucho más inteligente que los hiperliberales de hoy.
Para muchos liberales, el liberalismo no es una teoría política que se puede aplicar en diferentes formas en diferentes lugares; es una tradición universal y casi eterna. Esa creencia, esa convicción, esa fe, no es racional. Le va a pasar lo que les pasa a los mitos; los mitos son historias creadas para dar sentido, los mitos simplemente mueren cuando muere la gente que cree en ellos.
¿Y cuál fue su respuesta a ese dilema? El problema es que nunca lo resolvió. Incluso a mediados del siglo XIX, en el liberalismo clásico, estaba esta paradoja en el liberalismo. Hayek tampoco la resolvió. El liberalismo está lleno de estas contradicciones, algunas de ellas son tan fundamentales que no pueden ser resueltas. Movimientos como el neoconservadurismo o el liberalismo centrista tratan de conciliarlos o suavizarlos, pero creo que ese es un error, porque entonces tienes algo como el fenómeno del hiperliberalismo o woke liberalism, que como menciono es muy destructivo, no conduce a ninguna parte, no produce nada valioso, simplemente destruye las bases en las cuales Estados Unidos y otras sociedades liberales se sustentan. Mi visión es que el liberalismo partió no con los griegos o los romanos, sino con la tradición cristiana y judía. Por ejemplo, la tolerancia comenzó tras la guerra de religiones, en cierto sentido la tolerancia fue inventada. Hay tipos de tolerancia en otras sociedades, en India, China y otros lados; pero la tolerancia, en la forma en que nosotros la entendemos, emergió como una solución a las guerras de religiones. Vino de ideas religiosas sobre la libertad de conciencia. Vino de la post-reforma. Pero si tiramos todo eso por la ventana, si pensamos que todo eso debe ser deconstruido, entonces ya no puedes tener una sociedad liberal. Lo que tienes en su lugar son sectas, que no practican nada parecido a la tolerancia. Si te desvías, eres cancelado.
¿Podemos decir que el liberalismo creó su propia destrucción? Uno puede decir que en cierto sentido se derrotó a sí mismo, porque si muta a un hiperliberalismo, se vuelve tiránico. El viejo liberalismo muere y de paso refuerza a la extrema derecha. Si Trump es reelegido en 2024, lo que es posible, será en parte una reacción en contra del woke movement. Es decir, se derrotó a sí mismo al volverse hiperliberalismo, intolerante y autoritario, pero también activó viejas formas de la extrema derecha que son también autoritarias. El liberalismo se volvió tan dogmático que no acepta que haya ciertas circunstancias en que las sociedades liberales son imposibles. No aceptan sus propios fracasos. Para muchos liberales, el liberalismo no es una teoría política que se puede aplicar en diferentes formas en diferentes lugares; es una tradición universal y casi eterna. Esa creencia, esa convicción, esa fe, no es racional. Le va a pasar lo que les pasa a los mitos; los mitos son historias creadas para dar sentido, los mitos simplemente mueren cuando muere la gente que cree en ellos. El problema es que hay otros mitos más pequeños que los de las turbas liberales, los mitos de la extrema derecha y de la extrema izquierda. Y ese es el lugar donde la crisis de la civilización liberal está ahora.
¿Cree que estamos al final del paradigma que surgió con la Ilustración? No estamos en una era en que el liberalismo va a desaparecer completamente, porque es parte de la tradición cultural. Incluso los movimientos antiliberales luchan contra algo que existe, que es real. Tampoco estamos al final de la Ilustración. Es verdad que en cierto sentido sí lo estamos, porque el proyecto de la Ilustración de liberar a la humanidad del pasado ha fallado. Pero las ideas de autonomía y crítica racional de la sociedad, y la idea de un futuro mejor que el pasado, siguen con nosotros. Pero creo que, en cierto sentido, China encarna la Ilustración iliberal. Hoy todos hablan de los valores del liberalismo de la Ilustración, pero muchos olvidan los valores del iliberalismo de la Ilustración. Creo que una de las cosas que Xi Jinping ha hecho en China, aunque diga que es un socialismo con características chinas, es absorber la Ilustración iliberal. No nos hemos movido realmente a ningún otro modelo. Hoy Xi Jinping tiene definitivamente una idea del futuro, pero en los países occidentales por primera vez las personas no tienen una idea clara del futuro. Antes pensaban que el futuro era como el presente, pero mejor. Hoy nadie lo sabe.
Hace unos años me dedico a leer, traducir y elaborar una curaduría sobre distintos aspectos de la vida intelectual china contemporánea, para un proyecto que he bautizado Readingthe China Dream. ¿Qué vida intelectual?”, se preguntarán varios que están leyendo esto ahora, considerando que los únicos intelectuales chinos que por lo general aparecen en la prensa occidental son disidentes que suelen terminar en la cárcel, en el exilio o, simplemente, en la marginalidad. Sabemos que el gobierno autoritario de China castiga el disenso intelectual, y esta es una actitud que debemos condenar inequívocamente. Sin embargo, la idea de que la vida intelectual china no consiste más que en el disenso y su consecuente represión, es incompleta e imprecisa.
El ascenso de China en las últimas décadas ha generado las condiciones para que emerja una autentica ecología intelectual funcional, integrada por cientos, quizás miles, de intelectuales públicos —en su mayoría profesores universitarios, pero también escritores y periodistas—, que discuten sobre asuntos de China y el mundo a través de la prensa escrita e internet, y desde una diversidad de puntos de vista y posiciones.
Esta ecología funciona por fuera de la maquinaria propagandística del Estado. Las autoridades centrales recurren a sus órganos de propaganda para “contar la versión de China”, regulando y vigilando el debate intelectual y señalando cuáles son los temas que se encuentran fuera de la discusión. El disenso abierto no es tolerado y la ecología intelectual de China no es libre. De todas maneras, el hecho de que los intelectuales públicos chinos no puedan decir todo lo que quieran no significa que no puedan decir nada en lo absoluto. Siempre y cuando eviten hablar sobre cuestiones prohibidas (como la situación de Xinjiang y el Tíbet) y no confronten directamente a las autoridades, los intelectuales chinos gozan de una sorprendente libertad para discutir sobre temas como la democracia, el poder del Estado, las relaciones sino-americanas y otras cuestiones sociales y culturales relevantes para el contexto chino.
En otras palabras, si bien las autoridades chinas dejan muy claro sobre qué temas no hay que hablar, ellas no imponen un punto de vista sobre los temas que incumben a la intelectualidad china. En este sentido, decimos que la ecología intelectual china es, a la vez, orgánica y administrada.
Otra relación compleja es la que se establece entre esta ecología con la prensa y las editoriales extranjeras. Por un lado, los intelectuales de China están muy conectados a Occidente: la mayoría puede hablar, o al menos leer, en inglés. China también posee una enorme y eficiente industria dedicada a la traducción, la que publica cada año cientos de volúmenes, incluyendo obras académicas, periodísticas y de literatura de ficción. La intelectualidad china no tiene, pues, ningún problema para estar al día sobre las últimas tendencias en el mundo occidental, sobre todo en la esfera anglófona.
Al mismo tiempo, China ha construido su propia internet. Los gigantes de las redes sociales occidentales, como Facebook y Twitter, solo son accesibles para usuarios chinos con acceso a VPN. Esto, sumado a que la mayoría de la gente en China consigue su información a través de fuentes publicadas en chino, impide que la ecología intelectual china se ahogue en el fárrago de “información” producido por las redes sociales estadounidenses. Por ejemplo, temas como la elección de Donald Trump y el movimiento Black Lives Matter han sido intensamente discutidos en la internet china durante los últimos años, pero siempre refractados a través del lente chino. Los debates locales no son reproducciones de las discusiones que se dan en Estados Unidos, pues se inscriben en el contexto chino y reflejan las disputas internas entre diversas facciones políticas. Un debate sobre la identity politics en Estados Unidos, por ejemplo, puede ser una forma indirecta de discutir sobre la naturaleza de los derechos individuales y la identidad cívica en China.
China también posee una enorme y eficiente industria dedicada a la traducción, la que publica cada año cientos de volúmenes, incluyendo obras académicas, periodísticas y de literatura de ficción. La intelectualidad china no tiene, pues, ningún problema para estar al día sobre las últimas tendencias en el mundo occidental, sobre todo en la esfera anglófona.
La emergencia de esta ecología intelectual ha producido, de facto, una escena intelectual pluralista y vital, una amplia red de revistas, blogs, intelectuales públicos y escuelas de pensamiento dedicadas a la discusión y el debate, con distintas visiones sobre el pasado, el presente y el futuro de China. En esta ecología se escribe para persuadirse mutuamente, mover a la opinión pública, e incluso, con mayor o menor fortuna, para influir en el mismísimo Partido Comunista.
Este pluralismo intelectual evolucionó a pesar del Partido Comunista, el que ciertamente no lo promovió. No hay duda de que para Xi Jinping el pluralismo es un problema, si es que no es simplemente peligroso. Aun cuando no haya un disenso abierto o una confrontación abierta con las autoridades, el pluralismo sugiere la posibilidad de que existan ideas diferentes. Esto se opone a lo que evidencia Xi, tanto en sus propios escritos como en el Pensamiento de Xi Jinping promovido por el Partido Comunista Chino: un deseo por imponer la disciplina ideológica en el diverso mundo intelectual chino.
Aun así, existen serias limitaciones políticas para que el partido llegue a imponer una agenda de esa clase. Ahora que esta ecología intelectual existe, el partido no puede simplemente llegar y clausurarla. En primer lugar, porque sería un proceso largo y difícil, y Xi ya tiene un programa copado de reformas importantes. En segundo lugar, porque Xi y el Partido Comunista Chino aún deben afianzar su legitimidad ideológica, la que no es segura. De ahí también que existe un interés por parte de Xi y el partido en que la intelectualidad china les eche una mano, y contribuya a modelar y refinar el punto de vista oficial.
El regreso de los intelectuales
El pluralismo intelectual en China fue el resultado inesperado de su involucramiento con el resto del mundo, un aspecto central de las políticas de reforma y apertura que han hecho de China un país próspero y poderoso. Las “Cuatro Modernizaciones”, iniciadas por Deng Xiaoping a finales de los 70, pusieron a China en una dirección nueva y fundamentalmente distinta. Turistas extranjeros llegaron a China, estudiantes chinos comenzaron a estudiar en Occidente y Japón, noticias extranjeras eran transmitidas por la televisión china y el mismo Deng visitó Estados Unidos. La llamada “literatura de las cicatrices” abordó las tragedias de la Revolución Cultural, mientras desde el periodismo se publicaron libros superventas que denunciaban la corrupción oficial durante ese periodo. Lanzada en 1979, la revista literaria Dushu (“Lectura”) anunciaba que no habría “zonas vedadas a la lectura” y publicó los trabajos de las luminarias del mundo intelectual chino de ese entonces. También se iniciaron enormes proyectos de traducción, tales como “Cultura: China y el mundo”, de Gan Yang, y “Hacia el Futuro”, de Jin Guantao, permitiendo que cientos de obras filosóficas y científicas occidentales estuviesen disponibles para el público chino. La sensación general entre los intelectuales de la época era que la fiebre autoritaria de China se había acabado por fin, que el futuro de China sería democrático y que, en una forma que aún no era del todo clara, se reconocería la importancia del Estado de derecho y los derechos humanos.
La década del 90 fue marcadamente distinta y mucho más pesimista. En respuesta a las protestas de Tiananmen y el colapso de la Unión Soviética, las autoridades chinas adoptaron un estilo de gobierno mucho más autoritario y aceleraron las reformas hacia una economía de mercado, con la esperanza de evitar el destino de su viejo hermano mayor socialista soviético. Los 90 fueron una década crítica para los pensadores chinos, pues fue durante esos años que tomaron forma las principales diferencias que aún marcan la vida intelectual del país. Estas divisiones están detrás de la fuerza que ha impulsado el pluralismo intelectual de hoy.
La primera consecuencia importante de esta década fue la disolución del consenso liberal, que en general caracterizó la vida intelectual china durante los 80. El liberalismo chino se fragmentó en una serie de grupos rivales a partir de sus diferentes interpretaciones sobre las reformas económicas de Deng, las que trajeron enorme crecimiento económico, pero también nuevas y profundas desigualdades. Los liberales de los derechos humanos y el Estado de derecho se enfrentaron a otros liberales de corte libertario, burkeano y hayekianos del tipo el-mercado-nos-hará-libres. El quiebre de este consenso tuvo como consecuencia que muchos liberales chinos se pasaron al autoritarismo, bajo la premisa de que China no estaba preparada para el gobierno democrático y que los riesgos que involucraba un experimento de esta clase eran demasiado altos.
Paralelamente, emergieron grupos nuevos —entre ellos, la Nueva Izquierda y los neoconfucianos. Los pensadores de la Nueva Izquierda, como Wang Hui y Cui Zhiyuan, denunciaron lo que veían como una oleada neoliberal que estaba inundando China, y adoptaron un compromiso más combativo con las ideas socialistas, reavivando esta tradición política por medio de enfoques creativos que adoptaban perspectivas del pasado y del presente, así como las experiencias y aproximaciones de movimientos socialistas, tanto chinos como extranjeros. La Nueva Izquierda de ese entonces tenía una predilección por adoptar las formas discursivas propias del posmodernismo occidental —el que constituía un vocabulario común, pues todo aquel que “era alguien” en la escena intelectual de la China del periodo reformista había hecho sus estudios de PhD en alguna universidad occidental. Los neoconfucianos, como Kang Xiaoguang y Jiang Qing, adoptaron en cambio las banderas del conservadurismo cultural y el nacionalismo. En sus trabajos denunciaron el nepotismo de la economía capitalista y la vulgaridad de la sociedad de consumo, promoviendo un retorno al autoritarismo paternalista y benévolo. Kang sostenía, por ejemplo, que el confucianismo debía convertirse en la religión oficial del Estado chino, en tanto Jiang Qing proponía que el actual gobierno de China debía ser reemplazado por una asamblea tricameral, con una cámara integrada por eruditos confucianos, otra por personas eminentes —la que incluía a descendientes de Confucio y otros sabios, así como a los líderes de las principales religiones del país— y una tercera cámara elegida por sufragio popular.
Durante la década del 2000, en cambio, el tema más importante será ‘el ascenso de China’, proceso que se consolida luego de la crisis financiera de 2008, la cual China pudo sortear de mucho mejor manera que otras grandes economías del resto del mundo. La idea del ascenso transformará el mundo intelectual chino, haciendo de China un caso exitoso, en vez de un fracaso o una víctima.
En perspectiva, los 90 fueron un periodo vital y creativo en China, aunque en esos años los intelectuales del país experimentaron el “pluralismo” como una ordalía extenuante, amarga y violenta. Este periodo de intensos debates, los que tuvieron lugar en revistas como Strategy and Management (fundada en 1993), a veces es recordado hoy como “la guerra de los escupitajos”.
Durante la década del 2000, en cambio, el tema más importante será “el ascenso de China”, proceso que se consolida luego de la crisis financiera de 2008, la cual China pudo sortear de mucho mejor manera que otras grandes economías del resto del mundo. La idea del ascenso transformará el mundo intelectual chino, haciendo de China un caso exitoso, en vez de un fracaso o una víctima —aunque el relato victimizante de China hasta el día de hoy es políticamente efectivo y suele reflotar con regularidad en el discurso público.
Una cartografía del futuro de China
El ascenso de China y el declive de Occidente abrieron nuevas perspectivas para muchos intelectuales chinos. Si China prosperaba, mientras la Unión Soviética desaparecía y Occidente se hundía, esto significaba que había llegado el momento para repensar el esquema fundamental que había definido la vida intelectual china desde comienzos del siglo XX: la democracia liberal frente al socialismo ruso-soviético. En el contexto de estas antiguas discusiones, se asumía que China o era un fracaso o un problema que estaba por resolverse. El ascenso reciente de China, sin embargo, acabó siendo la prueba contundente de que este esquema fundamental para entender el lugar de China en el mundo era un esquema “equivocado”. China no era un fracaso ni un problema, sino que siempre había estado “en lo correcto”. Esto trajo como consecuencia que una nueva generación de intelectuales llevara a considerar también como “equivocado” gran parte de lo que las generaciones anteriores dijeron sobre China en el siglo XX. Una comprensión correcta de China podría ser, entonces, un primer atisbo del futuro. El resultado de estas especulaciones fue una explosión intelectual y creativa que continúa hasta nuestros días, si bien las cosas se han puesto algo más difíciles desde que Xi Jinping asumió el poder.
Una corriente importante, iniciada en 2005 con la conferencia de Gan Yang sobre “La unificación de las tres tradiciones”, ha insistido en la continuidad histórica que existe entre la prosperidad de la China contemporánea y su larga historia como una civilización dominante. El argumento central de Gan es que China prospera actualmente porque ha logrado fusionar tres tradiciones singulares: el personalismo confuciano (i.e., el compromiso con la familia y la tierra), el sentido maoísta de la justicia y la eficiencia económica de Deng. El objetivo de este argumento es reconciliar la grandeza de China como una civilización —una idea profundamente arraigada en China— con las experiencias del “siglo de humillaciones”, periodo que va desde las Guerras del Opio hasta la Revolución de 1949. La noción de que China está reivindicando su justo lugar en el mundo tiene mucha fuerza en nuestro tiempo, tanto entre los intelectuales chinos como en la cultura popular.
Una lectura más atenta, sin embargo, no nos deja muy claro si Gan dice que China ya consiguió fusionar las tres tradiciones mencionadas o si debiese aspirar a ello. En cualquier caso, su discurso inspira docenas, si es que no cientos de imitaciones, las que en su mayoría insisten en el tópico de la continuidad histórica de China; por esta misma razón, quienes defienden este argumento evitan referirse demasiado (o celebrar) a los ejemplos más claros de discontinuidad histórica: la fundación del Partido Comunista y las revoluciones de China durante el siglo XX. En algunos círculos liberales se hizo popular “darle el adiós a la Revolución”, por la violencia y el sufrimiento que se asocian a ella.
Un ejemplo importante en esta línea es la discusión sobre el sentido de la temprana revolución republicana de 1911. En la interpretación marxista tradicional se le suele tratar como una revolución burguesa, cuyo fracaso llevó a la fundación del Partido Comunista, en 1921, que llevará a buen término la exitosa revolución de 1949. Con el ascenso de China, autores como Chen Ming (afiliados al conservadurismo cultural y, muchos de ellos, al neoconfucianismo) sostuvieron que la revolución republicana fue un error. Autores como Chen insisten en que China, bajo el liderazgo del pensador confuciano Kang Youwei (1858-1927), iba camino a consolidar una monarquía constitucional, un régimen político más apropiado a las “condiciones nacionales” de la época, preservando la figura del emperador y la continuidad institucional encarnada en la corte imperial. El fracaso de la república, han insistido los conservadores, se debió a que el republicanismo noes chino, y el movimiento estudiantil del 4 de mayo —el que suele ser elogiado por su espíritu arrojado e iconoclasta— solo empeoró las cosas al condenar el confucianismo y abrir las puertas al liberalismo y al socialismo, que son una importación occidental.
En respuesta a las protestas de Tiananmen y el colapso de la Unión Soviética, las autoridades chinas adoptaron un estilo de gobierno más autoritario.
Estos argumentos audaces provocaron una respuesta vigorosa desde el campo liberal. En 2016, Qin Hui publicó un libro titulado Leaving the ImperialSystem Behind (actualmente prohibido en China, aunque es posible encontrar varios capítulos en línea), donde defiende la revolución republicana como el momento crucial en que China al fin le dio la espalda a milenios de autoritarismo y mal gobierno, abriendo la puerta a algo distinto y mejor. Que la república haya fracasado solo puede significar que sus promesas aún están por realizarse, incluso hoy. En su libro, Qin condena como hipócritas y “falsos confucianos” a aquellos pensadores que a lo largo de la historia defendieron la autocracia imperial, y sugiere que los actuales “neoconfucianos” no son mucho mejores.
Ninguna de estas interpretaciones sobre la revolución republicana de 1911 tiene nada positivo que decir sobre el socialismo o el Partido Comunista Chino, el que, a su vez, condena el “nihilismo histórico” de ambas visiones. Sin embargo, con las condenas y todo, discusiones como esta todavía siguen muy presentes.
¿Una ideología para el siglo XXI?
A pesar de la defensa elocuente que ofrece Qin Hui de la revolución republicana de 1911, los liberales chinos en la actualidad se encuentran a la defensiva desde que el tópico de “el ascenso de China” comenzó a dominar la discusión intelectual, lo que, a su vez, ha fortalecido el bando de la Nueva Izquierda y a los neoconfucianos. Los de este último grupo recientemente han comenzado a llamarse a sí mismos “neoconfucianos continentales”, para distinguirse de otros pensadores neoconfucianos que integran la diáspora china y carecen de ambiciones políticas. Los neoconfucianos continentales, en cambio, se han propuesto abiertamente ofrecer una serie de argumentos culturalistas al partido gobernante, cuya legitimidad ideológica aún está por consolidarse. Por su parte, la Nueva Izquierda (integrada por Wang Hui, Jiang Shigong y Zhang Yongle, entre otros) abandonó su antigua postura crítica y se ha plegado al Estado, principalmente porque el Estado chino ha limitado los excesos neoliberales, reducido la pobreza y, en general, porque el modelo chino puede ofrecer un ejemplo al mundo sobre cómo orientar los mercados hacia el bien común de la sociedad y, a la vez, promover la productividad económica.
Algunos escritores liberales, como Xu Jilin y Liu Qing, comprenden la modernización de China en el contexto de un proceso de modernización global, y celebran cómo los valores culturales chinos están pasando a integrar el conjunto de los valores universales (y cómo estos últimos son, a su vez, absorbidos por la cultura china). Esta visión, a juicio de sus detractores no-liberales, parece ser demasiado mezquina al momento de pensar a China como “un primer atisbo del futuro”. En el último tiempo, los liberales están por sobre todo dedicados a criticar a la Nueva Izquierda y a los neoconfucianos, o a realizar defensas indirectas del régimen democrático —por ejemplo, en sus críticas al movimiento Black Lives Matter, al que consideran un ejemplo de política identitaria que amenaza los consensos fundamentales que aseguran la funcionalidad de la democracia, al punto que un liberal como Gao Quanxi se ha declarado partidario de Donald Trump, al que considera un bastión capaz de resistir los excesos y los peligros que acompañan a la cultura de la corrección política.
La molestia de Xi Jinping respecto del pluralismo intelectual, uno podría pensar, quizás se deba a que su visión sobre China suele ser ignorada en los debates intelectuales y a que no haya pensadores involucrándose más activamente con su agenda. Aún no es claro si es que esta situación va a cambiar con los recientes refuerzos al aparato propagandístico del partido. Un caso interesante al respecto es el de Jiang Shigong, uno de los miembros más eminentes de la Nueva Izquierda y un declarado defensor del Partido Comunista. Jiang publicó en 2018 un largo ensayo, donde denuncia y propone una rectificación de los errores pluralistas de los últimos años y llama a sus colegas a sumarse a la construcción del socialismo con características chinas, tal como se encuentra delineado en el Pensamiento de Xi Jinping.
Sin dar nombres, Jiang deja suficientemente claro quiénes son los que, en su opinión, se han desviado del recto camino —grupos específicos vinculados al liberalismo y al neoconfucianismo. Más adelante, Jiang formula una síntesis del marxismo, que en su opinión ya no trata tanto sobre la lucha de clases, sino sobre el autocultivo del carácter y la búsqueda de la perfección, armonizándolo con la visión delineada por el Pensamiento de Xi Jinping. El marxismo de Jiang —y también el de Xi— se propone absorber el confucianismo y hacer del liberalismo algo irrelevante. Este uno de acuerdo o no con Jiang, su ensayo es un tour de force, y muchos de mis amigos liberales chinos lo admiran por el alcance y la ambición de su obra. En todo caso, no está muy claro que muchos hayan cambiado de parecer después de haber leído los trabajos de Jiang.
El 1 de julio de 2021, el Partido Comunista de China celebró el centenario de su fundación. En los meses que precedieron a la celebración, hubo una intensa campaña dedicada a destacar las glorias del partido en el pasado, el presente y el futuro: innumerables editoriales, artículos académicos y posts elogiaban la sabiduría del partido y denunciaban el nihilismo histórico. En los titulares de la prensa occidental, en tanto, era posible encontrarse con frases como “Xi Jinping busca consolidar su poder con la celebración del centenario del Partido Comunista” (lo que es muy probablemente cierto), a la vez que se destacaba la apertura de nuevos “centros de investigación dedicados al Pensamiento de Xi Jinping” que acompañó a la preparación del evento.
La Nueva Izquierda (integrada por Wang Hui, Jiang Shigong y Zhang Yongle, entre otros) abandonó su antigua postura crítica y se ha plegado al Estado, principalmente porque el Estado chino ha limitado los excesos neoliberales, reducido la pobreza y, en general, porque el modelo chino puede ofrecer un ejemplo al mundo sobre cómo orientar los mercados hacia el bien común de la sociedad y, a la vez, promover la productividad económica.
El 2 de julio de 2021, un día después del aniversario, Yao Yang, profesor de economía de la Universidad de Pekín, publicó en línea un artículo titulado “El último plan de 10.000 caracteres de Yao Yang: los desafíos del Partido Comunista de China y la reconstrucción de la filosofía política”, en la Beijing Cultural Review, una revista de divulgación intelectual, de buena reputación, en la que muchos intelectuales públicos dan a conocer su trabajo a una audiencia más amplia.
Yao es un estudioso y un intelectual público muy respetado, asociado, por lo general, a la Nueva Izquierda. Sin embargo, en el último tiempo ha expresado su admiración por el confucianismo. La primera vez que noté esto fue en una entrevista que dio durante la primavera de 2020, en donde dijo más o menos que “en Occidente nos odian porque nos llamamos a nosotros mismos comunistas —quizás si nos llamásemos confucianos cambiarían su impresión de nosotros”; un pragmatismo muy similar al que inspira la decisión institucional que hay detrás de la fundación de los “Institutos Confucio”. Este interés de Yao en el confucianismo se remonta a 2016, y recientemente ha publicado textos bastante sustanciosos sobre este tema.
Yao, en su artículo del 2 de julio, aborda el centenario del partido en relación con la próxima gran fecha que se asoma en el horizonte: 2049, el centenario de la fundación de la República Popular China. El texto está escrito de manera tal, que deja muy claro que Yao y sus editores son conscientes de estar siendo leídos el día después de la gran celebración. Si bien muchos intelectuales públicos chinos ignoran al partido y la Revolución en sus escritos, Yao es enfático en hacer lo contrario, exaltando reiterada y directamente al partido y la Revolución, por sus contribuciones a la modernización de China.
A pesar de las celebraciones, el mensaje central de Yao es que aún queda mucho por hacer. China, sostiene, aún debe absorber a Occidente, tal como en su momento absorbió al budismo. Tanto el marxismo como el Partido Comunista deben completar su “sinificacion”, si es que China quiere, finalmente, realizar la última gran absorción —lo que Yao llama “la reestructuración filosófica”. La solución propuesta por Yang es un retorno al confucianismo: “La reconstrucción del sistema teórico del partido, con la filosofía marxista como guía y la política confuciana como su esencia, es el único camino que tiene el partido para completar su reencuentro con China, y un paso fundamental para la absorción de Occidente en la civilización china”. Si bien Yao cita varias veces durante el texto a Deng Xiaoping, no menciona en ninguna parte a Xi Jinping.
Yao Yang es solo un caso, pero uno bastante ejemplar, sobre cómo funciona lo que he llamado la ecología intelectual china. En los primeros días de la internet en China era posible encontrarse con intelectuales-blogueros que eran auténticas celebridades, con decenas de miles y a veces cientos de miles de seguidores. Con el tiempo, el partido fue clausurando la blogosfera abierta, acarreando a la gente hacia pequeños grupos de WeChat, los que tienen una influencia más limitada y son más fáciles de monitorear. Mas allá de estos pequeños grupos y las revistas en línea, el apoyo institucional al pluralismo intelectual de China es casi nulo. Y sin embargo, Yao y miles de otros escritores se hacen oír, a veces complementando y a veces desafiando sutilmente la propaganda oficial desde una posición independiente y a la vez cautelosa.
Si pueden hacerlo es porque en los últimos 50 años China ha cambiado de manera radical, con consecuencias profundas en la reconfiguración del orden mundial. Aun así, no importa lo que digan Xi y el partido, porque nadie sabe realmente dónde estará China dentro de cinco años. Nada está escrito de antemano, y por esto mismo es que los intelectuales de China han decidido tomar la palabra.
Artículo publicado originalmente en el N° 3 de Palladium Magazine (palladiummag.com), que se reproduce con autorización de su autor. David Ownby es profesor de historia en la Universidad de Montreal y fundador de Reading the China Dream, proyecto online dedicado a la traducción de textos escritos por intelectuales chinos contemporáneos. Traducción: Domingo Martínez.
Abril, 2019: Alfredo Bryce Echenique relata una anécdota tristísima relacionada a la frustración de no haber satisfecho las expectativas de su padre. El público aplaude y, como siempre, Bryce no sonríe, se encoge de hombros, simula no hacerse cargo del chiste amargo y arruga las cejas aparentando curiosidad o un disgusto resignado. Dirige la reacción del auditorio y, al mismo tiempo, intenta desconocer la inconfundible gracia de sus desgracias.
La escena ocurre en la presentación de la tercera parte de sus memorias Permiso para retirarme. En la misma línea de Permiso para vivir (1993) y Permiso para sentir (2005) —proyecto acuñado como “Antimemorias”, en honor a su admirado André Malraux—, se disgregan encandilamientos, infidelidades, neurosis, hemorroides, internaciones psiquiátricas, desamores, separaciones, azares y, sobre todo, fracasos. Y aunque sus personajes y escenarios se asocian fácilmente a los de sus relatos, poco termina importando borronear los límites de la ficción porque lo atendible, como siempre, es la inagotable refulgencia de sus pesimismos, desacralizaciones y autoparodias. Un torrente de imágenes que suele disgregarse, desmentirse a sí mismo, estrujarse y soltarse con una energía torrencialmente calculada. ¿Bryce intenta hacernos reír con las desventuras de sus personajes o somos los lectores los que no tomamos en serio sus devastaciones y nos reímos de algo terrible?
En Permiso para retirarme, Bryce promete dar el portazo definitivo a su cuaderno de navegación biográfico, pero, por supuesto, sería inútil preguntarse si por primera vez en sus 80 años está hablando en serio. Si las dos primeras entregas retratan sus años en Perú, en Europa y Cuba, mediante un salpicado de amigos, parejas, artistas, políticos, intrigas pasajeras y regresos fallidos, en esta tercera parte se detiene en su entrañable amistad con Julio Ramón Ribeyro, las desaseadas visitas del poeta Rodolfo Hinostroza a su departamento de la rue Amyot, los rebuscados desencuentros con el presidente Alan García, sus complicidades con el humorista Tulio Loza y los lobbies de García Márquez para conseguirle inmerecidos cargos universitarios.
Pero sobre todo hunde una tecla significativa cuando se detiene en Francisco Bryce Arróspide, su padre, “un hombre de una bondad tan paradigmática como lo era su silencio”. A lo largo de sus 70 años, fue maestro ferroviario, marino mercante, reparador de electrodomésticos y gerente general del Banco Internacional. Creció en una granja en Jauja, a 270 kilómetros de Lima, cerca de un hospital para tuberculosos. A los 18 cometió un error en el ensamblaje de rieles y el tren no fue a dar a Oroya sino a Cerro Pasco, bastantes kilómetros más lejos de lo anunciado. La negligencia fue difundida y don Paco fue tan hostigado que abandonó la sierra, llegó a Lima y se embarcó como marino. Después de dos décadas se bajó en el mismo puerto y se casó con Elena Echenique Basombrío, una sobrina 30 años menor y bisnieta del presidente José Rufino Echenique: una muchacha distraída y bellísima que, en ese entonces, se empinaba por los 18 años.
En reuniones familiares, don Paco era alentado a destapar su anecdotario de marino, pero nadie daba crédito a las experiencias que él tampoco defendía. Contaba, por ejemplo, que una mañana toreaba en España cuando el animal se le vino encima y tuvo que lanzarlo al graderío, donde cayó sobre una vieja que murió grotescamente. O la vez que compartió con una tribu africana donde las mujeres tenían los senos tan caídos, que los hombres afilaban en ellos sus cuchillos. De sus funciones en el Banco Internacional, en tanto, lo que más disfrutaba era supervisar las construcciones de sucursales regionales para justificar el paseo por los Andes centrales, su lugar natal. Alfredo pedía acompañarlo y, en esos silenciosos viajes por la sierra, don Paco rompía el marasmo y se sensibilizaba medidamente al toparse con lugares como Tarma, Huaychulo o Huncayo. Alfredo retiene estas postales como la única instancia donde su padre alcanzaba a fragilizarse y mostrarse un poco menos circunspecto.
Si las dos primeras entregas retratan sus años en Perú, en Europa y Cuba, mediante un salpicado de amigos, parejas, artistas, políticos, intrigas pasajeras y regresos fallidos, en esta tercera parte se detiene en su entrañable amistad con Julio Ramón Ribeyro, las desaseadas visitas del poeta Rodolfo Hinostroza a su departamento de la rue Amyot, los rebuscados desencuentros con el presidente Alan García, sus complicidades con el humorista Tulio Loza y los lobbies de García Márquez para conseguirle inmerecidos cargos universitarios.
En 1957, don Paco permitió que Alfredo estudiara literatura, siempre y cuando lo complementara con estudios de derecho. Necesitaba un heredero en el banco, porque de sus tres hijos hombres, uno era sordomudo, el otro un patán imperdonable y solo le quedaba el menor: Alfredo, el más excéntrico e impredecible de todos. Como estudiante de la Universidad de San Marcos (donde se cruzaba con su ayudante de cátedra Mario Vargas Llosa), Alfredo caminaba diariamente hasta la oficina de don Paco a la hora de almuerzo. Los compañeros de leyes solían pedirle una reunión con su padre para conseguir un puesto en el banco, pero don Francisco repudiaba enérgicamente los nepotismos. Al respecto, podemos encontrar señuelos en La vida exagerada deMartín Romaña (1981), cuando al protagonista —un joven peruano en el París de los 60— es recriminado por ser hijo de un “ladrón de plusvalía” o un “sucursalero de mierda”.
En la crónica Bryce antes de Julius (Estruendomudo, 2017), el ensayista peruano Mariano Oliveira La Rosa entrevista al autor y a más de 30 personas vinculadas a su infancia y juventud. Acá el mismo Alfredo recuerda cómo su padre solía exigirle que compartiera historias de las familias marginales que empezaba a conocer en sus prácticas de abogado. Según él, como tampoco era tanto lo que hacía, no le quedaba más que fabular en la dirección que a su padre pudiese interesarle y, de paso, hablarle bajito para irritar su sordera. “De toda mi familia solo yo disfrutaba de mi padre”, escribe en Permiso para retirarme: su madre había apagado tempranamente el entusiasmo por su marido navegante (“había perdido la aureola de aventurero”) y ni hablar de la violencia entre él y su hijo Eduardo, quien puede emparentarse a la irresponsabilidad y petulancia de los hermanos mayores de Un mundo para Julius.
Es curioso pensar que Bryce, tal vez, recibió de su padre el motor de su narrativa, pero de manera inversa: este hombre desconcertante, parecía fabular con sus mundos abisales, pero hacía exactamente lo contrario: don Paco era impenetrable, lejano a aspavientos y al acomodo de eventualidades. Años después de su muerte, incluso, Alfredo leyó en la prensa que el célebre tenor Alejandro Granda volvió al Perú después de décadas y le dio el mérito a don Francisco de haberlo descubierto cantando en un buque y presentarlo a tenores de primera línea. Una historia, por supuesto, que nadie tomaba en serio cuando la revivía en esos almuerzos familiares.
Alfredo, en cambio, ya a temprana edad era identificado como una metralleta de mentiras y, una de las más recordadas por sus compañeros de colegio, es precisamente una relacionada al padre. A los siete u ocho años, Alfredo inventó que era hijo del famoso piloto de carreras Arnaldo Alvarado —la historia aparece en su relato La esposa del rey de las curvas (2010)—, pero cuando Alvarado perdió el título ante el piloto Henry Bradley, Alfredo dijo —sin arrugarse— que su verdadero padre era Bradley y que la prensa también se había equivocado porque el apellido del campeón no era Bradley sino Bryce.
Una madrugada de 1964 Alfredo se embarcó de Lima a París para convertirse en escritor. Antes de salir de su casa, don Paco sorpresivamente se levantó en bata, besó su frente, suspiró y se fue a su cuarto, donde ya dependía de un tanque de oxígeno. Padre e hijo nunca más volvieron a verse: don Paco murió en 1966 y no alcanzó a enterarse de que en 1968 su hijo publicaría Huerto cerrado (título sugerido por Julio Ramón Ribeyro), ni menos que Martín Romaña, su personaje más célebre, pensaría que en Lima toda su familia debía estar feliz con su ausencia en la cena navideña, excepto su padre.
Permiso para retirarme. Antimemorias III, Alfredo Bryce Echenique, Anagrama, 2021, 231 páginas, $19.000.
La tradición poética estadounidense es fecunda en formas de rehuir la abrumadora presencia del hablante poético que se sitúa al centro del universo; una de ellas es negar la función expresiva de la poesía y otra automatizar parte del trabajo poético mediante la adopción de un procedimiento. Vemos esto, por ejemplo, en el paso de Ezra Pound a una impersonalidad que privilegia el aspecto didáctico del poema; en el uso de un método formal en los Sonetos (1964) de Ted Berrigan, en el conceptualismo del recientemente fallecido Dan Graham y su Poema Schema (1966); y en los experimentos de L=A=N=G=U=A=G=E.
A fines de los años 60, el poeta David Antin (Nueva York, 1932-2016) optó por otra ruta, los talk-poems o poemas-hablados, algo más parecido a un evento que a un objeto literario. En sus palabras, “como poeta me sentía extremadamente cansado de / lo que consideraba un acto innatural del lenguaje / encerrarse en un clóset / por así decirlo / sentarse frente a una máquina de escribir / porque / todo es posible en un clóset / frente a una máquina de escribir / y nada es necesario / un clóset / no es un lugar desde donde hablarle a alguien”.
En estos poemas-hablados, en vez de leer o recitar, Antin piensa en voz alta en una especie de free jazz para conseguir valiosas y a veces cómicas reflexiones filosóficas. Según Andrés Anwandter (Valdivia, 1974), traductor de este excelente volumen, “la idea es recuperar hablando el carácter apelativo del poema, y así volverlo una práctica social y situada, un acto necesario”. Esta práctica implica un rechazo de ideas tácitamente aceptadas por la mayoría de los poetas, fundamentalmente las nociones románticas de que el poema expresa el mundo interior de un poeta y que la poesía es un medio nacido en un pasado mítico, donde la canción surgía físicamente de la experiencia humana.
Los poemas-hablados eran para Antin ‘exploraciones de áreas no visitadas de la experiencia humana’ y a la vez preguntas sobre la naturaleza del lenguaje, la poesía y el lugar de esta en la sociedad, una serie de indagaciones sin la pretensión de ser concluyentes.
Su rechazo de estas ideas, según el mismo Antin cuenta en una entrevista, le trajo el repudio de Gary Snyder y Denise Levertov, quienes se sintieron llamados a recordarle que la poesía era canción y que lo suyo no era poesía; el cuestionamiento de un editor que usó para su trabajo la misma imagen que Robert Frost utilizó para descalificar el verso libre: un intento de jugar tenis sin red; y la descalificación de Harold Bloom, quien interrumpió una charla de Marjorie Perloff sobre su poesía y la de John Cage diciendo que ellos no eran poetas, para luego abandonar la sala indignado. Pero pese a su rechazo de la tradición, Antin reconoce predecesores a su trabajo en Kenneth Rexroth y Robert Creeley, dos poetas cuyos poemas parecieran surgir del habla recién desprendida del pensamiento o de una conversación interna depurada en el texto escrito.
El poema hablado que presta el título a este volumen, qué estoy haciendo aquí?, surgió de una charla improvisada por Antin en el Poetry Center de San Francisco, en 1973, durante una lectura de poesía donde se presentó junto a Jerome Rothemberg. En el poema, Antin opone la afirmación de Francis Bacon de que la poesía es solo un modo del habla y su contenido nada más que “historia a discreción” (es decir, mentiras) con la idea propuesta por Aristóteles de que la poesía es más cierta que la historia. Frente a este dilema insoluble, Antin narra la historia de una ex compañera de trabajo que le contó a toda la oficina de su cita con un hombre con tres cerezas tatuadas en el pene, lo que hace a Antin preguntarse “qué tipo de habla es esa historia para mí?”, y luego “ahora bien yo no sé si eso es historia a discreción / o si es algo más aristotélico / es decir cuando piensas en la idea de poesía de aristóteles / su idea de que la poesía era historia esencial / era el tipo de historia que tenía que pasar / o el tipo de historia que podría haber pasado o el tipo de historia que tendría que haber pasado porque era apropiado que pase”.
Menciono esto para mostrar cómo el poema-hablado deambula por el mito, la duda metódica, el humor, las historias de pasillo y de un pueblo originario. Los poemas-hablados eran para Antin “exploraciones de áreas no visitadas de la experiencia humana” y a la vez preguntas sobre la naturaleza del lenguaje, la poesía y el lugar de esta en la sociedad, una serie de indagaciones sin la pretensión de ser concluyentes: “Pero yo veo / el pensar como hablar / lo veo como responder / a una pregunta / que puede dar lugar a otra pregunta / y puede abrir algún terreno y perder algún terreno”.
qué estoy haciendo aquí? y otros poemas hablados es parte de Caballo de Proa, una colección de poesía en traducción curada por el poeta Yanko González para Ediciones Universidad Austral, que cuenta con tomos dedicados a Carl Sandburg y Gottfried Benn en traducciones de Juan Manuel Silva y Verónica Zondek. La publicación de este libro luminoso y a ratos hilarante de David Antin es valiosa no solo por el acertadísimo trabajo de Anwandter o por ser la primera en español, sino porque ofrece una necesaria ventana a formas renovadoras y anómalas de abordar el quehacer poético.
qué estoy haciendo aquí? y otros poemas hablados, David Antin (traducción de Andrés Anwandter), Ediciones Universidad Austral, 2021, 125 páginas, $15.900.
El vasto territorio es la primera novela de Simón López Trujillo (Santiago, 1994), quien antes publicó una plaquette de poesía titulada Maestranza. Es posible que López Trujillo no haya visitado Curanilahue, ciudad en la que se sitúa preferentemente su novela, que no conozca Trongol Alto o Nahuelbuta, pero dichos lugares cobran existencia propia en su relato, situando al lector en el espacio al sur del Biobío, una “macrozona” que enlaza de inmediato con el conflicto que cruza esa parte de Chile: el brazo largo de las forestales y la defensa territorial mapuche. López Trujillo salió de Santiago y nos propone un viaje a una zona más de sacrificio ambiental. Es una primera decisión estético-ideológica, con la que amplía el mapa de la narrativa nacional actual, ofreciendo una historia sobria y desoladora sobre el ocaso de un mundo.
La novela se estructura en dos secciones, “El sueño de los niños eucaliptus” y “Pedro, el Vasto”, en las que se cuenta la vida de Pedro, trabajador forestal, y sus hijos Patricio y Catalina. Pedro ha enviudado y cuando enferma, los hijos quedan abandonados y deben subsistir a duras penas. También se relata, en segmentos alternos, la historia de Giovanna, una científica chilena que cursa un doctorado en micología en la Universidad de Manchester y que viaja con frecuencia a Chile, para dictar charlas y asesorar a universidades y empresas forestales.
La enfermedad que ataca a los trabajadores está asociada a un hongo del eucaliptus. Pedro es el único trabajador sobreviviente y en la segunda parte de la novela se transforma en una suerte de profeta, mientras que, en paralelo, la novela privilegia a Patricio, el hijo que queda a cargo de su hermana y que debe lidiar con la indiferencia de la empresa forestal y con una comunidad evangélica que se ha apropiado de la figura de su padre.
Resulta admirable la forma en que se configuran los personajes juveniles en la novela; se privilegia una mirada que combina la inocencia, la curiosidad y cierto arrojo, sin caer en la ternura fácil ni en los estereotipos.
Resulta admirable la forma en que se configuran los personajes juveniles en la novela; se privilegia una mirada que combina la inocencia, la curiosidad y cierto arrojo, sin caer en la ternura fácil ni en los estereotipos. Los hijos son víctimas de una situación que los sobrepasa, pero Cata y Patricio se defienden a sí mismos con furia y sin miramientos: “—¿Juguemos un partido, mejor? —Bueno, te voy a sacar la chucha, le dice Cata a su hermano”. Luego, Patricio le responde a Baltazar, el evangélico: “—¿Sabes quién soy? —El feo culiao que tiene secuestrado a mi papá”. El habla será su herramienta de combate, una de las pocas defensas que pueden articular frente al mundo, lo que concede una renovada dignidad a estos “niños eucaliptus” creados por el autor.
La enfermedad provocada por el hongo se propaga por los cuerpos de los trabajadores, pero también afecta formalmente la superficie textual, que es invadida progresivamente tanto por las notas al pie como por un discurso en cursiva, el que inicia cada sección de la novela y que también aparece fragmentariamente a lo largo de la historia: “Claro de un bosque. La perspectiva era como tomada de abajo, como si alguien hubiera enterrado unos ojos, regándolos con cuidado… muchas plantas vi (…) ellas decían las cosas en idioma mejorado”, se lee al inicio de la primera parte; más adelante, “Volveremos a crecer, sabíamos. Vamos siempre yendo hacia arriba por debajo”. Podríamos señalar que se trata de una “escritura de abajo”, cuyo efecto metafórico es figurar la invasión del reino fungi, simbolizando las posibilidades salvadoras del micelio, aquel estado de la materia que ocupa la mente de Pedro y lo conecta con la vastedad, figurando un discurso trascendente. La voz del padre, desde abajo, ofrece briznas de esperanza de un modo que reivindica una conexión panteísta, lo cual el autor en una entrevista conecta con su lectura de Spinoza.
La escritura de López Trujillo trabaja con plasticidad y rigor, lo que da cuerpo a un estilo propio, en el que alterna con maestría el relato con la textura poética. Nos desplaza a otros confines, en los que cada personaje abre un mundo: el científico y sus formas discursivas, el mundo del trabajo masculino y violento, el mundo evangélico desacralizado, el mundo natural exterminado. Pone en escena las preocupaciones epocales medioambientales, el capitalismo feroz que tiene a Chile seco y empobrecido, ofreciendo una novela devastadora, que oscila entre la desazón y atisbos de futuro esperanzado. Hacía tiempo que un debut en la narrativa no ofrecía un aliento social de esta envergadura.
La primera vez que escuché hablar de “el cura Valente” fue en una conversación con el poeta Luis Ernesto Cárcamo, en el Café Paula de Valdivia, a comienzos de los años 90. Según él, una mención al pasar de su primer poemario, Restosde fiesta (1991), en la columna dominical del crítico, había significado que dos personas preguntaran al día siguiente por su libro en la librería donde estaba a consignación. Esa era la medida de su influencia: solo pasabas a ser alguien en la poesía chilena cuando este sujeto te nombraba. Yo no era en ese entonces ni siquiera un “poeta joven”, como Cárcamo-Huechante (así se apellida ahora), aunque me tomaba cada vez más en serio la costumbre de escribir versos, si bien nunca se me había ocurrido que la crítica pudiera tener una incidencia tan concreta en la práctica poética.
Aprendí en esa misma ocasión que al decir “la crítica” —al menos en cuanto a poesía—, uno se refería en Chile a una sola persona, tradicionalmente un varón, en este caso además sacerdote, que escribía en “el diario”. Existía por cierto la excelente revista Literatura & Libros de La Época, pero no creo que fuera tan influyente en la conversación nacional. Mi padre compraba este último diario los domingos, casi nunca ElMercurio, así es que yo no tenía muchas oportunidades de leer a Valente, pero sus opiniones te llegaban igual de oídas. Y eso me ha llamado la atención ahora, revisando el volumen Crítica escogida, que publicó Ediciones Tácitas en 2018: sin haber leído antes la mayoría de estos textos, ya sé qué va a decir sobre tal o cual autor. También me impresiona la consistencia en el tiempo de sus juicios. Durante casi medio siglo no ha dejado de destacar obras y autores que hayan “optado por huir del lirismo fácil, del exceso metafórico, de la oscuridad, de los trasmundos, de la artesanía lírica, de la música, de lo convencionalmente poético”. Este último tipo de poesía corresponde vagamente a las vanguardias, aunque podría designar también el romanticismo o el simbolismo, la verdad cualquier “ismo”: para el crítico son meras modas que —aunque las hayan dado tantas veces por pasadas— vuelven majaderamente a aparecer. Poesía entre comillas nomás, que él contrapone a la poesía con mayúsculas, caracterizada por su claridad y conexión con la realidad. Es curioso que Valente defienda siempre en sus columnas una especie de realismo, una poesía “no poética”, cuando en narrativa celebra casi lo opuesto, lo maravilloso. De hecho, esta última cualidad caracterizaría su género literario preferido, que se encarga de deslindar en No confundir fantástico con maravilloso, publicado el 2020, también por Tácitas.
Echo de menos entre estos textos uno que sí leí en su momento: aquel donde califica Vox tatuada (1991), de Humberto Díaz-Casanueva —un libro que me había deslumbrado— como un montón de palabras gratuitas, o algo así. Creo que esa columna dejaba claro que Valente, por más respetado que fuera, podía ser un lector superficial y negligente. Porque Vox tatuada será una obra estrafalaria, de imágenes difíciles, algunas de ellas muy violentas, en los límites de lo representable, pero justo por ello no va en el mismo cajón que la poesía surrealista o dadaísta donde el crítico quería guardarla. Esa gaveta ya no cerraba de tantas cosas disparatadas que había metido en ella. Me asombra todavía que alguien atraviese dicho libro, con un mínimo de empeño o cariño (se trata, mal que mal, de un poeta mayor chileno), sin ser siquiera rozado por la potencia de sus visiones. Pero ahí Valente, al parecer, más que emitir un juicio crítico, ventilaba sus prejuicios poéticos. ¿Cuán común era esta actitud en él?
A Ignacio Valente se le celebraba su agudeza —su capacidad de penetrar íntimamente una obra para intuir su valor— y se le reprochaba su impresionismo, es decir, que en última instancia su lectura no tuviese un rigor académico o científico (esto último me da lo mismo, tampoco me interesa el positivismo para abordar la literatura). Creo que ambas apreciaciones vienen del hecho de que, al comentar poesía, solía desdoblarse y tomar la posición del poeta —más que del crítico—, hablando desde su conocimiento algo arcano de la artesanía del verso.
A Ignacio Valente se le celebraba su agudeza —su capacidad de penetrar íntimamente una obra para intuir su valor— y se le reprochaba su impresionismo, es decir, que en última instancia su lectura no tuviese un rigor académico o científico (esto último me da lo mismo, tampoco me interesa el positivismo para abordar la literatura). Creo que ambas apreciaciones vienen del hecho de que, al comentar poesía, solía desdoblarse y tomar la posición del poeta —más que del crítico—, hablando desde su conocimiento algo arcano de la artesanía del verso. Por ejemplo, cuando a propósito de una copla de Jorge Manrique señala: “El que no entiende como la letra r o un ritmo de cuatro sílabas puedan ser órganos reveladores de la muerte, nada sabe de poesía”. No se trata aquí de un mero énfasis formalista o retórico, sino de la convicción práctica de que un buen poema presenta una síntesis o “identificación de sonido y sentido, de experiencia y lenguaje, de emoción y forma”. Así, Valente se esmera en describir poemas como composiciones musicales (en lugar de objetos lingüísticos) con sus crescendos y clímax, tratando de determinar cómo “en los versos cobra el pensamiento la exacta forma verbal que lo revela”. El contenido de dicho pensamiento no es siempre lo que más le interesa.
Aquí es preciso hacer una digresión: una complejidad del personaje es que firmara sus columnas con seudónimo y publicara, al mismo tiempo, versos como José Miguel Ibáñez Langlois. Este nombre también corresponde al autor de una larga diatriba contra Lévi-Strauss y Foucault (Sobre el estructuralismo, publicado en 1983), donde hace gala de su incomprensión de las teorías que se propone descalificar. Pero como poeta —entre cuyos numerosos libros conozco solo Futurologías (1980) e Historia de lafilosofía (1983): los únicos que se conseguían en la Librería Universitaria de Valdivia—, Ibáñez Langlois demuestra tener gracia, inteligencia, imaginación, incluso humor, junto a un buen manejo de ciertas formas, como el epigrama, y una amplia cultura literaria. Aunque estas cualidades no lo sitúen entre los tres (o cuatro) grandes de la poesía chilena, se puede adivinar tras ellas a un autor genuino, letraherido y, particularmente en el caso de Futurologías, con grandes ambiciones estéticas, aparte de sus preocupaciones religiosas. Paradójicamente, con sus asumidas influencias de Parra y Cardenal, este tipo de escritura no dejaba de estar “a la moda” en los años 80. ¿Cómo habría criticado Ignacio Valente estas obras? ¿Dónde las habría ubicado en sus esquemas teóricos?
Valente adopta, una y otra vez, un par de posiciones convencionalmente conservadoras, tan esparcidas y enraizadas (desde mucho antes de su apostolado), que se confunden con el sentido común, por lo que es fácil pasarlas por alto. La más fundamental de todas, a la cual se aferra todavía en columnas publicadas en el siglo XXI, es la certeza de que hay una inevitable declinación (o eclipse o decadencia) de La Poesía a lo largo de la historia: “la caída” en su versión poética.
¿Desde dónde habría venido rodando cuesta abajo el arte poético todo este tiempo?
Es fácil demostrar con ejemplos que la poesía chilena ‘goza de buena salud’, que las poéticas nacionales continúan evolucionando y diversificándose, pero difícil convencer a Valente si es que todo ello lo va a entender como un desvío o abandono de ‘la tradición’.
A esta pregunta el crítico da varias respuestas: en algunos casos puede ser desde una mítica poesía “clara y fuerte, directa y desnuda”, que a pesar de todo sigue apareciendo de vez en cuando por aquí y por allá; en otros casos puede ser la poesía de “los clásicos”, es decir, los poetas latinos y/o sus continuadores en Occidente; en último caso es cualquier poesía reciente que, a su juicio, le eche sombra a la producción poética actual en Chile. Sobre esto suelen finalmente pivotar sus comentarios: cuando menciona autores del pasado no es para establecer influencias, sino para mostrar la creciente distancia espacial y/o temporal de una obra determinada con respecto a las fuentes originales. Es fácil demostrar con ejemplos que la poesía chilena “goza de buena salud”, que las poéticas nacionales continúan evolucionando y diversificándose, pero difícil convencer a Valente si es que todo ello lo va a entender como un desvío o abandono de “la tradición”.
Ahora bien, el concepto de tradición que esgrime Valente es bastante restrictivo. Se trata del decurso histórico del género poético en el Viejo Mundo desde la Antigüedad Clásica. Que este no incluya poéticas de otras culturas, épocas o latitudes (ni todos los tipos de poesía europea), no obsta para que el crítico la califique como “ars poetica universal”. Hay varias discusiones interesantes que se podrían derivar de esta noción, acaso todas ellas sean variaciones de la pregunta crucial: ¿por qué la poesía debería aspirar a ser parte de esta tradición específica? Sin embargo, me interesa aquí mostrar cómo ella funda una de las tesis más sorprendentes de Valente, que subyace a buena parte de sus críticas: “No hay ninguna realidad cultural precisa que responda al nombre de ‘poesía chilena’”. Esto no significa que el país no le haya dado al mundo autores y obras excepcionales o memorables, sino que no habría en esta tierra una “cultura poética de rasgos orgánicos”, donde estas se inscriban, es decir, no lograrían formar un canon. La poesía en Chile surgiría espontáneamente, cuando una semilla poética encuentra el clima propicio para arraigarse y desarrollarse, pero sus raíces vienen de afuera, “casi siempre de Europa”. En este sentido, la poesía chilena se parece más a un fenómeno natural que cultural, y su breve historia desde fines del siglo XIX habría que situarla quizás dentro del género de lo maravilloso. Aunque yo no esté de acuerdo con sus premisas, no deja de parecerme atractiva esta aseveración: la poesía chilena no existe.
Es obvio que Valente ya no es el referente que fue entre los hombres de letras en el último tercio del siglo pasado. No es que sus ideas críticas hayan envejecido o estén obsoletas, ya que nunca buscaron realmente tomarle el pulso al presente, sino enmarcarlo dentro de su rígida visión conservadora, preñada de añoranza por un pasado imaginario de “nuestra” cultura occidental. Más que un intento de comprensión de distintas prácticas poéticas, sus columnas insisten en ofrecer cierta certeza ante la incertidumbre contemporánea: algo sólido entre tanta liquidez (pos)moderna. Irónicamente, es esta insistencia la que nos permite hoy en día interrogarlas, discutirlas o cuestionarlas. Por eso no hay pérdida en visitar estas selecciones recientes de sus textos. No hay mejor articulación de la que por mucho tiempo fuera la doctrina oficial del verso en Chile.
No confundir fantástico con maravilloso. Crítica escogida, Ignacio Valente, Ediciones Tácitas, 2020, 264 páginas, $15.000.
En julio de 2021, Vladimir Putin escribió un artículo titulado “Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos”, que presentaba su visión del pasado y el presente de Ucrania. Su argumento principal era que los ucranianos y los rusos son en realidad el mismo pueblo, o al menos muy próximos, y aunque Ucrania podía ser un país independiente, debería estar más cerca de Rusia que de Europa. Putin, por cierto, presentaba un hecho bien conocido: que tanto Rusia como Ucrania surgieron de la Rus de Kiev, un Estado eslavo medieval. Y a medida que el tiempo avanzó, cultural, lingüística e históricamente, las dos naciones permanecieron cercanas. En 1653, Ucrania pasó a formar parte del Estado ruso y la unidad de los dos países fue inquebrantable.
Al esbozar estos hechos, Putin seguía la línea de pensamiento del príncipe Nikolái Serguéievich Trubetskói (1890-1938), historiador y lingüista ruso, fundador del eurasianismo. Él señaló que los rusos en realidad incluyen tres grupos: los grandes rusos (velikorossy, o rusos actuales), los pequeños rusos (malorossy, o ucranianos) y los rusos blancos (belorossy, o bielorrusos).
Claramente Putin estaba en lo correcto al considerar que ucranianos y rusos eran muy cercanos entre ellos. Sin embargo, el presidente ruso ignoró otros hechos que no encajan en el modelo de relación bilateral amistosa que imaginaba. Lo más importante, ignoró lo que él sabe bien: la cercanía o la distancia entre diversas naciones a menudo se construye por la fuerza. Los poderes imperiales “descubren” la similitud, mientras que la debilidad o, más aún, la desintegración, invita a una sensación de diferencia. Por ejemplo, la construcción de la identidad “eurasiática” y soviética estuvo directamente relacionada con el poder proyectado por el Imperio Ruso y la Unión Soviética. Como parte de este poder, se “descubrían” similitudes entre pueblos que pertenecían a culturas, grupos lingüísticos, etnias o razas absolutamente diferentes.
Antes de que la Unión Soviética colapsara, los ideólogos soviéticos oficiales enfatizaron la unidad irrompible de todas las etnias de las repúblicas soviéticas: estaban unidas no solo por un común sistema político y económico, sino también por rasgos culturales comunes, ya que habían vivido juntos durante siglos. Los ‘eurasiáticos’ trabajaron esta noción enérgicamente.
El “eurasianismo” y la construcción de la identidad soviética
Mientras Putin daba a entender que rusos y ucranianos eran casi lo mismo, uno podría preguntarle si los rusos y las minorías no eslavas de la Federación Rusa, como los tártaros, son tan similares entre sí. En respuesta a esta pregunta retórica, Putin —y no solamente él— afirmaría que si bien los tártaros pueden verse diferentes de los rusos, ambos pueblos, de hecho, constituyen una entidad holística, simplemente porque rusos y tártaros han vivido juntos durante tanto tiempo que se influenciaron unos a otros hasta el punto de que se han convertido en una cuasi-nación, una unión euroasiática. Antes de que la Unión Soviética colapsara, los ideólogos soviéticos oficiales enfatizaron la unidad irrompible de todas las etnias de las repúblicas soviéticas: estaban unidas no solo por un común sistema político y económico, sino también por rasgos culturales comunes, ya que habían vivido juntos durante siglos. Los “eurasiáticos” trabajaron esta noción enérgicamente.
El eurasianismo, una doctrina que surgió entre los emigrados rusos hace 100 años (en 1920-1921), apuntaba a que Rusia no pertenecía a Occidente, como imaginaban los rusos occidentalistas, ni al mundo eslavo, como creían los eslavófilos (la otra tendencia importante en el pensamiento ruso del siglo XIX), sino a “Eurasia”. De acuerdo con el relato de los eurasianistas, Rusia era una civilización única, basada en la unión o “simbiosis” entre los rusos étnicos (y los eslavos en general) y los musulmanes, en su mayoría túrquicos por origen étnico. Los euroasianistas apuntaban que esta unión duró por siglos y llevó a estas etnias colectivas a acercarse entre ellas. Roman Jakobson (1896–1982), uno de los principales lingüistas rusos y miembro del Círculo Lingüístico de Praga, fue un dedicado eurasianista. Él descubrió la “unidad euroasiática” entre las lenguas eslavas y turcas dentro de Eurasia, que se habían influenciado mutuamente a tal punto, que se volvieron estructuralmente más próximas entre sí que con otras lenguas túrquicas y eslavas fuera del espacio euroasiático o ruso/soviético.
La absorción de Ucrania por el Estado ruso tampoco fue algo tan sencillo como lo presenta la historiografía rusa dominante. Durante un tiempo, las élites ucranianas vacilaron entre varias hegemonías regionales, incluidas Rusia, Polonia e incluso los turcos otomanos. En la Batalla de Konotop de 1659, las fuerzas ucranianas se unieron a los tártaros de Crimea, los súbditos o vasallos de los otomanos, en la lucha contra los rusos y otras fuerzas ucranianas. Finalmente, Ucrania entregó su lealtad a Rusia, pero esta elección se debió principalmente a un juego de poder: en ese momento, Rusia había salido victoriosa después de una larga guerra con Polonia.
Mientras subrayaban las similitudes entre la gente de la Unión Soviética/Rusia, los eurasianistas enfatizaron no solamente las similitudes culturales y étnicas intrínsecas, sino también las circunstancias históricas que los unieron. Creían que fueron los mongoles, bajo Gengis Kan y sus sucesores, quienes unificaron el espacio euroasiático y fueron responsables de la fusión étnica y cultural de una variedad de pueblos que habitan estas tierras. En los siglos XIII y XIV, la mayor parte del territorio de la Rusia actual o la antigua Unión Soviética estaba gobernada por la Horda de Oro, una parte del enorme imperio mongol cuyo poder creó esta unidad “eurasiática”. En otras palabras, el poder era la clave del “destino” de estos pueblos. Con eso en mente, una lectura alternativa de la historia podría demostrar una configuración diferente del pasado de Ucrania y su relación con Rusia, que no ha sido tan armoniosa como alega Putin.
Ucrania y Rusia bien podrían haber estado separadas
Después de la desintegración de la Rus de Kiev en el siglo XII, surgieron varios grandes principados. Uno de ellos, el Principado de Vladímir-Súzdal, se convirtió en la cuna de la etnogénesis de la Gran Rusia, con los eslavos mezclándose con las tribus autóctonas ugrofinesas. El Principado de Galicia-Volinia, con Kiev en el centro, se convertiría en el núcleo de la futura Ucrania. Sus gobernantes habían interactuado activamente con Occidente y algunos, como el príncipe Danílo Románovich, incluso fueron coronados por el Papa.
Las relaciones entre los principados posteriores a la Rus de Kiev estaban plagadas de constantes disputas. Vladímir-Súzdal emergió como el más fuerte entre ellos, fundamentalmente debido a la migración de la población desde el sur fértil, pero inseguro, hacia el noreste, lo que provocó que Kiev perdiera su prominencia y atractivo como sede del ambicioso príncipe. La debilidad de Galicia-Volinia tentó a los príncipes de Vladímir-Súzdal, y ellos se apoderaron de Kiev varias veces y saquearon la ciudad minuciosamente. Hay pocos detalles históricos sobre cómo sucedió, pero, a pesar de que los dos principados tenían una común fe ortodoxa, las iglesias no se salvaron y sus tesoros fueron saqueados o llevados de vuelta a Vladímir. Del mismo modo, a pesar de compartir un idioma y una etnia comunes (aunque estas nociones apenas jugaron algún papel en la Edad Media: luchas similares tuvieron lugar en Europa y en otros lugares), la pérdida de vidas entre los habitantes de Kiev probablemente fue significativa.
Corte de un príncipe ruso feudal (1908).
Las diferencias entre los principados se ampliaron tras la invasión mongola de 1237, que fue una calamidad devastadora y no, como afirmaban los euroasianistas, una pequeña “incursión” tras la cual mongoles, tártaros y eslavos vivieron en una feliz “simbiosis”. Muchas ciudades antiguas de la Rus de Kiev, como Riazán, fueron arrasadas y sus poblaciones masacradas; otras, como Kiev, perdieron a la mayoría de sus residentes. Aun así, la mayoría de la parte occidental del antiguo estado de Kiev se liberó de los señores mongoles/tártaros mucho antes que el resto de Rusia y se incorporó a Lituania y, más tarde, a la Rzeczpospolita, una mancomunidad de Polonia y Lituania. Como resultado, los campesinos y la nobleza ucranianos predominantemente ortodoxos se incorporaron a un Estado predominantemente católico, donde los ortodoxos a menudo eran maltratados y/o discriminados por la Szlachta (nobleza) católica, lo que inevitablemente influía en los primeros. Rusia misma podría haber sido polonizada si la Rzeczpospolita hubiera tenido éxito en apoderarse de Rusia durante la llamada Época de la Inestabilidad, un periodo a fines del siglo XVI y principios del XVII marcado por crisis dinásticas, agitación social y caos general.
La absorción de Ucrania por el Estado ruso tampoco fue algo tan sencillo como lo presenta la historiografía rusa dominante. Durante un tiempo, las élites ucranianas vacilaron entre varias hegemonías regionales, incluidas Rusia, Polonia e incluso los turcos otomanos. En la Batalla de Konotop de 1659, las fuerzas ucranianas se unieron a los tártaros de Crimea, los súbditos o vasallos de los otomanos, en la lucha contra los rusos y otras fuerzas ucranianas. Finalmente, Ucrania entregó su lealtad a Rusia, pero esta elección se debió principalmente a un juego de poder: en ese momento, Rusia había salido victoriosa después de una larga guerra con Polonia. Pero esta victoria no estaba predestinada, y la Rzeczpospolita podría haber prevalecido, lo que habría resultado en que Ucrania quedara bajo la influencia cultural polaca y posiblemente incluso se convirtiera al catolicismo. Un anticipo de esto se puede ver en la aparición de las iglesias uniata (iglesias católicas orientales), cuyos creyentes conservan los rituales ortodoxos pero, al mismo tiempo, reconocen al Papa como líder espiritual.
El tercer elemento es el esfuerzo más importante para Putin y la élite rusa, quienes están ansiosos por restaurar el prestigio del que disfrutaba la antigua Unión Soviética. Como un líder pragmático y oportunista, Putin nunca ha seguido un plan fijo, optando por cambiar su estratagema geopolítica según las circunstancias.
Una vez que Rusia prevaleció en el conflicto por la dominación en Europa oriental, se expandió no solo a través de Ucrania, sino que también absorbió parte de Polonia. En lugar de la polonización, en Ucrania tuvo lugar la rusificación. Pero este proceso no fue puramente el resultado de la presión directa del Estado ruso: la lengua y la cultura rusas se difundieron como atributos de la élite dominante. De manera similar, luego de la conquista de la India por parte de Gran Bretaña, millones de indios aceptaron el inglés como el idioma del poder dominante. Si el Imperio ruso se hubiera derrumbado en 1917-1920 y no se hubiera convertido en el imperio soviético, la ucranización, la polonización o incluso la germanización de Ucrania (si Alemania se hubiera apoderado de ella) habría comenzado mucho antes. Si Mijaíl Gorbachov no hubiera surgido como el líder soviético en la década de 1980 (y nadie predijo su ascenso al poder), y si la Unión Soviética hubiera sobrevivido, es probable que el proceso de rusificación (o sovietización) hubiera continuado en su territorio, creando un pueblo de habla rusa, unido por una cultura rusa común, que habría constituido la gran mayoría de los soviéticos. En cierto sentido, los soviéticos podrían haberse convertido en algo similar a los antiguos romanos, quienes, a pesar de las diferencias étnicas, hablaban cada vez más latín o griego.
Por lo tanto, los que se consideran rasgos esenciales o características objetivas de un aliado o adversario a menudo son construcciones directamente conectadas con juegos de poder. Las similitudes y diferencias de Ucrania con Rusia dependen de la proyección de poder de Rusia y la narrativa histórica es así “editada”, para ajustarse al presente y coincidir con las expectativas de la potencia dominante. El artículo de Putin se puede leer usando su óptica.
Implicaciones del artículo de Putin
Los observadores abordaron el texto de Putin de maneras diferentes. Algunos, por ejemplo, argumentaron que Putin no era su autor: uno de sus ayudantes lo hizo, mientras que él solamente leyó el texto e hizo comentarios. Otros afirmaron que efectivamente era de Putin, quien estaba claramente aburrido y escribió el artículo simplemente para entretenerse. Ya sea que lo haya escrito o no, el artículo y sus ideas no deben tomarse como el plan de acción o como una forma de entretenimiento. Entrega, sin embargo, un vistazo a sus puntos de vista del pasado, que tienen implicaciones políticas directas.
A medida que crecían inevitablemente las tensiones con Europa, a Putin se le ocurrió su propio proyecto favorito: la Unión Euroasiática, que originalmente no parecía muy prometedor. Pero la continua escalada con Occidente condujo al surgimiento de una nueva estratagema: el ‘mundo ruso’. Los tratos de Rusia con Ucrania se incorporaron a estos diseños y, como señaló Alexei Venediktov, el principal comentarista y copropietario de la influyente estación de radio Ekho Moskvy, el artículo de Putin no es un signo de que el presidente ruso planee conquistar Ucrania; solo quiere influencia.
Putin es pragmático y maquiavélico. Él no tiene impulsos ni objetivos más allá de mantener su poder, preservar el statu quo y expandir la influencia de Rusia. El tercer elemento es el esfuerzo más importante para Putin y la élite rusa, quienes están ansiosos por restaurar el prestigio del que disfrutaba la antigua Unión Soviética. Como un líder pragmático y oportunista, Putin nunca ha seguido un plan fijo, optando por cambiar su estratagema geopolítica según las circunstancias.
Al principio de su mandato, Putin imaginó a Rusia como una aliada de Estados Unidos, a pesar de su resentimiento por los intentos de este último de emerger como una única potencia hegemónica. Más tarde, como lo demostró su discurso de Munich de 2007, se desilusionó y adoptó un enfoque más confrontacional. A pesar de su nueva asertividad, Europa occidental y central siguieron siendo los socios más deseables de Rusia. A medida que crecían inevitablemente las tensiones con Europa, a Putin se le ocurrió su propio proyecto favorito: la Unión Euroasiática, que originalmente no parecía muy prometedor. Pero la continua escalada con Occidente condujo al surgimiento de una nueva estratagema: el “mundo ruso”. Los tratos de Rusia con Ucrania se incorporaron a estos diseños y, como señaló Alexei Venediktov, el principal comentarista y copropietario de la influyente estación de radio Ekho Moskvy, el artículo de Putin no es un signo de que el presidente ruso planee conquistar Ucrania; solo quiere influencia.
Putin cree que, tarde o temprano, Ucrania colapsará como Estado independiente, debido a problemas económicos y políticos. El mismo hecho de que Rusia terminara el gasoducto Nord Stream II, que exportaría gas ruso a Europa, sin pasar por Ucrania, podría jugar un papel importante en los planes de Putin. Nord Stream II privaría a Ucrania de los considerables ingresos que ahora recibe en tarifas de tránsito y conduciría a crisis económicas y sociales.
Sin embargo, Putin podría querer más. Su pensamiento indica que cree que la identidad de Ucrania, su existencia misma, es el resultado de la proyección del poder. Fue este poder el que construyó la narrativa histórica que podía ser cambiada. En consecuencia, cree que, tarde o temprano, Ucrania colapsará como Estado independiente, debido a problemas económicos y políticos. El mismo hecho de que Rusia terminara el gasoducto Nord Stream II, que exportaría gas ruso a Europa, sin pasar por Ucrania, podría jugar un papel importante en los planes de Putin. Nord Stream II privaría a Ucrania de los considerables ingresos que ahora recibe en tarifas de tránsito y conduciría a crisis económicas y sociales.
El socavamiento por parte de Putin de la economía y el desarrollo político de Ucrania tendría varias implicancias. En primer lugar, podría surgir un régimen prorruso en Ucrania. En segundo lugar, podría producirse una partición de Ucrania, y Rusia podría quedarse con una buena parte del Este de Ucrania, en su mayoría de habla rusa. Aquí el destino de Ucrania sería similar al que tuvo Polonia en el siglo XVIII, cuando el país fue dividido por potencias cercanas y dejó de existir durante más de un siglo. Dada la gravedad de estas consecuencias, el artículo de Putin no debe verse como un ejercicio intelectual, sino como su visión de posibles acciones futuras y, por lo tanto, sus puntos de vista sobre la historia de Ucrania deben ser tomados en serio.
Artículo publicado por el Institute of Modern Russia (8-09-2021). Dmitry Shlapentokh ha publicado un libro reciente sobre Putin: Ideological Seduction and Intellectuals in Putin’s Russia (Palgrave, 2021). Traducción de Patricio Tapia.
Tres hombres en un hotel de París piensan el presente. Son oriundos de la República de Weimar, vienen del Norte, hablan la misma lengua y escriben. Uno de ellos es director de cultura de un destacado diario alemán. El otro es un autor reconocido, optimista y comunista. El tercero es Walter Benjamin. Corre el año 1926 y París es la fiesta que otros escritores se dan por la época, y tantos artistas en general. Es el lugar donde se debe estar si se quiere obtener una imagen aguda de aquel presente europeo. Los tres han seguido la misma brújula y se disputan por entonces, tanto como lo harán más tarde, haber dicho de ese presente la verdad.
En qué forma se dice esa verdad es la clave. Benjamin escribe textos para un libro que pronto se llamará Dirección única, cuyo formato, cuya portada, cuyos temas y cuya escritura pertenecen a su tiempo de una manera distinta a como lo hizo en otros de sus libros. Es programático, es provocativo y, hasta cierto punto, es urgente. Tiene la urgencia de un informe de situación, pretende ser una guía de lectura de lo que más se lee —los libros, los periódicos y las ciudades— y de lo que se hace con especial ahínco —el amor y la política—. Todo esto, la urgencia y lo programático, la provocación y el experimento, compone especialmente sus virtudes, y también lo que no lo son.
Una nueva traducción al castellano, que recoge material de la reciente Edición Crítica de las Obras Completas en alemán, ofrece la primera presentación panorámica de este libro curioso, amable y revelador. La compilación, a cargo de un traductor español de marcada trayectoria —Juan de Sola—, incluye, además de la versión publicada en 1928, textos posteriores, organizados por Benjamin para una eventual continuación que finalmente no tuvo lugar. Esto habla, de por sí, del carácter acumulativo, fragmentario, algo lúdico del libro. Completa el volumen una selección de la correspondencia que echa luz sobre la composición, la recepción y las condiciones algo erráticas de su producción.
El resultado, como lo expresa con precisión la analogía de Ignacio Echevarría en su prólogo, puede leerse hoy como un compendio de la obra de Benjamin, tanto resumen de lo pasado como anuncio de lo que vendrá. Al igual que en una miniatura, encontramos en Dirección única los temas benjaminianos por excelencia: la ciudad, el niño, el sueño; los despojos, el coleccionismo, las mercancías; la redención y el arte; la escritura y la crítica. Un fantasma también lo recorre, el que hace temblar las conciencias burguesas: la política de un comunismo posible.
El libro, se ha dicho con razón, es expresión de un momento bisagra en el pensamiento de Benjamin. La evidencia lo prueba, tanto lo que podemos leer desde el promontorio de hoy en su contenido teórico, como los documentos de época que lo circundan, ante todo en forma de cartas. Sabemos por estas cartas cómo fue su concepción, qué temas importaban a su autor por entonces, cuáles eran sus preocupaciones filosóficas y sus estrategias en el mapa cultural del momento. La mitad de los breves textos que componen el libro ya había sido publicada en diversas revistas o secciones de cultura de los diarios. Dirección única es, en ese sentido, un producto periodístico, si entendemos este término con gran generalidad o si concedemos que el periodismo no siempre es ni ha sido igual a sí mismo. En la época de su enorme expansión, tal como se dio en la Alemania de hace 100 años, se podría decir que en el periodismo había lugar para una buena, elusiva variedad: para la información, para la publicidad oculta, para el relato, para la miscelánea, para las crónicas de viajes y para el desparpajo del más osado experimento literario. Ahí está Benjamin entonces: tiene 34 años, acaba de cerrársele definitivamente la carrera universitaria (a la que tendía y, a su vez, rehuía) y recoge un primer resultado de esta libertad. Ha estado en Italia, ha estado en Rusia, ha estado enamorado, ha querido y ha obtenido un lugar en el mundillo de los medios y cree ahora, al fin, que llegó el momento de volverse un autor.
Direcciónúnica es también una reflexión de cómo volverse escritor de crítica tal como Benjamin, heredero del primer romanticismo alemán, lo entendió. En este sentido —hay muchos otros—, es un programa de cómo escribir y de qué escribir. No era el único que lo intentaba por entonces, y el terreno resultaba fértil.
Este autor, que es un crítico, se plantea qué significa esta forma de escritura que hay que reinventar para llevar esto a cabo. Por eso, Direcciónúnica es también una reflexión de cómo volverse escritor de crítica tal como Benjamin, heredero del primer romanticismo alemán, lo entendió. En este sentido —hay muchos otros—, es un programa de cómo escribir y de qué escribir. No era el único que lo intentaba por entonces, y el terreno resultaba fértil.
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Al igual que él, otros dos autores alemanes con los que compartía hotel en París en 1926 buscaban una forma adecuada de nombrar el presente. Qué puede ser adecuado y qué no, y cuánto Zeitgeist es admisible al pensarse a sí mismo en la tarea de descubrirlo, son asuntos tan cruciales hace un siglo como ahora. Siegfried Kracauer, director de la sección de cultura del Frankfurter Zeitung, y Ernst Bloch, uno de los fundadores de una nueva forma de concebir el marxismo y la escritura filosófica, se unieron a Benjamin en el Hotel du Midi de París en aquel verano de 1926. Ambos escribirán reseñas del volumen fragmentario que nos ocupa, cuando este se publicó dos años más tarde. Una de esas reseñas es elogiosa y programática, como corresponde al caballeroso acto de reseñar a un amigo en el propio medio. Kracauer había jugado un papel no menor, por esos meses, en la configuración de los temas y de la mirada que Benjamin ejercita en los breves textos. Decirlo todo (o mucho) del presente en forma caleidoscópica, tensa y levemente irónica, se perfeccionaba en la llamada “forma breve” propia de la escritura en los medios de entonces. La otra reseña es sintomática. Ernst Bloch criticó el libro con diversos argumentos; la primera vez al calor de la publicación, más tarde al recoger esta crítica —muy modificada— en su libro Herencia de esta época. Importa aquí una sola acusación, porque a todas luces es formulada como tal: Bloch trata el libro de “surrealista”. La evaluación es tan correcta como injusta; en esta tensión podemos descubrir, acaso, qué significaba entonces ser del presente.
En París, ese mismo año, Benjamin había establecido una estrategia de contactos que debían proveerle un lugar en la órbita intelectual local. Esta estrategia guiará sus últimos 15 años de trabajo. Las traducciones de Proust, la revisión de las novedades editoriales, la lectura atenta de Valéry, algún interés por la producción filosófica francesa: ese era el programa. Lograba así un equilibrio entre distancia crítica y cercanía electiva respecto de su objeto de estudio.
En esa época, Benjamin lee un libro surrealista fundamental para comprender tanto Dirección única como El libro de los pasajes, la gran obra sin fin. Junto con Kafka, esta lectura lo dejará pasmado, incapaz de continuar, insomne. El campesinode París, de Louis Aragon, sumado a las conversaciones y paseos con Franz Hessel, a la fuerza de los medios periodísticos de los años 20 y al amor por Asja Lacis y su comunismo, componen la pócima original de su transformación teórica.
En Aragon, Benjamin encuentra una primera salida conceptual para la descripción de lo que hay y lo rodea, ampliando así las categorías de la crítica cultural. En un texto temprano recogido en Direcciónúnica, llamado “Panorama imperial” y dedicado a retratar la debacle económica alemana de 1923, encontramos todavía y típicamente los vocablos de la descripción de lo real social de entonces: la miseria, las costumbres, los oficios. Una idea fundamental, propia de lo que será su filosofía de la historia, aparece refulgiendo apenas. Según esta antigua intuición de Benjamin, la continuidad, lo estable, no tienen nada de beneficioso en sí, sino que pueden ser —que vienen siempre siendo desde siglos— la mera continuidad de la injusticia.
Ese es el cúmulo ruinoso al que se dirigirá la mirada del ángel de la historia en el último de sus textos que conocemos, las Tesis sobre el concepto de Historia, de 1940. A pesar de esta identidad de pensamiento, decimos, aquel texto sobre la crisis social alemana contiene aún las marcas de lo convencional de la crónica y de la moral de la opinión. Benjamin ha cultivado hasta entonces la prosa académica y metafísica (inclinando la balanza ligeramente en favor de la segunda), ha escrito ensayos críticos, fragmentos de aire teológico, estudios sapientes. Ahora tiene que hablar del presente de otra manera, en la manera en que lo dicten las formas. Heredado de Kant, el concepto de forma recorre la filosofía de ese tiempo, desde sus sucesores directos hasta la concepción —aún nuestra— formal del arte. La guía para esta nueva escritura son el naciente periodismo cultural y la escritura tensada, como un campo de batalla, por el simbolismo, el modernismo y el surrealismo naciente. Del último, Benjamin es perfectamente contemporáneo, como en general de las llamadas vanguardias históricas. Contra la marea de lo nuevo y el régimen de la innovación formal, Benjamin sabrá extender su manto de escepticismo clásico y metafísico.
La guía para esta nueva escritura son el naciente periodismo cultural y la escritura tensada, como un campo de batalla, por el simbolismo, el modernismo y el surrealismo naciente. Del último, Benjamin es perfectamente contemporáneo, como en general de las llamadas vanguardias históricas. Contra la marea de lo nuevo y el régimen de la innovación formal, Benjamin sabrá extender su manto de escepticismo clásico y metafísico.
El surrealista Louis Aragon, al igual que Benjamin y su amigo Franz Hessel en aquellas primeras temporadas en París, practicaba la decimonónica flânerie. Pero el paseo por la ciudad, que el siglo XIX había cultivado en los jardines y retratado en las novelas de la buena sociedad, ha cambiado rotundamente con el avance del capital y sus expresiones sociales. En sus paseos citadinos, el campesino Aragon se topa con cosas. Y no cualesquiera, sino con las cosas que el capital ha transformado y que son ofrecidas al paseante en las vitrinas, en diversas poses, en exóticas combinaciones y bajo cambiantes luces. Como estamos en el campo del surrealismo, esta relación de quien pasea es onírica; afuera del mismo, en la realidad de la compraventa, tampoco falta una cuota de intoxicación. En este sentido, el diagnóstico de Ernst Bloch es correcto. Hay en Dirección única esa huella del presente surrealista donde el lenguaje del sueño impregna el nombre de lo real y de la experiencia, donde la provocación del burgués es programa, y donde el amor y el juego dictan las formas del conocimiento.
Pero la intención de Benjamin es más antigua, más compleja, su dialéctica infinitamente más seria. En 1928 ensaya una brevísima mirada retrospectiva sobre su propio libro. Al enviar un ejemplar al poeta y dramaturgo Hugo von Hofmannsthal, Benjamin se preocupa por acentuar aquello que no es urgente ni moderno ni inmediato de todo lo que en su libro es moderno, urgente e inmediato. Intenta entonces desmarcarse de la “corriente de la época” en que, sabe, este libro fluye ligero. No quiere de su libro que sea “solo” provocador y actual, sino el registro de la otra cara del presente que es, por supuesto, lo eterno.
¿Cómo se logra esta alquimia de imbuir lo ligero y lo efímero, lo programático y lo coyuntural político, incluidos en estos el cuerpo amante y el yo que sueña, de esa otra dimensión al otro lado de la finitud?
Por siglos, la filosofía creyó hacerlo con conceptos que imaginó inmóviles y con sistemas deductivos sobre las grandes palabras: Dios, eternidad, bueno, bello. En este otro pensamiento, inventado en parte por Benjamin a principios del siglo XX, ya intuido por Nietzsche y antes por los románticos alemanes, escasean las grandes palabras, la fascinación por lo propio está marcada de muerte y el pensamiento ha dejado de ser formal. Esta elección es riesgosa. Si Dirección única no hubiera sido completada por los textos posteriores de Benjamin, también los reunidos en este volumen como adenda, el riesgo de caer en lo efímero y convertirse, a lo sumo, en un sofisticado documento de época, hubiera sido grande. Benjamin lo sabe y lo teme. Está usando esas páginas de pipeta de ensayo. Apuesta a que, andando sobre esa cornisa entre las dos caras de la moneda del tiempo, caerá —de caer— del lado correcto, que es el del pensamiento que no solo refleja lo que vale entonces la pena ni solo pretende la eternidad de las ecuaciones puras.
A juzgar desde el promontorio de la posterioridad, su libro pareciera haberlo lograrlo. Sigue diciendo su presente sin convertirse en un mero documento, porque también dice el nuestro. Esto habla de aquel libro, y también de nosotros mismos, y de nuestra relación anticuada con lo que ahora somos.
Dirección única, Walter Benjamin (traducción y notas de Juan Sola), Ediciones UDP, 2021, 255 páginas, $16.500.
Ruta de escape, el exitoso libro del abogado inglés Philippe Sands, tiene como eje a Otto Wächter, un jerarca nazi encargado de gobernar la provincia de Galitzia, en Polonia. Bajo su mandato creó guetos, deportó a miles de personas y se encargó del transporte de los judíos a los campos de concentración. Tras el fin del Tercer Reich, Wächter desapareció de súbito, y Sands se encarga de reconstruir su misteriosa huida, pero también indaga, con detalle y astucia, en su vida anterior: sus amores, aprietos y el ascenso final en el régimen nazi.
Pero si Ruta de escape empieza con Otto Wächter y el nazismo, en el camino se suman otras y mejores historias. La de su hijo, Horst, quien le entrega los documentos privados de su familia y combate por cambiar la imagen de su padre; o la de Charlotte, la mujer de Otto, quien concentra las partes más poderosas del libro, y finalmente, las intrigas de la Segunda Guerra Mundial, que, pese a los años, siguen resultando cautivadoras. Sands, además, involucra su experiencia como abogado para relevar un punto que el sobrepoblado mercado de libros sobre el nazismo parece haber olvidado. Como experto en derecho internacional (participó en los juicios de la guerra en Yugoslavia, el genocidio en Ruanda, la invasión a Irak e incluso en el caso Pinochet, del cual se encuentra escribiendo un libro), Sands nos recuerda la importancia que ha tenido la instauración de los crímenes de lesa humanidad, una institución crucial en el acontecer del siglo XX, y que según él se encuentra en una etapa “casi medieval”. Conversamos con Philippe Sands sobre su último libro, así como sobre los actuales dilemas del derecho internacional.
Ruta de escape está basada en evidencia real, sin embargo, se lee como una gran novela de detectives. ¿Le interesaba convertirse en novelista? Creo que fue accidental. Para mí, y para la tradición inglesa, una novela es siempre ficción. Soy académico y hasta hace muy poco solo escribía libros de derecho. Únicamente en el 2004 empecé a escribir libros para un público más amplio, pero con Ruta de escape hubo un cambio en mi tono. No quería encontrar, realmente, una voz nueva. Llegó a mí por accidente, aunque quizás está relacionado con mi trabajo como abogado en cortes internacionales. Todas ellas se componen por varios jueces, por lo que estás obligado a contar una historia que mantenga la atención de personas con diferentes tradiciones legales y experiencias personales. Es obligación aprender a contar un relato.
Una de las partes clave en Ruta de escape es su encuentro con John Le Carré, donde él le da pistas para resolver el misterio de Otto Wächter. ¿El libro es solo sobre Otto? Ruta de escape es, en un sentido, una suma de historias: es mi relación con Horst, el hijo de Otto; es también la historia de amor entre Charlotte y Otto. Dicha historia me pareció muy cautivante: fueron seres que hicieron cosas monstruosas, pero que a la vez fueron capaces de ser amables, generosos y humanos. Fue solo en ese punto en que me interesé en lo que sucedió después de la guerra, cuando Otto se escapa, se esconde en las montañas, viaja a Roma e intenta escapar a Sudamérica. Me acerqué a Le Carré a fin de saber un poco lo que había sucedido en Italia, lugar donde se encontraba Otto en 1949. Me sorprendió saber que había estado ahí y que recordaba ese periodo. En ese punto el libro se convierte en una historia de detectives.
Me convertí en aficionado mucho después, cuando me volví lector de las novelas de John Le Carré, que era, coincidentemente, mi vecino. Durante unos 20 años jugué un rol menor en sus novelas. Mi rol consistía en verificar si los personajes legales (abogados y otros) eran precisos.
¿Y cómo influyó Le Carré en su libro? Escribí el libro con muchas técnicas que robé de Le Carré. Cuando lo lees, te fijas que inserta pistas en cada parte del libro, y lo hace porque cree que el lector es muy inteligente. Lo otro que aprendí de él es a terminar los capítulos, aunque sean los más cortos, con una línea que haga que el lector quiera seguir leyendo. Son técnicas cuya premisa está basada en dos cosas: inteligencia y curiosidad.
¿Era aficionado a las novelas de detectives? No creo haber sido un gran aficionado a las novelas de detectives en mi infancia. Me convertí en aficionado mucho después, cuando me volví lector de las novelas de John Le Carré, que era, coincidentemente, mi vecino. Durante unos 20 años jugué un rol menor en sus novelas. Mi rol consistía en verificar si los personajes legales (abogados y otros) eran precisos. Así, al leer sus libros comencé a tener una idea de las dinámicas de las novelas de detectives. Pero a la vez, como abogado comencé a entender la importancia del relato y la persuasión, así como del drama.
¿Es Charlotte quien genera el drama en esta investigación? En mi opinión, Charlotte es el personaje más importante del libro. Es una mujer que juega un rol importantísimo en la vida de Otto, un hombre que en su momento tuvo un gran poder. Ustedes en Chile conocen algo parecido. De los documentos pude observar que ella envalentonaba a su marido, sabía todo lo que él planeaba. Era un racista, un asesino en masa, ¡y ella lo envalentonaba! Esa es su complejidad, pues a la vez era una madre que amaba a su hijo, una mujer que amaba a su esposo, que tuvo amores con otros hombres, que era independiente y poderosa.
¿Resultó difícil perfilarla? Ella decía de sí misma que era una “nazi feliz”. Cualquier lector sabe que la gente no es blanca ni negra, y por eso intenté perfilarla de un modo justo. Charlotte representa la desconexión entre el horror y belleza. Hay una escena en el libro en que describe a Otto participando, en diciembre de 1942, en los asesinatos en masa, mientras Charlotte, al mismo tiempo, escribe una carta a Otto desde las montañas, con sus hijos, bajo un paisaje idílico. Intenté perfilar aquello a propósito, porque hace resurgir una pregunta sobre la complejidad del ser humano, sobre ella y el nazismo.
¿Cómo se lidia con una cantidad de información tan amplia? La información, pública y privada, ha crecido mucho, y eso causa problemas. En Ruta de escape los documentos que revisé ascendían a 10.000 páginas. Debía, sin embargo, escribir un libro de solo 400 páginas. Esa es una destreza que he aprendido. Sin embargo, como he observado en tribunales, al final del día hay solo tres o cuatro momentos que recuerdas. Puede ser una pregunta del juez, un ceño fruncido. Son a menudo con los pequeños detalles donde descubres la verdad. Y mi trabajo con ese material es encontrar una narrativa subyacente, pero también los puntos de detalle me permiten a mí como escritor, y a ustedes como lectores, entender un conjunto mayor de problemas.
Ruta de escape tiene como eje a Otto Wächter, un jerarca nazi encargado de gobernar la provincia de Galitzia en Polonia.
El fin del régimen nazi instauró una nueva institución: los crímenes de lesa humanidad. ¿Cuánto se ha avanzado en este tiempo? El mundo cambió en 1945. Antes de eso, los Estados, los reyes y los presidentes hacían lo que querían con su población, y fue en un día de 1945 en que todo cambió. Ya no podías hacer lo que quisieras con tus ciudadanos y sus derechos. Ese fue un cambio revolucionario, que no puede resolverse en 50, 100 o 200 años. A mis estudiantes les digo que la justicia, en su dominio internacional, es un juego a largo plazo, y hoy estamos en los primeros días, en una época casi medieval. Aquello se refleja en un año en particular, 1998. En ese año se creó la Corte Penal Internacional; Slobodan Milošević se convirtió en el primer jefe de Estado en ser acusado por crímenes de lesa humanidad, y ocurrió el revolucionario caso Pinochet. Todo en un plazo de tres meses, y por coincidencia estuve involucrado en esas tres historias. Tengo la sensación de que fue un punto de inflexión. Aún estamos digiriendo las consecuencias de aquello.
En el plano internacional existe otra urgencia: el cambio climático. ¿Cree que el Derecho puede hacer algo? Como digo, en el largo plazo podemos tener esperanza. La pregunta, no obstante, es si en el asunto del cambio climático tenemos tiempo suficiente. He estado involucrado en los últimos meses en la construcción de un nuevo delito, el ecocidio, que puede hacer una diferencia. Es muy claro para mí que estamos viviendo en una crisis del sistema climático, y vivimos, ahora, sus dramáticas consecuencias. Debe haber cambios en la diplomacia, así como en otros instrumentos, y el derecho penal es uno de ellos. No creo que el ecocidio resuelva el calentamiento global, pero es un instrumento para delimitar aquello que no puedes hacer, qué actividades podrían ser prohibidas y, eventualmente, criminalizadas.
¿Qué tan complejo resulta criminalizar estas conductas? Siempre he pensado que la criminalización no es un fin en sí mismo. El fin es un cambio de la conciencia. El derecho penal se utiliza para producir esos cambios en el comportamiento humano, y creo que uno de los conceptos del ecocidio puede —y ya ha comenzado a hacer— que ciertas decisiones se hagan de modo consciente, de que si se actúa de cierta manera, hay al menos un riesgo de que se cruce una línea criminal. Sabemos que la instauración de los crímenes de lesa humanidad no detuvo a la gente de cometer actos terribles (en Chile lo saben más que nadie), pero en el tiempo hay que tener esperanza. Quizás soy un optimista.
¿Qué podría adelantarnos sobre su libro respecto del caso Pinochet? Estoy escribiendo una historia doble. Es el fin de la trilogía que empecé con Calle Este-Oeste, que siguió con Ruta de escape y que termina con la historia de Pinochet en Londres, sobre lo que pasó exactamente en ese juicio. Es una historia muy interesante, puesto que aún no ha sido contada del todo, y en segundo lugar —que lo conecta con los dos libros anteriores—, en CalleEste-Oeste había un personaje muy pequeño llamado Otto Wächter. Él se vuelve el personaje principal en Rutade Escape. En esta última hay un pequeño personaje, amigo y colega de Otto, llamado Walter Rauff, que llegó a Chile en 1958. Se dice que en 1973 empezó a trabajar para Pinochet y la DINA. Pero la pregunta es si existe evidencia real de aquello. Soy un abogado, y por ello no me interesan los rumores. Quiero evidencia. Algunos dicen que Rauff interrogaba a gente, pero nadie ha podido probarlo. Lo que me interesa es buscar la conexión entre Wächter y Pinochet a través de Rauff. Me gusta seguir los hechos. Puesto que fui un abogado en el caso, me interesa seguir la evidencia. ¿Trabajó Rauff para Pinochet? En eso estoy ahora.
Ruta de escape, Philippe Sands, Anagrama, 2021, 560 páginas, $19.550.
No recordé que el 2021 se cumplían 70 años de la publicación de Hijo de Ladrón, de Manuel Rojas (1896-1973), hasta que terminé de releerla. Me gustó tener conciencia de la efeméride porque actuó el azar; necesitaba consultar un par de páginas para una investigación y sin proponérmelo, la leí de nuevo casi de un viaje, en una especie de fiebre que duró un par de días, mientras pensaba que su trama era o quería ser algo parecido a una vida. En ella, un hombre salía de la cárcel y bajaba al plan, que es como le dicen los porteños al centro de Valparaíso; bajaba al futuro. La cárcel quedaba arriba de un cerro y mientras descendía al presente, ese hombre recordaba y con eso comenzaba a existir. Su nombre era Aniceto Hevia, pero carecía de documentos, era nada o poco menos que nada, un extranjero, un huérfano, alguien atrapado por la mala suerte, otro desposeído del centenario de las repúblicas. La novela, primera de una tetralogía, sería su memoria, su cuerpo, su palabra.
Rojas escribía de él como si se tratase de su propia biografía, porque hasta cierto punto lo era. Leerlo era internarse en un mapa de Chile hecho de caminos invisibles, de vidas que adquirían por fin la dignidad de volverse literatura y no etnografía o mero criollismo o un realismo opaco, acaso una poesía que es luminosa aun en los momentos de mayor dolor, porque hace de la memoria un paisaje que se visita para construir la propia identidad, para tener la dignidad de controlar el propio relato de los hechos y las cosas. Pero eso que ahora parece obvio, no lo era tanto cuando el libro se publicó. Hijo de ladrón fue presentada a un concurso (el de la Sociedad de Escritores de Chile) y no ganó. Los jurados no pudieron verla o leerla. Era 1950, 1951; un momento en que la vanguardia o el modernismo ya eran chistes o leyendas protagonizadas por muertos, apenas el recuerdo de un par de técnicas literarias y de las hagiografías de novelistas y poetas desaparecidos, extinguidos tal y como se había extinguido el París de los años 20 y el resto del mundo después de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Civil en España.
En esos días el libro se llamaba Tiempo irremediable y no se parecía demasiado a nada, porque era capaz de contenerlo todo. Una de las mejores ilusiones que proyectaba era la confusión donde creíamos reconocer a su autor en la historia del hijo de un ladrón argentino y una madre chilena, como si identificáramos el rostro de Rojas en ese niño que era uno más de varios hermanos abandonados tras su muerte, mientras crecía para convertirse en un adolescente que construía su propio mapa de América; saltando en estaciones de trenes y caminos, encontrándose otros como él, invisibles, olvidados por la sociedad, libres; cruzando a pie la cordillera de los Andes, mientras llegaba o se iba o volvía a Valparaíso. De hecho, por más que Rojas precisara una y otra vez el origen de sus materiales (en entrevistas, en los ensayos de El árbol siempre verde, en su Antología Autobiográfica, en sus Imágenes de infancia y adolescencia) era imposible no pensar que el rostro de Aniceto Hevia (un nombre rescatado de la propia memoria, correspondiente al ladrón cuya familia compartió casa con él y su madre en Buenos Aires, en la niñez) era el suyo, tenía que ser el suyo, tal y como era suya buena parte de las experiencias que había mezclado en eso que era ficción pero no lo parecía; y que las peripecias de su vida eran lo mismo que la aventura y la novela; y que eso era parte de la fuerza de gravedad que arrastraba al lector en una trampa creada por la belleza brutal del libro, una belleza que solo podía crear un narrador que pasó buena parte de la década del 40 escribiéndola para descubrir su sentido, ordenándola y desordenándola y mezclándola con los recuerdos de su propia vida, y escuchando y persiguiendo en ella la voz, la lengua y la silueta de Aniceto como si quisiera que fuese la suya.
Rojas escribía de él como si se tratase de su propia biografía, porque hasta cierto punto lo era. Leerlo era internarse en un mapa de Chile hecho de caminos invisibles, de vidas que adquirían por fin la dignidad de volverse literatura y no etnografía o mero criollismo o un realismo opaco, acaso una poesía que es luminosa aun en los momentos de mayor dolor.
Esto, porque el aliento o la voz o la voluntad o la solidaridad de Aniceto venía de más atrás del presente negro y las persecuciones de los años de González Videla; de más atrás de la generación del 38 y el sueño del Frente Popular; venía del hambre y el frío y del recuerdo de la violencia política de 1920, y del calvario ese mismo año de Domingo Gómez Rojas (poeta y preso político, encarcelado por el Estado, perseguido por jueces, sometido a vejaciones y encerrado y muerto en un manicomio), y de las conversaciones con los viejos compañeros anarquistas, y de la picaresca del teatro y de la aventura y los viajes entre Chile y Argentina, y de los años pasados en los pasillos de la Biblioteca Nacional, en la imprenta de la Universidad de Chile, de todos esos números de Babel y del fracaso de Rojas como poeta (no, mejor dicho, de su éxito discreto, un reconocimiento opaco en el país de supernovas como Mistral, De Rokha, Huidobro o Neruda); venía de las conversaciones y caminatas infinitas con José Santos González Vera; venía de todos esos años donde había perfeccionado su propia escritura, donde se había convertido en un cuentista imprescindible con “El vaso de leche” y “El hombre de la rosa”, y como la novela o lo que él creía que era el género de la novela parecía que se le escapaba, primero en narraciones que le parecían insuficientes, no logradas, apenas avances en la dirección adecuada, esa que tomaba Lanchas en la bahía, que sí era una narración perfecta sobre Valparaíso y la noche y la cárcel y las luces rojas del barrio Puerto; venía de las historias de aventuras de las que renegaba (La ciudadde los Césares); venía del silencio y la vida, de criar viudo a tres hijos, de repartirse entre varios trabajos, de homenajear a Trotsky en la revista Babel (escriben ahí también Edmund Wilson y Ciro Alegría), de practicar el andinismo y de recordar y escribir e inventar como si fuesen una sola cosa, hasta terminar o creer que terminaba o ponía punto final (¿se podía poner un punto final?) para luego mandar la novela al concurso de la SECh y perder.
De hecho, convertido en un clásico escolar, muchas veces nos olvidamos de que Hijo de ladrón divide al medio la novela chilena del siglo XX. “Imagínate que tienes una herida en alguna parte de tu cuerpo, en alguna parte que no puedes ubicar exactamente, y que no puedes ver ni tocar, y supón que esa herida te duele y amenaza abrirse o se abre cuando te olvidas de ella y haces lo que no debes, inclinarte, correr, luchar o reír; apenas lo intentas, la herida surge, su recuerdo primero, su dolor enseguida: aquí estoy, anda despacio”, anota Rojas, mientras Aniceto trata de abrirse paso dentro de la pena en el monólogo de la herida, uno de los momentos más significativos y reconocibles del libro, el más demoledor de sus campos magnéticos. “Es el fin: una herida se ha juntado a la otra y tú, que apenas podías aguantar una, no puedas con las dos”, anota en una segunda persona que es una máscara trizada.
Vuelvo sobre la herida porque se trata de un momento significativo, reconocible dentro del trabajo de Rojas pero también como una suerte de parada obligatoria, un momento clave de nuestra literatura, un texto donde accedemos a la experiencia que la novela propone. La herida es la medida del transcurso del tiempo de la novela, un peso invisible que cae sobre las cosas y los cuerpos, sobre las vidas, finalmente. Ahí el narrador habla del abandono y los días que siguen a todo abandono y en el modo de ocultarlo o de tragarlo, habla de las cicatrices heladas que carga toda conciencia y de quienes se reconocen como iguales en una comunidad hermanada por el dolor. Dice: “Y podrás ver en las ciudades, alrededor de las ciudades, muy rara vez en su centro, excepto cuando hay convulsiones populares, a seres semejantes, parecidos a briznas de hierbas batidas por un poderoso viento, arrastrándose apenas, armados algunos de un baldecillo con fogón, desempeñando el oficio de gasistas callejeros y ellos mismos en sus baldecillos, durmiendo en sitios eriazos, en los rincones de las aceras o la orilla del río, o mendigando, con los ojos rojos y legañosos, la barba grisácea o cobriza, las uñas duras y negras, vestidos con andrajos color orín o musgo que dejan ver, por sus roturas, trozos de una inexplicable piel blanco-azulada, o vagando, simplemente, sin hacer ni pedir nada, apedreados por los niños, abofeteados por los borrachos, pero vivos, absurdamente erectos sobre dos piernas absurdamente vigorosas”.
La voz de Aniceto venía de más atrás del presente negro y las persecuciones de los años de González Videla; de más atrás de la generación del 38 y el sueño del Frente Popular; venía del hambre y el frío, y de las conversaciones con los viejos compañeros anarquistas, y de la picaresca del teatro y de la aventura y los viajes entre Chile y Argentina.
En esa intemperie la memoria es el único país habitable. En ella todo quiere existir a la vez, todo aspira a ser un único momento. Entonces, en la novela, Aniceto baja del cerro y salta hacia atrás, a Buenos Aires y los últimos días de su familia; mientras, recuerda como Valparaíso estalla y como los disturbios se toman la calle y la multitud destroza unos tranvías y es reprimida por la policía y luego todo se vuelve noche y fiesta y ruido y hambre y violencia; mientras, es un adolescente, casi un niño, al que acogen y echan de casas; que pasa unos días en la cárcel; que viaja en vagones de trenes; sí, porque todo existe simultáneamente o aspira a hacerlo; mientras su familia desaparece, madre, padre y hermanos se esfuman y queda lejana lo que alguna vez fue su niñez o su vida completa; y tras descender, Aniceto llega a la playa, y conoce a Cristián y al Filósofo, quienes recogen metales en la caleta El Membrillo, y la memoria (o la novela) nos hace recorrer un tejido donde apenas vemos las costuras: las escenas, descoyuntadas unas de otras, parecen versos arrancados de un poema fantasma, como si la única forma de narrar una vida —la de Aniceto Hevia, la de Rojas— fuese intentando encontrar la forma del tiempo en la lengua o en la memoria de la lengua, que está hecha de la cadena de acciones que dislocan el mundo y lo dibujan de nuevo para comprenderlo, recordarlo y contarlo.
Ahora que Hijo de Ladrón cumplió 70 años y Manuel Rojas está canonizado como un santo laico de la literatura chilena, rodeado de ensayos que vuelven sobre su vida y obra y nuevas ediciones de Hijo deLadrón y sus Cuentos completos (casi a la vez: una de Alfaguara, otra —crítica— de la Universidad Alberto Hurtado, a cargo de Ignacio Álvarez) y comentarios críticos y textos hagiográficos que iluminan sus costados (como los textos contenidos en el volumen Manuel Rojas. Una oscura yradiante vida y en el N° 35 de la revista Anales de LiteraturaChilena), bien vale la pena volver a su obra más importante para pensarla como un territorio posible, como otro retrato de lo que fue y es Chile.
Faro que no sabíamos que era tal y racconto que se presenta como laberinto, uno de los elementos más conmovedores de la novela es que se configura como un espejismo capaz de abrazar lo perdido. Por eso el libro envejece con el lector. La relectura aumenta la cercanía del narrador, de ese Aniceto que apenas juzga; solo mira y recuerda, vive y recuerda. La experiencia de este lo amplifica, y todo se aprecia más nítido en cada nueva visita; tal es el mérito de los clásicos: encontrarse de nuevo con el estilo luminoso de su autor, con esa prosa que recién se quiebra cuando el personaje se examina y trata de describirse (y con eso herirse) como si fuera otro. Nunca deja de volver a sí mismo, su libertad solo puede existir al lado de la conciencia de ese dolor; pero no hay en Rojas ninguna clase de extrañamiento. Hijo de ladrón aspira a lo contrario, a pensar la literatura como cercanía, como encuentro, como remedio al olvido, como una forma de reconocimiento del otro, de los otros, en medio de la noche del siglo XX.
Tal como en el automatismo oratorio, como una inercia de la frase hecha, volvemos después de un profundo silencio espiritual a funcionar como el puntero de un reloj que nunca estuvo detenido.
Valdría la pena quebrar esos ídolos de la costumbre, para mirar las buenas ideas surgidas espontáneamente bajo una cuarentena obligatoria. Quizás irrumpan valiosos contenidos que podamos recoger como huellas y logremos leer como nuevas líneas que insinúan un camino o varios caminos que van hacia un lado diferente del que estábamos acostumbrados. Es un momento de transición, en el que volvemos a funcionar en un sistema que ya venía colapsado. ¿Qué podemos sacar de todo esto, si rápidamente, como autómatas, volvemos a funcionar con miedo en un sistema acabado?
La mascarilla nos tiene tapada la mitad de la cara. La boca, por la cual nos comunicamos. ¿Hará falta una nueva mascarilla que también nos tape los ojos? Para poder mirar-tapar. Cerrar los ojos para poder ver.
Extrañamente, la cuarentena nos obligó a hacer vida en un solo punto, sin desplazamiento. Esto obligó a trabajar usando al ciento por ciento las comunicaciones virtuales. Imposible no recordar a Stephen Hawking y los agujeros negros, porque este lapso fue un agujero negro. En una partitura habría sido una especie de figura en la que no hay silencio ni notas musicales. En una partitura aparecería la figura llamada Calderón, una figura que representa un sonido que no se sabe cuándo va a terminar. Como decía Marx, en la liberación de todas las naciones oprimidas, “para que los pueblos puedan unificarse realmente, sus intereses deben ser comunes”.
El encierro sin querer nos entregó un interés común. El de la supervivencia. Esa supervivencia ha tenido que ver con el cuidado y el surtido de alimentos básicos, sin distracciones de otro tipo de consumos innecesarios. Todos, independientemente de las clases sociales, nos vimos compartiendo una misma preocupación. El virus provocó el encierro y el encierro provocó una paralización de movimientos innecesarios y solo quedaron dibujados los desplazamientos mínimos de supervivencia. El hecho de no poder salir del círculo más próximo obligó al sistema antiguo de malls y supermercados que quedaban a distancias considerables, a readecuarse, y muchos de nosotros recuperamos esas distancias cercanas caminables.
El auto quedó como un objeto muerto y quien más guardado permanecía, más seguro se encontraba en su integridad física.
Es así como empezó a surgir una nueva forma de vivir. Con la desaparición del automóvil, la naturaleza se puso en primer plano, en el sentido de que por primera vez la ciudad podía contemplarse en su silencio.
Ir a comprar a un supermercado era imposible, por el hecho de que el virus se propagaba con más facilidad en los espacios cerrados. Todo un sistema que idolatraba el consumo y el automóvil quedó en suspenso en un vacío prometedor.
Pudimos darnos cuenta en estos días del llamado “error histórico”, en la introducción del automóvil en la concepción de nuestro modo de vida. De una manera sutil, a mediados del siglo XX, después de una especie de guerra entre el auto y el peatón, el ciudadano deja de tener derechos sobre el espacio público y el auto triunfa.
El virus provocó el encierro y el encierro provocó una paralización de movimientos innecesarios y solo quedaron dibujados los desplazamientos mínimos de supervivencia. El hecho de no poder salir del círculo más próximo obligó al sistema antiguo de malls y supermercados que quedaban a distancias considerables, a readecuarse, y muchos de nosotros recuperamos esas distancias cercanas caminables.
En estos días de encierro obligado se produjo, sin querer, la reaparición de una cierta humanidad perdida. Una especie de idea humana que nos recuerda un poco a las ciudades ideales de ítalo Calvino. A menos de un kilómetro del lugar en donde cada uno vivía, empezaron a aparecer instalaciones transitorias, efímeras, en lugares antes impensables.
Es así como aparecía, por ejemplo, una verdulería en el jardín de una casa o en lugares aún más insólitos, como en el estacionamiento de un edificio, en la vereda de una calle poco transitada o debajo de un árbol cualquiera. Hasta en la escalera de los metros.
En mi investigación sobre esta nueva forma de habitar, elaboré un mapa de recorrido y pude armar un circuito que no se repetía hasta la semana siguiente, e incluso podía hacer diferentes configuraciones de desplazamiento para que cada día fuera distinto. Cada día compré alimentos en un lugar diferente, y así me fui construyendo una nueva forma de habitar la ciudad. Cada día aparecía un nuevo boliche a pocas cuadras o en la cuadra misma, de modo que se me ofrecían otras formas de moverme.
Así como irónicamente el virus nos quitaba la vida, por otro lado nos regalaba una visión distinta de esta: días nuevos en que podíamos soñar y experimentar en carne propia el sueño del pueblo medieval. Mejor, que es posible una nueva forma de vida que nos lleve a los comienzos. Quizás a muchos tipos de comienzos. Me refiero, sobre todo, a las ciudades medievales en las que la diversidad de funcionalidades quedaba a distancias caminables.
El experimento demostraba que vivimos muchos años en un círculo vicioso, funcionando en banda. En un sistema que hoy estaba obsoleto ante nuestras narices. Un sistema que había hecho oídos sordos a la aparición de las comunicaciones virtuales.
Seguimos, a pesar de ello, creyendo que teníamos que obligatoriamente desplazarnos para trabajar, por ejemplo. Ahora, con el virus por primera vez nos hacemos cargo de esa gran herramienta que nos permite ir dejando atrás huellas tan violentas como las carreteras de alta velocidad, los monocultivos de automóviles y los extensos cultivos de plantaciones de casas en donde no existe la diversidad de la que intrínsecamente está hecho el ser humano.
La comunicación virtual permite y muestra amenazas, pero también luces de fortalezas que podrían ser claves en la nueva mirada de un urbanismo más parecido al virus delta, en el sentido de que cambia día a día, un urbanismo que es flexible a las perturbaciones del viento y la naturaleza. Un urbanismo adaptativo, que puede tomar el uso de estas nuevas capas que se superponen y que nunca antes se habían topado tan cercanamente. Dormir y trabajar sin desplazamiento físico obliga a pensar una distinta forma de habitar los barrios, la propia vivienda y, asimismo, una nueva forma de relacionarnos con nosotros mismos, con la naturaleza y con la ciudad.
Si automáticamente salimos a la calle cada vez que el virus nos dé una tregua, sin detenernos a reflexionar para mirar que nos mostró el encierro, habremos perdido una gran oportunidad para mejorar la naturaleza del hombre.
Coda: se vivieron varios momentos transitorios dentro de las cuarentenas. Esta reflexión hace referencia a unos pocos meses en que se podía salir a comprar alimentos no más allá de una cantidad de kilómetros a la redonda. Fue el momento en que veíamos más gente caminando por la calle, cuando el desplazamiento limitado obligó a dejar los autos estacionados.
Cuando se instauró la fase 4 y volvimos a funcionar en el recuerdo, fue nuevamente necesario el auto. Incluso más, el auto aseguraba una mayor seguridad o inmunidad contra el virus. Una caja hermética sin contacto con otros seres humanos. Hoy, las calles han vuelto a estar colapsadas de autos y nos quedamos atrapados en un sistema de urbanismo no resuelto. Urge una mirada delta.
Un hito posible en la desclasificación de los archivos soviéticos puede encontrarse en el juicio de la Corte Constitucional de Rusia, a mediados de 1992, para fallar sobre la legalidad de proscribir al Partido Comunista y requisar todos sus bienes, decretado unos meses antes por el presidente Boris Yeltsin. En rigor, más que un proceso judicial sobre este tema puntual, fue un juicio político, un juicio a la historia: el nuevo gobierno —conformado, por cierto, por excomunistas, como muchos de los jueces, abogados y testigos— se propuso demostrar que el partido que gobernó por casi un siglo era una organización abusiva y peligrosa, y que era necesario mantenerla al margen. Un año antes había ocurrido la intentona de golpe de Estado, que aceleró el fin de la Unión Soviética y el ascenso de Yeltsin al poder, quien vio en ese proceso una manera de acabar con la oposición de los sectores conservadores y, de paso, pasarle una cuenta a su rival Gorbachov, que se había ido a descansar a su dacha de las afueras de Moscú.
Como se lee en la que quizás sea la crónica más acuciosa y fascinante del fin del imperio soviético, Latumba de Lenin (Debate, 2011), del periodista estadounidense David Remnick, en el juicio comparecen tanto antiguos disidentes y ex-presos políticos, como esa última generación de jerarcas comunistas que hasta hace no mucho detentaban un poder absoluto y que, ante la corte, se ven como “seres insignificantes, hombres cansados, vestidos con trajes arrugados”. Los testimonios de las víctimas parecen concluyentes, pero para darles mayor consistencia y espectacularidad a las pruebas, los abogados de Yeltsin tienen una ocurrencia: acudir a los archivos secretos de la KGB y del Partido Comunista Soviético, “que como máquinas burocráticas, dejaron tras de sí una estela de millones de documentos”, escribe Remnick.
Esos cerca de 40 millones de documentos contenían los pequeños y grandes secretos de un Estado totalitario, sus tentáculos, sus arbitrariedades, sus horrores, desde las listas con “cuotas” de decenas de miles de personas a las que Stalin ordenó ejecutar —o bien, si tenían suerte, deportar a campos de trabajos forzados—, en el contexto de las grandes purgas de los años 1937 y 1938, hasta los papeles que acreditaban las relaciones y ayudas económicas que por casi un siglo el Partido Comunista Soviético estableció con sus “filiales” en el mundo.
Aunque en el juicio de 1992 se usaron principalmente documentos referidos a los años 70 y 80, que comprometían a los jerarcas comunistas llevados al banquillo, la revelación de esos archivos secretos fue un golpe de efecto propagandístico y judicial, y derivó, a partir de entonces, en una política de apertura de esos y otros documentos para la consulta de historiadores y familiares de las víctimas, con algunas restricciones que irán variando con los años, de acuerdo con los vaivenes políticos.
La “revolución de los archivos”, como la llamó el historiador alemán Karl Schlögel, fue una consecuencia directa de la perestroika y el posterior fin de la Unión Soviética, decretado formalmente el 25 de diciembre de 1991. Su desplome y transición hacia una sociedad democrática, con todos sus bemoles, derivó en el conocimiento de hechos hasta entonces velados de un régimen que se caracterizó por su secretismo y cuya historia había sido construida a retazos, a partir de fuentes dispersas e incompletas.
El problema, desde luego, no fueron únicamente las fuentes.
En la introducción del primero de los cuatro volúmenes de Chile en los archivos soviéticos (Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2005), Alfredo Riquelme y Olga Ulianova advierten que “las visiones unidimensionales del comunismo predominantes durante el siglo pasado” impidieron una aproximación “más documentada y menos ideologizada” de la historia. En ese sentido, ante “la fuerza cegadora de la ideología” y “esa obsesión por el secretismo”, el lituano Moshe Lewin propone en El siglo soviético (Crítica, 2006) “un examen de conciencia” sobre el modo en que la historiografía había abordado el tema, incluso tras la apertura de los archivos: “A menudo las medidas represivas y terroristas han centrado la atención de los investigadores en detrimento de todo lo relacionado con los cambios sociales y la construcción del Estado”.
El 12 de diciembre de 1938, Stalin firmaba 30 listas de condenas a muerte, zanjando la suerte de cerca de cinco mil personas, ‘entre ellas gente que conocía personalmente, amigos suyos’, dice Volkogonov, citado por Remnick. ‘Después de haber firmado esos documentos, esa noche fue a su cine privado y vio dos películas, incluida Tiposfelices, una comedia popular en esos días’.
Sin desatender el terror estalinista, Lewin pone el foco en los inicios del proceso de industrialización, la influencia de la burocracia partidaria y el impacto en una sociedad esencialmente rural. En la década del 20, la Unión Soviética aún no es exactamente ese Estado omnipresente que lo controla y lo sabe todo. Citando a historiadores rusos contemporáneos a él, Lewin da cuenta de una oposición que aún tiene margen de expresión y de centenares de huelgas protagonizadas por trabajadores que sabotean la producción y llegan a quejarse de que “hoy estamos más explotados que en el pasado”. Al mismo tiempo, producto de las hambrunas y las condiciones laborales, miles de campesinos y operarios abandonan sus puestos de trabajo, “con la indulgencia mostrada por los tribunales y los fiscales”.
Es precisamente la necesidad de establecer control, además de reforzar el proceso de colectivización, lo que lleva a los jerarcas a la “eliminación definitiva del viejo partido revolucionario”, escribe Lewin. Es un proceso contradictorio y complejo, agrega, de una creciente burocracia centralizada, en la que el mismo Stalin envía telegramas al partido, o a algunas de sus tantas agencias estatales, exigiendo el envío de clavos y alambradas a una obra. Ya en los años 30, antes de las grandes purgas, “cuanto más reforzaba la cúpula el control sobre los mecanismos de poder, más intensa era la sensación de que las cosas se les iban de las manos, y conforme leían informes o visitaban fábricas, pueblos y ciudades, se daban cuenta de que la gente no cumplía las órdenes, de que ocultaba la realidad tanto como podía o de que, simplemente, era incapaz de mantener el ritmo fijado”.
Lo anterior, unido a la psiquis de Stalin, explica que en solo dos años se detuviera a 1,6 millones de personas y 700 mil fueran ejecutadas.
Lápiz rojo y lápiz azul
Aunque los años del terror ya habían sido abordados antes de los 90 por historiadores como Robert Conquest, Roy Medvedev y J. Arch Getty, la desclasificación de archivos permitió dimensionar con mayor exactitud la masacre. Pero no solo eso: los documentos también dieron cuenta de la arbitrariedad y ligereza de esas medidas decretadas por Stalin, quien, de acuerdo con el historiador y militar ruso Dmitry Volkogonov, marcaba con lápiz rojo y otro azul si las personas eran fusiladas o enviadas a trabajos forzados, sin que hubiera un criterio claro ni menos juicio previo. Lo importante no era hacer justicia, sino dar una señal de autoridad. De ahí que se hablara de cuotas de víctimas repartidas por regiones: personas condenadas por quién sabe qué, reducidas a números. Así, el 12 de diciembre de 1938, Stalin firmaba 30 listas de condenas a muerte, zanjando la suerte de cerca de cinco mil personas, “entre ellas gente que conocía personalmente, amigos suyos”, dice Volkogonov, citado por Remnick. “Después de haber firmado esos documentos, esa noche fue a su cine privado y vio dos películas, incluida Tipos felices, una comedia popular en esos días”.
Entender las motivaciones, la mecánica y la lógica de las purgas ha sido uno de los empeños más frecuentes de los historiadores, incluso desde antes de la desclasificación de archivos. Su vocación performativa, y sobre todo su irracionalidad en tanto proceso autodestructivo, donde el acusador ocupaba muy pronto el lugar del acusado, convierten al fenómeno en una tarea compleja de acometer desde la historiografía. Sin necesariamente proponerse dar una explicación, Karl Schlögel entrega una mirada aguda y novedosa en Terror y utopía. Moscú en 1937 (Acantilado, 2014), que aborda las purgas en el contexto de un proyecto político y civilizatorio que tiene como trasfondo una capital que ese año vive una modernización cultural y un esplendor urbanístico, con un metro formidable inaugurado dos años antes, rascacielos y grandes avenidas (en contraste, claro, con la masificación de las infraviviendas hacinadas de familias y las cárceles y campos de ejecución de la periferia). El texto cruza aspectos políticos, sociales y culturales para analizar un año contradictorio, inserto en “un ‘siglo de extremos’ que traspasó todos los límites”, en el que conviven horror y progreso, como si no fueran opuestos. De este modo, así como en 1937 transcurren los juicios públicos, ejecuciones y deportaciones masivas, apunta Schlögel, “de ese año del Gran Terror forman parte, asimismo, las vacaciones de verano, el comienzo del año escolar, las instalaciones deportivas, el cine, los escaparates, los espectáculos de danza”.
¿Disidencia historiográfica?
Otro de los aspectos que quedaron al descubierto con la apertura de los archivos fue el modo en que se escribía la historia al interior de la Unión Soviética, antes de su derrumbe. Ya desde 1928, cuando Stalin se hizo del poder absoluto, hubo un particular empeño por construir una historia única, que no admitía matices, subjetividades ni, menos, críticas. Ese mismo año, en el Primer Congreso de Historiadores Marxistas de la Unión Soviética, quedó claro que la historiografía estaría al servicio del régimen y, sobre todo, de quien lo comandaba. Prueba de ello es que, en 1934, el Partido promulgó un decreto que estableció un enfoque ideológico de la historia oficial para los textos de colegios, institutos y universidades.
Mijail Gorbachov y Ronald Reagan firmaron en 1987, en la Casa Blanca, el acuerdo para limitar los misiles nucleares de corto y mediano alcance.
Más tarde, “el mismo Stalin supervisó la redacción y publicación de 50 millones de ejemplares del famoso Curso breve, tratado ideológico que era, en palabras del historiador Genrij Joffe, ‘como un martillo clavando ideas falsas en la cabeza de cada escolar’”, describe Remnick: un texto que ponía tanto empeño en ensalzar a quien ostentaba el poder absoluto como en fustigar a sus principales rivales —Bujarin y Trotsky, entre otros—, quienes eran descritos como “pigmeos de la Guardia Blanca cuya fortaleza no supera la de un mosquito”.
En la estratificación social surgida a partir de los años 30, el historiador ocupaba una categoría de privilegio, cercana a la de los jefes locales del Partido e identificada genéricamente como parte de la intelligentsia. Al igual que con los escritores, ante quienes, de acuerdo con Moshe Lewin, “Stalin ejercía, en cierto sentido, de editor y asesor, o discutía con los autores la conducta de los personajes”, los historiadores eran funcionales al propósito del líder de “construir su propia imagen”.
Por cierto, que Stalin pusiera atención y se encaprichara con algún autor era un privilegio al que muchos aspiraban. Pero a la vez era tremendamente peligroso, considerando lo que Lewin denomina una extraña “mezcla de atracción y repulsión por el genio o el gran talento” del líder. La periodista rusa Alexandra Popoff calcula en cerca de dos mil los escritores arrestados en el contexto de las purgas, de los cuales solo un cuarto sobrevivió. Y como cuenta Karl Schlögel en otra de sus obras, Elsiglo soviético (2021, Galaxia Gutenberg), al poco de alcanzar el poder Stalin puso a parte de la elite intelectual a redactar La gran enciclopedia soviética, una obra monumental que llevó años y terminó con varios de sus autores purgados, bajo acusaciones de parásitos, nihilistas o enemigos del pueblo.
Tras la muerte de Stalin y el ascenso al poder de Nikita Jrushchov, en 1953, vino un periodo de relativa apertura política, conocido como el deshielo: se puso en cuestión el culto a la personalidad construido en torno a la figura de Stalin, se habló puertas adentro de sus crímenes y se liberó a presos políticos. Como consecuencia de esta flexibilización, el Curso breve fue reemplazado por la Historia del Partido Comunista, que ponderaba el papel de Stalin y rehabilitaba a figuras caídas en desgracia. A esto se sumó una apertura hacia textos históricos no necesariamente críticos al régimen, pero sí al menos con un mayor margen de matices, como fue el caso del estudio sobre la campaña de colectivización y sus consecuencias, escrito por el historiador Viktor Danilov.
Sin embargo, todo cambió con la llegada al poder de Leonid Brezhnev, en 1964: el deshielo dio paso a una suerte de neoestalinismo, lo que en la práctica supuso un retorno a la historia oficial. Esta vez, el encargado de dictarla fue Sergei Trapeznikov, jefe del Departamento de Normas para la Ciencia y la Educación del Comité Central, cuya misión principal era suprimir todo asomo de disidencia historiográfica. Como consecuencia, el texto de Danilov sobre la colectivización fue reemplazado por un estudio sobre el tema escrito por el propio Trapeznikov. Asimismo, historiadores considerados disidentes —Medvedev o Solzhenitsyn—, no obstante su admiración inicial por Lenin y la revolución soviética, “fueron puestos bajo vigilancia permanente de la KGB”, escribe Remnick. Y Sergei Ivanov, profesor de historia bizantina, da buena cuenta del clima de esa época y de las posibilidades de trabajar libremente: “Solo un necio, o un ideólogo, podría siquiera pensar en hacer del estudio de la historia soviética su profesión. Cualquiera que estuviera genuinamente interesado en la historia, y que tuviera sentido de la honradez, se mantenía tan alejado del periodo soviético como fuera posible”.
Libros prohibidos
El fin de la Unión Soviética estuvo mediado por un proceso de apertura política que propuso, no sin resistencia de los líderes más conservadores del Partido, una progresiva democratización del país, lo que pasaba por una mayor apertura en favor tanto de la libertad de expresión y de pensamiento como de libertades civiles. De hecho, la glásnost, impulsada desde 1985 por Gorbachov y los jerarcas más liberales, puede ser traducida del ruso como apertura o transparencia, que, en la práctica, a poco de iniciado el proceso, cristalizó en la publicación de obras que habían permanecido censuradas.
En esa categoría estaba, por ejemplo, el libro que la premio Nobel bielorrusa Svetlana Aleksievich había trabajado desde los años 70, a partir de las voces de decenas de mujeres que se alistaron como voluntarias en el Ejército Rojo, sin que su rol fuera visibilizado previamente más que por la propaganda oficial, con una visión teñida por un heroísmo caricaturesco y reservado a francotiradoras convertidas en mitos y ejemplos patrióticos. En cambio, en el relato de Aleksievich la combatiente soviética es una mujer común en medio de una guerra en la que “no hay héroes ni hazañas increíbles, tan solo hay seres humanos involucrados en una tarea inhumana”.
En la estratificación social surgida a partir de los años 30, el historiador ocupaba una categoría de privilegio, cercana a la de los jefes locales del Partido e identificada genéricamente como parte de la intelligentsia. Al igual que con los escritores, ante quienes, de acuerdo con Moshe Lewin, ‘Stalin ejercía, en cierto sentido, de editor y asesor, o discutía con los autores la conducta de los personajes’, los historiadores eran funcionales al propósito del líder de ‘construir su propia imagen’.
Ese conjunto de relatos corales reunidos en La guerra no tiene rostro de mujer (Debate, 2015) fue en un comienzo rechazado por editoriales y revistas, porque, según decían los editores, “no se percibe el papel dominante y dirigente del Partido Comunista”. Recién en 1988, el libro fue publicado en una primera edición y, tras la caída del régimen, apareció una edición ampliada.
Algo similar ocurrió con la publicación de obras derechamente prohibidas, como Doctor Zhivago y Viday destino, de Boris Pasternak y Vasili Grossman, que hablaban en un caso de los años de la revolución, y en el otro, del estalinismo. Ninguna muestra un panorama ejemplar del comunismo soviético ni respondía al ideario de Andrei Zhdanov, secretario general del Partido en los años 40, quien había asignado a los escritores soviéticos el papel de “ingenieros del alma”. De ahí que, en 1958, tras la edición de Doctor Zhivago en el extranjero, Pasternak haya sido obligado a rechazar el Premio Nobel de Literatura. Y tres años después, la KGB asaltó el departamento de Grossman y requisó el original de Vida y destino, que fue catalogada por los censores de “una sucia calumnia contra la sociedad”.
En rigor, Grossman se había limitado a dar cuenta de esa extraña mezcla de terror y admiración que provocaba Stalin. Como se retrata en la novela, un chiste sobre el líder supremo, pronunciado entre amigos al calor de unas copas, bastaba para caer en desgracia. Una errata en un libro, en tanto, le costaba siete años de cárcel a un corrector. En una carta dirigida al mismo Jrushchov, Grossman apeló a la censura, argumentando que su libro contiene únicamente “verdad, dolor y amor por las personas”. En respuesta, Mijail Suslov, encargado de asuntos ideológicos del Politburo, respondió: “Usted dice que su libro está escrito con sinceridad, pero la sinceridad no es el único requisito para la creación de una obra literaria en nuestros días”.
Vida y destino, cuyo original había sido copiado antes de su destrucción, apareció por primera vez en Suiza, en 1980. Cinco años después, cuando Gorbachov llegó al poder, recibió en su despacho un expediente con carpetas de obras prohibidas, entre las que estaban Vida y destino y Doctor Zhivago. Luego de pasar por un comité, proceso que duró tres años, las obras fueron publicadas en su idioma original.
Mejor olvidar
Con el fin de la Unión Soviética y el juicio de 1992 al Partido, que terminó dándole la razón a Yeltsin, cualquiera hubiera pensado que el comunismo quedaba definitivamente atrás en Rusia. El comunismo, sus prácticas, su cultura. Pero la promesa de una sociedad democrática, según el modelo liberal al que aspiraba Gorbachov, no tardó en desdibujarse y con ella, la política de apertura de archivos.
Ya desde la segunda mitad de los 90 comenzaron las restricciones para su consulta, especialmente de aquellos referidos a la KGB. Entre medio hubo denuncias de destrucción y tráfico de archivos. Era una época confusa y amenazante, recuerda Remnick, en que todos vendían o compraban algo. En este contexto sobrevino el nuevo siglo y el arribo de Putin, que reivindicó la historia soviética y, de manera más solapada, la figura de Stalin. En 2006 prácticamente cerró el acceso a los archivos de la KGB y su antecesora, la NKVD. Pese al reclamo de familiares de las víctimas, argumentó que la apertura de esos archivos “conlleva riesgos” y “puede que no siempre sea agradable para los familiares abrir los casos de sus antepasados”.
A fin de cuentas, es un asunto de orgullo patrio: salvaguardar un honor que quedó maltrecho una vez que los archivos estuvieron a disposición de investigadores de Occidente y estos, con matices, sacaron a la luz las miserias y evidencias del horror. Los papeles más secretos de la Unión Soviética habían sido elaborados para permanecer en las sombras; de lo contrario, se volvían en su contra. De alguna manera, Stephane Courtois, coautor de El libro negro del comunismo (Arzalia, 1997), condensa el sentido último de los documentos cuando cuenta como la NKVD relata la visita del expresidente francés Edouard Herriot a Stalin: “Buen trabajo. No se ha enterado de nada. Solo hubo un incidente: se apoyó en una pared recién pintada y se le mancho la chaqueta”. Por cierto, todo lo que le mostraban estaba recién pintado, hecho para impresionar, como la escenografía desmontable de una película.
“¿Por qué postular a la Convención Constitucional? ¿No te das cuenta de que tienes 77 años y no vas a ganar nada con ello? ¿Has pensado en tu salud? ¿No adviertes que lo pasarás mal antes (la campaña), durante (el tiempo de trabajo de la Convención) y después (cualquiera te parará en la calle para increparte por alguna norma constitucional aprobada que no sea de su agrado)? Si lo que más te gusta es leer, escribir, dar clases, ver cine, pasar un rato en el café, ir al hipódromo, ¿no ves que todas esas ocupaciones placenteras desaparecerán temporalmente de tu vida o se verán muy afectadas?”.
Nunca tuve respuesta para preguntas como esas. Decir que lo hice por deber sería demasiado presuntuoso. Decir que lo hice por algo así como un deber sería solo menos presuntuoso. Mejor admitir que hay cosas que se hacen en acatamiento a una voz interior que se impone sobre cualquier análisis racional, sobre todo si por racionales se entienden las decisiones que van en nuestro favor.
¿Si lo pasé mal antes? Por momentos, y no precisamente cuando me instalé a repartir volantes en un semáforo. ¿Si lo paso mal ahora? También por momentos, y el mismo 4 de julio, día en que se constituyó la Convención, una cámara fotográfica captó a un hombre mayor que se había llevado ambas manos a la cabeza y parecía no creer lo que estaba viendo. ¿Lo pasaré mal después? Vaya uno a saber, aunque tengo claro que algo así ocurriría solamente en dos hipótesis: que se fallara en el intento de proponer al país una nueva Constitución, o que esta, sometida a plebiscito, fuera rechazada por la ciudadanía. Simplemente, en ambos casos me moriría de vergüenza.
El escritor Carlos León decía que a las personas les pasan cosas parecidas a ellas mismas. He ahí una aceptable explicación para estar en la Convención.
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Con los electores nunca se sabe. La mayoría no vota, muchos lo hacen en blanco o anulan su voto, y los que sí marcan alguna preferencia parecen andar a los bandazos, de aquí para allá, desorientados, por mucho que los analistas políticos ofrezcan las más variadas explicaciones del fenómeno. Los resultados de la primera vuelta presidencial de 2021, tan confusos, no podían sino producir lo que hechos de ese tipo tienen que producir: confusión. Pero ya la misma noche del domingo 20 de noviembre había una buena cantidad de analistas exponiendo con total seguridad las más diversas explicaciones de la extraña jornada que acabábamos de vivir. ¿Cómo lo hacen? Cada vez que no quieren confesarse, los políticos dicen que se encuentran en estado de reflexión, pero lo que a muchos nos pasó esa noche, y durante varios días, si no hasta ahora mismo, fue caer en un estado de confusión.
Está ocurriendo, y esto en todo el planeta, que no se termina de elegir un gobierno y a los pocos meses casi todos los que votaron por él, y ni que decir quienes no lo hicieron, están en la vereda de enfrente pifiando al nuevo gobernante. Si esta fuera una señal de anarquismo —rechazo a todo poder— habría que celebrarla, pero lo es de la volubilidad propia de los tiempos que corren y que en el único campo que parece no existir es en el fútbol. En este somos superlativamente estables, y así nuestro equipo haya bajado a Primera B, a nadie se le ocurriría abandonarlo y reemplazarlo por otro más exitoso. El fútbol, mucho más que el matrimonio y la política, es la actividad que produce fidelidad a toda prueba. La única infidelidad que se permite en él consiste en la bigamia de tener dos clubes, uno nacional y otro extranjero, aunque también es frecuente la poligamia, o sea, tener un equipo por cada una de las principales ligas que se disputan en el mundo.
¿Se parecen en algo el fútbol y la política? En mucho: ambos son sucedáneos de la guerra. La guerra no es la continuación de la política por otros medios, sino al revés. La política democrática, decía Popper, es aquella que permite reemplazar gobernantes ineptos sin derramamiento de sangre, y Bobbio complementaba advirtiendo que la democracia sustituye por el voto el tiro de gracia del vencedor sobre el vencido. Y en cuanto al fútbol, se trata de otro feliz reemplazo de la guerra, en su caso por dos ejércitos de 11 soldados cada uno, un estratega en la banca y dos barras bravas en graderías con sus caras pintadas, aunque a menudo la guerra se toma la revancha y en el estadio queda una grande que lamentar.
La Convención, no solo por ser paritaria en cuanto a género y con escaños reservados para pueblos indígenas, refleja la diversidad de nuestro país, esa que probablemente no vimos o no queríamos ver hasta hace un par de años. Aunque, claro, la diversidad de la Convención hará más difíciles los acuerdos, pero, a la vez, y una vez conseguidos, esos acuerdos tendrán mayor estabilidad si son luego ratificados por el plebiscito de salida.
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Nadie podría decir que no le sorprendió la diversidad de la Convención Constitucional. ¿Pero de cuando acá la diversidad es un mal? Todo lo contrario; es un bien. Solo una sociedad abierta puede tener y mostrar una amplia diversidad de creencias, ideas, modos de pensar, maneras de vivir, interpretaciones del pasado, planteamientos sobre el futuro y, desde luego, intereses. Una sociedad abierta es un avispero de todo eso, y todos, o casi, celebramos que así sea. Pues bien: la Convención, no solo por ser paritaria en cuanto a género y con escaños reservados para pueblos indígenas, refleja la diversidad de nuestro país, esa que probablemente no vimos o no queríamos ver hasta hace un par de años. Aunque, claro, la diversidad de la Convención hará más difíciles los acuerdos, pero, a la vez, y una vez conseguidos, esos acuerdos tendrán mayor estabilidad si son luego ratificados por el plebiscito de salida.
A la Convención le ha venido ocurriendo algo parecido a lo que acontece con gobernantes y parlamentos elegidos por votación popular, y no me refiero, tratándose del Congreso, al síndrome de Cámara de Diputados que en varios aspectos ha afectado a los integrantes de aquella: que bancadas (perdón, colectivos), que semanas distritales (perdón, semanas territoriales), que asesores (perdón, colaboradores). A lo que me refiero es a que nuestra Convención ha ido bajando en términos de aprobación ciudadana, algo que algunos de nosotros no ven o que imputan a medios de comunicación que estarían conspirando contra nuestro trabajo. Claro que en esto hay, como en todo, medios de un lado y del otro, pero ¿conspiración? No hay gobierno que no excuse sus fallas diciendo que lo que enfrenta responde solo a problemas comunicacionales o a maniobras de una siniestra oposición. Quienes votaron Rechazo siguen estando en contra de la Convención y haciéndolo ver públicamente, pero lo grave no es eso: lo es que el 80% que lo hizo por el Apruebo esté disminuyendo.
Como se ve, otra vez la misma historia. Apruebo y después me arrepiento, y elijo constituyentes y al poco rato los hago objeto de una silbatina. ¿Es la Convención culpable de ello? Solo en parte, porque hemos cometido errores y dado jugo en más de una oportunidad, pero téngase en cuenta que se trata de un organismo que nunca ha existido antes en la historia de nuestro país y al que llevó tres meses darse sus propias reglas de funcionamiento interno. También es cierto que los medios —y para eso están— no pueden evitar destacar los episodios penosos, extravagantes o jocosos que hemos protagonizado. ¿Pero están realmente para eso? Por cierto que no, y todos ellos dan cabida también a una frecuente información sobre los avances que la Convención va haciendo en su trabajo.
Igualmente cierto es que, descontado lo penoso, extravagante o jocoso, se ha perdido tiempo en declaraciones públicas sobre la contingencia, como si no nos bastara con que se nos haya confiado redactar la Constitución del futuro y tuviéramos también que hacernos cargo del presente. Lo hemos perdido también en iniciativas más propias del activismo político, como haber puesto en discusión el quorum de 2/3 para aprobar nuevas normas constitucionales, o promover plebiscitos dirimentes, o enfrentar dos declaraciones distintas en contra de la violencia, con sus firmantes acusando a los otros de faltar a la ética, un punto que remarco puesto que esa es otra mala práctica transformada ya casi en deporte nacional: creer que toda falta es a la ética y considerar que todas las faltas de ese tipo tienen la misma gravedad. Se está instalando en el país un fervor ético, acompañado las más de las veces de un evidente doble estándar, en circunstancias de que la ética, una dama muy seria, puede ponérsenos demasiado severa y hasta amenazante. Si criticamos el populismo penal, ¿cómo podemos estar incurriendo ahora en uno de carácter ético? “¡Cada vez más delitos, más penas y más castigos privativos de libertad!”, se quejan algunos, y con razón, pero a veces son los mismos que incurren en un populismo ético, para el cual casi todo tiene una grave connotación moral.
Hay muchas conductas indiferentes a todo orden normativo, es decir, que no se encuentran reguladas, y no pocas que deben responder solo ante el derecho o las normas de trato social. Pensando más allá de la Convención, ¿no es ese contrato de indulgencia mutua de que hablaban los antiguos lo que nos debemos unos a otros? Sí, claro, no siempre —concedido—, porque no deben tolerarse comportamientos abierta y gravosamente inmorales, pero siempre hay que tener cuidado con transformarnos en predicadores y comisarios de nuestros semejantes. Si cualquier arranque de superioridad es incómodo para quienes lo padecen, los de superioridad moral resultan insoportables.
En una Convención cuya edad promedio es de 45 años hay muchas figuras políticas del futuro, lo cual está muy bien, con la prevención de que se evite el exhibicionismo. La que tiene que lucir es la Convención y no cada uno de nosotros. Por lo mismo, no es tan importante quiénes somos, sino dónde y para qué estamos. Y, por cierto, tendremos que empezar a movernos desde nuestras posiciones originarias para conectar bien con los demás y llegar a acuerdos.
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¿Habrá quedado claro qué es ser un constituyente? Así lo espero. En otra ocasión podría hablar de mis oscilaciones del ánimo, agudizadas en los últimos meses, y de cuanto me incomoda cierta propensión al sentimentalismo que he notado allí, salvo esa vez en que, con motivo de algunos plañideros discursos inaugurales, un constituyente, al momento de dar el suyo, optó por la sabiduría del humor y remató incluso con unas coplas acompañadas de guitarra con las que tomó el pelo a algunos de los que asistíamos a esa solemne ceremonia.
“Hay un desorden bajo el cielo. La situación es excelente”. La frase suele ser atribuida a Mao y, por supuesto, ella no eleva el desorden a virtud, sino que advierte en él una oportunidad para cambiar.
¿Es esa la situación del Chile contemporáneo?
Si se recorre la ciudad, los signos de un cierto desorden parecen flagrantes. Paredes colmadas de grafitis; carpas a metros de la casa de gobierno; conductas que hasta anteayer eran socialmente sancionadas hoy parecen admitidas; reglas constitucionales que se saben exánimes; preferencias electorales que en los últimos cuatro años se han mostrado volátiles e impredecibles; un sistema normativo en suspenso; expectativas crecientes; un líder carismático que se esfuerza en acogerlas y a la vez conducirlas, etcétera. No cabe duda, hay un desorden bajo el cielo (lo que la vieja literatura llamaba una desclasificación de las posiciones sociales) y la única pregunta que cabe formular es qué condiciones han de satisfacerse para que se trate, al mismo tiempo, de una oportunidad.
Ese desorden, por llamarlo así, no queda bien descrito como un problema de abusos. Si así fuera, su resolución sería más o menos sencilla. Bastaría una consideración de justicia para resolverlo. Pero no es el caso. La situación que se acaba de describir es un cambio de usos sociales, una modificación de esas pautas mudas, de esas reglas de conducta que dibujan la fisonomía de una sociedad y que favorecen la cooperación y orientan el comportamiento.
La sociedad chilena, por decirlo así, está trastocando los usos que hasta ahora la orientaban.
Y por eso se ha propuesto deliberar acerca de sí misma.
En la antigua imaginería democrática no hay nada que anteceda a esa deliberación, nada a lo que deba ceñirse la comunidad política cuyas reglas se trata de cambiar. Para ella no existe, propiamente hablando, un momento sustantivo anterior a la política, sino que el orden social es el resultado de esta última. De ahí entonces que la vieja metáfora del contrato suponga que la mejor versión de la democracia es la voluntad guiándose a sí misma, sin nada que la anteceda.
Los países, como las personas, son en una medida importante dependientes de su trayectoria (lo que Heidegger subraya al decir que lo que acontece siempreha ocurrido ya) y no pueden desprenderse de ella. La trayectoria se parece más a una piel que a una camisa. La vida social está constituida por una cultura y una cierta forma de verse a sí misma, de la que ha de partir, se reconozca o no, cualquier reflexión acerca de la vida colectiva.
Pero todos saben que en la facticidad de la vida tal cosa no existe.
Los países, como las personas, son en una medida importante dependientes de su trayectoria (lo que Heidegger subraya al decir que lo que acontece siempreha ocurrido ya) y no pueden desprenderse de ella. La trayectoria se parece más a una piel que a una camisa. La vida social está constituida por una cultura y una cierta forma de verse a sí misma, de la que ha de partir, se reconozca o no, cualquier reflexión acerca de la vida colectiva. Es lo mismo, aunque a propósito de otro asunto, que advierte Wittgenstein en Sobre la certeza: el momento cero, anterior a nuestra propia reflexión nos es negado.
Y si no podemos echar lejos la facticidad que nos constituye, tampoco podemos prescindir de las reglas.
Lon Fuller, el ilustre jurista americano, dejó entre sus papeles escrita con tinta roja una frase apenas enigmática: las formas nos liberan. Lo que él quiso decir es que las reglas y los procedimientos en vez de ahogarnos, inhibirnos o impedir que deliberemos, lo hacen posible. Cualquier deliberación, sea sobre la sociedad en su conjunto, sea acerca de la universidad, ha de partir recortando la conducta posible y restringiéndola a unas ciertas formas de las que ella ha de partir. Solo así es posible el diálogo, la deliberación, el intercambio de razones. Las formas nos liberan de las expectativas sin límite (lo que algún autor llamó “el mal del infinito”), de la subjetividad, de la simple voluntad que entregada a sí misma pretende modelarlo todo.
En otras palabras, a la hora de deliberar acerca de cómo vivir, no basta la voluntad animada por consideraciones de justicia.
Tal vez el principal desafío del actual momento en Chile consista en reconocer esas verdades sencillas que la literatura subraya una y otra vez: el futuro solo es posible hincando los talones en el pasado y el diálogo para dibujarlo necesita unas reglas que conduzcan la interacción y favorezcan el intercambio de razones.
La obra del portugués Gonçalo M. Tavares, nacido en Angola en 1970, vuelve caduca cualquier delimitación posible. Inclasificables por naturaleza, sus textos atraviesan cómodamente lo narrativo y lo filosófico, lo ensayístico y lo poético. En el camino, producen un desconcierto grato: uno nunca sabe bien dónde está parado cuando lee a Tavares. Esa ausencia de coordenadas intensifica la experiencia de adentrarse (y perderse) en libros que le han valido una multitud de reconocimientos y seguidores en todo el mundo.
Es difícil ofrecer una imagen cabal de su obra. Las novelas que conforman El reino, ambientadas a principios del siglo XX, exploran la idea del mal en sociedades centroeuropeas corroídas por la violencia política y la aniquilación del individuo. Al otro lado del espectro, atemporales y lúdicas, se encuentran las nouvelles de Elbarrio, en las que el Señor Brecht, el Señor Valery y el Señor Calvino, entre varios otros vecinos peculiares, comparten conferencias, dibujos y fábulas. Alrededor de esos dos centros neurálgicos orbitan libros de corte enciclopédico (Biblioteca, Historias falsas), volúmenes de relatos breves sin trama, puntuados siempre por imágenes memorables y por un ritmo desquiciado (Cancionesmexicanas, Animalescos), epopeyas escritas en verso (Unviaje a la India) o cuadernos de apuntes urgentes (Diariode la peste). En última instancia, aquello que los hermana a todos es un estilo singular, de frases tan reflexivas como lacerantes.
Yo suelo leerlo con un lápiz en mano, subrayando a cada rato sus hallazgos y disfrutando de ese desconcierto radical donde también se diluyen los bordes de lo humano, lo tecnológico y lo animal, de los lugares y sus herencias ocultas, de la irreverencia y la gravedad. Así como existe lo borgeano o lo kafkiano, creo que desde hace un tiempo existe también lo tavaresco, eso que nos lleva a reconocer de inmediato cualquiera de sus páginas.
Lo que sigue es una charla que tuvimos por videollamada. “Mi idioma es el portugués y para mí pensar en otro idioma es muy difícil”, se disculpó al empezar. Como se verá, sin embargo, su lucidez y su generosidad no dejaron de abrirse paso en cada una de sus respuestas.
Me interesa cómo en tus libros lo humano y lo animal, lo animado y lo inanimado, parecen recibir un mismo nivel de atención. Para mí todas las cosas están al mismo nivel: la madera, el animal, el hombre. No hay una jerarquía entre el médico y el loco, entre el médico y la madera, entre el médico y el perro. Tampoco hay una jerarquía en el tiempo, un antes y un después. La idea de causa y efecto nos hace pensar que las causas son lo esencial, porque si borras las causas no hay efectos. Ese pensamiento contiene una especie de jerarquía implícita, donde las primeras cosas determinan las segundas, las segundas determinan las terceras, etc. Yo diría que en mis libros no suele haber una jerarquía entre materiales ni una jerarquía en el tiempo. La causa puede ser efecto, el efecto puede ser causa. Alguna persona que muere en la página 70, en la página 80 puede estar de vuelta en la vida.
No tengo ninguna angustia de la influencia, a mí me parece que para escribir es necesario leer. Quiero leer mucho, mucho, mucho, a cada vez más autores, para ser cada vez más fuerte. A veces oigo decir a algunos escritores jóvenes, ‘yo no quiero leer a ese autor porque no quiero ser influenciado, quiero pensar por mi propia cabeza’. Cuando la persona empieza a pensar por su propia cabeza, es como si quisiera inventar el fuego en el siglo XXI. Ningún científico en el siglo XXI quiere empezar de cero.
Dentro de esas coordenadas, ¿cómo distinguirías eso que llamas lo humanesco de eso que llamas lo animalesco? Hay una violencia humana de la que el animal no es capaz. Ahora, por ejemplo, anda suelta una manada de elefantes, creo que en la China. Una manada de elefantes puede provocar algunos estragos en los coches, en las casas, pero no mucho más. Cuando el animal tiene miedo o hambre reacciona y se vuelve peligroso. Un acto animalesco es un acto individual en el que alguien se vuelve esclavo del hambre, del miedo, de la rabia, y ahí hay una conexión con el animal. Al lado de eso, Chernóbil es un ejemplo de un acto humanesco. Los humanescos son actos de una maldad potencialmente increíble. Un acto animalesco puede maltratar a una o dos personas, un acto humanesco puede maltratar a millones.
¿Esa maldad potencialmente increíble te hace pesimista? No, no soy totalmente pesimista. Pienso que el humano es terrible, no tengo dudas de eso, pero también está el otro lado. Nosotros tenemos una parte de humanidad que los animales no. Por ejemplo, durante la pandemia se han visto actos muy generosos, absolutamente extraordinarios. Yo he escrito sobre el mal en libros como Jerusalén o Aprender a rezar en la edad de la técnica. Ahora también me gustaría intentar escribir libros sobre el bien. Es más difícil, mucho más.
Déjame insistir en la relación entre humanos y animales. ¿Nos toca replantearnos esa relación? Hay un filósofo que ha hecho conferencias de filosofía para cerdos. Me gusta esa idea de intentar que los animales entiendan nuestros pensamientos más difíciles. Siempre pensamos que tenemos que disminuir la densidad y la profundidad del lenguaje. Entonces les hablamos a los animales como si fueran niños que todavía no aprendieron a hablar. Y decimos “ven aquí, siéntate”. Pero me encanta la idea de otra hipótesis. ¿Por qué no pensar que los animales no nos comprenden porque no logramos un lenguaje suficientemente inteligente, profundo, filosófico, que esté a su nivel? Podemos pensar la idea de que tenemos que ser más inteligentes para que los animales nos comprendan. Esta puede ser una forma de cambiar nuestra relación con los animales.
Tus libros me hacen pensar, por distintos motivos, en Borges, Cortázar, Lispector o Parra. ¿Cuál es tu vínculo con la literatura latinoamericana? Todos los escritores que citaste me interesan. Son autores fundamentales. Yo tengo un libro que se llama Biblioteca, que se ha publicado en España hace algunos años. En la nueva versión tiene como 500 o 600 escritores que han sido importantes para mí. No tengo ninguna angustia de la influencia, a mí me parece que para escribir es necesario leer. Quiero leer mucho, mucho, mucho, a cada vez más autores, para ser cada vez más fuerte. A veces oigo decir a algunos escritores jóvenes, “yo no quiero leer a ese autor porque no quiero ser influenciado, quiero pensar por mi propia cabeza”. Cuando la persona empieza a pensar por su propia cabeza, es como si quisiera inventar el fuego en el siglo XXI. Ningún científico en el siglo XXI quiere empezar de cero. En el arte debería ser igual. Yo estoy escribiendo, y tú también, Rodrigo, después de Borges, de Vila-Matas, de Saramago, de tantos otros. No estamos escribiendo antes que ellos. Hacer algo nuevo es hacer algo nuevo después de lo que ellos ya han hecho. Para mí siempre es una gran alegría descubrir un nuevo autor.
¿Y cuál es tu vínculo con el arte? Me gusta mucho el arte contemporáneo, el buen arte contemporáneo, que es muy imprevisible. Nunca sabes lo que vas a encontrar ahí. Yo diría que 90% del buen arte contemporáneo es hijo de Duchamp, de las vanguardias artísticas del siglo XX, de la performance y la instalación. En la literatura no es así. En la literatura el 90% es hija del siglo XVIII o XIX. Las vanguardias en la literatura están en el gueto, como si fueran experimentos. Por ejemplo, la poesía visual, digamos la que hacía muy bien Nicanor Parra, ha sido puesta a un lado, como si se tratara de algo artístico y no literario. Y eso es muy empobrecedor. La literatura europea y estadounidense me parecen las más conservadoras. Escribir sigue siendo ahí únicamente escribir historias con personajes, etc. Pero esa es solo una posibilidad entre muchas otras.
Yo diría que 90% del buen arte contemporáneo es hijo de Duchamp, de las vanguardias artísticas del siglo XX, de la performance y la instalación. En la literatura no es así. En la literatura el 90% es hija del siglo XVIII o XIX. Las vanguardias en la literatura están en el gueto, como si fueran experimentos.
No casualmente son regiones donde hay industrias editoriales fuertes y donde la escritura está más condicionada por el mercado. Sí, y eso me hace pensar en el tamaño de los libros, por ejemplo. Es algo que parece muy superficial, pero dice mucho. En algunos lugares casi todos los libros tienen el mismo tamaño y esa es una manera de limitar la creatividad. Una cosa impresionante es que la literatura para niños sea más imprevisible en formato, en el modo en el que se presenta, en el uso de tipografías, que la literatura para personas de más de 10 años. Y es lamentable, ¿no?
El 2020, entre marzo y junio, durante los primeros meses de la pandemia, llevaste un diario que día a día fue publicándose en al menos una decena de medios internacionales. ¿Cómo fue para ti la experiencia de llevar ese diario? ¿La pandemia afectó tu escritura? Afectó en primer lugar mi lectura. En marzo del 2020 para mí no era posible estar leyendo ficción. Me parecía casi como una falla moral, como si estuviera desatendiendo al terrible mundo que estaba ahí en la ventana. En esa época yo estaba completamente conectado a la televisión, viendo las noticias, el número de muertos. Por primera vez en mi vida, en el Diario de la peste estaba viendo lo que sucedía y escribiendo sobre la realidad. Para mí a menudo pasan uno, dos o tres años, o hasta 10, entre el tiempo de la escritura y el tiempo de la publicación de mis libros. En el Diario escribía y revisaba en el mismo día y lo mandaba al periódico. También por primera vez recibía feedback de personas que se sentían acompañadas, y eso ha sido muy distinto a todo lo que he hecho antes. A mí no me gusta la idea de la literatura como algo útil, la idea de una literatura política en un sentido muy directo. Pero con el Diario de la peste sentí que estaba escribiendo algo que sí era útil para lectores en distintos lugares, en México, en Grecia, y eso ha sido bueno. El Diario no es edificante, no digo que todo va a estar bien. Es lo contrario, un diario muy duro. Pero he sentido que tenía una utilidad, y ha sido muy buena esa sensación.
Deleuze decía que “necesitamos más silencio para poder escucharnos mejor a nosotros mismos”. A su vez, el mundo se ha vuelto cada vez más ruidoso. Hubo una pausa durante la pandemia, un recogimiento, pero más allá de eso a veces parecería que todos estamos hablando al mismo tiempo y que las noticias y las series nos tienen como adormecidos o evadidos. Pensando en la cita de Deleuze y pensando en el ruido del mundo, ¿qué lugar tiene para ti el silencio en la escritura? Yo pienso que el silencio es esencial. En ese sentido, hablo mucho de la idea del búnker. No tengo redes sociales, soy anticuado. Incluso el correo me da problemas. Todas las mañanas, hasta la una de la tarde, no miro mails y tengo el teléfono apagado. Cuento siempre con unas cuatro horas de ese silencio que has mencionado. Yo sé de personas que logran escribir al mismo tiempo que contestan mensajes o revisan periódicos. Para mí no es posible. Por eso tengo cuatro horas de búnker diarias, que no necesariamente son para escribir. A veces no escribo. Pero sí las uso para leer y para apagar el mundo. Luego, por la tarde, vuelvo a él de una manera mucho más alegre y disponible. Yo necesito de esas cuatro horas de encierro para después salir a la vida, para intentar estar atento a la vida y a los vivos, algo que para mí también es muy importante. En la pandemia lo que más me ha perturbado no ha sido el silencio, porque siempre lo tuve. Lo que más me ha perturbado es no poder salir a caminar por la ciudad, por Lisboa. Solo entonces entendí que demasiado silencio tampoco es bueno.
Hacia el final del diario escribes: “No solo va a haber un después de esto, sino un gran después. Trágico, leve, pesado, terrible, efusivo, hambriento, burlón, perverso, egoísta, incierto, tembloroso, temible: un después que será todo esto y más. Un después ambiguo, brutal y alegre”. ¿Cómo atisbas ese gran después? ¿Ya estamos ahí? No logramos aún volver a una vida normal. La pandemia ha sido muy fuerte. Las personas que tienen muertos en su familia, eso es de una violencia terrible. Ese gran después es como un gran postrauma. La pandemia va a ser, cuando termine, como salir de un accidente. Cuando se habla de lo postraumático, siempre ha sido de forma individual: alguien que se ha divorciado, que se ha accidentado o que ha estado en la guerra. Ahora, seguramente por primera vez para nuestra generación, vamos a salir de un trauma como mundo casi. Algunas personas estaban en la parte de adelante del coche y han muerto. Otras estaban al lado de los muertos y los vieron. Otros estaban cuatro sillas atrás y no han sufrido nada físico, pero han sentido miedo. Yo pienso que va a ser terrible a nivel económico. Políticamente también, porque ha dividido a la población entre quienes pueden quedarse en casa y los que no. Al final, pienso que si se hiciera una estadística mundial, se vería que entre las personas con menos ingresos el número de muertos ha sido estratosféricamente más alto que entre los que tienen mayores ingresos. La pandemia ha mostrado que hay dos mundos, un mundo de la pobreza y el otro mundo, que es el nuestro, del privilegio. Y eso es terrible. El 2021 continuamos con una pobreza enorme, enorme. Sería bueno que si en 100 años vuelve a haber una pandemia, todo el mundo pueda estar en casa, se pueda defender sin necesidad de ganar el pan diario. Estamos yendo todo el tiempo a la Luna, pero seguimos en la misma pobreza que en el siglo XVIII. En Portugal eso ha sido una revelación, porque de repente la pobreza se ha vuelto más visible.
¿Dirías que la literatura juega algún rol en ese entramado? La literatura no logra resolver estos problemas, pero es algo que me parece también muy importante. Las democracias viven de las personas lúcidas que comprenden el lenguaje y su manipulación. Hoy en día las democracias son violentas no por medio de las armas, pero sí del lenguaje. Siento que por ese medio estamos siendo violentados, robados. La lucidez de entender el lenguaje es una manera de un nuevo karate. Conocer los trucos del lenguaje es una nueva forma de arte marcial. La literatura contribuye a perfeccionar ese arte.
El reino, Seix Barral, 2018, 744 páginas, $33.000.
Una niña está perdida en el siglo XX, Seix Barral, 2016, 240 páginas, $24.000.
El barrio, Seix Barral, 2015, 552 páginas, $26.000.
Aprender a rezar en la era de la técnica, Literatura Random House, 2012, 336 páginas, $29.000.
¿Por qué leer —o releer— Corte, la novela que Felipe Reyes publicó en 2016 con La Calabaza del Diablo? Esta nueva edición está a cargo del sello Provincianos Editores, que ha elaborado un catálogo que incluye un importante listado de jóvenes poetas y narradores chilenos, y que apuesta por la vigencia de este título de Reyes.
Una primera y obvia respuesta es que se trata de una muy buena novela, elogiada por la crítica en su momento (Marco Fajardo, Patricia Espinosa y Roberto Contreras, entre otros). También, porque su autor ya es una figura reconocida en el campo literario chileno, sobre todo por su labor de investigador y ensayista. Entre sus obras destacan Nascimento, el editor de los chilenos (Premio Escrituras de la Memoria, 2013); Rodolfo Walsh: reportero en Chile (2018) y Roberto Arlt. La química de los acontecimientos (2020).
Una tercera respuesta se relaciona con la mirada adelantada con la que Reyes lee la contingencia nacional. Si Migrante (2014), su primera novela, tematiza el tránsito al país de dos hermanos peruanos (y que en su segunda edición del 2015 incorpora la historia de un haitiano), años en los que ni siquiera podíamos imaginar la magnitud de la migrancia venezolana en Chile, en Corte emerge la historia del mundo poblacional, mostrando desde dentro una historia de segregación y violencia que está a la base de las posibles explicaciones para el origen del estallido de 2019.
Esta breve novela se inicia magistralmente con una pelea a cuchillo entre dos hombres: Lalo y Toño, dos generaciones enfrentadas en la cancha de una población, disputando el control del territorio. Como lectores, somos invitados a presenciar un enfrentamiento que se articula en dos planos: el presente en disputa y las evocaciones de ambos contendores, un complejo y preciso mecanismo narrativo que permite reconstruir la historia de la población y —en paralelo— conocer profundamente a los personajes masculinos.
Si la crítica de 2016 señalaba el desencanto como dominante en la visión del autor, hoy se valora la empatía con la que fueron construidos los personajes, aportando así a la comprensión renovada de los problemas sociales del país.
El tierral de la cancha
El crítico Mariano Aguirre afirmó en alguna ocasión que la llamada Generación del 38 centró su narrativa en barrios populares; el Parque Forestal lo fue para los escritores del 50; el Pedagógico de Macul, para los narradores de los 60 y, para la generación de escritores de la década del 80, la ciudad de Santiago fue el espacio emblemático. No es casual, entonces, la presencia del epígrafe de Alberto Romero al inicio de la novela, con lo cual Felipe Reyes declara su filiación a la novela social, relevando un lugar específico de la ciudad: es en la población —y específicamente en la cancha— en donde transcurre la acción de Corte, espacio indisolublemente ligado a la historia de Lalo y Toño, quienes representan dos momentos histórico-ideológicos en disputa. Lalo es un ladrón que opera en el centro de Santiago y Toño, un joven consumidor de drogas vinculado al microtráfico. Lalo remite al origen, su familia será una de las que inicie la toma, la política habitacional de los sin casa: “Sus abuelos y padres habían levantado la población, codo a codo, tabla a tabla, en el trabajo comunitario, en la toma y la olla común”, mientras que Toño representa una nueva generación, la que sin mayor soporte social o familiar aparece disociada de lo colectivo y sujeta a los avatares de la droga: “Las leyes aquí ahora se escriben con kilos y kilos de mierda blanca”. El tono heroico con que se relata la toma contrasta con la desesperanza del presente, apresado/tomado por el tráfico de drogas.
El duelo se coreografía en la cancha, centro neurálgico de la vida cotidiana: “El sol pegaba fuerte, se hacía sentir y el viento avanzaba en enanos huracanes levantando el polvo de la cancha —el de la población entera”. Se trata de un espacio signado por la desolación y el abandono. La cancha será además el único espacio de socialización de los jóvenes pobladores, “ahí tenían su punto de encuentro, su sala de reuniones, su club a la intemperie”; usada como lugar de consumo y evasión por la generación del Toño, perpetuando, de paso, el afuera de los hombres y lo doméstico femenino, pues las mujeres pasan a lo lejos, rodeadas de hijos a temprana edad. La cancha es un espacio que aglutina y excluye, living y a la vez espacio público de los hombres pobres.
Mandato masculino
Si Lalo ya tiene un lugar y un nombre en la población, Toño es el elegido por su tropa para disputar el control de territorio; hubiese evitado la pelea, pero recuerda la insistencia de su grupo para convencerlo de disputar el poder, “como una gotera verbal que erosionaba su razón”. A su vez, Lalo sabe que debe defender su poder: “No se achicaba frente a sus enemigos ni lo haría ahora frente a ese pendejo ni ante ese montón que ahora lo rodeaba”. Ambos personajes aparecen sometidos a lo que Rita Segato denomina el mandato de la masculinidad: deben probar a sus pares que son capaces de actos de dominación, de vandalismo o de arrojo. Su potencia, su valía, deben ser reconocidas por la cofradía masculina: es en ella en la que se reconocen como hombres. La novela exhibe y cuestiona este mandato: la pelea es asumida por ambos personajes, pero en su transcurso se interroga su sentido, pues ninguno de ellos entiende cómo y por qué se llegó al enfrentamiento. Las subjetividades masculinas construidas por Reyes portan y sufren la violencia de género y es esa condición la que genera la cercanía del lector con el Lalo y el Toño: son también víctimas del patriarcado.
Si la crítica de 2016 señalaba el desencanto como dominante en la visión del autor, hoy se valora la empatía con la que fueron construidos los personajes, aportando así a la comprensión renovada de los problemas sociales del país. Corte revitaliza la función de denuncia social de la literatura nacional y lo hace con gran manejo de aspectos formales, confirmando la calidad narrativa de Felipe Reyes.
Corte, Felipe Reyes, Provincianos Editores, 83 páginas, $10.000.
La escena es así: el periodista Gay Talese y el novelista Saul Bellow comparten un taxi en Nueva York, en los años 60, y una joven reportera los acompaña.
—Cada año, una joven linda llega a Nueva York pensando que es escritora —dice Talese a Bellow—. Este año, esa joven es Gloria.
Steinem, la mayor feminista estadounidense, 87 años, premio Princesa de Asturias en Comunicación y Humanidades 2021, ha contado después que, en ese momento, no articuló palabra. Furiosa, guardó esa frustración, esa invisibilidad entre dos próceres, por años, pensando que debió haberse bajado del auto y “golpear la puerta”.
El asunto quedó pendiente. Y décadas después, tras una extensa y condecorada trayectoria como periodista y activista, la escena inconclusa, de cierto modo, encontró un cierre.
Hace pocos años, se topó en una comida con Talese: le recordó el episodio y le dijo que lo iba a contar. Talese no lo negó. Lo que, a ojos de Steinem, habla muy bien de él. También explicó Talese que lo que en los 60 se veía como un chiste liviano, con los ojos de hoy ciertamente era diferente. La diferencia de prisma, o el enorme cambio cultural que ha ocurrido entre esos años y hoy, tiene que ver justamente con la obra y el trabajo de Steinem. Para el jurado del premio Princesa de Asturias 2021, su activismo a lo largo de seis décadas, “marcado por la independencia y el rigor, ha sido motor de una de las grandes revoluciones de la sociedad contemporánea”.
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Los inicios de Gloria son en el periodismo. Fue parte del equipo del legendario Clay Felker en Esquire y luego en la debutante New York, donde compartió y fue parte del movimiento del Nuevo Periodismo, tendencia periodística de los 60 en Estados Unidos, liderada por Tom Wolfe, Jimmy Breslin y el mismo Talese. Escribiendo periodismo como si fuera literatura y cubriendo su época con vigor y pasión, revolucionaron los medios de su época y crearon escuela. Steinem no fue comparsa de ese grupo mayoritariamente masculino. Sus reportajes causaron gran impacto, igual que sus crónicas, incluida una sobre su aborto. Cubrió tendencias sociales, el espíritu de la época, con plumas que tomaron de la literatura algunas herramientas fundamentales para contar sus historias.
“Yo era la única reportera, pero finalmente pude escribir sobre política. (…) Como Wolfe escribía satíricamente y desde afuera sobre personajes que probablemente le desagradaban, y Breslin escribía desde adentro sobre las vidas de personas que probablemente él amaba, ellos ayudaron a establecer el derecho de los escritores de no ficción de que su trabajo sea a la vez personal y político, mientras los hechos estuvieran correctos”, escribió en Mi vida enla carretera.
A la hora de los balances, en términos de igualdad de género, dice que el progreso no es suficiente. ‘Acerca de lo lejos que hemos llegado en términos de economía y legislación, habría pensado que estaríamos mucho más lejos ahora’, aseguró al New York Times.
No solo sus crónicas y entrevistas la hicieron destacarse, también fundó la icónica revista Ms. en 1972 y fue su editora por 15 años (hoy es parte de su consejo). Una revista feminista, de vanguardia, que en su primer número —que era un experimento— se agotó. “Pasamos un año caminando alrededor de las calles de Nueva York, tratando de persuadir a gente a que invirtiera en esta idea. Pero el solo pensamiento de tener una revista controlada solo por mujeres (…) y una revista feminista, no era vista como algo posible. Empezar una revista es duro, no importa qué tipo de revista sea, y simplemente no pudimos levantar dinero”, contó a la revista Interview.
La revista New York —donde trabajaba en esa época— puso los recursos para un primer número de prueba. Los 300 mil ejemplares debían agotarse en tres meses, pero a los ocho días no quedaba ninguna.
Un éxito instantáneo de un medio que, al decir de Florynce Kennedy, se ocupaba de “preparar la revolución, y no solo la cena”.
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Uno de sus artículos más recordados fue sobre el aborto. Ese reportaje acaso la convirtió en activista. En la misma entrevista de Interview le preguntaron qué habría sido de ella si no hubiera encontrado un doctor que se lo hiciera a los 22 años (y a quien le dedica muy emotivamente su libro biográfico).
“Es muy difícil de imaginar —dijo—. Antes de encontrar un médico de conciencia, que estuviera dispuesto a violar la ley, me imaginaba haciendo violencia contra mí misma. No letal, sino tirarme por las escaleras, montar a caballo y caer, ya sabes, las locuras en las que piensas. Estoy segura de que podría haberme lastimado”.
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La política le interesaba como sujeto de cobertura, pero también como pasión personal, a través del activismo. El movimiento, el cambio, la transformación y el viaje se transformaron en un poderoso motor, tal como describe en sus memorias, Mi vida en la carretera. La lucha por los derechos de las mujeres ha sido una constante en ese camino, liderando la llamada segunda ola feminista en su país.
Steinem es, como dijo El País, “una de las madres del feminismo moderno, pieza clave en la segunda ola del movimiento en Estados Unidos, la que luchó por la aprobación de la ERA —la Enmienda de Igualdad de Derechos— en los 50 estados del país”. Desde el National Women’s Political Caucus, creado en 1971, promovió y alentó el ingreso de mujeres en la política. Fue presidenta y cofundadora de Voters for Choice, un comité político de acción, por 25 años. También fue cofundadora y es miembro del directorio de Choice USA, una organización que se dedica a apoyar liderazgos jóvenes a favor del aborto y de la educación sexual en los colegios. Y también es fundadora de la Fundación Ms. para Mujeres.
Gloria Steinem recibió el premio Princesa de Asturias en Comunicación y Humanidades 2021.
Además de la lucha por los derechos reproductivos, su mirada ha incorporado la variable medial respecto de la desigualdad de género. Cómo las mujeres son discriminadas en los medios, en su sentido amplio, ha sido una constante preocupación y es por ello que cofundó —junto a Jane Fonda y Robin Morgan— el Women’s Media Center, en 2004. Este centro desarrolla estudios sobre la representación de género medial, haciendo visible esas discriminaciones tanto en la prensa como en la televisión y el cine. También hace campañas, otorga premios y reconocimientos, además de entrenamiento en liderazgo y creación.
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Gran parte de su vida se la pasa de viaje. Se define desde esa experiencia, desde allí obtiene una inagotable energía: visitando ciudades, hablando con activistas, conociendo nuevas generaciones. Cuando no está en la carretera, para en su casa de Nueva York, en el lado este, a la altura de la calle 70. A la hora de los balances, en términos de igualdad de género dice que el progreso no es suficiente. “Acerca de lo lejos que hemos llegado en términos de economía y legislación, habría pensado que estaríamos mucho más lejos ahora. Pero el movimiento en sí, en términos de lo que las niñas creen que pueden hacer, y la diversidad del movimiento y la naturaleza global del movimiento [es emocionante]”, aseguró al New York Times.
Pero dice que la edad, la perspectiva de los años le dan la ventaja de jugar un rol en el movimiento, que es el de explicar cuando fue todo mucho peor. Aunque hay quienes la definen como feminista liberal, ella se define como una radical, pero toma distancia de las corrientes feministas académicas, pues las considera lejanas y herméticas.
Como ícono que es, varias películas han estado inspiradas en ella. Una de estas es The Glorias, en que es representada por cuatro actrices, en sus diferentes etapas: Julianne Moore y Alicia Vikander son algunas de ellas. Rose Byrne también la encarna en Mrs. America, cinta que no le gustó para nada.
Tras seis décadas en “la carretera”, su vida la llevó este año a Oviedo, en España. La escena es la siguiente: Gloria tiene 87, y está radiante al recibir su premio Princesa de Asturias en Comunicación y Humanidades, acompañada de la reina Leticia y el rey Felipe y sus hijas. “Me siento humildemente honrada. Después de un año difícil para todos, estoy deseando que volvamos a reunirnos en celebración y comunidad”, dijo en su discurso.
Sobre el futuro de la lucha por los derechos de las mujeres, Steinem hizo un llamado a la unidad por sobre las diferencias: “La vida de las mujeres sigue en juego —dijo al diario El Mundo—. En el caso de algunas, en el sentido más literal de la palabra, porque su seguridad física no está garantizada en las calles ni en su propia casa. Para otras, el feminismo tiene que ver con el derecho a decidir cómo y cuándo tener hijos, cobrar lo mismo que los hombres o repartir las responsabilidades domésticas como el cuidado de los niños. Es importante escucharnos las unas a las otras y apoyarnos, aunque necesitemos cosas distintas”.
No hay arte más arduo, escribe Marie-José Mondzain, que “hacer reír movilizando una energía resistente y crítica”. Con esa económica sentencia, la filósofa francesa, frecuente analista de la actualidad cinematográfica, desmenuza uno de los mayores obstáculos del cine de hoy, especialmente espinoso en el ámbito de la comedia: su anémica sujeción a relatos que lisa y llanamente “dan la razón”. En efecto, parece ser cada vez más difícil conjugar en el cine las exigencias estéticas del espectador selecto y los gustos y reflejos del gran público, proclive quizás a estímulos más inmediatos y a películas que tienden a reafirmar sus valores. Los tiempos que corren, entre delirios conspirativos, burbujas de retroalimentación ideológica, rampantes simplificaciones y sensiblería identitaria, sellan lamentablemente su suerte y fijan de modo tajante el marco estrechísimo en el que se mueve: para prosperar, hoy, hay que limar las asperezas, cuidarse de ofender, repetir de memoria la monserga. O, dicho de otro modo, portarse bien, como en la escuela.
Desenfadada y traviesa, la última vencedora de la Berlinale, felizmente, parece dar un paso al costado de la abulia y apostar con orgullo todas sus cartas al juego, la farsa y al distanciamiento, sin ningún miedo al ridículo. Filmada en plena pandemia, BadLuck Banging or Loony Porn, del director rumano Radu Jude, cuyo título podría tal vez traducirse al castellano como “Polvo yeta o porno chiflado”, es en sí misma un factor de desorden, una película propiamente díscola, imprevisible, que se complace de buena gana en la contradicción y la desobediencia.
La indecisión la atenaza por todos los flancos, comenzando por el título mismo, hilvanado gracias a una conjunción disyuntiva que envuelve la cinta en la duda, señalando dos caminos, dos lecturas posibles —y acaso privativas—, como si hubiera que escoger de entrada con cuál quedarse. Pero el doblez, desde luego, no termina ahí: en esta película “sin tapujos” hay curiosamente —covid-19 obliga— una exuberante plétora de mascarillas higiénicas, declinada en todas sus variantes, de las más rudimentarias a las más estrafalarias. Los rostros están permanentemente cubiertos y las identidades, en consecuencia, parecen prestarse a la confusión. O tal vez no.
El relato gira a grandes rasgos en torno a Emi (Katia Pascariu), destacada profesora de un colegio de excelencia, ciudadana intachable y hasta un tanto estirada. Tras la filtración de un sextape que grabó junto a su pareja, sin mascarillas esta vez —aunque protegida por un simpático antifaz—, Emi tendrá que afrontar en soledad las consecuencias de sus actos, todo ello en un ambiente de irrefrenable hostilidad machista, en una sociedad marcada a fuego por la hipocresía y el dolo. La reacción más temida, con justa razón, es la de la comunidad escolar, que pone en escena a petición de los apoderados una especie de juicio sumario algo kitsch, vindicativo y ultrajante, en el que estarán presentes también algunos colegas —de menor y mayor rango— y donde cada uno se sentirá autorizado a destilar su odio, su ignorancia y su vulgaridad a propósito de la profesora, a la que se busca además deponer de su cargo.
Propensa a los juicios destemplados y a la explosión de los temperamentos, Bad Luck Banging tiene algo de revista de variedades o de espectáculo circense, con números un tanto inconexos, sin relación entre sí. A esa semejanza contribuye por supuesto su estructura tripartita, marcada en cada transición por canciones de aire inconfundiblemente cabaretero, interpretadas todas por Boby Lapointe. Precedida por una suerte de proemio contextual, la película se divide en tres secciones, sujeta cada una a un régimen estético particular, con sus propias reglas y presupuestos pictórico-dramáticos. El prólogo es en realidad el registro, reproducido integralmente y sin aviso alguno, de la picaresca y explícita escena de sexo que desencadena el conflicto, capturada con un teléfono portátil.
La reacción más temida es la de la comunidad escolar, que pone en escena a petición de los apoderados una especie de juicio sumario algo kitsch, vindicativo y ultrajante, en el que estarán presentes también algunos colegas, y donde cada uno se sentirá autorizado a destilar su odio, su ignorancia y su vulgaridad a propósito de la profesora, a la que se busca además deponer de su cargo.
Haciendo un guiño a las técnicas del cine directo, la primera parte, en cambio, muestra el deambular cabizbajo de Emi por las calles siempre abarrotadas de Bucarest, entre automóviles mal estacionados, carteles publicitarios de irreprimible vulgaridad y obras viales a medio terminar. Al libertinaje arquitectónico de esta ciudad “remendada”, que erige el parche y el implante en norma, se suma la manifiesta degradación de los edificios públicos y la violencia apenas retenida de transeúntes y automovilistas que amenazan con explotar ante el más mínimo conflicto. La deriva de la protagonista compone una acción difusa, desconcertante, gracias a una cámara dubitativa, que deambula también a su modo, torpemente, a tientas, alejándose a veces de Emi para detenerse en este u otro detalle del paisaje.
La segunda sección opta por la exposición esquemática, a la manera de un glosario de términos útiles dividido en “entradas”, según un procedimiento de aparente asociación libre y cercano al cine-ensayo, que acude ampliamente al found footage (metraje encontrado). El capítulo consiste en la yuxtaposición de una serie de viñetas breves, muchas de ellas frontales, que se suceden con mayor o menor velocidad. Las referencias a la historia reciente del país abundan: dictadura, revolución, intromisión de la Iglesia Ortodoxa, pedofilia, militarismo, violencia intrafamiliar, represión de la sexualidad son presentados de manera ultra-sintética, por medio de imágenes y palabras escritas, muy en la línea de las estrategias visuales que las redes sociales han puesto en boga.
La última parte corresponde al juicio celebrado en la escuela: un regreso a la anécdota propiamente dicha, donde se desarrollará en detalle la mayor parte de los temas introducidos en el apartado anterior. Por supuesto, no es difícil ver en ese alborotado corral de comedias en que la respetable clase media rumana exuda sin ambages los atávicos resortes de su psicología moral, una escenificación de la lógica de las muchedumbres enjuiciadoras que produce a granel la era digital. Pero la lectura, aquí, va más allá del didactismo propio de la escena: a la más que transparente denuncia de la necedad contemporánea, Jude superpone un análisis más fino acaso, subterráneo y punzante: el de la esfera pública como un campo de batalla ya no solo discursivo, sino también —y principalmente— de imágenes. No es casual que los asistentes exijan ver nuevamente el video erótico de la profesora antes de comenzar la purga, ya que lo que se juzga y castiga, al fin y al cabo, es su imagen, y no su persona.
Es llamativo que Jude haya escogido la escuela como escenario para semejante intriga. La querella contemporánea en torno a la primacía de la imagen y a su lugar como sitio crucial de negociación política, no podría haber exigido un contexto más propicio: es allí, en la escuela, ese espacio cada vez más dominado por las relaciones mercantiles, que se juega el futuro de lo político. Y la pedagogía, en ello, ha de tener un rol mayor. Para orientarse en el caos de las sociedades de la posverdad, parece querer decir Jude, lo primero es “aprender a ver”. Ello exige hacer de la imagen el punto de partida de un debate democrático, distanciado y atento a la diferencia. O sea, todo lo contrario de la delirante sesión inquisitorial organizada por los apoderados.
Fecundo como ha demostrado ser, el novísimo cine rumano ha sabido mantener la energía creativa que hace algunos años ya lo hiciera destacarse por encima de las aletargadas filmografías de la Europa hegemónica. Es lo que evidencian, entre otras, las interesantísimas obras de Corneliu Porumboiu y Cristian Mungiu. Back Luck Banging, su más reciente episodio, de una actualidad quemante, actualiza con vigor y saludable desenfado cierta tradición de lo grotesco y la provocación, no ajena al cine del Este de los años 60. La apuesta, en este caso, sorprende por su frescura y su irreductible libertad, que recuerda por momentos al Buñuel de La edad de oro, de cuyo espíritu iconoclasta es por cierto tributaria. La recepción contrastante de la crítica a su respecto es elocuente. Un medio alemán se preguntaba hace poco cómo catalogar a la ganadora de la Berlinale: ¿arte o basura? La pregunta, pienso, es la mejor prueba del éxito de Jude. Al menos nadie podrá acusarlo de querer “dar la razón”.
El último libro de Raúl Zurita, Sobre la noche el cielo y al final el mar, es un testimonio cruzado por datos documentales y obsesiones fugitivas, por recuerdos concretos y alucinaciones desesperadas. También, por experiencias personales intransferibles que pasaron a ser parte de lo que terminó siendo “la escena de avanzada” de los años 80. Es la manera en que el poeta ajusta sus cuentas internas y despacha un libro que habla mucho más de su vida que de su obra y de un periodo que para él, por más que no lo reconozca, fue fundamental.
Antes de ser el Premio Nacional de Literatura y Premio Reina Sofía, entre otros galardones, Raúl Zurita fue un desesperado que, en su desesperación, intuyó muy temprano el destino que quería cumplir. No es menor que en un momento de esta conversación haya deslizado que quiso titular como Mi lucha su primer libro, que fue Purgatorio. A muchos les pareció, en aquellos años, una licencia demasiado provocativa. Sin duda que lo era. “No digo —aclara él— que hubiera tenido la repercusión que tuvo después ese título con Knausgard”. Pero cuando salió la saga, recordó la intuición que tuvo y el dato es revelador del alcance que iba a tener su proyecto.
Este nuevo libro —a veces oscuro, a veces reiterativo, a menudo inspirado y casi siempre agónico— posee elementos reconocibles de la poesía de su autor, como la búsqueda incesante de algo sagrado y trascendente, la proyección de su cuerpo como aquel en el que cristalizan las heridas de un país y un paisaje cuyos puntos de fuga son glaciares, acantilados o un cielo monumental. Sin embargo, ahora Zurita recurre a la memoria para crear un fresco de aquellos años —fines de los 70 y principios de los 80— en que fue parte del Colectivo de Acciones de Arte (CADA) junto a Lotty Rosenfeld, Juan Castillo, Fernando Balcells y Diamela Eltit, quien no aparece con su nombre y apellido y que el autor prefiere llamar, a lo largo de todo el libro, “la que entonces era mi mujer”. La narración posee todo tipo de revelaciones, desde la manera en que el CADA planificó las célebres acciones de arte o el curso que Ronald Kay impartía en el Departamento de Estudios Humanísticos de la U. de Chile, hasta episodios sexuales con amigas y el fin de una relación que es recordada con un dolor que aún parece vivo.
La siguiente entrevista tuvo lugar una soleada mañana de fines de octubre, en la casa del poeta en el barrio de Pedro de Valdivia Norte. No volaba una mosca. Aparte de pájaros, nunca se escuchó un solo ruido. Ni la grabadora ni el café distrajeron la concentración.
Tras leer el libro, queda la impresión de que el CADA fue muy importante para tu poesía. Curiosamente, no es la percepción que yo tengo. Fue una etapa importante, para mí y para todos, pero Anteparaíso estaba hecho antes y Purgatorio mismo sale con mi foto de la mejilla quemada en la portada, y es ahí cuando empieza el CADA. Es más: estuve muy resuelto a titular como Mi lucha mi primer libro. Al final no lo hice porque cedí a la opinión de quienes consideraban —Adriana Valdés, entre otros— que ese título era una provocación. Por supuesto que lo era. Pero revelaba hasta dónde quería llegar. En esos años, había una serie de ideas que me andaban dando vueltas, ideas obsesas y totalmente locas que a veces no tenía con quiénes hablar. Fue en ese momento cuando nos juntamos con la Diamela en el Bellas Artes y ahí comienza el grupo. Fue todo muy rápido. Entonces, no siento que el CADA me haya influido mucho estéticamente. Yo ya había hecho cosas en esta dirección.
Pareciera que tuviste más complicidad, más conexión, con la plástica que con la poesía o con la literatura. La poesía es un arte que tiene miles de años, pero parece impermeable a la idea de soporte. Un poema por definición casi tiene que estar escrito en una página; entonces, con quienes podía yo hablar de la ruptura de los soportes era precisamente con los amigos que estaban en la plástica, por mucho que a ellos a veces se les pasara la mano en eso de que el soporte podía ser el propio cuerpo, que por lo demás eran cosas que ya se conocían. El poema, al mismo tiempo, es un conjunto de palabras y de silencios que está enraizado en tres mil años de tradición, y es un compendio de hojas, un libro, y por eso mismo tiene una profundidad que la plástica no tendrá jamás. Ningún planteamiento teórico araña siquiera un milímetro de la consistencia de La Odisea. Obras maestras de esta magnitud son las que fundamentan una época, una historia, todo. En el CADA nosotros solo estábamos peleando por un espacio más restringido y lo estábamos haciendo como una manera de levantarnos el ánimo. Una pelea te levanta el ánimo. O te aniquila o te fortalece.
Ella tuvo un acierto: juntó las palabras ‘Escena de avanzada’. Posiblemente era mucho mejor la expresión de Ronald Kay, ‘La escena insumisa’. Me parecía más exacta. Pero la expresión que prendió fue la de Nelly Richard y eso le permitió hablar todo lo que quiso. Yo creo que se le entiende bien poco, pero ha hablado todo lo que ha querido hablar.
Como sea, el CADA era más que un grupo de amigos. Claro, teníamos propuestas estéticas, teorías, sacamos una revista que se llamaba Ruptura, hicimos Para nomorir de hambre en el arte e imprimimos cientos de volantes que lanzamos por Santiago. Estaba lleno de vida el asunto. Teníamos un programa, pero no éramos tan ingenuos como para pensar que íbamos a derribar a Pinochet. De lo que sí me di cuenta entonces es de que, sin el arte, no es posible nada. Pero el arte por sí solo tampoco puede generar un cambio político. Y no puede, al menos para mí, porque la dimensión creativa está cada vez más asociada con la capacidad de soñar. Si se acabara el arte, toda la literatura, así de pronto, la humanidad perecería, porque significa que se habrían acabado los sueños. Hasta los sueños más humildes, como tener un lugar donde vivir, jugar a la pelota con un sobrino, desear un vaso de leche para tu hijo —como escribió Manuel Rojas—, si juntáramos todas esas aspiraciones mínimas, nada más y nada menos, lo que obtendríamos sería el paraíso.
En el libro dices que los añosde actividad del CADA fueron cuatro segundos o cuatro siglos. En términos de experiencia pueden haber sido de los más intensos. También dices que la vida en dictadura era alegre. Recuerdo a Alfredo Jaar que por entonces andaba pegando unos afiches por todas partes donde preguntaba ¿Es usted feliz? Lo preguntaba en un contexto bien desolador, donde la gente, a pesar de todo, debía seguir viviendo, con pegas muy precarias. Yo entré a trabajar como vendedor de máquinas de contabilidad y un tipo, colega mío, me decía todo el tiempo: me tinca que tú eres rojo. Y desde luego no podía responderle nada. Al mismo tiempo, había momentos de gran alegría cuando algo resultaba. Y lo que sí sabía es que si iba a escribir del CADA, bueno, tenía que hacerlo como si hubieran pasado 300 años. Voy a contar esto, me dije, no como si fueran tres años sino 300. En la literatura, en la poesía… te pueden tomar preso un día y esa experiencia puede significar cien años. Mi libro tiene varios ejes. Uno de ellos es el CADA, desde luego. El otro es una separación. Y hay un tercer eje, más de fondo, que es lo que se conoce como la Pacificación de la Araucanía, con ese cacique al que le degüellan el hijo delante de él y le amarran la cabeza a la cintura. Es una historia que me contó Leonel Lienlaf y que nunca pude olvidar. Es una escena de una crueldad infinita. De hecho, cuesta imaginar algo más feroz. En la caminata que se va pegando el padre durante el libro, atraviesa por calles como Lincoyán, por calles que existen en Ñuñoa, y de pronto todo eso desaparece y están los volcanes, los hielos… Esos son los ejes del libro. La pregunta sobre de qué se trata todo esto me tiene sin cuidado. Me importa un pepino. Es la gente la que dirá de qué se trata, según cual sea su lectura.
¿Quién escribió sobre el CADA? Sabemos que Nelly Richard lo hizo con gran dedicación, pero lo hizo mucho después, porque no era del CADA. Claro, no era del CADA, menos mal. Ella tuvo un acierto: juntó las palabras “Escena de avanzada”. Posiblemente era mucho mejor la expresión de Ronald Kay, “La escena insumisa”. Me parecía más exacta. Pero la expresión que prendió fue la de Nelly Richard y eso le permitió hablar todo lo que quiso. Yo creo que se le entiende bien poco, pero ha hablado todo lo que ha querido hablar. Los que escribíamos en el momento en que llevábamos a cabo nuestras acciones de arte éramos fundamentalmente la Diamela y yo.
Puesto que aparte de intensa la de entonces era una escena muy pequeña, por lo visto las rivalidades y tensiones con otros círculos eran frecuentes. No es tan sorprendente que el grupo de Carlos Leppe y Richard salga un tanto trasquilado en tu libro. Nos pasábamos peleando… y riéndonos. Una vez estábamos armando una exposición en el Centro Imagen y llega el Gordo Leppe. Estábamos recién empezando. Eran las cinco y media y se abría a las siete. Se paseaba entre las cajas, donde estaba Juan Castillo y le decía: quedó mal pegada esa punta. Lo decía una y otra vez, por molestar… En fin, tuvimos peleas homéricas, pero Carlos era un tipo divertido, el tipo más cómico que he conocido, te hacía reír porque era mala, copuchenta, envidiosa, las tenía todas. Esa pelea era una forma de defendernos entre nosotros mismos, en un mundo que era adverso para todos. Era, en algún sentido, como encerrarse en una pieza cuando afuera el mundo se estaba derrumbando. Eran peleas fuertes, pero que, a la vez, tenían algo de cómico. Quizás hubo tipos que se lo tomaron más en serio, pero no es mi caso… Ahora, yo sinceramente quise hacer algunas cosas que eran bien límites. Yo las venía pensando desde mucho antes, de Viña, con Juan Luis Martínez, y ahora me asombra la demencia en que caí y me digo, bueno, menos mal que no te resultó. Porque si te resulta habrías quedado ciego o te habrías suicidado. Era un compromiso estético, algo más porfiado, profundo y amplio que la mera agitación. El arte para mí es una especie de militancia en la construcción del paraíso. Hacíamos acciones que debían concluirse, pero en el fondo concluirían solo cuando los niños de Chile ya no tuvieran hambre. Esa acción concluiría cuando eso ocurriera, y mientras tanto no ha terminado. Hay cosas que aún me emocionan, como el No+ de la Lotty, que está pensada como una acción infinita.
¿Es un ajuste de cuentas este libro? ¿Es una expiación? ¿O solo la necesidad de purgar un periodo complejo? Las razones para escribir un libro son siempre súper misteriosas, esa amalgama de infancia, abusos, vidas, complejos… Para mí no es un ajuste de cuentas. Ahora, si vas a escribir, tiene que doler. Cada página tiene que doler; si no, no sirve. Para mí este libro tiene la estructura de un poema, un poema que tomó la forma de un relato autobiográfico, pero desde su título y su desarrollo hasta su desenlace, todo es de un poema.
Sí, aunque muy distinto a El día más blanco, tu anterior libro de memorias. Sí, ese es más narrativo. Pero tiene una frase, la primera, que es realmente una joya, con el cielo que se va desprendiendo en el horizonte, en el desierto, un amanecer, sin prisa, como si nada pudiera horadar la pureza… Ese es un poema que se me arrancó. Este libro tiene más elementos documentales: los textos tachados con negro, las tres fotografías de mis operaciones…
La poesía está muriendo. Reaparece bajo las formas más increíbles, cierto, pero como la hemos entendido hasta ahora es un arte moribundo, porque ha perdido su contacto esencial con el mundo y las cosas. Entonces, si muere, por lo menos que lo haga con grandeza, no con los artefactos de Nicanor.
El libro se ha publicado después de la muerte de Lotty Rosenfeld y deja flotando la pregunta de si habría sido distinto si ella viviera. Después de todo, se desclasifican episodios que no eran públicos. Nunca voy a saber qué habría pensado la Lotty, pero el libro lo venía escribiendo hace mucho tiempo. Ella lo sabía, por Juan Castillo, y estaba muy preocupada. Escribí mientras estábamos todos vivos y me costó mucho, por mi enfermedad, porque puedo estar media hora tratando de apuntarle a una letra, porque se me rigidizan las manos. Tuve dos operaciones súper fregadas entre medio. Diría que es el libro que más me ha costado escribir. Puedo demorarme tres horas en escribir la palabra árbol. Todo el libro me tomó siete años, y no es un libro extenso. Lo empecé cuando cumplí 64 años.
¿Tuviste reacciones de los miembros del CADA? No, no tengo idea de lo que piensa la Diamela Eltit, pero créanme, no está hecho con bronca. Puedo reírme de repente de algunas cosas, pero espero que no sea el libro del típico picado.
Pero uno podría pensar que ciertas partes de la ruptura sí son un ajuste de cuentas. Puede ser.
¿Por qué no nombras nunca a Diamela Eltit, si todos aparecen con sus nombres? En la única parte donde me hacen esa pregunta es en Chile, y no es porque en otra parte no la conocieran, sino porque no es un dato relevante, el nombre, ¿me entiendes? Podría ser mucho más relevante el personaje, y eso lo puede ver en dos o tres casos del libro, tipos que tienen cambiado el apellido, cosas así. Con lo de la Diamela hay como un punto de fuga, donde el que lee va a encontrar lo que quiera.
Después de tu pelea con Ronald Kay, ¿hubo una suerte de aproximación con él? Sí, y fue muy bella, y ahora quiero decir que el verdadero motivo de la disputa fue que no me quiso pasar seis números de la revista Manuscritos. Fue por eso que nos agarramos a combos en la Escuela de Economía y yo le gané. ¿Y saben por qué? Porque dijo: este gallo está loco, me puede matar y se asustó. De no haber sido así, me hubiera vencido. Era más grande y fortachón. Después pasaron muchos años y de repente apareció de nuevo por Chile, con la Pina Bausch, ya tenía un hijo, y empezamos a conversar como si nunca hubiera pasado nada, no obstante que habían pasado muchas cosas. Fue aquí mismo, en esta casa. De repente el tipo se va y yo veo que sobre un mueble están las seis revistas Manuscritos, como diciéndome, lo que pasó pasó, aquí está el motivo de nuestra pelea. Fue un gesto muy bonito, que no se lo comenté, porque con él ya estaba todo dicho. La revista era un pretexto, también, porque hubo muchas otras cosas. Él estaba escribiendo Variaciones ornamentales, su primer libro de poemas. Ese si es un antecedente del CADA. Yo conversaba mucho con él en esa época, aprendí cosas bien de fondo de su parte y muchas de ellas si pasaron por el CADA.
Ese taller que él dirigía debe haber sido muy bueno. Sí, se hacía de noche, en una oscuridad total, en el Departamento de Estudios Humanísticos. Y yo vivía al frente, en un edificio blanco, con mi madre. Me había separado y mi vida era un desastre, una experiencia muy fuerte.
¿Depresión? Culpa, culpa real. Había dejado a dos niños librados a su suerte, con su madre, y como creo que esencialmente no soy un mal tipo, eso me pesaba, me despertaba en la noche pensando si habían conseguido leña para calentarse. Noches y días pensando en qué habrán comido, porque estaban en una situación muy pobre. El papá de Juan Luis Martínez se había arruinado. Y yo abandoné ese barco, lo que me avergonzaba profundamente, al punto que me enamoré de una actriz y estuve un año sin poder hablar de mi situación por la vergüenza que me generaba. Era un tiempo muy difícil. Entonces, este libro fue como escribir Purgatorio de nuevo, internarme en mi propia experiencia, en lo descarnado, en una situación social horrible, con unas pegas precarísimas, de las que siempre terminaban echándome. Fue un periodo espantoso. No había manera que consiguiera cuajar conmigo mismo.
Gracias a él (Lihn) publiqué Purgatorio, tuvo ahí un gran gesto. Pero después, cuando el cura Valente empezó a decir que yo era muy bueno, se picó de frentón y me hizo la vida imposible. Ahí yo me prometí no hacerle nunca a un poeta joven lo que Lihn me hacía a mí a cada rato. Me pillaba en una asamblea y zas, me tiraba a partir. Y tenía labia, no era fácil responderle.
En el libro nombras a una sicóloga y a un siquiatra, pero ¿hiciste una terapia de largo plazo alguna vez o temiste que, pacificando tus demonios interiores, perdieras poder creativo? Como digo en el libro, estuve un mes en la clínica. Incluso cuando salí fue bien triste, porque pensé que la que entonces era mi mujer iba a estar al otro lado de la puerta y resulta que no había nadie. Ese siquiatra, Rafael Parada Allende, me salvó la vida. Me trató cinco años, murió hace poco, y me salvó la vida a punta de antidepresivos. Gran parte del tratamiento fue gratis. Él fue mi padre.
¿Te topabas con Parra en el Departamento de Estudios Humanísticos? Sí, empecé a ir a su casa, a una que tenía en Isla Negra, antes de Las Cruces. Parra fue muy importante para mí en ese momento, y después dejó de serlo. Típico. Me empecé a rebelar con eso de que los poetas bajaron del Olimpo. Ok, que bueno que hayan bajado del Olimpo, se lo tomaron todo, se lo tiraron todo, se lo farrearon todo. Ok, entonces ahora de nuevo al Olimpo a trabajar, a sacar los grandes poemas con arte, porque la poesía está muriendo. Reaparece bajo las formas más increíbles, cierto, pero como la hemos entendido hasta ahora es un arte moribundo, porque ha perdido su contacto esencial con el mundo y las cosas. Entonces, si muere, por lo menos que lo haga con grandeza, no con los artefactos de Nicanor. Que la poesía muera en su ley. Es lo que pienso: nunca se lo dije en su cara, pero es porque no me atreví.
¿Y cómo fue tu relación con Lihn? Gracias a él publiqué Purgatorio, tuvo ahí un gran gesto. Pero después, cuando el cura Valente empezó a decir que yo era muy bueno, se picó de frentón y me hizo la vida imposible. Ahí yo me prometí no hacerle nunca a un poeta joven lo que Lihn me hacía a mí a cada rato. Me pillaba en una asamblea y zas, me tiraba a partir. Y tenía labia, no era fácil responderle. Yo nunca he tirado a partir a un poeta joven, como lo hicieron conmigo Lihn, primero, pero después Arteche, Teillier y Uribe, que fueron mis bestias negras, a las que les debo mucho, porque si no te rompen te sirven para fortalecerte. Arteche no firmó el acta cuando me dieron el Premio Nacional. Simplemente se paró y se fue. De Lihn y Uribe me sé poemas enteros de memoria, pero en lo personal conmigo fueron unos hijos de puta.
Hay una página muy dura hacia Lotty Rosenfeld y el redset al que ella pertenecía. Dices que llegaron de sus “autoexilios sin mayores problemas”, para continuar con “sus luchas elegantemente clandestinas”. Sí, siempre le tuve rechazo hacia una forma de hablar, de tomar whisky… Yo fui de las Juventudes Comunistas en la universidad, adonde entré no por arribismo ni glamour, como podrán darse cuenta. Nadie entra al PC por arribismo. Juan Castillo, un tipo que por el contrario hablaba un castellano horroroso, tenía muy buenos modales, muy educado, venía del norte, se veía más de pobla de lo que era, y me decía: “Ya pelaito, haguémonos famosos”. Era muy divertido, a él lo quiero mucho.
Que no haya pasado mucho con el libro, ¿lo ves como un reflejo del campo cultural hoy? ¿Ya no hay revelaciones privadas, al parecer, que motiven el morbo, como sucedió hace unos años con el libro de Pilar Donoso sobre su padre? Mira, en España están saliendo hartas cosas sobre mi libro. Ahora, en Chile hay una desaparición de la crítica literaria que llega a ser humillante. Los espacios que ocupan en Artes y Letras Camilo Marks y Pedro Gandolfo son indignantes; a mí me dan vergüenza esas reseñitas chiquititas en la última página. No lo digo por ellos, que son buenos, sino por el lugar que ocupan. Eso es un asunto. Lo otro, diría que hay un cierto facilismo y este libro es complejo, tiene piso, pero afuera le está yendo bien, en España, donde lo leen con más distancia. Juan Castillo podría ser Juan Gómez, ¿me entiendes? Podrían conocer a la Diamela, pero no es la que conocemos nosotros. En ese sentido, creo que el libro fue un logro, porque tiene ese punto de fuga donde cualquier lector puede poner lo que quiera, salvo nosotros, que nos conocemos, que somos de la casa. El clima cultural, que tiene que ver con la lectura, está pésimo; lo que no significa que no sigan emergiendo tipos muy buenos. Estoy muy sorprendido, y no es por dármelas de feminista, con las novelistas mujeres, como Fernanda Melchor, cuyo Temporada de huracanes es de una fuerza nítida y tremenda. Hay gente que está escribiendo muy bien, pero en Chile es como si hubiera una especie de esponja y la literatura se redujera a una expresión mínima. Ahora bien, no sacamos nada con quejarnos. Esto responde a una época y a un mundo en el que la literatura está cediendo de frentón su papel. Se necesita tiempo para asimilar conceptos y hay casi una operación ideológica contra la literatura, que se está quedando afuera. Con las artes visuales no ocurre lo mismo. Tienen la ventaja de la inmediatez. Al lado de los pintores, de los artistas plásticos, nosotros parecemos un gremio de tipos engreídos. Me resisto a creer que esto pueda ser el final. Pero si lo fuera, quisiera que fuera un final con grandeza.
Sobre la noche el cielo y al final el mar, Raúl Zurita, Literatura Random House, 2021, 238 páginas, $14.000.
La historia del gangsta rap, del periodista estadounidense Soren Baker, es la sumatoria de eventos que dieron origen a este género musical en la cultura del hip hop, pero al mismo tiempo es una mirada sobre cómo el recrudecimiento de la desigualdad y el racismo durante los gobiernos de Ronald Reagan y George H. W. Bush (periodo que va desde 1981 hasta 1993) convirtieron la inocencia celebratoria del naciente hip hop en el relato de los efectos de la opresión institucional. Es decir, relata cómo el hablante del rap pasó de la fiesta y el ocasional comentario social, a narrar en primera persona su vida en los barrios más peligrosos de Estados Unidos, víctima y victimario al mismo tiempo.
Ya en 1982, Grandmaster Flash and the Furious Five había lanzado “The Message”, una de las primeras canciones del género en hacer observaciones sociales, pero esta se limitaba a describir las precarias condiciones de vida en el Bronx de principios de los 80. Fue recién en 1984, con la primera versión de “Gangster Boogie”, de Schoolly D, que se funden las figuras del rapero y el criminal. Esto ocurre cuando Schoolly D se describe a sí mismo vendiendo marihuana y apuntando con una pistola a un tipo que coquetea con su novia. Esto, en la historia del hip hop, solo puede compararse al descubrimiento de la perspectiva en la pintura. Además, esta forma de expresarse era tan gráfica y violenta que no tenía ninguna cabida en la industria del entretenimiento; Schoolly D rompió todas las reglas que un artista negro debía acatar y lo hizo desde su propio sello, el primero creado por una artista de rap.
Una de las riquezas de este nutrido libro son los cuadros de texto fuera de la narración central donde Baker contextualiza o explora asuntos apenas mencionados en el texto principal. En estos apartados paratextuales explica, por ejemplo, cómo otras formas de arte informan el surgimiento del hip hop y en particular del gangsta rap. Hay una página dedicada a hitos de la literatura underground afroestadounidense, como Iceberg Slim, quien a fines de los 60 publicó varios tomos sobre su vida como proxeneta, y discípulos suyos como Donald Goines. Otro apartado señala el aporte de comediantes como Rudy Ray Moore y Richard Pryor, cuyos discos eran de las pocas producciones culturales donde la población afroestadounidense podía escuchar su propio lenguaje. También se incluyen necesarias notas sobre sellos musicales, las pandillas más importantes de Los Ángeles, los programas de TV que rompieron la segregación del hip hop en la pantalla y los instrumentos más utilizados en la producción de hip hop, como la mítica Roland TR-808 y la sampler Akai MPC60.
Las letras de N.W.A. enfrentaron al gangsta rap con la institucionalidad blanca, que no veía con buenos ojos las abultadas ventas de los raperos o su influencia en la juventud. El conflicto se hizo aún evidente cuando en 1991 se publicó el video de cuatro policías de Los Ángeles golpeando a Rodney King, un hombre negro desarmado, abuso que dio carta de realidad a los dichos de los raperos sobre la policía.
Después de trazar los pasos fundacionales de Schoolly D, Toddy Tee y Ice T, Soren Baker relata con agudeza la historia del equivalente a los Rolling Stones en el mundo del rap: N.W.A. (Niggaz Wit Attitudes), el grupo que puso al barrio de Compton en el mapa, que grabó los himnos “Fuck tha Police” y “Straight Outta Compton”, y cimentó los nombres de figuras como Dr. Dre, Eazy-E y Ice Cube. Las letras de N.W.A. enfrentaron al gangsta rap con la institucionalidad blanca, que no veía con buenos ojos las abultadas ventas de los raperos o su influencia en la juventud. El conflicto se hizo aún evidente cuando en 1991 se publicó el video de cuatro policías de Los Ángeles golpeando a Rodney King, un hombre negro desarmado, abuso que dio carta de realidad a los dichos de los raperos sobre la policía.
Impresiona cómo cada año aparecían álbumes más desarrollados, como Death Certificate (1991), de Ice Cube, que en su estructura recuerda el ciclo de muerte y resurrección evocado por Kendrick Lamar en DAMN. (2016). Hay años que destacan por su cosecha, como 1993, cuando aparecieron Strictly 4 My N.I.G.G.A.Z… de 2Pac, Enter the Wu-Tang (36 Chambers) de Wu-Tang Clan, Juvenile Hell de Mobb Deep, Midnight Marauders de A Tribe Called Quest, Doggystyle de Snoop Dogg y Buhloone Mindstate de De La Soul, discos que testimonian la diversa evolución del hip hop. Sin embargo, 1993 le perteneció a un disco lanzado a fines de 1992, The Chronic, de Dr. Dre, la medida de todas las cosas para el rap de la costa oeste, un álbum que en cuanto a cohesión y calidad suele ser comparado con Songs in the Key of Life (1976), de Stevie Wonder. Un disco que pese a ser más amable y orientado a la fiesta que el álbum de gangsta rap promedio, constituye la legitimación del género y su ingreso al mainstream global.
Ese mainstream de alcance planetario es el espacio en disputa que engendró la rivalidad entre las costas este y oeste y solo una de las causas de muerte de los dos mártires más visibles del género, Notorious B.I.G. y 2Pac. Es también la escalera que permitió el ascenso de figuras como DMX, Jay Z, Eminem, 50 Cent, y un movimiento underground cada vez más vital y alejado de Nueva York y Los Ángeles.
Hoy el gangsta rap es un recurso más en la paleta de artistas como Kendrick Lamar, quien consagra el disco Good Kid, M.A.A.D City (2012) a narrar su adolescencia en Compton a la sombra de las pandillas. Se trata de una obra conceptual de gangsta rap, un álbum donde los motivos del género son invertidos, mientras se nos presenta el camino que pudo llevar la vida de Kendrick de no haberse convertido en un rapero famoso. El caso es que el género está a punto de cumplir 40 años, continúa su evolución en raperos tan diversos como YG, Vince Staples y 21 Savage, y no da señales de querer abandonar las calles.
En la imagen: Schoolly D
La historia del gangsta rap:De Schoolly D a Kendrick Lamar –el auge de un gran arte norteamericano–, Soren Baker, Planeta, 2021, 331 páginas, $19.900.
La costa de un país lejano, como metáfora de una cárcel moral y política, es muy antigua. Está, por ejemplo, en una de las caleteras de la autopista que condujo a Troya. El mito de Ifigenia, tratado por Eurípides, Goethe y Alfonso Reyes, transcurre en esa orilla y ofrece, en sus distintas versiones, una moraleja sobre nuestra coyuntura.
Cuando el rey Agamenón, liderando a miles de guerreros que parecían campos de trigo ondulados por el viento, quedó con su flota inmovilizada en la bahía de Aulide, el adivino Calcas reveló que la diosa Artemisa, cuyo altar regía sobre aquellas costas, estaba exigiendo como tributo el sacrificio de una virgen, para permitir que el viento volviese a soplar. La víctima era nada menos que la hija mayor del rey, Ifigenia, que se había quedado en casa, en compañía de la madre y sus hermanos.
Como Abraham en el Génesis, Agamenón accede y manda buscar a su hija. Como Abraham, la hace venir sin decirle cuál será su destino y, con lágrimas en los ojos, se dispone a sacrificarla. Pero mientras el dios de Israel envía un ángel que detiene el sacrificio, la diosa de Agamenón… Una versión de la historia dice que ella admite la ofrenda; la otra, que impide su muerte y la traslada a una remota costa, en un país bárbaro en el que sus habitantes sacrifican a todo náufrago sobre el altar de Artemisa.
Tiene entonces lugar una excepción, porque los salvajes tauros en vez de sacrificar a Ifigenia, la convierten en la nueva sacerdotisa, con el encargo, si, de que sacrifique a los náufragos.
Sin volver a saber de su familia, un día dos jóvenes visitan aquella costa. Tras interrogarlos, Ifigenia reconoce a sus coterráneos, quienes la persuaden para que deje ir a uno, que pueda llevar noticias suyas a casa, y sacrifique al otro. En la versión de Eurípides, Ifigenia escribe en una tablilla sus datos personales y descubre que aquellos a los que iba a matar y liberar son Orestes y Pilades, su hermano y un amigo. Astuta, Ifigenia engaña al rey del lugar, se acerca junto a ambos prisioneros lo más cerca de la orilla del mar y, así, escapan los tres.
En rigor, no hay mito que no haya sido reescrito en cada época.
Mientras en la versión de Eurípides los personajes engañan a los cavernarios y escapan, en la que Goethe escribió, algo así como dos mil años después, en el momento en que están a punto de fugarse Ifigenia vuelve atrás. Mira venir al rey de los bárbaros, ese que durante tanto tiempo ha sido su captor. Hermano y amigo no saben que pasa. ¿Qué le ocurre a esta loca que desaprovecha la oportunidad precisa para escaparse?, se preguntan.
La Ifigenia de Goethe le dice a quien la ha retenido tanto tiempo que él es un padre para ella, un verdadero padre que la ha cuidado, pero que ahora necesita partir, porque así se lo exige el lejano reino al que pertenece. Además, Ifigenia le promete que cada vez que encuentre, allá muy lejos, a uno de estos bárbaros que la han mantenido prisionera, ella lo recibirá y lo atenderá como a un dios. Finalmente, Ifigenia le dice al rey que ella no se irá sin su consentimiento.
El rey, casi mudo, con un hilo de voz, le responde: adiós.
Ifigenia, su hermano y el amigo emprenden el viaje; el viento es favorable como nunca.
La obra se titula Ifigenia en Tauris. Goethe la escribió justo cuando se empleaba como asesor político de uno de los muchos príncipes que en aquel tiempo gobernaban Alemania, país que todavía no se consolidaba como un Estado-nación al estilo de Francia, por ejemplo.
La huella política de este personaje recreado por Goethe es fundamental. Ifigenia es la mujer que educa, ilustra y, también, que negocia, que cede por momentos e impone su visión en otros. Es una princesa que debe hacer un trabajo sucio, uno que repudia, y que cuando por fin se le da la oportunidad de liberarse, su misma liberación alecciona a los que se quedan en aquella costa remota.
En un verso clave de Goethe, antes de intentar escapar, Ifigenia se dice a sí misma tanta suerte, tantoterror, vale decir, lo bueno que me está pasando seguramente traerá aparejado un mal. Porque mientras más feliz se siente, mayor será la amenaza que presiente. Seguro, los psiquiatras podrán elaborar una interpretación más adecuada, pero políticamente esta sensación que invade a Ifigenia es la raíz de su deferencia. Es el miedo a arruinar todo lo que hasta ese momento ha logrado, aquello que la hace preservar eso que llama su buena suerte. En el fondo, su suerte y sus méritos están tan mezclados, tanto se hallan enredadas esas dos madejas, que no puede tirar de ninguna hebra.
La huella política de este personaje recreado por Goethe es fundamental. Ifigenia es la mujer que educa, ilustra y, también, que negocia, que cede por momentos e impone su visión en otros. Es una princesa que debe hacer un trabajo sucio, uno que repudia, y que cuando por fin se le da la oportunidad de liberarse, su misma liberación alecciona a los que se quedan en aquella costa remota.
En un pasaje de sus colosales memorias prematuras, Poesía y verdad, Goethe relata su experiencia de niño ante la ocupación que tropas francesas hicieron en Frankfurt. El conde invasor respetó a tal punto la vida de sus rehenes que el pequeño Goethe no disimula una especie de gratitud. Por otro lado, en sus conversaciones con Eckermann, no escatima alabanzas a su patrón, el gran duque de Weimar. Pese a las muchas críticas del progresismo de aquel tiempo, Goethe se las arregla para no expulsar al príncipe de ese campo simbólico que en toda época puede llamarse los dominios de lo correcto.
Artista, científico y político en un país cultural, institucional e industrialmente atrasado, como era la Alemania de fines del siglo XVIII y principios del XIX, fue un maestro de los procesos de modernización a destiempo. Esta manera de comprenderlo, que puede considerarse un tanto reduccionista, se entiende mejor a la luz de su personaje Ifigenia. Él fue una Ifigenia, como lo fue Andrés Bello entre nosotros, también en una costa lejana.
El mexicano Alfonso Reyes reescribió el mito en Ifigenia cruel, poema dramático donde los rescatistas de la princesa vienen deliberadamente en su búsqueda, pero ella los repele. Prefiere quedarse entre los tauros, ejerciendo sus funciones como sacerdotisa de Artemisa. No habrá manera de convencerla. Ella ya pertenece a su cautiverio, tal vez abducida por el terror.
Las consideraciones por el captor hoy nos resultan prácticamente absurdas. ¿Por qué Goethe construyó una de sus principales obras instalando esa tensión como asunto principal? Acaso intentaba justificar sus propias opciones moderadas, apelando a los asuntos del clasicismo.
Tal vez la lectura que Alfonso Reyes hizo de la lectura que Goethe hiciera de Eurípides pueda, si bien no desenredar, si abrir la madeja.
Porque no hallamos en esta trama la estricta necesidad de las tragedias griegas, nada parecido a un final “obligatorio” o fatalista. Ifigenia puede huir como quedarse. El paso del tiempo podrá haberla mantenido extranjera como convertida en taura. Su pertenencia ya es un enigma. Su cárcel tal vez sea su coraza, como las costillas al corazón.
De tal suerte que entre la Ifigenia de Eurípides (que se fuga con trampas de por medio) y la de Alfonso Reyes (que se queda a seguir matando) está la Ifigenia de Goethe (cuya fuga será acordada por ella misma).
He aquí el punto. En política, como en cuestiones prudenciales, requerir de suerte o de terror es una forma de menospreciar la praxis. Pues es común que lo que primero aconteció por suerte, luego haya que lograrlo mediante el terror. Lo que de primera tiene la soltura de lo espontaneo, luego soportará la tensión de lo forzado.
De ahí que la propuesta de Goethe haya sido que ni la suerte ni el terror deberían apartarnos del hábito de la negociación. El caso de Ifigenia es primordial, porque en su deliberación con el rey ella se decide contra el miedo.
La Ifigenia de Goethe ve en la negociación la forma precisa de ir compaginando la historia consigo misma. Si para los entusiastas del avance, del progreso, la historia no es más que la trama rectilínea de la emancipación hacia un horizonte alcanzable, según Goethe la historia —personal o política, individual o colectiva, privada o social— es la manera de aprovechar la suerte y el terror, sin cederles espacio, pero en líneas zigzagueantes, ondulantes, hasta circulares, al punto de reducirlos a su mínima expresión, sin jamás olvidar que son ingredientes imprescindibles del teatro del mundo.
Si en lejanas costas desconocidas el viento puede ser motivo tanto de suerte como de terror, la praxis que propone la Ifigenia de Goethe convive con fuerzas internas y externas sin dejarse arrastrar por ninguna. Más que teatro: un diálogo político.
Imagen de portada: Iphigenia in Tauris (1893), de Valentin Aleksandrovich Serov.
La segunda vuelta presidencial del 19 de diciembre pasado motivó un conjunto de análisis de carácter prospectivo, principalmente referido a la figura del presidente electo, Gabriel Boric. Sin embargo, en mucha menor medida se ha hablado de la derecha y, en particular, de la derecha representada por José Antonio Kast (JAK). Al discutirse sobre el futuro de la derecha, un importante sector de analistas se ha preguntado sobre quiénes serán los líderes de la oposición, tanto en el Congreso como en la derecha en su conjunto.
En gran medida, los análisis o preguntas —cuál será el papel de JAK en Chile Vamos o si su partido se sumará a la coalición— han girado en torno a cuestiones de conveniencia electoral, pero poco o nada han tenido que ver con el contenido mismo de su discurso político. Y aquí uso el término “político” no solamente en su acepción agonal (o de lucha por el poder), sino principalmente arquitectónica (o de lo que se quiere hacer una vez que el poder se posee). Es verdad que ambos aspectos no se pueden separar del todo: la política es, a la vez, agonal y arquitectónica. Pero frente a una derrota lo que cabe hacer es, al menos por un tiempo, mirar las cosas con mayor perspectiva: ya no pensar tanto en la forma de conquistar el poder, sino en el orden social que se considera mejor.
Frente a la pregunta de por qué JAK perdió en la segunda vuelta, diversos análisis han respondido que la mayoría de los votos nuevos correspondieron a jóvenes citadinos y a mujeres menores de 40 años. ¿Es cierta esta tesis? Al parecer sí. Su fuerte rechazo a lo que él y su mundo llaman “ideología de género” (feminismo y personas LGBTIQ+) conspiró contra su victoria. Además, la inclusión de una agenda de mujer, tanto en su programa de segunda vuelta como en su discurso electoral, no pasó de ser algo cosmético. No fue suficiente eliminar algunos puntos polémicos del programa original, como la discriminación contra las mujeres solteras.
¿Por qué puede decirse que JAK representa una derecha identitaria Alt-Right? Identitaria, porque si se leen algunos documentos clave —como la Declaración de principios, el libro Ruta Republicana, el programa de gobierno de primera vuelta, entre otros— resulta claro que lo que el político de Paine y su partido denominan “batalla cultural” no es otra cosa que la defensa de una identidad colectiva para el conjunto de la población. Mientras, paradoja mediante, critican con fuerza las políticas identitarias en favor de algunas minorías (personas LGBTIQ+, migrantes, indígenas), entienden su acción política como la defensa/imposición de una macro identidad, representada por la “tradición cristiano-occidental” y por los “valores de la patria”.
Pero también la derecha de JAK puede calificarse como Alt-Right por las similitudes que posee con el movimiento (social y digital) del mismo nombre y que, en buena medida, explicó el triunfo de Donald Trump en la elección presidencial de 2016. Precisamente, en las primeras páginas de su programa de gobierno de primera vuelta pueden apreciarse las tres vertientes políticas que Kast y su partido reconocen como propias y que, combinadas, caracterizan a la Alt-Right estadounidense: nacionalismo, libertarianismo y conservadurismo. Mientras el nacionalismo y el conservadurismo apuntan a la necesidad de defender y promover una identidad colectiva en términos culturales y morales, el libertarianismo pone por delante el derecho de propiedad como la base de los derechos subjetivos.
Un segundo punto que salta a la vista de los documentos de JAK, y que también caracteriza a la Alt-Right estadounidense, es la oposición entre una ‘nueva derecha’, ‘verdadera’, y que diría ‘las cosas por su nombre’, frente a la derecha histórica y ‘cobarde’, que sería entreguista y timorata ante las causas de la izquierda, como el feminismo, las disidencias sexuales, las políticas medioambientales, etc. Del mismo modo en que se establece como misión la defensa de una identidad colectiva para el país, se propone la superación de la derecha tradicional, abiertamente identificada con Chile Vamos y el segundo gobierno de Piñera.
Además, en este caso particular el nacionalismo explota la defensa del Estado de derecho y del orden público, cuestiones caras al liberalismo, pero que en el caso de JAK y su partido ello se llevaría a cabo a través de medios antiliberales o antidemocráticos, como la existencia de trabajos forzados para la población penal o el poder de emergencia de los gobiernos para detener a sospechosos en lugares secretos. Dicho sea de paso, el acento en el orden público que caracterizó a JAK en primera vuelta no está debidamente detallado en su programa, sino que más bien se sustenta en frases generales y voluntaristas.
El identitarismo Alt-Right se expresa también en la defensa de la incorrección política y del supuesto “derecho a ofender”. Sin embargo, y como bien se sabe, tanto JAK como el Partido Republicano le negaron este “derecho” a Johannes Kaiser y Gonzalo de la Carrera. Por lo demás, las mismas ideas de Kaiser, quizás de manera menos rústica o grosera, están planteadas por Kast y por prácticamente todo su círculo cercano en diversos programas de YouTube. Por ejemplo, en una conversación/entrevista, Kast estuvo de acuerdo con Agustín Laje, un argentino que fomenta los discursos de odio en contra de las personas LGBTIQ+, en que las disidencias sexuales no responderían a una realidad objetiva, sino a teorías deconstruccionistas, fomentadas por la ONU y el “lobby gay”.
Un segundo punto que salta a la vista de los documentos de JAK, y que también caracteriza a la Alt-Right estadounidense, es la oposición entre una “nueva derecha”, “verdadera”, y que diría “las cosas por su nombre”, frente a la derecha histórica y “cobarde”, que sería entreguista y timorata ante las causas de la izquierda, como el feminismo, las disidencias sexuales, las políticas medioambientales, etc. Del mismo modo en que se establece como misión la defensa de una identidad colectiva para el país, se propone la superación de la derecha tradicional, abiertamente identificada con Chile Vamos y el segundo gobierno de Piñera. Y aunque el apoyo de Chile Vamos a Kast en la segunda vuelta pueda explicarse y entenderse en términos de pragmatismo electoral (similar, por lo demás, al apoyo de la Democracia Cristiana o del PPD a Boric), las referencias adversariales del segundo respecto de la coalición de centroderecha hacen (al menos) cuestionable una alianza permanente entre ambos.
Pero después de la derrota y ad portas de un gobierno liderado por el Frente Amplio y el Partido Comunista, ¿cabe pensar en una alianza estable entre Chile Vamos y el Partido Republicano? Mi respuesta es negativa. El carácter “cruzado” y antiliberal de la derecha de JAK, depositaria de una suerte de sentido misional, hacen poco probable la viabilidad de dicha alianza. Además, desde la perspectiva de la derecha que debería ser, JAK y el Partido Republicano representan un camino a ninguna parte para Chile Vamos. La caracterización de la derecha identitaria, realizada en el apartado anterior, permite concluir que, si la derecha histórica se alía con el Partido Republicano, corre el riesgo de retroceder 40 años. Aunque en parte esto ya ocurrió con el apoyo de Chile Vamos en la segunda vuelta presidencial, al menos —luego de la derrota y situada ya en la oposición— puede pensarse en la recomposición.
¿Cómo puede entenderse esta recomposición?
Aunque esta respuesta amerita un tratamiento específico, al menos podrían indicarse tres claves fundamentales. La primera es que la derecha históricamente ha sido una alianza estratégica entre conservadores y liberales, principalmente en defensa de la libertad económica. Pero a diferencia de los conservadores identitarios, los conservadores históricos (para no usar ahora el término tradicional) no miran la política con un sentido misional. Segundo, aunque la defensa de la libertad económica ha sido el mínimo común histórico de la derecha chilena, esta libertad debería defenderse no solo por razones económicas, sino también por razones morales, porque el mercado como institución permite y favorece el desarrollo de proyectos de vida que el Estado debería respetar. Y tercero, aunque las cuestiones valóricas no son las más importantes en política —la democracia representativa y el modelo económico siguen siendo preeminentes—, la derecha, incluso los conservadores históricos, deben avanzar hacia un compromiso integral y no meramente retórico con la libertad. Esto significa descartar por razones de convicción profunda, y no solo por razones pragmáticas, toda alianza futura con José Antonio Kast y el Partido Republicano. Por lo demás, dicha alianza podría terminar siendo el tiro de gracia a una derecha histórica que todavía sigue viva.
En Chile tenemos una tendencia a pensar que lo que acontece en nuestro país es muy peculiar y, por tanto, poco comparable con lo que sucede en otras latitudes. La pasada elección presidencial demuestra la falacia de esta tesis, sobre todo al momento de observar el campo político de derecha. Lo que hemos visto respecto de la irrupción de José Antonio Kast y el Partido Republicano en su desmarque de los partidos de derecha que forman parte del gobierno de Piñera (Evópoli, Renovación Nacional y la Unión Demócrata Independiente), no es muy lejano de la realidad de buena parte de las democracias contemporáneas. En otras palabras, la aparición de una derecha a la derecha convencional no es un fenómeno chileno, sino mundial.
Diversas investigaciones demuestran que la derecha a nivel global se encuentra en un proceso de transformación, el cual está marcado por dos fuerzas opuestas y, en teoría, incompatibles. Por un lado, existen sectores de derecha que abogan por la moderación y la adaptación hacia posturas más bien progresistas en temas tanto morales como económicos. Quizás quien mejor representa esta vertiente es Angela Merkel, la saliente canciller democratacristiana, quien gobernó Alemania exitosamente por más de una década. Por otro lado, abundan las fuerzas de derecha populista radical, que apuestan por un cierre de fronteras. Una clausura de las ideas foráneas, de los organismos multilaterales y por cierto de los extranjeros, mostrando escaso respeto por las reglas del juego democrático. Claro ejemplo de esto es el proyecto de Trump en los Estados Unidos, quien bajo el emblema “Let’s MakeAmerica Great Again”, entusiasmó a una gran cantidad de votantes con la idea de que es posible volver a un mítico pasado donde supuestamente todo funcionaba de maravilla (¿aquel periodo marcado por la impúdica exclusión de la población afroamericana y la discriminación de las mujeres?).
Con la aparición de José Antonio Kast y del Partido Republicano, nuestro país está siguiendo entonces el mismo decurso que gran parte de las democracias en el mundo actual. Podríamos decir, entonces, que el sistema político chileno se está adaptando a una tendencia global. Ahora bien, la experiencia comparada indica que este proceso de adaptación se puede dar de maneras muy diferentes y el modo que estamos viendo en Chile es más que preocupante. Para comprender esto, tres observaciones resultan importantes.
En primer lugar, los partidos de la derecha chilena postransición se pueden catalogar como “partidos de origen autoritario”, vale decir, formaciones políticas que emergen de una dictadura y que logran adaptarse a contextos democráticos. Producto de sus vínculos con el régimen autoritario, este tipo de partidos tiene importantes recursos económicos y organizacionales, pero pesa sobre ellos una imagen autoritaria que juega en su contra en amplios segmentos del electorado. En el caso de la derecha chilena, costó bastante tiempo que Renovación Nacional y la Unión Demócrata Independiente pudieran sacarse de encima el estigma autoritario. Similar a la historia del Partido Popular (PP) en España, la derecha chilena tuvo que experimentar un largo periodo en la oposición, que funcionó como aliciente para que, gradualmente, se fuera desprendiendo de los grupos más asociados a la dictadura y así pudiera levantar una postura compatible con la democracia.
El largo y tortuoso proceso tanto de depuración de imagen de la derecha como de adaptación al electorado más de centro, fue dejando heridos en el camino. Se trata de líderes de la derecha y de sectores de votantes que comenzaron a sentir que la esencia de su proyecto ideológico se comienza a desdibujar. Ceder en temas como el tránsito hacia la gratuidad en la educación universitaria o la aceptación del aborto en tres causales, fue visto como claudicación, en vez de una necesaria adaptación a las preferencias de una sociedad con ansiedad de cambios.
En segundo lugar, desde la transición a la democracia en adelante, la derecha chilena ha sufrido un difícil y gradual proceso de adaptación programática. En sus dos primeras campañas presidenciales (1989 con Buchi y 1993 con Alessandri), la derecha optó por levantar programas sumamente conservadores en temas económicos y morales y, por lo mismo, obtuvo resultados electorales horrendos, a tal punto que ni siquiera consiguió forzar la realización de una segunda vuelta electoral. Es recién en la elección de 1999, liderada por Joaquín Lavín, que la derecha comienza a virar hacia el centro, lo cual la hace más competitiva en las urnas. Piñera continúa esta senda de la moderación programática y es así como logra conquistar el Poder Ejecutivo. A pesar de ello, sus gobiernos han estado marcados por grandes movilizaciones, que terminaron por obligar a la derecha a enmendar el rumbo y aceptar transformaciones a regañadientes. En efecto, el proceso constituyente en curso nunca formó parte de la agenda de la derecha y solo terminó siendo posible debido a la enorme presión del estallido social de fines del año 2019.
En tercer lugar, el largo y tortuoso proceso tanto de depuración de imagen de la derecha como de adaptación al electorado más de centro, fue dejando heridos en el camino. Se trata de líderes de la derecha y de sectores de votantes que comenzaron a sentir que la esencia de su proyecto ideológico se comienza a desdibujar. Ceder en temas como el tránsito hacia la gratuidad en la educación universitaria o la aceptación del aborto en tres causales, fue visto como claudicación, en vez de una necesaria adaptación a las preferencias de una sociedad con ansiedad de cambios. Es así como lentamente se comienza a formar un caldo de cultivo para que aparezca una derecha a la derecha, que toma prestadas las ideas y estrategias de la derecha populista radical a nivel global. No en vano el logo de Acción Republicana (el primer intento de construcción partidario de Kast) era una burda copia del logo del Frente Nacional en Francia. A su vez, Kast no ha escatimado imágenes de adulación hacia figuras como Jair Bolsonaro en Brasil y Santiago Abascal en España.
En resumen, la historia de la derecha chilena desde 1989 en adelante está marcada por un difícil tránsito hacia posturas más moderadas y de desvincularse de la pesada figura de Pinochet. En todo caso, este proceso de cambio hacia el centro nunca logró tener la fuerza suficiente como para que se consolide una derecha moderna, similar a la de Angela Merkel en Alemania. Aun cuando el estallido social de octubre del 2019 dio paso a la aparición de algunas voces que pujaban por una mayor sintonía con las demandas de la ciudadanía y de la conformación de una así llamada “derecha social”, la reciente elección presidencial puso estos intentos en el congelador.
De hecho, uno de los aspectos más llamativos y preocupantes del proceso electoral de fines del año pasado es que la derecha convencional abrazó de manera muy veloz y casi sin condiciones la candidatura de José Antonio Kast. A pesar del extremismo de este último, los partidos que conforman el gobierno de Piñera (Evópoli, RN y la UDI) optaron por apoyar a Kast de manera casi automática. Gran parte del argumento esgrimido consistió en plantear que votar por Gabriel Boric equivale a apoyar el modelo “Castro-chavista”, como si el mundo todavía estuviese dividido por la Guerra Fría. En vez de comprender que la ciudadanía demanda un modelo de bienestar social similar al del continente europeo y el respeto a valores progresistas en temas relacionados con el medio ambiente y el género, la derecha convencional se tropezó una vez más con su dogmatismo conservador. Por ello es que su campaña estuvo centrada en la negatividad del oponente y en azuzar temores que hacen sentido para un segmento reducido del electorado.
La gran incógnita es qué pasará ahora con la derecha: ¿seguirá apegada a la agenda de Kast o se abrirá a la opción de reconstruirse en dirección hacia una derecha moderna? Dado que a nivel global la derecha populista radical tiene importantes canales de difusión y que la derecha criolla claudicó muy rápidamente con el proyecto de Kast, todo indica que la derechización de la derecha llegó para quedarse. De ser cierto este diagnóstico, vendrán duros momentos para el sistema democrático. Sin fuerzas de derecha moderada, la consolidación del régimen democrático resulta una tarea titánica, ya que los sectores conservadores apuestan por prácticas muy nocivas, que van desde la deslegitimación absoluta del contrincante, hasta sembrar dudas sobre la imparcialidad de instituciones clave del régimen democrático, como por ejemplo el Servel. Dado que José Antonio Kast se torna hoy en día en el líder natural de la derecha, la formación de una derecha moderna en Chile seguirá siendo una quimera. Malas noticias para nuestra democracia.
El triunfo de Gabriel Boric hizo que dejáramos de contener la respiración. El avance del neofascismo pinochetista, xenófobo y ultraconservador de José Antonio Kast fue frenado en las urnas, por ahora. Luego de los resultados de la primera vuelta, que indicaban que Kast podría ganar por 100 mil votos si no se incorporaba a más votantes, la campaña de Boric se volcó al trabajo en terreno y a las redes sociales, en el puerta a puerta y el meme, para convencer a más de un millón 270 mil personas que se abstuvieron de votar en primera vuelta. El miedo a lo que un gobierno liderado por un apologista de Pinochet podría significar, en términos de retrocesos y persecuciones a las minorías, se propago como fuego en la pradera entre las disidencias sexuales, jóvenes feministas y activistas de izquierda. Estos nuevos electores no son precisamente partisanos de la coalición victoriosa (Apruebo Dignidad), sino que sus votos fueron movidos por el miedo al fascismo, votos marcados, a regañadientes, por el mal menor. Fue el miedo visceral al retorno del pinochetismo duro al poder el que ganó la elección.
Mientras las campañas del miedo al fascismo llenaban los espacios informales, la campaña de Boric abordó tangencialmente la amenaza que significaría tener a un líder de ultraderecha en el poder, enfocándose en la esperanza de un futuro mejor, simbolizada en la imagen del nuevo líder en la copa de un árbol con los brazos abiertos, de cara al mundo. Esta estrategia dual que declaró formalmente la esperanza e infundió informalmente el miedo, no solo fue efectiva en términos de la cantidad de abstencionistas que logró convocar a las urnas —la mayoría de sectores populares—, sino que también lo suficientemente plástica como para permitirle al presidente electo continuar con su política del diálogo, que busca “tender puentes” con el adversario de ultraderecha para lograr “armonía” y “cohesión social”. Es así como, mientras el miedo elevó a Boric como el representante de una alianza antifascista, que incorporó a los partidos que administraron el modelo neoliberal durante los últimos 30 años, la esperanza depositada en su gobierno, en cuanto a las transformaciones estructurales y mejoras materiales inmediatas, se contrapone con la esquiva estabilidad y el avance “responsable” y a “pasos cortos” que pregona.
Las emociones son parte integral de la política. Las decisiones que se toman sobre la vida en común no están basadas solo en criterios técnicos de eficiencia; decisiones ético-políticas, conectadas a emociones como el miedo y la esperanza, son fundamentales. Cada nueva decisión política demanda una reconciliación entre principios y realidad y, por ende, un cuestionamiento de la inevitable brecha entre teoría y praxis, lo que reactiva estas emociones existenciales en el debate político. Para el filósofo de la democracia radical Baruch Spinoza, la esperanza es el placer que surge de la idea de algo en el futuro, cuyo desenlace es incierto. La esperanza, entonces, conlleva en sí misma una cuota de miedo. Cuando tenemos esperanza, sentimos placer al imaginarnos que lo deseado está al alcance y también tememos por la posibilidad de ver el deseo frustrado. La principal diferencia es que mientras la esperanza es positiva y productiva, porque cuando se elimina la incertidumbre del futuro se genera confianza para la acción, el miedo es negativo y paralizador, porque conduce a la desesperación y la pasividad en vez de a la actualización de nuestro poder; cuanto más miedo tiene una persona, menos poder posee.
Si bien el miedo dispone al ser humano a buscar ayuda y a cooperar, para que un pacto social produzca libertad, tiene que ser la fuerza productiva de la esperanza lo que impulse a los individuos a asociarse. Aunque racionalmente podamos preferir un mal menor en el presente para llegar a un futuro mejor o evitar un futuro peor, solo la esperanza lleva a una asociación política de personas libres. El miedo obliga a los individuos a someterse y construye una sociedad basada en la dominación, en la cual el dolor (su recuerdo o amenaza) es usado para imponer silencio y orden. El miedo al mal mayor coarta la deliberación y el juicio crítico, erosionando la libertad política para disentir. Así, la estrategia de entrelazar indirectamente la esperanza y el miedo termina por estrangular la creatividad y energía necesarias para lograr el proyecto deseado, especialmente si existe una desconexión entre las aspiraciones del pueblo y la voluntad política de las élites.
Mientras el miedo elevó a Boric como el representante de una alianza antifascista, que incorporó a los partidos que administraron el modelo neoliberal durante los últimos 30 años, la esperanza depositada en su gobierno, en cuanto a las transformaciones estructurales y mejoras materiales inmediatas, se contrapone con la esquiva estabilidad y el avance ‘responsable’ y a ‘pasos cortos’ que pregona.
El miedo a perder una democracia frágil llevó al pueblo a agachar la cabeza y permitir la consolidación del modelo neoliberal en democracia. Hoy no solo es el miedo al fascismo lo que amenaza con neutralizar las demandas populares y paralizar la acción; también está el poder político que la coalición liderada por la derecha (Chile Vamos) tiene para sabotear el primer gobierno de transición hacia el nuevo orden constitucional. Dado que los partidos de derecha lograron capturar la mitad de los escaños en el Congreso, el gobierno de Boric tendrá que negociar con la oposición conservadora —lo que implicará moderar sus propuestas, hasta eliminarles el filo que cortaría la camisa de fuerza impuesta por el actual modelo— o contentarse con el inevitable estancamiento legislativo. Debido a que la nueva Constitución está programada para ser ratificada en septiembre de 2022, Boric se verá obligado a comenzar a implementarla por decreto o retrasar su materialización hasta que cambie la aritmética del Congreso. Si elige la segunda opción, provocará ira y frustración entre las clases trabajadoras. El descontento social desprendido de la parálisis haría más difícil la narrativa de la esperanza e inflamará aún más la retórica del miedo.
Con un presidente socialdemócrata centrado en el diálogo y la negociación parlamentaria, para quien el Congreso esta más “equilibrado” que dividido, las perspectivas de transición a un nuevo orden sociopolítico parecen sombrías. Está por verse si este “gobierno bisagra” entre la democracia neoliberal y el nuevo orden, apoyado por una alianza “en contra del fascismo” que junto a los partidos de la ex-Concertación con los de Apruebo Dignidad, establecerá un nuevo centro en el que sean posibles “transformaciones responsables”. Y aunque algunas reformas estructurales se logren, persiste el peligro de repetir el patrón, en el que la democracia solo avanza en la medida en que las élites gobernantes lo consideran posible (es decir, no mucho). Dado su apego al diálogo y la negociación, es poco probable que Boric esté dispuesto a gobernar por decreto, si persiste el bloqueo legislativo. Por miedo a ser tildado de tirano, las reformas estructurales se dejarán de lado, volviendo así la olla a presión sobre el quemador, a la espera de otra explosión.
Para que la esperanza supere al miedo y la parálisis en el primer año de gobierno, se necesitarán nuevos mecanismos políticos para aflojar el control de las fuerzas reaccionarias. En los últimos meses, la Convención Constitucional ha escuchado testimonios de organizaciones populares que exigen poder de decisión local y procedimientos democráticos directos para descentralizar el poder, proteger el medio ambiente y combatir la corrupción. Otorgar a las y los ciudadanos el derecho de iniciar y derogar leyes, cancelar proyectos extractivistas y destituir a representantes, no solo permitiría transformaciones estructurales urgentes, como la derogación del sistema de pensiones, sino también marcaría un ritmo más adecuado para ellas.
El paso de un modelo neoliberal a uno socialdemócrata requiere un intenso trabajo legal y político, el que debiera llevarse a cabo, dadas las circunstancias, por el presidente, mandatado por las comunidades que habitan el territorio. Retrasar la aprobación de reformas socioeconómicas transformadoras, que de seguro quedarán empantanadas en el Congreso, no solo no nos permitirá avanzar fuera del decadente orden neoliberal, sino que pondrá en peligro la frágil estabilidad del naciente orden, dejando el terreno fértil para una nueva arremetida del fascismo y su miedo.
En diciembre pasado ganó las elecciones presidenciales un político joven que, para muchos, resulta difícil de catalogar. Así, en los días que siguieron a su elección muchos se preguntaban, en Chile y en el extranjero, si Gabriel Boric era un izquierdista radical, un populista de izquierda o un socialista democrático. Quizá porque, producto de su corta edad —en relación con la naturaleza del cargo a que accederá—, sus errores de juventud están demasiado cerca en el tiempo o porque combina diferentes elementos ideológicos, Boric aparece ante los ojos de muchos como un enigma.
Una clave para comprender quien es Gabriel Boric, políticamente hablando, me parece que se encuentra, más que en sus gestos o discursos —siempre moldeables en quienes se dedican a la actividad pública—, en sus acciones, especialmente desde que se produjo el estallido social. Y estas sugieren que estamos en presencia de un líder que combina una agenda de izquierda con genuino apego a las formas institucionales.
Ya se sabe que Boric y su agrupación política, el Frente Amplio, buscan transformar en una dirección más igualitaria a una sociedad que —aunque más próspera y con mucho menos pobreza que la que exhibía unas décadas atrás— sigue siendo muy desigual. Esto no los distingue de otros actores, como el Partido Comunista y los movimientos sociales que se aglutinaron en la desaparecida “Lista del Pueblo”, que comparten similares aspiraciones transformadoras. La diferencia estriba en que la búsqueda de una sociedad más inclusiva y económicamente igualitaria se encuentra en Boric indisolublemente unida a una fuerte adhesión al Estado social y democrático de derecho. Dicho en otras palabras, lo distintivo es su fuerte valoración de las instituciones de la democracia constitucional (como una judicatura independiente, una prensa libre y la alternancia en el poder). Esto último puede sonar accesorio en un político que pretende erradicar el neoliberalismo, pero, lejos de ser un adorno, representa algo crucial en una región en que el caudillismo ha llevado a demasiados lideres de izquierda a concluir que solo ellos están destinados a regir los destinos de sus países, lo que transforma a sus adversarios políticos en “enemigos” o “traidores”, con el consiguiente efecto des-democratizador que ello envuelve. Así, lo que a primera vista podría aparecer como una abstracción algo arcana —la adhesión a los principios del constitucionalismo democrático— representa una característica definitoria de Boric.
Mirado desde esta óptica, no hay un giro esencial entre el Boric de la primaria y el de las dos vueltas presidenciales. Podrá haber habido cambios de estilo, o en la profundidad y velocidad de algunas políticas públicas que defendió, pero su orientación básica se mantuvo inalterada. Estamos en presencia de un socialista democrático que adhiere al constitucionalismo, entendido como práctica política al servicio de los derechos fundamentales de individuos y minorías. Esta caracterización del pensamiento político de Boric coincide con lo que la especialista sueca Astrid Hedin identifica como la diferencia central entre la socialdemocracia y las formas más radicalizadas de izquierda.
Cuando se observa el actuar de Boric a la luz de esta perspectiva, se advierte una continuidad relativamente inalterada desde que suscribió el Acuerdo por la Paz y una Nueva Constitución (en noviembre de 2019) y su llamado a que la Convención Constitucional elabore una carta que no sea partisana (en diciembre de 2021). En el intertanto, Boric defendió con convicción el respeto de las reglas que regulan el proceso constituyente, como la que exige que cada norma de la nueva Carta Fundamental se adopte por los dos tercios de los integrantes de la Convención, actitud que le costó ser duramente atacado por sus aliados del Partido Comunista.
Una clave para comprender quien es Gabriel Boric, políticamente hablando, me parece que se encuentra, más que en sus gestos o discursos —siempre moldeables en quienes se dedican a la actividad pública—, en sus acciones, especialmente desde que se produjo el estallido social.
II.
La adhesión a las formas institucionales de la democracia constitucional que Boric ha exhibido en los últimos años será particularmente relevante cuando asuma la Presidencia de la República, ya que permite inferir que no sucumbirá —como ha sido habitual en buena parte de los liderazgos de la izquierda populista o radical de la región latinoamericana— a la tentación de intentar manipular el proceso constituyente para compensar su falta de mayoría en el Congreso o, alternativamente, tratar de gobernar por decreto. Puesto de otro modo, la trayectoria de Boric y del Frente Amplio sugiere que entienden que la búsqueda de la justicia social no puede hacerse a costa de sacrificar el Estado de derecho ni el principio de la alternancia en el poder.
Por otra parte, no puede desconocerse que la —muy diferente— aproximación hacia las formas institucionales que exhiben Boric y el Partido Comunista representa el más complejo foco de conflicto al interior de la coalición que han construido en el contexto de la elección presidencial. En efecto, el hecho de que —en lo que va de funcionamiento de la Convención Constitucional— el Frente Amplio y el Partido Comunista hayan estado en veredas opuestas en casi todas las decisiones importantes plantea una duda razonable respecto de la sustentabilidad de una alianza de gobierno entre estas dos fuerzas, especialmente si el ultimo insiste en su posición hostil respecto del acuerdo de noviembre de 2019 y de las normas que se adoptaron para regular el proceso constituyente. Por supuesto, es posible que el Partido Comunista entienda que no puede estar en permanente oposición al ethos que caracteriza a Boric, y que se alinee con el último en su respeto a las formas institucionales, aunque no sea más que por evitar entrar en conflicto con el anterior.
III.
Para terminar con este bosquejo prospectivo de lo que cabe esperar del Presidente electo, cabe subrayar que recibirá el mando con un país en medio de una crisis multidimensional, que combina desafíos sociales y políticos, con una pandemia que no parece amainar y, finalmente, con una economía en problemas. Si se suman a esto las enormes expectativas de cambio que la mayoría de sus adherentes abrigan, así como el hecho de que el futuro mandatario no tendrá control del Congreso Nacional, se puede aquilatar lo formidable del desafío que confronta. De hecho, es difícil imaginar una combinación más explosiva de factores para un político con alguna experiencia legislativa, y ninguna administrativa.
Dicho esto, ya en la semana siguiente a su elección, Boric sorprendió a muchos por la prudencia que exhibió, virtud que deberá desplegar en abundancia, si quiere evitar un desastre similar al experimentado por su predecesor, Sebastián Piñera. Esto será especialmente importante en el manejo de la crisis social y política que heredará, arena en que deberá ser capaz de entender que la preservación del orden público representa una condición sine quanon de cualquier gobierno, más allá de —en paralelo— sentar las bases de un diálogo productivo que atienda a las raíces de los conflictos más persistentes que experimenta el país: en La Araucanía y en las zonas en que el Estado retrocede ante la presencia de sectores asociados al narcotráfico. En lo económico, Boric enfrentará la compleja tarea de empezar un camino de transformaciones sin el control del Congreso, en momentos en que además se hará cargo de mantener la inflación y el déficit fiscal bajo control. Por otra parte, en lo que refiere al manejo de la pandemia, sería simplemente incomprensible que alterara las exitosas políticas instaladas por el gobierno que termina.
Como se puede apreciar, diferentes circunstancias —y el talento político de Boric— lo han posicionado en el cargo de mayor responsabilidad del país precisamente en una de las coyunturas más difíciles que como sociedad nos haya tocado vivir en mucho tiempo. En este contexto, deberá echar mano a todos sus recursos humanos y políticos. Quizá la enormidad del desafío lo haga estar a la altura (la historia registra casos en que líderes “accidentales” lograron avanzar en medio de incontables dificultades). O quizá la magnitud de los problemas que recibirá le resulten inabordables. Lo claro es que voluntad no le falta. Y eso no es poco.
Entre la narrativa de la esperanza y la retórica del miedo, por Camila Vergara
La derechización de la derecha, por Cristóbal Rovira Kaltwasser
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John Gray: “China encarna la Ilustración iliberal”, por Juan Paulo Iglesias
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Raúl Zurita: “El arte para mí es una especie de militancia en la construcción del paraíso”, por Héctor Soto y Álvaro Matus
Relecturas Freud, el literato, por Andrea Jeftanovic
Valente o la doctrina oficial del verso en Chile, por Andrés Anwandter
La conciencia chilena, por Cynthia Rimsky
Manuel Rojas y Aniceto Hevia: recordar, escribir y comprender el mundo, por Álvaro Bisama
Especulaciones en torno a la muerte de un poeta, por Luis López-Aliaga
Gonçalo M. Tavares: “La literatura europea y estadounidense me parecen las más conservadoras”, por Rodrigo Hasbún
África de las Heras y Felisberto Hernández: el triunfo del misterio, por Yosa Vidal
Ota Pavel: pescando en aguas aparentemente calmas, por Álvaro Díaz
Libros usados Al final de algo, por Bruno Cuneo
Linchamiento público: el placer de sentirse moralmente superior, por Ignacio Albornoz
Arquetipos de situación Pastores de almas, por Milagros Abalo
Vidas paralelas Jack Kerouac y el Che Guevara: literatura y acción, por Federico Galende
Críticas de libros y cine
Libros
Lecturas filosóficas del presente. Intervenciones de Marcos García de la Huerta, por Daniel Hopenhayn
El vasto territorio de Simón López Trujillo, por Alejandra Ochoa
Nosotros no estamos acá. Crónicas de migrantes en Chile de Jorge Rojas, por Marisol García
Dime cuándo vienes. Cartas de amor 1893-1917 de Rosa Luxemburgo, por Luis Felipe Alarcón
Secciones eternas y otros poemas de Tom Raworth, por Rodrigo Olavarría
Cine
Colonia Dignidad. Una secta alemana en Chile de Annette Baumeister y Wilfried Huismann, por Pablo Riquelme
Personajes secundarios La amiga de El Maestro, por María José Viera-Gallo
Vi hace un tiempo atrás El instante eterno, el documental de Sebastián Moreno sobre la obra y la vida del fotógrafo Sergio Larraín. Es convencional, pero eficiente: logra transmitir la imagen del artista que deserta y se aparta del mundo, inundado de malaise o simplemente cabreado. El genio, decía Baudelaire, consiste en crear un lugar común, y este es uno de proporciones. Lo inventó hace más de un siglo Rimbaud, príncipe de los poetas mal avenidos con el mundo, que abandonó la poesía para traficar armas y esclavos. Años atrás se encontró una fotografía desconocida de su estancia en Haraar, en el norte de África: aparecía sentado junto a unos comerciantes temibles, en la esquina contraria de la que aparecía en la pintura de Fantin-Latour, que lo había retratado junto a un grupo de poetas hoy día olvidados. Con ese quiasmo parece haber comenzado todo, pues en adelante siempre dependerá de qué lado de la mesa quiera el artista sentarse, aunque para algunos ambos lados de la mesa sean igualmente cómodos. Wallace Stevens, por ejemplo, era poeta y abogado de una importante compañía de seguros, y decía que el que podía comprarse un Goya estaba en mejores condiciones de apreciarlo que el que solo podía mirarlo.
Sergio Larraín, en todo caso, no abandonó la fotografía por los negocios ni la vida artística por una vida civil cualquiera. Abandonó todo porque en el mundo había demasiadas fotografías y demasiados negocios, y él detestaba por igual a los “periodistas” y a los “predadores”: “Las presiones del mundo periodístico –le confesó en una carta a Cartier-Bresson, cuando aún trabajaba para la agencia Magnun– destruyen mi amor por el trabajo y mi concentración”; y en los escritos que mencionaré hablará muchas veces del tipo de mundo que han hecho posible los empresarios y, en general, los seres humanos convertidos en consumidores voraces.
Son mejores razones, por cierto, para largarse que las psicológicas que se suelen esgrimir más a menudo: sus complejos de clase, la tristeza incoada en la infancia por un padre atareado y exitoso, las historias de papá y mamá, en fin, las tribulaciones del Edipo doméstico. Por cierto, nada de esto es falso; es solo una cuestión de énfasis. Como hiciera notar John Berger en Un hombre afortunado –el mejor de sus libros–, vivimos en una cultura que carece de una auténtica base histórica y por ello somos proclives a privilegiar las causas íntimas de nuestras neurosis en detrimento de sus causas objetivas. Larraín, de hecho, hablaba poco y nada en sus escritos de las primeras, y en cambio hablaba mucho, y hasta muchísimo, de las segundas. Para él el problema eran el Ego y el Mundo, cuyas presiones y extravíos trató de apartar retirándose al campo para dedicarse al yoga, la calistenia, la pintura y la fotografía, pero ya no como medios artísticos, sino como medios de autorrealización o espirituales. También se dedicó a escribir unos libros inclasificables, mezcla de poesía, literatura devocional y autoayuda, que son más de 12. Sobre ellos, sin embargo, no se dice nada en el documental de Moreno, y me gustaría llenar esa laguna, no tanto para alertar sobre su valor literario como para levantar un caso que podría interesar a los curiosos o a los que sin saberlo poseen alguno.
Del libro que Sergio Larraín tituló Social 19, rescato su estilo sentencioso y sus diatribas un tanto apocalípticas contra el sistema neoliberal y el desastre ecológico, que son justas, pero no tienen el humor de los ecopoemas de Parra, por ejemplo. Algunas frases, sin embargo, presentan una densidad inusual y cristalizan en imágenes interesantes.
Catalina Mena, en Sergio Larraín. La foto perdida, su excelente perfil del fotógrafo, que era también su tío, ofrece una buena descripción del contenido de esos libros, que de joven, dice, no le interesaron nada, aunque hace poco descubriría su inusitada dimensión política: “Tenían textos manuscritos y otros mecanografiados. Hablaba del despojo, de vivir alabando a Dios, estar totalmente en el presente, eliminar las contradicciones, desprenderse del ego y, sobre todo, evitar el colapso del planeta. Despotricaba contra los ‘parásitos’ (que no trabajan y viven de los impuestos) y los ‘depredadores’ (que explotan los recursos hasta agotarlos). Alguna vez hojeé esos libros en mi adolescencia sin mayor interés”. Son libros, efectivamente, difíciles de leer: tienen mucho de la pedantería del iluminado y fustigan tanto al ego que uno, al contrario, comienza a valorarlo.
Referiré ahora mi propia experiencia. El primero que tuve lo compré en una librería de viejos y ni siquiera su dueño, que era enteradísimo, supo decirme quién era el autor, cuyo nombre no aparecía en la portada, la portadilla ni en ninguna otra parte. Me lo llevé solamente por curiosidad, porque valía dos pesos y porque estaba dedicado a Adolfo Couve, cuyo nombre debió parecerme garantía de algo interesante. Mucho tiempo después, fue una amiga fotógrafa la que me sacó de la duda, tras tomarlo distraídamente de uno de los estantes de mi biblioteca: ese libro, que se llamaba Un día, era de Sergio Larraín y formaba parte de una colección que había bautizado “Textos para el kínder planetario”, como se lee efectivamente en la contraportada y que podría significar cualquier cosa. Ella misma me regaló después los otros cinco que tengo: algunos impresos, otros artesanales, todos sin indicación de autor y todos terminados con una instrucción extraña: “Dar fotocopias, hacerlo circular”.
La historia de esta curiosa colección está ahora en internet, sobre todo en un artículo de Pedro Bahamondes que se basa en el testimonio de un imprentero de la editorial Lom, por lo que no necesito contarla, solo decir que Larraín publicaba cada año en esa editorial desde 1990 y que estos libritos los pagaba de su bolsillo y las maquetas las enviaba por correo y corregía desde un teléfono público de Ovalle, aledaña al poblado de Tulahuén, donde se había refugiado desde mediados de los 70. Antes de eso, en todo caso, había publicado varios de esos libros artesanalmente, fotocopiando los originales mecanografiados y manuscritos en un boliche de la misma localidad del norte, donde de seguro también compraba el pan, la cola fría y usaba el teléfono.
Seré franco: los de Larraín, a quien admiro mucho como fotógrafo, son libros que me gusta coleccionar más que leer. Por alguna razón no logro entrar en ellos, tal vez porque soy demasiado mundano y demasiado escéptico para practicar la ascesis que proponen. Soy demasiado flojo, además, para contorsionarme en un mat de yoga y demasiado distraído para mirar fijo mucho rato un punto en la pared o cualquier otra cosa. Hay un par, sin embargo, que he leído enteros y con más interés que el resto, que solo he leído a saltos. Uno es el mencionado Un día y el otro se llama Social 19, que es artesanal y contiene, entre otras cosas, varias fotografías desconocidas de Viña del Mar, oblicuas o laterales siempre, pero sin esa carga poética de sus fotos de Valparaíso. Del primero rescato su estilo celebratorio, hímnico, nunca elegiaco, que llama a vivir en el presente, asumir la realidad que hay y armarse de un lugar imperturbable. Del segundo rescato exactamente lo contrario: su estilo sentencioso y sus diatribas un tanto apocalípticas contra el sistema neoliberal y el desastre ecológico, que son justas, pero no tienen el humor de los ecopoemas de Parra, por ejemplo. Algunas frases, sin embargo, presentan una densidad inusual y cristalizan en imágenes interesantes, como esta: “Capitalismo, (excesos), se pasean con un palo por un jardín, golpeándolo”. No diré más, la imagen me parece rotunda.
En La teoría de la bolsa de la ficción, Ursula K. Le Guin sostiene que la primera herramienta no fue una lanza o un garrote, sino un morral. El arco trazado por Stanley Kubrick desde el hueso y el simio homicida hasta la estación espacial, no sería más que la versión sofisticada de una misma historia cavernaria repetida desde Caín pasando por Nagasaki, basada en las peripecias de un grupo de cavernícolas que “no tenían un niño cerca para darle vida o habilidad haciendo cosas o cocinando o cantando, o pensamientos muy interesantes en que pensar”, y decidió ir a jugarse la vida saliendo a cazar con tal de matar su aburrimiento.
Para la escritora, aunque los mamuts ocupen espectacularmente las paredes de las cuevas y nuestras mentes, lo que efectivamente hacíamos para seguir vivos y gordos era recoger semillas, raíces, brotes, además de atrapar animales pequeños para aumentar las proteínas.
Al final del día, no era la carne o el marfil lo sustancial para la supervivencia. Frente a la épica de encontrar y cultivar unas semillas, lo que realmente hizo la diferencia fue la historia de la cacería.
Salimos de Santiago escuchando sobre el colapso de los alcantarillados para el Superbowl. Siendo febrero y en Estado de Emergencia sanitaria, en la radio no era noticia un corte de 10 horas en la Panamericana. Desde la madrugada, la Ruta 5 Sur estaba bloqueada en Ercilla, por un ataque incendiario que destruyó cuatro camiones y una camioneta. La caravana recién empezó a moverse a mediodía, cuando liberaron una pista. Ante kilómetros de autos detenidos, pudimos tomar un desvío y conejear por caminos interiores. Aunque tardamos en llegar 10 horas en vez de seis, consideramos que habíamos tenido suerte.
Una reacción lógica a la crisis pandémica es huir a lugares más naturales. Más que una forma de escapar del virus, es la necesidad de romper con el confinamiento. Después de un año de desfases y cuarentenas, buscábamos unos días de tranquilidad en el sur, cerca de la naturaleza.
Paz encontró unas cabañas junto a un estero en Malalcahuello, un pueblito de montaña al interior de la Araucanía Andina. A los pies de la cordillera de las Raíces, es la entrada a un valle volcánico impresionante custodiado por el Lonquimay y el Llaima, rodeado de bosques de antiguas araucarias que esconden lagunas tranquilas, ríos gélidos y aguas termales. Mientras en invierno está siempre nevado, en verano podíamos visitar saltos y cascadas, caminar entre bosques de lenga y grandes robles, explorar algún sendero al interior de la Reserva Nacional o, simplemente, contemplar el paisaje y pasar el día escuchando el río.
Despertamos con la sensación de haber entrado a un espacio distinto, a otra dimensión del tiempo. Los valles modelados por volcanes nos recuerdan que vivimos en un mundo prehistórico. Las singulares formas geológicas dan cuenta de los distintos procesos que han trastocado este paisaje a lo largo del tiempo.
Despertamos con la sensación de haber entrado a un espacio distinto, a otra dimensión del tiempo. Los valles modelados por volcanes nos recuerdan que vivimos en un mundo prehistórico. Las singulares formas geológicas dan cuenta de los distintos procesos que han trastocado este paisaje a lo largo del tiempo.
Me acuerdo de la erupción del Lonquimay la Navidad de 1988. Los campos plomizos, los animales flacos, echándose a morir sobre los pastos cubiertos de escarcha y ceniza que apenas respiraban. Las consecuencias de la erupción fueron desastrosas y reconfiguraron el entorno. La lava sepultó cabañas y avanzó quemando arbustos, pastizales y árboles, sobre todo araucarias.
Al parecer, la geografía ha cambiado más que la realidad de sus habitantes. El paisaje ha reverdecido y la gente vive en un escenario parecido al de antes. Ya entonces, producto de las cenizas, los pobladores caminaban con mascarillas.
Malalcahuello se une con el resto del territorio por escasas cuestas y pasos cordilleranos, así como por el túnel Las Raíces. Del otro lado se esconde la única zona de Chile al oriente de la cordillera de los Andes. Antes dependía del ferrocarril, pero ahora se ha transformado en un lugar turístico, fundamentalmente por sus centros de esquí.
Hacia la frontera, Icalma es una zona sagrada para los pehuenches y está habitada por algunas comunidades. El camino que lleva hasta allí sale de la carretera como un atajo y atraviesa la comunidad Quinquén, en torno a la laguna Galletué, donde nace el río Biobío.
En Üxüf xipay (“El despojo”), un premiado documental de 2004, Ricardo Meliñir, Lonko de Quinquén, explica el sentido de la recolección. “Chau Ngechen nos dejó a los pehuenches para que podamos sobrevivir con ese alimento. (…) Cuando nosotros estamos en la veranada, debajo de las araucarias, nos sentimos tan orgullosos y protegidos dentro de ese paisaje, que para nosotros es una felicidad ir a cosechar piñones. Con eso nosotros compramos los alimentos más importantes. Y nosotros no queremos más que eso, no quisiéramos cambiar, porque eso para nosotros es una riqueza”, dice.
Desde 1860, el Estado chileno se ha valido de la fuerza y del ejército para reducir a los mapuches a un cinco por ciento de su territorio ancestral. También le impuso su legislación, sus autoridades, su forma de división política administrativa, reduciendo las esferas de control mapuche exclusivamente al ámbito de la comunidad.
La lava derramada produjo la destrucción de cerca de 200 hectáreas de bosque de araucarias, lenga y robles que antes crecían en este valle. Pero el daño no se compara con las consecuencias de la empresa “civilizadora” y sus bosques artificiales. La historia de la cacería que refería Ursula K. Le Guin tiene más de 500 años, pero en la Macrozona ha sido dramática. Desde 1860, el Estado chileno se ha valido de la fuerza y del ejército para reducir a los mapuches a un cinco por ciento de su territorio ancestral. También le impuso su legislación, sus autoridades, su forma de división política administrativa, reduciendo las esferas de control mapuche exclusivamente al ámbito de la comunidad.
En su ensayo Godos, insurgentes y visionarios, Arturo Uslar Pietri reconoce que a la hora de definirnos culturalmente, fracasamos ante el permanente trasfondo de contradicciones culturales y las superpuestas y encontradas visiones que se han impuesto sobre nosotros mismos desde la llegada de Colón. Frente al antagonismo obvio entre los “godos” e “insurgentes” de turno, la dinámica se complejiza con la llamada del visionario, quien “es, precisamente, quien no ve lo que está ante él sino lo que proyecta desde su mente”.
Habría que comenzar de nuevo para mirar la sucesiva dimensión de las visiones. El lenguaje crea realidad, pero no necesariamente es la realidad. La única estación de servicio en 100 kilómetros a la redonda está en Lonquimay. Los rayados en los paraderos y la señalética dan cuenta de que es territorio mapuche. “La resistencia de un pueblo contra un Estado asesino es terrorismo”, se lee en una garita.
¿Cómo saldar esa deuda histórica? ¿Cómo transformar o cambiar estructuralmente la manera en que nos narramos? Frente a una narrativa recolectora o una narrativa cazadora —de flecha, lineal, encaminada a la victoria y la resolución—, la dramaturga Manuela Infante propone una tercera vía: “Yo elijo contrarrestar la narrativa cazadora con narrativas vegetales, materiales, minerales”.
Regresamos a Malalcahuello por la cuesta de Las Raíces. La niebla asciende lentamente y se disuelve sobre araucarias milenarias. No sé qué pasará aquí en ausencia de personas, pero basta con que aparezcan para que todo se ponga en movimiento. De pronto el camino se abre y la luz encandila. Entre las lomas, las ruinas de un centro de esquí abandonado se iluminan con el sol del atardecer. Bajamos del auto y cruzamos los pastizales hasta las torres de hormigón. Vimos el atardecer entre la herrumbre de los andariveles. Desde aquí se ven volcanes en todas las direcciones. Finalmente, aunque tarde, la naturaleza tiende a regenerarse. En el interior de la Macrozona sur hay una microzona, donde el tiempo parece desfasado. Se hunden los días y uno aparece.
Quienes sienten un interés vital por el hedonismo, y hasta quienes no tanto, muchas veces corren para llegar a la parte de la lujuria. Es comprensible entonces que la relación de Lais con Aristipo haya tenido esa recepción desproporcionada en la imaginación de los antiguos, tanta que hasta circuló el probable infundio de que aquel inventó la filosofía hedonista con el propósito de complacer a su “amiguita”.
Encima, esta fantasía particular se enmarca en otra mucho mayor: la figura de la hetaira despertó, y despierta todavía, una serie de asociaciones estéticas y eróticas incontrolables, consolidando un fetichismo milenario. Según este, las hetairas gozaban de un estatus propio, ocupando el vacío que dejaban, recluidas en el hogar, las mujeres respetables; tenían una cultura sofisticada, que les permitía compartir socialmente con los hombres –también en contraste con las mujeres destinadas al matrimonio–, y habrían alcanzado incluso el privilegio de administrar su propia entrega: se dice que Lais complacía a Diógenes de manera gratuita, mientras que no quiso entregarse a un tal Mirón ni siquiera a cambio de todas las posesiones de este, ni a Demóstenes ni por mil dracmas.
Entusiastas actuales han afirmado que las hetairas eran el único grupo femenino antiguo económicamente independiente y políticamente influyente. Esta fantasía pudo algunas veces realizarse: hubo hetairas sin duda muy exitosas, la propia Lais por cierto. Pero si algunas lograron independencia financiera, refinamiento cultural e influencia política, corrientemente sus posiciones resultarían mucho menos elegantes y mucho más precarias. Para Plutarco “hetaira” no es más que un eufemismo ateniense para porné: la prostituta pura y simple.
Se trata en gran medida de un asunto de entorno: porné es la prostituta callejera o de burdel; hetaira es la prostituta participante del simposio. En estas famosas comidas entre ciudadanos pudientes se creaba un espacio público al interior del hogar, del que las mujeres y los niños de la casa eran excluidos, y se introducían amigotes y prostitutas(os). Teniendo lugar el simposio, mal que mal, dentro de la casa, no se metían pornai, sino hetairai. Pero el mismo personaje podía transitar entre los ambientes, y el nombre en gran medida lo ponían los clientes, así como también eran ellos quienes juzgaban la sofisticación cultural de sus contratadas –bajo el influjo sin duda de la sofisticación que se reputaran ellos mismos. Por su parte, las involucradas procurarían acercarse todo lo posible a la imagen glamorosa de la hetaira y esquivar la figura triste de la porné, del mismo modo que los burdeles procuraban imitar la atmósfera del simposio.
Entusiastas actuales han afirmado que las hetairas eran el único grupo femenino antiguo económicamente independiente y políticamente influyente. Esta fantasía pudo algunas veces realizarse: hubo hetairas sin duda muy exitosas, la propia Lais por cierto. Pero si algunas lograron independencia financiera, refinamiento cultural e influencia política, corrientemente sus posiciones resultarían mucho menos elegantes y mucho más precarias.
También se apunta que la porné tendía a ser esclava, la hetaira tendía a ser libre. Pero hay muchos ejemplos de uso intercambiable entre estos términos –y los restantes, unos 200, con que los atenienses abundaban en torno a la prostitución. Tampoco se ha encontrado en la evidencia literaria y pictórica una diferencia precisa entre uno y otro estatus. Así como hoy en día no hay escort que esté libre de que la traten por otros nombres, la hetaira podía ser tan tratada de porné como cualquiera que ejerciera el oficio; y se hallaba inicialmente desprotegida ante las humillaciones, los abusos, los vaivenes y el cuesta abajo de la vida. Participaba, sí, del simposio, de la comunidad de los varones libres y pudientes: aunque en principio fuese parte, junto con la música, el vino y la comida, de un paquete de gasto ritual en refuerzo de la comunidad de los varones, tenía por eso mismo mejores oportunidades para generar lazos protectores. El sexo con la hetaira, no reproductivo y con atmósfera de simposio, estaba cerca de la camaradería homoerótica –para las costumbres atenienses, tenía más despejado el camino hacia la temperatura de fusión.
Precisamente en oposición a ese tipo de lazos, los poetas cómicos y oradores atacan con crudeza la imagen idealizada de la hetaira: destacan y exageran los aspectos esperpénticos de su figura, particularmente en lo que se refiere al alcohol, la lujuria y la codicia; vocean el peligro que este personaje significa para algunos valores fundamentales del buen varón ateniense, como la moderación, el autocontrol y el cuidado del patrimonio. Distinguen poco entre la porné y la hetaira, excepto en esto: más cara en todos los sentidos, y por tanto más íntima, la hetaira importa vértigo.
Esta angustia viril se delata todavía más en las características contradictorias que la literatura atribuye a las hetairas: descontroladas y manipuladoras, insignificantes y peligrosas. La marginalidad civil mixturada con la cercanía física, pasible de cercanía emocional, comprensiblemente amenazaba el equilibrio de algunos individuos. El peligro más avisado es precisamente el que resulta de afianzar lazos personales, exclusivos, con las hetairas: el hecho, o el mero amago, de sustraerlas de la comunidad de los iguales. Por si fuera poco, existe entre investigadores modernos también la opinión de que en ellas se expurgaba, simbólicamente, el fantasma del adulterio, localizando y restringiendo la sexualidad abierta de la mujer en el solo espacio del simposio: en la comunidad de los varones y no en la competencia entre ellos.
Todos estos enredos Aristipo se los tomó con excelente humor. La comodidad con que este filósofo respondía a la emergencia erótica resultó no solo excepcional, sino ejemplar: personificó el gozo franco de esta catarata de placer, y el dominio de su vértigo. En el prolongado encuentro con Lais se define este punto filosófico, grave para un hedonista, sobre todo para el primero de ellos.
Todos estos enredos Aristipo se los tomó con excelente humor. La comodidad con que este filósofo respondía a la emergencia erótica resultó no solo excepcional, sino ejemplar: personificó el gozo franco de esta catarata de placer, y el dominio de su vértigo.
Poco interesado en el alma, Aristipo Socrático –como se lo llamaba también– exhibe aquí una grave desviación respecto de su maestro. Mientras que el Sócrates de Jenofonte avisa de los peligros extremos del eros, y el Sócrates de Platón une el eros al conocimiento verdadero, en Aristipo no existe una materia realmente erótica; más bien se atiene a la filia, al amor lúdico y amistoso, al jugueteo mamífero, exento de posesión y arrebato, en el que los cuerpos se conocen unos con otros. La guía segura que son las sensaciones placenteras marca esta ruta, que es la del goce y no la del conocimiento, la fusión, la sublimación o la castidad.
Cuando lo achacan con que Lais no lo quiere, Aristipo contesta que ni el vino ni los pescados lo quieren tampoco, pero él feliz disfruta de ellos. Parece comprar el paquete entero del simposio –conversación, música, vino, comida, hetairas–, salvo que no su contraparte: el espacio político inserto en el espacio doméstico, la comunidad de los hombres de bien. Jenofonte cuenta que Aristipo se declaraba “extranjero en todas partes”, y en realidad parece andar de extranjero por los asuntos eróticos, alojándose apenas en los lugares más plácidos y excelentes: Aristipo no se masturbará, como Diógenes, deseando que al hambre se la pudiera también pasar frotándose el estómago; ni su tipo de deseos sexuales podrán ser satisfechos, como los de Antístenes, invirtiendo solo un óbolo; ni su solución al asunto sexual será “el primero que llegue con la primera que encuentre”. Estas respuestas cínicas a la cuestión erótica, aunque ellas mismas muy divertidas, importan sobre todo una crítica y hasta un rechazo del placer. El sí de Aristipo al placer consiste en buscar no el modo más fácil de cancelar el deseo, sino el modo mejor de realmente satisfacerlo, el más delicioso: su refinamiento marca su dominio. Y ese dominio lo demuestra andando: el vínculo con Lais es el vínculo con una experta, acude a ella por los mismos motivos que acudía a un cocinero cuando necesitaba preparar un banquete, y a un orador cuando necesitaba ganar un juicio.
Aunque Aristipo no fue hombre de una sola meretriz, sus anécdotas con Lais muestran una opción preferencial, y una determinación de escogerla y gozar con ella –no es siempre el caso: en la anécdota de las tres hetairas deslumbra con su autoridad como elector, que campa sobre la norma tácita de la elección que le propone el tirano Dionisio; con su delicadeza también; pero sobre todo con su desconcertante y olímpico desasimiento. La historia tuvo que ser bastante popular, porque Ateneo la menciona sin contarla, dándola por conocida. En Diógenes Laercio se encuentra el registro más antiguo de este misterio pagano, que ilustra cuál es el ejemplo de Aristipo: amplia libertad de tomar, amplia libertad de soltar.
***
Algunos textos:
Cicerón (106-45 a. C.)
Y además, incluso Aristipo, el discípulo de Sócrates, no se sonrojó cuando le reprocharon que tuviera a Lais, sino que dijo: “Tengo, no soy tenido”.
Plutarco (45-120)
Porque el amor, cuando alcanza a un alma noble y joven, por medio de la amistad conduce a la virtud; pero las pasiones intensas por las mujeres, en los mejores casos apuntan solo al goce carnal y a coger el fruto de la mejor edad, como mostró Aristipo contestando a uno que le decía que Lais no lo quería: “Tampoco me quieren el vino y el pescado, pero yo feliz gozo con ellos”.
Diógenes Laercio (siglo II-siglo III)
§ Dionisio le dio a escoger entre tres hetairas, pero Aristipo escogió a las tres juntas diciendo que incluso a Paris le fue pésimo escogiendo a una sola. Pero después que las acompañó hasta la puerta, las dejó ir.
§ Entraba acompañado de un joven a la casa de una hetaira y notó que este se sonrojaba. Le dijo: “La vergüenza no es entrar, la vergüenza es no poder salir”.
§ Tenía tratos con la hetaira Lais… y cuando lo criticaban decía: “Tengo a Lais, pero ella no me tiene a mí: lo mejor es dominar los placeres, sin dejarse arrastrar por ellos, y no la abstinencia total”.
Lactancio (230-325)
§ Aristipo, maestro de los cirenaicos, tenía relaciones con Lais, famosa prostituta. Y este doctor de la filosofía justificaba este escándalo diciendo que existía una gran diferencia entre él y los demás amantes de Lais, porque él tenía a Lais mientras que los demás eran tenidos por ella. ¡Oh, qué sabiduría más grande, digna de que los mejores la imiten! ¿Confiarías tus hijos a este maestro, para que les enseñe a tener una prostituta?… Aquí ella fue más sabia: al tener como amante a un filósofo, los jóvenes se precipitaron a ella sin pudor, corrompidos por el ejemplo y la autoridad del maestro (…) y no contento con esto, empezó a defender el placer, y sus costumbres del lupanar las llevó a la escuela, enseñando que el placer del cuerpo era el bien supremo. Doctrina execrable e indigna, que no nació en el corazón de un filósofo, sino en el seno de una prostituta.
§ No mejor que los cínicos es Aristipo, quien, según creo por darle el gusto a su amiguita Lais, fundó la doctrina cirenaica donde coloca el bien supremo en el placer del cuerpo, de manera que sus faltas no carecieran de autoridad ni sus vicios de doctrina.
Ateneo (siglo III)
Aristipo, todos los años, pasaba un par de meses en Egina, con Lais, durante las fiestas a Poseidón. Uno de sus sirvientes le objetó: “Tú gastas tanto en ella y ella se regala con Diógenes”. A lo que Aristipo contestó: “Gasto tanto en ella para disfrutarla, no para que no la disfrute otro”.
Juan Crisóstomo (347-407)
Aristipo pagó prostitutas carísimas.
El ejemplo de Aristipo. Vida, opiniones y sentencias del primer filósofo hedonista, Adán Méndez, Ediciones UDP, 2022, 224 páginas, $17.000.
Como el universo, la presencia de Alain Badiou está en continua expansión. Desde hace ya algún tiempo su personalidad ha adquirido un lugar destacado en el mundo intelectual después de algunos años marcadamente adversos. Quien pudo ser visto, hacia fines de los años 60 del siglo XX, como un agitador político maoísta con pretensiones filosóficas, se dedicó en el medio siglo posterior a elaborar un método, un proceso, un pensamiento concentrado, configurando una obra amplia y polifacética, en donde aparecen el arte, la teología política y la política sin teología, así como las matemáticas, el teatro, la novela, la música, la crónica, los elogios y las polémicas. En palabras de otro de esos personajes estelares, pero más tardío, Slavoj Žižek (quien cree en la certeza de las exageraciones), la figura de Badiou es como si Platón o Hegel caminaran entre nosotros.
Si esto puede parecer excesivo, también habría sido excesivo (e injusto) limitar a Badiou, incluso en los años 60, a una labor puramente política, porque ya entonces era un joven filósofo (nacido en 1937) que estaba enfrentado, además de al activismo, al encuentro de dos sistemas en parte contradictorios que intenta reconciliar: las postrimerías del existencialismo de Sartre y el nacimiento del estructuralismo, ambos de profunda impronta francesa: el primero sosteniendo que la subjetividad es lo que da sentido a un mundo que carece de él y el segundo, desconfiando de la subjetividad como un espectro o construcción, en un mundo cuyo sentido está en sí mismo supeditado al efecto de estructuras formales e incluso formalizables.
De esta manera, en el centro de la obra de Badiou —que depara tantas profundidades como algunos esoterismos—, está la idea de que la ontología, la reflexión sobre el ser, se identifica de alguna forma con las matemáticas. No es el primero que las usa como una base para la exploración filosófica; tampoco es el primero en que esto puede ser motivo de escarnio. Badiou es uno de esos pensadores franceses ridiculizados por los físicos Alan Sokal y Jean Bricmont en Imposturas intelectuales (1997), el libro en que denunciaban, no sin algo de razón, a aquellos filósofos que recurrían a la física cuántica, la relatividad o las altas matemáticas a la hora de elaborar sus argumentaciones. A partir de la herramienta de la cita selectiva, Sokal y Bricmont cuestionaban la rigurosidad y competencia de ellos. Pero en el caso de Badiou, la táctica resulta más bien inapropiada, pues su uso de las matemáticas es altamente alusivo, metafórico o, si se quiere, poético. Con Teoría del sujeto (1982), él abrió su construcción filosófica de mayor concentración y aspiración sistemática, condensada en su obra más grande, que le ha tomado algo de 30 años elaborar y publicar, en una verdadera epopeya metafísica: El ser y el acontecimiento (1988), El ser y el acontecimiento2:Lógicas de los mundos (2006) y El ser y el acontecimiento3: La inmanencia de las verdades (2018). Es su inmensa tentativa de someter a un sujeto a la aparición y la construcción de una verdad. Tras estudiar las verdades y los sujetos desde el punto de vista de la teoría del ser, tras analizar y explicar que la universalidad de las verdades y los sujetos pueden cumplir con las reglas del aparecer en un mundo particular, se pregunta si es posible la verdad en un mundo sin trascendencia. Cuando Žižek creía ver las siluetas de Platón o Hegel, el propio Badiou parece divisar, sin modestia alguna, la del autor de la Crítica de la razón pura: se convertiría él en el filósofo de tres grandes libros, como Kant, su “enemigo personal”, bromeaba Badiou en 2012, durante un seminario, cuando aún preparaba La inmanencia de las verdades.
Pero quienes no tengan el ánimo para adentrarse en esos tres grandes volúmenes, pueden optar por otra forma de aproximación, a través de dos pequeños libros de acercamientos de Badiou a algunas figuras importantes en el pensamiento filosófico desarrollado en Francia. Para Badiou, la filosofía francesa de la segunda mitad del siglo XX —o más precisamente, la que se desarrolla entre El ser y la nada (1943) de Sartre y Qué es la filosofía (1991) de Deleuze— configura un “momento” o una era comparable, según él, a la Grecia clásica o a la Alemania de la Ilustración, un momento del que él mismo ha formado parte y que considera varios nombres y corrientes: desde el existencialismo a la deconstrucción, con el psicoanálisis como un interlocutor esencial.
La recopilación de diversos textos de ocasión, escritos por Badiou en situaciones y por motivos distintos, configuran Pequeño panteón portátil y La aventura de la filosofía francesa. El primero, mediante obituarios o discursos memoriales, está consagrado a grandes autores ya muertos. El segundo es una mirada, desde su particular punto de vista, a la trayectoria de la filosofía francesa, cuyas estaciones son obras o temas comentados oportunamente por él. Ambos libros están asociados, no solo porque fueron originalmente publicados por la editorial La Fabrique, sino por el espíritu que los anima. Badiou incluso anuncia futuras recopilaciones de estudios relativos a los jóvenes filósofos y a los que sin ser jóvenes, han quedado ausentes de estos dos primeros libros.
Escritos en razón de la muerte o del aniversario de la muerte de algunos de ellos, componen un libro que habría podido titular, dice, ‘Oraciones fúnebres’. Pero, en todo caso, no son en absoluto reconciliaciones póstumas. Badiou, con una mezcla sutil de anécdotas personales y de precisiones filosóficas, no se muestra condescendiente con ellos. Los ensayos son, sobre todo, una invitación a la lectura de esos maestros.
Estos dos volúmenes recopilatorios podrían verse como unas posibles puertas de entrada —laterales, levemente indirectas— al edificio del pensamiento de Badiou. Trece ensayos en homenaje a 14 pensadores fallecidos configuran su Pequeño panteón portátil; en La aventura de la filosofía francesa, por su parte, se reúnen 12 textos dispersos en que Badiou se muestra como un lector atento, agudo y polémico.
Algunos nombres aparecen en ambos libros: Louis Althusser, Georges Canguilhem, Jean-Paul Sartre, Jean François Lyotard, Gilles Deleuze y Françoise Proust. A los anteriores, Pequeño panteón portátil suma a Jacques Lacan, Jean Cavaillès, Jean Hyppolite, Michel Foucault, Jacques Derrida, Jean Borreil, Philippe Lacoue-Labarthe y Gilles Châtelet. Escritos en razón de la muerte o del aniversario de la muerte de algunos de ellos, componen un libro que habría podido titular, dice, “Oraciones fúnebres”. Pero, en todo caso, no son en absoluto reconciliaciones póstumas. Badiou, con una mezcla sutil de anécdotas personales y de precisiones filosóficas, no se muestra condescendiente con ellos. Los ensayos son, sobre todo, una invitación a la lectura de esos maestros.
La aventura de la filosofía francesa puede verse como un espejo del pensamiento de Badiou. En algunos casos muestra cómo entiende él la obra de alguien que considera un gran filósofo, digamos Althusser o Deleuze (y no es poco lo que se puede aprender sobre ambos a través de estas reseñas). En otros casos, tras resumir el contenido de los libros, vuelve a sus propios puntos de vista sobre los asuntos discutidos en ellos, siendo tan revelador de las perspectivas de los otros como de él mismo.
Las notas que comienzan cada texto son como jalones de una autobiografía intelectual. Entre sus mayores, señala que Sartre le “reveló la filosofía en una suerte de captura”. En un texto de 1967 entrega una detallada lectura de Althusser, el contemporáneo con quien mantuvo las relaciones más complejas, sosteniendo que mayo del 68 y el maoísmo lo separaron de él. Puede hablar, en 1992, sobre Canguilheim, quien fue uno de sus maestros en el más estricto sentido del término: fue director de su tesina de maestría en 1959 (sobre Spinoza) y de su tesis en 1966 (sobre Diderot), luego abandonada. O cómo en un encuentro de 2001, para discutir La memoria, la historia, el olvido, de Paul Ricoeur, detectó una visión militante del sujeto cristiano. Ricoeur quedó escandalizado por su lectura y, según Badiou, nunca se lo perdonó.
También habla de algunos más cercanos a su edad. No obstante su amistad con Jean-Luc Nancy, señala la línea de demarcación entre el pensamiento de la finitud de Nancy y el concepto de infinito que él toma de las matemáticas. Lo mismo en el caso de Barbara Cassin: comentando El efecto sofístico, plantea una confrontación entre la “logología” que ella desarrolla y su propia ontología.
Entre las notas más importantes, probablemente están las dedicadas a Jean-François Lyotard, Gilles Deleuze y Jacques Rancière.
En una intervención de 2002, en un encuentro dedicado a Jacques Rancière, Badiou refiere los acuerdos y, sobre todo, los desacuerdos entre ellos, que se remontan a su época como estudiantes de Althusser. Fundamentalmente, frente a la idea de ‘maestro ignorante’ de Rancière, Badiou opone su ‘aristocratismo proletario’.
Badiou recuerda que en 1982, cuando acababa de publicar Teoría del sujeto, “en medio de una indiferencia pública realmente notable”, fue invitado a un seminario organizado por Lyotard, a pesar de los serios altercados que habían tenido como colegas. Lyotard le dijo que pronto publicaría un libro (La diferencia) y le gustaría que él lo reseñase. Y así fue. En la reseña aparece la notoria confrontación del ultramodernismo de Badiou con el posmodernismo de Lyotard: la vocación sistemática frente a la fragmentación (una “atomística lenguajera”); el paradigma matemático frente al jurídico. Por otra parte, pareciera ser este texto (de 1983, varios años antes de El ser y el acontecimiento) una de las primeras manifestaciones públicas de la tesis más famosa de Badiou: “Las matemáticas, en su historia, son la ciencia del ser en tanto ser”.
Con Deleuze, Badiou mantuvo una relación alternativamente hostil, amistosa o evasiva. En sus muy críticas reseñas tempranas (ambas de 1977) de El Anti-Edipo y de Rizoma, Badiou se burlaba de la política y la filosofía que yacían bajo los libros de Deleuze y Guattari; criticaba su “moralismo antidialéctico” al servicio de la juventud pequeño burguesa, los tachaba de adversarios de toda política revolucionaria organizada o incluso, en términos mucho más personales, como cabecillas de la tropa anti-marxista e ideólogos pre-fascistas. En la bastante más elogiosa reseña de El pliegue, de Deleuze en solitario (de 1998), que se recopila aquí, la polémica ha quedado atrás. Trata sobre la relación entre Deleuze y Leibniz: el evento y la singularidad, el sujeto y la interioridad. Por cierto, con Deleuze había iniciado, a comienzos de los años 90, una relación epistolar que este, poco antes de su muerte, dio por finalizada.
En una intervención de 2002, en un encuentro dedicado a Jacques Rancière, Badiou refiere los acuerdos y, sobre todo, los desacuerdos entre ellos, que se remontan a su época como estudiantes de Althusser. Fundamentalmente, frente a la idea de “maestro ignorante” de Rancière, Badiou opone su “aristocratismo proletario”.
En varias partes del libro, Badiou comenta la obra de algunos compañeros de lucha política o adversarios filosóficos, o ambas cosas. De su nota sobre Rancière y la reseña polémica de El Ángel, de Guy Lardreau y Christian Jambet, se entiende que la política de izquierda de Badiou se fraguó en los años 60. Fue activo de manera temprana. Vivió la fascinación ante la Revolución cultural china, entre 1965 y 1968; y en Francia, a partir de 1967, una serie de revueltas obreras, como revueltas anti-jerárquicas. Mayo del 68 reforzó su militancia izquierdista. En la división, interna al maoísmo francés, entre “Izquierda Proletaria” y “Grupo por la Fundación de la Unión de los Comunistas de Francia Marxistas-Leninistas”, fue parte de este último, al que se unió en 1969. Y aún sigue como militante e insumiso; y no se entregó, dice, a las ventajas sociales de una renegación estrepitosa.
En el prólogo a La aventura de la filosofía francesa (que bien podría haber sido un epílogo), Badiou divisa dos líneas que se vinculan con la aparición de dos libros mayores: El pensamiento y lo moviente (1911) de Henri Bergson y Las etapas de la filosofía matemática (1912) de León Brunschvicg. Esas líneas serían una filosofía de la “interioridad vital” y la otra una de la “intuición conceptual”; a la primera pertenecerían Sartre, Foucault y Deleuze; y a la segunda Lacan, Lévi-Strauss, Althusser y el propio Badiou. También detecta las “operaciones” intelectuales de esa filosofía: la apropiación novedosa del pensamiento alemán, una visión creadora de la ciencia, una radicalidad política y una persecución de nuevas formas del arte y de la vida (en cuanto a la búsqueda de formas, se dio un estrecho vínculo entre filosofía y literatura).
Badiou habla de unos filósofos (entre ellos, él mismo) que procuraron tener un estilo propio, que quisieron ser escritores y que se dedicaron no solo a una reflexión sobre la política, sino a una intervención en ella. Traza, así, una genealogía en que pueden convivir las ciencias formales y el poema. Todo lo cual transforma a esa filosofía francesa en un momento de aventura.
La aventura de la filosofía francesa, Alain Badiou, Editorial LOM, 2014, 188 páginas, $8.600.
Con natural curiosidad, Adolf Hitler quiso ver El gran dictador, la película en que Charles Chaplin lo caricaturizaba cruel y definitivamente. La mandó proyectar en su residencia de Obersalzberg. No comentó mayormente la película, aunque misteriosamente pidió volver a verla al otro día. ¿Por qué su solicitud, tratándose de una obra que lo dejaba en ridículo en todo el mundo libre (por cierto, la prohibió en los países que estaban bajo su poder)? ¿Qué habrá pensado del final, donde un barbero judío que todos confunden con Adenoid Hynkel, dictador de Tomania, da un discurso de humanismo primario?
Andrés Barba en uno de los apasionantes ensayos de su libro La risa caníbal, se pregunta sobre esa segunda vez en que Hitler volvió a visitar la caricatura más cruel y certera que se haya intentado sobre un tirano en toda la historia de las caricaturas. El libro de Barba es un alegato a favor del poder desacralizador de la risa, pero es cualquier cosa menos ingenuo y voluntarista. Como tampoco es del todo ingenuo, nos recuerda Barba, que Hitler haya decidido dejarse el mismo bigote de Charlot, o el vagabundo, el personaje con que Chaplin se había convertido en una celebridad mundial en la primera década del siglo XX. El bigote, apunta Barba, no estaba de moda cuando Chaplin lo convirtió en una señal de identidad, no solo de su personaje, sino del humor en general. Quizás por eso Stanley Laurel, al construir su propio personaje cómico, lo usa sin el menor escrúpulo.
Hitler sabía, al adoptar el bigote de Charlot a comienzos de los años 20, que sería más difícil para el público alemán tomarlo en serio. Y en efecto, Hitler fue durante mucho tiempo el hazmerreír de la política alemana. En este sentido, como en tantos, imitaba a su maestro Mussolini, quien rapado y con un sobrepeso evidente, amaba exagerar la pantomima de sus discursos: era la caricatura de una caricatura. Risible para todos, menos para los camisas negras que lo seguían al principio y después para toda Italia, incapaz ya de ver el ridículo en las poses sobreactuadas del Duce. Como si parte esencial del plan político de Mussolini y Hitler hubiese sido justamente obligar a tomar en serio sus poses, sus peinados, sus formas visiblemente ridículas de ser. La prueba final de su poder residiría entonces en conseguir —u obligar— que el público no se ría de algo que instintivamente hace reír. Vencer, en definitiva, el enemigo más invencible de todos: el instinto irreprimible de la risa.
Una de las armas secretas de Hugo Chávez fue saber que sus ocurrencias, que le saltaban en medio de su interminable programa de televisión, no se harían nunca realidad. El espectáculo era generalmente tan exagerado e inesperado, que era difícil creer que tuviera consecuencias en la realidad el día después. Nicolás Maduro no ha hecho otra cosa que heredar el curioso empeño de su predecesor por convertir sus actos de gobierno en parodias de sí mismo. Algo parecido se podría decir de Donald Trump o de Jair Bolsonaro. El primero era invitado frecuente al programa de comedia Saturday Night Live, empujando hasta el límite la caricatura de sí mismo en todo tipo de sketches y monólogos. La comedia fue sin duda uno de los motores de su ascenso como personaje público, hasta que investido como presidente empezó a parecerle que la imitación que hacían de él, en el mismo Saturday Night Live, era aburrida, absurda y ofensiva. De alguna forma tenía razón. La imitación que hacía el actor Alec Baldwin no alcanzaba nunca el nivel de ridículo y descaro del original, de modo que los sketches tendían a exagerar de manera inverosímil las situaciones. Situaciones que, conforme la presidencia de Trump iba sobrepasando sus propios límites, iban consiguiendo cada vez menos risas.
En su ensayo Humor, el crítico cultural inglés Terry Eagleton subraya el poder transformador del humor. Admite que, como piensa Orwell, todo chiste es una pequeña revolución. El chiste se puede rebelar contra reglas opresivas y absurdas, como también contra reglas necesarias y justas. La risa, su expresión física, podríamos decir, no es más que una descarga necesaria de energía.
El humor, en cambio —explica Eagleton—, solo ocurre cuando quien lo ejerce es capaz de mirarse a sí mismo por completo, entender las vergüenzas con que carga, contarnos su dolor de manera placentera y agradable, perdonarse sin por ello dejar de ridiculizarse. El humor entonces trasciende las heridas e iguala las diferencias.
Eagleton vuelve al valor del carnaval como espacio en que las barreras sociales han sido eliminadas, sin olvidar que el ritual tiene límites y días que están perfectamente institucionalizados. En momentos de crisis política y económica, esos límites dejan de ser claros. Ahí, justo ahí, aparece esa figura ambigua del comediante, que, como Hitler, Mussolini o Trump, extrema el chiste y termina sacándolo del escenario para convertirlo en gobierno, tribunal y ley. Ya no existe más que el payaso, que no en vano es también una figura habitual del cine y la literatura de horror. El chiste —la payasada— es su forma de acceder a un público sediento de carnaval, aunque, ya conseguido el poder a través del ridículo, decreta que lo que era cómico hace cinco minutos ahora es sagrado, y lo que era sagrado hace un instante, ahora es completamente ridículo. Del humor pasan a la violencia y de pronto la ironía deja de ser doble, las alusiones ya no son veladas y los sobrenombres son más infamantes que nunca. El estereotipo deja de ser una forma de exageración para convertirse en la ley que caracteriza a comunidades, religiones o etnias, que pasan de ser risibles a aislables, extorsionables, asesinables.
En su ensayo, Eagleton recuerda cómo distintos pensadores y filósofos de épocas muy diferentes se han opuesto al humor, considerándolo incompatible con una sociedad ordenada y pacífica. Es el liberalismo anglosajón, apunta el autor, el que lo convirtió en parte esencial de la libertad de expresión, una libertad que hoy resulta esencial para la vida social.
Es imposible, piensa Eagleton y también Barba, pasar por alto la violencia como parte constitutiva del humor. El humor juzga, el humor exagera, el humor estereotipa. Es todo eso lo que lo ha convertido en el principal enemigo de casi todos los movimientos de reivindicación contemporáneos (desde el islamismo radical hasta el feminismo ídem). En su ensayo, Eagleton recuerda cómo distintos pensadores y filósofos de épocas muy diferentes se han opuesto al humor, considerándolo incompatible con una sociedad ordenada y pacífica. Es el liberalismo anglosajón, apunta el autor, el que lo convirtió en parte esencial de la libertad de expresión, una libertad que hoy resulta esencial para la vida social.
Es contra ese consenso liberal, el de la libertad de expresión, contra el que se yerguen figuras como Hitler y Mussolini, Chávez y Maduro, Trump y Bolsonaro (bueno, la verdad es que van más lejos: cuestionan la propia democracia representativa y la presunción de inocencia). No es un azar entonces que lo hagan usando como palanca de cambio uno de los principales fetiches del liberalismo: la caricatura. El liberalismo se opone a censurar cualquier chiste, por más ofensivo que parezca, porque en el fondo cree que la ofensa no hace reír y el humorista, entonces, si quiere seguir siendo humorístico, tendrá que incorporar a sus bromas un poco de compasión y respeto. ¿Pero qué pasa con el que no es capaz de seguir el juego mientras se ríe de los demás?
No es verdad, como piensa el liberalismo, que todos nos burlamos de todos de manera igualitaria y justa. Hay grupos humanos de los que todos se burlan sin la menor piedad: de los gallegos en Chile, de los belgas en Francia, de los redneck en Estados Unidos, de los irlandeses en Inglaterra. Son generalmente personas que vienen de regiones más pobres y agrarias, y se las ridiculiza por su simpleza de espíritu, es decir, por su incapacidad para entender los chistes. No es verdad que puedan responder en igualdad de condiciones y si lo hacen, es ridiculizándose más aún a sí mismas. La risa es plebeya, pero el humor es evidentemente elitista. Para reírse de sí mismo en público hay que tener una cultura o un desapego de sí que no todo el mundo tiene.
Charles Chaplin, al crear su personaje de vagabundo, eligió justamente a los más vulnerables, a los que son —o eran— objeto de risa: los pobres, los marginales, los perdidos, los habitantes del abandonado sur de Londres, donde se crió entre circos de pulgas y basureros rellenos. Vistió a su vagabundo con los restos desaliñados del vestuario de un millonario. Lo hizo convivir con irlandeses, gitanos, inmigrantes y delincuentes. Le restituyó, sin embargo, el poder de ser dueño de los chistes con que los poderosos solían ridiculizar a la gente como él. Charlot manejó su torpeza, se hizo dueño del tiempo, durmiendo en las estatuas y ganando y perdiendo millones sin lamentarse ni alegrarse del todo. Puede entonces, a partir de la perfecta domesticación de su torpeza, burlarse de millonarios, alcaldes, políticos y toda suerte de policías. En un acto de independencia total; al final de la mayor parte de sus aventuras, se iba caminando solo hacia el horizonte, tan pobre como empezó, pero llevándose con él la admiración de todo el público.
Hitler en su Mein Kampf se presenta como un bohemio desesperado que vive como Charlot en el extrarradio de todo. Más que la pobreza, lo que denuncia es la burla con que los artistas, los burgueses y los militares lo han tratado toda la vida. Pero en vez de conquistar su torpeza a través de la risa, elige explotar la rabia y reivindicar el terror. Quiere que lo tomen en serio sin tener que vestirse ni moverse ni hablar como lo hacía la gente seria de su tiempo (smoking, sombrero de copa, etc.). El pueblo judío, que se caracteriza justamente por su capacidad de hacer humor a partir de sus cuitas, es naturalmente su mayor enemigo.
Es lo contrario del azar lo que hizo a Hitler escoger el bigote de Charlot como su marca de fábrica. En ese bigote asumido como un destino y no como una estrategia, hay al mismo tiempo un homenaje y un desacato al Charlot original. Un homenaje, porque Hitler se reconoce en la manera en que Charlot, el vagabundo, tuerce su suerte una y otra vez. Un desacato, porque Hitler no acepta como un destino la risa con que la élite premia al vagabundo y lo deja ir solo a otra aventura igualmente milagrosa. Hitler quiere ser un Charlot que no se contenta con dejar en claro el ridículo de los poderes establecidos, sino que es justamente capaz de tomar él mismo el poder y hacerle tragar las risas a todos los que en la academia de arte de Viena vieron en su dibujo de postulante un mamarracho irredimible.
En tiempos de vigilancia y voluntarismo como los que vivimos ahora, el humor y la risa son más cuestionados que nunca. También, más que nunca, se ha escrito para explicar, alabar y defender la risa. La risa desordena las jerarquías para luego volver a barajar el naipe. Es lo que quiere decir al final Charlot en sus películas, la risa es un poder, pero como tal no puede aliarse con ningún otro poder. Charlot no tiene derecho a hablar a cambio de tener todo el derecho sobre sus gestos. Cuando, al final de El gran dictador habla, lo hace para reivindicar la profunda igualdad del ser humano en contra de las máquinas que homogeneizan. “Todos a luchar para liberar al mundo —dice con los ojos húmedos y una voz atragantada—. Para derribar barreras nacionales, para eliminar la ambición, el odio y la intolerancia. Luchemos por el mundo de la razón. Un mundo donde la ciencia, el progreso nos conduzcan a todos a la felicidad”. Un discurso en que ya no quedan rastros de humor, pero sí toda la desesperación de quien ha visto a su personaje salirse del escenario y poner en peligro todo lo que hace posible el humor, que no es nada más y nada menos que lo que desesperado predica a la multitud: el hecho inevitable de que, aunque seamos todos completamente distintos, seguimos siendo iguales.
Humor, Terry Eagleton, Taurus, 2021, 216 páginas, $27.000.
Adicto al sol, aunque nunca se mostró tomándolo, el bailarín se transformaba en la pista de la Jungle, la única disco de Papudo por ese entonces. Jóvenes rodeaban la tarima, vibraban con él, pero para el bailarín todo era invisible, salvo el movimiento de su cuerpo transpirado. Sus botas vaqueras parecían volar sobre el piso de madera. Jimi le decían, por el parecido con el pelo de Jimi Hendrix. Era ese tipo de persona de edad indescifrable, pudo haber tenido 37 o 52. Su piel era dura y gastada, su cuerpo delgado, alto como una escalera. No hablaba, la comunicación estaba puesta en los brazos, en las piernas, en la cabeza al girar.
Durante el día se paseaba por el borde costero con chaqueta de cuero, sudadera blanca y una radio al hombro escuchando Tecnotronic, esperando el momento en que alguien viniera a pedirle una foto en la que saldría completamente serio y bien parado (una cara para la posteridad que ignora la melancolía de sus ojos); a lo mejor, entonces, de puro entusiasmo, podría regalar un paso de baile sobre el maicillo caliente a los que miraban desde la playa, pero era raro, muy raro, en general sus pasos estaban reservados para la noche que nutría la sangre de sus venas.
No se le conoció pareja ni descendencia, solo un perro que lo seguía a todos lados y lo esperaba afuera de la Jungle frente a su total indiferencia. Quizás también fue un anónimo bailarín en el mundo de los canes. Tampoco se sabía de qué vivía. No bebía ni fumaba para mantener su cuerpo limpio, activo a lo máquina, porque la muerte de quien diera origen a su nombre artístico era un fantasma que prefería mantener lejos de su rutina.
Cómo habrá sido su infancia… Tal vez su madre o su hermana lo alentaron desde pequeño con aplausos al verlo bailar con ocasión de un cumpleaños o de un 18 de septiembre, dale, Jimi, dale, y el niño se movía con la seguridad de un pequeño artista frente a su público de hierro, vistiendo el traje recién confeccionado por su abuela. Su semblante transmitía la confianza de haber sido criado por una o varias mujeres cariñosas; pero quizás el padre (la otra mitad de su semblante y su mudez), si es que lo había, se quedaba en la cocina con un vaso en la mano masticando el desprecio por lo que consideraba una falta de hombría; hasta que salía al living, en el mejor de los casos a apagar la música apretando con su dedo rígido el botón.
No se le conoció pareja ni descendencia, solo un perro que lo seguía a todos lados y lo esperaba afuera de la Jungle frente a su total indiferencia. Quizás también fue un anónimo bailarín en el mundo de los canes. Tampoco se sabía de qué vivía. No bebía ni fumaba para mantener su cuerpo limpio, activo a lo máquina.
El bailarín tenía esa mezcla de convicción y candor ajena a la competencia del mundo. El baile había sido su elección y su deseo, y en torno a eso giraba cada paso de su existencia. Fraguado en la soledad de su pieza, escuchando la radio que ante cualquier movimiento perdía la señal. Sin escuela, menos institución: él fue la propia institución de su talento, llevada con disciplina y rigor, y llevando con estoicismo tanta burla de pueblo chico. Tanto silencio. Pura creencia, puro amor por el baile, y el despliegue de ese amor contra viento y marea no fue sino su arte, su rebelión, cómo no, quién se atrevería a dudarlo, a decir que él no era un bailarín de verdad, puede que no un profesional, pero el arte que cala y queda nunca ha sido de profesionales, dicen que dijo él alguna vez. Para muchos puede sonar ridículo, pero ¿no es acaso el ridículo también parte del pedregoso y precario camino de un artista, por pequeño que sea?
Probablemente no lo acompañaron ni los tiempos ni las circunstancias ni la suerte, porque gracia tenía, mas no tuvo la ocasión para desplegarla, para ser visto no por los mismos de siempre. No dejaba de soñar con que alguien, un productor de televisión, de esos famosos programas de baile noventeros, lo descubriera como en tantas historias contadas o vistas en el cine de Papudo cuando era niño (antes del incendio y su cierre) y quedara deslumbrado con su manera de mover el esqueleto, su vibra a flor de piel, y le ofreciera algo, un cheque, un bono, un adelanto, y se lo llevara a la gran capital a cumplir su sueño, un sueño siempre en camino porque en Santiago no tenía familia ni amigos donde llegar. No siempre los tiempos coinciden. Incluso un trueque habría aceptado, pero nadie lo eligió. Es cierto que en Papudo era conocido, incluso el alcalde lo invitaba a participar de vez en cuando en las fiestas de fin de año que ofrecía la municipalidad, aunque en la idea de artista que el bailarín tenía no bastaba con la gente de su pueblo, eso era similar al aplauso que brindan las mujeres de su familia o los amigos. Faltaba el mundo, el resto del mundo es la auténtica vara, pensaría.
Su fecha era el verano, cuando su pelo crespo decolorado brillaba como el mismísimo sol, verano también de músicos y pintores de acuarelas… No sé si la fe en su talento pudo mantenerla o en algún momento vio aparecer el espeso revoltijo del fracaso que desalienta. Tiendo a pensar que, pese a todo, nunca dejó de creer, porque el baile era sobre todo una cuestión de fe, solo que el fulgor de la juventud se fue marchitando. La última vez que lo divisaron, al final de Punta Pite, cerca del roquerío, su pelo al viento parecía tres tonos más oscuro. En esa imagen a contraluz dicen que también estaba el perro, al que horas más tarde verían vagando desorientado por la plaza.
Robert Sapolsky es un biólogo muy conocido, experto en comportamiento humano y animal, que da clases en Estados Unidos e investiga en África. En sus largas charlas, que miles de jóvenes y adultos ven en YouTube, habla sobre el lenguaje, desde el motheres, los sonidos de la guagua con la mamá, hasta el lazo entre la percepción y las relaciones; también con la depresión y la esquizofrenia, hasta comprender radiantemente la unión absoluta de la vida en la naturaleza. La pregunta central de este libro es sobre la posibilidad de vivir, literalmente, bajo promesas de comprensión del mundo de ese tipo.
Quienes se interesen por su título no serán defraudados: sabrán mucho sobre el pensamiento del biólogo norteamericano, interpretado muy finamente en una serie de poemas intercalados con los diversos textos que concluyen con Thus spoke Robert Sapolsky. Se sorprenderán con una ficción doble y desatada sobre una mujer esquizofrénica en una aldea masai investigada por el científico. Encontrarán pormenorizados recuentos de su carrera. Todo esto a través del relato de un fanático, de un pobre tipo que quiere ser su doble: primero se viste como él y luego piensa en asesinarlo.
Hace rato que Cristián Geisse transita en esta vía dolorosa de búsqueda e identificación en la que suele no llegar a nada. Otra vez se atreve a inventar una novela sobre una experiencia hacia lo desconocido y presentido, esta vez en lo prístino del conocimiento y no lo oscuro de las presencias demoníacas en los puertos o pueblos, como se compila en la larga Pobres diablos, la obra que compendia el trabajo de este escritor minucioso, seguidor de Alfonso Alcalde, que parece saber muchos trucos, pero que no miente: inventa, pero su exigencia, su nivel como escritor, es la verdad. Nivel, decimos, como el que usa el carpintero. Su intento de verosimilitud, imposible, se va construyendo como las casas en las que está, medio precarias, medio descuidadas, donde todo el tiempo está a punto de irse.
Sapolsky puede verse como el opuesto del muy exitoso Un verdor terrible, de Benjamín Labatut, que cuenta directamente biografías de científicos, varios, los más cruciales, para recomponer una historia general de la alucinación y el horror. Aquí es lo mismo y lo contrario: un solo biólogo que se sigue como posible encarnación, credo, comprensión, que se contempla desde el absoluto fracaso, valiente por privado.
La mezcla de cartas en inglés mal hechas, diálogos insulsos con la pareja y digresiones varias, al principio como que no se arman; arrecia la miseria neurótica, pero a tientas avanza, luego cada vez más firme, para meterse en ese otro cuerpo ajeno, en ese otro cuerpo de conocimiento sobre los otros, los muy otros, hasta los dobles de lo humano, los animales. La bestia y el humano en uno y los otros, nada menos, es lo que busca. Así se acerca, reptando en el inconsciente, para encontrar la figura de la madre, tan oscura como brillante, para seguir una ruta improbable de cumplir un sueño chamánico.
Podrían ser los retrucos de un narcisista, una majamama mal articulada, unos planos íntimos que no corresponden, otro aburrido periplo iniciático o transmutador. Porque el narrador, además, quiere todo el tiempo a su maestro, a su Juan Castaneda, su doble, su guía, y lo encuentra en las preguntas de Sapolsky, del pensamiento sobre lo humano para pensar sobre sí mismo. La inmersión total en el sabio interior es la acción de esta farsa intensa y profunda.
Sapolsky puede verse como el opuesto del muy exitoso Un verdor terrible, de Benjamín Labatut, que cuenta directamente biografías de científicos, varios, los más cruciales, para recomponer una historia general de la alucinación y el horror. Aquí es lo mismo y lo contrario: un solo biólogo que se sigue como posible encarnación, credo, comprensión, que se contempla desde el absoluto fracaso, valiente por privado. Labatut ve el derrumbe de los más inteligentes; Geisse se aboca a un pobre tipo que sueña ser el hombre perfecto y solo logra fracasar. ¿Qué se puede saber? ¿Se puede siquiera amar? ¿Quién es tu madre? A eso va el hombre que sueña con ser su doble, que al verlo cerca le dice a gritos que lo ama, triste y felizmente.
Sabemos algo más con este libro, invento en el muy difícil arte de decir algo cierto: no podemos aspirar al saber ni a conocer al otro, sino apenas a unos conocidos y unas causas a las que solo accedemos desde el raro paisaje, la selva oscura y poblada de quienes somos.
Cuando a mediados de octubre de 2019 falleció el reputado crítico literario Harold Bloom, muchos medios de prensa repararon en algo que el propio autor de El canon occidental afirmó en más de una ocasión: que él era capaz de leer un libro de mil páginas en una hora. De este modo Bloom aseguraba haber leído miles de obras a lo largo de su trayectoria académica y, en consecuencia, se encontraba en condiciones de dar cuenta, por ejemplo, de las similitudes y diferencias entre la poesía anglosajona y la latinoamericana, o de la narrativa francesa y la japonesa del siglo XX, y lo que resultaba más importante, dar cuenta del modo en que William Shakespeare continuaba siendo el autor más relevante de todos en el último medio milenio.
La idea de Bloom de que leer mucho es la única forma de poder disponer de una perspectiva de análisis sofisticada e integrada ha sido potenciada en los estudios literarios contemporáneos por una que resulta muy parecida, aunque parte desde otra ladera de la montaña del estudio de la creación humana. Se trata de la noción de “lectura remota” de Franco Moretti, quien defiende que hasta ahora la mayor parte de la crítica literaria ha trabajado con pequeños retazos del total de obras que se han producido en la historia de la literatura. Si se pudiera acceder a dichas obras con otros métodos, más allá de la lectura individual –de sofá– de las personas eruditas, quizá se podrían descubrir patrones, tendencias, desplazamientos que hasta el momento han sido pasados por alto por las investigaciones y los ensayos.
Rens Bod, el autor de A New History of the Humanities: The Search for Principles and Patterns from Antiquity to the Present, de algún modo se hace cargo de ambas orientaciones. En su extenso y pormenorizado volumen emprende la tarea, no acometida por nadie hasta la fecha, de trazar una historia general de las humanidades yendo más allá de los recuentos particulares, por ejemplo, de la lingüística o los estudios sobre el teatro. Para ello, tomando como vademécum justamente principios como los de Bloom o Moretti, indaga en obras de muchas culturas diversas, yendo desde la gramática de Panini hasta el isnad islámico, pasando por las historiografías del arte chino o los modelos artísticos de África, en una primera línea que podría denominarse transcontinental.
Del mismo modo, su volumen cubre milenios de desarrollo de la actividad creativa humana, la que es dividida por él en los períodos de la Antigüedad, la Edad Media, la Edad Moderna Temprana y la Edad Moderna, atendiendo siempre a que las fuentes primarias de las que dispone proveen sus propias periodizaciones y trayectorias; esta segunda línea podría denominarse transhistórica. Finalmente, en el trabajo se consideran muchas disciplinas diversas, como la musicología o la teología, en lo que constituye la tercera línea, la transdisciplinaria.
Lo que empieza a emerger del esfuerzo omnicomprensivo que motiva el libro, es que sea cual sea la disciplina, el tiempo o el lugar, el estudio de las humanidades siempre ha perseguido determinar los patrones, las normas o los principios que gobiernan la creatividad y, en paralelo, permiten interpretarla.
La empresa que Bod emprende resulta sustancial en una era en que las humanidades suelen considerarse a sí mismas como acorraladas, supeditadas a criterios de investigación –y desde luego a la propia escritura– propios de las “ciencias duras”. Por todos lados se observan, ya desde hace casi medio siglo, lamentos y llamados de emergencia desde las humanidades ante “la dictadura del paper”, las demandas hacia la estandarización, las presiones en miras a la acreditación o a la aparición en los rankings internacionales universitarios. Del mismo modo, la escasez de fondos, la desaparición de los mecenazgos y la precariedad del trabajo en estas áreas hacen que lo habitual sea la existencia a salto de mata de un proyecto en otro, como ha señalado en más de una ocasión Néstor García Canclini.
Lo que empieza a emerger del esfuerzo omnicomprensivo que motiva el libro, es que sea cual sea la disciplina, el tiempo o el lugar, el estudio de las humanidades siempre ha perseguido determinar los patrones, las normas o los principios que gobiernan la creatividad y, en paralelo, permiten interpretarla.
Al recapacitar sobre el papel crucial que ha cumplido el establecimiento de patrones en el análisis, la normativización o la crítica de la creatividad humana, Bod no solo dialoga con las tendencias de bleeding edge del Big Data o las Humanidades Digitales, sino que, y esto resulta lo más significativo, logra retrotraer dicha aproximación un par de milenios hacia el pasado. Por ejemplo, su detención en varios momentos en la gramática india de Panini, prestando particular atención a que este misterioso personaje no solo fue el fundador de la gramática (aplicada al sánscrito) sino que el primer erudito en crear un lenguaje de programación ya hacia el año 500 antes de la Era Común, muestra que mucho antes de que surgieran las ciencias modernas hacia el siglo XVI y más fuertemente desde el siglo XIX, eran las humanidades –en el sentido amplio– las que primero indagaron en estos fenómenos.
En otro de sus textos, “Who’s afraid of patterns” (“¿Quién les teme a los patrones?”), publicado también en 2013, Bod ejemplifica a qué se refiere con el concepto de patrón en distintas áreas de las humanidades, listando los siguientes casos significativos:
1- La división de las composiciones de Beethoven en tres períodos estilísticos.
2- La manera como poetas y pintores han representado el viento en el cabello de una joven.
3- La red del conocimiento en la Edad de Oro de Amsterdam.
4- El uso de frases, temas y episodios recurrentes en la literatura (oral).
5- El cambio de consonantes sordas a sonoras (y viceversa) en los procesos de cambio lingüístico.
6- La relación decreciente entre la población rural y la urbana durante el último siglo.
7- La jerarquía de zonas dentro de una economía mundial.
8- La estructura convexa de las escalas musicales tradicionales.
Aunque en estos ocho ejemplos se puede establecer que la determinación de patrones resulta esencial a todas las humanidades, Bod detalla que dichos patrones pueden ser más o menos específicos, más o menos dependientes de la cultura, de la época, del lugar… y más o menos universales.
Al reconocer –tanto en su ambicioso volumen, como en el resto de sus iniciativas en pos de una historia general de las humanidades– que la disponibilidad actual de enormes bases de datos (Big Data) pueden llevarnos a una nueva y contemporánea manera de entender el decurso regional y global, antiguo y moderno, más normativo o más interpretativo, del quehacer humano en la cultura, Bod, de pasada, logra deshacer el nudo gordiano del debate entre las ciencias y las propias humanidades. Este debate que se remonta no solo a la recordada conferencia de C. P. Snow en 1959, sino que también a la distinción entre Verstehen y Erklären de Wilhelm Dilthey e incluso –más atrás todavía– a la distinción entre ciencias de lo humano y ciencias de la naturaleza de Giambattista Vico.
Porque la búsqueda de patrones, curiosamente, también puede reaplicarse como una constante de la empresa de entender la naturaleza de las humanidades. En ello, Rens Bod incurre en exponer su propio ideario como lingüista computacional abocado a entender las restantes disciplinas que aborda: que la regularidad es una moneda de cambio que hay que potenciar y cuidar, una clave de lectura para A New History of the Humanities que no hay que dejar de lado.
En una época –ya quizá demasiado extensa– en que el reduccionismo de la indagación humana ha compartimentado hasta tal extremo los saberes, esta obra abre nuevos espacios para el diálogo interdisciplinario y la búsqueda de las comunalidades entre las diversas disciplinas que trabajan sobre los frutos de la mente humana.
A New History of the Humanities: The Search for Principles and Patterns from Antiquity to the Present, Rens Bod, Oxford, 2013, US$62.
Durante su largo encarcelamiento por traición en la Torre de Londres, a comienzos del siglo XVII, sir Walter Raleigh, el marino y escritor inglés, dedicó los primeros siete años de encierro a escribir una historia del mundo. Solamente logró cubrir una parte de ella (desde su creación hasta el año 146 a. C.), aunque también explicó por qué había escrito sobre ese pasado lejano antes que sobre el presente: “Muchos dirán que una historia de mi propia época hubiera sido más grata”, señaló, reconociendo lo siguiente: “Aquel que en una historia moderna siga demasiado de cerca los talones de la verdad, puede que casualmente se golpee los dientes”.
El cuidado de la dentadura histórica pudo llevar a muchos estudiosos a enfocar su atención a épocas distantes, pero resulta que normalmente las preguntas que interrogan el ayer suelen estar inspiradas por el hoy, justificando la afirmación de Benedetto Croce de que toda historia es historia contemporánea.
En este sentido, la obra del historiador, ensayista y novelista alemán Philipp Blom (Hamburgo, 1970) podría sugerir que él no estaba particularmente interesado en el presente. Ha escrito una historia íntima del coleccionismo en El coleccionista apasionado, lo mismo que sobre algunos periodos históricos de quiebre, como la Ilustración —Encyclopédie y Gente peligrosa— o bien sobre las primera cuatro décadas del siglo XX en Occidente, antes de la Primera Guerra Mundial, en Años de vértigo, y después de ella pero antes de la Segunda, en La fractura. Todos ellos demuestran que su impulso histórico está tan marcado por el interés en el pasado como en el presente.
Sus dos libros más recientes lo confirman; y en ambos el cambio climático es un tema central. En El motín de la naturaleza, Blom estudia la llamada “Pequeña Edad de Hielo”, una anomalía climática global de extraordinarias heladas experimentada aproximadamente entre 1400 y 1850, cuyo punto más álgido se extendió desde finales del siglo XVI hasta finales del siglo XVII, cuando las temperaturas bajaron unos dos grados centígrados, con tremendas consecuencias en todos los ámbitos de la vida económica y política, y la reacción humana que abrió el camino a la modernidad, la ciencia, la tecnología y el capitalismo.
En Lo que está en juego toca el cambio climático hoy. En vez de ese enfriamiento global del pasado, nos encontramos en medio de un periodo de calentamiento global. Pero Blom no solo aborda la cuestión climática, sino también fenómenos como la digitalización y el consumo (que pueden tener su origen en algunas de las concepciones triunfantes de la modernidad) y las consecuencias que ellos traen, así como el nuevo horizonte de posibilidades políticas, económicas y culturales derivadas de esa realidad.
La Ilustración nos trajo las democracias modernas, la ciencia y los derechos humanos, pero también colaboró con el imperialismo y justificó la esclavitud, creó la justificación científica del racismo y de la privación de derechos de las mujeres, etc. Nada de eso puede ser intrínseco a la idea de la Ilustración, pero es un hecho histórico.
El calentamiento global ya ha producido cambios caóticos en ciertas regiones del mundo y seguirá avanzando. La revolución digital tendrá efectos importantes en el empleo (y en el desempleo por la automatización), así como en la intromisión en la privacidad. El consumismo ha exacerbado el egoísmo y el descuido. Blom habla de la “teología” de las compras o del consumidor como “el gólem de la producción en serie”. Estos tres elementos se mezclan en una crisis mayor que supone un cambio en el equilibrio político del poder. La evolución de la crisis podría atizar los conflictos de clases y conducir a un ocaso de las democracias liberales.
Blom muestra un cuadro lúgubre de las sociedades opulentas, presas del desencanto del mercado liberal y la huida a la “fortaleza”, la respuesta autoritaria a la libertad del “mercado”. Mercado y fortaleza serían las dos estrategias principales para abordar los problemas de nuestro tiempo, aunque ambas parecen ineficaces y desembocan en el vacío. Por eso, según el autor, lo que está en juego es todo.
Su libro Lo que está en juego se preocupa menos del pasado que del presente y el futuro. ¿Vivimos en un período de inflexión histórica? ¿Una inflexión histórica? No estoy muy seguro. Cada periodo cree que es excepcional y se mueve hacia el fin de los tiempos, pero con nuestras tecnologías, la pérdida de biodiversidad y la catástrofe climática, esto se ha convertido en un escenario realista. Lo que trato de hacer es usar las herramientas del historiador —identificando estructuras históricas y sus expresiones culturales— para mirar el tiempo en el que vivo.
El gran giro actual está determinado, señala, por transformaciones como el cambio climático, la digitalización y el consumo global. ¿Cuán importantes son ellas? Tremendamente importantes, creo. Permítanme ponerlo de esta manera: a nivel material, nuestro nivel de consumo está actualmente consumiendo 30 campos de fútbol de selva tropical por minuto y algo así como un millón de toneladas de hielo en Groenlandia por minuto. Estamos produciendo 20 mil botellas de PET (tereftalato de polietileno) por segundo y este ciclo de producción, consumo y desperdicio al servicio del crecimiento económico ha empujado los niveles de CO2 en la atmósfera tan arriba, que está comenzando una reacción en cadena total que hará imposible que las sociedades complejas prosperen o sobrevivan. Esto no es ciencia ficción, es la ciencia que predijo con precisión la situación actual hace ya 50 años. Al mismo tiempo, un crecimiento económico del 3% significaría que la economía tendría que duplicarse en 24 años, con el doble de recursos utilizados y el doble de residuos producidos. Simplemente no hay tecnología para compensar esto. Pero esto también tiene implicaciones sociales. En los países ricos, se ha socializado bastante a las personas para que consideren las compras como una expresión de sí mismas, el consumo como la principal forma de construir sus identidades en un mundo posterior a la religión y los lazos locales fuertes. El consumo forma tribus de consumidores. Entonces, ¿quiénes somos si ya no podemos consumir como antes?
Si en una economía se siguen generando ganancias (ahora a través de máquinas), pero no hay suficiente trabajo remunerado para que todos estén ocupados, parece necesario o bien redistribuir esta recompensa o bien enfrentar una revolución. El potencial de este cambio es extraordinario y vuelve a la misma pregunta que sobre el consumo: si ya no me defino por el trabajo que hago, ¿quién soy?
En El motín de la naturaleza analiza un cambio significativo en el clima del planeta. ¿Podría compararse, en cuanto a magnitud, con el que enfrentamos hoy? De manera interesante, las razones del cambio climático que llamamos la “Pequeña Edad de Hielo” (1560-1700) aún no se comprenden con claridad, pero probablemente fue un bamboleo temporal en la actividad solar. Pero la lección importante es que las sociedades humanas están adaptadas para funcionar en un entorno particular, y sus estructuras sociales, sus arreglos económicos y su visión del mundo reflejan esto. Si el mundo natural cambia tanto que surgen nuevos patrones climáticos, la flora y la fauna cambian, y las viejas maneras ya no son apropiadas para el nuevo mundo. Entonces habrá cambios de gran alcance no solo en la agricultura y la economía, sino también en la sociedad y en quiénes pensamos que somos.
Pero esa “Pequeña Edad de Hielo” se mezcló con la agitación política, alimentando la idea de una “crisis general” a mediados del siglo XVII como un conjunto de rebeliones y guerras casi simultáneas, además de miseria económica. ¿Sirven estas “crisis” como un marco para interpretar la actualidad? Creo que ellas lo son, en la medida en que durante el siglo XVII murió un viejo relato y surgió uno nuevo. El viejo relato era que Dios cuidaría de la gente siempre que le rezaran y siguieran sus leyes. La crisis climática trajo malas cosechas y hambrunas, y parecía como si el viejo pacto se hubiera destruido. Los científicos y las personas urbanas y alfabetizadas fueron empujadas a este vacío y construyeron una nueva imagen de la naturaleza como un mecanismo de relojería que podía ser manipulado por hábiles artesanos, que es nuestra visión mecanicista del mundo. Pero esta idea de que podemos subyugar la naturaleza y controlarla ahora también está fallando con la crisis climática y estamos viendo que se abre otro vacío interpretativo y se juntan nuevas fuerzas para llenarlo: a medida que las personas confían menos en la ciencia y la democracia, recurren a las teorías de la conspiración y a la religión, a los autócratas y a los influencers. Ese es un desarrollo bastante peligroso. Nadie sabe qué relato prevalecerá en la lucha por llenar el vacío.
Usted también ha escrito sobre la Ilustración y la Enciclopedia, así como la parte materialista radical de este movimiento, en “Gente peligrosa”, todo lo cual, como indica, forzó una reconceptualización de la naturaleza y un nuevo enfoque empírico de la sociedad. ¿Podríamos aprender de esos momentos? Realmente no aprendemos mucho de los argumentos inteligentes. Aprendemos de la experiencia. Y solamente si nuestra experiencia cambia, o si nuestros viejos relatos ya no pueden explicar lo que vemos y experimentamos hoy, estaremos abiertos al cambio. Ese fue el caso de la Ilustración. Ninguna de las ideas que utilizó —la igualdad humana, la democracia, la razón— eran nuevas, pero por primera vez hubo un movimiento social, la nueva clase media urbana, presionando por su éxito. Hoy en día, está creciendo un movimiento en torno a la crisis climática y podría cumplir una función similar.
Usted apunta que el cambio climático, la digitalización y el consumo derivan de la Revolución Industrial y, en algunos aspectos, de la Ilustración. ¿Tiene la Ilustración lados luminosos y lados más oscuros? Toda creación humana los tiene. La Ilustración nos trajo las democracias modernas, la ciencia y los derechos humanos, pero también colaboró con el imperialismo y justificó la esclavitud, creó la justificación científica del racismo y de la privación de derechos de las mujeres, etc. Nada de eso puede ser intrínseco a la idea de la Ilustración, pero es un hecho histórico. También ha fomentado un tipo de pensamiento que Theodor Adorno llamó “pensamiento instrumental”, es decir, utilizar a la naturaleza solamente como caja de herramientas en la búsqueda de un proyecto muy ambiguo llamado “progreso”, que en última instancia parece que destruye tanto como lo que construye.
Respecto de la automatización laboral, cita un estudio que estima que casi el 47% de los trabajos en EE.UU. están en peligro. ¿Cómo viviremos cuando no haya más trabajo? ¿Cree que una renta básica es una de las salidas posibles para dar forma a nuestras vidas y que la economía no se hunda? Pienso que en las sociedades desarrolladas no habrá forma de evitar una renta básica universal, y creo que esto revolucionará nuestras sociedades. Todo trabajo que es de alguna manera repetitivo puede automatizarse y la Inteligencia Artificial está mejorando cada vez más en tareas complejas y la resolución espontánea de problemas. Los únicos trabajos que no se ven afectados por esto son los trabajos creativos más importantes, y hasta cierto punto quizá los trabajos de “interfaz humana”, como los camareros o también los médicos, y luego están los trabajos que son tan mal pagados que no vale la pena automatizarlos. Pero si en una economía se siguen generando ganancias (ahora a través de máquinas), pero no hay suficiente trabajo remunerado para que todos estén ocupados, parece necesario o bien redistribuir esta recompensa o bien enfrentar una revolución. El potencial de este cambio es extraordinario y vuelve a la misma pregunta que sobre el consumo: si ya no me defino por el trabajo que hago, ¿quién soy? ¿Y en quién quiero convertirme? ¿Cómo obtengo respeto y reconocimiento de las personas que me rodean?
Hasta el año 2020, la ortodoxia era que los Estados no podían hacer mucho ante la catástrofe climática, la pérdida de biodiversidad y la peligrosa proliferación de la globalización, porque no podían tocar los mercados. Luego llegó el covid-19 y en unos días los Estados redescubrieron su potencial de reacción, de soberanía, de redistribución y de decisiones de políticas públicas.
Su libro fue escrito antes de la pandemia, en la que el Estado se hizo nuevamente presente y las soluciones de mercado parecieron no bastar. ¿Podría la pandemia echar luces sobre posibles lineamientos de lo que viene como un pequeño laboratorio en condiciones especiales? Creo que podría haber un efecto muy importante. Hasta el año 2020, la ortodoxia era que los Estados no podían hacer mucho ante la catástrofe climática, la pérdida de biodiversidad y la peligrosa proliferación de la globalización, porque no podían tocar los mercados. Luego llegó el covid-19 y en unos días los Estados redescubrieron su potencial de reacción, de soberanía, de redistribución y de decisiones de políticas públicas. Resulta que tenemos un potencial para la acción democrática colectiva, si lo queremos lo suficiente.
Su perspectiva en el libro es más bien pesimista: el futuro se dividiría entre un sueño liberal y otro autoritario, el “mercado” y la “fortaleza”.¿No hay sueños intermedios? ¡Así lo espero! Quizá algunos lugares logren una transición verde significativa con mercados que ya no tiranicen a las sociedades, sino que se utilicen como extensiones dinámicas de los objetivos sociales. Pero el contexto de la catástrofe climática y la aparente resistencia al cambio hace que sea difícil ser muy optimista.
Apunta en algún momento del libro que las tres motivaciones básicas que tenemos en la vida son: sexo, miedo y reconocimiento. ¿Está triunfando el miedo? En este momento puede ser, pero como digo, nuestra transición puede estar impulsada por un miedo legítimo y conducir a un cambio positivo, y que seremos llevados a través de esto, si acaso, por nuestra sensibilidad hacia el “Eros”: hacia la amistad, el compañerismo, la belleza, el sexo, la conexión, el éxtasis.
Dados los pocos cambios reales que se están realizando, ¿no estamos lo suficientemente asustados? ¿Comprender todos estos fenómenos ayuda a reducir el miedo? El problema con intentar comprender estos fenómenos es que hay que seguir pensando en ellos, lo que ciertamente no ayuda a reducir el miedo. Pero encuentro útil comprender las causalidades y ver de dónde puede venir el cambio real. En este momento nos encontramos en una etapa en la que los problemas se están individualizando mucho: ¿Qué puedo hacer? ¿Cuál es mi huella de carbono? ¿Cuánta carne como, cuánto me transporto en avión? Eso es legítimo, pero las grandes palancas están en la agricultura y la construcción, en las empresas petroquímicas, en las inversiones en combustibles fósiles, en los marcos legales y en la presión internacional, no en vivir como un individuo virtuoso. Ese es también un enfoque muy consumista, destinado a hacer que las personas se sientan bien (o mal) consigo mismas y enfocar el debate lejos de los intereses creados que todavía están ganando enormemente con el statu quo.
Hay dos frases en su último libro que reconocen nuestra dimensión animal: “Los hombres somos primates que se cuentan historias sobre sí mismos” y “Somos primates que han aprendido a sobreestimarse exageradamente”. ¿Podría estar en la raíz de la inacción? ¿Y podría ayudarnos a moderar el problema, si encontramos una buena historia que contarnos? También estamos al comienzo de una gran revolución intelectual, filosófica y cultural, a saber, el reconocimiento de que el universo no fue hecho para nosotros, que nosotros no somos su centro, que la vida humana no le importa al universo y que no tiene un destino manifiesto ni un sentido, y que los humanos, por lo tanto, de ninguna manera están fuera y por encima de la naturaleza como los señores de la creación. En su lugar, nosotros somos primates, genéticamente tan diferentes de los chimpancés como lo son los elefantes africanos de los elefantes indios. Hemos experimentado un desarrollo explosivo, principalmente por nuestro uso de combustibles fósiles, pero seguimos pensando en nosotros mismos en términos religiosos, como maestros de la creación. Solamente si podemos comenzar a comprender que somos parte de un vasto e intrincado sistema llamado “naturaleza” y que solamente comprendemos los primeros hechos básicos sobre su delicado funcionamiento, podremos tal vez dar el inmenso salto conceptual que sería la verdadera continuación de la Ilustración: entendernos a nosotros mismos como fascinantes pero vulnerables y limitados primates, huérfanos cósmicos en un universo vasto e indiferente.
Lo que está en juego, Philipp Blom, Anagrama, 2021, 226 páginas, $19.000.
El motín de la naturaleza, Philipp Blom, Anagrama, 2019, 270 páginas, $20.950.
En La música del hielo (2021), Guido Arroyo construye un sutil poemario que transita por un espacio natural en dilución, en el que se incrustan referencias al ámbito citadino, el que ha sido parcialmente desplazado. Se trata de un viaje por los territorios del fin del mundo, lo que pareciera ser una constante, si consideramos lo señalado por Gastón Carrasco en la presentación del libro: la fijación de Arroyo por espacios que desaparecen, perceptible en algunas de sus obras anteriores, como Cerrado por derrumbe (Fuga, 2008) y Zonas de excavación (Pillaje, 2010).
Se trata de un poema unitario e híbrido —lo señalo por la presencia enlazada de textos poéticos en verso y prosa, más fragmentos informativos—, signado fuertemente por una conciencia de la temporalidad, tema esencial de la existencia humana: “Permanecemos/ un breve lapso/ como la caída del granizo/ que ahora seca mi piel”. Unida a esta presencia del tempus fugit, se despliega en el texto el proceso de deshielo/desaparición de lo material en su sentido más geológico. La música del hielo se configura entonces como un viaje, en el que un cronista “náufrago” atisba y representa en jirones el espacio que recorre: aparecen fragmentos, retazos, pues el proyecto pareciera ser plasmar la lenta desaparición del mundo material, especialmente referido al hielo y el agua: “Ya no hay campos de hielo en el mundo real”, “Escenas/ que nadie ocupará: nadie/ merodea”, “Lloverá algún día/ en las costas de Surinam/ o en el desierto florido”). Un tono de acabamiento permea la voz del y los hablantes, orientando la trayectoria de lectura hacia los restos que pueblan el planeta.
¿Quién habla en este poemario? ¿Y cómo lo hace, con qué tono y qué modulaciones?
Se trata, en suma, de hablantes diversos que coexisten en el poemario, lo que puede entenderse como el deseo de construir una lengua común, una comunidad que funge como memoria y testigo del fin, ecos de otras hablas poéticas que también se desplazan por la superficie textual, a la manera de Juan Luis Martínez u Óscar Hahn.
Un viajero-cronista, que a ratos se auto representa como un nosotros y en otros momentos como un yo, configurando de este modo un habla múltiple: “Cada día que transcurre/ en nuestro paisaje doméstico/ los glaciares se desplazan”, “Somos en parte agua”; un nosotros que coexiste con el yo: “Tenía algo urgente que decirte, / pero imaginaba que tú, al día siguiente, / podrías adivinar el mensaje en una pantalla”. A los anteriores se agrega, finalmente, una presencia impersonal en los textos en prosa; se trata, en suma, de hablantes diversos que coexisten en el poemario, lo que puede entenderse como el deseo de construir una lengua común, una comunidad que funge como memoria y testigo del fin, ecos de otras hablas poéticas que también se desplazan por la superficie textual, a la manera de Juan Luis Martínez u Óscar Hahn.
Un segundo aspecto que llama la atención es que lo que desaparece no es solo el mundo material, sino también su representación: “Volver a las hebras, valles/ transversales que aún podemos rememorar/ reportaje National Geographic”, son versos en los que se hace tangible el recuerdo tanto del territorio nacional como las formas mediáticas que lo representan. Sin embargo, después leemos: “El territorio/ que habitamos en la propaganda/ no existe/ la frontera/ o la grabación/ de la llovizna sobre el bosque/ se borró, no preguntes/”, es decir, versos en los que la nota dominante es la desaparición (del territorio y del mapa). El texto cierra con una última aniquilación, referida a un ámbito más íntimo, la familia: “Arrojar a la fogata el álbum familia/ prohibir las fotografías (esa es la única certeza que tengo entre mis manos)”. Lo material va camino a la desaparición y también lo hará su espejo: la reproducción artística y mediática. En este sentido, las breves imágenes urbanas y las referencias a las representaciones culturales que se incrustan en el territorio natural operan como residuos simbólicos, brindando más intensidad al viaje testimonial de este sujeto de voces múltiples que ofrece la escritura de Arroyo.
Aunque el texto por momentos pierde significación por la presencia de ciertas imágenes manidas, versos y frases que poco aportan a la densidad con la que se testimonia un viaje final (“Así como el iceberg/ se diluye en su peso/ nuestro tiempo se deshace”, “Las piedras: espejos que funcionan mal, pero juntas pueden formar una barricada”), La música del hielo comunica delicadamente una mirada propia sobre el presente. Su lectura permite atisbar la lenta y triste desaparición del mundo natural tal como lo conocimos, en posible coincidencia con las nuevas normalidades climáticas.
La música del hielo, Guido Arroyo, Cuneta, 2021, 60 páginas, $11.000.
En una habitación de departamento del barrio de Balvanera, iluminada por una vela y cuyas paredes estaban cubiertas en toda su extensión por citas literarias al igual que una cave existencialista, yo solía posar de lectora. Y, cualquiera fuese la posición que adoptase ante el libro, siempre podía divisar la puerta donde un corazón dibujado con tiza encerraba los nombres de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Ese gesto digno de la historieta Susy, secretos del corazón no era una rareza. Es que, antes de Mayo del 68, los amores —los de todos los que echaban manotazos de ahogado para encontrar imágenes soberanas en las que templar la adolescencia— estaban atravesados por el molde de ese par mesiánico. Los ménage à trois aderezados por confesiones laicas que se extendían hasta la madrugada, la pose del alcohol y de la boina, el gusto considerado antiburgués por la oscuridad y los locales sin ventanas, me hacían acceder a una filosofía a través de su parte más sencilla: la superficie. Virgen, me ponía del lado de una pareja abierta que no tenía nada de abierta y solía cerrar sus fronteras tras el pase de unos pocos notables de ambos sexos, y no se enunciaba a la americana, según los códigos de las comunidades de la California de los años sesenta, ni de los consumidores de avisos swinger o de los capitalistas libertinos del Club Méditerranée. Yo solía recitar, manteniendo los muslos apretados bajo mi bombacha blanca de algodón, que para el existencialismo cada conciencia capaz de lograr su libertad es una perpetua superación de sí misma hacia otras libertades. Como sabía dibujar, hacía mi caricatura vestida de presidiaria y con el pie apoyado en un ejemplar de El segundo sexo. En la pared de la celda dibujada había un grafiti que decía: “Amor es el compromiso de una libertad”. Luego regalaba mis dibujos a mis compañeros del nocturno, que se disputaban tímidamente el trofeo de mi himen. Me persuadieron de que Simone era “homo” y, como le daba vergüenza, de eso no hablaba. Yo respondía que tenía derecho a no decirlo todo. Que no se trataba de una épica de la carne como la de Henry Miller, cuyos textos mis provocadores solían leerme en voz alta para hacerse los libertinos pero, sobre todo, para ver si podían calentarme.
Y si El segundo sexo se fue convirtiendo para mí poco a poco en algo así como el Libro rojo de la nueva feminidad, las autobiografías de Simone de Beauvoir (Memoriasde una joven formal, La plenitud de la vida, La fuerza de las cosas y Final de cuentas) me permitían una lectura paradójica de la vida que aún no vivía, al mismo tiempo como una elección y como una profecía. Esa historia contada en tomos voluminosos a tono con décadas de convulsiones políticas, fervor de las causas y triángulos amorosos con agenda —viajar fuera de la ciudad con el tercero de turno, bajo la forma del amante, la hija adoptiva o la albacea espiritual, figuras que a menudo coincidían en la misma persona, parecían convertir a París en el sagrado lecho conyugal— había pretendido acercarme tanto a su autora que aprendí a tratarla sin miramientos, como a alguien que se conoce muy bien.
Me comportaba como una fan, pero sin la posibilidad de seguir a mi ídola a través del mundo como hacían los seguidores de los Rolling Stones, cuyos discos yo rechazaba. Estaba satisfecha de volcarme un mechón de pelo sobre un ojo y cantar con voz aguda los temas de Juliette Gréco. Cuando leí que durante una entrevista ella había declarado “Debo más a mis oídos que a mis ojos”, no me di cuenta enseguida de que esa frase podría haber sido pronunciada por mí.
En 1986, mientras acompañaba el cuerpo de Simone de Beauvoir al cementerio, en medio de un cortejo de diez mil personas, la historiadora Élisabeth Badinter había estallado en sollozos gritando a las mujeres de la multitud: ‘¡Le deben todo!’. Y la frase fue repitiéndose, cantándose en diferentes lenguas, renovando los sollozos.
Leía, claro, para construirme una personalidad, y textos de todos los géneros, como si fueran guiones optativos para mi futuro. Mientras en el nocturno Rayuela se propagaba como una epidemia, yo seguía prefiriendo esos mamotretos de vida existencialista. ¿Me atrevía a confesar que me reventaba Cortázar? Recuerdo las risotadas que me causaron frases como “o vendrás lentamente hacia mí con las uñas manchadas de desprecio”, la información de que las muñecas duermen bien entre camisas y guantes, y la r transformada en g del Cortázar oral, que yo asociaba al afrancesamiento y no a una imposibilidad de pronunciación. Que escribiera “Ahora mi paredro está en Londres con los muy” no me parecía un desafío a la lengua, ni una monada vanguardista, sino mera idiotez, juicio que yo hacía desde ese existencialismo fashion, que consistía en usar pulóveres negros de morley sobre cuyos hombros me hubieran gustado unos toques de caspa, si este elemento hubiera podido alquilarse en las casas de vestuarios teatrales. Sin embargo, adopté la palabra “paredro” para definir amistades relevables, más basadas en la complicidad que en la reciprocidad. La Maga me provocaba desprecio en nombre de la Ivich de Sartre, en quien creía reconocer a Olga, la amante en común que tenían con Simone de Beauvoir y que, en la cave, se pedía un pipermín solo para mirar el color verde adentro de la copita, reprobaba exámenes a propósito porque le daba asco que el profesor mencionara a los celenterados, llamaba a un intelectual “escritor de domingo” y se abría la mano con un cuchillo para poder sentir el propio cuerpo. Sin embargo, tuve largos períodos adolescentes de viajes a Montevideo, donde vagabundeaba en busca de no sé qué huella de La Maga, venida del tango como “La uruguayita Lucía”. Muchos años más tarde, sitiada por la mitología cortazariana, me sorprendería que algunos amigos militantes, que hablaban en siglas como cop (clase obrera peronista) o la (lucha armada), matizaran el elogio de los fierros con el uso del gíglico, esa lengua infantil que cultivaba Oliveira con La Maga. Sin embargo, rescato todavía la potencia de la palabra “petiforro”. Ya empezaba a advertir, a la salida del nocturno, que en los bares se seducía diciendo si se prefería La autopista del sur o Las babas del diablo. En las disquerías de la calle Corrientes sonaba la voz de Cortázar, redundante con esa erre enrulada que se repetía soporíferamente: “Bebé Rocamadour, bebé, bebé”; me resultaba casi obscena, entonces impostaba un respingo de escándalo calcado del que sentía Violette Leduc cuando Jacques Cocteau ponía panza arriba a su perra y, entre balbuceos mimosos, le acariciaba el sexo. Habría que aclarar que en esas mitologías el niñismo era crucial y quizás la divisa antiborgeana de Cortázar, una exploración de los signos emitidos por los llamados perversos polimorfos, aunque la muñeca compartida por él y Alejandra fuera la autómata de la condesa Báthory. Y yo, a ese niñismo, lo criticaba con mi pesado tomo de El segundo sexo y siempre, al leer el ritornello de las calles de París esparcido por Rayuela, tenía en la punta de la lengua la palabra comodín: colonizado. Mientras tanto: ¡Qué argenta me resultaba Simone de Beauvoir traducida por Silvina Bullrich!
(…)
Entre las mujeres, no me gustaban las máquinas carnales, inalcanzables e intimidantes a las que tenía envidia sin ceder en mis remilgos de flor de barrio aún cerrada. A pesar de mis bravatas de comentarista interior, me gustaba ese cuerpo que no se exhibía, el de Simone —nunca un escote pronunciado, un talle ceñido, en esas fotos en las que había que adivinarle las piernas— y me enfurecía porque Nelson Algren la había llamado “institutriz con zapatos de taco chato” cuando a mí me fascinaba su turbante copetudo que le daba aspecto de sultán, su agresividad sin atenuantes, las exigencias de rigor crítico con que azuzaba a sus amigos y amores —qué agria y áspera se veía en los documentales—, su bronca cuando le pedían que fuera más femenina. Algunos no parecían darse cuenta de que la vehemencia forma parte del estilo oratorio del existencialismo, como si el compromiso necesitara gritarse en negritas. Y ella, sin dudas, carecía de la dulzaina retórica con que la psicología remozaría años más tarde los buenos modales de la feminidad: para dar a luz a El segundo sexo, era preciso ser fuerte. Yo admiraba esa fuerza y la subrayaba; Claude Mauriac había aludido en Le Figaro Littéraire a Simone de Beauvoir con la siguiente bajeza: “Escuchamos con un tono de indiferencia cortés… a la más brillante de ellas, sabedores de que su espíritu refleja de manera más o menos deslumbrante una serie de ideas que proviene de nosotros”. Ella le contesta en El segundo sexo: “No son las ideas de Claude Mauriac en persona, evidentemente, las que refleja su interlocutor, puesto que no se le conoce ninguna; es posible que ella refleje ideas que provienen de los hombres; entre los mismos machos hay más de uno que considera suyas opiniones que no ha inventado; es posible preguntarse, entonces, si Claude Mauriac no tendría interés en entretenerse con un buen reflejo de Descartes, de Marx o de Gide antes que consigo mismo; lo notable es que por medio del equívoco del nosotros se identifique con san Pablo, Hegel, Lenin y Nietzsche, y que desde lo alto de su grandeza considere con desdén al rebaño de mujeres que se atreven a hablarle en un pie de igualdad; a decir verdad, conozco a más de una que no tendría paciencia suficiente para conceder al señor Mauriac un ‘tono de indiferencia cortés’”. ¡Guauuu!
Una amante engañada la definió como “un reloj en la heladera”. Entonces solo pensé que se trataba de venganza. Yo leía entonces sus memorias para recorrer los detalles de una sensualidad introspectiva y un coraje en la autoexposición que, lejos de ser motivado por el exhibicionismo, me parecía que se sustentaba en investigaciones de las que se exigía no sustraerse como objeto: “No soy yo la que se despega de las antiguas felicidades, sino ellas de mí: los senderos de la montaña se niegan a mis pies; nunca más me desplomaré cansada entre el olor del heno, nunca más resbalaré solitaria en la nieve de la mañana. Nunca más un hombre”, desnuda como testimonio de la vejez, empezando por la propia, como estrago común y sin embargo necesitado de su denuncia, por el estado criminal y la negligencia de los que no la han alcanzado.
Entierro de Simone de Beauvoir en París, en 1986.
(…)
¿Simone de Beauvoir? Cuando me convertí al psicoanálisis, puse bajo sospecha su voluntarismo de buena alumna y sus intrigas de very few cultural. ¿Cómo se conformaba con su consigna anunciada de “no diré todo” para ocultar sus miserias bajo la máscara del examen de conciencia y disfrazar su narcisismo de entrega sacrificial a la sangre de los otros?
Caradura, yo la interpretaba: ¿acaso homologaba verdad a avatares anatómicos, a la carne sin el deseo, es decir reducida a sus miasmas repetidas, a sus mermas capaces de convertir los fallos en faltas a la decencia? En La ceremonia del adiós fecha la decadencia del cuerpo de Sartre en la orina que se escapa de unos pantalones y pasa a un sillón donde se había debatido la independencia de Argelia con el corazón argelino, en la mierda que comienza a ensuciar la ropa interior que ella se apresura a limpiar y describe en términos de arreglar ese desastre (así señala su propia abnegación), en la lengua bola de la hemiplejia que irrumpe la habitual lucidez, en el desmayo alcohólico a lo largo de la alfombra. ¿No sospechaba de sí misma al hacer ese archivo de un cuerpo físico yendo hacia la muerte, en su caída en detalles, la tarea punitiva de una mujer que, con la ventaja de poder escribir última, deshace a su pareja cuya superioridad la fascinó durante años y cuya proyección de héroe cultural, en gran parte, contribuyó a erigir? ¿No son sus memorias, en parte, la implacable publicidad extraliteraria de un proyecto que se ambiciona para el mundo y para siempre y en el que nadie duda de quién es el protagónico? Con qué dureza le dice a un confundido, pero de quien podría sospecharse que aún conserva un sentimiento de vergüenza: “Pero usted tiene incontinencia urinaria”. De pronto la franqueza se volvía literal y la ofensa, carente de toda inocencia, puesto que quien la despliega ha dicho también que Sartre era puritano hasta el extremo de que, a lo largo de su vida, siempre ocultó tras un sistemático pudor sus avatares fisiológicos.
Conversa, la retórica de la felicidad que ejercía Simone de Beauvoir fue de pronto, para mí, una mezcla de negación de todo límite de la realidad y un deseo de conquista que me recordaba más a Aníbal precipitándose sobre Roma en caravana de elefantes que a Frantz Fanon levantando a los negros de su indignidad: conocer todas las músicas, las bebidas, los pueblos oprimidos, los pequeños restaurantes, las revoluciones, los paisajes, los libros y los prisioneros de la tierra. ¿Pretendía de veras hacer creer que recordaba la bruma de cierta noche en Bolonia de hacía tres años, que cuando Sartre y Foucault habían firmado ese manifiesto por el Congo era una primavera bruta y espléndida en la que los capullos estallaban, los árboles verdeaban y en los jardines se abrían las flores, los pájaros cantaban y las calles olían a hierba fresca? ¿O lo escribía porque imitaba a Colette y sus descripciones de la naturaleza, a quien yo no imagino desconociendo las flores que sabía nombrar?
(…)
En 1986, mientras acompañaba el cuerpo de Simone de Beauvoir al cementerio, en medio de un cortejo de diez mil personas, la historiadora Élisabeth Badinter había estallado en sollozos gritando a las mujeres de la multitud: “¡Le deben todo!”. Y la frase fue repitiéndose, cantándose en diferentes lenguas, renovando los sollozos. Pero yo ya estaba en mi vejez, en la sorpresa de amar a una mujer sin que esa experiencia pusiera en juego mi identidad, sobre eso yo tampoco diría todo, pero sí mucho más.
“El sexo de los libros” forma parte de Contramarcha, publicado en Chile por Alquimia. Esta es una versión abreviada, que cuenta con la autorización del editor.
The Rave Road, una exposición sobre música electrónica y la cultura de fiestas a su alrededor, se mostró el año pasado en un museo de Londres. No sorprende que la música popular ocupe a investigadores y museógrafos. Asombra, sí, que el objeto del Museum of Youth Culture haya sido un género bullente en los años 90, y que por forma y fondo a casi cualquier persona adulta se le hace difícil asociar (aún) a un cauce patrimonial. Caer en la cuenta de que el tecno, el house y la EDM (electronic dance music) son ya pasado, obliga entonces a reorientar las más rudimentarias ideas sobre lo que hasta hace no tanto en la música considerábamos de actualidad y futuro. Composiciones urdidas a golpes de mouse, softwares precisos para distorsionar voces, apps que apoyan el ajuste de una canción desde el teléfono… en fin, tan siglo XX.
La interacción entre creadores, recursos digitales e internet despliega hoy todo un nuevo campo de oferta, pero no por eso la música al pulso de nuestro tiempo desdeña lo retro. Al contrario: algunas de las iniciativas más llamativas de nueva facturación sonora explotan, precisamente, la nostalgia. La más ramplona retromanía es la de conciertos de hologramas, que hace unos 10 años pasaron de curiosidad escenográfica a negocio de oferta estable, con productoras especializadas y agenda constante de espectáculos a cargo de los haces de luz, reconstrucción digital y grabaciones envasadas aptas para darles forma escénica a Whitney Houston, Maria Callas o Frank Zappa.
Son el “en vivo” que no es. Algunos hologramas hacen giras internacionales. Los hay acompañados de orquesta sinfónica. Y están, también, los hologramas que no engañan a nadie, pues nacieron y se desarrollaron como tales, como sucede con la estrella ficticia Hatsune Miku, desarrollada entre firmas tecnológicas japonesas, con ventas, convocatoria y seguimiento en redes muy superiores a los de contemporáneas suyas con la mala suerte de cargar con carne y huesos.
“¿Es que ya nada es sagrado?”, se preguntó hace un tiempo la web de arte Frieze, al compartir los detalles del primer tour mundial del holograma del pianista Glenn Gould.
La lógica que exige a las nuevas tecnologías el remedo de una experiencia perdida es una paradoja, tan conservadora como la que hasta ahora dirige la búsqueda de hits pop a través de inteligencia artificial. Para asegurarse una melodía exitosa, un equipo de investigación en Sony-Francia ingresó a una base de datos catálogos que le asegurasen el estándar de excelencia del siglo XX. Y aun con todo, Cole Porter, Beatles, Duke Ellington y Tom Jobim encima, las Flow Machines arrojaron en 2016 dos canciones decepcionantes: “Daddy’s car” y “The ballad of Mr. Shadow” suenan a un pastiche sin dirección, previsiblemente carentes de gancho emocional o un mínimo misterio. El corta-y-pega dinámico de cualquier buen grupo hip hop, al menos tiene gracia y sorpresa. Esto es fórmula de gesto nostálgico, pero referencia inexistente, que saluda a una maqueta de pasado y propone una ligazón que jamás va a suceder.
La interacción entre creadores, recursos digitales e internet despliega hoy todo un nuevo campo de oferta, pero no por eso la música al pulso de nuestro tiempo desdeña lo retro. Al contrario: algunas de las iniciativas más llamativas de nueva facturación sonora explotan, precisamente, la nostalgia.
Que el historiador superventas Yuval Noah Harari adelante que falta poco para que la inteligencia artificial componga mejores canciones que los músicos, solo habla de su esquematismo. “Por supuesto buscamos canciones para que nos hagan sentir algo —felicidad, tristeza, nostalgia, emoción, lo que sea—, pero no es todo lo que una canción hace”, le respondió hace un tiempo Nick Cave. “Lo que una gran canción consigue es una sensación de asombro. Escuchamos en ella la limitación humana y su audacia para trascenderla. La inteligencia artificial simplemente no tiene esa capacidad. ¿Cómo podría? Si tu potencial es infinito, ¿entonces qué hay para trascender? ¿Y cuál es el propósito de la imaginación? La IA podrá componer una canción buena, pero nunca una gran canción. Le falta nervio”.
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Tienta, pero nos resistimos, recibir la incesante innovación en el proceso musical junto a un juicio sobre la corrección o incorrección de su cometido. También la distribución online, los discos compactos y hasta la radio fueron considerados alguna vez amenazas a la salud de la música. Pero a diferencia del veloz desarrollo que la grabación y sus posibilidades tuvieron durante el siglo XX —Fonografía Artística, el primer sello en fabricar y vender discos en Chile, comenzó a funcionar en 1906—, lo que hoy asoma como un futuro-en-progreso suma modelos de escucha y de creación hasta ahora impensados. Los primeros ensayos de conciertos “inmersivos” —en mundos de realidad virtual, donde el usuario puede controlar lo que ve y escucha— dan cuenta, por ejemplo, de una alteración profunda en la experiencia completa de la asistencia a un espectáculo.
Una música de tipo “generativa”, a su vez, hace de la audición un ejercicio creativo en sí mismo y de la propuesta de registro, un objeto mutante. El oyente puede, si quiere, incorporarle a una canción instrumentos no incluidos en la grabación original. O alterar su ritmo o modificar su extensión. Cada play de un mismo track es, así, una escucha diferente. Björk y Brian Eno han puesto a la venta aplicaciones digitales de algunos de sus discos; o sea, traducciones de su música grabada a plataformas que permiten una interacción con ella. Lady Gaga y Paul McCartney llevaron discos suyos a aplicaciones para iPad, en las que estos “crecían” con nuevas posibilidades audiovisuales. Y músicos de vanguardia, menos conocidos, han hecho circular pistas de canciones que pueden modificarse a gusto, como parte del trato de compra.
Nuestra relación con los discos pasó hace un tiempo de lo físico a lo digital, y sobrevivimos a ello. Ahora es inminente la ampliación del estéreo hacia un sonido envolvente, inescapable. Y quizás pronto debamos también repensar las grabaciones musicales como registros infinitos, cuyos bordes ya no están predefinidos por los autores. Brian Eno ha comparado la experiencia de la música generativa con la jardinería: “Plantas las semillas y las riegas continuamente hasta que das con un jardín que te gusta”.
Sintetizador Google NSynth Super para hacer música usando inteligencia artificial.
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Son varios los sistemas que hoy afinan la utopía —perseguida ya desde mediados del siglo pasado— de una composición sin humanos a cargo (entre otros, Popgun, HumOn, Watson y Magenta, desarrollado por Google). Se amplían en servicios como el ReflexiveLooper, que aprende en tiempo real el estilo de un instrumentista y le ofrece arreglos que le combinen; Aiva, que escribe partituras; Continuator, capaz de una improvisación complementaria a la que el músico ya ha largado, y LANDR, que rearmoniza voces y masteriza online.
En 2021, investigadores de ciencias de la computación, ingeniería eléctrica y el Instituto de Música de la Universidad Católica se valieron del Stylegan2 para crear una breve pieza musical inspirada —en realidad “transferida”— en el catálogo de obras en línea del Museo Nacional de Bellas Artes.
La inteligencia artificial se inmiscuye incluso en tareas musicales tradicionalmente de escritorio e interacción entre personas, como la distribución, promoción y hasta el contacto con fans. Chartmetric desmenuza estadísticas y luego indica a sus clientes los rumbos de cómo y dónde conseguir un éxito. Es un predictor de hits. Pero un paso más allá en la osadía de revuelta pop artificiosa la conocimos en abril pasado, con la iniciativa de una organización benéfica que usó Magenta para componer nuevas canciones “de” Kurt Cobain y Amy Winehouse, y así promover su trabajo en salud mental con jóvenes. “Drowned in sound” y “Man I know” son precisas en la cita al estilo al que aluden —riffs en ascenso, en una; cadencia retro, en la otra— y las voces invitadas en ambas grabaciones fueron intervenidas hasta efectivamente sonar como las de sus modelos. No son músicos que usan máquinas, sino máquinas que usan a los músicos. Y cuando incluso los catálogos póstumos pueden crecer a voluntad, qué queda para la espontánea renovación intergeneracional sobre la que desde siempre se ha sostenido el negocio.
Pensadores del pop como Simon Reynolds y Mark Fisher se extendían ya hace una década sobre los alcances de la fijación de nuestro tiempo con entender el gusto musical como una manifestación no de propuesta, sino de nostalgia. Pero si el primero, en su contundente Retromanía basó su diagnóstico en la incontable oferta de reciclaje cultural, Fisher profundizó en los síntomas políticos de tendencias para las que una propuesta de real avanzada es sencillamente imposible: “Nos penan futuros que no sucedieron”, es una eficaz frase de síntesis para su compilación de textos Los fantasmas de mi vida. El fallecido autor y crítico cultural británico aplicó consistentemente a la música contemporánea un viejo concepto atribuido a Derrida, el de hauntology. En propuestas de composición electrónica de supuesta vanguardia, Fisher veía la recurrencia del pasado (vía sampleos, archivos, citas) que vuelve a acecharnos, como un muerto desde su tumba.
Björk y Brian Eno han puesto a la venta aplicaciones digitales de algunos de sus discos; o sea, traducciones de su música grabada a plataformas que permiten una interacción con ella. Lady Gaga y Paul McCartney llevaron discos suyos a aplicaciones para iPad, en las que estos ‘crecían’ con nuevas posibilidades audiovisuales. Y músicos de vanguardia, menos conocidos, han hecho circular pistas de canciones que pueden modificarse a gusto, como parte del trato de compra.
Sea en grabaciones tan diferentes como las de Adele, Kraftwerk o Burial, lo que obtenemos de su propuesta de presente no es más que una estética de “nostalgia del futuro”, estima Fisher, en la que no hay atención ni capacidad para una lectura efectivamente contemporánea: “La cultura parece haber perdido la capacidad de articular el presente, o acaso no hay presente que articular (…). Lo ‘futurista’ en la música hace tiempo que dejó de referirse a un futuro que esperamos que sea diferente; se ha convertido en un estilo establecido, tal como una fuente tipográfica. (…) El arte hauntológico no debe renunciar al deseo de futuro. Debe insistir en que hay futuros más allá del fin de la posmodernidad. Cuando el presente renuncia al futuro, debemos escuchar las reliquias del futuro en las potencialidades desactivadas del pasado”.
Unos 635 millones de reproducciones sumaron las 100 canciones chilenas del 2020 más escuchadas en Spotify, y hubo 129 videoclips nacionales con más de un millón de plays en YouTube. Crecen, también, las estadísticas de música en TikTok. Del dial a la pantalla —la del teléfono, sobre todo—, no hay cómo negar el desplazamiento radical de la forma en que hoy circulan las canciones. ¿Pero es eso un avance creativo? La pregunta ya no es si acaso podremos convivir pronto con hits radiales y piezas musicales creadas, difundidas y seleccionadas para nosotros ciento por ciento por computadores, sino qué tan óptimas serán y hasta qué punto extrañaremos a los (las) compositores(as) de talento. Los llamados artistas fake no cejan hoy en una arremetida real: las piezas de piano atribuidas por ejemplo a Lo Mimieux y Ana Olgica son reproducidas por cientos de miles al mes en Spotify, y para el caso da igual que hasta ahora no puedan asociarse a una cara ni a una ciudad de origen: su técnica es intachable; sus melodías, de gusto masivo, y sus regalías, contables.
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La cita circulaba como con carga de acontecimiento, y se organizó como tal en una gran producción corporativa a la altura. El 17 de agosto de 1982, Claudio Arrau fue invitado a las plantas centrales de prensado de Polydor, en Langenhagen (Alemania), para que él mismo presionase el play que iba a activar la reproducción de un disco compacto con versiones de valses de Chopin grabadas por él tres años antes en Suiza, para el sello Philips.
Ese Claudio Arrau: Chopin – Waltzes, Walzer, Valses era el primer CD editado alguna vez para venta a público. En las manos del pianista nacido en Chillán y educado en Berlín quedaba efectivamente un play histórico, digno de la divulgación. Pero hoy, que hasta al disco compacto lo consideramos un objeto retro, podemos ver el resto de pompa y candidez que probablemente se colaba en esa ocasión. Era un tiempo en que la industria discográfica aún creía que los cambios relevantes por venir estarían dados no por los contenidos sino por los formatos. Sin embargo, lo que ha sucedido son los desvíos de las revoluciones: se ha alterado para siempre más el cómo que el qué.
Imagen de portada: el holograma de Maria Callas durante una presentación en 2019.
“Quizás estamos en una fase temprana del pensamiento humano”, dice el periodista y escritor Sergio Missana a través de Zoom. La convicción en la propia subjetividad y el anhelo de certeza, que lleva a las personas a rehuir la ambigüedad y la incertidumbre, nos tendría atrapados todavía, pese al avance de la técnica, en “la era de la creencia”, es decir, en una forma primitiva del pensamiento. El cerebro humano no evolucionó para ofrecernos una representación objetiva del mundo, plantea Missana, sino como instrumento de supervivencia. “Surgió para adaptarse a un entorno en el que era crucial notar cambios bruscos en el ambiente, y no eran tan importantes los fenómenos graduales y a gran escala”. En parte este desajuste del cerebro humano con la realidad podría explicar la crisis medioambiental.
En Última salida. Las humanidades y la crisis climática, el autor de Las muertes paralelas y de la distopía Entremuros, reflexiona sobre este y otros temas, recorriendo una amplia bibliografía para observar el problema medioambiental bajo la óptica de las humanidades. El ensayo expone una serie de puntos de vista y discusiones, abordando algunos de los dilemas más importantes de nuestro tiempo. Además de la devastación medioambiental, la obra trata el desarrollo tecnológico y las especulaciones en torno a su despliegue futuro y la crisis de las humanidades.
El libro es en parte producto del trabajo que actualmente el autor lleva a cabo como director ejecutivo de Climate Parliament. Desde 2016, Missana vive en Estados Unidos impulsando la transición a las energías renovables a través de esta organización.
Hoy estamos 1,1 grados por encima del comienzo de la Revolución Industrial y muy poca gente sabe que si la temperatura aumenta un grado más a partir de ahora, que es absolutamente factible, mil millones de personas se encontrarán en una situación insostenible simplemente por el calor. Actualmente en algunas zonas de África, el Amazonas y Asia, hay seres humanos que no pueden sobrevivir sin aire acondicionado, pero no sobreviven los animales ni las plantas, ni los cultivos.
La situación descrita en Última salida es alarmante, pero Missana llama a no caer en el pesimismo absoluto, porque “la inminencia del desastre puede conducir a la acción o a la parálisis”. Precisamente alentar esta última actitud ha sido la estrategia adoptada en años recientes por la industria de los combustibles fósiles y sus aliados. “Como el negacionismo ya no se sostiene, simplemente porque el cambio climático es una realidad evidente”, se lee en Última salida, el inactivismo impulsado por esos sectores busca “sembrar la división dentro del movimiento ambientalista, fomentar la desinformación y el desánimo”.
¿Cuál es la última salida a su juicio? Se nos están acabando las opciones, pero quizás no hay una sola última salida. En el libro trato de abordar el tema climático como un problema humano, pasando un poco de la perspectiva técnica o científica, que es lo más habitual (aunque, por supuesto, la parte técnica y científica son súper importantes). Hoy estamos 1,1 grados por encima del comienzo de la Revolución Industrial y muy poca gente sabe que si la temperatura aumenta un grado más a partir de ahora, que es absolutamente factible, mil millones de personas se encontrarán en una situación insostenible simplemente por el calor. Actualmente en algunas zonas de África, el Amazonas y Asia, hay seres humanos que no pueden sobrevivir sin aire acondicionado, pero no sobreviven los animales ni las plantas, ni los cultivos. La crisis es muy grande, pero principalmente es una crisis de gobernabilidad y por lo tanto, paradójicamente, es una crisis relativamente fácil de resolver desde el punto de vista técnico. Es cosa de dejar atrás los combustibles fósiles rápido, de manera decisiva y radical y existe tanto la abundancia de energías renovables para hacerlo, como la tecnología para lograrlo.
¿La crisis climática puede estar relacionada en alguna medida con la crisis de las humanidades? Más bien trato de abordar las humanidades como un instrumento para pensar en la crisis climática, estando estas al mismo tiempo también en crisis. No creo que haya una relación tan directa de una con la otra. En parte, la crisis de las humanidades se debe a que su campo de acción se ha visto limitado. Cuando los griegos inventaron la filosofía, esta era principalmente metafísica. Es decir, la filosofía enfrentaba el problema de qué es el universo, qué es el mundo, qué es la realidad. Esto cambia con la revolución científica, a comienzos del siglo XVII, y la filosofía se ve constreñida, limitada, volcándose a la epistemología: el problema central ya no era tanto contestar qué es el mundo, sino cómo conocemos el mundo, que es una pregunta un poquito más humilde. Y vuelve a ocurrir lo mismo con el avance de la ciencia cognitiva, a finales del siglo XX, desplazando ahora también a la filosofía de la epistemología. En otras palabras: la ciencia a medida que avanza va poco a poco limitando el espacio de las humanidades. Pero ese espacio aún continúa existiendo y las ciencias de la naturaleza humana pueden arrojar luz sobre este momento de crisis en el que estamos.
La crisis es muy grande, pero principalmente es una crisis de gobernabilidad y por lo tanto, paradójicamente, es una crisis relativamente fácil de resolver desde el punto de vista técnico. Es cosa de dejar atrás los combustibles fósiles rápido, de manera decisiva y radical y existe tanto la abundancia de energías renovables para hacerlo, como la tecnología para lograrlo.
En el libro dice que actualmente hay un exceso de visiones sobre el futuro. ¿La crisis de las humanidades pasa también por haber dejado de observar con igual atención el pasado? Creo que sí. La crisis de las humanidades tiene que ver en parte con la exigencia que podríamos llamar neoliberal de cuantificar su impacto, cuantificar su aporte. Eso es como el beso de la muerte. Me refiero a lo que otros autores han llamado la tiranía de los papers. Por otra parte, también las humanidades se han vuelto más ideológicas, se han politizado, una crítica que comienza quizás en los años 70 u 80 y que apunta a deconstruir su trasfondo ideológico, pensar que en realidad las humanidades están reflejando relaciones asimétricas de hegemonía y de poder entre distintos grupos.
¿De qué manera las humanidades podrían tomar de nuevo un papel protagónico en la discusión? Un aspecto que trato de enfatizar es que desde los albores de la humanidad ha existido este instinto por contar historias y creo que las humanidades forman parte de eso. El contar historias va a continuar de alguna manera, tal vez no tan asociado al libro, como existe ahora, o a géneros que hoy conocemos. En ese sentido, soy optimista respecto a su futuro, aunque quizás vaya a tener formas distintas a las que imaginamos hoy. Una cosa que me parece clave es el tema de cómo las humanidades pueden pensar en la evolución de las mentalidades, la evolución tanto política como ética y la relación entre las dos, y planteo que, por ejemplo, el activismo de las y los jóvenes en el tema climático está siendo abordado en términos de un relato, cambiando como el tablero de la discusión y tratando de empujar el zeitgeist.
¿Las nuevas generaciones cree que estarán a la altura del desafío, por ejemplo, cambiando sus estilos de vida y hábitos de consumo? Es verdad que hay que tener cuidado con idealizar a la juventud, a las nuevas generaciones. La naturaleza humana tiene luces y sombras. Es algo que también menciono en el libro respecto de la evolución ética: vamos corrigiendo los errores del pasado, pero se cometen nuevos errores por los cuales las generaciones futuras nos van a juzgar a nosotros. Y tal vez un esfuerzo fundamental es tratar de desarrollar una flexibilidad mental que nos aleje de todos los tribalismos, de esa convicción de que uno tiene la razón y los adversarios están completamente equivocados. Así que es verdad que hay que tener cuidado con pensar que las generaciones futuras lo van a resolver todo. Pero por otro lado, también el cambio que se necesita hoy es bastante radical. Hay que cambiar el sistema energético entero y eso hay que hacerlo muy rápido. Creo en ese sentido que la austeridad será imprescindible, el sistema económico actual está basado en que haya un consumo desatado de muchas cuestiones inútiles. Eso va a tener que cambiar. Hay gente que está en esa postura de volver a una vida simple. Pero tal vez la crisis climática nos va a obligar a ello. Es decir, si hay un colapso económico importante, la austeridad vendrá lo queramos o no.
La ciencia a medida que avanza va poco a poco limitando el espacio de las humanidades. Pero ese espacio aún continúa existiendo y las ciencias de la naturaleza humana pueden arrojar luz sobre este momento de crisis en el que estamos.
¿Descarta que la solución del problema pueda venir desde el desarrollo tecnológico? Respecto de que hay una solución tecnológica al cambio climático, es posible, pero es una alternativa que hay que tomar con bastante cuidado, porque hay una narrativa que precisamente apuesta a eso. Con la tecnología que contamos actualmente podemos resolver el cambio climático y es tan urgente que debiéramos hacerlo ahora, independiente de que puedan haber tecnologías de captura de carbono en el futuro que permitan extraer grandes cantidades de la atmósfera. Ahora no tenemos eso, pero sí contamos con tecnologías que nos permitirían resolver el cambio climático si hubiera la voluntad política para hacerlo.
Se plantea que la solución pasa por la reducción del crecimiento, pero qué pasa con aquellas regiones del mundo que todavía no alcanzan un índice mínimo de bienestar. Ese es un tema clave y que ha sido súper dominante en la negociación climática. Sin duda hay que potenciar el desarrollo de las zonas del mundo más empobrecidas y la energía limpia es un habilitador del desarrollo fundamental. Sin energía es bastante difícil crecer, pero por otro lado también hay un límite al crecimiento. No es posible crecer de manera indefinida.
¿Y cómo se puede lograr esto sin pasar a llevar las libertades personales? Ahí es donde entra a jugar el cambio de mentalidades, es decir, esperamos que la gente empiece a cambiar sus hábitos de vida para enfrentar esto de manera distinta. Es cierto que hay una tensión entre el clima y la libertad. Pero al mismo tiempo, una vez que pasas ciertos umbrales, si llegamos a un grado y medio o a los tres o cuatro grados que podría llegar la temperatura en este siglo, el planeta estará tan devastado que la noción de libertad que tendrán nuestros hijos y nietos va a ser muy distinta. Las opciones estarán limitadas por la destrucción de los ecosistemas.
Última salida. Las humanidades y la crisis climática, Sergio Missana, Laurel, 2021, 224 páginas, $13.000.
Al otro lado de la ventana ya ha florecido el jacarandá del pasaje Barros Borgoño. Miro distraída esas bocas púrpuras, agónicas, cuando Sofía me interrumpe para entregarme un libro. “Creo que te puede gustar”, dice, y me pasa En tierras bajas, de Herta Müller. Sofía es mi psicóloga y yo la miro algo perpleja. ¿Creerá que la literatura me puede servir de antídoto? ¿Antídoto contra qué? ¿Qué remedio podrían ofrecer esas páginas? Me guardo mis resquemores, le agradezco y me despido con el libro bajo el brazo. Unos minutos después, en el túnel del metro, abro un relato al azar. Se llama “El baño suabo”. El relato tiene tres páginas. Una familia se baña por turnos en el agua cada vez más sucia de una tina. Esa es la historia, esa es su trama. Padre, madre, abuelo, abuela, niño; todos se bañan en el agua cada vez más fría y más gris. Cuando lo termino, lo empiezo de nuevo. Luego, una tercera vez. Al alzar la vista me doy cuenta de que me he pasado de estación y otra vez me he perdido una clase de derecho.
Aunque esa es la historia que cuenta Müller —la sucesión de cuerpos desnudos que se sumergen en el agua—, esa trama es secundaria. Ni el agua sucia ni la blanca tina podrían dar cuenta de lo que no está. De qué se trata el libro se vuelve en este caso una pregunta incómoda, escurridiza, algo que se repite en toda la obra de Herta Müller y en la gran mayoría de mis libros más queridos. Ante esa pregunta común y corriente, obligatoria en las contratapas, forzosa para mí en más de una ocasión, rara vez sé qué contestar y por eso recurro a la repetición de un puñado de frases hechas: sobre el padre, sobre la madre, sobre el duelo, sobre la violencia. Frases genéricas para eludir la pregunta y así decir lo menos posible.
Y es que los libros que más me han impactado, los que me han causado mayor conmoción, no se tratan de algo. O acaso de qué se tratan es una pregunta inapropiada e incluso normativa, en tanto obliga a relevar una sucesión de acontecimientos como lo central, lo definitorio, cuando no lo es. Algo así como preguntarle a una persona no binaria si acaso es hombre o mujer. O intentar definir como ensayo o novela Los errantes de Olga Tokarczuk, o El nervio óptico de María Gainza, o Los argonautas de Maggie Nelson. El problema en esos casos es la pregunta y sus categorías. Y “de qué se trata el libro” puede convertirse en ese tipo de pregunta.
Con el tiempo, sin embargo, reparé en que no solo la pregunta era el problema. Con demasiada frecuencia yo misma olvidaba las tramas. Lo leído y lo imaginado parecían fundirse y cuando intentaba releer lo recordado, casi nunca hallaba la página que buscaba, porque esa página no existía. Durante un tiempo lo atribuí a una incapacidad de diferenciar realidad y ficción. Luego concluí que padecía de algún síndrome de memoria selectiva, que ahuyentaba tramas y personajes para grabar, en su lugar, alguna frase que brillaba: “Escribo para olvidar, esto es un hecho”, ese maravilloso inicio de Patas de perro, de Carlos Droguett. O “La jaula se ha vuelto pájaro, señor, qué haré con el miedo”, de la poeta Alejandra Pizarnik.
Cuando leo a Herta Müller me sorprendo, una y otra vez, en el gesto de alzar la cabeza, como si cerrara los ojos pero mis párpados continuaran abiertos. Esos nuevos ojos, entonces, recorren un paraje también nuevo, donde todas las palabras existen sin orden, sin objetos para nombrar, en una simultaneidad muy cercana al mutismo.
Años después, ya resignada a mi síndrome de lectora distraída, me topé con un ensayo de Roland Barthes. “¿Nunca les ha pasado, al leer un libro, interrumpir sin cesar la lectura, no por desinterés, sino al contrario, por una afluencia de ideas, de excitaciones, de asociaciones? En una palabra, ¿no les ha pasado —interroga Barthes— leer levantando la cabeza?”. Levanté la cabeza del libro de Barthes y observé el vagón del tren en el que viajaba. Afuera, un cielo cada vez más negro devoraba el recuadro de la ventana. Recordé el sinfín de lecturas interrumpidas por esa misma excitación. Todo mezclado en un caos de imágenes y palabras, de pensamiento e imaginación, de la realidad que me rodeaba y la ficción en la que me hundía. Mi lectura de Carlos Droguett, de António Lobo Antunes, de Hilda Hilst, de Sara Gallardo, de Max Blecher, de Christa Wolf, de William Faulkner, de Clarice Lispector, de Raduan Nassar, de Maggie Nelson, y de tantas y tantos más.
Müller, siempre precisa, llama a este fenómeno desbocarse. “Cuando tengo que explicar por qué un libro es enjundioso y otro plano”, dice, “solo puedo remitir a la densidad de los pasajes que llevan a la cabeza a desbocarse, que de inmediato arrastran mis pensamientos allí donde no pueden existir palabras”. Eso es desbocarse para Müller. Perder la boca. Perder la lengua. Acaso la más radical desposesión.
Herta Müller fue convertida en extranjera en su país. Forzada en la Rumania de Ceausescu a enmudecer su alemán natal y a aprender el obligatorio rumano. En su ensayo “Cada lengua tiene sus propios ojos”, rememora ese mutismo al que se vio sometida y el instante en que el mundo que conocía apareció en ambas lenguas a la vez. “Hablaba lo menos posible”, confiesa Müller. “Y luego, pasado medio año, me vino casi todo de golpe, como si ya no tuviera que hacer nada, como si las aceras, las ventanillas, (…) los tranvías, todos los objetos de las tiendas hubieran aprendido el idioma para mí”. Tal vez ese fue el momento en que se volvió para siempre extranjera. No solo ella, en realidad, sino también su escritura. Una escritura pausada, extremadamente pulida, a veces extraña en su urdimbre, y acaso por eso extranjera, a contrapelo de estos tiempos de demasiado vértigo y demasiada nación.
Cuando leo a Herta Müller me sorprendo, una y otra vez, en el gesto de alzar la cabeza, como si cerrara los ojos pero mis párpados continuaran abiertos. Esos nuevos ojos, entonces, recorren un paraje también nuevo, donde todas las palabras existen sin orden, sin objetos para nombrar, en una simultaneidad muy cercana al mutismo. Luego, cuando vuelvo a la página, siempre debo releer. Porque sin querer me he pasado varias hojas de ciega lectura. Nunca sé cuánto tiempo transcurre en ese instante en que no estoy leyendo ni tampoco he vuelto a la realidad. Mi lectura rompe la sucesión lineal, introduce “un tiempo que no sigue el compás”, en palabras de Gaston Bachelard, sin principio ni fin, sin contornos. Ese no tiempo, ese entrar y salir, ralentiza la experiencia de lectura, invita a una inusual lentitud y, en ocasiones, a un incómodo aburrimiento. Recuerdo bostezar con La piel del zorro, pasar hoja tras hoja de monotonía y despertar de golpe con esta frase: “Todo hombre tiene una brasa en la boca, por eso hay que mirarle la lengua a todo el mundo”. ¿Qué se le pregunta a un libro como este? ¿De qué se trata? ¿Qué cuento cuenta?
Recuerdo bostezar con La piel del zorro, pasar hoja tras hoja de monotonía y despertar de golpe con esta frase: ‘Todo hombre tiene una brasa en la boca, por eso hay que mirarle la lengua a todo el mundo’. ¿Qué se le pregunta a un libro como este? ¿De qué se trata? ¿Qué cuento cuenta?
Ese instante desbocado me ocurre no solo con su ficción sino también con sus ensayos, porque el género, por cierto, no tiene importancia. El criterio de calidad es el mismo, dice Müller, refiriéndose a la prosa y a la poesía: “La cabeza se me desboca sin palabras o no”. Y agrega: “Toda buena frase desemboca en la cabeza en un lugar donde aquello que desencadena habla consigo mismo de una forma que no es verbal. Y cuando digo que los libros me cambiaron fue por ese motivo. Y, aunque se afirme lo contrario, en este sentido no hay diferencia alguna entre poesía y prosa. La prosa puede mostrar la misma densidad, aunque tenga que conseguirla con otros mecanismos, porque lo hace a larga distancia”.
“A larga distancia”, escribe Müller y yo subrayo sus palabras sin ser capaz de capturarlas del todo. Pienso en las dimensiones de un desierto. Pienso en si el agua transforma su sentido tras cruzar ese desierto. Resumir, anoto, es reducir, excluir; es simplificar. Si pudiera resumir sus tramas, si la trama contuviera al libro, entonces pulverizaría su literatura. Y es que la escritura extranjera de Müller hace temblar la trama y el género, dice algo y al mismo tiempo, diluyendo la dicotomía de Mario Montalbetti, le hace algo al lenguaje. Lo destruye, como los collages con los que compone sus poemas. Lo violenta. Lo doblega. Lo corta. Lo pega. Lo rompe. Lo rearma. No hay diferencia entre forma y fondo, entre fuera y dentro, oración y verso, realidad y metáfora. Sus metáforas, de hecho, suelen desplazar la realidad. “La mitad de lo que la frase provoca al leerla no está formulado”, advierte Müller. “Esa mitad no formulada hace posible que la cabeza se desboque”.
Hace un par de años la fui a ver a una lectura. Llevaba unos zapatos muy negros y lustrados, el pelo negro y lustrado como sus zapatos, los labios intensamente rojos. Habló de la belleza, en esa ocasión. De cómo le hería los ojos la fealdad. No la fealdad metafórica, sino los objetos feos. Los zapatos feos. Los feos edificios. También se refirió a los trabajos forzados y a su padre nazi. “Ante la brutalidad —afirma Müller—, toda belleza pierde su sentido propio, revierte en lo contrario, se vuelve obscena”. Acaso por eso cuando Müller se ve enfrentada a la violencia, al abuso, a la censura, su trama y su lenguaje se sublevan. Nunca es el hambre insufrible y crispada, no es el hambre que humilla, es el ángel del hambre el que aparece en Todo lo que tengo lo llevo conmigo, donde Müller escribe sobre la experiencia en los campos de trabajo forzado de su amigo el poeta Oskar Pastior.
Extraer la belleza de la violencia, anoté en aquella charla. Pero no para negarla, tampoco para sublimarla. No como un imperativo ético ni como acto político. “Cuando se desmoronan todos los pilares de la vida, también se caen las palabras”, escribe Müller. “Porque todas las dictaduras, de derechas o izquierdas, ateas o religiosas, ponen la lengua a su servicio”. Escribir, entonces, para habitar la extranjería y no caer al servicio de la lengua secuestrada. Para tener, al alcance de la mano, esa lengua impropia y libre. Una lengua que hace del libro una máquina del tiempo, que lo detiene, lo trastoca, y fuerza a alzar la cabeza en el total desconcierto. Entonces, con la cabeza alzada, constatar que en su lectura me he ido muy lejos, que ya no estoy ni aquí ni allá, ni en la realidad ni en la ficción, ni viva ni tampoco muerta. Fugada, tal vez; ida, a lo mejor. O yéndome, eso es: yéndome por esa trama elusiva, irreductible, de desbocada y justa belleza.
En las ciudades se consideran baratijas fatuas de decoración urbana; en la filosofía, una herida en el esnobismo metafísico; en el conocimiento, un accidente colorido que solo puede reinar en los márgenes. Estos son algunos de los juicios con los que el filósofo italiano Emanuele Coccia arranca el prólogo de su influyente libro La vida de las plantas: una metafísica de la mixtura, donde propone que las plantas no son el “contenido” del jardín, sino los jardineros que producen posibilidades de vida, rechazando la tradición filosófica que las ignora como algo sin moral ni personalidad.
Coccia es prolífico: además de sus libros y clases de filosofía, da charlas sobre ropa, publicidad, sexo (de plantas y de humanos), estética; escribe sobre exhibiciones de arte —muchas— y abre su Instagram con una frase acerca de la elegancia como “una cuestión moral”. Ahora último está principalmente ocupado en escribir sobre arquitectura. Fue alumno del filósofo italiano Giorgio Agamben —con quien además coeditó una antología sobre ángeles en las tradiciones cristiana, judaica e islámica— y hoy hace clases en la École des Hautes Études en Sciences Sociales, pero su formación es poco convencional: los años de colegio secundario los pasó en una escuela agrícola, donde tuvo una educación técnica en botánica, química, entomología y jardines. Su interés en las plantas es más que el producto de esa experiencia; dice que por siglos la botánica se ha visto como inferior a otras disciplinas y que nos hemos acostumbrado a preguntar qué es la vida desde los animales, tal vez porque es más fácil identificarse con ellos. Ahora, durante las últimas décadas, la filosofía ha empezado a usar a las plantas como una empresa de comprensión, a interrogar desde ellas qué significa estar vivo y a plantear una idea diferente de la inteligencia, la sensibilidad y el conocimiento. La inteligencia existe en todos los seres vivos, no solo en los animales que han logrado (“decidido”, dice) desarrollar un cerebro.
Pero su trabajo hace escasa referencia a la creciente literatura de este “retorno a las plantas” en la filosofía, desde Michael Marder y sus libros Plant Thinking y The Philosopher’s Plant, hasta Plants as Persons de Matthew Hall, o el popular How Forests Think de Eduardo Kohn. Los textos de Coccia celebran otra tradición, la de los estudios botánicos de Agnes Arber, Francis Hallé, Karl Niklas y Natasha Myers; admiran la “obra maestra” de Anna Lowenhaupt Tsing llamada The Mushroom at the End of the World: On the Possibility of Life in Capitalist Ruins (centrado, de hecho, en un hongo). Asimismo, son libros que declaran su deuda con una serie de textos que circulan en ámbitos académicos estrechos y periódicos de biología, educación y ecología feminista. Esta fiesta de referencias a menudo retorna al trabajo de Lynn Margulis, la conocida bióloga americana que usó el concepto de simbiosis para hablar de una posible solidaridad y colaboración entre microorganismos, en contraste con la narrativa de la permanente hostilidad del reino animal. Para Coccia, las plantas son los seres que más cooperan, ya que no tienen que matar a otros para sobrevivir; pueden subsistir con CO2, agua y energía del sol. “Una planta no es competitiva, no necesita depredar para vivir. Este mecanismo de generosidad define a las plantas mucho más que a los animales”.
La deuda de Coccia con Lynn Margulis está en uno de los argumentos fundamentales de La vida de las plantas, hasta ahora el libro esencial de su obra. Lo que llamamos “atmósfera” no preexiste ni está separado, sino que se define como la constante producción de vida. En esa vida el concepto maestro es el de inmersión, una interpenetración total entre el sujeto y el ambiente que, según Coccia, es algo sencillo de entender si pensamos, por ejemplo, en la experiencia que tenemos al escuchar música. El mundo lo concibe no como una serie de objetos, sino como flujos variados que nos penetran y que nosotros también penetramos. Lo que llamamos “vida” es el intercambio recíproco entre los seres vivos y su ambiente, una proyección mutua. Aunque su libro usa el lenguaje de la biología, Coccia arroja términos como “habitación”, “contenido”, “espacio” y “diseño” para describir esa inmersión y lo que llama “el arte de la mixtura”.
Para repensar la casa necesitamos una nueva educación sentimental, entender mejor los afectos y nuestra existencia con otros y después diseñar la habitación y la ciudad basadas en ese entendimiento. Para él, la pandemia nos ha demostrado que vivir solos es una estupidez gigante; ese estar solos es también la razón de por qué la vida en la ciudad —jugar fútbol en la plaza, hacer pícnic en jardines públicos— cada día se tolera menos.
Algunas de estas ideas también se encuentran, con un énfasis diferente, en el libro más reciente de Coccia: Métamorphoses, publicado en francés por Rivages. Partiendo desde el ejemplo que nos resulta más familiar —una oruga que se transforma en mariposa, dos cuerpos que en realidad tienen poco en común (uno se pasa su existencia comiendo, el otro apareándose; uno vive en la tierra y el otro en el aire)—, Coccia argumenta que la vida no puede ser reducida a una identidad delimitada por un contexto. La vida que nos anima ha animado antes a otras. Existe una continuidad entre distintas formas de ser (bacteria, virus, hongos, plantas, animales); la vida es simplemente este constante adoptar distintos cuerpos para existir de varios modos que siempre se siguen creando.
Los trazos de pensamiento feminista son evidentes en este argumento, que propone la colaboración y el cuidado como los aspectos fundamentales de nuestra existencia. En una entrevista reciente con la revista de arquitectura Domus, Coccia recurre a estas ideas feministas para pensar la casa como el espacio donde vivimos en esta inmersión de afectos y de objetos. Según él, la casa, como la habitamos hoy, es un espacio obsoleto, definido por una moral burguesa del siglo XIX que, al estar basada en el matrimonio y su espacio individual, ve como patriarcal y violenta; el padre, la madre, los hijos… una forma de vida que ahora es mucho más compleja que eso. La casa es nuestra inversión en un pequeño pedazo del mundo donde se supone que vamos a encontrar la felicidad. Para repensar la casa necesitamos una nueva educación sentimental, entender mejor los afectos y nuestra existencia con otros y después diseñar la habitación y la ciudad basadas en ese entendimiento. Para él, la pandemia nos ha demostrado que vivir solos es una estupidez gigante; ese estar solos es también la razón de por qué la vida en la ciudad —jugar fútbol en la plaza, hacer pícnic en jardines públicos— cada día se tolera menos: “La ciudad es el lugar del progreso, de la humanidad, la civilización; y luego están los bosques, etcétera. Y eso es algo muy peligroso, porque el bosque, que viene del latín foris y que significa ‘al exterior de’, entonces se convierte en una especie de campo de refugiados no humanos. Lo que hay que hacer es construir ciudades más allá de la oposición entre el mineral, la piedra y la naturaleza, entre el hombre y la naturaleza. Y en este sentido, la comunicación entre distintas formas de vida puede ser más normal de lo que es hoy en día”.
La pregunta fundamental pospandemia, dice Coccia, es por qué vivimos tan lejos de nuestros amigos: “En esta pandemia nos hemos dado cuenta de que nuestras casas se construyeron siguiendo un modelo antiguo de privacidad familiar y en donde no cabía, por ejemplo, la amistad. Por eso muchas personas han pasado el confinamiento a solas. Y por eso tenemos que rediseñar las casas, no en el sentido de que sean de otra forma arquitectónica, sino que tenemos que repensar nuestros modelos de cohabitación. Tenemos que implementar cómo podemos vivir cerca de nuestros amigos. Eso es lo que tiene que cambiar”.
El sentido tradicional de “preservar” la naturaleza (o las ciudades) no es parte del proyecto filosófico de Coccia. Al rechazar la contención de las plantas en lugares encerrados dentro de una ciudad, como los museos de ciencia, botánica o historia natural, rechaza también la idea de que la naturaleza es algo allá afuera, separado de nosotros y que hay que ir a mirar al campo. La naturaleza no se “guarda” ni congela en el momento en que la miramos; está siempre haciéndose a sí misma. Tampoco hay una “casa” en lo natural (en una reciente entrevista con la revista ARQ hizo una crítica a la idea de la ecología de que cada especie tiene su lugar, “predicando una cuarentena de por vida para cada espacio viviente”). El mundo es el espacio donde seres humanos y no humanos se juntan para crear formas que todavía no existen y las ciudades son espacios ocupados por una multiplicidad de especies. Las plantas son su propia vanguardia, los agentes que producen e imaginan la vida y sus posibilidades de existencia.
Fue una guerra, una guerra de ocupación durante la segunda mitad del siglo XIX, pero la llamamos “pacificación”. Desde entonces la Araucanía es territorio chileno y el conflicto sigue. Podríamos decir que hay ahí un uso mañoso, deshonesto de la palabra paz. O podemos pensar (pensar no es nunca justificar), preguntarnos por la relación entre guerra y paz, violencia y ley, caos y orden, locura y razón. Justamente en La guerra y la paz, uno de los personajes de Tolstoi dice: “Para mí, la paz universal es posible, pero…, no sé cómo decirlo…, pero esto no traerá nunca el equilibrio político”.
Guerra y paz pueden ser expresiones literales, y también conceptos para intentar comprender los inasibles y equívocos asuntos humanos: desde una ocupación militar a nuestra conciencia llena de inconciencia, diría Freud. En esos embrollos reales y conceptuales se mete la filósofa Aïcha Liviana Messina, directora del Instituto de Filosofía de la Universidad Diego Portales, en su libro más reciente: La anarquía de la paz. Es un ensayo sobre Emmanuel Levinas y la filosofía política que, desde el título, plantea una paradoja; porque, ¿quién piensa en anarquía, y no, por ejemplo, en calma cuando le dicen paz?
Lo hace Levinas y con él, Messina. Ella, al plantearle ese aparente contrasentido, dice: “Es una invitación a entender de otra manera nuestra realidad; por ende, a relacionarnos de otra manera con ella. Tradicionalmente, la paz es pensada como orden y la guerra como caos. En esa configuración la paz es pensada en un sentido policial, requiere de los guardianes de la paz, es decir, las fuerzas del orden. Guerra y paz se confunden. La paz es una forma de la guerra; se consigue solo a través de la guerra”.
¿Eso significa que todo es violencia? Significa que la violencia es originaria: es constitutiva de nuestro ser y de nuestra realidad. Le da forma y su forma es expansiva. Para Levinas la paz es un desajuste, una tensión. Es algo que cuestiona el ser, pero no que lo sustituye. La paz pensada en términos de “anarquía” cuestiona el orden, el origen, pero no remite a otro orden u origen. La paz es una desestabilización vivida al interior de nuestra violencia originaria… originaria e ineludible.
Lo que me ha parecido notable con la propuesta de redactar una nueva Constitución, es que el mayor asunto político estaba y está relacionado con quiénes iban a participar de este proceso. El problema no es entonces una Constitución que gira alrededor de una idea, la idea de derechos humanos o de república o de trabajo. La pelea política se concentró sobre quiénes iban a redactar la Constitución, sobre el tema de la paridad, los escaños reservados, los pueblos originarios.
¿Se puede salir de la violencia? Lo importante no es salir de la violencia, pues es imposible, sería salir del ser, es decir, abstraerse de la realidad, considerarse un cuerpo sin extensión, quizás un ángel. Lo importante es cuestionar las violencias que nos constituyen. El horror de la guerra es justamente que uno ya no ve la violencia que se ejerce, es tan inmanente que se legitima e incluso se blanquea. La jerarquía militar, si lo pensamos, es extremadamente ordenada, incluso moral. Lo mismo vale para la militancia política. La “anarquía de la paz” es el acontecimiento de un desorden dentro de ese orden. Solamente este imperceptible desorden hace que antes de ejecutar una orden o una sentencia, pensemos. La paz, “la anarquía de la paz”, este desajuste, esto que Levinas llama la sorpresa del encuentro, es lo que nos permite cuestionarnos dentro de nuestras violencias. De alguna manera, es el choque que abre al pensamiento. Levinas lo llama también “traumatismo del pensamiento”.
Hay una frase que se ha repetido desde el 18 de octubre de 2019: “Hay que condenar la violencia venga de donde venga”. Sumemos a eso que el acuerdo político que abrió el proceso constituyente es también un “acuerdo por la paz”. Yo no creo que haya que condenar la violencia “venga de donde venga”. Me parece una posición que no puede ir mucho más lejos que el principio que enuncia. Y, por otro lado, pienso, los discursos que justifican la violencia según los fines siguen siendo discursos incapaces de pensar la violencia, pues se remiten a esos fines, nunca a la violencia en sí. Creo que las dos posiciones terminan siendo violentas. La primera se preserva en la abstracción del principio; la segunda, en la justificación que ve en el fin, y que también es una abstracción. Ninguna de las dos encara la violencia, nuestra violencia.
O sea, más allá de justificar o condenar la violencia, hay que pensarla. Respecto a la violencia política, me parece, una tarea es justamente tratar de pensarla por sí misma. Podemos pensar, por ejemplo, en cierta violencia que hubo en el llamado mayo feminista. Una de estas violencias estaba en los cuerpos. La desnudez, en ciertos contextos, es violenta. Hay reglas que definen hasta qué punto podemos desvestirnos (la violencia se define siempre en relación con un marco legal, en la naturaleza no hay violencia, hay fuerza). Pero en una manifestación, en una marcha, el modo en el que se presenta un cuerpo es un fin en sí mismo. Es una violencia que ya produce un cambio en la mirada, en la relación sujeto-objeto, en la historia de los cuerpos, en su representación, en su manera de constituirse como objeto del deseo, sujeto político, etcétera. En este caso, entonces, la violencia no se mide de acuerdo con un fin, no es un mero medio, opera aquí y ahora una transformación. Me parece que políticamente es realmente muy impresionante, y valiente. Pues ahí uno no se esconde detrás del discurso de los fines. Esto de pensar la violencia hic e nunc, aquí y ahora, pensar la violencia como fenómeno y no como medio, es un ejercicio filosófico exigente. No lo tengo aún del todo claro.
Hay algo revolucionario en la filosofía, pero en el silencio que deja entre nosotros y nosotras. En el silencio que deja en el mundo, cambia el modo de pensar, de desear, de relacionarnos, de vivir el tiempo, entonces de vivir la vejez y la juventud. Esto es lo formidable de la filosofía. Es una contradicción viva y mortal.
¿Puede entenderse el proceso constitucional chileno —en todo lo que tiene de hablar, de disputar, de entenderse y malentenderse, en todo lo que tiene de esperanzador e incierto, incluso en lo que tiene de lugar y momento para oír voces y ver rostros que no se habían oído ni visto en los asuntos públicos—, puede entenderse, digo, como esa paz de la que habla Levinas, incluso como un asunto ético y no solo político? La pregunta ya indica que el “acuerdo por la paz” nos enfrenta al problema de “quién” firmaría el acuerdo. La paz se simboliza a través de un apretón de manos. Lo que me ha parecido notable con la propuesta de redactar una nueva Constitución, es que el mayor asunto político estaba y está relacionado con quiénes iban a participar de este proceso. El problema no es entonces una Constitución que gira alrededor de una idea, la idea de derechos humanos o de república o de trabajo. La pelea política se concentró sobre quiénes iban a redactar la Constitución, sobre el tema de la paridad, los escaños reservados, los pueblos originarios. Nos es menor. Todo el asunto, obviamente, es que este “quién” no se repliegue en una dimensión identitaria, que el “quién” sea también pregunta y no solo respuesta; y que esta pregunta por el “quién” nos permita volver a preguntarnos por nuestras historias, que no son nunca fijas: somos maneras de contar la historia.
¿Y hay algo de la “anarquía de la paz” en eso? Quizás sí se pueda pensar en la paz en su dimensión anárquica, en el sentido de que si se abre la pregunta por quiénes somos, no tenemos categorías tan fijas para leer la historia, no estamos tan cómodamente ordenados en un relato, estamos suspendidos… Eso es la “ética” en Levinas: no es un orden, una configuración política, no es una moral, un deber ser; la ética es un estar en cuestión sin amparo, sin certezas.
A propósito de ética: la pandemia nos ha enfrentado a decisiones sobre vida y muerte, libertades y restricciones; otro tanto ocurre con la emergencia climática, con la tecnología y, bueno, también con las elecciones presidenciales en Chile, donde, como dijiste en una columna en The Clinic, “votar, no votar, votar en blanco, no es un voto más; es una palabra, una decisión, una relación, y por cierto pesará”. ¿Qué lugar le cabe a la filosofía en los asuntos públicos? ¿La distancia o el compromiso? El intelectual público que más me interesa es Sócrates. Habla para no decir nada, suspende toda posición, pero no tiene un juicio de valor; y, sin embargo, no deja nada intacto, tanto que al final lo condenan a muerte. Y en su juicio ironiza también su condena al afirmar que no le puede temer a la muerte, puesto que no sabe lo que es… Lo interesante es que Sócrates es a la vez distante y comprometido: donde cuestiona se abstrae, donde se abstrae lo condenan. ¿Por qué? Porque produce en el mundo, lleno de nuestros saberes y juicios de valor, una rarefacción que no deja nada intacto. Hay algo revolucionario en la filosofía, pero en el silencio que deja entre nosotros y nosotras. En el silencio que deja en el mundo, cambia el modo de pensar, de desear, de relacionarnos, de vivir el tiempo, entonces de vivir la vejez y la juventud. Esto es lo formidable de la filosofía. Es una contradicción viva y mortal.
¿Dirías que la filosofía en Chile ha cumplido con su rol público o mundano? Lo que me parece interesante es que los que cumplen este rol no son necesariamente formados en filosofía, en su sentido disciplinar. Pienso, por ejemplo, en la escritura y en la palabra pública de Constanza Michelson. Cuando la leí por primera vez, vi un pensamiento que no se deja atrapar, pero que se expone, se exhibe. Es algo violento, como una acción política que trabaja desde los cuerpos. Pero es también algo solitario, que no tiene amparo, o no tanto amparo. Es notable que existan voces y escrituras así. No solamente en Chile. En cualquier parte del mundo leer en la prensa un pensamiento que resiste el dogmatismo es feliz y prometedor. Pero obviamente no es algo que se puede instalar. Lo que se instala en la prensa es lo instalable.
La anarquía de la paz, Aïcha Liviana Messina (traducción del francés: Luis Felipe Alarcón), Ediciones UDP, 2021, 251 páginas, $25.000.
En un curioso opúsculo publicado en 1959, La voz de la poesía en la conversación de la humanidad, el filósofo conservador británico Michael Oakeshott se pregunta por el futuro de esa actividad tan fundamentalmente humana como es sentarnos a conversar. No dialogar o negociar, sino simplemente “intercambiar experiencias”, sin apremio por llegar a ninguna parte, solo por el gusto de hacerlo. Para Oakeshott, la verdadera conversación de la humanidad es amplia y carece de fin: no es un quehacer meramente instrumental ni tiene un desenlace definido, pero de alguna forma le da continuidad a nuestra especie, porque es el lugar donde los distintos modos de la experiencia humana se encuentran.
¿O solían hacerlo?
Ya en ese entonces, Oakeshott mira con inquietud cómo la ciencia y la política se han ido tomando gradualmente la palabra, y monopolizan los debates públicos. La conversación parece haberse reducido a dos modos aceptables de hablar —dos formas autorizadas de comprender nuestra experiencia— que conversan entre sí, marginando o ignorando otras voces, como la de la poesía. Y al aceptar únicamente como válidos ciertos modos de experimentar el mundo, la humanidad ve reducida su capacidad de entenderse a sí misma.
El coloquio que describe Oakeshott es por supuesto una alegoría, una “imagen” (como el autor denomina el aporte específico que hace la poesía a la conversación humana), pero no está alejado de la realidad. Hoy en día no nos llamaría la atención —ni nos parecería poco razonable— la ausencia de poetas, por ejemplo, en un panel sobre cambio climático o en la Convención Constituyente. Mal que mal, se trata de instancias de discusión especializada, y los poetas, cuya práctica parece concentrarse en el lenguaje en general, son especialistas en nada.
La noción de que la poesía no tiene nada sustancial que ofrecer a la conversación —solo imágenes— es por cierto mucho más vieja que la ciencia misma. Para Platón, uno de sus más famosos exponentes, los poetas son meros traficantes de ilusiones y no solo “no aportan”: corrompen además nuestro entendimiento, porque hablan por hablar, no para decirnos algo útil o verdadero. Por ello, dice el filósofo, deben ser excluidos de la comunidad. Pero tan antigua como este prejuicio es la defensa de la poesía, la reivindicación —generalmente más retórica que empírica— de alguna función social para ella, ya sea terapéutica, recreativa o meramente decorativa. Aunque quizás su modesta contribución sea acostumbrarnos a que nos fijemos un momento en las palabras que usamos, incluso cuando hacemos ciencia.
Ahora bien, que la poesía asegure eventualmente un simbólico puesto en la mesa no significa que su voz sea tomada en cuenta. Así, en la definición de estrategias para enfrentar la pandemia que nos aflige desde el año pasado, no solo se ha insistido en que hay que dejar hablar a la ciencia (para que esta informe a la política), sino también en que es necesario silenciar cualquier otra práctica o disciplina no-científica. Lo último alude en general a discursos pseudocientíficos y teorías conspirativas que prosperan en redes sociales, pero también, por si las dudas, puede referirse a las artes, la filosofía, las humanidades, las ciencias sociales, las religiones. En un extremo caricaturesco, esta actitud se traduce en exigir que cualquier aseveración pública requiera ser avalada por papers publicados en revistas académicas serias. Como si la autoridad para afirmar algo solo pudiera provenir del experimento científico, no de la reflexión, la creación, la contemplación o simplemente la experiencia personal.
Una ciencia que jamás se deja interrogar, contradecir o criticar desde fuera, difícilmente va a producir nuevo conocimiento: solo se dedicará a reproducir su propio campo discursivo. Y es justo en esto —en cómo forma su discurso, cómo interpreta y comunica los resultados de sus investigaciones— donde las ciencias más pueden beneficiarse de prestarle oídos a quienes trabajan íntimamente con el lenguaje.
A finales de marzo del 2020, la ciencia aún no tenía mucho que decir sobre el covid-19, más allá de proyectar curvas de contagios o muertes y de especular sobre la forma en que actúa el virus en el cuerpo humano. En ese contexto, causó cierta polémica el filósofo italiano Giorgio Agamben: su desprecio inicial de la gravedad de los síntomas de contagio (“una gripe fuerte”, dijo) “canceló” para muchos sus comentarios posteriores —a mi juicio, muy atendibles— sobre las inquietantes consecuencias del confinamiento y el distanciamiento social forzado en nuestra convivencia. Cuando no fue acusado de exageración o paranoia, su cuestionamiento del “despotismo técnico-médico” en la toma de decisiones fue recibido con nuevos emplazamientos a fundarse en la ciencia antes de intervenir en la discusión.
Más allá de que el punto de Agamben es que no podemos separar, así como así, ciencia de política, cabe preguntarse: ¿para qué querríamos leer a un filósofo atenerse al discurso científico en vez de filosofar? ¿Y no sería buena idea que la política también escuchara a la filosofía? ¿O a la poesía? Porque tan importante como adoptar medidas sanitarias adecuadas debiera ser comprender el lugar del virus en el pensamiento, el lenguaje y la imaginación. Como en los versos de Emily Dickinson a propósito de la malaria: “La frase engendra la infección / inhalamos desesperanza”.
Yo comencé recién a tomarme en serio la pandemia luego de leer un ensayo que otra poeta estadounidense, Anne Boyer, publicó en su blog por esa misma época. Boyer concibe la práctica poética como una investigación, indisociable de la política y basada en el “hacer” (un significado de poiesis), una manera de responderle al mundo, no necesariamente en forma verbal. En este caso la respuesta que propone la autora es ponerse a confeccionar mascarillas caseras, con los materiales e implementos que se tengan a mano: diseñarlas, fabricarlas, regalarlas o venderlas, promover su uso. Actuar según una ética del cuidado de sí mismo y del otro, no de la alarma y la reclusión que se impulsaban, en ese entonces, por casi todos los medios.
Para bien o para mal, este texto no tuvo una resonancia como la de Agamben, aunque también nadaba a contracorriente: las autoridades de salud todavía consideraban la mascarilla algo opcional, ya que había serias dudas sobre su eficacia para protegernos, y el consenso científico era que el virus se transmitía al tocar superficies infectadas, no por el aire. Pero Boyer no se basaba en estudios, sino en su experiencia particular de padecer un agresivo cáncer y la indagación en su obra literaria de las formas en que concebimos la enfermedad (notablemente en Desmorir, obra ganadora del premio Pulitzer de No-Ficción en 2020). Entremedio, deslizaba una crítica a la ausencia de preparación de EE.UU. para enfrentar una pandemia —por lo demás, reiteradamente anunciada—, sobre todo en cuanto a la escasez de equipos de protección personal. ¿Era posible que el discurso oficial que desestimaba el uso de mascarillas simplemente buscara cubrir esta imperdonable falencia?
Hablar por turnos, escucharse, no interrumpir: nos haría bien tomarse en serio para la conversación de la humanidad lo que juramos enseñarles a los niños más pequeños en la educación preescolar. Colaborar entre distintos modos de experiencia en vez de imponer límites y vetos entre ellos. ¿Qué tipo de conocimiento saldría de una instancia semejante?
Preguntas como la anterior, que evidencian la imbricación entre política y ciencia, generan airadas reacciones en algunos voceros de la comunidad científica, golpes en la mesa: sea porque ponen en cuestión la supuesta neutralidad de esta última, sea porque parecen ignorar sus demostrables avances en la promoción del bienestar humano, sea porque apuntalan de este modo nefastas posturas irracionalistas. Por ahí al menos van las réplicas que divulgadores como Steven Pinker o Richard Dawkins hacen a cualquier intento de situar el quehacer científico en su contexto político e ideológico, su relación institucionalizada con el poder. Ello va en contra de una noción positivista de ciencia, según la cual esta investiga en forma racional y objetiva, fuera de consideraciones morales, para verificar leyes naturales de aplicación universal, establecer certezas o verdades basadas en evidencia. Y todo esto es justamente lo que le asegura la voz cantante en la conversación humana.
A mi entender, esta última noción tiene poco que ver con muchas prácticas o teorías científicas actuales —desde la física cuántica, pasando por los estudios climáticos, hasta la etnografía—, pero es la que se defiende públicamente todavía, mientras en laboratorios o en terreno se trabaja con la incertidumbre, el caos, los dilemas éticos. Sin contar, desde luego, que la investigación se produce dentro de instituciones concretas, cuyo funcionamiento no se rige por la ciencia pura y desinteresada. Me atrevo a decir que esta manera anticuada de entender lo científico también informa discursos como el antivacunas —que basa “sus propias verdades” en supuesta evidencia alternativa— o incluso la teoría económica clásica (aún vigente en el pensamiento financiero), tan impermeable a las interpelaciones desde otras disciplinas, si no desde la realidad misma.
Una ciencia que jamás se deja interrogar, contradecir o criticar desde fuera, difícilmente va a producir nuevo conocimiento: solo se dedicará a reproducir su propio campo discursivo. Y es justo en esto —en cómo forma su discurso, cómo interpreta y comunica los resultados de sus investigaciones— donde las ciencias más pueden beneficiarse de prestarle oídos a quienes trabajan íntimamente con el lenguaje. De este modo lo entendía la microbióloga Lynn Margulis, quien decía que Emily Dickinson “le hablaba todo el tiempo” y la ayudaba a entender “los ciclos y misterios del mundo natural, la sensación corporal, el significado de símbolos”. No es difícil entender por qué una poética que se ocupa de lo pequeño y concibe la naturaleza como una frágil armonía, podría interesar a alguien que estudia la simbiosis entre bacterias; tampoco cómo este objeto de estudio la llevaría a poner en duda que “la supervivencia del más fuerte” sea un principio natural, algo que dan por sentado los entusiastas del libre mercado. Así, el trabajo de Margulis cuestiona que la competencia entre especies sea el único motor evolutivo —la colaboración resulta de hecho mucho más provechosa para sobrevivir— y también refuta que la evolución sea un tortuoso proceso histórico de mejoramiento de la humanidad que culmina en el hombre blanco liberal, como parece sugerir el neodarwinismo al que ella, como evolucionista convencida, consistentemente se opuso.
Hablar por turnos, escucharse, no interrumpir: nos haría bien tomarse en serio para la conversación de la humanidad lo que juramos enseñarles a los niños más pequeños en la educación preescolar. Colaborar entre distintos modos de experiencia en vez de imponer límites y vetos entre ellos. ¿Qué tipo de conocimiento saldría de una instancia semejante? Un solo ejemplo: en Gathering moss (Juntando musgo), publicado en 2003, la eminente bryóloga Robin Wall Kimmerer pone a charlar su trabajo investigativo con la sabiduría ancestral de su cultura potawatomi y asume su linaje de narradora tradicional, para crear una obra que es a la vez rigurosa monografía científica sobre el musgo y autobiografía poética, atravesada por una profunda reflexión epistemológica: “Aprender a ver el musgo es más parecido a escuchar que mirar. Una ojeada rápida no basta. Comenzar a oír una voz lejana o captar un matiz en el subtexto silencioso de una conversación requiere atención, filtrar el ruido, percibir la música”. Y es de este modo como esclarecemos el complejo tejido del mundo: con apertura y paciencia, dejando entretejerse las distintas historias que nos contamos alrededor de una fogata imaginaria.
Imagen de portada: la bryologa Robin Wall Kimmerer, autora de Gathering moss (Juntando musgo).
Apenas iniciada la pandemia, ya teníamos conciencia de que se estaba gestando una transformación acaso radical en la forma de ocupar el planeta.
Aquí, en la isla, los largos amaneceres naranja en pleno invierno ilustran la profundidad de estos cambios. Como ciertas flores que se abren turgentes con lujuriosos colores, pero de las que sabemos que envenenan; así, esta quietud y belleza estacionada en un presente perpetuo, está preñada de males.
Se trata del fracaso de ciertos modos de vivir que engañaban con su brillo, con sus cantos seductores y sus promesas de placer constante, como si no fuéramos finitos. Como si no viviéramos en un espacio limitado.
Lo primero, parece decirnos el universo, es replegarse a los interiores. Dejar el torbellino del consumo y mirar hacia adentro y hacia atrás, donde están las fuentes de agua viva desde las que podemos beber para encauzar movimientos y recuperación de significados. Hilos conductores que nos llaman a pensar en quiénes somos y cómo queremos vivir. No se trata de conservar los objetos, las lanchas veleras, las formas de mariscar. Pero sí se trata de sentir respeto otra vez por los canales, dejar hablar a los viejos navegantes que hay en cada uno de nosotros; ser capaces de entablar tratos con la tierra y el mar para alimentarnos. Recuperar la celebración como el eje central de nuestro estar en el mundo. Volver al respeto por la propiedad comunitaria y defender bienes esenciales como el agua, el mar, que no pertenezcan a privados. Resguardar el medio ambiente, que no es una escenografía sino un espacio cargado de sentido para una cultura antigua y sabia.
Vivir en un archipiélago ha tenido el doble filo del abandono y el privilegio: junto a la larga historia de marginación desde los gobiernos, hemos tenido la posibilidad de habitar nuestro territorio más ligados a las mareas, a los tiempos y ciclos de la naturaleza; por eso sabemos que el curso de los ríos interiores es tan importante como los de fuera. Se va secando el interno cuando el agua ya no corre o se adelgaza en el lecho la pobre agua que nos queda. Nos secamos en un paisaje que era pura humedad.
Errar es la aventura que hacían los hombres. El afuera siempre distancia, despedidas, incertidumbre, abandono, fulgores fatuos. Me pregunto si este desplazamiento —repliegue— a los interiores no me recuerda como acción atávica ese ancestro de las mujeres que se quedaban a cargo del mundo doméstico cuando los hombres no estaban. Tal vez se trata de que todos, sin distinción de género, volvamos a ese centro femenino que se ocupaba de las labores mínimas y de las narraciones que formaron nuestro imaginario.
Y te será como una señal sobre tu mano, un memorial sobre tus ojos
Ahora que el fracaso de las grandes urbes, sus enormes dimensiones y males asociados, han agobiado a los habitantes, muchos miran el sur como destino. Es natural, condenados a la falta de agua, a transitar espacios congestionados por vehículos, a la contaminación del aire, han debido escalar al cielo con edificios para paliar las necesidades de vivienda. Viviendo —es una forma de decir— familias en pequeños cubículos, deben trabajar una buena parte de su tiempo para pagar por esa forma de vida tan triste y poco humana, irse, migrar, salir de donde uno está se convierte en un sueño que está traspasando todo tipo de fronteras.
Vivir en un archipiélago ha tenido el doble filo del abandono y el privilegio: junto a la larga historia de marginación desde los gobiernos, hemos tenido la posibilidad de habitar nuestro territorio más ligados a las mareas, a los tiempos y ciclos de la naturaleza; por eso sabemos que el curso de los ríos interiores es tan importante como los de fuera.
Y vuelven los ojos hacia esta tierra prometida, donde la belleza y la abundancia se cruzan con relatos misteriosos, con las palabras cargadas de significados.
No es un movimiento nuevo, en la década de los tremendos 80, cuando la mayoría de los ciudadanos apenas nos atrevíamos a soñar y luchar por un país distinto, teníamos en Chiloé a un obispo que entendía el trabajo pastoral como un manto amplio bajo el cual podían cobijarse todas las actividades y las vicisitudes de lo humano. En el tiempo en que don Juan Luis Isern estuvo coronando la Iglesia Católica, propuso una intensa y profunda reflexión acerca de los contenidos de nuestra cultura identitaria y de las formas en que podíamos conservar un modo de ver el mundo sin entregarnos a la cultura dominante que ya se veía venir con su aplastante fuerza narrativa, económica, política. Fuimos advertidos de cómo la pérdida de nuestros valores culturales iba a arrastrarnos hacia la enajenación y la manipulación que han terminado por vencer o que está a las puertas de hacerlo. La imagen del puente sobre el Canal de Chacao está poderosamente anclada, mostrando cómo los intereses foráneos se imponen sin considerar nuestras verdaderas necesidades y aspiraciones; además, se instalan con el beneplácito de una parte de los isleños que ya han sido conquistados por los voladores de luces de un aparente progreso.
Chiloé se ha convertido en una imagen, copia de sí misma, una postal que muestra la visión despiadada de nuestro territorio como un simple espacio de representación, un decorado para la instalación de miradas ajenas, que traen aquellos que saben captar con ojo de negocio o de soñador espurio aquello que atrae a los turistas. Cuando uno pasa por los bordes costeros de Castro, por ejemplo, se pueden apreciar a simple vista cómo se han desplazado los habitantes originarios de los palafitos para dar lugar a edificaciones que simulan una cultura, que ocupan el armazón de las construcciones para poner en acción nuevas formas, una estética que evidencia la presencia siempre avasallante de los recursos económicos. “Los ricos siempre encuentran cómo apropiarse de lo bonito”, escuché decir a una señora mayor.
Estamos en presencia de una nueva —otra— colonización de la cultura local. Y debo decir que no creo que haya que conservar a toda costa cada signo tradicional, más bien creo en la necesidad de detenernos a pensar cómo queremos vivir, cómo queremos hacer comunidad en un espacio cuya fragilidad ha quedado expuesta en muchas formas.
Algunos vienen a ocupar el espacio y repiten actitudes que hicieron inhóspitas las ciudades: vehículos ruidosos y enormes entran en las playas; hay tacos en cada ingreso a ciudades y pueblos. Nada más como ejemplo: Duhatao es una playa hermosa cerca de Ancud, ahí se hacían paseos de curso, campamentos, paseos familiares al borde de un río que desemboca en el océano Pacífico. Pues no hace mucho, alguien compró un terreno en un alto y cerró el camino hacia la playa con el argumento de que él invertía para mantenerlo. Prohibió el acceso y nos recuerda esos primeros años de las concesiones marítimas, cuando empezaron los canales a tener dueños y muchos pescadores o mariscadores se vieron acusados de “robar” por realizar labores que son ancestrales.
No es novedad, entonces, que Chiloé sea un lugar de deseo. Lo distinto en este tiempo, es la masividad. Hace mucho ya que las tierras de Chiloé están en venta. Los pequeños propietarios que sostenían una economía de cultivos agrarios, complementados con la pesca y mariscadas, no se ve más. En las islas no hay jóvenes que mantengan los campos, la mayoría se ha ido a las ciudades a trabajar en las empresas salmoneras o conservadoras de mariscos. Se han convertido en exiliados económicos, han vendido su propia tierra, sin entender bien cómo llegaron a ser cuidadores de terrenos que eran suyos.
Los numerosos proyectos inmobiliarios que ofrecen parcelas en cada sector rural, en cada isla chilota, son una amenaza más grave que todos los embates depredadores que sufrimos antes. Como el juego de dominó, el pequeño letrero ofreciendo un campo, ha desatado una presión sobre el suelo y con ello, las consecuencias directas: para construir hay que talar árboles (“limpiar”), con ello se destruye el bosque, eso genera mayor erosión en los suelos, se pierde capacidad de retención del agua. Se altera el hábitat de muchas especies que ya no se recuperarán. Su desaparición nos hace más pobres y con los cambios globales, también se reducen las lluvias. Las modificaciones son irreparables, no solo se trata del paisaje natural sino de nuestra forma de habitar cultural, social, estética, espiritualmente. Un cambio total de identidad.
Sin olvidar que hay un sector de la población que quiere vivir según las pautas del progreso y siente que es un modo de sentirse parte del país, no puedo dejar de dolerme por la venta de las propiedades familiares; por el arribo de tantos que vienen a enriquecerse con nuestros recursos (incluyendo la belleza escénica); por la transformación de las relaciones personales, base de nuestra cultura comunitaria. Mientras se instalan en Chiloé tantos privilegiados que seguirán viajando sin problemas a atenderse en clínicas de Santiago o inaugurarán colegios para que estudien sus hijos, para el isleño seguirá vigente la falta de una salud digna, una buena educación, conexiones adecuadas. Este nuevo Chiloé, un espacio ocupado por quienes usan ciertos elementos de la materialidad despojándola de su alma, de aquello que está en la raíz.
Fotografías: Rodrigo Muñoz Carreño
La dignidad del Cabildo
“La princesa es una niñita que, en las procesiones y fiestas, es llevada en brazos, muy adornada de zarcillos, espejitos y otras zarandajas, y que marcha siempre junto a las andas de la imagen principal. Las princesas son aspirantes a supremas”, dice el texto de Vásquez de Acuña a propósito de la organización del Cabildo que los jesuitas establecieron en las islas del archipiélago. Hay varios cargos más y yo, que viví en una isla pequeña, pude comprobar que esas investiduras hacían sentir a los habitantes de las localidades como personajes importantes, sentían sus acciones provistas de alta dignidad: los dejaban al cuidado de las imágenes sagradas, de guardar la fe durante un año. La familia de las princesas juntaba sus recursos para las celebraciones y se sentía orgullosa de ofrecer abundancia dentro de su pobreza. Para el estudioso de Chiloé, Alberto Trivero, a espaldas de los curas, la princesa seguía bendiciendo corrales de pesca, como rememoración de la Antigua —ancestral— Pincoya. Más cerca de nuestros días, todavía en las celebraciones hay niñas que recitan poemas a la virgen; yo misma iba vestida de blanco con una corona de flores y mi padre llevaba una silla; en cada pausa, me subía allí y recitaba una estrofa. También me llevaban a otras islas.
La necesidad de lo numinoso que había en espíritu de los antiguos habitantes de Chiloé encontró cauce en estos rituales, les infundió majestad, grandeza-gloria-honor-esplendor autoridad-solemnidad-admiración-respeto, entre los suyos y hacia sí mismos. Tuve un tío fiscal, analfabeto, que tenía un traje oscuro y una Biblia, se paraba en el púlpito y recitaba pasajes de memoria. Era una autoridad en su sector, todos lo buscaban por consejo, guía no solo espiritual sino también en aspectos mundanos, como la siembra.
Pienso en la pérdida de sentido del rito y el sacrificio en que nuestra cultura está hoy. Pienso en esta orfandad y en cuán necesitados estamos de una épica. Navegando por canales infinitos, por mundos espejeados, me parece que todas las vidas son posibles, pero también, que necesitamos buscar un noble destino. Una vida que trascienda lo pedestre.
Majestad es la entereza en el aspecto, semblante y acción. Tiene la misma raíz de magisterio, por eso será que Gabriela Mistral hablaba de educar modelando, formando almas, seres enteros o íntegros.
En cambio, nuestros ojos ven en todas partes las huellas de un destino terminal, del fin de una historia. Basura acumulada en caminos vecinales, en las calles donde juegan los niños, en el borde del mar, en el mar mismo, en su íntimo engranaje de riqueza salina. Entonces, escasez de especies, musgo esponjado que se llevan por toneladas y con ellas nuestra agua futura.
Pero no basta con la parálisis del insistente diagnóstico. Sí, es verdad, la crisis tiene esa dimensión mayor, global, planetaria cuyos responsables son otros. Ellos ya están pensando cómo escapar de esta tierra devastada y compran viajes exploratorios hacia el firmamento.
Me interesa la participación en nuestra microhistoria, este vivir acotado, parcial, finito. Cómo cada uno de nosotros puede (y debe) vivir el breve tiempo, su pequeño lugar con la intensidad de una epopeya. “Idea de barrio, concentrar allí en esos pasos, una vida”, digo, citando a Giordano.
Cuando se ridiculiza a la provincia por su aparente sosería, pienso en que —como en cualquier lugar— el asunto es la hondura que logra un ser humano que puede reconocer las diferentes edades que transita en un día. Dar sentido a lo de territorio que supere lo geográfico.
Chiloé se ha convertido en una imagen, copia de sí misma, una postal que muestra la visión despiadada de nuestro territorio como un simple espacio de representación, un decorado para la instalación de miradas ajenas, que traen aquellos que saben captar con ojo de negocio o de soñador espurio aquello que atrae a los turistas.
Entonces, desde estos bordes ondulados, tenemos la oportunidad de revertir el aparente destino de otra zona de sacrificio y ofrecer nuestra lealtad a un paisaje y a una forma de vida. Fijar el ojo en aquello que nos señala: somos islas unidas por eso que las separa, el mar, y desde esa percepción de fragmento que somos, desde esa aspiración a completarnos, a un todo, mantenernos atentos para encontrar cada uno su lugar en la composición general. Y cada uno de nosotros. La acción individual es imprescindible en la transformación del fragmento de mundo que le toca.
Así como los antiguos se internaban en mares desconocidos mirando las estrellas, así podemos cartografiar otra vez nuestro territorio como gesto radical, reconociendo los cambios, dibujando los límites precisos que permitirán otra vida.
“La vida rural nunca me ha parecido miserable”, escuché decir a la poeta china Yu Xiuhua. Qué importante se vuelve mover el eje de los intereses, enfrentar la ferocidad del porvenir con los recursos que aún tenemos: a la falta de alimentos y agua, reconocer el poder de los cultivos y abonos que hicieron nuestros mayores. Cuando el ánimo anda pesimista, miro las fotografías de Sebastián Salgado, quien ha logrado reforestar hectáreas en su pueblo natal. No pretende cambiar el mundo de todos, pero aspira a cambiar el suyo y, en ese camino, ayuda a todos.
Como en las pequeñas islas donde el despoblamiento ha hecho que vuelvan aguas y bosques, así me imagino regresando al fuego de la conversación a gente humilde, dispuesta a escuchar el rumor del universo y bajar la cabeza frente a la inmensidad de lo que no comprende y a celebrar todo aquello que es simple y bueno. Los dones naturales que agradecen con fruición. No es solo la tranquila belleza de lo que está lejos. Cargado con la memoria ha ido sumando otras vidas, viajes, experiencias y se vuelve otro, uno es otro pero, de laguna manera, lo que se mira es verdadero, majestuoso.
Este soplo que somos, este breve punto de luz necesita brillar. Somos territorio acotado, temporalidad. Encontramos significación en nuestra vida buscando acciones épicas que nos representen. Durante años, a propósito de la escritura, tuve pegado en mi escritorio el breve relato “La sombra de la azucena”, sacado de La vida privada y pública de Sócrates:
“El viejo y cansado maestro estaba con miedo de que aquel penoso trabajo le impidiera terminar lo que reputaba la obra maestra de su vida: la sombra de una azucena. Sin embargo, continuó pintando sus diosas galantes hasta cubrir todos los muros y, en cambio, careció de fuerzas para dar forma a aquella sombra”.
Desde el panorama general, nuestros pequeños gestos parecen irrelevantes, pero no lo son. Es en la vida y el actuar de cada habitante donde se dignifica (o no) la vida de los suyos y, en suma, de todos. En este punto resuenan las palabras de Alejo Carpentier en El reino de este mundo:
“Pero la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es. En imponerse Tareas. En el Reino de los Cielos no hay grandeza que conquistar, puesto que allá todo es jerarquía establecida, incógnita despejada, existir sin término, imposibilidad de sacrificio, reposo y deleite. Por ello, agobiado de penas y de Tareas, hermoso dentro de su miseria, capaz de amar en medio de las plagas, el hombre solo puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de este Mundo”.
El antropólogo James Suzman, al inicio de su ensayo Trabajo: una historia de cómo ocupamos el tiempo, se acerca a la definición de trabajo desde una óptica más científica que desde la ética, y por lo mismo mucho menos cuestionable. Según Suzman, fue el matemático francés Gaspard-Gustave de Coriolis quien, a comienzos del siglo XIX, en los albores de la Revolución Industrial, introdujo el término trabajo en la ciencia moderna para describir, desde la física, la fuerza que era necesaria aplicar para mover un objeto desde el punto A hasta el punto B. Podría haber dicho Suzman, por cierto, que la palabra trabajo, de raíz latina, significó por largo tiempo tortura, pero al no hacerlo logra tener cierta ventaja estratégica: le permite pensar en el trabajo más como una institución moldeada por energías en vez de tener que vérselas directamente con los padecimientos del diario vivir laboral. Si los hombres son también “máquinas termodinámicas, al igual que las máquinas de vapor”, como lo define Suzman, no resulta tan extraño ver al trabajo como un gran tablero de fuerzas intercambiables.
Aunque el libro de Suzman toca con cierta homogeneidad casi todos los grandes dilemas actuales y pasados en torno al trabajo, son las grandes revoluciones energéticas las que establecen sus ejes reales. El descubrimiento del fuego hace más de 300 mil años; la transición a la agricultura y la domesticación de animales, hace 10 mil años, y el uso de combustibles fósiles en la Revolución Industrial prefiguraron gran parte del desarrollo cultural de las labores. Y si bien esta tesis no pretende ser novedosa, la fijación por los hallazgos arqueológicos y antropológicos recientes hace que Trabajo le agregue ciertos matices. En parte, esto se debe a la formación de Suzman, quien se ha dedicado a estudiar al pueblo ju/’hoan, un grupo de cazadores-recolectores que habitan al norte del desierto de Kalahari, en la frontera entre Namibia y Angola, y que se convirtió desde los años 60 en objeto de estudio para determinar las dinámicas del nomadismo. Los ju/’hoansis (despojados ahora de sus antiguas tierras, relegados a zonas de asentamiento en Namibia) trabajaban 15 horas a la semana y conseguían su alimento mediante la “caza de persistencia”, en que el cazador persigue a su presa “sin descanso, sin darle ninguna oportunidad de descansar, hasta que con el tiempo el animal, deshidratado y con delirios, se quedaba inmóvil, e invita al cazador a quitarle la vida”. El resto del tiempo vivían satisfechos, sin aparentes preocupaciones, y se dedicaban al ocio. Sugiere Suzman que así pudieron ser los pueblos previos al sedentarismo y el advenimiento de la agricultura: vivían bajo un “feroz igualitarismo”, en el que las nociones de esfuerzo, acumulación e interés carecían de sentido.
Pero la revolución agrícola, continúa el autor, permitió el crecimiento de la población humana y “transformó fundamentalmente la forma en que las personas interactuaban con el mundo: cómo pensaban en su lugar dentro del cosmos y su relación con los dioses, su tierra, su entorno y entre ellas”. Se dominó el cultivo, se domesticaron animales como bueyes, caballos de tiro, perros y elefantes, y se desarrolló el “trabajo especializado a tiempo completo”; con ello, una nueva preocupación por la escasez y la obsesión por el esfuerzo. De ahí se derivan la creación de castas, la escritura y una primera noción sobre la justicia del trabajo. La diversificación de funciones permitió cierta comparación y un grado de mérito (o demérito) sobre las funciones, así como nuevas actitudes morales a propósito del ocio y el esfuerzo. Actualmente, quienes no trabajan son haraganes y quienes se esfuerzan y trabajan son personas “de buena voluntad”, dice Suzman. Además, en un abrir y cerrar de ojos evolutivo, fue construyéndose la institución de la esclavitud por parte de las primeras grandes civilizaciones agrarias.
El trabajo contemporáneo (regulador de salarios, horas laborales y accidentes) es la última gran conquista del derecho. Suzman afirma que no fue sino hasta mediados del siglo XIX que en Inglaterra no se limitó la explotación laboral infantil o las semanas laborales de mujeres y niños, y solo después de la Segunda Guerra Mundial fueron limitadas las horas de trabajo de los hombres, lo que muestra hasta qué punto la eficacia de su regulación ha sido, por decirlo con un eufemismo, gradual.
La esclavitud fue una institución bien extendida por los antiguos pueblos agrícolas y varias de las grandes civilizaciones posteriores, que la racionalizaron y legalizaron para obtener una nueva fuente de energía. La esclavitud era por sobre todo una condición legal, una “muerte social”, en que el esclavo “no podía apelar a las reglas sociales que regían el comportamiento entre los hombres libres”, y en que apenas tenían derechos: eran “máquinas de trabajo inteligente”, como dice Suzman. En el derecho romano y en las legislaciones posteriores se observan limitaciones jurídicas a los amos sobre sus esclavos tan mínimas que da algo de vergüenza mencionarlas. Su abolición, a comienzos del siglo XIX, tras 1.500 años de historia esclavista, coincidió con el auge de la Revolución Industrial y el desarrollo del cosmopolitismo moderno. Sin esa conjunción, el devenir del trabajo contemporáneo sería incomprensible.
Por esa razón, el trabajo contemporáneo (regulador de salarios, horas laborales y accidentes) es la última gran conquista del derecho. Suzman afirma que no fue sino hasta mediados del siglo XIX que en Inglaterra no se limitó la explotación laboral infantil o las semanas laborales de mujeres y niños, y solo después de la Segunda Guerra Mundial fueron limitadas las horas de trabajo de los hombres, lo que muestra hasta qué punto la eficacia de su regulación ha sido, por decirlo con un eufemismo, gradual. Lo cierto es que sin la promesa del derecho (la promesa de que el trabajo, siendo una institución injusta, puede volverse justa), las labores actuales pierden sus contornos y sentido. Por ello, Suzman tiene razón al poner como contrapunto a los ju/’hoansis del África subsahariana: si bien nuestros antepasados debieron tener razones de peso para privilegiar el sedentarismo, el mundo de los cazadores-recolectores posee dos ventajas: la sensación de recompensa inmediata por el trabajo realizado, que redundaba en una mayor satisfacción, y lo que él llama su “feroz igualitarismo”: entre ellos no había diferencias sustanciales porque todos se dedicaban a lo mismo, disfrutaban de lo mismo y el control social era eficaz e inmediato.
Resulta difícil pensar hoy en algo parecido a ese “feroz igualitarismo” en el mundo del trabajo. Parece un anhelo extraño, olvidado en la suma de fracasos y sueños frustrados de la lucha de la clase obrera. Incluso cuando, en pleno siglo XIX, fueron armándose grupos de trabajadores que saboteaban máquinas, provocaban incendios y produjeron un “estado de insurrección sin paralelo en la historia”, el derecho supo neutralizar sus pretensiones igualitarias bajo la forma del sindicalismo y la huelga. Esta última es una institución insólita, casi excepcional en el mundo del derecho. Es una de las pocas instituciones (como la legítima defensa) en que el derecho ampara la violencia, o al menos una clase bastante dócil de violencia. Este punto fue bien observado por Canetti en Masa y poder, quien tuvo la idea de su libro cuando vio una manifestación obrera en Frankfurt, allá por 1925: “Los trabajadores están habituados a realizar su trabajo regularmente, a ciertas horas. Cumplen tareas de la más diversa especie, uno tiene que hacer esto, el otro algo muy distinto. A una y la misma hora se presentan, y a una y la misma hora abandonan el lugar de trabajo. Su igualdad, por cierto, no va muy lejos y no basta para llevar a la formación de masa. Pero cuando se llega a la huelga, los trabajadores se convierten en iguales de una manera más unificadora: en la negativa de seguir trabajando. La prohibición del trabajo genera una actitud aguda y resistente”.
Suzman tiene razón al poner como contrapunto a los ju/’hoansis del África subsahariana: si bien nuestros antepasados debieron tener razones de peso para privilegiar el sedentarismo, el mundo de los cazadores-recolectores posee dos ventajas: la sensación de recompensa inmediata por el trabajo realizado y su ‘feroz igualitarismo’: entre ellos no había diferencias sustanciales porque todos se dedicaban a lo mismo, disfrutaban de lo mismo y el control social era eficaz e inmediato.
Esta actitud aguda y resistente bien podría llamarse también una energía que el derecho ha sabido contener bajo la apariencia de justicia. Suzman, sin tanta claridad sobre este punto, logra avizorar algo de su importancia. Dice que “los movimientos laborales y después los sindicatos han centrado casi todos sus recursos en asegurar un salario mejor para sus miembros y más tiempo libre para gastarlos en lugar de intentar que sus trabajos fueran interesantes o satisfactorios”, pero olvida (aunque le serviría para las pretensiones de su libro) que muchos movimientos laborales tenían como fin abolir la idea misma de trabajo.
Georges Sorel, en Reflexiones sobre la violencia, escrito en 1908, distingue dos clases de huelga. El primer tipo, que llama “política”, es la instaurada por el derecho: “La huelga general política muestra cómo el Estado no pierde en ella nada de su fuerza, cómo el poder se puede transmitir entre unos y otros privilegiados, y cómo el pueblo de los productores cambiará de amos simplemente”. Frente a esa huelga general política, la huelga general proletaria “suprime todas las consecuencias ideológicas de toda política social posible, pues sus partidarios consideran burguesas hasta las más populares de las reformas”.
Esta distinción es un tema que el libro de Suzman apenas menciona (solo por dar un ejemplo, habla de Marx solo seis veces), pero que puede verse como una reactualización del conflicto nómade-sedentario: si el nomadismo es proletario e igualitario, el sedentarismo es burgués y político. Con vehemencia, Suzman cree ver en el ejemplo de los ju/’hoansis un modelo a seguir que se ha vuelto cliché: la exaltación del ocio y la vida lenta, el caminar, el aprovechamiento sustentable de los recursos como opuesto político al capitalismo tardío, caracterizado por una inequidad irreconciliable entre los salarios recibidos por los trabajadores frente a las grandes utilidades de los dueños y directores de las empresas. Pero eso supone ver el asunto en términos morales, no energéticos. Si trabajar sigue siendo un asunto de energía, debiésemos detenernos más en la única fuerza posible de contrarrestar la inercia actual: la fuerza de la masa. Pocos ven hoy en día a los sindicatos y los huelguistas como interlocutores válidos. Suzman apenas los menciona. Quizás sea hora de volver a pensar en ellos como un verdadero contrapeso a la precariedad actual de las relaciones laborales.
Trabajo. Una historia de cómo empleamos el tiempo, James Suzman, Debate, 2021, 392 páginas, €23.
Cuando tenía 22 años y era todavía una escritora inédita, Cynthia Ozick (1928) decidió transformarse en Henry James. Vivía encerrada en una habitación empapelada de amarillo, leyendo como obsesa, y aunque había sido una sobresaliente alumna de literatura inglesa en la Universidad de Nueva York, abandonó el doctorado para dedicarse a crear la Gran Obra, una novela sagrada, sublime y fulgurante. En su ensayo “La lección del maestro” confiesa que si bien tenía claro que ella no era brillante y tampoco muy prolífica, “encarnaba la idea de James, pertenecía a su culto, era una adoradora de la literatura, que era mi único altar: como el Henry James calvo y entrado en años, yo era una sacerdotisa y aquel altar era mi vida entera”.
Basta imaginarse a esta mujer miope, que había crecido en una familia de inmigrantes judíos rusos en el Bronx, para comprender cuánto la irritaba, por esos años, la figura (y la influencia) de Susan Sontag. A mediados de los 60, Ozick mantenía una “guerra privada” con la autora de Contra la interpretación, aunque esta última, claro, nunca se enteró. Ozick responsabiliza a Sontag de contribuir a la disolución de las jerarquías al vincular a Patti Smith con Nietzsche o al sepultar la novela, en su forma más tradicional, en aras de estructuras experimentales, formas y lenguajes que dieran cuenta de la conciencia astillada del sujeto contemporáneo.
Ozick, que aún era Henry James, creía en los personajes, en las tramas y subtramas, en la tensión narrativa, en el realismo. Publicó su primera novela, Trust, recién a los 37 años. No pasó mucho, pero logró salir de ese limbo en que se encontraba justamente con una historia de 650 páginas que homenajea a su maestro.
Demoró casi dos décadas en sacar su segunda novela, Galaxia caníbal, quizás porque se concentró en la escritura de cuentos, género en el que se la considera una maestra indiscutida. “El chal” bien puede ser una de las cimas de la narrativa del siglo XX: nueve páginas donde tres mujeres (una madre, su hija y una sobrina), más una manta que abriga, consuela y alimenta, intentan conservar la vida en un campo de concentración. Nada es explícito y el horror posee la lógica de los relatos de Kafka: se lo describe como una verdad inapelable que cae sobre los cuerpos, sin espacio para la compasión ni el azar.
El relato es de 1980, y tres años después Ozick publicó una especie de complemento, “Rosa”, sobre la vida de la madre en Miami, una reflexión desquiciada (a lo Thomas Bernhard, trágica y cómica a la vez) acerca del odio como única pasión de los sobrevivientes.
‘La lección del maestro’ es una sentida confesión sobre el que fue quizá su mayor error de juventud: transformarse en Henry James. Creer a pie juntillas en que para crear una obra de arte hay que vivir de manera inmaculada, que el matrimonio y los hijos son una distracción (James habla de maldición) y que solo si la obra es grandiosa el esfuerzo adquiere sentido.
La inteligencia, la sensibilidad y el carácter único de Ozick, serio y chispeante, mordaz y generoso, alcanza niveles superlativos en el ensayo, un género que para ella está amenazado por la actualidad, por el “Ahora”, y también por la superficialidad. Para Ozick, el ensayo se construye con lenguaje, personalidad y coraje, no con tesis que hay que demostrar ni con opiniones. Al igual que en Hazlitt, De Quincey y Stevenson, posee el estilo libre de una mente que zigzaguea en torno a un tema.
¿Y de qué habla?
De literatura, su altar, pero también de su época y de cómo se ha erosionado la idea de una cultura común. No teme parecer elitista. Cree en la distinción y en las jerarquías; busca y logra crear algo extraordinario: conmover con el intelecto.
A la hora de despejar confusiones no le tiembla el pulso: desdeña a quienes escriben a partir de sus desventajas biográficas, sospecha del afán de las nuevas generaciones por reinventar el arte, la irrita sobremanera la indiferencia ante una crítica seria y la influencia de un show como el de Oprah; le molesta que los papers se erijan como las sagradas escrituras de la academia, que evalúa los textos en función de si calzan o no con los valores progresistas. Es despiadada con Capote y los Beat, y puede escribir admirativamente sobre Saul Bellow, Sylvia Plath, W.H. Auden, Edmund Wilson, Lionel Trilling (su maestro) y James Wood.
Por cierto, Cynthia Ozick a sus 93 años ya no es Henry James. En algún momento de su trayectoria se dio cuenta de que ella tampoco había estado a salvo de errores y malentendidos. Ese ensayo, “La lección del maestro”, es una sentida confesión sobre el que fue quizá su mayor error de juventud: transformarse en Henry James. Creer a pie juntillas en que para crear una obra de arte hay que vivir de manera inmaculada, que el matrimonio y los hijos son una distracción (James habla de maldición) y que solo si la obra es grandiosa el esfuerzo adquiere sentido; todo ese discurso solemne y categórico que aparece en la novela La lección del maestro le costó, según sus propias palabras, la juventud. Sí, Ozick comulgó con ese credo que separa el arte de la vida, las pasiones de la creación, pero con el tiempo se dio cuenta de que la vida la alcanzaba, con sus angustias, enfermedades, penas y desilusiones. Y que la “Sublime Literatura” no la abrazaba nunca. De pronto, de esa constatación surge su inmensa ironía.
Para Ozick, al final, La lección del maestro no se trata del genio ni de la ambición, sino de los peligros que acarrea obnubilarse con la meta en vez de concentrarse en el camino.
Producto de complicaciones de la enfermedad de Parkinson, murió hoy a los 87 años la escritora norteamericana Joan Didion. Conocida como una de las precursoras del Nuevo periodismo, fue autora de una decena de libros, en los que observó a la sociedad norteamericana y a ella misma con gran honestidad.
En 2017, Netflix estrenó el documental Joan Didion: El centro cederá, dirigido por su sobrino Griffin Dunne, en el que repasa su vida y los grandes hitos de su trayectoria. “Me gustaba sentarme y ver a la gente hacer lo que hacía. No me gusta hacer preguntas. Escribí un artículo sobre Jim Morrison: la gente del rock era el sujeto ideal para mí, viven sus vidas frente a ti”, dice en la película la autora, quien durante los 60 produjo importantes crónicas sobre el movimiento hippie, el Partido de las Panteras negras y la Familia Manson.
Sus primeros artículos sobre política aparecieron en The New York Review of Books, a petición del editor Bob Silver. Consultado en la película sobre por qué pensó en la autora para abordar ese tema, responde: “Bueno, por hablar con ella y leer su trabajo, vi que era inmensamente culta y perceptiva. Una observadora sagaz. Y quería saber por propia curiosidad, como editor y como amigo, lo que ella pensaba”.
Además de sus importantes aportes en el periodismo, Didion también desarrolló alabadas obras autobiográficas, destacando en ese ámbito sus libros El año del pensamiento mágico y Noches azules, en las que aborda, respectivamente, la muerte repentina de su marido, el también escritor John Gregory Dunne, y de su hija Quintana.
“Siempre he considerado que si examinas algo, da menos miedo. Siempre tuvimos la teoría de que si mantienes una serpiente a la vista la serpiente no te morderá. Así es como me siento sobre confrontar el dolor. Quiero saber dónde está”, confiesa en El centro cederá.
“El dolor resulta ser un lugar que nadie conoce hasta que se llega”, dice sobre los motivos que la llevaron a escribir El año del pensamiento mágico. “Sabemos que alguien cercano a nosotros puede morir y esperamos sentirnos conmocionados (…) La razón por la que tuve que escribirlo fue que nadie nunca me contó cómo era. Resultó ser un mecanismo de adaptación pero no lo planeé de ese modo”.
La obra recibió el National Book Award y ella misma la adaptó como una obra de teatro para Broadway. “Todos sabemos que si queremos vivir, llega un tiempo en que debemos renunciar a nuestros muertos”, reflexiona. “Dejarlos ir, que sigan muertos. Dejarlos ir hacia las aguas. Dejarlos convertirse en la foto sobre la mesa”.
Si me preguntaran cuál es tu escritor favorito de los Estados Unidos, diría Julia de Burgos. Tendría la respuesta afilada. La pregunta sobre el escritor de cierto país proyecta el nombre de un hombre, y también de una identidad nacional en la que no caben sus colonias. Julia de Burgos es de Puerto Rico, pero vivió buena parte de su vida en EE.UU., se escribió ahí, en eso que llamó “este gran imperio de soledad/ y oscuridad”, e imaginó su muerte ahí. Releo su Obra poética porque está cargada de imágenes memorables, muchas dignas de un buen grafiti. Qué gusto sería tropezarse en alguna esquina con: “Todas las horas pasan con la muerte en los hombros./ Yo sola sigo quieta con mi sombra en los brazos”.
Volver a su íntima poesía me hace querer encontrarla en los espacios públicos. En los muros, en la memoria de alguien que la cite. No como monumento, sino en forma de verso. Es que se ha transformado en un monumento. Así, literal. En Puerto Rico es la poeta nacional: hay estatuas, calles, escuelas, museos que llevan su nombre. Lo mismo en EE.UU., donde hicieron hasta una estampita de ella. Pero su poesía es más importante y bella que una estatua o su nombre en una placa.
Nació en 1914, en el pueblo de Carolina, fue la mayor de 13 hermanos y tuvo una vida difícil, como dicen los puertorriqueños, entre uno y otro lado del charco. Sus viajes literarios y geográficos expresan una pregunta por la identidad y la convicción de que la poesía es un medio para producir el yo. Uno de sus poemas más conocidos, “Yo misma fui mi ruta”, dice: “yo quise ser como los hombres quisieron que yo fuese:/ un intento de vida; un juego al escondite con mi ser”, demostrando tempranamente su interés por el feminismo. Pero sus luchas políticas (independentista y feminista) eran antes un proyecto poético, que se rehusaba a definir una moral o una identidad. Hay varios poemas que escribe a Julia de Burgos en los que se opone a sí misma (“Ya las gentes murmuran que yo soy tu enemiga/ porque dicen que en verso doy al mundo tu yo”), se define categóricamente (“la esencia soy yo”) o se glorifica (“yo la flor del pueblo”).
En “Pentacromía”, uno de sus poemas más interesantes, se transfigura en una serie de identidades masculinas: “quiero ser hombre”, dice varias veces, enumerando posibilidades ejemplares (Don Quijote, un obrero), para rematar con un Don Juan, “y a Julia de Burgos violar”. En la escritura se transforma en aquello que la oprime, no para combatirlo sino para afirmarlo (“el violador soy yo”, cantaría Julia de Burgos). Se escribe en su poesía y se contradice en su poesía, siempre como un sujeto deseante.
Se casó tres veces, vivió en Cuba, Washington y finalmente en Nueva York, donde pasó sus últimos años. Tuvo algunos éxitos literarios, como el reconocimiento de la intelectualidad boricua y cubana, pero su vida no fue fácil, ni económica ni emocionalmente.
Se casó tres veces, vivió en Cuba, Washington y finalmente en Nueva York, donde pasó sus últimos años. Tuvo algunos éxitos literarios, como el reconocimiento de la intelectualidad boricua y cubana, pero su vida no fue fácil, ni económica ni emocionalmente. En su poema “Sombras” escribe: “Poco a poco mis pasos se me fueron doblando,/ y sentí en mis espaldas algo así como un peso”. Quiere escribir su independencia: vuelve constantemente a la idea de no tener orillas, como instalándose al margen del margen, o como un brote, “de los suelos sin historia/ de los suelos sin porvenir,/ del suelo siempre suelo sin orillas” (“Yo misma fui mi ruta”).
Con todo, su grito es estéril. Sabe que sus versos le sirven como un espejo que está de antemano deformado. “¿Y todo para qué?”, se pregunta finalmente. “Para seguir siendo la misma” (“Momentos”).
Desde fines de los 40 estuvo sola, pobre y cayó recurrentemente en hospitales de Nueva York, con muchos problemas de salud agravados por su alcoholismo. “Poema para mi muerte” se lee no como elegía, sino con un deseo onírico, casi triunfal, de la muerte como un acto de libertad, de un último y feliz desarraigo. “¡Con qué fiera alegría comenzarán mis huesos/ a buscar ventanitas por la carne morena/ y yo, dándome, dándome, feroz y libremente/ a la intemperie y sola rompiendo cadenas!”.
En 1953 cayó inconsciente en una calle y murió, sin ser identificada, en un hospital. La enterraron bajo el nombre de Jane Doe, es decir, Fulana de Tal. “Debe ser la caricia de lo inútil,/ la tristeza sin fin de ser poeta”, había escrito en “Canción amarga”. Releo a Julia de Burgos por su lealtad a lo inservible de la poesía.
Yo soy mi ruta. Antología poética, Julia de Burgos, Torremozas, 2019, 120 páginas, $11.000.
Estos años de plaga, en su versión siglo XXI, han sido de experimentación, y en tiempo real. Desde el desarrollo de vacunas hasta los planes de confinamiento, pasando, por cierto, por los esquemas masivos de ayudas económicas a la población. Experimentos, ensayo y error, desafío de los caminos convencionales: todo aquello hubiera sido impensado en el mundo precovid. Pero esta cantidad de acciones y decisiones “fuera de la caja” podría s