No es tarea fácil ponerle nombre a una antigua imagen de uno de los primeros emperadores romanos y lograr que se ajuste bien. En ausencia de un pedestal o inscripción, una cara puede ser identificada volviéndose hacia dos guías importantes. En sus Vidas de los doce césares, el biógrafo y anticuario Suetonio (69-122 a.C.) describe las apariencias de Julio César y los 11 emperadores que lo siguieron hasta Domiciano. Estos bocetos diminutos pueden luego ser complementados con los retratos en miniatura estampados en las monedas romanas. Incluso cuando usamos estos recursos, los juicios raramente son incontrovertibles. Tómese, por ejemplo, el caso del Vitelio Grimani. Legado a Venecia por el cardenal Domenico Grimani en 1523, este antiguo busto de mármol fue identificado como una representación del emperador Vitelio, quien reinó por la mayor parte del año 69 a.C., sobre la base de una “coincidencia” con la evidencia numismática (sorprenderá a muchos enterarse de que este busto es “quizá el más reconocible y replicado de todos los retratos imperiales”, con un papel protagónico incluso en la frenología del siglo XIX). Recientemente, sin embargo, el Vitelio Grimani ha sido degradado a “ignoto” Grimani: de manera más bien decepcionante, ahora se considera que el busto representa a un romano desconocido del siglo II a. C.
Los escritos de Suetonio y los retratos en las monedas antiguas han servido como la principal inspiración para las imágenes de los emperadores romanos en el arte occidental desde el Renacimiento. En Doce césares, el hermosamente ilustrado libro que se basa en sus conferencias A. W. Mellon en bellas artes del año 2011, Mary Beard entrega una clase magistral a los historiadores del arte y los clasicistas sobre los desafíos de la interpretación y las potencialidades del sentido en esta descuidada área de los estudios clásicos, tan importante para el poder político visual de la élite entre los siglos XV y XIX.
El estudio de Beard destaca también tonos simbólicos más oscuros. En otra revisión de la erudición del arte histórico, Beard considera la inquietante visión de la guerra civil del poeta Lucano, del siglo I d.C., como la fuente de los tapices flamencos que colgaban en el Palacio Hampton Court en la época de Enrique VIII y que fueron descartados en el siglo XIX.
Beard está en su mejor y más entretenido momento cuando juega el papel de detective, descubriendo detalles, derrumbando las ideas recibidas, y desenredando la historia de las atribuciones. A fines del siglo XVI, en misteriosas circunstancias, fue elaborado un magnífico conjunto de 12 grandes platos de plata dorada en lo que fue el primer intento de ilustrar episodios de las Vidas de los doce césares, de Suetonio, sobre un objeto de arte. En cada plato se han grabado cuatro escenas escogidas de la vida de un emperador diferente. Además, fijados en el centro de cada cuenco está la estatuilla etiquetada con su nombre representando al emperador en cuestión. Los 12 platos, conocidos como los Aldobrandini Tazze, de acuerdo con el nombre de un dueño inicial, terminaron finalmente dispersos en el siglo XIX. Cuando Mary Beard examinó el plato que ahora se encuentra en el Museo Victoria & Albert, con las Vidas de Suetonio en la mano, ella se percató de que “se había unido el emperador equivocado al cuenco equivocado”: las escenas en el plato representaban episodios de la vida de Tiberio, no de Domiciano, quien era la figura retratada en la estatuilla. Las estatuillas han sido vinculadas a los cuencos equivocados —el resultado, quiero pensar, de una limpieza mal hecha después de un juego de “empareje al emperador con su plato” en una fiesta cuando los Tazze estuvieron por última vez bajo una propiedad única. Para Beard, la historia ilustra los “peligros de las identificaciones erróneas” en una escena moderna.
En algún sentido, Doce césares es una extendida demostración de la influencia de las Vidas de los doce césares. Los artistas, sin embargo, no siempre se sintieron compelidos a seguir con exactitud la selección de Suetonio, a veces omitiendo figuras conocidas de la serie de retratos imperiales o dejando emperadores adentro o afuera. La secuencia de retratos de Tiziano, Once Césares (sans Domiciano), ofrece el más intrincado y fascinante caso de estudio sobre la recepción. Inspirados en las monedas romanas y en la escultura antigua, estos retratos fueron “el rostro” de los emperadores romanos en el siglo XIX, conocidos sobre todo a través de las versiones de grabado producidas por Aegidius Sadeler en la década de 1620 (los Tizianos originales ya no existen). En la década de 1530, Federico Gonzaga, duque de Mantua, comisionó las pinturas para una “Sala de los Césares” dedicada a ellos. Hacia la década de 1630, los Once Césares estaban en posesión de Carlos I en Inglaterra, donde fueron separados: un grupo de siete de ellos fueron colgados en la “galería” del Palacio de St. James, un espacio dominado por el retrato ecuestre de Carlos por Van Dyck (haciendo eco de la estatua ecuestre antigua de Marco Aurelio en Roma) y la pintura de Guido Reni de la apoteosis de Hércules. Los cuatro restantes fueron colocados en otros palacios. Después de la muerte de Carlos, las pinturas se trasladaron al Alcázar Real de Felipe IV en Madrid, donde se destruyeron en el incendio de 1734. Solamente podemos reconstruir la historia temprana de este complicado relato porque unos dibujos de la sala Gonzaga, que incluyen los Tizianos, fueron realizados en la década de 1560 para Alberto V de Baviera, quien esperaba recrearla en su propia Kunstkammer. Copias de los Once Césares de propiedad del emperador Rodolfo II de Praga proporcionaron la fuente para los grabados de Sadeler, que “inundaron a centenares, si no a miles, las bibliotecas de Europa y los salones de la burguesía”.
La Sala de los Emperadores de los Museos Capitolinos tal como estaba organizada en la década de 1890, con la llamada “Agripina” en el centro.
El relato de los Once Césares de Tiziano ilustra la segunda preocupación principal de Beard: el comentario que las imágenes de los emperadores romanos ofrecen sobre el poder contemporáneo. ¿Por qué Tiziano produjo a los Césares y omitió a Domiciano? ¿Qué mensajes imaginamos que transmiten estos retratos? Como Beard sugiere de manera intrigante, Tiziano bien puede haber omitido al último de los emperadores flavianos porque, como callejón sin salida dinástico, Domiciano arriesgaba desbaratar un intento del duque de Mantua por legitimar el gobierno de la familia Gonzaga a través de la asociación con los emperadores romanos y su interminable sucesión. En el contexto de Inglaterra, la representación de Tiziano de “monarcas” romanos flotando entre el estatuto humano y el de la deidad, era un indicio de la pretensión de Carlos de gobernar por derecho divino. El estudio de Beard destaca también tonos simbólicos más oscuros. En otra revisión de la erudición del arte histórico, Beard considera la inquietante visión de la guerra civil del poeta Lucano, del siglo I d.C., como la fuente de los tapices flamencos que colgaban en el Palacio Hampton Court en la época de Enrique VIII y que fueron descartados en el siglo XIX.
Un rango de tonos similar puede encontrarse en las representaciones de mujeres imperiales que también explora Beard. La pintura de Benjamin West, Agripina desembarcando en Bríndisi con las cenizas de Germánico (1768), visualizaba las antiguas caracterizaciones de la devoción de Agripina la Mayor a la memoria de su marido, el comandante militar Germánico. La pintura, observa Beard, consolidó el prestigio de West en Inglaterra, en parte por su influencia sobre la reputación de la madre de Jorge III, la princesa Augusta: alguna vez satirizada como Agripina la Menor, quien había dominado a su hijo Nerón, la ennoblecida viuda Augusta podía ahora ser reimaginada como Agripina la Mayor, la viuda leal. Por contraste, las representaciones de Mesalina, la esposa de Claudio, se aprovechaban de su antigua notoriedad por su sexualidad “desenfrenada”, basada en acusaciones de que ella se entregó a la prostitución y que “desposó” a su amante. James Gillray, por ejemplo, usa un busto en miniatura de Mesalina como un accesorio sugerente en una viñeta de 1801, ridiculizando a Emma Hamilton, la amante de lord Nelson. Tales imágenes eran un medio para el comentario moral y político sobre las mujeres y dinastías contemporáneas.
Las representaciones visuales modernas de los emperadores romanos desde hace tiempo han proporcionado un enfoque para los debates sobre ‘el poder y su descontento’. Beard apunta a las diferentes interpretaciones que tales imágenes pueden inspirar: los retratos de los emperadores romanos podrían servir como legitimadores del poder dinástico o como emblemas de corrupción.
Las representaciones visuales modernas de los emperadores romanos desde hace tiempo han proporcionado un enfoque para los debates sobre “el poder y su descontento”. Beard apunta a las diferentes interpretaciones que tales imágenes pueden inspirar: los retratos de los emperadores romanos podrían servir como legitimadores del poder dinástico o como emblemas de corrupción (el punto es extendido, en un vistazo pasajero, a las actuales “guerras de esculturas”: “La función de los retratos conmemorativos no es simplemente una celebración”, escribe Beard). Pero a pesar de la inclinación de Beard por preguntar cuestiones problemáticas y perseguir lecturas subversivas, su análisis tiene ciertas limitaciones. Crucial para apreciar la toma de posesión e importación de estas imágenes es entender el estatus de la antigua Roma en la cultura occidental desde el Renacimiento. La pregunta: “¿por qué los emperadores romanos?”, nunca se aborda. La respuesta nos contaría por qué aproximadamente 150 mil copias de las Vidas de Suetonio fueron impresas en Europa entre 1470 y 1700, y por qué el retrato moderno europeo fue tan profundamente influenciado por las imágenes antiguas de los emperadores romanos, de manera que no se trata de “una mera extravagancia de la moda” que las élites antes del siglo XIX fueran a menudo representadas con vestimenta romana. Por supuesto, los historiadores del arte conocen bien los contornos de este paisaje más amplio, y estarán agradecidos de Beard por iluminar su fértil aspecto clásico. Doce césares es una refinada adición a una distinguida serie.
Artículo aparecido en The Literary Review nº 500 (2021). Traducción: Patricio Tapia.
Imagen de portada: “El emperador Augusto reprende a Cornelius Cinna por su traición”, de Étienne-Jean Delécluze, 1884.
Doce césares, Mary Beard, Editorial Crítica, 2021, 456 páginas, $29.900.
El mundo entero se enfrenta a un momento de crisis. La pandemia de coronavirus obligó a todas las sociedades, al mismo tiempo, a repensar sus prioridades y tomar medidas urgentes, y donde se mire la democracia y la economía están en problemas. Por no hablar de la emergencia climática: el más importante de los desafíos, todavía sin una respuesta proporcional a su magnitud. Tampoco, nada asegura que superada la pandemia de Covid-19 salgamos mejor parados, y la guerra en Ucrania es un ejemplo de que el horizonte podría tornarse aún más oscuro.
Si hay una certeza, quizás esta sea que vivimos en un mundo incierto. Tal como la periodista Paula Escobar Chavarría decidió titular su más reciente libro, Un mundo incierto. Treinta conversaciones, volumen en el que se reúnen algunas de sus entrevistas con personajes destacados del ámbito de las humanidades y la ciencia, que realizó para el diario La Tercera entre marzo de 2020 y el año pasado. Crisis de la democracia y la autoridad; cambio climático y pandemia; cuestionamiento de los roles de género, de la historia y sus protagonistas; la migración, la desigualdad económica y el nacionalismo… son algunos de los temas que aborda la periodista y entre sus entrevistados se encuentran Yuval Noah Harari, Michael Sandel, Steven Pinker, Martha Nussbaum, Mary Beard, Jared Diamond, Branko Milanovic y Esther Duflo.
‘Los desastres ahora caen sobre las sociedades modernas mucho más rápidamente. (…) El Imperio Romano se parece mucho más al mundo del siglo XIX, con ciertos grados de interconectividad y, en otras áreas, dichosa ignorancia’, dice el historiador Peter Brown.
En poco menos de 300 páginas, el libro tiene el valor de sintetizar buena parte de los debates que hoy animan la discusión intelectual. Debido a su enfoque en la actualidad, normalmente en estas entrevistas se vuelve sobre ciertos temas y se repiten preguntas, lo que permite confrontar los puntos de vista expresados. Esto ocurre particularmente con la coyuntura del Covid-19, sobre la que son consultados casi la totalidad de los entrevistados. Una pregunta que vuelve con especial regularidad es sobre los efectos que tendrá la pandemia. La etóloga Jane Goodall plantea que “va a haber cientos de miles de personas que habrán visto cómo el mundo debiera ser, y cómo puede ser, y que no querrán volver a la misma manera de hacer las cosas”. Y, en la misma línea “optimista”, el psiquiatra Boris Cyrulnik dice que “va a haber un resurgimiento del apego, vamos a viajar y consumir menos”, opción, sin embargo, que podría no materializarse “si los economistas quieren reembolsar la deuda (contraída por el Covid)” y “aumentar la intensidad del trabajo de hombres y mujeres”.
En general, la noción de la crisis como una oportunidad para la innovación social, o incluso para el “reseteo”, se repite entre los entrevistados. Una perspectiva más escéptica la ofrece el sociólogo Gilles Lipovetsky, para quien es equivocado el “diagnóstico de creer que los individuos y los consumidores van a cambiar”, porque “el consumo, el deseo de producir, de viajar, de conocer el mundo, de distraerse, son cosas que no son simplemente producto del marketing y la publicidad, sino que se inscriben dentro de la esencia de la modernidad”. Por su parte, el historiador Yuval Noah Harari piensa que la epidemia del coronavirus podría marcar un hito importante en la historia de la vigilancia y propone un escenario distópico. “Imagine un Estado totalitario en 10 años más, que exija que cada ciudadano use un brazalete biométrico que lo vigile las 24 horas del día”, dice. “Mediante el uso de nuestra creciente comprensión del cuerpo y el cerebro humano, y el uso de los inmensos poderes del aprendizaje automático, el régimen podría por primera vez en la historia saber qué sienten todos y cada uno de los ciudadanos en cada momento”.
Este libro vuelve a recordarnos que en el periodismo no solo importan los hechos sino también las ideas y el conjunto de entrevistados aquí recogidos no puede ser más pertinente como panorámica de la esfera intelectual. Estamos en un mundo incierto (qué duda cabe) pero en ningún caso vacío de interpretaciones, propuestas y esperanzas.
Discurso político, discurso publicitario
La crisis de la democracia es otro tema que cruza el libro. Uno de los factores que suele identificarse como parte del problema son las redes sociales y su impacto en la veracidad de la información, la radicalización del debate y la intolerancia, la velocidad de los cambios y la frivolización del compromiso político. “El discurso político se ha convertido casi en su totalidad en un discurso publicitario”, opina el filósofo Luc Ferry. “Lamentablemente, solo hay un remedio: los ciudadanos deben ejercitar su pensamiento crítico. La prensa de calidad obviamente tiene un papel importante que jugar en este asunto, porque las redes sociales difunden continuamente rumores y fake news”. Asimismo, el historiador Timothy Snyder piensa que “las personas ya no conocen los hechos importantes sobre los sucesos relevantes, los que de verdad afectan sus vidas, y son atraídos hacia un mundo de paranoia, de ‘ellos’ y ‘nosotros’, de teorías conspirativas. Y eso precedió a Trump, y a la vez, lo hizo posible”. El también historiador Peter Brown ofrece una comparación entre las sociedades contemporáneas y el mundo antiguo, en relación con la velocidad con que se propagaba la información. “Estas eran sociedades verdaderamente lentas, y esto le daba a la gente tiempo para adaptarse. Los desastres ahora caen sobre las sociedades modernas mucho más rápidamente. (…) El Imperio Romano se parece mucho más al mundo del siglo XIX, con ciertos grados de interconectividad y, en otras áreas, dichosa ignorancia. Ahora, no podemos recuperar eso”.
Este libro vuelve a recordarnos que en el periodismo no solo importan los hechos sino también las ideas y el conjunto de entrevistados aquí recogidos no puede ser más pertinente como panorámica de la esfera intelectual. Estamos en un mundo incierto (qué duda cabe) pero en ningún caso vacío de interpretaciones, propuestas y esperanzas.
Un mundo incierto. Treinta conversaciones, Paula Escobar Chavarría, La Pollera, 2021, 271 páginas, $13.900.
“––¿No les parece un derroche de dinero? Pagamos millones para colocar a nuestros candidatos y después pagamos el doble para destrozar a sus competidores.
––Son las reglas. ¿Qué propone?
––Que gane el más fuerte y quede demostrado quién es el rey de la selva.
––¿Dejar la decisión en manos del pueblo ucraniano?
––Democracia sin control. Me gusta el juego. Hace mucho que no sentía tanto la adrenalina”.
Y brindan, los tres hombres con traje, pero sin cara, que se han reunido frente al Maidan, el centro político de Kiev después de las manifestaciones pro-europeístas que a principios de 2014 llevaron a la destitución del presidente prorruso Víktor Yanukovich, no sin antes dejar decenas de muertos y heridos.
Con aquel diálogo en este escenario arranca Servidor del pueblo, la sátira política de 2015, en la que el hoy presidente de Ucrania hace de inesperado presidente de Ucrania, invirtiendo eso de que la historia se da primero como tragedia y recién después como comedia. En la serie televisiva ––filmada en locaciones reales, como el palacete del presidente recientemente depuesto y exiliado en Bielorrusia––, Volodímir Zelenski llega a la presidencia por la fuerza de YouTube, sumada a la del discurso antipolítica más básico.
Su personaje es un profesor de historia, al que ese día le quitan los alumnos, porque tienen que preparar la escuela para la elección en ciernes. Furioso con el que da esa orden, se pone a despotricar contra la política de su país, en el que hace 25 años “elegimos entre la peste y el cólera”, algo que tampoco cambiará esta elección donde se elegirá a un cerdo cuya única virtud será la de no ser tan malo como los otros cerdos.
––Después llegan al poder y se roban todo ––grita el profe, en la pantallita del alumno que lo graba a escondidas con su teléfono––. Tienen nombres diferentes, pero son todos iguales. Si yo estuviera una semana en el poder, terminaría con todas las bonificaciones, las mansiones y lo demás. Los maestros deberían vivir como los presidentes y los presidentes, como los maestros.
El video politicofóbico se vuelve viral, los alumnos hacen un crowdfunding para que su ídolo pueda presentar la candidatura y, hete aquí, gana. Los oligarcas del principio, que han jugado a la democracia como juegan al TEG con el mapa del granero de Europa o arreglan partidos en vivo y en directo, gol a gol, se hacen una sola pregunta: ¿Es un hombre de Occidente o del Kremlin?
Pero el profe no es lo uno ni lo otro: es un hombre común y corriente, divorciado, con un hijo, que ha vuelto a vivir con sus padres, en un mundo colorido de sitcom estadounidense. Sus primeros tropiezos en el poder se dan con sus propios ministros y asesores, todos heredados de las administraciones anteriores y naturalmente corruptos de punta a punta. Para enfrentarlos, contará con la ayuda de personajes históricos, que se le irán apareciendo en diferentes situaciones. El primero es Abraham Lincoln, que le augura que también él podrá liberar a su pueblo de la esclavitud, a pesar de su origen modesto. El segundo es el Che Guevara, que lo insta a liquidar a todos los corruptos, cosa que este “profesor de historia que escribe historia” bien quisiera, pero que no le parece la verdadera solución.
La verdadera solución es reducir costos, empezando por casa: se recorta el sueldo, despide a su escolta. Después decide reemplazar a los funcionarios corruptos por gente idónea elegida por concurso, pero su primer ministro ––que hace de Virgilio y es él mismo parte del infierno–– le mete otra vez la runfla propia.
Al flamante presidente lo felicitan Obama, Merkel y Xi Jinping. ¿No falta alguien ahí? A ese se lo nombra un rato más tarde, cuando el primer ministro lo invita a gozar de los lujos del poder usando un reloj suizo Hublot. ‘––Es el que usa Putin. Le recomiendo que lo pruebe usted también. ––Paso’.
El profe presi da entonces un golpe de timón: nombra en los puestos clave a sus amigos de infancia y a su exmujer. Los neófitos tampoco tienen la menor idea de cómo gobernar un país, pero los une la única virtud que cuenta: son incorruptibles. Parece. Porque al poco tiempo, todos aceptan las coimas de los oligarcas. Pero, sorpresa: finalmente se revela que lo hicieron por orden del presidente, que procede a usar lo recaudado para pagar los sueldos retrasados de los empleados públicos.
Todos los grandes problemas del país ––desde los taxistas que andan sin licencia hasta los jueces que liberan a los políticos, a los que por eso proponen reemplazar con curas ortodoxos–– giran en torno al mismo problema de fondo. Incluido el del Fondo Monetario Internacional, que aparece reclamando el pago de la deuda adquirida por el gobierno anterior y para el que la primera solución que proponen los amigos del presi es que se case con la que hace de Christine Lagarde. La otra solución es pedir prestada la plata a la Unión Europea para pagar la deuda y después pedirle prestado a Estados Unidos para pagarle a esta y así hasta el infinito… o hasta cumplir con “el sueño nacional del default”. ¿Qué pasa finalmente? Subida de la edad jubilatoria, aumento de tarifas, etc., con sus consabidas protestas callejeras y baja en las encuestas. El drama ucraniano es tan latinoamericano que bien podría mostrarse la serie doblada a nuestro idioma como si fuera una producción local. Al menos, para ver si eso le redobla el efecto cómico o se lo termina de anular.
Cumplir con los dictados del FMI es una decisión dolorosa, pero necesaria para que el país al fin despegue, dice el presi, tras tomarla completamente borracho. Y es condición necesaria para aspirar a entrar en la Unión Europea. El milagro ocurre en el capítulo 18: el presi recibe una llamada de Merkel, felicitándolo por haber ingresado a la UE. Música triunfal. La fuente a sus espaldas explota de agua.
“––Gracias, en nombre de todos los ucranianos, lo hemos estado esperando tanto tiempo.
––¿Ucranianos? Ah, perdón. Hubo una confusión. Estaba llamando a Montenegro”.
Con lo que llegamos al verdadero tema de la serie. Que en realidad ya asoma en el primer capítulo, cuando al flamante presidente lo felicitan Obama, Merkel y Xi Jinping. ¿No falta alguien ahí? A ese se lo nombra un rato más tarde, cuando el primer ministro lo invita a gozar de los lujos del poder usando un reloj suizo Hublot.
“––Es el que usa Putin. Le recomiendo que lo pruebe usted también.
––Paso”.
El chiste (que no tiene que ver con el lujo del reloj, o no solo, sino con que la marca suena igual que una popular puteada contra Putin) fue censurado por el canal de TV rusa que dio de baja la serie tras pasar los primeros capítulos, aun cuando ya contaba con la ventaja de estar hablada en ese idioma. En el tercer capítulo, vuelve a aparecer Putin, ahora en persona, para que el presi se dé el gusto de no saludarlo. La ofensa es menor: con Lukashenko, el de Bielorrusia, ni se toma la molestia de ponerse de pie.
La próxima alusión al evidente tema tabú (Crimea acababa de ser anexada) ocurre en el quinto capítulo. El presidente entra en el parlamento, donde todos los diputados están peleando (uno de los pocos momentos de violencia física de la serie) y tras intentar llamarlos al orden sin éxito, anuncia “¡Derrocaron a Putin!” y se hace la paz. Repetirá el chiste mucho más adelante, agregando: “Increíble cómo siempre funciona”.
Entremedio, algunos dardos sutiles, como cuando la hermana del presidente pide que le den un puestito en alguna parte y le ofrecen ir a Rusia. ‘Quiero trabajo, no el exilio’. Lo mismo cuando se bromea con que los corruptos terminan en Rostov, al norte de Moscú.
Entremedio, algunos dardos sutiles, como cuando la hermana del presidente pide que le den un puestito en alguna parte y le ofrecen ir a Rusia. “Quiero trabajo, no el exilio”. Lo mismo cuando se bromea con que los corruptos terminan en Rostov, al norte de Moscú.
El showdown de esta tensión de trasfondo (todos los chistes juntos no deben sumar ni un minuto en diez horas de serie) se da en el último capítulo. Cerrando la galería de personajes históricos teletransportados al presente, al presidente se le aparece Iván el Terrible, para decirle que no basta con matar a los corruptos, como hicieron los chinos, sino que primero hay que torturarlos.
“––Una muerte sin tormentos es ridícula ––dice un Iván enorme y muy rojo, acompañado de música especialmente dramática––. Hay que empalarlos, destrozarles las rodillas, echarles plomo fundido en la boca.
––Iván, eso es ilegal ––responde el héroe del ucraniano común.
––Pero si tú eres la ley, eres el zar.
––Yo no soy ningún zar.
––¿Y qué eres entonces? ¿A quién perteneces? ¿Cuál es tu apellido?
–– Goloborodko.
––Mi bufón se llamaba así. Le arranqué la lengua. Es el único camino.
––Quizá en el siglo XVI ––ironiza el profe––. Pero nosotros queremos resolver todo democráticamente.
––Los rusos son un pueblo salvaje ––insiste Iván––. No hay caminos simpáticos. Así que: a cortar las manos ladronas.
––Yo no voy a cortar ninguna mano. Y usted sabe que ese no es el problema. El problema está en la cabeza.
––¡Entonces a cortar cabezas! Los rusos hacen eso desde el principio de los tiempos. Únete a ellos. A fin de cuentas, eres el zar.
––No soy el zar, sino el presidente de Ucrania.
––¿Ucrania? El Gran Duque de Kiev, querrás decir.
––Llámeme como más le guste.
––Seguro que padecen aún bajo el yugo de Lechia (antiguo nombre de Polonia) y de Lituania. Conserven el valor, hermanos, pronto los liberaremos.
––No, gracias, no necesitamos ser liberados.
––¿Cómo que no?
––Nosotros pertenecemos a Europa.
––¿Eh? ¿Qué Europa? ¡Nosotros somos eslavos! ¡Hermanos de sangre!
––¡Ya empieza de nuevo con la sangre! Vaya usted por su camino, nosotros vamos por el nuestro. Probemos caminos separados y volvamos a encontrarnos en 300 años.
––¿Qué otro camino? ¡Nosotros tenemos un camino en común!
––¡Usted tiene uno, nosotros elegimos otro! ¡Somos diferentes!”.
Ahí Iván se cansa del intercambio de ideas y ¡pum!, lo mata con su cetro.
La historia de los primeros 100 días de Goloborodko en el poder fue tan exitosa que le siguieron una película y dos temporadas más, siempre emitidas por el canal privado del oligarca Íhor Kolomoiski. La última temporada salió al aire el mismo año en que Zelenski llegó al poder real, como candidato de un partido que lleva el mismo nombre que la serie, Servidor del pueblo, y que preside el exdirector de la productora de la serie y ahora jefe de Inteligencia del país. Un amigo de infancia de Zelenski.
Vista en retrospectiva, la autoprofecía cumplida es doblemente. Perturba, en primer lugar, por el destino de Zelenski presidente. Hay un momento en que le presentan a su doble (que es él mismo) bromeando con que “es el que muere por usted, aunque esperemos que no llegue a tanto”. Después de ver la serie, resulta difícil no sentir que sus mensajes desde el frente son un capítulo más de la ficción, del mismo modo que a sus votantes les debe haber resultado difícil distinguir al actor del candidato. En una entrevista de 2017, justo antes de formar su partido, Zelenski comenta que la gente le pide selfies, “pero no necesariamente conmigo como persona, sino con el personaje que ven en la pantalla”, y que a la productora le llegan muchos mensajes de “gente común confirmando que hay un deseo de que alguien como el presidente Goloborodko lidere Ucrania a través de su realidad actual”.
Lo otro que perturba, a un nivel más profundo, es que lo que la serie ataca de fondo con las armas del humor es el mismo problema que ahora quieren arreglar las otras, con lo que queda en evidencia no solo que la tragedia venía de antes, sino que el humor, aunque quizá sea una condición necesaria para entenderlo, lamentablemente no es suficiente para ponerle fin.
Newton, Darwin y Einstein… estos tres apellidos forman parte de la cultura popular contemporánea, más allá del campo de la ciencia. Estudiantes de todo el mundo se instruyen sobre el rol de estos grandes personajes en las leyes de la gravedad, la evolución y la relatividad general. Cuando vamos hacia la estructura y composición del Universo, esos mismos estudiantes aprenden que el elemento más común es el hidrógeno, que conforma el combustible de la mayor parte de las estrellas que iluminan el cosmos. A pesar de su importancia, pocos se preguntan cómo lo sabemos o quién realizó ese descubrimiento. Es otro ejemplo de la exclusión sistemática de la contribución de las mujeres en la ciencia, como lo plantea Paula Jofré en Fósiles del cosmos.
La autora de ese hallazgo crucial respecto de la composición de las estrellas fue la astrónoma Cecilia Payne. Fue un descubrimiento muy criticado en su época, ya que se pensaba que el Sol y otras estrellas en general debían tener una composición similar a la Tierra, donde hay poco hidrógeno. Payne pasó gran parte de su carrera académica en Harvard, donde por varias décadas no tuvo un puesto oficial, hasta que en 1938 se le concedió el título de “astrónoma”.
Más allá del caso de Cecilia Payne, hoy de carácter histórico, para la escritura de Fósiles del cosmos Paula Jofré contactó a decenas de investigadoras contemporáneas en Chile y el mundo, colegas y compañeras de viaje de la ciencia galáctica. Sus voces, historias y relatos van apareciendo a lo largo de todo el libro, buscando comunicar el progreso en la comprensión respecto de nuestra propia galaxia, la Vía Láctea, junto con transmitir la pasión por la ciencia de este grupo de mujeres.
Misión Gaia
Estamos acostumbrados a leer en la prensa sensacionales descubrimientos que se realizan desde los grandes observatorios desplegados por el norte de Chile, ya sea con los enormes telescopios ópticos (como el Very Large Telescope, en Cerro Paranal) o bien con radiotelescopios (como ALMA y APEX en las alturas del Llano de Chajnantor, en las cercanías de San Pedro de Atacama). Pero la aventura intelectual que propone la autora nos lleva a otra ventana de observación, mucho menos abordada en la divulgación de la astronomía en Chile.
Se trata del proyecto Gaia, a juicio de Jofré, uno de los más trascendentales para la astrofísica moderna. A diferencia de los telescopios ópticos que abren sus compuertas de noche desde la superficie de la Tierra, bajo el peso y distorsión de la atmósfera, Gaia opera desde el espacio, midiendo las posiciones de los cuerpos celestes en el cielo.
Como lo dice la autora en su introducción, una de sus motivaciones para escribir el libro fueron los estudiantes universitarios en Chile y el problema de la falta de literatura contemporánea en estas temáticas en idioma español. No se requiere de formación en ciencias para seguir el viaje galáctico, pero sí una lectura cuidadosa y tranquila.
La misión de Gaia es crear el mapa tridimensional de la Vía Láctea más grande y preciso que se haya realizado en la historia de la humanidad. Para ello, observa mil millones de estrellas, construyendo una detallada cartografía, que resulta fundamental para estudiar la formación y evolución de nuestra galaxia. De paso, hace posible otros descubrimientos, como la detección de nuevos planetas alrededor de estrellas, asteroides en nuestro sistema solar, enanas marrones y cuerpos congelados en los confines del sistema solar, entre otros.
Se trata de un esfuerzo global, que reúne a cientos de investigadores e investigadoras. De hecho, un cuarto de la comunidad científica de Gaia son mujeres, una cifra más alta que el porcentaje promedio en otras áreas de astrofísica.
Paseo galáctico multimedia
Antes de adentrarse en Gaia, Paula Jofré plantea primero un viaje hacia conceptos básicos de astrofísica estelar, evolución química de las galaxias y los diferentes componentes de la Vía Láctea. No se trata de una lectura sencilla ni dirigida a quien tiene un interés solo superficial o de fin de semana en estos temas. Como lo dice la autora en su introducción, una de sus motivaciones para escribir el libro fueron los estudiantes universitarios en Chile y el problema de la falta de literatura contemporánea en estas temáticas en idioma español. No se requiere de formación en ciencias para seguir el viaje galáctico, pero sí una lectura cuidadosa y tranquila.
Como contrapartida a la complejidad de conceptos, el libro está complementado con una serie de materiales multimedia, partiendo por numerosos códigos QR para escanear con el celular, además del sitio fosilesdelcosmos.cl y una serie de podcasts en Spotify.
Con un doctorado en ciencias naturales en la Universidad Ludwig Maximilian de Múnich y el Instituto de Astrofísica Max Planck en Alemania, y destacada por la revista TIME en el 2019 como una de las 100 personas más relevantes dentro de la lista 100 Next, Paula Jofré se suma con Fósiles del cosmos a la intensa actividad editorial que ha tenido en nuestro país la ciencia y, en particular, la astronomía. Lo hace desde una perspectiva original, buscando combinar conceptos de astrofísica con ideas transversales que cruzan el libro, como el rol de las mujeres en ciencia y la importancia del trabajo colaborativo dentro de las grandes aventuras del conocimiento del siglo XXI.
Fósiles del cosmos, Paula Jofré, Debate, 2022, 229 páginas, $14.200.
El encuentro de Catherine Millet con el arte contemporáneo —según recuerda en una de las entrevistas recogidas en el libro D’art press à Catherine M. (2011)— fue tan temprano como fortuito: era 1965, tenía apenas 17 años y visita por primera vez la Tate Gallery, de Londres, cuando descubre una pintura de Lucio Fontana que hizo reír a sus amigos, pero no a ella. Siete años más tarde, en 1972, junto con otros amigos, fundó la revista Art Press, una de las más importantes de Francia, la que aún dirige.
Se convirtió así en una crítica de arte respetable, asentada y reconocida en el mundo cultural, aunque desconocida por el gran público. Hasta que en 2001 publicó La vida sexual de Catherine M., la meticulosa y desinhibida narración de sus experiencias eróticas, incluyendo el sexo multitudinario: desde los 18 años practica la sexualidad grupal, sin importarle el número de sus compañeros ni sus cualidades físicas o morales, en escenarios tan variados como parques o clubes swingers, estacionamientos o museos.
Tiempo después proseguiría con su veta autobiográfica con Celos (2008), la narración de una honda crisis de varios años cuando, casualmente, descubrió que su marido también tenía una vida sexual paralela y secreta. Más tarde sumaría el relato de aprendizaje y emancipación, el paso de la niñez a la adolescencia, en el que es quizá su mejor libro, Une enfance de rêve (2014; “Una infancia de ensueño”, no traducido). Y se encuentra trabajando en un cuarto libro autobiográfico.
Tampoco ha abandonado su labor como intelectual, ya sea desde la discusión pública y el cuestionamiento de ciertas formas del feminismo (ha sido de aquellas que han denunciado excesos de la ola “Me Too”), ya sea como crítica de arte y de la cultura. Una muestra de lo primero es una obra de síntesis, El arte contemporáneo, y de lo segundo un ensayo sobre D. H. Lawrence, Amar a Lawrence.
Si Millet llegó casi por casualidad al mundo del arte, algo parecido ocurrió con Lawrence, hace unos pocos años: su libro sobre él nació de un artículo por encargo, pues no lo había leído hasta entonces.
Ya sea que escriba ficción o un texto autobiográfico, creo que un escritor tiene que exponerse, tiene que correr ese riesgo. Está forzado a decir algo de sí mismo, incluso a través de personajes, y que algo puede, debe, escapar de su control.
¿Ha importado el azar en su vida e intereses? Digamos, por de pronto, que tuve la suerte de nacer en un país desarrollado, en tiempos de paz, y de vivir mi juventud en un período próspero y liberal.
¿Cómo aborda una obra, hace alguna diferencia entre el arte visual y el arte literario? Una obra de arte moderno, preciso moderno, es un espacio concreto al que uno se enfrenta; una novela, un relato, es un espacio imaginario en el que uno se desliza.
Las empresas de la verdad
Enfrentándose al arte moderno, deslizándose en la literatura, Millet procura ser tan franca como le sea posible. “Escribir consiste en decirlo todo, deliberadamente o no”, apunta en alguna parte de su ensayo sobre Lawrence, donde también recuerda que fue la lectura de sus cartas lo que la llevó a la “conversión”. También anota que la lectura de Lawrence, su rudeza y sinceridad, le llevaron a lamentar lo “diplomático, precavido, hipócrita” (son sus palabras) del medio artístico e intelectual que le toca ver normalmente.
Es ese mundo del que se ocupa en El arte contemporáneo, analizando el mercado artístico, distorsionado por la mediatización y la especulación, además de la universalidad de sus expresiones, lo mismo que el peligro de la homogeneización de los museos y la presencia de los coleccionistas (que han reducido la influencia de la crítica). Aborda al artista como un hombre (o mujer) cualquiera, interesado en las mismas cosas que otras personas, alejándose de la bohemia y aspirando a ciertos bienes materiales. También critica el “efecto novedad”, que entrega el arte al espectáculo, y se refiere al surgimiento de las “mitologías individuales” de artistas, aunque se muestra bastante escéptica respecto de algunas: señala que Beuys es una especie de chamán que cede al oscurantismo y que Anselm Kiefer saciaba un cierto gusto nostálgico…
En Amar a Lawrence, por su parte, entrega una exploración documentada y personal de la biografía y obra del autor de El amante de Lady Chatterley: desde sus viajes hasta las mujeres que conoció y lo inspiraron. Pero Millet analiza todo a la luz de su propia vida y experiencias, de manera que este ensayo está de cierta forma vinculado a su labor autobiográfica.
No fue en absoluto un sentimiento de frustración lo que me impulsó a escribir La vida sexual de Catherine M., sino la necesidad de sostener un discurso sobre la sexualidad diferente a ese, fantaseado o idealizado, sostenido principalmente por hombres. Sin embargo, paradójicamente, fue un hombre, D.H. Lawrence, quien me precedió en este camino.
Según cuenta en Une enfance de rêve, ella, de niña, leía muchas novelas. “La ficción funcionó como un escondite que llevé conmigo como la tortuga su caparazón que la protege”, anota. Sin embargo, como autora, lo ha sido principalmente en formas no ficcionales, en obras tanto de crítica como autobiográficas.
¿Decidió que como escritora no tendría caparazón, mostrarse sin ninguna protección? Es ambivalente. Por un lado, sí, quiero acercarme lo más posible a la verdad y, en ese caso, tengo que aceptar presentarme bajo una luz que no siempre es halagadora. Además, ya sea que escriba ficción o un texto autobiográfico, creo que un escritor tiene que exponerse, tiene que correr ese riesgo. Está forzado a decir algo de sí mismo, incluso a través de personajes, y que algo puede, debe, escapar de su control. Por otra parte, me doy cuenta, ahora que estoy escribiendo un cuarto libro autobiográfico, que volver al pasado es también una forma de protegerse, como si quisiera envolverme en esta vida ahora que se acerca su fin.
Dice que de Lawrence le sorprende la capacidad para describir la frustración del placer femenino. ¿Ese sentimiento le impulsó a escribir La vida sexual de Catherine M.? No, no fue en absoluto un sentimiento de frustración lo que me impulsó a escribir La vida sexual de Catherine M., sino la necesidad de sostener un discurso sobre la sexualidad diferente a ese, fantaseado o idealizado, sostenido principalmente por hombres. Sin embargo, paradójicamente, fue un hombre, D.H. Lawrence, quien me precedió en este camino. Pero es cierto que durante mucho tiempo nuestra civilización no se preocupó mucho por la satisfacción sexual de las mujeres. El derecho al placer es una de las conquistas del feminismo.
También plantea la importancia de la “inocencia”, la falta de posición moral de los personajes de Lawrence frente al sexo, con lo que usted se identifica, contra una tradición francesa (de Sade a Bataille) en la que el placer se basa en la transgresión. Es cierto, no soy muy “francesa” desde ese punto de vista y, sin embargo, mi cultura es católica, por lo tanto, asociada a la noción de transgresión. Pero esta noción me parece que mantiene el aspecto adulterado del catolicismo, las beaterías o bondieuseries, como se diría en francés. No soy lo suficientemente pervertida para eso.
No sé si se puede hablar del ‘triunfo’ del arte contemporáneo cuando se lo ve sujeto a la moda o peor aún, a la especulación financiera. Quizás estos sean los nuevos medios inventados por la sociedad liberal para sofocar la creación.
La idea de que las mujeres solo experimentan placer asociado a un sentimiento se vincula a la idea de que el nomadismo sexual es de los hombres. ¿Ambas ideas serían preservación de los privilegios masculinos? Siempre he dicho que esta teoría de que las mujeres asocian automáticamente el sexo y el amor fue una invención de los hombres para satisfacer su ego: si una mujer cede ante ellos, ¡pueden decirse a sí mismos que es porque ella está enamorada!
Destaca también que tuvo la posibilidad de no ser feminista, porque disfrutaba de la igualdad en un entorno intelectual. ¿Cómo se posiciona frente a los movimientos feministas de ayer y de hoy? Como he señalado, las feministas históricas se propusieron conquistar tanto sus derechos sociales como su realización sexual. No le tenían miedo al sexo, mientras que el movimiento #MeToo expresa en parte un miedo ante la sexualidad.
Los libros de Lawrence, como muchas obras de arte, provocaron escándalos, pero no por motivos estéticos sino morales. ¿Cómo se relacionan la moral y la estética, o nunca deberían mezclarse? El arte y la literatura son empresas de la verdad, por lo que, por definición, deben escapar a la moral.
En El arte contemporáneo recordaba que Gombrich reconoció un cambio entre 1950 y 1965, en términos de aceptación pública de ese arte: de la hostilidad al triunfo. ¿Sigue siendo así o esto es menos visible? No sé si se puede hablar del “triunfo” del arte contemporáneo cuando se lo ve sujeto a la moda o peor aún, a la especulación financiera. Quizás estos sean los nuevos medios inventados por la sociedad liberal para sofocar la creación.
Señala ciertos aspectos que se aprecian en buena parte del arte contemporáneo, como la participación ciudadana o el “efecto novedad”. ¿En qué medida la novedad es un factor determinante en el valor de una obra de arte? Critico incluso la palabra “efecto”, porque no es la adecuada, tiene connotaciones demasiado superficiales. Por otro lado, siempre digo que me considero una “vanguardista”, en la medida en que creo que las nuevas formas dan testimonio de un nuevo pensamiento: lo que no significa necesariamente que sea un progreso.
La evidencia que siempre debe recordarse cuando la gente ataca la libertad de expresión es que el arte y la literatura destacan lo imaginario, que un artista que representa fantasías no necesariamente las pone en práctica en la vida real.
¿Sigue operando el puritanismo en el arte? ¿Hay alguna diferencia aquí entre la plástica y la literatura? En El arte contemporáneo subraya que Nabokov no podría haber hecho de Lolita una instalación… Nos protegemos emocionalmente mejor de las palabras que de las imágenes. Las palabras te ayudan a fabricar imágenes en tu cabeza, las modelas según tu sensibilidad, mientras que las pinturas o fotografías te imponen imágenes diseñadas por otros. Quiero decir que las fotos siempre te toman por sorpresa. Sería aún peor con lo que se llama una “instalación”. Ya no estamos en un espacio de representación, sino en un espacio real. Sería como un peep show. La evidencia que siempre debe recordarse cuando la gente ataca la libertad de expresión es que el arte y la literatura destacan lo imaginario, que un artista que representa fantasías no necesariamente las pone en práctica en la vida real.
Volviendo al libro de Lawrence, dice que el “primitivismo” ejerció una fuerte atracción sobre los artistas e intelectuales a principios del siglo XX. Y se ve algo similar en la búsqueda por parte de algunas mujeres de hombres de otras culturas o de una clase social inferior. El interés por culturas más antiguas, extra occidentales, y que hoy ya no se llaman más “primitivas”, porque se aprendió a apreciar su complejidad y sus códigos estéticos, rescató a artistas e intelectuales occidentales maltratados, magullados, porque ellos vieron así su propia civilización, especialmente después de la Primera Guerra Mundial. Encontraron en estas culturas nuevos valores, una forma de pureza. En Europa, los hombres también salieron extenuados de la guerra, esclavizados por la sociedad industrial en plena expansión, “desvirilizados”. Fue entonces cuando las mujeres, en efecto, en busca de su satisfacción sexual, recurrieron a hombres de origen africano o a jóvenes obreros (este es el caso de una de las mujeres que sirvió de modelo para el personaje de Lady Chatterley), porque se les atribuyó una energía varonil.
Usted también ha admitido sentirse atraída por ciertas formas de fealdad y bajeza… Mi propio gusto por ciertas formas de fealdad, bueno, ¡eso es otra cosa! Digamos que es mi pequeña perversión…
A propósito de Amar a Lawrence: ¿Puede la crítica ser una forma de amor? Yo ya había escrito un libro similar sobre Salvador Dalí. Creo que a veces uno tiene la impresión de estar tan de acuerdo con un artista o un escritor, que se tiene la sensación de comprenderlo “desde adentro”, que se logra seguirlo realmente en su subjetividad. Así que tenemos que seguir la suya para, creo yo, producir un estudio crítico que sea, con todo, verdaderamente serio.
Amar a Lawrence, Catherine Millet, Anagrama, 2021, 212 páginas, $19.000.
El arte contemporáneo, Catherine Millet, Editorial La Marca, 2018, 142 páginas, $18.890.
¿Quién era Andy Warhol? Quiso ser máquina y como máquina registró y replicó el día a día de su mundo y la imagen de varias décadas. Le parecía difícil ser persona, así que fue una corporación: Andy Warhol Enterprises. Era católico y producía en serie íconos pop. Tuvo miedo a ser irrelevante. Cuando tuvo miedo de ser quien era, se hizo un personaje, y cuando temió quedarse solo decidió enamorarse. No encontró un espacio en el mundillo del arte de Nueva York, así que se armó uno propio. Quiso que fuera un lugar seguro para que quien llegara se sintiera libre, pero en el camino construyó su nombre explotando a otros. Quiso presentar obras explícitamente homoeróticas que le rechazaron en los 50, y reapareció 10 años después con las latas de sopa que lo lanzaron a la fama. Dijo más de una vez que era asexual, pero su obra habla (entre otras cosas) de cuerpos de hombres, anhelo y deseo.
En la serie Los diarios de Andy Warhol, de Netflix, hay algunas pistas. En seis capítulos (poco más de seis horas de principio a fin) se trenzan distintas miradas sobre el artista, incluyendo la que el propio Warhol destiló en el libro del mismo nombre: un diario de vida que empezó a dictarle en llamadas matutinas a la editora, Pat Hackett, luego de que le dispararan en 1968 y hasta su muerte, en 1987. En él registró primero gastos, y de a poco fueron apareciendo sentimientos, fiestas, cotidianeidades, amores.
Cuando se publicó el diario en formato de libro, en 1989, Warhol llevaba dos años muerto y la crítica lo recibió —principalmente— como pelambre de una escena, un catastro del quién es quién del mundo que habitó el artista. Pero el equipo de producción y el director, Andrew Rossi, le dieron una segunda lectura. Vieron que entre lo superficial se traslucían otras cosas. Desde luego, el tiempo también ayudó a calibrar mejor el contenido de los diarios, a releer lo que nos decía Warhol.
El documental rescata tres relaciones del diario: dos parejas, Jed Johnson, decorador; Jon Gould, ejecutivo de Paramount; y el artista Jean-Michel Basquiat, quien fue amigo, colaborador e inspiración de Warhol. Todos están muertos.
Cuando se publicó el diario en formato de libro, en 1989, Warhol llevaba dos años muerto y la crítica lo recibió —principalmente— como pelambre de una escena, un catastro del quién es quién del mundo que habitó el artista. Pero el equipo de producción y el director, Andrew Rossi, le dieron una segunda lectura. Vieron que entre lo superficial se traslucían otras cosas.
A través de su relato en los diarios, de lo que se puede ver en su arte, Andy Warhol parece ser dolorosamente humano. Tanto que —dijo— le parecía agotador. Dijo varias veces que su obra no significaba nada. No quiso ser y no fue un activista. Se le resintió por no ser una voz mientras el VIH mataba a miles a su alrededor, incluyendo a muchos de sus amigos y, en 1986, a Jon Gould, a los 33 años.
El relato del documental combina la voz del diario —una locución de inteligencia artificial (IA) que, aunque suena como la real, tiene algo de robótico— con entrevistas a las personas que lo conocieron, que trabajaron con él, que lo estudian, que lo admiran y cuestionan. De fondo, las imágenes: el registro eterno de Warhol y todo lo que pasaba a su alrededor. Pero también tesoros rescatados del ático de la mamá de Jon Gould. Cuando ella murió, en los 90, la venta pública de su patrimonio sacó a la luz fotos, cartas, poemas, obras de arte, notas, ropa, recuerdos de Jon y Andy, regalos de Basquiat, retazos de la vida que tuvieron juntos.
Con las horas se van abriendo capas de qué entendemos de Warhol y qué quiso que entendiéramos (o no). Cada capa alimenta las lecturas que podemos hacer de sus muchas vidas y de su interminable obra. Abre nuevas preguntas. ¿Por qué tenemos que declarar nuestra sexualidad? ¿Dónde está el límite entre la creación y lo comercial? ¿El arte es una declaración o una exploración? ¿A quién estamos usando con lo que hacemos? ¿Qué espacios estamos abriendo? ¿A quiénes? Y de nuevo: ¿Quién era Andy Warhol?
Los diarios de Andy Warhol, Andrew Rossi, 2022, 6 capítulos (6h 35m), disponible en Netflix.
Se instala en la plaza, parlante en mano, un pequeño grupo de evangélicos, dando inicio al rotativo de prédicas de la tarde, antecedidas por una lectura bíblica. Se intercalan gritos de los devotos que apuntalan la performance con más o menos énfasis según el carisma del o la pastora, como el intercambio de un coro griego. La palabra del Señor corre por la plaza y la plaza sigue siendo plaza y al otro lado corre también un grupo de colegiales —Dejémonospastorear por esta pastora de nuestras almas. Gloria a ti,Señor. Hermano, Hermana, la iglesia fue abandonada porlos hombres, no por Dios. Y en los postreros días vendránpeligros, ¡miren las noticias! —Bocinazos. —Qué estamosesperando, qué hemos hecho con la vida que nos ha dado. —Una guagua llora en los brazos de su madre migrante. —Si nos aferramos a la roca eterna que es Jesús podremossalvarnos. Alabado sea. —Música, nuevo pastor. —Se haperdido la paz, el descontrol entra al corazón y el ser humanoes capaz de cosas lamentables. —Los colegiales se sientan en círculo y luego se echan sobre el pasto. —AlúmbrateCristo en el corazón de todos. Conozcan a nuestro salvador. —Gritos al unísono. Aplausos. Cantos. El canto se alza como una de las herramientas más eficaces; en las radios se puede escuchar la palabra del Señor musicalizada. Cantan, repiten a coro. La radio es un lugar para ganar adeptos, diferentes registros musicales, tipo ranchera, tipo Douglas. —Palmas, palmas, palmas. —Tipo cumbia, tipo Cristina Aguilera. —Los colegiales escuchan en sus teléfonos Marcianeke, cantan “Tussi, Code, Mari”. Tipo película Disney que inunda el corazón de optimismo y estética ilusión. —¡Aleluya! —La estética del mundo evangélico es plástica y brillante como la ilusión o como una animita narco. Las letras de las canciones son parecidas: Mi espíritu se regocija. Derrama tu aceite en mivida. Alabado seas. Igual que sus prédicas, salvo que en ellas siempre hay una referencia a lo personal. —Música épica, nuevo pastor. —Que las deudas ilícitas no nos tengana nosotros. Administra las platas de Dios. Gloria a ti,Señor. Dios es el dueño, hace con sus platas lo que quiere.¡Aleluya! —Gritos de vendedores ambulantes. —Los puntosde ofrenda, caja vecina o transferencia al BancoEstado.Lleguen hermanos, participen en el Ministerio de Dios. Miofrenda arroba ir al cielo. Días de gracia, pan nuestro decada día. —Lo económico puede ser más eficaz que la fe a la hora de mover montañas. El mundo evangélico suma y suma súbditos, su convicción y perseverancia, asociada también a la capacidad de generar dinero, multiplica los números en todos los sentidos de la palabra. En las cárceles son revolución. —El Señor permitió que yo llegara a la cárcel, había un plan para mi vida en este lugar. Así sea. —El Señor se les revela. El llamamiento, le llaman. —Nadie daba un peso por mí. Esclavo de los vicios, de la delincuencia, pero nunca se pierde la fe, hagas lo que hagas. —También puede revelarse en un momento de enfermedad. —Estuve desahuciado, tres tumores, debería estar en la tumba, pero apareció Jesús, me sanó, sanó todos mis pecados, así lo puede hacer contigo. —Gritos de vendedores ambulantes. —Muchos son los llamados, pocos los escogidos, nosotros andábamos en tinieblas, pero Él nos puso salud y hoy podemos brillar. —Brillan gotas de sudor en su frente. Brilla la juventud en los ojos colegiales. —Tenía muchos amigos, pero nadie llegó, solo Él. —Algo le dice al oído una colegiala a otra y se ríen. —Se han abierto mis oídos, mis ojos, mi corazón. ¡Bendito seas! Con un corazón quebrantado se viene al Señor. Yo oré para que tu vida cambie. —Se quiebra la voz. Llora. Algarabía, aplausos, en el movimiento se desconecta el cable del micrófono, lo vuelve a conectar, pisa un excremento como una cáscara de plátano negra, seca y dura. Comienza el juego de la botellita en los colegiales. —¡¡¡Existe un cielo y un infierno!!! Gloria a ti. ¡Cuántos quieren recibir al Señor esta tarde! No importa que me traten de loco, que el mundo me diga loco. ¡Está aquí! —Se habla de Él, Dios, Jesús, Cristo, Señor, Jesucristo. Música. Besos van y vienen en el juego de los colegiales. Las palomas se juntan en la pileta vacía. Migajas de la suerte. Los transeúntes pasan indiferentes. —Aquí está la clave, querido amigo, aquí el secreto. ¡Él es el único ídolo que puede sanar tu vida, cambiar tu condición! —Chúpalo, se escucha de la otra vereda. Se acerca un necesitado a abrazar al pastor y luego abraza y besa al resto. ¿Tiene un cafecito hermano? Una pastora sigue arrodillada, su cabeza hundida. —Estoya la puerta y llamo, soy tu amigo, tu consolador. —Risas lejanas. —Nos ha mandado a esta plaza para decirte queno eres un perdido, que el diablo miente. —Un borracho habla solo, se pone a gritar imitando al pastor y tropieza con la pileta. Ladridos de perros vagos, perros negros, cafés, con ropa, sin ropa. —Que Dios la bendiga,querida. —Una ráfaga de viento opaca las palabras, al tiempo que mueve las faldas y los largos cabellos de las Hermanas. El borracho de la pileta se acurruca en su hombro y mira el sol. Cabecea encandilado, una, dos, tres veces, hasta que se duerme con la música. Los clamores lo despiertan. —Yo cantaré a mi Señor. Nuncaestaré callado. —El viento levanta el olor a orina de las veredas. Un afilador de cuchillos pasa piteando con su silbato. Perseverando hasta el fin. El verbo se hace carne en el juego de la botellita. Un canto más.
Para todo el mundo, Felisberto Hernández fue un escritor y pianista uruguayo, o pianista y escritor, según se le mire. Descubrir otro aspecto de su vida y pasiones es sumergirse en un thriller de espionaje y vuelcos inesperados, lejos de la imagen de sujeto desplazado, tímido y excéntrico con que lo recordamos. Todo comienza con la aparición en su escenario de África de las Heras, una española sorprendente.
La historia de María Luisa de las Heras, cuyo verdadero nombre era África de las Heras, parece una perfecta película de espionaje: partiendo por su nombre, África es la caricatura de la exótica e implacable femmefatale que formaba parte de la inteligencia rusa. Ahora, su historia también podría ser un bildungsroman nacionalista, donde el personaje desde un principio escucha un llamado revolucionario al que obedece y que jamás traiciona. Es decir, podría perfectamente ser también un cuento panfletario.
La vida de Felisberto, en cambio, estaría escrita en una vereda estética muy lejana. Su historia parece ser sacada de un cuento de su propia autoría, llena de fracasos y de soledad, un cuento raro cuya lectura provoca ese placer que devuelve el gusto por la vida y, por qué no, un cierto reencantamiento con la humanidad. El cruce de estos cuentos, del thriller político o el panfletario con el cuento felisbertiano —es decir, el cuento de ambas vidas—, da como resultado un quiltro literario documental, un pastiche humano fantástico, por lo entretenido y lo extraordinario de la trama.
Ambos se conocieron en París, año 1947. Ella era una modista española que llevaba un par de años en esa ciudad, trabajando para consolidar su prestigio, y él había conseguido una beca de residencia por medio de su amigo y mentor, el poeta Jules Supervielle, para escribir y hacer algunas presentaciones y conferencias literarias. De esta época es su libro Nadie encendía las lámparas. Ella va un día a una de estas charlas y con su trajecito apretado de dos piezas, un mono alto y su piel brillante y morena, se pone en la fila para pedir una dedicatoria. Cuando llega su turno, levanta una de sus largas y delineadas cejas y le dice al escritor: ¿me firmas? El cae redondo (eran famosas las cejas de África).
No debió pasar mucho tiempo para que estuvieran viviendo juntos en el departamento de ella, un pequeño paraíso pasional y creativo para Felisberto. A María Luisa no le iba mal en el mundo de la moda, y como el hombre recibía el dinero justo para sobrevivir, no se dijo más. María Luisa, luego de trabajar, atendía al amante y a sus amigos, mientras de la cocina salían huevos fritos y tortillas de papas (conocidas son las bacanales de Felisberto y su gusto por las frituras). También de esa época es su libro Las Hortensias, que luego dedicó “A María Luisa, en el día que dejó de ser mi novia”.
Ambos se conocieron en París, en 1947. Ella era una modista española que llevaba un par de años en esa ciudad, trabajando para consolidar su prestigio, y él había conseguido una beca de residencia por medio de su amigo y mentor, el poeta Jules Supervielle, para escribir y hacer algunas presentaciones y conferencias literarias. De esta época es su libro Nadieencendía las lámparas.
La relación sigue estupendamente, hasta que la beca se acaba y el escritor tiene que volver a Uruguay. Él le pide que se casen, que continúen el paraíso en Montevideo, y ella acepta, pero no tiene pasaporte porque fue exiliada de España luego de la Guerra Civil española. Felisberto no pregunta mucho, porque es un visceral anticomunista, y se conforma con el general desinterés que María Luisa presenta ante la política. Además, él también tiene un problemita que resolver: tiene que divorciarse de su segunda mujer, con la que aún sigue casado. Se despiden entonces en la estación de trenes, con la promesa de encontrarse unos meses más tarde en Montevideo, con las nubes del pasaporte y el divorcio ya fuera de escena. Un beso pasional cierra el pacto de amor mientras el silbato anuncia la partida.
¡Pero aún hay un último capítulo pendiente!
Dos estaciones más adelante, Felisberto se baja para despedir a una amante inglesa que también tuvo por esos días (esto lo cuenta estupendamente Javier Juárez en su biografía sobre África de las Heras, Patria). Despedidas las amantes, el hombre se sube nuevamente al tren, esta vez con la clara intención de cumplir solo a una de ellas.
***
París es el lugar donde el quiltro literario nace. Por alguna razón, la NKVD (posteriormente la KGB) piensa que Felisberto Hernández podía serles útil, y mandan a una de sus espías estrella a tender la trampa. La otra opción es que no haya sido premeditado y que África, mientras construía una nueva identidad, conoce al escritor, ve ahí una oportunidad y la toma.
¿Pero qué tipo de beneficio podía dar Felisberto a los servicios de inteligencia soviéticos?
Y lo más importante: ¿qué tipo de información les podía entregar? ¿Alguna relacionada con las algas que descubre en el fondo de los ojos verdes de una mujer? (como Horacio en “Las Hortencias”). ¿Podía enseñarles quizás el secreto para llorar con el solo gesto de poner las manos sobre la cara? (como en “El cocodrilo”). ¡O quizás podría develar la fórmula para hacer que, a través de una inyección, uno escuche permanentemente las transmisiones de una emisora de radio! (como en “Muebles El Canario”).
Felisberto Hernández (1902-1964).
Sea como fuere, si mandaron a África o si ella vio la oportunidad, el misterio de la decisión de pensar que Felisberto podía entregar información valiosa está más cerca de la cuentística del escritor que de las macabras movidas de la Cheka. Es un misterio que se puede apenas rozar de costado y admirarlo para que de ahí nazca algo raro, quizás algo con futuro artístico (“Explicación falsa de mis cuentos”).
De África de las Heras no se sabe mucho, pues, como buena espía, borró bien las huellas de sus pasos. Su nombre dentro de la KGB fue Patria y es la persona que, sin ser rusa, tiene la mayor cantidad de condecoraciones dentro de la Unión Soviética. Su pasado político parte en la insurrección de octubre de 1934, en Madrid, y luego, durante la Guerra Civil, fue parte del Comité Central de las Milicias y dirigente de una de las infames patrullas de control de Barcelona. En este tiempo, por influencia de los agentes rusos Alexander Orlov y Leonid Eitington, pasó a formar parte del aparato de inteligencia soviético, al que juró lealtad y que nunca hubo de traicionar, por más de 50 años, hasta su muerte, en 1988. En 1937 viajó a México, para preparar el asesinato de Trotski. Bajo el nombre de María de la Sierra, fue su secretaria y ayudó a dibujar el mapa de su casa en la calle Viena, que luego el pintor Siqueiros usó en su tremendo y surreal atentado fallido (entró a las tres y media de la madrugada con una decena de hombres y un arsenal de guerra, disparando a lo mexicano; tiró una bomba que no explotó y se dio a la fuga, sin verificar que no había dado al blanco ni una sola vez).
Aunque África trabajó desde el principio en esta misión, no llegó a participar directamente en el asesinato: fue reclamada urgentemente por el Kremlin, pues Alexander Orlov recién había desertado de las filas estalinistas y desde Canadá amenazaba con delatarla. Ramón Mercader se quedó con el piolet de montañismo ensangrentado en sus manos y los gritos de Trotski en su memoria. De regreso a Europa, África peleó en la resistencia en Francia y, apenas comenzada la invasión alemana en Rusia, fue enviada a combatir en la guerrilla. Su felicidad fue enorme: era la primera vez que pisaba la que luego sería su amada patria, como dice en la única pequeña nota autobiográfica que escribió. Aprendió ruso, enfermería y a operar perfectamente los complejos transmisores de radio; junto al Ejército Rojo participó en la defensa de Moscú, y tras esa victoria fue parachutada a Ucrania, donde continuó con su formidable actividad de partisana y de radiotelegrafista. En los fríos bosques de Ucrania estuvo más de dos años como combatiente nómada, participó en emboscadas, asaltó trenes alemanes para acribillar a soldados nazis con su “naranjero” (fusil automático ruso), localizó tropas enemigas y material bélico. La lista de sus actividades en la retaguardia es larga, al igual que sus condecoraciones recibidas tras el fin de la guerra. A diferencia de la historia contada por los estadounidenses, para ella la victoria de las fuerzas aliadas en contra de los nazis fue una victoria del comunismo contra el fascismo, razón suficiente para seguir con su carrera como doble agente. En 1946 continuó su lucha contra el capitalismo desde París, donde conoce a Felisberto y donde la novela sobre la guerrillera heroica cambia de tono.
***
Felisberto Hernández, por contraste, destaca por sus fracasos. Aunque últimamente existe un mayor interés en su obra, durante su vida la recepción de sus libros fue muy escasa, las ediciones fueron siempre por la ayuda de algún amigo y en tirajes de no más de 200 ejemplares, sus relaciones amorosas terminaron estrepitosamente y, a pesar de cierto hedonismo, vivió en una constante pobreza. Él mismo es responsable de que tengamos esa imagen de él, ya que buena parte de su literatura trabaja las memorias de su soledad, sus angustias, la falta de dinero y el hambre.
El efecto, sin embargo, es fantástico.
El nombre de África de las Heras dentro de la KGB fue Patria y es la persona que, sin ser rusa, tiene la mayor cantidad de condecoraciones dentro de la Unión Soviética. Su pasado político parte en la insurrección de octubre de 1934, en Madrid, y luego, durante la Guerra Civil, fue parte del Comité Central de las Milicias y dirigente de una de las infames patrullas de control de Barcelona.
En su literatura uno no escucha quejas ni denuncias; con humor y un delicado trabajo de experimentación poética, logra rehuir la solemnidad de cualquier gesto de coquetería con la literatura “comprometida”.
Sus historias como pianista de café, sus pellejerías como musicalizador de películas mudas o como amante frustrado, están al servicio de una estética rara, donde la sensualidad se impone al sufrimiento. Su narrativa, en general, tiene esa extraña mezcla de selección y síntesis lingüística en imágenes claras y memorables.
En una de sus primeras novelas breves, Por los tiempos de Clemente Colling (1942), recupera la mirada fresca de la infancia para contar su relación con su profesor de armonía, un pianista ciego. En este bello relato autobiográfico, atiende a los recuerdos que aparentemente no son importantes o que no aportan a la lógica del relato. En una serie de evocaciones de su niñez, cuida la oscuridad y lo desconocido como a un bien valioso. “Muchos años después —escribe en este cuento— me di cuenta de que quería revelarme contra la injusticia de insistir demasiado en lo que más sobresalía, sin ser lo más importante (…); entonces me encontraba con un misterio que me provocaba otra calidad de interés por las cosas que ocurrían”.
Felisberto debió haber visto que María Luisa de las Heras guardaba muchos secretos. Por eso despidió a la amante inglesa, se divorció, le consiguió un nuevo pasaporte sin preguntar mucho e inventó una nueva vida con ella. Pero el secreto que vio Felisberto no lo quiso revelar; cuidó los misterios de María Luisa no para no desenmascararlos, sino para que produjeran extrañeza. Y así, mientras ella buscaba en él la lista de los fascistas infiltrados, el exploraba la increíble diferencia que existía entre su cara vista de perfil y su cara vista de frente; mientras ella guardaba silencio y esperaba porque sabía, estaba segura, de que alguno de los amigos del escritor la llevaría a conseguir documentación para nuevos agentes ilegales, él se admiraba de que las cejas de África parecieran las velas negras de un barco pirata.
Estuvieron casados entre 1948 y 1950, y se divorciaron, especulo, porque África no obtuvo de Felisberto lo que buscaba. Pero fue quizás la banalidad, la intrascendencia de la vida en Montevideo, lo que permitió que ella pudiera seguir con su misión. Su fracasado matrimonio le dio una identidad estable para construir una red de espionaje en el Cono Sur que no existía hasta ese entonces. Veinte años duró su servicio activo como residente o doble agente en Latinoamérica, hasta que volvió a Rusia para jubilarse. Y, a diferencia de los más conocidos espías soviéticos con los que trabajó, como Rudolph Abel Ivánovich, Morris y Lona Cohen o Kim Philby, nunca fue descubierta. Pero a Felisberto hay que seguir vigilándolo: sus historias todavía luchan en contra de la intervención de la razón y provocan una peligrosa sensación de realidad suspendida, que uno tiene que ir tanteando con la yema de los dedos. Lo más peligroso es el recuerdo que dejan las cosas que se confunden cuando la luz se va.
Buscando entonaciones para el personaje de una novela, di con la escritura de Juana Rouco Buela. Me gustó de ella el tono zumbón, contestatario e irónico con el que irrumpió en una ciudad apartada de la provincia de Buenos Aires a través del periódico anarquista que llevó adelante entre 1922 y 1925.
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Me gustó que ahí diga cosas como esta: “Visitó esta monótona localidad en gira de propaganda el desprofesorado profesor Rodolfo Senet. El objetivo de estas líneas es poner sobre aviso a los compañeros y compañeras de las distintas localidades del Sur que este ‘profesor’ es un vulgar mercachifle. ¡No embrome, profesor Senet! Sea menos cachafaz y diga que solo busca comerciar con la ciencia”.
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O como esta: “Se esforzaba el buen muchacho y futuro doctor en demostrarme científicamente que la mujer es inferior al hombre. Para que el buen muchacho no se esforzara en demostrarme científicamente que la mujer es inferior al hombre, le presté dos textos para que los leyera detenidamente. Perdí dos textos y no he vuelto a ver al futuro doctor”.
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Pero no es de las formas en las que esas entonaciones van cuajando en mi novela que quiero hablar acá, sino de los modos en los que estas pueden haber irrumpido en esa “monótona ciudad” de la que Rouco Buela habla; me interesa más bien enfocar uno de esos momentos en los que la vida de pueblo se trastoca por algo que, como se dice precisamente en los pueblos, “viene de afuera”, y enciende lo que de alguna manera ya estaba ahí.
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Yo sé bien de esos trastrocamientos habiendo nacido, como nací, en otra monótona ciudad del Sur, Trelew, en proximidades de la cual, a principios de los 70, estuvieron encarcelados militantes de distintas agrupaciones de izquierda y peronistas que desde esa prisión de supuesta máxima seguridad a la que habían ido a parar fueron generando en el pueblo discusiones, lecturas, intercambios, marchas, cartas de apoyo, polémicas, tomas, huelgas masivas, camaradería, habeascorpus, artículos periodísticos, redes de visitantes de otras ciudades, de otros países. Una ráfaga de conciencia política que se expandió por un lugar en el que las ráfagas solían ser más bien de viento.
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La ciudad a la que llegó Rouco Buela se llama Necochea, un puerto sobre el océano Atlántico que no es todavía Patagonia, que no está tan al sur como Trelew, y que en ese principio del siglo XX estaba en un momento de esplendor. A la agricultura y la cría del ganado lanar, que venía desde los tiempos fundacionales, se les sumaban la actividad portuaria y la construcción de nuevos caminos como generación de mano de obra. Puerto y caminos: dos metáforas del movimiento, dos razones para que gente nueva se instale, dos proyectos para que una vez más entren en conflicto las fuerzas del trabajo y las del capital, dos vectores para poner en cuestionamiento las estructuras rancias.
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Ese clima de tránsito y discusión fue precisamente el que encontró Juana Rouco Buela cuando pasó por ahí en una de sus giras de conferencias a favor de la causa anarquista. Era 1921, exactamente hace un siglo. Las propagaciones de lo que uno pensaba y hacía no llegaban a todo el orbe con un solo clic. Había que salir de giras. Juana ya lo había hecho antes en España, en Uruguay y en Brasil, y venía haciéndolo sistemáticamente en distintos pueblos y ciudades desde su regreso a la Argentina. Parece que en los estrados, en las plazas, tomaba la palabra y convencía a cualquiera, aun a los más reacios.
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La Plata, Orense, Copetonas, Tres Arroyos, Coronel Suárez, Olavarría, Balcarce, San Agustín, Quequén y Tandil: algunas de las otras localidades en las cuales Rouco Buela arengó durante esa gira de dos meses que la llevó hasta Necochea. Tenía en la mira al Sindicato de Obreros Portuarios de esa ciudad. Varios compañeros de la red ácrata le habían asegurado que por ese lado circulaban simpatías que solo necesitaban un gesto para volverse adhesiones.
Rouco Buela sabía bien desde sus inicios en la causa ácrata, que fueron tempranísimos, a sus 15, casi recién llegada de España, que la propagación de la Idea requería una tarea de difusión oral en la mayor cantidad de territorios posible, sí, tal como lo estaba haciendo en esas conferencias ambulantes, pero también requería que se publicaran periódicos, y que circularan.
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“Necochea me produjo una impresión distinta a la de las otras localidades que habíamos visitado” —anota Juana en Historia de un ideal vivido por una mujer, la autobiografía que publicó, en edición de autora, en 1964—. “Allí encontré un plantel de mujeres con conocimientos y capacidad ideológica poco común en otras mujeres y en otras localidades. Enseguida me puse en íntima comunicación con ellas, y creamos esa afinidad que es tan necesaria para la realización de nuestras cosas”.
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Entre esas “nuestras cosas” hubo una compañía de teatro, una escuela guiada por los principios de la pedagogía anarquista, mítines, fiestas, rifas, conferencias y, fundamental, el periódico Nuestra Tribuna, que tres mujeres necochenses y Juana fundaron al año siguiente de esa gira, cuando, por esa chispa de los encuentros, esta última ya había pasado a ser otra residente más de esa ciudad. Rouco Buela sabía bien desde sus inicios en la causa ácrata, que fueron tempranísimos, a sus 15, casi recién llegada de España, que la propagación de la Idea requería una tarea de difusión oral en la mayor cantidad de territorios posible, sí, tal como lo estaba haciendo en esas conferencias ambulantes, pero también requería que se publicaran periódicos, y que circularan. En muchos de los números de Nuestra Tribuna, sobre todo al principio, antes de que surgieran algunas rispideces, hay un apartado que dice: “¡Camarada!, lee: Ideas de La Plata; La Antorcha de Buenos Aires; La Protesta de Buenos Aires, diarios que sostienen los principios de la filosofía anarquista”. Más que un apartado, una arenga.
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Fidela Cuñado, María Fernández y Terencia Fernández, así se llamaban esas tres mujeres “con conocimientos y capacidad ideológica poco común”. En esa época en la que fundaron Nuestra Tribuna, de ahora en más NT, las tres rondaban los 30 años. Habían emigrado de adolescentes con sus familias a Necochea desde Gordoncillo, un pueblito español que, con la crisis harinera, había borrado del mapa cualquier perspectiva de prosperidad. En un artículo publicado en el Anuario del CeDInCI (Centro de Documentación e Investigación de Cultura de Izquierdas), las historiadoras necochenses Ana Carolina Alonso y Patricia Alejandra Piedra conjeturan que ese Gordoncillo natal, un enclave socialista en la provincia española de León, puede haber contribuido a forjar desde temprano la conciencia política de estas tres integrantes de NT.
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También dicen que es significativo el hecho de que Eleuterio Ruiz, el marido de Fidela Cuñado, haya emigrado a la Argentina para desertar del llamado a combatir en la Guerra de Marruecos que le llegó en 1909. Y que más significativo aun es el hecho de que el primer artículo que Fidela Cuñado escribe en NT sea una crítica feroz al servicio militar obligatorio.
Ese artículo sale en el primer número de NT, el 15 de agosto de 1922. Por la postura que sostiene y por la ironía de la prosa, es una muestra bastante elocuente de esa sintonía intelectual que convenció a Rouco Buela de instalarse en Necochea. Por el resto de los textos publicados en NT, además, se me ocurre que Fidela puede haber sido la más articulada de las tres aliadas locales a la hora de escribir. Es algo que se percibe en la subjetividad que arma en sus textos, en el tono que usa e incluso en la frecuencia: durante la existencia necochense del periódico, Fidela firmó trece artículos, María Fernández dos y Terencia uno.
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Desde ese primer número, el grupo editor que forman las cuatro deja bien claro que sus integrantes no piensan quedar atrapadas en rencillas locales, sino que desde NT hablarán con el resto del país, y de las Américas y del mundo. Parroquiales jamás, parecen decir.
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Laura Fernández Cordero, referente crucial para pensar el anarquismo, ve ahí un rasgo que se alinea con la predisposición al diálogo transnacional tan característico de la causa ácrata. Y como particularidad señala el hecho de que NT, más que profundizar en la influencia europea tan habitual en otros periódicos afines, se concentra más bien en armar una potente red latinoamericana. Señala también que queda pendiente el análisis de la red activa que NT armó, además, dentro del territorio argentino.
Edición del diario Nuestra tribuna de septiembre de 1922.
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Luisa Parro, de Venado Tuerto; Ceferina Sánchez, de Pergamino; Felisa Scardino, de Buenos Aires; Carmen García, de Tres Arroyos; Francisca Fuc Estrada, de Venado Tuerto; Máxima Escocia, de Rafaela; Isabel Trujillo, de Oriente; Lusmira La Rosa, de Iquique; Isolina Borguez, de México; Luisa Bustencio, de México; Rosa Aliaga, de Perú; Sara Castell, de Perú; Rosalina Gutiérrez, de Uruguay; Vicenta González, de Uruguay; María A. Suarez, de Brasil; Adoración Rodríguez, de La Habana: algunos de los nombres de colaboradoras que firmaron artículos en NT.
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Cuando alguna de ellas se distraía o se asustaba, o vaya a saber qué, Juana tenía una forma de invocarlas que habla de la fibra que todo el mundo destaca al hablar de su personalidad. “¿Por qué no mandan sus colaboraciones?” —dice en un apartado del número 9, después de mencionar a 12 compañeras con nombre y apellido, y sigue—. “Ahora más que nunca nuestra hojita necesita que la fecunden con sus plumas llenas de dolor y rebeldía (…). Para llevar a feliz término la obra que nos hemos propuesto realizar es menester tener mucha constancia. ¡A escribir, pues!”.
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En uno de los primeros ensayos que pusieron el foco en este periódico, Dora Barrancos (1996) aborda la distancia que NT aseguraba tener con el feminismo, tema recurrente en sus páginas. La explica en el marco de la adscripción del periódico al ideal del anarquismo, que entendía que la mejor forma de luchar a favor de las mujeres era intentando primero derribar al capital y a las instituciones asociadas, que después la igualdad de géneros vendría sola. Aun así, dice Barrancos, haciendo pie en un concepto de Karen Offen, desde esas páginas se puso en práctica un feminismo relacional, es decir, un feminismo que, a diferencia del individual, tan ligado al liberalismo político y económico, se une a “las fuerzas sociales que de diferentes maneras se oponen al capitalismo y pretenden horadar —y hasta suprimir— el orden burgués”. El fenómeno de NT, entonces, aparece en esta interesante hipótesis como una forma de feminismo a pesar del grupo editor, digamos, una forma de feminismo que va más allá de las intenciones explícitas en sus discursos, una red que no solo implica a ese grupo editor, sino a toda esa red de mujeres que escriben desde los lugares más disímiles del mapa, que se cuentan, se contestan, se interpelan, se apoyan, se animan.
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Me gusta pensar en ese foco que, desde un pueblito ignoto al borde del océano, irradia transformaciones. Me hace acordar de ese momento irradiante que se dio también en mi ciudad natal. Los encuentros que se dan, las chispas que los encienden.
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Y me espanta pensar en las fuerzas represivas que no los toleran. En el caso de mi pueblo natal, aquella experiencia de comunidad efervescente terminó cuando 19 de los revolucionarios que no alcanzaron a huir a Chile fueron fusilados en la base militar que está a la salida de Trelew, yendo para el lado del aeropuerto, en una masacre que fue antecedente directo de la dictadura feroz que vendría cuatro años después, en 1976. En el caso de Necochea, el momento irradiante empezó a terminar cuando el comisario del pueblo, que era hermano del teniente coronel que en esos mismos años iniciales de NT había liderado la matanza contra los trabajadores rurales en los hechos conocidos como “La Patagonia Trágica”, empezó a ejercer presión sobre el periódico.
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En el número 16 de NT, con fecha 31 de marzo de 1923, se lee: “Tenemos en nuestra localidad un comisario modelo. Parece que la muerte de su hermano ha excitado la tensión nerviosa de este buen señor, porque ha de saberse que este señor es hermano de [el teniente coronel Héctor Benigno] Varela; y es claro, el hecho de la muerte del hermano lo ha enfurecido en tal forma que más que un comisario parece un matón de daga y cuchillo, pues al que cae en sus manos lo amenaza con ‘cagarlo a patadas’ y otras lindezas por el estilo. Según él, piensa terminar con todos los anarquistas de Necochea”.
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No era que las mujeres de NT se dejaran amedrentar así nomás, se ve. Cuatro meses después de ese artículo sacaron otro, apoyando la huelga general para protestar por el asesinato de Kurt Wilckens, el anarquista alemán que en un acto solitario había matado al teniente Varela en venganza por los obreros de “La Patagonia Trágica”. En NT ya habían reivindicado el accionar de Wilckens antes —ese artículo es uno de los pocos que Juana transcribe en su autobiografía, orgullosa porque toda la redacción del diario Crítica le había escrito para felicitarla— y siguieron reivindicándolo en números posteriores.
En uno de los primeros ensayos que pusieron el foco en este periódico, Dora Barrancos (1996) aborda la distancia que NT aseguraba tener con el feminismo, tema recurrente en sus páginas. La explica en el marco de la adscripción del periódico al ideal del anarquismo, que entendía que la mejor forma de luchar a favor de las mujeres era intentando primero derribar al capital y a las instituciones asociadas, que después la igualdad de géneros vendría sola.
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Empieza el momento en el que, por presión también del comisario Simón Varela, el grupo editor ya no puede seguir haciendo la compaginación e impresión en las máquinas del tradicional diario local Necochea, donde el compañero de Juana trabajaba de tipógrafo. Y por presión también de Varela, los ejemplares y los pagos que tenían que llegar por correo se atrasaban o se perdían. Y por presión también de Varela, Juana y sus aliadas eran citadas permanentemente a declarar en la comisaria. Y por presión también de Varela, dice Juan Ratti, historiador aficionado local, Rouco Buela tuvo que pasar unos días en la clandestinidad, escondida en la casa de la familia Consentini. “El miserable comisario hacia lo que quería”, dice Juana en su autobiografía.
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También están los problemas económicos constantes. En el número 28, aun cuando había llegado a tiradas de 4.000 ejemplares, NT anuncia que dejará de salir. En una nota que lleva por título “Lo que no se hizo” y por subtítulo “Lo que tendría que haberse hecho”, Juana increpa a los frentes adversos locales por la falta de apoyo.
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El número 29, con fecha 1 de mayo de 1924, sale desde Tandil, adonde Rouco Buela, acosada, emigra con su hija y su compañero, que había conseguido trabajo ahí. Los siguientes diez números —los últimos dos ya con base en Buenos Aires— dan señales varias de que el proyecto no remonta.
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“Nuestra salida de Necochea fue para mí muy dolorosa, ya que allí había pasado dos años de grandes satisfacciones ideológicas, viviendo entre un grupo de compañeras y compañeros de afinidad sin igual, con los que me había unido un afecto tan grande que en ninguna parte pude en lo sucesivo encontrar nada igual. (…). Al llegar a Tandil traté de ver si podía formar otro grupo editor pero eso no fue posible. Solo se encuentra una vez en la vida un conjunto de compañeras con la capacidad y disposición de las de Necochea”, dice Rouco Buela en su autobiografía que, repito, arma en los años 60, es decir que este pasaje no está escrito en la emoción de la partida, sino 40 años después.
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Rouco Buela seguiría escribiendo artículos sueltos en el Diario El Mundo, y en las revistas Mundo argentino y La literatura argentina. Dice Cristina Guzzo en la entrada que le dedica a Juana en su diccionario Libertariasen América del Sur, que después de la dictadura de Uriburu, en los años 30, y de la dispersión del anarquismo, su actividad fue mermando. El documental Juanas, bravas mujeres, de Sandra Godoy, revela una vida familiar muy activa.
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¿Y qué hay de las vidas públicas de Fidela, María y Terencia en ese después de NT?
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Nada. Precisamente ahí ponen el foco Alonso y Piedra en su artículo. En el olvido y el ocultamiento de su pasado anarquista al que las tres se entregaron. Lo mismo me dice Juan Ratti en una conversación telefónica y lo mismo Mario Cuñado, el nieto de María. Ni rastros. “Las revolucionarias necochenses desaparecen de la escena pública y se repliegan al ámbito privado hasta volverse invisibles”, afirman Alonso y Piedra.
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Cómo se soportarán las minucias de la cotidianidad después de haber atravesado una experiencia así, me pregunto. A veces pienso que fue para no comprobarlo de cerca que emigré de mi pueblo natal en cuanto pude.
Para aquellos directores que filman al alero de los grandes estudios, pero que no tienen un público masivo, todavía se mantiene esa ridícula clasificación de “cine arte”. Pienso en Guillermo Del Toro, Wes Anderson o Paul Thomas Anderson, cuya última película, Licorice Pizza, trata sobre un adolescente (Gary) que conoce a una joven (Alana) de la que se enamora a primera vista. El problema es que se llevan 10 años de diferencia, es decir, hay pocas posibilidades de que ese sentimiento amoroso pueda aterrizar.
Gary, llamado así por un viejo amigo de Paul Thomas Anderson, Gary Goetzman, fue un actor infantil en los 60 y es el clásico buscavidas que ha tenido negocios de todas las formas y en diversos lugares. Gary en la película es también un actor infantil, que va desarrollando diversos trabajos comerciales, primero abre un negocio de venta de camas de agua y luego un salón de pinball. Alana, “la mujer con la que se va a casar”, como le confiesa Gary a su hermano menor, es asistente del fotógrafo de la escuela donde él estudia, no sabe muy bien qué hacer con su vida y de a poco se verá enredada en la vida de Gary, en su seducción de pequeño estafador, en su atractiva inmadurez para pasearse por la vida como si el mundo le debiese algo.
Es común que Paul Thomas Anderson haga cruces dentro de su propia filmografía, y es en Boogie Nights (1997) donde más cerca estamos de Licorice Pizza. Allí Jerome, uno de los tantos actores porno secundarios, le dice a una actriz que acaba de conocer lo que perfectamente podría ser la idea matriz de Licorice Pizza: “Con el tiempo me he dado cuenta. Todo se trata del amor. ¿Entiendes lo que digo? Si amas a alguien, qué tan difícil puede ser el mundo. Digo, la gente y los problemas van y vienen. Pero, finalmente, si tienes un poco de amor en tu vida y ese amor está en un lugar profundo de tu alma, ¿qué problema puede ser tan grande como para distraerte de eso?”.
Asistimos, entonces, a la pantomima de dos personas que se quieren y no pueden quererse, que en esa distancia entre tener ganas de querer y querer en serio se acompañarán en toda circunstancia, esperando si por ahí, en algún rincón, asoma por fin aquella materialización del amor.
Cinco de los nueve largometrajes de Paul Thomas Anderson podrían empezar, tal como lo hace Boogie Nights, con una placa que indica “Valle de San Fernando, California”. Además de las dos anteriormente mencionadas, allí caben Magnolia (1999), Punch Drunk Love (2002) e Inherent Vice (2014). Es el lugar donde Anderson creció, el espacio físico, mental, afectivo de su obra. Licorice Pizza era, de hecho, una disquería cuyo logo vinculaba un vinilo con una pizza y aparentemente tenía un aura especial.
Por otro lado, Boogie Nights e Inherent Vice también comparten con Licorice Pizza la misma época, la década del 70, ampliamente determinada por el fin de la invasión de Vietnam, el caso Watergate, la masificación de la televisión, el auge de los hippies y los yonquis. El Valle de San Fernando también significó la era dorada del Hollywood moderno, la aparición de los grandes maestros del cine que siguen vivos: Malick, Scorsese y luego De Palma, por nombrar algunos. Paul Thomas Anderson nace justamente en 1970 y su relación con la época, más allá de su propia infancia, se dará en diálogo con aquellas obras y actores del periodo que le permiten moldear aquella década en la que apenas participó, pero que pareciese estar siempre añorando. Los 80 incluso prácticamente no aparecen en su filmografía, o lo hacen para contrarrestar el fin de todo lo bueno que eran los 70.
Licorice Pizza parece una especie de película-anuario, una donde cada película anterior tiene un lugar reservado. Gary es un pequeño estafador (como John C. Reilly en Sidney, 1996), actor joven de televisión (Boogie Nights, Magnolia), que acaba de conocer al amor de su vida (Punch Drunk Love). Es, al mismo tiempo, una especie de soñador-emprendedor, aunque mucho menos oscuro que Daniel Plainview, el empresario petrolero de Petróleo sangriento (2007) o que el líder de La Causa en The Master (2011).
No es casual que Anderson filme todas sus películas en celuloide y tampoco es azarosa su crítica a los 80; cuando gran parte del mercado cinematográfico comienza a mutar hacia el video.
Tan exagerada es la diferencia que Anderson ve entre ambas décadas, que en Boogie Nights uno de los personajes, guionista de películas porno que una y otra vez ve a su esposa acostándose con otros tipos, hasta no poder más de humillación, decide matarla de un balazo y luego se mete uno a sí mismo para, en ese mismo estallido, dar paso a un intertítulo que simplemente reza “80s”. Anderson añora mucho más la época en la que fue niño que la que tuvo que transitar como adolescente, guarda una visión de esa década sumamente luminosa y plagada de neón, y su gusto musical, incluso en sus películas no setenteras, parece irremediablemente anclado a esos años.
Licorice Pizza parece una especie de película-anuario, una donde cada película anterior tiene un lugar reservado. Gary es un pequeño estafador (como John C. Reilly en Sidney, 1996), actor joven de televisión (Boogie Nights, Magnolia), que acaba de conocer al amor de su vida (Punch Drunk Love). Es, al mismo tiempo, una especie de soñador-emprendedor, aunque mucho menos oscuro que Daniel Plainview, el empresario petrolero de Petróleo sangriento (2007) o que el líder de La Causa en The Master (2011), interpretado por Philip Seymour-Hoffman, padre de Cooper Hoffman (Gary). Por otro lado, Alana Haim, quien interpreta a Alana, es una de las HAIM, banda compuesta por las tres hermanas de dicho apellido (cuyos padres también aparecen en la película) de las que Paul Thomas Anderson ha realizado la mayoría de sus videoclips, inclusive uno llamado Valentine, por estar grabado en los estudios del mismo nombre, que casualmente hace también de apellido de Gary en Licorice Pizza. Con Inherent Vice, la única que en principio no está conectada, Licorice Pizza tiene una escena gemela en la que los amantes corren como si fuese lo único que puede importar en el mundo, aunque al parecer siempre en las películas de Anderson tiene que haber obligadamente una escena en la que se corre.
Si bien Gary Valentine es una especie de pequeño empresario, no es eso lo que a Anderson le interesa, incluso raramente se fija en el tipo que está en la cima si no es para ver cómo cae en un descenso tormentoso (Boogie Nights, Magnolia, There Will Be Blood, The Master) o demostrar cómo esa cima siempre necesita una caída (Phantom Thread).
Anderson es un cineasta de perdedores con 15 minutos de fama, suele escribir personajes, generalmente hombres, que pasan del anonimato al éxito (con méritos o no), pero que nunca lo hacen solos, sino con un gran abanico de personajes, un círculo de extras que sostiene a ese sujeto que tuvo éxito. Por aquella razón, en estas películas corales, influenciadas por su gran maestro Robert Altman (Short Cuts, Nashville, The Player), y por la narrativa maximalista de Thomas Pynchon (de quien adaptó Inherent Vice) se dedica muchísimo tiempo al elenco secundario, a los personajes que merodean el centro pero nunca están en él, y en esos papeles tenemos generalmente a los mismos actores: Phillip Seymour Hoffman, John C. Reilly, Phillip Baker Hall, Ricky Jay, Luis Guzmán o Maya Rudolph, a los que en Licorice Pizza se agregan algunos nombres tan rimbombantes como Tom Waits, Bradley Cooper y Sean Penn.
Podemos hacer aquí un paralelo entre la figura del pequeño estafador/soñador y el propio Anderson, quien ya a los 29 años tenía tres películas realizadas y respetadas, en gran parte gracias a la calidad de sus actores, quienes son algo así como la consciencia de esos ambientes que se van descomponiendo, los que aún pueden ver que todo se precipita cuesta abajo, los que saben medir la atmósfera de sus películas y los que permiten, en Licorice Pizza, que el vaivén amoroso de Alana y Gary no se agote ni aburra.
Eduardo Anguita (1914-1992) fue un poeta desacostumbrado, a la manera en que lo fue el venezolano Juan Sánchez Peláez: ambos escribieron relativamente poco y dejaron de publicar cuando consideraron que la veta se les había acabado. Para qué más, tras tanto. Los dos, surrealistas en retiro, metafísicos y terrenales a la vez, conciliaron increíblemente la exuberancia y la contención para dar radiante cuenta de “lo huidizo y permanente”.
Anguita vivió de la publicidad y del trabajo editorial y murió por las quemaduras al tropezarse con la estufa del departamento en que vivía más bien retirado, cuestión significativa si, como ha notado Pedro Lastra, fue eminentemente un poeta del fuego, de lo ígneo.
En su obra hay grandes poemas que, por la riqueza de sus imágenes, por su audacia formal y su intrépida combinación de religiosidad y erotismo, elegancia y llaneza, se han vuelto inconfundibles en la poesía chilena, como “Definición y pérdida de la persona”, “Venus en el pudridero”, “El poliedro y el mar” o “Muerte y resurrección de NSJC”. Tiene asimismo algunos que no logran del todo su forma, se desvanecen. Pero entre unos y otros tiene un puñado de poemas breves formalmente perfectos, iluminados cálidamente por la tradición y conducidos con fuerza por la intuición, de ahí la inmensidad e intensidad de sus resonancias y también su cercanía, su hermosa compañía. Son poemas en los que, más que el poeta, la lengua misma se ha volcado a decir algo, a acontecer y ampliarse. Poemas donde cada palabra parece estar ahí con la necesidad con que cada estrella estuvo donde se la ve estar, con que cada hormiga lleva su carga.
Ya se trate de la pasión de Cristo o de unas cervezas compartidas entre amigos en una fuente de soda, es a la experiencia del tiempo, del amor y de la mortalidad a lo que se accede leyéndolo. Al asombro de que las cosas sean y dejen de ser.
La experiencia de Anguita es trascendente en la medida en que concierne a todos y a nadie. Ya se trate de la pasión de Cristo o de unas cervezas compartidas entre amigos en una fuente de soda, es a la experiencia del tiempo, del amor y de la mortalidad a lo que se accede leyéndolo. Al asombro de que las cosas sean y dejen de ser. Pienso en poemas como “La muerte es la suma de muchas vidas”, “El verdadero rostro” y, en especial, “El verdadero momento”, probablemente su obra maestra, un poema muy citado, de dos páginas, donde todo lo escrito, cada verso, cada palabra y cada espacio en blanco tienen el peso de la fatalidad, de lo inevitable. Pero es un peso que se deja sentir ligero, con la ligereza del viento o, mejor, de la punta danzante de una llama, quizás porque, aunque remite a algo esencial, el inexorable paso del tiempo, lo hace de una manera que produce, junto al extrañamiento e incluso al desasosiego, una poderosa sensación de familiaridad y consuelo. Es un poema ardiente que genera calidez; musical, hospitalario, en sus versos cualquiera podrá verse no reflejado sino derechamente contenido, proyectado en aquel “vacío lejanamente rumoroso”. En ese sentido, el poema mismo es una experiencia futura, abierta, donde alumbra, dicho con un verso de Sánchez Peláez, “la claridad fugaz de los transeúntes”.
Futura, pero es también una experiencia presente: la del presente del paseo que el poema recrea por un viejo lugar querido donde “se dibuja la fronda de un encuentro”; y es a la vez una experiencia pretérita, por no decir inmemorial: la del paseo original por ese mismo lugar, cerca de ese pozo y ese castaño, muchos años antes, en esa patria que es la edad temprana y que el paseante intenta reconstruir inútilmente, ya que es imposible coincidir con ese verdadero momento, quedando apenas la posibilidad de “superponernos condenados a fantasear / como los concéntricos círculos de un estanque en que un torpe / arroja piedras interminablemente”.
Recordando esos paseos antiguos cuando caminaba junto a una mujer amada, el poeta, el paseante del poema, recuerda el rostro de ella a través del cual, dice, “podía yo mirar el ocaso transparente / Y por su voz el tiempo se adelgazaba hasta la luz”. Esta imagen grandiosa expone ese trance en que el tiempo se transubstancia en luz, mediante un adelgazamiento que borra los contornos de días y noches hasta volverlos una única luz, experiencia extática en la que todos, el paseante del poema, el joven que alguna vez fue, la mujer amada y el lector pueden proyectarse o reencontrarse, como si esa zona en que los instantes y la eternidad se funden fuera el verdadero momento que solo la poesía, y quizás un día la muerte, podrá brindarnos.
Sigmund Freud no solo revolucionó la psiquiatría, sino también la literatura. Sus hallazgos sobre el mecanismo del inconsciente, con sus deseos reprimidos, fantasías y traumas, el rol de los sueños y la técnica de la asociación libre, dieron un giro copernicano a las formas narrativas y a las formas de lectura. Por ello, cada tanto vuelvo a Relatos clínicos, volumen que reúne 19 casos de sus primeras pacientes, aquejadas por misteriosas enfermedades de origen desconocido: afasia, calambres, problemas del habla. En el despliegue de cada uno de sus casos, desde el diagnóstico, la terapia y la relativa cura, Freud entrega una deliciosa clase de cómo construir y deconstruir personajes literarios. Más que extensas descripciones físicas y psicológicas llenas de adjetivos, resulta más certero —y real— fijar un conjunto de síntomas, porque el psicoanálisis indica que el conocimiento de las personas va desde la superficie hacia la profundidad. Es decir, un síntoma funciona como la punta del iceberg de una biografía y un temperamento.
Los personajes en relieve, esos que se escapan al arquetipo, son una capa geológica de vivencias, traumas y deseos a los que accedemos por mínimas señales o fisuras. Incluso las personas actúan de formas que muchas veces ellas mismas desconocen. La tarea del psicoanalista, y del autor y del lector, consiste en desentrañar los móviles de esas conductas particulares.
El texto “Miss Lucy R.” trata de una paciente diagnosticada con una rinitis infecciosa crónica, lo que significaba que su nariz estaba severamente congestionada, por lo que no podía oler nada, excepto “pastelillos quemados”. Freud se percata de inmediato de que el síntoma no es del orden de la fisiología exclusivamente, y se interesa por sus alucinaciones olfativas. Desde ese momento se despliega una hermenéutica alrededor de su historia de vida, sus sentimientos, intenta hipnotizarla sin éxito, va y vuelve con preguntas, elabora hipótesis, luego las desecha, hasta que empieza a despejar sus afecciones y encuentra las palabras para ir definiendo su anómalo estado.
El acto de enunciar, relatar o reconstruir acontecimientos específicos o detalles, permite sumergirnos en ese magma subyacente de las personas —y de los personajes— que empuja, enigmáticamente, las elecciones vitales, la dinámica de las relaciones, el anudamiento del azar.
Lucy R. trabajaba cuidando a las dos hijas del director de una fábrica que había quedado viudo. El episodio de muerte de la madre fue penoso y se selló con la promesa de cuidar a las niñas. Sin embargo, esa experiencia no bastaba para explicar su agitación y angustia de separación asociadas al aroma de “panecillos quemados” y al que se sumaba el de “un cigarro que la atormentaba”. Fue en una de las sesiones, en estado de semiconciencia, que Freud concluye que el síntoma se asociaba a la represión y vergüenza de un sentimiento amoroso hacia su jefe, a lo que ella asintió y expresó con desazón: “Soy una muchacha pobre y él es un hombre rico de buena familia; se me reirían si vislumbraran algo de esto”. Así, el cuerpo de la mujer era el teatro en donde se escenificaban los conflictos entre su deseo y las normas impuestas por la cultura.
De algún modo, en analogía con la ficción, el autor es el terapeuta que escucha al personaje en el diván y sobre el que se realiza una operación de lectura y decodificación a partir de detalles, de síntomas. Lectura de lo que se dice y no se dice, de lo que dice con el cuerpo (somatización), con el chiste o con el error repetitivo. Y, claro, también de lo que se expresa fuera del espacio de vigilia, como sucede en los sueños.
Concibo Relatos clínicos como un manual literario que, junto a la teoría psicoanalítica, ayuda a comprender que los hechos están irremediablemente perdidos y que solo se los puede recuperar a través del lenguaje; en el caso de la literatura, desde el habla del narrador o del personaje. El acto de enunciar, relatar o reconstruir acontecimientos específicos o detalles, permite sumergirnos en ese magma subyacente de las personas —y de los personajes— que empuja, enigmáticamente, las elecciones vitales, la dinámica de las relaciones, el anudamiento del azar.
La construcción de realidad pasa por el filtro de nuestros fantasmas y debemos descifrar esa imagen o esa frase que actúa como consigna, ese “olor a panecillos quemados”; el rasgo particular que es la puerta de entrada para comprender, en parte, la naturaleza de los conflictos subjetivos. El itinerario desde el síntoma al saber. Por eso Freud no es solo el padre del psicoanálisis, sino también el literato que enseña a interpretar las textualidades de la psiquis y de nuestros tiempos.
Todos los años decenas de miles de estudiantes ingresan a la educación superior y deben vérselas con un espacio en que se encontrarán con tareas de lectura y escritura diferentes a aquellas con las que se han familiarizado en el colegio. No es raro que en medio de las innumerables páginas que deberán leer y las centenares de planas que deberán rellenar escribiendo, naufraguen en la tarea. Mal que mal, nadie hasta ese momento les ha contado la firme sobre los modos de comunicación propios de la academia.
Las universidades en todo el mundo han procurado subsanar este analfabetismo académico por medio de cursos específicos que suelen llevar nombres como “taller de escritura” o “alfabetización académica”. Ello, iniciándose hacia fines de la década de los 60 en Inglaterra, luego, desde inicios de la década de los 70 en los Estados Unidos y, finalmente, desde los primeros años del siglo xxi en Latinoamérica.
Porque el ámbito de lo escrito no solo supone habilidades básicas para codificar o decodificar palabras en el papel, sino también acceder a modos de razonamiento, diálogo intelectual, participación en comunidades discursivas y hasta una epistemología del saber universitario.
La primera persona que reflexionó sobre esta brecha gestada en la escritura fue justamente Walter Ong, quien luego de años de sesuda investigación sobre los hallazgos respecto del habla, publicó en 1982 este, su volumen Oralidad y Escritura, que sentó las bases para establecer una diferencia entre lo que respecta a las culturas ágrafas y las culturas que descansan en la palabra dibujada.
En su libro, Walter Ong ahondaba en la escritura como una tecnología cognitiva que permitía una nueva manera de pensar, transmitir el conocimiento y fundar cultura. Aquello que luego sería bautizado y entendido como el carácter epistémico del ejercicio de poner la palabra en el papel. El filólogo estadounidense, de este modo, destinaba en su volumen muchas planas a mostrar cómo los nuevos hallazgos, sobre todo de las décadas de los 60 y 70, sobre las culturas que carecían de escritura y descansaban en la oralidad, transformaban el concepto de la alfabetización y permitían trazar la dicotomía oralidad vs. escritura, que posibilitaba establecer diferencias y tensiones entre ambas y, lo que resultaba capital, entre los modos de experiencia y vida asociados a aquellas prácticas comunicacionales y de razonamiento.
La portentosa acumulación de evidencia y, sobre todo, la calidad intelectual de la propuesta de Ong, abrió todo un territorio de trabajo para las humanidades del último cuarto del siglo xx, que sería transitado por especialistas que iban desde la literatura hasta los estudios culturales, pasando por la antropología, la historia y las investigaciones sobre media y comunicaciones. Oralidad y Escritura se volvió una lectura obligatoria en la academia, al punto que el Proyecto Open Syllabus, que tiene por objetivo consignar los textos que se leen en los pregrados en el mundo anglosajón, señala que aparece en las bibliografías de más de mil 300 cursos actuales en la universidad, en cerca de 200 entidades de educación superior solo en Estados Unidos.
La portentosa acumulación de evidencia y, sobre todo, la calidad intelectual de la propuesta de Ong, abrió todo un territorio de trabajo para las humanidades del último cuarto del siglo xx, que sería transitado por especialistas que iban desde la literatura hasta los estudios culturales, pasando por la antropología, la historia y las investigaciones sobre media y comunicaciones.
Seis años después de la publicación de la obra fundamental de Ong, en 1988, otro investigador estadounidense, Douglas Biber, acometió la tarea de determinar, por medio de herramientas de la Lingüística Computacional, las diferencias y variaciones entre oralidad o escritura (Variations across speech and writing, Cambridge University Press), basándose en estudios de corpus (extensas colecciones de textos almacenados electrónicamente). Su hallazgo sepultó la dicotomía entre los modos de comunicación hablados y escritos, al mostrar que había oralidades con propiedades de los textos prototípicos escritos (una charla magistral, por ejemplo) o que había escrituras con propiedades de las emisiones prototípicas orales, como, hoy, los chats de las redes sociales. Si oralidad y escritura no eran más dos polos separados, sino que, como detalladamente demostró Biber en su libro, había diferentes dimensiones o ejes entre las muy diversas maneras cómo se expresan el habla y la redacción, las propuestas de Ong bien podrían haber sido superadas.
Pero, al releer en 2022 Oralidad y Escritura, tal superación no ocurre, en especial cuando se detiene la lectura en el prefacio y el postfacio de John Hartley.
Porque, sí, es cierto que a cuatro décadas de distancia, mucho de lo que Ong aglomera como respaldo intelectual para su tesis evidentemente ha sido relativizado o dejado de lado por investigaciones posteriores (por poner solo un ejemplo, su tratamiento de las lenguas de señas ha sido desacreditado por completo), pero resulta que no es en los detalles donde se encuentra el corazón de la reflexión y propuestas onguianas, sino que en la prístina claridad de su razonamiento más global y hasta filosófico. Dicho pensamiento se expresa de manera funcional y atenta, quizá mejor que en ningún otro análisis, en el libro de Ruth Finnegan Literacy and Orality: Studies in the Technology of Communication (Blackwell, 1988), en el siguiente extracto: “Si no existen ideas generales y determinantes sobre el desarrollo y las implicaciones de las tecnologías de la información como tales [de las que la escritura es la más renombrada], existen quizás (…) patrones en los que nuestra experiencia humana e histórica parece probable que se repitan. Estos se encuentran no principalmente en las tecnologías en sí, sino en las formas en que estas tecnologías son (…) controladas y utilizadas”.
Y esto es lo que lleva a una última meditación acerca de esta y también otras obras que alcanzan un estatus de clásico. Que no es en el detalle particular, sino que en su atmósfera intelectiva general donde se juega dicho estatus. Si esto no fuera así, no se podría leer con fruición, ni esperando un aprendizaje cultural importante, ni la Poética de Aristóteles ni El Príncipe de Maquiavelo ni la Carta a Cristina Lorena de Toscana de Galileo Galilei ni, para acercarnos a nuestros días, La estructura de las revoluciones científicas de Thomas Kuhn.
Porque, como señaló con extraordinaria profundidad en 1863 Charles Baudelaire, “por la modernidad me refiero a lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, que constituye la mitad del arte, la otra mitad es lo eterno y lo inmutable”. Y es en aquella otra mitad donde habita, hasta el día de hoy, Oralidad y escritura, de Walter Ong.
Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra, Walter Ong, Fondo de Cultura Económica, 2021, 341 páginas, $18.900.
Para quienes comenzamos a transitar la juventud a principios del nuevo milenio, el siglo XX nunca fue más que la segunda mitad del siglo XX. El llamado “siglo XX corto”, que Hobsbawm traza entre la Primera Guerra Mundial y la disolución de la URSS, es demasiado largo. O, en rigor, tiene un origen demasiado remoto y una conclusión demasiado temprana. Hobsbawm nació en 1917 y su tarea era, en parte, “una empresa autobiográfica”, pero para nosotros la berlina y el biplano —no menos que el sombrero y el corsé, el gramófono o el cine mudo— eran parte de una realidad del todo obsoleta. Nuestra memoria colectiva había fijado su comienzo más acá, no con la trinchera sino con la bomba, el primer ítem de un imaginario que dejaba afuera casi todo lo anterior. Detrás quedaba propiamente la Historia: un tiempo ajeno que solo podía recomponer el estudio y que, por lo demás, no nos había legado casi ningún símbolo que gravitara sobre el nuestro. Hitler, en todo caso, era el fundamento negativo de una nueva eticidad: la nuestra. Con él, las primeras décadas de la centuria se consumían en la catástrofe que habían gestado. Nosotros teníamos color donde antes había grises, teníamos plástico en lugar de madera, electricidad en vez de vapor y, en general, una fisonomía del todo distinta a la que había conocido el periodo de las dos guerras. La primera mitad del siglo XX no estaba —y por lo tanto no era— presente.
Y así como nuestro siglo había comenzado recién a la mitad, solo pudo terminar una vez entrado el nuevo milenio, es decir, no con la caída del Muro sino con la de las Torres Gemelas, el último gran acontecimiento televisivo. He ahí una clave: el sentido de lo que el joven lego llamaba siglo XX no derivaba de ninguna dinámica política, sino de una cultura audiovisual. Nosotros crecimos en un tiempo atravesado por las imágenes, los aparatos y personajes de la posguerra, de modo que nuestro pasado se volvía en cierto modo idéntico a nuestro presente. Por eso se equivoca Hobsbawm al decir que, para quienes cursaban la universidad en los 90, “Vietnam era la prehistoria”: Vietnam era una guerra continuamente reactualizada por la industria del entretenimiento, al punto que podíamos imaginar sus combates con más precisión que cualquiera de la guerra del Golfo. Vietnam revivía tanto en Coppola, Malick u Oliver Stone como en sus invocaciones indirectas: en Rambo, el veterano atormentado, o en Depredador, donde un pelotón se bate en la jungla contra un enemigo extraño e invisible. Parte del espanto de las Torres fue ver en los hechos lo que solo nos había acostumbrado a ver el cine. El acto de violencia simbólica que había dado origen a nuestro siglo volvía ahora para darle su cierre.
Las Torres, sin embargo, solo sirven de anclaje para el cambio general que tuvo lugar con la llegada del nuevo milenio. El umbral simbólico del año 2000 terminó siendo exactamente eso: un verdadero umbral, el paso a una época que, aunque no pareciera del todo distinta a lo que habíamos imaginado, era una época nueva.
Es fácil hacer una lista de acontecimientos que se acumulan ahí como las burbujas que ascienden a la superficie, anticipando el hervor: Google fue fundado en 1998, dos años antes de que Putin llegara al poder y tres antes de que, justo cuando aparecía el primer teléfono con 3G, China entrara en la Organización Mundial del Comercio. Ejemplos sobran y, sirvan o no a una periodización histórica en sentido estricto, lo cierto es que ya perfilaban muy de cerca el mundo que conocemos hoy. No es casualidad que en esos años, nuestra generación comenzara a adolecer de un patetismo nostálgico que, en parte, arrastra todavía hoy. Un mal modo de aferrarse al pasado, sí, pero la moda de la nostalgia era síntoma del cambio, de la tristeza ante el fin de la era que nos había criado y de la que nosotros quedaremos, alguna vez, como últimos testigos. Nace ahí nuestra encrucijada actual, la de las “impaciencias contrapuestas” que mencionaba Nancy: “La impaciencia de los que echan de menos el pasado y la de los que quieren acelerar la llegada del futuro”.
Si el año 2000 todavía nos es vagamente familiar, el 1998, en cambio, queda ya del otro lado de la frontera. Hay, en ese salto, un movimiento de fondo: un cambio en el modo en que se gesta el presente y, de ahí, un cambio en su relación con su pasado y su futuro. El siglo actual parece no tener lo primero ni poder imaginar lo segundo. Incapaz de distenderse en la historia, en una historia, el presente se vuelve a la vez más ensimismado, pero menos consistente, más breve pero menos pasajero. Quizás es lo que corresponde a una revolución cuyo instrumento reduce todo a su propio código: que toda experiencia quede diluida en una única sustancia.
Ese es el orden que estalla con la caída de las Torres, cuyo registro ‘oficial’ se confunde ya con una miríada de registros individuales, con la fragmentación del evento por y para un público ya atomizado. Repartida a mitades entre un televisor y una computadora, la del 9-11 es la última imagen del viejo mundo y la primera de un mundo nuevo. La TV perdía la prioridad para testimoniar una época. De ahí en adelante, ningún hecho llegaría a fijarse en nuestra memoria colectiva con la firmeza que le había dado la tele.
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Lo que dio cohesión al segundo siglo XX fue un aparato, la televisión, que ya no existe. Era lo que hoy es imposible: una emisión unilateral a un universo de espectadores aunados en su incapacidad para mediar con el contenido. En el canon audiovisual del siglo XX —desde el asesinato de Kennedy hasta el escándalo Lewinsky- Clinton, pasando por el gol de Maradona a los ingleses y los tanques de Tiananmen—, el punto de vista es solo uno: el de la TV. Desde lados opuestos, audiencia y acontecimientos convergían en el plano único de la pantalla, que se erigía como el principal instrumento en la creación y circulación de nuestro imaginario. En el rostro de Jimi Hendrix, de la princesa Diana, en el rostro de Karol Wojtyla, siempre el grano tricolor, el material con el que la televisión urdía en una sola trama la memoria y la actualidad. Decir que la tele circulaba imágenes no es solo decir que las distribuía, sino que las recuperaba de los anales de su propia historia para volver a hacerlas presente. Esa era la dimensión televisiva: la extensión temporal de su reinado, que podía hacer del ayer un hoy, porque todo lo que había sido alguna vez televisión seguía siendo –seguía haciendo– televisión. Nosotros crecimos en los 80 viendo al Zorro en blanco y negro, y a Batman manejando un Ford Lincoln. El gran archivo televisivo cargaba con los 70, los 60 y hasta los 50, se detenía diariamente en cada década, reviviendo sus hazañas y tragedias, sus modas y su arte, sus protagonistas y su imaginación; haciendo que, de una u otra manera, ese universo fuera también el nuestro. “Siglo XX, cambalache”, decía, citando el tango, Fernando Bravo. La televisión lo había hecho parte de nuestra cultura audiovisual y, por extensión, de nuestra cultura a secas.
Pues bien, ese es el orden que estalla con la caída de las Torres, cuyo registro “oficial” se confunde ya con una miríada de registros individuales, con la fragmentación del evento por y para un público ya atomizado. Repartida a mitades entre un televisor y una computadora, la del 9-11 es la última imagen del viejo mundo y la primera de un mundo nuevo. La TV perdía la prioridad para testimoniar una época. De ahí en adelante, ningún hecho llegaría a fijarse en nuestra memoria colectiva con la firmeza que le había dado la tele; cada vez se haría más difícil resumir los acontecimientos en una única toma, en una sola e indiscutida imagen capaz de atajar la vorágine con la solemnidad del emblema. Con las Torres se desmoronaba también la estructura visual y mnemónica de lo que había sido nuestro tiempo. El siglo XXI fue creando otro modo de producir y circular, de ver, recordar y vivir las imágenes y los sonidos de una época; fue forjándose un mundo ajeno al universo y al ritual televisivo y, por eso, ajeno a lo que nosotros llamamos, aun hoy, “siglo XX”.
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La televisión fue desapareciendo a medida que desaparecía como objeto: la pérdida de su espesor material era también la pérdida de su espesor simbólico. Plenamente digitalizada, la tele ya no preside la estructura del espacio público (ni privado). Ella es meramente un insumo dentro de una trama más extensa a la que damos el nombre de Red, una dimensión sin centro que creamos y recreamos nosotros mismos. El espectador se convierte en usuario. Un cambio que, por lo pronto, inyecta algo de trabajo en el ocio: si la tarea estática de ver la tele tenía como contrapunto la sucesión de imágenes, ahora el orden se invierte y toca a nosotros animar el desfile. Quizás por eso, hasta el aburrimiento —que era un aspecto esencial del “ver tele” y al que la tele parecía dar forma con sus repeticiones— se ha vuelto más trabajoso. A ello nos constriñe el paso de la tele al video, un formato que desgrana la imagen en meros “clips” dentro de una pantalla que ya no discurre, sino que dispone. Una forma, también, de introducir lo personal en lo común. Lo saben quienes caen por el acantilado en busca de una selfie o quienes filman —en el documental, en el deporte, en la pornografía— su propio “punto de vista”: el nuevo panorama audiovisual se alimenta de nuestros cuerpos, es fruto de nuestra labor. La lente se vuelve espejo. Vuelve su mirada hacia sus propios operadores, a los usuarios que, en definitiva, son ahora espectadores de sí mismos. ¿No padecemos todos esa misma sensación? Adonde quiera que miremos, siempre volvemos a aparecer nosotros. Ya no podemos dirigir nuestra mirada hacia el mundo, hacia un mundo, porque ante nuestra visión ya no se abre ninguna distancia, ninguna lejanía o, como decían los griegos, porque ya no funciona la τηλε, la tēle.
Una vez destronada pudo irrumpir en la TV la discordia. El consenso era antes una necesidad objetiva. “Una ley que se conoce a la perfección”, decía Bourdieu en Sobre la televisión: “Cuanto más amplio es el público que un medio de comunicación pretende alcanzar, más ha de limar sus asperezas, más ha de evitar todo lo que pueda dividir, excluir (…), más ha de intentar no ‘escandalizar a nadie’”. La TV se veía obligada a “fabricar consenso” (la fórmula es de Chomsky), más no fuera para saldar los enormes costos económicos que, por otro lado, podrían interpretarse como la medida de su tarea: la de ser los ojos y los oídos de su tiempo.
Si continuamos la dialéctica de la modernidad que describía Baudelaire, lo único ‘inmutable’ termina siendo ‘lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente’. ¿No lo era ya, para quienes habían nacido en la primera mitad del siglo XX, la propia televisión? Quizás sea la prueba de que esta historia avanza en espiral, de modo que cada momento vuelve a encontrarse consigo mismo unos pasos más adelante, en una curva más cerrada, a un ritmo más veloz y con un final, quizás, más inminente.
Librada de esa obligación, hoy la tele se presta de buena gana a la polémica, no tanto porque quede subordinada a la lógica de las redes, sino porque acompaña la desventura de la sociedad toda. Lo que, en Three Variations on Trump: Chaos, Europe, and FakeNews, Žižek identifica como “comunidades definidas por intereses ideológicos específicos”, donde es posible “intercambiar noticias y opiniones por fuera de un espacio público unificado y donde las conspiraciones y otras teorías pueden proliferar sin ataduras”. En su versión más ligera, más “consensuada”, los intereses ideológicos amplios (conservadurismo vs. progresismo, populismo vs. republicanismo, aborto vs. “vida”, identidades tradicionales vs. identidades fluidas; en una palabra, las “impaciencias contrapuestas”) acaparan la TV y desunen el espacio público desde adentro, al punto que el logo de un canal puede ser hoy una prenda identitaria. Uno podría objetar que la prensa siempre funcionó así, que allí el posicionamiento ideológico es la regla y no la excepción, pero la fundación de un diario siempre fue más política que comercial. La politización de la pantalla, en cambio, solo es posible una vez que ha perdido —como la política misma— su antigua autoridad.
¿No había en ella, en todo el sistema televisivo, en la verticalidad y el consenso, en el contenido y la historia, y hasta en el peso y la magnitud del aparato, un reflejo del orden mundial que había dominado las cinco décadas de la posguerra? Como es bien sabido, el reinado cultural de la televisión concordaba con el imperio político de Estados Unidos. Sergio Leone dijo alguna vez que “Estados Unidos era la negación determinada del viejo mundo, del mundo adulto”, y que “era propiedad del mundo entero y no solo de los estadounidenses”. Era nuestra misma sensación: de una parte, la tele marcaba un corte con el pasado y, de la otra, era equivalente a la primacía estadounidense.
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Nosotros, últimos especímenes del siglo XX, vivimos como un gran cambio algo que, en cierto sentido, no es más que la nueva articulación dentro de un viejo y largo movimiento. La reunión de lo efímero y lo permanente, de lo actual y lo pasado, es algo que podemos predicar de la tele, pero también algo que el siglo XIX ya predicaba de “la modernidad”, que para Baudelaire expresaba “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente (…) cuya otra mitad era lo eterno y lo inmutable”. Los pistones y poleas eran entonces lo que el algoritmo y el autómata son ahora; modulaciones de promesas y temores que hace tiempo cobija una realidad más vieja que cualquiera de nuestros siglos.
Con todo, la cultura audiovisual de la era digital ni siquiera puede apoyarse, como lo hacía la TV, sobre su propia historia. El siglo XXI no tiene GreatestHits: sus hitos no tienen donde ubicarse, donde encaramarse, donde permanecer. O, más bien, permanecen como una memoria sin densidad, sin presente. Si continuamos la dialéctica de la modernidad que describía Baudelaire, lo único “inmutable” termina siendo “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente”. ¿No lo era ya, para quienes habían nacido en la primera mitad del siglo XX, la propia televisión? Quizás sea la prueba de que esta historia avanza en espiral, de modo que cada momento vuelve a encontrarse consigo mismo unos pasos más adelante, en una curva más cerrada, a un ritmo más veloz y con un final, quizás, más inminente.
“Me gusta el hecho de que textos breves como estos, escritos con un par de semanas de diferencia, ahora —puestos unos junto a otros— discurran un flujo continuo y acumulen un espesor”, escribe Roberto Merino en la nota introductoria de Combustión espontánea. Textos sobre literatura, libro que, tal como el grueso del corpus que compone su obra, tiene como origen sus crónicas en prensa, ese glóbulo generoso y prolífico del cual, cada cierto tiempo, algún editor o editora extrae una copiosa cantidad de materia prima y termina modelando un conjunto de textos de sorprendente eficacia y agradable calidad, puesto que comparten un temple, un imaginario y un lenguaje afín. Es lo que ha ocurrido en Pista resbaladiza o en la feliz reedición del elusivo En busca del loro atrofiado, volúmenes en los que Merino esboza el puzle de sus circunstancias vitales, el mosaico resultante de la observación de la situación en el mundo.
En otras compilaciones se repite el expediente, como ocurre en Por las ramas, donde el foco está puesto en los desplazamientos no siempre risueños de Merino al campo o a la playa. O antes en Todo Santiago, compendio en el que Merino puso por escrito sus impresiones de la capital.
Así, lo que resulta son libros hermanos o primos, si se quiere, pues comparten una respiración particular: texto a texto se bosqueja a un autor de memoria paquidérmica, con una incansable necesidad de revisitar —en la escritura— su pasado, junto con proveer un elocuente testimonio de su desencaje con los tiempos que corren.
En Combustión espontánea —compuesto por casi 200 textos, agrupados en cinco apartados— se ingresa al hábitat en el que Roberto Merino pareciera deslizarse con mayor ventaja: la literatura, los libros, los escritores. De cualquier forma, el subtítulo Textos sobre literatura queda un tanto corto, pues la plétora temática del corpus de columnas pareciera rebasar el rótulo. De esto ya hay antecedentes, como ocurre con Luces de reconocimiento, libro de 2008 en que el autor escribió de literatura chilena, no con una pretensión pedagógica sino con el honesto y afortunado norte de fijar sus recuerdos literarios y hacerle el quite al olvido. “Es imposible dimensionar la cantidad de páginas por las que hemos pasado nuestros ojos y que luego, más temprano que tarde, hemos olvidado”, ilustra Merino. Y agrega: “Leo porque me interesa el modo en el que se dicen las cosas, porque me atrae el hecho de que existan perspectivas distintas para mostrar la vida de siempre”.
El hilvanado de estos retazos corrió por cuenta del editor Andrés Braithwaite, responsable del “flujo continuo” al que alude el autor, al ver sus textos breves cada cierto tiempo agrupados en un libro largo, con un continuum ensayístico que se acerca más a la conversación apacible, a un desplazamiento distraído antes que al despliegue erudito y/o especializado.
En algún punto del volumen, el cronista califica a Nick Hornby como un escritor ‘auténtico’, entendiendo por autenticidad el trabajo ‘con lo que hay a mano y no a partir de ideas’. Puesto así, es posible medir con esa misma regla al propio autor, quien no puede —ni quiere— dejar de echar mano a su bitácora personal a la hora de escribir sobre libros o escritores, o bien sobre cualquier otro tema.
Cuando se alaba el carácter no enciclopédico de la escritura de Roberto Merino, también se exalta su signo no militante en las armadas del fomento lector: “Es muy molesto cuando alguien habla políticamente de la lectura. Quien así procede generalmente lo hace para afirmar convicciones y desatender los fenómenos”, se lee en “En la brecha”. De la misma crónica: “Las primeras lecturas parecen ser una forma de vislumbrar la propia intimidad. En círculo de la luz y en el rectángulo de la cama nos gustaba sentirnos la parte silenciosa de una casa que nos contenía y que a la vez se recortaba en el mundo ajetreado y ajeno”.
En algún punto del volumen, el cronista califica a Nick Hornby como un escritor “auténtico”, entendiendo por autenticidad el trabajo “con lo que hay a mano y no a partir de ideas”. Puesto así, es posible medir con esa misma regla al propio autor, quien no puede —ni quiere— dejar de echar mano a su bitácora personal a la hora de escribir sobre libros o escritores, o bien sobre cualquier otro tema. Lo brillante es que acá bebe de las aguas biográficas con sedosa nostalgia, como ocurre en “Cioran, Stevenson”: “No reniego del demoroso petulante que fui a los 17 años. Esa persona ya no existe, pero aprecio el sedimento de su experiencia, aún fértil. Los rostros de las personas que ese joven creyó amar, las calles que recorrió en sus regresos nocturnos, la lluvia de la que se cobijó en una caseta abandonada, el tiempo que perdió bajo el sol del invierno, un promontorio seco y espinoso donde se detuvo a mirar la lejana espuma del mar, todo eso vuelve ahora en la memoria como una carga de emoción. No hay dos individuos en este caso: solo uno, joven y viejo a la vez”.
La lectura de Combustión espontánea nos regala además evocaciones de Thomas de Quincy, la dupla James Boswell/Samuel Johnson, y trae desde el más allá a Joaquín Edwards Bello, a Rodrigo Lira, a Juan Luis Martínez, a Martín Cerda. Pero todo esto sacando a colación otros aspectos vitales aparte de los libros, como viajes, casas, fracasos, posteridades pretendidas, las mentiras, pelambres y poesía, bastante poesía.
En “Pasado” el escritor desembucha: “Yo quisiera dejarles a los especuladores del futuro una detallada descripción de la ciudad de hoy en todas sus dimensiones: límites, olores, sensaciones, estado del pavimento, actividades nocturnas, ferias libres, barrios ricos, modos de hablar, atmósfera. En fin, quisiera transferirles lo que antes se entendía como ‘el tono de la vida’”. Pues bien, la lectura de Combustión espontánea confirma que ese deseo de Roberto Merino está cumplido de sobra, conformando una lectura placentera, a punta de recuerdos intempestivos, emociones sinceras, asociaciones siempre pertinentes, digresiones y lecturas transmitidas con una fidelidad conmovedora.
Hace un tiempo sostuve una amena conversación con Carlos Herrera, el dueño de la librería Popol Vuh, la última de libros usados que va quedando en Viña del Mar. Hablamos de los antiguos libreros de la ciudad, de la personalidad y las mañas de cada uno, también de las razones que los habrían conducido al cierre. Recordamos, por ejemplo, a Domingo Pizarro, un señor con aspecto de notario que sabía mucho de libros pero que jamás hablaba de ellos: se limitaba a cobrar el precio marcado o a asentir lacónicamente cuando alguien le pedía un descuento. Hablamos también de Julio Monje, dueño de Ojo Voraz, que había sido carabinero o empresario (nunca se supo), que tenía la mayor colección de libros de Borges y que vendía básicamente lo que le habría gustado a Borges. Seguimos después con Pepe Cifuentes, que tuvo una estupenda librería en Viña y que ahora vende libros en una calle de Valparaíso. Tiempo atrás lo reconocí en una película de Andrés Nazarala, Debut, y me reí mucho cuando oí que le decía al protagonista —un músico atribulado por la pérdida de su demo— que se quejaba de “puros problemas huevones”, que un verdadero problema era, por ejemplo, haber estado en Auschwitz. De Carlos Ruz, dueño de Artes y Letras, recordamos su gran entusiasmo y su aspecto sempiterno de intelectual cortazariano de los años 70: beatle blanco, pantalón de cotelé, barba frondosa y lentes polarizados. Y al final hablamos de Mario Llancaqueo, quien si bien tenía su librería en Valparaíso, era un referente del rubro en toda la zona y era conocido hasta por Piglia, que una vez le agradeció personalmente haber sido el primero en traer Respiración artificial desde Argentina en los años 80.
Mario, a quien le compré mis primeros libros, nuevos y viejos, acababa de morir y por eso nuestra conversación se tornó de pronto melancólica. Convenimos en que su muerte y el inminente cierre de su librería Crisis, que hoy lleva su hija, era un signo de que estábamos al final de algo, no solo de un tipo de comercio, sino de un tipo de sociabilidad, que no podrá replicarse ahora que el negocio se ha mudado a Mercado Libre, Instagram, Facebook o la “red social” que sea. Yo mismo he empezado a comprar libros en la red, y aunque obtengo lo que me gusta con más rapidez y menor ansiedad que antes, no sé de dónde vienen los libros, no conozco al librero ni a las personas que frecuentan su librería, que tal vez ni siquiera existe físicamente. El asunto, en una palabra, se ha rebajado a mera necesidad y negocio, mientras que antes era la ocasión de un encuentro cordial y un desvío no premeditado de la rutina laboral o cotidiana. Si la vida, en lo que tiene de soberana o digna de ser vivida, decía Bataille, consiste en desviarla de sus demandas serviles o productivas (hacia el bar, el café, el prostíbulo o la librería), poco cabe esperar de ella cuando se va volviendo igual al “teletrabajo”, cuando los cafés pasan a llamarse “work café”, y migra en general hacia unas pantallas en la que todo está disponible al simple contacto de los dedos, pero permanecemos en el mismo lugar de siempre, conectados pero separados.
Si la fisiología de una librería de viejos es similar a la fisiología de la biblioteca de un lector (una reproducción de su personalidad y pensamiento), cada librero es una persona única, de la que uno puede ser amigo, incluso si se hacen con ella negocios. Con Carlos Herrera, por ejemplo, hemos compartido durante años la misma pasión por la obra de Elias Canetti, para el que un bello mundo sería aquel en el que convivieran los vivos y los muertos, y no uno en que los vivos van dejando a su paso un montón de muertos olvidados.
En mis remilgos nostálgicos, en todo caso, no me siento tan solo. Roberto Calasso, en La actualidad innombrable (2016), llamó a este fenómeno la “disponibilidad informática” y predijo que el saber que proviene de los libros perdería cada vez más prestigio y sería reemplazado al final por un interminable barullo de “voces errantes, incontrolables, ruidosas”, que no tienen rostro y provienen de ninguna parte. No es raro por ello que uno de sus últimos libros fuera una melancólica meditación sobre los editores, los libreros y las librerías de nuevos y viejos. La informática, dice en un lugar de Cómo ordenar unabiblioteca (2020), ha reducido enormemente los tiempos de espera y búsqueda de un libro, pero ha reducido también el encanto de hallar un libro que no necesitábamos poco tiempo antes ni tampoco vamos a leer de inmediato. También ha reducido al mínimo otro aspecto esencial de la cacería de libros viejos: que el librero no se dé cuenta del valor del libro que tiene en las manos, pero sí nosotros. Porque sucede que lo primero que hace hoy es consultar los precios que tienen en la red, lo que provoca una indistinción entre lo real y lo virtual y una distorsión económica detestable: los precios se vuelven casi iguales y son además muy altos, como si de pronto todos se hubieran coludido para protegerse de los lectores menos incautos.
Las primeras ediciones de poesía chilena, por ejemplo, son a estas alturas prácticamente incomprables, sobre todo para quien las busca para leerlas y estudiarlas (leer una primera edición, dice Calasso, es una ayuda física —táctil y visual— insustituible para comprender un libro), y no impelido por ese fetichismo malsano que consiste en adquirirlos para guardarlos. Lo bueno, en todo caso, es haberme enterado de que por tres chauchas alcancé a hacerme una pequeña fortuna, con la que espero compensar un día a mis hijos por haberlos obligado a vivir entre arañas agresivas y papeles incoloreables.
En fin, si la fisiología de una librería de viejos es similar a la fisiología de la biblioteca de un lector —una reproducción en el espacio de su personalidad y pensamiento—, cada librero es una persona única, de la que uno puede ser amigo, incluso si se hacen con ella negocios. Con Carlos Herrera, por ejemplo, hemos compartido durante años la misma pasión por la obra de Elias Canetti, para el que un bello mundo sería aquel en el que convivieran los vivos y los muertos, y no uno en que los vivos van dejando a su paso un montón de muertos olvidados. Lo mismo valía, según él, para los libros y, en general, para la creación literaria. De Stendhal escribió que sobrevivió a todos los muertos de su tiempo sin tener que arrastrar a la muerte a ninguno.
Al final de mi visita decidí llevarme un libro que no tenía previsto llevarme ni voy a leer muy pronto: Culturasprecolombinas de Chile, de Greta Mostny, en su segunda edición de 1960. Me fui revisándolo por la calle y me detuve en la imagen del niño hallado por unos arrieros en la cumbre del Cerro el Plomo y que a Mostny le tocó recibir en 1956, cuando era directora del Museo de Historia Natural de Santiago. Antes de sacarla de la caja, se cuenta, se le ocurrió hacerle rápidamente un retrato, ya que supuso que la luz desperfilaría los rasgos del niño, dormido desde hace 500 años. El resultado fue una imagen de algo condenado a desaparecer, la imagen de un sueño que termina.
El domingo salgo en la moto. Atravieso el pueblo de S para empalmar con el camino de tierra que va hacia el Ombú por dentro. Al alejarme del centro, las viviendas se dividen como células más y más precarias; lo que está en la calle no se sabe si es basura o esperanzas que alguien saca de su casa y las tira. A la altura del puente que pasa por encima de la ruta, crecen unas pocas malezas raquíticas, neumáticos, maderos, plásticos. Me da miedo pasar.
Giro hacia la estación de trenes para buscar otro camino. En la plazoleta con pretensiones de rotonda no crece vegetación. Solo hay tres estudiantes, una mesa y una silla. El motivo de su presencia figura en una cartulina celeste que no alcanzo a leer. Calle abajo, los y las vecinas se van animando a salir a la vereda. Ninguno se acerca. La chica ocupa la silla frente a la caja. Su compañero, de pie, maneja el talonario. El otro, no se sabe para qué está. Me pregunto por qué no se instalaron en la plaza o al lado de los almacenes, por qué escogieron este lugar impropio. A menos que pretendan vender entradas. No se divisa ningún monumento, sitio histórico o natural.
La Historia de Chile que sé la aprendí en la escuela, luego en la universidad, se repitieron las mismas historias. Cuando me mudé a la Argentina aprendí de su Historia por la literatura. No sé si haber leído a Juan José Saer evocar la Zanja de Alsina como una mezcolanza entre lo ficcional y lo documental, la hizo inverosímil. O la historia es inverosímil y la literatura trabaja para impedir que la Nación la oficialice, la desodorice, la insonorice. Le quite no lo sangriento, sino lo irreal.
Después de leer sobre la Zanja tuve ganas de ir a ver lo que quedaba de los más de 350 kilómetros que alcanzó a tener en la provincia de Buenos Aires este despropósito, destinado a separar la barbarie de la civilización. En el lugar donde debía estar apareció un hombre con una cartulina celeste, una caja, un talonario, una mesa y una silla. Da igual que la Zanja no haya sido cavada en S, que Ebelot no descendiera en su estación, que la Campaña del Desierto, de Julio A. Roca, no matara a los mapuches de acá, si la cartulina celeste escrita por los tres estudiantes afirma que aquí hay un fragmento de la Zanja y puedes visitarlo a cambio de una contribución voluntaria para mejorar las condiciones de la escuela; la Zanja tiene el don de aparecer en la realidad.
Decido ir de todas formas al Ombú, aunque sea por la ruta; los domingos no pasan camiones y, en general, hay poco tránsito. Antes de sobrepasar S, diviso la entrada del camino de tierra que va por dentro; contrariando las reglas, salgo del pavimento.
Lo recordaba más ancho, menos solitario. Inmensas extensiones de tierra plantada con transgénicos separan las viviendas, si es que las hay. Supongo que se esconden bajo el frescor de los montecitos, así llaman acá a los pequeños bosques silvestres que salpican la Pampa. Quedan pocos. Se los considera un desperdicio para la producción. Los que más me gustan aparecen en La liebre y en Ema, la cautiva, de César Aira. Fueron las primeras novelas que llegaron a mis manos cuando me mudé a Buenos Aires. El estupor que me causaron se adhirió a mi mirada, hasta ahora. Ignoraba que podía existir una ventana como esa. Se me dio vuelta la vista. ¡Es posible inventar mapuches, inventarles un habla, una ética, una estética, hacerlos bromear, amar, comer y beber! Aira los llama ociosos, belicosos, se drogan, discuten de estética, de filosofía, viven dramas pasionales, son inconsecuentes, irracionales… Mientras leía me preguntaba cuándo va a aparecer la pobreza, la dominación de los poderosos, la injusticia, el alcoholismo, la frustración, el despojo, la represión. Fue como haberme operado de los ojos. Descubrí los montecitos inventados antes que los montecitos reales. Y a esos los acepto porque ya están inventados.
Mientras mis ojos se adaptaban a esta nueva ventana, leí a dos escritoras chilenas, María Luisa Bombal y Marta Brunet. Para ambas, la Argentina funcionó como una especie de bisagra en sus escrituras. La Bombal tuvo que cruzar la cordillera para escribir y publicar algo tan distinto en el panorama literario chileno como su primer libro, La última niebla. Y la Brunet, fue en su estadía como diplomática que abandonó el criollismo que le dio notoriedad en Chile.
A Sandra Contreras también parece haberle sorprendido esta primera novela publicada por Aira, donde ‘la invención se encuentra al máximo de potencia’. Eso se percibe con todos los sentidos al avanzar en la historia, sientes que el autor está inventando in situ; una como lectora va detrás de él, siguiendo sus acrobacias, rogando que no termine.
Desde que nació, el criollismo fue apoyado por los poderes políticos y la crítica, aplaudidos en los periódicos, leídos tanto por los pobres como por los ricos del campo. Cayó tan cómodo que se extendió durante la dictadura de Pinochet. Actualmente, que todo es injusticia y desigualdad, mi conciencia chilena me reta si ocupo 200 páginas de papel —fabricado con los pinos de las tierras expropiadas a los mapuches por las forestales— en otra cosa que no sea la pobreza, los privilegios de los poderosos, la violencia, el alcoholismo, la frustración, el despojo, la represión.
Cuando leí Ema, la cautiva, por supuesto, me salté el prólogo. Ahora que necesito una respuesta de por qué es posible inventar la formación de la Nación en Argentina y no en Chile, lo leo. A Sandra Contreras también parece haberle sorprendido esta primera novela publicada por Aira, donde “la invención se encuentra al máximo de potencia”. Eso se percibe con todos los sentidos al avanzar en la historia, sientes que el autor está inventando in situ; una como lectora va detrás de él, siguiendo sus acrobacias, rogando que no termine. Provoca admiración lo lejos que llega, sorprende lo nuevo. Lo nuevo existe. Y no se trata de algo sobrenatural o exótico. Sandra Contreras, en su prólogo, pesquisa un texto que Aira escribió dos meses antes de publicar la novela. Y dice: “La novela argentina actual, quién lo duda, es una especie raquítica y malograda. En líneas generales, lo que define a una producción novelística pobre es el mal uso, el uso oportunista, en bruto, del material mítico-social disponible, es decir de los sentidos sobre los que vive una sociedad en un momento histórico dado. La transposición literaria de una realidad exige la presencia de una pasión muy precisa: la literatura…”.
Desde que compré la moto y descubrí la existencia de estos caminos interiores que difícilmente aparecen en los mapas, vengo preguntándome por la libertad con la que Aira inventa a los y las mapuches, al ejército, a los funcionarios del Estado, a los inmigrantes, a los viajeros europeos que vinieron a construir el tren o a estudiar la naturaleza en los siglos XVIII y XIX.
Sandra Contreras explica que en estos libros “fundacionales”, Aira pone en marcha la pulsión de supervivencia como mecanismo medular de este universo. La Nación no sería la bandera, el himno, la cordillera, la guerra de Arauco, la valentía épica mapuche, como nos enseñan, sino la pregunta por cómo nos mantenemos vivos en ese espacio en común. La RAE entiende supervivencia como la “gracia concedida a alguien para gozar una renta o pensión después de haber fallecido quien la obtenía”. Curioso.
La primera respuesta que pensé acerca de la libertad de Aira para inventar fue que en Argentina se puede porque el general Julio A. Roca, en la Campaña del Desierto, aniquiló prácticamente a todos y todas las mapuches, huilliches y ranqueles. Tiene sentido inventar en el vacío. Le pregunto a Sandra por WhatsApp si hubo una recepción política de estos libros de Aira. Se nota sorprendida. Le explico que si un o una chilena hiciera lo mismo, la crítica la destrozaría. No me entiende.
La moto asciende, es casi un accidente en la llanura. Arriba me espera el camino pavimentado que pasa delante del Ombú y que nace en la ruta 193. Un domingo la seguí por curiosidad y llegué a lo que debió ser una estación de tren. Es difícil entender qué los motivó a pavimentar. Su estado calamitoso, los baches, las grietas y roturas indican que hay más de lo que es visible.
Conocí al Ombú primero por la web, como uno de los almacenes de campo más antiguos de la Pampa, de fines del siglo XVIII. Lo busqué en el mapa y estaba a 45 minutos en moto de mi casa. Vine varios domingos, como otros van a la iglesia, a la plaza o al club. Está en medio de la nada. Una se pregunta quién viene a comprar hasta acá. Los ombúes son dos o varios anudados entre ellos. No sé si la especie alcanza una gran dimensión, estos son chaparritos. El almacén comparte jardín con la casa. A la dueña le gustan las hortensias. Un par de mesas largas de madera con bancos flanquean la entrada. Se entra a un pequeño vestíbulo, donde está la clásica barra y la reja que separa a los bebedores del almacén. A la derecha, un salón con mesa de billar, mesas de restorán y un televisor arriba de un mueble.
La primera respuesta que pensé acerca de la libertad de Aira para inventar fue que en Argentina se puede porque el general Julio A. Roca, en la Campaña del Desierto, aniquiló prácticamente a todos y todas las mapuches, huilliches y ranqueles. Tiene sentido inventar en el vacío. Le pregunto a Sandra por WhatsApp si hubo una recepción política de estos libros de Aira. Se nota sorprendida. Le explico que si un o una chilena hiciera lo mismo, la crítica la destrozaría. No me entiende.
A lo largo de mis visitas me fui dando cuenta, por el número de personas que entraban y salían, de que el Ombú no está en medio de la nada. De alguna parte vienen los jugadores de billar, los bebedores habituales, las mujeres a comprar. Encuentro una extraña investigación turística donde aparece que desde el siglo XIX aquí se formó el “barrio de los Ombuses”, como se llamó originalmente; un asentamiento de unas 10 familias afro-mestizas, en el cruce de dos caminos que iban a ciudades de mediana importancia. A la que repartió estas tierras le decían Juana, la Cacica del Pueblo de los Negros.
Sandra Contreras lee Ema la cautiva como una geógrafa las capas de la tierra, desmintiendo de paso mi impresión de que es más sencillo inventar en el vacío. Para Aira, inventar es leer la tradición y llevarla a la acción. Parte reinterpretando la leyenda de la cautiva de Lucía Miranda y luego, la reescritura de Esteban Echeverría. El exotismo del desierto lo lee en La excursión a los indios ranqueles, de Lucio Mansilla. Sandra Contreras sigue pesquisando hasta el canto IX de La vuelta de Martín Fierro y Recuerdos de frontera, de Ebelot. Lo que llamo invención es, en realidad, un tipo de lectura que hacen los escritores, una lectura irreverente, despiadada, irónica, que va soltando, como si fuesen grampas, las amarras, las formas, los conceptos, el orden, la veracidad y la verosimilitud a las leyendas, los mitos, los diarios de viaje extranjeros.
Tomo otro ejemplo de Aira, esta vez de Un episodio en la vida del pintor viajero. “Allí venía, dando la vuelta a la colina del torrente, un grupito de salvajes vociferantes, las chuzas en alto: ¡huinca! ¡mata! ¡aaah! ¡iiih! Y en medio de ellos, triunfante, un indio que era el que más gritaba, y traía abrazada, cruzada sobre el cuello del animal, una ‘cautiva’. Que no era tal, por supuesto, sino otro indio, disfrazado de mujer, y haciendo gestos afeminados; pero era tan burdo el engaño que no habría engañado a nadie, ni siquiera a ellos mismos, que parecían tomárselo a la chacota”.
Y ya fuera por el chiste, ya por el valor simbólico del gesto, lo llevaron más lejos. Uno pasó abrazando una “cautiva” que era una ternera blanca, a la que le hacía arrumacos jocosos. Los tiros de los soldados se multiplicaban, como si los pusiera furiosos la burla, pero quizás no era así. Y en otra parada, en el colmo de la extravagancia, la “cautiva” era un descomunal salmón, rosado y todavía húmedo del río, cruzado sobre el pescuezo del caballo, abrazado por la fuerte musculatura del indio, que con sus gritos y carcajadas parecía decir: “Me lo llevo para reproducción”.
Mediante estas operaciones, Aira desmonta todas las capas de lectura y escritura que hay sobre los y las mapuches, los viajeros del siglo XIX, los oficiales y soldados; se ríe del terror blanco, de lo indígena, lo convierte en una superficie de escritura. Libera los estereotipos de la cultura, incluso de la cultura mapuche, y los traslada a un espacio que cualquier ser humano desearía para sí: el de la invención. Si entre abril y agosto de 1879, el general Julio A. Roca extermina a los mapuches, huilliches, ranqueles, tehuelches, en octubre de 1978, con la publicación de Ema, la cautiva, la literatura los vuelve a la vida, no solo a ellos, a todo lo que la Nación perdió en su intento civilizatorio. Como dice Sandra Contreras, la pregunta es por la supervivencia, no cualquiera, sino la del arte.
Siempre que vengo al Ombú me da pena irme. No queda tan cerca como para venir seguido, a veces pasan semanas o meses hasta que me animo a volver. Hoy estoy especialmente triste. ¿Por qué nunca se me ocurrió leer la literatura que existe sobre la formación de la Nación y, en vez de desechar a unos por conservadores, a otros por realistas, a los de más allá por burgueses o épicos, hacer una relectura para inventar? La conciencia chilena sigue invicta en mí. Eso me pone triste.
En la antigua Atenas, Diógenes El Cínico se identificó con el perro como encarnación de su filosofía. El símil implicaba el coraje para decir verdades incómodas y una actitud desvergonzada ante la vida, más apegada a la naturaleza animal de la condición humana que al refinamiento postizo de la civilización. Diógenes sabía que las necesidades desmedidas dañan, y que la mejor forma de mantenerse libre es aflojar, soltar. El modelo de la autarquía psíquica y física, en resumidas cuentas.
El escritor italiano Curzio Malaparte también se identificó con los perros, pero de un modo más literal y también más inofensivo. Durante las noches se ponía a ladrarles y le respondían, desde cerca y desde lejos, como si se tratara de uno más de la camada. Ladraba durante horas. Algunos le llamaban “el loco”. Otros, “el perro”. En los pueblos costeros de Italia los carabineros le pedían abandonar el hábito, porque los pescadores del lugar se asustaban, tomándolo por un sucedáneo del hombre lobo. En Francia, patria de la libertad, ningún drama. Podían encontrarlo tocado de la cabeza, voluntariosamente extravagante, pero de ahí a exigirle silencio, nunca. En Suiza, todo lo contrario. A la primera tanda nocturna de ladridos se le acercó la policía y le pidió cortarla en seco. Si solo estoy ladrando, dijo Malaparte, no le hago mal a nadie. Hombre que ladra, le respondieron, al rato muerde.
En marzo de 1948, mientras se alojaba en el Hôtel de la Sapinière, en Chamonix, insiste en ladrarles a los perros durante la noche. Los clientes del hotel reclaman, “no pueden dormir, tienen miedo, dicen que debo de estar loco o tener rabia”, cuenta Malaparte en Diario deun extranjero en París. El dueño o el encargado del hotel le ruega dejar de ladrar. Incluso intenta disuadirlo, mencionando lo dolorosas que son las inyecciones contra la rabia. Malaparte decide aflojar por unos días, aunque sin hacerse ilusiones: “Luego volveré a hacerlo. Ladrar con los perros por la noche es el único placer que tengo en la vida”.
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1968. En Chicago, en un clima de exasperación con el establishment político, el Youth International Party, más conocido como Yippies, amenazó con irrigar LSD al sistema de suministro de agua de la ciudad. Aunque el organismo a cargo descartó cualquier peligro de trip masivo, estimando que para afectar al conjunto de la población hacían falta cinco toneladas de ácido, las autoridades desplegaron a la policía para resguardar las plantas procesadoras de agua.
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David Bowie: “Me hundo en las arenas movedizas de mi pensamiento”. Goethe: “El peor envidioso de este mundo es quien a todos toma por sus pares”. El poeta Verlaine, según el escritor Jules Renard: “Viajaba con una maleta que solo contenía un diccionario”.
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Un científico conocido de Darwin, con una fama de huraño que se esforzaba en cultivar, le aseguró haber dado con un método para terminar con cualquier incendio, pero aclaró de inmediato: “No voy a publicarlo, maldita sea: que ardan todas sus casas”. Pensaba en los habitantes de Londres.
En su Antropología, Kant imaginó un planeta habitado por seres racionales, pero verbalmente incontinentes, sin filtro, que piensan en voz alta, así se encuentren despiertos o dormidos, solos o acompañados. La vida en común, en ese planeta que no conoce la reserva ni el silencio, parece imposible, salvo que sus habitantes sean ‘puros como ángeles’.
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En su Antropología, Kant imaginó un planeta habitado por seres racionales, pero verbalmente incontinentes, sin filtro, que piensan en voz alta, así se encuentren despiertos o dormidos, solos o acompañados. La vida en común, en ese planeta que no conoce la reserva ni el silencio, parece imposible, salvo que sus habitantes sean “puros como ángeles”.
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Divorciado de la vida, Schopenhauer aprendió a sentir un sereno desprecio por los hombres de su tiempo, en realidad por toda la humanidad, a no ser por los rarísimos espíritus o autores afines de otras épocas. Por eso apuntó en un cuaderno de anotaciones íntimas: “Su letra muerta me es más entrañable que la presencia viva de los bípedos”.
Conocerse a sí mismo con el único propósito de aprender a no malgastar energías violentando nuestro carácter. El retraimiento en medio de la sociedad como un resguardo contra el espíritu gregario. El egoísmo como tónico y el culto al yo sin concesiones a la moral del rebaño. Quizá sea eso lo más atractivo de Schopenhauer y de Nietzsche. Lo predicaron y lo practicaron, sin gimotear por las consecuencias, no siempre agradables. Están convencidos de estar predestinados a algo, y no a cualquier cosa, sino a algo superior. ¿Algo superior? Ahora suena grandilocuente pensar así. Y ridículo, también. Pero ese era el sentimiento que antes motivaba las empresas y las obras más potentes, más perdurables. Dudo que alguien se haya atrevido a llevar esa convicción aristocrática al paroxismo de megalomanía que caracterizó a Schopenhauer y, más todavía, a Nietzsche.
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Falta encomendarse a las artes terapéuticas de la misantropía, con Flaubert como médico de cabecera: “Siempre he procurado vivir en mi torre de marfil. Pero una marea de mierda bate ahora sus muros hasta el punto de derrumbarla”. Paso el rato releyendo Bouvard y Pécuchet. Epopeya de la estupidez humana, aunque no de cualquiera. La insensatez de las empresas enciclopédicas y del espíritu de sistema, de todos modos. Si es verdad que los grandes hechos y figuras de la historia suelen darse dos veces, la primera como tragedia, la segunda como farsa, Bouvard y Pécuchet brinda la versión paródica del drama del Fausto, de Goethe, como símbolo de los extravíos de la razón moderna. Como advirtió Maupassant, heredero literario y confidente de Flaubert, en esta novela se erige la “torre de Babel de la Ciencia, en que todas las doctrinas, contrarias y sin embargo universales, hablando cada una de ellas en su lengua, demuestran la impotencia del esfuerzo, la vanidad de la verdad y la eterna miseria del todo. La verdad de hoy es el error de mañana; todo es incierto, variable, y contiene en proporciones desconocidas cantidades tanto de verdad como de falsedad”. La única señal de inteligencia que Flaubert concibe es la capacidad de pispar la estupidez y la futilidad humanas.
Durante décadas, se ocupó en reunir, en orden alfabético, una serie de disparates ilustres, de leseras sin atenuantes, escuchadas o leídas a sus contemporáneos. Flaubert pensaba disponerlas en un libro cuya lectura nos dejara sin saber si nos estaba tomando el pelo o nos estaba hablando en serio. El proyecto, hermano siamés de Bouvard y Pécuchet, también quedó inconcluso, tal vez porque la estupidez es demasiado prolífica y la posibilidad de documentarla, por lo mismo, inagotable. En este libro, Flaubert ambicionaba incorporar todas las sandeces biempensantes que “es necesario decir en sociedad para convertirse en una persona decente y amable”. Algo así como la antesala de lo políticamente correcto, mezclado con los lugares comunes que acompañan, casi por obligación, cualquier intercambio social. Al final se publicó, póstumamente, como apéndice a Bouvard y Pécuchet. Hoy también circula por separado bajo el título de Diccionariode ideas recibidas. En vida, Flaubert especuló con subtitularlo Enciclopedia de la bestia humana.
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En la Penitenciaria de Santiago, pleno siglo XIX, la guardia pilla un forado de tres metros hecho por tres reclusos, en su propia celda. Sorprendidos in fraganti, intentan zafar ante el nuevo director del penal, que acaba de asumir. Uno de ellos alega que sí, que habían intentado fugarse porque estaban hartos con la anterior dirección del establecimiento, pero que, al asumir el nuevo director, la autoridad que ahora tienen al frente, habían desistido, y más que eso, al momento de ser sorprendidos, ya no estaban agrandando el boquete, sino tapándolo.
Walter Benjamin no tenía cómo considerarlos cuando escribió su formidable ensayo sobre el narrador, donde en un rapto de resignación se precipitó a despachar para siempre el expediente de la escritura sobre la vida vivida en manos de la aparición de un nuevo género, el de la novela, un recurso sedentario de la burguesía emergente que le permitía a cualquiera fabular una historia sin tomarse el trabajo de separarse de la paz íntima del escritorio. La lectora, el lector, agregaban su pizca de arena, pues quedaban en condiciones de consumir esas aventuras desde la cómoda distancia de sus recintos domésticos.
Para establecer ese corte, del que El Quijote era un ejemplo paródico en circunstancias en las que El discursodel método —redactado por Descartes al calor de una estufa en un pequeño cuartel de Nuremberg— era su contraparte fóbica y despectiva, Benjamin había partido de una división clásica: la que separa a los seres de acción de los seres de ideas. No es improbable que debamos las tesis de esta naturaleza —escritas de diversas maneras antes de que lo hiciera Benjamin— a la tendencia casi espontanea a desconsiderar a las escritoras o los lectores que anidan en el corazón de la acción, como si el acto de hacer frenara de alguna manera el de leer y pensar.
Esto último, a pesar de los enormes esfuerzos que las vanguardias del siglo XX hicieron por reunir las dos cosas. Sabemos cuáles eran estas dos cosas: el arte y la vida, de la que aventureros jugados como Stendhal, Céline o Conrad (redadas en las campañas imperiales de Napoleón, viajes tenebrosos a las noches del existir, anotaciones con revoltijos en el estómago en despiadados vapores belgas que regresaban del Congo) dejaron más de una prueba.
Aunque quizá falte alguna: la que dos o tres décadas más tarde enlazaría a un incansable viajero literario como Kerouac, con un aventurero político como el Che Guevara. Situemos un año: 1951. Kerouac se tomó solo un par de semanas de abril para redactar a toda velocidad En el camino, no hace falta agregar una vez más que de manera automática y rodeado de altas dosis de café, en un piso pobre al que ensombrecían las torres espigadas de Manhattan. Venía de recorrer en un Cadillac destartalado las Rocky Mount, Texas, Denver, Iowa, San Francisco y un largo etcétera, acompañado de una pila de cuadernos y un par de amigos a los que hizo famosos, en casi todos los casos sin salirse de la mítica 66, la primera carretera en recibir los beneficios del pavimento y la redondez del número por la que luchó a brazo partido el ingeniero Avery, su fundador.
El mismo mes de aquel 1951, el Che dejó atrás por primera vez la Argentina, para embarcarse en un petrolero de la YPF que, tras zarpar de Comodoro Rivadavia, llegaría a Trinidad y Tobago, con detenciones previas en Brasil, Venezuela, Guyana y una serie de puertos que no figurarían en el futuro en su menú de predilecciones revolucionarias. Como aún no se recibía de médico, el viaje lo realizó en calidad de enfermero, premunido al igual que Kerouac —su amigo desconocido— de una pila de cuadernitos en los que garabatearía las primeras anotaciones de lo que serían sus fabulosos diarios de viaje. La Norton 500 en la que recorrería Latinoamérica, junto a su compañero Alberto Granado, involuntaria cita figurativa del Cadillac en el que rodaban Jack y Neal, llegaría un año más tarde, cambiando para siempre el rostro del estudiante que en una foto posa de saco y corbata, todavía con el pelo corto y bien afeitado, por el del pelilargo con boina calada y pelo desarreglado que lo convertiría con el tiempo en una de las serigrafías más repetidas de la historia.
Juntos hicieron de esas causas perdidas sus viajes más personales hacia el hambre, y cuando se lee o se viaja con hambre desaparecen por fin la literatura, el turismo, y solo queda la sustancia. La vida es y será esa sustancia, con independencia de que en sus formas se empecinen y desperecen las aburridas ambiciones de quienes mueren en la instantaneidad de todos sus segundos.
De ese segundo viaje, el Che entresacaría su amor eterno por las cosas en movimiento, no solo las de su moto o su cuerpo, sino también la de cualquier comunidad que existiera: la que formaban entre sí las imágenes, los árboles, las voces, las palabras, los seres. Nada debía permanecer donde estaba, la vida era una fuga, la selva o la serpiente de las autopistas un texto mutante y la escritura, una conjunción. A la distancia y sin proponérselo, residía en esto lo que lo separaba de la tesis de Benjamin y lo unía a Kerouac: el equipaje ingrávido, la ética espontanea de las crisálidas.
Era una ética extraída de la metamorfosis de los paisajes, vaciados de los amargos dictámenes de la perspectiva y superpuestos por la velocidad como en las pinturas de Turner, aunque escoltadas por detenciones provisorias que pretextaban siempre el auxilio de un libro. Podían asomar del bolsillo de una chaqueta raída o, como en el caso del Che, de su inseparable cartera de cuero de camello, contrariando una carga que apuntaba a ser cada vez más ligera. Lo era incluso contra la literatura, esa quietud tortuosa en el ramaje de las palabras.
Kerouac era un lector de entretiempos, un devorador de párrafos mascados en cervecerías baratas y bencineras iluminadas por una luz taciturna; en cuanto al Che, existe una foto que rememora Piglia: está en Bolivia, trepado a un árbol, leyendo distendido en medio de la guerrilla y la desolación.
Leer y escribir era para ambos un archipiélago insonorizado en el corazón de la acción, el descanso en el que buscaban los vocablos que borroneaban los caminos. Y con esto inventaron un método: el del lector —la lectora— que hurga en los libros la intensidad de una experiencia perdida en la materialidad de la acción.
Guevara lo dejó anotado en su diario: “Mis dos adicciones: el tabaco y la lectura”. Perseguido por el asma, se supone que lo primero lo compensaba acudiendo al inhalador, del que se separaba tan poco como de sus libros, de los que el fusil era a la vez su irremediable revés dialéctico. No era una magnum ni una carabina ni una ametralladora; era un fusil, el nombre de todas las armas que empuñaron a lo largo de la historia los pueblos humildes que lucharon sin tregua por sus causas eternamente perdidas.
Los libros, los viajes, los diarios formaron parte de esas causas también, y por eso Kerouac se movía sin percibir en la literatura un punto de llegada. Juntos hicieron de esas causas perdidas sus viajes más personales hacia el hambre, y cuando se lee o se viaja con hambre desaparecen por fin la literatura, el turismo, y solo queda la sustancia. La vida es y será esa sustancia, con independencia de que en sus formas se empecinen y desperecen las aburridas ambiciones de quienes mueren en la instantaneidad de todos sus segundos.
No es fácil representar la noche en un título. En la literatura —y aún más en el cine— encontramos títulos que salen airosos del desafío (pienso en Nuestra parte de noche de Mariana Enriquez, Suave es la noche de Fitzgerald, La noche de Antonioni o Mi noche con Maud de Rohmer), todas obras que evitan banalizar el motivo de la noche hasta reducirla a música incidental o a una metáfora para, en realidad, decir oscuridad, fin o muerte.
Para psicoanalistas como Constanza Michelson, que conocen par coeur a Freud y trabajan ejercitándose en la deconstrucción lacaniana del lenguaje, simbolizar una vez más la noche no parece ser un problema. Hacer la noche (dormir y despertar en un mundo que se pierde) es su último libro: 22 ensayos reagrupados bajo uno de los títulos más enigmáticos que haya conocido la noche.
La idea detrás de la noche como un hacer y no un ser, trasciende su proeza poética. Es un llamado bastante serio y urgente a repensar nuestro modo de estar en el mundo antes de que —como advierte la autora— nos convirtamos en “cadáveres despiertos”. Michelson, insomne consciente, defiende “una inteligencia” propia de la noche, que permite liberar nuestra subjetividad y abrazar pensamientos lentos, como amar y crear, reinventar un nuevo lenguaje que nos cure del ruido y del sinsentido que ocurre en la superficie de la vida, a plena luz del día.
En el panorama de la crítica cultural, esta autora ha devenido en una ensayista necesaria —una intelectual legible—, al interpelar la realidad desde adentro hacia afuera, ya sea cuando acerca las teorías de Freud sobre el sexo en Cincuenta sombras de Freud (2015), reflexiona sobre la neurosis (y la histeria) y su relación con el deseo en Neurótic@s (2017), o cuando intenta leer la subjetividad de ese fenómeno que fue el estallido social en Hasta que valga la pena vivir (2020).
Michelson, insomne consciente, defiende ‘una inteligencia’ propia de la noche, que permite liberar nuestra subjetividad y abrazar pensamientos lentos, como amar y crear, reinventar un nuevo lenguaje que nos cure del ruido y del sinsentido que ocurre en la superficie de la vida, a plena luz del día.
Hacer la noche llega a un lugar más hondo que sus anteriores libros, ahí donde literalmente ya se hizo de noche con Trump, Putin, la pandemia, la crisis política en Chile y el fin del capitalismo tardío. En este paisaje, donde suenan los Nocturnos de Chopin, manifestaciones como la politología, los manuales de salud mental, la sociología para las masas y los discursos vía Twitter se desacreditan sin vuelta atrás, para abrirle espacio a preguntas que crecen como flores en un jardín a medianoche: la banalización del mal, la superficialidad del fascismo, el deseo del suicidio, la melancolía, la angustia, el desvelo, la vejez, la muerte, y, por cierto, el amor.
Ante la incertidumbre de nuestros tiempos, la autora en lugar de volverse nihilista o buscar fórmulas de autoayuda, abre una pregunta abismalmente existencial: ¿Cómo dormir si no hay amanecer?
Los ensayos de este delicado libro, y a su modo misterioso, se leen como si siguieran el trayecto del sol. Un viaje que se inicia al amanecer, en el reino de la razón (“No hay nada más loco que la razón”, ironiza la autora cuando repasa la barbarie que dejó el siglo XX) y termina o vuelve a empezar al anochecer, cuando se pierde la razón y surge el lenguaje de la poesía. Es en ese tiempo muerto, supuestamente inactivo, cuando Michelson parece abandonarse a sí misma —o apagar su mente hiperactiva— para psicoanalizarse en nuestra compañía. Leerla es en parte escucharla. (“Creo que a veces veo lo que no se puede ver”, escribe en su último texto, el más íntimo de sus escritos). Exige afinar nuestro oído, seguirla o abandonarla, captar alguna idea, alguna pregunta, alguna cita (las hay muchas y muy bellas), algún suspiro, mientras ella habla animadamente con Freud y su adicción a la cocaína, con el crítico Al Alvarez y su fantasía de dejar la noche y pasar directamente a la muerte o con autoras que se sienten como hermanas de la noche: Marguerite Duras, Natalia Ginzburg, Clarice Lispector o Hanna Arendt; de esta última rescata la posibilidad de buscar consuelo en “lenguajes que transmitan el amor al mundo”.
Es eso lo que Michelson desea: volver a amar el mundo. Y nosotros también.
Hacer la noche, Constanza Michelson, Paidós, 2022, 256 páginas, $15.900.
Debido a la emergencia climática, el fin del mundo (humano) es un horizonte verosímil, más verosímil que el apocalipsis maya de 2012 o el pandemonio computacional que se anunció para el ya lejano cambio de siglo. No va más eso de que estamos mejor dispuestos a creer en el fin del mundo que en el del capitalismo; hoy son lo mismo, y no porque no haya alternativa al segundo, sino porque la utopía del crecimiento infinito chocó con la realidad finita del planeta: ya no es posible, nunca lo fue, y si seguimos por ahí vamos a terminar de hacer imposible la vida (humana) en este lado del universo.
Todo lo sólido se desvanece, incluso el clima, y con él nosotros. Caminamos hacia allá, pero, dicen, aún es posible que las cosas no sean tan malas.
Las cosas podrían ser como las imagina Simón Ergas en su novela La oficina del agua. Es una distopía, esa forma actual de la utopía, en la que una entidad burocrática, que le da nombre al libro, en un mundo altamente digitalizado, administra el agua, entrega cuotas a los habitantes, llamados deudores, no ciudadanos.
El agua es poder, y ese poder, claro, se usa en la novela para beneficiar a algunos en desmedro del resto: en la misma torre en la que se secan las plantas, mueren de sed las mascotas, las personas no se bañan y guardan hasta la transpiración, hay un departamento que parece trópico de tanto verde y humedad que tiene en su interior. ¿Cómo lo hace? Extrae el agua común a través de cañerías, legales o ilegales, da igual, porque el responsable tiene derechos de agua.
Dos aspectos interesantes del libro, más allá de la denuncia y de que ese futuro se parezca mucho al presente, son, primero, que imagina un porvenir terrible, pero en el que aún podemos vivir. O sea, más o menos lo que podría pasar si tomamos las medidas para menguar la catástrofe ambiental. Y, segundo, que la tecnología, que ha logrado integrar a los seres humanos en una gran base de datos procesados por inteligencias artificiales, que administra la catástrofe y nos permite sobrevivir, no hace otra cosa que reproducir las condiciones de desigualdad, solo que en el nuevo escenario. O sea, más de lo mismo pero en peores circunstancias. O sea, el progreso técnico, vaya noticia, no es cambio político, es la eterna profundización de lo mismo.
Eso nos lleva a la pregunta obvia de nuestros días: ¿pueden el capitalismo y las tecnologías desarrolladas según su lógica resolver la crisis que crearon? Y, si pueden, ¿será a costa de muchos y en beneficio de pocos? ¿Será como en La oficina del agua, donde A. Prieto, el protagonista, un disciplinado funcionario de correos, quiere poner un reclamo por la falta de agua en su edificio, pero termina perdido en la burocracia digital?
En La nube de smog, una pequeña novela que publicó Ítalo Calvino en 1958, Omar Basaluzzi, obrero y sindicalista, se ríe de la idea de que sea el ingeniero Cordà, gran industrial, el que resolverá el problema del smog (sería como creer en la minería verde, los cuadrados redondos o las iniciativas de Mark Zuckerberg para proteger la privacidad y la democracia de las vulneraciones provocadas por sus empresas). “Sí, sé que Cordà quiere ser el industrial moderno… Purificar la atmósfera… ¡Qué vaya a contárselo a sus obreros! No será él quien limpie… Es cuestión de estructura social… Si conseguimos cambiarla, resolveremos el problema del smog. Nosotros, no ellos”, le dice Basaluzzi al protagonista del libro.
Poco antes de esa conversación, el protagonista, redactor de La Purificación, revista dedicada al problema de la contaminación, dirigida y financiada por Cordà, se da cuenta de que este, sus fábricas, sus chimeneas, son el problema, la causa de la niebla gris que cubre la ciudad, del hollín que cubre todas las superficies y los cuerpos… “el ingeniero Cordà era el patrón del smog, él mismo lo desparramaba ininterrumpidamente sobre la ciudad y el EPAUCI [Ente para la Purificación de la Atmósfera Urbana de los Centros Industriales, la organización dedicada al problema de la contaminación de la que es parte la revista] era una criatura del smog, nacida de la necesidad de dar a quien trabaja a favor del smog la esperanza de una vida que no fuese solo de smog, al mismo tiempo que del deseo de celebrar su potencia”.
De nuevo: ¿pueden el capitalismo y las tecnologías resolver la crisis que crearon? Y, si pueden, ¿será a costa de muchos y en beneficio de pocos?
¿Será el agua, la falta de agua, o quizás ya lo está siendo, el nuevo smog? Algo así como: las casas y departamentos terminados en tales números no podrán consumir agua hoy. O como decreta un panel de expertos en La oficina del agua: prohibidas las duchas, prohibido llorar (‘no podemos permitir que los cuerpos pierdan toda esa agua’), prohibidas las mascotas y prohibidas todas las formas vegetales. ‘¡Y el que quiere plantar, que pague!’.
Hay una escena cómica en la novela de Calvino, cuando Cordà le encarga al protagonista que redacte el artículo principal, que él debe firmar como director de La Purificación. Las indicaciones que le da son vagas, el periodista hace un esfuerzo de interpretación y escribe un artículo optimista, que anuncia que ya estamos “en vísperas de dar una solución a los problemas de las escorias volátiles”, todo gracias “al impulso siempre enérgico que la Iniciativa Privada da a la Técnica”, sumado a la comprensión y buena disposición de “los órganos del Estado”.
La conclusión es digna de eso que llaman desarrollo sustentable: “Contra las profecías más catastróficas acerca de la civilización industrial, reafirmamos que no habrá (por otra parte en la práctica jamás ha habido) contradicción entre una economía en libre y natural expansión y la higiene [salud] necesaria al organismo humano […] entre el humo de nuestras activas chimeneas y el azul y el verde de nuestras incomparables bellezas naturales…”.
Pero a Cordà no le gusta el artículo, no está a tono con la gravedad del asunto: “No nos ocultemos las dificultades”, dice. Se puede resolver el problema de la contaminación, sí, y para eso están ellos, EPAUCI, pero hay que convencer de que hay un problema a los que no están de acuerdo.
El nuevo artículo es sombrío, dedica dos tercios a hablar de las ciudades devoradas por el smog, y un tercio a contraponerlas con la ejemplar ciudad propia donde se equilibra industria, salud y naturaleza.
A Cordà tampoco le gusta. No es cierto que la ciudad sea un ejemplo, se quema carbón y gasolina como en el resto, también hay smog. Pero sí es cierto que es la que más hace para estar a la altura del desafío.
Sin entender nada, el redactor hace un tercer intento en el que concluye que estamos frente a un problema terrible para el destino de la sociedad. Y termina con una pregunta: “¿Lo resolveremos?”.
Ahora el ingeniero lo encuentra demasiado dubitativo, hay que sacar los signos de interrogación y afirmar: “Lo resolveremos”. Pero cuándo, ¿en algún futuro indeterminado? Mejor poner: “¿Lo resolveremos? Lo estamos resolviendo”. Que suena a “estamos trabajando para usted”, y que ya sabemos que no es cierto, no todavía.
En Chile, o al menos en Santiago, cuando todavía no hablábamos de calentamiento global ni cambio climático, la cuestión medioambiental era igual a smog. Sigue siéndolo, aunque la pandemia de Covid-19 le restó protagonismo a ese problema que nunca resolvimos. En realidad, ya estábamos acostumbrados: restricción vehicular, convertidores catalíticos, premergencias y emergencias, suspensión de clases de educación física, carrasperas, consultorios y hospitales con guaguas que no pueden respirar bien. Nos habituamos a esos inviernos. ¿No era ya eso un cambio climático, una emergencia, una distopía?
¿Será el agua, la falta de agua, o quizás ya lo está siendo, el nuevo smog? Algo así como: las casas y departamentos terminados en tales números no podrán consumir agua hoy. O como decreta un panel de expertos en La oficina del agua: prohibidas las duchas, prohibido llorar (“no podemos permitir que los cuerpos pierdan toda esa agua”), prohibidas las mascotas y prohibidas todas las formas vegetales. “¡Y el que quiere plantar, que pague!”.
La oficina del agua, Simón Ergas, Alquimia, 2021, 195 páginas, $11.900.
La nube de smog, Ítalo Calvino, Siruela, 2011, 124 páginas, $21.500.
El director del Centro Checo de Madrid, Stanislav Skoda, en su programa radial DistritoKafka, judíos checos, repasa con un pausado español el incidente en que brota la locura de Otal Pavel: “En 1964 se fue con el equipo nacional de hockey sobre hielo a cubrir los Juegos Olímpicos de Invierno de Innsbruck. Los jugadores checos, según cuenta la leyenda, perdieron la semifinal y estaban muy malhumorados, decepcionados en el vestuario. Ota, que estaba afuera, se enteró de que, a pesar de la derrota, habían ganado la medalla de bronce, porque según las reglas de ese entonces el equipo que había marcado más goles se llevaba la medalla, sin mediar un partido de definición. Ota entró al vestuario y empezó a gritar y a celebrar: ‘¡Miren chicos, tienen la medalla, son campeones!’. Sin embargo, los jugadores, que en ese momento aún no sabían lo del bronce, pensaron que Ota Pavel se estaba burlando y le gritaron de vuelta. Incluso, según esta leyenda, un jugador le dijo: ‘¡Fuera de aquí, judío, a la cámara de gas!’. En ese momento, el pobre Ota se paró, salió del vestuario y sufrió un ataque de nervios muy fuerte, supuestamente era un ataque de esquizofrenia, algo muy grave. Salió de Innsbruck, se fue mal vestido a los Alpes, donde había mucha nieve. Cuando lo encontraron, después de muchas horas, estaba muy despistado y había intentado incendiar un cortijo. Decía que había encontrado al diablo en las montañas, que posiblemente era el asesino nazi Josef Mengele. Lo llevaron directamente a un hospital siquiátrico a Praga y así se terminó su prometedora carrera de periodista deportivo”.
Ota Pavel (1930-1973, Otto Popper de nacimiento) era un privilegiado en la Checoslovaquia de posguerra. En su calidad de periodista deportivo, gozaba de buena fama y podía viajar fuera del país, lujo que pocos ostentan bajo un régimen que seguía con forzada devoción las directrices emanadas de la Unión Soviética. Sus relatos sobre las hazañas de algún coterráneo, casi siempre más pobre y sufrido que el adversario, recrean con detalle en la mente de sus lectores tanto los pormenores técnicos como la peregrinación que por dentro cada deportista transita. Intima con ellos sin complejos, de muchos es su amigo. Contra lo que se puede creer de un periodista que no tiene mayores riñas con la oficialidad comunista, Pavel escribe con humanidad, cercanía y conocimiento, lejos de la propaganda. No aparecen en sus crónicas ni la patria como gran valor ni el heroísmo como moneda de una sola cara, aburrida y majadera. Fue jugador de hockey hielo y luego entrenador de niños en la misma disciplina. En una época sin dinero ni maquinarias publicitarias ni autobombo virtual ni reconocimiento global, describe la sacrificada trastienda de cada triunfo y derrota. Su preciso talento frente a la máquina de escribir, su vida austera ajena a los conflictos de la política, su carácter amistoso casi infantil, se fueron al tacho de la basura esa brumosa jornada olímpica de Innsbruck.
“Me enviaron a los médicos praguenses a través del pantano de Dvoriste —recuerda el propio Pavel en el epílogo de Cómo llegue a conocer a los peces—. Aquella primera etapa no fue tan terrible para mí, pero sí para los que me observaban y me querían. Yo estaba en realidad, tan a gusto; actuaba con pasión y convencimiento. En ocasiones resultó ser incluso agradable: es hermoso ser un Cristo glorificado. Lo peor es cuando, con ayuda de los medicamentos, te conducen al estado en el que eres consciente de estar loco. Los ojos se te inundan de tristeza y ya sabes que no eres Cristo, sino un pobre diablo que ha perdido el juicio, que es lo que hace hombre al hombre. Te ponen entre unas rejas algo mejoradas, a pesar de no haber asesinado ni herido a nadie. No se te ha sometido a juicio y, sin embargo, has sido sentenciado. La gente, afuera, continúa con su vida y tú comienzas a envidiarlos”.
En la soledad del manicomio, a Pavel no le queda más alternativa que dedicarse al arte de la paciencia. Revisa y toma nota mental de cada acontecimiento pasado, captura detalles que a una persona de mediana edad, inmersa en la rutina, le resultarían imposibles de registrar o consideraría solo fruto de su imaginación. Escribe en los escasos días de lucidez y calma, a sabiendas de que le queda poco y su cerebro es una bomba de tiempo. En 1967, ya forzosamente fuera del periodismo, publica El precio del triunfo (su título original en checo Plna bedna sampanskeho, Unacaja llena de champán), una selección de artículos sobre deportistas y gestas deportivas checas. Son trabajos rigurosos, impecables, llenos de oficio y cariño por la actividad. “Escribe sobre el deporte de tal manera que a un deportista no le chirría al leerlo, a un lego lo entretiene y a los dos los emociona”, lo halaga su amigo Emil Zatopek, uno de los más grandes atletas de la historia. Ota Pavel, como mirándose al espejo, sabe que detrás de cada victoria, del heroísmo deportivo, hay una vida rota o que está por romperse. El sacrificio solo es proporcional a la gloria, incomparable a cualquier otra emoción o recompensa, eterna en los libros, pero pasajera en la vida real. Y siempre esperando en las sombras, el olvido y la derrota. “El deporte fue durante largo tiempo todo para él —escribe el poeta Karel Siktanc—. Olisqueaba en él el juego infantil de antaño. Olisqueaba en él el siempre enardecido drama de las fuerzas humanas. Las gradas le eran ajenas. Lo conquistaban el panorama de los pabellones y los campos polvorientos”.
En la soledad del manicomio, a Pavel no le queda más alternativa que dedicarse al arte de la paciencia. Revisa y toma nota mental de cada acontecimiento pasado, captura detalles que a una persona de mediana edad, inmersa en la rutina, le resultarían imposibles de registrar o consideraría solo fruto de su imaginación.
Sus protagonistas vienen de abajo, de infancias duras, de ciudades oscuras o del campo. Cuando no están entrenando o compitiendo trabajan en usinas, minas de carbón o en el ferrocarril. Frantisek Kloz, un futbolista de provincia herido por una bala dum dum que se niega a la amputación de su pierna; Jan Vesely, estrella del ciclismo despreciado por la dirigencia tras abandonar una carrera en la que ya no podía más de dolor; Franta Tikal, un jugador de hockey hielo que debe enfrentar a la selección de Australia, donde juega su hermano exiliado; la gimnasta Eva Bosakova, que le tiene pánico al salto mortal hacia atrás. Y en el centro de todo, Emil Zatopek y sus tres medallas de oro en las Olimpiadas de Helsinki 1952. Pavel parece haber corrido la maratón a su lado. “Emil comienza a darse cuenta de lo horriblemente largo que es aquello. Desde el kilómetro 30 hasta el 35, cada kilómetro es sencillamente infinito. Le duelen los músculos de las inusuales pisadas en la carretera, siente que algo le corta y le desgarra, como si se le estuviera destruyendo el tejido muscular. Piensa que hace rato que ha desconectado el cerebro, pero no es así, no puede correr inconscientemente, dejaría de tener técnica y ritmo. Se encuentra en una situación por la que no pasa ninguna persona corriente: no siente ya las piernas y el corazón le late con fuerza en las sienes. Apenas percibe a los espectadores que lo rodean, cada vez hay más. Sigue corriendo en medio del dolor, la cabeza le va a estallar”.
En 1971, Pavel publica Carpas para la Wehrmacht (la editorial Sajalín también cambió su título original en checo: Smrt krasnych srnců rozbor, La muerte de loscorzos hermosos), un libro sobre su niñez y adolescencia. Una sencilla obra maestra de 120 páginas. Es el resultado de sus años en el siquiátrico, contemplando el torrente de su existencia. El paisaje son los bosques, pueblos, ríos y estanques de una idílica Bohemia central y el personaje central es su padre, Leo Popper, un adicto a la pesca, enamoradizo y vendedor de electrodomésticos Electrolux, campeón mundial en el rubro que, como reza el viejo mandamiento scout, enfrentaba las dificultades con optimismo. Aunque esas dificultades incluyan el campo de concentración y el estalinismo, de los que sobrevivió valiéndose del mismo encanto con el que convencía puerta a puerta a dueñas de casa y oficinistas de que eran una nevera o una aspiradora lo que más necesitaban en la vida. O un atrapamoscas, que fue el producto que se le ocurrió vender después de la guerra. “Mi padre se lanzó a vender. Entonces era primavera, en los parques de Praga florecían los tulipanes, en el campo las lilas y las moscas todavía no volaban en masa. Mi padre vendía como si ya nunca hubieran de volver a volar. Era formidable. Persuasivo. Una vez me llevó con él. Entornaba sus bonitos ojos marrones, sonreía, levantaba la mano, ahuyentaba las dudas, uno no se fijaba en lo que decía ni en lo que ofrecía, solo sabía una cosa: que el producto era excelente, que no podía prescindir de él. (…) A veces desenvolvía una tira atrapamoscas, la sostenía en lo alto y se balanceaba sobre un solo pie, como un equilibrista; otras veces no abría ningún envoltorio, hablaba del tiempo o de lo guapas que son las mujeres en Hamburgo”.
Carpas para la Wehrmacht es, en apariencia, un libro de historias inocentes, vida relajada y la bondad del ser humano sin agenda. Pero también es sobre la fragilidad de todo esto. Muy pronto la guerra y su sinsentido se dejan caer como una imprevista ola gigantesca. “La vida allí se volvió el paraíso de la despreocupación. En el gramófono Odeon sonaba Mil millas y guisábamos carne de corzo con nata y albóndigas de harina, además de todos esos platos locales de Branov. (…) Jesús, qué manjares. Y de repente se acabó, porque vino el excabo Adolf Hitler, que llevaba debajo de la nariz el mismo bigote que mi querido tío Karel Prosek”.
Pavel tenía nueve años cuando Checoslovaquia fue ocupada por los nazis. Sus dos hermanos mayores partieron al campo de concentración. Los siguió su padre. La noche antes de partir, en vísperas de Navidad, le pidió a Ota que lo acompañara al estanque donde criaba carpas y que había sido requisado por los alemanes. Se robaría sus propios peces para asegurar algo de alimento a Ota y su madre. “Por la mañana acompañamos a papá al autobús de Praga. Llevaba una pequeña maleta y por primera vez tenía los hombros caídos. Pero a mis ojos esa noche había crecido enormemente. Ese mismo día, mi madre y yo empezamos a cambiar las carpas por comida con los vendedores y campesinos. Esa Navidad las carpas me abrieron los portones y las puertas de las fortalezas más inaccesibles. Tan pronto enseñaba las rechonchas criaturas en la bolsa, las señoras daban gritos de júbilo; y así mi fría habitación se llenó de manteca, salchichón ahumado, harina, hogazas de pan blanco, azúcar y paquetes de cigarrillos. (…) Sin duda, aquellas navidades fueron las más espléndidas de la guerra”.
Ota Pavel, como mirándose al espejo, sabe que detrás de cada victoria, del heroísmo deportivo, hay una vida rota o que está por romperse. El sacrificio solo es proporcional a la gloria, incomparable a cualquier otra emoción o recompensa, eterna en los libros, pero pasajera en la vida real.
La guerra también es silencio, probablemente porque las desgracias no son anotadas como tales en la mente de un niño. Ota no se refiere en el libro a los tres años que estuvo solo con su madre. Milagrosamente, su padre y hermanos volvieron vivos a casa. “Hugo volvió bien, en general. Jirka volvió de Mathausen con 40 kilos y durante medio año estuvo muriéndose de hambre y sufrimiento antes de empezar a vivir de nuevo. Nunca me contó mucho lo que le había ocurrido”.
Ota Pavel no alcanzó a disfrutar el éxito de su libro. Su salud mental y física menguaban paulatinamente y murió de un ataque al corazón dos años después de publicarlo. “Por desgracia se fue demasiado joven, y el final de su vida fue un infierno. Emil y yo fuimos testigos de sus graves ataques maniaco-depresivos y pudimos asomarnos al profundo abismo de su alma. Fue un amargo sufrimiento”, recuerda su amiga Dana Zatopkova, esposa de Emil Zatopek. De manera póstuma se publica Cómo llegué a conocer a los peces (Jak jsem potkal ryby en checo, esta vez el título fue respetado), especie de continuación o complemento de Carpas para la Wehrmacht. Se divide en tres partes: Infancia, Un joven valiente y Regresos, y aunque vuelve a los tópicos del anterior, es decididamente un libro sobre la pesca y todo lo que su práctica involucra. “El río, como una nube, fluía por los lugares en que la vida había sido amable con nosotros. Observaba sus corrientes, sus peces, saltando por la superficie, los molinos en los diques y los diques en las presas. (…) Amaba al río más que ninguna otra cosa en el mundo, lo cual, por aquel entonces, me avergonzaba. No sabía por qué esa querencia por el río. ¿Tal vez porque en el proliferan los peces? ¿O porque es libre e incontenible? ¿Porque nunca se detiene? ¿Quizás porque con su rugido no deja conciliar el sueño? ¿Quizás porque existe desde tiempos inmemoriales? ¿O porque sus aguas mueren cada día en lontananza? ¿O porque en ellas puedes navegar pero también puedes perecer?”.
Para terminar, un apunte personal: al encontrarme con Ota Pavel en los inciertos días de pandemia, un trozo de mi infancia y adolescencia, injustamente desprendido de mi memoria como si hubiese sido algo trivial o pasajero, reflotó en todo su mérito. Volvieron a mi mente mi papá enseñándonos a pescar y preparando estofados, el olor a gusano de tebo, el barro pegado en las uñas, la caña DAM negra y el carrete Shakespeare que me regalaron para un cumpleaños. Volví a caminar por terraplenes y bordes cenagosos en busca del sitio ideal, el silencio, el agua calma y oscura. A lanzar perfecto, preferentemente a fondo, recoger lentamente y esperar un tirón, un pequeño tirón primero y luego otro más largo y certero, sensación genial, irreproducible y adictiva que justificaba las levantadas temprano, los viajes en el furgón apretujados, el frío calador y las horas de espera. Volví a hojear un librito con fotos de la marca sueca Abú, sobre una expedición a pescar al norte de Canadá, que nos regalaron en una tienda de El Faro. Hablaba de lucios y percas de gran tamaño, de vadeos de ríos, de sigilosos viajes en canoa, de lagos lechosos en medio de tupidos bosques, y describía de manera obscena un arsenal de señuelos, carretes y cañas.
Ota Pavel escribe sobre la libertad en su versión más pura. La del deportista que, a costa de sacrificios que van contra toda condición y lógica, abraza la eternidad. Y la del niño que, al amparo de su padre, se aleja hipnotizado por los meandros de un río, esperando que tras la siguiente curva el territorio descubierto, inalcanzable para la pereza de los adultos, le devele su propia identidad.
El precio del triunfo, Ota Pavel, Sajalín editores, 2020, 225 páginas, $31.000.
Carpas para la Wehrmacht, Ota Pavel, Sajalín editores, 2015, 125 páginas, $25.000.
Cómo llegué a conocer a los peces, Ota Pavel, Sajalín editores, 2012, 199 páginas, $25.000.
De distintas maneras Francisco Antonio Encina, Alberto Edwards y Mario Góngora alertaron sobre los límites de la comprensión racionalista. El intérprete abocado a la clasificación y el cálculo, según estos historiadores, corría el riesgo de confundir la realidad con los conceptos o formulaciones teóricas creadas por su mente. Compartieron, en ese sentido, una consciencia sobre la precariedad del entendimiento humano y los excesos de la inteligencia encerrada en modelos abstractos, aquella que, en palabras de Encina, “se encapsula en su propia creación para protegerse del cosmos y de la vida”.
Fueron por este motivo tres historiadores peculiares: desarrollaron en sus respectivas obras, aunque con distintos énfasis, una reflexión hermenéutica que los llevó más allá de la pura producción historiográfica. Encina, Edwards y Góngora coincidían en que la comprensión debe tener una consideración más atenta a “la vida misma”, o de la situación concreta, rechazando la pretensión cientificista de encuadrar los hechos en sistemas generales.
En opinión de Hugo Herrera -quien en su último libro, Pensadores peligrosos, analiza los planteamientos en torno a la comprensión de estos historiadores-, la reflexión hermenéutica es, de hecho, el aspecto más importante en la obra de los tres. “No se había estudiado suficientemente este aspecto, y me parece que es lo que los hace relevantes, porque no había en Chile antes, y creo que después tampoco lo ha habido, una reflexión histórica y política a partir de herramientas conceptuales tan sofisticadas”, comenta el autor.
La comprensión para estos historiadores, se lee en Pensadores peligrosos, se mueve entre dos polos en tensión: en un extremo el polo ideal y por el otro, el real. Una “comprensión pertinente”, como diría Encina, es aquella que no somete la realidad a los sistemas generales, a las formulaciones del pensamiento, o al polo ideal, ni tampoco aquella que se extravía en el devenir infinito de los hechos.
“Un esfuerzo por dejarlos fuera de la discusión”
El libro de Herrera es, en cierta medida, una respuesta a El pensamiento conservador en Chile, de Renato Cristi y Carlos Ruiz, obra que lo dejaba con la impresión de que “algo le faltaba y algo le sobraba”. Esto era, por un lado, que el estudio no hacía una consideración del método hermenéutico de Encina, Edwards y Góngora. Y por otro, que abordaba a los tres como parte de un conjunto más amplio, mezclándolos con personajes que, según el autor, son de “menor calado” y “de otra matriz intelectual”, o que “son antes políticos que académicos”, como Osvaldo Lira, Jaime Eyzaguirre y Jaime Guzmán.
Por otro lado, Herrera quería responder a comentarios críticos hechos por Cristi y Ruiz a trabajos anteriores suyos, donde también abordaba de modo valorativo el pensamiento de los tres historiadores. “En el prólogo de la nueva edición de su libro, Cristi y Ruiz dicen que es peligroso para la democracia chilena que yo proponga reivindicar o aprovechar a Encina, Edwards y Góngora. Por eso le puse Pensadores peligrosos al libro, porque en el fondo estábamos hablando de un esfuerzo por dejarlos fuera de la discusión, como de relegarlos solo al estudio documental, pero que yo sepa, ser peligroso no significa ser falso y renunciar a ellos es un error”.
¿Por qué? Si renuncias a la generación del Centenario, a la que pertenecieron Encina y Edwards, estás renunciando a la mejor generación en términos de peso específico en la historia del ensayo político en Chile. Góngora, que es de otra generación, la del 38, creo que por sí mismo es súper importante: es de los autores descollantes en el ensayo y en la erudición histórica. Sería una equivocación no reapropiarse de ellos, críticamente por cierto, si no es la misma época, y Encina tiene cosas idiosincráticas que no las vas a pasar por la academia hoy día, no pasan de un estándar.
La comprensión para estos autores, se lee en Pensadores peligrosos, se mueve entre dos polos en tensión: en un extremo el polo ideal y por el otro, el real. Una ‘comprensión pertinente’, como diría Encina, es aquella que no somete la realidad a los sistemas generales, a las formulaciones del pensamiento, o al polo ideal, ni tampoco aquella que se extravía en el devenir infinito de los hechos.
¿Entonces, hay elementos peligrosos en su pensamiento? Son peligrosos si te los tomas al pie de la letra en todos los asuntos. Pero también hay un peligro que es inherente a la política, o sea si la política puede terminar siempre en violencia, porque esa es una realidad impajaritable, bueno, la política es la peligrosa. Por lo mismo, mejor tener pensadores peligrosos para acercarse a la política, que pensadores buenistas. Los buenistas son irresponsables. No quieren ver la parte oscura.
El discurso anti (neo)liberal
Varios comentaristas, entre ellos Renato Cristi y Carlos Ruiz, han identificado en Encina, Edwards y Góngora un pensamiento antiliberal, autoritario y racista. Y debido en parte a su resistencia a la teoría democrática y liberal han sido calificados como pensadores conservadores. Sin embargo, Herrera argumenta que estas posiciones habría que analizarlas con mayor cuidado. Su aproximación comprensiva, que prioriza una atención a la situación concreta por sobre lo ideológico, los habría distanciado de un liberalismo más abstracto. Y esa misma razón también explica su admiración compartida por Diego Portales, cuya genialidad habría estado en entender las pulsiones del pueblo chileno y haberle dado una expresión institucional acorde.
Herrera concuerda en que los tres autores son conservadores, pero no en un sentido estático de apego irrestricto al pasado o de un temor intenso por el cambio. “Si bien estudian el pasado y la situación histórica, no se quedan en la mera contemplación romántica o en una defensa de épocas anteriores”, indica. “Más aún, los tres efectúan propuestas de articulación para ofrecerle cauce a la situación respectiva vivida por ellos. A modo de ejemplo, puede mencionarse la propuesta de una educación industrial y práctica de Encina, como complemento a la especulativa, de tipo científico-humanista. Encina estudia las características del pueblo y del territorio, sus virtudes y defectos, y dejando atrás el homenaje, intenta hallar un modo de educación más adecuado a las características del elemento humano y la geografía”.
Si en los ensayistas chilenos del siglo XIX predominó una defensa de ideas políticas y filosóficas desacopladas de la realidad nacional, en Encina, Edwards y Góngora habría, por el contrario, una mayor sensibilidad por captar lo concreto, la realidad inmediata. Como en sus planteamientos se observa un cuidado por no soslayar la situación del pueblo chileno, sino más bien de darle cabida en estos, Herrera califica el pensamiento de los tres como “nacional-popular”: esta sería, bajo su perspectiva, una categoría más apropiada para ellos que la de “conservadores” a secas.
“Hay un afecto a lo popular existente, a la relación que ha ido formando el pueblo con la tierra, las maneras de habitar el país, el mestizaje, cómo se produjo”, comenta el autor.
En lo anterior precisamente se encuentra la explicación a esa visión crítica hacia el liberalismo, pues entendían a este como una idea foránea sin conexión con el estadio de desarrollo de la población local. También es la razón que está detrás de la dura oposición de Mario Góngora contra el modelo neoliberal impulsado por la dictadura y los Chicago Boys, pese a que el historiador adhirió a la Junta Militar en un primer momento.
“Góngora observa un disciplinamiento del elemento humano, al que el país se resistía”, dice Herrera. “Aquí, por ejemplo, no tenemos nada parecido -él lo plantea en esos términos- a una burguesía como se entiende en Europa o Estados Unidos. Es decir, una clase que efectivamente tiene dinero, pero que además es emancipada intelectual y culturalmente, que es capaz de inventar y transformar, de cambiar el mundo. Lo que ve Góngora son capitanes de industria: empresarios arriesgados, como Piñera, pero no una clase burguesa ilustrada. Es cuestión de ver la dirigencia de los empresarios y te das cuenta de que eso no responde a los estándares de una clase burguesa. ¿Dónde está ahí el arte, el cultivo del espíritu?”.
‘Góngora se adelantó a lo que iba a producir el neoliberalismo. El error fue que se creyó mucho en las reglas de un modelo, pero se atendió poco a la situación concreta. Como al Estado se lo debilitó tanto, se fue perdiendo la consciencia cívica’.
Para Góngora, el neoliberalismo era otra “planificación global”, donde las materias políticas, sociales y culturales son interpretadas desde una óptica primordialmente económica, en que el individuo es la pieza fundamental. Esa visión concibe la sociedad como una suma de individuos separados, que solo se unen por una conveniencia instrumental en la figura del Estado, desconociendo los trasfondos culturales, políticos y sociales. Como se lee en Pensadores peligrosos: “Las condiciones colectivas bajo las cuales la libertad se hace posible, como los contextos educativos, afectivos, de participación en común, y sin los cuales no cabe pensar en un ser humano maduro y en pleno ejercicio de sus facultades, son sometidas al fin abstracto de un individuo presuntamente autónomo de antemano”.
¿La opinión de Góngora en ese sentido se alinea con la crítica reciente del “no fueron 30 pesos, sino 30 años”, es decir, a la crítica de la herencia neoliberal? Esto es política e historia, y las cosas no son blancas o negras. Es bien frívolo hacer la crítica “no fueron 30 pesos, sino 30 años” y punto, porque tú sacaste gente de la pobreza. Creo que el robustecimiento de la economía no hay que menospreciarlo. La Concertación tuvo logros importantísimos. Cuando yo entré a la universidad el año 92, lo primero que nos decían los profesores era que pertenecíamos a una casta privilegiada, porque éramos un grupo minúsculo de la sociedad. Bueno, los genios de la Concertación lograron que hoy día casi todos vayan a la educación superior, incluso más que en países desarrollados.
El problema actual, de hecho, es que el mercado no puede absorber a esa masa de profesionales. Sí, y no se vio en eso que se estaba produciendo, de distintas maneras, un potencial revolucionario: masas de descontentos ilustrados. Bueno, con cierta ilustración, porque no es lo mismo una educación masificada que una educación elitista como la que había antes. Pero los mismos rayados del centro ya te muestran que ahí hay algo de reflexión, aunque sea simple; mucha más reflexión de la que podría tener un empleado sin educación superior. Esa fue una de las razones del descontento. Generaron el endeudamiento y a una masa de titulados que no fueron a buenas universidades. Pero todo esto hay que decir que fue un logro. O sea, que existan las condiciones para que cada generación vaya a la educación superior, no se puede decir que es malo. Es un salto cuántico, cultural, qué sé yo. Pero efectivamente hubo problemas.
¿Cuál fue el error? Góngora se adelantó a lo que esto iba a producir. El error fue que se creyó mucho en las reglas de un modelo, pero se atendió poco a la situación concreta. Como al Estado se lo debilitó tanto, se fue perdiendo la consciencia cívica. Todos los 90 fueron un vacío de política.
¿Considera, entonces, que la propuesta hermenéutica de estos autores también sirve para explicar la crisis social del 2019? Creo que sí, porque identifica la estructura de la crisis, de la crisis como un desajuste entre, por una parte, el polo popular, el polo más concreto de la situación popular y, por otra, el polo más abstracto de las instituciones, de los esquemas, de los discursos. Y la política se trata de mantenerlos más o menos ajustados, que haya un arreglo entre los dos, que por supuesto nunca es perfecto. De modo que, efectivamente, estos autores te dan recursos para comprender la crisis.
¿Y esos recursos comprensivos siguen sirviendo si hoy en lugar de pueblo se habla de lospueblos? ¿No se comete acaso también un exceso del pensamiento racional o de esquematismo refiriéndose al pueblo en singular? Es que más allá que tú tengas grupos fuertemente identitarios, ¿cómo llamas a ese todo que forma el elemento humano que habita este territorio, que comparte una cierta historia y hasta ciertos modismos al hablar? En la práctica, eso te permite tener un ámbito de confianza. Un chileno que va a China se siente como pollo en corral ajeno y lo mismo si va a otro país. Pero tú en Chile tienes la confianza para identificar rápidamente a la gente, de dónde viene, cuál es su perfil político, etc. Ese modo de ser compartido también desata olas de solidaridad en ciertos momentos. Si hay un terremoto, por ejemplo, te preocupas de los vecinos y donas en una campaña. Entonces, ¿cómo tú llamas a ese todo del que formamos parte? Yo lo llamaría pueblo, pero lo puedes llamar X. El punto es que X es un problema político, porque X puede ser bruto o ilustrado, X puede ser xenófobo o integrador, que era lo que tenían en mente los ensayistas del Centenario: cómo integrar a los peruanos de Tacna y de Arica, cómo hacer de Chile una nación en términos, por ejemplo, de tener escuelas parecidas en todas partes. Eso es pensar un pueblo.
¿Sería un error hablar de los pueblos? Boric puede hablar de pueblos, pero hay un todo del que formamos parte que a él le toca gobernar y ese todo puede embrutecerse o ilustrarse, o puede frustrarse o desplegarse. En ese sentido, me parece que es irrenunciable el pueblo como problema político. Esto no debe entenderse como sinónimo de pasar a las personas por una máquina de moler carne nacionalista, por decirlo así, xenófoba a toda la diversidad que hay en el elemento humano. Es de un mercantilismo radical reducir el asunto a los intereses de grupos identitarios que no dialogan entre ellos y que en el fondo, por fuerza, ejercen sus preferencias. La posibilidad de construcción política requiere contar con herramientas conceptuales a partir de las cuales se pueda pensar el todo, para pensar, por ejemplo, cómo tú garantizas la libertad, cómo tiene que educarse esa ciudadanía para valorar la libertad, el respeto al otro. Me parece que por este motivo el método comprensivo que proponen estos pensadores es muy actual.
Pensadores peligrosos. La comprensión según Francisco Antonio Encina, Alberto Edwards y Mario Góngora, Hugo Eduardo Herrera, Ediciones UDP, 2021, 256 páginas, $25.000.
Hay muchas Hannah Arendt en el mundo de las ideas y del trabajo intelectual. Pero está también la que vive y la que escapa, la que se enamora y desengaña, la que parte al exilio y hace de esta experiencia un eje de su libertad personal, sin apego a las mentalidades en uso, nacionalidades de origen ni pertenencias étnicas o raciales; la que separa y delinea lo que es el conocimiento, por una parte, de lo que es la comprensión y el sentido común para guiar la acción política, por otra, haciendo de ella una prueba de la facultad humana para inaugurar el mundo cada vez. Está la que escribe poemas inéditos hasta su muerte (“Dichoso aquel que no tiene patria / todavía la ve en sueños”) y defiende la privacidad de ese acto respecto del espacio público, como si se tratara de su propia respiración a través de la lengua alemana que sobrevive en esos versos; y está la que promueve el sionismo de los comienzos, como una forma de reivindicación de derechos políticos de los judíos para ser sujetos de su propio acontecer. Hay una Hannah Arendt para cada conferencia, si se quiere: sobre la historia de la mentira en política; sobre el antisemitismo y el racismo; sobre los peligros de la fundación de Israel como Estado-nación en un momento de declive de esta forma de organización monolítica, con la consiguiente expulsión de los palestinos de sus tierras; sobre los imperativos de Kant, al que lee siendo adolescente y al que no dejará de volver a lo largo de toda su edad madura; sobre Kafka, a quien dedica una atención lúcida y permanente, o sobre las enseñanzas de Montesquieu respecto de las leyes, la tradición y las costumbres. No un planeta llamado Arendt, sino un sistema de relaciones y combinaciones tangibles entre los seres humanos, sus acciones y sus obras, unidos por la diversidad y la pluralidad en un espacio público que rechaza las definiciones ontológicas de la política y la declina en cambio como una construcción del mundo real. Su opuesto es, por cierto, el totalitarismo que suprime el espacio público, confisca la posibilidad de ser visto y oído por los demás y secuestra el debate en manos de un puñado de burócratas ideológicos hasta invisibilizar del todo la construcción de intereses diversos. “No existe nada ni nadie en el mundo que no suponga un observador. En otros términos, nada de lo que existe, en la medida que aparece, existe solo en singular; todo lo que es, está destinado a ser percibido”, escribe Arendt en La vida del espíritu, el libro que dejó sin terminar, al morir en diciembre de 1975. “No es el hombre, sino los hombres, quienes pueblan nuestro planeta. La pluralidad es la ley de la Tierra”.
De esta pluralidad de lo singular, en efecto, que resulta del aparecer ante los demás en el mundo, Hannah Arendt es en sus propias palabras tantas identidades intelectuales como posibles, si bien una sola entre todas ellas es la que piensa y escribe queriendo dar sentido a ese mundo común y compartido, habiéndolo ya perdido. Nacida en 1906, en una familia judía-alemana, Arendt encarna tanto los conflictos de asimilación nunca del todo resueltos por el pueblo elegido en su diáspora milenaria —que ella revela en sus escritos como la tradición escondida de un pueblo paria—, como asimismo las tensiones nacidas del ascenso de las ideologías y los nacionalismos en un periodo histórico marcado por confrontaciones de carácter mundial. Arendt sabe que es judía no por observancia religiosa, sino por ser sindicada como tal en la calle, siendo niña. A la mitad de los judíos les ocurre lo mismo, como ha escrito Sartre en sus Reflexiones sobre la cuestión judía (1954): es la pasión antisemita la que produce y reproduce a los judíos en todo el mundo, y no al revés. Ella, Arendt, dirá desde entonces que le corresponde defenderse como judía cuando la atacan como judía, y así lo hará durante todo el periodo de entreguerras. A sus 17 años asiste a los cursos de Martin Heidegger en la Universidad de Marburgo, al suroeste de Berlín, pero enamorada de su maestro huye de esa pasión secreta para seguir los cursos de Karl Jaspers en Heidelberg y doctorarse con una tesis sobre el deseo y su falta de objeto, que llevará por título El amor en San Agustín (1929). Es el primer libro de Arendt y no pocos verán en él, retrospectivamente, una operación de transfiguración del profesor Heidegger bajo la pluma de su alumna aventajada, quien hace de San Agustín un filósofo en la tierra antes que un padre de la Iglesia en los cielos.
Con apenas 24 años y un dominio perfecto del griego y los maestros de la Antigüedad, emprende enseguida una aventura autobiográfica enmascarada de retrato de época, especie de novela de formación o bildungsroman que desembocará en el manuscrito RahelVarnhagen. Vida de una judía alemana en tiempos delromanticismo, un texto iniciado en plena ascensión del nacionalsocialismo y terminado en el exilio en París, en 1940, hasta publicarlo casi 20 años más tarde, en su segundo y definitivo exilio en Nueva York, en 1958. Traducido al francés en 1986 y al castellano recién en el 2000, Rahel Varnhagen traza una línea de parentesco conceptual notable con los retratos que más tarde Arendt dedicará a figuras tan disímiles como Lessing, Rosa Luxemburgo, Jaspers y Bertold Brecht, y que serán reunidos bajo el título común de Hombres en tiempos oscuros. La amistad, la generosidad, el sentimiento de compartir el esfuerzo de otros y desplegarlo para que el olvido no haga su tarea en el tiempo, será el hilo rojo que señale su anclaje en la tradición crítica, sin perder de vista la conflictividad del presente.
‘No existe nada ni nadie en el mundo que no suponga un observador. En otros términos, nada de lo que existe, en la medida que aparece, existe solo en singular; todo lo que es, está destinado a ser percibido’, escribe Arendt en La vidadel espíritu, el libro que dejó sin terminar, al morir en diciembre de 1975. ‘No es el hombre, sino los hombres, quienes pueblan nuestro planeta. La pluralidad es la ley de la Tierra’.
Está el amor, entonces, en primer lugar, y luego la mujer judía alemana, acompañada de una condición que nunca abandonará por más disidencias que levante tanto en su país de origen como frente al Estado de Israel tras su anhelada fundación. Ambos datos son fundamentales para comprender, para volver a leer, para empezar a creer. Porque a Hannah Arendt pueden aplicarse con exactitud semejante las palabras que ella dedicó a su admirado Walter Benjamin en un texto epitáfico de 1968: para describir correctamente su obra, y describirlo a él mismo, escribió Arendt entonces, habría que recurrir a un buen número de negaciones: sin ser un especialista, Benjamin poseía una erudición envidiable; sin ser un filólogo, su trabajo se concentraba en la interpretación de los textos; siendo un dedicado escritor, su mayor ambición era producir una obra hecha enteramente de citas; sin ser un historiador, presentó un texto sobre el barroco alemán que ha llegado a convertirse en un clásico del género, y sin ser crítico literario, reseñó libros y autores que eran de su mayor aprecio, como Proust, Kafka y Baudelaire. Y, sin embargo, o acaso por lo mismo, dirá Arendt, “nunca hubo un hombre más aislado que Benjamin”.
Es la lección que deja en ella el totalitarismo en su expresión más íntima: la soledad extrema, el abandono, el desplazamiento hacia la falta de lugar en un mundo que ha invertido sus coordenadas de comunidad y reconocimiento, constituyen un punto de partida y no de llegada para quien se adentra en esas ruinas. Arendt es, así, un comienzo. Quizá el verdadero comienzo, si acaso decidimos perseverar y aceptar que no hay baranda o pasamanos, ni filosófica ni política, de la cual sujetar la acción de un pensamiento libre (Thinking Without a Banister. Essays in Undertanding1953-1975 es, justamente, el último título de Arendt, que reúne textos inéditos bajo la edición de su albacea Jerome Kohn, en 2018). Ella es la actualidad y vigencia de un conflicto que toca a la política y el orden (im)posible del mundo que heredamos del marxismo y sus fallidas revoluciones, de la cueva sin salida de los ideales platónicos y del pragmatismo economicista del mercado. Esa actualidad de Arendt, escandalosa considerando el manto de silencio e incomprensión que rodeó su obra en vida, es la que hace nata en los debates políticos y culturales del día de hoy.
Su vigencia, indiscutible y acaso inevitable, está dada por el protagonismo de las masas en los acontecimientos contemporáneos, siendo el fenómeno del totalitarismo, o su espectro, el que más agudamente inscribe la reflexión de Arendt en un lugar privilegiado, con su libro Los orígenes del totalitarismo (1951) como piedra de toque para la discusión. No porque brille y esté exento de errores o conceptos discutibles, sino precisamente al revés: se trata de un libro lleno de huecos, “escrito en caliente, durante la guerra, y sobre la base de una documentación fragmentaria e insuficiente”, apunta el historiador italiano Enzo Traverso, lo que viene a decir que es un texto-Arendt al cien por ciento, redactado entre el humo y la fuga tras llegar a los Estados Unidos como migrante sin papeles, hecho de naufragios y experiencias personales al límite. “Se necesitaría tiempo para entender que Los orígenes del totalitarismo es en realidad un cuestionamiento radical de la historia de Occidente”, concluye Traverso. “A diferencia de las interpretaciones liberales, para las que el totalitarismo es una amenaza a la civilización occidental, Arendt lo interpretaba como uno de sus productos más auténticos, cuyas premisas eran el antisemitismo y el imperialismo”.
En efecto, para quien se ha formado en la nuez de la filosofía occidental, y a la vez ha padecido el derrumbe de esa historia de luces, la condición de paria judía, sin derecho a una existencia política, prefigura la condición de la humanidad toda bajo el totalitarismo, y donde el destino de los apátridas y los desplazados se manifiesta como índice de la destrucción general para una alteridad sin mañana. Por lo mismo, sus comentadores parecen estar en lo cierto cuando aseguran que el derrotero existencial e intelectual de Arendt está marcado por la línea de fisura que constituye Los orígenes del totalitarismo, donde la reflexión gira desde un empeño de resistencia y definición de las formaciones totalitarias hacia una teoría del espacio público y la libertad política como pilar fundamental del mundo a construir. Es posible, pero no definitivo, ya que Arendt volverá a los temas de su juventud, pero con distintos énfasis, incrustando nuevas significaciones a los conceptos de coraje y perdón en política, de amistad y amor.
La mentira es la característica básica del totalitarismo, dirá Arendt en las páginas iniciales de su libro sobre el tema. Para ver cómo se transforma la mentira en realidad, ella da un buen ejemplo: si yo digo que mi tía millonaria ha muerto, y alguien replica que eso no es posible porque acaba de verla en el supermercado, solo tengo que ir donde mi tía y meterle un par de balazos en la cabeza para que mi proposición inicial sea verdadera.
Ya en La condición humana (1958), una suma de su concepción crítica del mundo contemporáneo, Arendt dirá que “el amor, a diferencia de la amistad, muere o, mejor dicho, se extingue en cuanto es mostrado en público”, ya que “el amor únicamente se hace falso y pervertido cuando se emplea para finalidades políticas tales como el cambio o la salvación de mundo”. Así subraya la necesidad de delimitar el espacio público del privado, ya que de esto depende un problema mayor: la preservación misma de la pluralidad común a todos. Se trata aquí de la presencia de una esfera pública que garantice la diversidad humana, un espacio donde hombres y mujeres tengan la oportunidad y la necesidad de ser vistos y oídos, de modo de compartir un mundo en sus diferencias y singularidades, con la existencia al mismo tiempo de un espacio privado, un hogar, donde las personas reserven su aparecer ante los demás. Pero lo privado no es más que una propiedad en la cual refugiarse, dirá Arendt, mientras que solo en el espacio público surge la realidad bajo la forma de “la suma total de aspectos presentada por un objeto a una multitud de espectadores”, ya que es allí donde las cosas “pueden verse por muchos en su variedad y sin cambiar su identidad”.
Es este fenómeno el que asegura la existencia de un mundo común. “Si la identidad del objeto deja de discernirse, ninguna naturaleza común de los hombres puede evitar la destrucción del mundo común, precedida de la destrucción de los muchos aspectos en que se presenta la pluralidad humana”, escribe Arendt. Y enseguida agrega un énfasis premonitorio. “Esto puede ocurrir bajo condiciones de radical aislamiento, donde nadie está de acuerdo con nadie, como suele darse en las tiranías. Pero también puede suceder bajo condiciones de la sociedad de masas o de una histeria colectiva, donde las personas se comportan de repente como si fueran miembros de una familia, cada una multiplicando y prolongando la perspectiva de su vecino. En ambos casos, los hombres se han convertido en completamente privados, es decir, han sido desposeídos de ver y oír a los demás, de ser vistos y oídos por ellos. Todos están encerrados en la subjetividad de su propia experiencia singular, que no deja de ser singular si la misma experiencia se multiplica innumerables veces. El fin del mundo común ha llegado cuando se ve solo bajo un aspecto y se le permite presentarse únicamente bajo una perspectiva”.
No es necesario justificar aquí la importancia y extensión de la cita. Arendt habla del mundo destruido de hoy, donde la tecnología y las redes sociales acaban segundo a segundo con el espacio público, bajo el supuesto de constituirse en la nueva plaza pública de la era digital. Perdido el objeto de foco común, nada, salvo el medium y su instantaneidad, nos separa de la mentira hecha realidad con que Arendt describe el ascenso del fascismo. Si los antiguos sofistas de la plaza se conformaban con obtener la victoria con el buen manejo de los argumentos a expensas de la verdad, hoy los modernos sofistas buscan una victoria más duradera a expensas de la realidad. La mentira es la característica básica del totalitarismo, dirá Arendt en las páginas iniciales de su libro sobre el tema. Para ver cómo se transforma la mentira en realidad, ella da un buen ejemplo: si yo digo que mi tía millonaria ha muerto, y alguien replica que eso no es posible porque acaba de verla en el supermercado, solo tengo que ir donde mi tía y meterle un par de balazos en la cabeza para que mi proposición inicial sea verdadera.
Eso es el fascismo. Se trata de mentir la verdad, representarla hasta convertirla en un hecho real, especialidad totalitaria donde las haya, y esencial en la tarea de demolición del espacio público. Todo consiste en profundizar la confusión de las categorías, ya sea entre realidad y verdad, ya sea entre un hecho y una opinión. Sin hechos reales, es decir, sin objetos comunes sobre los cuales fijar la mirada, no hay espacio público posible, y de allí el apresuramiento con que los totalitarismos de cualquier signo se apuran en amordazar a la prensa, las radios y a los mensajeros de los hechos, para convertirlos en columnistas de opinión o tuiteros profesionales. Pero son las verdades fácticas, argumenta Arendt, las que proveen los límites de la esfera pública en tanto espacio de acción e intercambio de opiniones, y no al revés, como parece ser el caso actual, donde el tribalismo y la ideología establecen los marcos de interpretación de la realidad para convertir la novedad en una nueva verdad. De allí, de ese pozo oscuro en que deviene la realidad cuando se extravía el objeto común, surge la banalidad del mal que hizo célebre la mediocridad de sus ejecutores.
Me fui a Moscú a casi dos meses de iniciada la rebelión social de octubre. No era el momento más propicio: las enfermedades estaban acosando a mis cercanos —y a mí mismo— y hacía poco había regresado de Inglaterra, por lo que mi casa eran cientos de cajas repartidas hostigosamente por las rutas donde uno suele circular. Me decidí a ir porque era una invitación a la Bienal de Poesía hecha hacía casi un año y era, también, un hambre atrasada: crecí yendo a Rusia sin ir.
En este tipo de convites siempre se interesan por tu antropología (o sus equivalencias, como tu estilo “geográfico” o las ilusiones de tu nacionalidad) para acreditar con entrevistas, charlas y coloquios los pasajes aéreos, las noches de hotel y los condumios varios. Lo que se busca, básicamente, es estrujar en pocos días tu poética y tu poesía o como quiera que se llame a lo que escribes para abajo, lo que lees o reclamas según la audiencia y la paciencia.
La fulgurante Bienal de Poesía de Moscú estaba curada por la poeta y lingüista de la Academia de Ciencias de Rusia, Natalia Azarova. Se trataba de un evento aupado prósperamente por la Duma, pues uno de sus diputados es un reconocido poeta, Evgeny Bunimovich, patrono o santo laico que lleva defendiendo la Bienal durante más de dos décadas desde su curil, para bostezo de sus colegas.
Hay dos países de los que no se puede salir ni te pueden echar: tu infancia y tu primera lengua. Curiosamente, te haces ciudadano de esos países sin querer queriendo y resultan, casi siempre, una cárcel o un refugio. Cuando ni el alfabeto coincide con las vocalizaciones y grafías de tus caracteres de origen, los barrotes de la celda se hacen anchos, casi intraspasables y sabes que sufrirás el encierro adentro de un cementerio, el del diccionario. O con suerte, platicando con tu cancerbero, aquel que gastará toda su paciencia de intérprete en traducirte y en esquivarte. La primera entrada sobre Moscú de Luis Oyarzún en su Diariode Oriente, es del 2 de noviembre de 1957. Estaba en visita oficial —alojado en el Hotel Leningrado— y, aunque contaba con un joven traductor, se escabulló para aprovechar las exquisiteces servidas en el restaurante de la pomposa posada. Leyó el menú y se decidió por el esturión a la moscovita, casi homenajeando a Chichikov, el héroe de Almas muertas, de Gogol. Al rato, el pequeño memorialista recibió una escalopa con vino tinto y comprendió que era incapaz de descifrar el cirílico, que allí era un completo iletrado. Me pasó algo parecido: intenté pedir sopa para terminar comiendo lengua de cordero. Es que en la URSS o en la Rusia de hoy, nunca dejó de haber analfabetos, pues siempre recibieron invitados.
Por fortuna, nuestros intérpretes se rotaban y tenían un entusiasmo mayor que varios de nosotros por la literatura en nuestra lengua. En mi caso, pisé Moscú y me dediqué a buscar el pasaje Borisoglebski y a entusiasmar a la poeta Yolanda Pantín, a Edgardo Dobry y Jorge Galán a que lo hicieran. Nuestro hotel no se llamaba Leningrado, pero tenía una altura que nos permitía ver el mítico edificio del Ministerio de Asuntos Exteriores y algunos de los rascacielos del gótico estalinista, que allí siguen llamando “Las 7 hermanas”. Ubicado ahí, pensé, el pasaje Borisoglebski debería mostrar sus puntos cardinales. A tropezones con el cirílico y las escasas indicaciones en inglés —las que se dispusieron en tres o cuatro estaciones de metro a propósito del mundial de fútbol—, atravesé avenidas tan anchas que te prohíben estrictamente cruzarlas a menos que uses los túneles. Algo apuñalado por el frío de diciembre, adiviné los callejones para enterarme, sorprendido, de que el pasaje Borisoglebski estaba escondido a pocas cuadras de nuestro hotel y, lo mejor, reposaba ahí y casi intacto el edificio número 6 y el amplio apartamento en el que vivió sus días más felices —y también los más horrendos— Marina Tsvietáieva, cuyos pasos seguía desde hace años.
Convertido en un pequeño museo en 1992, el lugar fue rescatado innumerables veces de la destrucción y el borroneo y conservaba cuadros, algunos objetos y otros pocos muebles que Marina y su marido, Serguei Efron —miembro del Ejército Blanco—, se negaron a tirar al fuego para cocinar o calentarse una vez que la revolución de octubre triunfó y comenzó a angustiar sus días. Arrendaron el departamento en 1914, cuando su hija Ariadna tenía dos años, y lo dejaron en mayo de 1922. El edificio fue construido a mediados del siglo XIX y su amplitud y la propia disposición de los cuartos combina la calidez de las viejas mansiones moscovitas con la futura modernidad soviética. Escaleras internas dividían su departamento en tres niveles y la poeta se esmeró en decorarlo, buscando, acaso, reencontrarse con el gusto y la delicadeza estética de su infancia, aquel pasado confortable e ilustrado provisto por su madre, María Alexandrovna Meyn, destacada pianista, y su padre, Iván Tsvietáieva, filólogo, historiador del arte y director del Museo de Bellas Artes de Moscú, actual Museo Pushkin de Bellas Artes.
Más allá de la distancia lingüística y cultural, podemos decodificar cómo en su obra la palabra era madre y no hija del pensamiento y cómo el dolor no la seguía, caminaba adelante. Algo de ello, supongo, leyó Nicanor Parra cuando visitó Moscú en 1958 y 1963, y dejó constancia de Marina con tres poemas (‘Un rico se enamoró de un pobre’, ‘A la vida’ y ‘Conato de celos’) en su antología Poesía rusacontemporánea, publicada por la editorial Progreso, de Moscú, en 1965.
Al poco tiempo de iniciada la revolución, el edificio se transformó en vivienda comunal, dividiéndose en pequeños cuartos familiares. A Tsvietáieva le dejaron un par donde cupo su aparatoso piano viejo. Allí y en ese lapso, crucial para ella, escribió 10 libros de poesía —la mayoría publicados mucho más tarde—, seis obras de teatro y un libro de ensayos. “Estoy escribiendo en el piano de cola, mi cuaderno está inundado de sol, mis cabellos arden. Vivo de una manera terrible. Como un autómata: encender el fogón, ir a Borisoglebski por la leña, lavar la camiseta para Alia, comprar zanahorias (…) y ya se ha hecho de noche”.
Los dolores causados por los bolcheviques habían fertilizado su escritura, pero también le provocaron un profundo extrañamiento. “Como solemnes extranjeros recorríamos mi ciudad natal”, testimonia sobre sus paseos con un amigo en los años revolucionarios. “Nadie me necesita. Nadie necesita mi fuego porque en él no se prepara una papilla”, dirá también. El hambre y la calamidad se van adhiriendo a su querido departamento y se ensaña con su hija menor, quien muere en un orfanato en 1920, dejada ahí porque no puede alimentarla. “¡Irina! ¿Cómo murió? ¿Qué sintió? ¿Se mecía? ¿Qué imágenes retuvo en la memoria? ¿Un trocito de la casa de Borisoglebski?”, se preguntará atribulada, para finalmente huir: “No puedo quedarme en Borisoglebski, acabaré ahorcándome”.
Lo sabemos: después vendrá su partida a Berlín, Praga, su largo exilio en París y una vida atormentada por la miseria, la persecución política de “rojos” y “blancos”, la censura, represión y la tragedia familiar desatada por el estalinismo: fusilaron a su esposo, a su hija mayor la enviaron a un campo de concentración y su hijo Georgi muere después de la guerra. Finalmente, la escritura se le apaga con su suicidio, el 31 de agosto de 1941, en el pueblo de Elábuga.
Conocemos bastante de Tsvietáieva en nuestra lengua, gracias a la mexicana Selma Ancira, quien ha traducido desde el ruso gran parte de su obra desde los años 80 y que tiene en Un espíritu prisionero (1999, poemas, fragmentos de sus diarios y relatos), Confesiones. Vivir en el fuego (2009), Poemas sueltos (2011) y el más reciente Mi padre y su museo (2017), cuatro muestras contundentes de su magisterio literario y cultural en torno a la poeta. Podríamos agregar la excelente Noche mía, rival mía, antología publicada en 2017 en Argentina, preparada y traducida por Natalia Litvinova. Digo, sabemos lo suficiente como para entender cómo el mundo de la poesía se sometió al poder de Tsvietáieva, mientras que el poderío del mundo real la fulminó.
Más allá de la distancia lingüística y cultural, podemos decodificar cómo en su obra la palabra era madre y no hija del pensamiento y cómo el dolor no la seguía, caminaba adelante. Algo de ello, supongo, leyó Nicanor Parra cuando visitó Moscú en 1958 y 1963 y dejó constancia de Marina con tres poemas (“Un rico se enamoró de un pobre”, “A la vida” y “Conato de celos”) en su antología Poesía rusacontemporánea, publicada por la editorial Progreso de Moscú en 1965. De Anna Ajmátova —a quien visitó— incluye cinco de sus textos, más un largo fragmento de otro poema en un anexo especial, dejando, quizás, algunas pistas sobre sus predilecciones.
No obstante, me pregunto si Parra pudo “escuchar” en Tsvietáieva más que a la musa, la música y su propia genealogía oral en los versos de la rusa. Los asesores de Parra para emprender las traducciones fueron, primero, José Vento, y después, Agustín Manzo y Vicente Aras. El resultado no es, claramente, una antología turística, pero hay tramos en que parece un solo poema parriano de 30 poetas soviéticos. Sabemos por otros destacados traductores del “siglo de plata” ruso —como Jorge Bustamante García y Tatiana Bubnova— que Tsvietáieva exige oyentes más que lectores; una disposición a percibir de manera transparente no el qué del poema, sino el cómo de la entonación, mediante una sintaxis quebrada, saturación sonora y expansión lingüística capaces de capturar los despojos de la emoción, sus resonancias. El “timbre”, en combinación con el ritmo, es la impronta más decisiva en su poesía. El poeta Joseph Brodsky, uno de los mayores admiradores y divulgadores de Tsvietáieva, la leerá, precisamente desde el oído. “Marina a menudo empieza un poema con un do sobreagudo…”, dice Brodsky, “el timbre de su voz era tan trágico que garantizaba la sensación de ascenso sin tomar en cuenta la duración del sonido”. Su tragedia no le llegó después, había existido desde antes: “Su biografía solo coincidió con lo trágico y le respondió como un eco”, remata su compatriota. Brodsky nació un año antes del suicidio de la poeta, por lo que difícilmente pudo escucharla en vivo y en directo, aunque quizás tuvo la fortuna de encontrarse con algún registro magnetofónico del cual ya no quedan rastros. Desde nuestra lengua es un doble enigma, el semántico y el vocálico: escrutar y volcar las notas, tiempos, agudos y graves del poema. Por ejemplo, qué escucharíamos en “Conato de celos”, traducido por Parra: “¿Qué tal le va con la otra? / ¿La vida le resulta más simple? ¡Un golpe de remo! / Pronto desapareció el recuerdo / De la isla flotante que soy yo, / Desapareció / ¿Como la línea de la costa? / Isla flotante en el cielo, no en el agua. / ¡Almas, almas, deberíais ser hermanas, / Y no amantes! / ¿Qué tal le va con una mujer / Simple, sin divinidades? / ¿Después de destronar a la reina / (Y de abandonar el trono usted mismo)? / ¿Cómo le va, se desvela? / ¿Le da escalofríos? ¿Cómo se siente cuando se// levanta? / ¿Cómo se las arregla para pagar el impuesto // De la vulgaridad inmortal, pobre hombre?”.
El poeta Joseph Brodsky, uno de los mayores admiradores y divulgadores de Tsvietáieva, la leerá, precisamente desde el oído. ‘Marina a menudo empieza un poema con un do sobreagudo…’, dice Brodsky, ‘el timbre de su voz era tan trágico que garantizaba la sensación de ascenso sin tomar en cuenta la duración del sonido’.
Nos duele no poder oírla, pues como Selma Ancira ha planteado, lo que Tsvietáieva logró con el idioma ruso no lo logró ningún otro escritor: “No estoy hablando de sentido, estoy hablando de sonido”, agregó Ancira. La manera que ella tiene de concebir y modelar el lenguaje, “de pulverizar las palabras, de hacer que suenen de una manera distinta, de darle un ritmo a cada una de sus frases en prosa y a cada uno de sus versos, es un fenómeno único en la literatura rusa”.
A escasos días de convivir con esta poesía, de “interpretar” poemas hombro a hombro en teatros, escuelas, esquinas y sótanos —parecidos, fantaseo, al otrora “El perro vagabundo” de San Petersburgo—, entendí que la memoria, la dicción y el sonido son parte esencial de la autodefinición de la poblada tradición poética rusa. Una tradición con doble fondo, donde lo sónico subvierte las zonas necrosadas de la tradición, renovándolas y arborizándolas en la boca. Pareciera que las bylinas o stárinas (poemas orales épicos y heroicos tradicionales de los eslavos orientales), datadas desde el siglo IX en Rusia y Ucrania, soldaron para siempre la voz a la escritura, quedándose en toda su poesía. En las bylinas no hay rima y todo se basa en la consonancia y musicalidad del verso. Son una especie de poesía en versos blancos, con un ritmo característico y su estilo ha sido imitado por numerosos poetas rusos a lo largo de la historia. La memoria, fundamental en la creación y recreación oral de esta literatura, ha sido el légamo y el atalaya de su pervivencia. Ajmátova —maestra y amiga mayor de Tsvietáieva— también fue considerada por Stalin como una excrecencia reaccionaria y prohibió la publicación de sus poemas. Pero los soldados del Ejército Rojo se los sabían de memoria. Igual que ella, que los dejó de escribir en papel.
***
Un día, ya oscureciendo, fuimos con el poeta colombiano Giovanny Gómez (penosamente muerto de covid-19 en agosto de 2021) y un puñado de poetas rusos, encabezados por Vyacheslav Kupriyanov, a la plaza Vladimir Mayakovsky, donde se erige la gran estatua al poeta icónico de la “verdadera” revolución. La idea era recitar ahí, rememorando las declamaciones multitudinarias de poesía que desde julio de 1958 comenzaron a hacerse en el lugar en señal de protesta y voceos de apertura. Entre ellos estuvo Yevgeny Yevtushenko, Andrei Voznesensky, Vladimir Bukovsky y el propio Kupriyanov. A poco andar, estos encuentros fueron censurados y los poetas, perseguidos y detenidos por las autoridades.
Seis décadas después, parados ahí a oscuras y frente a algunas cámaras, Vyacheslav Kupriyanov abre los fuegos y “habla” un largo poema escrito en esos tiempos, apoyado por los bajos y tenores de su memoria. No será muy diferente en el resto de las “lecturas” que esparcimos en Moscú: nosotros apoyados en los bastones del papel y ellas y ellos, casi siempre, volando, sonoros, entre los oídos. Así conocí a la poeta Sveta Litvak —en cirílico Света Литвак—. Ella debía versionar en ruso uno de mis textos ante una audiencia juvenil y sacó el poema a planear lejos, muy lejos del papel y los tropiezos que yo daba en el telar de mi propio idioma. Después la escuché en un sótano en medio de caldos y destilados, donde un sinfín de “oralitores” y poetas vibrantes modulaban en distintas frecuencias sus estrofas.
Sveta estudió en la Escuela de Arte de Ivanovo y en 1994 creó en Moscú, junto a Nikolai Baitov, un colectivo de performance literario. Desde entonces suma varios libros en un amplio estrato de registros: visuales, performáticos y, sobre todo, “hablados”, oralizados. Su libro fundamental, que reúne su obra de 1982 al 2000, tiene el paradójico título de El librose llama. Allí inscribe todas sus formas, fuentes y repertorios, el zaum del futurismo, el folclore ruso, la poesía combinatoria, coloquial y visual, vocalizada siempre desde un “timbre” que cimbra y remece, como si cada poema dicho le enseñara a escribirlo. De ahí que el crítico Leonid Kostyukov aventurara un cruce entre Litvak y Tsvietáieva: “Como Marina Tsvietáieva 75 años antes que ella, Litvak quiere que el lector simplemente admita una derrota estética”; no estamos hablando de orquestación —continúa Kostyukov—, “sino de la música en sí. Dentro del poema, nuestra autora de vez en cuando pisa la garganta de su propia canción, girando en la dirección de lo impactante”.
Sveta Litvak forma parte de una extensa, prolífica e inabarcable poesía actual rusa. Convive con miles de voces, como la de Vera Pavlova, Igor Irteniev, Viktor Lisin o Andrei Rodionov, y contiene en su “canto” la voz y la huella de muchos de ellos. Aunque como Marina, parece insistir en que no conoce influencias literarias, conoce influencias humanas. Espoleado por los sonidos y sentidos de su poesía, quise tener una versión en mi lengua, quizás para capturar en ella las entonaciones perdurables que pudieron surcar la vieja casona de Borisoglebski. Las de Tsvietáieva. Ayudados por el inglés y equivalencias encontradas en varios idiomas, Sveta me acompañó para escaparse del ruso y viajar al castellano de Chile. No escuché en ella el do agudo de Marina que relata Joseph Brodsky, más bien una melopea vocalizada en un do central. Pero ya se sabe, la traducción es siempre una derrota y a lo que uno aspira, es a que esta sea la derrota más hermosa posible.
Poemas de Sveta Litvak
Versiones de Yanko González
Y cuando una abeja se posa en una flor
Y cuando una abeja se posa en una flor
Y mueve sus patas entre las esporas
Y hace que el sol se disuelva y brille,
Así
Un minuto que llega, se anima y crece,
Justo cuando una abeja se posa sobre la flor
Peinando con sus patas las esporas
Y luego el sol se disuelve y brilla,
Así… La abeja se posa sobre la flor
Y peina sus patas entre el polen
Y el sol se disuelve y brilla intensamente,
Cuando la abeja se posa en la flor
Y peina sus patas entre los granos de polen,
Cuando la abeja.
Mi vestido es marrón…
Mi vestido es marrón,
Su chaqueta gris.
Él es tan amable,
Yo seré la primera.
Una sonrisa ladeada en sus labios,
Un travieso mechón cruza su frente,
Debajo de mi ventana crece un roble,
Debajo de su ventana, dos.
Repentinamente decidimos ir a nadar,
Pero él resolvió posponerlo hasta el jueves
(aunque ya estaba acordado),
De todos modos, nos pusimos en marcha.
Cruzamos el viejo puente
Y nos recostamos juntos sobre la arena,
Vapor brotado de las trenzas mojadas,
Viajé ligera camino a casa.
La luna menguante mostró sus dientes
Detrás de pequeñas persianas verdes,
Mi vestido, todavía húmedo
Arrojó una sombra sobre la pared.
Él restregó un fósforo contra su caja,
Buscaba las palabras para decir adiós.
Hurgó mucho tiempo en los bolsillos de su pantalón,
Estaba húmedo y no encendía.
Después del desayuno partimos
Donde la estación del tren
Pierde su delgada aguja en el cielo,
Los trenes estaban funcionando y el mío salió a tiempo.
Como cosa previa: Julio Carrasco tiene una agenda paraliteraria repleta. Durante el último cuarto de siglo ejerció, y ejerce todavía, de activista cultural. En calidad de tal hasta llegó a La Moneda: en este y en otros lugares del mundo bombardeados un día en guerras o golpes se arrojaron desde el cielo miles de poemas. Estos actos, entre poéticos y psicomágicos —cuya eficacia podrá juzgar por su propia emoción el lector que los busque en Youtube—, fueron planificados y ejecutados por el colectivo Casagrande, donde además de Carrasco figuran Santiago Barcaza, Cristóbal Bianchi y Joaquín Prieto.
A este colectivo también debemos la revista Casagrande, de la que rememoro mucho su número “parásito” que circuló por partes, a modo de insertos simultáneos dispersos en diferentes revistas del momento; el proyecto Jurásico, que consistía —entendí— en expulsar a los dinosaurios de la Sociedad de Escritores de Chile, o a lo menos hacerlos pasar rabias; una ceremonia espiritista en que se invocó al fantasma de Neruda, médium mediante; el proyecto de mandar poemas chilenos al espacio; la pichanga en homenaje a Enrique Lihn, los poetas contra los narradores, bajo un reglamento que estipulaba que el partido sería ganado por los poetas; etcétera. Además, con el grupo musical Los Muebles —cuyos integrantes repiten los del colectivo Casagrande— van en su segundo disco.
Estas actividades, por cierto, pueden ignorarse en la lectura de sus poemas; pero las menciono, muy de pasada y en una muestra pequeña, para que se tenga una idea del tipo de energía que los anima; y para que se recuerde, sobre todo en sus pasajes más absurdos, o más reflexivos, que se trata de la poesía de alguien habituado a poner en práctica sus cogitaciones.
Primera cuestión en un poeta: la lengua. El Buda rechazó la idea de propagar la doctrina en una lengua literaria. Sostuvo, en cambio, que la enseñanza se debe entregar en la lengua local. Las excelencias de la lengua refinada son irrelevantes, afirmó, solo la transmisión exacta importa. Leyendo a Carrasco recuerdo a veces esta opinión.
Su lengua es el panespañol corriente, y su principal técnica es el verso propio, natural, en que esta lengua se despliega en sus usos hablados, alargándose como ella hasta el versículo, y también hasta la prosa, según los estímulos narrativos o reflexivos pidan respuestas de tipo más bien escrito. Estas gradaciones rítmicas, que de manera natural y en todas partes se corresponden con ciertas gradaciones temáticas, en Carrasco se provocan entre ellas con ánimo que va de la pelea al baile, y más allá.
Le acomoda algo complicado: el arte aventurero de escribir bien, sin formalidades fijas, en simple castellano —nada de simple en realidad, porque si las lenguas especiales tienen sus usos más o menos determinados, son innumerables las cosas que la lengua corriente es capaz de hacer y hace. Y si bien son muchos, casi todos, los poetas que en teoría han hecho de esta su lengua poética, muy pocos de ellos mantienen, o recuerdan siquiera, como lo hace Carrasco, la exuberante y peligrosa experiencia de mundo en el que esta lengua se ha formado y vive.
Tiene además, la lengua corriente, otra ventaja: en ella es más acusable la creencia en que de por sí algunas locuciones y tonos invocan, o derechamente canalizan, contenidos superiores. Quien escribe, sea por fe o por picardía, bajo esta superstición, tenderá a una lengua hinchada. En lo que a contenidos mundanos respecta, sin duda que las palabras, más todavía cuando dispuestas con cierto ritmo, sí tienen un tremendo poder invocatorio; pero ese poder invoca la experiencia, y solo la experiencia, también mundana, asociada a esas palabras y ritmos. Por cierto, la necesaria vaguedad de las lenguas permite jugar con la apariencia de que se invocan otras cosas. El poeta que se comporta como chamán o sacerdote —hasta en la vestimenta algunas veces— responde quizá a un atavismo, a una confusión ancestral; con todo, la verdad es que los poetas se comportan así todavía hoy, y solo cada tanto alguno hace su autocrítica profunda y se deshincha de una vez por todas.
Como ocurre en los artistas de la sinrazón, las cadenas causales de los hechos y de los argumentos, irrisorias en sí mismas, desatan emociones incontestables. Y, ante esto, Carrasco ya se conduce por la cara aventurera del absurdo: el hablante pese a todo se enciende, y hasta se inflama, en cuanto vislumbra en la sinrazón una oportunidad para el deseo, o da con el misterio, o con el peligro, o con la belleza.
Carrasco tiene todavía una salvaguarda más segura contra la hinchazón: escribe casi siempre desde el absurdo o desde el realismo, con unos pocos coqueteos maravillosos o fantásticos, deliberadamente supersticiosos y banales, donde en realidad prima el elemento absurdo por sobre el fantástico o el mágico: en un poema el fantasma es una ferretería; en otro, un embrujo es utilizado para reparar un bolso. Tiende muchas veces a una síntesis en la que tienen parte sus poemas de historia natural. El sentido del absurdo, especialmente, es un hábito suyo, o una premisa incluso: las propias asunciones de sus poemas, que encarna completamente, suelen ser absurdas. Como ocurre en los artistas de la sinrazón, las cadenas causales de los hechos y de los argumentos, irrisorias en sí mismas, desatan emociones incontestables. Y, ante esto, Carrasco ya se conduce por la cara aventurera del absurdo: el hablante pese a todo se enciende, y hasta se inflama, en cuanto vislumbra en la sinrazón una oportunidad para el deseo, o da con el misterio, o con el peligro, o con la belleza.
En esta línea de trabajo, Carrasco compone primero especies de limericks en verso libre, pero después sus poemas recordarán más a cuentos o chistes iniciáticos: en algún momento —volveré sobre eso— pasa por esta poesía algo anagógico; el absurdo le abre paso. Con los instrumentos del realismo, por su parte, Carrasco mapea al fin un mismo mundo; si privilegia el absurdo es quizá por los mismos motivos por los que el monje medita frente a la muralla: para ponerse de inmediato frente a la sinrazón de la realidad, impenetrable.
Con una primera ojeada se ve que en sus poemas hay tanto verso como prosa, lo mismo alternados que mezclados; que los cortes de verso o de párrafo no siempre tienen apoyos sintácticos o rítmicos y son muchas veces arbitrarios. Visualmente, en resumen, priman las diferencias. Pero en cuanto se conoce al hablante, se conoce que este tiene un carácter marcado, que más bien remarca con sus distintos humores, con sus distintos estados de conciencia, y hasta con sus cambios de estilo. Ese carácter rápidamente explica aquellas situaciones arbitrarias: es evidente que gusta de la libertad ante todo, y la ejerce haya o no haya necesidad.
Las resoluciones no arbitrarias, sin embargo, como se espera en el arte, ponen el marco. Y, en efecto, mantener el libre tránsito entre la síntesis poética y la reflexión analítica en su caso es una resolución mayor. Estos son en realidad cambios de estado de conciencia, donde cada uno de esos estados naturalmente se expresa, ya en breves secuencias rítmicas, ya en oraciones, ya en párrafos —como otros estados de conciencia, fuera de la literatura casi todos, se expresan a gritos o en silencio.
Algo más sobre esto: la unidad corriente de la poesía —también en la de Julio Carrasco—, el verso, tiene con la oración coincidencias solo accidentales. Tampoco la unidad de la prosa es la oración, sino el párrafo. El versículo sí se puede decir que tiene con la oración mayores coincidencias: en él esta puede desplegarse según su propia libertad y su propia disciplina. Pero, como sabe el hastiado lector de poesía, la facilidad mentirosa del versículo es el último refugio del vago y el resumidero donde paran incontables ingenuos. Carrasco, en cambio, trabaja con la desconfianza profunda que esta forma de composición exige —de partida, para usarla oportunamente. La estudió a fondo, a juzgar por su conocimiento de los pormenores bíblicos; y aunque aprendió a quejarse con Job y se impregnó del Eclesiastés, tanto que en momentos reflexivos a veces lo encarna, en momentos narrativos su versículo es más bien pura poesía actual.
Así como ha saltado al versículo, salta a la prosa o al verso, o a veces a la indefinición, según puncen los impulsos expresivos, o los narrativos, o los reflexivos, o el conflicto entre ellos lo exija; se encamina, ya por el análisis en prosa, ya por la síntesis poética, con una alternancia a veces parecida a la simultaneidad: como si, para decirlo con un trabalenguas, pisara con un pie en el punto yin de la ola yang y con el otro pie en el punto yang de la ola yin.
Practicante en su época de la patineta, Carrasco se preocupa mucho de permanecer en forma para este tipo de equilibrios finos y en velocidad, de modo que, cuando logra apoyar los pies en esos dos puntos de poder, se mantiene el tiempo posible en una suspensión cuanto más precaria, más arrebatadora. Y cuando por algún titubeo su impulso se desmadra, o alguna fuerza de la naturaleza lo expulsa con violencia, mastica con gusto el polvo.
Con el mismo espíritu crítico, con igual celo libertario, identifica el lado humano de la relación con lo divino y estrictamente se atiene a este lado de las cosas —donde se sabe ya entonces que todas las voces son humanas y, excepto en asuntos eróticos, no aceptará órdenes de ninguna de ellas.
Sus locaciones agregan enseguida un exotismo entre jovial y ominoso: sobrevuelos por el jurásico, indeterminados pero envolventes fondos marinos, rutas de altamar, bosques, calles y tugurios en donde medra la amenaza, además de las muchas puestas en escena en lugares con nombres resonantes. Singapur, Beirut, Madagascar, Indonesia, Sumatra, el Ganges, todo el archipiélago malayo dan lugar a la aventura, y con ella al peligro, al honor, a la experiencia —y a la sabiduría, entonces. En Carrasco, para alegría de los peces, juntan aguas el imaginario de Salgari y el de la tradición sufí; y todavía en las muchas y pedestres locaciones chilenas —Huechuraba, Valparaíso, La Pintana, Vitacura—, con su fidelidad a estos códigos contraprácticos convierte en memorable al evento menor y al bizarro lo ennoblece.
Carrasco pone en sus poemas una sensación ambiente para él muy vital, como para todo el que ha sido extranjero largo tiempo y en varios lados: como meteco errante —la niñez en Francia, la adolescencia y la primera juventud en Cuba— ha hecho la experiencia de que el suyo es un país en realidad exótico, y los códigos de su patria o la que sea no le parecerán nunca naturales. En cambio, sí siente como natural, y urgente, una preocupación intensa, en distintos grados fascinada, en distintos grados ansiosa, por los códigos de conducta —por conocerlos, por practicarlos, por tensarlos, por criticarlos, por romperlos. Esta preocupación, por grave que sea, y cuanto más grave sea, es necesariamente excéntrica —como exóticos son los ambientes en que ocurre—, y a Carrasco le rinde iluminaciones y risas, aunque aquí quiero destacar su vocación reflexiva.
Agradezco el cuidado que pone Carrasco en sus meditaciones morales. Como señal de disciplina las acompaña de inquisiciones epistemológicas, o sea, en la línea de pensamiento crítico que, digamos desde los socráticos, estima que para el conocimiento de los asuntos éticos y metafísicos importa comprobar primero qué capacidad tenemos de conocer asuntos así. Estas meditaciones quedan en cierto modo bendecidas por la crítica previa, así que en ellas predomina el humor —aunque oscuro a veces— y no la ironía o el sarcasmo, que reserva para temas políticos, estéticos y, con mayor encono, para los eróticos. Y cuando ya hace tierra en sus meditaciones morales, deja de lado el humor también, se descuida hasta de si escribe en verso o en prosa, y se ocupa únicamente de avanzar afirmando bien el pie más bajo.
Por sí solo, y antes de nada, este cuidado epistemológico se extiende hasta el tema místico. Con el mismo espíritu crítico, con igual celo libertario, identifica el lado humano de la relación con lo divino y estrictamente se atiene a este lado de las cosas —donde se sabe ya entonces que todas las voces son humanas y, excepto en asuntos eróticos, no aceptará órdenes de ninguna de ellas.
En nuestro sano chilenismo, prejuzgamos cualquier asomo místico como perturbación mental, o chacota, o posible estafa, menos por escepticismo del asunto que por desconfianza en la humanidad y por prevención de nuevas jerarquías. Entre nuestros poetas, solo Gabriela Mistral, sobre todo en sus mejores poemas, habita un mundo esencialmente sobrenatural; pero incluso en ella preferimos apegarnos al sentido literal, y al moral, y al alegórico, aunque estos sean en ella a veces incomprensibles, y hasta inaceptables, sin el anagógico. Los poetas a quienes interesa todavía este último sentido, astutamente, han sobreactuado las apariencias sospechosas o ridículas, al punto en que es la ironía, y hasta la indiferencia, la que al fin alerta de alguna evidente trascendencia. Así se ha hecho difícil distinguir en este tema, todavía más que en otros, cuándo el poeta está hablando en serio y cuándo no —y esto, decía, me parece muy sano.
En la poesía chilena, de manera desapegada y contundente, Parra injertó taoísmo; Bertoni, budismo zen. También desapegado, también contundente, Carrasco pulsa la cuerda sufí, en realidad implícita en la poesía occidental, sobre todo en la erótica, desde los mismos trovadores: si es cierto que esas tres corrientes —taoísmo, budismo zen y sufismo— estimulan por igual a que los arrastrados por ellas se hagan poetas, y que cada una anima una poesía magnífica, la sufí, en particular, está ya en el cerebro reptil de la poesía chilena —al fin y al cabo, literalmente al fin y al cabo, occidental.
Y, no por coincidencia, es al estado reptil, y a otros estados antiquísimos, donde Carrasco acude cada vez para conocer el tesón superior al yo y para aprender la absurda y absoluta gravedad de las cosas: tras cada encuentro con esos fósiles vivientes de la emoción y de la conciencia, las paradojas intelectuales y los nudos sentimentales adquieren un poco más de la vacuidad que les es propia. Fíjese el lector, si no, cómo sus tiburones y pterodáctilos se vuelven al final reales.
Imagen: Carola del Río.
El meteoro, Julio Carrasco, Ediciones Tácitas, $9.000.
Como documental histórico, Colonia Dignidad probablemente no ofrezca hechos demasiado novedosos a quienes han leído las numerosas novelas o investigaciones que se han publicado sobre el tema o para aquellos que siguieron el caso a través de la prensa o la televisión durante los años que duró la búsqueda de Paul Schäfer. Hacia fines de los 90 y comienzos de los 2000, cuando el pederasta era el hombre más buscado del país, el frenesí informativo llegó a tal punto que, en retrospectiva, ya no sorprende que no fuera la justicia chilena, a través de sus policías, quien diera con el paradero del fugitivo, sino un equipo periodístico de Canal 13, que lo ubicó el 2005 en Argentina. Chile estaba ávido de saldar cuentas con su pasado y los victimarios de toda laya, y ante la incapacidad de juzgar a Pinochet, Schäfer se constituyó en el cruce de caminos de las ansiedades más profundas de la Transición: la impunidad, los desaparecidos de la dictadura y la necesidad de las renovadas instituciones democráticas de legitimarse mediante el imperio de la ley.
Lo que la serie documental sí aporta son imágenes, y en torno a ellas teje una historia portentosa y reveladora. En el capítulo dos, los colonos Wolfgang Müller y Alfred Gerlach entregan a los realizadores “cientos de kilómetros de archivos”, motivados por la idea de que ayudarán a entender lo que ocurrió realmente en la colonia. Son cintas que se salvaron de una quema y estuvieron enterradas durante dos décadas en los márgenes del río Perquilauquén; muchas de ellas atravesaron una delicada y costosa restauración antes de que pudieran ser proyectadas por primera vez. Los dos colonos informan, además, que eran los camarógrafos oficiales de la secta, y que durante los 40 años en que fue amo y señor del enclave, Schäfer montó un sofisticado aparataje de registro de las actividades comunitarias, con el objetivo de usarlo como propaganda.
¿Propaganda de qué exactamente? No queda claro. Las imágenes cubren casi todos los eventos cotidianos y, desde luego, los más importantes de la “sociedad benefactora”: los inicios como comunidad evangélica en la Alemania de la posguerra; la llegada a Chile en 1961 y la edificación del primer asentamiento en medio de las tres mil hectáreas que compraron cerca de Parral; la construcción y funcionamiento del hospital que la vinculó con el tejido social del valle central, y la llegada de las máquinas y el manejo de tecnología industrial pesada, como la explotación minera y acerera, que permitió a la colonia, a fines de los 70, fabricar fusiles. Si el concepto de ética protestante que, según Max Weber, dio origen al capitalismo tuviera un correlato audiovisual, este material calificaría para ello. Resulta llamativo que fuera Schäfer quien dirigía las cámaras, aunque, dice un camarógrafo, “siempre evitaba aparecer frente a ellas”. Este modus vivendi, de todas maneras, tuvo la laxitud suficiente como para que las comparativamente pocas imágenes que existen de él se hayan convertido, gracias al montaje, en el centro gravitatorio de la serie.
Si las imágenes transmiten, con inusitada pureza, la dimensión material de la vida en la colonia, lo que ocurrió bajo la superficie se reconstruye solo a través de testimonios. Las entrevistas suelen ser la parte más veleidosa del registro documental, pues apuntan a encontrar verdades donde el ser humano falsea a conveniencia: la memoria.
No existe ninguna gran pieza del género que no use la pregunta como arma arrojadiza o, como decía Canetti, como aguijón para sonsacar declaraciones que trascienden al confesor. Ahí está el caso de Robert McNamara, reconociéndole a Errol Morris que, de haber perdido la II Guerra Mundial, los estadounidenses habrían sido juzgados, igual que los alemanes y japoneses, como criminales de guerra. En esta arena, en ColoniaDignidad convergen dos maneras de enfrentar el pasado: por una parte, la frontalidad y precisión con que los alemanes cotejan el horror de su historia reciente y, por otro, la oblicuidad chilena, que necesita figuras retóricas y entonaciones para encarar al toro. La excepción a la regla, por el lado chileno, es la testificación de Salo Luna, el joven que en 1997, junto a Tobias Müller, escapó de la colonia y contó al mundo lo que pasaba adentro, hecho que significó el fin del reinado de Schäfer. Su firme y articulado discurso ejerce como la voz que guía, explica y ordena la narración; como eje moral, al estilo del coro de las tragedias, y, en definitiva, como contrapunto a la ilimitada vileza schäferiana. El arco dramático cumple la promesa que Luna hace al comienzo: vengarse de Paul Schäfer. Luna se alza, de este modo, como el representante de una justicia que, a pesar de que el pedófilo alemán fue condenado y murió en la cárcel, no parece suficiente. El documental histórico se acomoda lentamente las prendas del true–crime, el género estrella de Netflix.
Por último, están los crímenes de los Estados alemán y chileno, que ayudaron a Schäfer a pesar de estar al tanto de sus abyecciones. El Estado chileno queda muy mal parado. No solo porque las instituciones facilitaron y colaboraron con los delitos, sino porque además aprovecharon las instalaciones de la colonia para torturar y hacer desaparecer a sus propios habitantes y, tras eso, han sido incapaces de hacer justicia o la han hecho sin la rigurosidad que merecería.
Pero aquí no se trata de un crimen, sino de muchos. Los testimonios dan cuenta, con sobriedad y pudor, de los abusos sexuales cometidos por Schäfer contra niños y adolescentes de los que se rodeaba como si fueran su guardia pretoriana; dado el grado de manipulación sicológica que ejercía, lograba que para los jóvenes ser violados fuera un símbolo de estatus y autoridad.
Las entrevistas también dan cuenta con ferocidad de como las madres y los padres eran separados de sus hijos, que eran criados aparte, y del régimen de trabajo forzoso al que eran sometidos los colonos. También descifran cómo operaba el poder dentro de la colonia, donde Schäfer gobernaba sin contrapesos ni limitaciones y cualquier atisbo de rebeldía era bestialmente acallado. Las narraciones abundan en golpizas brutales (por ejemplo, a una niña, debido al simple hecho de haber recibido el saludo de su madre), pero también de encarcelamientos y tratamientos con electricidad y drogas para amansar la voluntad de los insumisos. El caso más infame es el de Wolfgang Kneese, el primer colono que logró fugarse, durante los 60. Fue devuelto por la justicia chilena y, a su retorno, tras las palizas se le impuso un severo régimen de exclusión de los eventos comunitarios, estuvo a toda hora vigilado por dos esbirros, y se le obligó a vestir ropa roja en el día y blanca en la noche, para distinguirlo mejor, y a calzar zapatos con suelas especiales que ayudaban a identificar sus huellas en el polvo de la tierra. El sistema apuntaba a diluir todo rasgo de individualidad o subjetividad, que minaba el espíritu de cuerpo comunal y forzaba la obediencia sin distinciones. “Cuando alguien pasa por algo así —dice Willi Malessa, otro colono molido a palos por negarse a cumplir órdenes—, ya no quiere más: ni guerra ni nada; simplemente cumplir, obedecer”.
En este punto, la serie abre una gran pregunta: ¿se puede ser víctima y victimario a la vez?
El debate, que tiene su origen en la colaboración de la población alemana con el nazismo en la exterminación de los judíos, pero que aplica a todos los regímenes que violentan a sus propios ciudadanos y que, activa o pasivamente, cuentan con la complicidad de la sociedad civil, es dudoso en el papel, pero la serie tiene el mérito de ponerlo a la altura de la duda plausible. Por eso, los momentos más emotivos son aquellos donde dos o tres colonos narran los chispazos de felicidad que encontraban, a través del trabajo manual, de la cercanía con la naturaleza o de la música del coro, para liberar su espíritu de las cadenas.
Por último, están los crímenes de los Estados alemán y chileno, que ayudaron a Schäfer a pesar de estar al tanto de sus abyecciones. El Estado chileno queda muy mal parado. No solo porque las instituciones facilitaron y colaboraron con los delitos, sino porque además aprovecharon las instalaciones de la colonia para torturar y hacer desaparecer a sus propios habitantes y, tras eso, han sido incapaces de hacer justicia o la han hecho sin la rigurosidad que merecería. Al respecto, la serie hace reflexionar seriamente desde cuándo vienen horadándose las instituciones y cuánta legitimidad pueden tener cuando sus representantes no califican para ejercer sus cargos. El paradigma es el de Hernán Larraín Fernández, uno de los protectores de Schäfer y conspicuo cómplice pasivo de la dictadura, quien ejerció hasta hace poco de ministro de Justicia y Derechos Humanos.
Las categorías de “acá” y “allá”, que en otro contexto pueden ser ramplonas, en este libro son de verdad muy relevantes, y no solo como referencia de ubicación testimonial. Determinan su título, pero además son la presencia explícita o tácita en la sensación de pertenencia de los recuerdos más significativos que relatan los protagonistas de estas historias. No tiene que ver con lo geográfico. Es una forma de acá para un migrante, por ejemplo, algo tan pedestre como un celular, prótesis física y soporte comunicativo vital, al que no se suelta ni cuando la pobreza te ha dejado sin casa. A la vez, es un allá el de Alexander (24 años), cuando muestra una foto de Calvin, el ser que más extraña de Los Valles del Tuy, Venezuela: al pastor alemán lo abrazó más fuerte que a ninguno de sus parientes, antes de partir en un viaje que le tomó siete días hasta Tacna.
El acá de la peruana Digna Ancco (46 años) son las 56 habitaciones en ocho casas de la comuna de Independencia que ella ha convertido en su rentable medio de sustento. “Jamás pensé en conseguir todo esto que tengo”, dirá en un momento, observando los corredores y tabiques que a su vez representan la supervivencia para otros migrantes más nuevos. El negocio tiene sus desafíos —como el brote de covid-19 que un día surgió entre los arrendatarios—, pero de todos modos es mejor que sus recuerdos como empleada doméstica en casas acomodadas de Santiago. Tantas cosas a las que adaptarse entonces: desde el hambre literal junto a familias acostumbradas a cuidar la figura con platos demasiado pequeños para sus estándares, a la frialdad cotidiana e incomprensible en el trato. La frase “eres como parte de la familia” no es ni un acá ni un allá cuando se acompaña de la prohibición de sumarse a los cumpleaños o graduaciones de los hijos, y al veto de refrescarse con ellos en la piscina del jardín.
¿Y cómo calificar la herida que desde el muslo amenaza con desangrarte entero? ¿Fue ese cuchillazo sobre la pierna del haitiano Fritzner Louis (35 años) un acá para él y un allá para su agresor chileno? ¿O está este último en un acá de racismo cada vez más reconocible cuando llega junto al grito: “¡Negro conchetumadre, venís a quitarnos la pega!”? A lo imaginable, lo indecible: “Era realmente sorprendente que nadie lo ayudara. Hubo uno que le hizo un torniquete, pero nadie más. Era como que por ser negro no mereciese ayuda”, contará luego Nataly, dirigenta gremial del Terminal Pesquero de Santiago, impactada por los videos a los que accede con el registro de la agresión.
Acierta Florencio Ceballos en el prólogo de este libro de crónicas sobre migrantes en Chile —pobres, latinoamericanos todos—, al apreciar la mirada de un reportero que escribe sin asomarse desde el acá afectado al allá que le es ajeno (y al que, por lo tanto, juzga y reduce), como suele suceder en medios y en el debate público. Jorge Rojas es un recabador eficiente de historias personales, pero también de los datos precisos asociados a ellas, como bien había demostrado, antes de este libro, en premiados reportajes sobre el mismo tema.
El acá de Louis desde entonces no es la rabia, sino el miedo.
Acierta Florencio Ceballos en el prólogo de este libro de crónicas sobre migrantes en Chile —pobres, latinoamericanos todos—, al apreciar la mirada de un reportero que escribe sin asomarse desde el acá afectado al allá que le es ajeno (y al que, por lo tanto, juzga y reduce), como suele suceder en medios y en el debate público. Jorge Rojas es un recabador eficiente de historias personales, pero también de los datos precisos asociados a ellas, como bien había demostrado, antes de este libro, en premiados reportajes sobre el mismo tema (basta el título de uno de ellos para dimensionar su compromiso: “El esperado retorno de Joane Florvil a Haití”, mayo de 2018 en El Sábado, de El Mercurio). Por eso, este libro de testimonios consigue esbozar los marcos institucionales y sociales que perpetúan los conflictos descritos, desde lo más evidente y acaso fácil de solucionar (el descuido en higiene y seguridad de la vida entre allegados, por ejemplo), al nudo de negligencia política y obsolescencia burocrática que con gusto aprietan a su favor las manos codiciosas de “coyotes” y empleadores abusivos.
Vidas que, desde el lugar de la víctima o del victimario, esbozan nuevos cauces de la miseria. ¿Por qué habría de ser diferente su muerte? La crónica al final del libro, “El cuerpo de Silvia”, cruza el drama hacia despojos sociales más amplios que los de la migración estricta, aunque rimen. Son los del maltrato machista, el abandono familiar, la muerte a solas y también la rutina sombría de quienes deben trabajar con todo ello (como el operario de la morgue, abatido por los muertos sin reclamar). En Chile no requerimos ya de un periodismo acucioso para caer en cuenta de los conflictos migratorios, al frente nuestro, aunque tan solo sea en la mirada del repartidor de comida o la insuflada retórica electoral. Nosotros no estamosacá no redunda sobre aquello, pero sí elige recordarnos cuantos detalles inesperados hay en cada pliegue de lo que creíamos era una tela abierta.
Nosotros no estamos acá. Crónicas de migrantes en Chile, Jorge Rojas, Catalonia-UDP, 2021, 213 páginas, $17.900.
No era un secreto que el poeta Kurt Folch venía realizando desde hace más de 10 años un meticuloso trabajo de traducción y estudio de la obra del inglés Tom Raworth (Bexleyheath, 1938), una de las principales voces de la poesía de los años 60 en Inglaterra. Artículos suyos así lo confirman y ahora una copiosa antología bilingüe publicada por Ediciones Tácitas con el nombre de Seccioneseternas y otros poemas. Autor de más de 40 libros, Raworth fue un poeta que no escribió ni suscribió ningún manifiesto colectivo, pero que pertenecía a un grupo de poetas libremente reunidos bajo el nombre British Poetry Revival. Este variopinto grupo de poetas británicos se definía en oposición al grupo más conservador, esencialmente inglés y elitista, conocido como The Movement, y que incluía a escritores como Philip Larkin, Kingsley Amis y Elizabeth Jennings.
Por su parte, los autores del British Poetry Revival (BPR) acogían las lecciones de poetas modernistas estadounidenses, como Ezra Pound, William Carlos Williams y Charles Olson, e ingleses como Basil Bunting y Hugh MacDiarmid. Un momento fundacional para el BPR y la escena londinense fue la lectura en el Royal Albert Hall de junio de 1965, donde figuras como Allen Ginsberg, William Burroughs, Andrei Voznesensky, Alexander Trocchi y Ernst Jandl, entre otros, dieron un sentido de unidad generacional a la creación poética que se alejaba de las estéticas formales y conservadoras.
Desde principios de la década de 1960 y en ese contexto, Raworth tuvo un importante rol como editor de la revista Outburst y de las editoriales Matrix Press y Goliard Press, donde presentó a lectores ingleses por primera vez el trabajo de poetas transatlánticos, como Amiri Baraka (Leroi Jones), Robert Creeley, Denise Levertov y Charles Olson, cuyo primer libro en Inglaterra apareció en Goliard Press en 1966.
Ese mismo año, Raworth publica The Relation Ship, el primero de los 40 libros que publicó en vida. La obra de Raworth se inscribe dentro de una matriz experimental o incluso antipoética, donde el sujeto se descompone, alejándose del horizonte de expectativas del lector de hallar una historia y una personalidad reconocibles, y disolviéndose en los materiales elementales: una sílaba, una palabra o una frase. Esa es una de las razones por las que es considerada una poesía difícil y su obra se mantiene en los márgenes de la poesía inglesa, pese a recibir mucha más atención desde su muerte, ocurrida el año 2017. Otras razones son lo hostil que la escena poética inglesa era a la experimentación estética, que veía como una impostación de origen francés o alemán, y la voluntad del propio Raworth de no pintar un cuadro seductor de su obra, de la poesía o la literatura. Esta actitud, plantea Kurt Folch en el valioso prólogo que acompaña esta antología, “parecía desprenderse de una mezcla de desinterés por los discursos que rodean a la poesía, sumado a un recelo instintivo por las fórmulas discursivas pomposas y las jinetas académicas”.
En distintos momentos se lo emparentó con las tres principales escuelas poéticas de los Estados Unidos: los Beat, la de Nueva York y Black Mountain. Es fácil ver la razón: Raworth comparte con ellos el apego a los logros del modernismo, el rechazo de la inteligencia como fuerza motora del poema, la primacía de la intuición, el uso de formas abiertas y la experimentación.
Los siguientes libros de Raworth, The Big Green (1968), Lion Lion (1970) y Moving (1971), confirmaron el valor de una voz que oscilaba al borde del sentido, mostrando, según Peter Middleton, “una incomprensibilidad amable y bien articulada que representa en estado puro la contracultura de los 60 (…) y la inocente presunción de que era inminente una revolución que destronaría al Estado capitalista”. Esta “inocente presunción” y el tratamiento del lenguaje lo relacionan con la language poetry estadounidense, movimiento que lo reclama para sí. De hecho, Charles Bernstein se refería a él como “nuestro hombre en Inglaterra”.
Pero language poetry no fue el único movimiento poético transatlántico al que Raworth fue asociado; en distintos momentos se lo emparentó con las tres principales escuelas poéticas de los Estados Unidos: los Beat, la de Nueva York y Black Mountain. Es fácil ver la razón: Raworth comparte con ellos el apego a los logros del modernismo, el rechazo de la inteligencia como fuerza motora del poema, la primacía de la intuición, el uso de formas abiertas y la experimentación.
El propio Raworth plantea su poética en el poema Gaslight cuando escribe: “La poesía no es un cisne ni un búho / sino una trabajadora, un minero / cavando más profundo cada generación / a través de la mierda de los consumidores / hasta la razón – luego sube hasta el tomate gigante”. Es decir, la poesía no tiene que ver con delicadeza o conocimiento divino, sino con el esfuerzo de generaciones trabajando contra el capital hasta dar con el fruto jugoso del lenguaje. Kurt Folch nos ofrece ese fruto en esta cuidada edición, que incluye en su totalidad el libro Secciones eternas (1993) y una exhaustiva antología bilingüe para adentrarnos en la obra de un poeta fundamental.
Secciones eternas y otros poemas, Tom Raworth (edición bilingüe; traducción de Kurt Folch), Ediciones Tácitas, 2021, 284 páginas, $10.800.
No es fácil defender hoy, en el ágora de las ideas políticas, una posición crítica del neoliberalismo, pero que al mismo tiempo se niega a consentir las narrativas que juzgan ominoso el pasado reciente. La dificultad no reside tanto en el juicio histórico como en la actualización de la propuesta. En términos ideológicos, es cada vez menos claro qué proyecto de sociedad se predica en esa tierra de nadie que solíamos llamar centroizquierda, pues la presunta síntesis de liberalismo y socialdemocracia no vale ya como oferta: o es puro continuismo o, si supone un nuevo rumbo, implica la confesión de que por décadas se la esgrimió engañosamente. En el plano discursivo, la situación es peor aún. Los llamados al realismo y la responsabilidad devienen pronto en una retórica machacosa, impotente ante las circunstancias, mientras que los intentos de conciliar el oficialismo de ayer y el “octubrismo” de hoy, incluso si son genuinos, trasuntan tal temor al juicio ajeno que pierden toda referencia del propio.
Entre esas aguas se mueve el filósofo Marcos García de la Huerta (Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales 2019) en el libro Lecturas filosóficas delpresente, editado a fines de 2020. El subtítulo, “Intervenciones”, es preciso. Más que modelar su propuesta o echar a correr alguna tesis resonante, el autor, como quien se entromete en conversaciones en curso, revisita en breves ensayos a varios de los pensadores que han contribuido “a definir lo que llamamos nuestro tiempo”: Foucault, Arendt, Hayek, Marx, Žižek y Heidegger, entre otros. Son textos que identifican preguntas y toman posición, pero que en general rodean, perfilan, desenredan ideas de otros, sin apuro por establecer una conclusión. El punto final, en algunas ocasiones, llega porque el círculo se ha cerrado; en otras, simplemente llega.
La intención que da unidad al conjunto es calibrar, en tanto “presente filosófico”, las implicaciones de un triple fenómeno: el derrumbe del socialismo, la crisis de las democracias occidentales y la hibridación de autoritarismo y mercado que prospera en el hemisferio oriental. Qué antagonismos quedan en pie, cuáles resultan espurios, qué opuestos vuelven a encontrarse: tales son las incógnitas que pican la curiosidad de este ensayista. A su plástico dominio de la tradición filosófica, que le permite tejer y destejer simetrías a lo largo de todo el arco temporal, se suma una familiaridad con los debates económicos, explicable por su condición de ingeniero comercial, carrera que cursó en la Universidad de Chile antes de estudiar filosofía en el Instituto Pedagógico. Más tarde se doctoró en filosofía en La Sorbona. Algunos títulos de su obra reciente dan buena cuenta de sus campos de interés: Pensar la política (2004), Memorias de Estado y nación (2010), Identidades culturales y reclamos deminorías (2011).
La necesidad de que la política y la economía se limiten mutuamente, de modo que ni la razón de Estado ni la de mercado se apropien del devenir social, constituye el núcleo ideológico de este libro: “La indistinción de ambas es el principio de la dictadura”. Foucault, Hayek y Marx, protagonistas de los dos primeros artículos, sirven para ilustrar la cuestión: si Marx y Hayek conciben una esfera económica autónoma, que por sí sola determina a la sociedad y constituye a los sujetos, Foucault es quien mejor detecta el modo en que ambas escuelas pasan por alto —creyendo resolverla— la cuestión del poder. Su análisis del neoliberalismo, tergiversado a conveniencia desde izquierda y derecha, es objeto aquí de una oportuna revisión que ilumina tanto los métodos críticos del filósofo francés como los presupuestos epistemológicos del proyecto neoliberal. El riesgo, como siempre, es pasarse de largo. La premisa de que “todo es político”, observa el autor, invierte el economicismo radical hasta volverse equivalente: ambos disuelven la especificidad de lo político.
Pero Hayek y Marx comparten otra convicción que MGH si hace suya, y que inspira en buena medida estos ensayos. A saber, que la sociedad no se deja planificar desde las ideas, pues la historia es movilizada por dinámicas que exceden los designios de la razón. Cierto es que Marx creyó poder deducir esas dinámicas desde el análisis racional, pero cabe subrayar que al menos se negó a diseñar su resultado (cómo sería la sociedad sin clases). Hayek, en cambio, deploró todo atisbo de “constructivismo” social, pero celebró sin reparos el que fue llevado a cabo con arreglo a su propio ideario.
La intención que da unidad al conjunto es calibrar, en tanto ‘presente filosófico’, las implicaciones de un triple fenómeno: el derrumbe del socialismo, la crisis de las democracias occidentales y la hibridación de autoritarismo y mercado que prospera en el hemisferio oriental. Qué antagonismos quedan en pie, cuáles resultan espurios, qué opuestos vuelven a encontrarse: tales son las incógnitas que pican la curiosidad de este ensayista.
En el mismo espíritu de poner a las ideas en su lugar o de deshacer “la asociación del deseo con los ideales de la razón”, Žižek y Fukuyama son prudentemente acorralados. El primero, por su ilusión de transformar a los inmigrantes en el nuevo sujeto de la lucha de clases, forzando su homogeneidad con tal de remitirlos a la “contradicción fundamental” que él necesita. El segundo, por concebir la extinción de las contradicciones fundamentales, al punto de celebrar que el combo occidental de democracia y mercado cautivaría a la humanidad entera. “La suposición de una tendencia del mercado a generar democracia es gratuita”, es lo menos que hoy se puede constatar.
Ahora bien, nada de esto significa que MGH deponga las banderas de la razón moderna. Su adscripción al proyecto ilustrado apela a una arquitectura flexible, pero no negocia los cimientos. De ahí que dos intervenciones se ocupen de Heidegger, cuya “carencia de mundanidad” —concepto acuñado por Hannah Arendt— lo llevó a “espiritualizar la política”, incapaz de reconocerle un campo de validez propio; ya sabemos de qué espíritu la dotó. Pero Heidegger también representa, con su célebre crítica al “imperio de la técnica”, la expresión más vigente del desafío romántico a la razón mecanicista; vale decir, del rechazo a la voluntad de dominio del yo cartesiano, tributario a su vez de una cosificación del ser inaugurada por Platón. El problema es siempre el mismo: de esa filosofía del sujeto emana la ciencia, pero también la república, la democracia liberal o los derechos humanos, de suerte que esa crítica no tiene desde donde negarse al totalitarismo. Con Fukuyama, que dio el totalitarismo por derrotado, representan dos visiones igualmente paralizantes; hostiles, en definitiva, a la aventura del presente.
Los artículos que integran Lecturas… se las arreglan para interactuar continuamente entre sí. Al costo, no pocas veces, de reiterar líneas o pequeños fragmentos de modo casi textual, único descuido de un prosista fino y que se mueve a sus anchas en el género del ensayo. De hecho, su estilo solo decae cuando le es infiel al género: “Diálogo entre camaradas”, conversación imaginaria que sostienen dos marxistas de viejo cuño, incurre en la paradoja de ser la pieza menos dialogante del volumen.
El quiebre de tono más drástico, sin embargo, lo impone un lapidario diagnóstico del estallido social anexado a modo de “Apéndice”. Cuesta reconocer, en el irritado autor de esas páginas, al que comenzó el libro invocando, con Kant, la mirada “que adopta, con la imaginación, el punto de vista de los otros”. Vandalismo, nihilismo, aprovechamiento político y psicología de masas son las claves de interpretación de un texto que se abandona a una retahíla de pronósticos aciagos (proceso constituyente incluido) y que, en tanto crítica de la violencia política, es pródigo en razones atendibles. Pero tal es la desazón del polemista que se deja entrampar en minucias y acaba por exigir de la realidad una coherencia conceptual impropia hasta de tiempos más placidos. En última instancia, su postura se aviene más con el gesto de cerrar por fuera (“lo peor es que será merecido”, llega a afirmar sobre el destino que nos aguarda), que con la ponderación de un camino de salida más o menos plausible. En tanto epílogo de un libro tan sensible a los nudos de tensión entre las ideas y los hechos, le hace poca justicia.
Con todo, no llega a tambalear la propuesta del autor: colarse en esos “diálogos con figuras eminentes” que el lector ha comenzado antes y continuará después. Desde ese aparente segundo plano, en realidad, García de la Huerta intenta renovar una de las prácticas esenciales de la filosofía, siempre en peligro: pensar desde las fuentes y desde el mundo actual como si fueran el mismo ejercicio.
Lecturas filosóficas del presente. Intervenciones, Marcos García de la Huerta, Editorial Universitaria, 2020, 211 páginas, $17.000.
En la Guía triste de París, Alfredo Bryce Echenique presenta a Verita, un ejemplar de peruano único, “optimista de principio a fin y de cabo a rabo”. Cuenta el narrador que en una noche de carrete en la cantina L’Escale, centro de la bohemia latina en los años 60, le preguntó a Verita por César Vallejo, “el más metafísicamente triste y pesimista de todos los peruanos”. Verita, precursor de la autoayuda, se apuró en responder: “Ponme tú al Cholo Vallejo delante y le meto tal inyección de deshuevina que lo convierto en Walt Whitman”.
Bryce juega con el mito del Vallejo atormentado, el Vallejo de las fotos parisinas que pasaron a la historia, siempre bien vestido con un traje negro, huesudo y taciturno. Es un relato conocido: el menor de 12 hermanos, criado en medio de una pobreza digna y beata, en un pequeño poblado de la sierra norte peruana llamado Santiago de Chuco, viajó un día a Trujillo y después a Lima, donde pagó de su propio bolsillo la edición de Los heraldos negros; luego quemó las naves con Trilce, tiró la bomba y escondió la mano, porque casi al mismo tiempo se fue a Europa, donde pasó miserias y conoció a Georgette, o conoció a Georgette y pasó miserias (el orden no parece inocuo en esta historia), y a los 46 años murió en París con aguacero, tal como lo predijo en el poema “Piedra negra sobre una piedra blanca”: “Me moriré en París con aguacero / un día del cual tengo ya el recuerdo”.
Línea gruesa complementada con mil detalles y conjeturas en más de un centenar de biografías, hagiografías y novelas en torno a su figura. Bolaño colabora con Monsieur Pain, donde narra, con una sólida base documental, los últimos días del poeta en la Clínica Arago (Maison de Santé Volla Arago) y los denodados intentos por curarle el hipo.
¿Qué más se puede decir entonces de Vallejo, a 130 años de su nacimiento y a más de 80 de su muerte?
El mismo Daniel Titinger (Lima, 1977) se lo pregunta en El hombre más triste. Retrato del poeta CésarVallejo. Sabe que merodea el lugar común (“escribir sobre César Vallejo es redundante”) y se impone un desafío: “Trataré de llenar vacíos aportando otros vacíos, como esas muñecas rusas que se superponen una tras otra, hasta encontrar, con algo de suerte, una pequeña certeza”.
Pocos autores se han visto más expuestos a la imposición de un correlato entre su vida y su obra. Incluso Saúl Yurkievich, que aboga por una historia “de las obras y no de los hombres”, marca en Fundadoresde la nueva poesía latinoamericana que “Vallejo descubre la arbitrariedad del signo lingüístico desde el descubrimiento de la arbitrariedad de la existencia humana”, lo que propicia la operación de apuntalar con su biografía y mito una experiencia de lectura (la de Trilce) que excede lo racional y demanda el acceso desde lo sensorial y lo místico.
La mujer devota y resentida, medio bruja, medio loca, que resguarda sin tino el legado del amado célebre, es un argumento repetido, asociado también, seguramente, a una estructura social y cultural de subordinación de la mujer.
Si un clásico es aquel que a través del tiempo conserva la facultad paranormal de hablar en presente, para el presente, Vallejo se rebela hoy contra lo binario y a favor de lo incierto, de la arbitrariedad del montaje, el pastiche, el saber jovial contra los grandes sistemas de ideas. Vanguardia espontánea y permanente surgida desde Santiago de Chuco en los años de fulgor de la vanguardia clásica, europea, la obra de Vallejo se basta a sí misma y, sin embargo, raramente se refiere a ella sin hacer mención a su vida y, sobre todo, al mito de poeta triste, golpeado una y otra vez por el destino, mito al que se diría que el propio Vallejo colaboró deliberadamente.
Daniel Titinger escribe entonces con la alarma de la redundancia encendida y articula, con una prosa amable y cercana, un relato en presente que expone en “este libro” una trama doble vinculada a la figura de la viuda y a las razones de su muerte. La aparición en los 80 de En busca del barón Corvo. Un experimentobiográfico, de A. J. A. Symons, inauguró esta suerte de subgénero de las biografías conocido como quest, donde el biógrafo narra las peripecias que atraviesa mientras sigue las huellas de su biografiado, de manera que ambos se revelan ante nuestros ojos. “¿Quién soy yo para escribir todo lo que estoy escribiendo?”, se pregunta Titinger en algún momento, marcando una especie de punto de no retorno en el viaje que, alternadamente, deambula por Santiago de Chuco, Trujillo, Lima y París.
Recurso o fórmula que ya le conocíamos en el perfil de Martín Adán —autor de ese extraordinario artefacto literario llamado La casa de cartón—, publicado en Los malditos, antología de 17 perfiles de autores latinoamericanos que dialogan con la esquiva categoría de malditos: “El inicio de esta investigación era un fracaso. Yo no sabía nada sobre Martín Adán. Nada, excepto…”. Procedimientos similares utilizados en el retrato de Julio Ramón Ribeyro, publicado también en la colección Vidas Ajenas de la UDP con el título de Un hombre flaco. Ahora el autor vuelve con otro hombre, el “más triste”, y otra vez la figura tópica de la viuda resulta protagónica.
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La mujer devota y resentida, medio bruja, medio loca, que resguarda sin tino el legado del amado célebre, es un argumento repetido, asociado también, seguramente, a una estructura social y cultural de subordinación de la mujer.
Sea Carolina López, la viuda de Bolaño, o María Kodama, quizás la más célebre de todas, siempre aparecen como centro de un conflicto de preservación de la obra y la memoria, la disputa por el muerto que, del otro lado, muestra la figura de algún agente cultural que representa los esenciales intereses académicos, editoriales y hasta nacionales.
Es también el argumento de Un hombre flaco, donde Alida Cordero se niega a entregar los cuadernos inéditos de su marido muerto, en los que al parecer testimonia sus últimos días felices (sin ella), y que serían algo así como la continuidad o el reverso de Latentación del fracaso, de Julio Ramón Ribeyro.
Una de las tantas especulaciones que da pie a la otra trama que Titinger despliega a través del libro: la de la búsqueda de las verdaderas razones de la muerte de Vallejo. Aunque el parte oficial es claro en decretar como causa una infección estomacal, la duda se estableció desde el principio, en tiempos opacos anteriores a la penicilina, y durante muchos años se habló de la posibilidad de sífilis, de tuberculosis, de pura tristeza, de conspiraciones fascistas, de paludismo.
Ahora se trata de Georgette Marie Philippart Travers, 16 años menor que Vallejo, a quien Neruda definió en sus memorias como “una francesa tiránica y presumida”. Los testimonios de amigos y biógrafos, todos hombres, son demoledores. Se la acusa de no entender nada de literatura y de apropiarse indebidamente de la obra de Vallejo, de impedirle su regreso al Perú, primero, y la repatriación de sus restos, después, y se le achaca negarle la descendencia con una seguidilla de abortos que, discuten los expertos y aficionados, varía entre tres y siete durante los años de relación.
Reveladora es una foto de 1929, en la que Vallejo aparece sentado en una de las escaleras laterales de los jardines de Versalles: el puño derecho pegado a su mentón y un bastón en la mano izquierda, el ceño fruncido, pétreo, la “mirada de llama andina”, según la describió Georgette en la revista española Triunfo, en 1976. Todo tiene un aire teatral, ficticio. La tomó su amigo Juan Domingo Córdoba (también la foto de la portada de esta biografía, en Niza) y el retrato del poeta absorto y solitario pasó de época en época manteniendo la misma omisión, la misma saña: a su lado, cortada siempre, Georgette mira de reojo, sosteniendo el sombrero del poeta, su rostro “tan redondo e inexpresivo como un melón”, dice Titinger.
El biógrafo, de todos modos, intenta cuestionar el discurso unívoco, desde una base que parece indesmentible: la guerra declarada de Georgette contra el mundo. Aunque reconoce que esa misma guerra fue crucial para dar a conocer a Vallejo, al casi inédito Vallejo que, por su parte, ocultaba un temperamento “irascible y gritón”. La presenta más bien como un enigma, una mujer compleja que, en los 46 años que sobrevivió a su esposo, transcribió y publicó los inéditos Poemas humanos, escribió su propia biografía del poeta, titulada con uno de sus versos: ¡Allá ellos,allá ellos, allá ellos! (“recuerdos apasionados, rencorosos, inermes”, dice Bolaño en la nota preliminar de Monsieur Pain); escribió un libro de poemas publicado primero en francés y muchos años después en español, cuando ya vivía en Lima. A Perú llegó en 1951, gracias a las gestiones del historiador y diplomático Raúl Porras Barrenechea, quien también le consiguió una beca estatal que luego, sin aviso, le quitaron. Pero ella se quedó a vivir en un departamento pequeño, en Miraflores, entre gatos que cuidaba con mucho amor y esmero, hasta que en 1984 murió olvidada y triste, quizás la mujer más triste que podamos imaginar.
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Incluso un biógrafo la culpó de que los médicos, en la clínica parisina, evitaban atender al poeta enfermo para no toparse con ella, lo que de alguna manera habría influido en su deterioro.
Una de las tantas especulaciones que da pie a la otra trama que Titinger despliega a través del libro: la de la búsqueda de las verdaderas razones de la muerte de Vallejo. Aunque el parte oficial es claro en decretar como causa una infección estomacal, la duda se estableció desde el principio, en tiempos opacos anteriores a la penicilina, y durante muchos años se habló de la posibilidad de sífilis, de tuberculosis, de pura tristeza, de conspiraciones fascistas, de paludismo.
Las interrogantes activas que implanta Titinger al respecto no alcanzan, sin embargo, a tensionar el relato y la trama se estira un poco artificialmente. De algún modo, todo vuelve y se queda en esos 22 días en los que Vallejo permaneció en la Clínica Arago, custodiado por Georgette, visitado por monsieur Pain y unos pocos amigos, sometido a todo tipo de exámenes, la fiebre alta, el hipo inesperado.
Hermano César, le había dicho tiempo antes un amigo en Madrid, con Trilce uno ya puede morir.
Y fue lo que Vallejo finalmente hizo.
El hombre más triste. Retrato del poeta César Vallejo, Daniel Titinger, Ediciones UDP, 2021, 264 páginas, $18.000.
Cualquiera que haya visto un partido de tenis sabrá que una de las primeras imágenes que atrae la mirada no está precisamente en la cancha, sino en el público y el movimiento, casi automatizado, de mover sincronizadamente la cabeza de un lado al otro para seguir la pelota, como si se tratase de un incesante travelling cinematográfico. Dentro de ese público podría estar Serge Daney, pensando lo anterior desde su asiento de primera fila. El francés fue un crítico cinematográfico que comenzó desde muy joven a escribir en Cahiers du Cinema y que en los 80, cansado de la pompa cinematográfica, vuelca sus palabras a su otra pasión, el tenis, convirtiéndose en el principal cronista deportivo del periódico Libération.
Para Daney, la relación entre tenis y cine era profunda, una ligazón cinética e incluso temporal. Es que el tenis, al contrario de deportes como el fútbol o el rugby, dirá Daney, se funda sobre una cuenta regresiva relativa. “La duración de un partido depende de la capacidad de los jugadores de crearse ese tiempo suplementario que necesitan para ganar, de hacerlo surgir en algún rincón de una fase cualquiera del juego”. El cine funciona parecido: la duración de las películas depende de la cantidad de tiempo que necesitan para constituirse como una obra terminada. Es por eso que pueden durar cuatro horas o 90 minutos.
Recientemente el tenis ha sido un deporte ampliamente representado en el cine, ya sea a través de documentales sobre exjugadores(as) como Boris Becker, Serena Williams, John McEnroe o Guillermo Vilas; sobre entrenadores insignes, como Nick Bollettieri o Patrick Mouratoglou; ficciones más o menos históricas, como Borg vs. McEnroe o La batalla de los sexos; comedias románticas, como Wimbledon, e incluso cortometrajes cercanos al ensayo, como Subject to Review. A pesar de las similitudes, dichas películas abordan lo cinematográfico del tenis de una manera completamente diferente; las ficciones, por ejemplo, más allá del uso episódico de archivo, tienden a representar su época, mientras los documentales, a partir de procedimientos parecidos, pueden llegar a conclusiones sobre tenis o cine de las que la ficción es incapaz.
En el caso de Borg vs. McEnroe (2017), que se remonta al Wimbledon de 1980, donde Björn Borg busca su récord de cinco títulos seguidos y solo existe una amenaza posible a su dominio, un enfant terrible gringo, odioso, llamado John McEnroe, que en ese entonces se había convertido por un par de semanas en número 1 antes de ser nuevamente derrocado por Borg. A pesar de la alternancia en el primer puesto, el dominio de Borg era impresionante, ganaba en todas las superficies y parecía no sufrir contratiempos, al punto que ganó el apodo de Iceborg por su cabeza fría. Sin embargo, no siempre fue así: la película dirigida por el danés Janus Metz hace un ejercicio retrospectivo de comprensión de sus protagonistas y se sumerge en la infancia para comprender una final que marcó un antes y un después en la historia del tenis moderno. Borg, al igual que el caso de Federer, era un adolescente iracundo, reclamón, les gritaba a los árbitros y rompía sus raquetas. Es su entrenador, el extenista sueco Lennart Bergelin, quien prácticamente lo adopta y moldea su temperamento creando una especie de máquina perfecta, cuyo único objetivo es doblegar al rival de turno. Por otro lado, McEnroe siempre tuvo de ídolo a Borg y estaba completamente obsesionado con ganarle la final. La rivalidad de ambos es un contraste total. En un contexto donde el tenis recién se estaba convirtiendo en un espectáculo televisivo de masas, la comparación se volvió un fenómeno mediático que enfrentaba la frialdad nórdica con cierta idea de rebeldía estadounidense, el tipo frío sin sentimientos contra el que exterioriza absolutamente todo lo que le pasa, al extremo de volverse insoportable.
Es un escenario similar al de Wimbledon 2008, cuando Federer estaba pronto a lograr el récord de seis títulos de Wimbledon consecutivos y en frente estaba Rafael Nadal, que ya había estado bastante cerca en la final de 2007, justamente cuando el suizo alcanzó la marca de Borg. La historia del tenis es un espejo extraño, Borg le gana la final a McEnroe en cinco sets y el sueco obtiene su récord. Pero al año siguiente perderá con McEnroe, de la misma forma que en 2008 Nadal le quita el sexto Wimbledon a Federer y también, por primera vez en más de cuatro años, el número 1 del circuito. El crítico Daney diría que es una nueva edición de la “guerra clásica del tenis”, la del top spin contra el jugador de red.
En su libro El Tenis como experiencia religiosa, David Foster Wallace dice sobre la final de Wimbledon de 2006, disputada también por Federer y Nadal, que “presenta el argumento de la venganza, la dinámica de rey contra regicida y los contrastes dramáticos de caracteres. (…) Dionisos contra Apolo. Cuchillo de carnicero contra escalpelo. Zurdo contra diestro”. Lo mismo podría decirse de Borg y McEnroe, incluso es posible que sea la única rivalidad tenística con la que se pueda comparar. Ya lo decía Daney: “McEnroe solo respeta a un jugador: Borg. Borg solo teme a un jugador: McEnroe”. La película explota ese choque, esa disonancia de humores y estilos. El tenis pasa a segundo plano, porque lo importante es quiénes lo están jugando y el espectáculo que son capaces de entregar.
Otro tipo de cine puede ofrecer un acercamiento completamente distinto. En John McEnroe in theRealm of Perfection (2018), vemos las imágenes que captó el equipo de Gil de Kermadec, extenista francés que luego de retirarse comenzó a realizar un programa televisivo donde analizaba a fondo el estilo de algunos jugadores, para luego enseñar a jugar. La serie de Kermadec estaba a punto de finalizar, solo faltaba un último capítulo, dedicado a McEnroe, filmado en 16 mm durante el torneo de Roland Garros de 1984. La óptica de dicho programa de televisión nada tenía que ver con la cobertura televisiva del tenis. Las cámaras de Kermadec no buscaban analizar el juego del tenis, sino el estilo de un jugador específico, tanto así que el encuadre que utiliza solo guarda espacio para un jugador y deja fuera de campo absolutamente todo lo que concierne al resultado (es decir, dónde cae la pelota). Al abstraerse de lo competitivo, las imágenes de Kermadec se vuelven sumamente contemplativas, como si se estuviese viviendo un ritual. Además, debido a que luego descomponía los movimientos con el objetivo de enseñarlos, las imágenes captadas están en cámara lenta, como si en esa descomposición de cuadros por segundo se encontrara el enigma, en este caso, del excéntrico juego de McEnroe, de su belleza cinética, esa cuyo poder y atractivo son universales y que, según Foster Wallace, “no tiene nada que ver con el sexo ni con las normas culturales. Con lo que tiene que ver es con la reconciliación de los seres humanos con el hecho de tener cuerpo”.
Qué muñeca tenía McEnroe, qué capacidad para esconder plenamente sus intenciones y ser capaz, en un segundo, de convertir una volea aparentemente profunda en un drop shot de una sutileza impresionante. John McEnroe in the Realm of Perfection da acceso a esa experiencia estética irrepetible que es el juego de McEnroe y las palabras de Daney, vertidas en su libro El amante del tenis, permiten una doble resonancia entre imagen y texto que solo logra amplificar dicha belleza.
Ver aquellos planos de McEnroe casi jugando un partido consigo mismo es como ver un monólogo desesperado. Godard decía que el cine miente y el deporte no. Pero el cine, tal como el tenis, tiene ese sentido temporal compartido y nos convertimos en testigos de un director de cine que controla el set a su gusto, dictando lo que cada uno debe hacer y enojándose en caso de que cualquier error ajeno atente contra la brillante exposición del genio. No resulta exagerado afirmar que el gran tema del cine, o de los grandes cineastas mejor dicho, es plasmar el tiempo: Andrei Tarkovsky en Andrei Rublev, Lav Díaz en toda su filmografía, y por el lado del cine experimental o de ensayo: Jonas Mekas, Hollis Frampton y Stan Brakhage.
Marguerite Duras escribió alguna vez que “Serge Daney, especialmente en sus textos sobre tenis, se vuelve un auténtico escritor”. No es casual que la misma película, que tiene un comedido acercamiento ensayístico, lo cite frecuentemente para hablar de McEnroe, porque quizás nadie escribió mejor sobre él. “McEnroe es, decididamente, un jugador apasionante. Solo juega bien cuando todo el mundo está en su contra. La hostilidad es su droga. Necesita que los árbitros, las líneas, la red, el juez de red, el público, lo amenacen y lo obliguen a ganar, que le provean la sensación de estar entre la espada y la pared. Pero atención: es un truco. Simplemente observa una regla de oro según la cual no debe jamás parecer contento consigo mismo, de allí toda su panoplia de gestos que van del grito desesperado al mohín del niño que se traga los mocos, pasando por la pena sin fondo de aquel que se hunde. ¿Niño maleducado, caprichoso, de mal carácter? Sí, claro; pero yo me inclino por otra hipótesis: todo este cine, esta comedia de la autodestrucción, es una técnica para transformar esa hostilidad de la que finge ser víctima en un tenis muy bello, indiferente a todo, ‘sublime’ (en el sentido de ‘sublimado’)”.
Qué muñeca tenía McEnroe, qué capacidad para esconder plenamente sus intenciones y ser capaz, en un segundo, de convertir una volea aparentemente profunda en un drop shot de una sutileza impresionante. John McEnroe in the Realm of Perfection da acceso a esa experiencia estética irrepetible que es el juego de McEnroe y las palabras de Daney, vertidas en su libro El amante del tenis, permiten una doble resonancia entre imagen y texto que solo logra amplificar dicha belleza. No es en vano. Para Daney el tenis era una experiencia estética tan impresionante como el cine, al punto de preguntarse a sí mismo si en los años 80, “tan superficiales cinematográficamente, el verdadero cine y sus héroes adorables no fueron los Borg, Connors, McEnroe y Lendl, los únicos que supieron destilar el tiempo y que enseñaron a mirar a toda una generación”.
De esta forma, John McEnroe in the Realm of Perfection enseña a mirar nuevamente, a volver a ver allí en aquel tenis extinto una belleza inigualable, como esos momentos Federer que Foster Wallace adoraba y que parecían crear un mundo paralelo, donde algunos tiros, aparentemente imposibles, eran ejecutados de la forma más bella.
Ojo de halcón
McEnroe es un fenómeno irrepetible, y si bien en la actualidad existen algunos jugadores mañosos, el enemigo, la autoridad del tenis, ha cambiado. Porque los árbitros de hoy se involucran mucho menos en el juego, tienen un aliado tecnológico que soslaya las fallas humanas: el ojo de halcón. ¿Se imaginan a McEnroe peleando contra un ente sin cuerpo, gritándole que haga bien su trabajo? ¿O esperando pacientemente, mirando al cielo, mientras aguarda un dictamen robótico?
En Subject to Review, el documentalista estadounidense Theo Anthony se dedica a observar en todas las escalas posibles este procedimiento. Primero muestra un partido en el US Open de 2004 entre Jennifer Capriatti y Serena Williams, donde tanto los jueces de línea como el árbitro se equivocan rotundamente (tres o cuatro centímetros) a favor de la primera. El tenis, convertido en espectáculo hace décadas, necesitaba que este se volviera lo más justo posible. Y la idea de justicia que subyace al ojo de halcón es que las cámaras ven mejor que el ojo humano. Así como Gil de Kermadec descompone el juego de McEnroe para poder enseñarlo, las cámaras de alta velocidad combinadas con una simulación en tres dimensiones logran representar virtualmente la cancha, sus líneas, movimientos, superficies y huellas, en nada menos que 150 cuadros por segundo. Hay también una explicación muy buena que da J.M. Coetzee en su libro Diario de un mal año: lo que ocurre con el tenis —con el deporte moderno, en realidad— es que hay demasiado en juego como para dejarlo al falible ojo humano. Sí, una vez más: de lo que se trata es de dinero.
Volvamos a Theo Anthony: aparentemente no está convencido de que esta nueva forma de justicia sea totalmente precisa, porque si bien es más preciso que el ojo humano, el ojo de halcón tiene de 2 a 5 milímetros de margen de error. Por ejemplo, en la final de Wimbledon 2007 entre Nadal y Federer, la tecnología dio mala una pelota del suizo, a solo 1 milímetro de la línea, es decir, esa pelota pudo estar tanto dentro como fuera, como si fuese un fenómeno schrödingeriano. El ojo de halcón pudo equivocarse en dicha pelota, así como en muchas varias, en puntos más y menos importantes. Tal como el árbitro, sí, pero con un margen de error más bajo, que en el futuro seguramente será mucho más cercano a cero.
Cambia la época, los apellidos, los torneos, las superficies y los estilos. Siempre queda el tenis, la magia de McEnroe, el dominio de fondo de Borg y Vilas, y las palabras que Serge Daney y David Foster Wallace dedicaron a su deporte favorito. Que sea el cine el medio que mejor se adecúa para dar cuenta de su belleza cinética es algo que Daney y Foster Wallace ya sabían, solo faltaba que otros se atrevieran a seguir su rastro.
De la justicia en el tenis trata también el documental de Netflix Guillermo Vilas: serás lo que debasser o no serás nada, porque el tenista argentino que brillase en los 70 ganando casi todo, nunca llegó a ser número 1. En ese entonces la ATP publicaba un ranking cuando se le antojaba y, casi siempre, tenía como primer apellido a Connors y Borg. Vilas, mientras tanto, salía segundo a pocos puntos de distancia.
¿Error de cálculo? ¿Discriminación? ¿Maldad?
Estas posibilidades aborda el documental que tiene como figura central, además de Vilas, a Eduardo Puppo, periodista de tenis que dedicó años a investigar minuciosamente —o argentinísticamente, si es que existe ese adjetivo para unir chovinismo, convicción y poder de oratoria— la posibilidad de que Vilas, efectivamente, haya sido número 1. Después de cotejar rankings y puntajes junto a un matemático rumano, Puppo se da cuenta de que Vilas fue el primero por algunas semanas en 1975 y luego en 1976. Pero esas semanas la ATP no publicó su ranking. Además, tres veces la ATP desestimó la causa presentada por Vilas para darle su merecido sitial, a pesar de que existe un precedente en el tenis femenino, el caso de Evonne Goolagong, quien fue declarada número 1 tras haberse retirado.
La ATP, dice Puppo, para desestimar la causa, argumentó que no existe la información suficiente para tener la certeza absoluta de que Vilas fue el mejor del mundo.
¿Y el margen de error?
Queda fuera de la ecuación, puesto que la tecnología de los 70 no permitía, según la ATP, realizar cálculos periódicos de ranking. De esta manera el documental sobre Guillermo Vilas y Subject to Review forman un curioso díptico de la manera en que la tecnología de cada época afecta la subjetividad, el puntaje y la justicia en el tenis.
Más allá de algunas convencionalidades típicas de los documentales de Netflix: cabezas parlantes, drones antojadizos, música incidental abrumadora, escenas maqueteadas de personas supuestamente trabajando y un largo etc., este documental tiene su virtud en el archivo digitalizado de partidos de tenis de la época, que muestra a un jugador impresionante. Pero volvamos a Daney, el mejor testigo de aquellos años: “Más pasa el tiempo y más nos hace pensar Guillermo Vilas en una máquina que no termina nunca de calibrarse y mejorar”.
El documental termina con Puppo y Vilas en Montecarlo, el extenista está viejo, probablemente morirá sin ser número 1, a pesar de haberlo intentado de todas las formas posibles en la cancha y fuera de ella. Lo que quedará será la gesta siempre matizada por el caudillismo: no es casual que la frase que titula el documental sea de uno de los héroes de la patria: San Martín.
Cambia la época, los apellidos, los torneos, las superficies y los estilos. Siempre queda el tenis, la magia de McEnroe, el dominio de fondo de Borg y Vilas, y las palabras que Serge Daney y David Foster Wallace dedicaron a su deporte favorito. Que sea el cine el medio que mejor se adecúa para dar cuenta de su belleza cinética es algo que Daney y Foster Wallace ya sabían, solo faltaba que otros se atrevieran a seguir su rastro.
Las implicancias de las tecnologías digitales, los algoritmos y la inteligencia artificial son algunas de las preocupaciones del filósofo francés Éric Sadin (1972). En La humanidadaumentada (2017), La silicolonización del mundo (2018) y La inteligencia artificial o el desafío del siglo (2020), tres de sus libros que se encuentran en español, analiza lo que denomina “condición antrobológica”, el tecnoliberalismo y la construcción de un sistema de verdad algorítmica que se traduce en un antihumanismo radical, que adquiere toda su fuerza con el desarrollo de la inteligencia artificial. En el centro de su propuesta encontramos, entonces, una férrea defensa del humanismo.
En La humanidad aumentada, se pregunta por la relación que establecemos con las máquinas, un tipo de “condición humano-maquínica”. Las tecnologías siempre han extendido nuestras capacidades, y en ese proceso se transforman nuestras visiones de mundo y de la propia condición humana. En el marco de la revolución digital, asistimos a una nueva condición, “antrobológica”, donde se entrelazan organismos humanos y artificiales. Esta nueva presencia, esta entidad impersonal, corresponde a sistemas compuestos de algoritmos inteligentes que no solo imitan lo humano, sino que van más allá de lo que nosotros podemos hacer, generándose una existencia que adquiere cierta autonomía de lo humano. Estas entidades inteligentes, siguiendo a Sadin, cada vez toman más decisiones por nosotros, provocando un deslizamiento desde el sujeto humanista, autónomo y crítico de su condición, a individuos algorítmicamente asistidos, donde hemos perdido nuestra capacidad de obrar en libertad.
La humanidad aumentada sería el resultado de una ampliación de la experiencia y las formas de percepción provocadas por el uso de tecnologías digitales y, al mismo tiempo, una cesión de nuestra capacidad de decisión a los algoritmos.
Los algoritmos constituyen el lenguaje de las tecnologías digitales que hoy nos rodean. Interactuamos constantemente con ellos, como cuando Google ordena las respuestas a nuestras búsquedas, cuando Facebook sugiere amistades o cuando Netflix dice qué películas o series podrían gustarnos. Con cada clic que hacemos, con cada “me gusta”, entregamos información a los algoritmos respecto de nuestros gustos, preferencias y emociones. Seguramente, también pensamos en Alexa, Siri o el personaje de Samantha en la película Her. Sadin plantea que hoy nos encontramos “hibridados” con estos sistemas. La “antrobología” es, así, una condición mixta, humano/artificial, un entrelazamiento entre cuerpos orgánicos y agentes inmateriales digitales. Estas entidades algorítmicas ya no son prótesis de nuestros cuerpos, sino que están destinadas cada vez más a gestionar electrónicamente muchos campos de la sociedad y la vida, bajo la premisa de que lo hacen mejor que nosotros mismos, los humanos.
La humanidad aumentada sería el resultado de una ampliación de la experiencia y las formas de percepción provocadas por el uso de tecnologías digitales y, al mismo tiempo, una cesión de nuestra capacidad de decisión a los algoritmos.
Por supuesto, los algoritmos no se manejan solos, sino que actúan bajo una cierta visión de mundo. Esta visión proviene de lo que Sadin denomina “el espíritu de Silicon Valley”, en su libro La silicolonización delmundo. El manejo de datos a todo nivel representa la nueva fiebre del oro: todos los países quieren tener su propio Silicon Valley, a punta de startups, emprendimientos e innovación. Es el nuevo carro al que hay que subirse para no quedar abajo del tren —ahora digital— del progreso.
La propuesta de Sadin vincula el espíritu libertario del San Francisco de los años 60, aquella voluntad de crear otras formas de vida que se oponían a los valores tradicionales del trabajo, la familia y el consumo, con el desarrollo de la informática en Silicon Valley. El espíritu del informacionalismo tiene en su base, según Sadin, el utilitarismo libertario estadounidense. Este empuja una renovación del capitalismo a través de una ideología que promete ejercer la libertad de elegir modos de vida a través del acompañamiento algorítmico de esta. Los algoritmos ofrecerían a cada uno el mejor de los mundos posibles, liberándonos de la pesada carga de, por ejemplo, tener que ir a votar, como celebran algunos tecno-optimistas. En este ejemplo, que ya circula en algunas propuestas de “democracia digital”, los algoritmos podrían conocer las preferencias de los votantes e incluso votar, mientras los humanos podrían abandonarse a los placeres del ocio y… el consumo. El régimen liberal muta en un tecnoliberalismo, donde la gestión de la vida por algoritmos inteligentes es el límite que el capitalismo no había logrado cruzar, hasta ahora.
El proceso anterior abre una nueva forma de colonización: la silicolonización. Esta no se vive como violencia, sino como aspiración. En la alianza entre investigación tecnocientífica, capitalismo aventurero y gobiernos social-liberales, Sadin advierte el surgimiento de un antihumanismo radical, vinculado con el ensalzamiento de las posibilidades civilizatorias de la tecnología, que las sitúa por sobre lo humano, como una herramienta que es capaz de hacer las cosas mejor que nosotros.
En su libro La inteligencia artificial o el desafío del siglo, Sadin profundiza sus ideas sobre este antihumanismo presente en el desarrollo de algoritmos inteligentes y en lo que identifica la forma en que un nuevo régimen de verdad está asociado con estas tecnologías. Para el autor, nos encontramos en una era antropomórfica de la técnica, donde el desarrollo tecnológico busca simular nuestras capacidades cognitivas e ir más allá de ellas. La creación de inteligencias artificiales tiene como objetivo, así, que estas tengan cualidades humanas, que puedan evaluar situaciones y sacar conclusiones de ellas mejor que nosotros mismos.
El peligro que advierte Sadin es la delegación de nuestra capacidad de decidir y de asumir responsabilidades y, por ende, nuestro potencial crítico y político. ¿Para qué elegir presidentes, senadores, etc., si una inteligencia artificial puede hacerlo mejor? ¿Para qué discutir sobre el futuro si una inteligencia artificial podrá calcular y determinar lo que necesitamos, a través de operaciones automatizadas de las distintas probabilidades?
Nos hemos detenido poco a pensar sobre la sociedad que estamos construyendo y que queremos construir, desde Latinoamérica, lo cual implica analizar las nuevas formas de colonialismo, la relación humano-máquina desde una perspectiva situada y las formas de subjetividad que están surgiendo en este contexto.
Pero este sistema no funciona solo; es importante preguntarse a quién estamos delegando la creación de estas inteligencias, para qué y para quién. Y para Sadin, quienes están tomando esas decisiones son los poderes económicos, bajo una supuesta neutralidad de la tecnología, borrando toda huella de los intereses en juego y de las intenciones que existen tras su creación. La inteligencia artificial sería una especie de mano invisible del tecnoliberalismo, donde la gestión automatizada de nuestras preferencias, deseos y acciones individuales y colectivas, de acuerdo a las ambiciones hegemónicas de transnacionales tecnológicas, como Google, Facebook y otras, permite la imposición de un régimen de verdad, donde se vislumbra la posibilidad de gobernar sin fallas los asuntos humanos.
¿Qué posibilidades tenemos frente a este escenario que parece desolador?
Sadin apela a recuperar los valores del humanismo y nuestra capacidad crítica —que incluso han perdido los investigadores y científicos que se pliegan con entusiasmo a las supuestas bondades del desarrollo tecnológico—, para pensar sobre la dirección que está tomando la revolución digital e identificar los poderes que la mueven. Para el autor no basta la mera crítica, sino que hace un llamado a oponerse a estos supuestos avances y hacer emerger contra-imaginarios, que consideren nuestra imperfecta y diversa condición humana, así como la capacidad de juicio y deliberación frente a un régimen de verdad que impone un saber absoluto suprahumano, apoyado en cálculos algorítmicos. Esta forma de positivismo extremo tiene consecuencias no solo para el devenir humano, sino que también ampara nuevas formas de colonialismo que se escudan bajo nuevas ideologías del progreso.
Sadin presenta una distopía orwelliana, frente a la cual uno podría preguntarse hasta qué punto la solución es oponerse a estas tecnologías. ¿Es realmente productivo perpetuar una relación de binarismo con la tecnología: ellos o nosotros? No soy ingenua, por supuesto que todo lo que analiza Sadin constituye parte de la realidad que vivimos, y comparto que es importante develar los poderes y mecanismos hegemónicos que funcionan tras el desarrollo de las tecnologías. Lo que no comparto es su salida al problema, donde se puede extraer una especie de neoludismo digital, es decir, convertirse en destructores de las máquinas apelando a nuestra sobrevivencia como humanidad. Por otro lado, la búsqueda de contra-hegemonías que propone Sadin se enmarca en una recuperación de los valores del proyecto humanista occidental de la Ilustración. ¿No sería también una opción pensarse con la tecnología y no contra ella? ¿Es nuestra única posibilidad volvernos hacia un humanismo, europeo por cierto, anclado en los valores de la Ilustración?
Siguiendo a otro filósofo de la tecnología, Yuk Hui, las narrativas dominantes sobre las tecnologías no son más que una reelaboración del discurso del progreso occidental y moderno, que perpetúa una forma particular de comprender la relación humano-tecnología. Nos hemos detenido poco a pensar sobre la sociedad que estamos construyendo y que queremos construir, desde Latinoamérica, lo cual implica analizar las nuevas formas de colonialismo, la relación humano-máquina desde una perspectiva situada y las formas de subjetividad que están surgiendo en este contexto. El surgimiento de contra-hegemonías también tiene que ver con pensar las relaciones entre tecnologías, lo humano y el medioambiente fuera de la visión humanista occidental.
Qué es lo humano, a fin de cuentas. Esa es la pregunta que me parece interesante en relación con tecnologías digitales que nosotros mismos creamos pero que, de alguna manera, se autonomizan de nosotros y generan un sistema propio. La salida de Sadin al problema —pensar nuevos regímenes de convivencia, nuevas formas de vida, plurales, donde coexistan distintas visiones de mundo— es, por cierto, fundamental. Sin embargo, reducir esas posibilidades a la hegemonía humanista occidental, cierra las puertas a imaginar otras relaciones con formas de existencia no humanas. Esto último, pienso, es el desafío de nuestra época.
La inteligencia artificial o el desafío del siglo. Anatomía de un antihumanismo radical, Éric Sadin, Editorial Caja Negra, 2020, 328 páginas, $22.500.
La silicolonización del mundo. La irresistible expansión del liberalismo digital, Éric Sadin, Caja Negra, 2018, 320 páginas, $21.100.
La humanidad aumentada. La administración digital del mundo, Éric Sadin, Caja Negra, 2017, 160 páginas, $15.750.
Yuri Slezkine, un estilista magistral y un historiador de primera clase, es el menos predecible de los estudiosos. Aun así, sorprende descubrir que el libro que ha producido, después de una larga gestación, es una Guerra y paz soviética. Es cierto que Slezkine dice que está escribiendo historia, mientras que Guerra y paz, de Tolstói, es generalmente tratada, si bien con cierta cautela, como una novela; y que el tema de Slezkine no es tanto la guerra y la paz como ese curioso estado entre las dos que existió en la Unión Soviética desde la Revolución de octubre de 1917 hasta la Segunda Guerra Mundial. Las correspondencias, en todo caso, son notables. Los dos libros tienen casi la misma extensión y ofrecen las mismas dificultades prácticas de lectura (la edición Penguin de Guerra y paz una vez se me cayó de las manos cuando traté de leerla en la playa; La casa eterna es tan grueso que tuve que ponerlo sobre una superficie plana para leerlo). El lapso de tiempo de los dos libros es muy similar (15 años para Tolstói, más o menos 20 para Slezkine), así como la intención de mostrar como una sociedad sobrevivió a un evento cataclismo (la invasión napoleónica para Tolstói, la revolución bolchevique para Slezkine). Tolstói tenía un argumento filosófico que señalar acerca de que la historia es el resultado no de las decisiones de unos pocos grandes hombres, sino de las acciones caóticas de las multitudes. El argumento histórico-filosófico de Slezkine es que el bolchevismo y el marxismo del que surgió, deben ser entendidos como movimientos religiosos milenaristas.
Hay, sin duda, diferencias. A Slezkine le gustan muchos de sus personajes (viejos bolcheviques), pero cuando escribe sobre el bolchevismo como un sistema intelectual y político hay un matiz de disgusto, tal vez incluso de desprecio, que es ajeno a Tolstói, pero que recuerda a otra previa epopeya rusa en el límite entre historia, literatura y polémica sarcástica: ArchipiélagoGulag, de Solzhenitsyn. Luego está la diferencia, quizás menos importante de lo que puede parecer a primera vista, de que la obra de Tolstói, a pesar de su base de investigación y las 160 figuras históricas que se cuentan entre sus personajes, también ha inventado otros que son ficción, mientras que todos los personajes de Slezkine son personas reales que vivieron en la elitaria Casa del Gobierno en Moscú en la década de 1930. Slezkine no inventa personajes ni diálogos, pero apenas necesita hacerlo, dado que las cartas, diarios y memorias que sus personajes produjeron con tanta profusión muestran que son inventores de alto nivel de sí mismos. La diferencia sobresaliente tal vez no sea tanto que los personajes de Tolstói sean ficticios sino que, como escritor de ficción, Tolstói puede presentarlos en todo detalle, mientras que Slezkine, como un historiador intelectual, se limita a sus autorrepresentaciones.
La casa eterna comienza con el aviso, una típica inversión de un cliché por parte de Slezkine, de que “esta es una obra de historia; cualquier semejanza con personajes de ficción, vivos o muertos, es pura coincidencia”. Dejando de lado la cuestión de si esto es exacto, dada la devoción de sus personajes por la literatura y su tendencia a ver la vida a través de su lente, es una declaración engañosamente simple de fidelidad disciplinaria y de género que rápidamente se socava en la introducción que sigue. Hay tres ramas en su obra, escribe Slezkine. Una es “analítica”: el argumento de que el bolchevismo es una religión milenaria. Otra es literaria: en cada etapa de su relato, junto con su recuento histórico, lleva a cabo un resumen de las obras literarias que “buscaban interpretar y mitificar” los acontecimientos. Pero la rama más importante, la que enumera en primer lugar, es la épica. La introducción de Slezkine hace solo la modesta afirmación de que el libro “es una saga familiar en la que participan numerosos residentes con y sin nombre de la Casa del Gobierno. Los lectores deberían imaginarlos como a los personajes de una epopeya”.
Como corresponde a una epopeya, el modo de narración de Slezkine es expansivo. El primer tercio del libro, incluso antes de que la Casa del Gobierno haga su aparición, ofrece una historia del movimiento revolucionario ruso, con una excursión lateral en Marx; una descripción general de la religión en la historia de la humanidad, con especial referencia al milenarismo, y recuentos históricos y literarios de 1917, la Nueva Política Económica de la década de 1920, incluidas las luchas entre facciones en el partido tras la muerte de Lenin y el “gran giro” de finales de la década de 1920 (la industrialización estalinista, la colectivización y la hambruna). Hay varias extensas digresiones sobre temas como el constructivismo y las visiones arquitectónicas utópicas. Slezkine deja que sus personajes hablen por sí mismos, tanto en largas citas de diarios, cartas y autobiografías, como en amplias paráfrasis. Ofrece un espacio equivalente a las obras literarias, con mayor frecuencia los escritos de Mayakovski y Bábel para los primeros años y los de Platónov y Leónov para los posteriores.
Hay notas que hacen referencia a obras secundarias, en particular a las de historiadores intelectuales que comparten la visión escatológica de Slezkine del bolchevismo. Las notas son sin duda para recordarnos que el libro es, entre otras cosas, una obra de historia académica, pero creo que habría sido mejor dejarlas fuera. Esto se debe en parte a la limitada razón de que, como historiadora social en ese campo, estaba algo irritada por sus elecciones, y en parte porque, como lectora, estaba menos interesada en el libro como una obra de erudición (por impresionante que sea en su amplitud de investigación y referencias) que como una obra de literatura. Las referencias a fuentes secundarias sugieren que se trata de una obra de investigación común que, según las convenciones, debería “posicionarse en los estudios académicos”. No lo es, como tampoco lo era Archipiélago Gulag.
El marco general del libro se estructura según las etapas de un movimiento milenario. Explica Slezkine: “Al principio del libro se identifica a los bolcheviques como unos sectarios milenaristas que estaban preparándose para el Apocalipsis. En los capítulos subsiguientes, los episodios sucesivos de la saga familiar de los bolcheviques se relacionan con las etapas históricas de una profecía fallida, desde su cumplimiento aparente hasta la Gran Decepción, una serie de aplazamientos y la ofrenda desesperada de un sacrificio final. (…) Consiguieron conquistar Roma mucho antes de que su fe pudiera convertirse en un hábito heredado, pero no supieron cómo transformar su certeza en un hábito que pudiesen heredar sus hijos o subordinados”.
Su narrativa de las primeras 600 páginas está salpicada de historias y citas de viejos bolcheviques que, el lector debe suponer, probablemente aparecerán más tarde como residentes de la Casa del Gobierno. Esto es así, en general (incluso si Nikolái Bujarin, quien hace muchas apariciones en el relato, en realidad no vivía en la Casa), pero también es parte del arte de Slezkine evitar encerrarse con definiciones estrictas.
“Expectativas” es el título de la sección sobre los revolucionarios en el exilio y la clandestinidad en Rusia antes de 1917, seguida de “Cumplimiento” con la Revolución de Octubre, “El segundo advenimiento” y “El reino de los santos” para las luchas por sobrevivir y cumplir la profecía (incorporando “La Gran Decepción”, ya que se vuelve cada vez más claro que lo que la revolución había traído a la existencia no era el cielo en la tierra), y “El Juicio Final”, concluyendo el drama con la destrucción en las Grandes Purgas de muchos de los antiguos revolucionarios.
Slezkine sugiere de pasada que la intelligentsia rusa de principios del siglo XX —simbolistas y místicos cristianos, así como revolucionarios— estaba en las garras de un estado de ánimo milenario y apocalíptico. Pero la génesis principal del milenarismo bolchevique, en el relato de Slezkine, era el marxismo. Las primeras preocupaciones de Marx, argumenta Slezkine, fueron la emancipación (resurrección) de Alemania y la reforma de los judíos; y “todo el edificio de la teoría marxista… se construyó sobre estos cimientos”. Marx, “al igual que Jesús y a diferencia de Mazzini o Mickiewicz, logró traducir una profecía tribal a un lenguaje del universalismo”. No siendo una experta en el Marx temprano, dejaré que otros recojan el guante en esto, pero me estremecí cuando, mucho más tarde en el libro, Hitler aparece mencionado como un compañero milenarista con “el mismo enemigo, pero mientras que los bolcheviques lo consideraban como una clase, los nazis lo consideraban como una tribu”.
Las interpretaciones del bolchevismo como una religión, de las que ha habido muchas a lo largo de los años, generalmente me dejan indiferente, pero el argumento de Slezkine es más interesante. Siempre he tendido a rechazar las predicciones de los bolcheviques de una inminente transformación total sobre la base de que nadie puede ser tan tonto como para creer tal cosa, excepto fugazmente en la locura del momento revolucionario, pero Slezkine me ha persuadido de tomarlo en serio, hasta cierto punto. Sigo creyendo en privado que, para todos los bolcheviques que pensaron como personajes de Platónov, hubo otros de mentalidad práctica que no lo hicieron. A Lenin lo puedo aceptar más o menos como milenarista, al menos hasta octubre, después de lo cual la responsabilidad lo hizo recobrar la sobriedad. Pero ni siquiera Slezkine podría convencerme de que la esposa de Lenin, Nadezhda Krúpskaya, también una vieja bolchevique, fuera alguna vez algo por el estilo. Si bien eso puede restringir la aplicabilidad de la tesis de Slezkine, no la refuta. El propio Slezkine señala que los exponentes más apasionados del milenarismo bolchevique tendían a ser hombres.
Puede que a estas alturas se estén preguntando cuándo voy a contarles qué era la Casa del Gobierno y quiénes vivían allí. Tómenlo como mi homenaje a Slezkine, un maestro como los del pasado en engarzar la anticipación. Su narrativa de las primeras 600 páginas está salpicada de historias y citas de viejos bolcheviques que, el lector debe suponer, probablemente aparecerán más tarde como residentes de la Casa del Gobierno. Esto es así, en general (incluso si Nikolái Bujarin, quien hace muchas apariciones en el relato, en realidad no vivía en la Casa), pero también es parte del arte de Slezkine evitar encerrarse con definiciones estrictas. Los lectores, advierte el autor al principio, deberían pensar en las personas que aparecen en su narración no solo como personajes de una epopeya, sino también como en las personas con las que se encuentran en sus propias vidas, que pueden o no ser conocidas y pueden o no resultar importantes. “Ninguna familia o individuo es indispensable para el relato”, sin embargo. “Solo la Casa del Gobierno lo es”.
El edificio, rebautizado como “La casa del malecón” en la novela autobiográfica de Yuri Trífonov de la década de 1970, era un elefante gris constructivista/neoclásico, diseñado por Borís Iofán y construido en la Plaza de la Ciénaga en el río Moscú, en diagonal al Kremlin (a Slezkine le gusta traducir sus nombres rusos: la Plaza de la Ciénaga es su versión de Bolotnaya ploshchad; el cine Udarnik de la Casa del Gobierno se convierte en Obrero de choque). Lujoso y moderno para los estándares de la época, y destinado principalmente, como su nombre indica, a albergar a altos funcionarios del gobierno (incluido el partido, el ejército y la seguridad), la Casa constaba de 507 departamentos que variaban en tamaño de una a siete habitaciones (de tres a cinco habitaciones era la norma), con instalaciones que incluían una guardería, una tienda, un club y un teatro.
En una versión anterior, el libro de Slezkine se concibió como una biografía del edificio, y quedan rastros de esto, usualmente en forma de inexpresivas listas de objetos, una de sus técnicas estándar para tratar con material de archivo que no sea narrativo. Los nuevos residentes tenían que firmar un inventario de 54 artículos, que incluían “techos, paredes, papeles pintados, suelos de baldosas (en la cocina, baño y aseo), suelos de parqué (en el resto del departamento), armarios, ventanas, bisagras, pantallas de lámparas, puertas (francesa y regular), cerraduras (dos tipos), picaportes (tres tipos), tapones niquelados, timbre eléctrico, bañera esmaltada con desagüe y tapón niquelado, ducha niquelada”, y así sucesivamente. A veces, las listas son de sustantivos abstractos, como las prioridades del Departamento de Mantención de “centralización, simetría, transparencia, limpieza, responsabilidad y vigilancia”, o incluso de verbos: Slezkine nos recuerda las demandas prácticas de un edificio cuyos residentes, como seres humanos, “comían, bebían, dormían, procreaban, les crecía el cabello, producían desechos, se enfermaban y necesitaban calefacción e iluminación, entre otras cosas”.
Una vez que el relato se pone en marcha, los seres humanos entran al foco de la atención. Los inquilinos comenzaron a mudarse a la Casa del Gobierno en 1931 y, a mediados de la década de 1930, eran 2.655. De los 700 arrendatarios (jefes de familia), una alta proporción eran “viejos bolcheviques” (personas cuya conexión con el partido era anterior a la revolución), principalmente intelectuales nacidos en las décadas de 1880 y 1890 que actualmente ocupaban altos cargos; dentro de los intelectuales estaban, “por lejos el grupo más numeroso”, los judíos. El resto de los residentes eran esposas (un porcentaje aun mayor de las cuales eran judías), hijos, pupilos, suegros, sirvientas y una variedad de otros parientes y no parientes que formaban parte de los hogares a menudo poco convencionales. Un apéndice enumera los 66 “arrendatarios” que, junto con algunos de sus dependientes, son los más destacados en el relato de Slezkine. Entre ellos se encuentran el periodista Mijaíl Koltsov, quien cubrió la Guerra Civil española y se convirtió en un personaje de Por quiéndoblan las campanas; el policía secreto Serguéi Mirónov, cuya esposa, frívola y amante de la ropa, escribió unas memorias que sirven como contraste con la elevada mentalidad de todos los demás; el funcionario cultural Alexander Arósev, amigo cercano del jefe de gobierno, Viacheslav Mólotov; Arón Solts, el experto en moralidad del partido; Valentín Trífonov, un héroe militar de la Guerra Civil; Karl Radek, alguna vez opositor que durante unos años volvió a contar con el favor de Stalin como un especialista internacional, y el ministro de Comercio, Israel Veitser, casado con la destacada directora del Teatro Infantil de Moscú, Natalia Sats; Elena Stasova —nacida en 1873, una de las más antiguas bolcheviques—, es una nada frecuente mujer entre los arrendatarios mayoritariamente masculinos. Incluso Sats figura únicamente como alguien dependiente de su esposo. Pero la mayoría de las esposas trabajaba, aunque generalmente en trabajos menos elevados (generalmente en la esfera cultural) que los de sus maridos.
Las obras de la Casa del Gobierno casi acabadas. La iluminación era para celebrar el XIV aniversario de la revolución en noviembre de 1931. Fotografía incluida en el libro La casa eterna, de Yuri Slezkine.
La extraordinariamente detallada información sobre los hogares y la complejidad de sus relaciones domesticas es uno de los aspectos destacables y únicos de este libro. Nadie sabía cómo debía ser un buen hogar comunista, comenta Slezkine, pero sobre la base de los datos de la Casa del Gobierno luce sorprendentemente no nuclear. Las parejas cambiaban, no siempre de manera rencorosa, de modo que una exesposa e hijos podrían estar viviendo al final del pasillo de la nueva esposa más hijos, con el esposo dividiendo su tiempo entre los departamentos. Arósev se movía entre tres departamentos: vivía en la Casa del Gobierno con dos hijas de un primer matrimonio, su institutriz y una doncella; su nueva esposa y su hijo pequeño vivían al lado, y su primera esposa y otra hija vivían en un edificio diferente. A veces, una antigua esposa y una nueva vivían en el mismo departamento, como en el caso de la tercera esposa de Bujarin (Anna Larina) y la primera, quien era inválida, junto con su anciano padre y el hijo pequeño de Anna y Bujarin; el mismo Bujarin siguió viviendo en el pequeño departamento del Kremlin que él había intercambiado con Stalin después de la muerte de la esposa de Stalin. Valentín Trífonov vivía en un departamento con su esposa y sus dos hijos, Yuri y Tatiana, junto con su suegra (una vieja revolucionaria con la que había estado casado) y Undik, el joven que ella había adoptado como huérfano durante la hambruna del Volga de 1921.
Muchas familias incluían un niño adoptado, a veces callejeros, como Undik; en ocasiones, niños acogidos después del arresto o la muerte de sus padres, que podían ser parientes o simplemente amigos. Los inquilinos registrados en el departamento de Mijaíl Koltsov incluían a su antigua esposa, Elizaveta, y su nueva compañera alemana, Maria Osten, junto con un joven alemán que Mijaíl y Maria habían adoptado. Los dos componentes esenciales en la vida cotidiana de un departamento de la Casa del Gobierno eran una babushka (a menudo de origen social “malo” y/o una creyente cristiana o judía) y una criada, quienes se ocupaban de la casa entre ambas mientras los padres estaban fuera en el trabajo. La babushka no era necesariamente una abuela real, pero podría ser otra pariente anciana. Las criadas venían del campo: como señala Slezkine, los altos funcionarios soviéticos podrían, en virtud de su estatus, estar aislados de la lucha por la colectivización, pero “casi todos los niños criados en la Casa del Gobierno fueron criados por una de sus víctimas”.
Las grandes purgas golpearon la Casa del Gobierno con especial furia. La policía secreta, la NKVD, generalmente venía por las personas de noche, y muchos hogares experimentaron repetidas visitas, primero por el marido y luego, semanas o meses después, por la esposa. Los departamentos fueron sellados y la familia que quedaba se mudaba a otra parte del edificio, a menudo compartiendo con otra familia en la misma situación, antes de ser finalmente desalojada. Vinieron a buscar a la madre de Inna Gaister en su cumpleaños número 12: “Mi madre estuvo caminando por las habitaciones y yo la seguía en camisón. Y Natasha [la niñera] me seguía con Valiushka [la hija menor] en sus brazos. Seguimos caminando así en fila india por el departamento”. Arósev (y su esposa), Koltsov (y Maria Osten), Larina (y Bujarin), Trífonov (y su esposa), Radek, Mirónov, Veitser y Sats fueron arrestados en las grandes purgas; los hombres y algunas de las mujeres fueron baleados o murieron en el Gulag, pero la esposa de Gaister, Larina y Sats sobrevivieron y regresaron a Moscú en la década de 1950. Platón Kerzhentsev, despedido como jefe del Comité de las Artes, escribió denuncias desesperadas mientras esperaba ser arrestado, pero el vagón policial pasó a su lado y murió de insuficiencia cardiaca unos años después. En circunstancias similares, Solts sufrió una crisis nerviosa, mientras que otro jurista, Yákov Brandenburgski, parece haber fingido locura y se mantuvo al margen del terror en un hospital psiquiátrico.
“Anoche llegaron agentes de la NKVD y se llevaron a mamá”, escribió Yuri Trífonov, de 12 años, en su diario del 3 de abril de 1938. “Nos despertaron. Mamá fue muy valiente. Se la llevaron por la mañana. Hoy no fui a la escuela”. El padre de Yuri había sido arrestado antes. “Ahora solo somos Tania [su hermana menor] y yo con la abuela, Ania [una amiga de sus padres, que vive con ellos desde que arrestaron a su esposo] y Undik”. Algunos niños de la Casa del Gobierno fueron rechazados por familiares y amigos y tuvieron problemas en la escuela; otros encontraron en la escuela el apoyo de amigos y maestros. Las babushki y ocasionalmente las sirvientas intervinieron para cuidar a los niños después de los arrestos de sus padres, pero muchos terminaron en orfanatos en provincias distantes.
La experiencia del orfanato, como más tarde refirieron los niños, no fue necesariamente negativa: Volodia Lande, de nueve años, enviado a un orfanato en Penza en 1937, después del arresto de sus dos padres, recibió calidez y amabilidad de sus profesores, rápidamente hizo amigos, y finalmente fue a la escuela militar y se convirtió en oficial naval. Sorprendentemente, la convulsión de 1937-38 no parece haber sacado de manera permanente a los niños de la Casa del Gobierno del círculo de privilegio soviético. “La mayoría de los hijos de funcionarios del gobierno, incluidos los ‘familiares de los traidores a la patria’, se graduaron de prestigiosas universidades y (re)ingresaron a la elite cultural y profesional soviética de posguerra”.
Los niños de la Casa del Gobierno son muy importantes en el relato de Slezkine. En primer lugar, él está profundamente interesado en su actitud (la trata como una Weltanschauung única, más que como un espectro de posiciones) hacia sus padres y el estilo de vida soviético. Sus infancias fueron dichosamente felices (o recordadas así), como se supone que debían ser las infancias soviéticas. Los niños “admiraban a sus padres, respetaban a sus mayores, amaban a su país y esperaban ser mejores por el bien del socialismo y construir el socialismo como un medio de superación personal”. Amaban la escuela y amaban a sus amigos, además de venerar la idea de la amistad. Al igual que sus padres, eran lectores apasionados y admiradores de los clásicos rusos, Pushkin generalmente encabezaba la lista, así como los “tesoros de la literatura mundial”: Dickens, Balzac, Cervantes, etc., cuyos volúmenes se encontraban en las estanterías de los estudios de sus padres. También estaban seducidos por Jack London y Jules Verne; eran románticos que aceptaban las sagas de la vida real de los exploradores polares con el mismo fervor que las aventuras ficticias de Los hijosdel capitán Grant, de Verne.
Los inquilinos comenzaron a mudarse a la Casa del Gobierno en 1931 y, a mediados de la década de 1930, eran 2.655. De los 700 arrendatarios (jefes de familia), una alta proporción eran personas cuya conexión con el partido era anterior a la revolución, principalmente intelectuales nacidos en las décadas de 1880 y 1890 que actualmente ocupaban altos cargos.
Se podría pensar que el arresto repentino de sus padres como “enemigos del pueblo” habría cambiado significativamente estas actitudes, pero aparentemente no. La mayoría de los niños creían en la inocencia de sus padres, y quizá en la de los padres de sus amigos, al mismo tiempo que aceptaban la premisa soviética de que los enemigos estaban en todas partes y era necesario desenmascararlos. Cuando un niño de la Casa del Gobierno, Andréi Sverdlov, fue a trabajar para la NKVD y participó en el interrogatorio de algunos de sus antiguos compañeros de juego, la mayoría de sus contemporáneos “lo consideraron un traidor, pero no cuestionaron la causa a la que estaba sirviendo. No sintieron que tuvieran que elegir entre su lealtad al partido y su lealtad a sus amigos, familiares y a ellos mismos”.
La Segunda Guerra Mundial marca el final de la saga de Slezkine. La Casa del Gobierno, sacudida por las grandes purgas, fue, en lo esencial, vaciada después de los daños por bombardeos y con la aproximación de las tropas alemanas, en el otoño de 1941. Los residentes que quedaban fueron llamados al ejército o evacuados hacia el este. Una proporción significativa de los niños murió en servicio activo. Los que sobrevivieron tendieron a regresar a Moscú, pero no a la Casa del Gobierno, que volvió a funcionar después de la guerra, con un grupo en su mayor parte nuevo de residentes. Algunas de las madres arrestadas durante las grandes purgas regresaron del Gulag en la década de 1950, pero eran personas cambiadas, sombras de lo que eran, y sus hijos adultos a menudo tenían dificultades para relacionarse con ellas.
El Gran Terror “significó el fin de la mayoría de las familias y hogares de los viejos bolcheviques; no provocó el fin de la fe”, dice Slezkine. Pero algo sucedió, ya que poco después escribe que en el periodo de Brézhnev los niños todavía “veneraban la memoria” de sus padres muertos, “pero ya no compartían su fe”. La causa de esta pérdida de fe no se explica con mucha claridad. No fue la guerra, ya que como nos dice Slezkine, “la llegada de la guerra… justificó todos los sacrificios previos, tanto voluntarios como involuntarios, y ofreció a los hijos de los revolucionarios originales la oportunidad de probar, a través de un sacrificio más, que sus infancias habían sido felices, que sus padres habían sido puros, que su país era su familia y que la vida era, de hecho, hermosa, incluso en la muerte”. Presumiblemente, tampoco fue el Deshielo de mediados de la década de 1950, que “animó y brevemente rejuveneció” a los niños de la antigua Casa del Gobierno. Quizá fueron los largos y desilusionantes años de “estancamiento” de Brézhnev, en los que algunos de los niños de la Casa del Gobierno se convirtieron en disidentes y algunos de los judíos emigraron. La mayoría de los que permanecieron en la Unión Soviética “dieron la bienvenida a la Perestroika de Gorbachov”, pero ya era demasiado tarde: en algún momento de las décadas de la posguerra, la “utopía” se había “evaporado… sin que nadie lo notara”. “Para cuando el estado soviético colapsó, ya nadie parecía tomarse en serio la profecía original”.
“¿Por qué murió el bolchevismo después de una generación?”, pregunta Slezkine. ¿Por qué su destino fue “tan diferente de aquel del cristianismo, el islam, el mormonismo y otras innumerables religiones milenarias? La mayoría de las ‘iglesias’ son vastas estructuras retóricas e institucionales construidas sobre promesas incumplidas. ¿Por qué el bolchevismo no pudo vivir con su propio fracaso?”. Su respuesta es que los bolcheviques, a diferencia de otras sectas milenarias, no lograron poner a la familia bajo su control. “Una de las características centrales del bolchevismo como red de instituciones estructuradoras de la vida era que los soviets se creaban en la escuela y en el trabajo, no en casa… La familia bolchevique estaba sujeta a mucha menos orientación pastoral y vigilancia comunitaria que la mayoría de sus contrapartes cristianas”.
Tal vez sea así (¿pero que hay de Pavlik Morózov, el heroico niño del mito soviético que denunció a su propio padre?). También se podría cuestionar la premisa de Slezkine. El sociólogo emigrado Nicholas Timasheff, en su libro The Great Retreat: The Growth and Decline ofCommunism in Russia (1946), observó con aprobación un proceso de rutinización en la Unión Soviética. Unos años antes, Trotski había visto el mismo proceso, al que llamó “La Gran Traición”. Desde esta perspectiva, el sistema soviético (estalinista) que surgió a mediados de la década de 1930 se parece mucho a una de esas “vastas estructuras retóricas e institucionales construidas sobre promesas incumplidas” que siguen al momento utópico en las historias de éxito milenaristas del cristianismo y el mormonismo.
Sin embargo, Slezkine no está escribiendo una historia de éxito. Su saga está en el modo trágico, y las tragedias, en su interpretación, tratan sobre los fracasos y su inevitabilidad. En su narrativa, no fue una incapacidad para lograr la “rutinización” lo que constituye el verdadero fracaso del bolchevismo, sino la desintegración de la Unión Soviética en 1991. La breve discusión de Slezkine sobre esto es interesante, aunque superficial. El marxismo no echó raíces permanentes, porque su determinismo económico era estéril. Los niños de la Casa del Gobierno heredaron los gustos literarios de sus padres, pero no su interés por la teoría marxista, siendo “completamente inocentes de la economía y solo indirectamente familiarizados con el marxismo-leninismo a través de discursos, citas y resúmenes de libros de historia”. También fracasó porque Rusia era Rusia. La orientación internacional del bolchevismo era poco atractiva y la estructura multinacional del Estado soviético demostró su ruina. “Stalin puede haber sonado como un profeta nacional ruso, pero su ruso nunca sonó nativo… Debido a que la Casa del Gobierno nunca llegó a convertirse en el hogar nacional ruso, el comunismo soviético posterior se convirtió en un no hogar y, finalmente, en un fantasma”.
Éxito y fracaso son cuestiones opinables, y las interpretaciones de Slezkine deberían dar a los historiadores soviéticos mucho sobre qué discutir. Pero esto puede estar fuera de lugar. El milenarismo bolchevique y la ideocracia soviética deben fracasar en el relato de Slezkine, tanto por razones dramáticas como por su convicción intuitiva de que así ocurriría. En cuanto al tema del género, la mejor recapitulación probablemente viene de Tolstói, quien, al explicar que Guerray paz “no era una novela ni un poema épico y mucho menos una crónica histórica”, afirmó simplemente que era “lo que el autor ha querido y podido expresar en la forma en que está expresado”.
Artículo aparecido en London Review of Books en julio de 2017, cuando se publicó la edición inglesa de Lacasa eterna. Se traduce con autorización de su autora y de la revista. Traducción: Patricio Tapia.
La casa eterna, Yuri Slezkine, Acantilado, 2021, 1.632 páginas, $60.000.
La invasión de Rusia a Ucrania, sin mediar provocación, tiene profundas implicaciones para América Latina y el Caribe. Primero, demuestra el creciente desafío estratégico para Estados Unidos frente a la supervivencia y proliferación de regímenes autoritarios populistas, como Venezuela, Nicaragua y Cuba, en el hemisferio occidental. Los tres apoyaron decididamente las acciones de Rusia y el trabajo de los separatistas respaldados por Rusia, como lo hicieron cuando Rusia invadió Osetia del Sur y Abjasia, en Georgia, el año 2008, y cuando ilegalmente anexó Crimea el 2014.
Los países populistas autoritarios de América Latina ya cuentan con una fuerte presencia rusa, la que Vladimir Putin podría incrementar si desea tomar represalias por las sanciones y aumentar la presión sobre Estados Unidos cuando haya terminado el conflicto con Ucrania. El comportamiento de Rusia en la crisis actual ilustra un patrón repetido: el de aprovechar a América Latina para plantear deliberadamente amenazas estratégicas a los Estados Unidos, creando así un espacio para sus acciones agresivas en Europa. De hecho, las recientes visitas rusas a la región del viceprimer ministro Yuri Borisov, y las reuniones de Vladimir Putin con el Presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, y con el Presidente de Argentina, Alberto Fernández, parecieran sentar las bases para el apoyo regional. Además, el vicecanciller Sergei Ryabkov aludió recientemente al despliegue de fuerzas y equipos en América Latina y anunció la firma de un reciente acuerdo de cooperación de seguridad entre Rusia y Venezuela. Todo esto recuerda a cuando el entonces presidente de Rusia, Dmitri Medvedev, hizo una visita improvisada a la región durante la crisis de 2008 en Georgia, con la intención de demostrar que Rusia no estaba aislada internacionalmente. La agresión rusa en Europa generalmente es seguida por una escalada militar en América Latina, como cuando envió bombarderos militares Tu-160 (con capacidad nuclear) a Venezuela para ejercicios en 2008, 2013 y 2018.
La dura resistencia y los heroicos esfuerzos de Ucrania contra un ejército ruso más poderoso que el de ellos, podrían impulsar a los movimientos de oposición que luchan por la libertad política en sus propios países, Venezuela, Nicaragua y Cuba. Por lo menos, este momento sirve como un recordatorio de la relevancia de hacer más por apoyar a quienes luchan por la gobernabilidad democrática en el hemisferio occidental.
En segundo lugar, la campaña de desinformación de Rusia y la presencia de Russia Today en los medios en lengua española, son sólidas. Durante días, varios hashtags que se referían a la necesidad de “abolir a la OTAN” fueron tendencia a nivel regional, a pesar de que América Latina cuenta con varios aliados importantes que no pertenecen a la OTAN (Argentina y Brasil) y un socio global de la OTAN (Colombia). La campaña de desinformación de Rusia vicia el apoyo latinoamericano a los elementos básicos de la arquitectura de seguridad occidental que pueden mantener segura a la región.
En tercer lugar, la cooperación rusa en seguridad y la (limitada) participación económica en Latinoamérica, significan que las sanciones de EE.UU. y la Unión Europea a la economía de Rusia podrían ser eludidos. Además, las conexiones con organizaciones criminales regionales significan que Putin podría mutar a una economía más ilícita, si las sanciones empiezan a doler y Rusia tiene que encontrar soluciones para pagar a los cómplices del régimen.
Por último, la dura resistencia y los heroicos esfuerzos de Ucrania contra un ejército ruso más poderoso que el de ellos, podrían impulsar a los movimientos de oposición que luchan por la libertad política en sus propios países, Venezuela, Nicaragua y Cuba. Por lo menos, este momento sirve como un recordatorio de la importancia de hacer más por apoyar a quienes luchan por la gobernabilidad democrática en el hemisferio occidental.
Ryan C. Berg es senior fellow del Programa de las Américas en el Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales (CSIS) en Washington, D.C. Allí publicó esta columna (www.csis.org), que reproducimos con su autorización. Traducción: Robert Graf.
Los estratos es la historia de un hombre que lucha por recordar. Ese es el argumento esencial de la novela de Juan Cárdenas (Popayán, Colombia, 1978), publicada por primera vez el año 2013 y reeditada en 2021 por los sellos chilenos Banda Propia y Montacerdos. Ambientada en una ciudad indeterminada, el narrador-protagonista es asaltado súbitamente por un recuerdo difuso que reaparecerá de manera intermitente. Tratando de asirlo, inicia un viaje en busca de la mujer que lo cuidó de niño y, así, desentrañar el enigma de esa evocación infantil.
Quien cuenta, un sujeto innominado de clase económica acomodada, que ve cómo su mundo se derrumba (su empresa está a punto de quebrar, su matrimonio está en crisis), recorriendo el territorio y de paso la historia de su país. Y es esta doble dimensión el primer mérito de la novela de Cárdenas: cada lugar visitado abre el recuerdo de otros tiempos y con ello se va complejizando un relato inicialmente sencillo. Las tres secciones del libro se titulan “Falla”, “Sedimento” y “Temblor”, y cada una finaliza con fragmentos discursivos que remiten al habla popular, una operación que hace ingresar en el texto los decires de aquellos que no forman parte de la alta cultura y cuya presencia produce un desajuste en la lectura.
Ahora bien, debo destacar que la estratificación a la que hace referencia el título de la novela se asocia a una política pública que clasifica numéricamente de 1 a 6 las viviendas y su infraestructura, con el propósito de subsidiar el pago de servicios públicos a las personas de menores ingresos. Como señala Angie Carolina Mojica en su ensayo sobre la estratificación socioeconómica de la novela, “los efectos de dicha política configuran segmentaciones sociales enmarcadas en una segregación que no solo es espacial, sino también social y racial”. Cárdenas, en todo caso, no menciona esta clasificación al interior de sus páginas, aunque es posible pensar que solo con el título el lector colombiano sabrá de qué se trata (si pensamos en Santiago de Chile, esta segregación es más lábil, pero de igual modo opera con eficacia: el límite sería Plaza Italia y los sectores oriente y poniente). Hay, pues, una indeterminación espacial en la novela, dado que el país natal del autor no se nombra y solo se incluyen referentes propios de la cultura letrada: aparece La Vorágine y algunos periódicos viejos del Cauca y de Cali. Sin nombres, casi sin referencias, el autor juega a desubicar al lector, generando un efecto de distanciamiento y ampliando la superficie textual/geográfica a toda Latinoamérica.
Las tres secciones del libro se titulan ‘Falla’, ‘Sedimento’ y ‘Temblor’, y cada una finaliza con fragmentos discursivos que remiten al habla popular, una operación que hace ingresar en el texto los decires de aquellos que no forman parte de la alta cultura y cuya presencia produce un desajuste en la lectura.
En el primer capítulo, una sintética y cuidada obertura que esboza a los personajes e introduce el hilo de la trama, el protagonista explicita la ambigüedad del relato: “No sé por qué suena tan serio todo lo que digo si solo quiero hablar un poco. Me gustaría decirlo de otro modo, pero uno dice las cosas como puede y no como le gustaría”. Encontrar a su nana negra y encontrar la forma de decir, serán las metas del narrador.
Caratulado como un “hombre enfermo”, que ha estado internado en algunas ocasiones y que tiene una relación de larga data con una psiquiatra, el protagonista se desplaza en solitario por diversos lugares: sale del condominio acomodado en el que vive y se desplaza a la fábrica heredada del padre, ubicada en un parque industrial rodeado de desperdicios: “Cuando abro la puerta del carro por las narices me sube todo ese olor inmundo revuelto con el olor del pavimento recalentado”; “Miro las montañas de basura, un montón de gente que escarba con palas entre los desperdicios”. Sigue viaje por la ciudad, sus centros comerciales, bares, discotecas y moteles, y en su deambular llega finalmente al puerto de su recuerdo, después de cruzar la cordillera. Buenaventura, ciudad ubicada en el Pacífico colombiano (donde Cárdenas escribe parte de la novela), debiera ser el puerto de Los estratos, una ciudad de mayoría afrodescendiente fuertemente violentada en las últimas décadas.
Cárdenas ofrece un relato que fluye de manera aparentemente simple y llana. El narrador va registrando lo que ve en su largo deambular por su país, sin mayores digresiones, pero de manera subrepticia va elaborando un discurso que acumula sedimentos, que hurga en el pasado de violencia del país, que pone en tensión renovada las clases sociales, que ironiza sobre prácticas culturales, que quiebra la lógica del discurso y que ubica en el centro de la injusticia, etnia y clase social. Los estratos es una novela diseñada para alterar. Y lo logra plenamente.
Los estratos, Juan Cárdenas, Banda Propia y Montacerdos, 2021, 198 páginas, $12.900.
El ataque ruso a Ucrania está en pleno apogeo. La decisión de Vladimir Putin de utilizar la fuerza militar para promover sus intereses ha destruido la paz en Europa. Cada vez es más evidente que los objetivos del presidente ruso no se limitan a Ucrania. Rusia amenazó a Finlandia —Suecia ya había sido amedrentada en diciembre de 2021— con graves consecuencias militares y políticas en caso de unirse a la OTAN.
La situación es compleja. Ahora, a más tardar, el gobierno alemán debe utilizar todos los medios diplomáticos a su alcance. Esto también incluye a un actor que la diplomacia alemana ha descuidado hasta ahora: China.
La conexión estratégica es obvia. Solo con el apoyo de Beijing, Putin puede ser aislado con éxito. Como reveló la llamada telefónica del 25 de febrero entre Xi Jinping y Putin, existe una línea directa entre Beijing y Moscú, que la oficina del canciller alemán no puede seguir ignorando. En este momento, por amargo que pueda parecerle a algunos, no es central, para el intercambio con Beijing, que los líderes chinos condenen abiertamente el ataque ruso a Ucrania, sino que se le transmita claramente a Beijing lo que Alemania y Europa esperan de Xi.
Berlín tuvo que repensar
Al parecer, Berlín primero tuvo que cambiar su modo de pensar para actuar estratégicamente en esta situación con miras a China. Porque lidiar con la China de Xi no es fácil. La lista de razones para ser escéptico con relación al rol de China es larga. En el período previo a la invasión rusa, el gobierno de EE.UU. intentó, sin éxito, persuadir a los líderes de China para que evitaran la guerra. Entonces, ¿por qué hablar con China y con qué propósito?
En primer lugar, se trata simplemente de contar con más información. En sus declaraciones, el Estado chino y los líderes del partido insisten repetidamente en tres aspectos: en primer lugar, en que China tomaría en serio las preocupaciones de seguridad de todos los países, incluida las de Rusia; que Estados Unidos estaría actuando de forma belicista; y que debería preservarse la soberanía nacional y la integridad territorial de todos los países, incluidas las de Ucrania. Además, se enfatiza expresamente que Ucrania no puede compararse con Taiwán.
Beijing actualmente parece querer adoptar una posición neutral con respecto a todas las partes. Según los medios chinos, en una conversación personal con Putin, Xi habría expresado comprensión por los intereses de seguridad rusos, pero también habría enfatizado la centralidad de la soberanía nacional y la integridad territorial.
Beijing actualmente parece querer adoptar una posición neutral con respecto a todas las partes. Según los medios chinos, en una conversación personal con Putin, Xi habría expresado comprensión por los intereses de seguridad rusos, pero también habría enfatizado la centralidad de la soberanía nacional y la integridad territorial. Inmediatamente después, Putin expresó, por primera vez, su voluntad de conversar con el presidente ucraniano Volodymyr Zelensky.
Beijing no está atado a Moscú
Es un error suponer que China está unida a Rusia por algún tipo de lealtad mítica. China se abstuvo de votar una resolución contra Rusia en el Consejo de Seguridad. El razonamiento del embajador chino ante la ONU, Zhang Jun, sugiere que Beijing no apoya las acciones militares de Rusia. El ministro de Relaciones Exteriores de China, Wang Yi, reiteró que “la situación actual no es lo que China quiere ver”, y enfatizó repetidamente que el conflicto debe resolverse por medios pacíficos.
A pesar de la estrecha coordinación estratégica entre Putin y Xi, no está claro en qué medida China apoyará económicamente a Rusia, más allá de los compromisos ya establecidos. Pero incluso sin apoyar las sanciones internacionales, China podría tomar medidas efectivas contra Rusia y suspender, por ejemplo, el nuevo acuerdo de gas natural. De hecho, algunos bancos estatales chinos han comenzado a restringir el financiamiento de las importaciones de energía provenientes de Rusia.
No debe subestimarse que el ataque de Rusia a Ucrania también tendrá enormes costos económicos para China. No solo sacude las bolsas de valores de todo el mundo, sino también genera atrasos en las cadenas de suministro, mayores costos de transporte aéreo y un incremento en la inflación en todo el mundo. A causa del conflicto, también está en juego el proyecto chino de la Ruta de la Seda. Además, a los líderes chinos no les interesa que la Unión Europea se desestabilice a largo plazo. Esto tendría un impacto severo en la ya frágil recuperación económica posterior a la pandemia.
A pesar de la estrecha coordinación estratégica entre Putin y Xi, no está claro en qué medida China apoyará económicamente a Rusia, más allá de los compromisos ya establecidos. Pero incluso sin apoyar las sanciones internacionales, China podría tomar medidas efectivas contra Rusia y suspender, por ejemplo, el nuevo acuerdo de gas natural.
Sin intercambios directos con Beijing, además, nadie puede saber qué oportunidades podría traer la posición de China respecto de Europa. Por lo tanto, ha llegado el momento de intercambiar información de manera directa y detallada con Beijing. La conversación telefónica entre la ministra de Relaciones Exteriores de Alemania, Annalena Baerbock, y su homólogo chino, Wang, es solo un primer paso.
Alemania tiene influencia sobre China
En futuras conversaciones, el gobierno federal alemán debería pedir a Beijing que apoye la posición europea frente a Rusia. En última instancia, se trata de transmitir que la neutralidad de China pone directamente en peligro la soberanía nacional de Ucrania. El gobierno chino debería, como señaló un grupo de profesores chinos, tomar en serio sus compromisos de seguridad de 1994 con Ucrania. En Beijing, Alemania también podría mostrar su respaldo al ministro de Relaciones Exteriores de Ucrania, Dmytro Kuleba, quien recientemente enfatizó en una llamada telefónica con su homólogo chino que China podría desempeñar el papel de mediador para lograr un alto al fuego. Además, el gobierno federal debería explicitar el aislamiento económico de Rusia como un objetivo y enfatizar el importante papel que juega China en el éxito de esta estrategia.
Precisamente por sus relaciones económicas, Alemania no debería subestimar su influencia política sobre China. La decisión de detener el proceso de aprobación de Nord Stream 2, el proyecto del gasoducto ruso-alemán, y aceptar el bloqueo de Rusia en el sistema de comunicación bancaria SWIFT, fortalece la credibilidad del gobierno alemán. Estas decisiones refutan la suposición de Beijing de que Alemania priorizaría sus relaciones económicas incluso después del cambio de gobierno y no aceptaría pérdidas económicas graves. Es probable que el incipiente apoyo militar a Ucrania esté causando una impresión en Beijing.
Beijing no ejercerá su influencia sobre Putin sin obtener algo a cambio de los europeos. Pero cuanto antes se conozcan los costos, mejor. De este modo, será posible coordinarse dentro del gobierno federal y con los aliados europeos para averiguar qué puede ofrecerse realmente a los chinos. Después de todo, en la era de un orden mundial multipolar y una guerra que se intensifica en el centro de Europa, la política de crisis a menudo tiene que jugarse con audacia, frialdad y de maneras indirectas.
Este artículo apareció publicado el 2 de marzo en Frankfurter Allgemeine Zeitung y se reproduce con la autorización de sus autores. Traducción: Robert Graf.
El último libro del filósofo británico y profesor emérito de la London School of Economics John Gray se titula Filosofíafelina, los gatos y el sentido de la vida. Como sugirió en una entrevista al periódico británico TheGuardian, es verdad que hay hasta cierta contradicción entre una cosa y otra, porque “los humanos recurrieron a la filosofía buscando cierta tranquilidad, mientras que los gatos no son capaces de reconocer esa necesidad, porque tienden al equilibrio siempre que no tengan hambre ni estén amenazados”. Pero eso es justamente lo interesante. En estos tiempos de ansiedad e incertidumbre, hay cosas que podemos aprender de los gatos.
La referencia de Gray a los animales no es nueva. Lo hizo en 2002, cuando publicó Perros de paja —cuyo subtítulo en inglés era “pensamientos sobre humanos y otros animales”. “Si los hombres y mujeres realmente se comportaran como animales salvajes, su existencia sería mucho menos sangrienta y precaria de lo que es”, escribió en esa ocasión. Eran los tiempos del debate sobre la invasión a Irak y el auge de los neoconservadores en Estados Unidos, y Gray arremetió contra esa creencia de las democracias liberales de que su modelo podía ser exportable a cualquier parte del mundo y, especialmente, contra la convicción de que la humanidad es una especie superior que está en constante progreso de la mano del liberalismo. Una mirada que hoy, casi 20 años después, resuena como una profecía.
En 1989, cuando Fukuyama acuñó el concepto del fin de la historia, muchos pensaban que la democracia liberal prevalecería en el mundo, pero eso no sucedió. ¿Qué pasó? Porque nunca entendimos en Occidente por qué colapsó el comunismo. En ese minuto, uno habría dicho que fue porque era económicamente ineficiente, porque lo era, especialmente la versión soviética. Pero era ineficiente económicamente desde 1917, nunca funcionó. ¿Por qué entonces no colapsó antes? Otros dirán que fue porque la gente quería libertad. Algunas personas en la Unión Soviética, los intelectuales, los poetas, los científicos sí querían más libertad. Pero esa tampoco fue la razón de por qué colapsó. La razón fue por el nacionalismo y la religión en Polonia y en los Estados bálticos. Hubo, además, otros eventos que produjeron el colapso, como el desastre de Chernobyl. Pero la razón principal vino desde Polonia, vino de la Iglesia Católica. No soy católico; soy ateo, pero eso no quita que sea verdad que fue la Iglesia y el nacionalismo lo que gatilló el colapso. Entonces se entendió mal. La gente pensó que había sido la falta de una economía liberal, la falta de mercado, la falta de libertad intelectual. Pero esas son tonterías.
China logró el más rápido y profundo crecimiento económico, la más rápida y profunda reducción de la pobreza de cualquier país en la historia. Yo soy muy crítico de la China de Xi Jinping, pero hay que reconocer que ese logro le da una amplia base de apoyo. Estados Unidos, en cambio, después de la posguerra generó desigualdad —en especial en los 70 y 80—, creando un problema de largo plazo.
¿Cree que la sensación de triunfo del liberalismo en ese entonces impidió un debate más de fondo? Los pensadores liberales tienden a generar espejismos; lo que ven en el mundo es una imagen de ellos mismos, de cómo se imaginan que debería ser. No entienden los procesos en desarrollo en las sociedades que o nunca han sido liberales o solo lo fueron por un tiempo breve. Desde el colapso del comunismo y del periodo que llevó a ello, cuando Gorbachov tenía mucho apoyo en Occidente, en la Unión Soviética muy pocos lo respaldaban. Cuando postuló a un cargo después, bajo un sistema más democrático, obtuvo un porcentaje muy bajo de votos. Nunca fue muy popular en Rusia. Pero durante todo ese lapso hubo un espejismo liberal que alteró la realidad. En cierto sentido, eso gatilló también la guerra en Irak, en 2003. Recuerdo a Paul Wolfowitz decir que Irak lo que quiere es lo que nosotros tenemos, quieren una democracia liberal, quieren un capitalismo liberal. ¿Era real? Cuando la dictadura de Saddam colapsó —y fue un régimen terrible, nunca lo defendí, hizo atrocidades tremendas—, lo que sucedió fue que los dos poderes con más influencia en Irak fueron Irán, una teocracia, y el Estado Islámico, que se creó ahí mismo. No digo que la acción de Estados Unidos no expresara el deseo de algunos, pero no hubo ningún tipo de demanda popular potente por algo parecido a una democracia liberal.
Usted fue uno de los primeros que cuestionaron el liberalismo en los 90. ¿Qué lo llevó a hacerlo? Uno de los espejismos del liberalismo del siglo XX es que el mundo se iba a ir volviendo cada vez más secular. Cuando publiqué en 1989 mi primer ataque a la tesis de Fukuyama, dije que este no era el fin de la historia, sino el fin del liberalismo, porque lo que íbamos a descubrir era que tras el fin de la competición binaria entre liberalismo y comunismo —dos ideologías seculares europeas provenientes de la Ilustración—, lo que encontraríamos sería que se liberarían viejas fuerzas como la religión y el fundamentalismo. Eso es lo que pasó. Todavía estamos, en cierto sentido, en esa situación. El problema que el mundo no ha resuelto es cómo contener estos tipos de fundamentalismos que derivan en terrorismo.
¿Estamos viviendo una crisis terminal del liberalismo? Podemos decir que el liberalismo está en retirada por varias razones. Una es que si resulta ser cierto, aunque no lo sabemos todavía, que China manejó la pandemia mejor que las democracias liberales, entonces habrá un cambio aún mayor. Algunos piensan que China también creó la pandemia, eso es controvertido, pero si resulta al final que puede volver a una producción completa y a una economía normal mejor que la de los Estados liberales occidentales, eso sería un gran avance para el modelo chino. En cierto sentido, la competencia entre Estados iliberales, autoritarios o incluso, en el caso de China, totalitarios, depende mucho de los resultados. Si China puede volver a una economía normal más rápido que Occidente, eso sería un gran avance para ellos. Pero otra razón es que Estados Unidos, y en un menor nivel otros países occidentales, están enfrentando el llamado woke movement, que es una forma de liberalismo —hiperliberalismo lo llamo yo—, pero en la práctica es antagónico. Hoy podemos decir que EE.UU. ya no es más una sociedad liberal reconocible y la razón es que para ser una sociedad liberal en el sentido histórico, necesitas una amplia gama de instituciones civiles que no estén fuertemente politizadas. En un modelo tradicional de sociedades liberales tienes un sector universitario que no está politizado, los medios tienen varias perspectivas políticas, no hay una guerrilla informativa, la gente no es despedida de organizaciones de medios por usar el lenguaje equivocado o por reportear de determinada manera.
En parte por la crisis financiera de 2008 y en parte por la pandemia, muchas de las economías occidentales están siendo también muy dominadas por el Estado, pero en formas diferentes, desde alivios financieros hasta la inyección de dinero directamente a la economía. Hoy casi todas las formas de capitalismo en el mundo son en cierto sentido capitalismos estatales. Pero mi punto es que liberalismo y democracia son en muchos casos antagónicos, no hay una conexión necesaria entre democracia y capitalismo o liberalismo.
¿El fin de los grandes consensos mundiales que surgieron tras la Segunda Guerra Mundial se explica por esa crisis que atraviesa EE.UU.? En parte sí, pero esto también se debe a que surgieron otros grandes rivales de Estados Unidos. Primero, tras colapsar la Unión Soviética, Rusia no se volvió una democracia liberal, no se volvió una economía libre. Recuerdo que antes del colapso de la URSS, cuando estaba Gorbachov, muchos decían —lo que yo encontraba cómico y me burlé de ello en mis escritos— que Rusia se volvería algo parecido a Escandinavia o Canadá, se volvería una socialdemocracia en esa línea. Nunca pensé que eso era remotamente posible, porque la historia trágica de Rusia no lo permitiría. Solo hubo un periodo muy corto antes de la Primera Guerra Mundial en que se desarrolló algo parecido a instituciones constitucionales y luego vino el terrible periodo destructivo del comunismo. No era posible. Rusia no se volvió parte de Occidente, no se volvió parte de Europa; se volvió un antagonista de Occidente, especialmente bajo Putin. No se volvió un gran éxito económico y todavía es una economía relativamente pequeña. China sí lo hizo; por eso creo que el otro gran desafío al consenso de la posguerra fue China y su éxito económico.
¿El modelo chino es el gran ganador? China logró el más rápido y profundo crecimiento económico, la más rápida y profunda reducción de la pobreza de cualquier país en la historia. Yo soy muy crítico de la China de Xi Jinping, pero hay que reconocer que ese logro le da una amplia base de apoyo. Estados Unidos, en cambio, después de la posguerra generó desigualdad —en especial en los 70 y 80—, creando un problema de largo plazo. Hay grandes áreas de Estados Unidos de comunidades abandonadas, ciudades parcialmente en ruinas, grandes partes de la sociedad en una pobreza casi desesperada. Uno no debe olvidar esto, grandes sectores de la clase media de Estados Unidos están en una situación bien precaria, casi sin ahorros, familias incapaces de mantenerse a flote, a menos que los dos tengan trabajos. Eso a largo plazo produce la desilusión y rabia que llevó, por ejemplo, a Trump al poder.
Hoy se habla de la crisis de las democracias liberales. ¿Puede haber democracia sin liberalismo? Hayek siempre pensó que el liberalismo estaba separado de la democracia. Él apoyó la democracia, en especial el concepto de democracia limitada, pero creía que el liberalismo estaba separado de la democracia. Para él, la sociedad liberal podía ser una colonia, como el viejo Hong Kong británico. Él pensaba que el imperio de los Habsburgo era en muchos sentidos una sociedad liberal, pese a que no era democrático. En algún sentido para Hayek —y yo conocí a Hayek—, el ideal de una Constitución liberal se basaba en una visión idealista del imperio de los Habsburgo. Por supuesto es imposible, pero esa era su idea. El liberalismo puede separarse de la democracia.
Buque portacontenedores de la naviera china.
¿Puede sobrevivir entonces el liberalismo incluso sin democracia? Sí, puede hacerlo. Todos los pensadores liberales del siglo XIX: no solo Hayek; Mill y Tocqueville también aceptaban la democracia, aunque les preocupaba que la democracia pudiera limitar el liberalismo, que gradualmente comprometiera o redujera la libertad liberal. Y más recientemente —hablo de los últimos 10 años— han emergido, en especial en Europa del Este, lo que algunos a veces llaman democracias iliberales. Lo más obvio es Hungría, donde Viktor Orban ha dicho abiertamente: “nosotros somos una democracia, pero una democracia iliberal, lo que queremos es una democracia iliberal”. Eso también se remonta a fines del siglo XVIII, cuando pensadores como Rousseau promovían un tipo radical de democracia, pero no era una democracia liberal, era una democracia iliberal. Entonces, la relación entre liberalismo y democracia no es absoluta y muchos pensadores del siglo XX y del siglo XXI, cuando hablan —como los neoconservadores en Estados Unidos— se refieren al capitalismo democrático, como si hubiera una unión ideal entre democracia y capitalismo. Pero ni el liberalismo necesita ser democrático ni tampoco el capitalismo. China es un tipo de capitalismo estatal, yo lo llamo a veces economía de mercado leninista. Creo que ha sido así por largo tiempo y lo sigue siendo. Incluso grandes corporaciones chinas, que ingenuos inversionistas occidentales pensaban que eran independientes del aparato comunista de Xi Jinping, son parte de él. Cuando se desvían de la fila, una figura como Jack Ma, por ejemplo, puede desvanecerse. Es capitalismo, no es una economía estalinista, es diferente, pero está estrechamente conectado con el Estado. En parte por la crisis financiera de 2008 y en parte por la pandemia, muchas de las economías occidentales están siendo también muy dominadas por el Estado, pero en formas diferentes, desde alivios financieros hasta la inyección de dinero directamente a la economía. Hoy casi todas las formas de capitalismo en el mundo son en cierto sentido capitalismos estatales. Pero mi punto es que liberalismo y democracia son en muchos casos antagónicos, no hay una conexión necesaria entre democracia y capitalismo o liberalismo.
Al hablar de las sociedades liberales surge una contradicción, porque si bien la tolerancia es uno de los fundamentos del liberalismo, estas parecen cada vez más intolerantes. Creo que el liberalismo fue siempre una mezcla de tolerancia e intolerancia. Incluso John Stuart Mill, al que me dediqué a estudiar casi 20 años de mi vida, si bien no escribió sobre tolerancia, publicó un gran libro sobre libertades que sigue siendo un gran libro. La paradoja de la libertad dice Mill, es que todas las visiones deben aceptarse, incluso si toda la humanidad piensa una cosa y solo una persona piensa otra. Tiene que haber libertad para debatir. Pero por otro lado, ve a los seres humanos que viven bajo una religión tradicional o bajo ciertas tradiciones o creencias, como irracionales. Para él, la religión de la “humanidad”, que era la que él apoyaba, era mejor que cualquier religión tradicional. Y si no crees en eso e insistes en ser católico, judío o musulmán eres irracional. Para ser racional, para ser un correcto ser humano, tienes que ser autónomo. Y eso está en parte en el sustento intelectual —no quiero decir en su causa— del woke movement. En el liberalismo clásico está la idea de que en las sociedades racionales el ser humano racional tiene que liberarse de todas esas creencias prerracionales. Mill, en todo caso, era un hombre muy inteligente y vio que si esto alguna vez pasaba, existía el peligro de otro tipo de tiranía, una tiranía liberal. Como en la sociedad ya no habría gitanos, ni judíos ortodoxos, ni católicos tradicionalistas, sino solo una sociedad uniforme y homogénea, había un riesgo. Estaba preocupado de eso, porque era mucho más inteligente que los hiperliberales de hoy.
Para muchos liberales, el liberalismo no es una teoría política que se puede aplicar en diferentes formas en diferentes lugares; es una tradición universal y casi eterna. Esa creencia, esa convicción, esa fe, no es racional. Le va a pasar lo que les pasa a los mitos; los mitos son historias creadas para dar sentido, los mitos simplemente mueren cuando muere la gente que cree en ellos.
¿Y cuál fue su respuesta a ese dilema? El problema es que nunca lo resolvió. Incluso a mediados del siglo XIX, en el liberalismo clásico, estaba esta paradoja en el liberalismo. Hayek tampoco la resolvió. El liberalismo está lleno de estas contradicciones, algunas de ellas son tan fundamentales que no pueden ser resueltas. Movimientos como el neoconservadurismo o el liberalismo centrista tratan de conciliarlos o suavizarlos, pero creo que ese es un error, porque entonces tienes algo como el fenómeno del hiperliberalismo o woke liberalism, que como menciono es muy destructivo, no conduce a ninguna parte, no produce nada valioso, simplemente destruye las bases en las cuales Estados Unidos y otras sociedades liberales se sustentan. Mi visión es que el liberalismo partió no con los griegos o los romanos, sino con la tradición cristiana y judía. Por ejemplo, la tolerancia comenzó tras la guerra de religiones, en cierto sentido la tolerancia fue inventada. Hay tipos de tolerancia en otras sociedades, en India, China y otros lados; pero la tolerancia, en la forma en que nosotros la entendemos, emergió como una solución a las guerras de religiones. Vino de ideas religiosas sobre la libertad de conciencia. Vino de la post-reforma. Pero si tiramos todo eso por la ventana, si pensamos que todo eso debe ser deconstruido, entonces ya no puedes tener una sociedad liberal. Lo que tienes en su lugar son sectas, que no practican nada parecido a la tolerancia. Si te desvías, eres cancelado.
¿Podemos decir que el liberalismo creó su propia destrucción? Uno puede decir que en cierto sentido se derrotó a sí mismo, porque si muta a un hiperliberalismo, se vuelve tiránico. El viejo liberalismo muere y de paso refuerza a la extrema derecha. Si Trump es reelegido en 2024, lo que es posible, será en parte una reacción en contra del woke movement. Es decir, se derrotó a sí mismo al volverse hiperliberalismo, intolerante y autoritario, pero también activó viejas formas de la extrema derecha que son también autoritarias. El liberalismo se volvió tan dogmático que no acepta que haya ciertas circunstancias en que las sociedades liberales son imposibles. No aceptan sus propios fracasos. Para muchos liberales, el liberalismo no es una teoría política que se puede aplicar en diferentes formas en diferentes lugares; es una tradición universal y casi eterna. Esa creencia, esa convicción, esa fe, no es racional. Le va a pasar lo que les pasa a los mitos; los mitos son historias creadas para dar sentido, los mitos simplemente mueren cuando muere la gente que cree en ellos. El problema es que hay otros mitos más pequeños que los de las turbas liberales, los mitos de la extrema derecha y de la extrema izquierda. Y ese es el lugar donde la crisis de la civilización liberal está ahora.
¿Cree que estamos al final del paradigma que surgió con la Ilustración? No estamos en una era en que el liberalismo va a desaparecer completamente, porque es parte de la tradición cultural. Incluso los movimientos antiliberales luchan contra algo que existe, que es real. Tampoco estamos al final de la Ilustración. Es verdad que en cierto sentido sí lo estamos, porque el proyecto de la Ilustración de liberar a la humanidad del pasado ha fallado. Pero las ideas de autonomía y crítica racional de la sociedad, y la idea de un futuro mejor que el pasado, siguen con nosotros. Pero creo que, en cierto sentido, China encarna la Ilustración iliberal. Hoy todos hablan de los valores del liberalismo de la Ilustración, pero muchos olvidan los valores del iliberalismo de la Ilustración. Creo que una de las cosas que Xi Jinping ha hecho en China, aunque diga que es un socialismo con características chinas, es absorber la Ilustración iliberal. No nos hemos movido realmente a ningún otro modelo. Hoy Xi Jinping tiene definitivamente una idea del futuro, pero en los países occidentales por primera vez las personas no tienen una idea clara del futuro. Antes pensaban que el futuro era como el presente, pero mejor. Hoy nadie lo sabe.
Hace unos años me dedico a leer, traducir y elaborar una curaduría sobre distintos aspectos de la vida intelectual china contemporánea, para un proyecto que he bautizado Readingthe China Dream. ¿Qué vida intelectual?”, se preguntarán varios que están leyendo esto ahora, considerando que los únicos intelectuales chinos que por lo general aparecen en la prensa occidental son disidentes que suelen terminar en la cárcel, en el exilio o, simplemente, en la marginalidad. Sabemos que el gobierno autoritario de China castiga el disenso intelectual, y esta es una actitud que debemos condenar inequívocamente. Sin embargo, la idea de que la vida intelectual china no consiste más que en el disenso y su consecuente represión, es incompleta e imprecisa.
El ascenso de China en las últimas décadas ha generado las condiciones para que emerja una autentica ecología intelectual funcional, integrada por cientos, quizás miles, de intelectuales públicos —en su mayoría profesores universitarios, pero también escritores y periodistas—, que discuten sobre asuntos de China y el mundo a través de la prensa escrita e internet, y desde una diversidad de puntos de vista y posiciones.
Esta ecología funciona por fuera de la maquinaria propagandística del Estado. Las autoridades centrales recurren a sus órganos de propaganda para “contar la versión de China”, regulando y vigilando el debate intelectual y señalando cuáles son los temas que se encuentran fuera de la discusión. El disenso abierto no es tolerado y la ecología intelectual de China no es libre. De todas maneras, el hecho de que los intelectuales públicos chinos no puedan decir todo lo que quieran no significa que no puedan decir nada en lo absoluto. Siempre y cuando eviten hablar sobre cuestiones prohibidas (como la situación de Xinjiang y el Tíbet) y no confronten directamente a las autoridades, los intelectuales chinos gozan de una sorprendente libertad para discutir sobre temas como la democracia, el poder del Estado, las relaciones sino-americanas y otras cuestiones sociales y culturales relevantes para el contexto chino.
En otras palabras, si bien las autoridades chinas dejan muy claro sobre qué temas no hay que hablar, ellas no imponen un punto de vista sobre los temas que incumben a la intelectualidad china. En este sentido, decimos que la ecología intelectual china es, a la vez, orgánica y administrada.
Otra relación compleja es la que se establece entre esta ecología con la prensa y las editoriales extranjeras. Por un lado, los intelectuales de China están muy conectados a Occidente: la mayoría puede hablar, o al menos leer, en inglés. China también posee una enorme y eficiente industria dedicada a la traducción, la que publica cada año cientos de volúmenes, incluyendo obras académicas, periodísticas y de literatura de ficción. La intelectualidad china no tiene, pues, ningún problema para estar al día sobre las últimas tendencias en el mundo occidental, sobre todo en la esfera anglófona.
Al mismo tiempo, China ha construido su propia internet. Los gigantes de las redes sociales occidentales, como Facebook y Twitter, solo son accesibles para usuarios chinos con acceso a VPN. Esto, sumado a que la mayoría de la gente en China consigue su información a través de fuentes publicadas en chino, impide que la ecología intelectual china se ahogue en el fárrago de “información” producido por las redes sociales estadounidenses. Por ejemplo, temas como la elección de Donald Trump y el movimiento Black Lives Matter han sido intensamente discutidos en la internet china durante los últimos años, pero siempre refractados a través del lente chino. Los debates locales no son reproducciones de las discusiones que se dan en Estados Unidos, pues se inscriben en el contexto chino y reflejan las disputas internas entre diversas facciones políticas. Un debate sobre la identity politics en Estados Unidos, por ejemplo, puede ser una forma indirecta de discutir sobre la naturaleza de los derechos individuales y la identidad cívica en China.
China también posee una enorme y eficiente industria dedicada a la traducción, la que publica cada año cientos de volúmenes, incluyendo obras académicas, periodísticas y de literatura de ficción. La intelectualidad china no tiene, pues, ningún problema para estar al día sobre las últimas tendencias en el mundo occidental, sobre todo en la esfera anglófona.
La emergencia de esta ecología intelectual ha producido, de facto, una escena intelectual pluralista y vital, una amplia red de revistas, blogs, intelectuales públicos y escuelas de pensamiento dedicadas a la discusión y el debate, con distintas visiones sobre el pasado, el presente y el futuro de China. En esta ecología se escribe para persuadirse mutuamente, mover a la opinión pública, e incluso, con mayor o menor fortuna, para influir en el mismísimo Partido Comunista.
Este pluralismo intelectual evolucionó a pesar del Partido Comunista, el que ciertamente no lo promovió. No hay duda de que para Xi Jinping el pluralismo es un problema, si es que no es simplemente peligroso. Aun cuando no haya un disenso abierto o una confrontación abierta con las autoridades, el pluralismo sugiere la posibilidad de que existan ideas diferentes. Esto se opone a lo que evidencia Xi, tanto en sus propios escritos como en el Pensamiento de Xi Jinping promovido por el Partido Comunista Chino: un deseo por imponer la disciplina ideológica en el diverso mundo intelectual chino.
Aun así, existen serias limitaciones políticas para que el partido llegue a imponer una agenda de esa clase. Ahora que esta ecología intelectual existe, el partido no puede simplemente llegar y clausurarla. En primer lugar, porque sería un proceso largo y difícil, y Xi ya tiene un programa copado de reformas importantes. En segundo lugar, porque Xi y el Partido Comunista Chino aún deben afianzar su legitimidad ideológica, la que no es segura. De ahí también que existe un interés por parte de Xi y el partido en que la intelectualidad china les eche una mano, y contribuya a modelar y refinar el punto de vista oficial.
El regreso de los intelectuales
El pluralismo intelectual en China fue el resultado inesperado de su involucramiento con el resto del mundo, un aspecto central de las políticas de reforma y apertura que han hecho de China un país próspero y poderoso. Las “Cuatro Modernizaciones”, iniciadas por Deng Xiaoping a finales de los 70, pusieron a China en una dirección nueva y fundamentalmente distinta. Turistas extranjeros llegaron a China, estudiantes chinos comenzaron a estudiar en Occidente y Japón, noticias extranjeras eran transmitidas por la televisión china y el mismo Deng visitó Estados Unidos. La llamada “literatura de las cicatrices” abordó las tragedias de la Revolución Cultural, mientras desde el periodismo se publicaron libros superventas que denunciaban la corrupción oficial durante ese periodo. Lanzada en 1979, la revista literaria Dushu (“Lectura”) anunciaba que no habría “zonas vedadas a la lectura” y publicó los trabajos de las luminarias del mundo intelectual chino de ese entonces. También se iniciaron enormes proyectos de traducción, tales como “Cultura: China y el mundo”, de Gan Yang, y “Hacia el Futuro”, de Jin Guantao, permitiendo que cientos de obras filosóficas y científicas occidentales estuviesen disponibles para el público chino. La sensación general entre los intelectuales de la época era que la fiebre autoritaria de China se había acabado por fin, que el futuro de China sería democrático y que, en una forma que aún no era del todo clara, se reconocería la importancia del Estado de derecho y los derechos humanos.
La década del 90 fue marcadamente distinta y mucho más pesimista. En respuesta a las protestas de Tiananmen y el colapso de la Unión Soviética, las autoridades chinas adoptaron un estilo de gobierno mucho más autoritario y aceleraron las reformas hacia una economía de mercado, con la esperanza de evitar el destino de su viejo hermano mayor socialista soviético. Los 90 fueron una década crítica para los pensadores chinos, pues fue durante esos años que tomaron forma las principales diferencias que aún marcan la vida intelectual del país. Estas divisiones están detrás de la fuerza que ha impulsado el pluralismo intelectual de hoy.
La primera consecuencia importante de esta década fue la disolución del consenso liberal, que en general caracterizó la vida intelectual china durante los 80. El liberalismo chino se fragmentó en una serie de grupos rivales a partir de sus diferentes interpretaciones sobre las reformas económicas de Deng, las que trajeron enorme crecimiento económico, pero también nuevas y profundas desigualdades. Los liberales de los derechos humanos y el Estado de derecho se enfrentaron a otros liberales de corte libertario, burkeano y hayekianos del tipo el-mercado-nos-hará-libres. El quiebre de este consenso tuvo como consecuencia que muchos liberales chinos se pasaron al autoritarismo, bajo la premisa de que China no estaba preparada para el gobierno democrático y que los riesgos que involucraba un experimento de esta clase eran demasiado altos.
Paralelamente, emergieron grupos nuevos —entre ellos, la Nueva Izquierda y los neoconfucianos. Los pensadores de la Nueva Izquierda, como Wang Hui y Cui Zhiyuan, denunciaron lo que veían como una oleada neoliberal que estaba inundando China, y adoptaron un compromiso más combativo con las ideas socialistas, reavivando esta tradición política por medio de enfoques creativos que adoptaban perspectivas del pasado y del presente, así como las experiencias y aproximaciones de movimientos socialistas, tanto chinos como extranjeros. La Nueva Izquierda de ese entonces tenía una predilección por adoptar las formas discursivas propias del posmodernismo occidental —el que constituía un vocabulario común, pues todo aquel que “era alguien” en la escena intelectual de la China del periodo reformista había hecho sus estudios de PhD en alguna universidad occidental. Los neoconfucianos, como Kang Xiaoguang y Jiang Qing, adoptaron en cambio las banderas del conservadurismo cultural y el nacionalismo. En sus trabajos denunciaron el nepotismo de la economía capitalista y la vulgaridad de la sociedad de consumo, promoviendo un retorno al autoritarismo paternalista y benévolo. Kang sostenía, por ejemplo, que el confucianismo debía convertirse en la religión oficial del Estado chino, en tanto Jiang Qing proponía que el actual gobierno de China debía ser reemplazado por una asamblea tricameral, con una cámara integrada por eruditos confucianos, otra por personas eminentes —la que incluía a descendientes de Confucio y otros sabios, así como a los líderes de las principales religiones del país— y una tercera cámara elegida por sufragio popular.
Durante la década del 2000, en cambio, el tema más importante será ‘el ascenso de China’, proceso que se consolida luego de la crisis financiera de 2008, la cual China pudo sortear de mucho mejor manera que otras grandes economías del resto del mundo. La idea del ascenso transformará el mundo intelectual chino, haciendo de China un caso exitoso, en vez de un fracaso o una víctima.
En perspectiva, los 90 fueron un periodo vital y creativo en China, aunque en esos años los intelectuales del país experimentaron el “pluralismo” como una ordalía extenuante, amarga y violenta. Este periodo de intensos debates, los que tuvieron lugar en revistas como Strategy and Management (fundada en 1993), a veces es recordado hoy como “la guerra de los escupitajos”.
Durante la década del 2000, en cambio, el tema más importante será “el ascenso de China”, proceso que se consolida luego de la crisis financiera de 2008, la cual China pudo sortear de mucho mejor manera que otras grandes economías del resto del mundo. La idea del ascenso transformará el mundo intelectual chino, haciendo de China un caso exitoso, en vez de un fracaso o una víctima —aunque el relato victimizante de China hasta el día de hoy es políticamente efectivo y suele reflotar con regularidad en el discurso público.
Una cartografía del futuro de China
El ascenso de China y el declive de Occidente abrieron nuevas perspectivas para muchos intelectuales chinos. Si China prosperaba, mientras la Unión Soviética desaparecía y Occidente se hundía, esto significaba que había llegado el momento para repensar el esquema fundamental que había definido la vida intelectual china desde comienzos del siglo XX: la democracia liberal frente al socialismo ruso-soviético. En el contexto de estas antiguas discusiones, se asumía que China o era un fracaso o un problema que estaba por resolverse. El ascenso reciente de China, sin embargo, acabó siendo la prueba contundente de que este esquema fundamental para entender el lugar de China en el mundo era un esquema “equivocado”. China no era un fracaso ni un problema, sino que siempre había estado “en lo correcto”. Esto trajo como consecuencia que una nueva generación de intelectuales llevara a considerar también como “equivocado” gran parte de lo que las generaciones anteriores dijeron sobre China en el siglo XX. Una comprensión correcta de China podría ser, entonces, un primer atisbo del futuro. El resultado de estas especulaciones fue una explosión intelectual y creativa que continúa hasta nuestros días, si bien las cosas se han puesto algo más difíciles desde que Xi Jinping asumió el poder.
Una corriente importante, iniciada en 2005 con la conferencia de Gan Yang sobre “La unificación de las tres tradiciones”, ha insistido en la continuidad histórica que existe entre la prosperidad de la China contemporánea y su larga historia como una civilización dominante. El argumento central de Gan es que China prospera actualmente porque ha logrado fusionar tres tradiciones singulares: el personalismo confuciano (i.e., el compromiso con la familia y la tierra), el sentido maoísta de la justicia y la eficiencia económica de Deng. El objetivo de este argumento es reconciliar la grandeza de China como una civilización —una idea profundamente arraigada en China— con las experiencias del “siglo de humillaciones”, periodo que va desde las Guerras del Opio hasta la Revolución de 1949. La noción de que China está reivindicando su justo lugar en el mundo tiene mucha fuerza en nuestro tiempo, tanto entre los intelectuales chinos como en la cultura popular.
Una lectura más atenta, sin embargo, no nos deja muy claro si Gan dice que China ya consiguió fusionar las tres tradiciones mencionadas o si debiese aspirar a ello. En cualquier caso, su discurso inspira docenas, si es que no cientos de imitaciones, las que en su mayoría insisten en el tópico de la continuidad histórica de China; por esta misma razón, quienes defienden este argumento evitan referirse demasiado (o celebrar) a los ejemplos más claros de discontinuidad histórica: la fundación del Partido Comunista y las revoluciones de China durante el siglo XX. En algunos círculos liberales se hizo popular “darle el adiós a la Revolución”, por la violencia y el sufrimiento que se asocian a ella.
Un ejemplo importante en esta línea es la discusión sobre el sentido de la temprana revolución republicana de 1911. En la interpretación marxista tradicional se le suele tratar como una revolución burguesa, cuyo fracaso llevó a la fundación del Partido Comunista, en 1921, que llevará a buen término la exitosa revolución de 1949. Con el ascenso de China, autores como Chen Ming (afiliados al conservadurismo cultural y, muchos de ellos, al neoconfucianismo) sostuvieron que la revolución republicana fue un error. Autores como Chen insisten en que China, bajo el liderazgo del pensador confuciano Kang Youwei (1858-1927), iba camino a consolidar una monarquía constitucional, un régimen político más apropiado a las “condiciones nacionales” de la época, preservando la figura del emperador y la continuidad institucional encarnada en la corte imperial. El fracaso de la república, han insistido los conservadores, se debió a que el republicanismo noes chino, y el movimiento estudiantil del 4 de mayo —el que suele ser elogiado por su espíritu arrojado e iconoclasta— solo empeoró las cosas al condenar el confucianismo y abrir las puertas al liberalismo y al socialismo, que son una importación occidental.
En respuesta a las protestas de Tiananmen y el colapso de la Unión Soviética, las autoridades chinas adoptaron un estilo de gobierno más autoritario.
Estos argumentos audaces provocaron una respuesta vigorosa desde el campo liberal. En 2016, Qin Hui publicó un libro titulado Leaving the ImperialSystem Behind (actualmente prohibido en China, aunque es posible encontrar varios capítulos en línea), donde defiende la revolución republicana como el momento crucial en que China al fin le dio la espalda a milenios de autoritarismo y mal gobierno, abriendo la puerta a algo distinto y mejor. Que la república haya fracasado solo puede significar que sus promesas aún están por realizarse, incluso hoy. En su libro, Qin condena como hipócritas y “falsos confucianos” a aquellos pensadores que a lo largo de la historia defendieron la autocracia imperial, y sugiere que los actuales “neoconfucianos” no son mucho mejores.
Ninguna de estas interpretaciones sobre la revolución republicana de 1911 tiene nada positivo que decir sobre el socialismo o el Partido Comunista Chino, el que, a su vez, condena el “nihilismo histórico” de ambas visiones. Sin embargo, con las condenas y todo, discusiones como esta todavía siguen muy presentes.
¿Una ideología para el siglo XXI?
A pesar de la defensa elocuente que ofrece Qin Hui de la revolución republicana de 1911, los liberales chinos en la actualidad se encuentran a la defensiva desde que el tópico de “el ascenso de China” comenzó a dominar la discusión intelectual, lo que, a su vez, ha fortalecido el bando de la Nueva Izquierda y a los neoconfucianos. Los de este último grupo recientemente han comenzado a llamarse a sí mismos “neoconfucianos continentales”, para distinguirse de otros pensadores neoconfucianos que integran la diáspora china y carecen de ambiciones políticas. Los neoconfucianos continentales, en cambio, se han propuesto abiertamente ofrecer una serie de argumentos culturalistas al partido gobernante, cuya legitimidad ideológica aún está por consolidarse. Por su parte, la Nueva Izquierda (integrada por Wang Hui, Jiang Shigong y Zhang Yongle, entre otros) abandonó su antigua postura crítica y se ha plegado al Estado, principalmente porque el Estado chino ha limitado los excesos neoliberales, reducido la pobreza y, en general, porque el modelo chino puede ofrecer un ejemplo al mundo sobre cómo orientar los mercados hacia el bien común de la sociedad y, a la vez, promover la productividad económica.
Algunos escritores liberales, como Xu Jilin y Liu Qing, comprenden la modernización de China en el contexto de un proceso de modernización global, y celebran cómo los valores culturales chinos están pasando a integrar el conjunto de los valores universales (y cómo estos últimos son, a su vez, absorbidos por la cultura china). Esta visión, a juicio de sus detractores no-liberales, parece ser demasiado mezquina al momento de pensar a China como “un primer atisbo del futuro”. En el último tiempo, los liberales están por sobre todo dedicados a criticar a la Nueva Izquierda y a los neoconfucianos, o a realizar defensas indirectas del régimen democrático —por ejemplo, en sus críticas al movimiento Black Lives Matter, al que consideran un ejemplo de política identitaria que amenaza los consensos fundamentales que aseguran la funcionalidad de la democracia, al punto que un liberal como Gao Quanxi se ha declarado partidario de Donald Trump, al que considera un bastión capaz de resistir los excesos y los peligros que acompañan a la cultura de la corrección política.
La molestia de Xi Jinping respecto del pluralismo intelectual, uno podría pensar, quizás se deba a que su visión sobre China suele ser ignorada en los debates intelectuales y a que no haya pensadores involucrándose más activamente con su agenda. Aún no es claro si es que esta situación va a cambiar con los recientes refuerzos al aparato propagandístico del partido. Un caso interesante al respecto es el de Jiang Shigong, uno de los miembros más eminentes de la Nueva Izquierda y un declarado defensor del Partido Comunista. Jiang publicó en 2018 un largo ensayo, donde denuncia y propone una rectificación de los errores pluralistas de los últimos años y llama a sus colegas a sumarse a la construcción del socialismo con características chinas, tal como se encuentra delineado en el Pensamiento de Xi Jinping.
Sin dar nombres, Jiang deja suficientemente claro quiénes son los que, en su opinión, se han desviado del recto camino —grupos específicos vinculados al liberalismo y al neoconfucianismo. Más adelante, Jiang formula una síntesis del marxismo, que en su opinión ya no trata tanto sobre la lucha de clases, sino sobre el autocultivo del carácter y la búsqueda de la perfección, armonizándolo con la visión delineada por el Pensamiento de Xi Jinping. El marxismo de Jiang —y también el de Xi— se propone absorber el confucianismo y hacer del liberalismo algo irrelevante. Este uno de acuerdo o no con Jiang, su ensayo es un tour de force, y muchos de mis amigos liberales chinos lo admiran por el alcance y la ambición de su obra. En todo caso, no está muy claro que muchos hayan cambiado de parecer después de haber leído los trabajos de Jiang.
El 1 de julio de 2021, el Partido Comunista de China celebró el centenario de su fundación. En los meses que precedieron a la celebración, hubo una intensa campaña dedicada a destacar las glorias del partido en el pasado, el presente y el futuro: innumerables editoriales, artículos académicos y posts elogiaban la sabiduría del partido y denunciaban el nihilismo histórico. En los titulares de la prensa occidental, en tanto, era posible encontrarse con frases como “Xi Jinping busca consolidar su poder con la celebración del centenario del Partido Comunista” (lo que es muy probablemente cierto), a la vez que se destacaba la apertura de nuevos “centros de investigación dedicados al Pensamiento de Xi Jinping” que acompañó a la preparación del evento.
La Nueva Izquierda (integrada por Wang Hui, Jiang Shigong y Zhang Yongle, entre otros) abandonó su antigua postura crítica y se ha plegado al Estado, principalmente porque el Estado chino ha limitado los excesos neoliberales, reducido la pobreza y, en general, porque el modelo chino puede ofrecer un ejemplo al mundo sobre cómo orientar los mercados hacia el bien común de la sociedad y, a la vez, promover la productividad económica.
El 2 de julio de 2021, un día después del aniversario, Yao Yang, profesor de economía de la Universidad de Pekín, publicó en línea un artículo titulado “El último plan de 10.000 caracteres de Yao Yang: los desafíos del Partido Comunista de China y la reconstrucción de la filosofía política”, en la Beijing Cultural Review, una revista de divulgación intelectual, de buena reputación, en la que muchos intelectuales públicos dan a conocer su trabajo a una audiencia más amplia.
Yao es un estudioso y un intelectual público muy respetado, asociado, por lo general, a la Nueva Izquierda. Sin embargo, en el último tiempo ha expresado su admiración por el confucianismo. La primera vez que noté esto fue en una entrevista que dio durante la primavera de 2020, en donde dijo más o menos que “en Occidente nos odian porque nos llamamos a nosotros mismos comunistas —quizás si nos llamásemos confucianos cambiarían su impresión de nosotros”; un pragmatismo muy similar al que inspira la decisión institucional que hay detrás de la fundación de los “Institutos Confucio”. Este interés de Yao en el confucianismo se remonta a 2016, y recientemente ha publicado textos bastante sustanciosos sobre este tema.
Yao, en su artículo del 2 de julio, aborda el centenario del partido en relación con la próxima gran fecha que se asoma en el horizonte: 2049, el centenario de la fundación de la República Popular China. El texto está escrito de manera tal, que deja muy claro que Yao y sus editores son conscientes de estar siendo leídos el día después de la gran celebración. Si bien muchos intelectuales públicos chinos ignoran al partido y la Revolución en sus escritos, Yao es enfático en hacer lo contrario, exaltando reiterada y directamente al partido y la Revolución, por sus contribuciones a la modernización de China.
A pesar de las celebraciones, el mensaje central de Yao es que aún queda mucho por hacer. China, sostiene, aún debe absorber a Occidente, tal como en su momento absorbió al budismo. Tanto el marxismo como el Partido Comunista deben completar su “sinificacion”, si es que China quiere, finalmente, realizar la última gran absorción —lo que Yao llama “la reestructuración filosófica”. La solución propuesta por Yang es un retorno al confucianismo: “La reconstrucción del sistema teórico del partido, con la filosofía marxista como guía y la política confuciana como su esencia, es el único camino que tiene el partido para completar su reencuentro con China, y un paso fundamental para la absorción de Occidente en la civilización china”. Si bien Yao cita varias veces durante el texto a Deng Xiaoping, no menciona en ninguna parte a Xi Jinping.
Yao Yang es solo un caso, pero uno bastante ejemplar, sobre cómo funciona lo que he llamado la ecología intelectual china. En los primeros días de la internet en China era posible encontrarse con intelectuales-blogueros que eran auténticas celebridades, con decenas de miles y a veces cientos de miles de seguidores. Con el tiempo, el partido fue clausurando la blogosfera abierta, acarreando a la gente hacia pequeños grupos de WeChat, los que tienen una influencia más limitada y son más fáciles de monitorear. Mas allá de estos pequeños grupos y las revistas en línea, el apoyo institucional al pluralismo intelectual de China es casi nulo. Y sin embargo, Yao y miles de otros escritores se hacen oír, a veces complementando y a veces desafiando sutilmente la propaganda oficial desde una posición independiente y a la vez cautelosa.
Si pueden hacerlo es porque en los últimos 50 años China ha cambiado de manera radical, con consecuencias profundas en la reconfiguración del orden mundial. Aun así, no importa lo que digan Xi y el partido, porque nadie sabe realmente dónde estará China dentro de cinco años. Nada está escrito de antemano, y por esto mismo es que los intelectuales de China han decidido tomar la palabra.
Artículo publicado originalmente en el N° 3 de Palladium Magazine (palladiummag.com), que se reproduce con autorización de su autor. David Ownby es profesor de historia en la Universidad de Montreal y fundador de Reading the China Dream, proyecto online dedicado a la traducción de textos escritos por intelectuales chinos contemporáneos. Traducción: Domingo Martínez.
Abril, 2019: Alfredo Bryce Echenique relata una anécdota tristísima relacionada a la frustración de no haber satisfecho las expectativas de su padre. El público aplaude y, como siempre, Bryce no sonríe, se encoge de hombros, simula no hacerse cargo del chiste amargo y arruga las cejas aparentando curiosidad o un disgusto resignado. Dirige la reacción del auditorio y, al mismo tiempo, intenta desconocer la inconfundible gracia de sus desgracias.
La escena ocurre en la presentación de la tercera parte de sus memorias Permiso para retirarme. En la misma línea de Permiso para vivir (1993) y Permiso para sentir (2005) —proyecto acuñado como “Antimemorias”, en honor a su admirado André Malraux—, se disgregan encandilamientos, infidelidades, neurosis, hemorroides, internaciones psiquiátricas, desamores, separaciones, azares y, sobre todo, fracasos. Y aunque sus personajes y escenarios se asocian fácilmente a los de sus relatos, poco termina importando borronear los límites de la ficción porque lo atendible, como siempre, es la inagotable refulgencia de sus pesimismos, desacralizaciones y autoparodias. Un torrente de imágenes que suele disgregarse, desmentirse a sí mismo, estrujarse y soltarse con una energía torrencialmente calculada. ¿Bryce intenta hacernos reír con las desventuras de sus personajes o somos los lectores los que no tomamos en serio sus devastaciones y nos reímos de algo terrible?
En Permiso para retirarme, Bryce promete dar el portazo definitivo a su cuaderno de navegación biográfico, pero, por supuesto, sería inútil preguntarse si por primera vez en sus 80 años está hablando en serio. Si las dos primeras entregas retratan sus años en Perú, en Europa y Cuba, mediante un salpicado de amigos, parejas, artistas, políticos, intrigas pasajeras y regresos fallidos, en esta tercera parte se detiene en su entrañable amistad con Julio Ramón Ribeyro, las desaseadas visitas del poeta Rodolfo Hinostroza a su departamento de la rue Amyot, los rebuscados desencuentros con el presidente Alan García, sus complicidades con el humorista Tulio Loza y los lobbies de García Márquez para conseguirle inmerecidos cargos universitarios.
Pero sobre todo hunde una tecla significativa cuando se detiene en Francisco Bryce Arróspide, su padre, “un hombre de una bondad tan paradigmática como lo era su silencio”. A lo largo de sus 70 años, fue maestro ferroviario, marino mercante, reparador de electrodomésticos y gerente general del Banco Internacional. Creció en una granja en Jauja, a 270 kilómetros de Lima, cerca de un hospital para tuberculosos. A los 18 cometió un error en el ensamblaje de rieles y el tren no fue a dar a Oroya sino a Cerro Pasco, bastantes kilómetros más lejos de lo anunciado. La negligencia fue difundida y don Paco fue tan hostigado que abandonó la sierra, llegó a Lima y se embarcó como marino. Después de dos décadas se bajó en el mismo puerto y se casó con Elena Echenique Basombrío, una sobrina 30 años menor y bisnieta del presidente José Rufino Echenique: una muchacha distraída y bellísima que, en ese entonces, se empinaba por los 18 años.
En reuniones familiares, don Paco era alentado a destapar su anecdotario de marino, pero nadie daba crédito a las experiencias que él tampoco defendía. Contaba, por ejemplo, que una mañana toreaba en España cuando el animal se le vino encima y tuvo que lanzarlo al graderío, donde cayó sobre una vieja que murió grotescamente. O la vez que compartió con una tribu africana donde las mujeres tenían los senos tan caídos, que los hombres afilaban en ellos sus cuchillos. De sus funciones en el Banco Internacional, en tanto, lo que más disfrutaba era supervisar las construcciones de sucursales regionales para justificar el paseo por los Andes centrales, su lugar natal. Alfredo pedía acompañarlo y, en esos silenciosos viajes por la sierra, don Paco rompía el marasmo y se sensibilizaba medidamente al toparse con lugares como Tarma, Huaychulo o Huncayo. Alfredo retiene estas postales como la única instancia donde su padre alcanzaba a fragilizarse y mostrarse un poco menos circunspecto.
Si las dos primeras entregas retratan sus años en Perú, en Europa y Cuba, mediante un salpicado de amigos, parejas, artistas, políticos, intrigas pasajeras y regresos fallidos, en esta tercera parte se detiene en su entrañable amistad con Julio Ramón Ribeyro, las desaseadas visitas del poeta Rodolfo Hinostroza a su departamento de la rue Amyot, los rebuscados desencuentros con el presidente Alan García, sus complicidades con el humorista Tulio Loza y los lobbies de García Márquez para conseguirle inmerecidos cargos universitarios.
En 1957, don Paco permitió que Alfredo estudiara literatura, siempre y cuando lo complementara con estudios de derecho. Necesitaba un heredero en el banco, porque de sus tres hijos hombres, uno era sordomudo, el otro un patán imperdonable y solo le quedaba el menor: Alfredo, el más excéntrico e impredecible de todos. Como estudiante de la Universidad de San Marcos (donde se cruzaba con su ayudante de cátedra Mario Vargas Llosa), Alfredo caminaba diariamente hasta la oficina de don Paco a la hora de almuerzo. Los compañeros de leyes solían pedirle una reunión con su padre para conseguir un puesto en el banco, pero don Francisco repudiaba enérgicamente los nepotismos. Al respecto, podemos encontrar señuelos en La vida exagerada deMartín Romaña (1981), cuando al protagonista —un joven peruano en el París de los 60— es recriminado por ser hijo de un “ladrón de plusvalía” o un “sucursalero de mierda”.
En la crónica Bryce antes de Julius (Estruendomudo, 2017), el ensayista peruano Mariano Oliveira La Rosa entrevista al autor y a más de 30 personas vinculadas a su infancia y juventud. Acá el mismo Alfredo recuerda cómo su padre solía exigirle que compartiera historias de las familias marginales que empezaba a conocer en sus prácticas de abogado. Según él, como tampoco era tanto lo que hacía, no le quedaba más que fabular en la dirección que a su padre pudiese interesarle y, de paso, hablarle bajito para irritar su sordera. “De toda mi familia solo yo disfrutaba de mi padre”, escribe en Permiso para retirarme: su madre había apagado tempranamente el entusiasmo por su marido navegante (“había perdido la aureola de aventurero”) y ni hablar de la violencia entre él y su hijo Eduardo, quien puede emparentarse a la irresponsabilidad y petulancia de los hermanos mayores de Un mundo para Julius.
Es curioso pensar que Bryce, tal vez, recibió de su padre el motor de su narrativa, pero de manera inversa: este hombre desconcertante, parecía fabular con sus mundos abisales, pero hacía exactamente lo contrario: don Paco era impenetrable, lejano a aspavientos y al acomodo de eventualidades. Años después de su muerte, incluso, Alfredo leyó en la prensa que el célebre tenor Alejandro Granda volvió al Perú después de décadas y le dio el mérito a don Francisco de haberlo descubierto cantando en un buque y presentarlo a tenores de primera línea. Una historia, por supuesto, que nadie tomaba en serio cuando la revivía en esos almuerzos familiares.
Alfredo, en cambio, ya a temprana edad era identificado como una metralleta de mentiras y, una de las más recordadas por sus compañeros de colegio, es precisamente una relacionada al padre. A los siete u ocho años, Alfredo inventó que era hijo del famoso piloto de carreras Arnaldo Alvarado —la historia aparece en su relato La esposa del rey de las curvas (2010)—, pero cuando Alvarado perdió el título ante el piloto Henry Bradley, Alfredo dijo —sin arrugarse— que su verdadero padre era Bradley y que la prensa también se había equivocado porque el apellido del campeón no era Bradley sino Bryce.
Una madrugada de 1964 Alfredo se embarcó de Lima a París para convertirse en escritor. Antes de salir de su casa, don Paco sorpresivamente se levantó en bata, besó su frente, suspiró y se fue a su cuarto, donde ya dependía de un tanque de oxígeno. Padre e hijo nunca más volvieron a verse: don Paco murió en 1966 y no alcanzó a enterarse de que en 1968 su hijo publicaría Huerto cerrado (título sugerido por Julio Ramón Ribeyro), ni menos que Martín Romaña, su personaje más célebre, pensaría que en Lima toda su familia debía estar feliz con su ausencia en la cena navideña, excepto su padre.
Permiso para retirarme. Antimemorias III, Alfredo Bryce Echenique, Anagrama, 2021, 231 páginas, $19.000.
La tradición poética estadounidense es fecunda en formas de rehuir la abrumadora presencia del hablante poético que se sitúa al centro del universo; una de ellas es negar la función expresiva de la poesía y otra automatizar parte del trabajo poético mediante la adopción de un procedimiento. Vemos esto, por ejemplo, en el paso de Ezra Pound a una impersonalidad que privilegia el aspecto didáctico del poema; en el uso de un método formal en los Sonetos (1964) de Ted Berrigan, en el conceptualismo del recientemente fallecido Dan Graham y su Poema Schema (1966); y en los experimentos de L=A=N=G=U=A=G=E.
A fines de los años 60, el poeta David Antin (Nueva York, 1932-2016) optó por otra ruta, los talk-poems o poemas-hablados, algo más parecido a un evento que a un objeto literario. En sus palabras, “como poeta me sentía extremadamente cansado de / lo que consideraba un acto innatural del lenguaje / encerrarse en un clóset / por así decirlo / sentarse frente a una máquina de escribir / porque / todo es posible en un clóset / frente a una máquina de escribir / y nada es necesario / un clóset / no es un lugar desde donde hablarle a alguien”.
En estos poemas-hablados, en vez de leer o recitar, Antin piensa en voz alta en una especie de free jazz para conseguir valiosas y a veces cómicas reflexiones filosóficas. Según Andrés Anwandter (Valdivia, 1974), traductor de este excelente volumen, “la idea es recuperar hablando el carácter apelativo del poema, y así volverlo una práctica social y situada, un acto necesario”. Esta práctica implica un rechazo de ideas tácitamente aceptadas por la mayoría de los poetas, fundamentalmente las nociones románticas de que el poema expresa el mundo interior de un poeta y que la poesía es un medio nacido en un pasado mítico, donde la canción surgía físicamente de la experiencia humana.
Los poemas-hablados eran para Antin ‘exploraciones de áreas no visitadas de la experiencia humana’ y a la vez preguntas sobre la naturaleza del lenguaje, la poesía y el lugar de esta en la sociedad, una serie de indagaciones sin la pretensión de ser concluyentes.
Su rechazo de estas ideas, según el mismo Antin cuenta en una entrevista, le trajo el repudio de Gary Snyder y Denise Levertov, quienes se sintieron llamados a recordarle que la poesía era canción y que lo suyo no era poesía; el cuestionamiento de un editor que usó para su trabajo la misma imagen que Robert Frost utilizó para descalificar el verso libre: un intento de jugar tenis sin red; y la descalificación de Harold Bloom, quien interrumpió una charla de Marjorie Perloff sobre su poesía y la de John Cage diciendo que ellos no eran poetas, para luego abandonar la sala indignado. Pero pese a su rechazo de la tradición, Antin reconoce predecesores a su trabajo en Kenneth Rexroth y Robert Creeley, dos poetas cuyos poemas parecieran surgir del habla recién desprendida del pensamiento o de una conversación interna depurada en el texto escrito.
El poema hablado que presta el título a este volumen, qué estoy haciendo aquí?, surgió de una charla improvisada por Antin en el Poetry Center de San Francisco, en 1973, durante una lectura de poesía donde se presentó junto a Jerome Rothemberg. En el poema, Antin opone la afirmación de Francis Bacon de que la poesía es solo un modo del habla y su contenido nada más que “historia a discreción” (es decir, mentiras) con la idea propuesta por Aristóteles de que la poesía es más cierta que la historia. Frente a este dilema insoluble, Antin narra la historia de una ex compañera de trabajo que le contó a toda la oficina de su cita con un hombre con tres cerezas tatuadas en el pene, lo que hace a Antin preguntarse “qué tipo de habla es esa historia para mí?”, y luego “ahora bien yo no sé si eso es historia a discreción / o si es algo más aristotélico / es decir cuando piensas en la idea de poesía de aristóteles / su idea de que la poesía era historia esencial / era el tipo de historia que tenía que pasar / o el tipo de historia que podría haber pasado o el tipo de historia que tendría que haber pasado porque era apropiado que pase”.
Menciono esto para mostrar cómo el poema-hablado deambula por el mito, la duda metódica, el humor, las historias de pasillo y de un pueblo originario. Los poemas-hablados eran para Antin “exploraciones de áreas no visitadas de la experiencia humana” y a la vez preguntas sobre la naturaleza del lenguaje, la poesía y el lugar de esta en la sociedad, una serie de indagaciones sin la pretensión de ser concluyentes: “Pero yo veo / el pensar como hablar / lo veo como responder / a una pregunta / que puede dar lugar a otra pregunta / y puede abrir algún terreno y perder algún terreno”.
qué estoy haciendo aquí? y otros poemas hablados es parte de Caballo de Proa, una colección de poesía en traducción curada por el poeta Yanko González para Ediciones Universidad Austral, que cuenta con tomos dedicados a Carl Sandburg y Gottfried Benn en traducciones de Juan Manuel Silva y Verónica Zondek. La publicación de este libro luminoso y a ratos hilarante de David Antin es valiosa no solo por el acertadísimo trabajo de Anwandter o por ser la primera en español, sino porque ofrece una necesaria ventana a formas renovadoras y anómalas de abordar el quehacer poético.
qué estoy haciendo aquí? y otros poemas hablados, David Antin (traducción de Andrés Anwandter), Ediciones Universidad Austral, 2021, 125 páginas, $15.900.
El vasto territorio es la primera novela de Simón López Trujillo (Santiago, 1994), quien antes publicó una plaquette de poesía titulada Maestranza. Es posible que López Trujillo no haya visitado Curanilahue, ciudad en la que se sitúa preferentemente su novela, que no conozca Trongol Alto o Nahuelbuta, pero dichos lugares cobran existencia propia en su relato, situando al lector en el espacio al sur del Biobío, una “macrozona” que enlaza de inmediato con el conflicto que cruza esa parte de Chile: el brazo largo de las forestales y la defensa territorial mapuche. López Trujillo salió de Santiago y nos propone un viaje a una zona más de sacrificio ambiental. Es una primera decisión estético-ideológica, con la que amplía el mapa de la narrativa nacional actual, ofreciendo una historia sobria y desoladora sobre el ocaso de un mundo.
La novela se estructura en dos secciones, “El sueño de los niños eucaliptus” y “Pedro, el Vasto”, en las que se cuenta la vida de Pedro, trabajador forestal, y sus hijos Patricio y Catalina. Pedro ha enviudado y cuando enferma, los hijos quedan abandonados y deben subsistir a duras penas. También se relata, en segmentos alternos, la historia de Giovanna, una científica chilena que cursa un doctorado en micología en la Universidad de Manchester y que viaja con frecuencia a Chile, para dictar charlas y asesorar a universidades y empresas forestales.
La enfermedad que ataca a los trabajadores está asociada a un hongo del eucaliptus. Pedro es el único trabajador sobreviviente y en la segunda parte de la novela se transforma en una suerte de profeta, mientras que, en paralelo, la novela privilegia a Patricio, el hijo que queda a cargo de su hermana y que debe lidiar con la indiferencia de la empresa forestal y con una comunidad evangélica que se ha apropiado de la figura de su padre.
Resulta admirable la forma en que se configuran los personajes juveniles en la novela; se privilegia una mirada que combina la inocencia, la curiosidad y cierto arrojo, sin caer en la ternura fácil ni en los estereotipos.
Resulta admirable la forma en que se configuran los personajes juveniles en la novela; se privilegia una mirada que combina la inocencia, la curiosidad y cierto arrojo, sin caer en la ternura fácil ni en los estereotipos. Los hijos son víctimas de una situación que los sobrepasa, pero Cata y Patricio se defienden a sí mismos con furia y sin miramientos: “—¿Juguemos un partido, mejor? —Bueno, te voy a sacar la chucha, le dice Cata a su hermano”. Luego, Patricio le responde a Baltazar, el evangélico: “—¿Sabes quién soy? —El feo culiao que tiene secuestrado a mi papá”. El habla será su herramienta de combate, una de las pocas defensas que pueden articular frente al mundo, lo que concede una renovada dignidad a estos “niños eucaliptus” creados por el autor.
La enfermedad provocada por el hongo se propaga por los cuerpos de los trabajadores, pero también afecta formalmente la superficie textual, que es invadida progresivamente tanto por las notas al pie como por un discurso en cursiva, el que inicia cada sección de la novela y que también aparece fragmentariamente a lo largo de la historia: “Claro de un bosque. La perspectiva era como tomada de abajo, como si alguien hubiera enterrado unos ojos, regándolos con cuidado… muchas plantas vi (…) ellas decían las cosas en idioma mejorado”, se lee al inicio de la primera parte; más adelante, “Volveremos a crecer, sabíamos. Vamos siempre yendo hacia arriba por debajo”. Podríamos señalar que se trata de una “escritura de abajo”, cuyo efecto metafórico es figurar la invasión del reino fungi, simbolizando las posibilidades salvadoras del micelio, aquel estado de la materia que ocupa la mente de Pedro y lo conecta con la vastedad, figurando un discurso trascendente. La voz del padre, desde abajo, ofrece briznas de esperanza de un modo que reivindica una conexión panteísta, lo cual el autor en una entrevista conecta con su lectura de Spinoza.
La escritura de López Trujillo trabaja con plasticidad y rigor, lo que da cuerpo a un estilo propio, en el que alterna con maestría el relato con la textura poética. Nos desplaza a otros confines, en los que cada personaje abre un mundo: el científico y sus formas discursivas, el mundo del trabajo masculino y violento, el mundo evangélico desacralizado, el mundo natural exterminado. Pone en escena las preocupaciones epocales medioambientales, el capitalismo feroz que tiene a Chile seco y empobrecido, ofreciendo una novela devastadora, que oscila entre la desazón y atisbos de futuro esperanzado. Hacía tiempo que un debut en la narrativa no ofrecía un aliento social de esta envergadura.
La primera vez que escuché hablar de “el cura Valente” fue en una conversación con el poeta Luis Ernesto Cárcamo, en el Café Paula de Valdivia, a comienzos de los años 90. Según él, una mención al pasar de su primer poemario, Restosde fiesta (1991), en la columna dominical del crítico, había significado que dos personas preguntaran al día siguiente por su libro en la librería donde estaba a consignación. Esa era la medida de su influencia: solo pasabas a ser alguien en la poesía chilena cuando este sujeto te nombraba. Yo no era en ese entonces ni siquiera un “poeta joven”, como Cárcamo-Huechante (así se apellida ahora), aunque me tomaba cada vez más en serio la costumbre de escribir versos, si bien nunca se me había ocurrido que la crítica pudiera tener una incidencia tan concreta en la práctica poética.
Aprendí en esa misma ocasión que al decir “la crítica” —al menos en cuanto a poesía—, uno se refería en Chile a una sola persona, tradicionalmente un varón, en este caso además sacerdote, que escribía en “el diario”. Existía por cierto la excelente revista Literatura & Libros de La Época, pero no creo que fuera tan influyente en la conversación nacional. Mi padre compraba este último diario los domingos, casi nunca ElMercurio, así es que yo no tenía muchas oportunidades de leer a Valente, pero sus opiniones te llegaban igual de oídas. Y eso me ha llamado la atención ahora, revisando el volumen Crítica escogida, que publicó Ediciones Tácitas en 2018: sin haber leído antes la mayoría de estos textos, ya sé qué va a decir sobre tal o cual autor. También me impresiona la consistencia en el tiempo de sus juicios. Durante casi medio siglo no ha dejado de destacar obras y autores que hayan “optado por huir del lirismo fácil, del exceso metafórico, de la oscuridad, de los trasmundos, de la artesanía lírica, de la música, de lo convencionalmente poético”. Este último tipo de poesía corresponde vagamente a las vanguardias, aunque podría designar también el romanticismo o el simbolismo, la verdad cualquier “ismo”: para el crítico son meras modas que —aunque las hayan dado tantas veces por pasadas— vuelven majaderamente a aparecer. Poesía entre comillas nomás, que él contrapone a la poesía con mayúsculas, caracterizada por su claridad y conexión con la realidad. Es curioso que Valente defienda siempre en sus columnas una especie de realismo, una poesía “no poética”, cuando en narrativa celebra casi lo opuesto, lo maravilloso. De hecho, esta última cualidad caracterizaría su género literario preferido, que se encarga de deslindar en No confundir fantástico con maravilloso, publicado el 2020, también por Tácitas.
Echo de menos entre estos textos uno que sí leí en su momento: aquel donde califica Vox tatuada (1991), de Humberto Díaz-Casanueva —un libro que me había deslumbrado— como un montón de palabras gratuitas, o algo así. Creo que esa columna dejaba claro que Valente, por más respetado que fuera, podía ser un lector superficial y negligente. Porque Vox tatuada será una obra estrafalaria, de imágenes difíciles, algunas de ellas muy violentas, en los límites de lo representable, pero justo por ello no va en el mismo cajón que la poesía surrealista o dadaísta donde el crítico quería guardarla. Esa gaveta ya no cerraba de tantas cosas disparatadas que había metido en ella. Me asombra todavía que alguien atraviese dicho libro, con un mínimo de empeño o cariño (se trata, mal que mal, de un poeta mayor chileno), sin ser siquiera rozado por la potencia de sus visiones. Pero ahí Valente, al parecer, más que emitir un juicio crítico, ventilaba sus prejuicios poéticos. ¿Cuán común era esta actitud en él?
A Ignacio Valente se le celebraba su agudeza —su capacidad de penetrar íntimamente una obra para intuir su valor— y se le reprochaba su impresionismo, es decir, que en última instancia su lectura no tuviese un rigor académico o científico (esto último me da lo mismo, tampoco me interesa el positivismo para abordar la literatura). Creo que ambas apreciaciones vienen del hecho de que, al comentar poesía, solía desdoblarse y tomar la posición del poeta —más que del crítico—, hablando desde su conocimiento algo arcano de la artesanía del verso.
A Ignacio Valente se le celebraba su agudeza —su capacidad de penetrar íntimamente una obra para intuir su valor— y se le reprochaba su impresionismo, es decir, que en última instancia su lectura no tuviese un rigor académico o científico (esto último me da lo mismo, tampoco me interesa el positivismo para abordar la literatura). Creo que ambas apreciaciones vienen del hecho de que, al comentar poesía, solía desdoblarse y tomar la posición del poeta —más que del crítico—, hablando desde su conocimiento algo arcano de la artesanía del verso. Por ejemplo, cuando a propósito de una copla de Jorge Manrique señala: “El que no entiende como la letra r o un ritmo de cuatro sílabas puedan ser órganos reveladores de la muerte, nada sabe de poesía”. No se trata aquí de un mero énfasis formalista o retórico, sino de la convicción práctica de que un buen poema presenta una síntesis o “identificación de sonido y sentido, de experiencia y lenguaje, de emoción y forma”. Así, Valente se esmera en describir poemas como composiciones musicales (en lugar de objetos lingüísticos) con sus crescendos y clímax, tratando de determinar cómo “en los versos cobra el pensamiento la exacta forma verbal que lo revela”. El contenido de dicho pensamiento no es siempre lo que más le interesa.
Aquí es preciso hacer una digresión: una complejidad del personaje es que firmara sus columnas con seudónimo y publicara, al mismo tiempo, versos como José Miguel Ibáñez Langlois. Este nombre también corresponde al autor de una larga diatriba contra Lévi-Strauss y Foucault (Sobre el estructuralismo, publicado en 1983), donde hace gala de su incomprensión de las teorías que se propone descalificar. Pero como poeta —entre cuyos numerosos libros conozco solo Futurologías (1980) e Historia de lafilosofía (1983): los únicos que se conseguían en la Librería Universitaria de Valdivia—, Ibáñez Langlois demuestra tener gracia, inteligencia, imaginación, incluso humor, junto a un buen manejo de ciertas formas, como el epigrama, y una amplia cultura literaria. Aunque estas cualidades no lo sitúen entre los tres (o cuatro) grandes de la poesía chilena, se puede adivinar tras ellas a un autor genuino, letraherido y, particularmente en el caso de Futurologías, con grandes ambiciones estéticas, aparte de sus preocupaciones religiosas. Paradójicamente, con sus asumidas influencias de Parra y Cardenal, este tipo de escritura no dejaba de estar “a la moda” en los años 80. ¿Cómo habría criticado Ignacio Valente estas obras? ¿Dónde las habría ubicado en sus esquemas teóricos?
Valente adopta, una y otra vez, un par de posiciones convencionalmente conservadoras, tan esparcidas y enraizadas (desde mucho antes de su apostolado), que se confunden con el sentido común, por lo que es fácil pasarlas por alto. La más fundamental de todas, a la cual se aferra todavía en columnas publicadas en el siglo XXI, es la certeza de que hay una inevitable declinación (o eclipse o decadencia) de La Poesía a lo largo de la historia: “la caída” en su versión poética.
¿Desde dónde habría venido rodando cuesta abajo el arte poético todo este tiempo?
Es fácil demostrar con ejemplos que la poesía chilena ‘goza de buena salud’, que las poéticas nacionales continúan evolucionando y diversificándose, pero difícil convencer a Valente si es que todo ello lo va a entender como un desvío o abandono de ‘la tradición’.
A esta pregunta el crítico da varias respuestas: en algunos casos puede ser desde una mítica poesía “clara y fuerte, directa y desnuda”, que a pesar de todo sigue apareciendo de vez en cuando por aquí y por allá; en otros casos puede ser la poesía de “los clásicos”, es decir, los poetas latinos y/o sus continuadores en Occidente; en último caso es cualquier poesía reciente que, a su juicio, le eche sombra a la producción poética actual en Chile. Sobre esto suelen finalmente pivotar sus comentarios: cuando menciona autores del pasado no es para establecer influencias, sino para mostrar la creciente distancia espacial y/o temporal de una obra determinada con respecto a las fuentes originales. Es fácil demostrar con ejemplos que la poesía chilena “goza de buena salud”, que las poéticas nacionales continúan evolucionando y diversificándose, pero difícil convencer a Valente si es que todo ello lo va a entender como un desvío o abandono de “la tradición”.
Ahora bien, el concepto de tradición que esgrime Valente es bastante restrictivo. Se trata del decurso histórico del género poético en el Viejo Mundo desde la Antigüedad Clásica. Que este no incluya poéticas de otras culturas, épocas o latitudes (ni todos los tipos de poesía europea), no obsta para que el crítico la califique como “ars poetica universal”. Hay varias discusiones interesantes que se podrían derivar de esta noción, acaso todas ellas sean variaciones de la pregunta crucial: ¿por qué la poesía debería aspirar a ser parte de esta tradición específica? Sin embargo, me interesa aquí mostrar cómo ella funda una de las tesis más sorprendentes de Valente, que subyace a buena parte de sus críticas: “No hay ninguna realidad cultural precisa que responda al nombre de ‘poesía chilena’”. Esto no significa que el país no le haya dado al mundo autores y obras excepcionales o memorables, sino que no habría en esta tierra una “cultura poética de rasgos orgánicos”, donde estas se inscriban, es decir, no lograrían formar un canon. La poesía en Chile surgiría espontáneamente, cuando una semilla poética encuentra el clima propicio para arraigarse y desarrollarse, pero sus raíces vienen de afuera, “casi siempre de Europa”. En este sentido, la poesía chilena se parece más a un fenómeno natural que cultural, y su breve historia desde fines del siglo XIX habría que situarla quizás dentro del género de lo maravilloso. Aunque yo no esté de acuerdo con sus premisas, no deja de parecerme atractiva esta aseveración: la poesía chilena no existe.
Es obvio que Valente ya no es el referente que fue entre los hombres de letras en el último tercio del siglo pasado. No es que sus ideas críticas hayan envejecido o estén obsoletas, ya que nunca buscaron realmente tomarle el pulso al presente, sino enmarcarlo dentro de su rígida visión conservadora, preñada de añoranza por un pasado imaginario de “nuestra” cultura occidental. Más que un intento de comprensión de distintas prácticas poéticas, sus columnas insisten en ofrecer cierta certeza ante la incertidumbre contemporánea: algo sólido entre tanta liquidez (pos)moderna. Irónicamente, es esta insistencia la que nos permite hoy en día interrogarlas, discutirlas o cuestionarlas. Por eso no hay pérdida en visitar estas selecciones recientes de sus textos. No hay mejor articulación de la que por mucho tiempo fuera la doctrina oficial del verso en Chile.
No confundir fantástico con maravilloso. Crítica escogida, Ignacio Valente, Ediciones Tácitas, 2020, 264 páginas, $15.000.
En julio de 2021, Vladimir Putin escribió un artículo titulado “Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos”, que presentaba su visión del pasado y el presente de Ucrania. Su argumento principal era que los ucranianos y los rusos son en realidad el mismo pueblo, o al menos muy próximos, y aunque Ucrania podía ser un país independiente, debería estar más cerca de Rusia que de Europa. Putin, por cierto, presentaba un hecho bien conocido: que tanto Rusia como Ucrania surgieron de la Rus de Kiev, un Estado eslavo medieval. Y a medida que el tiempo avanzó, cultural, lingüística e históricamente, las dos naciones permanecieron cercanas. En 1653, Ucrania pasó a formar parte del Estado ruso y la unidad de los dos países fue inquebrantable.
Al esbozar estos hechos, Putin seguía la línea de pensamiento del príncipe Nikolái Serguéievich Trubetskói (1890-1938), historiador y lingüista ruso, fundador del eurasianismo. Él señaló que los rusos en realidad incluyen tres grupos: los grandes rusos (velikorossy, o rusos actuales), los pequeños rusos (malorossy, o ucranianos) y los rusos blancos (belorossy, o bielorrusos).
Claramente Putin estaba en lo correcto al considerar que ucranianos y rusos eran muy cercanos entre ellos. Sin embargo, el presidente ruso ignoró otros hechos que no encajan en el modelo de relación bilateral amistosa que imaginaba. Lo más importante, ignoró lo que él sabe bien: la cercanía o la distancia entre diversas naciones a menudo se construye por la fuerza. Los poderes imperiales “descubren” la similitud, mientras que la debilidad o, más aún, la desintegración, invita a una sensación de diferencia. Por ejemplo, la construcción de la identidad “eurasiática” y soviética estuvo directamente relacionada con el poder proyectado por el Imperio Ruso y la Unión Soviética. Como parte de este poder, se “descubrían” similitudes entre pueblos que pertenecían a culturas, grupos lingüísticos, etnias o razas absolutamente diferentes.
Antes de que la Unión Soviética colapsara, los ideólogos soviéticos oficiales enfatizaron la unidad irrompible de todas las etnias de las repúblicas soviéticas: estaban unidas no solo por un común sistema político y económico, sino también por rasgos culturales comunes, ya que habían vivido juntos durante siglos. Los ‘eurasiáticos’ trabajaron esta noción enérgicamente.
El “eurasianismo” y la construcción de la identidad soviética
Mientras Putin daba a entender que rusos y ucranianos eran casi lo mismo, uno podría preguntarle si los rusos y las minorías no eslavas de la Federación Rusa, como los tártaros, son tan similares entre sí. En respuesta a esta pregunta retórica, Putin —y no solamente él— afirmaría que si bien los tártaros pueden verse diferentes de los rusos, ambos pueblos, de hecho, constituyen una entidad holística, simplemente porque rusos y tártaros han vivido juntos durante tanto tiempo que se influenciaron unos a otros hasta el punto de que se han convertido en una cuasi-nación, una unión euroasiática. Antes de que la Unión Soviética colapsara, los ideólogos soviéticos oficiales enfatizaron la unidad irrompible de todas las etnias de las repúblicas soviéticas: estaban unidas no solo por un común sistema político y económico, sino también por rasgos culturales comunes, ya que habían vivido juntos durante siglos. Los “eurasiáticos” trabajaron esta noción enérgicamente.
El eurasianismo, una doctrina que surgió entre los emigrados rusos hace 100 años (en 1920-1921), apuntaba a que Rusia no pertenecía a Occidente, como imaginaban los rusos occidentalistas, ni al mundo eslavo, como creían los eslavófilos (la otra tendencia importante en el pensamiento ruso del siglo XIX), sino a “Eurasia”. De acuerdo con el relato de los eurasianistas, Rusia era una civilización única, basada en la unión o “simbiosis” entre los rusos étnicos (y los eslavos en general) y los musulmanes, en su mayoría túrquicos por origen étnico. Los euroasianistas apuntaban que esta unión duró por siglos y llevó a estas etnias colectivas a acercarse entre ellas. Roman Jakobson (1896–1982), uno de los principales lingüistas rusos y miembro del Círculo Lingüístico de Praga, fue un dedicado eurasianista. Él descubrió la “unidad euroasiática” entre las lenguas eslavas y turcas dentro de Eurasia, que se habían influenciado mutuamente a tal punto, que se volvieron estructuralmente más próximas entre sí que con otras lenguas túrquicas y eslavas fuera del espacio euroasiático o ruso/soviético.
La absorción de Ucrania por el Estado ruso tampoco fue algo tan sencillo como lo presenta la historiografía rusa dominante. Durante un tiempo, las élites ucranianas vacilaron entre varias hegemonías regionales, incluidas Rusia, Polonia e incluso los turcos otomanos. En la Batalla de Konotop de 1659, las fuerzas ucranianas se unieron a los tártaros de Crimea, los súbditos o vasallos de los otomanos, en la lucha contra los rusos y otras fuerzas ucranianas. Finalmente, Ucrania entregó su lealtad a Rusia, pero esta elección se debió principalmente a un juego de poder: en ese momento, Rusia había salido victoriosa después de una larga guerra con Polonia.
Mientras subrayaban las similitudes entre la gente de la Unión Soviética/Rusia, los eurasianistas enfatizaron no solamente las similitudes culturales y étnicas intrínsecas, sino también las circunstancias históricas que los unieron. Creían que fueron los mongoles, bajo Gengis Kan y sus sucesores, quienes unificaron el espacio euroasiático y fueron responsables de la fusión étnica y cultural de una variedad de pueblos que habitan estas tierras. En los siglos XIII y XIV, la mayor parte del territorio de la Rusia actual o la antigua Unión Soviética estaba gobernada por la Horda de Oro, una parte del enorme imperio mongol cuyo poder creó esta unidad “eurasiática”. En otras palabras, el poder era la clave del “destino” de estos pueblos. Con eso en mente, una lectura alternativa de la historia podría demostrar una configuración diferente del pasado de Ucrania y su relación con Rusia, que no ha sido tan armoniosa como alega Putin.
Ucrania y Rusia bien podrían haber estado separadas
Después de la desintegración de la Rus de Kiev en el siglo XII, surgieron varios grandes principados. Uno de ellos, el Principado de Vladímir-Súzdal, se convirtió en la cuna de la etnogénesis de la Gran Rusia, con los eslavos mezclándose con las tribus autóctonas ugrofinesas. El Principado de Galicia-Volinia, con Kiev en el centro, se convertiría en el núcleo de la futura Ucrania. Sus gobernantes habían interactuado activamente con Occidente y algunos, como el príncipe Danílo Románovich, incluso fueron coronados por el Papa.
Las relaciones entre los principados posteriores a la Rus de Kiev estaban plagadas de constantes disputas. Vladímir-Súzdal emergió como el más fuerte entre ellos, fundamentalmente debido a la migración de la población desde el sur fértil, pero inseguro, hacia el noreste, lo que provocó que Kiev perdiera su prominencia y atractivo como sede del ambicioso príncipe. La debilidad de Galicia-Volinia tentó a los príncipes de Vladímir-Súzdal, y ellos se apoderaron de Kiev varias veces y saquearon la ciudad minuciosamente. Hay pocos detalles históricos sobre cómo sucedió, pero, a pesar de que los dos principados tenían una común fe ortodoxa, las iglesias no se salvaron y sus tesoros fueron saqueados o llevados de vuelta a Vladímir. Del mismo modo, a pesar de compartir un idioma y una etnia comunes (aunque estas nociones apenas jugaron algún papel en la Edad Media: luchas similares tuvieron lugar en Europa y en otros lugares), la pérdida de vidas entre los habitantes de Kiev probablemente fue significativa.
Corte de un príncipe ruso feudal (1908).
Las diferencias entre los principados se ampliaron tras la invasión mongola de 1237, que fue una calamidad devastadora y no, como afirmaban los euroasianistas, una pequeña “incursión” tras la cual mongoles, tártaros y eslavos vivieron en una feliz “simbiosis”. Muchas ciudades antiguas de la Rus de Kiev, como Riazán, fueron arrasadas y sus poblaciones masacradas; otras, como Kiev, perdieron a la mayoría de sus residentes. Aun así, la mayoría de la parte occidental del antiguo estado de Kiev se liberó de los señores mongoles/tártaros mucho antes que el resto de Rusia y se incorporó a Lituania y, más tarde, a la Rzeczpospolita, una mancomunidad de Polonia y Lituania. Como resultado, los campesinos y la nobleza ucranianos predominantemente ortodoxos se incorporaron a un Estado predominantemente católico, donde los ortodoxos a menudo eran maltratados y/o discriminados por la Szlachta (nobleza) católica, lo que inevitablemente influía en los primeros. Rusia misma podría haber sido polonizada si la Rzeczpospolita hubiera tenido éxito en apoderarse de Rusia durante la llamada Época de la Inestabilidad, un periodo a fines del siglo XVI y principios del XVII marcado por crisis dinásticas, agitación social y caos general.
La absorción de Ucrania por el Estado ruso tampoco fue algo tan sencillo como lo presenta la historiografía rusa dominante. Durante un tiempo, las élites ucranianas vacilaron entre varias hegemonías regionales, incluidas Rusia, Polonia e incluso los turcos otomanos. En la Batalla de Konotop de 1659, las fuerzas ucranianas se unieron a los tártaros de Crimea, los súbditos o vasallos de los otomanos, en la lucha contra los rusos y otras fuerzas ucranianas. Finalmente, Ucrania entregó su lealtad a Rusia, pero esta elección se debió principalmente a un juego de poder: en ese momento, Rusia había salido victoriosa después de una larga guerra con Polonia. Pero esta victoria no estaba predestinada, y la Rzeczpospolita podría haber prevalecido, lo que habría resultado en que Ucrania quedara bajo la influencia cultural polaca y posiblemente incluso se convirtiera al catolicismo. Un anticipo de esto se puede ver en la aparición de las iglesias uniata (iglesias católicas orientales), cuyos creyentes conservan los rituales ortodoxos pero, al mismo tiempo, reconocen al Papa como líder espiritual.
El tercer elemento es el esfuerzo más importante para Putin y la élite rusa, quienes están ansiosos por restaurar el prestigio del que disfrutaba la antigua Unión Soviética. Como un líder pragmático y oportunista, Putin nunca ha seguido un plan fijo, optando por cambiar su estratagema geopolítica según las circunstancias.
Una vez que Rusia prevaleció en el conflicto por la dominación en Europa oriental, se expandió no solo a través de Ucrania, sino que también absorbió parte de Polonia. En lugar de la polonización, en Ucrania tuvo lugar la rusificación. Pero este proceso no fue puramente el resultado de la presión directa del Estado ruso: la lengua y la cultura rusas se difundieron como atributos de la élite dominante. De manera similar, luego de la conquista de la India por parte de Gran Bretaña, millones de indios aceptaron el inglés como el idioma del poder dominante. Si el Imperio ruso se hubiera derrumbado en 1917-1920 y no se hubiera convertido en el imperio soviético, la ucranización, la polonización o incluso la germanización de Ucrania (si Alemania se hubiera apoderado de ella) habría comenzado mucho antes. Si Mijaíl Gorbachov no hubiera surgido como el líder soviético en la década de 1980 (y nadie predijo su ascenso al poder), y si la Unión Soviética hubiera sobrevivido, es probable que el proceso de rusificación (o sovietización) hubiera continuado en su territorio, creando un pueblo de habla rusa, unido por una cultura rusa común, que habría constituido la gran mayoría de los soviéticos. En cierto sentido, los soviéticos podrían haberse convertido en algo similar a los antiguos romanos, quienes, a pesar de las diferencias étnicas, hablaban cada vez más latín o griego.
Por lo tanto, los que se consideran rasgos esenciales o características objetivas de un aliado o adversario a menudo son construcciones directamente conectadas con juegos de poder. Las similitudes y diferencias de Ucrania con Rusia dependen de la proyección de poder de Rusia y la narrativa histórica es así “editada”, para ajustarse al presente y coincidir con las expectativas de la potencia dominante. El artículo de Putin se puede leer usando su óptica.
Implicaciones del artículo de Putin
Los observadores abordaron el texto de Putin de maneras diferentes. Algunos, por ejemplo, argumentaron que Putin no era su autor: uno de sus ayudantes lo hizo, mientras que él solamente leyó el texto e hizo comentarios. Otros afirmaron que efectivamente era de Putin, quien estaba claramente aburrido y escribió el artículo simplemente para entretenerse. Ya sea que lo haya escrito o no, el artículo y sus ideas no deben tomarse como el plan de acción o como una forma de entretenimiento. Entrega, sin embargo, un vistazo a sus puntos de vista del pasado, que tienen implicaciones políticas directas.
A medida que crecían inevitablemente las tensiones con Europa, a Putin se le ocurrió su propio proyecto favorito: la Unión Euroasiática, que originalmente no parecía muy prometedor. Pero la continua escalada con Occidente condujo al surgimiento de una nueva estratagema: el ‘mundo ruso’. Los tratos de Rusia con Ucrania se incorporaron a estos diseños y, como señaló Alexei Venediktov, el principal comentarista y copropietario de la influyente estación de radio Ekho Moskvy, el artículo de Putin no es un signo de que el presidente ruso planee conquistar Ucrania; solo quiere influencia.
Putin es pragmático y maquiavélico. Él no tiene impulsos ni objetivos más allá de mantener su poder, preservar el statu quo y expandir la influencia de Rusia. El tercer elemento es el esfuerzo más importante para Putin y la élite rusa, quienes están ansiosos por restaurar el prestigio del que disfrutaba la antigua Unión Soviética. Como un líder pragmático y oportunista, Putin nunca ha seguido un plan fijo, optando por cambiar su estratagema geopolítica según las circunstancias.
Al principio de su mandato, Putin imaginó a Rusia como una aliada de Estados Unidos, a pesar de su resentimiento por los intentos de este último de emerger como una única potencia hegemónica. Más tarde, como lo demostró su discurso de Munich de 2007, se desilusionó y adoptó un enfoque más confrontacional. A pesar de su nueva asertividad, Europa occidental y central siguieron siendo los socios más deseables de Rusia. A medida que crecían inevitablemente las tensiones con Europa, a Putin se le ocurrió su propio proyecto favorito: la Unión Euroasiática, que originalmente no parecía muy prometedor. Pero la continua escalada con Occidente condujo al surgimiento de una nueva estratagema: el “mundo ruso”. Los tratos de Rusia con Ucrania se incorporaron a estos diseños y, como señaló Alexei Venediktov, el principal comentarista y copropietario de la influyente estación de radio Ekho Moskvy, el artículo de Putin no es un signo de que el presidente ruso planee conquistar Ucrania; solo quiere influencia.
Putin cree que, tarde o temprano, Ucrania colapsará como Estado independiente, debido a problemas económicos y políticos. El mismo hecho de que Rusia terminara el gasoducto Nord Stream II, que exportaría gas ruso a Europa, sin pasar por Ucrania, podría jugar un papel importante en los planes de Putin. Nord Stream II privaría a Ucrania de los considerables ingresos que ahora recibe en tarifas de tránsito y conduciría a crisis económicas y sociales.
Sin embargo, Putin podría querer más. Su pensamiento indica que cree que la identidad de Ucrania, su existencia misma, es el resultado de la proyección del poder. Fue este poder el que construyó la narrativa histórica que podía ser cambiada. En consecuencia, cree que, tarde o temprano, Ucrania colapsará como Estado independiente, debido a problemas económicos y políticos. El mismo hecho de que Rusia terminara el gasoducto Nord Stream II, que exportaría gas ruso a Europa, sin pasar por Ucrania, podría jugar un papel importante en los planes de Putin. Nord Stream II privaría a Ucrania de los considerables ingresos que ahora recibe en tarifas de tránsito y conduciría a crisis económicas y sociales.
El socavamiento por parte de Putin de la economía y el desarrollo político de Ucrania tendría varias implicancias. En primer lugar, podría surgir un régimen prorruso en Ucrania. En segundo lugar, podría producirse una partición de Ucrania, y Rusia podría quedarse con una buena parte del Este de Ucrania, en su mayoría de habla rusa. Aquí el destino de Ucrania sería similar al que tuvo Polonia en el siglo XVIII, cuando el país fue dividido por potencias cercanas y dejó de existir durante más de un siglo. Dada la gravedad de estas consecuencias, el artículo de Putin no debe verse como un ejercicio intelectual, sino como su visión de posibles acciones futuras y, por lo tanto, sus puntos de vista sobre la historia de Ucrania deben ser tomados en serio.
Artículo publicado por el Institute of Modern Russia (8-09-2021). Dmitry Shlapentokh ha publicado un libro reciente sobre Putin: Ideological Seduction and Intellectuals in Putin’s Russia (Palgrave, 2021). Traducción de Patricio Tapia.
Tres hombres en un hotel de París piensan el presente. Son oriundos de la República de Weimar, vienen del Norte, hablan la misma lengua y escriben. Uno de ellos es director de cultura de un destacado diario alemán. El otro es un autor reconocido, optimista y comunista. El tercero es Walter Benjamin. Corre el año 1926 y París es la fiesta que otros escritores se dan por la época, y tantos artistas en general. Es el lugar donde se debe estar si se quiere obtener una imagen aguda de aquel presente europeo. Los tres han seguido la misma brújula y se disputan por entonces, tanto como lo harán más tarde, haber dicho de ese presente la verdad.
En qué forma se dice esa verdad es la clave. Benjamin escribe textos para un libro que pronto se llamará Dirección única, cuyo formato, cuya portada, cuyos temas y cuya escritura pertenecen a su tiempo de una manera distinta a como lo hizo en otros de sus libros. Es programático, es provocativo y, hasta cierto punto, es urgente. Tiene la urgencia de un informe de situación, pretende ser una guía de lectura de lo que más se lee —los libros, los periódicos y las ciudades— y de lo que se hace con especial ahínco —el amor y la política—. Todo esto, la urgencia y lo programático, la provocación y el experimento, compone especialmente sus virtudes, y también lo que no lo son.
Una nueva traducción al castellano, que recoge material de la reciente Edición Crítica de las Obras Completas en alemán, ofrece la primera presentación panorámica de este libro curioso, amable y revelador. La compilación, a cargo de un traductor español de marcada trayectoria —Juan de Sola—, incluye, además de la versión publicada en 1928, textos posteriores, organizados por Benjamin para una eventual continuación que finalmente no tuvo lugar. Esto habla, de por sí, del carácter acumulativo, fragmentario, algo lúdico del libro. Completa el volumen una selección de la correspondencia que echa luz sobre la composición, la recepción y las condiciones algo erráticas de su producción.
El resultado, como lo expresa con precisión la analogía de Ignacio Echevarría en su prólogo, puede leerse hoy como un compendio de la obra de Benjamin, tanto resumen de lo pasado como anuncio de lo que vendrá. Al igual que en una miniatura, encontramos en Dirección única los temas benjaminianos por excelencia: la ciudad, el niño, el sueño; los despojos, el coleccionismo, las mercancías; la redención y el arte; la escritura y la crítica. Un fantasma también lo recorre, el que hace temblar las conciencias burguesas: la política de un comunismo posible.
El libro, se ha dicho con razón, es expresión de un momento bisagra en el pensamiento de Benjamin. La evidencia lo prueba, tanto lo que podemos leer desde el promontorio de hoy en su contenido teórico, como los documentos de época que lo circundan, ante todo en forma de cartas. Sabemos por estas cartas cómo fue su concepción, qué temas importaban a su autor por entonces, cuáles eran sus preocupaciones filosóficas y sus estrategias en el mapa cultural del momento. La mitad de los breves textos que componen el libro ya había sido publicada en diversas revistas o secciones de cultura de los diarios. Dirección única es, en ese sentido, un producto periodístico, si entendemos este término con gran generalidad o si concedemos que el periodismo no siempre es ni ha sido igual a sí mismo. En la época de su enorme expansión, tal como se dio en la Alemania de hace 100 años, se podría decir que en el periodismo había lugar para una buena, elusiva variedad: para la información, para la publicidad oculta, para el relato, para la miscelánea, para las crónicas de viajes y para el desparpajo del más osado experimento literario. Ahí está Benjamin entonces: tiene 34 años, acaba de cerrársele definitivamente la carrera universitaria (a la que tendía y, a su vez, rehuía) y recoge un primer resultado de esta libertad. Ha estado en Italia, ha estado en Rusia, ha estado enamorado, ha querido y ha obtenido un lugar en el mundillo de los medios y cree ahora, al fin, que llegó el momento de volverse un autor.
Direcciónúnica es también una reflexión de cómo volverse escritor de crítica tal como Benjamin, heredero del primer romanticismo alemán, lo entendió. En este sentido —hay muchos otros—, es un programa de cómo escribir y de qué escribir. No era el único que lo intentaba por entonces, y el terreno resultaba fértil.
Este autor, que es un crítico, se plantea qué significa esta forma de escritura que hay que reinventar para llevar esto a cabo. Por eso, Direcciónúnica es también una reflexión de cómo volverse escritor de crítica tal como Benjamin, heredero del primer romanticismo alemán, lo entendió. En este sentido —hay muchos otros—, es un programa de cómo escribir y de qué escribir. No era el único que lo intentaba por entonces, y el terreno resultaba fértil.
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Al igual que él, otros dos autores alemanes con los que compartía hotel en París en 1926 buscaban una forma adecuada de nombrar el presente. Qué puede ser adecuado y qué no, y cuánto Zeitgeist es admisible al pensarse a sí mismo en la tarea de descubrirlo, son asuntos tan cruciales hace un siglo como ahora. Siegfried Kracauer, director de la sección de cultura del Frankfurter Zeitung, y Ernst Bloch, uno de los fundadores de una nueva forma de concebir el marxismo y la escritura filosófica, se unieron a Benjamin en el Hotel du Midi de París en aquel verano de 1926. Ambos escribirán reseñas del volumen fragmentario que nos ocupa, cuando este se publicó dos años más tarde. Una de esas reseñas es elogiosa y programática, como corresponde al caballeroso acto de reseñar a un amigo en el propio medio. Kracauer había jugado un papel no menor, por esos meses, en la configuración de los temas y de la mirada que Benjamin ejercita en los breves textos. Decirlo todo (o mucho) del presente en forma caleidoscópica, tensa y levemente irónica, se perfeccionaba en la llamada “forma breve” propia de la escritura en los medios de entonces. La otra reseña es sintomática. Ernst Bloch criticó el libro con diversos argumentos; la primera vez al calor de la publicación, más tarde al recoger esta crítica —muy modificada— en su libro Herencia de esta época. Importa aquí una sola acusación, porque a todas luces es formulada como tal: Bloch trata el libro de “surrealista”. La evaluación es tan correcta como injusta; en esta tensión podemos descubrir, acaso, qué significaba entonces ser del presente.
En París, ese mismo año, Benjamin había establecido una estrategia de contactos que debían proveerle un lugar en la órbita intelectual local. Esta estrategia guiará sus últimos 15 años de trabajo. Las traducciones de Proust, la revisión de las novedades editoriales, la lectura atenta de Valéry, algún interés por la producción filosófica francesa: ese era el programa. Lograba así un equilibrio entre distancia crítica y cercanía electiva respecto de su objeto de estudio.
En esa época, Benjamin lee un libro surrealista fundamental para comprender tanto Dirección única como El libro de los pasajes, la gran obra sin fin. Junto con Kafka, esta lectura lo dejará pasmado, incapaz de continuar, insomne. El campesinode París, de Louis Aragon, sumado a las conversaciones y paseos con Franz Hessel, a la fuerza de los medios periodísticos de los años 20 y al amor por Asja Lacis y su comunismo, componen la pócima original de su transformación teórica.
En Aragon, Benjamin encuentra una primera salida conceptual para la descripción de lo que hay y lo rodea, ampliando así las categorías de la crítica cultural. En un texto temprano recogido en Direcciónúnica, llamado “Panorama imperial” y dedicado a retratar la debacle económica alemana de 1923, encontramos todavía y típicamente los vocablos de la descripción de lo real social de entonces: la miseria, las costumbres, los oficios. Una idea fundamental, propia de lo que será su filosofía de la historia, aparece refulgiendo apenas. Según esta antigua intuición de Benjamin, la continuidad, lo estable, no tienen nada de beneficioso en sí, sino que pueden ser —que vienen siempre siendo desde siglos— la mera continuidad de la injusticia.
Ese es el cúmulo ruinoso al que se dirigirá la mirada del ángel de la historia en el último de sus textos que conocemos, las Tesis sobre el concepto de Historia, de 1940. A pesar de esta identidad de pensamiento, decimos, aquel texto sobre la crisis social alemana contiene aún las marcas de lo convencional de la crónica y de la moral de la opinión. Benjamin ha cultivado hasta entonces la prosa académica y metafísica (inclinando la balanza ligeramente en favor de la segunda), ha escrito ensayos críticos, fragmentos de aire teológico, estudios sapientes. Ahora tiene que hablar del presente de otra manera, en la manera en que lo dicten las formas. Heredado de Kant, el concepto de forma recorre la filosofía de ese tiempo, desde sus sucesores directos hasta la concepción —aún nuestra— formal del arte. La guía para esta nueva escritura son el naciente periodismo cultural y la escritura tensada, como un campo de batalla, por el simbolismo, el modernismo y el surrealismo naciente. Del último, Benjamin es perfectamente contemporáneo, como en general de las llamadas vanguardias históricas. Contra la marea de lo nuevo y el régimen de la innovación formal, Benjamin sabrá extender su manto de escepticismo clásico y metafísico.
La guía para esta nueva escritura son el naciente periodismo cultural y la escritura tensada, como un campo de batalla, por el simbolismo, el modernismo y el surrealismo naciente. Del último, Benjamin es perfectamente contemporáneo, como en general de las llamadas vanguardias históricas. Contra la marea de lo nuevo y el régimen de la innovación formal, Benjamin sabrá extender su manto de escepticismo clásico y metafísico.
El surrealista Louis Aragon, al igual que Benjamin y su amigo Franz Hessel en aquellas primeras temporadas en París, practicaba la decimonónica flânerie. Pero el paseo por la ciudad, que el siglo XIX había cultivado en los jardines y retratado en las novelas de la buena sociedad, ha cambiado rotundamente con el avance del capital y sus expresiones sociales. En sus paseos citadinos, el campesino Aragon se topa con cosas. Y no cualesquiera, sino con las cosas que el capital ha transformado y que son ofrecidas al paseante en las vitrinas, en diversas poses, en exóticas combinaciones y bajo cambiantes luces. Como estamos en el campo del surrealismo, esta relación de quien pasea es onírica; afuera del mismo, en la realidad de la compraventa, tampoco falta una cuota de intoxicación. En este sentido, el diagnóstico de Ernst Bloch es correcto. Hay en Dirección única esa huella del presente surrealista donde el lenguaje del sueño impregna el nombre de lo real y de la experiencia, donde la provocación del burgués es programa, y donde el amor y el juego dictan las formas del conocimiento.
Pero la intención de Benjamin es más antigua, más compleja, su dialéctica infinitamente más seria. En 1928 ensaya una brevísima mirada retrospectiva sobre su propio libro. Al enviar un ejemplar al poeta y dramaturgo Hugo von Hofmannsthal, Benjamin se preocupa por acentuar aquello que no es urgente ni moderno ni inmediato de todo lo que en su libro es moderno, urgente e inmediato. Intenta entonces desmarcarse de la “corriente de la época” en que, sabe, este libro fluye ligero. No quiere de su libro que sea “solo” provocador y actual, sino el registro de la otra cara del presente que es, por supuesto, lo eterno.
¿Cómo se logra esta alquimia de imbuir lo ligero y lo efímero, lo programático y lo coyuntural político, incluidos en estos el cuerpo amante y el yo que sueña, de esa otra dimensión al otro lado de la finitud?
Por siglos, la filosofía creyó hacerlo con conceptos que imaginó inmóviles y con sistemas deductivos sobre las grandes palabras: Dios, eternidad, bueno, bello. En este otro pensamiento, inventado en parte por Benjamin a principios del siglo XX, ya intuido por Nietzsche y antes por los románticos alemanes, escasean las grandes palabras, la fascinación por lo propio está marcada de muerte y el pensamiento ha dejado de ser formal. Esta elección es riesgosa. Si Dirección única no hubiera sido completada por los textos posteriores de Benjamin, también los reunidos en este volumen como adenda, el riesgo de caer en lo efímero y convertirse, a lo sumo, en un sofisticado documento de época, hubiera sido grande. Benjamin lo sabe y lo teme. Está usando esas páginas de pipeta de ensayo. Apuesta a que, andando sobre esa cornisa entre las dos caras de la moneda del tiempo, caerá —de caer— del lado correcto, que es el del pensamiento que no solo refleja lo que vale entonces la pena ni solo pretende la eternidad de las ecuaciones puras.
A juzgar desde el promontorio de la posterioridad, su libro pareciera haberlo lograrlo. Sigue diciendo su presente sin convertirse en un mero documento, porque también dice el nuestro. Esto habla de aquel libro, y también de nosotros mismos, y de nuestra relación anticuada con lo que ahora somos.
Dirección única, Walter Benjamin (traducción y notas de Juan Sola), Ediciones UDP, 2021, 255 páginas, $16.500.
Ruta de escape, el exitoso libro del abogado inglés Philippe Sands, tiene como eje a Otto Wächter, un jerarca nazi encargado de gobernar la provincia de Galitzia, en Polonia. Bajo su mandato creó guetos, deportó a miles de personas y se encargó del transporte de los judíos a los campos de concentración. Tras el fin del Tercer Reich, Wächter desapareció de súbito, y Sands se encarga de reconstruir su misteriosa huida, pero también indaga, con detalle y astucia, en su vida anterior: sus amores, aprietos y el ascenso final en el régimen nazi.
Pero si Ruta de escape empieza con Otto Wächter y el nazismo, en el camino se suman otras y mejores historias. La de su hijo, Horst, quien le entrega los documentos privados de su familia y combate por cambiar la imagen de su padre; o la de Charlotte, la mujer de Otto, quien concentra las partes más poderosas del libro, y finalmente, las intrigas de la Segunda Guerra Mundial, que, pese a los años, siguen resultando cautivadoras. Sands, además, involucra su experiencia como abogado para relevar un punto que el sobrepoblado mercado de libros sobre el nazismo parece haber olvidado. Como experto en derecho internacional (participó en los juicios de la guerra en Yugoslavia, el genocidio en Ruanda, la invasión a Irak e incluso en el caso Pinochet, del cual se encuentra escribiendo un libro), Sands nos recuerda la importancia que ha tenido la instauración de los crímenes de lesa humanidad, una institución crucial en el acontecer del siglo XX, y que según él se encuentra en una etapa “casi medieval”. Conversamos con Philippe Sands sobre su último libro, así como sobre los actuales dilemas del derecho internacional.
Ruta de escape está basada en evidencia real, sin embargo, se lee como una gran novela de detectives. ¿Le interesaba convertirse en novelista? Creo que fue accidental. Para mí, y para la tradición inglesa, una novela es siempre ficción. Soy académico y hasta hace muy poco solo escribía libros de derecho. Únicamente en el 2004 empecé a escribir libros para un público más amplio, pero con Ruta de escape hubo un cambio en mi tono. No quería encontrar, realmente, una voz nueva. Llegó a mí por accidente, aunque quizás está relacionado con mi trabajo como abogado en cortes internacionales. Todas ellas se componen por varios jueces, por lo que estás obligado a contar una historia que mantenga la atención de personas con diferentes tradiciones legales y experiencias personales. Es obligación aprender a contar un relato.
Una de las partes clave en Ruta de escape es su encuentro con John Le Carré, donde él le da pistas para resolver el misterio de Otto Wächter. ¿El libro es solo sobre Otto? Ruta de escape es, en un sentido, una suma de historias: es mi relación con Horst, el hijo de Otto; es también la historia de amor entre Charlotte y Otto. Dicha historia me pareció muy cautivante: fueron seres que hicieron cosas monstruosas, pero que a la vez fueron capaces de ser amables, generosos y humanos. Fue solo en ese punto en que me interesé en lo que sucedió después de la guerra, cuando Otto se escapa, se esconde en las montañas, viaja a Roma e intenta escapar a Sudamérica. Me acerqué a Le Carré a fin de saber un poco lo que había sucedido en Italia, lugar donde se encontraba Otto en 1949. Me sorprendió saber que había estado ahí y que recordaba ese periodo. En ese punto el libro se convierte en una historia de detectives.
Me convertí en aficionado mucho después, cuando me volví lector de las novelas de John Le Carré, que era, coincidentemente, mi vecino. Durante unos 20 años jugué un rol menor en sus novelas. Mi rol consistía en verificar si los personajes legales (abogados y otros) eran precisos.
¿Y cómo influyó Le Carré en su libro? Escribí el libro con muchas técnicas que robé de Le Carré. Cuando lo lees, te fijas que inserta pistas en cada parte del libro, y lo hace porque cree que el lector es muy inteligente. Lo otro que aprendí de él es a terminar los capítulos, aunque sean los más cortos, con una línea que haga que el lector quiera seguir leyendo. Son técnicas cuya premisa está basada en dos cosas: inteligencia y curiosidad.
¿Era aficionado a las novelas de detectives? No creo haber sido un gran aficionado a las novelas de detectives en mi infancia. Me convertí en aficionado mucho después, cuando me volví lector de las novelas de John Le Carré, que era, coincidentemente, mi vecino. Durante unos 20 años jugué un rol menor en sus novelas. Mi rol consistía en verificar si los personajes legales (abogados y otros) eran precisos. Así, al leer sus libros comencé a tener una idea de las dinámicas de las novelas de detectives. Pero a la vez, como abogado comencé a entender la importancia del relato y la persuasión, así como del drama.
¿Es Charlotte quien genera el drama en esta investigación? En mi opinión, Charlotte es el personaje más importante del libro. Es una mujer que juega un rol importantísimo en la vida de Otto, un hombre que en su momento tuvo un gran poder. Ustedes en Chile conocen algo parecido. De los documentos pude observar que ella envalentonaba a su marido, sabía todo lo que él planeaba. Era un racista, un asesino en masa, ¡y ella lo envalentonaba! Esa es su complejidad, pues a la vez era una madre que amaba a su hijo, una mujer que amaba a su esposo, que tuvo amores con otros hombres, que era independiente y poderosa.
¿Resultó difícil perfilarla? Ella decía de sí misma que era una “nazi feliz”. Cualquier lector sabe que la gente no es blanca ni negra, y por eso intenté perfilarla de un modo justo. Charlotte representa la desconexión entre el horror y belleza. Hay una escena en el libro en que describe a Otto participando, en diciembre de 1942, en los asesinatos en masa, mientras Charlotte, al mismo tiempo, escribe una carta a Otto desde las montañas, con sus hijos, bajo un paisaje idílico. Intenté perfilar aquello a propósito, porque hace resurgir una pregunta sobre la complejidad del ser humano, sobre ella y el nazismo.
¿Cómo se lidia con una cantidad de información tan amplia? La información, pública y privada, ha crecido mucho, y eso causa problemas. En Ruta de escape los documentos que revisé ascendían a 10.000 páginas. Debía, sin embargo, escribir un libro de solo 400 páginas. Esa es una destreza que he aprendido. Sin embargo, como he observado en tribunales, al final del día hay solo tres o cuatro momentos que recuerdas. Puede ser una pregunta del juez, un ceño fruncido. Son a menudo con los pequeños detalles donde descubres la verdad. Y mi trabajo con ese material es encontrar una narrativa subyacente, pero también los puntos de detalle me permiten a mí como escritor, y a ustedes como lectores, entender un conjunto mayor de problemas.
Ruta de escape tiene como eje a Otto Wächter, un jerarca nazi encargado de gobernar la provincia de Galitzia en Polonia.
El fin del régimen nazi instauró una nueva institución: los crímenes de lesa humanidad. ¿Cuánto se ha avanzado en este tiempo? El mundo cambió en 1945. Antes de eso, los Estados, los reyes y los presidentes hacían lo que querían con su población, y fue en un día de 1945 en que todo cambió. Ya no podías hacer lo que quisieras con tus ciudadanos y sus derechos. Ese fue un cambio revolucionario, que no puede resolverse en 50, 100 o 200 años. A mis estudiantes les digo que la justicia, en su dominio internacional, es un juego a largo plazo, y hoy estamos en los primeros días, en una época casi medieval. Aquello se refleja en un año en particular, 1998. En ese año se creó la Corte Penal Internacional; Slobodan Milošević se convirtió en el primer jefe de Estado en ser acusado por crímenes de lesa humanidad, y ocurrió el revolucionario caso Pinochet. Todo en un plazo de tres meses, y por coincidencia estuve involucrado en esas tres historias. Tengo la sensación de que fue un punto de inflexión. Aún estamos digiriendo las consecuencias de aquello.
En el plano internacional existe otra urgencia: el cambio climático. ¿Cree que el Derecho puede hacer algo? Como digo, en el largo plazo podemos tener esperanza. La pregunta, no obstante, es si en el asunto del cambio climático tenemos tiempo suficiente. He estado involucrado en los últimos meses en la construcción de un nuevo delito, el ecocidio, que puede hacer una diferencia. Es muy claro para mí que estamos viviendo en una crisis del sistema climático, y vivimos, ahora, sus dramáticas consecuencias. Debe haber cambios en la diplomacia, así como en otros instrumentos, y el derecho penal es uno de ellos. No creo que el ecocidio resuelva el calentamiento global, pero es un instrumento para delimitar aquello que no puedes hacer, qué actividades podrían ser prohibidas y, eventualmente, criminalizadas.
¿Qué tan complejo resulta criminalizar estas conductas? Siempre he pensado que la criminalización no es un fin en sí mismo. El fin es un cambio de la conciencia. El derecho penal se utiliza para producir esos cambios en el comportamiento humano, y creo que uno de los conceptos del ecocidio puede —y ya ha comenzado a hacer— que ciertas decisiones se hagan de modo consciente, de que si se actúa de cierta manera, hay al menos un riesgo de que se cruce una línea criminal. Sabemos que la instauración de los crímenes de lesa humanidad no detuvo a la gente de cometer actos terribles (en Chile lo saben más que nadie), pero en el tiempo hay que tener esperanza. Quizás soy un optimista.
¿Qué podría adelantarnos sobre su libro respecto del caso Pinochet? Estoy escribiendo una historia doble. Es el fin de la trilogía que empecé con Calle Este-Oeste, que siguió con Ruta de escape y que termina con la historia de Pinochet en Londres, sobre lo que pasó exactamente en ese juicio. Es una historia muy interesante, puesto que aún no ha sido contada del todo, y en segundo lugar —que lo conecta con los dos libros anteriores—, en CalleEste-Oeste había un personaje muy pequeño llamado Otto Wächter. Él se vuelve el personaje principal en Rutade Escape. En esta última hay un pequeño personaje, amigo y colega de Otto, llamado Walter Rauff, que llegó a Chile en 1958. Se dice que en 1973 empezó a trabajar para Pinochet y la DINA. Pero la pregunta es si existe evidencia real de aquello. Soy un abogado, y por ello no me interesan los rumores. Quiero evidencia. Algunos dicen que Rauff interrogaba a gente, pero nadie ha podido probarlo. Lo que me interesa es buscar la conexión entre Wächter y Pinochet a través de Rauff. Me gusta seguir los hechos. Puesto que fui un abogado en el caso, me interesa seguir la evidencia. ¿Trabajó Rauff para Pinochet? En eso estoy ahora.
Ruta de escape, Philippe Sands, Anagrama, 2021, 560 páginas, $19.550.
No recordé que el 2021 se cumplían 70 años de la publicación de Hijo de Ladrón, de Manuel Rojas (1896-1973), hasta que terminé de releerla. Me gustó tener conciencia de la efeméride porque actuó el azar; necesitaba consultar un par de páginas para una investigación y sin proponérmelo, la leí de nuevo casi de un viaje, en una especie de fiebre que duró un par de días, mientras pensaba que su trama era o quería ser algo parecido a una vida. En ella, un hombre salía de la cárcel y bajaba al plan, que es como le dicen los porteños al centro de Valparaíso; bajaba al futuro. La cárcel quedaba arriba de un cerro y mientras descendía al presente, ese hombre recordaba y con eso comenzaba a existir. Su nombre era Aniceto Hevia, pero carecía de documentos, era nada o poco menos que nada, un extranjero, un huérfano, alguien atrapado por la mala suerte, otro desposeído del centenario de las repúblicas. La novela, primera de una tetralogía, sería su memoria, su cuerpo, su palabra.
Rojas escribía de él como si se tratase de su propia biografía, porque hasta cierto punto lo era. Leerlo era internarse en un mapa de Chile hecho de caminos invisibles, de vidas que adquirían por fin la dignidad de volverse literatura y no etnografía o mero criollismo o un realismo opaco, acaso una poesía que es luminosa aun en los momentos de mayor dolor, porque hace de la memoria un paisaje que se visita para construir la propia identidad, para tener la dignidad de controlar el propio relato de los hechos y las cosas. Pero eso que ahora parece obvio, no lo era tanto cuando el libro se publicó. Hijo de ladrón fue presentada a un concurso (el de la Sociedad de Escritores de Chile) y no ganó. Los jurados no pudieron verla o leerla. Era 1950, 1951; un momento en que la vanguardia o el modernismo ya eran chistes o leyendas protagonizadas por muertos, apenas el recuerdo de un par de técnicas literarias y de las hagiografías de novelistas y poetas desaparecidos, extinguidos tal y como se había extinguido el París de los años 20 y el resto del mundo después de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Civil en España.
En esos días el libro se llamaba Tiempo irremediable y no se parecía demasiado a nada, porque era capaz de contenerlo todo. Una de las mejores ilusiones que proyectaba era la confusión donde creíamos reconocer a su autor en la historia del hijo de un ladrón argentino y una madre chilena, como si identificáramos el rostro de Rojas en ese niño que era uno más de varios hermanos abandonados tras su muerte, mientras crecía para convertirse en un adolescente que construía su propio mapa de América; saltando en estaciones de trenes y caminos, encontrándose otros como él, invisibles, olvidados por la sociedad, libres; cruzando a pie la cordillera de los Andes, mientras llegaba o se iba o volvía a Valparaíso. De hecho, por más que Rojas precisara una y otra vez el origen de sus materiales (en entrevistas, en los ensayos de El árbol siempre verde, en su Antología Autobiográfica, en sus Imágenes de infancia y adolescencia) era imposible no pensar que el rostro de Aniceto Hevia (un nombre rescatado de la propia memoria, correspondiente al ladrón cuya familia compartió casa con él y su madre en Buenos Aires, en la niñez) era el suyo, tenía que ser el suyo, tal y como era suya buena parte de las experiencias que había mezclado en eso que era ficción pero no lo parecía; y que las peripecias de su vida eran lo mismo que la aventura y la novela; y que eso era parte de la fuerza de gravedad que arrastraba al lector en una trampa creada por la belleza brutal del libro, una belleza que solo podía crear un narrador que pasó buena parte de la década del 40 escribiéndola para descubrir su sentido, ordenándola y desordenándola y mezclándola con los recuerdos de su propia vida, y escuchando y persiguiendo en ella la voz, la lengua y la silueta de Aniceto como si quisiera que fuese la suya.
Rojas escribía de él como si se tratase de su propia biografía, porque hasta cierto punto lo era. Leerlo era internarse en un mapa de Chile hecho de caminos invisibles, de vidas que adquirían por fin la dignidad de volverse literatura y no etnografía o mero criollismo o un realismo opaco, acaso una poesía que es luminosa aun en los momentos de mayor dolor.
Esto, porque el aliento o la voz o la voluntad o la solidaridad de Aniceto venía de más atrás del presente negro y las persecuciones de los años de González Videla; de más atrás de la generación del 38 y el sueño del Frente Popular; venía del hambre y el frío y del recuerdo de la violencia política de 1920, y del calvario ese mismo año de Domingo Gómez Rojas (poeta y preso político, encarcelado por el Estado, perseguido por jueces, sometido a vejaciones y encerrado y muerto en un manicomio), y de las conversaciones con los viejos compañeros anarquistas, y de la picaresca del teatro y de la aventura y los viajes entre Chile y Argentina, y de los años pasados en los pasillos de la Biblioteca Nacional, en la imprenta de la Universidad de Chile, de todos esos números de Babel y del fracaso de Rojas como poeta (no, mejor dicho, de su éxito discreto, un reconocimiento opaco en el país de supernovas como Mistral, De Rokha, Huidobro o Neruda); venía de las conversaciones y caminatas infinitas con José Santos González Vera; venía de todos esos años donde había perfeccionado su propia escritura, donde se había convertido en un cuentista imprescindible con “El vaso de leche” y “El hombre de la rosa”, y como la novela o lo que él creía que era el género de la novela parecía que se le escapaba, primero en narraciones que le parecían insuficientes, no logradas, apenas avances en la dirección adecuada, esa que tomaba Lanchas en la bahía, que sí era una narración perfecta sobre Valparaíso y la noche y la cárcel y las luces rojas del barrio Puerto; venía de las historias de aventuras de las que renegaba (La ciudadde los Césares); venía del silencio y la vida, de criar viudo a tres hijos, de repartirse entre varios trabajos, de homenajear a Trotsky en la revista Babel (escriben ahí también Edmund Wilson y Ciro Alegría), de practicar el andinismo y de recordar y escribir e inventar como si fuesen una sola cosa, hasta terminar o creer que terminaba o ponía punto final (¿se podía poner un punto final?) para luego mandar la novela al concurso de la SECh y perder.
De hecho, convertido en un clásico escolar, muchas veces nos olvidamos de que Hijo de ladrón divide al medio la novela chilena del siglo XX. “Imagínate que tienes una herida en alguna parte de tu cuerpo, en alguna parte que no puedes ubicar exactamente, y que no puedes ver ni tocar, y supón que esa herida te duele y amenaza abrirse o se abre cuando te olvidas de ella y haces lo que no debes, inclinarte, correr, luchar o reír; apenas lo intentas, la herida surge, su recuerdo primero, su dolor enseguida: aquí estoy, anda despacio”, anota Rojas, mientras Aniceto trata de abrirse paso dentro de la pena en el monólogo de la herida, uno de los momentos más significativos y reconocibles del libro, el más demoledor de sus campos magnéticos. “Es el fin: una herida se ha juntado a la otra y tú, que apenas podías aguantar una, no puedas con las dos”, anota en una segunda persona que es una máscara trizada.
Vuelvo sobre la herida porque se trata de un momento significativo, reconocible dentro del trabajo de Rojas pero también como una suerte de parada obligatoria, un momento clave de nuestra literatura, un texto donde accedemos a la experiencia que la novela propone. La herida es la medida del transcurso del tiempo de la novela, un peso invisible que cae sobre las cosas y los cuerpos, sobre las vidas, finalmente. Ahí el narrador habla del abandono y los días que siguen a todo abandono y en el modo de ocultarlo o de tragarlo, habla de las cicatrices heladas que carga toda conciencia y de quienes se reconocen como iguales en una comunidad hermanada por el dolor. Dice: “Y podrás ver en las ciudades, alrededor de las ciudades, muy rara vez en su centro, excepto cuando hay convulsiones populares, a seres semejantes, parecidos a briznas de hierbas batidas por un poderoso viento, arrastrándose apenas, armados algunos de un baldecillo con fogón, desempeñando el oficio de gasistas callejeros y ellos mismos en sus baldecillos, durmiendo en sitios eriazos, en los rincones de las aceras o la orilla del río, o mendigando, con los ojos rojos y legañosos, la barba grisácea o cobriza, las uñas duras y negras, vestidos con andrajos color orín o musgo que dejan ver, por sus roturas, trozos de una inexplicable piel blanco-azulada, o vagando, simplemente, sin hacer ni pedir nada, apedreados por los niños, abofeteados por los borrachos, pero vivos, absurdamente erectos sobre dos piernas absurdamente vigorosas”.
La voz de Aniceto venía de más atrás del presente negro y las persecuciones de los años de González Videla; de más atrás de la generación del 38 y el sueño del Frente Popular; venía del hambre y el frío, y de las conversaciones con los viejos compañeros anarquistas, y de la picaresca del teatro y de la aventura y los viajes entre Chile y Argentina.
En esa intemperie la memoria es el único país habitable. En ella todo quiere existir a la vez, todo aspira a ser un único momento. Entonces, en la novela, Aniceto baja del cerro y salta hacia atrás, a Buenos Aires y los últimos días de su familia; mientras, recuerda como Valparaíso estalla y como los disturbios se toman la calle y la multitud destroza unos tranvías y es reprimida por la policía y luego todo se vuelve noche y fiesta y ruido y hambre y violencia; mientras, es un adolescente, casi un niño, al que acogen y echan de casas; que pasa unos días en la cárcel; que viaja en vagones de trenes; sí, porque todo existe simultáneamente o aspira a hacerlo; mientras su familia desaparece, madre, padre y hermanos se esfuman y queda lejana lo que alguna vez fue su niñez o su vida completa; y tras descender, Aniceto llega a la playa, y conoce a Cristián y al Filósofo, quienes recogen metales en la caleta El Membrillo, y la memoria (o la novela) nos hace recorrer un tejido donde apenas vemos las costuras: las escenas, descoyuntadas unas de otras, parecen versos arrancados de un poema fantasma, como si la única forma de narrar una vida —la de Aniceto Hevia, la de Rojas— fuese intentando encontrar la forma del tiempo en la lengua o en la memoria de la lengua, que está hecha de la cadena de acciones que dislocan el mundo y lo dibujan de nuevo para comprenderlo, recordarlo y contarlo.
Ahora que Hijo de Ladrón cumplió 70 años y Manuel Rojas está canonizado como un santo laico de la literatura chilena, rodeado de ensayos que vuelven sobre su vida y obra y nuevas ediciones de Hijo deLadrón y sus Cuentos completos (casi a la vez: una de Alfaguara, otra —crítica— de la Universidad Alberto Hurtado, a cargo de Ignacio Álvarez) y comentarios críticos y textos hagiográficos que iluminan sus costados (como los textos contenidos en el volumen Manuel Rojas. Una oscura yradiante vida y en el N° 35 de la revista Anales de LiteraturaChilena), bien vale la pena volver a su obra más importante para pensarla como un territorio posible, como otro retrato de lo que fue y es Chile.
Faro que no sabíamos que era tal y racconto que se presenta como laberinto, uno de los elementos más conmovedores de la novela es que se configura como un espejismo capaz de abrazar lo perdido. Por eso el libro envejece con el lector. La relectura aumenta la cercanía del narrador, de ese Aniceto que apenas juzga; solo mira y recuerda, vive y recuerda. La experiencia de este lo amplifica, y todo se aprecia más nítido en cada nueva visita; tal es el mérito de los clásicos: encontrarse de nuevo con el estilo luminoso de su autor, con esa prosa que recién se quiebra cuando el personaje se examina y trata de describirse (y con eso herirse) como si fuera otro. Nunca deja de volver a sí mismo, su libertad solo puede existir al lado de la conciencia de ese dolor; pero no hay en Rojas ninguna clase de extrañamiento. Hijo de ladrón aspira a lo contrario, a pensar la literatura como cercanía, como encuentro, como remedio al olvido, como una forma de reconocimiento del otro, de los otros, en medio de la noche del siglo XX.
Tal como en el automatismo oratorio, como una inercia de la frase hecha, volvemos después de un profundo silencio espiritual a funcionar como el puntero de un reloj que nunca estuvo detenido.
Valdría la pena quebrar esos ídolos de la costumbre, para mirar las buenas ideas surgidas espontáneamente bajo una cuarentena obligatoria. Quizás irrumpan valiosos contenidos que podamos recoger como huellas y logremos leer como nuevas líneas que insinúan un camino o varios caminos que van hacia un lado diferente del que estábamos acostumbrados. Es un momento de transición, en el que volvemos a funcionar en un sistema que ya venía colapsado. ¿Qué podemos sacar de todo esto, si rápidamente, como autómatas, volvemos a funcionar con miedo en un sistema acabado?
La mascarilla nos tiene tapada la mitad de la cara. La boca, por la cual nos comunicamos. ¿Hará falta una nueva mascarilla que también nos tape los ojos? Para poder mirar-tapar. Cerrar los ojos para poder ver.
Extrañamente, la cuarentena nos obligó a hacer vida en un solo punto, sin desplazamiento. Esto obligó a trabajar usando al ciento por ciento las comunicaciones virtuales. Imposible no recordar a Stephen Hawking y los agujeros negros, porque este lapso fue un agujero negro. En una partitura habría sido una especie de figura en la que no hay silencio ni notas musicales. En una partitura aparecería la figura llamada Calderón, una figura que representa un sonido que no se sabe cuándo va a terminar. Como decía Marx, en la liberación de todas las naciones oprimidas, “para que los pueblos puedan unificarse realmente, sus intereses deben ser comunes”.
El encierro sin querer nos entregó un interés común. El de la supervivencia. Esa supervivencia ha tenido que ver con el cuidado y el surtido de alimentos básicos, sin distracciones de otro tipo de consumos innecesarios. Todos, independientemente de las clases sociales, nos vimos compartiendo una misma preocupación. El virus provocó el encierro y el encierro provocó una paralización de movimientos innecesarios y solo quedaron dibujados los desplazamientos mínimos de supervivencia. El hecho de no poder salir del círculo más próximo obligó al sistema antiguo de malls y supermercados que quedaban a distancias considerables, a readecuarse, y muchos de nosotros recuperamos esas distancias cercanas caminables.
El auto quedó como un objeto muerto y quien más guardado permanecía, más seguro se encontraba en su integridad física.
Es así como empezó a surgir una nueva forma de vivir. Con la desaparición del automóvil, la naturaleza se puso en primer plano, en el sentido de que por primera vez la ciudad podía contemplarse en su silencio.
Ir a comprar a un supermercado era imposible, por el hecho de que el virus se propagaba con más facilidad en los espacios cerrados. Todo un sistema que idolatraba el consumo y el automóvil quedó en suspenso en un vacío prometedor.
Pudimos darnos cuenta en estos días del llamado “error histórico”, en la introducción del automóvil en la concepción de nuestro modo de vida. De una manera sutil, a mediados del siglo XX, después de una especie de guerra entre el auto y el peatón, el ciudadano deja de tener derechos sobre el espacio público y el auto triunfa.
El virus provocó el encierro y el encierro provocó una paralización de movimientos innecesarios y solo quedaron dibujados los desplazamientos mínimos de supervivencia. El hecho de no poder salir del círculo más próximo obligó al sistema antiguo de malls y supermercados que quedaban a distancias considerables, a readecuarse, y muchos de nosotros recuperamos esas distancias cercanas caminables.
En estos días de encierro obligado se produjo, sin querer, la reaparición de una cierta humanidad perdida. Una especie de idea humana que nos recuerda un poco a las ciudades ideales de ítalo Calvino. A menos de un kilómetro del lugar en donde cada uno vivía, empezaron a aparecer instalaciones transitorias, efímeras, en lugares antes impensables.
Es así como aparecía, por ejemplo, una verdulería en el jardín de una casa o en lugares aún más insólitos, como en el estacionamiento de un edificio, en la vereda de una calle poco transitada o debajo de un árbol cualquiera. Hasta en la escalera de los metros.
En mi investigación sobre esta nueva forma de habitar, elaboré un mapa de recorrido y pude armar un circuito que no se repetía hasta la semana siguiente, e incluso podía hacer diferentes configuraciones de desplazamiento para que cada día fuera distinto. Cada día compré alimentos en un lugar diferente, y así me fui construyendo una nueva forma de habitar la ciudad. Cada día aparecía un nuevo boliche a pocas cuadras o en la cuadra misma, de modo que se me ofrecían otras formas de moverme.
Así como irónicamente el virus nos quitaba la vida, por otro lado nos regalaba una visión distinta de esta: días nuevos en que podíamos soñar y experimentar en carne propia el sueño del pueblo medieval. Mejor, que es posible una nueva forma de vida que nos lleve a los comienzos. Quizás a muchos tipos de comienzos. Me refiero, sobre todo, a las ciudades medievales en las que la diversidad de funcionalidades quedaba a distancias caminables.
El experimento demostraba que vivimos muchos años en un círculo vicioso, funcionando en banda. En un sistema que hoy estaba obsoleto ante nuestras narices. Un sistema que había hecho oídos sordos a la aparición de las comunicaciones virtuales.
Seguimos, a pesar de ello, creyendo que teníamos que obligatoriamente desplazarnos para trabajar, por ejemplo. Ahora, con el virus por primera vez nos hacemos cargo de esa gran herramienta que nos permite ir dejando atrás huellas tan violentas como las carreteras de alta velocidad, los monocultivos de automóviles y los extensos cultivos de plantaciones de casas en donde no existe la diversidad de la que intrínsecamente está hecho el ser humano.
La comunicación virtual permite y muestra amenazas, pero también luces de fortalezas que podrían ser claves en la nueva mirada de un urbanismo más parecido al virus delta, en el sentido de que cambia día a día, un urbanismo que es flexible a las perturbaciones del viento y la naturaleza. Un urbanismo adaptativo, que puede tomar el uso de estas nuevas capas que se superponen y que nunca antes se habían topado tan cercanamente. Dormir y trabajar sin desplazamiento físico obliga a pensar una distinta forma de habitar los barrios, la propia vivienda y, asimismo, una nueva forma de relacionarnos con nosotros mismos, con la naturaleza y con la ciudad.
Si automáticamente salimos a la calle cada vez que el virus nos dé una tregua, sin detenernos a reflexionar para mirar que nos mostró el encierro, habremos perdido una gran oportunidad para mejorar la naturaleza del hombre.
Coda: se vivieron varios momentos transitorios dentro de las cuarentenas. Esta reflexión hace referencia a unos pocos meses en que se podía salir a comprar alimentos no más allá de una cantidad de kilómetros a la redonda. Fue el momento en que veíamos más gente caminando por la calle, cuando el desplazamiento limitado obligó a dejar los autos estacionados.
Cuando se instauró la fase 4 y volvimos a funcionar en el recuerdo, fue nuevamente necesario el auto. Incluso más, el auto aseguraba una mayor seguridad o inmunidad contra el virus. Una caja hermética sin contacto con otros seres humanos. Hoy, las calles han vuelto a estar colapsadas de autos y nos quedamos atrapados en un sistema de urbanismo no resuelto. Urge una mirada delta.
Un hito posible en la desclasificación de los archivos soviéticos puede encontrarse en el juicio de la Corte Constitucional de Rusia, a mediados de 1992, para fallar sobre la legalidad de proscribir al Partido Comunista y requisar todos sus bienes, decretado unos meses antes por el presidente Boris Yeltsin. En rigor, más que un proceso judicial sobre este tema puntual, fue un juicio político, un juicio a la historia: el nuevo gobierno —conformado, por cierto, por excomunistas, como muchos de los jueces, abogados y testigos— se propuso demostrar que el partido que gobernó por casi un siglo era una organización abusiva y peligrosa, y que era necesario mantenerla al margen. Un año antes había ocurrido la intentona de golpe de Estado, que aceleró el fin de la Unión Soviética y el ascenso de Yeltsin al poder, quien vio en ese proceso una manera de acabar con la oposición de los sectores conservadores y, de paso, pasarle una cuenta a su rival Gorbachov, que se había ido a descansar a su dacha de las afueras de Moscú.
Como se lee en la que quizás sea la crónica más acuciosa y fascinante del fin del imperio soviético, Latumba de Lenin (Debate, 2011), del periodista estadounidense David Remnick, en el juicio comparecen tanto antiguos disidentes y ex-presos políticos, como esa última generación de jerarcas comunistas que hasta hace no mucho detentaban un poder absoluto y que, ante la corte, se ven como “seres insignificantes, hombres cansados, vestidos con trajes arrugados”. Los testimonios de las víctimas parecen concluyentes, pero para darles mayor consistencia y espectacularidad a las pruebas, los abogados de Yeltsin tienen una ocurrencia: acudir a los archivos secretos de la KGB y del Partido Comunista Soviético, “que como máquinas burocráticas, dejaron tras de sí una estela de millones de documentos”, escribe Remnick.
Esos cerca de 40 millones de documentos contenían los pequeños y grandes secretos de un Estado totalitario, sus tentáculos, sus arbitrariedades, sus horrores, desde las listas con “cuotas” de decenas de miles de personas a las que Stalin ordenó ejecutar —o bien, si tenían suerte, deportar a campos de trabajos forzados—, en el contexto de las grandes purgas de los años 1937 y 1938, hasta los papeles que acreditaban las relaciones y ayudas económicas que por casi un siglo el Partido Comunista Soviético estableció con sus “filiales” en el mundo.
Aunque en el juicio de 1992 se usaron principalmente documentos referidos a los años 70 y 80, que comprometían a los jerarcas comunistas llevados al banquillo, la revelación de esos archivos secretos fue un golpe de efecto propagandístico y judicial, y derivó, a partir de entonces, en una política de apertura de esos y otros documentos para la consulta de historiadores y familiares de las víctimas, con algunas restricciones que irán variando con los años, de acuerdo con los vaivenes políticos.
La “revolución de los archivos”, como la llamó el historiador alemán Karl Schlögel, fue una consecuencia directa de la perestroika y el posterior fin de la Unión Soviética, decretado formalmente el 25 de diciembre de 1991. Su desplome y transición hacia una sociedad democrática, con todos sus bemoles, derivó en el conocimiento de hechos hasta entonces velados de un régimen que se caracterizó por su secretismo y cuya historia había sido construida a retazos, a partir de fuentes dispersas e incompletas.
El problema, desde luego, no fueron únicamente las fuentes.
En la introducción del primero de los cuatro volúmenes de Chile en los archivos soviéticos (Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2005), Alfredo Riquelme y Olga Ulianova advierten que “las visiones unidimensionales del comunismo predominantes durante el siglo pasado” impidieron una aproximación “más documentada y menos ideologizada” de la historia. En ese sentido, ante “la fuerza cegadora de la ideología” y “esa obsesión por el secretismo”, el lituano Moshe Lewin propone en El siglo soviético (Crítica, 2006) “un examen de conciencia” sobre el modo en que la historiografía había abordado el tema, incluso tras la apertura de los archivos: “A menudo las medidas represivas y terroristas han centrado la atención de los investigadores en detrimento de todo lo relacionado con los cambios sociales y la construcción del Estado”.
El 12 de diciembre de 1938, Stalin firmaba 30 listas de condenas a muerte, zanjando la suerte de cerca de cinco mil personas, ‘entre ellas gente que conocía personalmente, amigos suyos’, dice Volkogonov, citado por Remnick. ‘Después de haber firmado esos documentos, esa noche fue a su cine privado y vio dos películas, incluida Tiposfelices, una comedia popular en esos días’.
Sin desatender el terror estalinista, Lewin pone el foco en los inicios del proceso de industrialización, la influencia de la burocracia partidaria y el impacto en una sociedad esencialmente rural. En la década del 20, la Unión Soviética aún no es exactamente ese Estado omnipresente que lo controla y lo sabe todo. Citando a historiadores rusos contemporáneos a él, Lewin da cuenta de una oposición que aún tiene margen de expresión y de centenares de huelgas protagonizadas por trabajadores que sabotean la producción y llegan a quejarse de que “hoy estamos más explotados que en el pasado”. Al mismo tiempo, producto de las hambrunas y las condiciones laborales, miles de campesinos y operarios abandonan sus puestos de trabajo, “con la indulgencia mostrada por los tribunales y los fiscales”.
Es precisamente la necesidad de establecer control, además de reforzar el proceso de colectivización, lo que lleva a los jerarcas a la “eliminación definitiva del viejo partido revolucionario”, escribe Lewin. Es un proceso contradictorio y complejo, agrega, de una creciente burocracia centralizada, en la que el mismo Stalin envía telegramas al partido, o a algunas de sus tantas agencias estatales, exigiendo el envío de clavos y alambradas a una obra. Ya en los años 30, antes de las grandes purgas, “cuanto más reforzaba la cúpula el control sobre los mecanismos de poder, más intensa era la sensación de que las cosas se les iban de las manos, y conforme leían informes o visitaban fábricas, pueblos y ciudades, se daban cuenta de que la gente no cumplía las órdenes, de que ocultaba la realidad tanto como podía o de que, simplemente, era incapaz de mantener el ritmo fijado”.
Lo anterior, unido a la psiquis de Stalin, explica que en solo dos años se detuviera a 1,6 millones de personas y 700 mil fueran ejecutadas.
Lápiz rojo y lápiz azul
Aunque los años del terror ya habían sido abordados antes de los 90 por historiadores como Robert Conquest, Roy Medvedev y J. Arch Getty, la desclasificación de archivos permitió dimensionar con mayor exactitud la masacre. Pero no solo eso: los documentos también dieron cuenta de la arbitrariedad y ligereza de esas medidas decretadas por Stalin, quien, de acuerdo con el historiador y militar ruso Dmitry Volkogonov, marcaba con lápiz rojo y otro azul si las personas eran fusiladas o enviadas a trabajos forzados, sin que hubiera un criterio claro ni menos juicio previo. Lo importante no era hacer justicia, sino dar una señal de autoridad. De ahí que se hablara de cuotas de víctimas repartidas por regiones: personas condenadas por quién sabe qué, reducidas a números. Así, el 12 de diciembre de 1938, Stalin firmaba 30 listas de condenas a muerte, zanjando la suerte de cerca de cinco mil personas, “entre ellas gente que conocía personalmente, amigos suyos”, dice Volkogonov, citado por Remnick. “Después de haber firmado esos documentos, esa noche fue a su cine privado y vio dos películas, incluida Tipos felices, una comedia popular en esos días”.
Entender las motivaciones, la mecánica y la lógica de las purgas ha sido uno de los empeños más frecuentes de los historiadores, incluso desde antes de la desclasificación de archivos. Su vocación performativa, y sobre todo su irracionalidad en tanto proceso autodestructivo, donde el acusador ocupaba muy pronto el lugar del acusado, convierten al fenómeno en una tarea compleja de acometer desde la historiografía. Sin necesariamente proponerse dar una explicación, Karl Schlögel entrega una mirada aguda y novedosa en Terror y utopía. Moscú en 1937 (Acantilado, 2014), que aborda las purgas en el contexto de un proyecto político y civilizatorio que tiene como trasfondo una capital que ese año vive una modernización cultural y un esplendor urbanístico, con un metro formidable inaugurado dos años antes, rascacielos y grandes avenidas (en contraste, claro, con la masificación de las infraviviendas hacinadas de familias y las cárceles y campos de ejecución de la periferia). El texto cruza aspectos políticos, sociales y culturales para analizar un año contradictorio, inserto en “un ‘siglo de extremos’ que traspasó todos los límites”, en el que conviven horror y progreso, como si no fueran opuestos. De este modo, así como en 1937 transcurren los juicios públicos, ejecuciones y deportaciones masivas, apunta Schlögel, “de ese año del Gran Terror forman parte, asimismo, las vacaciones de verano, el comienzo del año escolar, las instalaciones deportivas, el cine, los escaparates, los espectáculos de danza”.
¿Disidencia historiográfica?
Otro de los aspectos que quedaron al descubierto con la apertura de los archivos fue el modo en que se escribía la historia al interior de la Unión Soviética, antes de su derrumbe. Ya desde 1928, cuando Stalin se hizo del poder absoluto, hubo un particular empeño por construir una historia única, que no admitía matices, subjetividades ni, menos, críticas. Ese mismo año, en el Primer Congreso de Historiadores Marxistas de la Unión Soviética, quedó claro que la historiografía estaría al servicio del régimen y, sobre todo, de quien lo comandaba. Prueba de ello es que, en 1934, el Partido promulgó un decreto que estableció un enfoque ideológico de la historia oficial para los textos de colegios, institutos y universidades.
Mijail Gorbachov y Ronald Reagan firmaron en 1987, en la Casa Blanca, el acuerdo para limitar los misiles nucleares de corto y mediano alcance.
Más tarde, “el mismo Stalin supervisó la redacción y publicación de 50 millones de ejemplares del famoso Curso breve, tratado ideológico que era, en palabras del historiador Genrij Joffe, ‘como un martillo clavando ideas falsas en la cabeza de cada escolar’”, describe Remnick: un texto que ponía tanto empeño en ensalzar a quien ostentaba el poder absoluto como en fustigar a sus principales rivales —Bujarin y Trotsky, entre otros—, quienes eran descritos como “pigmeos de la Guardia Blanca cuya fortaleza no supera la de un mosquito”.
En la estratificación social surgida a partir de los años 30, el historiador ocupaba una categoría de privilegio, cercana a la de los jefes locales del Partido e identificada genéricamente como parte de la intelligentsia. Al igual que con los escritores, ante quienes, de acuerdo con Moshe Lewin, “Stalin ejercía, en cierto sentido, de editor y asesor, o discutía con los autores la conducta de los personajes”, los historiadores eran funcionales al propósito del líder de “construir su propia imagen”.
Por cierto, que Stalin pusiera atención y se encaprichara con algún autor era un privilegio al que muchos aspiraban. Pero a la vez era tremendamente peligroso, considerando lo que Lewin denomina una extraña “mezcla de atracción y repulsión por el genio o el gran talento” del líder. La periodista rusa Alexandra Popoff calcula en cerca de dos mil los escritores arrestados en el contexto de las purgas, de los cuales solo un cuarto sobrevivió. Y como cuenta Karl Schlögel en otra de sus obras, Elsiglo soviético (2021, Galaxia Gutenberg), al poco de alcanzar el poder Stalin puso a parte de la elite intelectual a redactar La gran enciclopedia soviética, una obra monumental que llevó años y terminó con varios de sus autores purgados, bajo acusaciones de parásitos, nihilistas o enemigos del pueblo.
Tras la muerte de Stalin y el ascenso al poder de Nikita Jrushchov, en 1953, vino un periodo de relativa apertura política, conocido como el deshielo: se puso en cuestión el culto a la personalidad construido en torno a la figura de Stalin, se habló puertas adentro de sus crímenes y se liberó a presos políticos. Como consecuencia de esta flexibilización, el Curso breve fue reemplazado por la Historia del Partido Comunista, que ponderaba el papel de Stalin y rehabilitaba a figuras caídas en desgracia. A esto se sumó una apertura hacia textos históricos no necesariamente críticos al régimen, pero sí al menos con un mayor margen de matices, como fue el caso del estudio sobre la campaña de colectivización y sus consecuencias, escrito por el historiador Viktor Danilov.
Sin embargo, todo cambió con la llegada al poder de Leonid Brezhnev, en 1964: el deshielo dio paso a una suerte de neoestalinismo, lo que en la práctica supuso un retorno a la historia oficial. Esta vez, el encargado de dictarla fue Sergei Trapeznikov, jefe del Departamento de Normas para la Ciencia y la Educación del Comité Central, cuya misión principal era suprimir todo asomo de disidencia historiográfica. Como consecuencia, el texto de Danilov sobre la colectivización fue reemplazado por un estudio sobre el tema escrito por el propio Trapeznikov. Asimismo, historiadores considerados disidentes —Medvedev o Solzhenitsyn—, no obstante su admiración inicial por Lenin y la revolución soviética, “fueron puestos bajo vigilancia permanente de la KGB”, escribe Remnick. Y Sergei Ivanov, profesor de historia bizantina, da buena cuenta del clima de esa época y de las posibilidades de trabajar libremente: “Solo un necio, o un ideólogo, podría siquiera pensar en hacer del estudio de la historia soviética su profesión. Cualquiera que estuviera genuinamente interesado en la historia, y que tuviera sentido de la honradez, se mantenía tan alejado del periodo soviético como fuera posible”.
Libros prohibidos
El fin de la Unión Soviética estuvo mediado por un proceso de apertura política que propuso, no sin resistencia de los líderes más conservadores del Partido, una progresiva democratización del país, lo que pasaba por una mayor apertura en favor tanto de la libertad de expresión y de pensamiento como de libertades civiles. De hecho, la glásnost, impulsada desde 1985 por Gorbachov y los jerarcas más liberales, puede ser traducida del ruso como apertura o transparencia, que, en la práctica, a poco de iniciado el proceso, cristalizó en la publicación de obras que habían permanecido censuradas.
En esa categoría estaba, por ejemplo, el libro que la premio Nobel bielorrusa Svetlana Aleksievich había trabajado desde los años 70, a partir de las voces de decenas de mujeres que se alistaron como voluntarias en el Ejército Rojo, sin que su rol fuera visibilizado previamente más que por la propaganda oficial, con una visión teñida por un heroísmo caricaturesco y reservado a francotiradoras convertidas en mitos y ejemplos patrióticos. En cambio, en el relato de Aleksievich la combatiente soviética es una mujer común en medio de una guerra en la que “no hay héroes ni hazañas increíbles, tan solo hay seres humanos involucrados en una tarea inhumana”.
En la estratificación social surgida a partir de los años 30, el historiador ocupaba una categoría de privilegio, cercana a la de los jefes locales del Partido e identificada genéricamente como parte de la intelligentsia. Al igual que con los escritores, ante quienes, de acuerdo con Moshe Lewin, ‘Stalin ejercía, en cierto sentido, de editor y asesor, o discutía con los autores la conducta de los personajes’, los historiadores eran funcionales al propósito del líder de ‘construir su propia imagen’.
Ese conjunto de relatos corales reunidos en La guerra no tiene rostro de mujer (Debate, 2015) fue en un comienzo rechazado por editoriales y revistas, porque, según decían los editores, “no se percibe el papel dominante y dirigente del Partido Comunista”. Recién en 1988, el libro fue publicado en una primera edición y, tras la caída del régimen, apareció una edición ampliada.
Algo similar ocurrió con la publicación de obras derechamente prohibidas, como Doctor Zhivago y Viday destino, de Boris Pasternak y Vasili Grossman, que hablaban en un caso de los años de la revolución, y en el otro, del estalinismo. Ninguna muestra un panorama ejemplar del comunismo soviético ni respondía al ideario de Andrei Zhdanov, secretario general del Partido en los años 40, quien había asignado a los escritores soviéticos el papel de “ingenieros del alma”. De ahí que, en 1958, tras la edición de Doctor Zhivago en el extranjero, Pasternak haya sido obligado a rechazar el Premio Nobel de Literatura. Y tres años después, la KGB asaltó el departamento de Grossman y requisó el original de Vida y destino, que fue catalogada por los censores de “una sucia calumnia contra la sociedad”.
En rigor, Grossman se había limitado a dar cuenta de esa extraña mezcla de terror y admiración que provocaba Stalin. Como se retrata en la novela, un chiste sobre el líder supremo, pronunciado entre amigos al calor de unas copas, bastaba para caer en desgracia. Una errata en un libro, en tanto, le costaba siete años de cárcel a un corrector. En una carta dirigida al mismo Jrushchov, Grossman apeló a la censura, argumentando que su libro contiene únicamente “verdad, dolor y amor por las personas”. En respuesta, Mijail Suslov, encargado de asuntos ideológicos del Politburo, respondió: “Usted dice que su libro está escrito con sinceridad, pero la sinceridad no es el único requisito para la creación de una obra literaria en nuestros días”.
Vida y destino, cuyo original había sido copiado antes de su destrucción, apareció por primera vez en Suiza, en 1980. Cinco años después, cuando Gorbachov llegó al poder, recibió en su despacho un expediente con carpetas de obras prohibidas, entre las que estaban Vida y destino y Doctor Zhivago. Luego de pasar por un comité, proceso que duró tres años, las obras fueron publicadas en su idioma original.
Mejor olvidar
Con el fin de la Unión Soviética y el juicio de 1992 al Partido, que terminó dándole la razón a Yeltsin, cualquiera hubiera pensado que el comunismo quedaba definitivamente atrás en Rusia. El comunismo, sus prácticas, su cultura. Pero la promesa de una sociedad democrática, según el modelo liberal al que aspiraba Gorbachov, no tardó en desdibujarse y con ella, la política de apertura de archivos.
Ya desde la segunda mitad de los 90 comenzaron las restricciones para su consulta, especialmente de aquellos referidos a la KGB. Entre medio hubo denuncias de destrucción y tráfico de archivos. Era una época confusa y amenazante, recuerda Remnick, en que todos vendían o compraban algo. En este contexto sobrevino el nuevo siglo y el arribo de Putin, que reivindicó la historia soviética y, de manera más solapada, la figura de Stalin. En 2006 prácticamente cerró el acceso a los archivos de la KGB y su antecesora, la NKVD. Pese al reclamo de familiares de las víctimas, argumentó que la apertura de esos archivos “conlleva riesgos” y “puede que no siempre sea agradable para los familiares abrir los casos de sus antepasados”.
A fin de cuentas, es un asunto de orgullo patrio: salvaguardar un honor que quedó maltrecho una vez que los archivos estuvieron a disposición de investigadores de Occidente y estos, con matices, sacaron a la luz las miserias y evidencias del horror. Los papeles más secretos de la Unión Soviética habían sido elaborados para permanecer en las sombras; de lo contrario, se volvían en su contra. De alguna manera, Stephane Courtois, coautor de El libro negro del comunismo (Arzalia, 1997), condensa el sentido último de los documentos cuando cuenta como la NKVD relata la visita del expresidente francés Edouard Herriot a Stalin: “Buen trabajo. No se ha enterado de nada. Solo hubo un incidente: se apoyó en una pared recién pintada y se le mancho la chaqueta”. Por cierto, todo lo que le mostraban estaba recién pintado, hecho para impresionar, como la escenografía desmontable de una película.
“¿Por qué postular a la Convención Constitucional? ¿No te das cuenta de que tienes 77 años y no vas a ganar nada con ello? ¿Has pensado en tu salud? ¿No adviertes que lo pasarás mal antes (la campaña), durante (el tiempo de trabajo de la Convención) y después (cualquiera te parará en la calle para increparte por alguna norma constitucional aprobada que no sea de su agrado)? Si lo que más te gusta es leer, escribir, dar clases, ver cine, pasar un rato en el café, ir al hipódromo, ¿no ves que todas esas ocupaciones placenteras desaparecerán temporalmente de tu vida o se verán muy afectadas?”.
Nunca tuve respuesta para preguntas como esas. Decir que lo hice por deber sería demasiado presuntuoso. Decir que lo hice por algo así como un deber sería solo menos presuntuoso. Mejor admitir que hay cosas que se hacen en acatamiento a una voz interior que se impone sobre cualquier análisis racional, sobre todo si por racionales se entienden las decisiones que van en nuestro favor.
¿Si lo pasé mal antes? Por momentos, y no precisamente cuando me instalé a repartir volantes en un semáforo. ¿Si lo paso mal ahora? También por momentos, y el mismo 4 de julio, día en que se constituyó la Convención, una cámara fotográfica captó a un hombre mayor que se había llevado ambas manos a la cabeza y parecía no creer lo que estaba viendo. ¿Lo pasaré mal después? Vaya uno a saber, aunque tengo claro que algo así ocurriría solamente en dos hipótesis: que se fallara en el intento de proponer al país una nueva Constitución, o que esta, sometida a plebiscito, fuera rechazada por la ciudadanía. Simplemente, en ambos casos me moriría de vergüenza.
El escritor Carlos León decía que a las personas les pasan cosas parecidas a ellas mismas. He ahí una aceptable explicación para estar en la Convención.
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Con los electores nunca se sabe. La mayoría no vota, muchos lo hacen en blanco o anulan su voto, y los que sí marcan alguna preferencia parecen andar a los bandazos, de aquí para allá, desorientados, por mucho que los analistas políticos ofrezcan las más variadas explicaciones del fenómeno. Los resultados de la primera vuelta presidencial de 2021, tan confusos, no podían sino producir lo que hechos de ese tipo tienen que producir: confusión. Pero ya la misma noche del domingo 20 de noviembre había una buena cantidad de analistas exponiendo con total seguridad las más diversas explicaciones de la extraña jornada que acabábamos de vivir. ¿Cómo lo hacen? Cada vez que no quieren confesarse, los políticos dicen que se encuentran en estado de reflexión, pero lo que a muchos nos pasó esa noche, y durante varios días, si no hasta ahora mismo, fue caer en un estado de confusión.
Está ocurriendo, y esto en todo el planeta, que no se termina de elegir un gobierno y a los pocos meses casi todos los que votaron por él, y ni que decir quienes no lo hicieron, están en la vereda de enfrente pifiando al nuevo gobernante. Si esta fuera una señal de anarquismo —rechazo a todo poder— habría que celebrarla, pero lo es de la volubilidad propia de los tiempos que corren y que en el único campo que parece no existir es en el fútbol. En este somos superlativamente estables, y así nuestro equipo haya bajado a Primera B, a nadie se le ocurriría abandonarlo y reemplazarlo por otro más exitoso. El fútbol, mucho más que el matrimonio y la política, es la actividad que produce fidelidad a toda prueba. La única infidelidad que se permite en él consiste en la bigamia de tener dos clubes, uno nacional y otro extranjero, aunque también es frecuente la poligamia, o sea, tener un equipo por cada una de las principales ligas que se disputan en el mundo.
¿Se parecen en algo el fútbol y la política? En mucho: ambos son sucedáneos de la guerra. La guerra no es la continuación de la política por otros medios, sino al revés. La política democrática, decía Popper, es aquella que permite reemplazar gobernantes ineptos sin derramamiento de sangre, y Bobbio complementaba advirtiendo que la democracia sustituye por el voto el tiro de gracia del vencedor sobre el vencido. Y en cuanto al fútbol, se trata de otro feliz reemplazo de la guerra, en su caso por dos ejércitos de 11 soldados cada uno, un estratega en la banca y dos barras bravas en graderías con sus caras pintadas, aunque a menudo la guerra se toma la revancha y en el estadio queda una grande que lamentar.
La Convención, no solo por ser paritaria en cuanto a género y con escaños reservados para pueblos indígenas, refleja la diversidad de nuestro país, esa que probablemente no vimos o no queríamos ver hasta hace un par de años. Aunque, claro, la diversidad de la Convención hará más difíciles los acuerdos, pero, a la vez, y una vez conseguidos, esos acuerdos tendrán mayor estabilidad si son luego ratificados por el plebiscito de salida.
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Nadie podría decir que no le sorprendió la diversidad de la Convención Constitucional. ¿Pero de cuando acá la diversidad es un mal? Todo lo contrario; es un bien. Solo una sociedad abierta puede tener y mostrar una amplia diversidad de creencias, ideas, modos de pensar, maneras de vivir, interpretaciones del pasado, planteamientos sobre el futuro y, desde luego, intereses. Una sociedad abierta es un avispero de todo eso, y todos, o casi, celebramos que así sea. Pues bien: la Convención, no solo por ser paritaria en cuanto a género y con escaños reservados para pueblos indígenas, refleja la diversidad de nuestro país, esa que probablemente no vimos o no queríamos ver hasta hace un par de años. Aunque, claro, la diversidad de la Convención hará más difíciles los acuerdos, pero, a la vez, y una vez conseguidos, esos acuerdos tendrán mayor estabilidad si son luego ratificados por el plebiscito de salida.
A la Convención le ha venido ocurriendo algo parecido a lo que acontece con gobernantes y parlamentos elegidos por votación popular, y no me refiero, tratándose del Congreso, al síndrome de Cámara de Diputados que en varios aspectos ha afectado a los integrantes de aquella: que bancadas (perdón, colectivos), que semanas distritales (perdón, semanas territoriales), que asesores (perdón, colaboradores). A lo que me refiero es a que nuestra Convención ha ido bajando en términos de aprobación ciudadana, algo que algunos de nosotros no ven o que imputan a medios de comunicación que estarían conspirando contra nuestro trabajo. Claro que en esto hay, como en todo, medios de un lado y del otro, pero ¿conspiración? No hay gobierno que no excuse sus fallas diciendo que lo que enfrenta responde solo a problemas comunicacionales o a maniobras de una siniestra oposición. Quienes votaron Rechazo siguen estando en contra de la Convención y haciéndolo ver públicamente, pero lo grave no es eso: lo es que el 80% que lo hizo por el Apruebo esté disminuyendo.
Como se ve, otra vez la misma historia. Apruebo y después me arrepiento, y elijo constituyentes y al poco rato los hago objeto de una silbatina. ¿Es la Convención culpable de ello? Solo en parte, porque hemos cometido errores y dado jugo en más de una oportunidad, pero téngase en cuenta que se trata de un organismo que nunca ha existido antes en la historia de nuestro país y al que llevó tres meses darse sus propias reglas de funcionamiento interno. También es cierto que los medios —y para eso están— no pueden evitar destacar los episodios penosos, extravagantes o jocosos que hemos protagonizado. ¿Pero están realmente para eso? Por cierto que no, y todos ellos dan cabida también a una frecuente información sobre los avances que la Convención va haciendo en su trabajo.
Igualmente cierto es que, descontado lo penoso, extravagante o jocoso, se ha perdido tiempo en declaraciones públicas sobre la contingencia, como si no nos bastara con que se nos haya confiado redactar la Constitución del futuro y tuviéramos también que hacernos cargo del presente. Lo hemos perdido también en iniciativas más propias del activismo político, como haber puesto en discusión el quorum de 2/3 para aprobar nuevas normas constitucionales, o promover plebiscitos dirimentes, o enfrentar dos declaraciones distintas en contra de la violencia, con sus firmantes acusando a los otros de faltar a la ética, un punto que remarco puesto que esa es otra mala práctica transformada ya casi en deporte nacional: creer que toda falta es a la ética y considerar que todas las faltas de ese tipo tienen la misma gravedad. Se está instalando en el país un fervor ético, acompañado las más de las veces de un evidente doble estándar, en circunstancias de que la ética, una dama muy seria, puede ponérsenos demasiado severa y hasta amenazante. Si criticamos el populismo penal, ¿cómo podemos estar incurriendo ahora en uno de carácter ético? “¡Cada vez más delitos, más penas y más castigos privativos de libertad!”, se quejan algunos, y con razón, pero a veces son los mismos que incurren en un populismo ético, para el cual casi todo tiene una grave connotación moral.
Hay muchas conductas indiferentes a todo orden normativo, es decir, que no se encuentran reguladas, y no pocas que deben responder solo ante el derecho o las normas de trato social. Pensando más allá de la Convención, ¿no es ese contrato de indulgencia mutua de que hablaban los antiguos lo que nos debemos unos a otros? Sí, claro, no siempre —concedido—, porque no deben tolerarse comportamientos abierta y gravosamente inmorales, pero siempre hay que tener cuidado con transformarnos en predicadores y comisarios de nuestros semejantes. Si cualquier arranque de superioridad es incómodo para quienes lo padecen, los de superioridad moral resultan insoportables.
En una Convención cuya edad promedio es de 45 años hay muchas figuras políticas del futuro, lo cual está muy bien, con la prevención de que se evite el exhibicionismo. La que tiene que lucir es la Convención y no cada uno de nosotros. Por lo mismo, no es tan importante quiénes somos, sino dónde y para qué estamos. Y, por cierto, tendremos que empezar a movernos desde nuestras posiciones originarias para conectar bien con los demás y llegar a acuerdos.
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¿Habrá quedado claro qué es ser un constituyente? Así lo espero. En otra ocasión podría hablar de mis oscilaciones del ánimo, agudizadas en los últimos meses, y de cuanto me incomoda cierta propensión al sentimentalismo que he notado allí, salvo esa vez en que, con motivo de algunos plañideros discursos inaugurales, un constituyente, al momento de dar el suyo, optó por la sabiduría del humor y remató incluso con unas coplas acompañadas de guitarra con las que tomó el pelo a algunos de los que asistíamos a esa solemne ceremonia.
“Hay un desorden bajo el cielo. La situación es excelente”. La frase suele ser atribuida a Mao y, por supuesto, ella no eleva el desorden a virtud, sino que advierte en él una oportunidad para cambiar.
¿Es esa la situación del Chile contemporáneo?
Si se recorre la ciudad, los signos de un cierto desorden parecen flagrantes. Paredes colmadas de grafitis; carpas a metros de la casa de gobierno; conductas que hasta anteayer eran socialmente sancionadas hoy parecen admitidas; reglas constitucionales que se saben exánimes; preferencias electorales que en los últimos cuatro años se han mostrado volátiles e impredecibles; un sistema normativo en suspenso; expectativas crecientes; un líder carismático que se esfuerza en acogerlas y a la vez conducirlas, etcétera. No cabe duda, hay un desorden bajo el cielo (lo que la vieja literatura llamaba una desclasificación de las posiciones sociales) y la única pregunta que cabe formular es qué condiciones han de satisfacerse para que se trate, al mismo tiempo, de una oportunidad.
Ese desorden, por llamarlo así, no queda bien descrito como un problema de abusos. Si así fuera, su resolución sería más o menos sencilla. Bastaría una consideración de justicia para resolverlo. Pero no es el caso. La situación que se acaba de describir es un cambio de usos sociales, una modificación de esas pautas mudas, de esas reglas de conducta que dibujan la fisonomía de una sociedad y que favorecen la cooperación y orientan el comportamiento.
La sociedad chilena, por decirlo así, está trastocando los usos que hasta ahora la orientaban.
Y por eso se ha propuesto deliberar acerca de sí misma.
En la antigua imaginería democrática no hay nada que anteceda a esa deliberación, nada a lo que deba ceñirse la comunidad política cuyas reglas se trata de cambiar. Para ella no existe, propiamente hablando, un momento sustantivo anterior a la política, sino que el orden social es el resultado de esta última. De ahí entonces que la vieja metáfora del contrato suponga que la mejor versión de la democracia es la voluntad guiándose a sí misma, sin nada que la anteceda.
Los países, como las personas, son en una medida importante dependientes de su trayectoria (lo que Heidegger subraya al decir que lo que acontece siempreha ocurrido ya) y no pueden desprenderse de ella. La trayectoria se parece más a una piel que a una camisa. La vida social está constituida por una cultura y una cierta forma de verse a sí misma, de la que ha de partir, se reconozca o no, cualquier reflexión acerca de la vida colectiva.
Pero todos saben que en la facticidad de la vida tal cosa no existe.
Los países, como las personas, son en una medida importante dependientes de su trayectoria (lo que Heidegger subraya al decir que lo que acontece siempreha ocurrido ya) y no pueden desprenderse de ella. La trayectoria se parece más a una piel que a una camisa. La vida social está constituida por una cultura y una cierta forma de verse a sí misma, de la que ha de partir, se reconozca o no, cualquier reflexión acerca de la vida colectiva. Es lo mismo, aunque a propósito de otro asunto, que advierte Wittgenstein en Sobre la certeza: el momento cero, anterior a nuestra propia reflexión nos es negado.
Y si no podemos echar lejos la facticidad que nos constituye, tampoco podemos prescindir de las reglas.
Lon Fuller, el ilustre jurista americano, dejó entre sus papeles escrita con tinta roja una frase apenas enigmática: las formas nos liberan. Lo que él quiso decir es que las reglas y los procedimientos en vez de ahogarnos, inhibirnos o impedir que deliberemos, lo hacen posible. Cualquier deliberación, sea sobre la sociedad en su conjunto, sea acerca de la universidad, ha de partir recortando la conducta posible y restringiéndola a unas ciertas formas de las que ella ha de partir. Solo así es posible el diálogo, la deliberación, el intercambio de razones. Las formas nos liberan de las expectativas sin límite (lo que algún autor llamó “el mal del infinito”), de la subjetividad, de la simple voluntad que entregada a sí misma pretende modelarlo todo.
En otras palabras, a la hora de deliberar acerca de cómo vivir, no basta la voluntad animada por consideraciones de justicia.
Tal vez el principal desafío del actual momento en Chile consista en reconocer esas verdades sencillas que la literatura subraya una y otra vez: el futuro solo es posible hincando los talones en el pasado y el diálogo para dibujarlo necesita unas reglas que conduzcan la interacción y favorezcan el intercambio de razones.
La obra del portugués Gonçalo M. Tavares, nacido en Angola en 1970, vuelve caduca cualquier delimitación posible. Inclasificables por naturaleza, sus textos atraviesan cómodamente lo narrativo y lo filosófico, lo ensayístico y lo poético. En el camino, producen un desconcierto grato: uno nunca sabe bien dónde está parado cuando lee a Tavares. Esa ausencia de coordenadas intensifica la experiencia de adentrarse (y perderse) en libros que le han valido una multitud de reconocimientos y seguidores en todo el mundo.
Es difícil ofrecer una imagen cabal de su obra. Las novelas que conforman El reino, ambientadas a principios del siglo XX, exploran la idea del mal en sociedades centroeuropeas corroídas por la violencia política y la aniquilación del individuo. Al otro lado del espectro, atemporales y lúdicas, se encuentran las nouvelles de Elbarrio, en las que el Señor Brecht, el Señor Valery y el Señor Calvino, entre varios otros vecinos peculiares, comparten conferencias, dibujos y fábulas. Alrededor de esos dos centros neurálgicos orbitan libros de corte enciclopédico (Biblioteca, Historias falsas), volúmenes de relatos breves sin trama, puntuados siempre por imágenes memorables y por un ritmo desquiciado (Cancionesmexicanas, Animalescos), epopeyas escritas en verso (Unviaje a la India) o cuadernos de apuntes urgentes (Diariode la peste). En última instancia, aquello que los hermana a todos es un estilo singular, de frases tan reflexivas como lacerantes.
Yo suelo leerlo con un lápiz en mano, subrayando a cada rato sus hallazgos y disfrutando de ese desconcierto radical donde también se diluyen los bordes de lo humano, lo tecnológico y lo animal, de los lugares y sus herencias ocultas, de la irreverencia y la gravedad. Así como existe lo borgeano o lo kafkiano, creo que desde hace un tiempo existe también lo tavaresco, eso que nos lleva a reconocer de inmediato cualquiera de sus páginas.
Lo que sigue es una charla que tuvimos por videollamada. “Mi idioma es el portugués y para mí pensar en otro idioma es muy difícil”, se disculpó al empezar. Como se verá, sin embargo, su lucidez y su generosidad no dejaron de abrirse paso en cada una de sus respuestas.
Me interesa cómo en tus libros lo humano y lo animal, lo animado y lo inanimado, parecen recibir un mismo nivel de atención. Para mí todas las cosas están al mismo nivel: la madera, el animal, el hombre. No hay una jerarquía entre el médico y el loco, entre el médico y la madera, entre el médico y el perro. Tampoco hay una jerarquía en el tiempo, un antes y un después. La idea de causa y efecto nos hace pensar que las causas son lo esencial, porque si borras las causas no hay efectos. Ese pensamiento contiene una especie de jerarquía implícita, donde las primeras cosas determinan las segundas, las segundas determinan las terceras, etc. Yo diría que en mis libros no suele haber una jerarquía entre materiales ni una jerarquía en el tiempo. La causa puede ser efecto, el efecto puede ser causa. Alguna persona que muere en la página 70, en la página 80 puede estar de vuelta en la vida.
No tengo ninguna angustia de la influencia, a mí me parece que para escribir es necesario leer. Quiero leer mucho, mucho, mucho, a cada vez más autores, para ser cada vez más fuerte. A veces oigo decir a algunos escritores jóvenes, ‘yo no quiero leer a ese autor porque no quiero ser influenciado, quiero pensar por mi propia cabeza’. Cuando la persona empieza a pensar por su propia cabeza, es como si quisiera inventar el fuego en el siglo XXI. Ningún científico en el siglo XXI quiere empezar de cero.
Dentro de esas coordenadas, ¿cómo distinguirías eso que llamas lo humanesco de eso que llamas lo animalesco? Hay una violencia humana de la que el animal no es capaz. Ahora, por ejemplo, anda suelta una manada de elefantes, creo que en la China. Una manada de elefantes puede provocar algunos estragos en los coches, en las casas, pero no mucho más. Cuando el animal tiene miedo o hambre reacciona y se vuelve peligroso. Un acto animalesco es un acto individual en el que alguien se vuelve esclavo del hambre, del miedo, de la rabia, y ahí hay una conexión con el animal. Al lado de eso, Chernóbil es un ejemplo de un acto humanesco. Los humanescos son actos de una maldad potencialmente increíble. Un acto animalesco puede maltratar a una o dos personas, un acto humanesco puede maltratar a millones.
¿Esa maldad potencialmente increíble te hace pesimista? No, no soy totalmente pesimista. Pienso que el humano es terrible, no tengo dudas de eso, pero también está el otro lado. Nosotros tenemos una parte de humanidad que los animales no. Por ejemplo, durante la pandemia se han visto actos muy generosos, absolutamente extraordinarios. Yo he escrito sobre el mal en libros como Jerusalén o Aprender a rezar en la edad de la técnica. Ahora también me gustaría intentar escribir libros sobre el bien. Es más difícil, mucho más.
Déjame insistir en la relación entre humanos y animales. ¿Nos toca replantearnos esa relación? Hay un filósofo que ha hecho conferencias de filosofía para cerdos. Me gusta esa idea de intentar que los animales entiendan nuestros pensamientos más difíciles. Siempre pensamos que tenemos que disminuir la densidad y la profundidad del lenguaje. Entonces les hablamos a los animales como si fueran niños que todavía no aprendieron a hablar. Y decimos “ven aquí, siéntate”. Pero me encanta la idea de otra hipótesis. ¿Por qué no pensar que los animales no nos comprenden porque no logramos un lenguaje suficientemente inteligente, profundo, filosófico, que esté a su nivel? Podemos pensar la idea de que tenemos que ser más inteligentes para que los animales nos comprendan. Esta puede ser una forma de cambiar nuestra relación con los animales.
Tus libros me hacen pensar, por distintos motivos, en Borges, Cortázar, Lispector o Parra. ¿Cuál es tu vínculo con la literatura latinoamericana? Todos los escritores que citaste me interesan. Son autores fundamentales. Yo tengo un libro que se llama Biblioteca, que se ha publicado en España hace algunos años. En la nueva versión tiene como 500 o 600 escritores que han sido importantes para mí. No tengo ninguna angustia de la influencia, a mí me parece que para escribir es necesario leer. Quiero leer mucho, mucho, mucho, a cada vez más autores, para ser cada vez más fuerte. A veces oigo decir a algunos escritores jóvenes, “yo no quiero leer a ese autor porque no quiero ser influenciado, quiero pensar por mi propia cabeza”. Cuando la persona empieza a pensar por su propia cabeza, es como si quisiera inventar el fuego en el siglo XXI. Ningún científico en el siglo XXI quiere empezar de cero. En el arte debería ser igual. Yo estoy escribiendo, y tú también, Rodrigo, después de Borges, de Vila-Matas, de Saramago, de tantos otros. No estamos escribiendo antes que ellos. Hacer algo nuevo es hacer algo nuevo después de lo que ellos ya han hecho. Para mí siempre es una gran alegría descubrir un nuevo autor.
¿Y cuál es tu vínculo con el arte? Me gusta mucho el arte contemporáneo, el buen arte contemporáneo, que es muy imprevisible. Nunca sabes lo que vas a encontrar ahí. Yo diría que 90% del buen arte contemporáneo es hijo de Duchamp, de las vanguardias artísticas del siglo XX, de la performance y la instalación. En la literatura no es así. En la literatura el 90% es hija del siglo XVIII o XIX. Las vanguardias en la literatura están en el gueto, como si fueran experimentos. Por ejemplo, la poesía visual, digamos la que hacía muy bien Nicanor Parra, ha sido puesta a un lado, como si se tratara de algo artístico y no literario. Y eso es muy empobrecedor. La literatura europea y estadounidense me parecen las más conservadoras. Escribir sigue siendo ahí únicamente escribir historias con personajes, etc. Pero esa es solo una posibilidad entre muchas otras.
Yo diría que 90% del buen arte contemporáneo es hijo de Duchamp, de las vanguardias artísticas del siglo XX, de la performance y la instalación. En la literatura no es así. En la literatura el 90% es hija del siglo XVIII o XIX. Las vanguardias en la literatura están en el gueto, como si fueran experimentos.
No casualmente son regiones donde hay industrias editoriales fuertes y donde la escritura está más condicionada por el mercado. Sí, y eso me hace pensar en el tamaño de los libros, por ejemplo. Es algo que parece muy superficial, pero dice mucho. En algunos lugares casi todos los libros tienen el mismo tamaño y esa es una manera de limitar la creatividad. Una cosa impresionante es que la literatura para niños sea más imprevisible en formato, en el modo en el que se presenta, en el uso de tipografías, que la literatura para personas de más de 10 años. Y es lamentable, ¿no?
El 2020, entre marzo y junio, durante los primeros meses de la pandemia, llevaste un diario que día a día fue publicándose en al menos una decena de medios internacionales. ¿Cómo fue para ti la experiencia de llevar ese diario? ¿La pandemia afectó tu escritura? Afectó en primer lugar mi lectura. En marzo del 2020 para mí no era posible estar leyendo ficción. Me parecía casi como una falla moral, como si estuviera desatendiendo al terrible mundo que estaba ahí en la ventana. En esa época yo estaba completamente conectado a la televisión, viendo las noticias, el número de muertos. Por primera vez en mi vida, en el Diario de la peste estaba viendo lo que sucedía y escribiendo sobre la realidad. Para mí a menudo pasan uno, dos o tres años, o hasta 10, entre el tiempo de la escritura y el tiempo de la publicación de mis libros. En el Diario escribía y revisaba en el mismo día y lo mandaba al periódico. También por primera vez recibía feedback de personas que se sentían acompañadas, y eso ha sido muy distinto a todo lo que he hecho antes. A mí no me gusta la idea de la literatura como algo útil, la idea de una literatura política en un sentido muy directo. Pero con el Diario de la peste sentí que estaba escribiendo algo que sí era útil para lectores en distintos lugares, en México, en Grecia, y eso ha sido bueno. El Diario no es edificante, no digo que todo va a estar bien. Es lo contrario, un diario muy duro. Pero he sentido que tenía una utilidad, y ha sido muy buena esa sensación.
Deleuze decía que “necesitamos más silencio para poder escucharnos mejor a nosotros mismos”. A su vez, el mundo se ha vuelto cada vez más ruidoso. Hubo una pausa durante la pandemia, un recogimiento, pero más allá de eso a veces parecería que todos estamos hablando al mismo tiempo y que las noticias y las series nos tienen como adormecidos o evadidos. Pensando en la cita de Deleuze y pensando en el ruido del mundo, ¿qué lugar tiene para ti el silencio en la escritura? Yo pienso que el silencio es esencial. En ese sentido, hablo mucho de la idea del búnker. No tengo redes sociales, soy anticuado. Incluso el correo me da problemas. Todas las mañanas, hasta la una de la tarde, no miro mails y tengo el teléfono apagado. Cuento siempre con unas cuatro horas de ese silencio que has mencionado. Yo sé de personas que logran escribir al mismo tiempo que contestan mensajes o revisan periódicos. Para mí no es posible. Por eso tengo cuatro horas de búnker diarias, que no necesariamente son para escribir. A veces no escribo. Pero sí las uso para leer y para apagar el mundo. Luego, por la tarde, vuelvo a él de una manera mucho más alegre y disponible. Yo necesito de esas cuatro horas de encierro para después salir a la vida, para intentar estar atento a la vida y a los vivos, algo que para mí también es muy importante. En la pandemia lo que más me ha perturbado no ha sido el silencio, porque siempre lo tuve. Lo que más me ha perturbado es no poder salir a caminar por la ciudad, por Lisboa. Solo entonces entendí que demasiado silencio tampoco es bueno.
Hacia el final del diario escribes: “No solo va a haber un después de esto, sino un gran después. Trágico, leve, pesado, terrible, efusivo, hambriento, burlón, perverso, egoísta, incierto, tembloroso, temible: un después que será todo esto y más. Un después ambiguo, brutal y alegre”. ¿Cómo atisbas ese gran después? ¿Ya estamos ahí? No logramos aún volver a una vida normal. La pandemia ha sido muy fuerte. Las personas que tienen muertos en su familia, eso es de una violencia terrible. Ese gran después es como un gran postrauma. La pandemia va a ser, cuando termine, como salir de un accidente. Cuando se habla de lo postraumático, siempre ha sido de forma individual: alguien que se ha divorciado, que se ha accidentado o que ha estado en la guerra. Ahora, seguramente por primera vez para nuestra generación, vamos a salir de un trauma como mundo casi. Algunas personas estaban en la parte de adelante del coche y han muerto. Otras estaban al lado de los muertos y los vieron. Otros estaban cuatro sillas atrás y no han sufrido nada físico, pero han sentido miedo. Yo pienso que va a ser terrible a nivel económico. Políticamente también, porque ha dividido a la población entre quienes pueden quedarse en casa y los que no. Al final, pienso que si se hiciera una estadística mundial, se vería que entre las personas con menos ingresos el número de muertos ha sido estratosféricamente más alto que entre los que tienen mayores ingresos. La pandemia ha mostrado que hay dos mundos, un mundo de la pobreza y el otro mundo, que es el nuestro, del privilegio. Y eso es terrible. El 2021 continuamos con una pobreza enorme, enorme. Sería bueno que si en 100 años vuelve a haber una pandemia, todo el mundo pueda estar en casa, se pueda defender sin necesidad de ganar el pan diario. Estamos yendo todo el tiempo a la Luna, pero seguimos en la misma pobreza que en el siglo XVIII. En Portugal eso ha sido una revelación, porque de repente la pobreza se ha vuelto más visible.
¿Dirías que la literatura juega algún rol en ese entramado? La literatura no logra resolver estos problemas, pero es algo que me parece también muy importante. Las democracias viven de las personas lúcidas que comprenden el lenguaje y su manipulación. Hoy en día las democracias son violentas no por medio de las armas, pero sí del lenguaje. Siento que por ese medio estamos siendo violentados, robados. La lucidez de entender el lenguaje es una manera de un nuevo karate. Conocer los trucos del lenguaje es una nueva forma de arte marcial. La literatura contribuye a perfeccionar ese arte.
El reino, Seix Barral, 2018, 744 páginas, $33.000.
Una niña está perdida en el siglo XX, Seix Barral, 2016, 240 páginas, $24.000.
El barrio, Seix Barral, 2015, 552 páginas, $26.000.
Aprender a rezar en la era de la técnica, Literatura Random House, 2012, 336 páginas, $29.000.
¿Por qué leer —o releer— Corte, la novela que Felipe Reyes publicó en 2016 con La Calabaza del Diablo? Esta nueva edición está a cargo del sello Provincianos Editores, que ha elaborado un catálogo que incluye un importante listado de jóvenes poetas y narradores chilenos, y que apuesta por la vigencia de este título de Reyes.
Una primera y obvia respuesta es que se trata de una muy buena novela, elogiada por la crítica en su momento (Marco Fajardo, Patricia Espinosa y Roberto Contreras, entre otros). También, porque su autor ya es una figura reconocida en el campo literario chileno, sobre todo por su labor de investigador y ensayista. Entre sus obras destacan Nascimento, el editor de los chilenos (Premio Escrituras de la Memoria, 2013); Rodolfo Walsh: reportero en Chile (2018) y Roberto Arlt. La química de los acontecimientos (2020).
Una tercera respuesta se relaciona con la mirada adelantada con la que Reyes lee la contingencia nacional. Si Migrante (2014), su primera novela, tematiza el tránsito al país de dos hermanos peruanos (y que en su segunda edición del 2015 incorpora la historia de un haitiano), años en los que ni siquiera podíamos imaginar la magnitud de la migrancia venezolana en Chile, en Corte emerge la historia del mundo poblacional, mostrando desde dentro una historia de segregación y violencia que está a la base de las posibles explicaciones para el origen del estallido de 2019.
Esta breve novela se inicia magistralmente con una pelea a cuchillo entre dos hombres: Lalo y Toño, dos generaciones enfrentadas en la cancha de una población, disputando el control del territorio. Como lectores, somos invitados a presenciar un enfrentamiento que se articula en dos planos: el presente en disputa y las evocaciones de ambos contendores, un complejo y preciso mecanismo narrativo que permite reconstruir la historia de la población y —en paralelo— conocer profundamente a los personajes masculinos.
Si la crítica de 2016 señalaba el desencanto como dominante en la visión del autor, hoy se valora la empatía con la que fueron construidos los personajes, aportando así a la comprensión renovada de los problemas sociales del país.
El tierral de la cancha
El crítico Mariano Aguirre afirmó en alguna ocasión que la llamada Generación del 38 centró su narrativa en barrios populares; el Parque Forestal lo fue para los escritores del 50; el Pedagógico de Macul, para los narradores de los 60 y, para la generación de escritores de la década del 80, la ciudad de Santiago fue el espacio emblemático. No es casual, entonces, la presencia del epígrafe de Alberto Romero al inicio de la novela, con lo cual Felipe Reyes declara su filiación a la novela social, relevando un lugar específico de la ciudad: es en la población —y específicamente en la cancha— en donde transcurre la acción de Corte, espacio indisolublemente ligado a la historia de Lalo y Toño, quienes representan dos momentos histórico-ideológicos en disputa. Lalo es un ladrón que opera en el centro de Santiago y Toño, un joven consumidor de drogas vinculado al microtráfico. Lalo remite al origen, su familia será una de las que inicie la toma, la política habitacional de los sin casa: “Sus abuelos y padres habían levantado la población, codo a codo, tabla a tabla, en el trabajo comunitario, en la toma y la olla común”, mientras que Toño representa una nueva generación, la que sin mayor soporte social o familiar aparece disociada de lo colectivo y sujeta a los avatares de la droga: “Las leyes aquí ahora se escriben con kilos y kilos de mierda blanca”. El tono heroico con que se relata la toma contrasta con la desesperanza del presente, apresado/tomado por el tráfico de drogas.
El duelo se coreografía en la cancha, centro neurálgico de la vida cotidiana: “El sol pegaba fuerte, se hacía sentir y el viento avanzaba en enanos huracanes levantando el polvo de la cancha —el de la población entera”. Se trata de un espacio signado por la desolación y el abandono. La cancha será además el único espacio de socialización de los jóvenes pobladores, “ahí tenían su punto de encuentro, su sala de reuniones, su club a la intemperie”; usada como lugar de consumo y evasión por la generación del Toño, perpetuando, de paso, el afuera de los hombres y lo doméstico femenino, pues las mujeres pasan a lo lejos, rodeadas de hijos a temprana edad. La cancha es un espacio que aglutina y excluye, living y a la vez espacio público de los hombres pobres.
Mandato masculino
Si Lalo ya tiene un lugar y un nombre en la población, Toño es el elegido por su tropa para disputar el control de territorio; hubiese evitado la pelea, pero recuerda la insistencia de su grupo para convencerlo de disputar el poder, “como una gotera verbal que erosionaba su razón”. A su vez, Lalo sabe que debe defender su poder: “No se achicaba frente a sus enemigos ni lo haría ahora frente a ese pendejo ni ante ese montón que ahora lo rodeaba”. Ambos personajes aparecen sometidos a lo que Rita Segato denomina el mandato de la masculinidad: deben probar a sus pares que son capaces de actos de dominación, de vandalismo o de arrojo. Su potencia, su valía, deben ser reconocidas por la cofradía masculina: es en ella en la que se reconocen como hombres. La novela exhibe y cuestiona este mandato: la pelea es asumida por ambos personajes, pero en su transcurso se interroga su sentido, pues ninguno de ellos entiende cómo y por qué se llegó al enfrentamiento. Las subjetividades masculinas construidas por Reyes portan y sufren la violencia de género y es esa condición la que genera la cercanía del lector con el Lalo y el Toño: son también víctimas del patriarcado.
Si la crítica de 2016 señalaba el desencanto como dominante en la visión del autor, hoy se valora la empatía con la que fueron construidos los personajes, aportando así a la comprensión renovada de los problemas sociales del país. Corte revitaliza la función de denuncia social de la literatura nacional y lo hace con gran manejo de aspectos formales, confirmando la calidad narrativa de Felipe Reyes.
Corte, Felipe Reyes, Provincianos Editores, 83 páginas, $10.000.
La escena es así: el periodista Gay Talese y el novelista Saul Bellow comparten un taxi en Nueva York, en los años 60, y una joven reportera los acompaña.
—Cada año, una joven linda llega a Nueva York pensando que es escritora —dice Talese a Bellow—. Este año, esa joven es Gloria.
Steinem, la mayor feminista estadounidense, 87 años, premio Princesa de Asturias en Comunicación y Humanidades 2021, ha contado después que, en ese momento, no articuló palabra. Furiosa, guardó esa frustración, esa invisibilidad entre dos próceres, por años, pensando que debió haberse bajado del auto y “golpear la puerta”.
El asunto quedó pendiente. Y décadas después, tras una extensa y condecorada trayectoria como periodista y activista, la escena inconclusa, de cierto modo, encontró un cierre.
Hace pocos años, se topó en una comida con Talese: le recordó el episodio y le dijo que lo iba a contar. Talese no lo negó. Lo que, a ojos de Steinem, habla muy bien de él. También explicó Talese que lo que en los 60 se veía como un chiste liviano, con los ojos de hoy ciertamente era diferente. La diferencia de prisma, o el enorme cambio cultural que ha ocurrido entre esos años y hoy, tiene que ver justamente con la obra y el trabajo de Steinem. Para el jurado del premio Princesa de Asturias 2021, su activismo a lo largo de seis décadas, “marcado por la independencia y el rigor, ha sido motor de una de las grandes revoluciones de la sociedad contemporánea”.
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Los inicios de Gloria son en el periodismo. Fue parte del equipo del legendario Clay Felker en Esquire y luego en la debutante New York, donde compartió y fue parte del movimiento del Nuevo Periodismo, tendencia periodística de los 60 en Estados Unidos, liderada por Tom Wolfe, Jimmy Breslin y el mismo Talese. Escribiendo periodismo como si fuera literatura y cubriendo su época con vigor y pasión, revolucionaron los medios de su época y crearon escuela. Steinem no fue comparsa de ese grupo mayoritariamente masculino. Sus reportajes causaron gran impacto, igual que sus crónicas, incluida una sobre su aborto. Cubrió tendencias sociales, el espíritu de la época, con plumas que tomaron de la literatura algunas herramientas fundamentales para contar sus historias.
“Yo era la única reportera, pero finalmente pude escribir sobre política. (…) Como Wolfe escribía satíricamente y desde afuera sobre personajes que probablemente le desagradaban, y Breslin escribía desde adentro sobre las vidas de personas que probablemente él amaba, ellos ayudaron a establecer el derecho de los escritores de no ficción de que su trabajo sea a la vez personal y político, mientras los hechos estuvieran correctos”, escribió en Mi vida enla carretera.
A la hora de los balances, en términos de igualdad de género, dice que el progreso no es suficiente. ‘Acerca de lo lejos que hemos llegado en términos de economía y legislación, habría pensado que estaríamos mucho más lejos ahora’, aseguró al New York Times.
No solo sus crónicas y entrevistas la hicieron destacarse, también fundó la icónica revista Ms. en 1972 y fue su editora por 15 años (hoy es parte de su consejo). Una revista feminista, de vanguardia, que en su primer número —que era un experimento— se agotó. “Pasamos un año caminando alrededor de las calles de Nueva York, tratando de persuadir a gente a que invirtiera en esta idea. Pero el solo pensamiento de tener una revista controlada solo por mujeres (…) y una revista feminista, no era vista como algo posible. Empezar una revista es duro, no importa qué tipo de revista sea, y simplemente no pudimos levantar dinero”, contó a la revista Interview.
La revista New York —donde trabajaba en esa época— puso los recursos para un primer número de prueba. Los 300 mil ejemplares debían agotarse en tres meses, pero a los ocho días no quedaba ninguna.
Un éxito instantáneo de un medio que, al decir de Florynce Kennedy, se ocupaba de “preparar la revolución, y no solo la cena”.
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Uno de sus artículos más recordados fue sobre el aborto. Ese reportaje acaso la convirtió en activista. En la misma entrevista de Interview le preguntaron qué habría sido de ella si no hubiera encontrado un doctor que se lo hiciera a los 22 años (y a quien le dedica muy emotivamente su libro biográfico).
“Es muy difícil de imaginar —dijo—. Antes de encontrar un médico de conciencia, que estuviera dispuesto a violar la ley, me imaginaba haciendo violencia contra mí misma. No letal, sino tirarme por las escaleras, montar a caballo y caer, ya sabes, las locuras en las que piensas. Estoy segura de que podría haberme lastimado”.
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La política le interesaba como sujeto de cobertura, pero también como pasión personal, a través del activismo. El movimiento, el cambio, la transformación y el viaje se transformaron en un poderoso motor, tal como describe en sus memorias, Mi vida en la carretera. La lucha por los derechos de las mujeres ha sido una constante en ese camino, liderando la llamada segunda ola feminista en su país.
Steinem es, como dijo El País, “una de las madres del feminismo moderno, pieza clave en la segunda ola del movimiento en Estados Unidos, la que luchó por la aprobación de la ERA —la Enmienda de Igualdad de Derechos— en los 50 estados del país”. Desde el National Women’s Political Caucus, creado en 1971, promovió y alentó el ingreso de mujeres en la política. Fue presidenta y cofundadora de Voters for Choice, un comité político de acción, por 25 años. También fue cofundadora y es miembro del directorio de Choice USA, una organización que se dedica a apoyar liderazgos jóvenes a favor del aborto y de la educación sexual en los colegios. Y también es fundadora de la Fundación Ms. para Mujeres.
Gloria Steinem recibió el premio Princesa de Asturias en Comunicación y Humanidades 2021.
Además de la lucha por los derechos reproductivos, su mirada ha incorporado la variable medial respecto de la desigualdad de género. Cómo las mujeres son discriminadas en los medios, en su sentido amplio, ha sido una constante preocupación y es por ello que cofundó —junto a Jane Fonda y Robin Morgan— el Women’s Media Center, en 2004. Este centro desarrolla estudios sobre la representación de género medial, haciendo visible esas discriminaciones tanto en la prensa como en la televisión y el cine. También hace campañas, otorga premios y reconocimientos, además de entrenamiento en liderazgo y creación.
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Gran parte de su vida se la pasa de viaje. Se define desde esa experiencia, desde allí obtiene una inagotable energía: visitando ciudades, hablando con activistas, conociendo nuevas generaciones. Cuando no está en la carretera, para en su casa de Nueva York, en el lado este, a la altura de la calle 70. A la hora de los balances, en términos de igualdad de género dice que el progreso no es suficiente. “Acerca de lo lejos que hemos llegado en términos de economía y legislación, habría pensado que estaríamos mucho más lejos ahora. Pero el movimiento en sí, en términos de lo que las niñas creen que pueden hacer, y la diversidad del movimiento y la naturaleza global del movimiento [es emocionante]”, aseguró al New York Times.
Pero dice que la edad, la perspectiva de los años le dan la ventaja de jugar un rol en el movimiento, que es el de explicar cuando fue todo mucho peor. Aunque hay quienes la definen como feminista liberal, ella se define como una radical, pero toma distancia de las corrientes feministas académicas, pues las considera lejanas y herméticas.
Como ícono que es, varias películas han estado inspiradas en ella. Una de estas es The Glorias, en que es representada por cuatro actrices, en sus diferentes etapas: Julianne Moore y Alicia Vikander son algunas de ellas. Rose Byrne también la encarna en Mrs. America, cinta que no le gustó para nada.
Tras seis décadas en “la carretera”, su vida la llevó este año a Oviedo, en España. La escena es la siguiente: Gloria tiene 87, y está radiante al recibir su premio Princesa de Asturias en Comunicación y Humanidades, acompañada de la reina Leticia y el rey Felipe y sus hijas. “Me siento humildemente honrada. Después de un año difícil para todos, estoy deseando que volvamos a reunirnos en celebración y comunidad”, dijo en su discurso.
Sobre el futuro de la lucha por los derechos de las mujeres, Steinem hizo un llamado a la unidad por sobre las diferencias: “La vida de las mujeres sigue en juego —dijo al diario El Mundo—. En el caso de algunas, en el sentido más literal de la palabra, porque su seguridad física no está garantizada en las calles ni en su propia casa. Para otras, el feminismo tiene que ver con el derecho a decidir cómo y cuándo tener hijos, cobrar lo mismo que los hombres o repartir las responsabilidades domésticas como el cuidado de los niños. Es importante escucharnos las unas a las otras y apoyarnos, aunque necesitemos cosas distintas”.
No hay arte más arduo, escribe Marie-José Mondzain, que “hacer reír movilizando una energía resistente y crítica”. Con esa económica sentencia, la filósofa francesa, frecuente analista de la actualidad cinematográfica, desmenuza uno de los mayores obstáculos del cine de hoy, especialmente espinoso en el ámbito de la comedia: su anémica sujeción a relatos que lisa y llanamente “dan la razón”. En efecto, parece ser cada vez más difícil conjugar en el cine las exigencias estéticas del espectador selecto y los gustos y reflejos del gran público, proclive quizás a estímulos más inmediatos y a películas que tienden a reafirmar sus valores. Los tiempos que corren, entre delirios conspirativos, burbujas de retroalimentación ideológica, rampantes simplificaciones y sensiblería identitaria, sellan lamentablemente su suerte y fijan de modo tajante el marco estrechísimo en el que se mueve: para prosperar, hoy, hay que limar las asperezas, cuidarse de ofender, repetir de memoria la monserga. O, dicho de otro modo, portarse bien, como en la escuela.
Desenfadada y traviesa, la última vencedora de la Berlinale, felizmente, parece dar un paso al costado de la abulia y apostar con orgullo todas sus cartas al juego, la farsa y al distanciamiento, sin ningún miedo al ridículo. Filmada en plena pandemia, BadLuck Banging or Loony Porn, del director rumano Radu Jude, cuyo título podría tal vez traducirse al castellano como “Polvo yeta o porno chiflado”, es en sí misma un factor de desorden, una película propiamente díscola, imprevisible, que se complace de buena gana en la contradicción y la desobediencia.
La indecisión la atenaza por todos los flancos, comenzando por el título mismo, hilvanado gracias a una conjunción disyuntiva que envuelve la cinta en la duda, señalando dos caminos, dos lecturas posibles —y acaso privativas—, como si hubiera que escoger de entrada con cuál quedarse. Pero el doblez, desde luego, no termina ahí: en esta película “sin tapujos” hay curiosamente —covid-19 obliga— una exuberante plétora de mascarillas higiénicas, declinada en todas sus variantes, de las más rudimentarias a las más estrafalarias. Los rostros están permanentemente cubiertos y las identidades, en consecuencia, parecen prestarse a la confusión. O tal vez no.
El relato gira a grandes rasgos en torno a Emi (Katia Pascariu), destacada profesora de un colegio de excelencia, ciudadana intachable y hasta un tanto estirada. Tras la filtración de un sextape que grabó junto a su pareja, sin mascarillas esta vez —aunque protegida por un simpático antifaz—, Emi tendrá que afrontar en soledad las consecuencias de sus actos, todo ello en un ambiente de irrefrenable hostilidad machista, en una sociedad marcada a fuego por la hipocresía y el dolo. La reacción más temida, con justa razón, es la de la comunidad escolar, que pone en escena a petición de los apoderados una especie de juicio sumario algo kitsch, vindicativo y ultrajante, en el que estarán presentes también algunos colegas —de menor y mayor rango— y donde cada uno se sentirá autorizado a destilar su odio, su ignorancia y su vulgaridad a propósito de la profesora, a la que se busca además deponer de su cargo.
Propensa a los juicios destemplados y a la explosión de los temperamentos, Bad Luck Banging tiene algo de revista de variedades o de espectáculo circense, con números un tanto inconexos, sin relación entre sí. A esa semejanza contribuye por supuesto su estructura tripartita, marcada en cada transición por canciones de aire inconfundiblemente cabaretero, interpretadas todas por Boby Lapointe. Precedida por una suerte de proemio contextual, la película se divide en tres secciones, sujeta cada una a un régimen estético particular, con sus propias reglas y presupuestos pictórico-dramáticos. El prólogo es en realidad el registro, reproducido integralmente y sin aviso alguno, de la picaresca y explícita escena de sexo que desencadena el conflicto, capturada con un teléfono portátil.
La reacción más temida es la de la comunidad escolar, que pone en escena a petición de los apoderados una especie de juicio sumario algo kitsch, vindicativo y ultrajante, en el que estarán presentes también algunos colegas, y donde cada uno se sentirá autorizado a destilar su odio, su ignorancia y su vulgaridad a propósito de la profesora, a la que se busca además deponer de su cargo.
Haciendo un guiño a las técnicas del cine directo, la primera parte, en cambio, muestra el deambular cabizbajo de Emi por las calles siempre abarrotadas de Bucarest, entre automóviles mal estacionados, carteles publicitarios de irreprimible vulgaridad y obras viales a medio terminar. Al libertinaje arquitectónico de esta ciudad “remendada”, que erige el parche y el implante en norma, se suma la manifiesta degradación de los edificios públicos y la violencia apenas retenida de transeúntes y automovilistas que amenazan con explotar ante el más mínimo conflicto. La deriva de la protagonista compone una acción difusa, desconcertante, gracias a una cámara dubitativa, que deambula también a su modo, torpemente, a tientas, alejándose a veces de Emi para detenerse en este u otro detalle del paisaje.
La segunda sección opta por la exposición esquemática, a la manera de un glosario de términos útiles dividido en “entradas”, según un procedimiento de aparente asociación libre y cercano al cine-ensayo, que acude ampliamente al found footage (metraje encontrado). El capítulo consiste en la yuxtaposición de una serie de viñetas breves, muchas de ellas frontales, que se suceden con mayor o menor velocidad. Las referencias a la historia reciente del país abundan: dictadura, revolución, intromisión de la Iglesia Ortodoxa, pedofilia, militarismo, violencia intrafamiliar, represión de la sexualidad son presentados de manera ultra-sintética, por medio de imágenes y palabras escritas, muy en la línea de las estrategias visuales que las redes sociales han puesto en boga.
La última parte corresponde al juicio celebrado en la escuela: un regreso a la anécdota propiamente dicha, donde se desarrollará en detalle la mayor parte de los temas introducidos en el apartado anterior. Por supuesto, no es difícil ver en ese alborotado corral de comedias en que la respetable clase media rumana exuda sin ambages los atávicos resortes de su psicología moral, una escenificación de la lógica de las muchedumbres enjuiciadoras que produce a granel la era digital. Pero la lectura, aquí, va más allá del didactismo propio de la escena: a la más que transparente denuncia de la necedad contemporánea, Jude superpone un análisis más fino acaso, subterráneo y punzante: el de la esfera pública como un campo de batalla ya no solo discursivo, sino también —y principalmente— de imágenes. No es casual que los asistentes exijan ver nuevamente el video erótico de la profesora antes de comenzar la purga, ya que lo que se juzga y castiga, al fin y al cabo, es su imagen, y no su persona.
Es llamativo que Jude haya escogido la escuela como escenario para semejante intriga. La querella contemporánea en torno a la primacía de la imagen y a su lugar como sitio crucial de negociación política, no podría haber exigido un contexto más propicio: es allí, en la escuela, ese espacio cada vez más dominado por las relaciones mercantiles, que se juega el futuro de lo político. Y la pedagogía, en ello, ha de tener un rol mayor. Para orientarse en el caos de las sociedades de la posverdad, parece querer decir Jude, lo primero es “aprender a ver”. Ello exige hacer de la imagen el punto de partida de un debate democrático, distanciado y atento a la diferencia. O sea, todo lo contrario de la delirante sesión inquisitorial organizada por los apoderados.
Fecundo como ha demostrado ser, el novísimo cine rumano ha sabido mantener la energía creativa que hace algunos años ya lo hiciera destacarse por encima de las aletargadas filmografías de la Europa hegemónica. Es lo que evidencian, entre otras, las interesantísimas obras de Corneliu Porumboiu y Cristian Mungiu. Back Luck Banging, su más reciente episodio, de una actualidad quemante, actualiza con vigor y saludable desenfado cierta tradición de lo grotesco y la provocación, no ajena al cine del Este de los años 60. La apuesta, en este caso, sorprende por su frescura y su irreductible libertad, que recuerda por momentos al Buñuel de La edad de oro, de cuyo espíritu iconoclasta es por cierto tributaria. La recepción contrastante de la crítica a su respecto es elocuente. Un medio alemán se preguntaba hace poco cómo catalogar a la ganadora de la Berlinale: ¿arte o basura? La pregunta, pienso, es la mejor prueba del éxito de Jude. Al menos nadie podrá acusarlo de querer “dar la razón”.
El último libro de Raúl Zurita, Sobre la noche el cielo y al final el mar, es un testimonio cruzado por datos documentales y obsesiones fugitivas, por recuerdos concretos y alucinaciones desesperadas. También, por experiencias personales intransferibles que pasaron a ser parte de lo que terminó siendo “la escena de avanzada” de los años 80. Es la manera en que el poeta ajusta sus cuentas internas y despacha un libro que habla mucho más de su vida que de su obra y de un periodo que para él, por más que no lo reconozca, fue fundamental.
Antes de ser el Premio Nacional de Literatura y Premio Reina Sofía, entre otros galardones, Raúl Zurita fue un desesperado que, en su desesperación, intuyó muy temprano el destino que quería cumplir. No es menor que en un momento de esta conversación haya deslizado que quiso titular como Mi lucha su primer libro, que fue Purgatorio. A muchos les pareció, en aquellos años, una licencia demasiado provocativa. Sin duda que lo era. “No digo —aclara él— que hubiera tenido la repercusión que tuvo después ese título con Knausgard”. Pero cuando salió la saga, recordó la intuición que tuvo y el dato es revelador del alcance que iba a tener su proyecto.
Este nuevo libro —a veces oscuro, a veces reiterativo, a menudo inspirado y casi siempre agónico— posee elementos reconocibles de la poesía de su autor, como la búsqueda incesante de algo sagrado y trascendente, la proyección de su cuerpo como aquel en el que cristalizan las heridas de un país y un paisaje cuyos puntos de fuga son glaciares, acantilados o un cielo monumental. Sin embargo, ahora Zurita recurre a la memoria para crear un fresco de aquellos años —fines de los 70 y principios de los 80— en que fue parte del Colectivo de Acciones de Arte (CADA) junto a Lotty Rosenfeld, Juan Castillo, Fernando Balcells y Diamela Eltit, quien no aparece con su nombre y apellido y que el autor prefiere llamar, a lo largo de todo el libro, “la que entonces era mi mujer”. La narración posee todo tipo de revelaciones, desde la manera en que el CADA planificó las célebres acciones de arte o el curso que Ronald Kay impartía en el Departamento de Estudios Humanísticos de la U. de Chile, hasta episodios sexuales con amigas y el fin de una relación que es recordada con un dolor que aún parece vivo.
La siguiente entrevista tuvo lugar una soleada mañana de fines de octubre, en la casa del poeta en el barrio de Pedro de Valdivia Norte. No volaba una mosca. Aparte de pájaros, nunca se escuchó un solo ruido. Ni la grabadora ni el café distrajeron la concentración.
Tras leer el libro, queda la impresión de que el CADA fue muy importante para tu poesía. Curiosamente, no es la percepción que yo tengo. Fue una etapa importante, para mí y para todos, pero Anteparaíso estaba hecho antes y Purgatorio mismo sale con mi foto de la mejilla quemada en la portada, y es ahí cuando empieza el CADA. Es más: estuve muy resuelto a titular como Mi lucha mi primer libro. Al final no lo hice porque cedí a la opinión de quienes consideraban —Adriana Valdés, entre otros— que ese título era una provocación. Por supuesto que lo era. Pero revelaba hasta dónde quería llegar. En esos años, había una serie de ideas que me andaban dando vueltas, ideas obsesas y totalmente locas que a veces no tenía con quiénes hablar. Fue en ese momento cuando nos juntamos con la Diamela en el Bellas Artes y ahí comienza el grupo. Fue todo muy rápido. Entonces, no siento que el CADA me haya influido mucho estéticamente. Yo ya había hecho cosas en esta dirección.
Pareciera que tuviste más complicidad, más conexión, con la plástica que con la poesía o con la literatura. La poesía es un arte que tiene miles de años, pero parece impermeable a la idea de soporte. Un poema por definición casi tiene que estar escrito en una página; entonces, con quienes podía yo hablar de la ruptura de los soportes era precisamente con los amigos que estaban en la plástica, por mucho que a ellos a veces se les pasara la mano en eso de que el soporte podía ser el propio cuerpo, que por lo demás eran cosas que ya se conocían. El poema, al mismo tiempo, es un conjunto de palabras y de silencios que está enraizado en tres mil años de tradición, y es un compendio de hojas, un libro, y por eso mismo tiene una profundidad que la plástica no tendrá jamás. Ningún planteamiento teórico araña siquiera un milímetro de la consistencia de La Odisea. Obras maestras de esta magnitud son las que fundamentan una época, una historia, todo. En el CADA nosotros solo estábamos peleando por un espacio más restringido y lo estábamos haciendo como una manera de levantarnos el ánimo. Una pelea te levanta el ánimo. O te aniquila o te fortalece.
Ella tuvo un acierto: juntó las palabras ‘Escena de avanzada’. Posiblemente era mucho mejor la expresión de Ronald Kay, ‘La escena insumisa’. Me parecía más exacta. Pero la expresión que prendió fue la de Nelly Richard y eso le permitió hablar todo lo que quiso. Yo creo que se le entiende bien poco, pero ha hablado todo lo que ha querido hablar.
Como sea, el CADA era más que un grupo de amigos. Claro, teníamos propuestas estéticas, teorías, sacamos una revista que se llamaba Ruptura, hicimos Para nomorir de hambre en el arte e imprimimos cientos de volantes que lanzamos por Santiago. Estaba lleno de vida el asunto. Teníamos un programa, pero no éramos tan ingenuos como para pensar que íbamos a derribar a Pinochet. De lo que sí me di cuenta entonces es de que, sin el arte, no es posible nada. Pero el arte por sí solo tampoco puede generar un cambio político. Y no puede, al menos para mí, porque la dimensión creativa está cada vez más asociada con la capacidad de soñar. Si se acabara el arte, toda la literatura, así de pronto, la humanidad perecería, porque significa que se habrían acabado los sueños. Hasta los sueños más humildes, como tener un lugar donde vivir, jugar a la pelota con un sobrino, desear un vaso de leche para tu hijo —como escribió Manuel Rojas—, si juntáramos todas esas aspiraciones mínimas, nada más y nada menos, lo que obtendríamos sería el paraíso.
En el libro dices que los añosde actividad del CADA fueron cuatro segundos o cuatro siglos. En términos de experiencia pueden haber sido de los más intensos. También dices que la vida en dictadura era alegre. Recuerdo a Alfredo Jaar que por entonces andaba pegando unos afiches por todas partes donde preguntaba ¿Es usted feliz? Lo preguntaba en un contexto bien desolador, donde la gente, a pesar de todo, debía seguir viviendo, con pegas muy precarias. Yo entré a trabajar como vendedor de máquinas de contabilidad y un tipo, colega mío, me decía todo el tiempo: me tinca que tú eres rojo. Y desde luego no podía responderle nada. Al mismo tiempo, había momentos de gran alegría cuando algo resultaba. Y lo que sí sabía es que si iba a escribir del CADA, bueno, tenía que hacerlo como si hubieran pasado 300 años. Voy a contar esto, me dije, no como si fueran tres años sino 300. En la literatura, en la poesía… te pueden tomar preso un día y esa experiencia puede significar cien años. Mi libro tiene varios ejes. Uno de ellos es el CADA, desde luego. El otro es una separación. Y hay un tercer eje, más de fondo, que es lo que se conoce como la Pacificación de la Araucanía, con ese cacique al que le degüellan el hijo delante de él y le amarran la cabeza a la cintura. Es una historia que me contó Leonel Lienlaf y que nunca pude olvidar. Es una escena de una crueldad infinita. De hecho, cuesta imaginar algo más feroz. En la caminata que se va pegando el padre durante el libro, atraviesa por calles como Lincoyán, por calles que existen en Ñuñoa, y de pronto todo eso desaparece y están los volcanes, los hielos… Esos son los ejes del libro. La pregunta sobre de qué se trata todo esto me tiene sin cuidado. Me importa un pepino. Es la gente la que dirá de qué se trata, según cual sea su lectura.
¿Quién escribió sobre el CADA? Sabemos que Nelly Richard lo hizo con gran dedicación, pero lo hizo mucho después, porque no era del CADA. Claro, no era del CADA, menos mal. Ella tuvo un acierto: juntó las palabras “Escena de avanzada”. Posiblemente era mucho mejor la expresión de Ronald Kay, “La escena insumisa”. Me parecía más exacta. Pero la expresión que prendió fue la de Nelly Richard y eso le permitió hablar todo lo que quiso. Yo creo que se le entiende bien poco, pero ha hablado todo lo que ha querido hablar. Los que escribíamos en el momento en que llevábamos a cabo nuestras acciones de arte éramos fundamentalmente la Diamela y yo.
Puesto que aparte de intensa la de entonces era una escena muy pequeña, por lo visto las rivalidades y tensiones con otros círculos eran frecuentes. No es tan sorprendente que el grupo de Carlos Leppe y Richard salga un tanto trasquilado en tu libro. Nos pasábamos peleando… y riéndonos. Una vez estábamos armando una exposición en el Centro Imagen y llega el Gordo Leppe. Estábamos recién empezando. Eran las cinco y media y se abría a las siete. Se paseaba entre las cajas, donde estaba Juan Castillo y le decía: quedó mal pegada esa punta. Lo decía una y otra vez, por molestar… En fin, tuvimos peleas homéricas, pero Carlos era un tipo divertido, el tipo más cómico que he conocido, te hacía reír porque era mala, copuchenta, envidiosa, las tenía todas. Esa pelea era una forma de defendernos entre nosotros mismos, en un mundo que era adverso para todos. Era, en algún sentido, como encerrarse en una pieza cuando afuera el mundo se estaba derrumbando. Eran peleas fuertes, pero que, a la vez, tenían algo de cómico. Quizás hubo tipos que se lo tomaron más en serio, pero no es mi caso… Ahora, yo sinceramente quise hacer algunas cosas que eran bien límites. Yo las venía pensando desde mucho antes, de Viña, con Juan Luis Martínez, y ahora me asombra la demencia en que caí y me digo, bueno, menos mal que no te resultó. Porque si te resulta habrías quedado ciego o te habrías suicidado. Era un compromiso estético, algo más porfiado, profundo y amplio que la mera agitación. El arte para mí es una especie de militancia en la construcción del paraíso. Hacíamos acciones que debían concluirse, pero en el fondo concluirían solo cuando los niños de Chile ya no tuvieran hambre. Esa acción concluiría cuando eso ocurriera, y mientras tanto no ha terminado. Hay cosas que aún me emocionan, como el No+ de la Lotty, que está pensada como una acción infinita.
¿Es un ajuste de cuentas este libro? ¿Es una expiación? ¿O solo la necesidad de purgar un periodo complejo? Las razones para escribir un libro son siempre súper misteriosas, esa amalgama de infancia, abusos, vidas, complejos… Para mí no es un ajuste de cuentas. Ahora, si vas a escribir, tiene que doler. Cada página tiene que doler; si no, no sirve. Para mí este libro tiene la estructura de un poema, un poema que tomó la forma de un relato autobiográfico, pero desde su título y su desarrollo hasta su desenlace, todo es de un poema.
Sí, aunque muy distinto a El día más blanco, tu anterior libro de memorias. Sí, ese es más narrativo. Pero tiene una frase, la primera, que es realmente una joya, con el cielo que se va desprendiendo en el horizonte, en el desierto, un amanecer, sin prisa, como si nada pudiera horadar la pureza… Ese es un poema que se me arrancó. Este libro tiene más elementos documentales: los textos tachados con negro, las tres fotografías de mis operaciones…
La poesía está muriendo. Reaparece bajo las formas más increíbles, cierto, pero como la hemos entendido hasta ahora es un arte moribundo, porque ha perdido su contacto esencial con el mundo y las cosas. Entonces, si muere, por lo menos que lo haga con grandeza, no con los artefactos de Nicanor.
El libro se ha publicado después de la muerte de Lotty Rosenfeld y deja flotando la pregunta de si habría sido distinto si ella viviera. Después de todo, se desclasifican episodios que no eran públicos. Nunca voy a saber qué habría pensado la Lotty, pero el libro lo venía escribiendo hace mucho tiempo. Ella lo sabía, por Juan Castillo, y estaba muy preocupada. Escribí mientras estábamos todos vivos y me costó mucho, por mi enfermedad, porque puedo estar media hora tratando de apuntarle a una letra, porque se me rigidizan las manos. Tuve dos operaciones súper fregadas entre medio. Diría que es el libro que más me ha costado escribir. Puedo demorarme tres horas en escribir la palabra árbol. Todo el libro me tomó siete años, y no es un libro extenso. Lo empecé cuando cumplí 64 años.
¿Tuviste reacciones de los miembros del CADA? No, no tengo idea de lo que piensa la Diamela Eltit, pero créanme, no está hecho con bronca. Puedo reírme de repente de algunas cosas, pero espero que no sea el libro del típico picado.
Pero uno podría pensar que ciertas partes de la ruptura sí son un ajuste de cuentas. Puede ser.
¿Por qué no nombras nunca a Diamela Eltit, si todos aparecen con sus nombres? En la única parte donde me hacen esa pregunta es en Chile, y no es porque en otra parte no la conocieran, sino porque no es un dato relevante, el nombre, ¿me entiendes? Podría ser mucho más relevante el personaje, y eso lo puede ver en dos o tres casos del libro, tipos que tienen cambiado el apellido, cosas así. Con lo de la Diamela hay como un punto de fuga, donde el que lee va a encontrar lo que quiera.
Después de tu pelea con Ronald Kay, ¿hubo una suerte de aproximación con él? Sí, y fue muy bella, y ahora quiero decir que el verdadero motivo de la disputa fue que no me quiso pasar seis números de la revista Manuscritos. Fue por eso que nos agarramos a combos en la Escuela de Economía y yo le gané. ¿Y saben por qué? Porque dijo: este gallo está loco, me puede matar y se asustó. De no haber sido así, me hubiera vencido. Era más grande y fortachón. Después pasaron muchos años y de repente apareció de nuevo por Chile, con la Pina Bausch, ya tenía un hijo, y empezamos a conversar como si nunca hubiera pasado nada, no obstante que habían pasado muchas cosas. Fue aquí mismo, en esta casa. De repente el tipo se va y yo veo que sobre un mueble están las seis revistas Manuscritos, como diciéndome, lo que pasó pasó, aquí está el motivo de nuestra pelea. Fue un gesto muy bonito, que no se lo comenté, porque con él ya estaba todo dicho. La revista era un pretexto, también, porque hubo muchas otras cosas. Él estaba escribiendo Variaciones ornamentales, su primer libro de poemas. Ese si es un antecedente del CADA. Yo conversaba mucho con él en esa época, aprendí cosas bien de fondo de su parte y muchas de ellas si pasaron por el CADA.
Ese taller que él dirigía debe haber sido muy bueno. Sí, se hacía de noche, en una oscuridad total, en el Departamento de Estudios Humanísticos. Y yo vivía al frente, en un edificio blanco, con mi madre. Me había separado y mi vida era un desastre, una experiencia muy fuerte.
¿Depresión? Culpa, culpa real. Había dejado a dos niños librados a su suerte, con su madre, y como creo que esencialmente no soy un mal tipo, eso me pesaba, me despertaba en la noche pensando si habían conseguido leña para calentarse. Noches y días pensando en qué habrán comido, porque estaban en una situación muy pobre. El papá de Juan Luis Martínez se había arruinado. Y yo abandoné ese barco, lo que me avergonzaba profundamente, al punto que me enamoré de una actriz y estuve un año sin poder hablar de mi situación por la vergüenza que me generaba. Era un tiempo muy difícil. Entonces, este libro fue como escribir Purgatorio de nuevo, internarme en mi propia experiencia, en lo descarnado, en una situación social horrible, con unas pegas precarísimas, de las que siempre terminaban echándome. Fue un periodo espantoso. No había manera que consiguiera cuajar conmigo mismo.
Gracias a él (Lihn) publiqué Purgatorio, tuvo ahí un gran gesto. Pero después, cuando el cura Valente empezó a decir que yo era muy bueno, se picó de frentón y me hizo la vida imposible. Ahí yo me prometí no hacerle nunca a un poeta joven lo que Lihn me hacía a mí a cada rato. Me pillaba en una asamblea y zas, me tiraba a partir. Y tenía labia, no era fácil responderle.
En el libro nombras a una sicóloga y a un siquiatra, pero ¿hiciste una terapia de largo plazo alguna vez o temiste que, pacificando tus demonios interiores, perdieras poder creativo? Como digo en el libro, estuve un mes en la clínica. Incluso cuando salí fue bien triste, porque pensé que la que entonces era mi mujer iba a estar al otro lado de la puerta y resulta que no había nadie. Ese siquiatra, Rafael Parada Allende, me salvó la vida. Me trató cinco años, murió hace poco, y me salvó la vida a punta de antidepresivos. Gran parte del tratamiento fue gratis. Él fue mi padre.
¿Te topabas con Parra en el Departamento de Estudios Humanísticos? Sí, empecé a ir a su casa, a una que tenía en Isla Negra, antes de Las Cruces. Parra fue muy importante para mí en ese momento, y después dejó de serlo. Típico. Me empecé a rebelar con eso de que los poetas bajaron del Olimpo. Ok, que bueno que hayan bajado del Olimpo, se lo tomaron todo, se lo tiraron todo, se lo farrearon todo. Ok, entonces ahora de nuevo al Olimpo a trabajar, a sacar los grandes poemas con arte, porque la poesía está muriendo. Reaparece bajo las formas más increíbles, cierto, pero como la hemos entendido hasta ahora es un arte moribundo, porque ha perdido su contacto esencial con el mundo y las cosas. Entonces, si muere, por lo menos que lo haga con grandeza, no con los artefactos de Nicanor. Que la poesía muera en su ley. Es lo que pienso: nunca se lo dije en su cara, pero es porque no me atreví.
¿Y cómo fue tu relación con Lihn? Gracias a él publiqué Purgatorio, tuvo ahí un gran gesto. Pero después, cuando el cura Valente empezó a decir que yo era muy bueno, se picó de frentón y me hizo la vida imposible. Ahí yo me prometí no hacerle nunca a un poeta joven lo que Lihn me hacía a mí a cada rato. Me pillaba en una asamblea y zas, me tiraba a partir. Y tenía labia, no era fácil responderle. Yo nunca he tirado a partir a un poeta joven, como lo hicieron conmigo Lihn, primero, pero después Arteche, Teillier y Uribe, que fueron mis bestias negras, a las que les debo mucho, porque si no te rompen te sirven para fortalecerte. Arteche no firmó el acta cuando me dieron el Premio Nacional. Simplemente se paró y se fue. De Lihn y Uribe me sé poemas enteros de memoria, pero en lo personal conmigo fueron unos hijos de puta.
Hay una página muy dura hacia Lotty Rosenfeld y el redset al que ella pertenecía. Dices que llegaron de sus “autoexilios sin mayores problemas”, para continuar con “sus luchas elegantemente clandestinas”. Sí, siempre le tuve rechazo hacia una forma de hablar, de tomar whisky… Yo fui de las Juventudes Comunistas en la universidad, adonde entré no por arribismo ni glamour, como podrán darse cuenta. Nadie entra al PC por arribismo. Juan Castillo, un tipo que por el contrario hablaba un castellano horroroso, tenía muy buenos modales, muy educado, venía del norte, se veía más de pobla de lo que era, y me decía: “Ya pelaito, haguémonos famosos”. Era muy divertido, a él lo quiero mucho.
Que no haya pasado mucho con el libro, ¿lo ves como un reflejo del campo cultural hoy? ¿Ya no hay revelaciones privadas, al parecer, que motiven el morbo, como sucedió hace unos años con el libro de Pilar Donoso sobre su padre? Mira, en España están saliendo hartas cosas sobre mi libro. Ahora, en Chile hay una desaparición de la crítica literaria que llega a ser humillante. Los espacios que ocupan en Artes y Letras Camilo Marks y Pedro Gandolfo son indignantes; a mí me dan vergüenza esas reseñitas chiquititas en la última página. No lo digo por ellos, que son buenos, sino por el lugar que ocupan. Eso es un asunto. Lo otro, diría que hay un cierto facilismo y este libro es complejo, tiene piso, pero afuera le está yendo bien, en España, donde lo leen con más distancia. Juan Castillo podría ser Juan Gómez, ¿me entiendes? Podrían conocer a la Diamela, pero no es la que conocemos nosotros. En ese sentido, creo que el libro fue un logro, porque tiene ese punto de fuga donde cualquier lector puede poner lo que quiera, salvo nosotros, que nos conocemos, que somos de la casa. El clima cultural, que tiene que ver con la lectura, está pésimo; lo que no significa que no sigan emergiendo tipos muy buenos. Estoy muy sorprendido, y no es por dármelas de feminista, con las novelistas mujeres, como Fernanda Melchor, cuyo Temporada de huracanes es de una fuerza nítida y tremenda. Hay gente que está escribiendo muy bien, pero en Chile es como si hubiera una especie de esponja y la literatura se redujera a una expresión mínima. Ahora bien, no sacamos nada con quejarnos. Esto responde a una época y a un mundo en el que la literatura está cediendo de frentón su papel. Se necesita tiempo para asimilar conceptos y hay casi una operación ideológica contra la literatura, que se está quedando afuera. Con las artes visuales no ocurre lo mismo. Tienen la ventaja de la inmediatez. Al lado de los pintores, de los artistas plásticos, nosotros parecemos un gremio de tipos engreídos. Me resisto a creer que esto pueda ser el final. Pero si lo fuera, quisiera que fuera un final con grandeza.
Sobre la noche el cielo y al final el mar, Raúl Zurita, Literatura Random House, 2021, 238 páginas, $14.000.
La historia del gangsta rap, del periodista estadounidense Soren Baker, es la sumatoria de eventos que dieron origen a este género musical en la cultura del hip hop, pero al mismo tiempo es una mirada sobre cómo el recrudecimiento de la desigualdad y el racismo durante los gobiernos de Ronald Reagan y George H. W. Bush (periodo que va desde 1981 hasta 1993) convirtieron la inocencia celebratoria del naciente hip hop en el relato de los efectos de la opresión institucional. Es decir, relata cómo el hablante del rap pasó de la fiesta y el ocasional comentario social, a narrar en primera persona su vida en los barrios más peligrosos de Estados Unidos, víctima y victimario al mismo tiempo.
Ya en 1982, Grandmaster Flash and the Furious Five había lanzado “The Message”, una de las primeras canciones del género en hacer observaciones sociales, pero esta se limitaba a describir las precarias condiciones de vida en el Bronx de principios de los 80. Fue recién en 1984, con la primera versión de “Gangster Boogie”, de Schoolly D, que se funden las figuras del rapero y el criminal. Esto ocurre cuando Schoolly D se describe a sí mismo vendiendo marihuana y apuntando con una pistola a un tipo que coquetea con su novia. Esto, en la historia del hip hop, solo puede compararse al descubrimiento de la perspectiva en la pintura. Además, esta forma de expresarse era tan gráfica y violenta que no tenía ninguna cabida en la industria del entretenimiento; Schoolly D rompió todas las reglas que un artista negro debía acatar y lo hizo desde su propio sello, el primero creado por una artista de rap.
Una de las riquezas de este nutrido libro son los cuadros de texto fuera de la narración central donde Baker contextualiza o explora asuntos apenas mencionados en el texto principal. En estos apartados paratextuales explica, por ejemplo, cómo otras formas de arte informan el surgimiento del hip hop y en particular del gangsta rap. Hay una página dedicada a hitos de la literatura underground afroestadounidense, como Iceberg Slim, quien a fines de los 60 publicó varios tomos sobre su vida como proxeneta, y discípulos suyos como Donald Goines. Otro apartado señala el aporte de comediantes como Rudy Ray Moore y Richard Pryor, cuyos discos eran de las pocas producciones culturales donde la población afroestadounidense podía escuchar su propio lenguaje. También se incluyen necesarias notas sobre sellos musicales, las pandillas más importantes de Los Ángeles, los programas de TV que rompieron la segregación del hip hop en la pantalla y los instrumentos más utilizados en la producción de hip hop, como la mítica Roland TR-808 y la sampler Akai MPC60.
Las letras de N.W.A. enfrentaron al gangsta rap con la institucionalidad blanca, que no veía con buenos ojos las abultadas ventas de los raperos o su influencia en la juventud. El conflicto se hizo aún evidente cuando en 1991 se publicó el video de cuatro policías de Los Ángeles golpeando a Rodney King, un hombre negro desarmado, abuso que dio carta de realidad a los dichos de los raperos sobre la policía.
Después de trazar los pasos fundacionales de Schoolly D, Toddy Tee y Ice T, Soren Baker relata con agudeza la historia del equivalente a los Rolling Stones en el mundo del rap: N.W.A. (Niggaz Wit Attitudes), el grupo que puso al barrio de Compton en el mapa, que grabó los himnos “Fuck tha Police” y “Straight Outta Compton”, y cimentó los nombres de figuras como Dr. Dre, Eazy-E y Ice Cube. Las letras de N.W.A. enfrentaron al gangsta rap con la institucionalidad blanca, que no veía con buenos ojos las abultadas ventas de los raperos o su influencia en la juventud. El conflicto se hizo aún evidente cuando en 1991 se publicó el video de cuatro policías de Los Ángeles golpeando a Rodney King, un hombre negro desarmado, abuso que dio carta de realidad a los dichos de los raperos sobre la policía.
Impresiona cómo cada año aparecían álbumes más desarrollados, como Death Certificate (1991), de Ice Cube, que en su estructura recuerda el ciclo de muerte y resurrección evocado por Kendrick Lamar en DAMN. (2016). Hay años que destacan por su cosecha, como 1993, cuando aparecieron Strictly 4 My N.I.G.G.A.Z… de 2Pac, Enter the Wu-Tang (36 Chambers) de Wu-Tang Clan, Juvenile Hell de Mobb Deep, Midnight Marauders de A Tribe Called Quest, Doggystyle de Snoop Dogg y Buhloone Mindstate de De La Soul, discos que testimonian la diversa evolución del hip hop. Sin embargo, 1993 le perteneció a un disco lanzado a fines de 1992, The Chronic, de Dr. Dre, la medida de todas las cosas para el rap de la costa oeste, un álbum que en cuanto a cohesión y calidad suele ser comparado con Songs in the Key of Life (1976), de Stevie Wonder. Un disco que pese a ser más amable y orientado a la fiesta que el álbum de gangsta rap promedio, constituye la legitimación del género y su ingreso al mainstream global.
Ese mainstream de alcance planetario es el espacio en disputa que engendró la rivalidad entre las costas este y oeste y solo una de las causas de muerte de los dos mártires más visibles del género, Notorious B.I.G. y 2Pac. Es también la escalera que permitió el ascenso de figuras como DMX, Jay Z, Eminem, 50 Cent, y un movimiento underground cada vez más vital y alejado de Nueva York y Los Ángeles.
Hoy el gangsta rap es un recurso más en la paleta de artistas como Kendrick Lamar, quien consagra el disco Good Kid, M.A.A.D City (2012) a narrar su adolescencia en Compton a la sombra de las pandillas. Se trata de una obra conceptual de gangsta rap, un álbum donde los motivos del género son invertidos, mientras se nos presenta el camino que pudo llevar la vida de Kendrick de no haberse convertido en un rapero famoso. El caso es que el género está a punto de cumplir 40 años, continúa su evolución en raperos tan diversos como YG, Vince Staples y 21 Savage, y no da señales de querer abandonar las calles.
En la imagen: Schoolly D
La historia del gangsta rap:De Schoolly D a Kendrick Lamar –el auge de un gran arte norteamericano–, Soren Baker, Planeta, 2021, 331 páginas, $19.900.
La costa de un país lejano, como metáfora de una cárcel moral y política, es muy antigua. Está, por ejemplo, en una de las caleteras de la autopista que condujo a Troya. El mito de Ifigenia, tratado por Eurípides, Goethe y Alfonso Reyes, transcurre en esa orilla y ofrece, en sus distintas versiones, una moraleja sobre nuestra coyuntura.
Cuando el rey Agamenón, liderando a miles de guerreros que parecían campos de trigo ondulados por el viento, quedó con su flota inmovilizada en la bahía de Aulide, el adivino Calcas reveló que la diosa Artemisa, cuyo altar regía sobre aquellas costas, estaba exigiendo como tributo el sacrificio de una virgen, para permitir que el viento volviese a soplar. La víctima era nada menos que la hija mayor del rey, Ifigenia, que se había quedado en casa, en compañía de la madre y sus hermanos.
Como Abraham en el Génesis, Agamenón accede y manda buscar a su hija. Como Abraham, la hace venir sin decirle cuál será su destino y, con lágrimas en los ojos, se dispone a sacrificarla. Pero mientras el dios de Israel envía un ángel que detiene el sacrificio, la diosa de Agamenón… Una versión de la historia dice que ella admite la ofrenda; la otra, que impide su muerte y la traslada a una remota costa, en un país bárbaro en el que sus habitantes sacrifican a todo náufrago sobre el altar de Artemisa.
Tiene entonces lugar una excepción, porque los salvajes tauros en vez de sacrificar a Ifigenia, la convierten en la nueva sacerdotisa, con el encargo, si, de que sacrifique a los náufragos.
Sin volver a saber de su familia, un día dos jóvenes visitan aquella costa. Tras interrogarlos, Ifigenia reconoce a sus coterráneos, quienes la persuaden para que deje ir a uno, que pueda llevar noticias suyas a casa, y sacrifique al otro. En la versión de Eurípides, Ifigenia escribe en una tablilla sus datos personales y descubre que aquellos a los que iba a matar y liberar son Orestes y Pilades, su hermano y un amigo. Astuta, Ifigenia engaña al rey del lugar, se acerca junto a ambos prisioneros lo más cerca de la orilla del mar y, así, escapan los tres.
En rigor, no hay mito que no haya sido reescrito en cada época.
Mientras en la versión de Eurípides los personajes engañan a los cavernarios y escapan, en la que Goethe escribió, algo así como dos mil años después, en el momento en que están a punto de fugarse Ifigenia vuelve atrás. Mira venir al rey de los bárbaros, ese que durante tanto tiempo ha sido su captor. Hermano y amigo no saben que pasa. ¿Qué le ocurre a esta loca que desaprovecha la oportunidad precisa para escaparse?, se preguntan.
La Ifigenia de Goethe le dice a quien la ha retenido tanto tiempo que él es un padre para ella, un verdadero padre que la ha cuidado, pero que ahora necesita partir, porque así se lo exige el lejano reino al que pertenece. Además, Ifigenia le promete que cada vez que encuentre, allá muy lejos, a uno de estos bárbaros que la han mantenido prisionera, ella lo recibirá y lo atenderá como a un dios. Finalmente, Ifigenia le dice al rey que ella no se irá sin su consentimiento.
El rey, casi mudo, con un hilo de voz, le responde: adiós.
Ifigenia, su hermano y el amigo emprenden el viaje; el viento es favorable como nunca.
La obra se titula Ifigenia en Tauris. Goethe la escribió justo cuando se empleaba como asesor político de uno de los muchos príncipes que en aquel tiempo gobernaban Alemania, país que todavía no se consolidaba como un Estado-nación al estilo de Francia, por ejemplo.
La huella política de este personaje recreado por Goethe es fundamental. Ifigenia es la mujer que educa, ilustra y, también, que negocia, que cede por momentos e impone su visión en otros. Es una princesa que debe hacer un trabajo sucio, uno que repudia, y que cuando por fin se le da la oportunidad de liberarse, su misma liberación alecciona a los que se quedan en aquella costa remota.
En un verso clave de Goethe, antes de intentar escapar, Ifigenia se dice a sí misma tanta suerte, tantoterror, vale decir, lo bueno que me está pasando seguramente traerá aparejado un mal. Porque mientras más feliz se siente, mayor será la amenaza que presiente. Seguro, los psiquiatras podrán elaborar una interpretación más adecuada, pero políticamente esta sensación que invade a Ifigenia es la raíz de su deferencia. Es el miedo a arruinar todo lo que hasta ese momento ha logrado, aquello que la hace preservar eso que llama su buena suerte. En el fondo, su suerte y sus méritos están tan mezclados, tanto se hallan enredadas esas dos madejas, que no puede tirar de ninguna hebra.
La huella política de este personaje recreado por Goethe es fundamental. Ifigenia es la mujer que educa, ilustra y, también, que negocia, que cede por momentos e impone su visión en otros. Es una princesa que debe hacer un trabajo sucio, uno que repudia, y que cuando por fin se le da la oportunidad de liberarse, su misma liberación alecciona a los que se quedan en aquella costa remota.
En un pasaje de sus colosales memorias prematuras, Poesía y verdad, Goethe relata su experiencia de niño ante la ocupación que tropas francesas hicieron en Frankfurt. El conde invasor respetó a tal punto la vida de sus rehenes que el pequeño Goethe no disimula una especie de gratitud. Por otro lado, en sus conversaciones con Eckermann, no escatima alabanzas a su patrón, el gran duque de Weimar. Pese a las muchas críticas del progresismo de aquel tiempo, Goethe se las arregla para no expulsar al príncipe de ese campo simbólico que en toda época puede llamarse los dominios de lo correcto.
Artista, científico y político en un país cultural, institucional e industrialmente atrasado, como era la Alemania de fines del siglo XVIII y principios del XIX, fue un maestro de los procesos de modernización a destiempo. Esta manera de comprenderlo, que puede considerarse un tanto reduccionista, se entiende mejor a la luz de su personaje Ifigenia. Él fue una Ifigenia, como lo fue Andrés Bello entre nosotros, también en una costa lejana.
El mexicano Alfonso Reyes reescribió el mito en Ifigenia cruel, poema dramático donde los rescatistas de la princesa vienen deliberadamente en su búsqueda, pero ella los repele. Prefiere quedarse entre los tauros, ejerciendo sus funciones como sacerdotisa de Artemisa. No habrá manera de convencerla. Ella ya pertenece a su cautiverio, tal vez abducida por el terror.
Las consideraciones por el captor hoy nos resultan prácticamente absurdas. ¿Por qué Goethe construyó una de sus principales obras instalando esa tensión como asunto principal? Acaso intentaba justificar sus propias opciones moderadas, apelando a los asuntos del clasicismo.
Tal vez la lectura que Alfonso Reyes hizo de la lectura que Goethe hiciera de Eurípides pueda, si bien no desenredar, si abrir la madeja.
Porque no hallamos en esta trama la estricta necesidad de las tragedias griegas, nada parecido a un final “obligatorio” o fatalista. Ifigenia puede huir como quedarse. El paso del tiempo podrá haberla mantenido extranjera como convertida en taura. Su pertenencia ya es un enigma. Su cárcel tal vez sea su coraza, como las costillas al corazón.
De tal suerte que entre la Ifigenia de Eurípides (que se fuga con trampas de por medio) y la de Alfonso Reyes (que se queda a seguir matando) está la Ifigenia de Goethe (cuya fuga será acordada por ella misma).
He aquí el punto. En política, como en cuestiones prudenciales, requerir de suerte o de terror es una forma de menospreciar la praxis. Pues es común que lo que primero aconteció por suerte, luego haya que lograrlo mediante el terror. Lo que de primera tiene la soltura de lo espontaneo, luego soportará la tensión de lo forzado.
De ahí que la propuesta de Goethe haya sido que ni la suerte ni el terror deberían apartarnos del hábito de la negociación. El caso de Ifigenia es primordial, porque en su deliberación con el rey ella se decide contra el miedo.
La Ifigenia de Goethe ve en la negociación la forma precisa de ir compaginando la historia consigo misma. Si para los entusiastas del avance, del progreso, la historia no es más que la trama rectilínea de la emancipación hacia un horizonte alcanzable, según Goethe la historia —personal o política, individual o colectiva, privada o social— es la manera de aprovechar la suerte y el terror, sin cederles espacio, pero en líneas zigzagueantes, ondulantes, hasta circulares, al punto de reducirlos a su mínima expresión, sin jamás olvidar que son ingredientes imprescindibles del teatro del mundo.
Si en lejanas costas desconocidas el viento puede ser motivo tanto de suerte como de terror, la praxis que propone la Ifigenia de Goethe convive con fuerzas internas y externas sin dejarse arrastrar por ninguna. Más que teatro: un diálogo político.
Imagen de portada: Iphigenia in Tauris (1893), de Valentin Aleksandrovich Serov.
La segunda vuelta presidencial del 19 de diciembre pasado motivó un conjunto de análisis de carácter prospectivo, principalmente referido a la figura del presidente electo, Gabriel Boric. Sin embargo, en mucha menor medida se ha hablado de la derecha y, en particular, de la derecha representada por José Antonio Kast (JAK). Al discutirse sobre el futuro de la derecha, un importante sector de analistas se ha preguntado sobre quiénes serán los líderes de la oposición, tanto en el Congreso como en la derecha en su conjunto.
En gran medida, los análisis o preguntas —cuál será el papel de JAK en Chile Vamos o si su partido se sumará a la coalición— han girado en torno a cuestiones de conveniencia electoral, pero poco o nada han tenido que ver con el contenido mismo de su discurso político. Y aquí uso el término “político” no solamente en su acepción agonal (o de lucha por el poder), sino principalmente arquitectónica (o de lo que se quiere hacer una vez que el poder se posee). Es verdad que ambos aspectos no se pueden separar del todo: la política es, a la vez, agonal y arquitectónica. Pero frente a una derrota lo que cabe hacer es, al menos por un tiempo, mirar las cosas con mayor perspectiva: ya no pensar tanto en la forma de conquistar el poder, sino en el orden social que se considera mejor.
Frente a la pregunta de por qué JAK perdió en la segunda vuelta, diversos análisis han respondido que la mayoría de los votos nuevos correspondieron a jóvenes citadinos y a mujeres menores de 40 años. ¿Es cierta esta tesis? Al parecer sí. Su fuerte rechazo a lo que él y su mundo llaman “ideología de género” (feminismo y personas LGBTIQ+) conspiró contra su victoria. Además, la inclusión de una agenda de mujer, tanto en su programa de segunda vuelta como en su discurso electoral, no pasó de ser algo cosmético. No fue suficiente eliminar algunos puntos polémicos del programa original, como la discriminación contra las mujeres solteras.
¿Por qué puede decirse que JAK representa una derecha identitaria Alt-Right? Identitaria, porque si se leen algunos documentos clave —como la Declaración de principios, el libro Ruta Republicana, el programa de gobierno de primera vuelta, entre otros— resulta claro que lo que el político de Paine y su partido denominan “batalla cultural” no es otra cosa que la defensa de una identidad colectiva para el conjunto de la población. Mientras, paradoja mediante, critican con fuerza las políticas identitarias en favor de algunas minorías (personas LGBTIQ+, migrantes, indígenas), entienden su acción política como la defensa/imposición de una macro identidad, representada por la “tradición cristiano-occidental” y por los “valores de la patria”.
Pero también la derecha de JAK puede calificarse como Alt-Right por las similitudes que posee con el movimiento (social y digital) del mismo nombre y que, en buena medida, explicó el triunfo de Donald Trump en la elección presidencial de 2016. Precisamente, en las primeras páginas de su programa de gobierno de primera vuelta pueden apreciarse las tres vertientes políticas que Kast y su partido reconocen como propias y que, combinadas, caracterizan a la Alt-Right estadounidense: nacionalismo, libertarianismo y conservadurismo. Mientras el nacionalismo y el conservadurismo apuntan a la necesidad de defender y promover una identidad colectiva en términos culturales y morales, el libertarianismo pone por delante el derecho de propiedad como la base de los derechos subjetivos.
Un segundo punto que salta a la vista de los documentos de JAK, y que también caracteriza a la Alt-Right estadounidense, es la oposición entre una ‘nueva derecha’, ‘verdadera’, y que diría ‘las cosas por su nombre’, frente a la derecha histórica y ‘cobarde’, que sería entreguista y timorata ante las causas de la izquierda, como el feminismo, las disidencias sexuales, las políticas medioambientales, etc. Del mismo modo en que se establece como misión la defensa de una identidad colectiva para el país, se propone la superación de la derecha tradicional, abiertamente identificada con Chile Vamos y el segundo gobierno de Piñera.
Además, en este caso particular el nacionalismo explota la defensa del Estado de derecho y del orden público, cuestiones caras al liberalismo, pero que en el caso de JAK y su partido ello se llevaría a cabo a través de medios antiliberales o antidemocráticos, como la existencia de trabajos forzados para la población penal o el poder de emergencia de los gobiernos para detener a sospechosos en lugares secretos. Dicho sea de paso, el acento en el orden público que caracterizó a JAK en primera vuelta no está debidamente detallado en su programa, sino que más bien se sustenta en frases generales y voluntaristas.
El identitarismo Alt-Right se expresa también en la defensa de la incorrección política y del supuesto “derecho a ofender”. Sin embargo, y como bien se sabe, tanto JAK como el Partido Republicano le negaron este “derecho” a Johannes Kaiser y Gonzalo de la Carrera. Por lo demás, las mismas ideas de Kaiser, quizás de manera menos rústica o grosera, están planteadas por Kast y por prácticamente todo su círculo cercano en diversos programas de YouTube. Por ejemplo, en una conversación/entrevista, Kast estuvo de acuerdo con Agustín Laje, un argentino que fomenta los discursos de odio en contra de las personas LGBTIQ+, en que las disidencias sexuales no responderían a una realidad objetiva, sino a teorías deconstruccionistas, fomentadas por la ONU y el “lobby gay”.
Un segundo punto que salta a la vista de los documentos de JAK, y que también caracteriza a la Alt-Right estadounidense, es la oposición entre una “nueva derecha”, “verdadera”, y que diría “las cosas por su nombre”, frente a la derecha histórica y “cobarde”, que sería entreguista y timorata ante las causas de la izquierda, como el feminismo, las disidencias sexuales, las políticas medioambientales, etc. Del mismo modo en que se establece como misión la defensa de una identidad colectiva para el país, se propone la superación de la derecha tradicional, abiertamente identificada con Chile Vamos y el segundo gobierno de Piñera. Y aunque el apoyo de Chile Vamos a Kast en la segunda vuelta pueda explicarse y entenderse en términos de pragmatismo electoral (similar, por lo demás, al apoyo de la Democracia Cristiana o del PPD a Boric), las referencias adversariales del segundo respecto de la coalición de centroderecha hacen (al menos) cuestionable una alianza permanente entre ambos.
Pero después de la derrota y ad portas de un gobierno liderado por el Frente Amplio y el Partido Comunista, ¿cabe pensar en una alianza estable entre Chile Vamos y el Partido Republicano? Mi respuesta es negativa. El carácter “cruzado” y antiliberal de la derecha de JAK, depositaria de una suerte de sentido misional, hacen poco probable la viabilidad de dicha alianza. Además, desde la perspectiva de la derecha que debería ser, JAK y el Partido Republicano representan un camino a ninguna parte para Chile Vamos. La caracterización de la derecha identitaria, realizada en el apartado anterior, permite concluir que, si la derecha histórica se alía con el Partido Republicano, corre el riesgo de retroceder 40 años. Aunque en parte esto ya ocurrió con el apoyo de Chile Vamos en la segunda vuelta presidencial, al menos —luego de la derrota y situada ya en la oposición— puede pensarse en la recomposición.
¿Cómo puede entenderse esta recomposición?
Aunque esta respuesta amerita un tratamiento específico, al menos podrían indicarse tres claves fundamentales. La primera es que la derecha históricamente ha sido una alianza estratégica entre conservadores y liberales, principalmente en defensa de la libertad económica. Pero a diferencia de los conservadores identitarios, los conservadores históricos (para no usar ahora el término tradicional) no miran la política con un sentido misional. Segundo, aunque la defensa de la libertad económica ha sido el mínimo común histórico de la derecha chilena, esta libertad debería defenderse no solo por razones económicas, sino también por razones morales, porque el mercado como institución permite y favorece el desarrollo de proyectos de vida que el Estado debería respetar. Y tercero, aunque las cuestiones valóricas no son las más importantes en política —la democracia representativa y el modelo económico siguen siendo preeminentes—, la derecha, incluso los conservadores históricos, deben avanzar hacia un compromiso integral y no meramente retórico con la libertad. Esto significa descartar por razones de convicción profunda, y no solo por razones pragmáticas, toda alianza futura con José Antonio Kast y el Partido Republicano. Por lo demás, dicha alianza podría terminar siendo el tiro de gracia a una derecha histórica que todavía sigue viva.
En Chile tenemos una tendencia a pensar que lo que acontece en nuestro país es muy peculiar y, por tanto, poco comparable con lo que sucede en otras latitudes. La pasada elección presidencial demuestra la falacia de esta tesis, sobre todo al momento de observar el campo político de derecha. Lo que hemos visto respecto de la irrupción de José Antonio Kast y el Partido Republicano en su desmarque de los partidos de derecha que forman parte del gobierno de Piñera (Evópoli, Renovación Nacional y la Unión Demócrata Independiente), no es muy lejano de la realidad de buena parte de las democracias contemporáneas. En otras palabras, la aparición de una derecha a la derecha convencional no es un fenómeno chileno, sino mundial.
Diversas investigaciones demuestran que la derecha a nivel global se encuentra en un proceso de transformación, el cual está marcado por dos fuerzas opuestas y, en teoría, incompatibles. Por un lado, existen sectores de derecha que abogan por la moderación y la adaptación hacia posturas más bien progresistas en temas tanto morales como económicos. Quizás quien mejor representa esta vertiente es Angela Merkel, la saliente canciller democratacristiana, quien gobernó Alemania exitosamente por más de una década. Por otro lado, abundan las fuerzas de derecha populista radical, que apuestan por un cierre de fronteras. Una clausura de las ideas foráneas, de los organismos multilaterales y por cierto de los extranjeros, mostrando escaso respeto por las reglas del juego democrático. Claro ejemplo de esto es el proyecto de Trump en los Estados Unidos, quien bajo el emblema “Let’s MakeAmerica Great Again”, entusiasmó a una gran cantidad de votantes con la idea de que es posible volver a un mítico pasado donde supuestamente todo funcionaba de maravilla (¿aquel periodo marcado por la impúdica exclusión de la población afroamericana y la discriminación de las mujeres?).
Con la aparición de José Antonio Kast y del Partido Republicano, nuestro país está siguiendo entonces el mismo decurso que gran parte de las democracias en el mundo actual. Podríamos decir, entonces, que el sistema político chileno se está adaptando a una tendencia global. Ahora bien, la experiencia comparada indica que este proceso de adaptación se puede dar de maneras muy diferentes y el modo que estamos viendo en Chile es más que preocupante. Para comprender esto, tres observaciones resultan importantes.
En primer lugar, los partidos de la derecha chilena postransición se pueden catalogar como “partidos de origen autoritario”, vale decir, formaciones políticas que emergen de una dictadura y que logran adaptarse a contextos democráticos. Producto de sus vínculos con el régimen autoritario, este tipo de partidos tiene importantes recursos económicos y organizacionales, pero pesa sobre ellos una imagen autoritaria que juega en su contra en amplios segmentos del electorado. En el caso de la derecha chilena, costó bastante tiempo que Renovación Nacional y la Unión Demócrata Independiente pudieran sacarse de encima el estigma autoritario. Similar a la historia del Partido Popular (PP) en España, la derecha chilena tuvo que experimentar un largo periodo en la oposición, que funcionó como aliciente para que, gradualmente, se fuera desprendiendo de los grupos más asociados a la dictadura y así pudiera levantar una postura compatible con la democracia.
El largo y tortuoso proceso tanto de depuración de imagen de la derecha como de adaptación al electorado más de centro, fue dejando heridos en el camino. Se trata de líderes de la derecha y de sectores de votantes que comenzaron a sentir que la esencia de su proyecto ideológico se comienza a desdibujar. Ceder en temas como el tránsito hacia la gratuidad en la educación universitaria o la aceptación del aborto en tres causales, fue visto como claudicación, en vez de una necesaria adaptación a las preferencias de una sociedad con ansiedad de cambios.
En segundo lugar, desde la transición a la democracia en adelante, la derecha chilena ha sufrido un difícil y gradual proceso de adaptación programática. En sus dos primeras campañas presidenciales (1989 con Buchi y 1993 con Alessandri), la derecha optó por levantar programas sumamente conservadores en temas económicos y morales y, por lo mismo, obtuvo resultados electorales horrendos, a tal punto que ni siquiera consiguió forzar la realización de una segunda vuelta electoral. Es recién en la elección de 1999, liderada por Joaquín Lavín, que la derecha comienza a virar hacia el centro, lo cual la hace más competitiva en las urnas. Piñera continúa esta senda de la moderación programática y es así como logra conquistar el Poder Ejecutivo. A pesar de ello, sus gobiernos han estado marcados por grandes movilizaciones, que terminaron por obligar a la derecha a enmendar el rumbo y aceptar transformaciones a regañadientes. En efecto, el proceso constituyente en curso nunca formó parte de la agenda de la derecha y solo terminó siendo posible debido a la enorme presión del estallido social de fines del año 2019.
En tercer lugar, el largo y tortuoso proceso tanto de depuración de imagen de la derecha como de adaptación al electorado más de centro, fue dejando heridos en el camino. Se trata de líderes de la derecha y de sectores de votantes que comenzaron a sentir que la esencia de su proyecto ideológico se comienza a desdibujar. Ceder en temas como el tránsito hacia la gratuidad en la educación universitaria o la aceptación del aborto en tres causales, fue visto como claudicación, en vez de una necesaria adaptación a las preferencias de una sociedad con ansiedad de cambios. Es así como lentamente se comienza a formar un caldo de cultivo para que aparezca una derecha a la derecha, que toma prestadas las ideas y estrategias de la derecha populista radical a nivel global. No en vano el logo de Acción Republicana (el primer intento de construcción partidario de Kast) era una burda copia del logo del Frente Nacional en Francia. A su vez, Kast no ha escatimado imágenes de adulación hacia figuras como Jair Bolsonaro en Brasil y Santiago Abascal en España.
En resumen, la historia de la derecha chilena desde 1989 en adelante está marcada por un difícil tránsito hacia posturas más moderadas y de desvincularse de la pesada figura de Pinochet. En todo caso, este proceso de cambio hacia el centro nunca logró tener la fuerza suficiente como para que se consolide una derecha moderna, similar a la de Angela Merkel en Alemania. Aun cuando el estallido social de octubre del 2019 dio paso a la aparición de algunas voces que pujaban por una mayor sintonía con las demandas de la ciudadanía y de la conformación de una así llamada “derecha social”, la reciente elección presidencial puso estos intentos en el congelador.
De hecho, uno de los aspectos más llamativos y preocupantes del proceso electoral de fines del año pasado es que la derecha convencional abrazó de manera muy veloz y casi sin condiciones la candidatura de José Antonio Kast. A pesar del extremismo de este último, los partidos que conforman el gobierno de Piñera (Evópoli, RN y la UDI) optaron por apoyar a Kast de manera casi automática. Gran parte del argumento esgrimido consistió en plantear que votar por Gabriel Boric equivale a apoyar el modelo “Castro-chavista”, como si el mundo todavía estuviese dividido por la Guerra Fría. En vez de comprender que la ciudadanía demanda un modelo de bienestar social similar al del continente europeo y el respeto a valores progresistas en temas relacionados con el medio ambiente y el género, la derecha convencional se tropezó una vez más con su dogmatismo conservador. Por ello es que su campaña estuvo centrada en la negatividad del oponente y en azuzar temores que hacen sentido para un segmento reducido del electorado.
La gran incógnita es qué pasará ahora con la derecha: ¿seguirá apegada a la agenda de Kast o se abrirá a la opción de reconstruirse en dirección hacia una derecha moderna? Dado que a nivel global la derecha populista radical tiene importantes canales de difusión y que la derecha criolla claudicó muy rápidamente con el proyecto de Kast, todo indica que la derechización de la derecha llegó para quedarse. De ser cierto este diagnóstico, vendrán duros momentos para el sistema democrático. Sin fuerzas de derecha moderada, la consolidación del régimen democrático resulta una tarea titánica, ya que los sectores conservadores apuestan por prácticas muy nocivas, que van desde la deslegitimación absoluta del contrincante, hasta sembrar dudas sobre la imparcialidad de instituciones clave del régimen democrático, como por ejemplo el Servel. Dado que José Antonio Kast se torna hoy en día en el líder natural de la derecha, la formación de una derecha moderna en Chile seguirá siendo una quimera. Malas noticias para nuestra democracia.
El triunfo de Gabriel Boric hizo que dejáramos de contener la respiración. El avance del neofascismo pinochetista, xenófobo y ultraconservador de José Antonio Kast fue frenado en las urnas, por ahora. Luego de los resultados de la primera vuelta, que indicaban que Kast podría ganar por 100 mil votos si no se incorporaba a más votantes, la campaña de Boric se volcó al trabajo en terreno y a las redes sociales, en el puerta a puerta y el meme, para convencer a más de un millón 270 mil personas que se abstuvieron de votar en primera vuelta. El miedo a lo que un gobierno liderado por un apologista de Pinochet podría significar, en términos de retrocesos y persecuciones a las minorías, se propago como fuego en la pradera entre las disidencias sexuales, jóvenes feministas y activistas de izquierda. Estos nuevos electores no son precisamente partisanos de la coalición victoriosa (Apruebo Dignidad), sino que sus votos fueron movidos por el miedo al fascismo, votos marcados, a regañadientes, por el mal menor. Fue el miedo visceral al retorno del pinochetismo duro al poder el que ganó la elección.
Mientras las campañas del miedo al fascismo llenaban los espacios informales, la campaña de Boric abordó tangencialmente la amenaza que significaría tener a un líder de ultraderecha en el poder, enfocándose en la esperanza de un futuro mejor, simbolizada en la imagen del nuevo líder en la copa de un árbol con los brazos abiertos, de cara al mundo. Esta estrategia dual que declaró formalmente la esperanza e infundió informalmente el miedo, no solo fue efectiva en términos de la cantidad de abstencionistas que logró convocar a las urnas —la mayoría de sectores populares—, sino que también lo suficientemente plástica como para permitirle al presidente electo continuar con su política del diálogo, que busca “tender puentes” con el adversario de ultraderecha para lograr “armonía” y “cohesión social”. Es así como, mientras el miedo elevó a Boric como el representante de una alianza antifascista, que incorporó a los partidos que administraron el modelo neoliberal durante los últimos 30 años, la esperanza depositada en su gobierno, en cuanto a las transformaciones estructurales y mejoras materiales inmediatas, se contrapone con la esquiva estabilidad y el avance “responsable” y a “pasos cortos” que pregona.
Las emociones son parte integral de la política. Las decisiones que se toman sobre la vida en común no están basadas solo en criterios técnicos de eficiencia; decisiones ético-políticas, conectadas a emociones como el miedo y la esperanza, son fundamentales. Cada nueva decisión política demanda una reconciliación entre principios y realidad y, por ende, un cuestionamiento de la inevitable brecha entre teoría y praxis, lo que reactiva estas emociones existenciales en el debate político. Para el filósofo de la democracia radical Baruch Spinoza, la esperanza es el placer que surge de la idea de algo en el futuro, cuyo desenlace es incierto. La esperanza, entonces, conlleva en sí misma una cuota de miedo. Cuando tenemos esperanza, sentimos placer al imaginarnos que lo deseado está al alcance y también tememos por la posibilidad de ver el deseo frustrado. La principal diferencia es que mientras la esperanza es positiva y productiva, porque cuando se elimina la incertidumbre del futuro se genera confianza para la acción, el miedo es negativo y paralizador, porque conduce a la desesperación y la pasividad en vez de a la actualización de nuestro poder; cuanto más miedo tiene una persona, menos poder posee.
Si bien el miedo dispone al ser humano a buscar ayuda y a cooperar, para que un pacto social produzca libertad, tiene que ser la fuerza productiva de la esperanza lo que impulse a los individuos a asociarse. Aunque racionalmente podamos preferir un mal menor en el presente para llegar a un futuro mejor o evitar un futuro peor, solo la esperanza lleva a una asociación política de personas libres. El miedo obliga a los individuos a someterse y construye una sociedad basada en la dominación, en la cual el dolor (su recuerdo o amenaza) es usado para imponer silencio y orden. El miedo al mal mayor coarta la deliberación y el juicio crítico, erosionando la libertad política para disentir. Así, la estrategia de entrelazar indirectamente la esperanza y el miedo termina por estrangular la creatividad y energía necesarias para lograr el proyecto deseado, especialmente si existe una desconexión entre las aspiraciones del pueblo y la voluntad política de las élites.
Mientras el miedo elevó a Boric como el representante de una alianza antifascista, que incorporó a los partidos que administraron el modelo neoliberal durante los últimos 30 años, la esperanza depositada en su gobierno, en cuanto a las transformaciones estructurales y mejoras materiales inmediatas, se contrapone con la esquiva estabilidad y el avance ‘responsable’ y a ‘pasos cortos’ que pregona.
El miedo a perder una democracia frágil llevó al pueblo a agachar la cabeza y permitir la consolidación del modelo neoliberal en democracia. Hoy no solo es el miedo al fascismo lo que amenaza con neutralizar las demandas populares y paralizar la acción; también está el poder político que la coalición liderada por la derecha (Chile Vamos) tiene para sabotear el primer gobierno de transición hacia el nuevo orden constitucional. Dado que los partidos de derecha lograron capturar la mitad de los escaños en el Congreso, el gobierno de Boric tendrá que negociar con la oposición conservadora —lo que implicará moderar sus propuestas, hasta eliminarles el filo que cortaría la camisa de fuerza impuesta por el actual modelo— o contentarse con el inevitable estancamiento legislativo. Debido a que la nueva Constitución está programada para ser ratificada en septiembre de 2022, Boric se verá obligado a comenzar a implementarla por decreto o retrasar su materialización hasta que cambie la aritmética del Congreso. Si elige la segunda opción, provocará ira y frustración entre las clases trabajadoras. El descontento social desprendido de la parálisis haría más difícil la narrativa de la esperanza e inflamará aún más la retórica del miedo.
Con un presidente socialdemócrata centrado en el diálogo y la negociación parlamentaria, para quien el Congreso esta más “equilibrado” que dividido, las perspectivas de transición a un nuevo orden sociopolítico parecen sombrías. Está por verse si este “gobierno bisagra” entre la democracia neoliberal y el nuevo orden, apoyado por una alianza “en contra del fascismo” que junto a los partidos de la ex-Concertación con los de Apruebo Dignidad, establecerá un nuevo centro en el que sean posibles “transformaciones responsables”. Y aunque algunas reformas estructurales se logren, persiste el peligro de repetir el patrón, en el que la democracia solo avanza en la medida en que las élites gobernantes lo consideran posible (es decir, no mucho). Dado su apego al diálogo y la negociación, es poco probable que Boric esté dispuesto a gobernar por decreto, si persiste el bloqueo legislativo. Por miedo a ser tildado de tirano, las reformas estructurales se dejarán de lado, volviendo así la olla a presión sobre el quemador, a la espera de otra explosión.
Para que la esperanza supere al miedo y la parálisis en el primer año de gobierno, se necesitarán nuevos mecanismos políticos para aflojar el control de las fuerzas reaccionarias. En los últimos meses, la Convención Constitucional ha escuchado testimonios de organizaciones populares que exigen poder de decisión local y procedimientos democráticos directos para descentralizar el poder, proteger el medio ambiente y combatir la corrupción. Otorgar a las y los ciudadanos el derecho de iniciar y derogar leyes, cancelar proyectos extractivistas y destituir a representantes, no solo permitiría transformaciones estructurales urgentes, como la derogación del sistema de pensiones, sino también marcaría un ritmo más adecuado para ellas.
El paso de un modelo neoliberal a uno socialdemócrata requiere un intenso trabajo legal y político, el que debiera llevarse a cabo, dadas las circunstancias, por el presidente, mandatado por las comunidades que habitan el territorio. Retrasar la aprobación de reformas socioeconómicas transformadoras, que de seguro quedarán empantanadas en el Congreso, no solo no nos permitirá avanzar fuera del decadente orden neoliberal, sino que pondrá en peligro la frágil estabilidad del naciente orden, dejando el terreno fértil para una nueva arremetida del fascismo y su miedo.
En diciembre pasado ganó las elecciones presidenciales un político joven que, para muchos, resulta difícil de catalogar. Así, en los días que siguieron a su elección muchos se preguntaban, en Chile y en el extranjero, si Gabriel Boric era un izquierdista radical, un populista de izquierda o un socialista democrático. Quizá porque, producto de su corta edad —en relación con la naturaleza del cargo a que accederá—, sus errores de juventud están demasiado cerca en el tiempo o porque combina diferentes elementos ideológicos, Boric aparece ante los ojos de muchos como un enigma.
Una clave para comprender quien es Gabriel Boric, políticamente hablando, me parece que se encuentra, más que en sus gestos o discursos —siempre moldeables en quienes se dedican a la actividad pública—, en sus acciones, especialmente desde que se produjo el estallido social. Y estas sugieren que estamos en presencia de un líder que combina una agenda de izquierda con genuino apego a las formas institucionales.
Ya se sabe que Boric y su agrupación política, el Frente Amplio, buscan transformar en una dirección más igualitaria a una sociedad que —aunque más próspera y con mucho menos pobreza que la que exhibía unas décadas atrás— sigue siendo muy desigual. Esto no los distingue de otros actores, como el Partido Comunista y los movimientos sociales que se aglutinaron en la desaparecida “Lista del Pueblo”, que comparten similares aspiraciones transformadoras. La diferencia estriba en que la búsqueda de una sociedad más inclusiva y económicamente igualitaria se encuentra en Boric indisolublemente unida a una fuerte adhesión al Estado social y democrático de derecho. Dicho en otras palabras, lo distintivo es su fuerte valoración de las instituciones de la democracia constitucional (como una judicatura independiente, una prensa libre y la alternancia en el poder). Esto último puede sonar accesorio en un político que pretende erradicar el neoliberalismo, pero, lejos de ser un adorno, representa algo crucial en una región en que el caudillismo ha llevado a demasiados lideres de izquierda a concluir que solo ellos están destinados a regir los destinos de sus países, lo que transforma a sus adversarios políticos en “enemigos” o “traidores”, con el consiguiente efecto des-democratizador que ello envuelve. Así, lo que a primera vista podría aparecer como una abstracción algo arcana —la adhesión a los principios del constitucionalismo democrático— representa una característica definitoria de Boric.
Mirado desde esta óptica, no hay un giro esencial entre el Boric de la primaria y el de las dos vueltas presidenciales. Podrá haber habido cambios de estilo, o en la profundidad y velocidad de algunas políticas públicas que defendió, pero su orientación básica se mantuvo inalterada. Estamos en presencia de un socialista democrático que adhiere al constitucionalismo, entendido como práctica política al servicio de los derechos fundamentales de individuos y minorías. Esta caracterización del pensamiento político de Boric coincide con lo que la especialista sueca Astrid Hedin identifica como la diferencia central entre la socialdemocracia y las formas más radicalizadas de izquierda.
Cuando se observa el actuar de Boric a la luz de esta perspectiva, se advierte una continuidad relativamente inalterada desde que suscribió el Acuerdo por la Paz y una Nueva Constitución (en noviembre de 2019) y su llamado a que la Convención Constitucional elabore una carta que no sea partisana (en diciembre de 2021). En el intertanto, Boric defendió con convicción el respeto de las reglas que regulan el proceso constituyente, como la que exige que cada norma de la nueva Carta Fundamental se adopte por los dos tercios de los integrantes de la Convención, actitud que le costó ser duramente atacado por sus aliados del Partido Comunista.
Una clave para comprender quien es Gabriel Boric, políticamente hablando, me parece que se encuentra, más que en sus gestos o discursos —siempre moldeables en quienes se dedican a la actividad pública—, en sus acciones, especialmente desde que se produjo el estallido social.
II.
La adhesión a las formas institucionales de la democracia constitucional que Boric ha exhibido en los últimos años será particularmente relevante cuando asuma la Presidencia de la República, ya que permite inferir que no sucumbirá —como ha sido habitual en buena parte de los liderazgos de la izquierda populista o radical de la región latinoamericana— a la tentación de intentar manipular el proceso constituyente para compensar su falta de mayoría en el Congreso o, alternativamente, tratar de gobernar por decreto. Puesto de otro modo, la trayectoria de Boric y del Frente Amplio sugiere que entienden que la búsqueda de la justicia social no puede hacerse a costa de sacrificar el Estado de derecho ni el principio de la alternancia en el poder.
Por otra parte, no puede desconocerse que la —muy diferente— aproximación hacia las formas institucionales que exhiben Boric y el Partido Comunista representa el más complejo foco de conflicto al interior de la coalición que han construido en el contexto de la elección presidencial. En efecto, el hecho de que —en lo que va de funcionamiento de la Convención Constitucional— el Frente Amplio y el Partido Comunista hayan estado en veredas opuestas en casi todas las decisiones importantes plantea una duda razonable respecto de la sustentabilidad de una alianza de gobierno entre estas dos fuerzas, especialmente si el ultimo insiste en su posición hostil respecto del acuerdo de noviembre de 2019 y de las normas que se adoptaron para regular el proceso constituyente. Por supuesto, es posible que el Partido Comunista entienda que no puede estar en permanente oposición al ethos que caracteriza a Boric, y que se alinee con el último en su respeto a las formas institucionales, aunque no sea más que por evitar entrar en conflicto con el anterior.
III.
Para terminar con este bosquejo prospectivo de lo que cabe esperar del Presidente electo, cabe subrayar que recibirá el mando con un país en medio de una crisis multidimensional, que combina desafíos sociales y políticos, con una pandemia que no parece amainar y, finalmente, con una economía en problemas. Si se suman a esto las enormes expectativas de cambio que la mayoría de sus adherentes abrigan, así como el hecho de que el futuro mandatario no tendrá control del Congreso Nacional, se puede aquilatar lo formidable del desafío que confronta. De hecho, es difícil imaginar una combinación más explosiva de factores para un político con alguna experiencia legislativa, y ninguna administrativa.
Dicho esto, ya en la semana siguiente a su elección, Boric sorprendió a muchos por la prudencia que exhibió, virtud que deberá desplegar en abundancia, si quiere evitar un desastre similar al experimentado por su predecesor, Sebastián Piñera. Esto será especialmente importante en el manejo de la crisis social y política que heredará, arena en que deberá ser capaz de entender que la preservación del orden público representa una condición sine quanon de cualquier gobierno, más allá de —en paralelo— sentar las bases de un diálogo productivo que atienda a las raíces de los conflictos más persistentes que experimenta el país: en La Araucanía y en las zonas en que el Estado retrocede ante la presencia de sectores asociados al narcotráfico. En lo económico, Boric enfrentará la compleja tarea de empezar un camino de transformaciones sin el control del Congreso, en momentos en que además se hará cargo de mantener la inflación y el déficit fiscal bajo control. Por otra parte, en lo que refiere al manejo de la pandemia, sería simplemente incomprensible que alterara las exitosas políticas instaladas por el gobierno que termina.
Como se puede apreciar, diferentes circunstancias —y el talento político de Boric— lo han posicionado en el cargo de mayor responsabilidad del país precisamente en una de las coyunturas más difíciles que como sociedad nos haya tocado vivir en mucho tiempo. En este contexto, deberá echar mano a todos sus recursos humanos y políticos. Quizá la enormidad del desafío lo haga estar a la altura (la historia registra casos en que líderes “accidentales” lograron avanzar en medio de incontables dificultades). O quizá la magnitud de los problemas que recibirá le resulten inabordables. Lo claro es que voluntad no le falta. Y eso no es poco.
Entre la narrativa de la esperanza y la retórica del miedo, por Camila Vergara
La derechización de la derecha, por Cristóbal Rovira Kaltwasser
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John Gray: “China encarna la Ilustración iliberal”, por Juan Paulo Iglesias
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Raúl Zurita: “El arte para mí es una especie de militancia en la construcción del paraíso”, por Héctor Soto y Álvaro Matus
Relecturas Freud, el literato, por Andrea Jeftanovic
Valente o la doctrina oficial del verso en Chile, por Andrés Anwandter
La conciencia chilena, por Cynthia Rimsky
Manuel Rojas y Aniceto Hevia: recordar, escribir y comprender el mundo, por Álvaro Bisama
Especulaciones en torno a la muerte de un poeta, por Luis López-Aliaga
Gonçalo M. Tavares: “La literatura europea y estadounidense me parecen las más conservadoras”, por Rodrigo Hasbún
África de las Heras y Felisberto Hernández: el triunfo del misterio, por Yosa Vidal
Ota Pavel: pescando en aguas aparentemente calmas, por Álvaro Díaz
Libros usados Al final de algo, por Bruno Cuneo
Linchamiento público: el placer de sentirse moralmente superior, por Ignacio Albornoz
Arquetipos de situación Pastores de almas, por Milagros Abalo
Vidas paralelas Jack Kerouac y el Che Guevara: literatura y acción, por Federico Galende
Críticas de libros y cine
Libros
Lecturas filosóficas del presente. Intervenciones de Marcos García de la Huerta, por Daniel Hopenhayn
El vasto territorio de Simón López Trujillo, por Alejandra Ochoa
Nosotros no estamos acá. Crónicas de migrantes en Chile de Jorge Rojas, por Marisol García
Dime cuándo vienes. Cartas de amor 1893-1917 de Rosa Luxemburgo, por Luis Felipe Alarcón
Secciones eternas y otros poemas de Tom Raworth, por Rodrigo Olavarría
Cine
Colonia Dignidad. Una secta alemana en Chile de Annette Baumeister y Wilfried Huismann, por Pablo Riquelme
Personajes secundarios La amiga de El Maestro, por María José Viera-Gallo
Vi hace un tiempo atrás El instante eterno, el documental de Sebastián Moreno sobre la obra y la vida del fotógrafo Sergio Larraín. Es convencional, pero eficiente: logra transmitir la imagen del artista que deserta y se aparta del mundo, inundado de malaise o simplemente cabreado. El genio, decía Baudelaire, consiste en crear un lugar común, y este es uno de proporciones. Lo inventó hace más de un siglo Rimbaud, príncipe de los poetas mal avenidos con el mundo, que abandonó la poesía para traficar armas y esclavos. Años atrás se encontró una fotografía desconocida de su estancia en Haraar, en el norte de África: aparecía sentado junto a unos comerciantes temibles, en la esquina contraria de la que aparecía en la pintura de Fantin-Latour, que lo había retratado junto a un grupo de poetas hoy día olvidados. Con ese quiasmo parece haber comenzado todo, pues en adelante siempre dependerá de qué lado de la mesa quiera el artista sentarse, aunque para algunos ambos lados de la mesa sean igualmente cómodos. Wallace Stevens, por ejemplo, era poeta y abogado de una importante compañía de seguros, y decía que el que podía comprarse un Goya estaba en mejores condiciones de apreciarlo que el que solo podía mirarlo.
Sergio Larraín, en todo caso, no abandonó la fotografía por los negocios ni la vida artística por una vida civil cualquiera. Abandonó todo porque en el mundo había demasiadas fotografías y demasiados negocios, y él detestaba por igual a los “periodistas” y a los “predadores”: “Las presiones del mundo periodístico –le confesó en una carta a Cartier-Bresson, cuando aún trabajaba para la agencia Magnun– destruyen mi amor por el trabajo y mi concentración”; y en los escritos que mencionaré hablará muchas veces del tipo de mundo que han hecho posible los empresarios y, en general, los seres humanos convertidos en consumidores voraces.
Son mejores razones, por cierto, para largarse que las psicológicas que se suelen esgrimir más a menudo: sus complejos de clase, la tristeza incoada en la infancia por un padre atareado y exitoso, las historias de papá y mamá, en fin, las tribulaciones del Edipo doméstico. Por cierto, nada de esto es falso; es solo una cuestión de énfasis. Como hiciera notar John Berger en Un hombre afortunado –el mejor de sus libros–, vivimos en una cultura que carece de una auténtica base histórica y por ello somos proclives a privilegiar las causas íntimas de nuestras neurosis en detrimento de sus causas objetivas. Larraín, de hecho, hablaba poco y nada en sus escritos de las primeras, y en cambio hablaba mucho, y hasta muchísimo, de las segundas. Para él el problema eran el Ego y el Mundo, cuyas presiones y extravíos trató de apartar retirándose al campo para dedicarse al yoga, la calistenia, la pintura y la fotografía, pero ya no como medios artísticos, sino como medios de autorrealización o espirituales. También se dedicó a escribir unos libros inclasificables, mezcla de poesía, literatura devocional y autoayuda, que son más de 12. Sobre ellos, sin embargo, no se dice nada en el documental de Moreno, y me gustaría llenar esa laguna, no tanto para alertar sobre su valor literario como para levantar un caso que podría interesar a los curiosos o a los que sin saberlo poseen alguno.
Del libro que Sergio Larraín tituló Social 19, rescato su estilo sentencioso y sus diatribas un tanto apocalípticas contra el sistema neoliberal y el desastre ecológico, que son justas, pero no tienen el humor de los ecopoemas de Parra, por ejemplo. Algunas frases, sin embargo, presentan una densidad inusual y cristalizan en imágenes interesantes.
Catalina Mena, en Sergio Larraín. La foto perdida, su excelente perfil del fotógrafo, que era también su tío, ofrece una buena descripción del contenido de esos libros, que de joven, dice, no le interesaron nada, aunque hace poco descubriría su inusitada dimensión política: “Tenían textos manuscritos y otros mecanografiados. Hablaba del despojo, de vivir alabando a Dios, estar totalmente en el presente, eliminar las contradicciones, desprenderse del ego y, sobre todo, evitar el colapso del planeta. Despotricaba contra los ‘parásitos’ (que no trabajan y viven de los impuestos) y los ‘depredadores’ (que explotan los recursos hasta agotarlos). Alguna vez hojeé esos libros en mi adolescencia sin mayor interés”. Son libros, efectivamente, difíciles de leer: tienen mucho de la pedantería del iluminado y fustigan tanto al ego que uno, al contrario, comienza a valorarlo.
Referiré ahora mi propia experiencia. El primero que tuve lo compré en una librería de viejos y ni siquiera su dueño, que era enteradísimo, supo decirme quién era el autor, cuyo nombre no aparecía en la portada, la portadilla ni en ninguna otra parte. Me lo llevé solamente por curiosidad, porque valía dos pesos y porque estaba dedicado a Adolfo Couve, cuyo nombre debió parecerme garantía de algo interesante. Mucho tiempo después, fue una amiga fotógrafa la que me sacó de la duda, tras tomarlo distraídamente de uno de los estantes de mi biblioteca: ese libro, que se llamaba Un día, era de Sergio Larraín y formaba parte de una colección que había bautizado “Textos para el kínder planetario”, como se lee efectivamente en la contraportada y que podría significar cualquier cosa. Ella misma me regaló después los otros cinco que tengo: algunos impresos, otros artesanales, todos sin indicación de autor y todos terminados con una instrucción extraña: “Dar fotocopias, hacerlo circular”.
La historia de esta curiosa colección está ahora en internet, sobre todo en un artículo de Pedro Bahamondes que se basa en el testimonio de un imprentero de la editorial Lom, por lo que no necesito contarla, solo decir que Larraín publicaba cada año en esa editorial desde 1990 y que estos libritos los pagaba de su bolsillo y las maquetas las enviaba por correo y corregía desde un teléfono público de Ovalle, aledaña al poblado de Tulahuén, donde se había refugiado desde mediados de los 70. Antes de eso, en todo caso, había publicado varios de esos libros artesanalmente, fotocopiando los originales mecanografiados y manuscritos en un boliche de la misma localidad del norte, donde de seguro también compraba el pan, la cola fría y usaba el teléfono.
Seré franco: los de Larraín, a quien admiro mucho como fotógrafo, son libros que me gusta coleccionar más que leer. Por alguna razón no logro entrar en ellos, tal vez porque soy demasiado mundano y demasiado escéptico para practicar la ascesis que proponen. Soy demasiado flojo, además, para contorsionarme en un mat de yoga y demasiado distraído para mirar fijo mucho rato un punto en la pared o cualquier otra cosa. Hay un par, sin embargo, que he leído enteros y con más interés que el resto, que solo he leído a saltos. Uno es el mencionado Un día y el otro se llama Social 19, que es artesanal y contiene, entre otras cosas, varias fotografías desconocidas de Viña del Mar, oblicuas o laterales siempre, pero sin esa carga poética de sus fotos de Valparaíso. Del primero rescato su estilo celebratorio, hímnico, nunca elegiaco, que llama a vivir en el presente, asumir la realidad que hay y armarse de un lugar imperturbable. Del segundo rescato exactamente lo contrario: su estilo sentencioso y sus diatribas un tanto apocalípticas contra el sistema neoliberal y el desastre ecológico, que son justas, pero no tienen el humor de los ecopoemas de Parra, por ejemplo. Algunas frases, sin embargo, presentan una densidad inusual y cristalizan en imágenes interesantes, como esta: “Capitalismo, (excesos), se pasean con un palo por un jardín, golpeándolo”. No diré más, la imagen me parece rotunda.
En La teoría de la bolsa de la ficción, Ursula K. Le Guin sostiene que la primera herramienta no fue una lanza o un garrote, sino un morral. El arco trazado por Stanley Kubrick desde el hueso y el simio homicida hasta la estación espacial, no sería más que la versión sofisticada de una misma historia cavernaria repetida desde Caín pasando por Nagasaki, basada en las peripecias de un grupo de cavernícolas que “no tenían un niño cerca para darle vida o habilidad haciendo cosas o cocinando o cantando, o pensamientos muy interesantes en que pensar”, y decidió ir a jugarse la vida saliendo a cazar con tal de matar su aburrimiento.
Para la escritora, aunque los mamuts ocupen espectacularmente las paredes de las cuevas y nuestras mentes, lo que efectivamente hacíamos para seguir vivos y gordos era recoger semillas, raíces, brotes, además de atrapar animales pequeños para aumentar las proteínas.
Al final del día, no era la carne o el marfil lo sustancial para la supervivencia. Frente a la épica de encontrar y cultivar unas semillas, lo que realmente hizo la diferencia fue la historia de la cacería.
Salimos de Santiago escuchando sobre el colapso de los alcantarillados para el Superbowl. Siendo febrero y en Estado de Emergencia sanitaria, en la radio no era noticia un corte de 10 horas en la Panamericana. Desde la madrugada, la Ruta 5 Sur estaba bloqueada en Ercilla, por un ataque incendiario que destruyó cuatro camiones y una camioneta. La caravana recién empezó a moverse a mediodía, cuando liberaron una pista. Ante kilómetros de autos detenidos, pudimos tomar un desvío y conejear por caminos interiores. Aunque tardamos en llegar 10 horas en vez de seis, consideramos que habíamos tenido suerte.
Una reacción lógica a la crisis pandémica es huir a lugares más naturales. Más que una forma de escapar del virus, es la necesidad de romper con el confinamiento. Después de un año de desfases y cuarentenas, buscábamos unos días de tranquilidad en el sur, cerca de la naturaleza.
Paz encontró unas cabañas junto a un estero en Malalcahuello, un pueblito de montaña al interior de la Araucanía Andina. A los pies de la cordillera de las Raíces, es la entrada a un valle volcánico impresionante custodiado por el Lonquimay y el Llaima, rodeado de bosques de antiguas araucarias que esconden lagunas tranquilas, ríos gélidos y aguas termales. Mientras en invierno está siempre nevado, en verano podíamos visitar saltos y cascadas, caminar entre bosques de lenga y grandes robles, explorar algún sendero al interior de la Reserva Nacional o, simplemente, contemplar el paisaje y pasar el día escuchando el río.
Despertamos con la sensación de haber entrado a un espacio distinto, a otra dimensión del tiempo. Los valles modelados por volcanes nos recuerdan que vivimos en un mundo prehistórico. Las singulares formas geológicas dan cuenta de los distintos procesos que han trastocado este paisaje a lo largo del tiempo.
Despertamos con la sensación de haber entrado a un espacio distinto, a otra dimensión del tiempo. Los valles modelados por volcanes nos recuerdan que vivimos en un mundo prehistórico. Las singulares formas geológicas dan cuenta de los distintos procesos que han trastocado este paisaje a lo largo del tiempo.
Me acuerdo de la erupción del Lonquimay la Navidad de 1988. Los campos plomizos, los animales flacos, echándose a morir sobre los pastos cubiertos de escarcha y ceniza que apenas respiraban. Las consecuencias de la erupción fueron desastrosas y reconfiguraron el entorno. La lava sepultó cabañas y avanzó quemando arbustos, pastizales y árboles, sobre todo araucarias.
Al parecer, la geografía ha cambiado más que la realidad de sus habitantes. El paisaje ha reverdecido y la gente vive en un escenario parecido al de antes. Ya entonces, producto de las cenizas, los pobladores caminaban con mascarillas.
Malalcahuello se une con el resto del territorio por escasas cuestas y pasos cordilleranos, así como por el túnel Las Raíces. Del otro lado se esconde la única zona de Chile al oriente de la cordillera de los Andes. Antes dependía del ferrocarril, pero ahora se ha transformado en un lugar turístico, fundamentalmente por sus centros de esquí.
Hacia la frontera, Icalma es una zona sagrada para los pehuenches y está habitada por algunas comunidades. El camino que lleva hasta allí sale de la carretera como un atajo y atraviesa la comunidad Quinquén, en torno a la laguna Galletué, donde nace el río Biobío.
En Üxüf xipay (“El despojo”), un premiado documental de 2004, Ricardo Meliñir, Lonko de Quinquén, explica el sentido de la recolección. “Chau Ngechen nos dejó a los pehuenches para que podamos sobrevivir con ese alimento. (…) Cuando nosotros estamos en la veranada, debajo de las araucarias, nos sentimos tan orgullosos y protegidos dentro de ese paisaje, que para nosotros es una felicidad ir a cosechar piñones. Con eso nosotros compramos los alimentos más importantes. Y nosotros no queremos más que eso, no quisiéramos cambiar, porque eso para nosotros es una riqueza”, dice.
Desde 1860, el Estado chileno se ha valido de la fuerza y del ejército para reducir a los mapuches a un cinco por ciento de su territorio ancestral. También le impuso su legislación, sus autoridades, su forma de división política administrativa, reduciendo las esferas de control mapuche exclusivamente al ámbito de la comunidad.
La lava derramada produjo la destrucción de cerca de 200 hectáreas de bosque de araucarias, lenga y robles que antes crecían en este valle. Pero el daño no se compara con las consecuencias de la empresa “civilizadora” y sus bosques artificiales. La historia de la cacería que refería Ursula K. Le Guin tiene más de 500 años, pero en la Macrozona ha sido dramática. Desde 1860, el Estado chileno se ha valido de la fuerza y del ejército para reducir a los mapuches a un cinco por ciento de su territorio ancestral. También le impuso su legislación, sus autoridades, su forma de división política administrativa, reduciendo las esferas de control mapuche exclusivamente al ámbito de la comunidad.
En su ensayo Godos, insurgentes y visionarios, Arturo Uslar Pietri reconoce que a la hora de definirnos culturalmente, fracasamos ante el permanente trasfondo de contradicciones culturales y las superpuestas y encontradas visiones que se han impuesto sobre nosotros mismos desde la llegada de Colón. Frente al antagonismo obvio entre los “godos” e “insurgentes” de turno, la dinámica se complejiza con la llamada del visionario, quien “es, precisamente, quien no ve lo que está ante él sino lo que proyecta desde su mente”.
Habría que comenzar de nuevo para mirar la sucesiva dimensión de las visiones. El lenguaje crea realidad, pero no necesariamente es la realidad. La única estación de servicio en 100 kilómetros a la redonda está en Lonquimay. Los rayados en los paraderos y la señalética dan cuenta de que es territorio mapuche. “La resistencia de un pueblo contra un Estado asesino es terrorismo”, se lee en una garita.
¿Cómo saldar esa deuda histórica? ¿Cómo transformar o cambiar estructuralmente la manera en que nos narramos? Frente a una narrativa recolectora o una narrativa cazadora —de flecha, lineal, encaminada a la victoria y la resolución—, la dramaturga Manuela Infante propone una tercera vía: “Yo elijo contrarrestar la narrativa cazadora con narrativas vegetales, materiales, minerales”.
Regresamos a Malalcahuello por la cuesta de Las Raíces. La niebla asciende lentamente y se disuelve sobre araucarias milenarias. No sé qué pasará aquí en ausencia de personas, pero basta con que aparezcan para que todo se ponga en movimiento. De pronto el camino se abre y la luz encandila. Entre las lomas, las ruinas de un centro de esquí abandonado se iluminan con el sol del atardecer. Bajamos del auto y cruzamos los pastizales hasta las torres de hormigón. Vimos el atardecer entre la herrumbre de los andariveles. Desde aquí se ven volcanes en todas las direcciones. Finalmente, aunque tarde, la naturaleza tiende a regenerarse. En el interior de la Macrozona sur hay una microzona, donde el tiempo parece desfasado. Se hunden los días y uno aparece.
Quienes sienten un interés vital por el hedonismo, y hasta quienes no tanto, muchas veces corren para llegar a la parte de la lujuria. Es comprensible entonces que la relación de Lais con Aristipo haya tenido esa recepción desproporcionada en la imaginación de los antiguos, tanta que hasta circuló el probable infundio de que aquel inventó la filosofía hedonista con el propósito de complacer a su “amiguita”.
Encima, esta fantasía particular se enmarca en otra mucho mayor: la figura de la hetaira despertó, y despierta todavía, una serie de asociaciones estéticas y eróticas incontrolables, consolidando un fetichismo milenario. Según este, las hetairas gozaban de un estatus propio, ocupando el vacío que dejaban, recluidas en el hogar, las mujeres respetables; tenían una cultura sofisticada, que les permitía compartir socialmente con los hombres –también en contraste con las mujeres destinadas al matrimonio–, y habrían alcanzado incluso el privilegio de administrar su propia entrega: se dice que Lais complacía a Diógenes de manera gratuita, mientras que no quiso entregarse a un tal Mirón ni siquiera a cambio de todas las posesiones de este, ni a Demóstenes ni por mil dracmas.
Entusiastas actuales han afirmado que las hetairas eran el único grupo femenino antiguo económicamente independiente y políticamente influyente. Esta fantasía pudo algunas veces realizarse: hubo hetairas sin duda muy exitosas, la propia Lais por cierto. Pero si algunas lograron independencia financiera, refinamiento cultural e influencia política, corrientemente sus posiciones resultarían mucho menos elegantes y mucho más precarias. Para Plutarco “hetaira” no es más que un eufemismo ateniense para porné: la prostituta pura y simple.
Se trata en gran medida de un asunto de entorno: porné es la prostituta callejera o de burdel; hetaira es la prostituta participante del simposio. En estas famosas comidas entre ciudadanos pudientes se creaba un espacio público al interior del hogar, del que las mujeres y los niños de la casa eran excluidos, y se introducían amigotes y prostitutas(os). Teniendo lugar el simposio, mal que mal, dentro de la casa, no se metían pornai, sino hetairai. Pero el mismo personaje podía transitar entre los ambientes, y el nombre en gran medida lo ponían los clientes, así como también eran ellos quienes juzgaban la sofisticación cultural de sus contratadas –bajo el influjo sin duda de la sofisticación que se reputaran ellos mismos. Por su parte, las involucradas procurarían acercarse todo lo posible a la imagen glamorosa de la hetaira y esquivar la figura triste de la porné, del mismo modo que los burdeles procuraban imitar la atmósfera del simposio.
Entusiastas actuales han afirmado que las hetairas eran el único grupo femenino antiguo económicamente independiente y políticamente influyente. Esta fantasía pudo algunas veces realizarse: hubo hetairas sin duda muy exitosas, la propia Lais por cierto. Pero si algunas lograron independencia financiera, refinamiento cultural e influencia política, corrientemente sus posiciones resultarían mucho menos elegantes y mucho más precarias.
También se apunta que la porné tendía a ser esclava, la hetaira tendía a ser libre. Pero hay muchos ejemplos de uso intercambiable entre estos términos –y los restantes, unos 200, con que los atenienses abundaban en torno a la prostitución. Tampoco se ha encontrado en la evidencia literaria y pictórica una diferencia precisa entre uno y otro estatus. Así como hoy en día no hay escort que esté libre de que la traten por otros nombres, la hetaira podía ser tan tratada de porné como cualquiera que ejerciera el oficio; y se hallaba inicialmente desprotegida ante las humillaciones, los abusos, los vaivenes y el cuesta abajo de la vida. Participaba, sí, del simposio, de la comunidad de los varones libres y pudientes: aunque en principio fuese parte, junto con la música, el vino y la comida, de un paquete de gasto ritual en refuerzo de la comunidad de los varones, tenía por eso mismo mejores oportunidades para generar lazos protectores. El sexo con la hetaira, no reproductivo y con atmósfera de simposio, estaba cerca de la camaradería homoerótica –para las costumbres atenienses, tenía más despejado el camino hacia la temperatura de fusión.
Precisamente en oposición a ese tipo de lazos, los poetas cómicos y oradores atacan con crudeza la imagen idealizada de la hetaira: destacan y exageran los aspectos esperpénticos de su figura, particularmente en lo que se refiere al alcohol, la lujuria y la codicia; vocean el peligro que este personaje significa para algunos valores fundamentales del buen varón ateniense, como la moderación, el autocontrol y el cuidado del patrimonio. Distinguen poco entre la porné y la hetaira, excepto en esto: más cara en todos los sentidos, y por tanto más íntima, la hetaira importa vértigo.
Esta angustia viril se delata todavía más en las características contradictorias que la literatura atribuye a las hetairas: descontroladas y manipuladoras, insignificantes y peligrosas. La marginalidad civil mixturada con la cercanía física, pasible de cercanía emocional, comprensiblemente amenazaba el equilibrio de algunos individuos. El peligro más avisado es precisamente el que resulta de afianzar lazos personales, exclusivos, con las hetairas: el hecho, o el mero amago, de sustraerlas de la comunidad de los iguales. Por si fuera poco, existe entre investigadores modernos también la opinión de que en ellas se expurgaba, simbólicamente, el fantasma del adulterio, localizando y restringiendo la sexualidad abierta de la mujer en el solo espacio del simposio: en la comunidad de los varones y no en la competencia entre ellos.
Todos estos enredos Aristipo se los tomó con excelente humor. La comodidad con que este filósofo respondía a la emergencia erótica resultó no solo excepcional, sino ejemplar: personificó el gozo franco de esta catarata de placer, y el dominio de su vértigo. En el prolongado encuentro con Lais se define este punto filosófico, grave para un hedonista, sobre todo para el primero de ellos.
Todos estos enredos Aristipo se los tomó con excelente humor. La comodidad con que este filósofo respondía a la emergencia erótica resultó no solo excepcional, sino ejemplar: personificó el gozo franco de esta catarata de placer, y el dominio de su vértigo.
Poco interesado en el alma, Aristipo Socrático –como se lo llamaba también– exhibe aquí una grave desviación respecto de su maestro. Mientras que el Sócrates de Jenofonte avisa de los peligros extremos del eros, y el Sócrates de Platón une el eros al conocimiento verdadero, en Aristipo no existe una materia realmente erótica; más bien se atiene a la filia, al amor lúdico y amistoso, al jugueteo mamífero, exento de posesión y arrebato, en el que los cuerpos se conocen unos con otros. La guía segura que son las sensaciones placenteras marca esta ruta, que es la del goce y no la del conocimiento, la fusión, la sublimación o la castidad.
Cuando lo achacan con que Lais no lo quiere, Aristipo contesta que ni el vino ni los pescados lo quieren tampoco, pero él feliz disfruta de ellos. Parece comprar el paquete entero del simposio –conversación, música, vino, comida, hetairas–, salvo que no su contraparte: el espacio político inserto en el espacio doméstico, la comunidad de los hombres de bien. Jenofonte cuenta que Aristipo se declaraba “extranjero en todas partes”, y en realidad parece andar de extranjero por los asuntos eróticos, alojándose apenas en los lugares más plácidos y excelentes: Aristipo no se masturbará, como Diógenes, deseando que al hambre se la pudiera también pasar frotándose el estómago; ni su tipo de deseos sexuales podrán ser satisfechos, como los de Antístenes, invirtiendo solo un óbolo; ni su solución al asunto sexual será “el primero que llegue con la primera que encuentre”. Estas respuestas cínicas a la cuestión erótica, aunque ellas mismas muy divertidas, importan sobre todo una crítica y hasta un rechazo del placer. El sí de Aristipo al placer consiste en buscar no el modo más fácil de cancelar el deseo, sino el modo mejor de realmente satisfacerlo, el más delicioso: su refinamiento marca su dominio. Y ese dominio lo demuestra andando: el vínculo con Lais es el vínculo con una experta, acude a ella por los mismos motivos que acudía a un cocinero cuando necesitaba preparar un banquete, y a un orador cuando necesitaba ganar un juicio.
Aunque Aristipo no fue hombre de una sola meretriz, sus anécdotas con Lais muestran una opción preferencial, y una determinación de escogerla y gozar con ella –no es siempre el caso: en la anécdota de las tres hetairas deslumbra con su autoridad como elector, que campa sobre la norma tácita de la elección que le propone el tirano Dionisio; con su delicadeza también; pero sobre todo con su desconcertante y olímpico desasimiento. La historia tuvo que ser bastante popular, porque Ateneo la menciona sin contarla, dándola por conocida. En Diógenes Laercio se encuentra el registro más antiguo de este misterio pagano, que ilustra cuál es el ejemplo de Aristipo: amplia libertad de tomar, amplia libertad de soltar.
***
Algunos textos:
Cicerón (106-45 a. C.)
Y además, incluso Aristipo, el discípulo de Sócrates, no se sonrojó cuando le reprocharon que tuviera a Lais, sino que dijo: “Tengo, no soy tenido”.
Plutarco (45-120)
Porque el amor, cuando alcanza a un alma noble y joven, por medio de la amistad conduce a la virtud; pero las pasiones intensas por las mujeres, en los mejores casos apuntan solo al goce carnal y a coger el fruto de la mejor edad, como mostró Aristipo contestando a uno que le decía que Lais no lo quería: “Tampoco me quieren el vino y el pescado, pero yo feliz gozo con ellos”.
Diógenes Laercio (siglo II-siglo III)
§ Dionisio le dio a escoger entre tres hetairas, pero Aristipo escogió a las tres juntas diciendo que incluso a Paris le fue pésimo escogiendo a una sola. Pero después que las acompañó hasta la puerta, las dejó ir.
§ Entraba acompañado de un joven a la casa de una hetaira y notó que este se sonrojaba. Le dijo: “La vergüenza no es entrar, la vergüenza es no poder salir”.
§ Tenía tratos con la hetaira Lais… y cuando lo criticaban decía: “Tengo a Lais, pero ella no me tiene a mí: lo mejor es dominar los placeres, sin dejarse arrastrar por ellos, y no la abstinencia total”.
Lactancio (230-325)
§ Aristipo, maestro de los cirenaicos, tenía relaciones con Lais, famosa prostituta. Y este doctor de la filosofía justificaba este escándalo diciendo que existía una gran diferencia entre él y los demás amantes de Lais, porque él tenía a Lais mientras que los demás eran tenidos por ella. ¡Oh, qué sabiduría más grande, digna de que los mejores la imiten! ¿Confiarías tus hijos a este maestro, para que les enseñe a tener una prostituta?… Aquí ella fue más sabia: al tener como amante a un filósofo, los jóvenes se precipitaron a ella sin pudor, corrompidos por el ejemplo y la autoridad del maestro (…) y no contento con esto, empezó a defender el placer, y sus costumbres del lupanar las llevó a la escuela, enseñando que el placer del cuerpo era el bien supremo. Doctrina execrable e indigna, que no nació en el corazón de un filósofo, sino en el seno de una prostituta.
§ No mejor que los cínicos es Aristipo, quien, según creo por darle el gusto a su amiguita Lais, fundó la doctrina cirenaica donde coloca el bien supremo en el placer del cuerpo, de manera que sus faltas no carecieran de autoridad ni sus vicios de doctrina.
Ateneo (siglo III)
Aristipo, todos los años, pasaba un par de meses en Egina, con Lais, durante las fiestas a Poseidón. Uno de sus sirvientes le objetó: “Tú gastas tanto en ella y ella se regala con Diógenes”. A lo que Aristipo contestó: “Gasto tanto en ella para disfrutarla, no para que no la disfrute otro”.
Juan Crisóstomo (347-407)
Aristipo pagó prostitutas carísimas.
El ejemplo de Aristipo. Vida, opiniones y sentencias del primer filósofo hedonista, Adán Méndez, Ediciones UDP, 2022, 224 páginas, $17.000.
Como el universo, la presencia de Alain Badiou está en continua expansión. Desde hace ya algún tiempo su personalidad ha adquirido un lugar destacado en el mundo intelectual después de algunos años marcadamente adversos. Quien pudo ser visto, hacia fines de los años 60 del siglo XX, como un agitador político maoísta con pretensiones filosóficas, se dedicó en el medio siglo posterior a elaborar un método, un proceso, un pensamiento concentrado, configurando una obra amplia y polifacética, en donde aparecen el arte, la teología política y la política sin teología, así como las matemáticas, el teatro, la novela, la música, la crónica, los elogios y las polémicas. En palabras de otro de esos personajes estelares, pero más tardío, Slavoj Žižek (quien cree en la certeza de las exageraciones), la figura de Badiou es como si Platón o Hegel caminaran entre nosotros.
Si esto puede parecer excesivo, también habría sido excesivo (e injusto) limitar a Badiou, incluso en los años 60, a una labor puramente política, porque ya entonces era un joven filósofo (nacido en 1937) que estaba enfrentado, además de al activismo, al encuentro de dos sistemas en parte contradictorios que intenta reconciliar: las postrimerías del existencialismo de Sartre y el nacimiento del estructuralismo, ambos de profunda impronta francesa: el primero sosteniendo que la subjetividad es lo que da sentido a un mundo que carece de él y el segundo, desconfiando de la subjetividad como un espectro o construcción, en un mundo cuyo sentido está en sí mismo supeditado al efecto de estructuras formales e incluso formalizables.
De esta manera, en el centro de la obra de Badiou —que depara tantas profundidades como algunos esoterismos—, está la idea de que la ontología, la reflexión sobre el ser, se identifica de alguna forma con las matemáticas. No es el primero que las usa como una base para la exploración filosófica; tampoco es el primero en que esto puede ser motivo de escarnio. Badiou es uno de esos pensadores franceses ridiculizados por los físicos Alan Sokal y Jean Bricmont en Imposturas intelectuales (1997), el libro en que denunciaban, no sin algo de razón, a aquellos filósofos que recurrían a la física cuántica, la relatividad o las altas matemáticas a la hora de elaborar sus argumentaciones. A partir de la herramienta de la cita selectiva, Sokal y Bricmont cuestionaban la rigurosidad y competencia de ellos. Pero en el caso de Badiou, la táctica resulta más bien inapropiada, pues su uso de las matemáticas es altamente alusivo, metafórico o, si se quiere, poético. Con Teoría del sujeto (1982), él abrió su construcción filosófica de mayor concentración y aspiración sistemática, condensada en su obra más grande, que le ha tomado algo de 30 años elaborar y publicar, en una verdadera epopeya metafísica: El ser y el acontecimiento (1988), El ser y el acontecimiento2:Lógicas de los mundos (2006) y El ser y el acontecimiento3: La inmanencia de las verdades (2018). Es su inmensa tentativa de someter a un sujeto a la aparición y la construcción de una verdad. Tras estudiar las verdades y los sujetos desde el punto de vista de la teoría del ser, tras analizar y explicar que la universalidad de las verdades y los sujetos pueden cumplir con las reglas del aparecer en un mundo particular, se pregunta si es posible la verdad en un mundo sin trascendencia. Cuando Žižek creía ver las siluetas de Platón o Hegel, el propio Badiou parece divisar, sin modestia alguna, la del autor de la Crítica de la razón pura: se convertiría él en el filósofo de tres grandes libros, como Kant, su “enemigo personal”, bromeaba Badiou en 2012, durante un seminario, cuando aún preparaba La inmanencia de las verdades.
Pero quienes no tengan el ánimo para adentrarse en esos tres grandes volúmenes, pueden optar por otra forma de aproximación, a través de dos pequeños libros de acercamientos de Badiou a algunas figuras importantes en el pensamiento filosófico desarrollado en Francia. Para Badiou, la filosofía francesa de la segunda mitad del siglo XX —o más precisamente, la que se desarrolla entre El ser y la nada (1943) de Sartre y Qué es la filosofía (1991) de Deleuze— configura un “momento” o una era comparable, según él, a la Grecia clásica o a la Alemania de la Ilustración, un momento del que él mismo ha formado parte y que considera varios nombres y corrientes: desde el existencialismo a la deconstrucción, con el psicoanálisis como un interlocutor esencial.
La recopilación de diversos textos de ocasión, escritos por Badiou en situaciones y por motivos distintos, configuran Pequeño panteón portátil y La aventura de la filosofía francesa. El primero, mediante obituarios o discursos memoriales, está consagrado a grandes autores ya muertos. El segundo es una mirada, desde su particular punto de vista, a la trayectoria de la filosofía francesa, cuyas estaciones son obras o temas comentados oportunamente por él. Ambos libros están asociados, no solo porque fueron originalmente publicados por la editorial La Fabrique, sino por el espíritu que los anima. Badiou incluso anuncia futuras recopilaciones de estudios relativos a los jóvenes filósofos y a los que sin ser jóvenes, han quedado ausentes de estos dos primeros libros.
Escritos en razón de la muerte o del aniversario de la muerte de algunos de ellos, componen un libro que habría podido titular, dice, ‘Oraciones fúnebres’. Pero, en todo caso, no son en absoluto reconciliaciones póstumas. Badiou, con una mezcla sutil de anécdotas personales y de precisiones filosóficas, no se muestra condescendiente con ellos. Los ensayos son, sobre todo, una invitación a la lectura de esos maestros.
Estos dos volúmenes recopilatorios podrían verse como unas posibles puertas de entrada —laterales, levemente indirectas— al edificio del pensamiento de Badiou. Trece ensayos en homenaje a 14 pensadores fallecidos configuran su Pequeño panteón portátil; en La aventura de la filosofía francesa, por su parte, se reúnen 12 textos dispersos en que Badiou se muestra como un lector atento, agudo y polémico.
Algunos nombres aparecen en ambos libros: Louis Althusser, Georges Canguilhem, Jean-Paul Sartre, Jean François Lyotard, Gilles Deleuze y Françoise Proust. A los anteriores, Pequeño panteón portátil suma a Jacques Lacan, Jean Cavaillès, Jean Hyppolite, Michel Foucault, Jacques Derrida, Jean Borreil, Philippe Lacoue-Labarthe y Gilles Châtelet. Escritos en razón de la muerte o del aniversario de la muerte de algunos de ellos, componen un libro que habría podido titular, dice, “Oraciones fúnebres”. Pero, en todo caso, no son en absoluto reconciliaciones póstumas. Badiou, con una mezcla sutil de anécdotas personales y de precisiones filosóficas, no se muestra condescendiente con ellos. Los ensayos son, sobre todo, una invitación a la lectura de esos maestros.
La aventura de la filosofía francesa puede verse como un espejo del pensamiento de Badiou. En algunos casos muestra cómo entiende él la obra de alguien que considera un gran filósofo, digamos Althusser o Deleuze (y no es poco lo que se puede aprender sobre ambos a través de estas reseñas). En otros casos, tras resumir el contenido de los libros, vuelve a sus propios puntos de vista sobre los asuntos discutidos en ellos, siendo tan revelador de las perspectivas de los otros como de él mismo.
Las notas que comienzan cada texto son como jalones de una autobiografía intelectual. Entre sus mayores, señala que Sartre le “reveló la filosofía en una suerte de captura”. En un texto de 1967 entrega una detallada lectura de Althusser, el contemporáneo con quien mantuvo las relaciones más complejas, sosteniendo que mayo del 68 y el maoísmo lo separaron de él. Puede hablar, en 1992, sobre Canguilheim, quien fue uno de sus maestros en el más estricto sentido del término: fue director de su tesina de maestría en 1959 (sobre Spinoza) y de su tesis en 1966 (sobre Diderot), luego abandonada. O cómo en un encuentro de 2001, para discutir La memoria, la historia, el olvido, de Paul Ricoeur, detectó una visión militante del sujeto cristiano. Ricoeur quedó escandalizado por su lectura y, según Badiou, nunca se lo perdonó.
También habla de algunos más cercanos a su edad. No obstante su amistad con Jean-Luc Nancy, señala la línea de demarcación entre el pensamiento de la finitud de Nancy y el concepto de infinito que él toma de las matemáticas. Lo mismo en el caso de Barbara Cassin: comentando El efecto sofístico, plantea una confrontación entre la “logología” que ella desarrolla y su propia ontología.
Entre las notas más importantes, probablemente están las dedicadas a Jean-François Lyotard, Gilles Deleuze y Jacques Rancière.
En una intervención de 2002, en un encuentro dedicado a Jacques Rancière, Badiou refiere los acuerdos y, sobre todo, los desacuerdos entre ellos, que se remontan a su época como estudiantes de Althusser. Fundamentalmente, frente a la idea de ‘maestro ignorante’ de Rancière, Badiou opone su ‘aristocratismo proletario’.
Badiou recuerda que en 1982, cuando acababa de publicar Teoría del sujeto, “en medio de una indiferencia pública realmente notable”, fue invitado a un seminario organizado por Lyotard, a pesar de los serios altercados que habían tenido como colegas. Lyotard le dijo que pronto publicaría un libro (La diferencia) y le gustaría que él lo reseñase. Y así fue. En la reseña aparece la notoria confrontación del ultramodernismo de Badiou con el posmodernismo de Lyotard: la vocación sistemática frente a la fragmentación (una “atomística lenguajera”); el paradigma matemático frente al jurídico. Por otra parte, pareciera ser este texto (de 1983, varios años antes de El ser y el acontecimiento) una de las primeras manifestaciones públicas de la tesis más famosa de Badiou: “Las matemáticas, en su historia, son la ciencia del ser en tanto ser”.
Con Deleuze, Badiou mantuvo una relación alternativamente hostil, amistosa o evasiva. En sus muy críticas reseñas tempranas (ambas de 1977) de El Anti-Edipo y de Rizoma, Badiou se burlaba de la política y la filosofía que yacían bajo los libros de Deleuze y Guattari; criticaba su “moralismo antidialéctico” al servicio de la juventud pequeño burguesa, los tachaba de adversarios de toda política revolucionaria organizada o incluso, en términos mucho más personales, como cabecillas de la tropa anti-marxista e ideólogos pre-fascistas. En la bastante más elogiosa reseña de El pliegue, de Deleuze en solitario (de 1998), que se recopila aquí, la polémica ha quedado atrás. Trata sobre la relación entre Deleuze y Leibniz: el evento y la singularidad, el sujeto y la interioridad. Por cierto, con Deleuze había iniciado, a comienzos de los años 90, una relación epistolar que este, poco antes de su muerte, dio por finalizada.
En una intervención de 2002, en un encuentro dedicado a Jacques Rancière, Badiou refiere los acuerdos y, sobre todo, los desacuerdos entre ellos, que se remontan a su época como estudiantes de Althusser. Fundamentalmente, frente a la idea de “maestro ignorante” de Rancière, Badiou opone su “aristocratismo proletario”.
En varias partes del libro, Badiou comenta la obra de algunos compañeros de lucha política o adversarios filosóficos, o ambas cosas. De su nota sobre Rancière y la reseña polémica de El Ángel, de Guy Lardreau y Christian Jambet, se entiende que la política de izquierda de Badiou se fraguó en los años 60. Fue activo de manera temprana. Vivió la fascinación ante la Revolución cultural china, entre 1965 y 1968; y en Francia, a partir de 1967, una serie de revueltas obreras, como revueltas anti-jerárquicas. Mayo del 68 reforzó su militancia izquierdista. En la división, interna al maoísmo francés, entre “Izquierda Proletaria” y “Grupo por la Fundación de la Unión de los Comunistas de Francia Marxistas-Leninistas”, fue parte de este último, al que se unió en 1969. Y aún sigue como militante e insumiso; y no se entregó, dice, a las ventajas sociales de una renegación estrepitosa.
En el prólogo a La aventura de la filosofía francesa (que bien podría haber sido un epílogo), Badiou divisa dos líneas que se vinculan con la aparición de dos libros mayores: El pensamiento y lo moviente (1911) de Henri Bergson y Las etapas de la filosofía matemática (1912) de León Brunschvicg. Esas líneas serían una filosofía de la “interioridad vital” y la otra una de la “intuición conceptual”; a la primera pertenecerían Sartre, Foucault y Deleuze; y a la segunda Lacan, Lévi-Strauss, Althusser y el propio Badiou. También detecta las “operaciones” intelectuales de esa filosofía: la apropiación novedosa del pensamiento alemán, una visión creadora de la ciencia, una radicalidad política y una persecución de nuevas formas del arte y de la vida (en cuanto a la búsqueda de formas, se dio un estrecho vínculo entre filosofía y literatura).
Badiou habla de unos filósofos (entre ellos, él mismo) que procuraron tener un estilo propio, que quisieron ser escritores y que se dedicaron no solo a una reflexión sobre la política, sino a una intervención en ella. Traza, así, una genealogía en que pueden convivir las ciencias formales y el poema. Todo lo cual transforma a esa filosofía francesa en un momento de aventura.
La aventura de la filosofía francesa, Alain Badiou, Editorial LOM, 2014, 188 páginas, $8.600.
Con natural curiosidad, Adolf Hitler quiso ver El gran dictador, la película en que Charles Chaplin lo caricaturizaba cruel y definitivamente. La mandó proyectar en su residencia de Obersalzberg. No comentó mayormente la película, aunque misteriosamente pidió volver a verla al otro día. ¿Por qué su solicitud, tratándose de una obra que lo dejaba en ridículo en todo el mundo libre (por cierto, la prohibió en los países que estaban bajo su poder)? ¿Qué habrá pensado del final, donde un barbero judío que todos confunden con Adenoid Hynkel, dictador de Tomania, da un discurso de humanismo primario?
Andrés Barba en uno de los apasionantes ensayos de su libro La risa caníbal, se pregunta sobre esa segunda vez en que Hitler volvió a visitar la caricatura más cruel y certera que se haya intentado sobre un tirano en toda la historia de las caricaturas. El libro de Barba es un alegato a favor del poder desacralizador de la risa, pero es cualquier cosa menos ingenuo y voluntarista. Como tampoco es del todo ingenuo, nos recuerda Barba, que Hitler haya decidido dejarse el mismo bigote de Charlot, o el vagabundo, el personaje con que Chaplin se había convertido en una celebridad mundial en la primera década del siglo XX. El bigote, apunta Barba, no estaba de moda cuando Chaplin lo convirtió en una señal de identidad, no solo de su personaje, sino del humor en general. Quizás por eso Stanley Laurel, al construir su propio personaje cómico, lo usa sin el menor escrúpulo.
Hitler sabía, al adoptar el bigote de Charlot a comienzos de los años 20, que sería más difícil para el público alemán tomarlo en serio. Y en efecto, Hitler fue durante mucho tiempo el hazmerreír de la política alemana. En este sentido, como en tantos, imitaba a su maestro Mussolini, quien rapado y con un sobrepeso evidente, amaba exagerar la pantomima de sus discursos: era la caricatura de una caricatura. Risible para todos, menos para los camisas negras que lo seguían al principio y después para toda Italia, incapaz ya de ver el ridículo en las poses sobreactuadas del Duce. Como si parte esencial del plan político de Mussolini y Hitler hubiese sido justamente obligar a tomar en serio sus poses, sus peinados, sus formas visiblemente ridículas de ser. La prueba final de su poder residiría entonces en conseguir —u obligar— que el público no se ría de algo que instintivamente hace reír. Vencer, en definitiva, el enemigo más invencible de todos: el instinto irreprimible de la risa.
Una de las armas secretas de Hugo Chávez fue saber que sus ocurrencias, que le saltaban en medio de su interminable programa de televisión, no se harían nunca realidad. El espectáculo era generalmente tan exagerado e inesperado, que era difícil creer que tuviera consecuencias en la realidad el día después. Nicolás Maduro no ha hecho otra cosa que heredar el curioso empeño de su predecesor por convertir sus actos de gobierno en parodias de sí mismo. Algo parecido se podría decir de Donald Trump o de Jair Bolsonaro. El primero era invitado frecuente al programa de comedia Saturday Night Live, empujando hasta el límite la caricatura de sí mismo en todo tipo de sketches y monólogos. La comedia fue sin duda uno de los motores de su ascenso como personaje público, hasta que investido como presidente empezó a parecerle que la imitación que hacían de él, en el mismo Saturday Night Live, era aburrida, absurda y ofensiva. De alguna forma tenía razón. La imitación que hacía el actor Alec Baldwin no alcanzaba nunca el nivel de ridículo y descaro del original, de modo que los sketches tendían a exagerar de manera inverosímil las situaciones. Situaciones que, conforme la presidencia de Trump iba sobrepasando sus propios límites, iban consiguiendo cada vez menos risas.
En su ensayo Humor, el crítico cultural inglés Terry Eagleton subraya el poder transformador del humor. Admite que, como piensa Orwell, todo chiste es una pequeña revolución. El chiste se puede rebelar contra reglas opresivas y absurdas, como también contra reglas necesarias y justas. La risa, su expresión física, podríamos decir, no es más que una descarga necesaria de energía.
El humor, en cambio —explica Eagleton—, solo ocurre cuando quien lo ejerce es capaz de mirarse a sí mismo por completo, entender las vergüenzas con que carga, contarnos su dolor de manera placentera y agradable, perdonarse sin por ello dejar de ridiculizarse. El humor entonces trasciende las heridas e iguala las diferencias.
Eagleton vuelve al valor del carnaval como espacio en que las barreras sociales han sido eliminadas, sin olvidar que el ritual tiene límites y días que están perfectamente institucionalizados. En momentos de crisis política y económica, esos límites dejan de ser claros. Ahí, justo ahí, aparece esa figura ambigua del comediante, que, como Hitler, Mussolini o Trump, extrema el chiste y termina sacándolo del escenario para convertirlo en gobierno, tribunal y ley. Ya no existe más que el payaso, que no en vano es también una figura habitual del cine y la literatura de horror. El chiste —la payasada— es su forma de acceder a un público sediento de carnaval, aunque, ya conseguido el poder a través del ridículo, decreta que lo que era cómico hace cinco minutos ahora es sagrado, y lo que era sagrado hace un instante, ahora es completamente ridículo. Del humor pasan a la violencia y de pronto la ironía deja de ser doble, las alusiones ya no son veladas y los sobrenombres son más infamantes que nunca. El estereotipo deja de ser una forma de exageración para convertirse en la ley que caracteriza a comunidades, religiones o etnias, que pasan de ser risibles a aislables, extorsionables, asesinables.
En su ensayo, Eagleton recuerda cómo distintos pensadores y filósofos de épocas muy diferentes se han opuesto al humor, considerándolo incompatible con una sociedad ordenada y pacífica. Es el liberalismo anglosajón, apunta el autor, el que lo convirtió en parte esencial de la libertad de expresión, una libertad que hoy resulta esencial para la vida social.
Es imposible, piensa Eagleton y también Barba, pasar por alto la violencia como parte constitutiva del humor. El humor juzga, el humor exagera, el humor estereotipa. Es todo eso lo que lo ha convertido en el principal enemigo de casi todos los movimientos de reivindicación contemporáneos (desde el islamismo radical hasta el feminismo ídem). En su ensayo, Eagleton recuerda cómo distintos pensadores y filósofos de épocas muy diferentes se han opuesto al humor, considerándolo incompatible con una sociedad ordenada y pacífica. Es el liberalismo anglosajón, apunta el autor, el que lo convirtió en parte esencial de la libertad de expresión, una libertad que hoy resulta esencial para la vida social.
Es contra ese consenso liberal, el de la libertad de expresión, contra el que se yerguen figuras como Hitler y Mussolini, Chávez y Maduro, Trump y Bolsonaro (bueno, la verdad es que van más lejos: cuestionan la propia democracia representativa y la presunción de inocencia). No es un azar entonces que lo hagan usando como palanca de cambio uno de los principales fetiches del liberalismo: la caricatura. El liberalismo se opone a censurar cualquier chiste, por más ofensivo que parezca, porque en el fondo cree que la ofensa no hace reír y el humorista, entonces, si quiere seguir siendo humorístico, tendrá que incorporar a sus bromas un poco de compasión y respeto. ¿Pero qué pasa con el que no es capaz de seguir el juego mientras se ríe de los demás?
No es verdad, como piensa el liberalismo, que todos nos burlamos de todos de manera igualitaria y justa. Hay grupos humanos de los que todos se burlan sin la menor piedad: de los gallegos en Chile, de los belgas en Francia, de los redneck en Estados Unidos, de los irlandeses en Inglaterra. Son generalmente personas que vienen de regiones más pobres y agrarias, y se las ridiculiza por su simpleza de espíritu, es decir, por su incapacidad para entender los chistes. No es verdad que puedan responder en igualdad de condiciones y si lo hacen, es ridiculizándose más aún a sí mismas. La risa es plebeya, pero el humor es evidentemente elitista. Para reírse de sí mismo en público hay que tener una cultura o un desapego de sí que no todo el mundo tiene.
Charles Chaplin, al crear su personaje de vagabundo, eligió justamente a los más vulnerables, a los que son —o eran— objeto de risa: los pobres, los marginales, los perdidos, los habitantes del abandonado sur de Londres, donde se crió entre circos de pulgas y basureros rellenos. Vistió a su vagabundo con los restos desaliñados del vestuario de un millonario. Lo hizo convivir con irlandeses, gitanos, inmigrantes y delincuentes. Le restituyó, sin embargo, el poder de ser dueño de los chistes con que los poderosos solían ridiculizar a la gente como él. Charlot manejó su torpeza, se hizo dueño del tiempo, durmiendo en las estatuas y ganando y perdiendo millones sin lamentarse ni alegrarse del todo. Puede entonces, a partir de la perfecta domesticación de su torpeza, burlarse de millonarios, alcaldes, políticos y toda suerte de policías. En un acto de independencia total; al final de la mayor parte de sus aventuras, se iba caminando solo hacia el horizonte, tan pobre como empezó, pero llevándose con él la admiración de todo el público.
Hitler en su Mein Kampf se presenta como un bohemio desesperado que vive como Charlot en el extrarradio de todo. Más que la pobreza, lo que denuncia es la burla con que los artistas, los burgueses y los militares lo han tratado toda la vida. Pero en vez de conquistar su torpeza a través de la risa, elige explotar la rabia y reivindicar el terror. Quiere que lo tomen en serio sin tener que vestirse ni moverse ni hablar como lo hacía la gente seria de su tiempo (smoking, sombrero de copa, etc.). El pueblo judío, que se caracteriza justamente por su capacidad de hacer humor a partir de sus cuitas, es naturalmente su mayor enemigo.
Es lo contrario del azar lo que hizo a Hitler escoger el bigote de Charlot como su marca de fábrica. En ese bigote asumido como un destino y no como una estrategia, hay al mismo tiempo un homenaje y un desacato al Charlot original. Un homenaje, porque Hitler se reconoce en la manera en que Charlot, el vagabundo, tuerce su suerte una y otra vez. Un desacato, porque Hitler no acepta como un destino la risa con que la élite premia al vagabundo y lo deja ir solo a otra aventura igualmente milagrosa. Hitler quiere ser un Charlot que no se contenta con dejar en claro el ridículo de los poderes establecidos, sino que es justamente capaz de tomar él mismo el poder y hacerle tragar las risas a todos los que en la academia de arte de Viena vieron en su dibujo de postulante un mamarracho irredimible.
En tiempos de vigilancia y voluntarismo como los que vivimos ahora, el humor y la risa son más cuestionados que nunca. También, más que nunca, se ha escrito para explicar, alabar y defender la risa. La risa desordena las jerarquías para luego volver a barajar el naipe. Es lo que quiere decir al final Charlot en sus películas, la risa es un poder, pero como tal no puede aliarse con ningún otro poder. Charlot no tiene derecho a hablar a cambio de tener todo el derecho sobre sus gestos. Cuando, al final de El gran dictador habla, lo hace para reivindicar la profunda igualdad del ser humano en contra de las máquinas que homogeneizan. “Todos a luchar para liberar al mundo —dice con los ojos húmedos y una voz atragantada—. Para derribar barreras nacionales, para eliminar la ambición, el odio y la intolerancia. Luchemos por el mundo de la razón. Un mundo donde la ciencia, el progreso nos conduzcan a todos a la felicidad”. Un discurso en que ya no quedan rastros de humor, pero sí toda la desesperación de quien ha visto a su personaje salirse del escenario y poner en peligro todo lo que hace posible el humor, que no es nada más y nada menos que lo que desesperado predica a la multitud: el hecho inevitable de que, aunque seamos todos completamente distintos, seguimos siendo iguales.
Humor, Terry Eagleton, Taurus, 2021, 216 páginas, $27.000.
Adicto al sol, aunque nunca se mostró tomándolo, el bailarín se transformaba en la pista de la Jungle, la única disco de Papudo por ese entonces. Jóvenes rodeaban la tarima, vibraban con él, pero para el bailarín todo era invisible, salvo el movimiento de su cuerpo transpirado. Sus botas vaqueras parecían volar sobre el piso de madera. Jimi le decían, por el parecido con el pelo de Jimi Hendrix. Era ese tipo de persona de edad indescifrable, pudo haber tenido 37 o 52. Su piel era dura y gastada, su cuerpo delgado, alto como una escalera. No hablaba, la comunicación estaba puesta en los brazos, en las piernas, en la cabeza al girar.
Durante el día se paseaba por el borde costero con chaqueta de cuero, sudadera blanca y una radio al hombro escuchando Tecnotronic, esperando el momento en que alguien viniera a pedirle una foto en la que saldría completamente serio y bien parado (una cara para la posteridad que ignora la melancolía de sus ojos); a lo mejor, entonces, de puro entusiasmo, podría regalar un paso de baile sobre el maicillo caliente a los que miraban desde la playa, pero era raro, muy raro, en general sus pasos estaban reservados para la noche que nutría la sangre de sus venas.
No se le conoció pareja ni descendencia, solo un perro que lo seguía a todos lados y lo esperaba afuera de la Jungle frente a su total indiferencia. Quizás también fue un anónimo bailarín en el mundo de los canes. Tampoco se sabía de qué vivía. No bebía ni fumaba para mantener su cuerpo limpio, activo a lo máquina, porque la muerte de quien diera origen a su nombre artístico era un fantasma que prefería mantener lejos de su rutina.
Cómo habrá sido su infancia… Tal vez su madre o su hermana lo alentaron desde pequeño con aplausos al verlo bailar con ocasión de un cumpleaños o de un 18 de septiembre, dale, Jimi, dale, y el niño se movía con la seguridad de un pequeño artista frente a su público de hierro, vistiendo el traje recién confeccionado por su abuela. Su semblante transmitía la confianza de haber sido criado por una o varias mujeres cariñosas; pero quizás el padre (la otra mitad de su semblante y su mudez), si es que lo había, se quedaba en la cocina con un vaso en la mano masticando el desprecio por lo que consideraba una falta de hombría; hasta que salía al living, en el mejor de los casos a apagar la música apretando con su dedo rígido el botón.
No se le conoció pareja ni descendencia, solo un perro que lo seguía a todos lados y lo esperaba afuera de la Jungle frente a su total indiferencia. Quizás también fue un anónimo bailarín en el mundo de los canes. Tampoco se sabía de qué vivía. No bebía ni fumaba para mantener su cuerpo limpio, activo a lo máquina.
El bailarín tenía esa mezcla de convicción y candor ajena a la competencia del mundo. El baile había sido su elección y su deseo, y en torno a eso giraba cada paso de su existencia. Fraguado en la soledad de su pieza, escuchando la radio que ante cualquier movimiento perdía la señal. Sin escuela, menos institución: él fue la propia institución de su talento, llevada con disciplina y rigor, y llevando con estoicismo tanta burla de pueblo chico. Tanto silencio. Pura creencia, puro amor por el baile, y el despliegue de ese amor contra viento y marea no fue sino su arte, su rebelión, cómo no, quién se atrevería a dudarlo, a decir que él no era un bailarín de verdad, puede que no un profesional, pero el arte que cala y queda nunca ha sido de profesionales, dicen que dijo él alguna vez. Para muchos puede sonar ridículo, pero ¿no es acaso el ridículo también parte del pedregoso y precario camino de un artista, por pequeño que sea?
Probablemente no lo acompañaron ni los tiempos ni las circunstancias ni la suerte, porque gracia tenía, mas no tuvo la ocasión para desplegarla, para ser visto no por los mismos de siempre. No dejaba de soñar con que alguien, un productor de televisión, de esos famosos programas de baile noventeros, lo descubriera como en tantas historias contadas o vistas en el cine de Papudo cuando era niño (antes del incendio y su cierre) y quedara deslumbrado con su manera de mover el esqueleto, su vibra a flor de piel, y le ofreciera algo, un cheque, un bono, un adelanto, y se lo llevara a la gran capital a cumplir su sueño, un sueño siempre en camino porque en Santiago no tenía familia ni amigos donde llegar. No siempre los tiempos coinciden. Incluso un trueque habría aceptado, pero nadie lo eligió. Es cierto que en Papudo era conocido, incluso el alcalde lo invitaba a participar de vez en cuando en las fiestas de fin de año que ofrecía la municipalidad, aunque en la idea de artista que el bailarín tenía no bastaba con la gente de su pueblo, eso era similar al aplauso que brindan las mujeres de su familia o los amigos. Faltaba el mundo, el resto del mundo es la auténtica vara, pensaría.
Su fecha era el verano, cuando su pelo crespo decolorado brillaba como el mismísimo sol, verano también de músicos y pintores de acuarelas… No sé si la fe en su talento pudo mantenerla o en algún momento vio aparecer el espeso revoltijo del fracaso que desalienta. Tiendo a pensar que, pese a todo, nunca dejó de creer, porque el baile era sobre todo una cuestión de fe, solo que el fulgor de la juventud se fue marchitando. La última vez que lo divisaron, al final de Punta Pite, cerca del roquerío, su pelo al viento parecía tres tonos más oscuro. En esa imagen a contraluz dicen que también estaba el perro, al que horas más tarde verían vagando desorientado por la plaza.
Robert Sapolsky es un biólogo muy conocido, experto en comportamiento humano y animal, que da clases en Estados Unidos e investiga en África. En sus largas charlas, que miles de jóvenes y adultos ven en YouTube, habla sobre el lenguaje, desde el motheres, los sonidos de la guagua con la mamá, hasta el lazo entre la percepción y las relaciones; también con la depresión y la esquizofrenia, hasta comprender radiantemente la unión absoluta de la vida en la naturaleza. La pregunta central de este libro es sobre la posibilidad de vivir, literalmente, bajo promesas de comprensión del mundo de ese tipo.
Quienes se interesen por su título no serán defraudados: sabrán mucho sobre el pensamiento del biólogo norteamericano, interpretado muy finamente en una serie de poemas intercalados con los diversos textos que concluyen con Thus spoke Robert Sapolsky. Se sorprenderán con una ficción doble y desatada sobre una mujer esquizofrénica en una aldea masai investigada por el científico. Encontrarán pormenorizados recuentos de su carrera. Todo esto a través del relato de un fanático, de un pobre tipo que quiere ser su doble: primero se viste como él y luego piensa en asesinarlo.
Hace rato que Cristián Geisse transita en esta vía dolorosa de búsqueda e identificación en la que suele no llegar a nada. Otra vez se atreve a inventar una novela sobre una experiencia hacia lo desconocido y presentido, esta vez en lo prístino del conocimiento y no lo oscuro de las presencias demoníacas en los puertos o pueblos, como se compila en la larga Pobres diablos, la obra que compendia el trabajo de este escritor minucioso, seguidor de Alfonso Alcalde, que parece saber muchos trucos, pero que no miente: inventa, pero su exigencia, su nivel como escritor, es la verdad. Nivel, decimos, como el que usa el carpintero. Su intento de verosimilitud, imposible, se va construyendo como las casas en las que está, medio precarias, medio descuidadas, donde todo el tiempo está a punto de irse.
Sapolsky puede verse como el opuesto del muy exitoso Un verdor terrible, de Benjamín Labatut, que cuenta directamente biografías de científicos, varios, los más cruciales, para recomponer una historia general de la alucinación y el horror. Aquí es lo mismo y lo contrario: un solo biólogo que se sigue como posible encarnación, credo, comprensión, que se contempla desde el absoluto fracaso, valiente por privado.
La mezcla de cartas en inglés mal hechas, diálogos insulsos con la pareja y digresiones varias, al principio como que no se arman; arrecia la miseria neurótica, pero a tientas avanza, luego cada vez más firme, para meterse en ese otro cuerpo ajeno, en ese otro cuerpo de conocimiento sobre los otros, los muy otros, hasta los dobles de lo humano, los animales. La bestia y el humano en uno y los otros, nada menos, es lo que busca. Así se acerca, reptando en el inconsciente, para encontrar la figura de la madre, tan oscura como brillante, para seguir una ruta improbable de cumplir un sueño chamánico.
Podrían ser los retrucos de un narcisista, una majamama mal articulada, unos planos íntimos que no corresponden, otro aburrido periplo iniciático o transmutador. Porque el narrador, además, quiere todo el tiempo a su maestro, a su Juan Castaneda, su doble, su guía, y lo encuentra en las preguntas de Sapolsky, del pensamiento sobre lo humano para pensar sobre sí mismo. La inmersión total en el sabio interior es la acción de esta farsa intensa y profunda.
Sapolsky puede verse como el opuesto del muy exitoso Un verdor terrible, de Benjamín Labatut, que cuenta directamente biografías de científicos, varios, los más cruciales, para recomponer una historia general de la alucinación y el horror. Aquí es lo mismo y lo contrario: un solo biólogo que se sigue como posible encarnación, credo, comprensión, que se contempla desde el absoluto fracaso, valiente por privado. Labatut ve el derrumbe de los más inteligentes; Geisse se aboca a un pobre tipo que sueña ser el hombre perfecto y solo logra fracasar. ¿Qué se puede saber? ¿Se puede siquiera amar? ¿Quién es tu madre? A eso va el hombre que sueña con ser su doble, que al verlo cerca le dice a gritos que lo ama, triste y felizmente.
Sabemos algo más con este libro, invento en el muy difícil arte de decir algo cierto: no podemos aspirar al saber ni a conocer al otro, sino apenas a unos conocidos y unas causas a las que solo accedemos desde el raro paisaje, la selva oscura y poblada de quienes somos.
Cuando a mediados de octubre de 2019 falleció el reputado crítico literario Harold Bloom, muchos medios de prensa repararon en algo que el propio autor de El canon occidental afirmó en más de una ocasión: que él era capaz de leer un libro de mil páginas en una hora. De este modo Bloom aseguraba haber leído miles de obras a lo largo de su trayectoria académica y, en consecuencia, se encontraba en condiciones de dar cuenta, por ejemplo, de las similitudes y diferencias entre la poesía anglosajona y la latinoamericana, o de la narrativa francesa y la japonesa del siglo XX, y lo que resultaba más importante, dar cuenta del modo en que William Shakespeare continuaba siendo el autor más relevante de todos en el último medio milenio.
La idea de Bloom de que leer mucho es la única forma de poder disponer de una perspectiva de análisis sofisticada e integrada ha sido potenciada en los estudios literarios contemporáneos por una que resulta muy parecida, aunque parte desde otra ladera de la montaña del estudio de la creación humana. Se trata de la noción de “lectura remota” de Franco Moretti, quien defiende que hasta ahora la mayor parte de la crítica literaria ha trabajado con pequeños retazos del total de obras que se han producido en la historia de la literatura. Si se pudiera acceder a dichas obras con otros métodos, más allá de la lectura individual –de sofá– de las personas eruditas, quizá se podrían descubrir patrones, tendencias, desplazamientos que hasta el momento han sido pasados por alto por las investigaciones y los ensayos.
Rens Bod, el autor de A New History of the Humanities: The Search for Principles and Patterns from Antiquity to the Present, de algún modo se hace cargo de ambas orientaciones. En su extenso y pormenorizado volumen emprende la tarea, no acometida por nadie hasta la fecha, de trazar una historia general de las humanidades yendo más allá de los recuentos particulares, por ejemplo, de la lingüística o los estudios sobre el teatro. Para ello, tomando como vademécum justamente principios como los de Bloom o Moretti, indaga en obras de muchas culturas diversas, yendo desde la gramática de Panini hasta el isnad islámico, pasando por las historiografías del arte chino o los modelos artísticos de África, en una primera línea que podría denominarse transcontinental.
Del mismo modo, su volumen cubre milenios de desarrollo de la actividad creativa humana, la que es dividida por él en los períodos de la Antigüedad, la Edad Media, la Edad Moderna Temprana y la Edad Moderna, atendiendo siempre a que las fuentes primarias de las que dispone proveen sus propias periodizaciones y trayectorias; esta segunda línea podría denominarse transhistórica. Finalmente, en el trabajo se consideran muchas disciplinas diversas, como la musicología o la teología, en lo que constituye la tercera línea, la transdisciplinaria.
Lo que empieza a emerger del esfuerzo omnicomprensivo que motiva el libro, es que sea cual sea la disciplina, el tiempo o el lugar, el estudio de las humanidades siempre ha perseguido determinar los patrones, las normas o los principios que gobiernan la creatividad y, en paralelo, permiten interpretarla.
La empresa que Bod emprende resulta sustancial en una era en que las humanidades suelen considerarse a sí mismas como acorraladas, supeditadas a criterios de investigación –y desde luego a la propia escritura– propios de las “ciencias duras”. Por todos lados se observan, ya desde hace casi medio siglo, lamentos y llamados de emergencia desde las humanidades ante “la dictadura del paper”, las demandas hacia la estandarización, las presiones en miras a la acreditación o a la aparición en los rankings internacionales universitarios. Del mismo modo, la escasez de fondos, la desaparición de los mecenazgos y la precariedad del trabajo en estas áreas hacen que lo habitual sea la existencia a salto de mata de un proyecto en otro, como ha señalado en más de una ocasión Néstor García Canclini.
Lo que empieza a emerger del esfuerzo omnicomprensivo que motiva el libro, es que sea cual sea la disciplina, el tiempo o el lugar, el estudio de las humanidades siempre ha perseguido determinar los patrones, las normas o los principios que gobiernan la creatividad y, en paralelo, permiten interpretarla.
Al recapacitar sobre el papel crucial que ha cumplido el establecimiento de patrones en el análisis, la normativización o la crítica de la creatividad humana, Bod no solo dialoga con las tendencias de bleeding edge del Big Data o las Humanidades Digitales, sino que, y esto resulta lo más significativo, logra retrotraer dicha aproximación un par de milenios hacia el pasado. Por ejemplo, su detención en varios momentos en la gramática india de Panini, prestando particular atención a que este misterioso personaje no solo fue el fundador de la gramática (aplicada al sánscrito) sino que el primer erudito en crear un lenguaje de programación ya hacia el año 500 antes de la Era Común, muestra que mucho antes de que surgieran las ciencias modernas hacia el siglo XVI y más fuertemente desde el siglo XIX, eran las humanidades –en el sentido amplio– las que primero indagaron en estos fenómenos.
En otro de sus textos, “Who’s afraid of patterns” (“¿Quién les teme a los patrones?”), publicado también en 2013, Bod ejemplifica a qué se refiere con el concepto de patrón en distintas áreas de las humanidades, listando los siguientes casos significativos:
1- La división de las composiciones de Beethoven en tres períodos estilísticos.
2- La manera como poetas y pintores han representado el viento en el cabello de una joven.
3- La red del conocimiento en la Edad de Oro de Amsterdam.
4- El uso de frases, temas y episodios recurrentes en la literatura (oral).
5- El cambio de consonantes sordas a sonoras (y viceversa) en los procesos de cambio lingüístico.
6- La relación decreciente entre la población rural y la urbana durante el último siglo.
7- La jerarquía de zonas dentro de una economía mundial.
8- La estructura convexa de las escalas musicales tradicionales.
Aunque en estos ocho ejemplos se puede establecer que la determinación de patrones resulta esencial a todas las humanidades, Bod detalla que dichos patrones pueden ser más o menos específicos, más o menos dependientes de la cultura, de la época, del lugar… y más o menos universales.
Al reconocer –tanto en su ambicioso volumen, como en el resto de sus iniciativas en pos de una historia general de las humanidades– que la disponibilidad actual de enormes bases de datos (Big Data) pueden llevarnos a una nueva y contemporánea manera de entender el decurso regional y global, antiguo y moderno, más normativo o más interpretativo, del quehacer humano en la cultura, Bod, de pasada, logra deshacer el nudo gordiano del debate entre las ciencias y las propias humanidades. Este debate que se remonta no solo a la recordada conferencia de C. P. Snow en 1959, sino que también a la distinción entre Verstehen y Erklären de Wilhelm Dilthey e incluso –más atrás todavía– a la distinción entre ciencias de lo humano y ciencias de la naturaleza de Giambattista Vico.
Porque la búsqueda de patrones, curiosamente, también puede reaplicarse como una constante de la empresa de entender la naturaleza de las humanidades. En ello, Rens Bod incurre en exponer su propio ideario como lingüista computacional abocado a entender las restantes disciplinas que aborda: que la regularidad es una moneda de cambio que hay que potenciar y cuidar, una clave de lectura para A New History of the Humanities que no hay que dejar de lado.
En una época –ya quizá demasiado extensa– en que el reduccionismo de la indagación humana ha compartimentado hasta tal extremo los saberes, esta obra abre nuevos espacios para el diálogo interdisciplinario y la búsqueda de las comunalidades entre las diversas disciplinas que trabajan sobre los frutos de la mente humana.
A New History of the Humanities: The Search for Principles and Patterns from Antiquity to the Present, Rens Bod, Oxford, 2013, US$62.
Durante su largo encarcelamiento por traición en la Torre de Londres, a comienzos del siglo XVII, sir Walter Raleigh, el marino y escritor inglés, dedicó los primeros siete años de encierro a escribir una historia del mundo. Solamente logró cubrir una parte de ella (desde su creación hasta el año 146 a. C.), aunque también explicó por qué había escrito sobre ese pasado lejano antes que sobre el presente: “Muchos dirán que una historia de mi propia época hubiera sido más grata”, señaló, reconociendo lo siguiente: “Aquel que en una historia moderna siga demasiado de cerca los talones de la verdad, puede que casualmente se golpee los dientes”.
El cuidado de la dentadura histórica pudo llevar a muchos estudiosos a enfocar su atención a épocas distantes, pero resulta que normalmente las preguntas que interrogan el ayer suelen estar inspiradas por el hoy, justificando la afirmación de Benedetto Croce de que toda historia es historia contemporánea.
En este sentido, la obra del historiador, ensayista y novelista alemán Philipp Blom (Hamburgo, 1970) podría sugerir que él no estaba particularmente interesado en el presente. Ha escrito una historia íntima del coleccionismo en El coleccionista apasionado, lo mismo que sobre algunos periodos históricos de quiebre, como la Ilustración —Encyclopédie y Gente peligrosa— o bien sobre las primera cuatro décadas del siglo XX en Occidente, antes de la Primera Guerra Mundial, en Años de vértigo, y después de ella pero antes de la Segunda, en La fractura. Todos ellos demuestran que su impulso histórico está tan marcado por el interés en el pasado como en el presente.
Sus dos libros más recientes lo confirman; y en ambos el cambio climático es un tema central. En El motín de la naturaleza, Blom estudia la llamada “Pequeña Edad de Hielo”, una anomalía climática global de extraordinarias heladas experimentada aproximadamente entre 1400 y 1850, cuyo punto más álgido se extendió desde finales del siglo XVI hasta finales del siglo XVII, cuando las temperaturas bajaron unos dos grados centígrados, con tremendas consecuencias en todos los ámbitos de la vida económica y política, y la reacción humana que abrió el camino a la modernidad, la ciencia, la tecnología y el capitalismo.
En Lo que está en juego toca el cambio climático hoy. En vez de ese enfriamiento global del pasado, nos encontramos en medio de un periodo de calentamiento global. Pero Blom no solo aborda la cuestión climática, sino también fenómenos como la digitalización y el consumo (que pueden tener su origen en algunas de las concepciones triunfantes de la modernidad) y las consecuencias que ellos traen, así como el nuevo horizonte de posibilidades políticas, económicas y culturales derivadas de esa realidad.
La Ilustración nos trajo las democracias modernas, la ciencia y los derechos humanos, pero también colaboró con el imperialismo y justificó la esclavitud, creó la justificación científica del racismo y de la privación de derechos de las mujeres, etc. Nada de eso puede ser intrínseco a la idea de la Ilustración, pero es un hecho histórico.
El calentamiento global ya ha producido cambios caóticos en ciertas regiones del mundo y seguirá avanzando. La revolución digital tendrá efectos importantes en el empleo (y en el desempleo por la automatización), así como en la intromisión en la privacidad. El consumismo ha exacerbado el egoísmo y el descuido. Blom habla de la “teología” de las compras o del consumidor como “el gólem de la producción en serie”. Estos tres elementos se mezclan en una crisis mayor que supone un cambio en el equilibrio político del poder. La evolución de la crisis podría atizar los conflictos de clases y conducir a un ocaso de las democracias liberales.
Blom muestra un cuadro lúgubre de las sociedades opulentas, presas del desencanto del mercado liberal y la huida a la “fortaleza”, la respuesta autoritaria a la libertad del “mercado”. Mercado y fortaleza serían las dos estrategias principales para abordar los problemas de nuestro tiempo, aunque ambas parecen ineficaces y desembocan en el vacío. Por eso, según el autor, lo que está en juego es todo.
Su libro Lo que está en juego se preocupa menos del pasado que del presente y el futuro. ¿Vivimos en un período de inflexión histórica? ¿Una inflexión histórica? No estoy muy seguro. Cada periodo cree que es excepcional y se mueve hacia el fin de los tiempos, pero con nuestras tecnologías, la pérdida de biodiversidad y la catástrofe climática, esto se ha convertido en un escenario realista. Lo que trato de hacer es usar las herramientas del historiador —identificando estructuras históricas y sus expresiones culturales— para mirar el tiempo en el que vivo.
El gran giro actual está determinado, señala, por transformaciones como el cambio climático, la digitalización y el consumo global. ¿Cuán importantes son ellas? Tremendamente importantes, creo. Permítanme ponerlo de esta manera: a nivel material, nuestro nivel de consumo está actualmente consumiendo 30 campos de fútbol de selva tropical por minuto y algo así como un millón de toneladas de hielo en Groenlandia por minuto. Estamos produciendo 20 mil botellas de PET (tereftalato de polietileno) por segundo y este ciclo de producción, consumo y desperdicio al servicio del crecimiento económico ha empujado los niveles de CO2 en la atmósfera tan arriba, que está comenzando una reacción en cadena total que hará imposible que las sociedades complejas prosperen o sobrevivan. Esto no es ciencia ficción, es la ciencia que predijo con precisión la situación actual hace ya 50 años. Al mismo tiempo, un crecimiento económico del 3% significaría que la economía tendría que duplicarse en 24 años, con el doble de recursos utilizados y el doble de residuos producidos. Simplemente no hay tecnología para compensar esto. Pero esto también tiene implicaciones sociales. En los países ricos, se ha socializado bastante a las personas para que consideren las compras como una expresión de sí mismas, el consumo como la principal forma de construir sus identidades en un mundo posterior a la religión y los lazos locales fuertes. El consumo forma tribus de consumidores. Entonces, ¿quiénes somos si ya no podemos consumir como antes?
Si en una economía se siguen generando ganancias (ahora a través de máquinas), pero no hay suficiente trabajo remunerado para que todos estén ocupados, parece necesario o bien redistribuir esta recompensa o bien enfrentar una revolución. El potencial de este cambio es extraordinario y vuelve a la misma pregunta que sobre el consumo: si ya no me defino por el trabajo que hago, ¿quién soy?
En El motín de la naturaleza analiza un cambio significativo en el clima del planeta. ¿Podría compararse, en cuanto a magnitud, con el que enfrentamos hoy? De manera interesante, las razones del cambio climático que llamamos la “Pequeña Edad de Hielo” (1560-1700) aún no se comprenden con claridad, pero probablemente fue un bamboleo temporal en la actividad solar. Pero la lección importante es que las sociedades humanas están adaptadas para funcionar en un entorno particular, y sus estructuras sociales, sus arreglos económicos y su visión del mundo reflejan esto. Si el mundo natural cambia tanto que surgen nuevos patrones climáticos, la flora y la fauna cambian, y las viejas maneras ya no son apropiadas para el nuevo mundo. Entonces habrá cambios de gran alcance no solo en la agricultura y la economía, sino también en la sociedad y en quiénes pensamos que somos.
Pero esa “Pequeña Edad de Hielo” se mezcló con la agitación política, alimentando la idea de una “crisis general” a mediados del siglo XVII como un conjunto de rebeliones y guerras casi simultáneas, además de miseria económica. ¿Sirven estas “crisis” como un marco para interpretar la actualidad? Creo que ellas lo son, en la medida en que durante el siglo XVII murió un viejo relato y surgió uno nuevo. El viejo relato era que Dios cuidaría de la gente siempre que le rezaran y siguieran sus leyes. La crisis climática trajo malas cosechas y hambrunas, y parecía como si el viejo pacto se hubiera destruido. Los científicos y las personas urbanas y alfabetizadas fueron empujadas a este vacío y construyeron una nueva imagen de la naturaleza como un mecanismo de relojería que podía ser manipulado por hábiles artesanos, que es nuestra visión mecanicista del mundo. Pero esta idea de que podemos subyugar la naturaleza y controlarla ahora también está fallando con la crisis climática y estamos viendo que se abre otro vacío interpretativo y se juntan nuevas fuerzas para llenarlo: a medida que las personas confían menos en la ciencia y la democracia, recurren a las teorías de la conspiración y a la religión, a los autócratas y a los influencers. Ese es un desarrollo bastante peligroso. Nadie sabe qué relato prevalecerá en la lucha por llenar el vacío.
Usted también ha escrito sobre la Ilustración y la Enciclopedia, así como la parte materialista radical de este movimiento, en “Gente peligrosa”, todo lo cual, como indica, forzó una reconceptualización de la naturaleza y un nuevo enfoque empírico de la sociedad. ¿Podríamos aprender de esos momentos? Realmente no aprendemos mucho de los argumentos inteligentes. Aprendemos de la experiencia. Y solamente si nuestra experiencia cambia, o si nuestros viejos relatos ya no pueden explicar lo que vemos y experimentamos hoy, estaremos abiertos al cambio. Ese fue el caso de la Ilustración. Ninguna de las ideas que utilizó —la igualdad humana, la democracia, la razón— eran nuevas, pero por primera vez hubo un movimiento social, la nueva clase media urbana, presionando por su éxito. Hoy en día, está creciendo un movimiento en torno a la crisis climática y podría cumplir una función similar.
Usted apunta que el cambio climático, la digitalización y el consumo derivan de la Revolución Industrial y, en algunos aspectos, de la Ilustración. ¿Tiene la Ilustración lados luminosos y lados más oscuros? Toda creación humana los tiene. La Ilustración nos trajo las democracias modernas, la ciencia y los derechos humanos, pero también colaboró con el imperialismo y justificó la esclavitud, creó la justificación científica del racismo y de la privación de derechos de las mujeres, etc. Nada de eso puede ser intrínseco a la idea de la Ilustración, pero es un hecho histórico. También ha fomentado un tipo de pensamiento que Theodor Adorno llamó “pensamiento instrumental”, es decir, utilizar a la naturaleza solamente como caja de herramientas en la búsqueda de un proyecto muy ambiguo llamado “progreso”, que en última instancia parece que destruye tanto como lo que construye.
Respecto de la automatización laboral, cita un estudio que estima que casi el 47% de los trabajos en EE.UU. están en peligro. ¿Cómo viviremos cuando no haya más trabajo? ¿Cree que una renta básica es una de las salidas posibles para dar forma a nuestras vidas y que la economía no se hunda? Pienso que en las sociedades desarrolladas no habrá forma de evitar una renta básica universal, y creo que esto revolucionará nuestras sociedades. Todo trabajo que es de alguna manera repetitivo puede automatizarse y la Inteligencia Artificial está mejorando cada vez más en tareas complejas y la resolución espontánea de problemas. Los únicos trabajos que no se ven afectados por esto son los trabajos creativos más importantes, y hasta cierto punto quizá los trabajos de “interfaz humana”, como los camareros o también los médicos, y luego están los trabajos que son tan mal pagados que no vale la pena automatizarlos. Pero si en una economía se siguen generando ganancias (ahora a través de máquinas), pero no hay suficiente trabajo remunerado para que todos estén ocupados, parece necesario o bien redistribuir esta recompensa o bien enfrentar una revolución. El potencial de este cambio es extraordinario y vuelve a la misma pregunta que sobre el consumo: si ya no me defino por el trabajo que hago, ¿quién soy? ¿Y en quién quiero convertirme? ¿Cómo obtengo respeto y reconocimiento de las personas que me rodean?
Hasta el año 2020, la ortodoxia era que los Estados no podían hacer mucho ante la catástrofe climática, la pérdida de biodiversidad y la peligrosa proliferación de la globalización, porque no podían tocar los mercados. Luego llegó el covid-19 y en unos días los Estados redescubrieron su potencial de reacción, de soberanía, de redistribución y de decisiones de políticas públicas.
Su libro fue escrito antes de la pandemia, en la que el Estado se hizo nuevamente presente y las soluciones de mercado parecieron no bastar. ¿Podría la pandemia echar luces sobre posibles lineamientos de lo que viene como un pequeño laboratorio en condiciones especiales? Creo que podría haber un efecto muy importante. Hasta el año 2020, la ortodoxia era que los Estados no podían hacer mucho ante la catástrofe climática, la pérdida de biodiversidad y la peligrosa proliferación de la globalización, porque no podían tocar los mercados. Luego llegó el covid-19 y en unos días los Estados redescubrieron su potencial de reacción, de soberanía, de redistribución y de decisiones de políticas públicas. Resulta que tenemos un potencial para la acción democrática colectiva, si lo queremos lo suficiente.
Su perspectiva en el libro es más bien pesimista: el futuro se dividiría entre un sueño liberal y otro autoritario, el “mercado” y la “fortaleza”.¿No hay sueños intermedios? ¡Así lo espero! Quizá algunos lugares logren una transición verde significativa con mercados que ya no tiranicen a las sociedades, sino que se utilicen como extensiones dinámicas de los objetivos sociales. Pero el contexto de la catástrofe climática y la aparente resistencia al cambio hace que sea difícil ser muy optimista.
Apunta en algún momento del libro que las tres motivaciones básicas que tenemos en la vida son: sexo, miedo y reconocimiento. ¿Está triunfando el miedo? En este momento puede ser, pero como digo, nuestra transición puede estar impulsada por un miedo legítimo y conducir a un cambio positivo, y que seremos llevados a través de esto, si acaso, por nuestra sensibilidad hacia el “Eros”: hacia la amistad, el compañerismo, la belleza, el sexo, la conexión, el éxtasis.
Dados los pocos cambios reales que se están realizando, ¿no estamos lo suficientemente asustados? ¿Comprender todos estos fenómenos ayuda a reducir el miedo? El problema con intentar comprender estos fenómenos es que hay que seguir pensando en ellos, lo que ciertamente no ayuda a reducir el miedo. Pero encuentro útil comprender las causalidades y ver de dónde puede venir el cambio real. En este momento nos encontramos en una etapa en la que los problemas se están individualizando mucho: ¿Qué puedo hacer? ¿Cuál es mi huella de carbono? ¿Cuánta carne como, cuánto me transporto en avión? Eso es legítimo, pero las grandes palancas están en la agricultura y la construcción, en las empresas petroquímicas, en las inversiones en combustibles fósiles, en los marcos legales y en la presión internacional, no en vivir como un individuo virtuoso. Ese es también un enfoque muy consumista, destinado a hacer que las personas se sientan bien (o mal) consigo mismas y enfocar el debate lejos de los intereses creados que todavía están ganando enormemente con el statu quo.
Hay dos frases en su último libro que reconocen nuestra dimensión animal: “Los hombres somos primates que se cuentan historias sobre sí mismos” y “Somos primates que han aprendido a sobreestimarse exageradamente”. ¿Podría estar en la raíz de la inacción? ¿Y podría ayudarnos a moderar el problema, si encontramos una buena historia que contarnos? También estamos al comienzo de una gran revolución intelectual, filosófica y cultural, a saber, el reconocimiento de que el universo no fue hecho para nosotros, que nosotros no somos su centro, que la vida humana no le importa al universo y que no tiene un destino manifiesto ni un sentido, y que los humanos, por lo tanto, de ninguna manera están fuera y por encima de la naturaleza como los señores de la creación. En su lugar, nosotros somos primates, genéticamente tan diferentes de los chimpancés como lo son los elefantes africanos de los elefantes indios. Hemos experimentado un desarrollo explosivo, principalmente por nuestro uso de combustibles fósiles, pero seguimos pensando en nosotros mismos en términos religiosos, como maestros de la creación. Solamente si podemos comenzar a comprender que somos parte de un vasto e intrincado sistema llamado “naturaleza” y que solamente comprendemos los primeros hechos básicos sobre su delicado funcionamiento, podremos tal vez dar el inmenso salto conceptual que sería la verdadera continuación de la Ilustración: entendernos a nosotros mismos como fascinantes pero vulnerables y limitados primates, huérfanos cósmicos en un universo vasto e indiferente.
Lo que está en juego, Philipp Blom, Anagrama, 2021, 226 páginas, $19.000.
El motín de la naturaleza, Philipp Blom, Anagrama, 2019, 270 páginas, $20.950.
En La música del hielo (2021), Guido Arroyo construye un sutil poemario que transita por un espacio natural en dilución, en el que se incrustan referencias al ámbito citadino, el que ha sido parcialmente desplazado. Se trata de un viaje por los territorios del fin del mundo, lo que pareciera ser una constante, si consideramos lo señalado por Gastón Carrasco en la presentación del libro: la fijación de Arroyo por espacios que desaparecen, perceptible en algunas de sus obras anteriores, como Cerrado por derrumbe (Fuga, 2008) y Zonas de excavación (Pillaje, 2010).
Se trata de un poema unitario e híbrido —lo señalo por la presencia enlazada de textos poéticos en verso y prosa, más fragmentos informativos—, signado fuertemente por una conciencia de la temporalidad, tema esencial de la existencia humana: “Permanecemos/ un breve lapso/ como la caída del granizo/ que ahora seca mi piel”. Unida a esta presencia del tempus fugit, se despliega en el texto el proceso de deshielo/desaparición de lo material en su sentido más geológico. La música del hielo se configura entonces como un viaje, en el que un cronista “náufrago” atisba y representa en jirones el espacio que recorre: aparecen fragmentos, retazos, pues el proyecto pareciera ser plasmar la lenta desaparición del mundo material, especialmente referido al hielo y el agua: “Ya no hay campos de hielo en el mundo real”, “Escenas/ que nadie ocupará: nadie/ merodea”, “Lloverá algún día/ en las costas de Surinam/ o en el desierto florido”). Un tono de acabamiento permea la voz del y los hablantes, orientando la trayectoria de lectura hacia los restos que pueblan el planeta.
¿Quién habla en este poemario? ¿Y cómo lo hace, con qué tono y qué modulaciones?
Se trata, en suma, de hablantes diversos que coexisten en el poemario, lo que puede entenderse como el deseo de construir una lengua común, una comunidad que funge como memoria y testigo del fin, ecos de otras hablas poéticas que también se desplazan por la superficie textual, a la manera de Juan Luis Martínez u Óscar Hahn.
Un viajero-cronista, que a ratos se auto representa como un nosotros y en otros momentos como un yo, configurando de este modo un habla múltiple: “Cada día que transcurre/ en nuestro paisaje doméstico/ los glaciares se desplazan”, “Somos en parte agua”; un nosotros que coexiste con el yo: “Tenía algo urgente que decirte, / pero imaginaba que tú, al día siguiente, / podrías adivinar el mensaje en una pantalla”. A los anteriores se agrega, finalmente, una presencia impersonal en los textos en prosa; se trata, en suma, de hablantes diversos que coexisten en el poemario, lo que puede entenderse como el deseo de construir una lengua común, una comunidad que funge como memoria y testigo del fin, ecos de otras hablas poéticas que también se desplazan por la superficie textual, a la manera de Juan Luis Martínez u Óscar Hahn.
Un segundo aspecto que llama la atención es que lo que desaparece no es solo el mundo material, sino también su representación: “Volver a las hebras, valles/ transversales que aún podemos rememorar/ reportaje National Geographic”, son versos en los que se hace tangible el recuerdo tanto del territorio nacional como las formas mediáticas que lo representan. Sin embargo, después leemos: “El territorio/ que habitamos en la propaganda/ no existe/ la frontera/ o la grabación/ de la llovizna sobre el bosque/ se borró, no preguntes/”, es decir, versos en los que la nota dominante es la desaparición (del territorio y del mapa). El texto cierra con una última aniquilación, referida a un ámbito más íntimo, la familia: “Arrojar a la fogata el álbum familia/ prohibir las fotografías (esa es la única certeza que tengo entre mis manos)”. Lo material va camino a la desaparición y también lo hará su espejo: la reproducción artística y mediática. En este sentido, las breves imágenes urbanas y las referencias a las representaciones culturales que se incrustan en el territorio natural operan como residuos simbólicos, brindando más intensidad al viaje testimonial de este sujeto de voces múltiples que ofrece la escritura de Arroyo.
Aunque el texto por momentos pierde significación por la presencia de ciertas imágenes manidas, versos y frases que poco aportan a la densidad con la que se testimonia un viaje final (“Así como el iceberg/ se diluye en su peso/ nuestro tiempo se deshace”, “Las piedras: espejos que funcionan mal, pero juntas pueden formar una barricada”), La música del hielo comunica delicadamente una mirada propia sobre el presente. Su lectura permite atisbar la lenta y triste desaparición del mundo natural tal como lo conocimos, en posible coincidencia con las nuevas normalidades climáticas.
La música del hielo, Guido Arroyo, Cuneta, 2021, 60 páginas, $11.000.
En una habitación de departamento del barrio de Balvanera, iluminada por una vela y cuyas paredes estaban cubiertas en toda su extensión por citas literarias al igual que una cave existencialista, yo solía posar de lectora. Y, cualquiera fuese la posición que adoptase ante el libro, siempre podía divisar la puerta donde un corazón dibujado con tiza encerraba los nombres de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Ese gesto digno de la historieta Susy, secretos del corazón no era una rareza. Es que, antes de Mayo del 68, los amores —los de todos los que echaban manotazos de ahogado para encontrar imágenes soberanas en las que templar la adolescencia— estaban atravesados por el molde de ese par mesiánico. Los ménage à trois aderezados por confesiones laicas que se extendían hasta la madrugada, la pose del alcohol y de la boina, el gusto considerado antiburgués por la oscuridad y los locales sin ventanas, me hacían acceder a una filosofía a través de su parte más sencilla: la superficie. Virgen, me ponía del lado de una pareja abierta que no tenía nada de abierta y solía cerrar sus fronteras tras el pase de unos pocos notables de ambos sexos, y no se enunciaba a la americana, según los códigos de las comunidades de la California de los años sesenta, ni de los consumidores de avisos swinger o de los capitalistas libertinos del Club Méditerranée. Yo solía recitar, manteniendo los muslos apretados bajo mi bombacha blanca de algodón, que para el existencialismo cada conciencia capaz de lograr su libertad es una perpetua superación de sí misma hacia otras libertades. Como sabía dibujar, hacía mi caricatura vestida de presidiaria y con el pie apoyado en un ejemplar de El segundo sexo. En la pared de la celda dibujada había un grafiti que decía: “Amor es el compromiso de una libertad”. Luego regalaba mis dibujos a mis compañeros del nocturno, que se disputaban tímidamente el trofeo de mi himen. Me persuadieron de que Simone era “homo” y, como le daba vergüenza, de eso no hablaba. Yo respondía que tenía derecho a no decirlo todo. Que no se trataba de una épica de la carne como la de Henry Miller, cuyos textos mis provocadores solían leerme en voz alta para hacerse los libertinos pero, sobre todo, para ver si podían calentarme.
Y si El segundo sexo se fue convirtiendo para mí poco a poco en algo así como el Libro rojo de la nueva feminidad, las autobiografías de Simone de Beauvoir (Memoriasde una joven formal, La plenitud de la vida, La fuerza de las cosas y Final de cuentas) me permitían una lectura paradójica de la vida que aún no vivía, al mismo tiempo como una elección y como una profecía. Esa historia contada en tomos voluminosos a tono con décadas de convulsiones políticas, fervor de las causas y triángulos amorosos con agenda —viajar fuera de la ciudad con el tercero de turno, bajo la forma del amante, la hija adoptiva o la albacea espiritual, figuras que a menudo coincidían en la misma persona, parecían convertir a París en el sagrado lecho conyugal— había pretendido acercarme tanto a su autora que aprendí a tratarla sin miramientos, como a alguien que se conoce muy bien.
Me comportaba como una fan, pero sin la posibilidad de seguir a mi ídola a través del mundo como hacían los seguidores de los Rolling Stones, cuyos discos yo rechazaba. Estaba satisfecha de volcarme un mechón de pelo sobre un ojo y cantar con voz aguda los temas de Juliette Gréco. Cuando leí que durante una entrevista ella había declarado “Debo más a mis oídos que a mis ojos”, no me di cuenta enseguida de que esa frase podría haber sido pronunciada por mí.
En 1986, mientras acompañaba el cuerpo de Simone de Beauvoir al cementerio, en medio de un cortejo de diez mil personas, la historiadora Élisabeth Badinter había estallado en sollozos gritando a las mujeres de la multitud: ‘¡Le deben todo!’. Y la frase fue repitiéndose, cantándose en diferentes lenguas, renovando los sollozos.
Leía, claro, para construirme una personalidad, y textos de todos los géneros, como si fueran guiones optativos para mi futuro. Mientras en el nocturno Rayuela se propagaba como una epidemia, yo seguía prefiriendo esos mamotretos de vida existencialista. ¿Me atrevía a confesar que me reventaba Cortázar? Recuerdo las risotadas que me causaron frases como “o vendrás lentamente hacia mí con las uñas manchadas de desprecio”, la información de que las muñecas duermen bien entre camisas y guantes, y la r transformada en g del Cortázar oral, que yo asociaba al afrancesamiento y no a una imposibilidad de pronunciación. Que escribiera “Ahora mi paredro está en Londres con los muy” no me parecía un desafío a la lengua, ni una monada vanguardista, sino mera idiotez, juicio que yo hacía desde ese existencialismo fashion, que consistía en usar pulóveres negros de morley sobre cuyos hombros me hubieran gustado unos toques de caspa, si este elemento hubiera podido alquilarse en las casas de vestuarios teatrales. Sin embargo, adopté la palabra “paredro” para definir amistades relevables, más basadas en la complicidad que en la reciprocidad. La Maga me provocaba desprecio en nombre de la Ivich de Sartre, en quien creía reconocer a Olga, la amante en común que tenían con Simone de Beauvoir y que, en la cave, se pedía un pipermín solo para mirar el color verde adentro de la copita, reprobaba exámenes a propósito porque le daba asco que el profesor mencionara a los celenterados, llamaba a un intelectual “escritor de domingo” y se abría la mano con un cuchillo para poder sentir el propio cuerpo. Sin embargo, tuve largos períodos adolescentes de viajes a Montevideo, donde vagabundeaba en busca de no sé qué huella de La Maga, venida del tango como “La uruguayita Lucía”. Muchos años más tarde, sitiada por la mitología cortazariana, me sorprendería que algunos amigos militantes, que hablaban en siglas como cop (clase obrera peronista) o la (lucha armada), matizaran el elogio de los fierros con el uso del gíglico, esa lengua infantil que cultivaba Oliveira con La Maga. Sin embargo, rescato todavía la potencia de la palabra “petiforro”. Ya empezaba a advertir, a la salida del nocturno, que en los bares se seducía diciendo si se prefería La autopista del sur o Las babas del diablo. En las disquerías de la calle Corrientes sonaba la voz de Cortázar, redundante con esa erre enrulada que se repetía soporíferamente: “Bebé Rocamadour, bebé, bebé”; me resultaba casi obscena, entonces impostaba un respingo de escándalo calcado del que sentía Violette Leduc cuando Jacques Cocteau ponía panza arriba a su perra y, entre balbuceos mimosos, le acariciaba el sexo. Habría que aclarar que en esas mitologías el niñismo era crucial y quizás la divisa antiborgeana de Cortázar, una exploración de los signos emitidos por los llamados perversos polimorfos, aunque la muñeca compartida por él y Alejandra fuera la autómata de la condesa Báthory. Y yo, a ese niñismo, lo criticaba con mi pesado tomo de El segundo sexo y siempre, al leer el ritornello de las calles de París esparcido por Rayuela, tenía en la punta de la lengua la palabra comodín: colonizado. Mientras tanto: ¡Qué argenta me resultaba Simone de Beauvoir traducida por Silvina Bullrich!
(…)
Entre las mujeres, no me gustaban las máquinas carnales, inalcanzables e intimidantes a las que tenía envidia sin ceder en mis remilgos de flor de barrio aún cerrada. A pesar de mis bravatas de comentarista interior, me gustaba ese cuerpo que no se exhibía, el de Simone —nunca un escote pronunciado, un talle ceñido, en esas fotos en las que había que adivinarle las piernas— y me enfurecía porque Nelson Algren la había llamado “institutriz con zapatos de taco chato” cuando a mí me fascinaba su turbante copetudo que le daba aspecto de sultán, su agresividad sin atenuantes, las exigencias de rigor crítico con que azuzaba a sus amigos y amores —qué agria y áspera se veía en los documentales—, su bronca cuando le pedían que fuera más femenina. Algunos no parecían darse cuenta de que la vehemencia forma parte del estilo oratorio del existencialismo, como si el compromiso necesitara gritarse en negritas. Y ella, sin dudas, carecía de la dulzaina retórica con que la psicología remozaría años más tarde los buenos modales de la feminidad: para dar a luz a El segundo sexo, era preciso ser fuerte. Yo admiraba esa fuerza y la subrayaba; Claude Mauriac había aludido en Le Figaro Littéraire a Simone de Beauvoir con la siguiente bajeza: “Escuchamos con un tono de indiferencia cortés… a la más brillante de ellas, sabedores de que su espíritu refleja de manera más o menos deslumbrante una serie de ideas que proviene de nosotros”. Ella le contesta en El segundo sexo: “No son las ideas de Claude Mauriac en persona, evidentemente, las que refleja su interlocutor, puesto que no se le conoce ninguna; es posible que ella refleje ideas que provienen de los hombres; entre los mismos machos hay más de uno que considera suyas opiniones que no ha inventado; es posible preguntarse, entonces, si Claude Mauriac no tendría interés en entretenerse con un buen reflejo de Descartes, de Marx o de Gide antes que consigo mismo; lo notable es que por medio del equívoco del nosotros se identifique con san Pablo, Hegel, Lenin y Nietzsche, y que desde lo alto de su grandeza considere con desdén al rebaño de mujeres que se atreven a hablarle en un pie de igualdad; a decir verdad, conozco a más de una que no tendría paciencia suficiente para conceder al señor Mauriac un ‘tono de indiferencia cortés’”. ¡Guauuu!
Una amante engañada la definió como “un reloj en la heladera”. Entonces solo pensé que se trataba de venganza. Yo leía entonces sus memorias para recorrer los detalles de una sensualidad introspectiva y un coraje en la autoexposición que, lejos de ser motivado por el exhibicionismo, me parecía que se sustentaba en investigaciones de las que se exigía no sustraerse como objeto: “No soy yo la que se despega de las antiguas felicidades, sino ellas de mí: los senderos de la montaña se niegan a mis pies; nunca más me desplomaré cansada entre el olor del heno, nunca más resbalaré solitaria en la nieve de la mañana. Nunca más un hombre”, desnuda como testimonio de la vejez, empezando por la propia, como estrago común y sin embargo necesitado de su denuncia, por el estado criminal y la negligencia de los que no la han alcanzado.
Entierro de Simone de Beauvoir en París, en 1986.
(…)
¿Simone de Beauvoir? Cuando me convertí al psicoanálisis, puse bajo sospecha su voluntarismo de buena alumna y sus intrigas de very few cultural. ¿Cómo se conformaba con su consigna anunciada de “no diré todo” para ocultar sus miserias bajo la máscara del examen de conciencia y disfrazar su narcisismo de entrega sacrificial a la sangre de los otros?
Caradura, yo la interpretaba: ¿acaso homologaba verdad a avatares anatómicos, a la carne sin el deseo, es decir reducida a sus miasmas repetidas, a sus mermas capaces de convertir los fallos en faltas a la decencia? En La ceremonia del adiós fecha la decadencia del cuerpo de Sartre en la orina que se escapa de unos pantalones y pasa a un sillón donde se había debatido la independencia de Argelia con el corazón argelino, en la mierda que comienza a ensuciar la ropa interior que ella se apresura a limpiar y describe en términos de arreglar ese desastre (así señala su propia abnegación), en la lengua bola de la hemiplejia que irrumpe la habitual lucidez, en el desmayo alcohólico a lo largo de la alfombra. ¿No sospechaba de sí misma al hacer ese archivo de un cuerpo físico yendo hacia la muerte, en su caída en detalles, la tarea punitiva de una mujer que, con la ventaja de poder escribir última, deshace a su pareja cuya superioridad la fascinó durante años y cuya proyección de héroe cultural, en gran parte, contribuyó a erigir? ¿No son sus memorias, en parte, la implacable publicidad extraliteraria de un proyecto que se ambiciona para el mundo y para siempre y en el que nadie duda de quién es el protagónico? Con qué dureza le dice a un confundido, pero de quien podría sospecharse que aún conserva un sentimiento de vergüenza: “Pero usted tiene incontinencia urinaria”. De pronto la franqueza se volvía literal y la ofensa, carente de toda inocencia, puesto que quien la despliega ha dicho también que Sartre era puritano hasta el extremo de que, a lo largo de su vida, siempre ocultó tras un sistemático pudor sus avatares fisiológicos.
Conversa, la retórica de la felicidad que ejercía Simone de Beauvoir fue de pronto, para mí, una mezcla de negación de todo límite de la realidad y un deseo de conquista que me recordaba más a Aníbal precipitándose sobre Roma en caravana de elefantes que a Frantz Fanon levantando a los negros de su indignidad: conocer todas las músicas, las bebidas, los pueblos oprimidos, los pequeños restaurantes, las revoluciones, los paisajes, los libros y los prisioneros de la tierra. ¿Pretendía de veras hacer creer que recordaba la bruma de cierta noche en Bolonia de hacía tres años, que cuando Sartre y Foucault habían firmado ese manifiesto por el Congo era una primavera bruta y espléndida en la que los capullos estallaban, los árboles verdeaban y en los jardines se abrían las flores, los pájaros cantaban y las calles olían a hierba fresca? ¿O lo escribía porque imitaba a Colette y sus descripciones de la naturaleza, a quien yo no imagino desconociendo las flores que sabía nombrar?
(…)
En 1986, mientras acompañaba el cuerpo de Simone de Beauvoir al cementerio, en medio de un cortejo de diez mil personas, la historiadora Élisabeth Badinter había estallado en sollozos gritando a las mujeres de la multitud: “¡Le deben todo!”. Y la frase fue repitiéndose, cantándose en diferentes lenguas, renovando los sollozos. Pero yo ya estaba en mi vejez, en la sorpresa de amar a una mujer sin que esa experiencia pusiera en juego mi identidad, sobre eso yo tampoco diría todo, pero sí mucho más.
“El sexo de los libros” forma parte de Contramarcha, publicado en Chile por Alquimia. Esta es una versión abreviada, que cuenta con la autorización del editor.
The Rave Road, una exposición sobre música electrónica y la cultura de fiestas a su alrededor, se mostró el año pasado en un museo de Londres. No sorprende que la música popular ocupe a investigadores y museógrafos. Asombra, sí, que el objeto del Museum of Youth Culture haya sido un género bullente en los años 90, y que por forma y fondo a casi cualquier persona adulta se le hace difícil asociar (aún) a un cauce patrimonial. Caer en la cuenta de que el tecno, el house y la EDM (electronic dance music) son ya pasado, obliga entonces a reorientar las más rudimentarias ideas sobre lo que hasta hace no tanto en la música considerábamos de actualidad y futuro. Composiciones urdidas a golpes de mouse, softwares precisos para distorsionar voces, apps que apoyan el ajuste de una canción desde el teléfono… en fin, tan siglo XX.
La interacción entre creadores, recursos digitales e internet despliega hoy todo un nuevo campo de oferta, pero no por eso la música al pulso de nuestro tiempo desdeña lo retro. Al contrario: algunas de las iniciativas más llamativas de nueva facturación sonora explotan, precisamente, la nostalgia. La más ramplona retromanía es la de conciertos de hologramas, que hace unos 10 años pasaron de curiosidad escenográfica a negocio de oferta estable, con productoras especializadas y agenda constante de espectáculos a cargo de los haces de luz, reconstrucción digital y grabaciones envasadas aptas para darles forma escénica a Whitney Houston, Maria Callas o Frank Zappa.
Son el “en vivo” que no es. Algunos hologramas hacen giras internacionales. Los hay acompañados de orquesta sinfónica. Y están, también, los hologramas que no engañan a nadie, pues nacieron y se desarrollaron como tales, como sucede con la estrella ficticia Hatsune Miku, desarrollada entre firmas tecnológicas japonesas, con ventas, convocatoria y seguimiento en redes muy superiores a los de contemporáneas suyas con la mala suerte de cargar con carne y huesos.
“¿Es que ya nada es sagrado?”, se preguntó hace un tiempo la web de arte Frieze, al compartir los detalles del primer tour mundial del holograma del pianista Glenn Gould.
La lógica que exige a las nuevas tecnologías el remedo de una experiencia perdida es una paradoja, tan conservadora como la que hasta ahora dirige la búsqueda de hits pop a través de inteligencia artificial. Para asegurarse una melodía exitosa, un equipo de investigación en Sony-Francia ingresó a una base de datos catálogos que le asegurasen el estándar de excelencia del siglo XX. Y aun con todo, Cole Porter, Beatles, Duke Ellington y Tom Jobim encima, las Flow Machines arrojaron en 2016 dos canciones decepcionantes: “Daddy’s car” y “The ballad of Mr. Shadow” suenan a un pastiche sin dirección, previsiblemente carentes de gancho emocional o un mínimo misterio. El corta-y-pega dinámico de cualquier buen grupo hip hop, al menos tiene gracia y sorpresa. Esto es fórmula de gesto nostálgico, pero referencia inexistente, que saluda a una maqueta de pasado y propone una ligazón que jamás va a suceder.
La interacción entre creadores, recursos digitales e internet despliega hoy todo un nuevo campo de oferta, pero no por eso la música al pulso de nuestro tiempo desdeña lo retro. Al contrario: algunas de las iniciativas más llamativas de nueva facturación sonora explotan, precisamente, la nostalgia.
Que el historiador superventas Yuval Noah Harari adelante que falta poco para que la inteligencia artificial componga mejores canciones que los músicos, solo habla de su esquematismo. “Por supuesto buscamos canciones para que nos hagan sentir algo —felicidad, tristeza, nostalgia, emoción, lo que sea—, pero no es todo lo que una canción hace”, le respondió hace un tiempo Nick Cave. “Lo que una gran canción consigue es una sensación de asombro. Escuchamos en ella la limitación humana y su audacia para trascenderla. La inteligencia artificial simplemente no tiene esa capacidad. ¿Cómo podría? Si tu potencial es infinito, ¿entonces qué hay para trascender? ¿Y cuál es el propósito de la imaginación? La IA podrá componer una canción buena, pero nunca una gran canción. Le falta nervio”.
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Tienta, pero nos resistimos, recibir la incesante innovación en el proceso musical junto a un juicio sobre la corrección o incorrección de su cometido. También la distribución online, los discos compactos y hasta la radio fueron considerados alguna vez amenazas a la salud de la música. Pero a diferencia del veloz desarrollo que la grabación y sus posibilidades tuvieron durante el siglo XX —Fonografía Artística, el primer sello en fabricar y vender discos en Chile, comenzó a funcionar en 1906—, lo que hoy asoma como un futuro-en-progreso suma modelos de escucha y de creación hasta ahora impensados. Los primeros ensayos de conciertos “inmersivos” —en mundos de realidad virtual, donde el usuario puede controlar lo que ve y escucha— dan cuenta, por ejemplo, de una alteración profunda en la experiencia completa de la asistencia a un espectáculo.
Una música de tipo “generativa”, a su vez, hace de la audición un ejercicio creativo en sí mismo y de la propuesta de registro, un objeto mutante. El oyente puede, si quiere, incorporarle a una canción instrumentos no incluidos en la grabación original. O alterar su ritmo o modificar su extensión. Cada play de un mismo track es, así, una escucha diferente. Björk y Brian Eno han puesto a la venta aplicaciones digitales de algunos de sus discos; o sea, traducciones de su música grabada a plataformas que permiten una interacción con ella. Lady Gaga y Paul McCartney llevaron discos suyos a aplicaciones para iPad, en las que estos “crecían” con nuevas posibilidades audiovisuales. Y músicos de vanguardia, menos conocidos, han hecho circular pistas de canciones que pueden modificarse a gusto, como parte del trato de compra.
Nuestra relación con los discos pasó hace un tiempo de lo físico a lo digital, y sobrevivimos a ello. Ahora es inminente la ampliación del estéreo hacia un sonido envolvente, inescapable. Y quizás pronto debamos también repensar las grabaciones musicales como registros infinitos, cuyos bordes ya no están predefinidos por los autores. Brian Eno ha comparado la experiencia de la música generativa con la jardinería: “Plantas las semillas y las riegas continuamente hasta que das con un jardín que te gusta”.
Sintetizador Google NSynth Super para hacer música usando inteligencia artificial.
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Son varios los sistemas que hoy afinan la utopía —perseguida ya desde mediados del siglo pasado— de una composición sin humanos a cargo (entre otros, Popgun, HumOn, Watson y Magenta, desarrollado por Google). Se amplían en servicios como el ReflexiveLooper, que aprende en tiempo real el estilo de un instrumentista y le ofrece arreglos que le combinen; Aiva, que escribe partituras; Continuator, capaz de una improvisación complementaria a la que el músico ya ha largado, y LANDR, que rearmoniza voces y masteriza online.
En 2021, investigadores de ciencias de la computación, ingeniería eléctrica y el Instituto de Música de la Universidad Católica se valieron del Stylegan2 para crear una breve pieza musical inspirada —en realidad “transferida”— en el catálogo de obras en línea del Museo Nacional de Bellas Artes.
La inteligencia artificial se inmiscuye incluso en tareas musicales tradicionalmente de escritorio e interacción entre personas, como la distribución, promoción y hasta el contacto con fans. Chartmetric desmenuza estadísticas y luego indica a sus clientes los rumbos de cómo y dónde conseguir un éxito. Es un predictor de hits. Pero un paso más allá en la osadía de revuelta pop artificiosa la conocimos en abril pasado, con la iniciativa de una organización benéfica que usó Magenta para componer nuevas canciones “de” Kurt Cobain y Amy Winehouse, y así promover su trabajo en salud mental con jóvenes. “Drowned in sound” y “Man I know” son precisas en la cita al estilo al que aluden —riffs en ascenso, en una; cadencia retro, en la otra— y las voces invitadas en ambas grabaciones fueron intervenidas hasta efectivamente sonar como las de sus modelos. No son músicos que usan máquinas, sino máquinas que usan a los músicos. Y cuando incluso los catálogos póstumos pueden crecer a voluntad, qué queda para la espontánea renovación intergeneracional sobre la que desde siempre se ha sostenido el negocio.
Pensadores del pop como Simon Reynolds y Mark Fisher se extendían ya hace una década sobre los alcances de la fijación de nuestro tiempo con entender el gusto musical como una manifestación no de propuesta, sino de nostalgia. Pero si el primero, en su contundente Retromanía basó su diagnóstico en la incontable oferta de reciclaje cultural, Fisher profundizó en los síntomas políticos de tendencias para las que una propuesta de real avanzada es sencillamente imposible: “Nos penan futuros que no sucedieron”, es una eficaz frase de síntesis para su compilación de textos Los fantasmas de mi vida. El fallecido autor y crítico cultural británico aplicó consistentemente a la música contemporánea un viejo concepto atribuido a Derrida, el de hauntology. En propuestas de composición electrónica de supuesta vanguardia, Fisher veía la recurrencia del pasado (vía sampleos, archivos, citas) que vuelve a acecharnos, como un muerto desde su tumba.
Björk y Brian Eno han puesto a la venta aplicaciones digitales de algunos de sus discos; o sea, traducciones de su música grabada a plataformas que permiten una interacción con ella. Lady Gaga y Paul McCartney llevaron discos suyos a aplicaciones para iPad, en las que estos ‘crecían’ con nuevas posibilidades audiovisuales. Y músicos de vanguardia, menos conocidos, han hecho circular pistas de canciones que pueden modificarse a gusto, como parte del trato de compra.
Sea en grabaciones tan diferentes como las de Adele, Kraftwerk o Burial, lo que obtenemos de su propuesta de presente no es más que una estética de “nostalgia del futuro”, estima Fisher, en la que no hay atención ni capacidad para una lectura efectivamente contemporánea: “La cultura parece haber perdido la capacidad de articular el presente, o acaso no hay presente que articular (…). Lo ‘futurista’ en la música hace tiempo que dejó de referirse a un futuro que esperamos que sea diferente; se ha convertido en un estilo establecido, tal como una fuente tipográfica. (…) El arte hauntológico no debe renunciar al deseo de futuro. Debe insistir en que hay futuros más allá del fin de la posmodernidad. Cuando el presente renuncia al futuro, debemos escuchar las reliquias del futuro en las potencialidades desactivadas del pasado”.
Unos 635 millones de reproducciones sumaron las 100 canciones chilenas del 2020 más escuchadas en Spotify, y hubo 129 videoclips nacionales con más de un millón de plays en YouTube. Crecen, también, las estadísticas de música en TikTok. Del dial a la pantalla —la del teléfono, sobre todo—, no hay cómo negar el desplazamiento radical de la forma en que hoy circulan las canciones. ¿Pero es eso un avance creativo? La pregunta ya no es si acaso podremos convivir pronto con hits radiales y piezas musicales creadas, difundidas y seleccionadas para nosotros ciento por ciento por computadores, sino qué tan óptimas serán y hasta qué punto extrañaremos a los (las) compositores(as) de talento. Los llamados artistas fake no cejan hoy en una arremetida real: las piezas de piano atribuidas por ejemplo a Lo Mimieux y Ana Olgica son reproducidas por cientos de miles al mes en Spotify, y para el caso da igual que hasta ahora no puedan asociarse a una cara ni a una ciudad de origen: su técnica es intachable; sus melodías, de gusto masivo, y sus regalías, contables.
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La cita circulaba como con carga de acontecimiento, y se organizó como tal en una gran producción corporativa a la altura. El 17 de agosto de 1982, Claudio Arrau fue invitado a las plantas centrales de prensado de Polydor, en Langenhagen (Alemania), para que él mismo presionase el play que iba a activar la reproducción de un disco compacto con versiones de valses de Chopin grabadas por él tres años antes en Suiza, para el sello Philips.
Ese Claudio Arrau: Chopin – Waltzes, Walzer, Valses era el primer CD editado alguna vez para venta a público. En las manos del pianista nacido en Chillán y educado en Berlín quedaba efectivamente un play histórico, digno de la divulgación. Pero hoy, que hasta al disco compacto lo consideramos un objeto retro, podemos ver el resto de pompa y candidez que probablemente se colaba en esa ocasión. Era un tiempo en que la industria discográfica aún creía que los cambios relevantes por venir estarían dados no por los contenidos sino por los formatos. Sin embargo, lo que ha sucedido son los desvíos de las revoluciones: se ha alterado para siempre más el cómo que el qué.
Imagen de portada: el holograma de Maria Callas durante una presentación en 2019.
“Quizás estamos en una fase temprana del pensamiento humano”, dice el periodista y escritor Sergio Missana a través de Zoom. La convicción en la propia subjetividad y el anhelo de certeza, que lleva a las personas a rehuir la ambigüedad y la incertidumbre, nos tendría atrapados todavía, pese al avance de la técnica, en “la era de la creencia”, es decir, en una forma primitiva del pensamiento. El cerebro humano no evolucionó para ofrecernos una representación objetiva del mundo, plantea Missana, sino como instrumento de supervivencia. “Surgió para adaptarse a un entorno en el que era crucial notar cambios bruscos en el ambiente, y no eran tan importantes los fenómenos graduales y a gran escala”. En parte este desajuste del cerebro humano con la realidad podría explicar la crisis medioambiental.
En Última salida. Las humanidades y la crisis climática, el autor de Las muertes paralelas y de la distopía Entremuros, reflexiona sobre este y otros temas, recorriendo una amplia bibliografía para observar el problema medioambiental bajo la óptica de las humanidades. El ensayo expone una serie de puntos de vista y discusiones, abordando algunos de los dilemas más importantes de nuestro tiempo. Además de la devastación medioambiental, la obra trata el desarrollo tecnológico y las especulaciones en torno a su despliegue futuro y la crisis de las humanidades.
El libro es en parte producto del trabajo que actualmente el autor lleva a cabo como director ejecutivo de Climate Parliament. Desde 2016, Missana vive en Estados Unidos impulsando la transición a las energías renovables a través de esta organización.
Hoy estamos 1,1 grados por encima del comienzo de la Revolución Industrial y muy poca gente sabe que si la temperatura aumenta un grado más a partir de ahora, que es absolutamente factible, mil millones de personas se encontrarán en una situación insostenible simplemente por el calor. Actualmente en algunas zonas de África, el Amazonas y Asia, hay seres humanos que no pueden sobrevivir sin aire acondicionado, pero no sobreviven los animales ni las plantas, ni los cultivos.
La situación descrita en Última salida es alarmante, pero Missana llama a no caer en el pesimismo absoluto, porque “la inminencia del desastre puede conducir a la acción o a la parálisis”. Precisamente alentar esta última actitud ha sido la estrategia adoptada en años recientes por la industria de los combustibles fósiles y sus aliados. “Como el negacionismo ya no se sostiene, simplemente porque el cambio climático es una realidad evidente”, se lee en Última salida, el inactivismo impulsado por esos sectores busca “sembrar la división dentro del movimiento ambientalista, fomentar la desinformación y el desánimo”.
¿Cuál es la última salida a su juicio? Se nos están acabando las opciones, pero quizás no hay una sola última salida. En el libro trato de abordar el tema climático como un problema humano, pasando un poco de la perspectiva técnica o científica, que es lo más habitual (aunque, por supuesto, la parte técnica y científica son súper importantes). Hoy estamos 1,1 grados por encima del comienzo de la Revolución Industrial y muy poca gente sabe que si la temperatura aumenta un grado más a partir de ahora, que es absolutamente factible, mil millones de personas se encontrarán en una situación insostenible simplemente por el calor. Actualmente en algunas zonas de África, el Amazonas y Asia, hay seres humanos que no pueden sobrevivir sin aire acondicionado, pero no sobreviven los animales ni las plantas, ni los cultivos. La crisis es muy grande, pero principalmente es una crisis de gobernabilidad y por lo tanto, paradójicamente, es una crisis relativamente fácil de resolver desde el punto de vista técnico. Es cosa de dejar atrás los combustibles fósiles rápido, de manera decisiva y radical y existe tanto la abundancia de energías renovables para hacerlo, como la tecnología para lograrlo.
¿La crisis climática puede estar relacionada en alguna medida con la crisis de las humanidades? Más bien trato de abordar las humanidades como un instrumento para pensar en la crisis climática, estando estas al mismo tiempo también en crisis. No creo que haya una relación tan directa de una con la otra. En parte, la crisis de las humanidades se debe a que su campo de acción se ha visto limitado. Cuando los griegos inventaron la filosofía, esta era principalmente metafísica. Es decir, la filosofía enfrentaba el problema de qué es el universo, qué es el mundo, qué es la realidad. Esto cambia con la revolución científica, a comienzos del siglo XVII, y la filosofía se ve constreñida, limitada, volcándose a la epistemología: el problema central ya no era tanto contestar qué es el mundo, sino cómo conocemos el mundo, que es una pregunta un poquito más humilde. Y vuelve a ocurrir lo mismo con el avance de la ciencia cognitiva, a finales del siglo XX, desplazando ahora también a la filosofía de la epistemología. En otras palabras: la ciencia a medida que avanza va poco a poco limitando el espacio de las humanidades. Pero ese espacio aún continúa existiendo y las ciencias de la naturaleza humana pueden arrojar luz sobre este momento de crisis en el que estamos.
La crisis es muy grande, pero principalmente es una crisis de gobernabilidad y por lo tanto, paradójicamente, es una crisis relativamente fácil de resolver desde el punto de vista técnico. Es cosa de dejar atrás los combustibles fósiles rápido, de manera decisiva y radical y existe tanto la abundancia de energías renovables para hacerlo, como la tecnología para lograrlo.
En el libro dice que actualmente hay un exceso de visiones sobre el futuro. ¿La crisis de las humanidades pasa también por haber dejado de observar con igual atención el pasado? Creo que sí. La crisis de las humanidades tiene que ver en parte con la exigencia que podríamos llamar neoliberal de cuantificar su impacto, cuantificar su aporte. Eso es como el beso de la muerte. Me refiero a lo que otros autores han llamado la tiranía de los papers. Por otra parte, también las humanidades se han vuelto más ideológicas, se han politizado, una crítica que comienza quizás en los años 70 u 80 y que apunta a deconstruir su trasfondo ideológico, pensar que en realidad las humanidades están reflejando relaciones asimétricas de hegemonía y de poder entre distintos grupos.
¿De qué manera las humanidades podrían tomar de nuevo un papel protagónico en la discusión? Un aspecto que trato de enfatizar es que desde los albores de la humanidad ha existido este instinto por contar historias y creo que las humanidades forman parte de eso. El contar historias va a continuar de alguna manera, tal vez no tan asociado al libro, como existe ahora, o a géneros que hoy conocemos. En ese sentido, soy optimista respecto a su futuro, aunque quizás vaya a tener formas distintas a las que imaginamos hoy. Una cosa que me parece clave es el tema de cómo las humanidades pueden pensar en la evolución de las mentalidades, la evolución tanto política como ética y la relación entre las dos, y planteo que, por ejemplo, el activismo de las y los jóvenes en el tema climático está siendo abordado en términos de un relato, cambiando como el tablero de la discusión y tratando de empujar el zeitgeist.
¿Las nuevas generaciones cree que estarán a la altura del desafío, por ejemplo, cambiando sus estilos de vida y hábitos de consumo? Es verdad que hay que tener cuidado con idealizar a la juventud, a las nuevas generaciones. La naturaleza humana tiene luces y sombras. Es algo que también menciono en el libro respecto de la evolución ética: vamos corrigiendo los errores del pasado, pero se cometen nuevos errores por los cuales las generaciones futuras nos van a juzgar a nosotros. Y tal vez un esfuerzo fundamental es tratar de desarrollar una flexibilidad mental que nos aleje de todos los tribalismos, de esa convicción de que uno tiene la razón y los adversarios están completamente equivocados. Así que es verdad que hay que tener cuidado con pensar que las generaciones futuras lo van a resolver todo. Pero por otro lado, también el cambio que se necesita hoy es bastante radical. Hay que cambiar el sistema energético entero y eso hay que hacerlo muy rápido. Creo en ese sentido que la austeridad será imprescindible, el sistema económico actual está basado en que haya un consumo desatado de muchas cuestiones inútiles. Eso va a tener que cambiar. Hay gente que está en esa postura de volver a una vida simple. Pero tal vez la crisis climática nos va a obligar a ello. Es decir, si hay un colapso económico importante, la austeridad vendrá lo queramos o no.
La ciencia a medida que avanza va poco a poco limitando el espacio de las humanidades. Pero ese espacio aún continúa existiendo y las ciencias de la naturaleza humana pueden arrojar luz sobre este momento de crisis en el que estamos.
¿Descarta que la solución del problema pueda venir desde el desarrollo tecnológico? Respecto de que hay una solución tecnológica al cambio climático, es posible, pero es una alternativa que hay que tomar con bastante cuidado, porque hay una narrativa que precisamente apuesta a eso. Con la tecnología que contamos actualmente podemos resolver el cambio climático y es tan urgente que debiéramos hacerlo ahora, independiente de que puedan haber tecnologías de captura de carbono en el futuro que permitan extraer grandes cantidades de la atmósfera. Ahora no tenemos eso, pero sí contamos con tecnologías que nos permitirían resolver el cambio climático si hubiera la voluntad política para hacerlo.
Se plantea que la solución pasa por la reducción del crecimiento, pero qué pasa con aquellas regiones del mundo que todavía no alcanzan un índice mínimo de bienestar. Ese es un tema clave y que ha sido súper dominante en la negociación climática. Sin duda hay que potenciar el desarrollo de las zonas del mundo más empobrecidas y la energía limpia es un habilitador del desarrollo fundamental. Sin energía es bastante difícil crecer, pero por otro lado también hay un límite al crecimiento. No es posible crecer de manera indefinida.
¿Y cómo se puede lograr esto sin pasar a llevar las libertades personales? Ahí es donde entra a jugar el cambio de mentalidades, es decir, esperamos que la gente empiece a cambiar sus hábitos de vida para enfrentar esto de manera distinta. Es cierto que hay una tensión entre el clima y la libertad. Pero al mismo tiempo, una vez que pasas ciertos umbrales, si llegamos a un grado y medio o a los tres o cuatro grados que podría llegar la temperatura en este siglo, el planeta estará tan devastado que la noción de libertad que tendrán nuestros hijos y nietos va a ser muy distinta. Las opciones estarán limitadas por la destrucción de los ecosistemas.
Última salida. Las humanidades y la crisis climática, Sergio Missana, Laurel, 2021, 224 páginas, $13.000.
Al otro lado de la ventana ya ha florecido el jacarandá del pasaje Barros Borgoño. Miro distraída esas bocas púrpuras, agónicas, cuando Sofía me interrumpe para entregarme un libro. “Creo que te puede gustar”, dice, y me pasa En tierras bajas, de Herta Müller. Sofía es mi psicóloga y yo la miro algo perpleja. ¿Creerá que la literatura me puede servir de antídoto? ¿Antídoto contra qué? ¿Qué remedio podrían ofrecer esas páginas? Me guardo mis resquemores, le agradezco y me despido con el libro bajo el brazo. Unos minutos después, en el túnel del metro, abro un relato al azar. Se llama “El baño suabo”. El relato tiene tres páginas. Una familia se baña por turnos en el agua cada vez más sucia de una tina. Esa es la historia, esa es su trama. Padre, madre, abuelo, abuela, niño; todos se bañan en el agua cada vez más fría y más gris. Cuando lo termino, lo empiezo de nuevo. Luego, una tercera vez. Al alzar la vista me doy cuenta de que me he pasado de estación y otra vez me he perdido una clase de derecho.
Aunque esa es la historia que cuenta Müller —la sucesión de cuerpos desnudos que se sumergen en el agua—, esa trama es secundaria. Ni el agua sucia ni la blanca tina podrían dar cuenta de lo que no está. De qué se trata el libro se vuelve en este caso una pregunta incómoda, escurridiza, algo que se repite en toda la obra de Herta Müller y en la gran mayoría de mis libros más queridos. Ante esa pregunta común y corriente, obligatoria en las contratapas, forzosa para mí en más de una ocasión, rara vez sé qué contestar y por eso recurro a la repetición de un puñado de frases hechas: sobre el padre, sobre la madre, sobre el duelo, sobre la violencia. Frases genéricas para eludir la pregunta y así decir lo menos posible.
Y es que los libros que más me han impactado, los que me han causado mayor conmoción, no se tratan de algo. O acaso de qué se tratan es una pregunta inapropiada e incluso normativa, en tanto obliga a relevar una sucesión de acontecimientos como lo central, lo definitorio, cuando no lo es. Algo así como preguntarle a una persona no binaria si acaso es hombre o mujer. O intentar definir como ensayo o novela Los errantes de Olga Tokarczuk, o El nervio óptico de María Gainza, o Los argonautas de Maggie Nelson. El problema en esos casos es la pregunta y sus categorías. Y “de qué se trata el libro” puede convertirse en ese tipo de pregunta.
Con el tiempo, sin embargo, reparé en que no solo la pregunta era el problema. Con demasiada frecuencia yo misma olvidaba las tramas. Lo leído y lo imaginado parecían fundirse y cuando intentaba releer lo recordado, casi nunca hallaba la página que buscaba, porque esa página no existía. Durante un tiempo lo atribuí a una incapacidad de diferenciar realidad y ficción. Luego concluí que padecía de algún síndrome de memoria selectiva, que ahuyentaba tramas y personajes para grabar, en su lugar, alguna frase que brillaba: “Escribo para olvidar, esto es un hecho”, ese maravilloso inicio de Patas de perro, de Carlos Droguett. O “La jaula se ha vuelto pájaro, señor, qué haré con el miedo”, de la poeta Alejandra Pizarnik.
Cuando leo a Herta Müller me sorprendo, una y otra vez, en el gesto de alzar la cabeza, como si cerrara los ojos pero mis párpados continuaran abiertos. Esos nuevos ojos, entonces, recorren un paraje también nuevo, donde todas las palabras existen sin orden, sin objetos para nombrar, en una simultaneidad muy cercana al mutismo.
Años después, ya resignada a mi síndrome de lectora distraída, me topé con un ensayo de Roland Barthes. “¿Nunca les ha pasado, al leer un libro, interrumpir sin cesar la lectura, no por desinterés, sino al contrario, por una afluencia de ideas, de excitaciones, de asociaciones? En una palabra, ¿no les ha pasado —interroga Barthes— leer levantando la cabeza?”. Levanté la cabeza del libro de Barthes y observé el vagón del tren en el que viajaba. Afuera, un cielo cada vez más negro devoraba el recuadro de la ventana. Recordé el sinfín de lecturas interrumpidas por esa misma excitación. Todo mezclado en un caos de imágenes y palabras, de pensamiento e imaginación, de la realidad que me rodeaba y la ficción en la que me hundía. Mi lectura de Carlos Droguett, de António Lobo Antunes, de Hilda Hilst, de Sara Gallardo, de Max Blecher, de Christa Wolf, de William Faulkner, de Clarice Lispector, de Raduan Nassar, de Maggie Nelson, y de tantas y tantos más.
Müller, siempre precisa, llama a este fenómeno desbocarse. “Cuando tengo que explicar por qué un libro es enjundioso y otro plano”, dice, “solo puedo remitir a la densidad de los pasajes que llevan a la cabeza a desbocarse, que de inmediato arrastran mis pensamientos allí donde no pueden existir palabras”. Eso es desbocarse para Müller. Perder la boca. Perder la lengua. Acaso la más radical desposesión.
Herta Müller fue convertida en extranjera en su país. Forzada en la Rumania de Ceausescu a enmudecer su alemán natal y a aprender el obligatorio rumano. En su ensayo “Cada lengua tiene sus propios ojos”, rememora ese mutismo al que se vio sometida y el instante en que el mundo que conocía apareció en ambas lenguas a la vez. “Hablaba lo menos posible”, confiesa Müller. “Y luego, pasado medio año, me vino casi todo de golpe, como si ya no tuviera que hacer nada, como si las aceras, las ventanillas, (…) los tranvías, todos los objetos de las tiendas hubieran aprendido el idioma para mí”. Tal vez ese fue el momento en que se volvió para siempre extranjera. No solo ella, en realidad, sino también su escritura. Una escritura pausada, extremadamente pulida, a veces extraña en su urdimbre, y acaso por eso extranjera, a contrapelo de estos tiempos de demasiado vértigo y demasiada nación.
Cuando leo a Herta Müller me sorprendo, una y otra vez, en el gesto de alzar la cabeza, como si cerrara los ojos pero mis párpados continuaran abiertos. Esos nuevos ojos, entonces, recorren un paraje también nuevo, donde todas las palabras existen sin orden, sin objetos para nombrar, en una simultaneidad muy cercana al mutismo. Luego, cuando vuelvo a la página, siempre debo releer. Porque sin querer me he pasado varias hojas de ciega lectura. Nunca sé cuánto tiempo transcurre en ese instante en que no estoy leyendo ni tampoco he vuelto a la realidad. Mi lectura rompe la sucesión lineal, introduce “un tiempo que no sigue el compás”, en palabras de Gaston Bachelard, sin principio ni fin, sin contornos. Ese no tiempo, ese entrar y salir, ralentiza la experiencia de lectura, invita a una inusual lentitud y, en ocasiones, a un incómodo aburrimiento. Recuerdo bostezar con La piel del zorro, pasar hoja tras hoja de monotonía y despertar de golpe con esta frase: “Todo hombre tiene una brasa en la boca, por eso hay que mirarle la lengua a todo el mundo”. ¿Qué se le pregunta a un libro como este? ¿De qué se trata? ¿Qué cuento cuenta?
Recuerdo bostezar con La piel del zorro, pasar hoja tras hoja de monotonía y despertar de golpe con esta frase: ‘Todo hombre tiene una brasa en la boca, por eso hay que mirarle la lengua a todo el mundo’. ¿Qué se le pregunta a un libro como este? ¿De qué se trata? ¿Qué cuento cuenta?
Ese instante desbocado me ocurre no solo con su ficción sino también con sus ensayos, porque el género, por cierto, no tiene importancia. El criterio de calidad es el mismo, dice Müller, refiriéndose a la prosa y a la poesía: “La cabeza se me desboca sin palabras o no”. Y agrega: “Toda buena frase desemboca en la cabeza en un lugar donde aquello que desencadena habla consigo mismo de una forma que no es verbal. Y cuando digo que los libros me cambiaron fue por ese motivo. Y, aunque se afirme lo contrario, en este sentido no hay diferencia alguna entre poesía y prosa. La prosa puede mostrar la misma densidad, aunque tenga que conseguirla con otros mecanismos, porque lo hace a larga distancia”.
“A larga distancia”, escribe Müller y yo subrayo sus palabras sin ser capaz de capturarlas del todo. Pienso en las dimensiones de un desierto. Pienso en si el agua transforma su sentido tras cruzar ese desierto. Resumir, anoto, es reducir, excluir; es simplificar. Si pudiera resumir sus tramas, si la trama contuviera al libro, entonces pulverizaría su literatura. Y es que la escritura extranjera de Müller hace temblar la trama y el género, dice algo y al mismo tiempo, diluyendo la dicotomía de Mario Montalbetti, le hace algo al lenguaje. Lo destruye, como los collages con los que compone sus poemas. Lo violenta. Lo doblega. Lo corta. Lo pega. Lo rompe. Lo rearma. No hay diferencia entre forma y fondo, entre fuera y dentro, oración y verso, realidad y metáfora. Sus metáforas, de hecho, suelen desplazar la realidad. “La mitad de lo que la frase provoca al leerla no está formulado”, advierte Müller. “Esa mitad no formulada hace posible que la cabeza se desboque”.
Hace un par de años la fui a ver a una lectura. Llevaba unos zapatos muy negros y lustrados, el pelo negro y lustrado como sus zapatos, los labios intensamente rojos. Habló de la belleza, en esa ocasión. De cómo le hería los ojos la fealdad. No la fealdad metafórica, sino los objetos feos. Los zapatos feos. Los feos edificios. También se refirió a los trabajos forzados y a su padre nazi. “Ante la brutalidad —afirma Müller—, toda belleza pierde su sentido propio, revierte en lo contrario, se vuelve obscena”. Acaso por eso cuando Müller se ve enfrentada a la violencia, al abuso, a la censura, su trama y su lenguaje se sublevan. Nunca es el hambre insufrible y crispada, no es el hambre que humilla, es el ángel del hambre el que aparece en Todo lo que tengo lo llevo conmigo, donde Müller escribe sobre la experiencia en los campos de trabajo forzado de su amigo el poeta Oskar Pastior.
Extraer la belleza de la violencia, anoté en aquella charla. Pero no para negarla, tampoco para sublimarla. No como un imperativo ético ni como acto político. “Cuando se desmoronan todos los pilares de la vida, también se caen las palabras”, escribe Müller. “Porque todas las dictaduras, de derechas o izquierdas, ateas o religiosas, ponen la lengua a su servicio”. Escribir, entonces, para habitar la extranjería y no caer al servicio de la lengua secuestrada. Para tener, al alcance de la mano, esa lengua impropia y libre. Una lengua que hace del libro una máquina del tiempo, que lo detiene, lo trastoca, y fuerza a alzar la cabeza en el total desconcierto. Entonces, con la cabeza alzada, constatar que en su lectura me he ido muy lejos, que ya no estoy ni aquí ni allá, ni en la realidad ni en la ficción, ni viva ni tampoco muerta. Fugada, tal vez; ida, a lo mejor. O yéndome, eso es: yéndome por esa trama elusiva, irreductible, de desbocada y justa belleza.
En las ciudades se consideran baratijas fatuas de decoración urbana; en la filosofía, una herida en el esnobismo metafísico; en el conocimiento, un accidente colorido que solo puede reinar en los márgenes. Estos son algunos de los juicios con los que el filósofo italiano Emanuele Coccia arranca el prólogo de su influyente libro La vida de las plantas: una metafísica de la mixtura, donde propone que las plantas no son el “contenido” del jardín, sino los jardineros que producen posibilidades de vida, rechazando la tradición filosófica que las ignora como algo sin moral ni personalidad.
Coccia es prolífico: además de sus libros y clases de filosofía, da charlas sobre ropa, publicidad, sexo (de plantas y de humanos), estética; escribe sobre exhibiciones de arte —muchas— y abre su Instagram con una frase acerca de la elegancia como “una cuestión moral”. Ahora último está principalmente ocupado en escribir sobre arquitectura. Fue alumno del filósofo italiano Giorgio Agamben —con quien además coeditó una antología sobre ángeles en las tradiciones cristiana, judaica e islámica— y hoy hace clases en la École des Hautes Études en Sciences Sociales, pero su formación es poco convencional: los años de colegio secundario los pasó en una escuela agrícola, donde tuvo una educación técnica en botánica, química, entomología y jardines. Su interés en las plantas es más que el producto de esa experiencia; dice que por siglos la botánica se ha visto como inferior a otras disciplinas y que nos hemos acostumbrado a preguntar qué es la vida desde los animales, tal vez porque es más fácil identificarse con ellos. Ahora, durante las últimas décadas, la filosofía ha empezado a usar a las plantas como una empresa de comprensión, a interrogar desde ellas qué significa estar vivo y a plantear una idea diferente de la inteligencia, la sensibilidad y el conocimiento. La inteligencia existe en todos los seres vivos, no solo en los animales que han logrado (“decidido”, dice) desarrollar un cerebro.
Pero su trabajo hace escasa referencia a la creciente literatura de este “retorno a las plantas” en la filosofía, desde Michael Marder y sus libros Plant Thinking y The Philosopher’s Plant, hasta Plants as Persons de Matthew Hall, o el popular How Forests Think de Eduardo Kohn. Los textos de Coccia celebran otra tradición, la de los estudios botánicos de Agnes Arber, Francis Hallé, Karl Niklas y Natasha Myers; admiran la “obra maestra” de Anna Lowenhaupt Tsing llamada The Mushroom at the End of the World: On the Possibility of Life in Capitalist Ruins (centrado, de hecho, en un hongo). Asimismo, son libros que declaran su deuda con una serie de textos que circulan en ámbitos académicos estrechos y periódicos de biología, educación y ecología feminista. Esta fiesta de referencias a menudo retorna al trabajo de Lynn Margulis, la conocida bióloga americana que usó el concepto de simbiosis para hablar de una posible solidaridad y colaboración entre microorganismos, en contraste con la narrativa de la permanente hostilidad del reino animal. Para Coccia, las plantas son los seres que más cooperan, ya que no tienen que matar a otros para sobrevivir; pueden subsistir con CO2, agua y energía del sol. “Una planta no es competitiva, no necesita depredar para vivir. Este mecanismo de generosidad define a las plantas mucho más que a los animales”.
La deuda de Coccia con Lynn Margulis está en uno de los argumentos fundamentales de La vida de las plantas, hasta ahora el libro esencial de su obra. Lo que llamamos “atmósfera” no preexiste ni está separado, sino que se define como la constante producción de vida. En esa vida el concepto maestro es el de inmersión, una interpenetración total entre el sujeto y el ambiente que, según Coccia, es algo sencillo de entender si pensamos, por ejemplo, en la experiencia que tenemos al escuchar música. El mundo lo concibe no como una serie de objetos, sino como flujos variados que nos penetran y que nosotros también penetramos. Lo que llamamos “vida” es el intercambio recíproco entre los seres vivos y su ambiente, una proyección mutua. Aunque su libro usa el lenguaje de la biología, Coccia arroja términos como “habitación”, “contenido”, “espacio” y “diseño” para describir esa inmersión y lo que llama “el arte de la mixtura”.
Para repensar la casa necesitamos una nueva educación sentimental, entender mejor los afectos y nuestra existencia con otros y después diseñar la habitación y la ciudad basadas en ese entendimiento. Para él, la pandemia nos ha demostrado que vivir solos es una estupidez gigante; ese estar solos es también la razón de por qué la vida en la ciudad —jugar fútbol en la plaza, hacer pícnic en jardines públicos— cada día se tolera menos.
Algunas de estas ideas también se encuentran, con un énfasis diferente, en el libro más reciente de Coccia: Métamorphoses, publicado en francés por Rivages. Partiendo desde el ejemplo que nos resulta más familiar —una oruga que se transforma en mariposa, dos cuerpos que en realidad tienen poco en común (uno se pasa su existencia comiendo, el otro apareándose; uno vive en la tierra y el otro en el aire)—, Coccia argumenta que la vida no puede ser reducida a una identidad delimitada por un contexto. La vida que nos anima ha animado antes a otras. Existe una continuidad entre distintas formas de ser (bacteria, virus, hongos, plantas, animales); la vida es simplemente este constante adoptar distintos cuerpos para existir de varios modos que siempre se siguen creando.
Los trazos de pensamiento feminista son evidentes en este argumento, que propone la colaboración y el cuidado como los aspectos fundamentales de nuestra existencia. En una entrevista reciente con la revista de arquitectura Domus, Coccia recurre a estas ideas feministas para pensar la casa como el espacio donde vivimos en esta inmersión de afectos y de objetos. Según él, la casa, como la habitamos hoy, es un espacio obsoleto, definido por una moral burguesa del siglo XIX que, al estar basada en el matrimonio y su espacio individual, ve como patriarcal y violenta; el padre, la madre, los hijos… una forma de vida que ahora es mucho más compleja que eso. La casa es nuestra inversión en un pequeño pedazo del mundo donde se supone que vamos a encontrar la felicidad. Para repensar la casa necesitamos una nueva educación sentimental, entender mejor los afectos y nuestra existencia con otros y después diseñar la habitación y la ciudad basadas en ese entendimiento. Para él, la pandemia nos ha demostrado que vivir solos es una estupidez gigante; ese estar solos es también la razón de por qué la vida en la ciudad —jugar fútbol en la plaza, hacer pícnic en jardines públicos— cada día se tolera menos: “La ciudad es el lugar del progreso, de la humanidad, la civilización; y luego están los bosques, etcétera. Y eso es algo muy peligroso, porque el bosque, que viene del latín foris y que significa ‘al exterior de’, entonces se convierte en una especie de campo de refugiados no humanos. Lo que hay que hacer es construir ciudades más allá de la oposición entre el mineral, la piedra y la naturaleza, entre el hombre y la naturaleza. Y en este sentido, la comunicación entre distintas formas de vida puede ser más normal de lo que es hoy en día”.
La pregunta fundamental pospandemia, dice Coccia, es por qué vivimos tan lejos de nuestros amigos: “En esta pandemia nos hemos dado cuenta de que nuestras casas se construyeron siguiendo un modelo antiguo de privacidad familiar y en donde no cabía, por ejemplo, la amistad. Por eso muchas personas han pasado el confinamiento a solas. Y por eso tenemos que rediseñar las casas, no en el sentido de que sean de otra forma arquitectónica, sino que tenemos que repensar nuestros modelos de cohabitación. Tenemos que implementar cómo podemos vivir cerca de nuestros amigos. Eso es lo que tiene que cambiar”.
El sentido tradicional de “preservar” la naturaleza (o las ciudades) no es parte del proyecto filosófico de Coccia. Al rechazar la contención de las plantas en lugares encerrados dentro de una ciudad, como los museos de ciencia, botánica o historia natural, rechaza también la idea de que la naturaleza es algo allá afuera, separado de nosotros y que hay que ir a mirar al campo. La naturaleza no se “guarda” ni congela en el momento en que la miramos; está siempre haciéndose a sí misma. Tampoco hay una “casa” en lo natural (en una reciente entrevista con la revista ARQ hizo una crítica a la idea de la ecología de que cada especie tiene su lugar, “predicando una cuarentena de por vida para cada espacio viviente”). El mundo es el espacio donde seres humanos y no humanos se juntan para crear formas que todavía no existen y las ciudades son espacios ocupados por una multiplicidad de especies. Las plantas son su propia vanguardia, los agentes que producen e imaginan la vida y sus posibilidades de existencia.
Fue una guerra, una guerra de ocupación durante la segunda mitad del siglo XIX, pero la llamamos “pacificación”. Desde entonces la Araucanía es territorio chileno y el conflicto sigue. Podríamos decir que hay ahí un uso mañoso, deshonesto de la palabra paz. O podemos pensar (pensar no es nunca justificar), preguntarnos por la relación entre guerra y paz, violencia y ley, caos y orden, locura y razón. Justamente en La guerra y la paz, uno de los personajes de Tolstoi dice: “Para mí, la paz universal es posible, pero…, no sé cómo decirlo…, pero esto no traerá nunca el equilibrio político”.
Guerra y paz pueden ser expresiones literales, y también conceptos para intentar comprender los inasibles y equívocos asuntos humanos: desde una ocupación militar a nuestra conciencia llena de inconciencia, diría Freud. En esos embrollos reales y conceptuales se mete la filósofa Aïcha Liviana Messina, directora del Instituto de Filosofía de la Universidad Diego Portales, en su libro más reciente: La anarquía de la paz. Es un ensayo sobre Emmanuel Levinas y la filosofía política que, desde el título, plantea una paradoja; porque, ¿quién piensa en anarquía, y no, por ejemplo, en calma cuando le dicen paz?
Lo hace Levinas y con él, Messina. Ella, al plantearle ese aparente contrasentido, dice: “Es una invitación a entender de otra manera nuestra realidad; por ende, a relacionarnos de otra manera con ella. Tradicionalmente, la paz es pensada como orden y la guerra como caos. En esa configuración la paz es pensada en un sentido policial, requiere de los guardianes de la paz, es decir, las fuerzas del orden. Guerra y paz se confunden. La paz es una forma de la guerra; se consigue solo a través de la guerra”.
¿Eso significa que todo es violencia? Significa que la violencia es originaria: es constitutiva de nuestro ser y de nuestra realidad. Le da forma y su forma es expansiva. Para Levinas la paz es un desajuste, una tensión. Es algo que cuestiona el ser, pero no que lo sustituye. La paz pensada en términos de “anarquía” cuestiona el orden, el origen, pero no remite a otro orden u origen. La paz es una desestabilización vivida al interior de nuestra violencia originaria… originaria e ineludible.
Lo que me ha parecido notable con la propuesta de redactar una nueva Constitución, es que el mayor asunto político estaba y está relacionado con quiénes iban a participar de este proceso. El problema no es entonces una Constitución que gira alrededor de una idea, la idea de derechos humanos o de república o de trabajo. La pelea política se concentró sobre quiénes iban a redactar la Constitución, sobre el tema de la paridad, los escaños reservados, los pueblos originarios.
¿Se puede salir de la violencia? Lo importante no es salir de la violencia, pues es imposible, sería salir del ser, es decir, abstraerse de la realidad, considerarse un cuerpo sin extensión, quizás un ángel. Lo importante es cuestionar las violencias que nos constituyen. El horror de la guerra es justamente que uno ya no ve la violencia que se ejerce, es tan inmanente que se legitima e incluso se blanquea. La jerarquía militar, si lo pensamos, es extremadamente ordenada, incluso moral. Lo mismo vale para la militancia política. La “anarquía de la paz” es el acontecimiento de un desorden dentro de ese orden. Solamente este imperceptible desorden hace que antes de ejecutar una orden o una sentencia, pensemos. La paz, “la anarquía de la paz”, este desajuste, esto que Levinas llama la sorpresa del encuentro, es lo que nos permite cuestionarnos dentro de nuestras violencias. De alguna manera, es el choque que abre al pensamiento. Levinas lo llama también “traumatismo del pensamiento”.
Hay una frase que se ha repetido desde el 18 de octubre de 2019: “Hay que condenar la violencia venga de donde venga”. Sumemos a eso que el acuerdo político que abrió el proceso constituyente es también un “acuerdo por la paz”. Yo no creo que haya que condenar la violencia “venga de donde venga”. Me parece una posición que no puede ir mucho más lejos que el principio que enuncia. Y, por otro lado, pienso, los discursos que justifican la violencia según los fines siguen siendo discursos incapaces de pensar la violencia, pues se remiten a esos fines, nunca a la violencia en sí. Creo que las dos posiciones terminan siendo violentas. La primera se preserva en la abstracción del principio; la segunda, en la justificación que ve en el fin, y que también es una abstracción. Ninguna de las dos encara la violencia, nuestra violencia.
O sea, más allá de justificar o condenar la violencia, hay que pensarla. Respecto a la violencia política, me parece, una tarea es justamente tratar de pensarla por sí misma. Podemos pensar, por ejemplo, en cierta violencia que hubo en el llamado mayo feminista. Una de estas violencias estaba en los cuerpos. La desnudez, en ciertos contextos, es violenta. Hay reglas que definen hasta qué punto podemos desvestirnos (la violencia se define siempre en relación con un marco legal, en la naturaleza no hay violencia, hay fuerza). Pero en una manifestación, en una marcha, el modo en el que se presenta un cuerpo es un fin en sí mismo. Es una violencia que ya produce un cambio en la mirada, en la relación sujeto-objeto, en la historia de los cuerpos, en su representación, en su manera de constituirse como objeto del deseo, sujeto político, etcétera. En este caso, entonces, la violencia no se mide de acuerdo con un fin, no es un mero medio, opera aquí y ahora una transformación. Me parece que políticamente es realmente muy impresionante, y valiente. Pues ahí uno no se esconde detrás del discurso de los fines. Esto de pensar la violencia hic e nunc, aquí y ahora, pensar la violencia como fenómeno y no como medio, es un ejercicio filosófico exigente. No lo tengo aún del todo claro.
Hay algo revolucionario en la filosofía, pero en el silencio que deja entre nosotros y nosotras. En el silencio que deja en el mundo, cambia el modo de pensar, de desear, de relacionarnos, de vivir el tiempo, entonces de vivir la vejez y la juventud. Esto es lo formidable de la filosofía. Es una contradicción viva y mortal.
¿Puede entenderse el proceso constitucional chileno —en todo lo que tiene de hablar, de disputar, de entenderse y malentenderse, en todo lo que tiene de esperanzador e incierto, incluso en lo que tiene de lugar y momento para oír voces y ver rostros que no se habían oído ni visto en los asuntos públicos—, puede entenderse, digo, como esa paz de la que habla Levinas, incluso como un asunto ético y no solo político? La pregunta ya indica que el “acuerdo por la paz” nos enfrenta al problema de “quién” firmaría el acuerdo. La paz se simboliza a través de un apretón de manos. Lo que me ha parecido notable con la propuesta de redactar una nueva Constitución, es que el mayor asunto político estaba y está relacionado con quiénes iban a participar de este proceso. El problema no es entonces una Constitución que gira alrededor de una idea, la idea de derechos humanos o de república o de trabajo. La pelea política se concentró sobre quiénes iban a redactar la Constitución, sobre el tema de la paridad, los escaños reservados, los pueblos originarios. Nos es menor. Todo el asunto, obviamente, es que este “quién” no se repliegue en una dimensión identitaria, que el “quién” sea también pregunta y no solo respuesta; y que esta pregunta por el “quién” nos permita volver a preguntarnos por nuestras historias, que no son nunca fijas: somos maneras de contar la historia.
¿Y hay algo de la “anarquía de la paz” en eso? Quizás sí se pueda pensar en la paz en su dimensión anárquica, en el sentido de que si se abre la pregunta por quiénes somos, no tenemos categorías tan fijas para leer la historia, no estamos tan cómodamente ordenados en un relato, estamos suspendidos… Eso es la “ética” en Levinas: no es un orden, una configuración política, no es una moral, un deber ser; la ética es un estar en cuestión sin amparo, sin certezas.
A propósito de ética: la pandemia nos ha enfrentado a decisiones sobre vida y muerte, libertades y restricciones; otro tanto ocurre con la emergencia climática, con la tecnología y, bueno, también con las elecciones presidenciales en Chile, donde, como dijiste en una columna en The Clinic, “votar, no votar, votar en blanco, no es un voto más; es una palabra, una decisión, una relación, y por cierto pesará”. ¿Qué lugar le cabe a la filosofía en los asuntos públicos? ¿La distancia o el compromiso? El intelectual público que más me interesa es Sócrates. Habla para no decir nada, suspende toda posición, pero no tiene un juicio de valor; y, sin embargo, no deja nada intacto, tanto que al final lo condenan a muerte. Y en su juicio ironiza también su condena al afirmar que no le puede temer a la muerte, puesto que no sabe lo que es… Lo interesante es que Sócrates es a la vez distante y comprometido: donde cuestiona se abstrae, donde se abstrae lo condenan. ¿Por qué? Porque produce en el mundo, lleno de nuestros saberes y juicios de valor, una rarefacción que no deja nada intacto. Hay algo revolucionario en la filosofía, pero en el silencio que deja entre nosotros y nosotras. En el silencio que deja en el mundo, cambia el modo de pensar, de desear, de relacionarnos, de vivir el tiempo, entonces de vivir la vejez y la juventud. Esto es lo formidable de la filosofía. Es una contradicción viva y mortal.
¿Dirías que la filosofía en Chile ha cumplido con su rol público o mundano? Lo que me parece interesante es que los que cumplen este rol no son necesariamente formados en filosofía, en su sentido disciplinar. Pienso, por ejemplo, en la escritura y en la palabra pública de Constanza Michelson. Cuando la leí por primera vez, vi un pensamiento que no se deja atrapar, pero que se expone, se exhibe. Es algo violento, como una acción política que trabaja desde los cuerpos. Pero es también algo solitario, que no tiene amparo, o no tanto amparo. Es notable que existan voces y escrituras así. No solamente en Chile. En cualquier parte del mundo leer en la prensa un pensamiento que resiste el dogmatismo es feliz y prometedor. Pero obviamente no es algo que se puede instalar. Lo que se instala en la prensa es lo instalable.
La anarquía de la paz, Aïcha Liviana Messina (traducción del francés: Luis Felipe Alarcón), Ediciones UDP, 2021, 251 páginas, $25.000.
En un curioso opúsculo publicado en 1959, La voz de la poesía en la conversación de la humanidad, el filósofo conservador británico Michael Oakeshott se pregunta por el futuro de esa actividad tan fundamentalmente humana como es sentarnos a conversar. No dialogar o negociar, sino simplemente “intercambiar experiencias”, sin apremio por llegar a ninguna parte, solo por el gusto de hacerlo. Para Oakeshott, la verdadera conversación de la humanidad es amplia y carece de fin: no es un quehacer meramente instrumental ni tiene un desenlace definido, pero de alguna forma le da continuidad a nuestra especie, porque es el lugar donde los distintos modos de la experiencia humana se encuentran.
¿O solían hacerlo?
Ya en ese entonces, Oakeshott mira con inquietud cómo la ciencia y la política se han ido tomando gradualmente la palabra, y monopolizan los debates públicos. La conversación parece haberse reducido a dos modos aceptables de hablar —dos formas autorizadas de comprender nuestra experiencia— que conversan entre sí, marginando o ignorando otras voces, como la de la poesía. Y al aceptar únicamente como válidos ciertos modos de experimentar el mundo, la humanidad ve reducida su capacidad de entenderse a sí misma.
El coloquio que describe Oakeshott es por supuesto una alegoría, una “imagen” (como el autor denomina el aporte específico que hace la poesía a la conversación humana), pero no está alejado de la realidad. Hoy en día no nos llamaría la atención —ni nos parecería poco razonable— la ausencia de poetas, por ejemplo, en un panel sobre cambio climático o en la Convención Constituyente. Mal que mal, se trata de instancias de discusión especializada, y los poetas, cuya práctica parece concentrarse en el lenguaje en general, son especialistas en nada.
La noción de que la poesía no tiene nada sustancial que ofrecer a la conversación —solo imágenes— es por cierto mucho más vieja que la ciencia misma. Para Platón, uno de sus más famosos exponentes, los poetas son meros traficantes de ilusiones y no solo “no aportan”: corrompen además nuestro entendimiento, porque hablan por hablar, no para decirnos algo útil o verdadero. Por ello, dice el filósofo, deben ser excluidos de la comunidad. Pero tan antigua como este prejuicio es la defensa de la poesía, la reivindicación —generalmente más retórica que empírica— de alguna función social para ella, ya sea terapéutica, recreativa o meramente decorativa. Aunque quizás su modesta contribución sea acostumbrarnos a que nos fijemos un momento en las palabras que usamos, incluso cuando hacemos ciencia.
Ahora bien, que la poesía asegure eventualmente un simbólico puesto en la mesa no significa que su voz sea tomada en cuenta. Así, en la definición de estrategias para enfrentar la pandemia que nos aflige desde el año pasado, no solo se ha insistido en que hay que dejar hablar a la ciencia (para que esta informe a la política), sino también en que es necesario silenciar cualquier otra práctica o disciplina no-científica. Lo último alude en general a discursos pseudocientíficos y teorías conspirativas que prosperan en redes sociales, pero también, por si las dudas, puede referirse a las artes, la filosofía, las humanidades, las ciencias sociales, las religiones. En un extremo caricaturesco, esta actitud se traduce en exigir que cualquier aseveración pública requiera ser avalada por papers publicados en revistas académicas serias. Como si la autoridad para afirmar algo solo pudiera provenir del experimento científico, no de la reflexión, la creación, la contemplación o simplemente la experiencia personal.
Una ciencia que jamás se deja interrogar, contradecir o criticar desde fuera, difícilmente va a producir nuevo conocimiento: solo se dedicará a reproducir su propio campo discursivo. Y es justo en esto —en cómo forma su discurso, cómo interpreta y comunica los resultados de sus investigaciones— donde las ciencias más pueden beneficiarse de prestarle oídos a quienes trabajan íntimamente con el lenguaje.
A finales de marzo del 2020, la ciencia aún no tenía mucho que decir sobre el covid-19, más allá de proyectar curvas de contagios o muertes y de especular sobre la forma en que actúa el virus en el cuerpo humano. En ese contexto, causó cierta polémica el filósofo italiano Giorgio Agamben: su desprecio inicial de la gravedad de los síntomas de contagio (“una gripe fuerte”, dijo) “canceló” para muchos sus comentarios posteriores —a mi juicio, muy atendibles— sobre las inquietantes consecuencias del confinamiento y el distanciamiento social forzado en nuestra convivencia. Cuando no fue acusado de exageración o paranoia, su cuestionamiento del “despotismo técnico-médico” en la toma de decisiones fue recibido con nuevos emplazamientos a fundarse en la ciencia antes de intervenir en la discusión.
Más allá de que el punto de Agamben es que no podemos separar, así como así, ciencia de política, cabe preguntarse: ¿para qué querríamos leer a un filósofo atenerse al discurso científico en vez de filosofar? ¿Y no sería buena idea que la política también escuchara a la filosofía? ¿O a la poesía? Porque tan importante como adoptar medidas sanitarias adecuadas debiera ser comprender el lugar del virus en el pensamiento, el lenguaje y la imaginación. Como en los versos de Emily Dickinson a propósito de la malaria: “La frase engendra la infección / inhalamos desesperanza”.
Yo comencé recién a tomarme en serio la pandemia luego de leer un ensayo que otra poeta estadounidense, Anne Boyer, publicó en su blog por esa misma época. Boyer concibe la práctica poética como una investigación, indisociable de la política y basada en el “hacer” (un significado de poiesis), una manera de responderle al mundo, no necesariamente en forma verbal. En este caso la respuesta que propone la autora es ponerse a confeccionar mascarillas caseras, con los materiales e implementos que se tengan a mano: diseñarlas, fabricarlas, regalarlas o venderlas, promover su uso. Actuar según una ética del cuidado de sí mismo y del otro, no de la alarma y la reclusión que se impulsaban, en ese entonces, por casi todos los medios.
Para bien o para mal, este texto no tuvo una resonancia como la de Agamben, aunque también nadaba a contracorriente: las autoridades de salud todavía consideraban la mascarilla algo opcional, ya que había serias dudas sobre su eficacia para protegernos, y el consenso científico era que el virus se transmitía al tocar superficies infectadas, no por el aire. Pero Boyer no se basaba en estudios, sino en su experiencia particular de padecer un agresivo cáncer y la indagación en su obra literaria de las formas en que concebimos la enfermedad (notablemente en Desmorir, obra ganadora del premio Pulitzer de No-Ficción en 2020). Entremedio, deslizaba una crítica a la ausencia de preparación de EE.UU. para enfrentar una pandemia —por lo demás, reiteradamente anunciada—, sobre todo en cuanto a la escasez de equipos de protección personal. ¿Era posible que el discurso oficial que desestimaba el uso de mascarillas simplemente buscara cubrir esta imperdonable falencia?
Hablar por turnos, escucharse, no interrumpir: nos haría bien tomarse en serio para la conversación de la humanidad lo que juramos enseñarles a los niños más pequeños en la educación preescolar. Colaborar entre distintos modos de experiencia en vez de imponer límites y vetos entre ellos. ¿Qué tipo de conocimiento saldría de una instancia semejante?
Preguntas como la anterior, que evidencian la imbricación entre política y ciencia, generan airadas reacciones en algunos voceros de la comunidad científica, golpes en la mesa: sea porque ponen en cuestión la supuesta neutralidad de esta última, sea porque parecen ignorar sus demostrables avances en la promoción del bienestar humano, sea porque apuntalan de este modo nefastas posturas irracionalistas. Por ahí al menos van las réplicas que divulgadores como Steven Pinker o Richard Dawkins hacen a cualquier intento de situar el quehacer científico en su contexto político e ideológico, su relación institucionalizada con el poder. Ello va en contra de una noción positivista de ciencia, según la cual esta investiga en forma racional y objetiva, fuera de consideraciones morales, para verificar leyes naturales de aplicación universal, establecer certezas o verdades basadas en evidencia. Y todo esto es justamente lo que le asegura la voz cantante en la conversación humana.
A mi entender, esta última noción tiene poco que ver con muchas prácticas o teorías científicas actuales —desde la física cuántica, pasando por los estudios climáticos, hasta la etnografía—, pero es la que se defiende públicamente todavía, mientras en laboratorios o en terreno se trabaja con la incertidumbre, el caos, los dilemas éticos. Sin contar, desde luego, que la investigación se produce dentro de instituciones concretas, cuyo funcionamiento no se rige por la ciencia pura y desinteresada. Me atrevo a decir que esta manera anticuada de entender lo científico también informa discursos como el antivacunas —que basa “sus propias verdades” en supuesta evidencia alternativa— o incluso la teoría económica clásica (aún vigente en el pensamiento financiero), tan impermeable a las interpelaciones desde otras disciplinas, si no desde la realidad misma.
Una ciencia que jamás se deja interrogar, contradecir o criticar desde fuera, difícilmente va a producir nuevo conocimiento: solo se dedicará a reproducir su propio campo discursivo. Y es justo en esto —en cómo forma su discurso, cómo interpreta y comunica los resultados de sus investigaciones— donde las ciencias más pueden beneficiarse de prestarle oídos a quienes trabajan íntimamente con el lenguaje. De este modo lo entendía la microbióloga Lynn Margulis, quien decía que Emily Dickinson “le hablaba todo el tiempo” y la ayudaba a entender “los ciclos y misterios del mundo natural, la sensación corporal, el significado de símbolos”. No es difícil entender por qué una poética que se ocupa de lo pequeño y concibe la naturaleza como una frágil armonía, podría interesar a alguien que estudia la simbiosis entre bacterias; tampoco cómo este objeto de estudio la llevaría a poner en duda que “la supervivencia del más fuerte” sea un principio natural, algo que dan por sentado los entusiastas del libre mercado. Así, el trabajo de Margulis cuestiona que la competencia entre especies sea el único motor evolutivo —la colaboración resulta de hecho mucho más provechosa para sobrevivir— y también refuta que la evolución sea un tortuoso proceso histórico de mejoramiento de la humanidad que culmina en el hombre blanco liberal, como parece sugerir el neodarwinismo al que ella, como evolucionista convencida, consistentemente se opuso.
Hablar por turnos, escucharse, no interrumpir: nos haría bien tomarse en serio para la conversación de la humanidad lo que juramos enseñarles a los niños más pequeños en la educación preescolar. Colaborar entre distintos modos de experiencia en vez de imponer límites y vetos entre ellos. ¿Qué tipo de conocimiento saldría de una instancia semejante? Un solo ejemplo: en Gathering moss (Juntando musgo), publicado en 2003, la eminente bryóloga Robin Wall Kimmerer pone a charlar su trabajo investigativo con la sabiduría ancestral de su cultura potawatomi y asume su linaje de narradora tradicional, para crear una obra que es a la vez rigurosa monografía científica sobre el musgo y autobiografía poética, atravesada por una profunda reflexión epistemológica: “Aprender a ver el musgo es más parecido a escuchar que mirar. Una ojeada rápida no basta. Comenzar a oír una voz lejana o captar un matiz en el subtexto silencioso de una conversación requiere atención, filtrar el ruido, percibir la música”. Y es de este modo como esclarecemos el complejo tejido del mundo: con apertura y paciencia, dejando entretejerse las distintas historias que nos contamos alrededor de una fogata imaginaria.
Imagen de portada: la bryologa Robin Wall Kimmerer, autora de Gathering moss (Juntando musgo).
Apenas iniciada la pandemia, ya teníamos conciencia de que se estaba gestando una transformación acaso radical en la forma de ocupar el planeta.
Aquí, en la isla, los largos amaneceres naranja en pleno invierno ilustran la profundidad de estos cambios. Como ciertas flores que se abren turgentes con lujuriosos colores, pero de las que sabemos que envenenan; así, esta quietud y belleza estacionada en un presente perpetuo, está preñada de males.
Se trata del fracaso de ciertos modos de vivir que engañaban con su brillo, con sus cantos seductores y sus promesas de placer constante, como si no fuéramos finitos. Como si no viviéramos en un espacio limitado.
Lo primero, parece decirnos el universo, es replegarse a los interiores. Dejar el torbellino del consumo y mirar hacia adentro y hacia atrás, donde están las fuentes de agua viva desde las que podemos beber para encauzar movimientos y recuperación de significados. Hilos conductores que nos llaman a pensar en quiénes somos y cómo queremos vivir. No se trata de conservar los objetos, las lanchas veleras, las formas de mariscar. Pero sí se trata de sentir respeto otra vez por los canales, dejar hablar a los viejos navegantes que hay en cada uno de nosotros; ser capaces de entablar tratos con la tierra y el mar para alimentarnos. Recuperar la celebración como el eje central de nuestro estar en el mundo. Volver al respeto por la propiedad comunitaria y defender bienes esenciales como el agua, el mar, que no pertenezcan a privados. Resguardar el medio ambiente, que no es una escenografía sino un espacio cargado de sentido para una cultura antigua y sabia.
Vivir en un archipiélago ha tenido el doble filo del abandono y el privilegio: junto a la larga historia de marginación desde los gobiernos, hemos tenido la posibilidad de habitar nuestro territorio más ligados a las mareas, a los tiempos y ciclos de la naturaleza; por eso sabemos que el curso de los ríos interiores es tan importante como los de fuera. Se va secando el interno cuando el agua ya no corre o se adelgaza en el lecho la pobre agua que nos queda. Nos secamos en un paisaje que era pura humedad.
Errar es la aventura que hacían los hombres. El afuera siempre distancia, despedidas, incertidumbre, abandono, fulgores fatuos. Me pregunto si este desplazamiento —repliegue— a los interiores no me recuerda como acción atávica ese ancestro de las mujeres que se quedaban a cargo del mundo doméstico cuando los hombres no estaban. Tal vez se trata de que todos, sin distinción de género, volvamos a ese centro femenino que se ocupaba de las labores mínimas y de las narraciones que formaron nuestro imaginario.
Y te será como una señal sobre tu mano, un memorial sobre tus ojos
Ahora que el fracaso de las grandes urbes, sus enormes dimensiones y males asociados, han agobiado a los habitantes, muchos miran el sur como destino. Es natural, condenados a la falta de agua, a transitar espacios congestionados por vehículos, a la contaminación del aire, han debido escalar al cielo con edificios para paliar las necesidades de vivienda. Viviendo —es una forma de decir— familias en pequeños cubículos, deben trabajar una buena parte de su tiempo para pagar por esa forma de vida tan triste y poco humana, irse, migrar, salir de donde uno está se convierte en un sueño que está traspasando todo tipo de fronteras.
Vivir en un archipiélago ha tenido el doble filo del abandono y el privilegio: junto a la larga historia de marginación desde los gobiernos, hemos tenido la posibilidad de habitar nuestro territorio más ligados a las mareas, a los tiempos y ciclos de la naturaleza; por eso sabemos que el curso de los ríos interiores es tan importante como los de fuera.
Y vuelven los ojos hacia esta tierra prometida, donde la belleza y la abundancia se cruzan con relatos misteriosos, con las palabras cargadas de significados.
No es un movimiento nuevo, en la década de los tremendos 80, cuando la mayoría de los ciudadanos apenas nos atrevíamos a soñar y luchar por un país distinto, teníamos en Chiloé a un obispo que entendía el trabajo pastoral como un manto amplio bajo el cual podían cobijarse todas las actividades y las vicisitudes de lo humano. En el tiempo en que don Juan Luis Isern estuvo coronando la Iglesia Católica, propuso una intensa y profunda reflexión acerca de los contenidos de nuestra cultura identitaria y de las formas en que podíamos conservar un modo de ver el mundo sin entregarnos a la cultura dominante que ya se veía venir con su aplastante fuerza narrativa, económica, política. Fuimos advertidos de cómo la pérdida de nuestros valores culturales iba a arrastrarnos hacia la enajenación y la manipulación que han terminado por vencer o que está a las puertas de hacerlo. La imagen del puente sobre el Canal de Chacao está poderosamente anclada, mostrando cómo los intereses foráneos se imponen sin considerar nuestras verdaderas necesidades y aspiraciones; además, se instalan con el beneplácito de una parte de los isleños que ya han sido conquistados por los voladores de luces de un aparente progreso.
Chiloé se ha convertido en una imagen, copia de sí misma, una postal que muestra la visión despiadada de nuestro territorio como un simple espacio de representación, un decorado para la instalación de miradas ajenas, que traen aquellos que saben captar con ojo de negocio o de soñador espurio aquello que atrae a los turistas. Cuando uno pasa por los bordes costeros de Castro, por ejemplo, se pueden apreciar a simple vista cómo se han desplazado los habitantes originarios de los palafitos para dar lugar a edificaciones que simulan una cultura, que ocupan el armazón de las construcciones para poner en acción nuevas formas, una estética que evidencia la presencia siempre avasallante de los recursos económicos. “Los ricos siempre encuentran cómo apropiarse de lo bonito”, escuché decir a una señora mayor.
Estamos en presencia de una nueva —otra— colonización de la cultura local. Y debo decir que no creo que haya que conservar a toda costa cada signo tradicional, más bien creo en la necesidad de detenernos a pensar cómo queremos vivir, cómo queremos hacer comunidad en un espacio cuya fragilidad ha quedado expuesta en muchas formas.
Algunos vienen a ocupar el espacio y repiten actitudes que hicieron inhóspitas las ciudades: vehículos ruidosos y enormes entran en las playas; hay tacos en cada ingreso a ciudades y pueblos. Nada más como ejemplo: Duhatao es una playa hermosa cerca de Ancud, ahí se hacían paseos de curso, campamentos, paseos familiares al borde de un río que desemboca en el océano Pacífico. Pues no hace mucho, alguien compró un terreno en un alto y cerró el camino hacia la playa con el argumento de que él invertía para mantenerlo. Prohibió el acceso y nos recuerda esos primeros años de las concesiones marítimas, cuando empezaron los canales a tener dueños y muchos pescadores o mariscadores se vieron acusados de “robar” por realizar labores que son ancestrales.
No es novedad, entonces, que Chiloé sea un lugar de deseo. Lo distinto en este tiempo, es la masividad. Hace mucho ya que las tierras de Chiloé están en venta. Los pequeños propietarios que sostenían una economía de cultivos agrarios, complementados con la pesca y mariscadas, no se ve más. En las islas no hay jóvenes que mantengan los campos, la mayoría se ha ido a las ciudades a trabajar en las empresas salmoneras o conservadoras de mariscos. Se han convertido en exiliados económicos, han vendido su propia tierra, sin entender bien cómo llegaron a ser cuidadores de terrenos que eran suyos.
Los numerosos proyectos inmobiliarios que ofrecen parcelas en cada sector rural, en cada isla chilota, son una amenaza más grave que todos los embates depredadores que sufrimos antes. Como el juego de dominó, el pequeño letrero ofreciendo un campo, ha desatado una presión sobre el suelo y con ello, las consecuencias directas: para construir hay que talar árboles (“limpiar”), con ello se destruye el bosque, eso genera mayor erosión en los suelos, se pierde capacidad de retención del agua. Se altera el hábitat de muchas especies que ya no se recuperarán. Su desaparición nos hace más pobres y con los cambios globales, también se reducen las lluvias. Las modificaciones son irreparables, no solo se trata del paisaje natural sino de nuestra forma de habitar cultural, social, estética, espiritualmente. Un cambio total de identidad.
Sin olvidar que hay un sector de la población que quiere vivir según las pautas del progreso y siente que es un modo de sentirse parte del país, no puedo dejar de dolerme por la venta de las propiedades familiares; por el arribo de tantos que vienen a enriquecerse con nuestros recursos (incluyendo la belleza escénica); por la transformación de las relaciones personales, base de nuestra cultura comunitaria. Mientras se instalan en Chiloé tantos privilegiados que seguirán viajando sin problemas a atenderse en clínicas de Santiago o inaugurarán colegios para que estudien sus hijos, para el isleño seguirá vigente la falta de una salud digna, una buena educación, conexiones adecuadas. Este nuevo Chiloé, un espacio ocupado por quienes usan ciertos elementos de la materialidad despojándola de su alma, de aquello que está en la raíz.
Fotografías: Rodrigo Muñoz Carreño
La dignidad del Cabildo
“La princesa es una niñita que, en las procesiones y fiestas, es llevada en brazos, muy adornada de zarcillos, espejitos y otras zarandajas, y que marcha siempre junto a las andas de la imagen principal. Las princesas son aspirantes a supremas”, dice el texto de Vásquez de Acuña a propósito de la organización del Cabildo que los jesuitas establecieron en las islas del archipiélago. Hay varios cargos más y yo, que viví en una isla pequeña, pude comprobar que esas investiduras hacían sentir a los habitantes de las localidades como personajes importantes, sentían sus acciones provistas de alta dignidad: los dejaban al cuidado de las imágenes sagradas, de guardar la fe durante un año. La familia de las princesas juntaba sus recursos para las celebraciones y se sentía orgullosa de ofrecer abundancia dentro de su pobreza. Para el estudioso de Chiloé, Alberto Trivero, a espaldas de los curas, la princesa seguía bendiciendo corrales de pesca, como rememoración de la Antigua —ancestral— Pincoya. Más cerca de nuestros días, todavía en las celebraciones hay niñas que recitan poemas a la virgen; yo misma iba vestida de blanco con una corona de flores y mi padre llevaba una silla; en cada pausa, me subía allí y recitaba una estrofa. También me llevaban a otras islas.
La necesidad de lo numinoso que había en espíritu de los antiguos habitantes de Chiloé encontró cauce en estos rituales, les infundió majestad, grandeza-gloria-honor-esplendor autoridad-solemnidad-admiración-respeto, entre los suyos y hacia sí mismos. Tuve un tío fiscal, analfabeto, que tenía un traje oscuro y una Biblia, se paraba en el púlpito y recitaba pasajes de memoria. Era una autoridad en su sector, todos lo buscaban por consejo, guía no solo espiritual sino también en aspectos mundanos, como la siembra.
Pienso en la pérdida de sentido del rito y el sacrificio en que nuestra cultura está hoy. Pienso en esta orfandad y en cuán necesitados estamos de una épica. Navegando por canales infinitos, por mundos espejeados, me parece que todas las vidas son posibles, pero también, que necesitamos buscar un noble destino. Una vida que trascienda lo pedestre.
Majestad es la entereza en el aspecto, semblante y acción. Tiene la misma raíz de magisterio, por eso será que Gabriela Mistral hablaba de educar modelando, formando almas, seres enteros o íntegros.
En cambio, nuestros ojos ven en todas partes las huellas de un destino terminal, del fin de una historia. Basura acumulada en caminos vecinales, en las calles donde juegan los niños, en el borde del mar, en el mar mismo, en su íntimo engranaje de riqueza salina. Entonces, escasez de especies, musgo esponjado que se llevan por toneladas y con ellas nuestra agua futura.
Pero no basta con la parálisis del insistente diagnóstico. Sí, es verdad, la crisis tiene esa dimensión mayor, global, planetaria cuyos responsables son otros. Ellos ya están pensando cómo escapar de esta tierra devastada y compran viajes exploratorios hacia el firmamento.
Me interesa la participación en nuestra microhistoria, este vivir acotado, parcial, finito. Cómo cada uno de nosotros puede (y debe) vivir el breve tiempo, su pequeño lugar con la intensidad de una epopeya. “Idea de barrio, concentrar allí en esos pasos, una vida”, digo, citando a Giordano.
Cuando se ridiculiza a la provincia por su aparente sosería, pienso en que —como en cualquier lugar— el asunto es la hondura que logra un ser humano que puede reconocer las diferentes edades que transita en un día. Dar sentido a lo de territorio que supere lo geográfico.
Chiloé se ha convertido en una imagen, copia de sí misma, una postal que muestra la visión despiadada de nuestro territorio como un simple espacio de representación, un decorado para la instalación de miradas ajenas, que traen aquellos que saben captar con ojo de negocio o de soñador espurio aquello que atrae a los turistas.
Entonces, desde estos bordes ondulados, tenemos la oportunidad de revertir el aparente destino de otra zona de sacrificio y ofrecer nuestra lealtad a un paisaje y a una forma de vida. Fijar el ojo en aquello que nos señala: somos islas unidas por eso que las separa, el mar, y desde esa percepción de fragmento que somos, desde esa aspiración a completarnos, a un todo, mantenernos atentos para encontrar cada uno su lugar en la composición general. Y cada uno de nosotros. La acción individual es imprescindible en la transformación del fragmento de mundo que le toca.
Así como los antiguos se internaban en mares desconocidos mirando las estrellas, así podemos cartografiar otra vez nuestro territorio como gesto radical, reconociendo los cambios, dibujando los límites precisos que permitirán otra vida.
“La vida rural nunca me ha parecido miserable”, escuché decir a la poeta china Yu Xiuhua. Qué importante se vuelve mover el eje de los intereses, enfrentar la ferocidad del porvenir con los recursos que aún tenemos: a la falta de alimentos y agua, reconocer el poder de los cultivos y abonos que hicieron nuestros mayores. Cuando el ánimo anda pesimista, miro las fotografías de Sebastián Salgado, quien ha logrado reforestar hectáreas en su pueblo natal. No pretende cambiar el mundo de todos, pero aspira a cambiar el suyo y, en ese camino, ayuda a todos.
Como en las pequeñas islas donde el despoblamiento ha hecho que vuelvan aguas y bosques, así me imagino regresando al fuego de la conversación a gente humilde, dispuesta a escuchar el rumor del universo y bajar la cabeza frente a la inmensidad de lo que no comprende y a celebrar todo aquello que es simple y bueno. Los dones naturales que agradecen con fruición. No es solo la tranquila belleza de lo que está lejos. Cargado con la memoria ha ido sumando otras vidas, viajes, experiencias y se vuelve otro, uno es otro pero, de laguna manera, lo que se mira es verdadero, majestuoso.
Este soplo que somos, este breve punto de luz necesita brillar. Somos territorio acotado, temporalidad. Encontramos significación en nuestra vida buscando acciones épicas que nos representen. Durante años, a propósito de la escritura, tuve pegado en mi escritorio el breve relato “La sombra de la azucena”, sacado de La vida privada y pública de Sócrates:
“El viejo y cansado maestro estaba con miedo de que aquel penoso trabajo le impidiera terminar lo que reputaba la obra maestra de su vida: la sombra de una azucena. Sin embargo, continuó pintando sus diosas galantes hasta cubrir todos los muros y, en cambio, careció de fuerzas para dar forma a aquella sombra”.
Desde el panorama general, nuestros pequeños gestos parecen irrelevantes, pero no lo son. Es en la vida y el actuar de cada habitante donde se dignifica (o no) la vida de los suyos y, en suma, de todos. En este punto resuenan las palabras de Alejo Carpentier en El reino de este mundo:
“Pero la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es. En imponerse Tareas. En el Reino de los Cielos no hay grandeza que conquistar, puesto que allá todo es jerarquía establecida, incógnita despejada, existir sin término, imposibilidad de sacrificio, reposo y deleite. Por ello, agobiado de penas y de Tareas, hermoso dentro de su miseria, capaz de amar en medio de las plagas, el hombre solo puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de este Mundo”.
El antropólogo James Suzman, al inicio de su ensayo Trabajo: una historia de cómo ocupamos el tiempo, se acerca a la definición de trabajo desde una óptica más científica que desde la ética, y por lo mismo mucho menos cuestionable. Según Suzman, fue el matemático francés Gaspard-Gustave de Coriolis quien, a comienzos del siglo XIX, en los albores de la Revolución Industrial, introdujo el término trabajo en la ciencia moderna para describir, desde la física, la fuerza que era necesaria aplicar para mover un objeto desde el punto A hasta el punto B. Podría haber dicho Suzman, por cierto, que la palabra trabajo, de raíz latina, significó por largo tiempo tortura, pero al no hacerlo logra tener cierta ventaja estratégica: le permite pensar en el trabajo más como una institución moldeada por energías en vez de tener que vérselas directamente con los padecimientos del diario vivir laboral. Si los hombres son también “máquinas termodinámicas, al igual que las máquinas de vapor”, como lo define Suzman, no resulta tan extraño ver al trabajo como un gran tablero de fuerzas intercambiables.
Aunque el libro de Suzman toca con cierta homogeneidad casi todos los grandes dilemas actuales y pasados en torno al trabajo, son las grandes revoluciones energéticas las que establecen sus ejes reales. El descubrimiento del fuego hace más de 300 mil años; la transición a la agricultura y la domesticación de animales, hace 10 mil años, y el uso de combustibles fósiles en la Revolución Industrial prefiguraron gran parte del desarrollo cultural de las labores. Y si bien esta tesis no pretende ser novedosa, la fijación por los hallazgos arqueológicos y antropológicos recientes hace que Trabajo le agregue ciertos matices. En parte, esto se debe a la formación de Suzman, quien se ha dedicado a estudiar al pueblo ju/’hoan, un grupo de cazadores-recolectores que habitan al norte del desierto de Kalahari, en la frontera entre Namibia y Angola, y que se convirtió desde los años 60 en objeto de estudio para determinar las dinámicas del nomadismo. Los ju/’hoansis (despojados ahora de sus antiguas tierras, relegados a zonas de asentamiento en Namibia) trabajaban 15 horas a la semana y conseguían su alimento mediante la “caza de persistencia”, en que el cazador persigue a su presa “sin descanso, sin darle ninguna oportunidad de descansar, hasta que con el tiempo el animal, deshidratado y con delirios, se quedaba inmóvil, e invita al cazador a quitarle la vida”. El resto del tiempo vivían satisfechos, sin aparentes preocupaciones, y se dedicaban al ocio. Sugiere Suzman que así pudieron ser los pueblos previos al sedentarismo y el advenimiento de la agricultura: vivían bajo un “feroz igualitarismo”, en el que las nociones de esfuerzo, acumulación e interés carecían de sentido.
Pero la revolución agrícola, continúa el autor, permitió el crecimiento de la población humana y “transformó fundamentalmente la forma en que las personas interactuaban con el mundo: cómo pensaban en su lugar dentro del cosmos y su relación con los dioses, su tierra, su entorno y entre ellas”. Se dominó el cultivo, se domesticaron animales como bueyes, caballos de tiro, perros y elefantes, y se desarrolló el “trabajo especializado a tiempo completo”; con ello, una nueva preocupación por la escasez y la obsesión por el esfuerzo. De ahí se derivan la creación de castas, la escritura y una primera noción sobre la justicia del trabajo. La diversificación de funciones permitió cierta comparación y un grado de mérito (o demérito) sobre las funciones, así como nuevas actitudes morales a propósito del ocio y el esfuerzo. Actualmente, quienes no trabajan son haraganes y quienes se esfuerzan y trabajan son personas “de buena voluntad”, dice Suzman. Además, en un abrir y cerrar de ojos evolutivo, fue construyéndose la institución de la esclavitud por parte de las primeras grandes civilizaciones agrarias.
El trabajo contemporáneo (regulador de salarios, horas laborales y accidentes) es la última gran conquista del derecho. Suzman afirma que no fue sino hasta mediados del siglo XIX que en Inglaterra no se limitó la explotación laboral infantil o las semanas laborales de mujeres y niños, y solo después de la Segunda Guerra Mundial fueron limitadas las horas de trabajo de los hombres, lo que muestra hasta qué punto la eficacia de su regulación ha sido, por decirlo con un eufemismo, gradual.
La esclavitud fue una institución bien extendida por los antiguos pueblos agrícolas y varias de las grandes civilizaciones posteriores, que la racionalizaron y legalizaron para obtener una nueva fuente de energía. La esclavitud era por sobre todo una condición legal, una “muerte social”, en que el esclavo “no podía apelar a las reglas sociales que regían el comportamiento entre los hombres libres”, y en que apenas tenían derechos: eran “máquinas de trabajo inteligente”, como dice Suzman. En el derecho romano y en las legislaciones posteriores se observan limitaciones jurídicas a los amos sobre sus esclavos tan mínimas que da algo de vergüenza mencionarlas. Su abolición, a comienzos del siglo XIX, tras 1.500 años de historia esclavista, coincidió con el auge de la Revolución Industrial y el desarrollo del cosmopolitismo moderno. Sin esa conjunción, el devenir del trabajo contemporáneo sería incomprensible.
Por esa razón, el trabajo contemporáneo (regulador de salarios, horas laborales y accidentes) es la última gran conquista del derecho. Suzman afirma que no fue sino hasta mediados del siglo XIX que en Inglaterra no se limitó la explotación laboral infantil o las semanas laborales de mujeres y niños, y solo después de la Segunda Guerra Mundial fueron limitadas las horas de trabajo de los hombres, lo que muestra hasta qué punto la eficacia de su regulación ha sido, por decirlo con un eufemismo, gradual. Lo cierto es que sin la promesa del derecho (la promesa de que el trabajo, siendo una institución injusta, puede volverse justa), las labores actuales pierden sus contornos y sentido. Por ello, Suzman tiene razón al poner como contrapunto a los ju/’hoansis del África subsahariana: si bien nuestros antepasados debieron tener razones de peso para privilegiar el sedentarismo, el mundo de los cazadores-recolectores posee dos ventajas: la sensación de recompensa inmediata por el trabajo realizado, que redundaba en una mayor satisfacción, y lo que él llama su “feroz igualitarismo”: entre ellos no había diferencias sustanciales porque todos se dedicaban a lo mismo, disfrutaban de lo mismo y el control social era eficaz e inmediato.
Resulta difícil pensar hoy en algo parecido a ese “feroz igualitarismo” en el mundo del trabajo. Parece un anhelo extraño, olvidado en la suma de fracasos y sueños frustrados de la lucha de la clase obrera. Incluso cuando, en pleno siglo XIX, fueron armándose grupos de trabajadores que saboteaban máquinas, provocaban incendios y produjeron un “estado de insurrección sin paralelo en la historia”, el derecho supo neutralizar sus pretensiones igualitarias bajo la forma del sindicalismo y la huelga. Esta última es una institución insólita, casi excepcional en el mundo del derecho. Es una de las pocas instituciones (como la legítima defensa) en que el derecho ampara la violencia, o al menos una clase bastante dócil de violencia. Este punto fue bien observado por Canetti en Masa y poder, quien tuvo la idea de su libro cuando vio una manifestación obrera en Frankfurt, allá por 1925: “Los trabajadores están habituados a realizar su trabajo regularmente, a ciertas horas. Cumplen tareas de la más diversa especie, uno tiene que hacer esto, el otro algo muy distinto. A una y la misma hora se presentan, y a una y la misma hora abandonan el lugar de trabajo. Su igualdad, por cierto, no va muy lejos y no basta para llevar a la formación de masa. Pero cuando se llega a la huelga, los trabajadores se convierten en iguales de una manera más unificadora: en la negativa de seguir trabajando. La prohibición del trabajo genera una actitud aguda y resistente”.
Suzman tiene razón al poner como contrapunto a los ju/’hoansis del África subsahariana: si bien nuestros antepasados debieron tener razones de peso para privilegiar el sedentarismo, el mundo de los cazadores-recolectores posee dos ventajas: la sensación de recompensa inmediata por el trabajo realizado y su ‘feroz igualitarismo’: entre ellos no había diferencias sustanciales porque todos se dedicaban a lo mismo, disfrutaban de lo mismo y el control social era eficaz e inmediato.
Esta actitud aguda y resistente bien podría llamarse también una energía que el derecho ha sabido contener bajo la apariencia de justicia. Suzman, sin tanta claridad sobre este punto, logra avizorar algo de su importancia. Dice que “los movimientos laborales y después los sindicatos han centrado casi todos sus recursos en asegurar un salario mejor para sus miembros y más tiempo libre para gastarlos en lugar de intentar que sus trabajos fueran interesantes o satisfactorios”, pero olvida (aunque le serviría para las pretensiones de su libro) que muchos movimientos laborales tenían como fin abolir la idea misma de trabajo.
Georges Sorel, en Reflexiones sobre la violencia, escrito en 1908, distingue dos clases de huelga. El primer tipo, que llama “política”, es la instaurada por el derecho: “La huelga general política muestra cómo el Estado no pierde en ella nada de su fuerza, cómo el poder se puede transmitir entre unos y otros privilegiados, y cómo el pueblo de los productores cambiará de amos simplemente”. Frente a esa huelga general política, la huelga general proletaria “suprime todas las consecuencias ideológicas de toda política social posible, pues sus partidarios consideran burguesas hasta las más populares de las reformas”.
Esta distinción es un tema que el libro de Suzman apenas menciona (solo por dar un ejemplo, habla de Marx solo seis veces), pero que puede verse como una reactualización del conflicto nómade-sedentario: si el nomadismo es proletario e igualitario, el sedentarismo es burgués y político. Con vehemencia, Suzman cree ver en el ejemplo de los ju/’hoansis un modelo a seguir que se ha vuelto cliché: la exaltación del ocio y la vida lenta, el caminar, el aprovechamiento sustentable de los recursos como opuesto político al capitalismo tardío, caracterizado por una inequidad irreconciliable entre los salarios recibidos por los trabajadores frente a las grandes utilidades de los dueños y directores de las empresas. Pero eso supone ver el asunto en términos morales, no energéticos. Si trabajar sigue siendo un asunto de energía, debiésemos detenernos más en la única fuerza posible de contrarrestar la inercia actual: la fuerza de la masa. Pocos ven hoy en día a los sindicatos y los huelguistas como interlocutores válidos. Suzman apenas los menciona. Quizás sea hora de volver a pensar en ellos como un verdadero contrapeso a la precariedad actual de las relaciones laborales.
Trabajo. Una historia de cómo empleamos el tiempo, James Suzman, Debate, 2021, 392 páginas, €23.
Cuando tenía 22 años y era todavía una escritora inédita, Cynthia Ozick (1928) decidió transformarse en Henry James. Vivía encerrada en una habitación empapelada de amarillo, leyendo como obsesa, y aunque había sido una sobresaliente alumna de literatura inglesa en la Universidad de Nueva York, abandonó el doctorado para dedicarse a crear la Gran Obra, una novela sagrada, sublime y fulgurante. En su ensayo “La lección del maestro” confiesa que si bien tenía claro que ella no era brillante y tampoco muy prolífica, “encarnaba la idea de James, pertenecía a su culto, era una adoradora de la literatura, que era mi único altar: como el Henry James calvo y entrado en años, yo era una sacerdotisa y aquel altar era mi vida entera”.
Basta imaginarse a esta mujer miope, que había crecido en una familia de inmigrantes judíos rusos en el Bronx, para comprender cuánto la irritaba, por esos años, la figura (y la influencia) de Susan Sontag. A mediados de los 60, Ozick mantenía una “guerra privada” con la autora de Contra la interpretación, aunque esta última, claro, nunca se enteró. Ozick responsabiliza a Sontag de contribuir a la disolución de las jerarquías al vincular a Patti Smith con Nietzsche o al sepultar la novela, en su forma más tradicional, en aras de estructuras experimentales, formas y lenguajes que dieran cuenta de la conciencia astillada del sujeto contemporáneo.
Ozick, que aún era Henry James, creía en los personajes, en las tramas y subtramas, en la tensión narrativa, en el realismo. Publicó su primera novela, Trust, recién a los 37 años. No pasó mucho, pero logró salir de ese limbo en que se encontraba justamente con una historia de 650 páginas que homenajea a su maestro.
Demoró casi dos décadas en sacar su segunda novela, Galaxia caníbal, quizás porque se concentró en la escritura de cuentos, género en el que se la considera una maestra indiscutida. “El chal” bien puede ser una de las cimas de la narrativa del siglo XX: nueve páginas donde tres mujeres (una madre, su hija y una sobrina), más una manta que abriga, consuela y alimenta, intentan conservar la vida en un campo de concentración. Nada es explícito y el horror posee la lógica de los relatos de Kafka: se lo describe como una verdad inapelable que cae sobre los cuerpos, sin espacio para la compasión ni el azar.
El relato es de 1980, y tres años después Ozick publicó una especie de complemento, “Rosa”, sobre la vida de la madre en Miami, una reflexión desquiciada (a lo Thomas Bernhard, trágica y cómica a la vez) acerca del odio como única pasión de los sobrevivientes.
‘La lección del maestro’ es una sentida confesión sobre el que fue quizá su mayor error de juventud: transformarse en Henry James. Creer a pie juntillas en que para crear una obra de arte hay que vivir de manera inmaculada, que el matrimonio y los hijos son una distracción (James habla de maldición) y que solo si la obra es grandiosa el esfuerzo adquiere sentido.
La inteligencia, la sensibilidad y el carácter único de Ozick, serio y chispeante, mordaz y generoso, alcanza niveles superlativos en el ensayo, un género que para ella está amenazado por la actualidad, por el “Ahora”, y también por la superficialidad. Para Ozick, el ensayo se construye con lenguaje, personalidad y coraje, no con tesis que hay que demostrar ni con opiniones. Al igual que en Hazlitt, De Quincey y Stevenson, posee el estilo libre de una mente que zigzaguea en torno a un tema.
¿Y de qué habla?
De literatura, su altar, pero también de su época y de cómo se ha erosionado la idea de una cultura común. No teme parecer elitista. Cree en la distinción y en las jerarquías; busca y logra crear algo extraordinario: conmover con el intelecto.
A la hora de despejar confusiones no le tiembla el pulso: desdeña a quienes escriben a partir de sus desventajas biográficas, sospecha del afán de las nuevas generaciones por reinventar el arte, la irrita sobremanera la indiferencia ante una crítica seria y la influencia de un show como el de Oprah; le molesta que los papers se erijan como las sagradas escrituras de la academia, que evalúa los textos en función de si calzan o no con los valores progresistas. Es despiadada con Capote y los Beat, y puede escribir admirativamente sobre Saul Bellow, Sylvia Plath, W.H. Auden, Edmund Wilson, Lionel Trilling (su maestro) y James Wood.
Por cierto, Cynthia Ozick a sus 93 años ya no es Henry James. En algún momento de su trayectoria se dio cuenta de que ella tampoco había estado a salvo de errores y malentendidos. Ese ensayo, “La lección del maestro”, es una sentida confesión sobre el que fue quizá su mayor error de juventud: transformarse en Henry James. Creer a pie juntillas en que para crear una obra de arte hay que vivir de manera inmaculada, que el matrimonio y los hijos son una distracción (James habla de maldición) y que solo si la obra es grandiosa el esfuerzo adquiere sentido; todo ese discurso solemne y categórico que aparece en la novela La lección del maestro le costó, según sus propias palabras, la juventud. Sí, Ozick comulgó con ese credo que separa el arte de la vida, las pasiones de la creación, pero con el tiempo se dio cuenta de que la vida la alcanzaba, con sus angustias, enfermedades, penas y desilusiones. Y que la “Sublime Literatura” no la abrazaba nunca. De pronto, de esa constatación surge su inmensa ironía.
Para Ozick, al final, La lección del maestro no se trata del genio ni de la ambición, sino de los peligros que acarrea obnubilarse con la meta en vez de concentrarse en el camino.
Producto de complicaciones de la enfermedad de Parkinson, murió hoy a los 87 años la escritora norteamericana Joan Didion. Conocida como una de las precursoras del Nuevo periodismo, fue autora de una decena de libros, en los que observó a la sociedad norteamericana y a ella misma con gran honestidad.
En 2017, Netflix estrenó el documental Joan Didion: El centro cederá, dirigido por su sobrino Griffin Dunne, en el que repasa su vida y los grandes hitos de su trayectoria. “Me gustaba sentarme y ver a la gente hacer lo que hacía. No me gusta hacer preguntas. Escribí un artículo sobre Jim Morrison: la gente del rock era el sujeto ideal para mí, viven sus vidas frente a ti”, dice en la película la autora, quien durante los 60 produjo importantes crónicas sobre el movimiento hippie, el Partido de las Panteras negras y la Familia Manson.
Sus primeros artículos sobre política aparecieron en The New York Review of Books, a petición del editor Bob Silver. Consultado en la película sobre por qué pensó en la autora para abordar ese tema, responde: “Bueno, por hablar con ella y leer su trabajo, vi que era inmensamente culta y perceptiva. Una observadora sagaz. Y quería saber por propia curiosidad, como editor y como amigo, lo que ella pensaba”.
Además de sus importantes aportes en el periodismo, Didion también desarrolló alabadas obras autobiográficas, destacando en ese ámbito sus libros El año del pensamiento mágico y Noches azules, en las que aborda, respectivamente, la muerte repentina de su marido, el también escritor John Gregory Dunne, y de su hija Quintana.
“Siempre he considerado que si examinas algo, da menos miedo. Siempre tuvimos la teoría de que si mantienes una serpiente a la vista la serpiente no te morderá. Así es como me siento sobre confrontar el dolor. Quiero saber dónde está”, confiesa en El centro cederá.
“El dolor resulta ser un lugar que nadie conoce hasta que se llega”, dice sobre los motivos que la llevaron a escribir El año del pensamiento mágico. “Sabemos que alguien cercano a nosotros puede morir y esperamos sentirnos conmocionados (…) La razón por la que tuve que escribirlo fue que nadie nunca me contó cómo era. Resultó ser un mecanismo de adaptación pero no lo planeé de ese modo”.
La obra recibió el National Book Award y ella misma la adaptó como una obra de teatro para Broadway. “Todos sabemos que si queremos vivir, llega un tiempo en que debemos renunciar a nuestros muertos”, reflexiona. “Dejarlos ir, que sigan muertos. Dejarlos ir hacia las aguas. Dejarlos convertirse en la foto sobre la mesa”.
Si me preguntaran cuál es tu escritor favorito de los Estados Unidos, diría Julia de Burgos. Tendría la respuesta afilada. La pregunta sobre el escritor de cierto país proyecta el nombre de un hombre, y también de una identidad nacional en la que no caben sus colonias. Julia de Burgos es de Puerto Rico, pero vivió buena parte de su vida en EE.UU., se escribió ahí, en eso que llamó “este gran imperio de soledad/ y oscuridad”, e imaginó su muerte ahí. Releo su Obra poética porque está cargada de imágenes memorables, muchas dignas de un buen grafiti. Qué gusto sería tropezarse en alguna esquina con: “Todas las horas pasan con la muerte en los hombros./ Yo sola sigo quieta con mi sombra en los brazos”.
Volver a su íntima poesía me hace querer encontrarla en los espacios públicos. En los muros, en la memoria de alguien que la cite. No como monumento, sino en forma de verso. Es que se ha transformado en un monumento. Así, literal. En Puerto Rico es la poeta nacional: hay estatuas, calles, escuelas, museos que llevan su nombre. Lo mismo en EE.UU., donde hicieron hasta una estampita de ella. Pero su poesía es más importante y bella que una estatua o su nombre en una placa.
Nació en 1914, en el pueblo de Carolina, fue la mayor de 13 hermanos y tuvo una vida difícil, como dicen los puertorriqueños, entre uno y otro lado del charco. Sus viajes literarios y geográficos expresan una pregunta por la identidad y la convicción de que la poesía es un medio para producir el yo. Uno de sus poemas más conocidos, “Yo misma fui mi ruta”, dice: “yo quise ser como los hombres quisieron que yo fuese:/ un intento de vida; un juego al escondite con mi ser”, demostrando tempranamente su interés por el feminismo. Pero sus luchas políticas (independentista y feminista) eran antes un proyecto poético, que se rehusaba a definir una moral o una identidad. Hay varios poemas que escribe a Julia de Burgos en los que se opone a sí misma (“Ya las gentes murmuran que yo soy tu enemiga/ porque dicen que en verso doy al mundo tu yo”), se define categóricamente (“la esencia soy yo”) o se glorifica (“yo la flor del pueblo”).
En “Pentacromía”, uno de sus poemas más interesantes, se transfigura en una serie de identidades masculinas: “quiero ser hombre”, dice varias veces, enumerando posibilidades ejemplares (Don Quijote, un obrero), para rematar con un Don Juan, “y a Julia de Burgos violar”. En la escritura se transforma en aquello que la oprime, no para combatirlo sino para afirmarlo (“el violador soy yo”, cantaría Julia de Burgos). Se escribe en su poesía y se contradice en su poesía, siempre como un sujeto deseante.
Se casó tres veces, vivió en Cuba, Washington y finalmente en Nueva York, donde pasó sus últimos años. Tuvo algunos éxitos literarios, como el reconocimiento de la intelectualidad boricua y cubana, pero su vida no fue fácil, ni económica ni emocionalmente.
Se casó tres veces, vivió en Cuba, Washington y finalmente en Nueva York, donde pasó sus últimos años. Tuvo algunos éxitos literarios, como el reconocimiento de la intelectualidad boricua y cubana, pero su vida no fue fácil, ni económica ni emocionalmente. En su poema “Sombras” escribe: “Poco a poco mis pasos se me fueron doblando,/ y sentí en mis espaldas algo así como un peso”. Quiere escribir su independencia: vuelve constantemente a la idea de no tener orillas, como instalándose al margen del margen, o como un brote, “de los suelos sin historia/ de los suelos sin porvenir,/ del suelo siempre suelo sin orillas” (“Yo misma fui mi ruta”).
Con todo, su grito es estéril. Sabe que sus versos le sirven como un espejo que está de antemano deformado. “¿Y todo para qué?”, se pregunta finalmente. “Para seguir siendo la misma” (“Momentos”).
Desde fines de los 40 estuvo sola, pobre y cayó recurrentemente en hospitales de Nueva York, con muchos problemas de salud agravados por su alcoholismo. “Poema para mi muerte” se lee no como elegía, sino con un deseo onírico, casi triunfal, de la muerte como un acto de libertad, de un último y feliz desarraigo. “¡Con qué fiera alegría comenzarán mis huesos/ a buscar ventanitas por la carne morena/ y yo, dándome, dándome, feroz y libremente/ a la intemperie y sola rompiendo cadenas!”.
En 1953 cayó inconsciente en una calle y murió, sin ser identificada, en un hospital. La enterraron bajo el nombre de Jane Doe, es decir, Fulana de Tal. “Debe ser la caricia de lo inútil,/ la tristeza sin fin de ser poeta”, había escrito en “Canción amarga”. Releo a Julia de Burgos por su lealtad a lo inservible de la poesía.
Yo soy mi ruta. Antología poética, Julia de Burgos, Torremozas, 2019, 120 páginas, $11.000.
Estos años de plaga, en su versión siglo XXI, han sido de experimentación, y en tiempo real. Desde el desarrollo de vacunas hasta los planes de confinamiento, pasando, por cierto, por los esquemas masivos de ayudas económicas a la población. Experimentos, ensayo y error, desafío de los caminos convencionales: todo aquello hubiera sido impensado en el mundo precovid. Pero esta cantidad de acciones y decisiones “fuera de la caja” podría ser un paréntesis o el preámbulo de una nueva etapa en el desarrollo económico.
Es urgente que sea lo segundo, un reseteo del capitalismo, un profundo cambio. Así lo quiere y lo fundamenta una de las economistas más influyentes del momento, la italiana Mariana Mazzucato, que acaba de lanzar en español su libro Misión economía: una carrera espacial para cambiar el capitalismo. En él, elabora en detalle sus ideas acerca de por qué es urgente ver este momento como “la” ventana de oportunidad para cambiar la manera de consumir y producir, pero especialmente, para cambiar el modo de enfocar la resolución de los grandes y graves problemas sociales y ambientales.
Su óptica: inspirarse en la Luna. Más bien, en el modo como se logró llegar a la Luna, la mítica misión Apolo, a través de la colaboración entre Estado, sociedad civil, empresas y academia, en pos de la obtención de un beneficio para toda la humanidad. Son ideas y propuestas que ya había planteado, pero que en este volumen grafica con ejemplos concretos, desde el cambio climático hasta el precio de los remedios.
Mazzucato nació en Italia, pero su familia partió a Estados Unidos cuando era niña. Allí estudió su máster y doctorado en economía en la New School for Social Research de Nueva York. Volvió a Europa, y actualmente vive en Londres y es académica de University College London, donde fundó y dirige el Instituto para la Innovación y el Propósito Público. La idea central de este espacio es pensar soluciones diferentes, innovadoras y sustentables para los grandes problemas sociales.
Sus libros El Estado emprendedor. Mitos del sector público frente al privado y El valor de las cosas. ¿Quién produce y quién gana en la economía global?, han proporcionado miradas frescas sobre el capitalismo y su necesidad de transformación, dándole al Estado un rol más relevante, más dinámico y alejado de los estereotipos de burocracia y lentitud.
Un paso más allá dio con este libro, donde directamente fundamenta la urgencia del cambio en un mundo atravesado por la pandemia.
Para Mazzucato, cuatro fuerzas han concurrido para esta forma ‘disfuncional de capitalismo’. Se trata del cortoplacismo del sector financiero, la financiarización de las empresas, la emergencia climática y los gobiernos lentos o ausentes. Una deficiente estructuración e interrelación entre los distintos actores es parte del problema y, por tanto, repensar esos vínculos es fundamental.
“Misión economía ofrece un camino para rejuvenecer el Estado y, por lo tanto, reparar el capitalismo, en lugar de acabar con él. Los argumentos a favor de un nuevo enfoque son abrumadores y el proyecto de Mariana Mazzucato es ambicioso. Al centrarse en el inmenso poder de los gobiernos para dar forma a los mercados, sostiene que el capitalismo en sí puede rehacerse. Mazzucato tiene como objetivo infundir al capitalismo el interés público en lugar de la ganancia privada”, dijo The Guardian sobre su libro, sumándose a un coro de medios internacionales que lo han alabado. “Una visión oportuna y optimista. Aunque presenta sus argumentos de manera tan clara que pueden parecer obvios, lo cierto es que son revolucionarios”, concluyó la revista Nature.
Capitalismo disfuncional
El capitalismo ya estaba agotado y estancado antes del covid. “No tenía –y no tiene— una respuesta para una multitud de problemas cruciales, de los que la crisis medioambiental sea tal vez la más importante. Del calentamiento global a la pérdida de biodiversidad, la actividad humana está minando las condiciones necesarias para la estabilidad social y medioambiental”, escribe la economista.
Mientras, el cambio climático avanza y deja destrucción, sequías, extinción masiva de especies, migraciones, y va camino a aumentar la temperatura más de tres grados respecto de la época preindustrial, lo que tendrá consecuencias catastróficas. Y el capitalismo, en vez de evolucionar hacia el crecimiento sostenible con la urgencia requerida, ha creado, en palabras de Mazzucato, “economías que, infladas por burbujas especulativas, enriquecieron al uno por ciento que ya era inmensamente rico y destruyeron al planeta”.
Como consecuencia, los salarios y ganancias reales se estancaron, aumentando las desigualdades, a pesar de los altos niveles de empleo. Esto ha provocado, globalmente, tensiones sociales y debilitamiento de la democracia —liberal, representativa— en su capacidad para solucionar los problemas más graves de la población. “Las antiguas divisiones políticas se han ampliado: entre nacionalismo e internacionalismo, democracia y autocracia, gobiernos eficientes e ineficientes. Una profunda sensación de injusticia, impotencia y desconfianza en las élites —sobre todo en las élites empresariales y políticas— ha minado la fe en las instituciones democráticas”, asegura Mazzucato.
Para ella, cuatro fuerzas han concurrido para esta forma “disfuncional de capitalismo”. Se trata del cortoplacismo del sector financiero, la financiarización de las empresas, la emergencia climática y los gobiernos lentos o ausentes.
La audacia, capacidad de coordinación, energía hacia el logro de objetivos comunes que la misión lunar desató, es lo que la economista quisiera transformar en un método de trabajo para las naciones. Es lo que llama la aproximación ‘moonshot’ para el cambio.
Una deficiente estructuración e interrelación entre los distintos actores es parte del problema y, por tanto, repensar esos vínculos es fundamental. Al mismo tiempo, es clave sacarse de la mente los estereotipos con que se piensa el Estado y los mitos que devienen de esa mirada, como que la externalización ahorra dinero o que el propósito del gobierno es solo corregir las fallas del mercado. Los mitos devaluadores del Estado, como este —que ella describe ampliamente—, han tenido como consecuencia que el debate público se centre en el tamaño del Estado y su presupuesto, no en cómo puede impulsar desarrollo, innovación, crecimiento. Pero, asegura Mazzucato, “lo importante son las inversiones que el gobierno hace internamente —siendo innovador en su forma de operar— y externamente en la economía, en ámbitos que conducen a un crecimiento de la productividad a largo plazo”.
Las misiones
La audacia, capacidad de coordinación, energía hacia el logro de objetivos comunes que la misión lunar desató, es lo que la economista quisiera transformar en un método de trabajo para las naciones. Es lo que llama la aproximación “moonshot” para el cambio.
Lo primero es definir la ambición y la meta, un logro tan rotundo y esencial, que convoque, inspire y movilice. Invitar a algo épico y relacionado con los graves desafíos actuales. Apolo gatilló un sentido de propósito, de misión en el sentido de Mazzucato, que hizo ir más allá de lo que se consideraba posible. Cuando Jeff Bezos y otros líderes de Silicon Valley fueron al espacio haciendo turismo, por ejemplo, daba la idea de que era un privilegio más, un viaje reservado para los billonarios excéntricos. Pero esa misma audacia de Bezos para dar curso a sus gustos u obsesiones personales, puede emplearse —debe emplearse— desde las instituciones del Estado para alcanzar el bien común. El sentido de la misión, la disciplina tras el logro tendrán que aplicarse en resolver problemas colectivos acuciantes. Y el Estado o los gobiernos a menudo se ven fuera de ese ámbito de iniciativas visionarias, pero eso no tiene por qué ser así. Eso es lo que este libro, justamente, pretende demostrar.
Como dijo el New York Times, Mazzucato “dice que los gobiernos deben actuar más como inversionistas de riesgo, en vez de dejar que el sector privado se quede con toda la gloria y las recompensas”. El mismo grado de audacia y ambición.
La luna
El reto de llegar a la Luna, ampliamente estudiado por Mazzucato, da pistas, a su juicio, sobre la manera de aproximarse a estos problemas, visualizando primero el resultado hacia el cual se quiere llegar, y desde allí, los recursos necesarios para lograrlo, así como qué actores relevantes deben incorporarse y en qué labores específicas. Parece obvio, pero a menudo las políticas públicas se definen al revés: qué se puede lograr con los recursos que hay, anclándose a la iniciativa de algunos de los actores, sean las empresas, el gobierno o la sociedad civil.
Acá primero se define llegar a la Luna (misiones) y después se organiza todo lo demás.
¿Cuáles misiones elegir?
En su libro, Mazzucato parte por los 17 ODS (objetivos de desarrollo sostenible) definidos por Naciones Unidas para ser alcanzados antes de 2030. Se incluyen el fin de la pobreza, la igualdad de género, conservar los océanos, reducir la desigualdad y combatir el cambio climático, entre otros. Cada uno de ellos “encaja muy bien” en un enfoque orientado a misiones, dice Mazzucato, con razón.
Si bien Mazzucato ha cosechado muchos aplausos por su propuesta, otros han planteado que la aproximación ‘moonshot’ requiere tener en cuenta el contexto de la acción gubernamental. Para The Economist, por ejemplo, es difícil sentirse inspirados por el libro, pues cuando se lanzó el programa Apolo, Estados Unidos ‘puede bien haber estado en el cenit de su capacidad estatal. No solo el gobierno estaba en su máxima capacidad, sino que las iniciativas estatales disfrutaban de la máxima legitimidad y confianza públicas’.
Para avanzar, propone “mapas de misiones”, que parten con la pregunta: ¿cuál es el problema que quiero resolver?
Luego, se define un objetivo que catalice la investigación y la innovación de muchos sectores diferentes y los ámbitos de misión se comienzan a cruzar. En el libro, ella desarrolla varios ejemplos concretos de mapas de misiones, con claras visualizaciones, para el cambio climático, los océanos limpios, el futuro de la movilidad, la transformación digital o el desafío de una sociedad envejecida.
Hay más beneficios aún de este enfoque de misiones, pues estas metas a primera vista imposibles generan muchas más innovaciones: sin el viaje lunar, por ejemplo, no tendríamos otras que fueron gatilladas o posibilitadas por los viajes espaciales. Desde las cámaras en los teléfonos hasta las zapatillas Nike Air, pasando por los termómetros de oído o la eliminación de las minas terrestres. Es decir, un Estado innovador y audaz desencadenó un proceso creativo de gran alcance.
Si bien Mazzucato ha cosechado muchos aplausos por su propuesta, otros han planteado que la aproximación “moonshot” requiere tener en cuenta el contexto de la acción gubernamental. Para The Economist, por ejemplo, es difícil sentirse inspirados por el libro, pues cuando se lanzó el programa Apolo, Estados Unidos “puede bien haber estado en el cenit de su capacidad estatal. No solo el gobierno estaba en su máxima capacidad, sino que las iniciativas estatales disfrutaban de la máxima legitimidad y confianza públicas”, asegura el semanario, para contrastar esa situación con la actual, en que “el consenso bipartidista que apoyaba a un Estado fuerte se hizo añicos hace mucho tiempo; y un nuevo sentido de unidad nacional y propósito no se puede conjurar de la nada”.
Un punto importante, sin duda: desde dónde y desde qué legitimidad se puede convocar a trabajar en conjunto, con instituciones globalmente debilitadas. Pero quizás la aproximación “moonshot” puede ser, en sí misma, un método para reconstruir confianzas y legitimidades, al abocarse efectivamente a los problemas reales con soluciones audaces y robustas. Además, sería una manera de desarrollar objetivos de largo plazo, que no se agotan en un ciclo electoral, trascienden las diferencias de la política contingente y movilizan a una ciudadanía que reclama la urgente solución de problemas graves, como vivir con las consecuencias del cambio climático, la necesidad de mejorar la educación pública o bajar el costo de los remedios.
Citando a Greta Thunberg, Mazzucato dice que el “pensamiento de Catedral” es el que nos puede sacar del lugar donde estamos: a problemas urgentes y globales, soluciones a gran escala y de largo plazo. Y lo explica a través de un ejemplo histórico: cuando los maestros de la Edad Media construían catedrales, corrían enormes riesgos. No sabían cuánto costaría ni el tiempo requerido. Pero era tal el sentido de propósito, “que reunían a muchos sectores de la sociedad: el clero, los artesanos, los nobles, los gobernantes y la gente corriente”. Y sacaban adelante su obra. Y las catedrales, es obvio, siguen estando ahí.
Misión economía: una carrera espacial para cambiar el capitalismo, Mariana Mazzucato, Editorial Taurus, 2021, 256 páginas, $14.000.
En ciertas zonas de los Estados Unidos hoy en día se da por sentado que el capitalismo ha fracasado o, al menos, ha caído en una crisis desesperada, que pronto desembocará en su reemplazo por el “socialismo democrático”. Branko Milanovic, quien creció bajo la variante de Tito del socialismo en Yugoslavia, es impermeable a tales fantasías románticas. Para él, el capitalismo es, sin lugar a dudas, “el sistema que gobierna el mundo”. Con esto quiere decir simplemente “que todo el planeta opera actualmente según los mismos principios económicos: producción organizada con vistas a la obtención de beneficios utilizando mano de obra asalariada libre desde el punto de vista jurídico y en su mayoría capital privado, con coordinación descentralizada”. Estos criterios se cumplen no solo por lo que solían llamarse las “economías industriales avanzadas” de Occidente (más Japón), sino también por China, India, Rusia, Brasil, Vietnam y muchos otros países que, en conjunto, dan cuenta de la mayor parte de la producción mundial. Esto, dice Milanovic, un economista que ocupa la Cátedra Maddison en la Universidad de Groningen en Holanda, además de ser becario sénior en el Luxembourg Income Study (LIS) y exjefe de investigación del Banco Mundial, es una situación que “carece por completo de precedentes históricos”.
No habría sido posible hacer esta afirmación antes de 1989 y el colapso del comunismo, que se presentó como una alternativa viable a la organización capitalista de la producción. Pero si el sistema económico que ha surgido desde 1989 en gran parte del mundo no occidental puede describirse como capitalista, no es capitalista de la misma manera que en Occidente. Para Milanovic, el hecho cardinal sobre el capitalismo actual que todo lo conquista es que se presenta en dos formas distintas: el “liberal meritocrático”, desarrollado en Occidente, principalmente en los Estados Unidos, y el “político o autoritario dirigido por el Estado”, desarrollado en Asia, principalmente en China. Ambos son “capitalistas” en el espíritu de la definición antes expuesta, pero en otros aspectos difieren marcadamente. Y, de manera crucial, ambos se diferencian del capitalismo que prevaleció en Occidente desde el final de la II Guerra Mundial hasta la caída del comunismo, que el autor llama “capitalismo socialdemócrata”. Utiliza el concepto en términos amplios, para incluir no solo las auténticas socialdemocracias de Europa, sino también los Estados Unidos del New Deal y la “Gran Sociedad”, que de manera similar expandieron la clase media y redujeron la desigualdad. Pero el capitalismo socialdemócrata ha estado en retroceso en todas partes durante varias décadas, con consecuencias para la distribución de la riqueza y los ingresos, así como para la democracia misma, que no pueden ignorarse.
Milanovic es mejor conocido por su trabajo sobre la desigualdad, con un enfoque particular en la desigualdad global, es decir, la desigualdad entre países y no solo dentro de los países. Desigualdad mundial es, de hecho, el título de uno de sus primeros libros, así como de su blog, que invita a la reflexión y es de lectura compulsiva. Su trabajo pionero sobre la distribución global del ingreso se resume en lo que se conoce como la “curva del elefante”: si se grafica el aumento del ingreso real en las últimas décadas versus el percentil en la distribución mundial del ingreso, se termina con una curva que se asemeja a un elefante con la trompa levantada.
Lo que el gráfico muestra es que el ingreso real aumentó significativamente para todos los grupos hasta, aproximadamente, el percentil 70, así como para aquellos en la parte superior de la distribución, especialmente el 1% superior. Los ganadores fueron, por tanto, los ultra ricos de Occidente y las nuevas clases medias de países como China, India y Brasil. Pero los ingresos en realidad disminuyeron para aquellos que se ubicaron entre el percentil 75 y 85 en todo el mundo, lo que, cuando se traduce en términos sociológicos en lugar de económicos, corresponde a las clases trabajadoras y medias de los países industriales avanzados.
Las preguntas que plantea Milanovic son buenas, y si el recurso a tipos ideales estrechamente modelados sobre los Estados Unidos y China es una simplificación rígida, es, con todo, justificable y quizá necesaria para extraer un indicador útil desde el ruido ambiente.
La curva del elefante ilustra así la creciente brecha de ingresos en los países ricos entre las clases trabajadoras y medias, por un lado, y los que están en la parte superior de la distribución del ingreso, por el otro, la misma brecha que destacan otros investigadores, como Emmanuel Saez y Thomas Piketty. Pero también muestra algo más alentador: que muchas personas que viven en el mundo menos desarrollado han comenzado a mejorar de manera dramática. En esta trascendental convergencia de ricos y pobres, China, por supuesto, lideró el camino con su prodigioso crecimiento entre 1980 y la actualidad, pero otros países antes pobres, como Vietnam, India y Brasil, también han ascendido en la clasificación mundial. Desde 1980, el coeficiente de Gini global disminuyó de un máximo histórico de casi 0,75 a 0,65 (un Gini más alto indica una mayor desigualdad). La revolución económica de China inició esta disminución de la desigualdad, y el rápido crecimiento en otras economías asiáticas continúa reduciendo la brecha Este-Oeste. Si bien la desigualdad dentro de cada uno de los países afectados aumentó, la desigualdad global disminuyó porque las economías anteriormente subdesarrolladas han superado a Occidente en crecimiento durante varias décadas. Miles de millones de personas ya no viven en la pobreza extrema, incluso si la renta per cápita en Asia sigue siendo muy inferior a la de Occidente.
Estos dramáticos cambios político-económicos forman el telón de fondo de Capitalismo, nada más. El libro se propone responder a las siguientes preguntas: ¿Por qué ha aumentado tanto la desigualdad dentro de los países?, ¿qué permitió que las economías asiáticas crecieran tan rápidamente como para que la desigualdad global haya disminuido? ¿Y cuán estable es un orden capitalista global que comprende dos formas distintas de capitalismo que compiten no solo por los mercados y los recursos, sino también por la preeminencia ideológica? La Guerra Fría entre el comunismo y el capitalismo terminó, pero un nuevo conflicto entre el capitalismo meritocrático liberal y el capitalismo político dirigido por el Estado puede estar a punto de tomar su lugar.
Para responder estas preguntas, Milanovic se pone su sombrero de teórico social. Estas páginas están llenas de citas de Adam Smith, Karl Marx y Max Weber. Las propias categorías dentro de las cuales se enmarca el argumento se proponen como “tipos ideales” weberianos. De hecho, el “capitalismo meritocrático liberal”, tal como se trata en este libro, es una abstracción que refleja exactamente las condiciones actuales en los Estados Unidos, mientras que el “capitalismo político” dirigido por el Estado está enteramente modelado sobre la base de China. El autor no está demasiado preocupado por la validez de estas abstracciones, y un crítico bien podría preguntarse cuánto tiene en común la sociedad capitalista del Estado de China con Brasil o Indonesia o incluso Vietnam, o si Estados Unidos es realmente el “tipo ideal” del capitalismo occidental. La producción total de la Unión Europea es mayor que la de los Estados Unidos, después de todo, y las “variedades del capitalismo” que contribuyen a la producción de Europa han sido muy estudiadas desde el trabajo pionero de Peter Hall, David Soskice y sus colaboradores, publicado hace unas dos décadas, pero no mencionado aquí. En otras palabras, los tipos ideales de Milanovic enmascaran una multitud de diferencias.
Estas son, sin embargo, sutilezas. Las preguntas que plantea Milanovic son buenas, y si el recurso a tipos ideales estrechamente modelados sobre los Estados Unidos y China es una simplificación rígida, es, con todo, justificable y quizá necesaria para extraer un indicador útil desde el ruido ambiente. ¿Qué vemos cuando miramos el capitalismo meritocrático liberal a través del lente de Milanovic? Primero, una sociedad en la que la participación del capital en la renta nacional aumenta en comparación con la participación del trabajo. Milanovic está de acuerdo con el economista premio Nobel Robert Solow, en que esto se debe en gran parte a “un cambio en el poder de negociación relativo de los trabajadores y del capital”. En segundo lugar, mientras que la propiedad del capital sigue estando altamente concentrada, como lo ha estado a lo largo de la historia del capitalismo, es probable que quienes disfrutan de altos ingresos a partir del capital también disfruten hoy de altos ingresos a partir de su trabajo, un cambio marcado con respecto al pasado del capitalismo, en el que los ricos no trabajaban. Parte de la razón de este cambio es que la riqueza permite el acceso a una educación más cara y “mejor”, y las credenciales educativas de élite permiten acceder a trabajos más remunerativos. Los individuos buscan cada vez más parejas con logros educativos similares, lo que los economistas llaman de forma poco romántica “emparejamiento selectivo”, y esta unión entre personas de altos ingresos con otras de altos ingresos aumenta aún más la desigualdad entre las familias.
Los ricos también tienden a obtener mayores ganancias con sus activos que los menos ricos y transmiten a su descendencia más de lo que acumulan durante sus vidas. El resultado de todo esto es que la desigualdad dentro de la sociedad meritocrática liberal aumenta, la movilidad social disminuye y los ricos ejercen cada vez más control sobre el Estado. Aquellos que poseen la mayor parte del capital, asisten a las “mejores” escuelas y ganan más en sus trabajos, comienzan a pensar en sí mismos como merecedores de su buena fortuna en virtud de sus superiores talentos e ideas. Lo que una vez fue una democracia se parece cada vez más a una oligarquía, lo cual justifica su estructura de clases mediante la ideología de la meritocracia, es decir, la creencia de que los ricos son ricos porque también son los mejores, los más brillantes y los más trabajadores. Sin embargo, la verdadera fuente de la influencia política de los ricos no es que tengan mejores ideas sobre cómo organizar la sociedad, sino, simplemente, que tienen más para gastar en adquirir poder: “¿De dónde viene entonces la influencia de los ricos?”, pregunta Milanovic. “La respuesta está bastante clara: de la financiación de los partidos políticos y las campañas electorales… De hecho, la distribución de las contribuciones con fines políticos está incluso más concentrada que la distribución de la riqueza”.
Trabajadores en la línea de ensamblaje de la fábrica de motocicletas Honda.
Todo esto es razonablemente conocido a partir de una serie de jeremiadas recientes, que lamentan la desigualdad rampante y la aparente incapacidad de la democracia para domar lo que solía llamarse “el poder del dinero”. Paradójicamente, en este relato, se puede decir que el capitalismo ha logrado el objetivo del comunismo de instigar a la extinción del Estado, que se ha reducido, en la visión de Milanovic, a “el Consejo de Administración que rige los intereses colectivos de la clase burguesa” (para tomar prestada una frase de Marx y Engels).
Por el contrario, en el “capitalismo político o autoritario dirigido por el Estado”, el otro “tipo ideal” del autor, el papel del Estado es primordial. Su propósito (haciéndose eco de Weber) es “el uso del poder político para obtener beneficios económicos”, como ha hecho el Estado chino con un éxito tan espectacular desde 1980. Su característica principal es la “burocracia muy eficiente y tecnocráticamente experta” que dirige el sistema. Los tecnócratas son libres de interferir con el funcionamiento del mercado en razón del interés nacional.
La burocracia también “a todas luces” es “la beneficiaria primordial” del sistema. Es legítima solo si logra producir crecimiento económico, por lo que sus reclutas deben ser competentes. En ausencia de una norma jurídica vinculante, disfrutan de una considerable discreción, como deben hacerlo al actuar con decisión cuando sea necesario para cumplir la promesa de un crecimiento ininterrumpido. Las “zonas de ilegalidad” son, por lo tanto, una parte integral del sistema, a pesar de que la esencia de la burocracia consiste en vincular el comportamiento individual mediante reglas. Por tanto, “la corrupción es endémica en el capitalismo político”. Debe, sin embargo, mantenerse bajo control, para que no socave la legitimidad del sistema. Esto explica las espectaculares y periódicas represiones contra los funcionarios corruptos.
Esta descripción del capitalismo político, sin embargo, no explica su éxito. ¿Qué lo hace? El lector espera un recuento de las decisiones clave tomadas por la burocracia altamente eficiente pero endémicamente corrupta, no obstante, solo aprende que “las ventajas intrínsecas del capitalismo político incluyen la autonomía de los dirigentes, la capacidad de acortar los procedimientos burocráticos y acelerar el crecimiento económico… Pero lo más importante, y de lo que depende, el atractivo del capitalismo político es el éxito económico”. El argumento es extrañamente similar a la queja neoliberal de que la regulación impide el crecimiento, al atar las manos a los tomadores de decisiones con un papeleo interminable. ¿Por qué la autonomía burocrática y la corrupción controlada son funcionales en China, pero disfuncionales en otros lugares? Otros países —Francia, por ejemplo— tienen burocracias dotadas de funcionarios altamente capacitados y de mentalidad pública, que gozan de considerable autonomía para dirigir las decisiones económicas, pero que han sido conspicuamente carentes de éxito en estimular el crecimiento. Otros países —Italia, por ejemplo— tienen “una corrupción generalizada que se extiende por todos los estratos de la sociedad”, como señala el propio Milanovic, pero que no han logrado capitalizar la autonomía que se les otorga para maniobrar en medio de las restrictivas constricciones legales.
Milanovic es lúcido sobre los desafíos que el capitalismo político ya está enfrentando en China, donde los capitalistas privados han comenzado a resentir la autonomía del Estado, como lo hicieron sus contrapartes en Occidente antes que ellos. Y él también tiene claro que el modelo chino puede ser difícil de exportar, porque su éxito depende en parte de las condiciones y tradiciones únicas de China.
En lugar de una descripción de los mecanismos funcionales de la burocracia china, Milanovic nos ofrece un contraste metahistórico entre “la vía occidental hacia el desarrollo” y la china. Siguiendo al economista Giovanni Arrighi, sostiene que el capitalismo occidental, antes de volverse liberal y meritocrático, prosperaba “en todas las situaciones, ya fueran de conquista, de esclavitud o de colonialismo”, lo que “hacía que el modelo europeo fuera agresivo y belicoso”. Los capitalistas europeos lo necesitaban “para la proyección del poder en el exterior, y, por consiguiente, tenían que ‘conquistar’ al Estado”. A fines del siglo XX, esta vía de desarrollo ya no estaba al alcance de los países del mundo en desarrollo, que durante mucho tiempo fueron dominados y explotados por Occidente, cuya superioridad militar no toleraba ningún desafío. Mientras tanto, se desarrolló un Estado “autoritario” en China, un Estado que “dejaba en paz a los mercaderes ricos siempre que no supusieran una amenaza para él”. El comunismo, en esta perspectiva, jugó el papel histórico de barrer con los arcaicos fundamentos económicos, mientras dejaba intacto al Estado autoritario y en posición de ser el partero en el nacimiento de una nueva forma de economía capitalista. El Estado chino logró esto precisamente al vincular la incipiente empresa capitalista con las economías capitalistas avanzadas de Occidente, desafiando a los teóricos de la dependencia de los años 60 y 70, quienes habían sostenido que el mundo en desarrollo seguiría dependiendo de las economías avanzadas, a menos que cortara sus vínculos para fomentar el desarrollo doméstico.
El dramático éxito del capitalismo político en Asia desde 1980 podría sugerir que Milanovic cree que el capitalismo administrado por el Estado es más eficiente para lograr el crecimiento y es potencialmente un modelo más atractivo que la meritocracia liberal, especialmente en vista del rechazo del “neoliberalismo” por muchos en Occidente. Pero él es lúcido sobre los desafíos que el capitalismo político ya está enfrentando en China, donde los capitalistas privados han comenzado a resentir la autonomía del Estado, como lo hicieron sus contrapartes en Occidente antes que ellos. Y él también tiene claro que el modelo chino puede ser difícil de exportar, porque su éxito depende en parte de las condiciones y tradiciones únicas de China.
Tal es la tesis de Capitalismo, nada más: el sistema capitalista se ha vuelto casi universal. Sin embargo, no ha satisfecho las necesidades humanas tanto como alterarlas para adaptarse a las necesidades del capitalismo. El retrato de Milanovic de la humanidad bajo el capitalismo es despiadadamente desolador. La jerarquía de valores se “basa simplemente en el éxito monetario”. La codicia, dice, citando a Marx, es “un elemento concomitante del incremento de la mercantilización de la vida”. La sociedad se ha vuelto amoral, porque la riqueza es la única “gloria” y los medios utilizados para adquirirla “son en buena medida irrelevantes (siempre que no lo pillen a uno haciendo algo ilegal)”. Las personas han dejado de ser animales políticos y ya no “consideran la participación en los asuntos cívicos un principio elemental”. En nuestro mundo frenético, “los ciudadanos no tienen ni el tiempo ni los conocimientos ni el deseo necesarios para participar en las cuestiones públicas, a menos que los afecten directamente”. Pero no les importa, mientras se satisfagan sus necesidades materiales.
No estoy seguro de que esto sea correcto. El nivel de vida en Vietnam es mucho más bajo que en Francia, pero el 91% de los vietnamitas apoya la globalización, que ha mejorado su vida diaria, en comparación con solo el 37% de los franceses, cuyos recelos sobre la dirección en la que se está moviendo su sociedad han alentado los movimientos de protesta que exigen una mayor voz ciudadana. Las personas se preocupan lo suficiente por los estragos que el productivismo ha causado en el medio ambiente como para acudir en grandes cantidades a las marchas de protesta. Sin embargo, es cierto que son reacias a renunciar a cualquiera de las comodidades y facilidades que les ha proporcionado el productivismo. Lo que falta no es el deseo de participar en la vida cívica, sino claridad sobre cómo reconciliar la implacable presión del capitalismo por el cambio —“todo lo sólido se desvanece en el aire”, como lo expresó Marx— con la necesidad humana de un mínimo de estabilidad y tranquilidad. Capitalismo, nada más nos dice mucho sobre lo primero, pero sobre lo segundo su único consejo —aparte de unas pocas modestas recomendaciones de política pública, como cobrar impuestos a los ricos, financiar generosamente las escuelas públicas y prohibir todo menos un limitado financiamiento gubernamental de las campañas políticas— es la desesperación.
Artículo aparecido en la revista Democracy. Se traduce con autorización de su autor y de la revista. Traducción: Patricio Tapia.
Capitalismo, nada más, Branko Milanovic, Editorial Taurus, 2021, 368 páginas, $16.000.
Desigualdad mundial, Branko Milanovic, Editorial FCE, 2017, 305 páginas, $12.900.
El imaginario etílico ha tensado el arco narrativo de historias memorables: de Poe a London, pasando por el decadentismo a las vanguardias modernistas, la bebida ha sido portal de lucidez (“In vino veritas”), estimulante creativo, marca de inconformismo y promesa de genialidad. Como dijo Truman Capote: “No conozco a un solo escritor… que no sea un alcohólico”.
Pero, ¿puede la inspiración manar de otras fuentes?, ¿y hacia dónde mirar después de esas llamaradas? En ausencia de una narrativa que asocie arte con moderación, en La huella de los días Leslie Jamison sondea el inexplorado potencial creativo de la sobriedad. Se trata de un viaje por las sinuosidades y contradicciones emocionales de su propio alcoholismo —con soledad, culpa y vergüenza tras las múltiples recaídas—, que la llevó a vislumbrar en la dinámica coral de Alcohólicos Anónimos las “posibilidades de la sencillez como alternativa a los ocurrentes pretextos de complejidad”. Algo que, a la larga, fue parte del antídoto.
Jamison, una borrada en apariencia atípica, con doctorado en Yale y académica de la Universidad de Columbia, se propuso desmontar gran parte del mito malditista (y algo trasnochado) que vincula adicción con genialidad. Y lo hace a través de un ensayo híbrido entre reportaje periodístico, crítica literaria e historia cultural del alcoholismo que visibiliza el drama humano tras esa promesa, como los brutales tratamientos de desintoxicación a los que fue sometida Marguerite Duras o los sudores y temblores del síndrome de abstinencia por los que atravesó el poeta John Berryman. También preguntándose si, al dejar los estupefacientes, algunos célebres escritores y cantantes pudieron convertir la sobriedad —un terreno considerado plano y burgués por no pocos artistas— en un espacio “sexi” para la creación.
Pero, ¿por qué beben (tanto) los escritores? Según el periodista del New York Times J. Anthony Lukas, durante gran parte del siglo XX el alcoholismo tuvo entre los autores norteamericanos magnitudes epidémicas: cinco de sus 12 premios Nobel de Literatura (William Faulkner, John Steinbeck, Eugene O´Neill, Sinclair Lewis y Ernest Hemingway) fueron alcohólicos irredentos. Y de acuerdo al crítico cultural Lewis Hyde, “aproximadamente la mitad de nuestros escritores alcohólicos eventualmente se suicidaron”.
Jamison bosqueja algunas respuestas: “El ansia es nuestro motor narrativo más poderoso”; y el “relato primario y absorbente de la adicción (…) uno de sus dialectos”.
Lo fue para John Berryman, “un oráculo frágil” para quien “el ansia era algo intrínseco (…) vino, tabaco, copas, más, más y más. Hasta quedarse hecho añicos”.
Si bien el imaginario febril y siempre rockero de la dependencia —aquel “claustrofóbico espacio por el que se obliga a reptar el yo adicto”— ha nutrido incontables obras, la ensayista cree que no pocos escritores, absortos en una extraña forma de solipsismo y autocomplacencia, han hecho de esas “fantasías de destrucción creativa” la materia prima de una apenas velada autoficción. Una narrativa extrema, seductora y repleta de hombres que sienten “las cosas del mundo de un modo más extenso que el común de los mortales, que conviven con la oscuridad hasta que, en un momento dado, el propio drama (…) se convierte en algo sobre lo que vale la pena escribir”.
¿Puede la inspiración manar de otras fuentes?, ¿y hacia dónde mirar después de esas llamaradas? En ausencia de una narrativa que asocie arte con moderación, en La huella de los días Leslie Jamison sondea el inexplorado potencial creativo de la sobriedad.
Aunque Patricia Highsmith anotó en su diario que “el alcohol hace al artista volver a ver la verdad, la sencillez y las emociones primitivas”, para las escritoras la bebida rara vez tuvo connotaciones metafísicas. Y es que lejos de ser genios clarividentes, Jane Bowles, Elizabeth Bishop o Jean Rhys a menudo fueron vistas como madres irresponsables o borrachas dignas de pena, y su dependencia, como “una forma de autocompasión o melodrama, de histeria, de sufrimiento gratuito”.
“Mientras el legendario borracho varón se las arregla para encarnar un envidiable abandono —la temeraria y autodestructiva búsqueda de la verdad—, su homóloga femenina es vista casi siempre como culpable de haber abandonado a los suyos, del delito de negligencia”, escribe Jamison. “Su alcoholismo la ha llevado a violar el primer mandamiento de su sexo: ‘Cuidarás de los demás’”.
Balada y dependencia
Presa de la noción romántica que emparenta sufrimiento con sensibilidad, con la perspectiva alterada y con ser “interesante”, Jamison sucumbió tempranamente a esos mismos cantos de sirena. Cuando estudiaba en el Taller de Escritores de la Universidad de Iowa, donde célebres borrachos como John Cheever, Denis Johnson o Raymond Carver fueron profesores, se fascinó con la disfuncionalidad etílica de Faulkner, Fitzgerald y Hemingway, así como con la sombra adicta de Burroughs y sus yonquis, de De Quincey y su opio. En los bares de la ciudad buscó huellas de aquella misma climatología genial, volátil y auténtica: “Si tanto necesitabas empinar el codo por fuerza tenías que estar sufriendo (…) beber y escribir eran dos respuestas distintas a ese mismo dolor punzante”.
También sabía que su capacidad para atribuir cierto valor estético a esa disfuncionalidad —y de elevar a condición de fetiche su relación con la genialidad— era, en el fondo, fruto de un privilegio de raza y clase: el de “no haber sufrido nunca de veras”. En sus propias palabras: “Yo soy precisamente una de esas buenas chicas blancas de clase media alta cuya relación con las sustancias estupefacientes se ha tratado como algo benigno o digno de lástima. Mi tono de piel es un salvoconducto que me permite emborracharme o colocarme impunemente”.
Graduada en las universidades de la Ivy League, fue una borracha altamente funcional, cuyo alcoholismo y esporádico consumo de cocaína no le impidió tener una brillante carrera académica ni lograr, antes de los 30 años, el éxito literario. Pero no por eso su dolor fue menos persistente. Aunque creció en un entorno privilegiado y en una familia que la adoraba, también tuvo una adolescencia marcada por la anorexia, enfermedad que la hizo buscar anestesiarse y huir de sí misma para “desbaratar la conciencia y enmascarar sus desengaños”. En este sentido, el alcohol venía con una promesa física: “Con esto, no te sentirás insuficiente”.
Aun así, aquella carencia era más bien opaca y no podía atribuirla a un único mito de dolor fundacional. Pese a haber tenido una niñez más fácil que la mayoría, escribe, igual “terminó empinando el codo”.
‘Mientras el legendario borracho varón se las arregla para encarnar un envidiable abandono —la temeraria y autodestructiva búsqueda de la verdad—, su homóloga femenina es vista casi siempre como culpable de haber abandonado a los suyos, del delito de negligencia’, escribe Jamison.
Cuando su alcoholismo traspasó cierto umbral y aparecieron las mentiras del tipo “esta tiene que ser la última noche” (pero al final, terminaba siendo una noche igual a la anterior, con “la boca estropajosa y agria, agotada pero incapaz de conciliar el sueño”), una profunda sensación de vergüenza interna la llevó a contemplar, no sin cierto escepticismo, la posibilidad de asistir a Alcohólicos Anónimos. La recuperación tiene fama de predecible y también de naif, por su cercanía a los relatos de autoayuda, por lo que la sobriedad la enfrentaba a otro dilema: que la hiciera perder el pulso narrativo y, al mismo tiempo, que la aplanara, haciendo de esa nueva vida apenas una prolongación aburrida en comparación al “fascinante incendio anterior”.
De yonquis y almas perdidas
Lejos de pavimentarle el camino hacia una luminosa redención, la desintoxicación la sumió en una dialéctica sinuosa y asfixiante que la llevó a tocar fondo, a amar aquello que podía matarla, a “no poder imaginar la vida sin las drogas y el alcohol, ni con las drogas y el alcohol”.
Algo que conoció bien Scott Fitzgerald, para quien su alcoholismo fue más bien una poderosa camisa de fuerza antes que un afrodisiaco creativo. “Equiparar la adicción a la variación —escribe Jamison—, es un lujo que solo puede permitirse quien no se ha pasado años contando las mismas mentiras a los dependientes de las tiendas de vinos y licores”.
Lo mismo experimentó George Cain —el autor de Blueschild Baby, un feroz retrato semiautobiográfico de dependencia—, quien absorto en un eterno día de la marmota, “consumía cada vez más heroína porque el libro no avanzaba y el libro no avanzaba porque consumía cada vez más heroína”. Si bien en la novela el protagonista finalmente se recupera, Cain no pudo librarse de los imperativos físicos de su adicción.
“En realidad, la droga nunca ha ayudado a nadie a cantar mejor, ni a tocar mejor ni a hacer nada mejor”, insistía Billie Holiday, quien debió lidiar con los estereotipos de “artista torturada” y “yonqui depravada” que los medios proyectaban sobre ella, muriendo encadenada a una cama de hospital.
Y contra lo que pueda creerse, Carver escribió sobrio De qué hablamos cuando hablamos de amor, sus notables relatos impregnados de imaginario etílico. Decía que estaban íntimamente ligados a su mejoría, “al hecho de haber recuperado un poco de autoestima (…) de sentirme digno como escritor y como ser humano”.
Jamison insiste en que la recuperación, lejos de ser un borrón y cuenta nueva, es un continuo tira y afloja que, en el fondo, jamás se acaba. “La realidad es que, cuando abrazas la sobriedad, no desaparece por ensalmo todo lo que te empujaba a beber”, dijo en una entrevista reciente para La Vanguardia. “El escritor sobrio ni siquiera permanece sobrio para siempre”.
Graduada en las universidades de la Ivy League, fue una borracha altamente funcional, cuyo alcoholismo y esporádico consumo de cocaína no le impidió tener una brillante carrera académica ni lograr, antes de los 30 años, el éxito literario. Pero no por eso su dolor fue menos persistente. Aunque creció en un entorno privilegiado y en una familia que la adoraba, también tuvo una adolescencia marcada por la anorexia, enfermedad que la hizo buscar anestesiarse y huir de sí misma.
Si bien la ensayista cuestiona la idea de que “los demonios” derivados del uso y abuso de sustancias supongan un componente esencial para la creación, tampoco lo descarta del todo. El deseo es difuso, y el vínculo entre estupefacientes y creatividad, más complejo de lo que parece. Que la dependencia contenga una innegable amenaza de muerte no significa que otros no hayan extraído valor de esa experiencia. De hecho, esa ha sido precisamente la alquimia. “Si Amy Winehouse hubiese ido a rehabilitación aquella primera vez, tal vez nunca hubiésemos escuchado Back to Black”, plantea.
Con todo, para la autora el arte jamás sustituye una vida. Algo que Carver también creía. Estuvo lo bastante cerca del horror para no saberlo. Cuando le preguntaban por sus años de alcoholismo, solía responder: “Esa vida se ha ido, simplemente, y no puedo lamentar su muerte”.
La utilidad del cliché
Las mentiras que se contaba a sí misma para seguir bebiendo y el infernal loop de las recaídas, obligó a Jamison a aferrarse a Alcohólicos Anónimos, un ritual de purga y renovación en torno al dolor compartido donde contar historias es casi una estrategia de supervivencia. Son reuniones no aptas para pieles sensibles, a las que asisten trabajadores, exadictos veteranos y toxicómanos desesperados en busca de una segunda vida, y en las que un mantra de comodines verbales y frases manidas desbarata, como en el judo, las ínfulas de protagonismo y el pie forzado de la épica, así como cualquier tipo de identificación narcisista con el propio sufrimiento.
Aquella catarsis colectiva desmanteló sus propias ilusiones de excepcionalidad y le reveló, no solo una vida interior bastante más corriente de lo que creía, sino también la clave para articular su propio relato: un crisol testimonial de escritores, cantantes y exadictos comunes y corrientes que, por momentos, se asemeja bastante a una sesión de recuperación. “Necesitaba —se lee en el libro— de la primera persona del plural porque la recuperación había consistido en una inmersión en las vidas de otros. (…) Nada en ese proceso había sido singular”.
La desintoxicación tiene muchas caras. John Berryman, por ejemplo, buscó expiar mediante la ficción lo que no pudo purgar su cuerpo, dejando testimonio en su inacabada novela Recovery de “veintitrés años de caos alcohólico, con sus divorcios, humillación pública, un trabajo perdido, lesiones varias y una hospitalización”.
Carver, por su parte, buscó dejar atrás sus demonios imaginando “el deseo en nuevos términos”, refugiándose en sus amigos o pescando en el archipiélago de Juan de Fuca. Durante esos años que jamás imaginó llegar a vivir, sus relatos comenzaron a tener sutiles destellos de esperanza e impensados momentos de empatía. Quizás vislumbró una claridad nueva —u otra forma de embriaguez— que, a falta de mejores palabras, bien pudo haber sido la musa de la sobriedad.
La huella de los días. La adicción y sus repercusiones, Leslie Jamison, Anagrama, 2020, 632 páginas, $17.500.
Philip Roth se hizo famoso en todo el mundo por publicar una novela sobre la masturbación masculina, en 1969. Durante el resto de su larga vida como escritor —El mal de Portnoy es solo el cuarto de una serie de 31 libros—, a Roth siempre le molestó que el juicio global sobre su obra, y también sobre su identidad personal, dependiera de esta primeriza travesura y no de otros libros más ambiciosos y perfectos, como Patrimonio (1991), El teatro de Sabbath (1995, esta era su novela preferida) o la Trilogía americana (1997-2000).
Sin embargo, es necesario puntualizar que el hígado, la manzana, la hipercuidadosa e hiperhigiénica madre judía —en ningún caso, una proyección universal de la maternidad—, la historia del triunfo de la segunda generación de inmigrantes, no son anécdotas ni tramas que hayan penetrado en la cultura popular chilena ni latinoamericana, como sí lo han hecho en EE.UU. y el Reino Unido. Existe una desarmonía entre la sociedad estadounidense y la latinoamericana que puede explicar por qué El mal de Portnoy jamás, ni antes ni ahora, adquirió una proyección popular, incluso entre el público culto y lector. El mal de Portnoy no encontró entre nosotros el momento justo. A fines de los 60 estábamos demasiado preocupados por cambiar la sociedad, durante gran parte de los 70 no podíamos ni siquiera entretenernos en placeres privados, y ya desde los 90 ese tipo de traumas parecía anticuado. Incluso quienes entre nosotros siguen reduciendo a Roth al “escritor del escándalo”, pueden lamentarse de que, si no me equivoco, esta muy difundida práctica no haya conocido en la literatura escrita en castellano un codificador tan prestigioso y eficaz.
He insistido en esta desproporción para explicar por qué Philip Roth. The Biography es un libro que ha de decepcionar a todos los lectores hispanoparlantes que previamente no fueran grandes admiradores. A quien Philip Roth no le interesara mucho antes de leer esta biografía, le interesará muy poco después de estas cerca de 900 páginas de obsesiva y minuciosa guía Baedeker sobre su peripecia vital. Esta biografía es una ininterrumpida enumeración estadística: cientos de amantes, decenas de novias, un par de esposas, millones en adelantos, decenas de miles de copias vendidas.
En una biografía autorizada por el propio Roth, con ambición de convertirse en “definitiva” —como la crítica la saludó hasta que Blake Bailey fue denunciado por acoso sexual—, quizá sea necesaria esta riada de datos. El lector simplemente deberá ser consciente de que es imposible leer un libro de estas características de manera continua. Sin embargo, incluso si adopta un método de lectura compartimentado por el libro o el período de la vida de Roth que llaman su atención, el lector acabará decepcionado.
En ningún capítulo hay una reconstrucción crítica sobre los temas que definen la obra de Roth —la contradicción entre el deseo y objetivos vitales más amplios, la tiranía y, a la vez, la ambición de la validación social— ni sobre cómo estos varían —el infantilismo norteamericano, la vejez propia y ajena, la continuación del deseo a pesar de la decadencia física–. Por supuesto, todos estos temas aparecen, pero siempre de manera discontinua y mimética, en los minirresúmenes de las 31 novelas —una enumeración más en esta enumeración de enumeraciones—, lo que inevitablemente confunde al lector que no haya releído el corpus de Roth justo antes de comenzar con la biografía escrita por Bailey. Por supuesto, no explica que es solo la peculiar y obsesiva ética del trabajo, que desde el gran éxito de Goodbye Columbus, publicada a fines de los 50, le permite seguir escribiendo y produciendo obras serias, profesionales, de cierta calidad, pero repetitivas y monótonas, hasta que a comienzos de la década de los 90 publica varias obras maestras, a partir de Operación Shylock. Por supuesto, en ningún momento se atreve a escribir que si Roth hubiera muerto en 1994, posiblemente sería autor de una sola novela —El mal de Portnoy— para la historia de la literatura universal. A pesar de que nos cuenta con todo detalle sus fracasos matrimoniales y sus conquistas amorosas (dejó de llamar a la viuda Jacqueline Kennedy porque solo contaba con un terno elegante), no hay la más mínima síntesis sobre los problemas que consagran a Roth como escritor pop: de nuevo el sexo, los afectos, las parejas aparecen como una suma caótica que crea la impresión de que Roth siempre se preocupó de desmentir. El lector no es capaz de distinguir los traumas de los personajes de los de su propio autor.
Bailey se dedica profesionalmente a redactar biografías de grandes escritores americanos. Antes había publicado las de John Cheever, Richard Yates y Charles Jackson. Su método acumulativo, el de ‘la anécdota por la anécdota’, recuerda al estilo de las tesis doctorales: todo es valioso, todo merece ser acarreado en la disertación, si la opinión fue defendida por Judith Butler, Immanuel Kant, Nicolás Maquiavelo o Santo Tomás de Aquino.
Bailey se dedica profesionalmente a redactar biografías de grandes escritores americanos. Antes de la de Roth había publicado las de John Cheever —muy aplaudida por la crítica—, Richard Yates y Charles Jackson. Su método acumulativo, cuyo lema normativo se resume en “la anécdota por la anécdota”, es insoportablemente tedioso. Recuerda al estilo intelectual de las tesis doctorales: todo es valioso, todo merece ser acarreado en la disertación, si la opinión fue defendida por Judith Butler, Immanuel Kant, Nicolás Maquiavelo o Santo Tomás de Aquino (autores especialmente proclives para las tesis recopilatorias). “Hazla interesante” fue el consejo que el autor de La mancha humana dio a Bailey cuando lo nombró biógrafo oficial, hastiado de la falta de atención de Ross Miller, el sobrino del dramaturgo Arthur Miller y amigo íntimo de Roth durante varias décadas. Con toda seguridad, Bailey ha fracasado, lo que, sin embargo, supone un triunfo para Roth y su visión de la literatura. Se trata del mejor novelista posible en un sentido flaubertiano: incluso quien desprecie su obra, no podrá negar que es mucho más interesante que esta vida, encerrada entre novias, dinero, una mansión en Connecticut y un estudio en el Upper West Side de Nueva York.
Aunque el biógrafo es responsable de esta biografía acumulativa, el relato refleja la vida hermética de Roth. Este siempre consideró que los temas de sus obras eran los de EE.UU., no los de una comunidad parcial, por importantes que fueran los judíos de Newark. La lectura de esta biografía me ha revelado que yo había malinterpretado esta proclamación: no se trata de deseo de apertura, sino de aislamiento. Roth es solo y nada más que un autor estadounidense. Era absolutamente monolingüe: más allá de las fórmulas rituales, no sabía yiddish; su aprecio por Kafka dependía de alguna traducción al inglés. Las palabras que a veces escribe en francés no son más que dichos vacíos y elegantes de quien se hubiera perdido leyendo en la lengua original Madame Bovary, una de sus novelas preferidas. Por grande que sea Estados Unidos, por importante que hayan sido los lazos que lo vincularon con Obama y Clinton (Bill, sin embargo, le retiró el saludo después de la alusión a Monica Lewinsky en La mancha humana), el americanocentrismo de Roth es perturbador. En el recuento biográfico de Bailey, para cualquier lector que no sea norteamericano o incluso neoyorquino, resulta incomprensible. El nombre de la crítica del New York Times Michiko Kakutani, auténtica bestia negra de Roth, aparece más de 20 veces, bastante más que las referencias a Flaubert o Kafka.
Ahora me doy cuenta de que este desinterés le llevó a dar un nombre equívoco a uno de los personajes femeninos más importantes de su producción. Consuela Castillo se llama la joven estudiante de origen cubano de la que David Kepesh se enamora en El animal moribundo (2001). Aunque en el Caribe todo nombre propio es posible y aunque parece que en una teleserie norteamericana la señora de la limpieza se llama también así, un personaje cubano no debería llamarse Consuela, no solo porque en la isla, más si proviene de una familia conservadora y exiliada en EE.UU., el nombre habitual es Consuelo, sino, sobre todo, porque se trata de una denominación habitual en Rumanía, de lo que podría haberse informado a través de su amigo Norman Manea. Es posible que la causa de este equívoco provenga simplemente del desinterés que a Roth le producía todo lo que no fuera estadounidense (en este caso, el equívoco es doble porque tanto la actriz como la directora que se encargan de la adaptación cinematográfica son españolas). Paradójicamente, el insularismo cultural norteamericano resulta especialmente mortificante cuando sus narradores ambientan historias en una amanerada Europa, como ocurre con las películas de Woody Allen Vicky Cristina Barcelona o Desde Roma con amor (gracias al gossip biográfico sabemos que Roth detestaba a Woody Allen: consideraba que sus retratos de los judíos neoyorquinos eran tan burdos como los de las películas mencionadas; apoyó a Mia Farrow después de que denunciara a Allen por haber abusado de su hija adoptiva Dylan).
Aunque no se trata en ningún caso del propósito de Bailey, el principio más importante que revela esta novela es el de la profunda asimetría con que la cultura norteamericana se relaciona con el resto de las culturas, no solo las de países del tercer mundo o marginales, sino con la de países más cultos y casi igual de ricos, como Francia o Alemania. De ahí que Roth considerase que la Academia sueca era injusta por no concederle el Premio Nobel más o menos desde que en 1976 lo recibiera su maestro Saul Bellow. Ya sabíamos que el biógrafo no iba a recordar que muchos de los más grandes escritores del siglo XX no lo recibieron —Borges, Joyce, Proust— y que, indudablemente, muchísimos peores que Roth sí lo obtuvieron. Tampoco recuerda que hasta 1994 esta pretensión es exagerada; después, innecesaria. Sentir que hay injusticia por no recibir el Nobel es consecuencia de esta equívoca exigencia: un mundo cultural que apenas reconoce méritos culturales foráneos, pero que debe ser reconocido en su máximo grado en el extranjero. Aunque lamentable para el diálogo cultural y la creación de una cultura cosmopolita, al menos en el caso de Roth podemos alegrarnos de que este equívoco haya tenido consecuencias benignas.
Philip Roth. The Biography, Blake Bailey, Norton & Co., 2021, 898 páginas, $35.000.
Le tenía terror a la muerte y desprecio a la vida. Quizás por eso solía quejarse del mal diseño que tiene la existencia. En la entrada del 11 de abril de su diario, cuando tenía 60 años, se lee: “Impresionado por la imagen tan fea que me devuelven los espejos. Viejo, duro, áspero, flaco, horrible. Uno debía morirse antes de envejecer. Pero antes, cuando era joven, tampoco estaba contento”. De hecho, en el pasado su diario recoge confesiones parecidas. A los 26 años apunta: “Estoy convencido de que el hombre alcanza el mayor grado de belleza física a los 16 años, cuando ya tiene la fuerza y todavía no ha perdido la frescura, cuando ya tiene expresión y aún no se le acentúan las facciones, cuando está alto y no ancho, flexible y tímido, cuando es sensual sin grosería e idealista sin dolor ni veneno. Extravié”.
En vez de morir joven como exigían sus ideales estéticos, el destino tuvo el mal gusto de otorgarle larga vida. Falleció a los 93 años, en 1984. Y publicó hasta poco antes de morir, aunque alguna vez escuché que sus artículos se habían vuelto confusos al final y eran reescritos por los editores. De cualquier forma, es un caso infrecuente, si no único, en la historia de la literatura. Un crítico que dominó la escena cultural de manera hegemónica durante más de 50 años. Más de medio siglo en el que fue amo y señor, primero desde las páginas del diario La Nación y luego desde El Mercurio, para dictar las normas de lo que había que leer, para tasar a los escritores, para determinar el quién es quién de la república de las letras.
No es exagerado sostener que para analizar la historia literaria chilena de ese período es fundamental considerar su labor crítica. Sus huellas digitales, sea por inclusión u omisión, aparecen de diversas formas. Por eso cuando se cumplen 120 años de su nacimiento, todavía ronda la pregunta: ¿quién era realmente Alone? Mejor, ¿quién estaba detrás de su personaje?
***
Cualquier sobrevuelo por los datos biográficos de Alone traerán inevitablemente aparejadas ciertas turbulencias de desconcierto. Parecía hacer caso omiso de los otros al punto de escoger como seudónimo Alone y se exponía semana a semana al escrutinio público. Vivió con la austeridad que reclama la pobreza, no obstante con aires aristocratizantes. Prescindía de los bienes materiales; sin embargo, tuvo una citroneta con chofer y una propiedad en Piedra Roja, al oriente de Santiago, cuando era campo, donde se construyó tres cabañas para él solo. Escribía tan bien que el año 1959 le fue otorgado el Premio Nacional de Literatura, pese a que su obra estaba principalmente en los periódicos. Hizo estudios de contabilidad y un curso de hipnotismo por correspondencia, pero su pasión siempre fue leer. Podía catapultar a un autor con una crítica, dado que los lectores llegaban al día siguiente a las librerías con el diario para comprar lo que recomendaba. Pero él no habla de críticas literarias, sino de crónicas.
Visto así, era difícil suponer las constantes agonías que experimentaba, los miedos que lo azotaban, que lo extraviaban. Para eso estaba el personaje que hizo de sí mismo: su blindaje. Hubo quienes presagiaron lo que se ocultaba bajo su apariencia circunspecta. Fernando Santiván, por ejemplo, se percató de su personalidad cuando todavía era Hernán Díaz Arrieta, un aprendiz de escritor que ensayaba sus primeras letras junto a Jorge Hubner, en un librito que publicaron con el título de Prosa y verso. Lo describió como “un espíritu tortuoso”. Pero donde realmente se revela esta suerte de motín interior al que lo sometía constantemente su hipersensibilidad y sus obsesiones, es en sus diarios. Allí se fragua día a día esa interioridad tan atormentada, su absoluta falta de paz íntima, su desgarro de vivir. Leyéndolos, vemos que Alone vivió corroído por la neurosis. Siempre disconforme, obsesionado por la decadencia, perturbado ante el temor de males y enfermedades que lo rondan, enojado con un cuerpo donde no puede sentirse a gusto ni protegido, acaso traicionado por algunas de sus pulsiones o instintos… Extraviado, como él mismo dijo.
Por mucho tiempo, sus diarios fueron uno de los mayores mitos de la literatura chilena. Las conjeturas, supuestos y hambre de cotilleo iban en aumento en la medida en que se especulaba sobre su paradero. Mientras mayores eran las expectativas ante las revelaciones sobre protagonistas de nuestras letras y de la vida íntima de su autor y su probable homosexualidad, aumentaba el temor por el destino de esos cuadernos.
¿Dónde estaban?
Se temía por su integridad, que fueran quemados, como ha ocurrido con tantos escritos similares.
En 2001 se publicó parte de ellos: Diario íntimo (1917-1947). Una edición que se preocupó más de entregar los datos biográficos de quienes aparecen que los criterios editoriales y cómo se abordó la selección. Se suponía que vendrían luego nuevos volúmenes con los diarios posteriores, cuestión que en 20 años no ha ocurrido. Por fortuna, la Biblioteca Nacional conserva una copia microfilmada, de modo que al menos no hay peligro de que sean destruidos.
Es un caso infrecuente, si no único, en la historia de la literatura. Un crítico que dominó la escena cultural de manera hegemónica durante más de 50 años. Más de medio siglo en el que fue amo y señor, primero desde las páginas del diario La Nación y luego desde El Mercurio, para dictar las normas de lo que había que leer, para tasar a los escritores, para determinar el quién es quién de la república de las letras.
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En uno de los diarios que permanecen inéditos, Alone escribe y describe su segundo viaje a Europa, en el año 1952. Lo emprende con la idea de recalar en la casa de Gabriela Mistral en Nápoles, experiencia que luego relató en una columna en la revista Zig-Zag. Ciertamente, en el diario quedará el lado B de esa historia. Mistral y Alone se han encontrado en contadas ocasiones, pero se conocen por más de 30 años, tiempo en el que cruzaron una nutrida correspondencia.
Se traslada a Buenos Aires para embarcarse en el Cabo de Buena Esperanza hacia Europa. La ciudad poco a poco lo cautiva, “poco a poco se amansa”, estima él. “Y es enorme. ¡Cuántos árboles, qué de parques, avenidas, ríos! Valdría la pena estar un tiempo largo”. Su amiga Marta Brunet aprovecha de invitarlo a su casa. Allí encuentra a “Ernesto Sabato, consumido y ardiente, moreno, inteligentísimo. Eduardo Mallea suave y parsimonioso, bonita cabeza, xx, le envió conmigo muchos y al parecer sinceros saludos a Gabriela Mistral”. (6 de abril)
Ya en plena navegación prepara nuevas crónicas, nada en la piscina, conversa en cubierta, padece nostalgia por una mujer que ha dejado en Santiago y aún así le queda mucho tiempo muerto. A medida que Europa está más cerca, Alone se lamenta de no tener noticias de su anfitriona. “En realidad, todavía ignoro si Gabriela Mistral está o no está en Nápoles, si tiene o no tiene alojados en su casa y, por tanto, si puede o no recibirme. En caso negativo, es la catástrofe, el fracaso del viaje. No me quedaría sino regresar con la cola entre las piernas, en medio de un ridículo público. O quedarme un tiempo donde fuera más barato, para salvar las apariencias. Por ejemplo, en Mallorca. La isla me atrae. El clima, la cartuja de Valldemossa. Pero antes habría que ver al padre Pío. Lo iría a ver, la cuestión, por ahora, está en sanar de la ciática y poder moverme, circular. He amanecido, sin duda, mejor, pero estas cosas reumáticas son largas y traicioneras. Me han hablado de tomar las aguas y los baños de Sorrento. Parece que de allí solo podrían salir canciones. En todo caso, resultará picante, después poder contar: ‘Para sanar de la ciática que me produjo la transición del calor del trópico al frío que hizo ese año después de pasar la línea, estuve una temporada en las termas de Sorrento’. ‘¿Hay termas en Sorrento?’ ‘Por supuesto’”.
Bromas aparte, sus males amenazan con estropearle el viaje. Cuando están prontos a llegar a puerto, el 25 de abril de ese 1952, comenta: “No se siente el menor balanceo: el Mediterráneo es un lago dormido. Son las doce y media de la noche. Aseguran que llegaremos a Barcelona como a las 4 de la tarde. Entonces todos desembarcarán y yo, con mi semi invalidez, mis atroces dolores a la cintura, me quedaré solo a bordo. ¡Y pensar que vine porque no viajaría solo. Esta venida a Europa va resultando más amarga todavía que la otra. A mis amigos no se les ha ocurrido un momento alterar su itinerario en vista de mi enfermedad y seguir siquiera hasta Génova. Tienen que ir a París. Experiencia, enseñanza, ejemplo. No conviene hacerse ilusiones sobre los países ni sobre las personas. He llegado, sin embargo, a creer en el amor de V. C. y a quererla yo también a ella, como se debe querer, con angustia y desesperación”. Un día después el ánimo empeora: “¿Por qué me han traído de South América? ¡Yo me quiero ir! Yo no quiero ver a Gabriela Mistral: quiero a Virginia Cox”.
Instalado en el hotel Colón, ubicado frente a la catedral de Barcelona, escucha las horas mediante campanadas con “buen metal”. Vagabundea y olfatea la ciudad, va a los baños turcos, su viejo hábito que pone en práctica adonde vaya. Llegan por fin las buenas nuevas: “Cable de Gabriela desde Nápoles: me aguarda ‘fraternalmente’. Laus! Empezaba a inquietarme seriamente su silencio. Ahora todo se aclara y afirma, junto con mi salud ya casi recuperada. ¿Cómo irá a ser esta residencia en casa de Gabriela? ¿Estará siempre Neruda en Capri? Sería curioso. Y estupendo. ¿Irá a resultar algo? ¡Qué curiosidad!”.
El 4 de mayo se encuentra con la poeta. “Nápoles, via Tasso 220. Gabriela más delgada, pero muy bien, derecha y fumadora, resistente para conversar, asistida filialmente por una maravillosa criatura de anteojos, no bien traducida aun del inglés, lo que añade gran encanto a su charla. Se entra o se baja al consulado por un jardín y se puede tomar té en la terraza con vista a Capri y al Vesubio y a Sorrento y Castellamare, con una temperatura celeste. Instalación doméstica amplia, a la antigua, ambiente de gran paz donde circula uno que parece perrito y es una gata siamesa, extraña y regalona. Gabriela ama el calor húmedo del trópico, se ahoga en el calor seco y en la altura”.
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Alone llega como amigo a Nápoles, pero se instala en la casa de Gabriela como el cronista que es. A partir de ese momento, las entradas de su diario son notas, a veces incluso algo inconexas, que revelan su condición de apuntes para algún escrito futuro sobre ella:
“Charla hasta las 10 de la noche desde las tres de la tarde. El terror comunista, Europa minada. Los maravillosos traductores de todas las lenguas, sus profetas. Euro ruso. Bogomöllet. Por él vive y conversa. Romelio Ureta, su hermano rico, suicidio por pundonor, no por amor. Contra calumnia mujer fatal. La tragedia del sobrino en Petrópolis: envidia del mulato lo asesina, la carta del falso suicidio. El misterio de Zweig: iba a comprar auto, elegía modelo, acumulaba derechos autor: ¿Qué hubo? La revolución comunista continental de G(etulio) V(argas) en Río: espiada. Descripción de Chile, prosa tranquila, terror a la poesía pasional trastornante. Comida muy napolitana al aire libre, junto al mar, entre autos y barcas que pasan iluminadas a lo lejos; ni frío ni calor.
Escribía tan bien que el año 1959 le fue otorgado el Premio Nacional de Literatura, pese a que su obra estaba principalmente en los periódicos. Hizo estudios de contabilidad y un curso de hipnotismo por correspondencia, pero su pasión siempre fue leer. Podía catapultar a un autor con una crítica, dado que los lectores llegaban al día siguiente a las librerías con el diario para comprar lo que recomendaba. Pero él no habla de críticas literarias, sino de crónicas.
Proyectos para huir de la guerra: Nueva Orleans o Montevideo, ventajas allá: menos visitas, menos chismografía, seguridad total, acá más conocidos, pero… ¡ay! Pesimismo ante formidable organización y fanatismo rusos. El caso del joven Matta Echaurren transformado: el nuevo técnico, frío y calculador como un negociante, abrumador de datos, de hechos, de lógica irresistible. ¡Y están en todas partes! En cambio el Papa, esqueleto, muerto sacado de la tumba ¡pero con unos ojos de fuego con cinco vidas! Ignoraba que en América hubiera indios. Audiencia especial, una gracia: ¿qué? Los indios. Su Santidad muy sorprendido. Pastoral. Sí, pero… Los curas. El horror del Perú, sobre todo visita al Papa impuesta por De Gasperi, imposible rehusar. El desmayo en Suecia: la Embajadora del Brasil, en todas partes, como desagravio, muerte sobrino, hijo hermano natural su padre”.
Las notas continúan la jornada siguiente, siempre a la caza de los fantasmas que pueblan a Mistral. Algunas muestras:
“Nublado, tibio, suave, monástico. Vuelven los recuerdos de la portorriqueña siniestra con sus barbitúricos sospechosos: esfuerzos de Doris para embarcarla hasta con la policía. Las ruinas de Yucatán, el rol y el extraño accidente: un vómito casi sólido como de una culebra de almidón pero que necesitó cortar con sus manos para poder respirar, luego las escamas secas en el pelo, en todo el cuerpo, hasta los pies. Veía algo blanco, agradable. Escapó por milagro, sospecha que la envenenaban. Ciega firmaba todo sin ver: así la portorriqueña le hizo firmar la escritura de la casa en que ella aparece como co-propietaria. Palma Guillén le pagó la mitad. La secuestraba. Debía disimular su ceguera por temor a perder el puesto. ¡Qué comedia! ‘Estaban hablando conmigo y no sabían que no los veía’. Confiesa que los recuerdos amargos, las traiciones y los ataques se le pegan a la memoria más que los días alegres y los recuerdos buenos. Es la gran enemiga de sí misma. Cuando su madre estaba embarazada de ella en La Unión, creyeron que eran mellizos y se fue a Vicuña donde nació; pero no estuvo allí sino unos días, los 40 clásicos. Regresó a La Unión que tampoco ama, porque la echaron allí del primer colegio donde estuvo y sufrió mucho. Por eso me quedé sin colegio. Gravedad, pasión, tristeza, espíritu de justicia profético, vehemente, semicreencia en la reencarnación, en los avisos del más allá: Teresa de la Parra le comunicó su muerte, el de la de su madre, estando en París, contra su hábito, rezó una novena de las ánimas toda la tarde. (…) En realidad, odia a Chile. No cabe negarse a la evidencia: hoy me declaró terminantemente que, si no fuera porque allá están los cuerpos de su madre y de su hermana, ella habría tomado otra nacionalidad. Está convencida de que en Chile la aborrecen y empiezo a temer que no la quieran, que haya en su contra una corriente más poderosa de lo que había sospechado y que ella, con sus arterias, la siente”. (5 de mayo)
“Premio Nobel: lo que menos consideran son las opiniones oficiales, ¿G. V.? ¡No! Y Usted… ¿Cómo dudarlo? Casi reproche.
‘Un señor q’ llegaba cada tres o 4 años con dos maletas y decía: ¿Qué tal, cómo les va? ¡Qué grande estás!’ era mi padre. En el colegio: ‘Cómo no tienes padre’. Mamá: ‘De eso no se habla’… Axel Munthe [médico y escritor sueco] quería venirse con ella de Suecia a Nápoles, pero lo hicieron desistir, porque se habría muerto. Ella misma tuvo un síncope en el avión de Estocolmo a París: ¡Ella y una guagua! Aldous Huxley es amigo en California curó de la ceguera con procedimiento especial”. (6 de mayo)
“Cree Marta Brunet la atacó para quitarle consulado Madrid cuando carta famosa”. (7 de mayo)
“Considera ‘El ruego’ y ‘Los sonetos de la muerte’ cursis, dulzones, pegajosos, intolerables!”. (21 mayo)
“No toca, no puede materialmente tocar el dinero. Ni saca cuentas. Cuando le pregunto el precio de la casa, el sueldo de la criada, responde sin vacilar: Pregúnteselo a Doris. Y no es evasiva. Es que no sabe, no le viene a la cabeza el número. Así la explotó la portorriqueña”. (8 de mayo)
“Por todas partes la muerte del niño. Cegó, perdió la memoria, estuvo en una clínica, ausente”. (9 de mayo)
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Tras su viaje a Foggia —a 180 kilómetros de Nápoles— para visitar al padre Pío, vuelve a Nápoles y se inquieta por el deterioro de la salud de Mistral, el estado de su memoria y las restricciones económicas. Las conversaciones a veces se vuelven tensas:
Fue en esas idas y venidas desde la casa de Mistral que Alone escribió los primeros trazos de lo que sería 10 años después su libro Los cuatro grandes de la literatura chilena, con un capítulo destinado a Gabriela. Una extraordinaria aproximación que vale la pena releer. Para mí, un inmejorable ejemplo de un perfil logrado, que debería utilizarse en clases de periodismo donde se suelen emplear reconocidos ejemplos del nuevo periodismo norteamericano, desconociendo a nuestros propios clásicos.
“Ayer, por ejemplo, estaba muy contenta porque del Ministerio de Relaciones le habían comunicado que podía salir cuando quisiera sin pedir permiso ni avisar. Ella nunca reconoce que en el Consulado no hay trabajo y que su puesto es una canongia, una jubilación disimulada. Siempre está hablando de jubilar y, de que otros ambicionan su cargo, por lo demás, único, puesto que se lo dio una Ley Especial como una pensión de gracia. La noticia le cambió la cara y le inspiró la idea de ir a Israel, de visitar los Santos Lugares. Dijo que le estaban ‘cosquillando los pies’ y me propuso quedarme aquí, solo, de dueño de casa. Nunca se le ocurrió hablar de la bondad de los hombres de gobierno para con ella ni del amor que, a veces, le demuestran en su país. Era como si la cosa hubiera caído de las nubes, aislada, sin eco, origen ni conexiones terrenales. Cree, en cambio, que cuando fue a Chile y la visitaban tantas altas damas que no podía salir, era Dublé Urrutia que le preparó esa invasión a fin de impedirle revolucionar al pueblo y que la secuestraron a fuerza de amabilidades, la asfixiaron abrazándola. Aquí las visitas se tornan espías, porque como en esos países sud-americanos… Cuando confunde a Chile con el resto de Ibero-América yo no puedo sujetarme y salto, pierdo la paciencia y falto a la buena educación.
Le he dicho mil veces que la gente la cree rica y que tiene razón, porque, si ella poseyera un átomo de las cualidades de esa raza que tanto admira, habría administrado bien su fama y con sus libros y sus artículos no necesitaría de nada ni de nadie. Sus disculpas llevan a la conclusión de que todo el mundo le ha robado y seguirá robándole sus derechos de autor, y que ella no sabe pelear, y que no quiere amargarse la vida inútilmente, y que no puede tocar el dinero, y que no sabe sacar cuentas, etc. Bien. Pero cuando relata nuestra discusión, comienza: ‘Álone me cree inmensamente rica con los derechos que me producen mis libros…’”. (15 de mayo)
“Hoy se quedó todo el día en cama pero sin quejarse, para trabajar. Y charlar. Además así descansa de las visitas”. (17 de mayo)
“Lentitud minuciosa, campesina de los detalles narrativos. ‘Entonces yo le dije… y él me contestó…’. En cambio ninguna precisión, vaguedad de las fechas, nombres y lugares indeterminados: ese viejo precioso —Maeterlinck— ese hombre encantador ¿cómo se llamaba? Bergson”. (21 de mayo)
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Fue en esas idas y venidas desde la casa de Mistral que Alone escribió los primeros trazos de lo que sería 10 años después su libro Los cuatro grandes de la literatura chilena, con un capítulo destinado a Gabriela. Una extraordinaria aproximación que vale la pena releer. Para mí, un inmejorable ejemplo de un perfil logrado, que debería utilizarse en clases de periodismo donde se suelen emplear reconocidos ejemplos del nuevo periodismo norteamericano, desconociendo a nuestros propios clásicos. Hay pasajes en su diario que serán recogidos en su ensayo en forma muy similar, como este: “La abuela Villanueva de Godoy —probablemente de origen judío— de La Serena, tenía, cosa rarísima, la Biblia y, entre los cinco y los siete años, la hizo leer hasta aprenderse de memoria los Salmos de David, de quien Gabriela estuvo un poco enamorada. Cuando se le fueron a las monjas sus dos hijas, la abuela quedó medio loca. Fue de casa en casa por toda la ciudad preguntando si estaban allí. Nunca recuperó del todo la razón. La madre de Gabriela le decía: ‘Anda a ver a tu abuela, pero cuando veas que se pone loca, te vuelves’”. (15 de mayo)
Pese a visitar paisajes como Sorrento, donde Alone pasa unos días, a los gratos paseos con una diestra Doris Dana al volante, sorteando el difícil tráfico de las calles napolitanas, la inconformidad que lo habita, el tedio existencial, de pronto golpea su puerta. Así lo registra en su entrada del 21 de mayo:
“A veces me vienen rachas, pero unas rachas horribles, como de hambre, como de sed o desesperación, y que no tienen sino este simple nombre, sin complicaciones: se llaman ganas de volver a Chile.
¡Qué ganas! Solo pronunciar las dos sílabas de mi país me transporta, me producen un estado de repentino éxtasis y ando más rápido, se me quitan la pena, la indiferencia, el hastío; la muerte misma me parece amable y grata. En una palabra, sano. Hoy, mejor, anoche, me sucedió. Arreglé la maleta y lo dispuse todo para salir. Hoy muy temprano, lloviendo, fui a preguntar el precio de los pasajes a Taormina. Era caro. Llovía aquí, llovía allá. Entonces, pensé: volverme a Chile, tomar inmediatamente un barco directo a Valparaíso. Entré en una agencia Marítima donde ya había estado. El empleado despachaba a alguien. En el momento de la espera me volvió la razón. ¡Pero sería absurdo, ridículo, vergonzoso volver a Chile tan demasiado luego!
Me vi allá en realidad. ¡Había salido con tantas ganas de salir! ¡Fueron tan deliciosos los días anteriores a la salida, cuando soñaba con viajar! Percibí en un relámpago, la semejanza. Era un deleite como el de ahora. Tal como el de ahora. ¡Ganas de salir! ¡Ganas de regresar! ¿Hasta cuándo sería el dócil juguete de mis momentáneos impulsos? Me vi en Arica. Pensaba llegar por el Norte y hacer lenta lentamente el viaje a Santiago, para invernar sin lluvias ni fríos! Es lo que me horroriza: el frío. Lo aborrezco. El sol me transforma y me ilumina. Un rayo de sol en ese momento penetró hasta mi mente. Y me salí de la agencia Marítima sin preguntar de nuevo cuándo partía el vapor a Valparaíso ni averiguar los detalles del precio, la duración y demás condiciones del viaje.
Sigue lloviendo. Pero el escribir me quita la angustia. Escribamos, pues”.
El 14 de enero de 1943, los líderes aliados occidentales se reunieron en Casablanca, seguros ya de que la Segunda Guerra Mundial había dado un giro inexorable hacia la derrota de la Alemania nacionalsocialista. Casi al mismo tiempo que Churchill, Roosevelt y los dirigentes de la Francia Libre se disponían a trazar las primeras líneas de lo que llegaría a ser la Europa de posguerra, cinco intelectuales intervenían en congresos, preparaban documentos o escribían textos donde proponían un renacimiento cristiano para el Viejo Continente. Alan Jacobs, profesor de humanidades de la Universidad de Baylor, narra la historia de este grupo disperso de mentes inquietas en 1943. La crisis del humanismo cristiano, un libro que relata el afán de los poetas T. S. Eliot y W. H. Auden, de los filósofos Simone Weil y Jacques Maritain, y del escritor C. S. Lewis, por restaurar para el cristianismo “un lugar central, si no dominante, en la conformación de las sociedades occidentales”.
Pese a que el esfuerzo terminó en fracaso, vale la pena revisitarlo y reconsiderarlo. Como advierten en el prólogo Claudio Alvarado y Joaquín Castillo, se trata de una propuesta crítica del modelo tecnocrático liberal que se adoptó en la posguerra. Un orden triunfante, pero incapaz de cumplir su promesa de traer felicidad a la raza humana. El aporte de los cinco intelectuales consiste en recuperar un elemento que el debate actual olvida a un alto costo: para que una sociedad construya sobre bases robustas, necesariamente debe descansar en ciertos atributos y virtudes morales de quienes pertenecen a ella y de los que la conducen; olvidar o postergar la formación en esas virtudes y privilegiar, en contraste, criterios utilitaristas, implica exponerse a frustraciones y trastornos como los que experimenta hoy nuestra convivencia.
De manera en general desarticulada, con su propio estilo y desde distintas tribunas, cada uno de los intelectuales mencionados fue confluyendo hacia temáticas y aportes que les permitieron realizar propuestas acerca de lo que pudo ser y no fue. Al final, dice Jacobs, se trató de una cruzada “quijotesca”, que promovía una respuesta de raíz cristiana a una pregunta esencial formulada cuando el conflicto global se inclinaba de manera decisiva en favor de los aliados: “Si las sociedades libres de Occidente ganan esta gran guerra mundial, ¿cómo podrían educarse sus jóvenes de manera que les haga dignos de esa victoria y que haga impensable, en el mejor de los casos, y evitable, en el peor, otra guerra de ese calibre?”.
Convencidos de que la desorientación que condujo a Europa hasta la debacle totalitaria y la guerra total se debía a que los ciudadanos europeos habían recibido una pésima educación, la cual los convirtió en fácil carnada para los inescrupulosos cantos de sirena del fascismo nacionalista y del comunismo cosmopolita, estos “atentos observadores” de la realidad concibieron una respuesta centrada en los fundamentos morales del cristianismo como vía para prevenir futuros desastres y facilitar la convivencia pacífica en sociedades democráticas complejas. Pusieron énfasis en una educación que trascendiera el utilitarismo ambiente y las recetas tecnocráticas, y entendiera que el mal no se enfrenta con el mal, sino con la virtud. Como escribió Weil, “quien solo sea incapaz de igualar la brutalidad, violencia e inhumanidad del adversario, sin ejercer las virtudes opuestas, es inferior al adversario tanto en fortaleza interior como en prestigio; y no se sostendría contra él”.
Para desarrollar esa fortaleza virtuosa resultaban imprescindibles el impulso hacia una renovación espiritual y moral del sistema educativo y la existencia de intelectuales que elaboraran y difundieran el pensamiento cristiano. Uno de los más influyentes fue Maritain, el filósofo francés al que inquietaba la frivolidad moderna. “El hombre moderno solo se preocupa por los instrumentos de su proyecto de emancipación o por los obstáculos a este. Nada sustancial, ya sea ley, bien, causa o propósito, retiene su atención o frena su avance por más tiempo. Se ha convertido en corredor y seguirá corriendo hasta el fin del mundo”, apuntaba. Otro era C. S. Lewis, que compartía el análisis crítico de Maritain y apuntaba que “es bastante claro que la humanidad ha estado cometiendo errores grandes. Estamos en el camino equivocado. Y, si eso es así, debemos regresar. Regresar es el camino más rápido hacia adelante”.
Convencidos de que la desorientación que condujo a Europa hasta la debacle totalitaria y la guerra total se debía a que los ciudadanos europeos habían recibido una pésima educación, la cual los convirtió en fácil carnada para los inescrupulosos cantos de sirena del fascismo nacionalista y del comunismo cosmopolita, estos ‘atentos observadores’ de la realidad concibieron una respuesta centrada en los fundamentos morales del cristianismo como vía para prevenir futuros desastres y facilitar la convivencia pacífica en sociedades democráticas complejas.
El retorno planteado tenía la vista fija en la escolástica medieval. Maritain subrayaba que en esa época “el hombre creaba cosas más bellas” y “se adoraba menos a sí mismo”. En cambio, el humanismo renacentista privilegiaba un orden antropocéntrico cerrado en sí mismo y autosuficiente, una tendencia que fue reforzada por la Ilustración y llevada al paroxismo por la modernidad. Como antídoto, proponía la reconsideración de un principio extraviado desde Santo Tomás de Aquino: un “humanismo integral” que se alejaba del culto al “mero hombre”, postulaba una remodelación renovadora de la cultura y la sociedad, y tomaba en cuenta la relación de la persona humana con Dios, inmunizándola frente a las utopías marxistas y fascistas.
Desde una experiencia vital distinta, la también francesa Simone Weil compartía con Maritain el desprecio por la secularización humanista y revalorizaba el renacimiento románico de los siglos X y XI, a cuyo espíritu humilde solicitaba volver. Eran, asimismo, críticos los poetas Auden, que advertía una insensata comodidad en el humanismo moderno, y Eliot, quien incluso llegó a descartar el uso del término. Y Lewis, que pedía revisitar los libros antiguos para encontrar allí la sabiduría perdida. Todos creían que estaban viviendo “la era de la crisis del hombre” y que, como señala Jacobs, “esa crisis solo podía resolverse mediante la restauración de la comprensión específicamente cristiana del ser humano”.
En diciembre de 1942, al escribir el prólogo a la edición en inglés de su libro El crepúsculo de la civilización, Maritain dejó traslucir su visión optimista acerca de que Occidente extraería las lecciones adecuadas de las pruebas a las que estaba siendo sometido y se dejaría guiar por un nuevo humanismo. Para contar con posibilidades de éxito, este reimpulso necesariamente debía partir por una remodelación educativa que considerara al ser humano en su plena dimensión de persona (como imagen de Dios) y no solamente como individuo (limitado a su condición material). La educación material reduce al ser humano a una individualidad animal que se restringe a la inculcación mecánica de hábitos psicofísicos, reflejos condicionados, memorización de los sentidos, etc. En cambio, de acuerdo con el filósofo, la verdadera educación “es un despertar humano”, que permite “la conquista de la libertad interna y espiritual que debe alcanzar la persona; o, en otras palabras, su liberación a través del conocimiento de la sabiduría, la buena voluntad y el amor”. Los profesores deben ser conscientes de ese rol y promover en los alumnos los valores de la disciplina y el ascetismo, así como “la necesidad de esforzarse hacia la autoperfección”, desincentivando la satisfacción del ego material que dispersa y desintegra al ser humano.
El gran peligro contra el cual advirtieron los cinco pensadores destacados por Jacobs era que, en lugar de dar alas al renacimiento civilizacional que abrazaban, los sistemas educativos se convirtieran en procesadores de niños y no en formadores de personas verdaderamente humanas. El riesgo residía en que los estudiantes fueran transformados en “el órgano de la sociedad tecnocrática”. Maritain resumió el peligro en un párrafo que, según Jacobs, bien podría haber sido escrito por Weil: “La tecnología es buena como un medio para el espíritu humano y para fines humanos. Pero la tecnocracia, es decir, la tecnología tan entendida y venerada que excluye cualquier sabiduría superior y cualquier otra comprensión que no sea la de fenómenos calculables, no deja en la vida humana nada más que relaciones de fuerza o, en el mejor de los casos, de placer, y termina necesariamente en una filosofía de dominación. Una sociedad tecnocrática no es sino una sociedad totalitaria”. Weil complementa con su característica rotundidad: “Es inevitable que el mal domine donde sea que el aspecto técnico de las cosas sea completamente, o casi completamente, soberano”. Para todos los intelectuales reseñados, el enemigo es evidente y muy poderoso: la tecnocracia.
Maritain resumió el peligro en un párrafo que, según Jacobs, bien podría haber sido escrito por Weil: ‘La tecnología es buena como un medio para el espíritu humano y para fines humanos. Pero la tecnocracia, es decir, la tecnología tan entendida y venerada que excluye cualquier sabiduría superior y cualquier otra comprensión que no sea la de fenómenos calculables, no deja en la vida humana nada más que relaciones de fuerza o, en el mejor de los casos, de placer, y termina necesariamente en una filosofía de dominación. Una sociedad tecnocrática no es sino una sociedad totalitaria’.
Lewis también es un contradictor declarado de lo que su amigo J. R. R. Tolkien denominó “La Máquina”, en la cual distingue un ánimo conspirativo subterráneo, a diferencia de Maritain, que la ve como una filosofía explícita. En todo caso, arriba a una conclusión similar a la que llega el francés. “Lo que llamamos el poder del hombre por sobre la naturaleza resulta ser un poder ejercido por algunos hombres sobre otros, con la naturaleza como instrumento”, sostuvo en La abolición del hombre. Los dueños de la tecnología, los “Controladores”, crean un monstruo que no pueden dominar y que terminará devorándolos. “Derribaron a los hijos que se cruzaron en su camino,/ Violaron a sus hijas y enloquecieron a los padres”, poetizó Auden, quien ofrecía como antídoto una educación humanista que alentara a los alumnos a seguir su vocación para volverse sabios y ayudar a la sociedad, no a graduarse cum laude, para tener éxito y aparentar sabiduría con el propósito de servirse a sí mismos.
Para ello, según Eliot, la cultura debía ser preservada en conjunto con la religión, por medio de élites bien formadas, sin caer en un “educacionismo” omniabarcador que reemplazara a la familia como principal inculcadora de las virtudes morales y que viera al estudiante como un objeto útil. Esa cosificación de la persona irritaba a Weil, quien en Echar raíces y los demás textos que redactó en sus místicos últimos 18 meses de vida (murió el 24 de agosto de 1943, en Ashford, Inglaterra), volvió una y otra vez sobre el concepto de malheur (infelicidad o aflicción), que se manifiesta cuando se reduce a la persona a la condición de cosa. El único remedio que ella creía posible para una Europa enferma era que la inminente reconstrucción de posguerra fuera liderada por una élite que hiciera de la pobreza espiritual la virtud cardinal de su afán renovador y que traspasara esa actitud vital a las masas. “Si solo nos salvan el dinero y máquinas estadounidenses, volveremos, de una u otra forma, a una nueva servidumbre como la que ahora sufrimos”, escribió. En lugar de la ciencia moderna, proponía concentrarse en una ciencia platónica que estudiara la belleza del mundo. Eliot coincide: para él, era necesario dar prioridad al entrenamiento de las respuestas emocionales por sobre las racionales y usar la poesía como punta de lanza para derrotar la “mente ingeniera”, incapaz de comprender la cultura y obstinada en ofrecer soluciones técnicas para “problemas de vida”.
En la visión poética de Auden, una vez concluida la guerra, el predominio de Ares volvería a ser reemplazado por la disputa entre Apolo (la razón, o sea la burocracia administrativa tecnocrática) y Hermes (los sueños, la reflexión que renuncia al poder). Aunque su ambición era que lo apolíneo se derritiera como la niebla, lo cierto es que sucedió justo lo contrario. Cuando terminó el conflicto en Europa y llegó la Stunde null (“la hora cero”), que dio inicio al nuevo mundo de posguerra, no fueron las ideas de la refundación cristiana las que se impusieron, sino las de la democracia liberal tecnocrática. Así lo admitió Jacques Ellul, un intelectual francés, que reconoció en 1948 la existencia indesmentible de un mundo poscristiano, donde el triunfo completo de la técnica se traducía en la transformación o aniquilación de lo cualitativo, el imperio de la eficiencia y la objetividad, y una educación carente de una finalidad humanista, sino más bien imbuida de un mandato materialista: crear técnicos. ¿Qué quedaba del sueño refundacional cristiano ante tamaña derrota? Ellul es elocuente: solo resta orar para que Dios haga un milagro.
El fracaso de la propuesta cristiana fue reconocido tácitamente por los intelectuales analizados por Jacobs. Aparte de Weil, sepultada en Kent, los demás se dedicaron a otros temas: Maritain se concentró en los derechos fundamentales (jugaría un rol importante en la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos), mientras Eliot puso su atención en el teatro, Auden se volcó a su deseo de ser valorado como “un Goethe menor del Atlántico” y Lewis, al mundo fantástico de libros infantiles, como Las crónicas de Narnia. Explicando el revés, Jacobs señala que el problema no fue de diagnóstico, sino de oportunidad: la propuesta colectiva por rescatar “un cristianismo profundamente reflexivo y culturalmente rico” era contundente y seria, así como también lo era la crítica a la sociedad tecnocrática. Sin embargo, el autor señala que llegó muy tarde, cuando la tecnocracia reinaba ya sin contrapeso. Es posible coincidir con Jacobs en que eso fue así en la posguerra, pero también discrepar de él acerca de lo que ocurre ahora: quizás el inconveniente no fue que la crítica llegó demasiado tarde, sino muy temprano. El paso del tiempo parece confirmar que el fracaso, como su contracara el éxito, es algo relativo. Hoy, cuando cualquier observador medianamente atento puede advertir que en múltiples dimensiones “La Máquina” se ha vuelto un peligro para la humanidad, el retorno a las virtudes morales propuesto por estos cinco pensadores no parece nada de extemporáneo, sino más bien una necesidad urgente.
1943. La crisis del humanismo cristiano, Alan Jacobs, Instituto de Estudios de la Sociedad, 2021, 265 páginas, $17.000.
Esta historia comienza con Estados Unidos como la potencia antifascista que ayudó a liberar y reconstruir Europa, y termina con Estados Unidos como la potencia imperialista y anticomunista que mata civiles en Vietnam. Las dos cosas en nombre de la libertad y la democracia. También es la historia que comienza con París como capital de la cultura occidental, referente para los artistas, escritores e intelectuales estadounidenses, y termina con Nueva York como nueva metrópolis de las ideas y la imaginación, en una suerte de movimiento pendular y hasta dialéctico de la libertad o del espíritu.
Leer The Free World. Art and Thought in the Cold War, de Louis Menand, es ver que libertad se dice de muchas maneras. Es Sartre pensando al ser humano como existencia y no como esencia, y abarrotando de gente un local para decir que el existencialismo es un humanismo. Son los artistas e intelectuales europeos que huyeron de Europa, del nazismo, y se instalaron temporal o permanentemente en EE.UU. Es Simone de Beauvoir diciendo que mujer no se nace, sino que se llega a serlo. Es Betty Friedman leyendo El segundo sexo y descubriendo allí la clave para escribir La mística de la feminidad, el libro que dio inicio a la segunda ola feminista.
Es la proliferación de radios y gracias a ellas del rock ’n’ roll, que llegó de EE.UU. a Europa, especialmente a Inglaterra; esa música negra a la que la televisión le puso rostro blanco. Son los Beatles antes de ser los Beatles oyendo esa música y, ya como banda, llevándola de vuelta a EE.UU. convertida en manía. Son las ediciones de bolsillo, un batacazo comercial que permitió sacar los libros a cualquier lugar donde se pudiera poner un estante o vitrina. Son los cómics. Es la juventud. Es el dinero.
Es poesía, música y cine. Los beat, la música atonal y la Nueva ola francesa. Es la crítica al consumo y al consumismo. Y también es la defensa del consumo y el consumismo. Es el anticomunismo y el anti anticomunismo.
La libertad es Hannah Arendt, Jackson Pollock, Clement Greenberg, Elvis Presley, Allen Ginsberg, Peggy Guggenheim, James Baldwin, John Cage, Martin Luther King, John Kennedy, Susan Sontag, Andy Warhol, Claude Lévi-Strauss, Jacques Derrida, John Lennon, Jean-Luc Godard. La mayoría hombres, porque la libertad también era patriarcal.
Es el existencialismo, Hollywood, el estructuralismo, el impresionismo abstracto, el Nuevo criticismo. Es la lucha por los derechos civiles, el movimiento de protesta estudiantil, la descolonización. Es la búsqueda de la autenticidad y de la autorrealización.
Son publicaciones culturales como The New York Review of Books, que logró cuadrar el círculo con un producto típico de la sociedad de masas (las revistas), que satisfacía el deseo de distinción de una élite cultural; y Partisan Review, órgano de la izquierda no marxista estadounidense, financiado por la CIA (que también financiaba a la mayor organización estudiantil estadounidense y hasta creó The Paris Review como tapadera para uno de sus agentes).
Todo eso es libertad.
Y es parte de lo que cuenta Louis Menand en The Free World, que no es otro libro sobre la guerra ideológica entre Estados Unidos y la Unión Soviética; hay algo de eso, claro, pero más en el trasfondo que en el primer plano. El autor de El club de los metafísicos habla, por ejemplo, de la estrategia de contención que delineó la diplomacia estadounidense frente a la URSS, pero la reseña como parte de la trama de ideas, artes y literaturas, de intelectuales, artistas y escritores, de fenómenos sociales y económicos que perfilaron la cultura occidental —o sea, el mundo desarrollado, con EE.UU. a la cabeza—, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta la guerra de Vietnam.
“El libro que terminé por escribir es un poco como una novela con cientos de personajes. Aunque los puntos se conectan”, escribe el autor. “Si me hubieran preguntado cuando niño cuál era el bien más importante en la vida, podría haber dicho ‘libertad’. Ahora puedo ver que la libertad era el eslogan de los tiempos. La palabra era invocada para justificar todo”. También las luchas por la igualdad.
La pregunta que hilvana el libro —¿qué es la libertad?— se urde con otras como qué es el arte, qué es la literatura, qué es la crítica y qué es el humanismo.
Si hay una crisis del liberalismo, o de la democracia liberal, quizá sea porque pretendió poner fin a la Historia, o sea, porque pretendió que dejáramos de preguntarnos qué es el ser humano, de usar nuestra imaginación, de hacer política. Pretendió que dejáramos de plantear la pregunta por el ser y el deber ser.
“La transformación de la cultura estadounidense después de 1945 —dice Menand— no fue realizada del todo por estadounidenses. Se produjo a través de intercambios con pensadores y artistas de alrededor del mundo, de las islas británicas, Francia, Alemania e Italia, de México, Canadá y el Caribe, de estados descolonizados en África y Asia, de India a Japón. Algunas de estas personas eran emigrados y exiliados (…), y algunos nunca visitaron Estados Unidos. Muchos de los artistas y escritores estadounidenses fueron hijos de inmigrantes. Incluso en un tiempo de políticas de inmigración restrictivas y tensiones geopolíticas, las artes y las ideas viajaron. La cultura artística e intelectual que emergió en Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial no fue un producto estadounidense. Fue el producto del mundo libre”.
El mundo encantado
Entonces, ¿qué es la libertad? Detrás de los ejemplos dados arriba, de las historias que cuenta Menand, de la libertad en acción, ¿hay algo común que permita decir libertad en cada caso?
Por la libertad se persiguió a los comunistas y se intervino en Vietnam. Por la libertad, y el deseo de vivir una vida interesante, la juventud se levantó contra la guerra de Vietnam.
Que la libertad se diga de muchas maneras, incluso incompatibles entre sí, que se plantee la pregunta qué es la libertad y que en medio de eso surjan las preguntas sobre el arte, incluso sobre la universidad, todo eso que cuenta Menand es indicio de que lo que está en juego, la duda y hasta el fantasma que ronda en todo esto de la política, las ideas y el arte es, simple y complejamente, qué es ser humano.
¿Cuán libres somos? ¿Somos autónomos, heterónomos, un poco de uno y de lo otro? ¿Independientes, dependientes, interdependientes? ¿Somos esencia, existencia? ¿Destino, proyecto? ¿Individuos, piezas de una estructura? ¿Creamos, reproducimos? ¿Elegimos, somos elegidos? ¿Debemos resignarnos al mundo que nos tocó o podemos cambiarlo? ¿Cómo vivir la vida?
Quizás la libertad sea una mera formalidad del tipo “libertad o ser libre es no tener impedimentos para hacer lo que quiero”; o mejor, como enseñó Sartre, ser libres es estar obligados a elegir esto o lo otro. Y de ahí en más puede ser cualquier cosa, o muchas.
Un asunto que preocupaba al “mundo libre”, desde Orwell, Berlin y Arendt en adelante, era el totalitarismo. El asunto era menos el nazismo y la Unión Soviética que la pregunta por las condiciones que pueden encaminar a un país en esa dirección. Y en particular a EE.UU. La sociedad de consumo, con el individualismo y la desafección política que conlleva, ¿puede ser una vía a la dictadura? ¿O es un impedimento?
El modernismo artístico y literario, dice Menand, buscaba averiguar cómo luce el arte si le quitamos la ilusión, si lo desacralizamos. Warhol y el arte pop, enaltecimiento o quizás sátira de la sociedad de consumo, difícil saberlo, es otro movimiento en ese juego sin fin del modernismo, a propósito del cual Menand recuerda la descripción que en 1919 hizo Weber de la vida moderna como el desencantamiento del mundo. “¿Y cómo luce un objeto de arte completamente desmitificado?”, se pregunta el autor estadounidense. “Luce como una obra de arte. Ese es el asunto con el desencantamiento del mundo. Es tan encantador”.
Lo que se dice del modernismo se puede decir de la modernidad: todo lo sólido se desvanece, Dios ha muerto, todo fue, no hay alternativa.
¿Qué hacer?
Decíamos que la pregunta por la libertad lleva a la pregunta por el ser humano y a la pregunta sobre cómo vivir la vida. Esta última motivó a la generación de posguerra, la generación beat, dice Menand. Lejos del nihilismo o del mero hedonismo, fueron optimistas, buscadores, arriesgados. Buscavidas. Si a la generación perdida le preocupaba la pérdida de la fe, la generación beat se ocupó más y más de la necesidad de tener una fe.
Primeras tropas estadounidenses desplegadas en Vietnam, la mañana del 8 de marzo de 1965.
Otra impresión que queda al leer The Free World es que para cambiar el mundo hay que interpretarlo; o incluso que interpretar el mundo ya es cambiarlo. Preguntarse qué es algo, por qué esto y no esto otro: “Y para hacer eso está diseñada la educación liberal: no para que los estudiantes vean que el ámbito de los valores humanos es una ilusión, porque es tan real como puede serlo, sino para que vean que está fundado sobre nada”, escribe Menand.
Lo dice a propósito de la deconstrucción como teoría literaria, como disciplina académica. Pero no es difícil interpretar esas palabras como descripción de la condición humana, de la libertad, y de todas las historias que se siguen de ahí: el arte, las ideas, la economía, la política… Y, como en los beat, hay algo de optimismo en ello, antes que nihilismo: no es que nada tenga sentido, es que puede haber otros sentidos, es que hay alternativa. Que sea para mejor o no, ya es otro asunto.
“A muchos educadores liberales les preocupaba que la deconstrucción fuera desestabilizadora. Lo era. Es educación liberal. Está hecha para permitirle a los estudiantes ver que el mundo en el que nacieron no es natural o inevitable. La deconstrucción simplemente agrega lenguaje a la lista de cosas que no debemos dar por sentadas. Nos recuerda que el hielo sobre el que caminamos siempre es delgado”.
Parece que esa es la libertad. ¿Qué ocurre, entonces, cuando se instala la idea de que no hay alternativa o futuro? Cuando no hay alternativa, aquella pregunta —¿cómo debe vivirse la vida?—, motor y sentido de la libertad, principio y fin del liberalismo, ¿tiene sentido? ¿Sin alternativa, hay libertad? ¿Hay liberalismo? ¿O la libertad ya no se dice de ninguna manera, de ninguna que haga sentido, que motive a buscarse una vida?
Es llamativo que Menand no hable de Thatcher, Reagan, que no hable de la caída del Muro de Berlín, del derrumbe de la URSS, de Fukuyama; que no hable de ese gran relato que es el “fin de la historia”, del triunfo definitivo del capitalismo y la democracia liberal. ¿Por qué? ¿Acaso ese triunfo no es parte de esta historia de la libertad y de sus circunstancias? ¿De este viaje del espíritu —concreto— entre París y Nueva York?
Donde está el dinero
Tampoco está Donald Trump en The Free World, sería un anacronismo. Pero podría estarlo: Nueva York también creó a Trump y, quizás más importante, es la capital financiera del mundo, la capital de la multiplicación —siempre milagrosa— de los capitales. ¿También se dice así a libertad?
Menand cuenta que poco después de que Francia fuera invadida por Alemania y de que muchos artistas franceses emigraran a Estados Unidos, se comenzó a decir que la capital del arte moderno se había trasladado de París a Nueva York. Pero pocos de esos creadores se integraron al circuito artístico estadounidense y, terminada la guerra, volvieron lo antes posible a Europa. No había tal cambio de capital; incluso los artistas estadounidenses regresaron a París. Y sin embargo, en una conversación en el Hotel Vanderbilt de Nueva York, en 1946, el crítico Clement Greenberg le dijo a su interlocutor: “Desde 1936, París ha estado cojeando como centro mundial del arte”.
—¿Qué ciudad reemplazará a la Escuela de París?, le preguntaron.
—El sitio donde está el dinero —respondió—. Nueva York.
Terminó teniendo razón Greenberg, aunque solo a medias, según Menand. A partir de los años 60, Nueva York sí se convirtió en el centro financiero del mundo del arte. Pero el arte, más que neoyorquino, se volvió internacional gracias a figuras como Robert Rauschenberg, John Cage, Merce Cunningham y Jasper Johns. “Los artistas podían ser franceses o estadounidenses, pero no había más una Escuela de Nueva York o una Escuela de París. El arte era global”.
¿Será que, para decirlo con las palabras de Levi-Strauss citadas por Menand, el liberalismo, Occidente, su progreso, cooptó toda particularidad e incluso toda periferia? ¿El mundo devino homogéneo y ahora, por entropía, toca una nueva transformación del sistema? ¿La tristeza de los trópicos es lo que Fukuyama llamó el “fin de la historia”?
Tal vez el liberalismo se cargó tanto al mercado que olvidó la libertad y la política. ¿Es eso liberalismo? ¿Ese oasis? ¿Y el desierto que rodea a todo oasis real o imaginario, qué significa? ¿Es el desierto del liberalismo?
Si hay una crisis del liberalismo, o de la democracia liberal, quizá sea porque pretendió poner fin a la Historia, o sea, porque pretendió que dejáramos de preguntarnos qué es el ser humano, de usar nuestra imaginación, de hacer política. Pretendió que dejáramos de plantear la pregunta por el ser y el deber ser.
No hay alternativa, dijo Thatcher. El problema es que si no hay alternativa entonces no hay libertad. Y, sea cierto o no que no hay alternativa, ¿podemos creer en eso? ¿Puede motivar? ¿Puede generar compromiso? ¿Puede llamarse a eso liberalismo?
En Chile, la crisis política y social que estalló en octubre de 2019, incubada en las décadas del fin de la historia, estamos intentando elaborarla, constituirla, a través, precisamente, de una Convención Constitucional. ¿No es eso liberalismo también? ¿Liberalismo después del “fin de la historia”? Ya en este punto habría que preguntarse si es liberal el “fin de la historia”, cualquier fin de la historia. ¿No habrá sido en realidad una forma de conservadurismo, de naturalismo, un “así son las cosas y entonces así deben ser”?
En un diálogo de 1970, recogido en La última entrevista y otras conversaciones (Página Indómita), le preguntaron a Hannah Arendt: ¿Socialismo o capitalismo? ¿Existe otra alternativa? Ella respondió que no sabía lo que nos deparaba el futuro, que había que dejar de hablar de cuestiones altisonantes como “el desarrollo histórico de la humanidad”; lo que había que hacer era ir a los hechos, mirar la historia: “Lo que protege la libertad es la división entre el poder gubernamental y el económico”, dijo. Eso es lo que no había en la URSS: “Lo que nos protege —explica Arendt— en los llamados países capitalistas de Occidente no es el capitalismo, sino un sistema legal que evita que se realice la fantasía de la dirección de las grandes empresas de penetrar en la esfera privada de sus empleados”. Socialismo o capitalismo le daba igual a Arendt: “Lo que protege la libertad es la división entre el poder gubernamental y el económico”.
¿Qué podemos aprender de ahí?
Tal vez el liberalismo se cargó tanto al mercado que olvidó la libertad y la política. ¿Es eso liberalismo? ¿Ese oasis? ¿Y el desierto que rodea a todo oasis real o imaginario, qué significa? ¿Es el desierto del liberalismo?
El desierto crece, dijo Nietzsche. El desierto parece ser el mundo del “fin de la historia”, donde vive el “último hombre”, que busca placeres mientras espera la muerte. Una suerte de encierro, de totalidad hegeliana, el espíritu absoluto. Sin embargo, hay otra lectura posible de esa consumación: cuando la verdad se ha realizado es tiempo de la posverdad, pero no en el sentido actual, de propaganda y noticias falsas, sino en el sentido de la pluralidad, de la novedad o creatividad arendtiana; o sea, de la libertad, de la política.
En el cruce entre la lucha contra el racismo en Estados Unidos y la guerra ideológica de los norteamericanos y los soviéticos, James Baldwin —cuenta Menand— tomó partido por EE.UU. ¿Por qué? Porque de ahí surgía, en su caso, la idea vívida de libertad, de una sociedad abierta: “Nunca nos interesó derrocarla. Era necesario hacer que la maquinaria funcionase en nuestro beneficio”, dijo el escritor en 1957. Había que poner en movimiento la máquina. La libertad es el fuego de los dioses, dice Baldwin.
En 1975, Juan Radrigán publicó en nuestro país “Cuatro muros”, un poema recogido recientemente por la editorial Libros del Pez Espiral en el libro Poesía. El dramaturgo dice: “Con cuatro muros / se puede perfectamente / robar el tañido a la campana; / el vuelo al pájaro, / la lejanía a lo lejano. / Se puede, incluso, despojar al viento de su alegría. / Pero cuatro muros / serán siempre cuatro puertas / cuando haya un hombre adentro. / Porque el hombre / es un desierto poblado por la libertad. / Con cuatro muros / apenas alcanza para hacer una cruz o una tumba / que no tienen mi medida”.
Se ve que donde hay libertad hay conflictos. Hay historia e historias. En el último capítulo de The Free World, Menand cita al sociólogo estadounidense Charles Wright Mills, quien en 1960 escribió algo que hoy parece volver a tener sentido: “La era de la complacencia está terminando. Dejemos que las viejas reclamen sabiamente por ‘el fin de la ideología’. Estamos comenzando a movernos de nuevo”.
Imagen de portada: James Baldwin en las escaleras del capitolio en Montgomery, donde Martin Luther King pronunció su discurso “How Long, Not Long”, el 25 de marzo de 1965.
The Free World, Louis Menand, Farrar, Straus and Giroux, 2021, 857 páginas, US$23.
Para Edmund Fawcett es importante no confundir liberalismo con democracia liberal. La segunda está en crisis, no así el primero. “El liberalismo está bien, no me preocuparía mucho de eso”, asegura desde su casa en Reino Unido, pero el estado actual del liberalismo democrático “sí es profundamente preocupante”. La diferencia no es irrelevante, porque como lo describe en su libro Sueños y pesadillas liberales del siglo XXI —adaptación al español de su obra Liberalism, the life of an Idea—, el liberalismo entrega “el menú del banquete” y la democracia liberal, “la lista de invitados”. Y hoy muchos parecen haberse quedado fuera de esa celebración.
Periodista y escritor, Fawcett trabajó durante 30 años en The Economist. Como corresponsal jefe en Washington, París, Berlín y Bruselas, vivió en primera línea el fin de la Guerra Fría y la consolidación de la Unión Europea, y es un férreo defensor del modelo de integración europeo. Su libro sobre el liberalismo —al que sumó luego un análisis sobre la tradición conservadora en Conservatism, the fight for a tradition— es una “cuidadosa historia intelectual”, según The Wall Street Journal, que analiza la evolución de una praxis política que durante sus 200 años de historia “ha estado buscando puntos de equilibrio aceptables”, como escribe Fawcett.
Puede sonar una pregunta general y repetida, pero inevitable: ¿de qué hablamos cuando hablamos de liberalismo? El liberalismo es una tradición, una práctica política, con una historia que comienza a inicios del siglo XIX, no antes. Es una práctica histórica de políticas que tienen una historia, un comienzo, seguidores, políticos, votos, pensadores, donantes, partidos. Todos tienen un conjunto de ideas que los guían. El liberalismo crece en el siglo XIX, surge con la modernidad capitalista y enfrenta circunstancias históricas específicas. El liberalismo está sobre la base de las políticas de la mayoría de los países que forman lo que acostumbramos a llamar Occidente, pero no está restringido a eso.
¿Y cuáles son esos principios que guían al liberalismo? Los cuatro principios que guían al liberalismo tienen varias raíces históricas. Es posible remontarse hasta Platón y Aristóteles si quieres y tienes tiempo, pero podemos ponerlos en términos modernos. Uno es la sospecha del poder, incluso del poder legítimo y autorizado. Los liberales temen que el poder, incluso el poder autorizado, se comporte mal, se sobrepase y pierda su control. Esa es la primera idea liberal. La segunda es la creencia en el progreso, la sensación de que la vida humana puede ser mejor. Una tercera idea, que es en cierta medida un complemento de la primera, es que hay límites morales a cómo el poder puede controlar a las personas. Ser el Estado, la ley, ser rico o una mayoría social no es excusa para maltratar a las personas. Esa es la tercera idea, y la cuarta es en cierto sentido una visión de la sociedad, de cómo es la sociedad. Para los liberales la sociedad está esencialmente en conflicto, está siempre en competencia, pero no en un sentido económico o de mercado; esa es una idea equivocada. Esas son las cuatro ideas que guían al liberalismo. Es importante entender que el liberalismo no es lo mismo que la democracia, es diferente. El liberalismo es el menú que ofrece el banquete y la democracia es quien finalmente participa de esa comida.
Pero en Occidente hablamos de democracias liberales. ¿Qué es lo que entró en crisis entonces, el liberalismo o la democracia liberal? Yo diría que en este momento las dificultades que enfrentamos tienen que ver más con cómo el liberalismo democrático opera. Creo que el liberalismo está bastante bien, no me preocuparía mucho de eso. Pero el estado actual del liberalismo democrático sí es profundamente preocupante.
¿Cuál es la causa de esa crisis? La desigualdad económica es la más obvia, pero hay otras; la desigualdad educacional. Creo que estas son dificultades muy serias para nuestras sociedades.
¿Qué debe hacer el liberalismo para sobrevivir a esa crisis, o más precisamente, la democracia liberal? ¿Tiene que cambiar la forma en que se aplican esos principios que lo guían? ¿Es posible lograrlo? Creo que es muy distinto de un país a otro. Su país es muy interesante, porque enfrenta un gran cambio constitucional, con su Convención Constitucional. Es una gran oportunidad y un momento muy emocionante. Eso es en cierto sentido muy fundamental, tienen una oportunidad de hacer algo muy esencial. Otros países, como Francia o Estados Unidos, no van a reescribir sus constituciones, pero todos tienen grandes desigualdades sociales. Mi país, Reino Unido, hizo algo bastante drástico en un sentido constitucional, dejó la Unión Europea. Creo que sorprendió a todos que lo haya hecho y sus consecuencias repercutirán por largo tiempo. Pero respondiendo a la pregunta sobre cómo enfrentar las dificultades de las democracias liberales, no creo que el tipo de cambio hecho aquí en Reino Unido haya sido muy fructífero y no sé cómo funcionarán los argumentos constitucionales en su país. Pero volviendo a la desigualdad, no hay una respuesta mágica sobre cómo resolverla. La desigualdad económica ha venido creciendo a lo largo de 40 o 50 años. Hubo un período de convergencia, a mediados del siglo XX, y desde entonces ha habido un período de divergencia. Se puede tener una discusión profunda sobre si los objetivos deben ser reducir la brecha entre los muy ricos y los pobres o no preocuparse de cuán ricas las personas ricas llegan a ser, siempre que al menos se eleve el nivel mínimo. Los países tienen distintas formas de abordar este punto. La política está en una posición muy líquida en este momento. Los términos en que argumentamos hoy estos puntos se han vuelto muy confusos, en el sentido de derecha e izquierda, mentalidad social o libertaria. Todas esas ideas se están mezclando y no hay una guía particular en la que confiar sobre lo que efectivamente se está proponiendo. Tienes a los libertarios que plantean impuestos muy bajos y no está claro cómo impuestos más bajos van a solucionar los problemas. En la otra parte, tienes a los con una visión más social, más socialdemócrata, que quieren una gran cantidad de ayuda del gobierno.
Se puede tener una discusión profunda sobre si los objetivos deben ser reducir la brecha entre los muy ricos y los pobres o no preocuparse de cuán ricas las personas ricas llegan a ser, siempre que al menos se eleve el nivel mínimo. Los países tienen distintas formas de abordar este punto. La política está en una posición muy líquida en este momento. Los términos en que argumentamos hoy estos puntos se han vuelto muy confusos, en el sentido de derecha e izquierda, mentalidad social o libertaria.
Tomando ese punto, el de las estrategias económicas para abordar el tema de la desigualdad, para muchas personas el liberalismo se asocia básicamente con una concepción económica, con cómo abordamos el manejo de la economía. ¿Cuándo se produjo esta confusión? Tenemos que volver a lo que dije al comienzo. Mi descripción del liberalismo es, para mí, una descripción precisa. Pero comprimiendo una historia complicada, la marca “liberalismo” fue en efecto secuestrada en los años 40 y 50 del siglo pasado por un grupo de economistas libertarios. Hayek fue uno de ellos, Frank Knight… hubo varios. En la izquierda se tendió a hablar de neoliberalismo para marcar una diferencia con un tipo más social de liberalismo. Creo que este es un robo de la marca y una falsificación de la historia del liberalismo. Si vuelves al siglo XIX hubo en efecto algunos economistas liberales que pensaron de la misma manera, pero los clásicos partidos liberales, cualquiera hayan sido sus nombres, no creían que había que dejar que el mercado decidiera todo, para nada. Creo que el robo de la marca liberalismo hacia una visión libertaria del mercado, radical y dogmática, es equivocada. Ese grupo no tuvo muchos seguidores hasta los años 70. Fue un robo en dos etapas, si uno quiere ponerlo así. Primero en los años 40 y 50, y luego en los 70, cuando fue adaptado y tomó el nombre de reaganismo y thatcherismo. Pero si uno toma lo que Reagan y Thatcher hicieron, no siguió completamente la línea de los radicales del mercado. Reagan dijo una vez: “Quizá soy viejo, pero no soy estúpido, nunca envié al Congreso un presupuesto equilibrado en mi vida”.
Usted habla de la creencia en el progreso, pero hoy enfrentamos a la primera generación que no siente o al menos no está segura de que el futuro será mejor que el pasado. ¿Cuánto influyen, por ejemplo, problemas como la crisis climática en esa crisis del liberalismo? Creo que es verdad, pero es importante recordar que “liberalismo” o “liberal” son etiquetas políticas. Hay motores sociales, ambientales y geopolíticos a los cuales nada de lo que hemos estado hablando realmente toca. Es muy fácil desviarse hacia los problemas que enfrentan las democracias liberales, pero otra cosa es el liberalismo. Todas las preguntas sobre las democracias liberales son asuntos más políticos y quizá hay personas que piensan que liberalismo y democracia son formas anticuadas para corregir los problemas que nuestra sociedad enfrenta. Pero es fácil confundirse entre esas dos cuestiones. Estoy completamente de acuerdo contigo; hay asuntos ambientales asociados al cambio climático, hay profundos problemas geopolíticos que enfrentan el corazón de las democracias liberales, incluyendo la tuya, y hay desafíos sociales y demográficos que las generaciones jóvenes enfrentan que yo, que estoy en mis 70, no enfrenté.
Muchos han comparado el proceso político y social que estamos viviendo con los años 30 del siglo pasado, pero tal vez se podría retroceder también hasta comienzos del siglo XIX para encontrar similitudes. ¿Dónde cree que nos encontramos? ¿Con qué período es posible comparar la situación actual? Creo que uno siempre puede ir para atrás para encontrar lecciones, pero pienso que probablemente retroceder es engañoso y no sirve mucho. Considero que los paralelos entre lo que pasa con la democracia y lo que pasó en los años 30 son muy equivocados. Creo que hay un peligro en lo que yo llamo en mi último libro Conservatism, la derecha dura, que es una mezcla de populismo y globalismo libertario, es un híbrido bastante extraño. Se ve eso en el partido Republicano en Estados Unidos, se vio con el Brexit en mi país, se ve en Francia y Alemania y en muchos otros lugares. Hay una amenaza en eso, pero creo que es muy equivocado compararlo con los años 20 y 30, o hacer la asociación con el fascismo, siento que no es histórico. Hay otro punto, solo para recordar los años 30, que es importante citar. Alemania no logró sobrevivir, la democracia liberal no pudo sobrevivir, pero tampoco tuvo mucho tiempo para crecer. Era una democracia muy joven e inexperta. Italia —para citar los países fascistas— era, de nuevo, un país muy dividido, unificado apenas hace un tiempo. Y, al final, Francia, Alemania y Gran Bretaña sobrevivieron. Puedes ir a los años 30 y tomar el peor ejemplo, pero también puedes ver los países que lograron salir de eso. Creo que liberales y demócratas necesitan pensar muy bien dos cosas: una es cómo honrar sus viejas promesas de las que hablábamos antes, como corregir asuntos como la desigualdad, pero también deben pensar cómo ellos pueden construir una nueva forma de pensar y hacer política que corrija los problemas más difíciles, como el cambio climático, los cambios sociales y demográficos, los desafíos geopolíticos. La retórica liberal y democrática no tiene mucho que ofrecer hoy.
¿Pero cree que las ideas liberales sobrevivirán a este proceso? Sí, lo creo. Puede sonar como que quisiera ir en ambos sentidos, pero creo que hay ciertos puntos, si uno va a esas cuatro ideas liberales, que se pueden usar como guía para repensar la política de una manera que corrija los problemas sociales que mencioné antes.
Usted plantea que una de las amenazas de las democracias liberales hoy es el nacionalismo, pero fueron los propios liberales en el siglo XIX los que impulsaron la idea de nación. ¿Hay cierta ironía trágica en eso? Creo que la manera de abordar la pregunta es decir que siempre hay un buen nacionalismo y un mal nacionalismo. Los liberales en general tienden a pensar en ellos como los buenos nacionalistas. Pero no olvidemos que los liberales fueron también grandes imperialistas. Yo diría que en este momento, en los países de los que estamos hablando el nacionalismo es una distracción. Yo lo pondría así. Es una forma de esquivar la pregunta, es muy atractivo para los políticos, es muy útil para los políticos que cuando los problemas aumentan y la política no los puede resolver, o no los puede resolver rápido, distraer a la gente, y creo que el nacionalismo opera en ese sentido.
Usted hablaba de que el liberalismo es una idea principalmente de Occidente. ¿La crisis que enfrenta hoy responde a que Occidente está en crisis y que Asia está emergiendo o es equivocado mirarlo así? Lo que diría es que es posible que haya una crisis de confianza entre ciertas personas. No hablaría de una crisis del liberalismo. De nuevo, creo que esa es una manera muy simple de ponerlo. Pienso que entre ciertas personas hay una entendible crisis de confianza con el sistema. ¿Por qué? Porque, poniéndolo simple, parece ahora que hay modelos políticos atractivos que tienen muy poco que ver con liberalismo o democracia, un ejemplo claro es China. Creo que el término preciso es “legitimidad de rendimiento”, este es una suerte de acuerdo no democrático e iliberal entre un partido que controla el gobierno y los recursos económicos y que, a cambio de la sumisión y la obediencia, garantiza el mejoramiento de los niveles de vida. El rendimiento del sistema depende de que entregue un mejor bienestar y es ese éxito el que legitima su poder único. Claramente, es un modelo alternativo a las democracias liberales. Al final de la Guerra Fría pareció para algunos que la historia celebraba a la democracia liberal y que la democracia liberal era el único modelo válido. Creo que eso está lejos de ser verdad, creo que hay otras alternativas que son atractivas y en ello subyace, obviamente, una crisis de confianza.
Volviendo al tema de las democracias liberales, para usted la desigualdad es uno de los problemas que explican la crisis actual. ¿Cree que si no solucionan ese problema está en riesgo su sobrevivencia? Sí y no. Lo que me llama la atención en mi país —y llama la atención a lo largo de Europa Occidental— es que la vieja izquierda para bien o para mal ha decaído. El pensamiento de izquierda sobrevive en una suerte de forma estética en las universidades, pero como fuerza política, en especial para los pobres, que ofrezca respuestas efectivas para resolver cosas como la desigualdad, es muy débil. Entonces, cuando preguntas si los países con democracias liberales sobrevivirán si no solucionan el problema de la desigualdad, creo que la siguiente interrogante que surge es: ¿qué las haría fracasar? Quizá la desigualdad simplemente continuará. No veo a nadie que esté hoy en condiciones de reemplazar a las democracias liberales.
El imaginario del bosque está plagado de extravíos. En el bosque los niños se pierden de sus padres y se abren camino a lo desconocido. El psicoanálisis de los cuentos de hadas lo ha convertido en el lugar donde afrontar y vencer la oscuridad, donde surgen las dudas acerca de lo que uno es. En la filosofía, en tanto, el claro del bosque ha ocupado el lugar de la verdad, allí donde el ser se muestra precisamente porque se oculta. Y está por otro lado la figura del emboscado, de aquel que según Ernst Junger resiste, como nadie, los tiempos de catástrofes, porque aprende a valérselas por sí mismo prescindiendo de doctrinas, a no ser que exista una que nos conmine a adentrarnos en la materia desnuda de la vida. Djuna Barnes hizo del bosque una metáfora nocturna del deseo que recorre un cuerpo a oscuras. Y Alejandra Pizarnik imaginó su poesía como un “bosque musical”, como una voz que atestigua la presencia de otra que no cesa de morar allí, en un bosque de palabras y versos redondeados por la muerte.
Varias de esas figuras tan propias del siglo XX resuenan en la antología de 25 poemas de la poeta costarricense Eunice Odio, que Vicente Undurraga ha reunido, recientemente, bajo el título Este es el bosque. Es el nombre que lleva uno de los poemas de la selección, un poema que habla, según creo, de la relación entre la poesía y la vida, haciendo del bosque el lugar donde el “corazón espía”, donde el corazón, “desnudándose, / solo es un ruido, / una alegría que se desvió por dentro, / y se perdió incesantemente”. “Aquí mi corazón”, dice el poema, “reposa celebrando su partida”, “haciendo compañía / a todo aquello que contiene el aire / de fronteras difusas”, avanzando por el bosque hacia “la sagrada forma / que no duerme jamás”, “a cumplir con nuestra obligación de latir, / de sollozar, / de morir”. Todos los bosques resuenan en este libro y se abren paso a través del sonido, en sordina, de las aguas, pequeños riachuelos espontáneos que serpentean por los poemas, orillando experiencias como la muerte, el nacimiento, la ciudad que se gana y la que se pierde, el amor, la amistad, el erotismo, el cuerpo y sus transformaciones, sus pérdidas, sus duelos silenciosos. La levedad de esas aguas se apega a una respiración que organiza la angustia y desorganiza el organismo, como la respiración dispareja de la vida, con su naturaleza fluida y amorfa, como dice Joseph Brodsky; con sus pausas y aceleraciones, con sus lapsus y cambios de marcha repentinos. Sus mudeces. Sus estancamientos.
A propósito, decir vida y poesía ha dado pie tantas veces a una lectura rápida de la fórmula testimonial. Como si una forma predominante —la experiencia obedeciendo a un estilo, a una voz—, pudiese al cabo dar cuenta, testimoniar, acercarse a los modos en que las palabras se ajustan a la vida, de repente. Pero ese modo, lo sabemos, es esquivo, y si no esquivo sí al menos inaprehensible, porque se mueve, y en cierto modo corremos detrás. El abrazo entre la vida y las palabras llega después, siempre después, aunque no tan tarde como llega el pensamiento, que por eso es triste, como dijo George Steiner.
En todo caso, la sola palabra vida podría incluso ruborizar a más de alguno de estos poemas, hechos de una materia mucho más sutil, más ambigua quizás, renuente a primera vista a la lógica del cabo lineal de los instantes memorables, donde el único corte que cabe figurarse es el de la muerte.
Justo antes, la poesía llega en un momento más bien festivo. O al menos aquí, en la obra de Eunice Odio. Festivo por el poder que tienen estos poemas de convocar de nuevo la experiencia vivida, para hacerla brotar ahora desprovista de los aparatos de sentido que deseamos proyectar sobre ella en lo inmediato, formas de comprensión o explicación que nos permiten pasar pronto a lo siguiente. Una fiesta es siempre aquello en lo que queremos permanecer. Ese lapsus de tiempo y espacio que deseamos que nunca acabe. Por eso despierta la sensación de un afuera: suspende el advenimiento del instante siguiente, del acontecimiento por venir. Porque después de una fiesta ya no hay nada, no puede haber nada salvo esperar, en la inconciencia del sueño, el advenimiento de otro día, con sus ritos de recomienzo. Hasta que llega el día en que nada vuelve a empezar.
En todo caso, la sola palabra vida podría incluso ruborizar a más de alguno de estos poemas, hechos de una materia mucho más sutil, más ambigua quizás, renuente a primera vista a la lógica del cabo lineal de los instantes memorables, donde el único corte que cabe figurarse es el de la muerte, “colosal conversadora con los muertos como fue”, según describe Vicente Undurraga a la poeta. La idea de la vida que se trasluce en sus poemas se parece, más bien, a una suerte de mácula sin puertas ni ventanas que está a punto de estallar, y donde el estallido no ocurre en la página, sino en el lector. Es en uno donde van a derramarse las aguas perfectamente contenidas en el marco de la página, que es de pronto una ventana: “En mi oído se reclina el agua. // No se desploma, no, / que tiene mi corazón / anchas ventanas, // y en mi oído // reclinada // el agua // corre / por dentro / y canta”.
El sonido del agua, lo mencionaba más atrás, nos persigue a lo largo del libro. Arranca en los “líquidos pasos” de una mujer nocturna y continúa con la mirada “huyendo en una lágrima” en el poema sobre la muerte del amigo Fernando Brenes; y entonces toma la forma de un río —“Voy a tu cuerpo igual que ir a los ríos, / igual que van los ríos a los pájaros / y ellos al espacio desatado y florido” —, y luego la voz de William Carlos Williams se vuelve, en la de Odio, “una entrada / en los claros designios / de las aguas”.
Como una suerte de Lucinda, ese río que John Cheever imaginó a través de las piscinas del condado, Eunice Odio traza sobre el territorio boscoso de sus poemas un verdadero mapa hidrográfico que confunde los caminos, desbaratando las metáforas viales que solemos ocupar para imaginarnos la vida. Y de repente un claro, un remanso, una frágil sombra hace espacio, y abre el tiempo.
En los poemas escogidos de Los elementos terrenales, persiste la imagen de un “Secreto cauce / quieto, / agua sin ruido”, de una “mano que estalla la angustia / como el mar”. En los del libro Territorio de alba, oímos el deseo de una flor abierta al sol “y alta, recién nacida hija del agua”, luego la risa de una niña que pasa “como ríos de cisne sin contorno”, y luego “el agua reclinándose / en el musgo”, “la semilla alegre / del agua / que descansa”; hasta que en el monumental poema final, dedicado a la vida y muerte de Rosamel del Valle, las aguas son “vertidas al gran río, / cuyos caudales daban y recibían / animales y cielos y manantiales”.
Como una suerte de Lucinda, ese río que John Cheever imaginó a través de las piscinas del condado, Eunice Odio traza sobre el territorio boscoso de sus poemas un verdadero mapa hidrográfico que confunde los caminos, desbaratando las metáforas viales que solemos ocupar para imaginarnos la vida. Y de repente un claro, un remanso, una frágil sombra hace espacio, y abre el tiempo. Porque solo si hay espacio entre los árboles puede circular el agua, y ponerse en movimiento. Y entonces nos movemos, por este bosque, desprevenidos, casi abismándonos a veces en la impertinencia silenciosa de unos versos que alteran los tiempos y los espacios, y de un estado líquido pasan a uno sólido y luego a uno vaporoso sin mayores preámbulos. Aprendemos que en un bosque de 25 árboles es posible perdernos, incluso abandonar allí algo de nosotros mismos.
Los datos biográficos que el prólogo del libro aporta son justos, y despiertan el deseo de saber mucho más. Nos enteramos, por ejemplo, que Eunice Odio nació en Costa Rica en 1919, que descubrió la lectura a muy temprana edad y se casó siendo joven con un hombre del que solo admiraba su biblioteca. Vivió en Guatemala, escribió, publicó su primer libro, se hizo amiga de Carlos Martínez Rivas, se radicó en México, se casó de nuevo, trabó amistad con Elena Garro y Octavio Paz, publicó más. Comulgó con el entusiasmo revolucionario y a poco andar abdicó, sus palabras se volvieron impertinentes para la época, poco a poco se encerró en el alcohol y el esoterismo. A la edad de 53 años la encontraron en una tina, muerta hacía ya 10 días. Ahí fueron a estancarse sus aguas. El resto, imagino, es el misterio que nos reservan todavía sus bosques por explorar, su poesía, de la que este libro ofrece, por lo demás, una muestra excepcional.
Este es el bosque, Eunice Odio, La Pollera, 2021, 134 páginas, $9.730.
A pesar del contexto –en plena pandemia—, la despedida fue unánime. Las hazañas artísticas de una de las figuras más citadas en la llamada “escena de avanzada” fueron revisitadas en medios de prensa, redes sociales y plataformas virtuales en Chile y el mundo. Lotty Rosenfeld ⎯nacida Carlota Eugenia Rosenfeld⎯ intervino, hasta con su muerte el 24 de julio de 2020, la esfera pública.
Titulada de la Escuela de Artes Aplicadas de la Universidad de Chile y dedicada principalmente al grabado, ya a mediados de los 70 Rosenfeld comienza a inquietarse por sacar el arte a la calle. Su militancia en el MAPU y su participación en la Galería Espacio Siglo XX la movilizaron a trabajar de forma colaborativa junto a otros artistas: Juan Castillo, Alberto Pérez, Marcela Serrano, Antonio Gil y Francisca Cerda. Todos, por supuesto, opositores a la dictadura. Desde 1977 se consolidaron como un colectivo de arte interdisciplinario con la intención de exhibir sus obras dentro y fuera de la galería. La “Obra Colectiva”, como le llamaron, no prosperó, pero el ímpetu activista y la amistad con Castillo sí que supo llegar lejos. Tan lejos que dislocó signos, resignificó palabras y también se archivó.
Poco después, en 1979, un nuevo grupo de trabajo se logra alinear ideológica y conceptualmente. Entre densas reuniones y toques de queda, Diamela Eltit, Raúl Zurita, Fernando Balcells, Juan Castillo y Lotty Rosenfeld articulan el Colectivo Acciones de Arte (CADA), cuerpo de intersección entre arte y política que buscó hacerse lugar en el espacio público vigilado de esos años.
Retomar las calles significaba entonces meterse en la boca del lobo. Era atentar contra el mandato autoritario de “limpieza” y “corte”, enfrentarse a avenidas renombradas, a muros sin imágenes de otro pasado que el oficial, y a bustos de “héroes” nacionales.
¿Cómo fue posible la intromisión del CADA? El As bajo la manga fue la excusa del arte. Las grandes intervenciones del colectivo debieron estar calculadamente acompañadas de un traje a la medida, de un disfraz sin aparentes colores políticos, y también de registros, valiosas imágenes de archivo que hoy proliferan en museos alrededor del globo.
Fue en el ámbito de la persuasión y la documentación donde a Rosenfeld se le reconocen atributos sin igual. En su primera acción conjunta, “Para no morir de hambre en el arte”, la artista se preocupó de guardar algunas bolsas de leche con la gráfica impresa, bolsas que más tarde se convertirían en las únicas piezas materiales de la performance. En “Inversión de escena”, cuando hicieron llegar ocho camiones lecheros de Soprole a las puertas del Museo de Bellas Artes, fue Rosenfeld quien contactó al gerente de Marketing de la empresa para decirle: “proyectamos celebrar los 100 años del Museo con la leche como metáfora de la pureza, etc., etc.” El hombre quedó atónito, pero luego de rumiar la idea un poco ⎯y quizás también analizando la propuesta con mentalidad de publicista visionario⎯ se entusiasmó, le pareció genial como propaganda. Al instante, el gerente ofreció un camión de punta con capacidad para transportar piscinas de leche. Rosenfeld tuvo que arremeter manteniendo el convencimiento. “No, no, la idea es que sean varios camiones, comunes y corrientes y, además, lo importante es que estén vacíos”, respondió la artista. Trato hecho.
En muchos momentos fue un poco así como lo lograron. “Esto es arte contemporáneo”. Una zona gris. Una práctica artística y política que dejó de usar los códigos asociados a la izquierda, que cambió el puño en alto para desorientar a las autoridades.
Retomar las calles significaba entonces meterse en la boca del lobo. Era atentar contra el mandato autoritario de ‘limpieza’ y ‘corte’, enfrentarse a avenidas renombradas, a muros sin imágenes de otro pasado que el oficial, y a bustos de ‘héroes’ nacionales.
De forma paralela, los miembros del CADA siguieron trabajando en proyectos personales. En 1979, Rosenfeld lleva a cabo “Una milla de cruces sobre el pavimento” en la intersección de las calles Manquehue con Los Militares. Esta es la primera vez que la artista actúa interviniendo las líneas segmentadas del pavimento para alterar los códigos de circulación, sin olvidar dejar un registro audiovisual de ello. “Lo que hago es evidenciar una de las formas cotidianas en que opera el poder, al introducir la ‘crisis’”. La crisis a la que la artista hace referencia es la introducción del signo “+” en las pistas de tránsito vehicular, convirtiendo un trazo blanco, funcional y convencional de las calles en una consigna con significación local y global.
Con mezclas de delicadeza y mucha desobediencia, Rosenfeld encuentra una fórmula eficaz para comunicar cómo se ejerce la disciplina sobre los cuerpos urbanos, cómo esta se impone a través del lenguaje y se vuelve comportamiento al tiempo que nos movemos por un espacio público que es de todos y de nadie a la vez. La fuerza de su dislocación la lleva a reiterar los cruces en otras partes del mundo: fuera de la Casa Blanca en Washington D.C., en la Plaza de la Revolución de La Habana o en la frontera entre la Alemania Oriental y la Alemania Occidental.
Entre el 80 y el 81, Rosenfeld se embarca junto a Diamela Eltit ⎯a quien luego llamaría “su mejor escuela”⎯ en el proyecto performático y audiovisual “Zona de Dolor”, encargándose principalmente de su registro. La primera acción fue en un prostíbulo de Maipú. Ahí Eltit, vestida de negro, recitó fragmentos de su novela Lumpérica, aún inédita, mostró sus brazos lacerados y lavó las veredas del pasaje a mano, inclinando su cuerpo para pasar un trapo con esmero. El 81 la dupla continúa la serie. Con “Zona de Dolor II” o “El beso” o “Trabajo de Amor” como también se le ha titulado, Eltit vuelve a recalcar temas como la exclusión, la marginalidad y el reconocimiento del “otro” acercándose a un vagabundo esquizofrénico que camina con muletas para hacerle una propuesta: ¿démonos un beso? Tras una corta conversación, se mandan un calugazo. El video capturado por Rosenfeld dura poquito más de tres minutos y deja registrada la incomodidad de Eltit al recibir la traviesa lengua del hombre más de lo esperado.
La temperatura fue subiendo. El 8 de marzo del 82, Rosenfeld y Eltit participan de la Jornada de la Mujer invitadas por El Círculo de la Mujer. La propuesta ⎯escribió el CADA en la publicación Ruptura del mismo año⎯ fue exhibir “un filme pornográfico que consistía en un triángulo configurado por una patrona, una sirvienta y un perro”. Por su contenido zoofílico, el video no pudo ser mostrado hasta dos meses después. En su transmisión, la obra shockeó al público. Sin embargo, las artistas tuvieron la oportunidad de leer y contextualizar el trabajo finalizada la función: “’Hombre’ y ‘mujer’ no son esencias irreductibles de la naturaleza, sino que solamente portan un carácter de modelo que con el fin de perpetuar el sistema dominante, siguiendo los mismos mecanismos ya estudiados para otros cuerpos ideológicos, se enmascaran con el atributo del ‘per se’”.
Mientras Rosenfeld continúa registrando y aventurándose en el videoarte desde una perspectiva feminista, y mientras las cruces –como pasa en el grabado—se reproducen, la artista embiste otro flanco. Esta vez es la Bolsa de Comercio de Santiago, el principal centro de operaciones bursátiles de Chile.
Rosenfeld hace ingresar monitores al edificio para reproducir el video de sus cruces. “Tuve que recurrir a todo tipo de artimañas”. Entrar no fue complicado, pero llegar a la rueda de la Bolsa fue pura casualidad. Las mujeres no podían acceder al corazón de este centro comercial, simplemente no estaban autorizadas. Rosenfeld, astuta, cambió la narrativa de su acción. Para montar los monitores, inventó que Castillo y Zurita eran los autores de la obra y que ella solo estaría a cargo de la producción. Con todo andando, ella, Tatiana Gaviola y Ana María López, quienes se encargaron de los registros, se quedaron mirando de lejos. De repente, sin poder anticiparlo, sobrevino la debacle del sistema financiero. La gente enloqueció, se tiraban las mechas en medio del caos. La peor crisis económica desde 1930 comenzaba. El delirio del momento abrió el camino para que las mujeres presentes hicieran y deshicieran, y capturaran el suceso. Este rico material fue posteriormente editado y transformado en el video experimental “Una herida americana”.
En el 83 la consigna “NO +” se afirma y propaga en la ciudadanía. Lo que Rosenfeld comenzó en el pavimento, fue sintetizado sobre un enorme lienzo blanco tendido a un costado del Río Mapocho. Para intensificar la propuesta, el CADA invitó a artistas chilenos y extranjeros a participar en la propagación del “NO +” por las superficies de la ciudad. De noche, los rayados callejeros plagaron los barrios de Santiago. La pregnancia de esa imagen, que puede condensar la fuerza colectiva de muchas causas, sigue siendo usada al día de hoy. El “No +”, de algún modo fue el “basta”. Con esta acción el CADA se diluye, con cierto sosiego, habiendo cumplido sus propósitos comunitarios, entrando de lleno en la vida de las personas con un acto político directo.
Hay voces que extienden las últimas acciones del CADA hasta 1985 con “VIUDA”, pero para Lotty Rosenfeld esa ya es otra etapa.
Nuevamente marcada por la colaboración constante y la activación de la esfera pública, Rosenfeld comienza a participar de la agrupación Mujeres por la Vida. “Por la vida”, recalca la artista, y “que no se malinterprete”, dice, “por la vida de quienes estaban matando y estaban desaparecidas”.
Resistiendo a la dictadura, este movimiento social feminista impulsó marchas, acciones relámpago e intervenciones para visibilizar las desdichas del contexto, donde las adversidades supieron también ser combinadas con cuotas de humor entre las participantes. A sus fundadoras Mónica González, Patricia Verdugo, María Olivia Monckeberg, Marcela Otero, se sumaron Mónica Echeverría, Kena Lorenzini, Estela Ortiz, Fanny Pollarolo y Rosenfeld, quien estuvo encargada de la producción visual y sus estrategias. Como ha dicho Lorenzini, Lotty, “en el fondo, hacía carne nuestras ideas”.
“VIUDA” fue una intromisión temprana del movimiento Mujeres por la Vida. Se podría decir que fue una de las primeras actividades relacionadas a la “Prensa Acción”, como Rosenfeld denominó a una serie de apropiaciones del espacio mediático. Eran momentos de agitación y represión. Las olas de protestas se desataron. En septiembre del 85, y con la participación de Diamela Eltit y Paz Errázuriz, aparece simultáneamente en varias revistas de carácter opositor (Fortín Mapocho, La Época, Revista Apsi, Revista Hoy, Revista Cauce y Revista Análisis) el retrato de una mujer junto a la palabra VIUDA y el siguiente texto:
Mirar su gesto extremo y popular.
Prestar Atención a su viudez y sobrevivencia.
Entender a su pueblo.
Volviendo a posicionar a las excluidas, Mujeres por la Vida genera una obra común dedicada al espacio público. Sin hacer caso a la contrariedad, se organizan para crear un trabajo de “prensa acción”, para hacer circular la existencia de una mujer acallada por el orden militar. En el veloz movimiento de los medios de comunicación la obra se abre al azar del receptor para impregnarse en su retícula y lograr, a partir de un efecto metonímico, que nos identifiquemos en su viudez: una mujer que vive la exclusión y que desde la obra, paradójicamente, puede ser incluida evidenciando el riesgo de su desaparición. Una mujer viva colinda con la muerte: “Citar la muerte, pero a través de la vida”, como puntualiza Eltit.
Nuevamente marcada por la colaboración constante y la activación de la esfera pública, Rosenfeld comienza a participar de la agrupación Mujeres por la Vida. ‘Por la vida’, recalca la artista, y ‘que no se malinterprete’, dice, ‘por la vida de quienes estaban matando y estaban desaparecidas’.
Sin aflojar, Rosenfeld se mantiene hasta fines de los 80 en el surco del activismo. Después de “VIUDA” vino “Somos + mujeres” y “Las mujeres votamos No +”, queriendo decir de otro modo, “votamos no más y qué tanto”, en palabras de la misma artista.
La resistencia colectiva que articuló la agrupación para luchar por los derechos de las mujeres y denunciar los crímenes de la dictadura, fue tomando distintas formas en sus acciones relámpago.
Vestidas de luto desfilaron los días 11 de septiembre, marcaron edificios de gobierno con banderas negras para honrar la memoria de los muertos, bailaron la cueca sola, repartieron panfletos con sus consignas ⎯unos de ellos con el “SOMOS +” (1985) y el “No+ porque somos+” (1986)⎯, pidieron la renuncia expresa de Pinochet por medio de una carta argumentativa, con sus cuerpos en el piso armaron cruces monumentales, en materiales económicos dibujaron siluetas negras a escala real con los nombres de los desaparecidos. Rosenfeld y también Eltit tuvieron la responsabilidad de ir ampliando esta serie de estrategias visuales.
El 8 de marzo del 86, Mujeres por la Vida convoca a jornadas político culturales en conmemoración del Día Internacional de la Mujer. La frase “Un nuevo paso uniendo nuestras manos a las mujeres del mundo” abría la invitación. Se redactó un instructivo para la ocasión y se leyeron los lemas acompañados del canto a coro “¡Sépalo capitán general, Somos más!… y porque somos más ¡lo venceremos! ¡Palabra de mujer!”.
En concordancia con su decidida postura feminista y activista, un año más tarde, en el marco del Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana —instancia que en palabras de Carmen Berenguer emergió “en las antípodas de la opresión, aquellos lenguajes que no quieren negarse a ser y por el contrario han querido hablar dando curso a los rescates de las identidades interdictas por la violencia política, cultural e ideológica”—, Lotty Rosenfeld se hizo cargo de la documentación permitiendo que el congreso pueda ser revisitado hasta hoy.
Uno de los hitos que marcaron el fin de década, fue “No me olvides”, otra potente convocatoria de Mujeres por la Vida junto a más organizaciones de mujeres. En el marco del plebiscito del 88, las agrupaciones se unieron para activar la memoria y promover el voto NO. Las siluetas diseñadas por Rosenfeld años antes se retomaron de manera masiva. En las calles, las mujeres levantaron a sus desaparecidos con sus nombres, la pregunta “¿me olvidaste?” y las opciones “Sí_ No_” escritas sobre el recorte. Cantando el bolero “para que no me olvides”, caminaron por el centro de la ciudad esperando la posibilidad de volver a una democracia capaz de reparar sin caer en episodios de amnesia. Eso tampoco hay que olvidarlo.
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El nacimiento del liberalismo se entrelaza con el republicanismo clásico que surge durante el quattrocento, pasando por Maquiavelo, hasta llegar a James Harrington, Algernon Sidney e incluso John Milton. Se respira entonces una añoranza vital e intelectual por la libertad. Pero ese anhelo, tan fundamental, se diferencia y abre dos nuevos rumbos. En efecto, Thomas Hobbes en su Leviatán dio a la libertad un sentido de no interferencia. En cierto sentido, el ciudadano del vivere civile, el republicano del humanismo cívico, se separa del liberal. El republicanismo asume la libertad como independencia. El liberalismo, en cambio, se centra en la libertad como ausencia de coacción o coerción. No en vano, Isaiah Berlin la definiría posteriormente como libertad negativa.
Pese a que la libertad es el principio fundador del liberalismo, por sí sola no garantiza una sociedad liberal. Y menos aún si esa caprichosa libertad se restringe a su lado negativo, con un énfasis en lo económico. En Chile vivimos una libertad negativa y económica que nos permitió crecer. Pero el liberalismo no se desplegó en su sentido más amplio. En definitiva, transitamos por una experiencia exitosa que subestimó otros principios liberales. Para dilucidar este punto, volvamos a los orígenes del liberalismo, a ese tronco que se encuentra en el siglo XVIII.
En su monumental obra Una investigación acerca de la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones (1776), Adam Smith se refería al plan liberal de la “igualdad, libertad y justicia”. Si comparamos esta tríada con el lema “liberté, égalité, fraternité”, que 14 años más tarde popularizaría Robespierre, para Smith la igualdad está antes que la libertad. Y la justicia aparece en vez de la fraternidad. Estas pequeñas diferencias y sus consecuencias son, a mi juicio, significativas y siguen vigentes.
Ante el legado y la influencia de Rousseau, los ilustrados escoceses anticiparon los riesgos políticos de la voluntad general y no se creyeron el cuento del “buen salvaje”. En cambio, resaltaron las bondades del progreso sin perder de vista —como decía nuestro gran Nicanor— que somos un embutido de ángeles y demonios. Esta tradición liberal es distinta a la francesa. Mucho más escéptica, realista y también humana.
Los tres grandes principios liberales de “igualdad, libertad y justicia” pueden ayudar a comprender esta tradición y responder a la pregunta sobre las supuestas deudas del liberalismo. La importancia de la igualdad ante la ley, la tolerancia, el mérito, la responsabilidad y también la empatía que desarrolla Adam Smith en su Teoría de los sentimientos morales (1759), forman parte de ese progreso liberal que avizoraron varios pensadores durante el siglo XVIII.
Comencemos por el concepto de la empatía smithiana (sympathy), que ha cobrado protagonismo en la discusión intelectual y el debate público. Su sentido y significado, que combina la libertad individual con la preocupación por los demás, le devuelve el alma al cuerpo al liberalismo. Es siempre sano y alentador recordar la primera frase de Teoría de los sentimientos morales: “Por más egoísta que se pueda suponer al hombre, evidentemente hay en su naturaleza algunos principios que le hacen interesarse en la fortuna de otros, y hacen que su felicidad le resulte necesaria, aunque no derive de ella nada más que el placer de verla”.
Estas palabras distan mucho de la caricatura que se ha construido en torno a la figura del padre de la economía. La empatía significa ponernos en los zapatos del otro, entendiendo dónde pisan esos zapatos, es decir, comprendiendo las circunstancias. Es un proceso que requiere sentir, pero también pensar.
Volviendo a los principios de “igualdad, libertad y justicia”, Adam Smith reflexiona sobre las diferencias entre un porteador, quien recibía unas monedas por acarrear algunas cosas, y un filósofo. A partir del contraste entre estos dos oficios que representaban las antípodas del prestigio y reputación social, asegura: “La diferencia entre dos personas totalmente distintas, como por ejemplo un filósofo y un vulgar porteador, parece surgir no tanto de la naturaleza como del hábito, la costumbre y la educación. Cuando vinieron al mundo, y durante los primeros seis u ocho años de vida, es probable que se parecieran bastante, y ni sus padres ni sus compañeros de juego fuesen capaces de detectar alguna diferencia. Pero a esa edad, o poco después, resultan empleados en ocupaciones muy distintas. Es entonces cuando la diferencia de talentos empieza a ser visible, y se amplía gradualmente hasta que al final la vanidad del filósofo le impide reconocer alguna semejanza”.
Quizá tuvimos mucho Milton Friedman y poco Adam Smith, harta libertad negativa y menos libertad positiva, muchos libertarios y pocos liberales clásicos. Quizá mucha economía y poca filosofía política. Ahora que volver a crecer es un deber y una necesidad ineludibles, los que valoramos la libertad en su más amplio sentido, no podemos dejar atrás los principios de la igualdad y la justicia.
Las diferencias entre un porteador y un filósofo —ambos extremos en la pirámide social en esa época— al comienzo son imperceptibles, hasta que el “hábito, la costumbre y la educación” hacen la diferencia. Y con el paso del tiempo llega un momento en que “la vanidad del filósofo” —Adam Smith era un filósofo— no le permite ver semejanza alguna con el porteador.
En los orígenes del liberalismo, Adam Smith defendía la igualdad, no en un sentido idealizado o romántico, sino también adelantándose a lo que sería el concepto de dignidad kantiano: tratar a las personas como un fin en sí mismas, y no como un medio. Es más, también se anticipa a John Rawls y Elizabeth Anderson.
En cuanto al rol de la libertad que sigue en nuestra trilogía liberal, la confianza en las personas y la responsabilidad de cada una es fundamental. Pero la libertad no se restringe solo a su cara negativa, sino que también se abre hacia los demás. Y en relación con el broche de esta trilogía, la justicia, sabemos que ella es el cimiento sobre el cual se construye y descansa el edificio de la sociedad.
Pero la justicia también se extiende al mercado. Al preguntarse por los principios que dan lugar a la división del trabajo y al progreso, Smith argumenta que en la naturaleza humana existe una propensión a “permutar, trocar e intercambiar”. Esta propensión al intercambio es la causa que impulsa el progreso. En una frase tan simple, pero a la vez profunda, Smith dice: “Nadie ha visto jamás a un perro realizar un intercambio fair and deliberate de un hueso por otro con otro perro”.
Según Adam Smith, entre seres humanos civilizados el intercambio debe ser deliberado, esto es, voluntario y bien pensado. Y, además, fair, una palabra anglosajona que no tiene traducción a otro idioma. Aunque generalmente fair se traduce como “honesto” o “justo”, es un concepto más complejo. La palabra fair tiene un sentido asociado no a las leyes, sino a las reglas del juego no escritas. Se relaciona con las normas sociales y morales. Por ejemplo, cuando después de algún sucio foul, un jugador devuelve la pelota al equipo contrario, esa actitud se considera fair. Aunque ese gesto no es exigido, el público lo aprueba. Es más, empatizamos y aplaudimos esa conducta.
Detrás de esta idea del intercambio “fair and deliberate” hay un sentido moral que apunta a los fundamentos del mercado. Quizá incluso un guiño a la empatía. Esto es, el mercado y la economía contienen un conjunto de leyes y reglas no escritas que van más allá de la simple maximización de la utilidad o una agregación de preferencias individuales.
Sin los principios de “igualdad, libertad y justicia”, que de una u otra manera conversan con la empatía, no hay espacio ni posibilidad para el despliegue de las personas en una sociedad liberal. Lo más notable, para nuestra disquisición particular sobre Chile, es que esta trilogía no avanzó a la misma velocidad ni con la misma intensidad en nuestro país. El foco en la libertad negativa, con un énfasis en lo económico, nos llevó a crecer. Pero ese crecimiento no se tradujo en un progreso decidido hacia una sociedad liberal. En definitiva, la igualdad y la justicia no caminaron al mismo ritmo que la libertad.
Quizá tuvimos mucho Milton Friedman y poco Adam Smith, harta libertad negativa y menos libertad positiva, muchos libertarios y pocos liberales clásicos. Quizá mucha economía y poca filosofía política. Ahora que volver a crecer es un deber y una necesidad ineludibles, los que valoramos la libertad en su más amplio sentido, no podemos dejar atrás los principios de la igualdad y la justicia. Y la razón es muy simple: en el camino hacia un verdadero progreso liberal, la trilogía “igualdad, libertad y justicia” juega un rol decisivo.
Dado que una democracia es un régimen político en el que gobierna una mayoría electoral, un “buen” gobierno democrático es el que beneficia (o al menos no perjudica) los intereses de la mayoría. Pero lo contrario sucede en la mayor parte de las democracias: las tasas de desigualdad y corrupción van en aumento o siguen siendo obstinadamente altas. Históricamente, los regímenes que benefician de manera sistemática a los más poderosos en desmedro de la mayoría son llamados oligarquías. La corrupción sistémica de las democracias representativas es el resultado de la progresiva y desenfrenada oligarquización del poder dentro del estado de derecho.
El poder político es hoy de facto oligárquico. Las personas que deciden sobre leyes, políticas públicas y el grado de protección de los derechos individuales forman parte del 10% más rico y, por lo tanto, tienden a tener los mismos intereses y cosmovisión de los poderosos que más se benefician del status quo. Además, el financiamiento de campañas electorales y el lobby han permitido que el dinero influya en la elaboración de estructuras legales y materiales que tienden a beneficiar a la minoría que ya concentra el poder económico y político. Debido a que los patrones de acumulación de riqueza no son naturales, sino que son habilitados por las reglas e instituciones existentes, se hace necesario estudiar nuestros regímenes políticos como experimentos que han permitido desigualdad extrema y corrupción sistémica, así como también cuestionar la base filosófica-política que sustenta estos marcos jurídicos que han validado y reproducido estos resultados.
El constitucionalismo liberal ve la estructura básica como un conjunto de “meta-restricciones”, con derechos individuales que limitan la acción estatal y un sistema de separación de poderes que produce un estado de derecho “imparcial”, capaz de brindar igual libertad para todos. Sin embargo, los fundamentos filosóficos de nuestros órdenes liberales provienen de una larga tradición de pensadores que justifican sociedades gobernadas por élites —por aquellas personas que se distinguen de la gente común, ya sea por nacimiento, riqueza, conocimiento o popularidad— y la conservación de las jerarquías socioeconómicas existentes. El liberalismo constitucional contemporáneo, al centrarse en los procedimientos y la igualdad de derechos meramente formales, ha sido incapaz de “ver” las evidentes opresiones estructurales de género, etnia y clase que cohabitan junto a protecciones legales que deben garantizar la igualdad de derechos.
Parte del problema es que la teoría política liberal se origina en una fantasía: un estado de naturaleza en el que reina la igualdad, la libertad y la paz, y donde todos son igualmente libres de preservarse a sí mismos, adquiriendo propiedades a través de su trabajo. Para John Locke, para hacer uso de la naturaleza, “para el mejor provecho de la vida” y asegurar así la sobrevivencia, primero hay que tener un “dominio privado” sobre ella. De esta forma, el derecho a la propiedad, a la protección de “la vida, la libertad y las posesiones”, es para Locke un derecho individual comprehensivo y fundamental: la propiedad es una premisa necesaria para todos los otros derechos, además del marco a través del cual los derechos en sí mismos son entendidos, como una forma de propiedad individual. Y dado que el estado de derecho debe seguir la ley natural, entonces el “principal propósito” del Estado liberal no es el bienestar del pueblo, sino la protección del derecho individual a la propiedad privada. Y dado que el estado de derecho es concebido como la expresión jurídica de la libertad natural, el único uso justificado de la fuerza es para defender el marco legal en contra de la tiranía; la violación de las “leyes para la preservación de la propiedad, la paz y la unidad” es la única causa legítima de rebelión.
Para desarrollar nuevos métodos de análisis debemos, primero, cuestionar la fantasía igualitaria y las abstracciones en las que se basa el modelo liberal, y pensar la sociedad futura desde las desigualdades materiales imperantes.
Contrastando con el idealismo igualitario de Locke, la Inglaterra de su tiempo era extremadamente desigual y opresiva. Unas décadas antes de la publicación del Segundo tratado (1689), se produjeron levantamientos populares en contra de los cercamientos de tierras comunes (enclosures), así como también manifiestos plebeyos que proclamaban el “derecho a los comunes”, al uso de la tierra común que “nos pertenece a nosotros, que somos los pobres oprimidos”. La teoría de Locke no solo no concibió el derecho colectivo a los comunes, sino que tampoco reconoció la desigualdad material y sus efectos en el goce efectivo de los derechos individuales. Aunque para la naciente teoría liberal los individuos eran iguales y libres, en la realidad solo unos pocos poseían la mayor parte de la tierra y redactaban leyes para oprimir y expropiar aún más al pueblo plebeyo.
Al idealismo y formalismo de Locke, el barón de Montesquieu añadió el procedimentalismo. En El espíritu de las leyes (1748) definió la libertad, en un sentido negativo y legalista, como una “tranquilidad de espíritu” individual basada en la ausencia de miedo, y un sentimiento de seguridad fundamentado en “el derecho a hacer todo lo que la ley permite”. Al argumentar que procedimientos, controles y contrapesos institucionales son medidas suficientes para asegurar buenas leyes, Montesquieu equipara la libertad con el vivir bajo el estado de derecho, cerrando así la posibilidad de cuestionar legítimamente la ley por fuera de las instituciones políticas formales controladas por la élite.
Siguiendo a Cicerón, Montesquieu sostiene que, si bien todos tienen una capacidad natural para percibir el mérito y elegir a los mejores, los plebeyos no son lo suficientemente competentes para ser elegidos. Aunque defendió la extensión del sufragio a todos los ciudadanos varones, para él el derecho del pueblo a legislar debe ser ejercido únicamente de forma indirecta, a través de representantes seleccionados entre las élites. De esta forma, la elección de representantes aparece no como una forma de permitir que el pueblo gobierne, sino como un mecanismo para mantener al pueblo efectivamente alejado de la toma de decisiones.
La primera república representativa en Estados Unidos constitucionalizó el Estado “lockeano”, protector de la propiedad, a través del sistema de separación de poderes y representación propuesto por Montesquieu. La Constitución fue redactada en 1878, luego de una rebelión plebeya en contra de las deudas y la pérdida de tierras, la que prendió fuego a los juzgados y desató una insurrección armada. En reacción a este levantamiento popular, James Madison diseñó la estructura básica del nuevo orden en contra de la “tiranía de la mayoría” y las presiones de redistribución de la riqueza que inevitablemente vendrían “desde abajo”, porque “de acuerdo con las leyes de igualdad de sufragio, el poder se deslizará hacia las manos de los [pobres]”. Uno de los principales objetivos del orden constitucional era, por tanto, bloquear la redistribución democrática de la propiedad a través de mecanismos para “filtrar” la voluntad popular, capaces de proteger el orden socioeconómico establecido en contra de la “rabia (…) por la abolición de las deudas, por una división equitativa de la propiedad, o para cualquier otro proyecto impropio o perverso”.
El liberalismo político contemporáneo, desarrollado desde la teoría de la estructura básica de John Rawls, en la cual se piensa el orden constitucional desde una “posición original” en la que un “velo de ignorancia” permite la abstracción de las desigualdades socioeconómicas, ha sido, predeciblemente, incapaz de otorgar herramientas adecuadas para reconocer y remediar las formas estructurales de dominación que se reproducen al alero de la ley. Para desarrollar nuevos métodos de análisis debemos, primero, cuestionar la fantasía igualitaria y las abstracciones en las que se basa el modelo liberal, y pensar la sociedad futura desde las desigualdades materiales imperantes. Asimismo, se hace necesario analizar críticamente los enfoques formales y procedimentales que tienden tanto a ocultar las desigualdades materiales en el análisis jurídico-político, como también a bloquear el cambio social. Finalmente, debemos repensar tanto la concepción de la propiedad privada como un derecho fundamental, como también la concepción de los derechos como una forma de propiedad, para así integrar otras relaciones con la naturaleza que nos permitan trascender la lógica extractivista imperante.
Imagen: caricatura de lobby en la Cámara de los Comunes del Reino Unido a finales del siglo XIX.
¿Tiene deudas el liberalismo, defectos que superar, vacíos que colmar, afirmaciones que corregir? La respuesta a esas preguntas exige, desde luego, identificar algún rasgo central que compartan puntos de vista en apariencia disímiles y en cualquier caso distantes como, para citar dos extremos, los de Locke, que creía que la propiedad era previa al Estado, o John Rawls, quien pensaba que no había nada que antecediera al orden político. ¿Existe ese principio que, como un hilo invisible, entrecruzaría todo el pensamiento liberal?
En general, lo que caracteriza a cualquier liberalismo es lo que podríamos llamar la primacía de la libertad. Conforme a ese principio, los seres humanos se encuentran, como observó John Locke, en un estado natural de libertad para ejercer sus acciones, sin depender de la voluntad de ningún otro ser humano. Algo semejante imagina John Rawls en su famosa posición original cuyos partícipes han de convenir unánimemente la fisonomía de las instituciones. Esa primacía de la libertad es normativa, lo cual quiere decir que quienes deseen poner cortapisas a la franquía de que dispone un ser humano tienen la carga de probar que existe alguna justificación para hacerlo. ¿Por qué alguien debe obedecer a otro? Esa es la pregunta que inspira a la reflexión liberal. Ese principio es el que también explica por qué la literatura liberal, desde el siglo XVII en adelante, parece preocupada ante todo de las condiciones que han de cumplirse para que surja la obligación política, es decir, para que un individuo deba someterse a la voluntad de otro.
Así caracterizado, el liberalismo posee, por supuesto, algunas deudas intelectuales —con relevantes consecuencias prácticas y políticas— que debe saldar. Las más obvias que la literatura ha detectado son las siguientes:
El atomismo y la multiculturalidad
Desde luego, se ha llamado la atención acerca del atomismo que caracterizaría lo que pudiéramos llamar la ontología liberal, es decir, la manera en que concibe los elementos últimos e irreductibles de la vida social. Para el liberalismo, la sociedad suele aparecer como un agregado de individuos, una convergencia de intereses entre ellos o una asociación voluntaria con fines de cooperación. Como consecuencia de este punto de vista, los pensadores liberales son estrictamente nominalistas: la sociedad es para ellos el nombre de un agregado de individuos, un simple hecho institucional, sin sustancia que le sea propia.
Y allí se configura una de sus principales deudas.
Porque, según se sabe, el individuo no antecede a la sociedad, sino que siempre es, por decirlo así, ex post social. Los seres humanos, como enseñaron Rousseau, Fichte o Hegel y antes de ellos nada menos que Aristóteles, son seres especulares; su identidad, la idea de quiénes son y a lo que aspiran se forja en medio de la interacción con otros. Desde este punto de vista, no es posible afirmar la antelación del individuo respecto de la sociedad. Cada uno es el resultado de un complejo proceso de sociabilización, gracias al cual recibe una cultura y una lengua, que no inventó y que es portadora de un horizonte interpretativo con el que cada uno configura su mundo. Al olvidar esta dimensión de lo humano, el liberalismo obvia que la posición de cada uno en la escala invisible del prestigio y del poder no es un asunto de desempeño individual o de simple voluntad, sino el resultado de una compleja trama que nos configura.
Como consecuencia de ello, el liberalismo suele ignorar o no le confiere importancia política a los procesos de subjetivación, esos mecanismos mediante los cuales se produce la posición de cada uno en la estructura social. Y al ignorarlos es poco sensible al multiculturalismo y a las políticas de la identidad que hoy inundan la esfera pública.
Así entonces, una primera deuda: la débil comprensión de la forma en que el individuo se configura.
Relacionado con lo anterior, surge rápidamente otra.
No cabe duda, una de las deudas del liberalismo, al menos de ese liberalismo por llamarlo así cultural —pero que posee profundas raíces en la filosofía política de comienzos del veinte—, es la de proveer razones en favor de la tolerancia y la neutralidad estatal.
La ignorancia de los derechos colectivos
En la tradición liberal, y seguramente como consecuencia de esa débil ontología, los derechos son, ante todo, derechos individuales. Pero ocurre que no todos los bienes que los seres humanos apetecen y que juzgan significativos son individuales. Hay una gama de bienes colectivos para cuya configuración los sujetos requieren el concurso de otros. El caso más obvio es el del lenguaje. Como advirtió lúcidamente Wittgenstein, los lenguajes privados no existen. El lenguaje es un bien público que se transmite de generación en generación, que es portador de un horizonte interpretativo y con el que las personas configuran su identidad. Junto al lenguaje como forma paradigmática de bien público, se encuentra lo que suelen denominarse opciones conjuntas. Las opciones conjuntas son aquellas actividades que los seres humanos realizamos y que —como los juegos, los ritos religiosos o incluso la guerra— requieren una intencionalidad compartida. Todas estas actividades no son estrictamente individuales y resultan indispensables para el quehacer humano. Y sin embargo quedan, en principio, fuera de la asignación de derechos para el liberalismo.
Y se encuentra, claro está, el problema de la fundamentación normativa del liberalismo.
La falta de razones en favor de la autonomía
El liberalismo pone énfasis con particular entusiasmo en la autonomía personal, en la condición de agente que cada uno tiene respecto de su propia trayectoria. Como consecuencia de ello, el liberalismo reclama del Estado una actitud neutral frente a las formas de vida y los proyectos vitales que los individuos decidan emprender. El Estado no debe considerar ninguna forma de vida como intrínsecamente mejor que cualquier otra y debe tratarlas con igual respeto y consideración. Ese principio normativo del liberalismo es especialmente relevante y, por lo mismo, requiere ser fundamentado: ¿cuál es la razón de la neutralidad estatal?
Aquí hay otra deuda, esta vez intelectual.
Frente a la pregunta acerca de cuál sea el fundamento de la neutralidad estatal por la que el liberalismo aboga, una de las respuestas más populares es la de que el Estado es neutral porque no podemos saber cuál es el bien humano y, en consecuencia, carecemos de una medida que nos permita saber qué tipo de vida es mejor y cuál es peor. Siendo así, continúa este popular argumento, la única actitud razonable es la neutralidad. Ciego ante el bien humano, el Estado debiera entonces tratar con igualdad todos los intentos de perseguirlo o discernirlo.
Pero salta a la vista que esa forma de fundamentar la neutralidad liberal es errónea y auto contradictoria. Después de todo, si no sabemos lo que es el bien humano, si la razón es impotente no ya para describirlo sino además para buscarlo, si en consecuencia los individuos y las culturas andan a ciegas o son el resultado de emociones y preferencias todas igualmente equivalentes, si cuando una persona opina que el aborto es incorrecto y otra aboga por el derecho a practicarlo el Estado debe enmudecer porque no sabe qué decir frente a ese dilema, entonces, ¿qué razón habría para pretender que un orden liberal es mejor, digamos, que una autocracia religiosa; una autoridad democráticamente electa mejor que un dictador?
No cabe duda, una de las deudas del liberalismo, al menos de ese liberalismo por llamarlo así cultural —pero que posee profundas raíces en la filosofía política de comienzos del veinte—, es la de proveer razones en favor de la tolerancia y la neutralidad estatal.
Todas esas fallas del liberalismo derivan de una ontología defectuosa que, por supuesto, es el tema de estas líneas, debe ser corregida. Porque el liberalismo imagina que el componente último e irreductible de la vida social es el individuo (un individuo como lo imaginó Descartes, transparente para sí), desconoce hasta qué punto la propia identidad depende de la cultura en la que cada uno se configuró, y porque desconoce el papel de la cultura en la formación del yo es que no hace un lugar fácil a los derechos colectivos. Y es por esa misma ontología defectuosa que incurre con facilidad en el escepticismo acerca del bien humano, lo que lo hace presa frágil de sus enemigos, los que, esgrimiendo la misma neutralidad que el liberalismo defiende, se las arreglan fácilmente para atacarlo.
Una soledad tranquila, cientos de moscas, un rojo azulado, dedos delgados de alguien, el gris que inunda, pasos continuos, esa otra tranquilidad, nichos de luz, imágenes naranjas sobre un fondo negro.
El libro de Francisca nos sitúa ante imágenes y zonas de realidad que se mueven en torno a una sensación no mimética y autónoma de color.
Se debe al modernismo estético, creo, que bebió en este sentido de fuentes románticas, el que el color comenzara a ser pensado como un valor específico del arte. Un valor liberado tanto de la búsqueda naturalista como de los rigores del dibujo. Defendiendo el procedimiento arrebatado de los pintores coloristas, por sobre el meticuloso estudio de los dibujantes, Baudelaire escribió en “El gobierno de la imaginación”: “Lo mismo que un sueño se sitúa en una atmósfera que le es propia una concepción convertida en composición necesita moverse en un medio coloreado que le sea particular. Evidentemente hay un tono particular atribuido a una parte cualquiera del cuadro que se hace clave y gobierna a los otros”.
Recuerdo estas palabras de Baudelaire ante el hermoso libro de Francisca aun a sabiendas de que me salto referencias que probablemente responden mejor a su naturaleza, en su contexto inmediato. Lo hago porque los pasos continuos que conforman este escrito se suceden inmersos en esta sensibilidad cromática, heredera de una teoría romántica y moderna del color, que no debe, me parece, ser pasada por alto, especialmente porque se trata de un recurso literario construido desde los saberes y la experiencia de una artista visual.
Remarcada por el nombre de un color que va cerrando cada fragmento (azul, marrón, celeste, dorado, bermellón) esta singular condición cromática que recorre los escritos de Francisca parece llevar al plano de la literatura aquella atmósfera dominante que, según Baudelaire, era revelada al artista de modo intempestivo, en un trance fugaz entre el sueño y el recuerdo.
La escritura de Francisca no traduce el color, no es cromáticamente ilustrativa y su maniobra literaria más bien ocurre en el orden de la sinestesia. El color muta ligeramente en ardor, textura, aroma o sonido y va configurando una trama sensible que se comporta también como una fenomenología de la percepción. A diferencia de esa capacidad de respuesta rápida que, según Baudelaire, era el talento del pintor de la vida moderna, la conquista literaria de este libro no pasa por lo intempestivo y lo fugaz. Un largo y denso ocurrir de la percepción en un estado dilatado es lo que, en cambio, nos encontramos. Sensaciones traídas por un objeto sensible que alguna vez fue presente, pero que ahora solo habla por medio de irradiaciones tranquilas y fantasmales, como si a quien escribe o testimonia le hubiese sido revelado, en su lógica interna, el enigma de los sueños.
Una especie de estiramiento o ensanchamiento de la conciencia, amparado en el efecto de la cromaticidad, conduce desde estos escritos a otro mundo perfecto en su irregularidad. En él, nadie es significativamente alguien y los hechos primarios o complementarios son acciones, visiones o imágenes mentales que llegan como oleadas o se desencadenan con suavidad. El trabajo del sueño que según el propio Freud condensa duelos, emociones, temores, descubrimientos, bajo la forma de una habitación o un rostro, un tono de voz o la figura de un tigre, tiende a aparecer en la entrelínea de estas palabras que, sin embargo, nada saben o quieren saber de explicaciones o interpretaciones.
En “Primarios”, “Sueños complementarios” o “Gris visión”, que son los capítulos de este libro, no ocurren cosas extraordinarias porque sean fuera de lo común, sino porque se hallan inmersas en otra duración y en una esfera sensible que podemos reconocer como propiamente real, demasiado real tal vez, aunque inversamente proporcional a la esfera de las percepciones que construyen lo que llamamos realidad consciente.
En el libro de Francisca encontramos esta resonancia de recuerdos que se invocan y se responden unos a otros. De hecho, muchos ambientes en que se sitúan los acontecimientos de los pequeños relatos que entreteje este libro se comportan como lugares de la memoria: pasillos oscuros sin cuadros, la casa sin cerco, la apretada y falta de aire, la casa de largas habitaciones, una vertiente, los potreros, la ciudad, un camino de piedras…
No puedo evitar aquí, respecto de este punto, otra referencia anacrónica pero no por eso menos vigente en las actuales formas de concebir el tiempo, la memoria y las imágenes. Esta referencia es Henri Bergson, quien no veía en el sueño otra cosa que una forma extrema y desatada de las modalidades de la percepción, concebida por él necesariamente en el vínculo entre la sensación presente y la memoria. En su maravillosa conferencia que se llamó “La construcción del sueño”, dictada el primer mes, del primer año del siglo XX, Bergson dio detallada y poética cuenta de cómo las sensaciones del cuerpo no se aplacan durante el sueño, sino que más bien entran en un tramado sinestésico que es responsable de la extraordinaria actividad inconsciente que hacemos al dormir. Especialmente dijo, las sensaciones táctiles que tenemos al dormir se tornan visuales y se hacen parte de lo que llamó el “toque interno”: “Sensaciones profundas que emanan de todas partes del organismo y, particularmente, de las vísceras. Uno no puede imaginar los grados de percepción y de precisión, que se pueden obtener, durante el sueño, con estas sensaciones. Su certeza ya existe durante el despertar. Pero entonces, nos distraemos con las acciones prácticas. Vivimos fuera de nosotros. El sueño, nos hace adentrarnos en retiro”.
No puede haber, a mi juicio, palabras más ajustadas para describir lo que ocurre en los fragmentos literarios que reúne Pasos continuos: escritos que no están distraídos en la acción práctica sino magistralmente concentrados en ese “toque interno”, donde la percepción de un objeto cualquiera se entreteje, como lo observaba Bergson, con imágenes pasadas que están una a una archivadas en nuestra memoria, esperando el momento para recrudecer.
En esta literatura, ese recrudecimiento es excepcional, y los estímulos sensibles se despliegan en sinestesia trayendo oleadas de antiguas imágenes que remontan en este caso, según creí notar, a episodios de la infancia. La figura de dos niños, hermanos, se recorta tal vez en la lejanía de una realidad perceptual que siempre ocurre en tiempo presente.
Vuelvo en este punto a Bergson y a sus palabras en este escrito temprano y clave para la tradición de pensamiento que se pregunta por el modo de significar de los sueños: “En el sueño, propiamente hablando” —dice— “se absorbe toda nuestra personalidad. Son los recuerdos y solo los recuerdos, quienes mecen la red onírica, aunque a veces, no los reconocemos. Quizás son recuerdos muy antiguos, olvidados durante la vigilia. Dibujados en las más oscuras profundidades de nuestro pasado. (…) Ante esta compleja relación de imágenes, que parecen no presentar ninguna significancia, nuestra inteligencia busca una explicación, trata de llenar la lacunae. Las completa llamando a otros recuerdos”.
En el libro de Francisca encontramos esta resonancia de recuerdos que se invocan y se responden unos a otros. De hecho, muchos ambientes en que se sitúan los acontecimientos de los pequeños relatos que entreteje este libro se comportan como lugares de la memoria: pasillos oscuros sin cuadros, la casa sin cerco, la apretada y falta de aire, la casa de largas habitaciones, una vertiente, los potreros, la ciudad, un camino de piedras, la calle que colinda con la Alameda, lugares que cambian y se transforman en la medida en que se los va recorriendo, lugares que reaparecen sin ser los mismos de hace un momento. Así también, los hechos y las sensaciones se abren y desperezan en efectos inesperados. Nos encontramos ante planificaciones “inmensas de pequeños movimientos”, ante una pregunta por quién soy que al instante ya no interesa, o ante la experiencia de perder el cuerpo y quedar unido súbitamente a una piedra. Detallo así formas casi milimétricas de observar y de quedarse en el libre juego de la sensación y la memoria, a las que esta lectura invita de modo constante. Un juego que la vida consciente, ordenada por la voluntad de acción, no nos permite jugar.
Para cerrar quisiera advertir cómo esta modalidad compositiva tan propia de este trabajo literario pudiera entrar en complicidad con ciertas revueltas del lenguaje asociadas a una “escritura del cuerpo”, que la teoría literaria suele atribuir a la literatura de mujeres, y especialmente a esa rareza formidable que fue en Latinoamérica la obra de Clarice Lispector. Me refiero a un modo de significar, que apunta a lo que Julia Kristeva reconoció como la mera y mayúscula significancia. La significancia de los signos, dice Kristeva en Sentido y sinsentido de la rebeldía, no se dirige a las cosas, ni siquiera a la vida psíquica, sino al Ser. La escritura que toma a la significancia como destino es un lugar de peligro “donde se disocian lo nombrable y lo innombrable, lo pulsional y lo simbólico, el lenguaje y aquello que no lo es”.
En este sitio arriesgado, de incoherencia subjetiva, en el cual la subjetividad se halla puesta en dificultad, me parece que se encuentran muy delicadamente estos escritos de Francisca, que por lo mismo reclaman también lectores, auditores y amantes de las palabras, las sensaciones y las memorias involuntarias, que estén dispuestos a asumir ese riesgo y a perderse en ello.
Así como no hay que confundir la libertad con el libertinaje, tampoco hay que hacerlo con el liberalismo. Todo el mundo ama la libertad, casi todo el mundo aspira a un grado de libertinaje, pero… ¿quién defiende al liberalismo?
Pocos. El liberalismo incluso parece más atacado que protegido. Su descrédito es un ejercicio recurrente, lo cual se podría explicar, quizá, porque ha llegado a ser la visión política dominante. Alguna vez un credo o doctrina en conflicto con otras, su aparente triunfo, ha significado ponerlo en constante cuestionamiento. Menos un movimiento concreto que un ambiente general, el liberalismo, ha señalado John Gray, es la teoría política de la modernidad y sus postulados constituyen rasgos distintivos de la vida moderna. Como el aire, está en todas partes (ni conservadurismo ni socialismo son ahora completamente ajenos a sus planteamientos), lo que hacía innecesaria su defensa y atizaba la ofensiva. Sería la ideología hegemónica.
En realidad, el liberalismo es asediado, impugnado o desafiado, pero desde hace algún tiempo parece no ser un oponente formidable: no sería Goliat, ni siquiera David. Sería apenas una sombra, si es que no un cadáver.
Es verdad que han existido muchas declaraciones de muerte y proclamas de resurrección, en sucesivas olas de triunfalismo y desánimo. Su principal victoria fue la caída de la Unión Soviética, cuando colapsó su mayor competidor ideológico. Sin rival serio, algunos optimistas creyeron llegar a un “fin de la historia”.
Desmintiendo ese entusiasmo, el liberalismo —y la democracia liberal, ligada a él— ha mostrado no pocas vacilaciones y tropiezos: la crisis de los Estados de bienestar; la larga marcha de China como superpotencia de un capitalismo autoritario; el renacimiento de fundamentalismos religiosos y, en 2001, el ataque al corazón de su país emblema; la enorme crisis financiera global de 2008. Quienes lo quieren poco indican 2016 como el inicio de su fracaso definitivo: Brexit (Inglaterra), guerra en Siria, Trump presidente de Estados Unidos, el auge del populismo. A esa lista se podría agregar la angustia pandémica y la ansiedad medioambiental y sus efectos: crisis económica y desastre climático.
Puede que el liberalismo no esté muerto, pero sí acusó el golpe. Varios libros lo atestiguan: unos quieren poner su epitafio; otros le dan ánimo, pero lo hacen como si el campeón estuviera contra las cuerdas.
El liberalismo y sus contradicciones
Desde una perspectiva general, el liberalismo sería una doctrina que propugna la limitación del poder político, para organizar la convivencia pacífica a través de principios como el imperio de la ley o la protección de los derechos individuales. ¿Cómo se manifiesta en la vida moral de las personas o su pertenencia a comunidades?, ¿cómo se relaciona con la democracia o la actividad económica?
En sus relaciones problemáticas con la economía o la democracia, las corrientes liberales no fueron especialmente coincidentes con el capitalismo ni con el grado de intervención del Estado en la economía, aunque fueron dejándose seducir por la doctrina del ‘dejar hacer’ (o laissez-faire), para llegar en algunos casos a la apología de los mercados desregulados. Con la democracia pareció tener por años una feliz unión, pero se ha vislumbrado la separación.
Ciertamente, existe una familia extensa de prácticas históricas, grupos ideológicos y escritos filosóficos que podrían llamarse liberales, sosteniendo posiciones a veces encontradas y configurando sofisticadas taxonomías, con parentescos que recuerdan al que existe entre un loro y un cocodrilo: filogenéticamente correcto, pero de difícil comprensión. A los liberales de izquierda y de derecha se suman los liberales igualitarios, liberales conservadores, ordoliberales, católicos liberales, liberales comunitaristas, socialistas liberales, neoliberales, liberales clásicos, liberales autoritarios y liberales humanistas, entre otras curiosidades silvestres, que pueden favorecer —según sus pretensiones redistributivas— un generoso Estado de bienestar o un cicatero Estado mínimo; o bien, propugnar —según sus esquemas valóricos— la floración de las disidencias sexuales o no inmiscuirse en esos ámbitos. Algunos creen en la tolerancia al aborto o la eutanasia, mientras otros consideran la vida como algo sagrado; unos piensan que las drogas son un mercado más y otros que ninguna represión es suficiente. También la palabra “libertad” es inestable. Durante la Segunda Guerra Mundial, el “mundo libre” luchaba contra los fascismos junto a la Unión Soviética, pero después, en la Guerra Fría, ella fue su gran amenaza. En Chile han existido partidarios de una “sociedad libre” que no echaron en falta las instituciones democráticas ni se escandalizaron demasiado por la vulneración de algunos o muchos derechos individuales.
Adentrarse en la historia o contra-historia del liberalismo muestra que existen muchos supuestos sin fundamento. No basta la vaga alusión a una cierta mentalidad o hábitos para entenderlo. La afinidad entre algunos principios (libertad, igualdad) y cierto estilo (conciliador) no es necesaria: los jacobinos se valieron de medios violentos para fines “liberales”; y encantadores reaccionarios convencen con sus proyectos autoritarios. Los liberales no siempre fueron demócratas ni capitalistas ni defendieron a las minorías. Algunas de estas circunstancias alimentan contradicciones que subsisten hasta hoy.
En sus relaciones problemáticas con la economía o la democracia, las corrientes liberales no fueron especialmente coincidentes con el capitalismo ni con el grado de intervención del Estado en la economía, aunque fueron dejándose seducir por la doctrina del “dejar hacer” (o laissez-faire), para llegar en algunos casos a la apología de los mercados desregulados. Con la democracia pareció tener por años una feliz unión, pero se ha vislumbrado la separación. La “democracia liberal” no era una redundancia, en cuanto han surgido gobiernos populistas elegidos democráticamente, pero “iliberales” (según el término de Zakaria), con prácticas como la primacía de técnicos que desconocen los mecanismos democráticos; o bien, la exaltación de la democracia directa, que suele ignorar aspectos formales que permiten que la democracia exista.
Quizá la contradicción más importante está en la importancia de la neutralidad valórica y las prescripciones sobre la vida buena. Para algunos, el liberalismo significa una concepción sobre cómo deberíamos vivir, centrada en la libertad; para otros significa justamente no indicar cómo vivir y abstenerse de juzgar las diversas formas de hacerlo. La versión predominante entiende que no debe prescribir (ni proscribir) determinadas formas de vida. Un Estado liberal debe proveer un marco institucional que permita a cada persona vivir según sus propias convicciones o incertidumbres, según sus propias normas morales o falta de ellas. Aquí estaría el germen, según sus críticos, de un gran problema del liberalismo: el individualismo rampante que corroe los vínculos y asociaciones.
Contra el individualismo
Los ataques recientes más interesantes al liberalismo —por la amplitud de sus propuestas, por su estilo polémico— parecen provenir desde el flanco derecho. Muestras estimulantes en esta línea son los libros ¿Por qué ha fracasado el liberalismo?, del teórico político Patrick Deneen, y El imperio del mal menor, del filósofo y ensayista Jean-Claude Michéa, quien ocupa un lugar difuso en el ambiente político francés. Menos estimulante es The Limits of Liberalism, de Mark Mitchell.
La afirmación central de Patrick Deneen es que el colapso del liberalismo se explica por su éxito. Algo tan extraño como morir de felicidad. Según él, esto sucedió porque la expansión de las opciones individuales provocó o aumentó otros males. En política, se ofrecieron libertades y derechos, pero hay un creciente control y vigilancia; se prometió desplazar a la aristocracia, pero eso generó una “liberalocracia”. En economía, aumentó la desigualdad; en educación, está eliminando las artes liberales; en ciencia y tecnología, ha llevado a la crisis ambiental.
La modernidad habría destruido una cosmovisión donde las personas se concebían como integrantes de conjuntos más amplios y la humanidad existía en continuidad con la naturaleza. Deneen rechaza la reconfiguración del mundo de acuerdo a una falsa antropología: entender al ser humano como individualista y egoísta.
En política, se ofrecieron libertades y derechos, pero hay un creciente control y vigilancia; se prometió desplazar a la aristocracia, pero eso generó una ‘liberalocracia’. En economía, aumentó la desigualdad; en educación, está eliminando las artes liberales; en ciencia y tecnología, ha llevado a la crisis ambiental.
El “plato de fondo” de su menú es proponer el fortalecimiento de las pequeñas comunidades, en las que los ciudadanos recuperarían costumbres tradicionales y los hábitos de la democracia y mercados locales. A su receta le agrega ingredientes: unas cuantas gotas de esencia ludita (cierto rechazo a la tecnología); un chorro generoso, que humecte todo, de homilías sobre el autodominio, y una cucharadita de mojigatería (la autocontención perdida, por supuesto, incluye el sexo).
A Deneen no lo convence que el egoísmo forme parte del ADN humano y que estemos genéticamente programados a ejercitarlo; pero parece menos cuestionador con otras “naturalizaciones”, como roles de género y convenciones sexuales. Cree que el liberalismo ha empeorado la condición de la mujer, al trasladarla a la fuerza laboral.
Pero no se trata de negar lo bueno del liberalismo, como sus esfuerzos por la libertad contra la tiranía. Como un conejo en un truco de magia, Deneen quiere estar dentro y fuera de la caja “liberal” —dentro para lo bueno, fuera para lo malo—, pero antes debería convencer de que su oposición a las injusticias antiliberales no es liberal.
En El imperio del mal menor, con mezclas de soltura, rigurosidad y sarcasmo, Jean-Claude Michéa se opone a la civilización liberal. No cree que sea posible distinguir un “buen” liberalismo (político y cultural) de un “mal” liberalismo (económico). Habría una unidad en el “liberalismo realmente existente”, de manera que sus versiones económica (derecha) y cultural (izquierda) responden a una misma lógica. El libro ofrece una genealogía del liberalismo, retrocediendo a las propuestas ante las guerras religiosas de los siglos XVI y XVII, con el objetivo de asegurar la coexistencia pacífica, lo que implica la neutralización de creencias y convicciones que pudieran provocar un regreso a la guerra. Para evitar lo peor, el mal menor.
El liberalismo, para él, se funda en una antropología “desesperada”, basada en la desconfianza, el temor y la convicción de que amar y dar son actos imposibles. El axioma básico liberal es el Estado valóricamente neutro, que no impone una concepción de la vida buena. Pero con el tiempo, el “imperio del mal menor” se transformó en “el mejor de los mundos”. Porque, a pesar del pesimismo liberal sobre la decencia humana, surgió un porfiado optimismo respecto del crecimiento material.
Para Michéa, el liberalismo sería el proyecto de una sociedad mínima, definida por el “Derecho” y el “Mercado”, instituciones que se ven afectadas por la neutralidad valórica. Un ejemplo es la extensión infinita de los derechos individuales (menciona que hay países en que se discute el derecho al canibalismo consentido entre adultos). Así, el liberalismo está dejando de ser el “mal menor” para ser un “mal mayor”, dada la descomposición de una sociedad que desconfía de sus integrantes. Pero no todo está perdido, cree Michéa, porque las virtudes humanas básicas todavía se extienden entre la gente común: la “common decency” (Orwell) sería una reserva para resistir la devastación de todas las utopías modernas.
Sin la impetuosidad de Deneen ni la astringencia irónica de Michéa, Mark Mitchell, en The Limits of Liberalism, cree que el liberalismo da paso a puntos de vista peligrosos, que impiden conocer los límites sociales, naturales y divinos. En buena parte del libro (los capítulos más interesantes) se dedica a detallar las contribuciones de autores como Michael Oakeshott, Alasdair MacIntyre y Michael Polanyi, quienes postulan que se conoce la realidad a través de la tradición y la cultura. Su tesis principal es que las tradiciones importan porque son “conocimiento” y, como el liberalismo rechaza la tradición y apuesta por las elecciones individuales, debe reemplazarse. Que el liberalismo sea también una tradición parece no preocuparlo.
El axioma básico liberal es el Estado valóricamente neutro, que no impone una concepción de la vida buena. Pero con el tiempo, el ‘imperio del mal menor’ que plantea Jean-Claude Michéa, se transformó en ‘el mejor de los mundos’. Porque, a pesar del pesimismo liberal sobre la decencia humana, surgió un porfiado optimismo respecto del crecimiento material.
Mitchell ofrece una “tercera vía” para evitar males como la tentación cosmopolita o la política de identidad: el “localismo humano”, caracterizado por el amor por el lugar de uno, las tradiciones y las personas que lo habitan, sin miedo ni odio a los demás.
¿Son tan sorpresivos estos cuestionamientos no izquierdistas del liberalismo? No tanto. En Anatomía del antiliberalismo (1993), Stephen Holmes analizaba esa crítica: autores y obras de los siglos XIX y XX, como Joseph de Maistre, Carl Schmitt, Leo Strauss, Alasdair MacIntyre y Christopher Lasch. La mixtura de reaccionarios, comunitaristas y fascistas no supone que compartan todo. Y algunos de esos nombres (MacIntyre y Lasch) figuran con frecuencia en los trabajos de Deneen, Michéa y Mitchell.
Liberalismo humano
Ante tantos embates y reproches, esperablemente de la izquierda y algo menos de la derecha, hay quienes han asumido una defensa reciente del liberalismo, como el crítico y memorialista Adam Gopnik o la economista Deirdre McCloskey, quienes defienden un “liberalismo humano”; o bien, la aproximación a través de la literatura de la teórica literaria Amanda Anderson.
En su libro A Thousand Small Sanities, Gopnik se pregunta por qué odian tanto al liberalismo. La derecha critica su fe en la razón; la izquierda, su fe en la reforma, antes que en un cambio revolucionario. El autor es “reformista”, lejos de la reacción y de la revolución (que atrae a su hija, a quien de vez en cuando se dirige). El liberalismo de los “humanistas liberales”, como él, “tiene un argumento verdadero, igualmente potente, igualmente simple”. Pero no resulta tan simple ni potente, a menos que lo sea por estar escrito en cursiva: “El liberalismo es una práctica política en evolución, que defiende la necesidad y la posibilidad de una reforma social (imperfectamente) igualitaria y una tolerancia cada vez mayor (si no absoluta) de la diferencia humana a través de razonadas y (mayormente) no impedidas conversaciones, demostraciones y debates”. Gopnik pareciera considerar el liberalismo como una forma de vida de personas agradables, reacias a la vigilancia policial, sentimentales y que se mueven en un entorno preferentemente neoyorquino.
En Por qué el liberalismo funciona, Deirdre McCloskey señala que al liberalismo se le hacen acusaciones falsas desde izquierda y derecha, que corresponden más bien al “iliberalismo”. Ella invita a un futuro liberal que se oponga a un socialismo izquierdista o un tradicionalismo derechista: “El enriquecimiento a través del verdadero liberalismo humano de los ahora pobres, una liberación permanente de los miserables y una explosión cultural en las artes, las ciencias, la artesanía y el entretenimiento más allá de toda comparación”. En la defensa de la pareja liberalismo-capitalismo, saca su calculadora y, con datos, señala que esta unión ha elevado el nivel de vida de la gente (el de los estadounidenses se ha cuadruplicado 80 años) y, contra Piketty, niega que genere pobreza y desigualdad. Según sus cifras, el crecimiento económico incrementó el ingreso real de las personas en los últimos tres siglos (en más de un tres mil por ciento) y, a su vez, la desigualdad en su conjunto se ha reducido en las últimas tres décadas en todo el mundo (para los extremadamente pobres al menos). Si no es el mejor de los mundos posibles, sería el mejor que la realidad permite.
En Bleak Liberalism, Amanda Anderson señala que el liberalismo se suele concebir como un proyecto candorosamente optimista, un término de burla porque carece de una crítica sistemática o porque es ciego a las complejidades de las vidas individuales. El desafío sería hacer ambas cosas: la autorreflexión individual y el análisis social, mediante la indagación en la “desolación” de la narrativa realista.
Ella muestra de qué manera, en la novela victoriana, ciertas características formales (narración en tercera persona, diálogos) vuelven más complejo al liberalismo. Reinterpreta, por ejemplo, Casa desolada (1853), de Dickens: la narración dual combinaría el optimismo moral de un personaje con el diagnóstico sombrío de otro. O la trama romántica de Norte y Sur (1855), de Elizabeth Gaskell, que a su juicio no sofoca la crítica al capitalismo industrial. También se adentra en el siglo XX, desde el relato de Kafka “Ante la ley” (1915), donde, según la autora, al protagonista se le niega el acceso a la ley como una vida segura y decente, hasta novelas como A la mitad del camino (1947), de Lionel Trilling, o El hombre invisible (1952), de Ralph Ellison.
Mark ofrece una ‘tercera vía’ para evitar males como la tentación cosmopolita o la política de identidad: el ‘localismo humano’, caracterizado por el amor por el lugar de uno, las tradiciones y las personas que lo habitan, sin miedo ni odio a los demás.
Anderson pretende hacer menos automáticos los reflejos condicionados de la crítica que rechaza el liberalismo como prosaico e iluso. Es convincente en cuanto a que tiene una veta desolada, nada ingenua; no tanto en su tesis de que, con la nostalgia por instituciones liberales (democracia, bienestar social), los críticos del liberalismo serían también sus herederos, incluyendo provocaciones como entender a Adorno como un liberal encubierto y a Foucault como un neoliberal secreto.
Cable a tierra
La posibilidad de un “liberalismo humano” visto desde la crítica cultural, la economía o la literatura, parece una respuesta a las paradojas que supone su posición hegemónica y su impronta tecnocrática. Antes que su final o superación definitiva, se propone un regreso a la cultura imaginativa, lo que ya en 1950 el crítico Lionel Trilling llamó “imaginación liberal”. Él pensaba entonces que el futuro del liberalismo se decidiría en el ámbito de la cultura. Probablemente no le faltaba razón, si consideramos que las llamadas “guerras culturales” es donde el liberalismo se ha mostrado más contradictorio: en casi cualquiera de ellas —desde la igualdad de las disidencias sexuales y los “lugares de la memoria”, hasta la legalización del aborto y el tratamiento de la migración—, la canción de los liberales suele empezar con dulces arpegios progresistas, para terminar con vibrantes sones conservadores.
Sin embargo, el liberalismo sigue siendo la ideología y el arreglo institucional dominante. Y tal vez por eso concita tantos ataques. Por muy atractivas o sugerentes que algunas de esas críticas sean, la demolición es, como en casi todo, más sencilla que la construcción.
Muchas de las censuras destacan las formas tradicionales de comunidad que el liberalismo ha desplazado en favor de las opciones individuales. Es cierto. Pero también lo es que las tradiciones reducen las posibilidades de la razón para cuestionar costumbres y modos de vida heredados. Muchas veces los liberales prefieren la elección individual porque las tradiciones son injustas o bárbaras (la esclavitud, la ablación de clítoris o las corridas de toros).
El liberalismo suele confiar en que las herramientas de la razón —el discurso científico, el debate público, el estado de derecho, con todas las prevenciones necesarias a la excesiva confianza en cada una de ellas— permiten la convivencia de una multiplicidad de estilos de vida y evitan los conflictos mayores. En el amplio rango que va entre el gran enriquecimiento y las bondades que augura McCloskey y el triste “control de daños” que ve Michéa, el liberalismo ha resultado un mecanismo relativamente eficaz. Por eso muchos de los que rechazan la denominación “liberal” sustentan algunas ideas o instituciones liberales. Luchan contra un liberalismo al que no pueden abandonar completamente.
La crítica demasiado amplia (referir las aporías de la modernidad) es más sencilla que delinear cuestiones concretas. De ahí la vaguedad al trazar objetivos específicos y presentar una sociedad y un gobierno efectivamente no liberales. Deneen cree que hay que revitalizar formas “locales y reducidas” de comunidad; Michéa propone una leve “anarquía” en que prime la “decencia común”. ¿Cómo manejarían los gobiernos locales la migración masiva o el comercio internacional? ¿Qué podría aportar la “decencia” al avance tecnológico o las guerras? ¿Qué podría decir el “conocimiento tradicional” de las pandemias o el cambio climático?
Cuesta percibir el ocaso liberal o avizorar un orden posliberal cuando los críticos del liberalismo no han indicado una posición que sea posible de implementar y que no tenga algo —o mucho— de liberal.
El imperio del mal menor, Jean-Claude Michéa, IES, Santiago, 2020, 172 páginas, $15.000.
Por qué el liberalismo funciona, Deirdre N. McCloskey, Deusto, Bilbao, 2020, 496 páginas, $23.900.
¿Por qué ha fracasado el liberalismo?, Patrick J. Deneen, Rialp/IES/Ideapaís, 2019, 258 páginas, $12.000.
A Thousand Small Sanities, Adam Gopnik, Basic Books, 2019, 272 páginas, US$26.
The Limits of Liberalism, Mark T. Mitchell, University of Notre Dame Press, 2018, 328 páginas, US$55.
Bleak Liberalism, Amanda Anderson, University of Chicago Press, 2016, 172 páginas, US$29.
En la filosofía se produce a veces un fenómeno extraño: hay argumentos difíciles de explicar, pero fáciles de entender. El de Emmanuel Levinas sobre el tiempo es uno de ellos. Apenas había terminado la Segunda Guerra Mundial cuando lo expuso, primero frente a un público reducido, luego en un libro que ha alcanzado cierta fama entre especialistas: El tiempo y el otro. El título mismo podría ya interpelarnos, pues son dos cosas que últimamente se han trastocado: la experiencia del tiempo y la experiencia de los otros. De manera resumida puede enunciarse así: el tiempo no es cosa que pueda experimentar un sujeto aislado, sino la relación misma que entablamos con otros. Dicho de otra forma, no hay tiempo sin los otros. Correlativamente, si nos aislamos lo perdemos. Levinas se esfuerza en aclarar que no se trata de que nuestra idea del tiempo sea, como se dice tan seguido y de tantas cosas, un hecho social. Es el tiempo mismo, no su idea, la que depende de los otros.
Lo que se relata es un hecho simple: yo nunca soy el otro, todo se puede intercambiar (las cosas, las ideas, incluso las situaciones), salvo el hecho de que yo soy yo. Esta repetición es la base de nuestra identidad. El caso radical es la muerte, pues por mucho que ame a alguien, que esté dispuesto a sacrificarme por esa persona, no puedo morir en su lugar. Es la violencia que hemos vivido estos meses: son otros, no yo, los que mueren. Nadie puede decir “estoy muerto”.
Hay muchas cosas, cada vez más, que hoy podemos intercambiar, pero la muerte es un punto al que todavía no llegamos y al que es preferible no llegar. Algo parecido sucede con el dolor. Podemos acompañarlo, sufrir nosotros mismos ante el sufrimiento de otros, pero no podemos sentir su dolor. Eso es lo que Levinas llama “soledad radical”.
¿Cómo se rompe, cómo se sale de esa situación? Para el filósofo, que venía recién saliendo de una guerra en la que fue prisionero de los alemanes, esto solo es posible abriéndose a eso que no soy yo, es decir, a los otros. Sin ellos, vivo encerrado en mí, vivo un presente continuo que no hace más que repetirse. Tal vez eso sea el aburrimiento. Hay que dejar venir lo inesperado, lo desconocido, para que se abra para mí un porvenir.
Esto puede decirse en términos todavía más simples: si todo lo que me pasa lo puedo absorber, si soy yo el centro de todo lo que pasa, entonces no salgo nunca de mí, de un presente en el que nada externo viene a perturbar mis planes, mi perfecta armonía. Ciertamente, la enfermedad y la muerte vienen a perturbar esa armonía, son una manera de enfrentarse a lo desconocido, lo incalculable. De ahí el miedo que provocan. Pero siguen siendo experiencias solitarias, lo hemos dicho. Si hay quienes pueden llorar mi muerte, morir un poco conmigo o empatizar con mi dolor, sufrir por mí incluso, sigo siendo yo el que muere, sigo siendo yo el que sufre.
Hay muchas cosas, cada vez más, que hoy podemos intercambiar, pero la muerte es un punto al que todavía no llegamos y al que es preferible no llegar. Algo parecido sucede con el dolor. Podemos acompañarlo, sufrir nosotros mismos ante el sufrimiento de otros, pero no podemos sentir su dolor. Eso es lo que Levinas llama ‘soledad radical’.
Las posibilidades que abre el contacto con los otros, en cambio, me hacen salir de mí, pues ya no es algo que viva aisladamente. Hay ejemplos: el amor, la política, la amistad son cosas que nunca se viven solos. Dependen de otros cuerpos, otras voces, otros tonos, de lo inesperado que allí encontramos. Ahí, no antes, empezaría realmente el tiempo, esa posibilidad de que algo nuevo suceda y no la simple repetición de lo ya vivido.
Lo habíamos anunciado: son cosas difíciles de explicar, pero simples de entender.
Podemos decirlo todavía de otra forma: el tiempo no es una sucesión de momentos más o menos iguales, es lo que separa y permite distinguir un momento del otro. Es por eso que, para que se produzca, se necesita que irrumpa lo inesperado, lo incalculable, lo que no podemos predecir. Y eso son, en principio, los otros.
Muertes, enfermedades, dolor: algo que no nos ha faltado este último tiempo. ¿Pero el tiempo, la relación con los otros, qué hay de eso?
A veces tenemos la sensación de que el tiempo pasa demasiado rápido y, a su vez, demasiado lento. Despierto, hago dos o tres cosas y ya es de noche. Pasan rápido los días en cuarentena. Las semanas, sin embargo, pasan lento. Pienso que es jueves cuando en realidad es martes. Los meses, por su lado, nos sorprenden: en un abrir y cerrar de ojos ya es mayo… agosto.
¿Y si Levinas tiene razón y es el contacto con otros, con lo imprevisible que hay en ellos, lo que conforma el tiempo?
Es cierto, aun en cuarentena podemos ver a familiares, amigas, amigos, parejas e incluso a desconocidos. Pero hay que calcularlo, hay que tener un permiso, saber qué calles frecuentar y cuáles evitar ante la posibilidad de un control policial. Hay que calcular también las posibilidades de contagio. Es lo correcto, pero eso no quiere decir que haciéndolo no se pierda algo. Para ser precisos: lo que se pierde es el tiempo. Nuestra desorientación actual puede deberse a eso. Sin otros, sin contacto con lo inesperado, no hay tiempo, o al menos no porvenir.
El amor, la política, la amistad son cosas que nunca se viven solos. Dependen de otros cuerpos, otras voces, otros tonos, de lo inesperado que allí encontramos. Ahí, no antes, empezaría realmente el tiempo, esa posibilidad de que algo nuevo suceda y no la simple repetición de lo ya vivido.
Hay un tipo de relación en que esto se vuelve todavía más evidente: el amor. No por nada ha sido para toda la historia del pensamiento una de las grandes figuras de la relación. Es solo con otras y con otros que esa posibilidad se abre, que podemos imaginar un porvenir que tal vez nunca llegue a concretarse, pero no por ello deja de estar allí. Esa necesidad de dejar venir la sorpresa, lo desconocido, lo que nos saca de nosotros mismos existe también en la pareja, por estable que sea. Podemos pensar, por ejemplo, que el desamor no está ligado a la incomprensión sino al aburrimiento, a la repetición eterna de un presente. “Hacemos siempre lo mismo”, es lo que piensa, pero no siempre dice, el desenamorado. “Ya no siento nada por ti”, puede querer decir “ya no siento nada nuevo contigo”. Lo que sucede en esos casos, en realidad, es que no se ve un porvenir. Se pueden hacer planes, puede proyectarse un futuro, pero si todo está cerrado, si todo es calculable, entonces en realidad solo hay un presente repetido, perfecta continuidad entre los instantes. Puede existir el sentimiento, algo que en cierto sentido me pertenece, pero no relación, eso que siempre escapa al control. Si el tiempo entonces depende de los otros, si en el amor esto se vuelve más claro, debemos preguntar qué pasa cuando el contacto con lo inesperado ha desaparecido. Y eso incluso, insistimos, en la más estable de las parejas.
La filosofía, de todos modos, nunca tiene la última palabra. Hay en un libro reciente algo que tal vez lleve a entender mejor lo que Emmanuel Levinas pareció intuir en los años 40 sobre las relaciones en general, pero que nosotros aplicamos al amor. En Días festivos, novela de Carolina Soto Riveros, hay una discusión de pareja. Marcelo dice “Sí, no te puedo mentir, ya no siento lo mismo. No sé qué me pasa, creo que soy así, necesito mi libertad, el vértigo de la incertidumbre, poder persistir en cualquier idea que se me ocurra”. Una página más tarde, ya no al calor de la discusión, la protagonista se pregunta “¿Qué es ‘ya no sentir lo mismo’? ¿Quién siente lo mismo siempre?”. Puede que se confronten aquí dos ideas. Querer separarse para volver a sentir el vértigo de la incertidumbre es una etapa por la que mucha gente pasa. Es normal, se dice. Estar en pareja implica una cierta ritualización o al menos una repetición, lo que querría decir una pérdida de libertad. O bien, un aburrimiento. Ahora bien, esa posición que parece afirmar la soledad, todos lo entendemos cuando nos lo dicen, quiere decir “quiero experimentar, quiero poder estar con otras personas”. Lo inesperado, la incertidumbre no es algo que se viva aisladamente, no es algo que yo pueda producir. La voz de la protagonista, en su soliloquio, lo refuerza: no se puede sentir lo mismo si se está en relación, hay otra cosa pasando.
Una escena importante reafirma el punto: la de la cuchara. Es una banalidad que en parte funciona como el centro del relato. Marcelo saca siempre una cuchara para llevarla al trabajo. La protagonista, Carolina, se lo reprocha: no le gusta que haya piezas faltantes en el cubierto. Tiene incluso una explicación que pasa por su biografía, pues su madre revisaba todas las tardes su estuche para asegurarse de que lápices, goma y sacapuntas estuvieran en orden, es decir, igual. El asunto es que la cuchara, por supuesto, termina por perderse. Carolina lo culpa, sabe que sacar la cuchara de la casa es algo que hace siempre. Pero ahí viene lo inesperado: la cuchara un día aparece y él confiesa que desde que ella se lo dijo no la saca. “Quise agradecerle por darme la oportunidad de sentir esperanza”, dice la protagonista.
¿Qué quiere decir eso?
Tal vez que solo puede haber esperanza, es decir porvenir, allí donde se interrumpe la secuencia, donde algo se modifica. No solo en su relación con Marcelo, sino también en su biografía. Esa escena funciona como pivote. La cuchara aparece cuando están empacando para cambiarse de casa. Pueden vivir juntos, pueden superar el aburrimiento. Lo que se abre, en el fondo, es el tiempo. No hay amor en esa escena, no al menos en su representación tradicional. Pero hay amor, existe la posibilidad de construir algo juntos, de pensar un porvenir que no sea pura repetición, de sorprenderse siempre con el otro.
En uno de sus cuadernos de guerra, el filósofo lituano-francés Emmanuel Levinas describe el amor como una forma de estar “exasperado alegremente”. Sorprenden, por supuesto, estos apuntes sobre un tema tan ocioso como podría ser el amor en una situación carcelaria. No menos sorprendente es esta idea de una exasperación alegre. Tal como hacen explícitos estos apuntes, el amor es exasperante porque implica una forma de relación en la que el otro es inaccesible, pero es alegre porque este carácter impenetrable del otro constituye un motivo de sorpresa y de exceso. El otro exaspera porque no se deja poseer, nos deja de cierta manera insatisfechos; pero nos alegra porque esta insatisfacción no es una falta en uno; es una relación con lo desconocido. De cierta manera nos deja maravillados. Es, por lo tanto, apertura. El carácter inaccesible del otro me abre a algo más que a mis propios límites. Me abre a una cierta infinitud. Asimismo, porque el otro es impenetrable, para Levinas la caricia no tiene fin. La exasperación es también una amplificación del deseo.
El encierro forzado por la pandemia lleva a una situación estructuralmente parecida a la que medita Levinas mientras está en la cárcel, aunque simétricamente opuesta. Como en el amor, hay algo en el confinamiento que no está a nuestro alcance, que se nos escapa. La pandemia, la rapidez del contagio, hizo que los efectos del virus no se ajustaran al tiempo de la ciencia con la cual la realidad se vuelve accesible. En un mundo globalizado, que funciona con medios de transporte cada vez más veloces, y en el que el fenómeno migratorio tiene un carácter vital y estructural, el contagio se vuelve inevitablemente más rápido y más amplio. La mutación de los virus, su contagiosidad, es producto del propio modo de funcionamiento de nuestro mundo. Ante esta velocidad del contagio, los tiempos para encontrar una vacuna son necesariamente lentos y están sometidos, además, a normas jurídicas y dificultades políticas que retrasan sus posibilidades de producción y distribución.
Se ha reiterado que el virus era desconocido; sin embargo, lo que desconocemos no es el virus, sino nuestra reacción al contagio y los medios que nos permitirán enfrentarlo. Ante el virus, que no es más que una ínfima partícula, los grandes desconocidos son los seres humanos, la comunidad humana, su organización y forma específica. Si en la fenomenología del amor que hace Levinas el otro es impenetrable, en la pandemia nos volvemos inaccesibles a nosotros mismos. De ahí el silencio que nos habita desde hace un año y medio. Aunque para algunas personas todo sigue con los objetivos habituales, aunque todo se repite de una forma cuasi idéntica día tras día, aunque todo podría ser familiar, visto que una parte de la población trabaja en su casa, nos cuesta poner palabras sobre nuestras experiencias. Esto, no porque estas experiencias sean de por sí extrañas, sino porque el sujeto que las vive se ha revelado extraño a sí mismo. Pero extraño sin que un campo de relación le permita reflejar esta extrañeza, relacionarse con ella o nombrarla. En el amor estamos exasperados alegremente; en la pandemia no conseguimos siquiera nombrar nuestra exasperación. Somos agentes de un silencio que terminó precediéndonos y que se ha vuelto una suerte de retina permanente (incluso cuando salimos, cuando estamos nuevamente ante otros y otras). En el amor, la exasperación es deseo, es decir, curiosidad, apertura de nuestros sentidos a algo que no habíamos imaginado; en la pandemia, el silencio impide que la exasperación se manifieste, impide que toquemos límites, impide, por ende, el encuentro. Mejor, la alegría.
No confundir con el infierno
El contexto en el que se encontraba Levinas en los años de su cautiverio es, por cierto, comparable al infierno. El infierno —precedido por el apocalipsis, las llamas y el juicio final, irrevocable— no es un fin inminente, la posibilidad de la muerte, sino la ausencia de salida. El infierno es una vida condenada a la muerte. Tal como en el cuento de Poe, “El entierro prematuro”, en el que un hombre se da cuenta de que ha sido sepultado vivo y que deberá vivir en la muerte, el infierno sanciona una situación en la que el horror —vivir en la muerte, sin alteridad, sin encuentros que interrumpan la continuidad de lo mismo— será vivido sin fin. El infierno es el cierre vivido como reiteración; es la condena perpetua a un no-mundo, a una vida sin cambios o a un espacio sin otros.
Por sorpresiva y catastrófica que haya sido la pandemia, no puede ser comparada con el infierno. Es todo lo contrario. Si el infierno es la destrucción del mundo —de sus horizontes y de los otros que nos permiten proyectarnos—, una pandemia requiere inmediatamente la organización de un mundo. Incluso confinados, estamos conectados. Lo estamos de hecho más que nunca. En este sentido, un confinamiento no es un cierre; es, al contrario, una relación con un todo.
Una situación carcelaria apunta a un individuo y busca quitarle su libertad, apartándolo de un mundo. En cambio, un confinamiento se decide en virtud de un conjunto que buscamos preservar, aunque dentro de un equilibrio precario. Paradójicamente, nos confinamos para preservar un mundo.
Creo que si de Adán y Eva, el primer hombre y la primera mujer, uno emanado del barro y la otra de una costilla, solo conocemos su situación de expulsados, de nosotros actualmente podría decirse que somos semejantes a extraterrestres en búsqueda de un mundo que han tenido que dejar y que no volverán a encontrar de forma idéntica, porque ellos mismos ya pasaron a ser otros, a percibir, sentir, leer, comunicarse y cocinar de otra manera.
¿Es bueno el paraíso?
Del relato del Génesis recordamos con más frecuencia el episodio de la caída, el árbol del conocimiento del bien y del mal, el fruto prohibido y un mundo —que es el nuestro— de desolación y sufrimiento, pero también de historia y de fragilidad, que es consecuencia de la caída. Leemos el Génesis, entonces, a partir de la expulsión del paraíso, de la salida de esta unidad que ocurriría en el paraíso, o como paraíso. Quizás se halla ahí un problema hermenéutico profundo, puesto que leer siempre es relacionarse con una insuficiencia. Y es que en el Génesis se dice que si Adán y Eva comen del fruto prohibido, morirán. Más precisamente, al comer el fruto prohibido se les abren los ojos, ven su propia desnudez y se cubren. Es decir, descubren sus límites y la precariedad de la vida. Sus cuerpos ya no forman una unidad con la creación, sino que se particularizan. La condena a muerte es la condición de la criatura que ya no vive de su unión con Dios. Cae en desgracia, es decir, se abre a su finitud. Asimismo, pecar no es caer en un cuerpo, es sentirlo vulnerable o desolado.
Sabemos del infierno porque ha ocurrido en múltiples momentos de la historia, pero no parecemos saber nada del paraíso. Sin embargo, me pregunto si la pandemia no podría decirnos algo del paraíso. En pandemia, en efecto, los ritos que nos permiten inscribir la muerte y despedir a los muertos se suspenden. Estamos conectados a un todo vital, principalmente a través de la tecnología, que al permitir la actividad económica permite también la propia producción de la vida; pero la muerte, cuando ocurre, ocurre aislada de la comunidad. No solo no podemos acompañar a aquel/lla que muere, sino que muchas veces tampoco accedemos al silencio propio de los funerales, al desconcierto de la desaparición, a la música que consigue emocionar, transportarnos, hacernos tocar fronteras, aunque sean invisibles. Muchas veces no hemos podido siquiera constatar una desaparición o hacerla efectiva tras, por ejemplo, el vaciamiento o la venta del departamento de una persona difunta. Estos ritos y trámites que constituyen nuestra relación con la finitud, este tránsito tan tangible de un hogar con sus objetos de toda una vida a su desposesión la pandemia los ha congelado (al menos parcialmente). Parecemos atados no al árbol del bien y del mal, este que nos hace hablar, ritualizar, escribir y leer (nuestra insuficiencia), sino al árbol de la vida, este que nutre silenciosamente, de un silencio que podría ser ininterrumpido como la vida cuando circula sin trabas.
Pero no sabemos nada del paraíso. No podemos saber si este silencio no tiene algo de infernal, algo que encierra en miradas vaciadas de un horizonte o de una esperanza.
Salir y aterrizar
Desde hace algunas semanas, pasamos milagrosamente a fase 3 en el plan Paso a Paso. Estamos a 4 de agosto de 2021. No tenemos ninguna posibilidad de prever en qué fase nos encontraremos en un trimestre más, en unos años más. Me llama la atención este deseo de salida que se manifiesta en las calles y del que participo yo también, puesto que a veces me siento a leer al aire libre o a disfrutar una conversación con un amigo o una amiga. Me ha llamado la atención, sobre todo, que casi no percibo diferencias con las fases anteriores, salvo por el hecho de que la comisaría virtual ocupa un rol menos decisivo en mi cotidianidad. Me siento aliviada, pero no me siento partícipe de la espontaneidad de los encuentros; el tiempo que paso leyendo afuera es aún una búsqueda de un afuera. Es como si no me hubiese sentado, como si estos encuentros tan únicos hubiesen sido un sueño.
Creo que si de Adán y Eva, el primer hombre y la primera mujer, uno emanado del barro y la otra de una costilla, solo conocemos su situación de expulsados, de nosotros actualmente podría decirse que somos semejantes a extraterrestres en búsqueda de un mundo que han tenido que dejar y que no volverán a encontrar de forma idéntica, porque ellos mismos ya pasaron a ser otros, a percibir, sentir, leer, comunicarse y cocinar de otra manera. Hay algo patético o histérico en este deseo de salir a toda costa. Me es inevitable transitar por la calle, observar la condición humana y constatar que, por más que se emborracha y se ríe, ha perdido la inocencia del mundo al que pertenecía —y ha encontrado otra, la de sentirse extranjero.
Pienso que hasta las caricias han cambiado de dirección, buscan sus condiciones de posibilidad. Nuestras manos, ante rostros que ya se confunden con sus mascarillas, deben percibir que nuestra desnudez es otra, que no está solo en la ausencia de vestimenta, sino también en la pregunta de si esto con lo que nos encontramos cuando salimos es el mundo. Después de todo, la desnudez no está en la sola materialidad de la carne —Adán y Eva la tenían—, sino en el temblor ante la pregunta por quiénes somos y qué nos sostiene. Estar desnudos es un modo de estar desolados. Pero aunque parezcamos extraterrestres buscando una convicción acerca del mundo antes que criaturas expulsadas, siento que vivimos un tiempo, un momento inmensamente emocionante: en el silencio de nuestras salidas, me parece que todos nos preguntamos —aunque sea de forma tácita— por el mundo en el que estamos. Todos de alguna manera estamos a la espera de un mundo o de algo que nos vuelva a vincular con el mundo. Hemos vuelto a tener una esperanza, un deseo, de algo que por cierto desconocemos, lo que Levinas llamaría la espera de lo inesperado.
A Adán y Eva les tocó verse desnudos. Y así salieron del paraíso, con esta mirada aterrada, este conocimiento de su propia finitud. A nosotros también nos toca vernos, aunque no sabemos muy bien lo que vemos, lo que deseamos ver. Así aterrizamos, como extraterrestres esperanzados. Abiertos a lo desconocido.
Del Huidobro que en Canciones en la noche (1913) decía a la amada “Yo quiero ser tu Bécquer” poco y nada queda en la poesía que escribió a partir de El espejo de agua (1916). Se trataban, esas primeras canciones, así como Ecos del alma y otras publicaciones tempranas, de poemas a fin de cuentas preparatorios, que no se despegaban de lo convencional, de las viejas rimas escolares; bien ejecutada y a veces, como en Adán, incluso notable, esa primera obra poética ningún lugar habría de otorgarle a quien por sus siguientes creaciones pasaría a ocupar uno ineludible en la poesía de la lengua.
Es en El espejo de agua donde algo extraordinario se comienza a abrir paso (“un hombre salta en el sol”), el despliegue de un sendero creativo que daría en las tres siguientes décadas textos llenos de novedad en tantos de sus versos, de un aire distinto: una “vocación de altura” entendida como renovación del repertorio y la mecánica de las imágenes, que ahora más que nunca debían valer por sí mismas y no por su similitud o referencia a la naturaleza o a lo ya existente.
Los principios creacionistas expresados en El espejo de agua (“Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra”), y que durante un buen tiempo el poeta multiplicaría militantemente en manifiestos e intervenciones públicas, cristalizan en versos como los del imponente Ecuatorial o los de Poemas árticos, ese libro de máxima concisión donde cada detalle, como la presencia de un cigarro en varias páginas, se vuelve especialmente resonante.
Y si bien es la de Huidobro una poética del viaje incesante, que ostenta a veces la fractura que busca infligirle al anquilosamiento del lenguaje poético –por ejemplo al eliminar todo signo de puntuación o al inventar palabras o deformarlas o importarlas desde otras lenguas–, es también una poesía que, como toda la importante, forma parte de un río milenario: “Todos los siglos cantan en mi garganta”, dice en uno de los Poemas árticos (aunque un par de poemas más adelante escribe: “Y en mi garganta un pájaro agoniza”).
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Del total de la obra poética de Vicente Huidobro, esta Poesía reunida excluye la lírica temprana, los poemas pintados, la poesía dispersa y la escrita en francés. Dicho de otro modo, agrupa los ocho libros capitales de Huidobro, las principales estaciones de su larga exploración poética. Si El espejo de agua, Ecuatorial y Poemas árticos reflejan de manera más directa o explícita la búsqueda del acontecimiento creativo en el poema mismo, esa que también se ve en sus libros en francés como Horizon carré y Automne régulier, en los siguientes dos títulos aquí recogidos, Altazor y Temblor de cielo, Huidobro lleva a cabo lo que a propósito del primero de ellos señalara Octavio Paz: “La épica no de un héroe, sino de un poeta en los fluctuantes cielos del lenguaje”. Es entonces cuando, más allá de las imágenes programáticamente autónomas (que a veces se diluyen en su propio ingenio, pero que en sus mejores momentos proveen auténticas visiones, como la de ese caballo “que se va agrandando a medida que se aleja”), entra en escena algo tanto o más interesante: la crisis de dicha búsqueda o programa, lo que lleva al poeta a una creciente vacilación (“En mi cabeza cada cabello piensa otra cosa”), saltando, como dijera el crítico René de Costa, “entre lo profético y lo burlesco, adquiriendo a veces un desmesurado tono luciferino”.
Es sobre todo una atenuación del tono –un matiz en la vehemencia– la que modula los Últimos poemas, una serenidad en la mirada y la composición, reflejo quizás de un volcarse a tierra ante la intuición de la propia muerte. Como sea, esto no contradice sino que realza esa vocación de altura y ese movimiento perpetuo que marcaron el trabajo poético de Huidobro.
Ese salto se traduce en que convivan en esta poesía el agitador lingüístico y el poeta amoroso, el incisivo aforista y el relator metafísico, el mago y “el presentador de la nada”, la voz mesiánica y la irónica, manifestada esta última en la irrupción de una risa que Huidobro abrió para siempre en la poesía chilena. Una risa comprendida, valga aclararlo, como una forma del entendimiento, una resistencia a las hostilidades del mundo, “fuegos de risa para el lenguaje tiritando de frío”.
Los siete cantos en verso de Altazor, así como los siete en prosa que conforman el más oscuro Temblor de cielo, son tan irregulares, si se quiere, como irrepetibles, llenos de pasajes, de líneas indelebles en las que cohabitan sin trabas anillos de planetas y un balón de fútbol y que alcanzan momentos de una feroz expresividad: “A veces un relámpago nos hace ver en el cielo una mujer despedazada que viene cayendo desde hace ciento cuarenta años”.
Después de estos libros señeros, en la década de 1930 Huidobro apenas publica poemas sueltos y manifiestos, entre los que destaca “Total”, que explicita la crisis del poeta que se quería desvinculado de la realidad (aunque nunca lo estuvo del todo) y al que los hechos irían aterrizando y metiendo de cabeza en las cuestiones políticas de su época.
Es comenzando la que sería su última década de vida, la de 1940, que Huidobro, ya de vuelta en Chile después de sus peripecias europeas y de construir su propio mito, vuelve a publicar libros de poesía. Edita, en 1941, dos compilaciones de poemas que había escrito durante los años 20 y 30 sin darlos a conocer, salvo algunos en revistas. Son Ver y palpar y El ciudadano del olvido, que marcan la llegada o más bien el asentamiento en Huidobro del tono coloquial o, en palabras de Cedomil Goic, de la “poesía parlante”; el segundo, El ciudadano del olvido, contiene probablemente los mejores poemas de ese tramo de su trayectoria en que el poeta aún mantiene parte del ánimo creacionista y enfático: “El mundo se va por el viento / Y un perro aúlla de infinito buscando la tierra perdida”, pero que a la vez deja ver el horizonte de un escepticismo irremediable: “Pasan los días / La eternidad no llega ni el milagro”.
Finalmente están los Últimos poemas. Los gloriosos Últimos poemas, que recopiló y publicó póstumamente su hija Manuela. Escritos hacia el final de su vida, se ha visto por lo general en ellos un vuelco radical, aun en el contexto de la voz siempre cambiante de Huidobro –de una transfiguración o “conversión poética”, hablará por ejemplo Óscar Hahn–. Es posible verlos tal vez como una decantación, porque no abandonan del todo el ímpetu imaginativo ni cierta vehemencia. Es decir, se mantiene en esos poemas una voz característica pero se impone un desplazamiento final, una nueva apertura que tiene que ver ya no con la agitación y la invención a toda costa, sino con una feraz reconciliación con lo humano (“Quieres volver los ojos a la vida”) y con la naturaleza, notoria en sus inmortales “Monumento al mar” o “Éramos los elegidos del sol”. Es sobre todo una atenuación del tono –un matiz en la vehemencia– la que modula los Últimos poemas, una serenidad en la mirada y la composición, reflejo quizás de un volcarse a tierra ante la intuición de la propia muerte. Como sea, esto no contradice sino que realza esa vocación de altura y ese movimiento perpetuo que marcaron el trabajo poético de Huidobro.
En definitiva, y dicho con un verso del propio poeta, esta reunión de ocho libros esenciales muestra cómo, poéticamente hablando, “un hombre se levanta y marcha hacia sus límites”.
Puede que el hecho de haber tenido el mismo nombre que su padre haya sido un peso del que Sergio Larraín decidió tomar temprana distancia; diferenciarse de la vida del exitoso arquitecto y coleccionista Sergio Larraín García Moreno y de todo lo que él representaba. Cualquier rotura con la matriz o patriz familiar viene de la mano de una pugna entre sus protagonistas, con más o menos rencor, más o menos silencio, y el detalle de esa historia y más aparece muy bien contado en el libro La foto perdida de Catalina Mena.
Algo de esa historia familiar resuena también en otros creadores nacionales, por dar algunos nombres: Vicente Huidobro, María Luisa Bombal, José Donoso, Teresa Wilms Montt, Adolfo Couve, este último amigo del fotógrafo. Cada uno y a su manera no comulgó del todo con su clase, o derechamente se fue en contra y cortó raíces, se plantaron diferentes e intuyeron que, para hacer lo que querían hacer, era necesario dar ese salto, construir su propio lugar y liberarse de las formas y los fondos de una clase dominante.
La colección de fotos de los niños del Mapocho que Sergio Larraín sacó después de la muerte de su hermano menor, puede mirarse en esa línea, sobre todo porque comenzaba a percibir en su mundo los primeros signos de desmoronamiento. El joven fotógrafo pone la mirada en algo ajeno, y yendo más allá del retrato, en dichas fotos y con total singularidad les devuelve la belleza y la dignidad a esos niños desprovistos y en completo abandono. Niños que la sociedad, sobre todo la suya, prefiere mantener en los márgenes.
En el documental de Sebastián Moreno, El instante eterno, tanto Gonzalo Leiva como Rodrigo Gómez Rovira coinciden en que uno de los principales rasgos de las fotografías de Sergio Larraín es que todo está en los márgenes, desplazado hacia los bordes del rectángulo. Que el ojo de Larraín se fije en esos márgenes y los plasme en sus fotos permite una especie de restitución: vuelve a ser mirado lo que ha sido desplazado del mundo. A la pobreza, al abandono, les brinda un brillo de ternura, de encuentro, incluso de juego en ocasiones. No hay una mirada monstruosa.
El documental tiene valor —además del material de archivo y testimonios que pone en circulación— porque vuelve a hacer sonar ampliamente el nombre del fotógrafo chileno más importante y sin embargo para muchos y muchas todavía desconocido. Un profesor de fotografía me contaba que el primer día de clases, cuando le preguntaba a sus estudiantes qué fotógrafos conocían, nadie nombraba a Sergio Larraín, antes aparecía Jordi Castell o María Gracia Subercaseaux.
Hay quienes sugieren que para apreciar las fotos de Sergio Larraín es necesario tener una clave de lectura, es decir, información de la historia de la fotografía y también de la historia personal de su autor. Si bien muchas cosas podrían explicarse bajo el arco de lo teórico o de lo biográfico, desentrañar al “yo” no es tan fácil, sobre todo en el caso de Larraín que fue un hombre complejo y contradictorio. La razón de su talento va más allá y se adentra en la extensión y en la complejidad que toda creación supone, porque sus fotos no solo son una reproducción de la realidad sino una mirada que atraviesa lo visto. El misterio del arte en un punto es insondable, se escapa y se levanta también independiente de la historia de su autor. Y creo que, aunque parezca obvio, para apreciar sus fotos basta tenerlas ante nuestros ojos, mirarlas, detenerse como se detuvo el ojo de Larraín al momento de captarlas, y entrar de manera directa y transparente en el objeto de su mirada. Ver lo que él vio, sin juicios ni suposiciones ni marco teórico. La experiencia estética la ofrecen sus imágenes y, como señala Óscar Gatica en el documental, lo que miraba era diferente, y la forma en que lo miraba también, y es probable que la hermandad de ese doble movimiento sea lo que le otorga su marca, lo que hace únicas a sus imágenes.
Sergio Larraín le decía a Gatica, “lo que tienes que fotografiar es el aire”. Fotografiar el aire podría entenderse como retener o detener en una imagen o en un puñado de imágenes lo invisible, lo que no se ve sin embargo existe y es movimiento y constituye el universo dentro del cual se inscribe la imagen, su espacio y su tiempo.
El arte fotográfico de Sergio Larraín nace precisamente de ese pacto secreto —y como secreto: silencioso—, de no irrumpir ni interrumpir la realidad en la que está inmerso al momento de tomar las fotos, dejarse llevar por lo que sucede y seduce, apartando su propia visión de lo que registra.
Y para fotografiar el aire ningún movimiento puede ser brusco, ningún clic en contra, la gimnasia es acoplarse al aire, hacerse uno con el lugar, hacerse humo, como lo hizo Sergio Larraín en tantas fotos, por ejemplo, en Valparaíso, en Italia o en Londres. De estas últimas Bolaño escribió: “Se diría que en Londres el joven Larraín no encontró una ciudad sino el universo”. Y a lo mejor, en la perspectiva e intensificación de la idea de hacerse humo en relación a su trabajo, se desencadenaría y entroncaría más tarde con ese camino personal-espiritual que lo alejaría de todo y que se volvería cada vez más exigente, tanto para él como para quienes tuvieron que lidiar con un hombre en búsqueda de la Verdad, así con letras mayúsculas y con todo lo que eso pueda significar.
El movimiento en las fotos de Larraín se hace manifiesto en lo que muchas veces aparece leve o intensamente desenfocado, ahí está lo que circula, el aire. La poeta peruana Blanca Varela escribió unos versos que podrían servir para una definición de la poesía y que de alguna manera recuerdan esta idea de Larraín: “Es más que la palabra, / es el aire de todas las palabras”. Luis Poirot dice que Larraín fue sobre todo un poeta. Y al igual que en la poesía, se requiere de atención y precisión para fotografiar el movimiento, puesto que habría que ser capaz de detenerlo sin que en la imagen (o en la página) parezca detenido, como en esa foto tomada en Londres del revuelo de los pájaros hitchconianos alrededor de una figura humana. De ahí que el concepto de vagabundear estuviera en el centro de la ejecución de sus fotos, ya que ese caminar es lo que propicia el encuentro con lo que denominaba “lo mágico”.
El arte fotográfico de Sergio Larraín nace precisamente de ese pacto secreto —y como secreto: silencioso—, de no irrumpir ni interrumpir la realidad en la que está inmerso al momento de tomar las fotos, dejarse llevar por lo que sucede y seduce, apartando su propia visión de lo que registra. El poeta norteamericano William Carlos Williams tenía un pensamiento que hace espejo con esto: “no hay ideas sino en las cosas”, son ellas las que ofrecen su propia luz, y lo subjetivo al mantenerse a raya permite sacar ese pedazo de realidad que ha venido a revelarse como el registro de una fugacidad que trasciende y que logra asirse a lo real y dar cuenta de ella —en parte o en partes. En Bolivia, por ejemplo, dos indígenas, una de sombrero mirando a la cámara, la otra una sombra que cruza. En ese contraste de luz y sombra aparece la imagen, y la mirada del fotógrafo tendría que estar alerta para recibirla y captar esos momentos en los que todas las partes parecen tener sentido y conformar una unidad, “como si las imágenes existieran en el cosmos y el fotógrafo solo actuara como médium”, escribió Agnès Sire.
Hacer clics con la cámara como quien respira y exhala despacio, los clics como la extensión de esa respiración; la foto es un ser vivo. Ahí está la emblemática foto de las niñas bajando la escalera en Valparaíso, y es que fue sobre todo en esta ciudad donde Sergio Larraín encontró en su andar la magia de esos instantes abiertos, como quien busca aquello que sin pensarlo de pronto llega. O la mirada conmovedora de esa mujer en el bar “Los siete espejos”, imagen que capta el fondo y el pozo de aquella humanidad y de aquel momento. Larraín se sumerge en la soledad de esos seres como si se sumergiera y participara también con su propia soledad.
Josef Koudelka dice en el documental que Sergio Larraín tenía un talento enorme pero incompleto: “No ha hecho el trabajo completo. No ha explotado su capacidad”. Se entiende que lo dijera con cierto grado de decepción al ver al hombre que admiraba vuelto un predicador, pues la búsqueda de toda verdad es la búsqueda de la perfección y el arte en el mundo es presencia imperfecta, da cuenta de lo que somos, no podemos por lo tanto esperar una ética, pues se vuelve dogma y de los dogmas el arte huye. Pero de la visión de Koudelka se desprende una serie de preguntas con las que vale la pena salir al paso: qué y quién establece cuándo un trabajo ha llegado a su punto final, por qué no podrían ser solo esas sus fotografías, qué es lo que tendría que haber venido después, qué le faltó, según qué, quién está completo.
Hay quienes deciden replegarse y alejarse del mundo, hacerse humo, porque su relación con él no es un colchón de flores sino más bien un lugar al que nunca terminan de adaptarse. Este fue el caso de Larraín, y su retiro se explica en parte por eso. El destino de toda introversión inevitablemente reporta daño, incluso pérdidas; de eso también se compone el trabajo artístico, con sus altos y bajos, y ante el universo infinito de imágenes que nos circundan, las fotografías de Sergio Larraín son un concentrado que se asienta en la memoria de manera definitiva.
Cualquier lectura de Klara y el Sol, la novela con la que Kazuo Ishiguro (Nagasaki, 1954) volvió el año pasado a la escena literaria después de obtener en 2017 el Premio Nobel, debería estar atenta a dos cosas. Primero, a la duda —perenne y algo morbosa— de si es posible que un nobelizado produzca nuevas obras que estén a la altura del galardón, que es a la vez una consagración y una lápida. Y segundo, al modo en que el mismo libro se vincula con la obra de Ishiguro, narrador perfecto y engañoso, experto en fábulas contemporáneas protagonizadas muchas veces por personajes cuya identidad en crisis pareciera cristalizar las tensiones del presente.
Eso pasaba con el mayordomo de Los restos del día (1989), el detective de Cuando fuimos huérfanos (2000) y los clones de Nunca me abandones (2005), todos representantes de las grietas abisales que definían sus respectivos mundos (la Inglaterra de entreguerras, el lejano oriente de los últimos años del colonialismo, por ejemplo), y pasa ahora también con Klara, la narradora y protagonista de la novela. Klara es una AA, una “amiga artificial” alimentada con luz solar y fabricada para servir de compañía a los niños humanos. El libro relata su lazo con Josie, una adolescente enfermiza, que la compra para llevársela a casa, donde el recuerdo de su hermana muerta flota en un mundo casi cerrado, compuesto por una madre concentrada en el trabajo, el amigo-vecino enamorado de la muchacha, el padre que se ha unido a una comunidad y un “artista” que trabaja en un retrato de Josie. Todo está ambientado en un futuro próximo, una distopía sutil (y a la vez feroz, en sordina), donde accedemos a la rutina de un mundo donde la clase media parece aislada de las grandes metrópolis contaminadas, en unos Estados Unidos atomizados cuyas masas de trabajadores desempleados se han retirado al campo y viven en grupos parecidos a sectas, tratando de remontar la pobreza creciente.
Ishiguro relata todo esto desde la voz y la mirada de Klara, que narra y aprende, mientras trata de salvar a Josie a la vez que persigue al Sol como un dios escurridizo. Este es el mayor desafío de la novela, conseguir el equilibrio para una narradora poshumana, pensándola en perpetuo aprendizaje, descubriendo su propio sentido del tiempo y el espacio, y consolidando su propia existencia. Quizás esta sea una de las cosas más interesantes de la obra: el empeño para trazar un registro que dé cuenta de la mente en movimiento de Klara, de las formas de su fascinación y los contornos de su melancolía, del modo en que registra y aprende el entorno, para ofrecer la descripción de los rituales cotidianos de una distopía que ella misma describe como lejana, a la vez que terrible, mientras trata de darle sentido a su propio aprendizaje. “Hace poco no creía que los humanos pudieran elegir de manera voluntaria la soledad. No sabía que a veces hay fuerzas más poderosas que el deseo de evitar la soledad”, dice.
Hay una simpleza en esta trama que es aparente. De hecho, la primera mitad del libro transcurre de modo lento, quizás porque sintoniza con la velocidad y los tiempos de Klara. Ahí, Ishiguro está lejos de autores contemporáneos como Paolo Bacigalupi, Alex Garland o David Mitchell y se acerca —y esto es más o menos obvio— a Brian W. Aldiss e Isaac Asimov, dos clásicos del género. En ese sentido, es más Yo, Robot o El hombre del Bicentenario, libros donde los androides funcionan con cierto candoroso humanismo, porque se ha extraído de ellos toda condición subversiva (como en muchas obras de Philip K. Dick), moderando esa tensión prometeica que, sin ir más lejos, animaba otra obra fundacional sobre el tema, R.U.R. (1921), de los hermanos Čapek, autores checos que leían la posibilidad de la vida artificial como una tragedia, otro drama de lo contemporáneo.
Hay una simpleza en esta trama que es aparente. De hecho, la primera mitad del libro transcurre de modo lento, quizás porque sintoniza con la velocidad y los tiempos de Klara. Ahí, Ishiguro está lejos de autores contemporáneos como Paolo Bacigalupi, Alex Garland o David Mitchell y se acerca —y esto es más o menos obvio— a Brian W. Aldiss e Isaac Asimov, dos clásicos del género.
O más que el siglo XX, de la modernidad. Ya en 1836, Edgar Allan Poe publicó en una revista “El jugador de ajedrez de Mäelzel”, crónica sobre la visita de un jugador mecánico a Estados Unidos. Espectáculo masivo, se trataba de un autómata (creado en 1769 por el barón húngaro Wolfgang von Kempelen) que había recorrido Europa y EE.UU. por muchos años, ganándoles partidas de ajedrez a desconocidos y famosos, entre ellos Napoleón y Benjamin Franklin. Por supuesto, era un truco, un muñeco mecánico movido por un jugador escondido y encorvado, oculto dentro de la estructura hueca de la máquina, otro falso robot que bebía de la fascinación iluminista por los artefactos de relojería, como el pato mecánico de Vaucanson, por ejemplo. En su texto, Poe descubría los detalles del truco; le interesaba el prodigio: buscaba entender la máquina y lo que significaba. Observador neurótico, el poeta funcionaba como un detective, tratando de desentrañar la maravilla, quizás porque en ese espectáculo de ferias —a esas alturas ya envejecido, pero igualmente misterioso e inverosímil— se concentraban las sospechas y las promesas del futuro.
Ishiguro está lejos de esa pulsión. Poe buscaba encontrar la trampa del autómata; Ishiguro quiere que creamos en la ternura y los silencios de su narradora robot. Ahí, toda duda deviene en candor, la angustia se convierte en tristeza, y la compasión deviene en la única manera de entender lo poshumano. De este modo, Klara y el Sol puede ser leída como un alegato ecologista, como cuento moral, como una bildungsroman eléctrica, porque es todo eso a la vez. El corazón de la novela quizás descansa en dicho oscilar, como si el acto de narrar fuese también un modo de habitar esa voz nueva y vacilante, para darle sentido y peso. Entonces, habría que preguntarse si podemos leer Klara y el Sol más allá de su fábula inquisitiva sobre la naturaleza de lo humano, de su condición de cuento moral.
Nada nuevo; eso existe de modo permanente en la obra de Ishiguro, que puede leerse enclavada entre una búsqueda literaria más bien canónica y en la interrogación permanente de una mirada crítica de lo fini y novosecular, del destino de la literatura como oficio, y con eso de las coordenadas que definen lo humano. Por lo mismo, quizás lo que queda del texto tiene que ver con momentos que poseen cierta densidad lírica, escenas inolvidables que se elevan por sobre cualquier moraleja: la visita de Klara y la madre de Josie a unas cascadas, la persecución y las promesas que la AA le hace al Sol, la tienda abarrotada de chicos y chicas artificiales arrumbados, casi como si todos habitasen dentro en un antiguo videoclip de Michael Gondry. En el centro de todo está la pregunta sobre qué es o qué será Klara, cómo construye sus afectos y, con eso, a sí misma. O, cómo le dice la madre de Josie, en la mitad de la novela: “Eres una AA muy inteligente. Tal vez puedas ver cosas que los demás no vemos. Tal vez tengas razón en sentirte esperanzada. Tal vez estés en lo cierto”.
Klara y el Sol, Kazuo Ishiguro, Anagrama, 2021, 384 páginas, $20.000.
Es muy raro ver que una investigación sociológica se reserve el marco teórico para las páginas finales. Ay del tesista que lo intente. Fue, sin embargo, lo que hizo Kathya Araujo en El miedo a los subordinados (2016), libro en el cual retrató a una sociedad chilena dislocada, justamente, entre la teoría y la práctica: ya no aprobamos las formas autoritarias, pero aún no sabemos de qué otra manera ejercer con éxito la autoridad. El caso fue que la socióloga, tan fiel a la evidencia empírica que se niega a responder en entrevistas sobre fenómenos que no ha estudiado, constató en el terreno que no solo los modelos de autoridad habían quedado a trasmano, sino también los enfoques con que las ciencias sociales intentan comprender ese descalce. Así es que, como quien arroja una botella al mar, esbozó en el último capítulo de aquel libro una propuesta destinada a actualizar la caja de herramientas.
Las zozobras de la autoridad, claro está, no han amainado desde entonces. Y el académico, a diferencia del novelista, no puede deducir de los elogios que su libro fue leído hasta el final. Quizás por ambas razones, Araujo ha decidido ser más explícita y publicar esta vez un libro de teoría pura: ¿Cómo estudiar la autoridad?
Tan directo y conciso como su título, el libro pretende ser una guía para investigadores y, como tal, podría resultarle ajeno al simple observador. Pero no es tan así. En parte, por el estilo llano de Araujo, que surca el lenguaje disciplinario sin sumergirse en él. Pero, sobre todo, porque pensar cómo se investiga un fenómeno es proponer cómo se lo entiende, y en esa medida este ensayo, más breve que tímido, se echa encima una pregunta del tamaño de una época: ¿a qué le llamamos, todavía, autoridad? ¿Y ante qué problema estamos, entonces, si creemos con la autora que ninguna sociedad es viable allí donde la autoridad tampoco lo es?
La aclaración permanente de Araujo es que no estamos ante un problema sino ante dos, uno local y otro global, y que es crucial distinguirlos. El primero es que seguimos pensando la autoridad desde modelos teóricos provenientes de las sociedades noroccidentales (y en particular, de la mente de Weber), donde el valor a conquistar es la legitimidad y la pregunta, por lo tanto, es cómo alcanzar una obediencia conciliada. El ideario liberal, como debía justificar instituciones que no usurparan la autonomía del sujeto, entendió que el poder no puede bastarse con dar por buenos sus argumentos: es aquel que obedece quien debe creer en la legitimidad de quien manda, o al menos que eso parezca.
La tradición latinoamericana, en cambio, y por cierto la chilena, se ha preguntado menos por qué el subordinado obedece y más cómo el jefe consigue hacerse obedecer. La cuestión de la autoridad, así, se ha resuelto desde el pragmatismo y con una concepción de los roles más personalista que institucional: la figura de un jefe o patrón (o presidente, Portales mediante) exigido a sobreactuar su potencia, pues su autoridad no ha sido conciliada y, por lo mismo, teme que lo desborden. De ahí que el miedo a los subordinados se haya constituido en un fantasma inherente a toda relación de autoridad, también en el trabajo o en la familia. Fantasma que no nos pena en calidad de atavismo histórico, sino de amenaza latente que las prácticas cotidianas nunca dejaron de reproducir, y que hoy impide a las personas, cuando les toca ejercer autoridad, dar cuenta de los valores y discursos que tornaron indeseables las maneras verticalistas o autoritarias.
Pero nada de esto les quita razón —o parte de ella— a quienes destacan, en defensa de nuestra historia reciente, que “lo que pasa en Chile está pasando en todas partes”. En efecto, las sociedades de todo el orbe occidental parecen volverse inasibles para la teoría de la autoridad concebida a inicios del siglo XX. Si el desafío, para Weber, consistía en legitimar jerarquías capaces de operar en un mundo moderno o “desencantado”, y si la solución fue llenar el vacío de las tradiciones con las lógicas racionalizadoras del Estado-nación y de la organización industrial, hoy el imaginario moderno se ha desplegado a tal punto que esos cauces no alcanzan a contenerlo. Tanto se expandieron los ideales de democracia, igualdad y autonomía individual, así como las tecnologías de la comunicación hostiles a las funciones mediadoras, que la modernidad, por decirlo así, quedó sin antídoto para sí misma.
Paradójica situación, a primera vista, la del Chile actual: decidimos completar una modernidad a medias —si de eso se trata el proceso constituyente— cuando hacerlo nos pondría al día ya no con la solución, sino con el problema.
Pero con algo de buena voluntad, también es posible imaginar que estamos en realidad ante un atajo, si es que ambos problemas, el local y el global, requieren de un mismo giro analítico: desplazar la atención desde la pregunta abstracta —¿en qué fundar la obediencia consentida?— hacia los conflictos que está encontrando la autoridad en su ejercicio, en la interacción misma entre los actores sociales.
En eso consiste, exactamente, la propuesta de Araujo. La autoridad no está en vías de desaparecer, asegura, sino sometida a “un proceso de álgida recomposición”. No es una calamidad. Tampoco es para relajarse. El álgido proceso exhibe ya “alarmantes tendencias hacia el uso de prácticas autoritarias”, “un punitivismo excesivo” y “la proliferación de formas violentas e intransigentes de producción y resolución del conflicto social”, entre otras señales más o menos borrascosas. La cuestión es comprender que en sociedades cada vez más plurales, con una enorme dispersión de valores y creencias, la autoridad no será reconfigurada a partir de fundamentos o consensos generales, como si se tratara de una sustancia homogénea cuya fórmula urge actualizar. Lo que cabe esperar es que sus formas sean cada vez más variables entre una esfera social y otra. En el mundo laboral, por ejemplo, las posiciones críticas de la autoridad se debilitaron de manera drástica en las últimas décadas, mientras en la escuela o en la familia pasó exactamente lo contrario.
Pero lo común a todos los ámbitos, y esto es para Araujo lo esencial, es que los subordinados no cuestionan los roles de autoridad como tales; al revés, los reconocen y hasta los demandan. Lo que se impugna es cómo se los está ejerciendo. De modo que la suerte de la autoridad se estaría jugando donde, al menos en Chile, siempre se jugó.
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No es fácil, sin embargo, replantear un problema cuando se ha dejado de pensar en él. Y en ecosistemas progresistas, a partir de los años 60, “la autoridad se convirtió en un problema poco elegante para el pensamiento”, desliza Araujo con diplomacia.
No es que Araujo psicologice la escena de autoridad y así deje en sombras la estructura social que la condiciona. Su apuesta es, precisamente, advertir cómo los factores estructurales y los relacionales se condicionan mutuamente, y cabe destacar el interés, no tan frecuente en nuestras ciencias sociales, por evitar la disociación entre ambos planos.
Desde Foucault a Judith Butler, pasando por Althusser y Bourdieu, el control social se erigió en fundamento de la vida en común y esto enriqueció de modo notable la reflexión sobre el poder. Como contrapartida, “todo un espectro de la vida social quedó fuera de los análisis”. No solo se estrechó el espacio para pensar la agencia propia de los individuos, con sus sentimientos y motivaciones; también escapó al radar un hecho que había sido evidente para el mismo Engels: la subordinación de unas voluntades a otras subyace a toda posibilidad de organización social, así se trate de organizar un paseo de curso o las tareas de un hospital. En otras palabras, hay un límite infranqueable para el proyecto emancipador, y ese límite es la existencia de jerarquías.
El fenómeno de la autoridad, en ese entendido, se produce cuando un ejercicio de poder responde a jerarquías que unos y otros consideran pertinentes. No equivale a dominación porque, además de excluirse con la coacción física, supone la anuencia —consciente, no alienada— de quien acata. Como es obvio, únicamente podrá observar este fenómeno quien acepte que una asimetría de poder no constituye por defecto una lucha de poder ni una desigualdad social. Algunas sí, pero muchas otras no. Tampoco sus causas se restringen a la riqueza o el estatus. Bien pueden serlo “la fuerza física, la fortaleza emocional, las capacidades cognitivas o la belleza, por ejemplo”. La intolerancia contracultural a estas ambigüedades, reclama Araujo, fue lo que permitió monopolizar el estudio de la autoridad a los enfoques que le otorgan una función neutra de integración social, desvinculada de las relaciones de poder y su índole conflictiva.
Por otra parte, tanto la crítica que homologa autoridad con dominación o manipulación (malentendido al que Hannah Arendt, cree Araujo, contribuyó más de lo que quiso, al mostrar los peligros de la obediencia ciega), así como la tradición weberiana que persigue la legitimidad de jerarquías estables (el juez, el padre, el presidente), han desatendido una transformación que la socióloga pone al centro de su análisis: el carácter cada vez más alternante —y por ende transitorio— de las jerarquías en las sociedades modernas. A casi todos los individuos les está tocando, por turnos, ejercer autoridad o subordinarse a ella, y padecer, por lo tanto, las tensiones que hoy pesan sobre ambos roles. Cada vez más dúctiles, también, son las relaciones de autoridad que operan desde el reconocimiento y no desde la obediencia, como lo habrá notado el usuario de cualquier red social.
Buscar fuentes de legitimidad permanentes, además, ha inducido a la teoría clásica a descartar de la ecuación los cálculos de intereses, ya sea por volubles o por poco legítimos. Este es otro sesgo a remover, plantea Araujo, toda vez que en Chile, según sus investigaciones, las personas adhieren a una norma o un valor evaluando su rendimiento práctico. Es el caso de la meritocracia o, más significativo aún, del orden legal. Así, los sectores medios creen en el valor del derecho “como parte de su ideal del yo”, pero se permiten burlarlo en los hechos porque la propia experiencia les desmiente ese ideal de igualdad (transgresión que, para consuelo de los legalistas, no les sale gratis: “Les exige un permanente trabajo de autojustificación”). Para los sectores populares, mientras tanto, la noción del derecho ni siquiera alcanza a ser una clave de sentido capaz de orientar sus conductas, pues la asocian a un statu quo de discriminación sistemática en su contra.
Ahora bien, el leitmotiv metodológico de este libro, contra lo que podrían sugerir los párrafos anteriores, es que el hecho esencial a observar no son las motivaciones de las personas, sino sus interacciones. Es en esa fricción, sostiene Araujo, donde las lógicas sociales se ponen a prueba y es posible apreciar, por ejemplo, la irritación que producen hoy las escenas de subordinación de la voluntad en individuos que se saben más fuertes y más iguales. “Las obediencias funcionales, por rotativas que sean, son percibidas como profundamente humillantes”, pues se las interpreta en clave de sumisión y ello “ataca de manera directa el conjunto de convicciones que poseen acerca de sí como sujetos sociales”.
No es que Araujo psicologice la escena de autoridad y así deje en sombras la estructura social que la condiciona. Su apuesta es, precisamente, advertir cómo los factores estructurales y los relacionales se condicionan mutuamente, y cabe destacar el interés, no tan frecuente en nuestras ciencias sociales, por evitar la disociación entre ambos planos. Por medio de este enfoque se llega a describir, por ejemplo, el modo en que la estructura laboral debilita la autoridad de los padres, al minimizar su presencia en el hogar (antes de la pandemia, se entiende); o cómo chocan, en el trabajo mismo, las normas legales que favorecen al empleador y las normas sociales que crean expectativas de horizontalidad, dando lugar a una conflictividad soterrada, a tal punto enervante que algunos trabajadores prefieren rechazar ascensos antes que asumir jefaturas intermedias y exponerse al desgaste de manejar personal.
Y no solo en el trabajo. Hacer alarde, frente al otro, del poder que se tiene para prevalecer en caso de conflicto se ha vuelto la lógica predominante del espacio público en Chile, según Araujo. No así, necesariamente, en países occidentales que atraviesan un proceso similar de dispersión normativa, pero donde las contiendas de poder son mediadas, y hasta veladas, por la legitimidad de instituciones que atraen sobre sí los cuestionamientos, más que hacia figuras individuales. En sociedades como la nuestra, las relaciones de poder entre jefe y subordinado “se transparentan constantemente” y esto obliga a ambos a mostrarse los dientes para no ceder terreno.
En los efectos generalizados de esa escena, y no tanto en el debilitamiento institucional, sitúa Araujo las dificultades de Chile para recomponer sus modelos de autoridad. La irresoluble necesidad de meter miedo —y de hacerlo, muchas veces, de manera subliminal, para graduar el riesgo— inocula el miedo al subordinado en cada individuo que debe ejercer una función de jefatura, “no importando ni el sector social ni el sexo”. Si damos crédito a este diagnóstico, celebrar desde la izquierda que “el miedo cambió de bando” daría cuenta de un proyecto transformador singularmente alienado.
¿Y el proceso constituyente? No es materia de este libro, pero late en él una advertencia: el propósito de legitimar un nuevo tipo de autoridad solo se verá realizado si moviliza, a la larga, nuevas formas de ejercerla. A ello podría contribuir, para ser optimistas, una eventual corrección de las asimetrías de poder que las haga más aceptables, así como el efecto terapéutico que pueda tener en las élites —para ser más optimistas todavía— atestiguar el milagro de que un órgano constituyente sobre el cual han perdido el control lleve las cosas a buen término.
Pero en el párrafo final de El miedo a los subordinados se leía otra advertencia: “No será en un formato de confrontación del tipo ‘las élites’ contra ‘el pueblo’ o los ‘jefes’ contra los ‘subordinados’ como se deberá abrir este debate, sino a través de una toma de conciencia transversal. (…) A todos les cuesta, a su turno, ejercer la autoridad”. Se entiende el mensaje: bien podrían cambiar los actores sin que cambie el repertorio. En ese sentido, la percepción del espacio público como un escenario de “guerra de poderes” y la moralización del conflicto social —fenómenos observados por Araujo en sus trabajos recientes— no son buenos augurios. ¿Cómo se hace, en definitiva, una transición desde la desconfianza hacia la confianza?
“Es poco acertado afirmar que la autoridad carismática está en retroceso en nuestra época”, escribe Araujo con evidente base en la realidad. Los pequeños éxitos de la autoridad parecen depender cada vez más de las aptitudes personales con que se la ejerce, aunque el público, conviene notarlo, se aburre de esas aptitudes apenas su eficacia empieza a vacilar. Es muy pronto, sin embargo, para ver si esta primacía del estilo precipita una disolución de la razón pública o, al revés, sirve de puente para reconfigurarla. Muchos confían en esto último, pero rara vez han pasado de los simbolismos. Otros alertan que ocurrirá lo primero, pero ya nadie les hace caso.
La novela Memento mori, de Muriel Spark, debe ser una de las reflexiones más sutiles, desoladoras y a la vez cómicas sobre la vejez, o mejor dicho, sobre el hecho de empezar a envejecer, de percibir el abandono de las propias facultades mentales, el deterioro del cuerpo y el lento deshilacharse de los lazos que unen a las personas a través de los afectos y del intercambio de ideas, historias y experiencias. “Recuerde que debe morir”, le dice un hombre impertérrito a una serie de ancianos, por medio de llamadas telefónicas anónimas y reiteradas. Ese emisario de la muerte que anuncia su cercanía es el motor que pone en marcha la narración y conduce a los lectores hacia los paisajes de la decrepitud y la senilidad por una ruta escarpada.
El inspector Henry Mortimer es el personaje que mejor afronta la cuestión en juego: “Si pudiese volver a vivir mi vida, me crearía el hábito de prepararme mentalmente todas las noches ante la idea de la muerte. Por así decirlo, practicaría la rememoración de la muerte. Es la práctica que más intensidad le da a la vida. La proximidad de la muerte no debería tomarnos por sorpresa. Debería ser parte de la expectativa total de la vida. Sin un sentido constante de la presencia de la muerte, la vida es desabrida”.
Los personajes de la novela están particularmente preocupados de reescribir sus testamentos o consignar las manifestaciones de la vejez con vocación científica. En Memento mori nadie redacta epitafios por adelantado, aunque lo mínimo es reconocer que Mortimer dice cosas dignas de cualquier lápida y antología de citas fúnebres. ¿Adónde quiero llegar con todo esto? A los difuntos que contribuyen a la causa de la posteridad, dejando a sus espaldas palabras elegidas para hablar de sí mismos con el tono lacónico de una despedida y una invitación al recuerdo.
Abundan los epitafios redactados pensando en la propia muerte. Algunos fueron inscritos en las tumbas respectivas; otros quedaron a medio camino, en calidad de atribuciones. Algunos legan mensajes graves; otros regalan notas como si levantaran la última copa de champaña en honor de la vida y le concedieran al ingenio la capacidad de desdramatizar la muerte. Vicente Huidobro, fiel a su poesía: “Abrid la tumba. Al fondo de esta tumba se ve el mar”. Bach: “Desde aquí no se me ocurre ninguna fuga”. Groucho Marx: “Perdonen que no me levante”. Frank Sinatra: “Lo mejor está por llegar”. Dorothy Parker: “Perdonen el polvo”.
Abundan los epitafios redactados pensando en la propia muerte. Algunos fueron inscritos en las tumbas respectivas; otros quedaron a medio camino, en calidad de atribuciones. Algunos legan mensajes graves; otros regalan notas como si levantaran la última copa de champaña en honor de la vida y le concedieran al ingenio la capacidad de desdramatizar la muerte.
En esta región del mundo, llena de cadáveres insepultos y de fosas comunes, el sentido del humor no siempre es bienvenido cuando es difícil o imposible hacer el trabajo del duelo, y los nichos vacíos son una manera de hacer presente la ausencia de los detenidos desaparecidos. Recogiendo una foto que el viento voló del librero de mi casa rescato El violento oficio de escribir, el libro que reúne la obra periodística de Rodolfo Walsh, y vuelvo a leer la “Carta abierta” que le envió a la junta militar argentina, fechada el 24 de marzo de 1977, justamente el día en que conmemoraban un año en el poder.
A esa altura Walsh ya había perdido a una hija combatiendo a la dictadura y vivía con una identidad falsa, la de profesor de inglés jubilado, para mantenerse a salvo de los servicios de seguridad, que lo buscaban con hambre. En un período donde el anonimato era un lujo, el escritor firma con su nombre completo, le agrega el número de la cédula de identidad y desafía a la dictadura por medio del recuento de las políticas nefastas y de los crímenes sin precedentes cometidos en nombre del “ser nacional”.
Esa carta abierta es un mensaje suicida. Walsh es la reencarnación del kamikaze en el río de la Plata; se lanza contra el enemigo en un acto calmo y, al mismo tiempo, desesperado. A Walsh ya le habían pillado el rastro. La mañana del 25 de marzo, sale de su casa, tira las cartas al buzón, parte camino a una cita con un contacto y sufre una emboscada preparada con información arrancada a un compañero en la sala de torturas. Las instrucciones son capturarlo vivo: los militares lo consideran una presa valiosa, después de todo, Walsh tiene estatus de leyenda. Se ha ganado el mote de “el fantasma”. Circulan historias. Se dice que evade los controles y merodea por Buenos Aires vestido de cura. Walsh resistió con una pistola inofensiva ante un equipo de alrededor de 30 personas. Recibió varios impactos de bala en el tórax. Murió en el acto. Hoy todavía figura en la nómina de los detenidos desaparecidos.
Desde luego, la carta no respondió a un arrebato —fue cocinada a fuego lento— y se la lee como un testamento y un epitafio. El escritor es la conciencia de la tribu que testimonia en nombre de la militancia de izquierda, pero sobre todo del pueblo pauperizado. Lo de la carta abierta como epitafio incluso no pasa por una elección de Walsh; obedece a una elección de los lectores, una elección unánime, lo doy firmado. Cito el cierre del documento: “Sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles”. ¿En qué cree usted?, le preguntaron a Enrique Lihn en 1985. La respuesta calza aquí: “En todo lo que limita la extensión del infierno”.
Voy a visitar a Roberto Calasso en Milán después de leer La marca del editor: una recopilación de ensayos que contiene algunos análisis sutiles y más de algunos recuerdos personales. Es un libro que llama la atención por la fuerza con la que descompone el mundo editorial desde dentro. Dando vida a una historia paralela, única. La “marca” es una huella muy personal, pero también se refiere a la marca registrada. Y la marca Adelphi está a punto de cumplir los 50 años. Después de unas dos horas de conversación en su estudio de la editorial, Roberto Calasso se vuelve hacia la pared de libros detrás de él y saca un volumen. Lo hace con cierta sorpresa, exclamando un “¡pero mira dónde estaba!”. En la portada, un dibujo de Kokoschka retrata a Adolf Loos. “Es una biografía que escribió Claire Loos, con la intención de recaudar dinero para la tumba de su esposo. Un libro delicioso, lleno de fotografías y pequeños datos. Josephine Baker decía que Adolf Loos era el mejor bailarín de charleston de todo París”. Sublimes anécdotas que surgen de un gesto casual como aquel de, sin quererlo, volver a encontrar un libro que se cree perdido.
¿Cuándo nació la editorial? Puedo decir el día preciso en que Bazlen me habló de ella por primera vez, porque era mi vigésimo primer cumpleaños, mayo de 1962. Estábamos en la villa de Ernst Bernhard, en el lago de Bracciano. El nombre Adelphi aún no existía. Bazlen me dijo que estaba a punto de nacer la casa editorial donde podríamos ver publicados los libros más importantes para nosotros. E inmediatamente me dio algo para leer.
¿Cuáles eran los libros que tenía en mente Bazlen? Cuando hablaba de los libros que más le importaban, Bazlen los llamaba los libros únicos.
¿Únicos en qué sentido? Escritos por quienes, por una razón u otra, habían atravesado una experiencia única, la cual había quedado depositada en un libro. El ejemplo más elocuente en este sentido era la novela de Alfred Kubin, La otra parte. Un libro que nació de un delirio que duró unos meses. Kubin no había escrito nada similar antes ni volverá a escribirlo después. La novela apareció en 1965 e inauguró, junto con Padre e hijo, de Edmund Gosse, y Manuscrito encontrado en Zaragoza, de Potocki, la “Biblioteca Adelphi”.
Desde entonces hasta ahora, la colección ha publicado más de 600 títulos. Y únicamente al volver a recorrerla mentalmente se nota una cierta desconexión. En un primer momento hubo algún desconcierto. Algunos no entendieron lo que unía un texto tibetano, un libro popular de etología, un tratado sobre el teatro No, un libro victoriano de memorias familiares. Eran libros como meteoritos. Luego, con el tiempo, la situación cambió. Hoy en día las conexiones y las tensiones perceptibles entre los títulos de la Biblioteca son más densas y fuertes que en cualquier otra colección editorial. Esto fue entendido por muchos lectores, que sabían que encontrarían muchas sorpresas atractivas y afines aquí. Así, la conexión se convirtió en una fortaleza.
Precisemos algunos detalles. En los primeros años, Adelphi hizo buenos libros, pero prevalece la sensación de un refinamiento como un fin en sí mismo: un pequeño club para unos pocos elegidos. Luego, a mediados de los años 70, se produce el giro. De improviso, se encienden los reflectores sobre un autor que había comenzado a publicar: Joseph Roth. No sé qué podría querer decir “refinamiento como un fin en sí mismo”, y ciertamente se trata de una categoría que solo los más tontos podrían haberle aplicado a Artaud, Milarepa o San Ignacio. Es cierto, sin embargo, que alrededor de Joseph Roth, pero también de Hofmannsthal, Kraus, Schnitzler, se cristalizó una pasión en los lectores: descubrieron una palabra mágica, Mitteleuropa, y en particular la Viena de los primeros 30 años del siglo XX. Con buenas razones: es allí donde se han reunido algunos descubrimientos centrales en los que aún vivimos, en todos los campos, desde la literatura a la ciencia, del psicoanálisis al arte. Y no creo que hayamos ido mucho más adelante desde entonces.
¿Pero por qué Roth (y estoy pensando en Fuga sin fin) se convirtió en uno de los puntos de referencia para los jóvenes de ese momento? Porque gracias a él descubrieron, límpidamente trazado sobre la página, el caos, la subversión, la agitación mental, que es el estado crónico en el que se encuentra el mundo desde entonces.
En La marca del editor define el siglo XX como el siglo de la edición. ¿Por qué? Ciertamente ha sido un siglo de grandes editoriales, mucho más que el siglo XIX. Entre finales del siglo XIX y los años treinta del XX, figuras como Kurt Wolff, Gaston Gallimard, Alfred Vallette, Ernst Rowohlt, Allen Lane, James Laughlin, Samuel Fischer han inventado nuevos perfiles para la edición en general. Con ellos comienza, muchas veces en un círculo estrecho de amigos, un gusto, una forma de entender y juzgar que antes no existía.
Más que los e-books y la autoedición, que son sobre todo el objeto de tediosísimas mesas redondas, mi queja es que ciertos libros tienden a desaparecer de las librerías si no tienen ventas constantes, simplemente porque el librero no tiene el espacio para exhibirlos.
Son figuras que a menudo oscilan entre el azar, el riesgo y la seducción. Es un oficio peligroso, donde es muy fácil perder dinero. Pero donde también uno puede divertirse mucho.
Entre las figuras del primer plano de la edición del siglo XX ha incluido a Giulio Einaudi. Ha sido uno de los grandes editores europeos y también aquel con quien nos encontramos en evidente contraste. Una situación que ha hecho mucho bien a ambas partes. Y es particularmente triste constatar que hoy no queda casi nada con lo que contrastar.
¿En qué fue grande? En comprender la situación particularmente favorable que explotó después de 1945, con la Italia liberal y de izquierda, oscilando entre Croce y Amendola. Einaudi logró un brillante juego de manos: proteger al Partido Comunista Italiano y, mientras tanto, ser protegido por el partido. Einaudi fue la forma más elevada del sovietismo europeo. Adelphi, en cambio, nunca ha tenido nada que ver con el sovietismo.
La edición de Nietzsche también los dividió. No hubo ninguna disputa. Einaudi había entendido que publicar cualquier cosa de Nietzsche era una buena idea. Pero debió, digamos que por “razones de Estado”, volver sobre sus pasos. Le quedó claro que la edición crítica de Nietzsche deseada por Colli y Montinari habría cambiado radicalmente su casa editorial. Mientras que Luciano Foà comprendió de inmediato que la edición de Nietzsche se convertiría en el eje de Adelphi.
Si el siglo XX fue el gran siglo del libro en papel, es probable que el nuestro represente su tumba. ¿Cómo interpreta lo que está sucediendo? Todavía existen editores inteligentes que hacen libros lo mejor que pueden. Por supuesto, el clima intelectual no me parece memorable. Da miedo comparar lo que sucedió en los años 1900-1913 con lo que ha sucedido entre el 2000 y el 2013.
Sin embargo, existe la misma impetuosa radicalidad con la que se presentaba entonces lo nuevo. Lo que se nota es la condición macroscópica de los hechos que ocurren y una manifiesta incapacidad para procesarlos y absorberlos. Imponentes e intrusivos, estos hechos hasta ahora no han encontrado contrapartida sobre las páginas. En la década de 1940, Auden hablaba de la era de la ansiedad. Hoy hablaría de la era de la inconsistencia. Este es el carácter dominante, en todas partes, a nuestro alrededor. Y en Italia con particular evidencia. Sin embargo, si hoy uno es editor y uno quiere continuar, ciertamente no faltan cosas —incluso cosas enormes— que publicar. Pero hay que ejercitar el ojo.
¿Hay algo que le preocupe en la situación actual? Más que los e-books y la autoedición, que son sobre todo el objeto de tediosísimas mesas redondas, mi queja es que ciertos libros tienden a desaparecer de las librerías si no tienen ventas constantes, simplemente porque el librero no tiene el espacio para exhibirlos. Así, es muy probable que un muchacho de 18 años nunca haya visto una copia de algunos libros magníficos que tienen el defecto de haber sido publicados 20 años antes. Y tal vez sean los libros que más necesitaría.
¿Puede darnos algunos ejemplos entre los libros de Adelphi? Estábamos hablando de Viena y creo que poca gente conoce a Alfred Polgar y sus Pequeños cuentos sin moraleja. Quizá nadie pertenecía tan íntimamente a la fisiología de esa ciudad, a su ritmo, a su respiración. Pero los libros que pondría entre los 10 indispensables para cualquiera también pueden ser poco visibles, como el Zhuang-zi, uno de los tres grandes clásicos taoístas. Es más útil leer el Zhuang-zi que afanarse sobre los manuales de filosofía. Sin embargo, los géneros adelphianos son variados. No creo, por ejemplo, que muchos niños de hoy conozcan aquella maravillosa novela de Edward Dahlberg que se llama Porque yo era carne. Dahlberg es el único estadounidense del siglo pasado que ha introducido en su prosa el encanto de los grandes clásicos griegos y latinos, redescubierto como por un bárbaro. Y luego también recomendaría las apasionantes memorias de la reina del burlesque, Gypsy Rose Lee, un libro que hasta ahora se ha mantenido dentro de un pequeño círculo (¿quizá el usual club de “refinados”?), o un relato como Sin mañana, de Vivant Denon, provocado por una apuesta: cómo escribir una historia altamente erótica sin usar palabras indecentes. Apuesta ganada.
Entrevista publicada en La Repubblica. Se traduce con autorización de su autor. Traducción: Patricio Tapia
Édouard Levé, el autor de este Diario, fue un artista autodidacta tan fascinado por la literatura como por la posibilidad de rehuir la escritura de una novela convencional. Se podría decir que pertenece al linaje de escritores que mantiene viva una idea que André Breton atribuye a Paul Valéry en el primer manifiesto surrealista, cuando dice que este, refiriéndose a la novela, dijo que jamás escribiría una línea como “La marquesa salió a las cinco”, renegando tanto de la cualidad meramente informativa de esa frase como de la literatura que depende de formulaciones tan insulsas para existir. A su vez, la obra de Levé excede el marco de la literatura y es, también, deudora del conceptualismo formulado por Dan Graham en los años 60.
Antes de su debut como escritor, Levé estudió negocios en una escuela de élite, pintó abstracciones, viajó a la India y se inició en la fotografía. El 2002 publicó Obras, una lista de 500 obras de arte conceptual imaginadas, pero no realizadas. Ese mismo año viajó a EE.UU. y tomó las fotografías que dieron forma a América (2006), un libro que reúne retratos de pueblos estadounidenses con nombres como Rio, Bagdad o Berlín. Durante ese mismo viaje escribió Autorretrato (2005), un solo y enorme párrafo compuesto por afirmaciones inconexas y juicios sobre política, sexo, filosofía, relaciones, arte y sobre sí mismo. La historia de Suicidio (2008), su último libro, es conocida y a ella debe en parte su fama póstuma: en octubre del 2007, Levé entregó el manuscrito a su editor, Paul Otchakovsky-Laurens, y 10 días después se suicidó en su departamento, a los 42 años. Este libro aborda un episodio vagamente aludido en Autorretrato, el suicidio de un amigo de infancia ocurrido 20 años antes.
Diario (2004) es el segundo libro que Édouard Levé publicó en vida y consiste en una selección de textos periodísticos a los que luego removió cualquier referencia que permita reconocer individuos, lugares o fechas. Al realizar esta operación, Levé elimina la especificidad constituyente de un escrito noticioso, subvierte las normas retóricas que dictan cómo debe organizarse la información y transforma estos registros de la actualidad en hechos genéricos. El volumen se estructura en capítulos titulados con los nombres de las secciones de un periódico estándar (Internacional, Sociedad, Policiales, Economía, Ciencia y tecnología, Avisos, Pronósticos del tiempo, Deportes, Cultura, Guía Cultural y Televisión), capítulos donde recrea los estereotipos periodísticos asociados a cada una de estas secciones. He aquí una noticia de la sección Internacional: “Cuatro hombres arrestados en posesión de una cantidad industrial de cianuro y de los planos de varias embajadas de la capital. Durante el allanamiento, la policía encuentra un plano de la red de distribución de agua de la ciudad”.
Y aquí una de la sección Deportes: “Dos delanteros y dos mediocampistas compiten en la categoría de primera división por los premios de fútbol otorgados por la Unión de Futbolistas Profesionales”.
Este trabajo y su búsqueda por subrayar la forma impersonal en que percibimos lo cotidiano también están presentes en la obra fotográfica de Levé. Diario forma parte de un proyecto mayor, vinculado a las series de fotografía Actualités (2001-2002), donde las poses de actores crean un inventario visual de las ceremonias de la vida política, y Quotidien (2003), donde actores reproducen poses de fotografías de la prensa con ropa de diario contra un fondo negro. Levé emplea la palabra diario, generalmente usada como sinónimo de diario íntimo, para titular una obra opuesta a la expansión del yo de su Autorretrato, tensando la distancia entre un texto de corte autobiográfico y el material impersonal publicado por la prensa. Esta tensión entre las acepciones de diario íntimo y periódico se conserva en la traducción que Matías Battiston hace del francés Journal, mientras que en la versión inglesa se pierde al ser titulada como Newspaper.
Al leer estas noticias suponemos que provienen de uno o varios informantes imparciales y que luego fueron seleccionadas y editadas por Levé. El caso es que el solo hecho de seleccionar una noticia por sobre otra elimina la neutralidad, evidenciando el colonialismo en la sección Internacional y el racismo en Sociedad, subrayando la trivialidad de los resultados deportivos o la miseria moral de gobernantes amparados en un acatamiento superficial a la Constitución, con lo que el libro acaba siendo un comentario sobre la época a pesar de su autor, donde la eliminación de marcadores de lugar termina haciendo ubicuos los males imputados a la humanidad.
La despersonalización asociada al arte conceptual en literatura no debe ser identificada como literatura fría. Al contrario, al no ser posible ocultar la mano tras el montaje, la emoción o el humor serán siempre visibles.
Existe un largo linaje de obras artísticas que han buscado una epifanía o una sencilla verdad en el registro imparcial de la experiencia. Una es el haikú, considerado como un registro del presente o un intento de capturar con la escritura detalles diminutos de la vida. El haikú, a través de esa captura, consigue fugazmente unir un cuerpo a una idea o a la línea de un libro y así, a otra lectura y a otro cuerpo, transmitiendo una sensación de universalidad y, por qué no, de un átomo de objetividad en lo infinitamente subjetivo.
Un artista que precedió a Levé en el uso del formato periodístico fue Félix Fénéon (1861-1944), cuyo deseo de permanecer inédito fue contrariado por su pareja al convertirlo en el autor póstumo de las Novelas en tres líneas, una colección de textos que los franceses llaman faits-divers y que Fénéon usó para rellenar las páginas del periódico Le Matin. Son noticias recibidas a través del telégrafo que luego Fénéon reformuló en solo tres líneas, cargándolas de malicia, utilizando un adjetivo extravagante o sorprendiendo al dejar al final un verbo imprescindible. Unos ejemplos: “Atropellado de nuevo por un tranvía que acababa de lanzarlo a 10 metros, el herbolario Jean Désille, vecino de Vanves, resultó cortado en dos”; “Louis Lamarre no tenía ni trabajo ni vivienda, pero sí algún dinero. Compró en una tienda de ultramarinos de Saint-Denis un litro de petróleo y se lo bebió”; “El señor Colombe, vecino de Ruán, se mató de un balazo ayer. Su mujer le había disparado tres en marzo, y el divorcio era inminente”.
Por supuesto, Levé es también deudor de operaciones artísticas ocurridas entre Fénéon y el conceptualismo, como las propuestas por el taller de literatura potencial OuLiPo y autores como Georges Perec, Jacques Roubaud y Raymond Queneau, autor de los célebres Ejercicios de estilo. De hecho, el acto de remover las referencias de las noticias evoca sutilmente el ejercicio oulipiano S+7, donde cada sustantivo de un texto es reemplazado por el séptimo sustantivo que lo sucede en el diccionario.
La despersonalización asociada al arte conceptual en literatura no debe ser identificada como literatura fría. Al contrario, al no ser posible ocultar la mano tras el montaje, la emoción o el humor serán siempre visibles. Es el caso de Diario, pero también el de La soledad del lector o Esto no es una novela, ambos de David Markson, donde pese a la eliminación de referencias biográficas y que el protagonista es solo llamado autor o lector, es notablemente un texto que habla de la ansiedad ante la muerte y la relación con la posteridad. Lo mismo pasa en el cuento Obituarios locales, de Lydia Davis, una serie de extractos de 71 obituarios de provincia.
Otro ejemplo reciente es el trabajo de Jon Rafman, quien desde el año 2008 está a cargo de Nine Eyes of Google Street View, un archivo de capturas de pantalla de Google Street View de todo el planeta que ha suscitado exposiciones y libros. Sucede que la fotografía, hasta el día de hoy, es considerada tanto documento como arte, y muchas veces se espera de ella una neutralidad, una distancia ética y estética que el fotógrafo no puede ofrecer. Se podría esperar que una máquina que toma fotos para Google ofreciera esa neutralidad, pero esta acaba siendo saboteada por la selección de Rafman, donde las vidas de sujetos inconscientes de las cámaras de Google son expuestas de forma documental, abriendo discusiones éticas sobre el consumo de capturas de las precarias condiciones de vida en el planeta.
El Diario de Édouard Levé crea una panorámica de los impulsos humanos y los retrata en una suerte de comedia humana en miniatura. Se trata de una mirada a la viciada neutralidad de los escritos noticiosos que, a pesar de enmarcarse en una operación conceptual y anestética, deja entrever la visión de mundo de su autor.
Diario, Édouard Levé, Eterna Cadencia, 2020, 128 páginas, $13.000.
La guerra de Irak y sus mercenarios, la vida en un colegio privado de Santiago de Chile, la muerte de Pinochet, el Coliseo Romano y los programas de televisión son algunos de los referentes de Safari, primera novela de Pablo Toro, quien hace 11 años publicó un apreciado volumen de cuentos titulado Hombres maravillosos y vulnerables (2010).
La novela se lee bien y rápido y está compuesta de tres partes, “La noche del camello”, un relato omnisciente ambientado en Bagdad y en el campamento de Blackstone, empresa que presta servicios al ejército norteamericano; “Las elecciones”, que narra en la voz del estudiante Villanueva la vida escolar en un colegio británico santiaguino el año en que muere Pinochet, y “Safari”, relato distópico en primera persona que recrea el Coliseo en formato reality. Las tres partes tienen un primer vínculo a nivel de superficie: los personajes principales, Villanueva y Gutiérrez, transitan por todo el libro. Son dos compañeros de colegio que serán amigos, mercenarios y, finalmente, contendores. Así, la dupla masculina, que puebla tanto la literatura como el cine, funciona como una especie de doble alegórico, un símbolo de la ambigüedad a partir de la cual se construye la relación entre ellos.
En el colegio, ambos personajes son marginados: no son pinochetistas, no forman parte del first team de rugby y serán violentados verbal y físicamente en algunos momentos. Pero lejos de una solidaridad irrestricta, hay elementos que tensionan la naciente amistad: Gutiérrez consume drogas y tiene predilección por la violencia y la pornografía. Villanueva espía a su nuevo amigo, se siente intrigado por él, pero no discute sobre sus divergencias, prefiere no decir, no reaccionar. Hay además diferencias de clase, porque Gutiérrez es de La Dehesa y Villanueva vive en Recoleta. En la etapa mercenaria se profundiza la violencia del personaje, lo que se percibe en la experiencia de Villanueva: “Sintió que la violencia de Gutiérrez se desplazaba hacia él, o que se alojaba en él, como un huésped”. Esta relación ambivalente reaparece aumentada en la tercera parte, en un giro narrativo del espectáculo televisivo.
La tercera parte es la más valiosa de la novela, una morosa construcción de un futuro que tiene como base la amplificación ad infinitum de la empresa mercenaria y su violencia, aquel sistema que ampara ‘matar por quinientos dólares al día’.
Un segundo recurso que permite asegurar la continuidad de las tres partes de la novela corresponde a los sueños de los personajes. Pinochet es soñado: “El contratista Villanueva se vio asediado por imágenes y recuerdos inconexos de una vida anterior: una animita roja / Jarabe con codeína / la muerte de Pinochet”. El colegial Villanueva también sueña con el dictador: “La voz de Pinochet se estira desde las cloacas del mundo hasta el cielo enfermo”. Junto con esta figura que puebla la mente de uno de los protagonistas en las dos primeras partes, se presentan otros sueños, que prefiguran el mundo distópico de Safari.
La tercera parte es la más valiosa de la novela, una morosa construcción de un futuro que tiene como base la amplificación ad infinitum de la empresa mercenaria y su violencia, aquel sistema que ampara “matar por quinientos dólares al día”. La empresa Blackstone ha tomado el control del mundo y 40 años después genera emprendimientos como Safari y sus leyes: un concurso de caza humana que promueve el sadismo de los espectadores, revestido de necesidad psicológica y ética. La distopía, que dialoga con Black Mirror y Los juegos del hambre, pero también con un relato como “La noche boca arriba”, de Cortázar, se construye tangencial y lentamente a través de una ambigua voz narrativa que parte contando sobre un supuesto ascenso y que luego describe el mundo en un diálogo imaginario y resentido con su superior. De esa manera, el lector va incorporándose lentamente a la lógica de este nuevo mundo. El espectáculo de la cacería, con Villanueva como participante, pondrá en escena el cuerpo violentado: la persecución, la tortura, el quiebre del enemigo, sumando Bagdad, el colegio, el reality.
Pablo Toro logra una narrativa plena, que conecta las tres historias con imprevisibles sorpresas y vueltas de tuerca, reflejando la pericia formal del escritor y guionista. Y es también una crítica severa y angustiosa de la gratuidad que la violencia adquiere en una sociedad banalizada hasta el hartazgo.
Safari, Pablo Toro, Montacerdos, 2021, 296 páginas, $14.900.
En una entrevista de 1999, Bolaño afirmó que “El oficio de escribir es un oficio poblado de canallas —eso más o menos todo el mundo lo intuye—, pero también de tontos que no se dan cuenta de su fragilidad inmensa, de lo efímero que es”. Una situación análoga se comprueba en cierta crítica contemporánea, y contrario a esos practicantes, Christopher Domínguez Michael tal vez sea el único valiente (otra exigencia de Bolaño) que separa la paja del heno, en su oficio y en las obras que analiza. Esa ética es necesaria en un momento en que las voces realmente críticas pueden ser canceladas por apoyar inclusiones que se basan en más que la polarización en torno al lenguaje, no por alguna estulticia.
Es edificante ilustrar cómo un crítico canónico latinoamericano, leído preponderantemente en su propia lengua, descifra varios matices de las literaturas mundiales de Occidente, perspectiva que de ningún modo surge de la academia actual. Vale enfatizar ese aspecto de la edición chilena de Ateos, esnobs y otras ruinas, porque, como comprueban varios de sus libros anteriores, tampoco cabe duda de que su autor es el crítico más contundente, enterado y sensato de la literatura latinoamericana contemporánea, como también fija una entrevista con el poeta y ensayista Marcelo Rioseco, aparecida en mayo de este año en la revista Latin American Literature Today.
Las antiguas y “nuevas” literaturas mundiales nos llegan traducidas y domesticadas, y es revelador que las interpretaciones de ellas por críticos latinoamericanos no se han traducido a otras lenguas. Sí, hay selecciones de esas lecturas por escritores del boom, muy en particular de Vargas Llosa, pero no de críticos literarios que han adquirido algún reconocimiento solo por su crítica especializada. Ante ese mundo, Domínguez Michael, el crítico de lengua española más influyente, prolífico y respetado, es una voz a la vez fuerte e indispensable para la erudición equilibrada y libre de jerga. Su Ateos, esnobs y otras ruinas, publicado en el año de la pandemia, es un antídoto contra ciertas plagas interpretativas que han afectado mucho más el día a día de los que se dedican al campo que todavía se puede llamar literario.
Tan vertiginosamente ocupado como Los decimonónicos (2012) y La sabiduría sin promesa. Vidas y letras del siglo XX, este tomo se dedica a escudriñar obras publicadas durante los últimos 20 años, aunque inevitablemente tenga que ocuparse del cambio de siglo y los fracasos y reliquias que conducen a esta joven centuria. Los contextos y referencias desplegados son característicamente comprensivos y suyos, y las calibraciones multifacéticas de cada texto son resonantes y extraordinarias. Con autoridad, el crítico lee en varias lenguas (teniendo en cuenta que la traducción acoge significados que tienen que ver con significados extralingüísticos), está al día con los credos de diversas historias culturales y movimientos teóricos (señalando su fugacidad), y como resultado es el crítico como literatura mundial, sin nunca abandonar sus raíces o cómo el arte y la crítica se imaginan el mundo, especialmente cuando quieren impresionar (infructuosamente) con su radicalismo. Esa es una lección que se desprende de su lectura de la crítica de arte Graciela Speranza: la interpretación contemporánea, artística o literaria abandona “la función judicial de la crítica, del juicio de valor”.
Tan vertiginosamente ocupado como Los decimonónicos (2012) y La sabiduría sin promesa. Vidas y letras del siglo XX, este tomo se dedica a escudriñar obras publicadas durante los últimos 20 años, aunque inevitablemente tenga que ocuparse del cambio de siglo y los fracasos y reliquias que conducen a esta joven centuria. Los contextos y referencias desplegados son característicamente comprensivos y suyos, y las calibraciones multifacéticas de cada texto son resonantes y extraordinarias.
De las cuatro partes del libro, solo la tercera, “Lenguas vivas y lenguas muertas de América Latina”, está dedicada a la cultura literaria latinoamericana, con artículos punzantes sobre Ricardo Piglia y el mexicanísimo crack (ambos característicos del cambio de siglo). En contrapunto, porque sus obras están saturadas de crítica derivativa, se leen perspectivas necesariamente novedosas sobre Aira (como cuentista) y Bolaño (como clásico póstumo). Además, presenta una lectura paródicamente borgeana de un hallazgo de poemas atribuidos al maestro argentino por Héctor Abad Faciolince. Biógrafo prismático (es emblemática su lectura de la biografía de Rafael Gumucio sobre Parra), crítico cultural y literario, historiador, mexicanista de cepa malgré lui y periodista, el plan de Domínguez Michael es similar al de Stefan Zweig —este, como Merquior, no es un “viejo crítico” para el mexicano—, de escribir sobre los “constructores del mundo”, una tipología del espíritu por la cual entendía un enfrentamiento contra las doctrinas nacionalistas y revanchistas de su época.
Ese propósito es paralelo al del magistral Las corrientes literarias en la América hispana, de Pedro Henríquez Ureña (Domínguez Michael incluye su prólogo a la reimpresión de 2014), heraldo para los datos discutidos desde ángulos inesperados y frecuentemente polémicos en los 73 ensayos, artículos y reseñas seleccionados. Su proceder crítico también recuerda al cuarto volumen de la Historia comparada de las literaturas americanas (1976), de Luis Alberto Sánchez, pero sin la subjetividad o negligencia del maestro peruano. Algunos textos de la segunda parte, “Maîtres à penser, todavía”, y la cuarta, “Novedades antiguas”, apuntan hacia un pensamiento político más completo; empero muestran que las ideologías son lo suficientemente rígidas para explorar nuevas ideas y que como opuestos didácticos o partidarios, se cancelan entre sí. Si los críticos “teóricos” lidiaran con tragedias reales chillarían menos, porque su público, con su conciencia revuelta por ellas, estaría demasiado ocupado para darse ese lujo. La conceptualización de este volumen (un work in progress, dice a Rioseco) no es la encarnación de los límites de un tipo de pensamiento exclusivo, o la causa de asombro o terror constante. Más bien, es un pensamiento espacioso y directo que se convierte en necesidad personal y profesional de un gran estilista, no en extravagancia. Para ese enfoque mundialista su antecesor es El XIX en el XXI (2010), primera versión de Los decimonónicos, que explica a latinoamericanos como Acuña, Valle-Arizpe y Machado de Assis desde las lecturas de latinoamericanos de este siglo. Así, la última parte de Ateos, esnobs y otras ruinas entreteje crítica “latinoamericanista” con la práctica interpretativa occidental a la cual claramente pertenece. Como decía W. H. Auden acerca de Freud, Domínguez Michael es “todo un clima de opinión”.
Su prosa más representativa está en sus lecturas del políticamente previsible Against WorldLiterature, de Emily Apter (y su total desdén, por desconocerla, de América Latina), los poemas de Hannah Arendt, las profecías de Philip Roth encarnadas en Trump, la confusión entre los literatos por el Nobel a Bob Dylan, el significado del memorable The Fall of Language in the Age of English, de Minae Mizumura, para las lenguas “secundarias”, y la ecuanimidad de su elogio de Enrique Vila-Matas. Ya que esa parte se dedica a “Novedades antiguas”, una deconstrucción ejemplar del pensamiento acrítico es “¡Santo Walter Benjamin!”, que examina la sobredependencia de Cristina Rivera Garza en “teorías” anglófonas (ya antiguas en ese ámbito) para interrogar el relato de uno mismo, en libros que técnicamente son de autoayuda. Pero Domínguez Michael, parecido en alcance, aunque nunca fragmentario o instantáneo, no es categórico como Benjamin respecto a que todo documento civilizado también es un documento de la barbarie; he ahí su examen de Gérard Genette en “El policía bueno del estructuralismo”, un texto que aprovecha para historizar cómo algunos críticos posestructuralistas terminaron optando por la sensatez, a pesar de su temprana dependencia en la jerga. Se apoya en la noción de que “la nueva crítica” resultó ser poco científica, “un conjunto de recetas, trucos y artimañas”, y en el caso de los tecnicismos de Genette, según la confesión de este, “una pseudo-ciencia perniciosa cuya jerga, tornando intragable a la literatura, creó una generación de analfabetos”.
Su crítica de Genette, además de Foucault y Badiou, puede ser puesta en un contexto mayor de críticos anglófonos arrepentidos de sus excesos, como se hace en Theory’s Empire, de Patai y Corral, recordando que, si toda teoría idealiza, precisamente por vivir en un mundo de información imperfecta, hoy se le exige al crítico menos jerigonza y modelos. Como matiza el propio Domínguez Michael en la entrevista antes mencionada: “De mi crítica no se deriva ninguna teoría. Las teorías literarias son útiles para los estudiantes, o principiantes o perezosos”. Y cuando Rioseco le pregunta si la “teoría crítica” contribuye a un mayor entendimiento de la literatura contemporánea, machaca que los “campos de concentración mentales” posmodernos carecen del sentido de las proporciones. Considérese esas lecturas revisionistas del nuevo humanismo redentor, junto a su entusiasmo por la no ficción creativa de la periodista María Moreno, la biógrafa y novelista Mariana Enríquez y la crítica Beatriz Sarlo, como también su lectura británica —no hay otra manera de decirlo— de los textos que componen la segunda parte de Ateos.
Célebre por angustiar a los que evalúa, leído objetivamente es obvio que nunca es ad hominem o feminam, o virtuoso, y basa sus elucidaciones en lecturas concienzudas de obras que obviamente cree merecedoras de crítica no profesoral, no de la cultura de la cancelación. Nada afecto a popularizar o guiarse por novelerías o la picazón del gacetillero, sabe que las ideas nunca desaparecen cuando se las desafía, y por ende, escribe con convicción, sin dramas en torno a ellas.
El humanismo de Domínguez Michael funciona de la manera enciclopédica de su modelo Charles Augustin Sainte-Beuve, su mentor Octavio Paz (por sus intereses), Lionel Trilling o Michel Onfray por su inteligencia, y como sus rigurosos contemporáneos anglófonos Louis Menand (como crítico cultural) o Adam Kirsch (como crítico extraterritorial). Como ellos (a Rioseco también le reconoce muchos maestros ingleses de la crítica), reconcilia sus modelos con fuerzas y procesos sociales; y es de esperar que coleccione su derrotero político, porque ser ecuánime no significa no expresar lo que se siente.
Célebre por angustiar a los que evalúa, leído objetivamente es obvio que nunca es ad hominem o feminam, o virtuoso, y basa sus elucidaciones en lecturas concienzudas de obras que obviamente cree merecedoras de crítica no profesoral, no de la cultura de la cancelación. Nada afecto a popularizar o guiarse por novelerías o la picazón del gacetillero, sabe que las ideas nunca desaparecen cuando se las desafía, y por ende, escribe con convicción, sin dramas en torno a ellas. Como expone en “Vargas Llosa: una figura paterna”, sus definiciones están comprometidas con sus predecesores, en su cambio de un progresismo de juventud a un maduro liberalismo coherente, y en saber que la crítica no tiene un genoma completo o requiere autoridad o legitimación institucional.
Si uno ha leído sin la complacencia crítica de profesor novato a Agamben, Foucault, Nussbaum o Žižek, o admirativamente a Eliot, Fumaroli, Pascale Casanova, Kakutani (en torno a la posverdad hoy), al genial brasileño J. G. Merquior o al cascarrabias Roger Scruton, Ateos, esnobs y otras ruinas corrobora que su autor evita guiones y plantillas trilladas, aunque en el caso del primer grupo (generalmente filosófico) habla más de su monumentalidad en las cúpulas culturales que de sus obras específicas. Ese revisionismo está presente desde la primera parte, “Invocaciones”, con análisis creativos del sinólogo Simon Leys (que en verdad le sirve para criticar la inmoral chinoiserie política de los franceses de los 60), Artaud, Christa Wolf, una ficcionalización de las transmisiones radiales de Pound, una biografía de Robert Lowell, y los enredos ideológicos y personales de Juan Goytisolo y Mario Benedetti (como con Zweig, la psicología apuntala la visión estética de Domínguez Michael). Es igualmente franco con una traducción al español de Finnegans Wake, asombrándose de que la “nueva crítica” del siglo pasado la haya ignorado, “dejándoselo a los viejos filólogos y no a pocos (y doctos) aficionados, como lo hicieron los críticos más conservadores”.
Una ética intachable lo mantiene en el centro del mundo literario iberoamericano, mostrando, a la vez, la tensión entre las altas expectativas y las pocas obras de escritores de Occidente que expresan la verdad a los poderes de hoy. Su heterodoxia es fomentada por esos escritos, y observa cambios optimistas en un ambiente menguante para la expresión artística. Sus razones principales evocan las amonestaciones fundacionales de Albert Guérard en Preface to World Literature (1940): la literatura mundial no está reservada para elitistas cosmopolitas altaneros, doctores en letras o nacionalistas, porque es más importante saber obras maestras mundiales que “embarullar nuestras mentes con los nombres de mediocridades locales”. Además, de sus constantes contextualizaciones y referencias se desprende que Domínguez Michael está más interesado en estudiar todas las partes de la cadena del suministro intelectual, haciendo de su libro una muestra de principio impoluto contra la santurronería de la cultura de cancelación circundante. Cuando Rioseco le pregunta qué rol juega hoy el crítico literario, saca el bisturí y opina que, si la cultura está amenazada, “hay que tener las ventanas bien abiertas hacia la plaza pública, porque la mierda sube y sube” (énfasis mío).
Ateos, esnobs y otras ruinas es un libro inmensamente detallado, al extremo de que leemos los detalles de los detalles, entre ellos, los del ateísmo o el arte conceptual lucrativo, y los de la construcción de novelas terapéuticas y su vaguedad, sin ubicar a sus lectores en el diván del terapeuta. Esa exhaustividad maximalista puede entumecer en un mundo que pretende o quiere ser minimalista. Pero en la gran mayoría de los casos (su elenco no incluye autores “raros” o recuperables, concentrándose en figuras influyentes para poner en perspectiva varias posverdades), es refrescante enterarse de las filiaciones y la honestidad con que se construyen textos recuperados o subestimados, si se los lee sin cancelarlos de antemano, como patentiza en “José Donoso: no hay quinto malo”, sobre los Diarios tempranos editados por Cecilia García-Huidobro. Si los críticos que son pura metodología tienden a pensar que su público no merece una explicación de su procedimiento (si lo hicieran probablemente se dejaría de leerlos), sí le deben una autocrítica de su arte, pero muchos no son capaces de proveerla. Para Domínguez Michael ser criticado es un privilegio, porque las preguntas repetitivas sobre su trabajo son un inconveniente, pero también el reflejo de interés legítimo. Por eso es muy positivo encontrarse con un crítico como él, que se esfuerza por dialogar, aunque, agrego, es desafiante estar a la altura de su alquimia de estilo y documentación.
Ateos, esnobs y otras ruinas, Christopher Domínguez Michael, Ediciones Universidad Diego Portales, 2020, 392 páginas, $21.000.
Ahí están: reunidas por primera vez, gracias al streaming, todas las películas de Wong Kar-wai. No solo se puede acceder a largometrajes que eran imposibles de encontrar sin tener que recurrir al pirateo (como As Tears Go By, Ashes of Time y The Grandmaster), sino también a los más conocidos (Chungking Express, Con ánimo de amar y 2046), y en versiones mejoradas. Ese ha sido el pretexto, de hecho, para hacer circular estos filmes ahora: fueron remasterizados en formato 4K, para cumplir las exigencias de las pantallas digitales, todo supervisado por el director.
No deja de ser elocuente la pulsión seductora del cineasta hongkonés, que aprovechó la ocasión para hacer retoques en el formato, los colores y el montaje de varios filmes, lo cual ha permitido que las plataformas publiciten estas copias definitivas como si fueran algo nuevo. En la época del eterno revival, cualquier artefacto del pasado es una potencial novedad. Pero el caso de Wong es extremo, pues es un ludópata del montaje que a lo largo de su carrera trató a sus películas como un incesante work in progress, un poco como Kavafis se relacionaba con sus poemas canónicos, que podían ser reescritos una y otra vez. La costumbre de rodar con apenas un esbozo de guion obligó a Wong a fijar la estructura de sus películas en la sala de edición, de un modo mucho más radical que el de los directores apegados a los plazos de la industria. El año 2000, a la hora del estreno de Con ánimo de amar, los programadores de Cannes tuvieron que ir a quitarle la copia final a la sala de montaje, pues seguía añadiendo y quitando detalles, mientras el público ya calentaba butacas. Cuatro años después, allí mismo, la versión final de 2046 llegó dos días tarde al estreno. Nadie pudo extrañarse cuando, meses después, el director aprobó una nueva versión definitiva para la distribución internacional. Algunas películas suyas tienen hasta cuatro versiones, cada una con títulos distintos, dependiendo del mercado al que fueron vendidas.
Por ello, la dimensión comercial de este paquete lleva a preguntarse qué motivó al director a saldar deudas con su propia obra. Tal vez sean las ganas de no perderse la fiesta del streaming o la esperanza de que sus películas arranquen alguna chispa en las nuevas generaciones. El evento coincide con que el cineasta fue reclutado por Amazon, que le produjo una serie hecha a su medida (Blossoms Shanghai) y ya le ha prometido otra. Esperemos que su retorno a la televisión y al melodrama seriado, los potreros donde Wong se formó a fines de los 80, no signifique el término de su carrera como cineasta. Y si no, que ojalá contribuya al advenimiento formal de ese género híbrido, anunciado ya tantas veces, en el cual, supuestamente, los códigos del cine y de la televisión serán indistinguibles.
En cuanto a cine propiamente tal, todo esto tiene poco de novedoso, pues las películas se defienden solas, y si hay algo verdaderamente nuevo en estos 10 reestrenos es lo que aporta la mirada del espectador: el redescubrimiento. Mejor, el descubrimiento retrospectivo. La contemplación del pasado debería poder ser capaz de desenmarañar el mito, pero en este caso es imposible: cualquier interpretación estará mediada por el hecho de que Wong es autor de dos obras maestras, Con ánimo de amar y 2046, las cuales podrían empalidecer a casi todo el cine hecho durante los últimos 30 años. Estas cintas definen su ascenso y su caída. Por qué perdió el tranco luego de estas dos películas e hizo una tan mala como My Blueberry Nights, quedará en el libro de misterios sin resolver. Su nuevo proyecto aclarará si el hongkonés sigue vigente o es parte de esa globalización temprana en la cual el pastiche y el tráfico acelerado de influencias culturales era todavía una novedad. Es una época que, tras la crisis de las democracias liberales y el shock de la pandemia, de pronto se divisa lejana.
La dimensión comercial de este paquete lleva a preguntarse qué motivó al director a saldar deudas con su propia obra. Tal vez sean las ganas de no perderse la fiesta del streaming o la esperanza de que sus películas arranquen alguna chispa en las nuevas generaciones.
As Tears Go By (1988), la primera película, es un cruce entre el género de pandillas juveniles y el melodrama clásico. Toma mucho prestado de la violencia de John Woo y de Calles peligrosas de Scorsese, y la historia de amor tiene ecos de Extraños en el paraíso de Jarmusch. Un pandillero quiere retirarse del oficio de asesino porque se enamora de la prima que llegó de provincias, y debe elegir entre ese amor o salvarle la vida a su hermano, también pandillero.
En Days of Being Wild (1990) indaga en ese Hong Kong de los años 60 que luego explotará en sus dos obras maestras. Con este filme —muy influenciado por el kitsch de Manuel Puig, a quien leyó con fervor— y el siguiente, Ashes of Time (1994), una epopeya de artes marciales ambientada en la China milenaria, Wong establece las características de su personalísimo estilo: la cámara siempre en movimiento, los encuadres descentrados y desenfocados, la iluminación expresionista que resalta las emociones, el juego con el ralentí y el blanco y negro para darle textura a la imagen, el uso y la repetición de planos emblema, la discontinuidad de las tramas argumentales y el deliberado desorden del relato, el tema de la ausencia y del paso del tiempo como ruido de fondo de la condición humana, y el amor como quimera redentora. Esto, sumado a la recurrencia de la música y de canciones clásicas y populares, donde absorbe las influencias de los códigos de MTV y del género del videoclip. La mezcla produce el efecto de ensoñación nostálgica y arrebato emocional que es la rúbrica de su obra.
En Chungking Express (1994), una película que filmó en cuatro semanas para descansar del complicado rodaje de Ashes of Time, como también en Fallen Angels (1996), Wong comienza a alejarse de la noción de género cinematográfico para entregar relatos mutantes, que pueden comenzar como cine negro y terminar como comedias románticas o familiares. El foco son los encuentros y desencuentros amorosos que se producen en la solitaria vida de la ciudad global. Estas cintas, en conjunto con Happy Together (1997), que sigue a una pareja gay que intenta salvar su relación en Buenos Aires, se hacen cargo de las ansiedades que provocaba entonces la delicada situación de Hong Kong. En poco menos de 200 años, la isla había pasado de ser una aldea de pescadores a convertirse en un protectorado británico y luego en centro financiero mundial: el cruce de caminos entre Oriente y Occidente; la perla de la modernidad. En 1984, los gobiernos de China y Gran Bretaña acordaron que la soberanía pasaría a manos chinas en julio de 1997, tal como establecía el comodato original, bajo el estatus especial conocido como “un país, dos sistemas”, que en el papel garantizaba a la isla autonomía política y económica hasta el año 2047. Cualquier esperanza que los hongkoneses pudieran haber tenido en esa promesa se derrumbó con lo ocurrido en 1989 en la plaza de Tiananmén. Así se venía la mano, avisó el Partido Comunista. Los hechos acontecidos en los últimos años han ratificado que para Hong Kong la suerte está echada.
De ahí que Con ánimo de amar y 2046 se hagan cargo de una nostalgia que opera en dos direcciones. Por un lado, nostalgia del pasado, pues todo ese Hong Kong de los 60 que recrean las películas, desde los dialectos cantoneses y la comida hasta los ajustados vestidos que usa Maggie Cheung, ya no existe. Los filmes son la recreación onírica que hace de su propia infancia. La familia de Wong llegó a la isla, como tantas otras, escapando de la revolución cultural de Mao. La desgarradora historia de amor de Tony Leung y Maggie Cheung, no consumada nunca y cuyo fantasma acosará a Tony Leung en 2046, en la revuelta segunda mitad de los 60 hongkoneses, tiene su correlato oculto en este amor por una patria que ya no existe. Como dice uno de los intertítulos de Con ánimo de amar: “Él recuerda esa época pasada como si mirase a través de un cristal cubierto de polvo: el pasado es algo que puede ver, pero no tocar”.
Doble nostalgia entonces: por el pasado y por el futuro, pues ese amor, toda esa memoria y esas motas de polvo de las que está hecha la existencia humana, no solo serán convertidos en cenizas por el tiempo, que es el destino de todo, sino que, en este caso particular, serán devorados por el Partido Comunista Chino. Si no antes, con toda certeza a finales del año 2046.
Hoy el término fascismo se utiliza de forma expandida, incluso para describir posturas políticas que poco tienen que ver con dicha ideología. En las redes sociales, incluso en cierta prensa, se lo considera poco menos que sinónimo de “neoliberalismo” o “conservadurismo”. Pero estos términos tienen poco que ver con el movimiento político que, orgulloso de sus principios, sus signos y sus gestos, se propagó a inicios del siglo XX en Italia. Y que avanzó hasta volverse un partido que ofrecía, más que libertad, “orden, jerarquía, disciplina”.
Pero en Italia, en esa Italia que vio nacer y morir a Benito Mussolini (1883-1945) y que ha sido testigo de su legado y de las consecuencias de su política nacional e internacional, no había surgido una novela como M. El hijo del siglo, de Antonio Scurati (Nápoles, 1969). Textos hay muchos, desde novelas (Crónica de mi familia de Vasco Pratolini) hasta películas (Un día muy particular de Ettore Scola) pasando por biografías, como la de Richard Bosworth, Mussolini. Pero fundar una novela en la figura del dictador, un siglo después de su emergencia, parecía improbable. Como ha señalado Scurati en entrevistas y conferencias –como aquella en la que participó en Puerto de Ideas Valparaíso 2020–, quiso romper ese acuerdo implícito y proponer una novela de casi 900 páginas, que además continúa con tres o cuatro tomos similares.
¿Pero cuál es la diferencia de estas obras ya conocidas con la obra de Scurati?
Vamos viendo: está el carácter particular con que el escritor ordena los hechos que relata, la amplitud y la terrible distancia con que certifica cada mención, cada personaje, los acontecimientos, la violencia que llena las venas del mito de la Nación. En la novela M. El hijo del siglo nada es inventado. Scurati no crea sino la disposición y el énfasis en la sucesión de eventos que recupera, a partir de esos fragmentos que llamamos historia. Y desde luego, la voluntad de cruzar ese límite tácito de no regresar sobre los pasos del fascismo: la sola idea de mirar imaginariamente el legado del Duce –palabra por palabra, para bien o para mal– era un anatema.
El primer volumen recibió uno de los premios más importantes de Italia, el Strega 2019. Y ya está confirmada la serie para la televisión, señaló el propio autor.
Ninguna frase o expresión puesta en la voz de los políticos, militares, escritores, poetas, amantes, partidarios y detractores del fascismo de Mussolini y aquella del propio Duce es ficticia. Quizás sea eso lo más potente, nada en ella es fantasía. La pregunta es por qué Scurati insiste en llamarla novela, aunque le ponga el apellido ‘documental’.
La estructura de la obra es cronológica, recoge el ascenso al poder de Mussolini desde el día 23 de marzo de 1919, hasta el 3 de enero de 1925. Cada capítulo, al inicio, abre con una o varias citas a hechos recogidos por la prensa o los archivos nacionales, con fecha, autor y referencia expresa al medio de registro o publicación. Estos pasajes son presentados con una tipografía distinta que el resto del capítulo. Tal como en los documentales, donde es posible usar distintas calidades de imagen –otro grano, en la voz técnica–, aquí ese recurso se traslada al cambio de la forma de la letra. Scurati, como si se tratara de la tarea del montajista cinematográfico, ordena así su obra. En cada apartado, luego de los epígrafes, viene el desarrollo, la trama, nunca mucho más de tres o cuatro páginas, y así avanza la conjuración de los días del totalitarismo. Ciertamente surge en los lectores, quizás ya mayores, el recuerdo del filme de Bernardo Bertolucci, Novecento, de 1976. Así está construida la novela, articulada sobre la cronología.
Sin prensa no hay ideología
La palabra fascismo viene del antiguo término latino fascio, en español fasces, con que se designa al manojo de 30 varas de abedul u olmo, que representaba simbólicamente cada curia romana, atadas por una tira de cuero rojo para formar un cilindro que a su vez sujetaba un hacha de bronce. Es posible encontrarlo, a lo largo de la historia, en escudos, monumentos, emblemas, ornamentos arquitectónicos e insignias: es un distintivo de cómo el poder hace la fuerza y de cómo el grupo es más que la unidad. A fines del siglo XIX, la imagen del fascio era utilizada por grupos políticos radicales en diversas partes de Italia, recuperando la idea de una fuerza de unidad civil, plebeya, tal como en tiempos imperiales. Antes de la Primera Guerra Mundial es rescatado por la Unión Sindical Milanesa y, a partir de ese momento, muchos sindicatos lo integran a sus distintivos, mientras se formaba la Unión Sindical Nacional de Italia. Inicialmente, entonces, el término fascio se asocia a movimientos políticos de izquierda, entre los cuales está aquel al que pertenece quien fuera el director del periódico socialista Avanti!, entre los años 1912-1914, Benito Mussolini, hasta que es expulsado del partido.
Mussolini se opone a la línea maximalista, prosoviética, también al comunismo, y, entonces, decide liderar los Fasci italiani di combattimento (Fasces italianos de combate), los camisas negras. Un grupo que reunió a muchos excombatientes, despechados del servicio a la patria en las trincheras de la Primera Guerra. Negros contra rojos, a partir de ese momento. En este contexto, casi inmediatamente, Mussolini funda otro periódico, Il Popolo d’Italia, el que solo ocho años después, en 1922, se transformará en el órgano oficial del PNF hasta julio de 1943, coincidiendo con la caída del fascismo. Mussolini será fusilado y expuesto, colgando de los pies, en la Plaza Loreto en Milán, el 28 de abril de 1945.
Maestro de escuela, socialista desde el año 1900, con experiencia como periodista y excombatiente de la Primera Guerra, Mussolini sabe que no hay alcance político alguno sin un medio de comunicación, y no solo dirige el diario que funda, sino que escribe profusamente en sus páginas, como tantos otros que se irán uniendo a la causa. El hijo de un herrero y una profesora rural avanza, así, entre el cosmos político italiano, organizado por un sistema de monarquía constitucional, relativamente reciente, que viene desde la Unificación alcanzada en 1870 y que durará hasta la consolidación de la dictadura fascista en 1922.
Primer Congreso fascista realizado en Roma en 1919. Benito Mussolini está en el centro, detrás del hombre que porta la bandera.
En M. El hijo del siglo nada es exclusiva idea del autor, todo está tomado del material de la época, todo tiene referencia comprobable o aparece en por lo menos dos relatos de personas que lo vivieron. De ahí que más que tratarse de una novela o una híper-novela, los lectores se enfrentan no a la imaginación del autor sino, por el contrario, a la elocuencia de la proliferación de las fuentes. Ninguna frase o expresión puesta en la voz de los políticos, militares, escritores, poetas, amantes, partidarios y detractores del fascismo de Mussolini y aquella del propio Duce es ficticia. Quizás sea eso lo más potente, nada en ella es fantasía. La pregunta es por qué Scurati insiste en llamarla novela, aunque le ponga el apellido “documental”.
Podríamos volver sobre las prácticas que utilizaron los novelistas del siglo XIX, a partir de las propuestas del realismo o del naturalismo, cuando la realidad pasa a ser la materialidad de la ficción. M. El hijo del siglo puede considerarse en ese mismo catálogo una narración construida a partir de fichas bibliográficas o recortes de prensa. Aquí el experimento no es el modo en cómo el escritor se empapa de la vida “real”, infiltrándose, sino que la obra se vuelve el repositorio archivístico y memorial, de eso que la convergencia tecnológica del siglo XX permite. Son los datos, los documentos, la prensa, los libros, las memorias, las cartas, los diarios, los registros radiofónicos, los noticiarios cinematográficos, entre tantas otras formas, lo que permite volver al testimonio de ese sangriento siglo materializado por mano humana.
Tal vez sea eso lo que más resiste la crítica, la fuerza con la que Scurati historiza la memoria. Apenas el libro apareció en Italia, Ernesto Galli della Loggia acusó, en su columna del diario Corriere della Sera, el riesgo de reescribir la historia, incluso refundarla, no solo apuntando al autor, sino también a la editorial.
Instantáneas del pasado
El sitio de la ciudad de Fiume en Croacia, liderada por el poeta Gabriele D’Annunzio, soldado, héroe de la Primera Guerra, dandy. La trama de los Arditi (los Osados), soldados de asalto, devueltos a la vida civil como sobrevivientes desadaptados, brazo del fascismo. La relación amorosa del joven Mussolini con la coleccionista y crítica de arte socialista Margherita Scarfatti, su brillante mentora. La casa, los hijos, el matrimonio con Rachele Guidi. Y, por cierto, la veloz trama política que lo lleva a la Marcha sobre Roma, la que luego abre paso al nombramiento de Mussolini como primer ministro de Italia por el rey Vittorio Emanuele III. Y, muy pronto, el secuestro y asesinato del diputado socialista Giacomo Matteotti, uno de los pocos que se atrevió a alzar la voz y su pluma desde el parlamento. Un hecho que cambia los planes de reducción de la violencia por parte de los adeptos al régimen a “una barbarie moderada”, cuando los asesinos son todos colaboradores cercanos del Duce. Porque ya a esa altura, es claro que los otros partidos no logran consolidarse como impedimento a su ascenso, porque, él lo sabe, “muchas oposiciones, ninguna oposición”.
La pregunta que surge tras la lectura es cómo recuperar de esa larga y ordenada secuencia que propone Scurati, lo que originalmente fue parte del juego democrático de una nación. Cuándo se torció la historia. Una forma de asociación, de colectivización, que terminó conquistando Italia por medio de un partido único.
Este primer volumen de la serie toma esos años y los va revisando, evocando, enfrentando, como si pudiéramos volver en el tiempo y levantarnos cada mañana a leer la prensa del día. Cada hecho cuenta, los buenos y los malos, los mejores y los peores. Desde la vida privada hasta la vida pública, de la íntima a la oficial. Uno a uno los capítulos aportan una nueva cara, un corte a la dura piedra del tiempo histórico. Por esta razón, la novela M. El hijo del siglo es también una crónica ciertamente anacrónica. Recupera el tiempo, una época, un proceso a través de los hechos. En la primera página, en una nota, breve y elocuente, el autor señala: “[…] no deja de ser cierto que la historia es una invención a la que la realidad acarrea sus propios materiales. No arbitraria”.
M. El hijo del siglo, Antonio Scurati, Alfaguara, 2020, 824 páginas, $21.000.
1. Érase una vez en Hollywood, la primera novela de Quentin Tarantino, no está nada de mal. Mejor que muchos libros que lograron llegar a librerías tal como nacieron, escritos en laptops en cafés que sirven chai: quietos, inertes, emos, en tono menor, sin capacidad de remecer, preocupados de no conectar, para no contaminarse con lo que lee la gente que anda en metro. Tarantino no es de ese tipo de escritor: él quiere que lo lean en cualquier parte. Desea muchas cosas, pero la primordial es seducir y lograr que el espectador, ahora lector, no pueda quedarse fuera de su narración. Tiene moral OnlyFans. Su meta es abducir a aquel que decide ver una cinta suya (“si entras, no sales hasta el final”) o, que ahora, abra su libro.
2. La novela, recientemente editada a nivel mundial y en una docena de idiomas, es un remezón. Tarantino demuestra que es posible escribir bien y al mismo tiempo contar una historia, crear personajes y, además, conectar con el público. Todo eso a la vez. Posiblemente su libro se parece a un best seller, Tarantino ha aprendido leyendo. Quizás no ha leído a Bolaño, pero tienen cosas en común. Bolaño, creo, hubiera celebrado esta novela. Tarantino sabe todos los trucos. Por algo lleva años diciendo en entrevistas: “Escribí este guion como si fuera una novela”; “En las novelas siempre hay cambios de puntos de vista o saltos temporales”. Ahora lo adapta de manera literaria y deja lo visual para el cine.
3. ¿Por qué Tarantino escribe un libro y no hace, por ejemplo, una noche de stand up comedy para un especial de Netflix? Está claro que tiene muchos intereses ligados a lo histriónico. Quiso ser actor y ha actuado. Es un crack a la hora de ir a un podcast o a un programa de televisión. Pero no: escribió y lo hizo de largo aliento. Es importante subrayar este gesto, esta pose. Y al escribir le tocó ejercitar un músculo que pocos autores han tenido que poner en práctica: escribir sabiendo que te van a leer. Por eso mismo, no se atrevió a publicar cualquier cosa. Tarantino, a su vez, puede darse el lujo burgués de ser libre. Esta libertad, tal como sucede con Stephen King y Philip Roth, lo convierte en otro tipo de artista: el que es verdaderamente libre. Vive y vive bien de lo que crea. No necesita estar atado a nadie, ni siquiera a una ideología o una moda. Nada de vivir de la academia o la enseñanza, nada de podcasts forzados o columnas semanales o tener que filmar comerciales o series de TV. Literalmente, puede rodar lo que sea. También puede quedarse callado. El estudio se moldea a él. Sus triunfos y caídas dependen de él, no de otros. Y si decide publicar un libro es porque quiere. O desea darse un gusto.
4. Tarantino se puso metas literarias altas: llegar al nivel de Elmore Leonard, de Jim Thompson; a lo mejor, de Patricia Highsmith. Al querer novelizar su guion, que terminó siendo la base de la película que dirigió, tenía más que claro que iba a ingresar a un territorio pulp, al de los libros editados sin cariño y en papel roneo entre los años 30 y 80. Esto no es raro, incluso es consecuente con alguien que puso al autor y expresidiario, Edward Bunker, como actor en su primer largometraje, y que tituló su segundo largo con el extraño y genérico título de Pulp Fiction. Tarantino cree en las novelas pulp de escribanos que ahora son míticos, como Hammett o Chandler, pero también admira a los autores casi anónimos de lo que en el mundo hispano se llama novelitas de vaqueros.
En Tarantino, a diferencia de tantos autores supuestamente ‘de verdad’, no se nota el esfuerzo, el trauma, la desesperación y lo complicado por articular sus ideas. Que sepa escribir no es nada nuevo: domina los diálogos, el slang, las cadencias. Sabe lo que implica crear personajes, qué mostrar y qué no. Sus películas alteran las líneas del tiempo y los puntos de vista.
5. Érase una vez en Hollywood es una película que vuela con alas propias, que agarró vuelo y espesor y se transformó en, al menos, una estupenda novela pulp. Partió como un homenaje a las novelizaciones y se transformó en una novela. “Si estuviera mejor escrito, estaría peor escrito”, observó con humor Dwight Garner en su elogiosa reseña para The New York Times. De esto vale dejar constancia: alguien que no vio la película la puede gozar y entender y, si no te gusta el cine de Tarantino, no podrás enganchar con el libro.
6. Tarantino por escrito provoca lo que el Tarantino cinematográfico provoca: quieres escribir o dirigir como él. Surgen deseos de imitarlo. Te dan muchas ganas de que espectadores suyos quisieran escribir como él. El que hace algo semejante es el mexicano Julián Herbert. Es de los pocos autores hispanoamericanos que se encarga de sus pulsaciones pop. Es fronterizo. Al escribir, Herbert asusta, incómoda, aterra. El también músico y poeta mexicano fue tajante: “Lo que más me satisface no es el Nobel a Bob Dylan: es el berrinche de los puristas de a ‘librito, sino no’. Tómenla, dinosaurios”, tuiteó. Herbert entiende a Tarantino, entre otras cosas, porque, tal como le sucedía a Sam Peckinpah, el director de Tráiganme la cabeza de Alfredo García, todos ellos le dan humor a la tragedia y entienden la violencia del día a día. Sus cuentos arman su propio pulp fiction al sur de la frontera y remixea a autores tan diversos en ambos lados del Río Grande, como Puig, Luis Zapata y Ambrose Bierce. Esto no es Gringo viejo, parece decir con humor y estilización, esto es territorio narco que emulan las cintas de Tarantino y Oliver Stone y De Palma. “En el fondo, aquello que Hermann Broch llama ‘arte kitsch’ es algo que nosotros llamaríamos ‘tradición’”, sentencia Herbert.
7. Jamás me di cuenta de que estaba en la página 406. Curiosamente, y esto da para estudiar las diferencias entre los dos idiomas, la versión en español, que me enviaron de regalo los de Reservoir Books, posee 868. Entre otras razones, la versión en español no es tan compacta. Es un libro serio, no intenta ser un mass paperback que, en el mercado americano, es a lo más bajo que se puede llegar y que posee ciertos códigos heredados de la literatura pulp que, en su momento, era considerada “basura para un lector analfabeto”. Un libro mass market es pequeño, aunque pocos caben en el bolsillo más holgado de un abrigo, y el papel es reciclado o barato y tiende a secarse con los años o agarrar moho si se guarda en una casa de la playa. La letra es pequeña y el interlineado es escaso.
8. Dan ganas de imitar algunas cosas de Érase una vez en Hollywood. Hace tiempo que no leía a alguien que, sin duda, lo pasó bien escribiendo. Su prosa está viva, salpica y electrifica, siempre sabe lo que hace, incluso cuando se desvía más de la cuenta o cuenta más de lo necesario. En Tarantino, a diferencia de tantos autores supuestamente “de verdad”, no se nota el esfuerzo, el trauma, la desesperación y lo complicado por articular sus ideas. Que sepa escribir no es nada nuevo: domina los diálogos, el slang, las cadencias. Sabe lo que implica crear personajes, qué mostrar y qué no. Sus películas alteran las líneas del tiempo y los puntos de vista. Ya en Perros de la calle muestra más de lo necesario o lo que supuestamente no es necesario (una sobremesa en una cafetería antes de un atraco) y omite el asalto al banco. En la versión literaria de Érase una vez…, no solamente nos cuenta y arma escenas que no estaban dentro del filme, sino que va para atrás, adelante y quizás al lado, para contarnos otra historia. Lo que hace es arriesgado: el tercer acto de la película es en el libro una suerte de anécdota que, como todo percance o vivencia real, pasa a ser un capítulo más de muchos. Tarantino sabe la diferencia entre una novela y una película. En el cine, al final, el tiempo es más finito y depende, lo nieguen o no, de actos. Una novela puede ser mucho más experimental o jugada o tomarse el tiempo y fijarse en los detalles. Le interesan los detalles, los diálogos que no dicen nada, pero que revelan un cierto carácter y, también, los pies descalzos de las mujeres.
Escena de la película Érase una vez en Hollywood (2019).
9. Algunas confesiones: como muchos nacidos después del Mundial de 1962, algunos de los primeros libros que leí se deben al cine o, incluso, a la televisión: Avenida del Parque 69 de Harold Robbins, Ruedas y Aeropuerto de Hailey, Hombre rico, hombre pobre de Irwin Shaw, La aventura del Poseidón de Paul Gallico. Y novelizaciones que, durante mucho tiempo, no entendí que eran inferiores o cutres o hechas por encargo. Terremoto o El enjambre me parecieron cumbres literarias a los 12 años. No me quedaba claro si lo que hacía Stephen King (en Emecé, traducido por César Aira) era novela o cine. Sabía de Carrie por los afiches y los comentarios, y vi Salem’s Lot en la televisión, pero aún no filmaban las que leí: The Dead Zone o Cementerio de animales. Vi la serie Raíces antes de leer el libro (o la mitad). Estaba Michael Crichton, que escribía, pero también dirigía: la aterradora Coma es una cinta suya basada en una novela de Robin Cook, pero el El gran robo del tren es una novela suya que después se hizo película, u Oestelandia, con Yul Brynner, ¿era, además, una novela?
10. Existen numerosos casos de escritores que han querido dirigir y lo hicieron o participaron en la adaptación, nada nuevo ahí; lo curioso es que Tarantino ha hecho un gesto complicado y audaz, el tipo de acto no evaluado y llevado a cabo de su enorme inconsciente que no lo hace medir las consecuencias. Dicho eso, la aparición del libro no es el terremoto literario prometido o deseado (por los fans, por los que creen en la variante pop del virus creativo), pero es un buen sismo que sacude y alcanza a botar los libros de la repisa arriba de la cama, dan ganas de reordenarlos.
11. Todo esto tuvo su apogeo en los 70 y 80, justo antes de que llegaran los primeros aparatos tecnológicos, y nos ayudarían a pasar del trauma de abandonar lo concreto a apostar por lo digital y virtual. Podría ir lejos y partir mucho antes que Tarantino lograra poner en agenda su fetiche con las novelizaciones y, para no depender solo de citas o fotos o colecciones privadas, entendió que debía escribir un libro en este formato híbrido o maldito (mitad folletín, mitad experimento), usar su fama y poder mediático, para que los ojos y las luces se fijen en algo que siempre estuvo, pero fue omitido de la historia oficial por ser, a la larga, un ítem de consumo, no solo pop sino popular. Dios: ¿cuándo llegará el día en que por fin el mundo de la cultura admita que son elitistas y que, con ciertas excepciones, la academia no cree en que el arte popular puede dar placer y orientación, y no solo supurar información externa y secundaria? Me refiero a las canciones populares o la moral AM; la televisión, partiendo en estas partes por las telenovelas, hijas del melodrama y el radioteatro; el cine comercial extranjero procesado por mentes alertas y locales, y toda la literatura de segunda, como la de los géneros policiales, thrillers, terror, Corín Tellado, romances, wéstern o novelitas de vaqueros. Tarantino no desea analizar o diseccionar estas “excentricidades” ni ironizar, sino volver a sentir ese placer inicial. Y lo que hace es algo que nunca ha hecho en el cine: deja el confort de la producción de primera línea y más que citar, ahora escribe y exige que el libro salga en un formato inferior, de bolsillo, mass market, con avisos de los libros que están por editarse al final como addendum. Es cierto: en el cine ha pasado por todos los géneros y todos los ha estilizado. Creer que la versión literaria de Érase una vez en Hollywood es equivalente a las novelizaciones de cintas populares es errar y, digamos, no entender nada. Sin duda: muchas cintas de terror se pueden leer como un texto feminista o de castración o incluso una metáfora acerca del neoliberalismo, pero eso es simplemente la lectura particular de alguien que ha sido entrenado para fijarse más en los pies de página que en la posibilidad de leer y gozar el todo.
12. Igual tendré (o quiero) escribir algo de este subgénero. Lo que deseo hacer es saltarme el paper o el artículo y solo dejar algo así como los pies de página. No es necesario leer todos los pies de páginas, ni siquiera en ciertos libros de David Foster Wallace o de Manuel Puig (DFW leyó a MP y quedó alterado, como es lógico; había encontrado a alguien que lo guiara). Tanto Puig como DFW están muy ligados al cine y es posible establecer que ambos poseen una prosa visual, con vínculos con el cine pero quizás más con el guion, y no por eso son fáciles de adaptar. Quizás sea imposible hacerlo. Adaptar a Puig o a DFW es un error. Sea cual sea el resultado, una cosa es clara: si escribir es el acto de intentar captar trozos de memorias y articularlos, novelizar es algo así como articular el recuerdo de haber visto la película. Esto, que parece complicado o acaso imposible, es algo que casi en todas las casas o familias del mundo caía en manos del niño freak, el rarito. Este tendía a contar las películas. En los barrios y en los colegios, los mayores les contaban a los menores lo que ellos vieron o que quizás nunca vieron. Esto es lo que hace, casi a lo que se dedica, el decorador de vitrinas Molina en la novela El beso de la mujer araña: seducir y armar complicidades, no a partir de lo vivido sino de lo que ha visto. Aquí, como en casi todo en la obra de Puig, hay un intento por novelizar la vida y, más esquizofrénicamente, hacer lo posible por novelizar la literatura, es decir, acercarla más al cine, a la cultura popular oral, para un público más amplio y menos docto. Lo curioso es que, a partir de cierto momento, Puig fue cooptado por la gente incorrecta. Es probable que él ayudara en el proceso de ser secuestrado por aquellos que no eran de fiar.
13. Al llegar al final de la novela de Tarantino, justo al aterrizar en un final epifánico, que no solo no lo esperaba (es un gran final, como el final abierto-y-cerrado-a-la-vez de Jackie Brown), sino que me pasaron cosas. Si por algo Tarantino se ha hecho célebre, es porque deja a sus personajes hablar y los hace hablar de un cierto modo, con cierta cadencia y poesía. Tarantino no cree mucho en la voz en off, pero sí en otros narradores; en la película Érase una vez en Hollywood o Había una vez en Hollywood cuenta con un personaje secundario —el gran Kurt Russell— a cargo de la narración que va y viene, tiene el tono de ser una suerte de pelambre que ocurre en un bar más que el de narrador omnisciente. En las cintas de Tarantino la gente habla y se explica y a veces se explaya largo en algo como monólogos falsos (alguien está al lado y comenta poco, casi nada, un truco notable para que el monologuista se explaye y se dé vueltas y se vaya por las ramas, ¿Tarantino habrá visto los filmes chilenos de Ruiz?). Esto es extremadamente claro en True Romance, la cinta que Tony Scott hizo a partir del primer guion escrito por Tarantino, que parte con el personaje de Clarence en un bar hablando del cine de Elvis como una forma de revelar su mundo interno. En su novelización, que terminó siendo una novela, sucede lo mismo: todos hablan mucho. Y Tarantino apuesta más por las emociones que por la violencia. Uno se ríe a cada rato, pero también nos hace mirar estas vidas mínimas, casi extras, de actores sin pantalla, de gente que no logró lo que deseaba. Tarantino no se ríe de ellos, empatiza. ¿Qué hubiera sido de Quentin si nunca hubiera podido filmar? ¿Hubiera escrito unas seis novelas a partir de mediados de los 90? ¿Habría sido un guionista con suerte? Tarantino ama lo pulp, pero en este libro se conecta con la tradición literaria de esos hombres que no se saben expresar del todo y que deben reprimir sus penas. Érase una vez en Hollywood une los dos Tarantinos: el histriónico y el silente. Ahora sabemos lo que sus personajes piensan. Accedemos a sus monólogos interiores. Ingresamos de manera privilegiada al ruido interno que sucede cuando en la pantalla la gente se queda en silencio.
Érase una vez en Hollywood, Quentin Tarantino, Reservoir Books, 2021, 400 páginas, $19.000.
Llegó un día en que los libros amarillos parecían estar por todas partes. Tan rotundo fue el fenómeno que el fundador de editorial Planeta, José Manuel Lara, se refirió a él como “la peste amarilla”. Aquellos libros, por supuesto, eran los de la colección Panorama de Narrativas, rótulo bajo el cual, en 1981, Anagrama comenzó a publicar literatura traducida de autores contemporáneos y de grandes escritores cuyas obras estaban descatalogadas o se mantenían inéditos en lengua española. La colección se convirtió al poco tiempo en sinónimo de buen gusto y calidad literaria, fama que conserva hasta hoy. Pero el éxito de Panorama de Narrativas, que fue rápido y ascendente, no refleja la historia de éxito de Anagrama, cuyos primeros 10 años estuvieron marcados por los contratiempos y la inestabilidad.
Fundada en 1969 por Jorge Herralde, la editorial tuvo al comienzo un enfoque principalmente político. La empresa, con Franco todavía en el poder, implicaba riesgos y la censura fue severa desde el principio. Sin embargo, ante la prohibición de publicar ciertos libros e incluso el secuestro de varios de ellos, Herralde se las arregló para poner en circulación títulos hasta entonces impensados, como las Cuatro tesis filosóficas de Mao Tse-tung, que se convirtió en uno de los primeros éxitos de la editorial.
“Después de mi ‘audacia’, muchas editoriales se han subido al carro”, le escribe el editor a Jacqueline Lesschaeve, de Éditions du Seuil, en marzo de 1975. “Es evidente que en España existe un gran interés por la edición de textos políticos”. Y al año siguiente, en una carta al psicoanalista argentino Oscar Masotta, confirma la tendencia: “Actualmente, en España, prácticamente solo se vende el libro político”.
Ese interés de los lectores españoles, no obstante, comenzaría a retroceder tras la muerte de Franco y el fin del régimen. Herralde también responsabiliza de este vuelco a los “editores que inundaron el mercado con libros oportunistas y de ínfimo valor”.
“Fue decisivo el llamado ‘desencanto’, después de la muerte de Franco, con una democracia que pareció muy insatisfactoria para tantos jóvenes, digamos, ‘insurrectos’”, cuenta el editor. “Dejaron de venderse drásticamente los libros políticos, tan fundamentales de la editorial en la década de los 70. Colecciones como Documentos, Debates, Ibérica, Elementos críticos y otras, tuvieron que cancelarse ya que ‘era editar para nadie’. Solo sobrevivió Argumentos, que había empezado en 1969, con un espectro más abierto aunque a menudo politizado, y que se ha convertido en la colección más longeva de Anagrama, con 564 títulos”.
El nuevo contexto editorial forzaba a replantearse las cosas. Manteniendo el espíritu de agitación inicial, un camino fue apostar por las obras de punta que agitaban las aguas en el periodismo y la literatura. Un universo de lectores, principalmente jóvenes, empezó a responder con interés ante temas por mucho tiempo considerados tabú. La presencia secundaria que hasta entonces había tenido la literatura en el catálogo de Anagrama cambió con la aparición en 1977 de la colección Contraseñas, que de alguna forma mantuvo con vida al sello en esta etapa crítica. De allí saldrían autores insignes de la casa, como Tom Wolfe, Charles Bukowski o Hunter S. Thompson. Sin embargo, la consolidación como editorial literaria, llegaría con Panorama de Narrativas, los famosos libros amarillos.
“Estuve a punto de tirar la toalla, pero esto, después de años juveniles de intentos editoriales que no prosperaron, me resultaba imposible, como un suicidio. Lo más complicado fue que nuestros libros políticos de izquierdas fueran secuestrados por las autoridades del régimen de Franco en nueve ocasiones, sin poderlos distribuir y con los consiguientes perjuicios económicos”, recuerda el editor, cuya correspondencia vinculada al sello ha sido reunida por Jordi Gracia bajo el título Los papeles de Herralde, donde se abarca mediante estos documentos la historia de Anagrama desde 1968 —es decir, antes de que se publicaran los primeros títulos— hasta el 2000.
El editor capitán
“Los que antes leían a Lenin, ahora leen a Highsmith”, le dijo la encargada de una librería a Herralde y, desde entonces, comenzó a repetir la frase para explicar ese momento. Aunque en Anagrama las ciencias sociales mantendrán siempre un espacio reservado, incluso importante, la editorial amplió con su apuesta literaria su base de seguidores, quienes, como escribe Jordi Gracia, “han delegado en el editor la confianza en el valor de la obra o el autor. Las tapas amarillas de la colección internacional y las tapas verdegrises de narrativa hispánica empezaron a difundir desde 1981 y 1983 las adictivas promesas de calidad literaria, imaginación crítica y fértil experimentación que cambiaron buena parte del paisaje de la lectura literaria en España”.
Patricia Highsmith y la serie de Ripley estuvo entre los primeros grandes aciertos de Anagrama en esta nueva etapa. También la publicación de La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, cuyo éxito fue tan arrollador, como se relata en Los papeles de Herralde, que el editor pudo conocer por primera vez la histeria de los libreros, quienes ante la altísima demanda se volvieron locos al teléfono pidiendo reposición de ejemplares. Otro temprano motivo de orgullo fue la contratación, aunque llena de dificultades, de varios títulos de Nabokov.
Este último caso, como el de Highsmith, dejan ver asimismo un rasgo que definirá el modo de operar de Herralde, quien siempre buscará adquirir los derechos de la totalidad, o de la mayor cantidad posible, de libros de un autor. Su política en este sentido a veces funcionaba como una apuesta a largo plazo. Por ejemplo, en 2001, el inesperado éxito de Ébano, de Ryszard Kapuściński, consiguió estimular en los lectores la compra de todo su catálogo anterior, títulos que hasta entonces no tenían más que una circulación discreta. Por otro lado, también expresaba así un respaldo incondicional con sus escritores, publicando incluso títulos que no le terminaban de convencer. “Se trata de una obra menor de Barnes, no muy lograda y menos ‘barnesiana’ de lo deseable”, le comenta en 1994 al escritor Robert Saladrigas a propósito de una reciente publicación del novelista inglés, “pero ya sabes, la servidumbre de la fidelidad a un excelente escritor”.
Este respaldo a sus autores también se revela en sus airadas defensas contra los malos comentarios o la mezquina difusión por parte de la prensa. Los papeles de Herralde ofrece una buena selección de estos documentos, en los que se muestra la faceta más filosa, mordaz y también ingeniosa del editor. Igual de encendida es a veces su correspondencia con la agente literaria Carmen Balcells, con la que mantiene una relación pendular, yendo de la adulación al ataque directo. “A pesar de mi insistencia (que creía, equivocadamente, más pedagógica), veo que te sigues olvidando de Anagrama a la hora de ofrecer autores en lengua española”, le reclama el editor en marzo de 1993.
Un capítulo aparte en las broncas de Herralde lo ocupa su extenso y mediático quiebre profesional con Javier Marías, que, en palabras de Gracia, ha sido el más importante en la historia de la editorial en términos de alcance y acritud. Los ataques de uno y otro se arrastraron durante años en entrevistas, artículos y cartas abiertas. Según el autor, las cuentas no estaban claras y Herralde, por otro lado, tenía envidia de su éxito. El editor explicaba el asunto echando la culpa al ego ‘hipertrofiado’ de Marías.
Un capítulo aparte en las broncas de Herralde lo ocupa su extenso y mediático quiebre profesional con Javier Marías, que, en palabras de Gracia, ha sido el más importante en la historia de la editorial en términos de alcance y acritud. Los ataques de uno y otro se arrastraron durante años en entrevistas, artículos y cartas abiertas. Según el autor, las cuentas no estaban claras y Herralde, por otro lado, tenía envidia de su éxito. El editor explicaba el asunto echando la culpa al ego “hipertrofiado” de Marías.
Con todo, los sentimientos amables son los que predominan en el conjunto de Los papeles de Herralde. En ese sentido, destaca por ejemplo su relación epistolar con Hans Magnus Enzensberger, a quien le escribe en enero de 1991 que una de sus mayores satisfacciones “es haber tenido la oportunidad de publicar tus libros”. Con Tom Wolfe tampoco el editor tiene problemas en disimular su total admiración. Uno de los mensajes más sentidos de todo el libro, de hecho, tendrá lugar a propósito de la decisión de Wolfe de cambiar de casa editorial hacia finales de los 80. “Es la noticia más triste que he recibido en mis 20 años como editor, la más inmerecida y la más injusta. Y también la más inesperada…”, le expresa Herralde por telegrama.
Con Roberto Bolaño, sin embargo, los halagos serán de ida y vuelta. En 1998, antes de que el escritor viajase a Chile, le envía a Herralde una carta en la que realiza una tipología del editor. Según su punto de vista, hay editores empresarios, tiburones, cubos de hielo o contumaces, pero también los hay capitanes: “El tipo de editor —apunta Gracia— en quien el escritor se confía y en quien confía, a quien busca como autor pero también como lector, al que sigue con fervor, con lealtad y con alegría”. Para Bolaño, Herralde encarnaba a este último. El cumplido será respondido por este reconociendo haber leído la carta “con las obligadas (snif) lagrimitas”.
Sin duda deben ser muchísimas sus satisfacciones al frente de Anagrama, ¿cuáles lo enorgullecen especialmente? Cuando leo artículos o textos beneméritos que enfatizan sobre la importancia que ha tenido la editorial para jóvenes lectores que han seguido siendo fieles a las publicaciones de Anagrama. Y también cuando me lo afirma verbalmente gente desconocida en algún encuentro en un bar, por la calle, etc. Inesperadamente, tales cosas suceden.
¿Algo del espíritu que alentó a la primera Anagrama persiste hoy? Ir a contrapelo de las modas y que Anagrama fuera un punto de referencia para sus seguidores a quienes no podía defraudar. Una apuesta insistente por autores nuevos y diferentes, tanto en no ficción (ensayo, crónicas, biografías) como en literatura. Y con ese espíritu seguimos, siempre teniendo en cuenta la calidad y también pertinencia de las publicaciones, siempre conforme al aire del tiempo.
¿Cómo logró hacer frente la editorial a la poca cobertura que a veces le daban los medios de comunicación más importantes, sobre todo en una época en que esa vitrina era determinante para el éxito de una obra? Intentando, sin descanso, convencerles de su error o despiste. Fue una etapa muy específica de los primeros años 80, cuando Anagrama aún no se percibía como una editorial muy literaria. Luego, mi relación con la prensa, siendo buena en conjunto, pasó a ser óptima. Y hasta ahora.
Bolaño lo calificó como un editor “capitán”. ¿Cómo se definiría usted mismo? Me horroriza la falsa modestia y más aún el autobombo. Preferiría que me definiera un juez imparcial. O quizá no tan imparcial: que fuera un devoto lector de Anagrama.
¿Qué lugar ocupa Bolaño como dentro de su catálogo? Un puesto destacadísimo. Bolaño está en mi Olimpo particular de la mejor literatura, como Pitol, Piglia, Chirbes. También en el ámbito internacional, en la misma liga que Nabokov, Capote, Perec, Calasso, Carrère, Ford, Modiano, Magris o el Dream Team inglés, etc., etc. Y luego también pienso en un Olimpo, digamos, junior: Juan Villoro, Guadalupe Nettel, Alejandro Zambra (tan valorado por el propio Bolaño), Mariana Enriquez, Leila Guerriero, Marta Sanz, Sara Mesa, etc., etc.
¿Qué clase especial de individuo es un editor? Como escribí en mi libro Opiniones mohicanas: “Pienso que el auténtico editor, al igual que el escritor, es un ser un tanto anormal, vampirizado por una profesión que es su vocación radical, y que consiste no solo en trazar las grandes líneas de su proyecto o en orquestar grandes maniobras o conspiraciones de alto nivel, sino también en cultivar la pasión por los detalles, los detalles artesanales, los benditos detalles, que invocaba Nabokov, con los que está amasada la pasta de la literatura y también de la edición”. Y lo sigo pensando.
La labor del editor, como usted mismo lo ha expresado, está llena de placeres. Pero, ¿cuáles son los aspectos menos gozosos a los que obliga el oficio? Dejar de publicar a un autor con títulos en Anagrama, a menudo ya un amigo, por razones literarias insatisfactorias, quizá equivocadas (obviamente, los editores no somos infalibles). También es doloroso cuando un autor de la casa (quizá instigado por algún agente literario) no resiste a la tentación de un anticipo disparatado de algún gran grupo. No deja de ser comprensible, pero las maneras importan. Y no siempre han sido las mejores.
¿Qué cosa habría hecho distinta o cuáles considera que han sido sus mayores desaciertos como editor? Quizá haber publicado a un autor que después de un trabajado éxito, apoyado sin desmayo por la editorial, desarrolló un ego hipertrofiado que resultó imposible de soportar.
Los papeles de Herralde. Una historia de Anagrama 1968-2000, Jordi Gracia (Ed.), Anagrama, 2021, 424 páginas, $20.000.
El libro que ahora reedita Alquimia —tuvo una primera edición de lujo publicada por RIL editores el año 2003—, reúne las páginas o notas de arte publicadas por Jean Emar en el diario La Nación, propiedad en ese entonces de su padre, escritas entre los años 1923 y 1927. Con un cuidadoso y extenso estudio preliminar realizado por Patricio Lizama, este libro resulta ser un documento clave a la hora de examinar el arribo del arte chileno en los debates sobre la modernidad artística. Emar había vivido en París y le tocó ser testigo de cómo los artistas y las vanguardias del periodo comenzaban a desprenderse del canon académico, de la idea de belleza como arquetipo único, de la imitación artística de la naturaleza, a desprenderse también de la autoridad moral y religiosa y cuestionar las nociones de genio, inspiración o gusto. Mientras todo eso sucedía en París —recordemos la seguidilla de ismos que emergen en el periodo alentados por su pasión de deshacerse de la tradición— las instituciones artísticas en Chile y sus aparatos formativos, dependientes fuertemente del Estado y del gusto promovido por las oligarquías, observaban con horror los principios del arte moderno y buscaban defenderse a toda costa “de la invasión de los monstruos futuristas”.
En ese contexto escribe Emar, y lo hace lanzando duras críticas tanto al arte estatal y académico, como al arte regido por los principios de un realismo criollo, “estetas de brasero, mate con bombilla y gato que regalonea”, dos formas de arte regidas por fórmulas y recetas, donde “todo está preconcebido” y donde “para cada problema hay una solución de taller”, anota Emar con reticencia. Habría mucho que decir del modo en que Emar desembarca en el arte chileno desconcertándolo muchas veces hasta la irritación, pero si pudiera decir una sola cosa, diría que Emar fue un gran detractor del cliché. El arte, dice, no debe asegurarle al público “seguir tranquilo en la existencia”, ni ser cómplice de sus deseos ni mostrarle lo que quiere ver para confirmar con ello sus propias ideas. Ese arte solo sirve para “un público vanidoso que pide por todos los sitios su propia imagen”. Esta dimensión desconcertante del arte, abierta a lo incalculable, al desencuentro y el malentendido era para Emar un rasgo fundamental de eso que llamó la “tradición viva”.
No era tanto el aletargamiento provinciano lo que le exasperaba del arte chileno de la época, y en ese sentido no llamaba a los artistas a imitar las fórmulas que el arte europeo había encontrado para producir novedad. La tradición viva tenía que ver con ir “recto a la fuente misma de la vida”, a sus realidades múltiples y cambiantes, porque Emar era notablemente consciente de que aquello que alguna vez es vida palpitante y novedosa tiene como destino la “noble tumba de la historia”. Hay un buen ejemplo de esto en uno de sus escritos. En relación con el impresionismo, dice Emar, este se había convertido en una “receta hacedora de cuadros blandos, deshechos y azucarados”, en cuerpos “sin huesos ni músculos, cuerpos de carnes flojas”, y entonces llegó Cézanne a promover un concepto más constructivo de la pintura, a donarla de esqueleto, sepultando con ello el fervor impresionista. Bastó muy poco tiempo para que ese gesto se convirtiera en una fórmula debidamente codificada, enseñada y custodiada por las instituciones del arte. Pura “tradición muerta”, diría Emar.
Que el arte sea para Emar un lugar donde nunca poder hospedarse definitivamente, junto a su conciencia de que la vida del precursor es siempre breve, lo llevan a valorar menos los movimientos artísticos de vanguardia que el ‘amor por el objeto mismo’. Ese acento en la vida del objeto, dice, trae dos consecuencias fundamentales: ‘el desdén a toda regla que reduzca la importancia del objeto para englobarlo dentro de un total rigurosamente premeditado’ y ‘la acentuación expresiva por encima de un concepto preexistente’.
Que el arte sea para Emar un lugar donde nunca poder hospedarse definitivamente, junto a su conciencia de que la vida del precursor es siempre breve, lo llevan a valorar menos los movimientos artísticos de vanguardia que el “amor por el objeto mismo”. Ese acento en la vida del objeto, dice, trae dos consecuencias fundamentales: “el desdén a toda regla que reduzca la importancia del objeto para englobarlo dentro de un total rigurosamente premeditado” y “la acentuación expresiva por encima de un concepto preexistente”. Nada más alejado del curso que ha tomado cierta crítica de arte contemporánea, concentrada como está en adecuar la obra a una serie de códigos y categorías que por más progresistas que se quieran, terminan por asimilar y reducir la materia, esa acentuación expresiva, a un denominador común ideológico, moral o temático. A contrapelo de esa tendencia, Emar lee la siempre compleja autonomía del arte no como un arte prenatal, despreocupado del mundo exterior, sino como la posibilidad de asimilarlo lo más posible a la vida. ¿Y qué es la vida?, se pregunta Emar: eso que no da margen a definiciones justas, aquello que huye cuando pensábamos haberlo aprisionado, lo que elude incansablemente la clasificación. Un punto sin respuesta, anota.
Es interesante, en ese sentido, el modo en que refiere el trabajo del Grupo Montparnasse, del que fue un entusiasta promotor. Montparnasse, dice, no es una escuela, no indica una misma tendencia pictórica. Lo que une a sus cinco integrantes es la carencia de principios limitados y establecidos de antemano. Los une, diríamos, la pasión de experimentación y no el deseo de identidad. Me gusta esa manera de pensar lo común.
En ese sentido, volver a leer a Emar, leer sus páginas cargadas de ironía, provocación y desparpajo, advertir en ellas la responsabilidad con la que asumió la tarea de perturbar el sueño de una creencia inamovible —“nada hay más dulce como dormir sobre una creencia inamovible. Perturbar ese sueño es exponerse a que a uno le envíen una injuria: como perturbar una siesta es exponerse a que a uno le envíen un zapatazo”—, de llamar a los artistas “atados por los prejuicios de las fórmulas” —“imitadores serviles de formas caducas, sacerdotes de recetas escolásticas, cómodos en su sueño de cadáveres flotantes”— a exponerse a la trepidación de lo desconocido, me resulta hoy más que nunca un ejercicio urgente. Espero que la lectura de este libro sea una manera de volver a preguntarnos intensamente por el lugar que ocupa la crítica hoy, para volverla menos un juicio que una “incisión del discurso en la forma de las cosas”, menos una “identificación con los valores en alza”, que una palabra que ponga a proliferar lo ambiguo y lo contradictorio. Eso hizo Emar, poner a prueba una y otra vez los dogmas que terminan por volver al crítico en un verdadero comisario cultural.
Jean Emar y el arte moderno en Chile. La Nación (1923-1927), Juan Emar, Alquimia Ediciones, 2021, 340 páginas, $17.900.
¿No te conté esa historia? Es increíble, mira, debo haber tenido unos siete u ocho quizás nueve, estábamos en, ¡ah, pero antes de eso! otra cosa… las palabras se aglomeran rápido o lento, depende de la ocasión, solo se alejan cuando ríe a carcajadas, otra forma del habla. Similar a las gaviotas hablantinas (aunque menos delirante) que se juntan en la cornisa el día entero a intercambiar gritos y risas.
Quizás porque no se detiene da la impresión de que los matices han desaparecido del aire. El silencio no logra hacerse espacio, está cercado por las historias de una misma inflexión, la otra vez, te acuerdas, esa queestábamos con el Feña, cuando le pasó lo del brazo y tuvimosque… Persistencia, resistencia, uno, dos, uno, dos, tiemble o nieve Habla Hablantina avanza, ah!, me acordé de undetalle. Y el detalle comienza a exfoliarse en la piel de otro detalle, como te contaba, ese día, el mismo que a mi primo… el que vive cerca de… salió a comprar unas cosas…porque estaba preparando unos… que aprendió a hacer en… que le enseñó un tal… cuando vivía en… Apoya su relato con material audiovisual desplegado en el teléfono, y fija su mirada en la tuya que, por esos azares del destino juguetón, quedaste sentada al lado. Cuando alguien mira a los ojos y al mismo tiempo habla, es difícil salir, una falta de respeto. Al Tiempo lo vemos pasar, se cortan los caminos y hay que esperar las válvulas de un escape, cualquiera, que vaya al baño, a buscar hielo, que pida que le prendan un cigarro, y entonces como una rata saltar al otro sillón.
Todos tienen a la redonda una Habla Hablantina o un Habla Hablantín, quién sabe si a una misma se le ha escapado tantas veces la moto superando la cantidad llevadera de palabras por segundo, la hija dela hermana de mi mamá, esa que se hizo un tatuaje, la queviajó a… Apurar el tranco completando sus frases o la información que está proporcionando, es una posible estrategia para capear la ola en forma de lengua, mas nunca del todo eficiente, fui a ver a la Paula el otro día,estaba con el perro… ese que se llama… ¡no!, el que se llamaAnselmo… venía saliendo del veterinario y le dijeron quetenía… Cómo será al hacer el amor.
Cuando alguien mira a los ojos y al mismo tiempo habla, es difícil salir, una falta de respeto. Al Tiempo lo vemos pasar, se cortan los caminos y hay que esperar las válvulas de un escape, cualquiera, que vaya al baño, a buscar hielo, que pida que le prendan un cigarro, y entonces como una rata saltar al otro sillón.
Puede que se intente llenar con palabras el vacío con nombre de mundo al que hemos sido arrojados y que a ratos se viene encima y causa inquietud, cada quien intenta llenarlo como puede, así se llenan de muebles las casas, de fotos las paredes, de palabras tantos libros, o la tele se mantiene encendida. Lo de Habla Hablantina probablemente tenga que ver con eso, o con la expansión de su yo. No es casualidad que los cuentos remitan a sí misma, raro es verla interesada en lo ajeno cuando no sea para dar algún diagnóstico pura ansiedad, es evidente, come de pura ansiedad, te lodigo, es un problema de ansiedad.
El sonido se va metiendo con espesura hacia la corteza de los nervios, los que están directamente conectados al oído. En esa zona del cuerpo se activa o desactiva gran parte de la neurosis, si no habría que preguntarles a tantas mamis o papis que ante el incremento del bullicio infantil al interior del hogar se tiran los pocos pelos que les quedan en la cabeza.
Un segundo, Habla Hablantina, que los oídos descansen, escuchar otras voces, otros sonidos, o bien nada. No rompamos el silencio, aunque parezca incómodo.
Entretanto me quedé dormida en el sillón, quizás su voz fue algo así como el zumbido que abrió paso al sueño, hasta que escuché wuuuoooo ¡esa canción!, no,no la cambies, la primera vez que la escuché estaba en laplaya, el verano ese… cuando arrendamos la casa… la queestaba al lado… Habla Hablantina me volvía a poner en órbita justo cuando soñaba con un beso. Retomé la escucha como se retoma la escritura de una tesis o con agua se le hace frente al mareo del vino una vez que el cerebro se ha separado del cuerpo, y entonces, de repente, se me aceleró la sangre y no hubo cómo atajarla y pensé, quién no ha tenido el pensamiento de, en circunstancias similares o familiares, llenar el aire con la saliva seca de un shshshsh.
Poner hoy la lectura en este libelo –escrito corto, librito-, como llamó Tomás Moro a las páginas tituladas De optimo statu rei publicaedeque nova insula Utopia libellus, la conocida Utopía, es una invitación a escudriñar lo que el depósito del tiempo ha hecho en esas páginas que resienten la potente emergencia de la modernidad capitalista, en el desfondamiento feudal, y su reguero de víctimas. Permite encontrarnos, en segunda instancia, con los deseos arraigados del ser humano en búsqueda de modelos de una sociedad más justa donde vivir en paz. La primera instancia de esta obra narrativa es la vil realidad, la de los campesinos ingleses esquilmados y empobrecidos por el cercamiento de tierras. Frente a esa injusticia, contrapondrá su modelo insular bautizado con un neologismo venido del griego —utopía— para indicar que, en esa isla, donde acontecía una república armónica según el canon de la época, esta no tenía lugar, no existía o solo lo hacía en el estricto ámbito de la creación. Lo que sí tenía lugar era la injusta Inglaterra. Pero ambas islas, la buena y la mala, estaban alejadas entre sí, ajenas en un plano geográfico impactado por el descubrimiento de América, aunque cercanas en el plano especular. En ese contexto social, el moralista político que era Tomás Moro adelantará un —inesperado para la época— análisis económico que dará cuenta de los abusos de la oligarquía principesca de la mano de la corrupción de las leyes.
Los habitantes de la sociedad soñada por Moro vivían en casas sólidas, donde el agua era fresca y estaban rodeadas de fértiles jardines que les proporcionaban deleite. Nada material faltaba y el solaz estaba ahí tras seis horas de trabajo diario. Si una ciudad crecía demasiado, el exceso demográfico, por llamarlo así, era enviado a otra más pequeña. Es decir, había ciertas imposiciones en pro del bienestar comunitario. Por eso tenían muy pocas leyes y estas favorecían a todos. La garantía no era otra que el gobierno de la Justicia, “el pilar más sólido del Estado” para mantener la sociedad utópica; el núcleo moral férreo de las relaciones mutuas y familiares en armonía; la intensa vida comunitaria no exenta de la libertad, que es el corazón de la política. Buscando mantener su integridad, los utópicos eran esclavistas en la línea platónica, antibélicos y tenían la clemencia como máximo valor; quizá por eso practicaban la eutanasia. ¿Los aquejaba algún problema? Por cierto, la búsqueda de la felicidad.
Los habitantes de la sociedad soñada por Moro vivían en casas sólidas, donde el agua era fresca y estaban rodeadas de fértiles jardines que les proporcionaban deleite. Nada material faltaba y el solaz estaba ahí tras seis horas de trabajo diario. Si una ciudad crecía demasiado, el exceso demográfico, por llamarlo así, era enviado a otra más pequeña. Es decir, había ciertas imposiciones en pro del bienestar comunitario.
Este texto renacentista, recuperado constantemente por el pensamiento político, es también una pieza literaria. Su construcción exhibe elementos de cultura humanística como la epístola y el diálogo, cuya finalidad era guiar al hombre en el arte de pensar y adquirir “un profundo sentido de la vida”; en este caso, introducir al lector a una intimidad y atmósfera de revelaciones. De hecho, las primeras páginas del libro son una carta de Moro a su amigo y editor Pedro Egidio, donde detalla su propósito de escritura: la fidelidad al relato del sabio y navegante portugués Rafael Hythlodeo, conocedor de la isla Utopía. Le interesa transcribir la verdad de ese texto oral —hacerlo verosímil—, que siente lo ha eximido de varios procedimientos retóricos, como la invención y su búsqueda de argumentos e ideas, así como la disposición a distribuirlos con orden en lo que sería la composición. Sin embargo, Moro, a la caza de la autenticidad de la narración, prefiere seguir las palabras veraces y la “descuidada sencillez” de Hythlodeo, su indesmentible alter, abdicando incluso de una elocuencia.
En los 60, años de educación pública, de humanidades, de democracia liberal en crisis y de movimientos revolucionarios y marchas hacia el socialismo, la lectura de Utopía se hermanaba con los sentimientos de la época altamente utópicos. ¿Qué podría decirnos hoy bajo el dominio del neoliberalismo, la biopolítica, un proceso constituyente ad portas, y cuando está balbuceando fuerte el transhumanismo? Sin duda, más de algo.
Comencemos por definir este concepto de vanguardia que se suma al hoy clásico de literatura de izquierda, el modo de escribir contra el fascismo. Lo primero que te diría es que mis ritmos para el ensayo no son los de la novela. Escribo un ensayo cada 15 o 20 años. Literatura de izquierda apareció hace 17 años. Mientras tanto fui escribiendo varias novelas, en las que reflexiono estos temas, pero el ensayo me lleva más tiempo, es una vaca que tiene que rumiar. Me quedó una reflexión sobre la vanguardia que no estaba explícita y me parece que era una de las vías en que el libro necesitaba un desarrollo. Vanguardia es un término muy problemático, está datado históricamente como algo que ocurrió a comienzos del siglo XX. Tengo muchos resquemores a sacar de contexto los términos, por ejemplo decir que algo actual pueda ser de vanguardia. En Literatura de izquierda planteaba que hay una literatura de la época, convencional o mainstream, que piensa que al haber fracasado o muerto la vanguardia, qué mejor que entregarse al mercado, el único horizonte, ya casi sin culpa o sin miramientos. Empecé a pensar en los textos que me interesan y a darme cuenta que la vanguardia funcionaba como un fantasma o como un malentendido, desde la perspectiva de la teoría de los 60 o del psicoanálisis, que ve el malentendido como algo productivo. El fantasma nos habla cuando estamos distraídos, o lo convocamos y no aparece, o lo entendemos mal. Ese malentendido genera ese tipo de literatura del presente —en los últimos 50 años— que me interesa.
No opera la dicotomía de la vanguardia y lo social, por ejemplo. Una novela no se vuelve social porque hable de los pobres, o no es filosófica porque Heidegger sea un personaje, o política porque aparezcan Pinochet o Videla. Lo que vuelve política una novela es la pregunta por la frase, que ya tiene 200 años: es la pregunta de Flaubert, la pregunta por qué palabra se usa y cuál se descarta, y cómo esas palabras forman una frase. Esas decisiones son de política literaria, que tocan la discusión sobre la lengua en el presente.
Bajo el capitalismo las flexibilidades, placeres, utopías, esgrimidas por las revoluciones del siglo XX, se vuelven mercancías o pasan a formar parte del sistema. ¿Piensas que hoy existe esa resistencia crítica o todo es fagocitado? Podrían ser las dos cosas. Soy muy deudor del libro de Luc Boltanski, El nuevo espíritu del capitalismo, que retoma estas ideas. Habría una forma de entender la historia, bajo el modelo nietzscheano que también toma Barthes, por el cual la historia avanza como guerra entre doxas, entre hablas, en la cual el bando ganador borra las huellas de esa batalla y se convierte en habla ordinaria normalizada. Por ejemplo, cuando la familia pasó a ser monogámica, heterosexual, hubo una guerra contra la idea que viene de los griegos de otro tipo de vínculos, y cuando eso ocurre se naturaliza y pareciera que es lo normal, que naturalmente la familia es así. Boltanski dice que esa forma de entender el capitalismo ya no ocurre, que una doxa borre las huellas de la batalla, sino que ahora hay una inversión del sentido de las cosas que se dicen. El sentido de flexibilidad de la década de los 60 es casi opuesto al de hoy, pero se usa el término y se le invierte de sentido. Por otro lado, efectivamente hoy da la impresión de que hay una arremetida de extrema derecha. Es uno de los momentos en la historia en que la derecha conservadora da paso a otra transgresora —Trump, Vox en España, Bolsonaro en Brasil— que luego ingresa ese discurso a las derechas tradicionales, lo hacen propio. La pregunta es cómo cuestionar este capitalismo total. La derecha está en ascenso porque hace las preguntas correctas, pero sus respuestas son fascistas. Deberíamos pensar cómo encontrar la vía no fascista, entender la literatura como un contragolpe contra esos discursos hegemónicos que son binarios: del sano y el enfermo, de exclusión e inclusión en la política, de ganadores y perdedores en el deporte. Pensar una literatura que devuelva al lenguaje a cierta zona de vacilación y polisemia, bajo la utopía de no convertirse en objeto de intercambio. Que no pueda haber acumulación, que haya potlatch, exceso, anarquismo si se quiere, poner a la lengua al centro del espacio de reflexión.
Deberíamos pensar cómo encontrar la vía no fascista, entender la literatura como un contragolpe contra esos discursos hegemónicos que son binarios: del sano y el enfermo, de exclusión e inclusión en la política, de ganadores y perdedores en el deporte. Pensar una literatura que devuelva al lenguaje a cierta zona de vacilación y polisemia, bajo la utopía de no convertirse en objeto de intercambio. Que no pueda haber acumulación, que haya potlatch, exceso, anarquismo si se quiere, poner a la lengua al centro del espacio de reflexión.
Quizá el feminismo, y otros discursos críticos de hoy están en ese riesgo de esa abducción capitalista, de volverse, por ejemplo, decálogos de exigencias. Hay un movimiento feminista muy fuerte y muy importante, soy absolutamente lector y deudor suyo. Tengo miedo a veces de las cancelaciones, y de las discusiones domésticas con mi hija de 18 años, que está totalmente marcada por esas ideas, al discutir el discurso progresista. Antes de Literatura de izquierda mi objeto de discusión era al progresismo, la izquierda convertida en policía moral, en conservadora culturalmente, y hoy el feminismo, o uno de los feminismos (me gusta el plural como lo usan en España, acá usamos singular), es la forma de ser de izquierda. Entonces le exijo al feminismo, no sé con qué derecho un varón puede exigirle nada, pero sí intelectualmente, que no caiga en el error de mercado que le pasó a la izquierda populista en la década del 70 en América Latina. Uno puede decir que el capitalismo es muy malo, porque aliena a la gente, pero no con los libros, porque si vende mucho, acerca el libro al lector. No se detiene al neoliberalismo en la puerta de Random House. El feminismo me parece que a veces repite esa relación de estar muy instalado en el mercado. Bajo el riesgo de la policía moral, me siento como compañero de ruta problematizando cuánto un varón puede ser feminista. Es una pregunta que no hay que dejar de hacer, primero tengo que ponerme en ese lugar. Críticamente, más que el feminismo me interesa el tema de las sobras, los restos, los millones de personas que “están de más”, repensar la noción de basura, de reciclado, y pienso que me tomará otros 15 años escribirlo. Pero el feminismo sí me interesó rápidamente como editor.
Las editoriales independientes también lidian con los libros mercancía. Da risa cuando dices que hoy los hijos de ministros quieren ser editores independientes, cuando en los 80 eran estrellas de rock. Para mí pensar es pensar en contra, tengo esa propensión un poco aguafiestas. Sobre las editoriales multinacionales digo algunas cosas, nada que no esté en La edición sin editores de André Schiffrin, el libro clave para entender el fenómeno de las corporaciones, la concentración editorial, el despido de editores que son reemplazados por agentes de marketing o periodistas culturales. Al mismo tiempo, no dejo de darme cuenta de que buena parte de lo mejor que se publicó en Argentina, en Chile, México o España, fue de editoriales independientes; me parece que hay que correr el riesgo de sospechar. Recuerdo un editor independiente que me regaló su catálogo y me lo firmó, algo que hacen los autores. O un editor que dijo que su catálogo era su gran obra. Si el riesgo en las transnacionales es el editor gerente, en los independientes es este editor rey. Hay que moderar un poco esos entusiasmos. Tengo más claro que en lo que hemos fracasado las editoriales independientes es en la circulación, en el sentido que sin duda los catálogos que publicamos son más arriesgados, juegan en la frontera, inventan nuevas zonas de discurso, pero no hemos avanzado en los términos duros, que a mí me aburen poderosamente, en la distribución, circulación, precios, que hace que nuestros libros compitan. A la inversa, me resulta más sencillo discutir sobre la lengua cooptada por el capitalismo, que ya no es lo mismo que la circulación de libros, ahí la mirada de un lector es mucho más libre que la de un editor que está a medio camino entre el arte y la calculadora.
Hay una generación que ya creció con las editoriales independientes, e incluso hay librerías donde solo venden sus libros, no hay otros, entonces ese lector tiene una parte de ignorancia absoluta. Porque en esas librerías no van a estar Las ilusiones perdidas de Balzac o Henry James traducido por José Bianco. Tengo cierta sospecha de la extrema contemporaneidad de la edición independiente, de su densidad cultural, o por lo menos habría que tematizarlo.
Este interés en la edición, un trabajo difícil, solitario, poco valorado socialmente, me parece muy extraño. Tiene cierto glamour la edición, aunque comparto plenamente lo que dices. Aparece de manera total en Las ilusiones perdidas de Balzac. Si recuerdas, en la novela es el hijo de un imprentero de provincia que quiere fundar una editorial en París, tiene una mirada muy oscura. Esa mirada cambió hace 10 o 15 años. Hay una generación que ya creció con las editoriales independientes, e incluso hay librerías donde solo venden sus libros, no hay otros, entonces ese lector tiene una parte de ignorancia absoluta. Porque en esas librerías no van a estar Las ilusiones perdidas de Balzac o Henry James traducido por José Bianco. Tengo cierta sospecha de la extrema contemporaneidad de la edición independiente, de su densidad cultural, o por lo menos habría que tematizarlo.
En un momento dices que el cosmopolitismo sería un antídoto ante eso, pero que es algo acabado. El cosmopolitismo clásico, en el sentido de lo que decía Joaquín Edwards Bello sobre los argentinos, que no hay mucho más que agregar, esa mirada megalómana, Buenos Aires como la ciudad más al sur de Europa, un cosmopolitismo de clase alta. En Interzona traduje un libro extraordinario de Jules Supervielle, El hombre de la pampa, una novela surrealista de 1923, sobre un terrateniente en Uruguay que está tan aburrido de la llanura, vive en un castillo con faisanes, pleno cosmopolita que viaja por el mundo, y para matar el aburrimiento se manda a hacer un volcán para tapar el horizonte. Ahí viene lo surrealista: este falso volcán entra en erupción verdadera, entonces tiene que llevarlo a Europa para mostrarlo, lleva una réplica pequeña, y cuando llega a París el volcán se derrite, sale todo mal. A la inversa, también aparece el hijo bobo del cosmopolitismo, que es la globalización: lo mismo en todos lados, la misma calle céntrica de provincia en Francia, España, Italia, que tiene un McDonald’s, un Zara, un no sé qué, es todo lo mismo, y frente a eso aparece una reacción nacionalista antiglobalización, xenófoba y fascista. Entonces ante ese nudo, globalización homogénea y reacción fascista, se podría pensar el cosmopolitismo crítico, bajo el cual no somos ciudadanos del mundo, sino que nos sentimos mal en todos lados. Podemos exportar el malestar y tener esa apertura para las culturas. Es exactamente lo que me pasa: conozco bastante París, donde viví seis años, también Nueva York, donde vivieron mis abuelos, mis tíos y mi primo, y por supuesto Buenos Aires. Entonces voy a París, me subo al metro y escucho hablar con el acento o modismo de clase media, y empiezo a ponerme de mal humor. Voy a Nueva York y conozco la estupidez neoyorquina desde adentro, y en Buenos Aires ni hablar. El cosmopolitismo crítico es el de aquel que lleva el malestar a todos lados, no la fascinación. También hay un nuevo cosmopolitismo sur-sur, una idea de Gonzalo Aguilar, por ejemplo Buenos Aires-Seúl. El arte y la cultura ya circulan de otra manera, sin pasar por el norte.
La literatura, en buena parte, ya está globalizada, más que volverse cosmopolita. Hay una dimensión extractivista, así como exportamos soya y cobre, también exportamos mano de obra editorial. Es como en el boom. Se reproducen los cánones de producción, no veo más que eso.
La lengua hoy es una mercancía que se compra y se vende. Mandas un sms y sale 0,3 centavos, la lengua está cotizada. En un momento Wall Street hizo tasar la lengua española, como un commodity, hay una industria de producción. El derecho a la lengua, la categoría que insinúas, es de la tradición moderna, pero esa es una palabra tabú para las derechas: cuando gobiernan no aparece el derecho, aparece la noción de oportunidades. El derecho a la lengua, y a una legua emancipada, debiera ser la utopía del escritor y del intelectual.
También ves una relación problemática entre ciencias sociales y literatura. Hubo un momento en la década de los 60 en que grandes editoriales francesas casi dejaron de publicar literatura, les parecía un arte del pasado y bastante burgués, y publicaban ciencias sociales, que participaban del cambio revolucionario. Después, en los 80 y los 90, reaparece la literatura. Me preguntaba irónicamente si el estructuralismo y los diferentes ismos —que vienen precisamente de las vanguardias—, la teoría, no fue la novela del siglo XX. Cuando la literatura vuelve, por la crisis de la teoría, aparece un tipo de literatura del yo, bastante acrítica, como si el yo no hubiera tenido un siglo de discusión desde el psicoanálisis, o de cierto narrativismo de contar historias.
¿No pasará eso actualmente con la ciencia natural? Parece la respuesta a todo. Tengo grandes esfuerzos para leer la época, autores del presente. También me estoy poniendo viejo. Como decía Ennio Flaiano, un ensayista italiano de la década del 60, “solo tengo planes para el pasado”, en el sentido de que los autores contemporáneos no tienen el rigor ni la densidad intelectual, y veo mucha descripción, mucha cosa impresionista que trata de mostrar la época cada dos años. Piensas en Adorno y Horkheimer, que escribieron la Dialéctica de la ilustración en 1944, todavía no terminaba la guerra y entendían in situ lo que estaba ocurriendo, el nazismo, pero lo logran pensar como algo que surge en los albores de la Ilustración, tienen esa capacidad para tomar distancia del acontecimiento mientras lo están pensando. Eso no lo veo hoy. Veo sociología impresionista, y tengo problemas porque no quiero publicar solo a Flaubert, por supuesto. Publicamos a Nancy, a los que se están muriendo, y no logro ver a los que vienen después. En la crítica cultural encuentro inmediatez, cierta incapacidad para tomar distancia. Tengo grandes problemas para pensar el siglo XXI y lo contemporáneo. Agamben escribió un artículo extraordinario, Qué es lo contemporáneo, que toma dos textos, fragmentos de las Consideraciones intempestivas de Nietzsche y la respuesta rusa de Osip Mandelstam, y define que lo propio de lo contemporáneo es el anacronismo. Recuerdo una película de Spielberg, Atrápame si puedes, ambientada en la época del 50, y todo era tan de los 50, perfectamente, pero la vida real no es así. Sales a la calle y ves gente que se viste desastrosamente como yo, otra moderna, otra a la antigua. El presente incluye la dimensión anacrónica. Tengo muchas sospechas de este presentismo. Por supuesto que hay preguntas centrales, estamos en un momento de revolución, en un cambio de paradigma en la forma en que nos comunicamos, en una época terminal respecto a la crisis climática. Pero no lo encontré y no me gusta ser el viejo que dice que lo de antes era mejor, no lo soporto. Aun en la crítica hay una fascinación por lo tecnológico, se pregunta si es buena para unas cosas y mala para otras, lo que es trivial. Sectores críticos se fueron a la moda romántica de volver al bosque, otros dicen que gracias a los celulares se dio la Primavera Árabe. Pero uno puede pensar al revés: se dio por los celulares y por eso duró cinco años y no pasó nada.
Es interesante para Chile, donde estamos en un proceso constituyente, pensar lo contrario de la lengua mercantilizada: la lengua como derecho, capaz de establecer un nuevo orden. El combate pasa por ahí. La lengua hoy es una mercancía que se compra y se vende. Mandas un sms y sale 0,3 centavos, la lengua está cotizada. En un momento Wall Street hizo tasar la lengua española, como un commodity, hay una industria de producción. El derecho a la lengua, la categoría que insinúas, es de la tradición moderna, pero esa es una palabra tabú para las derechas: cuando gobiernan no aparece el derecho, aparece la noción de oportunidades. El derecho a la lengua, y a una legua emancipada, debiera ser la utopía del escritor y del intelectual.
Fantasma de la vanguardia, Damián Tabarovsky, Alquimia, 2021, 92 páginas, $9.000.
Cuando nos encontramos frente a cualquier objeto digital -una página web, redes sociales o las pantallas de nuestros dispositivos- generalmente no pensamos que estamos frente a una corriente de bits, o dígitos binarios, ceros y unos que al combinarse generan lo que se despliega ante nuestros ojos en las pantallas digitales. Las operaciones matemáticas que transmiten toda la información por las que navegamos hoy en día son traducidas por lenguajes de programación, los cuales son leídos por los dispositivos que operamos habitualmente. Y luego, en otra operación de traducción, estos lenguajes de programación generan los textos, escrituras, colores, imágenes a las cuales accedemos en nuestras pantallas. Distintos niveles de traducción -un desafío para esta área de estudio- en la que interactúan diversos lenguajes, humanos y no humanos.
Hagamos el ejercicio de entrar a cualquier página web y, con el botón izquierdo, hagamos click en “ver código fuente”. Nos aparecerán una serie de comandos y funciones que generan objetos digitales. La máquina ejecuta esos comandos para que estos sean traducidos a los lenguajes que nosotros – humanos- podemos leer y comprender: escrituras, imágenes, videos. Sin ese ejercicio de traducción, el lenguaje de programación se nos hace inteligible. Pero esto ocurre simplemente porque no sabemos leerlo, excepto aquellos que lo manejan y pueden comprender su lógica. Aquellos que comprenden estos lenguajes serían como los monjes de la edad media que tenían el monopolio de la escritura.
Esta interacción entre lenguajes de programación computacionales y lenguajes naturales-humanos, ha abierto la puerta a diversas formas de creación digital: hipertextos, hipermedias, literatura en redes sociales y literatura generativa, entre otras. En la literatura en redes sociales no necesitamos programar, es decir, interactuar directamente con el código, a diferencia de lo que ocurre en otros tipos de literaturas, como los hipertextos, hipermedias o literatura generativa, aunque para los dos primeros han aparecido aplicaciones “amigables” que muchas veces no requieren programar directamente. El problema de estas aplicaciones es justamente que oscurecen el código, y, por lo tanto, no sabemos qué ocurre tras lo que estamos generando en nuestra pantalla. En este sentido, defiendo la necesidad de conocer qué ocurre con este otro lenguaje, cómo funciona, y, desde la literatura, esto plantea la pregunta por la existencia de una poética del código, que exige un estudio crítico del mismo y de las posibilidades creativas y escriturales de las máquinas.
Esto es especialmente importante cuando nos enfrentamos a literatura generativa, donde se produce una especie de coautoría entre humano y máquina. Esto es lo que observamos en Dron de Christian Anwandter. En la propuesta poética de Dron observo dos elementos que me parecen cruciales para pensar el campo de las poéticas digitales. En primer lugar, en esta escritura a dos manos encontramos la pregunta por lo posthumano, es decir, la relación humano- máquina, y cómo podemos indagar en esta relación a través de la creación literaria. Junto con esto, podemos preguntarnos también por la poética del código y la escritura algorítmica, sus estéticas y, parafraseando a Gilbert Simondon, las condiciones de existencia de las máquinas. En efecto, en la introducción, acompañada de comandos de programación en la página opuesta, es el programa el que nos habla: “El programador adaptó el código para que yo pudiera reproducir el texto a partir de volúmenes. Al ejecutar el texto generé una dispersión del volumen”. Así, a partir del entrenamiento con diversos textos, el programa genera poemas con una estructura que se nos hace extraña y que no sigue las reglas de nuestro idioma. ¿Será esa su poética?, me pregunté. En un juego del lenguaje que podríamos llamar neoformalista, los poemas generados por el programa producen un efecto de extrañamiento del lenguaje poético humano y nos hace pensar sobre este. Pero, al mismo tiempo, desautomatiza el lenguaje algorítmico y lo hace extraño a sí mismo, al sacarlo de sus funciones de eficiencia y efectividad.
Dron nos invita a repensar lo que entendemos por literatura, por calidad literaria, por sentido poético. Y, obviamente, por poesía. Así es como, ante la pregunta por el sentido, en uno de los poemas que se encuentran al final del libro se nos advierte: ‘A veces hay que tener cuidado con el sentido’.
¿Pueden escribir las máquinas? Varias escrituras algorítmicas, incluso algunas generadas por inteligencia artificial, nos han demostrado que sí pueden. Pero se cuestiona su calidad, su incoherencia, su falta de sentido. ¿No será que justamente no nos estamos preguntando por las formas de existencia de las máquinas, siendo incapaces de pensar otras estéticas? Dron nos invita a repensar lo que entendemos por literatura, por calidad literaria, por sentido poético. Y, obviamente, por poesía. Así es como, ante la pregunta por el sentido, en uno de los poemas que se encuentran al final del libro se nos advierte: “A veces hay que tener cuidado con el sentido”.
En segundo lugar, en Dron está la pregunta por el lenguaje poético. En “Chauvet 59” encontramos los siguientes versos: “Tienes un vocabulario nuevo por primera vez. Una lengua en este adrecido de su argunidad. Tienes también una nueva gramática”. Cuando nos adentramos en los lenguajes de programación -yo estoy aprendiendo un lenguaje de programación en este momento- la experiencia es la de aprender a leer y escribir un nuevo idioma. Una nueva gramática como señala el verso citado. ¿Cuál es la poética de los lenguajes de programación? Alexander Galloway señala en su libro Protocol: “It is my position that the largest oversight in contemporary literary studies is the inability to place computer languages on par with natural languages”. En esta línea, en los últimos años ha crecido la interrogante respecto a considerar una estética del código y su función literaria en el caso de narrativas y poéticas digitales. En este caso, no se trata solo de analizar lo que el código genera, como es el caso de Dron, sino que también la estructura que está detrás de esa poética, en el lenguaje mismo de programación. Pienso que de esto se trata la estructura a la que refiere esa máquina que nos habla en la introducción del libro: “pensó en ellos como una infraestructura donde transitan poemas, drones y conciencias operadas a distancia”. Así, “este libro es esa infraestructura”: una poética posthumana, donde el lenguaje digital interviene el lenguaje humano, donde se generan nuevas formas poéticas, y donde es posible preguntarse por la poética de las máquinas.
Esta intervención del lenguaje de programación en los lenguajes humanos no es nueva, sino que como señala Mark Marino en su “Critical Code Studies”, los generadores computacionales de poesía han existido desde la creación de los primeros computadores. Sin embargo, refiriéndome a esta intervención, pienso en el último poema presentando en Dron, el “ejecutable 30”. En este se mencionan las partículas del universo que intervienen y a veces obstaculizan las comunicaciones. Los bits pueden ser intervenidos por estas partículas, por ejemplo, cambiando una secuencia de ceros y unos, alterando la información y su sentido. En estos poemas, el lenguaje de programación, como aquellas partículas del universo, interviene el lenguaje humano, alterando su gramática y lo que entendemos por poesía, y, en este acto, se desautomatiza a sí mismo deviniendo propuesta poética.
Finalmente, no puedo dejar de preguntarme por el código que generó estos poemas. Dronbot, como se lee al final del libro, “es un programa computacional (…) A partir de los documentos ejecutables, Dronbot extrapola frecuencias de una serie de puntos que puede recordar”. Así, entiendo que Dronbot es capaz de predecir a partir de la información que le es entregada. Llena los espacios en blanco, imagina una secuencia. Me gustaría ver ese código, aprender a leerlo, poder evaluar su elegancia, su belleza, su simpleza, su legibilidad, todos aspectos que se consideran cuando entendemos la programación como un arte. La programación en Dron deviene un objeto estético. Ni más ni menos que el arte y la poética de las máquinas digitales.
Dron, Christian Anwandter, Pez Espiral, 2021, 118 páginas, $10.000.
Antes de escribir una palabra, lo diagramé. Primero las páginas iniciales: las portadillas, los créditos, el índice. Luego ordené las dieciséis fotografías interiores, acompañándolas con textos simulados –todos con una extensión parecida– en una secuencia dictada por el azar, que mantendría hasta el final. Por último, diseñé la portada. Cuando ya estaba hecho todo lo que sabía hacer para que el libro pareciera un libro, lo miré. Durante días lo miré, imaginando cómo sería cuando ya estuviera hecho lo que no sabía hacer. También comenté con algunos cercanos que estaba escribiendo un libro. “¿Sobre qué?”, era la pregunta automática. Mi respuesta invariable: “Sobre unas fotografías”. Ambas maniobras –poner en orden lo que ya sé de la obra que está naciendo (un libro, en este caso) y nombrarla en voz alta– son complementarias y necesarias para que su existencia, todavía tenue, sea ineludible. Ese es –más o menos– el procedimiento que empleo cuando siento que debo comenzar algo. Tengo cierto oficio, adquirido con los años, que me permite, en una obra visual, dar a las imágenes y a materiales de diversa laya, con afinidades difíciles de comprender y de procedencias remotas, el tiempo que requieren para alinearse en la búsqueda de sentidos comunes. Cuando percibo el primer soplo de una idea que cruza a una altura inalcanzable sobre mi cabeza, despliego en el suelo todas las imágenes que consigo, para que ese embrión de idea aterrice, cuando pueda, en una que le otorgue un cuerpo visible. Esas imágenes dormidas las encuentro en cualquier parte, pero muchas de ellas salen de la caja de cartón que ilustra la portada, donde anidan en espera de su oportunidad.
La escritura es otra cosa para mí. No tengo una caja de cartón rebosante de frases a la expectativa de que yo escoja alguna para interpretar la idea inestable que planea cerca del techo ni tampoco el oficio para agenciármela de la nada. Por eso, cuando tengo que escribir, tomo lo que tengo a mano. Dispongo de algunos textos escritos por mí, la mayoría apenas comenzados y abandonados durante su gestación. En unos todavía se puede distinguir el aleteo de una idea moribunda; otros son esqueletos dispersos que con algo de ayuda pueden, a veces, ofrecer sus huesos a una idea nueva. Pero son pocos.
Escribí este libro en un estado de alerta permanente, a la pesca de frases que podían entrar por las orejas o por el correo electrónico. Acudí a textos ajenos sobre cualquier cosa, a libros de escritores que admiro y a otros cuyos autores no me gustan pero que recuerdo que tienen una particular forma de adjetivar. Los abría en cualquier página y leía en diagonal, hasta que alguna frase amiga parpadeaba delatando su presencia. También se me ocurrió una que otra frase propia en el proceso. Todas iban a parar, sin rango ni marcas de procedencia, en un archivo Word titulado “caja de cartón.docx”.
Para mí, la memoria y la historia son estructurales, pero la evocación no siempre concurre de manera ordenada ni cronológica ni puntual. El tiempo recordado es elástico: se comprime y se estira sin el impulso de la voluntad. Hay un desfase entre la extrema rapidez de las cosas fugadas y la velocidad pausada del cuerpo que busca hacerse y expandirse en un mundo que le falta. Ejemplo de ello es el período que cubre para mí la expresión “aquellos años”, que utilizo en algunos de los textos; se extiende entre 1975 y 1982, pero el espacio entre esas fechas no está regido por el calendario. En mi mente los acontecimientos de aquellos años se encaraman unos sobre otros, sin respetar el orden de la fila, y yo los dejo hacer. Me gusta habitar esa temporalidad incierta, sumiéndome en los flujos y reflujos de hechos desjerarquizados.
No siempre ha sido así. En la juventud, cuando todavía era permeable a frases como “ser alguien en la vida” o “vivir cada minuto como si fuera el último”, vivía apurado por alcanzar una meta incierta que se movía a la misma velocidad que yo. La muerte era una abstracción, y el trayecto hacia ella, interminable. Pero, a poco andar (o correr), sonó de pronto un campanazo anunciando que el tiempo que me quedaba por vivir era menos que el que ya había vivido; me pareció que lo atinado era detenerme, dejar de perseguir polillas y permitirle a mi biografía que me alcanzara. En la prisa por llegar adonde nunca había llegado, la había dejado atrás.
Durante muchos años sobrevolé mi vida a una altura en la que no se distinguen los detalles. Buena parte del recorrido transcurrió en la espalda de una gran nube gris, perforada de vez en cuando por trocitos de escenas aisladas que –aferradas a fotografías, dibujos y recortes– guardé, intuitivamente, en mi caja de cartón.
De ahí salieron las protagonistas de este libro. Sin pensarlo mucho separé las dieciséis imágenes que se ofrecieron primero, y, sabedor de que no es el contenido de una foto sino el continente –la fotografía misma– lo que vive, lo que en este caso podía contarme los detalles de mi vida que en el apuro había desechado o archivado para más adelante, aceché con paciencia cada foto, atento al momento en que comenzara a emanar sus sentidos latentes, y, aprovisionado con mi archivo de frases acreditadas, finalmente escribí.
Beuys
Ocurrió así. Mi hija tenía un gato que salió a la calle cuando ella estaba en el colegio, y murió atropellado. Luego de deshacerme del cuerpo de un modo poco cristiano, busqué un aviso de alguien que regalara gatos y reaparecí con uno de repuesto. Era gata. Flaca y tiesa de hombros, con pelo gris acero y ojos verdes. Tiene seis meses, me advirtió la regaladora de gatos. Durante el trayecto permaneció inmóvil en el asiento trasero del auto, con una mirada inquisitiva de desconcierto, pero chilló y se debatió con los ojos desorbitados mientras la llevaba hasta el dormitorio. Al depositarla con cuidado sobre el fieltro gris que le servía de trono a su predecesor, la gata rebotó como si la frazada la quemara y salió disparada a esconderse debajo de la cama. Sintió el olor de Pequeño Juan, dijo mi hija sabiamente cuando le explique la situación. Fue una mañana vertiginosa y sorprendente. Sin embargo, la singularidad del acontecimiento permitió que se lograra el objetivo primario: el reinado dejado vacante por P. J. quedó disponible sin mayores aflicciones. Hubo que seguir improvisando y adaptar el dormitorio para la inevitable performance, con la gata escondida detrás de sus ojos fosforescentes. Conseguimos un ejemplar de El Mercurio con el vecino y lo deshojamos en el suelo, debajo de la cama. Fijamos ciertos horarios para cambiar los utensilios indispensables para la ingesta y evacuación, todos purificados de residuos de Pequeño Juan, y establecimos una rutina de observación que nadie cumplió. La gata estuvo tres días agazapada bajo el catre. Mientras se hallaba ahí, donde no debía estar, espiando, la espiábamos. A cierta hora de la tarde surgía su cara, de rasgos delicados y ojos bajos, como si durmiera, suavemente per filada por la franja de luz que se colaba unos minutos al día por el hueco entre la pared y la cama. Siguiendo el plan, mi hija se esforzaba en habitar su pieza impostando normalidad. Cada vez que se arrodillaba para mirar debajo de la cama solo veía los ojos redondos y brillantes de la gata, que lo abarcaban todo sin enjuiciar y que, pacíficos y distantes, le devolvían la mirada con cautela aunque sin transmitir ninguna señal interpretable. Después la gata cerraba los ojos y simulaba dormir. Hola, le decía mi hija. Sin respuesta. Le sonreía con un amor sin debutar y estiraba el brazo acariciando un lomo imaginario mientras el verdadero se encogía en el rincón más distante de su improvisada guarida, donde la gata permanecía quieta en una misteriosa actitud de sopor. En la noche la trama se invertía. Una vez que se apagaban las luces y la actividad en la casa cedía, las dos actrices permanecían alertas, conscientes ambas de la vigilia de la otra, hasta que el sueño sometía a una, siempre a la misma. Al tercer día la gata se armó de valor y, tras mirar furtivamente a su alrededor, se atrevió a asomar la cabeza desde debajo de la cama. Decidió, supongo, que todo estaba en orden, es decir, que su mundo no se veía trastornado por la anexión de este nuevo territorio y que todo en él era comprensible. Siguió un período corto en que logramos una feliz convivencia. Luego también murió y la enterramos en el jardín.
Al poco tiempo recibí una invitación desde Canadá para participar en un evento que conmemoraba una fecha significativa en la posvida de Joseph Beuys. Venía acompañada de un paquete que contenía los materiales y las instrucciones para armar una caja de madera. Reconozco en Beuys a un artista con el calibre de los grandes, aunque siempre lo he mirado de lejos. Solo por fotos. Dice la leyenda que sufrió graves quemaduras durante la Segunda Guerra Mundial, cuando su avión cayó en una estepa desolada de Europa central, y que fue rescatado por pastores que lo sanaron embadurnándolo en grasa y envolviéndolo con fieltro. La memoria del acontecimiento sería su Big Bang: si me preguntan qué es lo que realmente sé, qué es lo que realmente he experimentado en la vida, eso es, dijo en alguna parte. Hablaba mucho, al contrario de Duchamp, al que acusaba de flojo por negarse a explicar lo revolucionario de su obra. Entiendo a Duchamp. La obra de Beuys está sobreexplicada, no sé si por él, aunque probablemente sí, pero sin duda por otros sujetos muy preparados que no tienen que esforzarse mucho para encontrar en ella simbolismos magníficos. Desconfío de ellos. Solo he visto fotos de la obra de Beuys: no he recibido la descarga catártica ni el rito de iniciación que debería experimentar si estuviera en cuerpo presente frente a la silla cubierta de grasa, por ejemplo. En la voz de sus exégetas –y del propio Beuys, me temo–, la obra parece la ilustración de un proyecto formativo. En cambio, al mirar simplemente sus obras –las fotos de ellas, en mi caso– prescindiendo del manual de uso, es posible percibirlas en su radical autonomía, dispersas, insurrectas y resistentes, sin proclamar ninguna teoría ni adscribirse a tendencia alguna que le reste peso de realidad a su voluntad expresiva. De eso se defendía Duchamp. La presencia de la obra no es la presencia de su propósito, y ni siquiera de aquello que contiene de visible. No se revela en su plenitud; se mantiene en un ángulo agudo respecto de la manía descifradora; la curiosidad no puede leerla hasta el final y consumirla. Beuys, sin embargo, a pesar de su compulsión evangelizadora, decía cosas bonitas para explicar su obra, mezcladas con frases bronceadamente inútiles, como “todo conocimiento humano procede del arte” o “cada hombre, un artista”. Decía tener la esperanza de que cada ser humano pueda contemplar sus pensamientos como un artista su obra, esto es, que mire su pensamiento con la distancia suficiente como para cambiarlo todo si se convence de ello.
Hay otra diferencia con Duchamp que me acerca a Beuys: Duchamp escogió los objetos que configuran los ready-mades por su insignificancia; Beuys usó objetos y materiales por ser parte de su vida, los convocaba tras convivir con ellos y después de haber intercambiado cicatrices.
Respondí a la invitación llenando la caja con distintos objetos que no viene al caso describir, entre los cuales había una fotografía de la gata. En el reverso escribí con un lápiz grafito y letras mayúsculas ELLA ESTÁ MUERTA, y la despaché por correo.
Unas fotografías, Carlos Altamirano, Ediciones UDP, 2021, 132 páginas, $14.000.
Desde que emigró a Gran Bretaña en 1968, Abdulrazak Gurnah ha llegado a ser conocido como un importante escritor de ficción, lo mismo que como un crítico y reseñista de literatura africana. Nacido en Zanzíbar en 1948, el arribo inglés de Gurnah coincidió con el apogeo de Sergeant Pepper y fue solo unos meses antes de que Enoch Powell diera su ahora famosamente xenófobo discurso de los “ríos de sangre”. Desde la publicación de su primera novela en 1987, Gurnah exploró el tema del desplazamiento del migrante, preguntando qué sucede “a las personas que son en todos los aspectos parte de un lugar, pero que no se sienten parte de un lugar, ni son considerados parte de un lugar”. En sus primeras novelas —Memory of Departure (1987), Pilgrim’s Way (1988) y Dottie (1990)—, el foco se centró principalmente sobre cuestiones en torno a la condición de no-hogar de ese lugar, así como a los cambios políticos y sociales que han provocado enormes desplazamientos demográficos en el mundo a fines del siglo XX.
Su cuarta novela, Paradise (en castellano: Paraíso, El Aleph), fue finalista del Premio Booker en 1994 y se ambienta en África Oriental en la década previa al estallido de la Primera Guerra Mundial. Presenta al lector una serie de historias enfrentadas y concurrentes que no solo indagan las versiones europeas estándar de la historia, sino que también vuelven más complicados los nacionalismos estratégicos de algunas obras de ficción de escritores africanos.
Mientras que las primeras novelas de Gurnah se refieren más explícitamente a las realidades físicas del desplazamiento y la negociación de cuestiones de raza e identidad en Gran Bretaña, sus novelas posteriores —Admiring Silence (1996; en castellano: Precario silencio, El Aleph) y By the Sea (2001; en castellano: En la orilla, Poliedro)— se fijan más en figuras que llevan sus mundos “dentro”, en un paisaje interior construido a partir de relatos, recuerdos y la falta de fiabilidad de los recuerdos imaginados.
En su novela En la orilla yuxtapone la historia de un solicitante de asilo con la de un intelectual migrante. Al exponer las discontinuidades entre dos narrativas muy diferentes del desplazamiento moderno, posiciones que tan a menudo se combinan en fáciles celebraciones del migrante como el Hombre Cualquiera del siglo XX, Gurnah parece estar entrando en un área explorada más extensamente en películas como Dirty Pretty Things (2002; Negocios entrañables), de Stephen Frears, mientras perturba el aparentemente impecable voyerismo de esa controvertida forma, lo “exótico poscolonial”.
En los últimos 20 años ha publicado seis novelas que tratan cuestiones de historia, migración y supervivencia. Estos son libros que cruzan entre muchos mundos culturales y frecuentemente cambian de lugar, ya sea que estén ambientados en Gran Bretaña, África Oriental o ambos. Saliste de Zanzíbar en 1968, pero parece que todavía estás basándote en las historias y voces de ese pasado, reconstruyendo memorias dentro de las realidades del presente. ¿Podrías empezar diciendo algo sobre tu obvia fascinación por contar relatos y la recreación de voces desde la historia? No empezó así. Supongo que empezó a partir de una sensación de estar suelto o a la deriva. Aunque en el proceso de querer escribir sobre eso, vuelves a las cosas que recuerdas. Es la memoria que llega a ser la fuente y también tu asunto o debería decir, cosas que recuerdas. No siempre recuerdas con precisión y comienzas a rememorar cosas que ni siquiera sabías que recordabas. A veces tales vacíos se llenan de manera tan convincente que se convierten en algo “real” como lo opuesto a algo construido. De esa manera las historias cobran vida por cuenta suya; desarrollan su propia lógica y coherencia. Al principio puede parecer que esto es un poco una mentira. En realidad, lo que estás haciendo es reconstruirte a ti mismo a la luz de las cosas que recuerdas.
De hecho, tu primera novela, Memory of Departure, sugiere justamente esto. Quiero volver al comienzo de tu carrera como escritor, a ese viaje que hiciste de un mundo a otro, y preguntarte si tales recuerdos de una salida y tu experiencia de llegada a Gran Bretaña —un lugar que en otra parte has llamado “una tierra extraña”— impulsó la escritura de esa primera novela. ¿Ya estabas escribiendo antes de salir de “casa” o fue la experiencia de Gran Bretaña en los 60 lo que te empujó a escribir ficción? Definitivamente fue la experiencia de Inglaterra lo que lo hizo, lo que no quiere decir que no estuviera escribiendo antes, pero eso no era escritura. En otras palabras, yo no pensaba en eso como una escritura. Era solo una cosa que hacía. No pensé inmediatamente que yo iba a escribir. Era solamente la realidad de estar en Inglaterra y descubrir que había empezado a escribir. Considero mucho Memory of Departure como la novela donde aprendí la importante diferencia entre escribir cosas al pasar y la escritura, el proceso de construir ideas en la ficción.
Eso es interesante, porque en ese libro, para mí, resuena gran parte de tu obra posterior: el germen de cosas que surgen más tarde, incluso en un libro como Paraíso, tu cuarta novela.¿Ves algún vínculo entre estas obras? Paraíso claramente trata una época diferente —ambientada en África oriental entre 1890 y 1914, mientras que Memory of Departure es mucho más tarde, en la década de 1960—, pero parece haber correspondencias es mucho más tarde en la década de 1960, pero parece que hay correspondencias de estados de ánimo. ¿Hubo algo que se transfiriera entre estos dos libros? Los escritores siempre tienen un pedazo de terreno bastante pequeño en el que realizan su trabajo. Solo lo cubren una y otra vez desde posiciones ligeramente diferentes. Ellos no hacen esto por opción. Es simplemente que las cosas que nos comprometen, que nos preocupan, se repiten. Incluso si crees que puedes suprimirlas, estas preocupaciones resurgen. Ellas representan las maneras en que el escritor piensa y, a veces, incluso le dan forma a uno. Entonces, siempre está allí este asunto inconcluso pasando de un libro a otro.
Creo que Jean Rhys dijo, hablando de sus novelas, que “cuatro habitaciones y un ático son como la vida misma”. No estoy diciendo que su experiencia de desplazamiento como mujer criolla blanca de Dominica a la deriva en Londres y París en las décadas de 1930 y 1940 sea, en cualquier aspecto, la misma que la tuya, pero, ¿hay un sentido en el que todos los escritores crean habitaciones específicas o un espacio imaginativo dentro de sus ficciones sobre las que permanecen interesados? Sí, seguro. Específicamente, en este caso, las cosas que me interesaban en Memory of Departure eran cuestiones de adultos, si sabes a lo que me refiero. No estaba escribiendo solamente a partir de la experiencia personal. Estaba pensando sobre el lugar, la sociedad, la experiencia de vivir allí. No es sorprendente que esas ideas continúen, mientras que si estás escribiendo principalmente a partir de la experiencia autobiográfica, es posible que el material se convierta en algo que deseas dejar atrás en lugar de algo con lo que quieras continuar.
Los escritores siempre tienen un pedazo de terreno bastante pequeño en el que realizan su trabajo. Solo lo cubren una y otra vez desde posiciones ligeramente diferentes. Ellos no hacen esto por opción. Es simplemente que las cosas que nos comprometen, que nos preocupan, se repiten. Incluso si crees que puedes suprimirlas, estas preocupaciones resurgen. Ellas representan las maneras en que el escritor piensa y, a veces, incluso le dan forma a uno. Entonces, siempre está allí este asunto inconcluso pasando de un libro a otro.
Tu tiempo en Gran Bretaña ha abarcado un período significativo de la historia cultural y política del país, ya que el final de la década de los 60 coincidió con el período de Enoch Powell y su famosamente xenófobo discurso de los “ríos de sangre”. Ahora la atención se centra en los temas del asilo y de los refugiados, un tema que se trata en En la orilla. Habiendo sido parte de esta historia y habiendo escrito sobre algunas de estas cosas desde la perspectiva del “forastero” en Pilgrim’s Way y Dottie, ¿dirías que las cosas han cambiado? ¿O los políticos de hoy siguen hablando de las mismas cuestiones —raza, inmigración o un patriotismo fuera de lugar— pero apoyadas en palabras diferentes, disfrazadas con etiquetas distintas? Las cosas han cambiado, pero eso no significa necesariamente que las cosas hayan mejorado, con lo cual no quiero decir que cualquier “grosería” que solía tener lugar en la calle todavía tenga lugar de la misma manera en la actualidad. Pero todo el mundo ha cambiado. Algunas cosas se han vuelto más claras, algunas cosas se han vuelto más difíciles también. En lo que respecta a las personas no europeas, el público se ha vuelto más “civilizado”: sea lo que sea que piensen, han aprendido a no simplemente largarlo y ser explícitamente abusivos. Hay ahora una sensación real de poder vivir en una sociedad donde la gente tiene derechos, un derecho a la cortesía y también derechos legales. Entonces, a ese respecto, las cosas han cambiado. Pero en el sentido de lo que es el mundo hoy, no estoy tan seguro. De lo contrario, cosas como los actuales imperialismos que tienen lugar en el Medio Oriente serían más difíciles de hacer.
¿Y siguen apareciendo los mismos estereotipos? Sí, me parece que el imperio ciertamente no ha finalizado. Sigue siendo una visión tranquilizadora y reconfortante del mundo. Todavía me sorprende que la forma en que la gente piensa y habla de Gran Bretaña esté de alguna manera separada de la forma en que se ocupa del resto del mundo.
Algunas de tus primeras novelas que se ambientaban principalmente en Gran Bretaña abordaban cuestiones de raza e inmigración e intentaban romper los estereotipos reduccionistas, tal como Sam Selvon lo estaba haciendo en la década de los 50 con su clásica novela The Lonely Londoners (1956; en castellano, Solos en Londres, Automática). En Dottie te centras en los elementos positivos de la mezcla de razas y en Pilgrim’s Way, el personaje central, Daud, es un “extranjero” intentando negociar modos de supervivencia en una tierra extraña. En realidad, no has abordado ese tipo de temas de la misma manera en tus obras posteriores Precario silencio o En la orilla. ¿Sientes que has dicho suficiente sobre ese tipo de experiencia o era algo que te preocupaba en ese momento? Es una comparación halagadora… Sam Selvon. No es que haya terminado con eso. En todos los libros que he escrito, siempre me ha interesado el tema de las personas que negocian sus “identidades”. Supongo que en un momento pensé que esto se intensificó para las personas desplazadas de su lugar de origen. Siempre me ha interesado explorar la idea de que la gente se rehace a sí misma, se remodela a sí misma. En los primeros libros esto parecía ser lo que más me interesaba. Que la gente venga de tan lejos, a un lugar como Europa, y tenga que cambiar o transformarse. No tienen elección; no puedes continuar como tú eres. Y luego, varios años después, me fui de viaje… No había vuelto durante mucho tiempo, debido a todas las restricciones y problemas políticos y otras cosas. Creo que estaba tan lejos de regresar después de tanto tiempo que mi atención cambió. No lo hizo de inmediato. La primera vez que regresé a “casa” fue en 1984 y no había publicado nada en absoluto. De manera que no fue que inmediatamente después de mi regreso pensé, “Oh, Dios mío, yo debo pensar de nuevo”, sino hacia la época en que escribí Paraíso —algo así como seis años después, más o menos— regresé y viajé por allí por más tiempo. Cuando regresé de ese viaje, escribí Paraíso. Supongo que desde ese momento en adelante me ha interesado la condición del migrante de una manera diferente. Mientras que antes Inglaterra era el primer plano —al menos, en Pilgrim’s Way y Dottie—, en las obras siguientes el primer plano está alterado. Se convierte en un paisaje interior donde no importa tanto dónde te encuentres, ya que las negociaciones continúan por dentro. El mundo exterior no es irrelevante, pero no es tan central. Entonces es esa sensación de la gente que lleva sus mundos dentro de ella la que comenzó a interesarme. No es que pensara: “Muy bien, ese tema anterior está terminado”, pero el lente se movió, aunque, como sabes, tanto en Precario silencio como en En la orilla todavía hay personajes que se mueven constantemente de ida y vuelta en términos de las maneras en que sus historias viajan.
Uno de los personajes de Precario silencio habla de Inglaterra como un “amor decepcionado”. Esa frase siempre me ha impresionado como enormemente evocadora de la condición migratoria. Sí, y es una idea que se mantiene recurrentemente, al menos en los libros posteriores. Sigo pensando que el sentimiento que está a la base de esta sensación de dislocación es la decepción.. El amor decepcionado lo describe porque no es simplemente una cuestión de desilusión con Inglaterra. También es una decepción consigo mismo, decepción por cómo la persona desplazada ha sido capaz de hacer frente a la experiencia. Es una cuestión de deseos decepcionados tanto como una sensación de realidades decepcionadas.
Antes insinuaste que las historias de migración o desplazamiento son algunas de las historias principales de nuestro tiempo. Quiero preguntarte si piensas que esta historia en particular, que ha sido una preocupación para muchos otros a finales del siglo XX y principios del XXI, ¿es realmente más el “relato de nuestro tiempo” ahora que en cualquier otro? momento? ¿No crees que las narrativas y los relatos siempre han viajado, siempre han cruzado mundos aunque haya gente que no reconozca la potencialidad de tales cruces? La suma del movimiento en el mundo en el último siglo ha cambiado completamente de peso y dirección. Y si miras hacia el siglo que precedió a eso, la suma total es que millones de personas han abandonado Europa para ir a alguna otra parte. Ellos se van para entender otros mundos y traer de vuelta noticias del mundo. Por supuesto que ellos hacen esto a través del imperio y el imperialismo. Lo que piensan las culturas y las personas coloniales sobre esos relatos de ellos no es importante porque el foco, el énfasis, ha estado en Europa, en Occidente. De manera que lo que Occidente conoce constituye conocimiento, no importa lo que esos “otros” crean que saben. Sin embargo, cuando digo “el relato de nuestro tiempo”, me estoy refiriendo a una inversión de este movimiento. Hay un movimiento mucho más visible ahora, desde “allá afuera” hacia Europa. Esto ha traído la necesidad de escuchar las historias de estas gentes. Mientras que antes se contaban historias sobre ellas, ahora sus propias historias tienen que ser escuchadas. Ellos están aquí; ellos son tus vecinos, ellos están consumiendo drogas en tus calles o están trabajando en tus hospitales. Entonces, “el relato de nuestro tiempo” ya no puede ser sellado en un tipo controlable de narrativa. La narrativa se ha escapado de las manos de quienes tenían el control de ella antes. Estas nuevas historias inquietan las comprensiones previas.
Muchos otros escritores de hoy están tratando de escribir a través de estos mundos “controlados”, como los has llamado, que siempre han sido dominados por sistemas de juicio bastante miopes o estrechos. En el pasado los libros a menudo se produjeron y escribieron en un solo lugar, mientras que ahora parecen derivar de muchos lugares, de muchas influencias y culturas diferentes, aunque esa pluralidad estaba allí, si bien no reconocida, también en siglos anteriores. Seguro. Es un proceso que continúa. Una de las cosas más notables de esto, sin embargo, es que constantemente nos damos cuenta de lo poco que sabemos y de cuánto más hay que saber. También nos hace darnos cuenta de lo accesibles que son los otros conocimientos. Mientras que sin ese tipo de alzamiento de voces que vienen desde otras direcciones, las cosas a menudo parecen inalcanzables, imposibles de comprender, o al menos de comprender de cualquier manera sutil o compleja. Luego lees cosas de otros que te dan acceso, incluso si la comprensión de uno es leve, a diferentes formas de pensar y comprender. En ese sentido, el mundo realmente se convierte en un lugar más pequeño, donde podemos hacer conexiones, y que es cada vez más comprensible.
Además de ser un exitoso escritor de ficción, eres muy conocido como crítico literario, particularmente como comentarista de la escritura proveniente de África. En algunos de tus ensayos críticos sobre figuras como Chinua Achebe o Ngugi, has hablado de una fase previa en la literatura “africana” que precedió a tu trabajo, una fase que se centró en cuestiones de nacionalismo y descolonización y que estaba preocupada de la representación de un mundo precolonial inmaculado. Estoy sobresimplificando problemas altamente complejos aquí, pero ¿por qué has criticado ese tipo de posición? Realmente no pretendí ser crítico al asumir una posición que dice que había algo tosco al representar a la sociedad precolonial como una que tenía únicamente problemas muy menores y que en su mayor parte funcionaba bien. Tú puedes entender por qué tuvo lugar esa representación —justo antes o justo después de la independencia— frente a un ataque colonial que duró siglos; en las secuelas de ese ataque de burla, de desprecio. La independencia, sin embargo, también fue crucial para esto. Existía un deseo por un ethos progresista que dice: “Así es como nos unimos”, “Así es como llegaremos juntos a respetarnos a nosotros mismos”. Y después vienen estas ficciones muy poderosas, aunque toscas, me parece. Toscas, porque simplifican la verdadera complejidad y las dificultades de las negociaciones que debían tener lugar para lo que fueron, en muchos casos, asociaciones inestables para vivir uno al lado del otro. Y no podrías tener nada más complicado que la costa de África Oriental donde crecí. Entonces pensé: “Esto simplemente no es cierto”. Por otro lado, la idea de una homogeneidad precolonial resulta muy útil políticamente —para los nuevos nacionalistas o para los nuevos gobiernos africanos que dicen “todo el que no es como yo o como nosotros es un extraño, es marginal para el ciudadano auténtico y verdaderamente político”. Muchas sociedades africanas han utilizado esto como una forma de expulsar y martirizar, en Uganda, por ejemplo, con Idi Amin, y en Zanzíbar. Entonces, la idea de quién pertenece se convierte en una cuestión esencialista. Uno se convierte en cierto tipo de “africano”, de manera que cuando formulas la pregunta “¿Qué es un africano?”, un africano se convierte en alguien “que luce como yo”. No es alguien que tenga algún tipo de derechos ciudadanos vinculados al lugar. De manera que estas dos cosas me hicieron sentir incómodo con algunas de estas ficciones.
Es tan fácil que la escritura se convierta en una especie de hacha, una herramienta que puede ser blandida más bien brutalmente a veces para silenciar a este o para hacer que hable ese. Siempre que la gente me pide que hable sobre este asunto, digo que solo me represento a mí mismo. No hablo por nadie más. Pero es muy fácil que la escritura se haga para hablar por otras personas y esto es especialmente cierto si las personas sienten que tienen un agravio, que hay algo que abordar y que hay una manera en que se debería abordar. Creo que la escritura realiza la función opuesta. En realidad, debería decir que no hay una forma sencilla de lidiar con esto. Debería ser sobre lo que no se puede decir fácilmente.
¿Debido a la manera en que siguieron estableciendo divisiones toscas entre las personas? Sí. Haciendo parecer que un ciudadano podría ser descrito en términos de su apariencia o en términos de su ascendencia reivindicada o, en algunos casos, impuesta. Incluso si no reivindicabas esta ascendencia, se te daba, fuera que lo quisieras o no. Sentí que era necesario en libros como Paraíso quizá volver más compleja esta visión. Pensé que era necesario intentar y escribir y ver cómo podría haber funcionado si se retratara una sociedad que en realidad estaba fragmentada. Fragmentada no significa que no funcionara. Simplemente significa que funcionaba de una manera diferente. Yo quería escribir sobre un mundo que siempre ha estado fragmentado, pero que todavía se las arregla para tener algo que se acerque a la vida cívica y social.
En Paraíso retratas las formas en que los grupos raciales mixtos que viven dentro de esa sociedad crean sus propios estereotipos raciales de los otros. Uno ve que te estabas abriendo tanto desde dentro, como si quitaras las oposiciones reductivas que ocurren entre blancos, negros, colonizadores, colonizados, musulmanes, cristianos y toda esa clase de rígidas y a menudo reduccionistas formas de distinguir a las personas. Sí. Al decir esto, no estoy tratando de sugerir que lo que estaba allí antes era admirable. Simplemente eso funcionó. De hecho, en Paraíso intenté sugerir que un acto de equilibrio tan complicado entre diferentes sociedades —la misma razón por la que las regiones costeras fueron tan vulnerables cuando llega el imperialismo europeo— es porque la sociedad ya estaba en plena tensión. Todo tipo de crueldades existía dentro de ella, las que no pueden explicarse ni siquiera a sí mismas. Crueldades contra las mujeres, crueldades contra los niños, crueldades contra aquellas personas que se veían como débiles, tal como todas las sociedades lo hacen. Esto no es ser demasiado duro con cualquier grupo. No quería simplemente decir: “Mira, eso funcionaba antes del encuentro colonial europeo”, sino, en su lugar, “mira cuán duro tuvo que ser intentar que funcionase y observa el tipo de cosas que se tenían que hacer para que funcionara”.
¿Así que básicamente querías despejar los legados contradictorios de todo el contexto histórico de la costa de África Oriental? Correcto. Si no muestras la complejidad de lo que precede, entonces no vas a estar nunca en condiciones de comprender la complejidad del hoy.
Como escritor y crítico, obviamente has leído y has sido influenciado por varios escritores. ¿Hubo alguien que te haya influenciado, especialmente en un momento formativo? Derek Walcott parece ser uno. El ensayo que escribiste recientemente para la revista Moving Worlds, “An Idea of the Past”, se basa en un sentido de la historia similar al de Walcott, la idea de una literatura verdaderamente revolucionaria que no es la literatura de “la recriminación o la desesperación”. ¿Quisieras decir algo sobre el papel de la literatura como política o la función de la literatura en un contexto “poscolonial”? Es tan fácil que la escritura se convierta en una especie de hacha, una herramienta que puede ser blandida más bien brutalmente a veces para silenciar a este o para hacer que hable ese. Siempre que la gente me pide que hable sobre este asunto, digo que solo me represento a mí mismo. No hablo por nadie más. Pero es muy fácil que la escritura se haga para hablar por otras personas y esto es especialmente cierto si las personas sienten que tienen un agravio, que hay algo que abordar y que hay una manera en que se debería abordar. Creo que la escritura realiza la función opuesta. En realidad, debería decir que no hay una forma sencilla de lidiar con esto. Debería ser sobre lo que no se puede decir fácilmente. Walcott es un escritor muy desafiante porque nos muestra esto. Más importante aún, él deja claro que no se puede reducir la humanidad de las personas simplemente poniéndolos de un lado o de otro, blanco o negro o en algún lugar entremedio. Me gusta mucho la sensación de él de ser un “escritor mundial”, un escritor que se ve a sí mismo como perteneciente a un mundo más amplio. Él no está solo; sigue una gran tradición; estas cosas no son nuevas. En el pasado siempre hubo una especie de jerarquía, lo que se quería decir con “mundo” era “Europa”. Ahora sabemos que este no es el caso. El “mundo” del que Walcott está hablando, o el “mundo” en el que yo estoy pensando, o incluso personas como Salman Rushdie o Caryl Phillips y otros, no es ese “mundo”. El mundo de la “tradición” de T. S. Eliot como Eliot lo entendía en esa época —y él era de su época, para ser justos con él— era un mundo de tradición europea. Ahora tenemos escritores que vienen de un mundo más amplio. Yo soy parte de eso.
Bueno, como dijo una vez el escritor indio Mulk Raj Anand, y Salman Rushdie retoma una idea similar en su colección Harún y el mar de las historias (1990), las grandes historias del mundo siempre han sido extraídas de un gran depósito, “un océano de historias”. Estas historias siempre han circulado y movido a través de diferentes mundos, creando vínculos y correspondencias. Absolutamente.
Una última pregunta que tiene que ver con la recepción de tu obra. Fuiste finalista del Premio Booker en 1994 con Paraíso. Existe una división bastante interesante entre los críticos que han considerado la novela como una forma de lo “exótico poscolonial” y aquellos que la han leído con más atención. Si uno mira reseñas de tu obra antes del Booker, muchas de tus novelas consiguieron espacio en ciertas clases de otras categorías predecibles. Me preguntaba: ¿crees que la cultura de ganar premios en el mundo literario actual ha tenido un impacto significativo en los hábitos de lectura o es simplemente que la gente está leyendo más abiertamente? Creo que los premios hacen la diferencia. La primera diferencia es que tu libro se reseña más. Se reseña de manera más amplia, pero también se reseña de manera diferente. No se reseña como escritura de un género de algún tipo. Entonces encuentras nuevos lectores y eso es lo que cuenta. No digo que eso sea “tocar el punto exacto”. En serio, eso cuenta porque una vez que encuentras nuevos lectores, la obra es leída por diferentes reseñistas; y se habla de ella de manera diferente.
Y eso, si puedo decirlo, es la razón de que revistas como Wasafiri sean tan importantes: que muchos escritores no sean vistos o reseñados seriamente hasta que logran ese quiebre y sean tomados en serio en ese mundo literario más amplio. Quizá algunos de estos escritores no sean muy buenos y así son las cosas. Ese siempre ha sido el caso. Lo que dices es totalmente cierto. Todavía hay muchos escritores que no reciben la atención que se merecen. Para ser honesto, creo que todo escritor probablemente sienta esto en algún momento y hasta cierto punto. La respuesta es solo aguantar. No puedes escribir y preocuparte por estas cosas.
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Entrevista realizada por Susheila Nasta en la revista Wasafari, luego recogida en el libro editado por la propia Nasta, Writing Across Worlds (2004). Se traduce con autorización de su autora. Traducción: Patricio Tapia.
El Canal de Suez separa África de Asia y conecta el Mar Rojo con el Mar Mediterráneo. Cada día más de 50 embarcaciones de distintos tamaños y procedencias cruzan en ambas direcciones, mientras el resto espera su turno cerca de la entrada, escuchando por radio las instrucciones de las autoridades en Port Said. A fines de marzo, los fuertes vientos y una tormenta de arena hicieron encallar un enorme carguero a mitad de camino. Como la muralla China, la magnitud del atasco se debía a un barco que se podía ver desde el espacio.
Causa natural o error humano, las colosales proporciones del mega carguero dan cuenta del progreso que ha tenido en este último siglo la “nueva náutica”, del que Joseph Conrad alertaba en Reflexiones sobre elhundimiento del Titanic. “Por mi parte, me resultaría mucho más sencillo creer que existe un buque insumergible de tres mil toneladas que uno de 40 mil toneladas”, razonaba.
Las 400 mil toneladas del Ever Given, arrastradas y encajadas a la fuerza con un velamen de 20 mil containers de superficie, cancelaron el tránsito marítimo, obligando a buscar rutas más largas o a encarar anclados una espera incierta.
Más allá de un cálculo económico, el Mar Rojo es una zona peligrosa. A la entrada del golfo de Adén, frente a Somalia, Yemen y Yibuti, es frecuente la piratería. A lo largo de sus 1.200 millas de costa en conflicto, las orillas son bajas y el agua es poco profunda, por lo que el tráfico se concentra en el medio del canal, intensificándose al acercarse a Egipto. El viento y la arena son frecuentes, lo que resta visibilidad y dificulta la navegación. Siendo esencial para el tránsito del petróleo en Medio Oriente, en ese entonces —verano de 2002— la zona era merodeada por barcos de guerra estadounidenses tras el ataque a las Torres Gemelas. Cuando estudiábamos las cartas de navegación, era el punto crítico de la travesía que emprenderíamos a bordo del Húsar III.
Teníamos que llegar a Bodrum, la antigua Halicarnaso. No era un buque mercante ni un crucero. Se trataba de un velero, un schooner de dos palos y 60 pies que debía ser llevado a Turquía desde Tailandia en dos meses. Eran cinco mil millas náuticas y seis tripulantes: el capitán, el contramaestre, el ingeniero y tres que hacíamos lo que nos decían.
Comenzamos baldeando la cubierta y destrabando el motor del ancla. El winche eléctrico no funcionaba, por lo que en todo el viaje hubo que lanzarla y subirla a pulso. Teníamos 20 años y buscábamos algo diferente. Ir a otro lugar, enfrentar una situación auténtica.
A las pocas horas del zarpe tuvimos nuestro bautizo. “Perdimos gobierno”, dijo el capitán, desencajado, al constatar que el timón giraba en banda. En seguida se desató la alarma y cada uno se ocupó en algo. Buscar herramientas, vigilar en la proa mientras oscurecía, seguir lo que se oía en la radio. Sometidos a un movimiento incesante, los golpes y las sacudidas llegaban desde todas las direcciones, lo que indicaba que navegábamos sin rumbo. Después de varias horas, instalamos una caña de emergencia y logramos enfilar a la costa, pero la cadena de mando que unía al capitán y el contramaestre se cortó irremediablemente.
Navegando ocurre una escisión importante que no se debe subestimar. Aunque la tarea es común, cada quien se ha embarcado por un motivo diferente y enfrenta distinto la misión de llevar el barco a puerto. En ese momento, el mundo entero se reduce a las acciones y los ánimos de los tripulantes. Lo único que existe son las relaciones y los hechos que allí suceden.
En adelante, todo comenzó a fallar. Las velas se rajaron en la primera tormenta. Los ductos que conducen el agua hasta la sentina mayor estaban tapados y el olor adentro era agrio. El generador dejó de funcionar y las baterías no cargaban. Podíamos quedar a oscuras e incomunicados en altamar, si el motor en el tercer intento no encendía. Salvo un GPS de aficionado, los instrumentos no encendían y los sistemas eléctricos estaban completamente sulfatados.
Siempre que veo un carguero, recuerdo el entusiasmo que sentíamos cuando aparecían en el horizonte. Para nosotros su presencia era el avistamiento de una especie de animal mayor. En minutos nos daba caza. Nos rebasaba y pronto se perdía de nuevo en el horizonte. De día nos sentíamos más seguros cerca de ellos, pero de noche la situación era distinta.
Siempre que veo un carguero, recuerdo el entusiasmo que sentíamos cuando aparecían en el horizonte. Para nosotros su presencia era el avistamiento de una especie de animal mayor. En minutos nos daba caza. Nos rebasaba y pronto se perdía de nuevo en el horizonte. De día nos sentíamos más seguros cerca de ellos, pero de noche la situación era distinta.
“La propia trama del universo, salpicada de galaxias, hemos de imaginarla movida por ondas similares a las olas del mar, a veces tan agitadas como para crear esos portales que son los agujeros negros”, explica el físico italiano Carlo Rovelli. En el espacio confinado del velero, la soledad se multiplica. Sobre cubierta, el horizonte panorámico se expande en todas las direcciones, mientras al bajar por la escotilla, ese vacío inmenso se guarda en el interior, estrechando las tensiones y conflictos.
En su notable ensayo Iconografía romántica del mar, Auden sostiene que, aunque aparece desde hace mucho tiempo, la metáfora del navío como Estado o como sociedad solo se emplea cuando este o esta se encuentran en peligro. “El mar es de hecho ese estado de vaguedad y desorden barbáricos del cual emergió la civilización y en el cual, a menos que haya una salvación merced a los esfuerzos de los dioses y los hombres, siempre existe la posibilidad de volver a hundirse”, escribe.
Repasando la bitácora del último tiempo, ha sido una imagen recurrente en los discursos presidenciales: “Todos tenemos que unirnos y aportar y colaborar para poder enfrentar y navegar estas aguas turbulentas con seguridad y llevar este barco a buen puerto” (30.04.2020). “Esta pandemia nos ha enseñado, una vez más, que nadie puede salvarse solo, que todos vamos en el mismo barco y solo si remamos unidos, llegaremos a buen puerto” (17.09.2020). “Estamos golpeados, pero el barco sigue navegando y tiene puerto de destino” (1.11.2020).
Después de nueve días en altamar, tras dejar atrás Sumatra y las Islas Nicobar, comenzábamos a racionar el agua y el arroz, corrigiendo sobre la marcha los malos cálculos del capitán. Por las noches, el ruido ciego de la radio en la frecuencia de emergencia se interrumpía con discusiones y provocaciones entre los tripulantes de los cargueros y buques de pesca que navegaban cerca, pero no se veían. Mientras el mando dormía en sus cómodos camarotes, los hombres de turno se distraían escupiendo burlas racistas a los marineros de otros barcos: Filipino monkey! I can’t see you, but I can smell you!
Pasamos días en tierra, principalmente en el puerto de Galle, en Sri Lanka, reparando los desperfectos de cara a enfilar hacia el Mar Rojo. Para entonces, el capitán había regresado a Chile y tanto nosotros como el ingeniero (que ya casi no salía de su camarote) quedábamos subordinados al contramaestre.
Zarpamos de Galle con dirección a Yemen para eludir las costas somalíes. Como en el mar entre dos puntos la ruta más rápida no necesariamente es la línea recta –frente a la calma chicha es preferible un desvío en busca de vientos constantes o corrientes más favorables–, enfilamos a un atolón en el extremo norte de las Maldivas, pensando en recargar agua, combustible y comida antes del cruce del Mar Arábigo.
La suerte había cambiado. Salvo un amague de ahogo en el motor, pasamos la segunda navegación sin sobresaltos. Logramos entrar de noche y sin cartas precisas al atolón, sorteando a oscuras el laberinto de un arrecife. Al día siguiente, constatamos que el ancla había caído a unos metros de que encalláramos. Comprendimos que los saludos amistosos de los otros barcos la noche anterior, eran llamados de alerta. Por precaución quisimos mover el velero y fondear más lejos, pero el motor nunca más volvió a encender.
La imagen del Ever Given encallado en el Canal de Suez me hace pensar que durante nuestro viaje nunca tuvimos algo asegurado. Nos entregamos a una espera incierta que duró semanas. No había mecánicos en la isla. Toda la gente del pueblo se afanaba en los trabajos más urgentes de extender la red eléctrica a las casas desde el generador que daba electricidad a la mezquita.
“Hay un punto en que el progreso, para ser un verdadero avance, ha de variar ligeramente de rumbo”, observaba Conrad.
Después de seis días de trabajos intensos, el Ever Given fue liberado por la Luna y las mareas. Hay que leer sobre las aguas para comprender que no solo se trata de voluntad, coraje y valentía. El sueño del Húsar III de circunnavegar el mundo varó en su sexta singladura, meses después, en las costas de Suez, a cargo de una tripulación inglesa profesional. Visto ahora, pienso que lo abandonaron a conciencia, frente al umbral, hartos de su suerte. Una planeada venganza de la tripulación para endosarle al capitán la carga de su gualicho. Encallado en la arena, el viejo velero fue saqueado de todo, salvo el casco. Lo imagino abandonado, corroído, en los huesos. Cubierto por la arena, vestigios de un animal extinto.
Imagen de portada: Horizonte (1995), de Jorge Macchi.
El malvasías es un vino ligeramente dorado, de uva blanca cultivada mayoritariamente en los campos de Tenerife y alrededores. Por eso se lo conoce como Malvasías Canarias. Lo bebía a destajo Falstaff, el borrachín memorable con el que Shakespeare había comenzado por conjugar los estilos de alta y baja cultura, en el contexto del drama isabelino. Esto era raro. ¿Qué hacía Falstaff consumiendo vino español, en un país en el que los pobres bebían ginebra y los ricos se emborrachaban con licores de brandy de cereza o whisky escocés? Una tesis no del todo descabellada (y que compromete de lleno a la literatura) es la de que todo se habría iniciado el día en que el británico Thomas Percy fue expropiado y torturado por el Santo Oficio de Sevilla. A partir de entonces, las flotas de corsarios ingleses se habrían lanzado al mar a saquear barcos españoles cargados con cavas de burdeos, oportos y vinos como el que tomaba Falstaff. De algún lado tenía que haber tomado el dato Shakespeare, y así como hay quienes infieren que entre viejos baúles, pipas de avellano y afiebrados tripulantes, viajaban las interminables botellas saqueadas, no faltan los que consideraron la existencia de un oficial de marina llamado Cervantes, quien se habría cobrado personalmente el desfalco con un libro que tradujo al castellano y firmó como propio: El Quijote.
El asunto es que Borges, quien si bien no avalaba esta tesis, mencionó en más de una oportunidad haber leído El Quijote en inglés (en su casa de infancia, en el barrio de Palermo) y haberse decepcionado tremendamente cuando lo volvió a hacer en edición castellana. La confesión de Cervantes, quien a cierta altura de su monumental obra sustituía al enemigo británico por un misterioso árabe del que había oficiado apenas como traductor, a Borges le interesaba muchísimo; tanto, que la copió en el prólogo de su primer libro de cuentos, Historia universal de la infamia, donde señaló que esos relatos eran “las aventuras de un tímido que se dedicó a falsear historias ajenas”.
¿Habrá sido cierto?
En el desciframiento del acertijo vuelve a estar implicado el famoso malvasías: fue lo primero de lo que se enamoró el traductor Bernard Hoepffner durante la temporada en que se trasladó a las Islas Canarias para estudiar las costumbres guanches, de donde sabía que provenían la fiesta de la Candelaria y los meses del pasto y del Magek y del Tinnit. Compartía precisamente ese vino en un bar con uno de sus entrevistados que le comentó que, años atrás, había conocido a Borges en Buenos Aires y conservaba un libro que este había tomado personalmente de su biblioteca para regalarle.
Al día siguiente, el entrevistado (un anciano que había pasado toda su vida en las Islas Canarias) llegó con el libro para prestárselo al traductor: se trataba de una cuidada edición inglesa de Tales of soldiers andcivilians, de Ambrose Bierce, por entonces una “celebridad subterránea” (así lo bautizó Arnold Bennett) que se había esfumado un buen día de la tierra, sin dejar el más mínimo rastro (digamos que a lo Arthur Cravan, de quien se conjetura que desapareció en las bocas de los tiburones del Golfo de México tras un supuesto naufragio). Lo de Bierce sucedió en cambio en los alrededores de Ciudad Juárez, donde se le perdió el rastro, en 1913, después de que llegara al país con el aparente propósito de sumarse a la causa de Pancho Villa.
Nadie sabrá jamás si existió o no alguna vez ese árabe ni si la Historia universal dela infamia la escribió un tal Borges o un tal Gwinnet. Hay, eso sí, otro detalle: Gwinnet era el segundo nombre de Ambroise, de quien tampoco se sabrá nunca si se hizo desaparecer a sí mismo en la hoy tenebrosa Ciudad Juárez para terminar convertido en el autor anónimo que ahora firmaba misivas ocultas, enviándole fascinantes historias al escritor más ineludible de la literatura argentina.
Lo cierto es que cuando Bernard Hoepffner regresó a su posada, abrió el libro para echarle una ojeada y vio con sorpresa cómo entre las páginas enmohecidas se deslizaba un pequeño manuscrito amarillento, plegado en cuatro, que parecía ser una carta. Y era una carta, firmada de puño y letra en inglés por un tal Gwinnet, quien comenzaba diciendo: “Estimado Sr. Borges, nada podría haberme complacido tanto como las noticias que comenta en su última misiva. El que Universal History of Infamy vaya a aparecer pronto con el sello de un buen editor, qué gran éxito para usted. Esto representa para mí la materialización de un antiguo sueño. Imagino su enorme satisfacción al comprobar que la obra que le confié (esa loca idea mía que ahora usted también ha hecho suya) no se ha llevado a cabo en vano y que servirá para otorgarle la celebridad que merece. No obstante, debo encarecerle una vez más que haga lo posible por evitar que mi nombre llegue a asociarse con el suyo. Aunque nunca le he pedido que me enviara sus “traducciones”, he recibido las pruebas del primer cuento que se publicará. Gracias por eso, lo he leído y, pese a que no menosprecio mi valía como escritor, solo puedo decir que el original es infiel a la traducción. Atentamente, Gwinnet”.
La comprometedora carta aparece transcrita en un número de la revista Letra Internacional, publicada en 1993. Estaba fechada el 10 de julio de 1934, en circunstancias en que Historia universal de la infamia se publicó por primera vez en mayo de 1935. Es ese el prólogo en el que Borges se disculpa, vestido del desdén ficcionado que le conocemos respecto a su condición de autor, aunque cabría agregar en este caso la minuciosa bibliografía en inglés situada al final de los cuentos (un procedimiento absolutamente inusual en Borges) y el imprevisible asomo de Hombre de la esquina rosada, incorporado recién en la segunda edición y de un tono completamente distinto al que tienen el resto de los relatos.
Borges tenía en Bierce a uno de sus tantos precursores velados, aunque de Bierce fue Rodolfo Walsh el primero en destacar los infinitos aspectos en los que había sido el seguidor más consecuente de Poe. Ahora a Poe también lo seguía Borges, al menos en lo referente a la estrategia de La carta robada, definida por Jacques Derrida en la Tarjeta postal como el juego de lo escondidoa la vista o la evidencia en su lugar. Esto, en virtud de que a imagen y semejanza del Ministro D., Borges habría confeccionado para aquel primer libro un plan consistente en advertir de su falsificación con el propósito de que la lectora, el lector, renuncie a encontrar una falsificación tras una advertencia tan obvia.
Cervantes había sido el marinero ilustrado que, sin pormenorizar los laberintos de esta estrategia, se había adelantado atribuyendo la autoría de su novela a un árabe desconocido. Nadie sabrá jamás si existió o no alguna vez ese árabe ni si la Historia universal dela infamia la escribió un tal Borges o un tal Gwinnet. Hay, eso sí, otro detalle: Gwinnet era el segundo nombre de Ambroise, de quien tampoco se sabrá nunca si se hizo desaparecer a sí mismo en la hoy tenebrosa Ciudad Juárez para terminar convertido en el autor anónimo que ahora firmaba misivas ocultas, enviándole fascinantes historias al escritor más ineludible de la literatura argentina.
“Tú andai con puros cuentos”, le dice la madre en el inicio del cuento Chircán y Javiera, y la niña sostiene que no, “solo he observado que en todo lo que me rodea, hay una cara visible y una cara oculta de las cosas, y que cuando yo estoy mirando fijamente una de esas caras aparece la otra”.
Esa mirada, esa defensa de la mirada que cala y convoca a las cosas en su real dimensión es una manera posible de dar cuenta de la poesía o al menos de ciertas poéticas, como la de Gabriela Mistral, que escribió “Hablen las cosas que quieren lengua, / hablen tomando toda mi habla. / Digan lo suyo las cosas tímidas / que cuando yo hablo se me callan”, o la de Elvira Hernández, que ha trazado una poética del notar lo que ocurre y del no hacerse notar, y que es la autora de ese cuento donde una niña desea una tela estampada con un chircán para tapar la ventana, porque no le gusta lo que ve —los blocks donde vive—, hasta que su hermana y la abuela y la vida le muestran el otro lado de las cosas.
Si María Zambrano fue la más poeta de las filósofas, Elvira Hernández podría ser la más filósofa de nuestras poetas —y la más poeta de las poetas, también. Zambrano desarrolló la idea de “razón poética” para dibujar la senda de un reencuentro, el de la razón filosófica con la palabra poética. Y ella misma escribió en ese cruce, creadora como fue de una prosa deslumbrante y misteriosa que, teniendo por protagonista el pensar, es hospitalaria con el corazón y la intuición, con aquello que aparece y huye pero deja estelas, con las imágenes y con la música de la lengua, como la mejor de las poetas.
A su manera, Elvira Hernández ha hecho en su obra literaria algo análogo, aunque en ella, dicho con palabras de Chircán y Javiera, “la historia comienza por otra punta”. No trazando un planteamiento filosófico ni poniendo su poesía al servicio de las ideas ni menos de la mensajería ideológica, sino abriendo su escritura a la vigilancia crítica, la meditación y la especulación. Epifánica y electrizante, está llena la poesía de Elvira Hernández de momentos donde “una luz cruza como una cuchillada”, a la manera de aforismos, a veces enigmáticos (“Las imágenes del cerebro proporcionan los peores espejos”), a veces apelativos (“El río de la vergüenza es el único que debiera ser navegable”), que transmiten un pensamiento, no sistemático pero sí consistente y a menudo irónico, sobre el mundo, el tiempo, las cosas, los seres y sus relaciones. Es lo propio de toda poesía, podrá retrucar alguien, pero en la obra de Hernández ese pensar se acentúa del mismo modo en que se atenúa la exhibición de la que escribe y sus procesos. Y de acentos y atenuaciones se trata en buena medida el arte de la palabra que ella oficia.
A su manera, Elvira Hernández ha hecho en su obra literaria algo análogo, aunque en ella, dicho con palabras de Chircán y Javiera, ‘la historia comienza por otra punta’. No trazando un planteamiento filosófico ni poniendo su poesía al servicio de las ideas ni menos de la mensajería ideológica, sino abriendo su escritura a la vigilancia crítica, la meditación y la especulación.
En sus intervenciones críticas su talante filosófico se puede apreciar aún más claramente. Sus ensayos y prólogos, de partida, compilados algunos en Sobre la incomodidad, la muestran como una pensadora incisiva y convocante, capaz de abrir lo inesperado de las cosas, voltearlas. Por eso nunca es previsible. Cabría llamarla “poeta pensante”, como ella a su vez llama a Violeta Parra y Jorge Teillier en “La palabra pueblo”, el ejemplar ensayo que le dedicó a este último y donde comenta que de ambos siempre admiró cómo hicieron de la poesía “un lugar de conocimiento, partiendo por aquello que somos: una gran precariedad temporal”. Pero sobre todo el pensamiento poético de Elvira Hernández se puede visitar, como a un amigo de calidez y lucidez meridianas, en las huellas de su conversación, esto es, en los fragmentos de entrevistas que acaban de publicarse —recopilados por Guido Arroyo bajo el título de No soy tan moderna, sobre la base de 18 entrevistas realizadas a la poeta entre 1996 y 2020.
Recordando a Patricio Marchant, Hernández apunta en un fragmento a que algo así como un pensamiento chileno ha de encontrarse ante todo en la poesía. Y difícil es que haya un pensamiento chileno (no sobre ni contra ni por lo chileno, sino una manera específica, distinguible, de mirar las cosas, no solo las chilenas, por supuesto, aunque también las chilenas), a menos que se haga cargo, ese mismo pensar, del lenguaje local, de sus modulaciones y atajos. Salta a la vista en algunos de los que mejor lo han hecho, como Violeta o Nicanor Parra, Raúl Ruiz o Alfonso Alcalde, José Ángel Cuevas o Elvira Hernández.
Esa manera de decir viene de una manera de mirar que tiene que ver con lo tangencial. Con observar que en todo lo que nos rodea “hay una cara visible y una cara oculta de las cosas” y que al mirar “fijamente una de esas caras aparece la otra”. Fijamente pero de lado: en algo así consistiría un pensar chileno —uno donde rodear y merodear no es hacer el quite sino un gran modo de abordar. Un entrar a las cosas directamente pero por la ventana, como Elvira cuenta en uno de sus ensayos que accedió a La nueva novela de Juan Luis Martínez: “A puertas cerradas, extraviadas, oponemos el entrar por la ventana”.
No soy tan moderna consta de siete secciones que, avanzando y retrocediendo en la cronología, trazan un autorretrato crítico de la escritora articulado en la descripción concisa de escenas formativas de su infancia (inolvidable aquella en que va a una iglesia a buscar la fe y al estar cerrada voltea y ve a “una pareja amándose”), de lecturas y meditaciones en torno a la pérdida de la conversación y la comunidad en contraste con la invasión tecnológica e informativa (“Abro mi correo y encuentro que hay diez archivos”). Hay también relatos de sus experiencias bajo dictadura, como cuando la CNI la detuvo: “Tuve fortaleza cuando estuve detenida, pero me derrumbé al llegar a casa”. Los agentes que la apresaron, cuenta, al principio la confundieron con la Mujer Metralleta.
Recordando a Patricio Marchant, Hernández apunta en un fragmento a que algo así como un pensamiento chileno ha de encontrarse ante todo en la poesía. Y difícil es que haya un pensamiento chileno (no sobre ni contra ni por lo chileno, sino una manera específica, distinguible, de mirar las cosas, no solo las chilenas, por supuesto, aunque también las chilenas), a menos que se haga cargo, ese mismo pensar, del lenguaje local, de sus modulaciones y atajos.
Y hay observaciones sobre las metáforas cotidianas y la escritura misma. Resulta iluminador leerla comentando algo que puede dar una llave de entendimiento respecto de la función que la extrañeza cumple en su escritura, ese ligero enrarecimiento que las cosas y las palabras cotidianas adquieren en sus versos. Y lo que cabe suponer es que ese extrañamiento está al servicio, por así decirlo, del desafío que la poeta explícitamente asume de “desautomatizar el lenguaje”. Es decir, rescatarlo de la pérdida de sentido y de efectividad en el que cae en tiempos de tanta cháchara y acomodo. Y eso se logra en su caso mediante las elipsis y los planos inesperados, un cierto poner en aprietos la lengua y soltar los sentidos, desquiciando lo trillado y abriendo convivencias sorprendentes o, cuando menos, inesperadas —pero nunca forzadas. Se trata, en definitiva, “de cargar el lenguaje de la mayor cantidad de sentidos posibles”.
Al final, el libro incluye una airosa incursión en un formato del que varios suelen salir sepultados por un espejo que no logran sostener. Glenn Gould y Mario Levrero son dos casos notables en esa acometida temeraria que es la autoentrevista. Elvira se suma a la insigne lista: en vez de contemplarse, con sarcasmo y suspicacia se ponen en cuestión y “desde el socavón” se defienden, razonan, se alzan.
Lecciones de quien no da lecciones, estos escolios de Elvira revelan momentos de una mente que logra conciliar prodigiosamente inquietud y serenidad; de alguien que se define a sí misma como “estudiante permanente”, lo que podría entenderse como un sostenido y veraz rehuirle a las facilidades, un estar siempre alerta a lo nuevo pero también a lo viejo, lo cual queda refrendando no solo por la renovación constante de los modos y asuntos de su poesía (que pasa con la agilidad del viento del apotegma a la frase hecha y de la observación de pájaros a la de ciudades), sino también por la atención con la que lee la tradición y a sus contemporáneos y, en especial, la poesía mapuche y la lengua hablada del presente y del pasado y sus mutismos, tal vez porque aunque “trabajada por las circunstancias”, su escritura es pensada ante todo como un acontecimiento “que amarra el silencio y disuelve el tiempo”, apreciación que hace resonar las palabras de otra poeta chilena de alto vuelo, Ximena Rivera Órdenes, que en una entrevista con Silvia Murúa dijo: “A mí me encanta cuando el tiempo no se siente. Y cuando uno no siente el tiempo cuando está escribiendo, es porque está escribiendo realmente la poesía. Realmente uno está escribiendo poesía cuando el tiempo, el tiempo no existe, se esfuma”.
Quizás sea en esa suspensión o esfumación del tiempo, en la que más que anularse se anudan pasado, presente y futuro, quizás sea ahí donde las cosas mejor revelan su otro lado. Para eso hay que tener corazón filosófico y ojo de águila. “Soy alguien que siempre está mirando al cielo”, se lee decir a Elvira en uno de los últimos fragmentos de No soy tan moderna, un gesto que ella asocia al campesino que levanta la mirada para saber la hora o si lloverá o no. Dan para seguir cavilando esas palabras, en especial porque están dichas por una poeta andariega, de paso firme: “Yo creo que la tierra hay que recorrerla a pie”. Con los pies en la tierra y la mirada en el cielo, como la gran ornitóloga que siempre ha sido, podemos encontrar en estas y en todas sus páginas a Elvira Hernández desplegando su permanente estudiar las cosas y su reverso.
No soy tan moderna, Elvira Hernández, Ediciones Alquimia, 2021, 84 páginas, $8.900.
Los libros más bellos, escribió Adorno en “Chifladuras bibliográficas” (tomo la referencia de Vislumbres, el bello libro de apuntes de Didi-Huberman), son los libros “maltrechos”, aquellos que han estado con nosotros muchos años y que parecen haber sobrevivido solo para testimoniar la unidad de una vida, su mínima coherencia en medio de un devenir caótico o turbulento, porque los felices, convengamos, leen poco o simplemente no leen. Son los libros que hemos acarreado a todas partes, los que han sobrevivido a las separaciones, los que hemos recuperado atónitos después de un préstamo demasiado largo o, más raro aun, los que hemos vuelto a comprar de mala gana en una librería de viejos, sin saber cómo pudieron ir a parar a esos estantes polvorientos. Los reconocemos porque llevan nuestros nombres, nuestras marcas –cada cual tiene un sistema de notación distinto: dos tickets, un ojo, una F de “fundamental”, no de “falso”, en mi caso-, o por las dedicatorias que nos hicieron y que siempre hacen sonrojar un poco, en especial aquellas más juveniles, cuando nos deseábamos fortuna en la aventura literaria o nos librábamos con entusiasmo a un amor destemplado y atiborrado de literatura: “Para F, el tiempo revelará el secreto denuestra hermosa aventura”; “Para M, quel sol che priad’amor mi scaldò ‘l petto”; “Para R, estas son palabrasprivadas que te dirijo en público”, y cosas por el estilo.
Cuando estos libros maltrechos, propios o ajenos, salen de su reducto íntimo y van a dar a un lugar público, devienen de inmediato objetos melancólicos -porque remiten a una pérdida- y también objetos conjeturales, materias de interrogación o duda. Uno se pregunta, en efecto, quién pudo ser su dueño, por qué se deshizo de él, o bien qué pasó finalmente con ese amor o con esa aventura, y no siempre es la necesidad o el término de una relación lo que orienta nuestras hipótesis, porque pueden existir situaciones más duras, incluso terribles: una vez un librero y yo nos quedamos mudos al ver que un tipo, con cara de militar jubilado, entraba a ofrecer una caja de libros medio azumagados que llevaban la firma de un conocido perseguido político de la dictadura.
Iba a escribir sobre uno de mis libros “maltrechos” –Edad de hombre, de Michel Leiris, por ejemplo-, pero me desviaré hacia esto de los libros “dedicados” que van a dar a las librerías de viejos y la curiosidad que suscitan cuando, además, logramos reconocer al firmante o al destinatario. Tengo una pequeña colección de libros de este tipo: en uno de ellos, Jorge Teillier le dedica con mano temblorosa, de ebrio, Muertesy maravillas al físico Igor Saavedra; en otro, Emir Rodríguez Monegal le agradece a Enrique Lihn su visita a la Universidad de Yale, y tengo otro también en el que Pablo de Rokha le dedica Idioma del mundo a un desconocido, con una letra tan desmesurada como cualquiera de sus versos. Los tres que tengo de Gonzalo Rojas merecen una mención aparte: en todos se declara gran lector y admirador (¿será cierto?) del regalado, y otro generoso era el poeta valdiviano Jorge Torres, que solía dedicar sus propios libros, pero también los de quienes publicaba en su editorial Barba de Palo.
Todas las conversaciones que forman Isla Negra no es una isla… siguen conservando esa ‘frescura única’ que, a pesar de los años transcurridos, O’Hara subrayaba en el prólogo, en parte porque se trata de un grupo de entrevistados excepcionales, que están aquí en la plenitud de sus poderes, tratando de salir todos del apagón cultural de la dictadura y algo afectados también por ‘el sorprendente ascenso poético de Raúl Zurita’, que aún no publicaba Anteparaíso y que había provocado un remezón con la publicación de Purgatorio dos años antes.
Uno de estos últimos, publicado el año 1996, está dedicado a un tal Adán -¿Méndez?, arriesgo un apellido por si quisiera recuperarlo– y es un libro interesante que merecería reeditarse. Se llama Isla negra no es unaisla. El canon poético chileno de comienzos de los ochenta e incluye ocho conversaciones con poetas chilenos (Lihn, Hahn, Turkeltaub, Parra, Rojas, Zurita, Silva Acevedo, Teillier), que sostuvo y registró en Chile el poeta y académico peruano Edgar O’Hara hacia finales de 1981, pero que solo verían la luz como conjunto 15 años más tarde.
Un libro similar, aunque empezado un año después y publicado por primera vez en 1990, es el de Juan Andrés Piña, titulado Conversacionescon la poesía chilena, por cierto más conocido, ya que fue reeditado hace algún tiempo y con importantes agregados. Aparte del género y ciertos poetas que se repiten, los hermana el hecho de que ambos volúmenes fueron alentados por el incansable Enrique Lihn e incluyen excelentes retratos fotográficos, de Herman Schwarz, en el de O’Hara, y de Inés Paulino, Claudia Donoso y Paz Errázuriz, en el de Piña. Difieren, sin embargo, en sus pretensiones y en su radio de alcance, ya que el libro del peruano formaba parte originalmente de un proyecto más amplio y ambicioso, concebido como una suerte de radiografía coral de la actividad literaria y fotográfica en Chile, Perú, Argentina, mientras que el de Piña, entre varias otras cosas, pretendía ayudar a “recomponer parte del friso de la literatura nacional del último medio siglo”. Un arreglo de cuentas local, por decirlo de algún modo, mientras que en el libro de O’Hara las voces registradas se sumarían a las de los poetas Emilio Adolfo Westphalen y Américo Ferrari; a los narradores Roberto Fontanarrosa, Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato, y a los fotógrafos Pedro Luis Raota, Sara Facio, Leonora Vicuña y Eugenio Dittborn, entre otros. Estas conversaciones aparecieron finalmente en distintos medios latinoamericanos, y jamás como conjunto; la “sección chilena”, en tanto, fue a parar a Valdivia gracias al interés y compromiso de Jorge Torres, cuando O’Hara ya empezaba a hartarse del proyecto y de las ofertas truchas de varios editores.
Ahora bien, todas las conversaciones que forman Isla Negra no es una isla… siguen conservando esa “frescura única” que, a pesar de los años transcurridos, O’Hara subrayaba en el prólogo, en parte porque se trata de un grupo de entrevistados excepcionales, que están aquí en la plenitud de sus poderes, tratando de salir todos del apagón cultural de la dictadura y algo afectados también por “el sorprendente ascenso poético de Raúl Zurita”, que aún no publicaba Anteparaíso y que había provocado un remezón con la publicación de Purgatorio dos años antes. O’Hara, que sabe de poesía y mantiene siempre la conversación en esos límites, no pierde oportunidad de poner el tema y las respuestas que obtiene sirven para medir la temperatura del debate que en torno a ese ascenso se estaba dando entonces. Parra, Teillier y Rojas, sin embargo, rehúyen un poco las circunstancias políticas o culturales de la época y prefieren remontarse al neolítico de sus propias obsesiones; Lihn, por el contrario, no deja de situarse: dice interesarle ahora la cháchara o el discurso retórico vacío, del poder o de los diarios, y anuncia al pasar un libro de poemas que nunca publicaría: Musa de lacalle, del hospital y de los museos, una suerte de secuela de Poesía de paso. Zurita, que es el más joven de los entrevistados, sitúa por su parte sin complejos su proyecto poético en coordenadas mayores y asimila con desenfado el esfuerzo de Lihn a la construcción literaria, cuando lo importante, según él, sería ahora la construcción de la vida. Y voy a dejar la cosa hasta aquí, porque está claro que no puedo en este espacio reseñarlos a todos.
Una última palabra, tan solo, sobre el título del libro, que algunos podrán encontrar malo, pero que a mí me gusta, no así la bajada, que me recuerda a Harold Bloom y sus bendiciones académicas. Descontada su connotación más obvia, posee el mérito de aclarar, y nunca está de más, que Isla Negra jamás ha sido una isla, ni los poetas chilenos viven aislados.
“No tengo gran cosa que contar a los entrevistadores; lo poco que he aprendido de la vida y del arte de la narrativa lo intento decir en mi obra”, le contestó John Updike a The Paris Review la primera vez que le solicitaron una entrevista, en 1966. Quienes trabajan en el periodismo cultural sabrán reconocer en estas palabras una respuesta tipo que, con el tiempo, ha devenido en cliché. La mitad de las veces es un muro infranqueable y la otra, una fórmula más o menos diplomática para negociar los términos del encuentro. El propio Updike lo confirmaría un año después, al aceptar la segunda petición de la revista, poniendo, eso sí, algunas condiciones —entre ellas, el envío previo de un cuestionario— antes de recibir al entrevistador Charles Thomas Samuels, lo que finalmente sucedió el verano de 1967, durante las vacaciones del escritor en Martha’s Vineyards.
De haber aceptado que respondiera solo por escrito, los lectores de The Paris Review (TPR) se hubieran perdido el inesperado espectáculo de ver al creador de Harry “Conejo” Angstrom —protagonista de sus mejores novelas— apareciendo frente a su interlocutor en un auto destartalado, con el pelo revuelto, descalzo, vistiendo bermudas de color caqui y polerón. ¿Updike en aspecto desafiante de “no-me-tomo-esto-tan-en-serio-como-crees”? Es posible. Después de todo, el escritor es el que elige el campo de juego y el uniforme con el que se presenta. Como sea, la composición de lugar que ofrecen las introducciones a las entrevistas de TPR es parte de su marca registrada y contribuye a explicar el éxito que han tenido, desde la primera de todas, concedida en 1953 por el circunspecto E. M. Forster.
Cada uno de los 100 textos compilados por Acantilado en los dos volúmenes de The Paris Review. Entrevistas(1953-2012), muestra no solo el taller, sino también al artista con las manos en la masa, la ropa manchada y, en general, el entorno donde el periodista —y por su intermedio el lector— puede fisgonear a gusto, intruseando en su biblioteca, hurgando entre sus borradores, ceniceros y fetiches, enterándose de algo que nunca pensó que le fuera a importar: si escribe primero a mano, a máquina o en computador.
“Esta no sería una entrevista de The Paris Review si no le preguntara por sus hábitos de trabajo”, le dice George Plimpton —director de la revista— a Tom Wolfe cuando, en 1991, llega a la pregunta inevitable. “La verdad es que esa parte de las entrevistas de The Paris Review siempre me parece fascinante. Es la clase de cosa que los escritores siempre queremos saber: ¿qué hacen los otros?”, contesta Wolfe.
Todo un modelo al respecto es la entrevista que Plimpton le hace a Ernest Hemingway en su casa de La Habana (1958). En una vivaz descripción de cuatro páginas, revela lo que hoy todos sabemos, precisamente, gracias a esa visita: que el autor de El viejoy el mar escribía de pie frente a un atril a la altura del pecho (postura que un narrador chileno ha copiado en su casa, lo que no tendría nada de vergonzoso si no se hubiera empeñado en contarlo). El de Plimpton es un texto ágil, con mucho color local, que se cita hasta hoy en las escuelas de periodismo, tal como la parte en que Hem enuncia su “principio del iceberg”, que se recita como un mantra en las escuelas de literatura creativa. Sin embargo, hay otros detalles de esa entrevista de los que se habla menos, pero resultan mucho más ilustrativos, porque muestran lo que no debe hacer el periodismo. Nos referimos a ese momento en que Hemingway le dice a Plimpton: “Veo que me estoy alejando de su pregunta, pero es que lo que me ha preguntado no era muy interesante”. Y eso no es nada comparado con lo que viene a continuación, cuando el escritor contesta, francamente cabreado, que no, que trabajar en un diario no perjudica a un joven escritor, y que hasta puede ayudarle si sabe dejarlo a tiempo. “Esto es uno de los clichés más manidos que hay, y le pido disculpas por ello, pero si le hace a un viejo preguntas rancias, lo más fácil es que obtenga respuestas rancias”, le dice.
La entrevista a Ezra Pound duró tres días; la de Saul Bellow, muchos más: dos sesiones de grabación de una hora y media en total, y cinco semanas de reuniones para examinar el material. Charles Thomas Samuels dirá que la de Updike es una ‘entrevista construida’, pues el autor revisó todas sus declaraciones orales para hacerlas concordar con el estilo de sus respuestas escritas.
Conservar esta respuesta en el texto final, sin disimular su tono de irritación, dejando en ridículo al entrevistador, es de una honestidad que hoy sorprende. Plimpton podía haber editado aquellas frases, como podía haberse guardado el secreto de que Hemingway prefirió desarrollar muchas respuestas por escrito. Pero este es otro sello de las entrevistas de TPR: no hay engaño en ellas, todo es transparente; muchas, la mayoría, no son la transcripción más o menos resumida de un solo diálogo, sino el producto de varios encuentros, con frecuencia revisados minuciosamente por el autor. La entrevista a Ezra Pound duró tres días; la de Saul Bellow, muchos más: dos sesiones de grabación de una hora y media en total, y cinco semanas de reuniones para examinar el material. Charles Thomas Samuels dirá que la de Updike es una “entrevista construida”, pues el autor revisó todas sus declaraciones orales para hacerlas concordar con el estilo de sus respuestas escritas.
Conocedor de estos procedimientos, Kurt Vonnegut es el que llegó más lejos a la hora de sacar ventaja. Hasta el punto en que David Hayman inicia su texto de 1977 advirtiendo que es la “amalgama” de cuatro entrevistas realizadas a lo largo de una década, sometidas a una exhaustiva edición por Vonnegut. “Lo que sigue podría considerarse una entrevista que se ha hecho él mismo”, admite Hayman.
La orilla izquierda
Las prerrogativas que TPR concede a los escritores permiten comprender por qué sus entrevistadores no brillan como individualidades. El que debe lucirse es el escritor. Una directriz tácita que tenía poco que ver con la humildad y mucho con los orígenes de la revista literaria fundada en la orilla izquierda del Sena por un grupo de jóvenes estadounidenses graduados en las más exclusivas universidades de la Ivy League. “La entrevista era la única forma de contar de forma gratuita con nombres de prestigio en una revista recién nacida”, señala Andrea Aguilar en el reportaje que Babelia dedicó en España a la compilación de Acantilado.
Pero había una segunda razón, más “idealista”, según Aguilar, para adoptar esta línea editorial. En una carta a su madre, Plimpton le explica que concibe el intercambio con cada autor como un “texto ensayístico con forma de diálogo sobre la técnica”. De ahí el título general de estas conversaciones con el que se conoce hasta hoy: El arte de la ficción. Las series posteriores se llamarían, siguiendo el mismo criterio, El arte de la poesía, El arte del teatro, etcétera.
La maniobra de Plimpton y sus amigos tenía un propósito nada inocente: trasladar el centro de gravedad del campo literario desde los críticos —era el apogeo de Sartre y los existencialistas, con Barthes y el estructuralismo esperando su turno a la vuelta de la esquina— hacia los escritores. Un desplazamiento desde el campo de las ideas al del arte entendido como oficio. La pregunta sobre la importancia que el autor le asigna a la crítica forma parte del repertorio invariable de los entrevistadores. Incluso más que la pregunta, nada sutil, acerca de su actitud frente al “compromiso”. Es definitivamente en la técnica donde se pone el foco: ¿cómo escribe?, ¿cuántos días a la semana?, ¿en qué horario?, ¿qué es primero: la historia o el personaje?, ¿corrige mucho?
Ernest Hemingway, Dorothy Parker y Jack Kerouac.
Al margen de las intenciones que haya detrás, no puede negarse que este énfasis práctico ha convertido las entrevistas de TPR en una cantera riquísima para los aprendices de escritor. La idea de entrar, virtualmente, en el taller de los maestros de la literatura, transformó a TPR en un insumo de los talleres propiamente tales, tanto universitarios como impartidos por particulares fuera de la Academia. Si la literatura es un arte o suma de procedimientos, entonces se puede enseñar y cualquiera la puede aprender. Las recopilaciones en forma de libro, editadas con éxito por la misma revista, fueron traducidas a varios idiomas, y sellos como El Ateneo y El Aleph publicaron antologías con prólogos de escritores y críticos como Elvio Gandolfo, María Moreno y Noé Jitrik, en Argentina, y por Ignacio Echevarría, en España.
Llegados a este punto, no dejaba de ser paradójico el afán de encargar los prefacios de estos libros a críticos literarios, periodísticos o académicos, figuras que solían quedar como villanos en la mayoría de las entrevistas. Sin embargo, esta misma elección demuestra que el objetivo inicial de Plimpton y sus amigos al reivindicar la técnica no podía sino terminar, a la larga, en otra forma de ejercer la crítica. Su resultado no es otro que la proposición de un nuevo canon, que desbancó exitosamente, hay que reconocerlo, al que promovían a mediados del siglo XX los existencialistas y otros pensadores de la escuela de la sospecha, en plena Guerra Fría.
¿Libro sagrado?
La nueva recopilación de Acantilado, que la editorial presenta como “la más exhaustiva jamás publicada en nuestra lengua”, apenas disimula su voluntad canonizante. Desde la materialidad del libro: una obra en dos volúmenes de tapa dura y papel biblia, dentro de un estuche también de cartoné: el sanctasanctórum de los clásicos. Cien entrevistas que se presentan como “cien retratos literarios” de autores que forman parte de la “época dorada de la literatura universal del pasado siglo”.
Todo libro sagrado, por muy extenso que sea, no puede ser infinito. En las 2.832 páginas de este, predominan los escritores anglosajones, lo que no tiene nada de raro, considerando que provienen de una revista literaria en inglés. Entre los 248 autores de la serie “El arte de la ficción” y los 110 de “El arte de la poesía”, a lo largo de siete décadas, The Paris Review solamente ha entrevistado a 14 de lengua española: el primero —no podía ser de otra manera— fue Borges (1967). Le siguieron Neruda, García Márquez, Carlos Fuentes, Cabrera Infante, Cortázar, Vargas Llosa, Octavio Paz, Manuel Puig, Bioy Casares, Camilo José Cela, Javier Marías, Jorge Semprún y Enrique Vila-Matas. Este último apareció en el número de TPR correspondiente al otoño de 2020; por lo tanto, cabe suponer que no alcanzó a ser considerado por Sandra Ollo, la editora de Acantilado. Tampoco es su responsabilidad el hecho de que no haya una sola mujer de habla castellana entrevistada en TPR. Sí lo es, en cambio, dejar fuera a Puig, Fuentes, Bioy y Neruda, pero no a Cela. ¿Falta de espacio? En ese caso, ¿era tan importante conservar las entrevistas a James Thurber y Haruki Murakami? Todo canon está hecho de gustos y exclusiones, pero la ausencia de un prólogo o nota mínima sobre los criterios de selección en esta monumental antología autoriza a hacerse esta clase de preguntas.
No es responsabilidad de los editores españoles que no haya una sola mujer de habla castellana entrevistada en TPR. Sí lo es, en cambio, dejar fuera a Puig, Fuentes, Bioy y Neruda, pero no a Cela. ¿Falta de espacio? En ese caso, ¿era tan importante conservar las entrevistas a James Thurber y Haruki Murakami?
Con todo, The Paris Review. Entrevistas (1953-2012) es una recopilación estupenda, libro de referencia y guía de lectura fiable. Y a veces, cuando se aparta del molde clásico de entrevista, los resultados pueden ser extraordinarios, como en la conversación con Borís Pasternak de Olga Carlisle, en la localidad de Peredélkino: parece un cuento ruso, melancólico y redondo a la vez. Por su sensibilidad (Carlisle nació en París y es nieta del escritor Leonid Andréiev), pero también por su extensión y la alternancia equilibrada entre formas narrativas y dialógicas.
Uno de los textos más delirantes del libro es la conversación de Jack Kerouac con Ted Berrigan, quien llegó en 1968 a la casa del autor acompañado por los poetas Duncan McNaughton y Aram Saroyan, hijo de William Saroyan. Lo que empieza como una clásica entrevista rememorativa de primeras lecturas, anécdotas de adolescencia y una petición al autor de valorar, por enésima vez, la influencia de los beatniks en la literatura norteamericana, deriva hacia una improvisación de sonetos cada vez más disparatados a medida que Kerouac pasa de los tragos a las anfetaminas que le convida su entrevistador, fuera de todo protocolo. La entrevista, al filo del absurdo, corre el riesgo de irse al diablo por exceso de empatía entre los participantes, tal como se va al diablo, en el mismo libro, la de Graham Greene, aunque por la razón opuesta: los dos entrevistadores que le envían a su casa son tan impertinentes y hostiles, que el autor termina por deshacerse de ellos contestando el teléfono y poniéndose a hablar con el amigo que lo llama. Ya sabemos la política de TPR en materia de transparencia: una entrevista fallida también puede ser elocuente, sobre todo si está bien contada, es divertida y deja un par de líneas memorables.
En una obra que está repleta de frases para el bronce —con las que se podrían armar varios libritos coleccionables de aforismos y extractos de entrevistas sobre el sentido de la vida, el rol del escritor y otros profundos temas de la literatura—, no puede faltar el intento por dilucidar el gran misterio de la inspiración artística. Si hubiera que quedarse con una frase que resume la opinión sobre el tema que tienen, al menos, tres cuartas partes de los escritores incluidos en estos volúmenes, nadie lo dice mejor que Dorothy Parker:
“—¿Cuál es, entonces, la principal fuente de inspiración de su obra?
—La necesidad de dinero, querida”.
“The Paris Review”. Entrevistas (1953-2012), Acantilado, 2020, 2.832 páginas, $120.000.
Luisgé Martín (1962) es un escritor español galardonado en 2020 con el Premio Herralde de novela por Cien noches. En su trayectoria destacan el volumen de cuentos Todos los crímenes se cometen por amor (2013), las novelas Las manos cortadas (2009), Lavida equivocada (2015) y el texto autobiográfico El amor del revés (2016). Para el público nacional puede llamar la atención que Chile sea escenario de alguno de sus cuentos y de la novela Las manos cortadas, en la que se relata el viaje al país de su protagonista, 30 años después del golpe militar, momento en el que es contactado para ofrecerle unas supuestas cartas de Salvador Allende.
Cien noches inicia con un prefacio que instala el tema central de la historia: el comportamiento sexual secreto de los seres humanos. Se enumeran estudios sexológicos que anteceden al Proyecto Coolidge, una investigación desarrollada en EE.UU., cuya segunda fase indaga en si los participantes que declararon su fidelidad decían la verdad. El estudio, financiado por Adam Galliger, un millonario neoyorquino, ha concluido y los datos son contundentes respecto del número real de sujetos infieles. En una cita con su antigua amante, Irene, Adam comparte los resultados y le solicita una segunda pesquisa (ella es investigadora privada), esta vez de índole personal.
Esta conversación inicial continúa de manera fragmentada a lo largo de la novela, en breves capítulos que coexisten con el relato de Irene, la voz narrativa principal, que recuerda sus años de infancia y juventud en Madrid y, con mayor detención, su vida en Chicago como estudiante de psicología. En esta ciudad conoció a Galliger, su amante ocasional por muchos años, y casi simultáneamente a Claudio, “el amor de su vida”. Un acontecimiento desafortunado terminó esta última relación, la cual dio paso a un caso policial vinculado con la historia argentina y sus episodios de violencia política durante los 60 y 70.
Si bien las motivaciones últimas de Irene son un poco difusas, sus experiencias sexuales registradas ‘científicamente’ pueden leerse metafóricamente como una nueva práctica de consumo, en la que los cuerpos circulan y se intercambian libremente, tal como ocurre con otros bienes.
La estructura novelesca es ambiciosa; es posible reconocer en ella la novela de tesis, el relato autobiográfico, la novela policial y la narración política. Además, Martín agrega cinco relatos autónomos, solicitados a escritores españoles que aparecen intercalados a lo largo de la novela y que relatan “expedientes de adulterios investigados” en el Proyecto Coolidge. Sin embargo, en esta ambición está el peligro: hay cabos sueltos en la información biográfica de Irene y la inclusión del tema político —dictadura militar en el Cono Sur— termina siendo un accesorio que obedecería al deseo de brindarle peso ideológico a la novela, que de lo contrario solo sería una historia de bellos millonarios que transitan por el primer mundo.
La construcción del personaje juvenil de Irene es lo más interesante de la novela; en Chicago, la protagonista inicia una etapa de experimentación erótica, travestida de interés científico, aunque más tarde reconoce que dicho interés es una parcial coartada moral para justificar su promiscuidad. El relato autobiográfico incluirá escenas de sexo con profesores, prostitución, participación en orgías y también ocasionales episodios de culpa, dada su formación católica. Si bien las motivaciones últimas de Irene son un poco difusas, sus experiencias sexuales registradas “científicamente” pueden leerse metafóricamente como una nueva práctica de consumo, en la que los cuerpos circulan y se intercambian libremente, tal como ocurre con otros bienes.
A medida que avanza en edad, el personaje se difumina; su autobiografía se condensa abruptamente una vez que vuelve a España: no queda muy claro por qué deja de ser psicóloga y postula al FBI y, particularmente, que sea el miedo a criar sola a su hija el motivo para dejar Chicago y volver a Madrid con su primer marido (a quien ya no ama).
El detalle de sus encuentros sexuales dará paso al relato de su relación amorosa con su amado argentino, la que le permite estudiar in situ el vínculo entre amor y fidelidad: “Empecé a serle infiel a Claudio, con el fin de analizar, en mis propios sentimientos, las diferencias entre el sexo animal y el amor romántico”. El experimento tuvo “seis episodios muestrales” y cuatro conclusiones, entre ellas, que las personas monógamas, como las sedentarias o ignorantes, “mueren sin conocer de verdad el mundo”. Irene cierra su estudio señalando que nunca más le fue fiel a hombre alguno, decisión que prefigura la tesis final de la novela.
Como anticipé, esta es la parte más sugerente de la novela, no obstante, a medida que avanza en edad, el personaje se difumina; su autobiografía se condensa abruptamente una vez que vuelve a España: no queda muy claro por qué deja de ser psicóloga y postula al FBI y, particularmente, que sea el miedo a criar sola a su hija el motivo para dejar Chicago y volver a Madrid con su primer marido (a quien ya no ama). Su historia vital post Chicago se despacha en unas pocas líneas, para avanzar a momentos de introspección como los siguientes: “Tengo 59 años. A medida que me he convertido en una mujer madura y los hombres han dejado de interesarse en mí, conozco la vejez sexual, ese estado de fatiga (…) que solo puede vencerse recordando las glorias pasadas del cuerpo”.
De la exuberancia de sus experiencias eróticas, se pasa sin solución de continuidad a la figura de una mujer mayor amargada. En ese sentido, tanto la ausencia de desarrollo adulto del personaje de Irene como la inclusión ciertamente forzada de la dimensión política de la novela son los principales lastres de una novela ambiciosa en su arquitectura y fallida, en buena parte, en su ejecución.
Los “casos” —entendidos como el análisis detenido y en profundidad de una situación particular— le han interesado siempre al historiador italiano Carlo Ginzburg: tempranamente, desde los casos policiales de Sherlock Holmes hasta los clínicos de Sigmund Freud. Pero, más tarde, como historiador, dedicará sus investigaciones a otros “casos”, especialmente aquellos de personas que aparecen en los procesos inquisitoriales, a partir del siglo XVI y durante la modernidad temprana, tomando la paradójica decisión de atender las actitudes y creencias de las víctimas a través de los archivos de la persecución.
En los ensayos reunidos en su último libro, Aún aprendo, Ginzburg ha decidido ser él mismo el caso de estudio; o él mismo, en otros tiempos, pues en varios de ellos vuelve sobre su propia obra, mediante conferencias o mediante nuevos capítulos o notas de reconsideración de sus libros previos, antiguos y no tanto: desde el primero, Los benandanti, publicado en 1966, hasta Nondimanco, publicado en 2018, pasando por Historia nocturna, que apareció por primera vez en 1989. Figuran, de esta forma, algunas obsesiones, como los ritos y los brujos, o quienes son tenidos por tales. Así, los “benandanti”, eran una secta de hechiceros “buenos”, que se sentían obligados a salir en espíritu tres o cuatro veces al año, a combatir de noche, en contra de brujas y brujos: cuando los primeros vencían, las cosechas eran abundantes; mientras que cuando ganaban las brujas había escasez, pero los inquisidores los tendrían por brujos y brujas a ellos, quienes creían luchar con la brujería.
Estas búsquedas suyas, señala Ginzburg, respondían a intereses conscientes, como documentos de lucha de clases, por ejemplo, pero también a circunstancias inconscientes, como la persecución del mismo Ginzburg y su familia —sus padres fueron el profesor de literatura rusa Leone Ginzburg y la novelista Natalia Ginzburg, ambos parte de la resistencia y figuras centrales en la editorial Einaudi— por ser judíos, en la época de la Italia fascista. De esto se percató mucho después, así como de otras constantes: la casuística, la casualidad, la utilización de las herramientas de la filología y de la crítica de arte, en particular los estudios de iconología producidos dentro del Instituto Warburg, que él ha usado en el desciframiento de sus objetos de investigación: los sueños de hechiceros o las teorías cosmogónicas de un molinero, el protagonista de su famoso libro El queso y los gusanos (1976).
Ser él mismo un caso de estudio, sin embargo, no se relaciona con ningún afán introspectivo, sino con un examen metodológico. En un ensayo del libro señala que él suele repetirse a sí mismo que siempre es necesario “esterilizar los instrumentos de análisis”, aunque el primer instrumento a esterilizar es el propio investigador.
Otro “caso” que le ha interesado es el que abordó en su ensayo escrito junto con el historiador del arte Enrico Castelnuevo, titulado Centro e periferia nella storia dell’arte italiana, considerado un trabajo clásico en el campo de la historiografía del arte, recientemente vuelto a publicar. Allí, ambos autores investigaron cómo funcionaba el binomio centro y periferia, asumiendo el arte italiano como un “caso”, e Italia como un “laboratorio privilegiado”. Mostraron cómo la noción de “centro” y “centro artístico” no es neutra. Recomendaban la posibilidad de desarticular una visión jerárquica, sin ignorar o eliminar las diferencias y los desequilibrios, en las relaciones entre centro y periferia, persiguiendo individuos y obras en sus diversas andanzas: por ejemplo, el movimiento de Perugino desde un centro artístico (Florencia) hacia zonas periféricas; o la resistencia de los arquitectos de Borgoña y del valle del Ródano a las soluciones propuestas en la reconstrucción del siglo XIII de la catedral de Chartres; o el ejemplo de Lorenzo Lotto y su búsqueda de una alternativa a los “modelos” de centros como Venecia y Roma, lo que se tradujo en su exilio.
A las nuevas ediciones de libros antiguos, entonces, se une la reflexión de Ginzburg sobre ellos. Tal vez porque, como apunta en uno de los ensayos de Aún aprendo, el momento autorreflexivo llega en el crepúsculo, como el búho de Minerva.
¿Responde a una situación crepuscular que se hayan reeditado varias de sus obras o es solo el azar editorial? No, es una elección.
Indica que estos ejercicios de “filología retrospectiva” no nacen de un impulso autobiográfico, sino metodológico: tratar de entender sus opciones del yo de entonces con la experiencia del yo de ahora. ¿Pueden conversar esos yo sin enojarse? A veces, el yo mayor está perplejo, o bien tiene curiosidad: enojado, nunca.
Hablando de ayer y hoy, ¿qué opina de la creciente tendencia a juzgar los acontecimientos del pasado con criterios del presente? Si es que, como se ha dicho a menudo, el pasado es un país extranjero, el anacronismo (juzgar el pasado con los criterios del presente) es el triunfo del provincianismo.
¿Hasta qué punto es posible evitar toda “contaminación” entre ambos? Estableciendo un diálogo entre el presente y el pasado. Ninguno de los dos debe darse por sentado.
Los análisis retrospectivos de Aún aprendo parecen haberle mostrado aspectos de usted que no percibió en su momento. ¿Hay algo que le haya parecido particularmente sorpresivo? Lo que encontré más sorprendente e inesperado es el papel que desempeña la criptomemoria: la memoria oculta e inconsciente.
Percibe también algunas constantes, como la importancia del vínculo entre anomalías y normas. ¿De qué manera la excepción a la regla puede ser más fértil que la regla? Como dije (citando inconscientemente un comentario de Kierkegaard), las normas no pueden incluir todas las anomalías posibles; las anomalías necesariamente incluyen una referencia a las normas.
Esta relación también podría considerarse como la que existe entre “casos” y generalizaciones. ¿Le incomodó ser usted mismo un “caso” de estudio? Para nada.
En el ensayo escrito junto a Enrico Castelnuovo investigó el binomio centro y periferia, asumiendo el arte italiano como un “caso”. ¿Hay casos menos específicos que otros? No diría “menos específico”: menos anómalo, sí.
La noción de “centro artístico”, ¿también hay que “esterilizarla”? Efectivamente, y eso es lo que intentamos hacer, Enrico Castelnuovo y yo.
Por la época del ensayo con Castelnuovo, en los años 70, escribió otras obras en colaboración: con Adriano Prosperi y con Carlo Poni. ¿Cómo fue la experiencia y por qué no continuó? Disfruté mucho aquellas experiencias; aprendí mucho de ellos. ¿Por qué no continué? Probablemente porque comencé a trabajar en el proyecto centrado en Storia notturna, el libro que escribí sobre el sabbath de las brujas. Una trayectoria solitaria, que duró más de 15 años.
Volviendo a Aún aprendo, cita más de una vez a Carlo Dionisotti, quien destacó la casualidad o “la regla que rige la investigación de lo desconocido”. ¿No deberíamos sospechar del azar? Hacer hincapié en el papel del azar en la investigación es ciertamente arriesgado. Pero, como dice un proverbio siciliano, chi non risica non rosica: quien no se arriesga, no podrá conseguir comida.
Menciona que no le convence la “paleontología lingüística” de Pictet. Sin embargo, se detiene en palabras suyas en obras antiguas que lo desconciertan, como “paradigmático” antes de Kuhn o “indudable” antes de documentar una certeza. ¿Cuánto importan las palabras? Las palabras ciertamente importan, pero tenemos que mirarlas desde la distancia, y también muy de cerca. Para decirlo de otra manera, usando el extrañamiento.
Bueno, usted ha destacado el extrañamiento como una forma de conocer. ¿Qué piensa cuando la “empatía” se señala como un logro histórico? Me disgusta intensamente la noción de empatía: es engañosa. Yo he solido oponer la filología (en sentido amplio, en el sentido de Giambattista Vico) a la empatía: oponer la distancia a la falsa identificación.
Aún aprendo, Carlo Ginzburg, Editorial FCE, 2021, 154 páginas, $15.900.
Centro e periferia nella storia dell’arte italiana, Enrico Castelnuovo y Carlo Ginzburg, Editorial Officina Libraria, 2019, 164 páginas, 18 €
Las imágenes de ella la retratan contenida, ni desafiante ni de avanzada, a la usanza de la época. Pero fue una pionera absoluta, y su obra la sitúa a la vanguardia de las letras y las humanidades. Rosario Orrego (1831-1879) es conocida como “la primera novelista, periodista y mujer académica del país”, como afirma el sitio Memoria Chilena, de la Biblioteca Nacional.
Orrego fue la primera mujer en fundar una revista en Chile, nada menos que la icónica Revista de Valparaíso, donde destacados y destacadas intelectuales pensaban el Chile de la segunda mitad de siglo, sus vicisitudes y ansiedades. Fue también la primera mujer en ser miembro de la Academia Chilena de las Bellas Letras, dirigida entonces por José Victorino Lastarria. Y, por si aquello ya no fuera suficiente, también fue pionera en la novela (algunos la han señalado como la primera escritora de una narración de ficción).
Pero la autora, a pesar de haber sido reconocida en su época, no tiene la presencia en la historia ni en el canon proporcional a sus hazañas. Ni en la historia de Chile ni en la de los medios de comunicación o en la literatura. En los últimos años, investigaciones académicas han sido clave para restaurar la importancia de su obra y su figura. Diversos autores y autoras han estudiado su obra y la de otras plumas invisibilizadas del siglo XIX, para resaltar la importancia de su trabajo, su mirada y su rol en la sociedad chilena decimonónica. Ahora viene el paso pendiente: volver a leer más masivamente esa obra y dialogar con ella desde el contexto actual. La Universidad Alberto Hurtado reeditó una de sus novelas, Los busca-vida, y con ello alienta el redescubrimiento —más allá de la academia— de Rosario Orrego.
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Esta mujer extraordinaria nació en Copiapó en 1831 y, aunque murió joven, vivió con intensidad notable. Su vida adulta partió a los 14 años, cuando se casó con Juan José Uribe. Tuvieron cinco hijos, muchos muy destacados. Regina, la menor, de hecho, fue la primera mujer en el país que recibió el grado de Bachiller en Humanidades.
En 1853, tras enviudar, Orrego se instaló en Valparaíso, donde inició su carrera literaria y periodística. Parte publicando en la revista La Semana (dirigida entonces por los hermanos Domingo y Justo Arteaga Alemparte) sus primeros poemas. Sigue colaborando en las revistas Del Pacífico y Sud-américa. También escribió en la Revista de Santiago (1872-73) y La Mujer, dirigida por Lucrecia Undurraga, periódico hecho por y para mujeres, y recientemente publicado en una edición de lujo por la Universidad Adolfo Ibáñez.
Paralelamente a su labor en la prensa, en 1860 publica su primera novela, Alberto, el jugador, por capítulos (o por “entregas”) en la Revista del Pacífico.
Incluso la mandó a un importante concurso, y le tocó competir con Alberto Blest Gana.
“El concurso de literatura chilena convocado en 1860 por la Universidad de Chile distinguió con el primer premio a la novela La aritmética del amor, de Alberto Blest Gana, quien inaugura así tanto la novela nacional como la tradición del realismo estético. Las referencias a este acontecimiento fundador aluden de paso a la segunda novela que iba a presentarse a ese concurso, y que al parecer la autora no alcanzó a terminar dentro del plazo previsto: Alberto, el jugador de Rosario Orrego. (…) Esta obra, casi ignorada por la crítica, sitúa a la autora como la primera novelista chilena, y su labor intelectual la destaca como la primera mujer periodista del país y la primera en ingresar a una academia literaria nacional”, escribe Juan Armando Epple, en Escritoras chilenas: novela y cuento. Tercer volumen (Patricia Rubio Editora).
En esta novela se retrata el mundo del juego, dominado por los hombres, la cual “presenta una curiosa homología con el asunto central de La aritmética delamor, de Alberto Blest Gana: en ambas obras, el universo narrado y su dilema argumental se estructuran en torno a la relación problemática entre el amor y el dinero”, dice Epple en la citada obra. Las palabras del intelectual Ricardo Palma en el prólogo dan cuenta tanto de la calidad de la escritura como del clima de época, toda vez que un hombre debía dar el salvoconducto para que una mujer ingrese a la ciudad letrada: “En cuanto a nosotros, felicitamos muy cordialmente a la joven escritora que despreciando las mezquinas prevenciones con que el egoísmo del hombre ha pretendido cerrar al bello sexo el templo de las letras, se arroja con la confianza del verdadero talento en un campo donde hay tantas espinas punzadoras y tan escasas flores”.
Romper el estereotipo tradicional de que las mujeres deben dominar y habitar el espacio de lo privado, lo doméstico y lo familiar, implicaba pagar altos costos en la época. Si no, es cosa de ver el caso de Martina Barros, quien por el hecho de traducir La esclavitud de la mujer, de John Stuart Mill, fue descalificada y hasta excluida de su círculo social.
Muy prolífica, su segunda novela, Los busca-vida, también se publicó por entregas en la Revista Sud-américa, entre 1862 y 1863. Podrían llamarse frescos de distintos personajes en el norte, con la minería como telón de fondo y definida como “novela de costumbres”.
Teresa, su tercera novela, la escribió en 1870, pero según consta en los estudios de Juan Poblete, la novela Teresa apareció primero como folletín en Revistade Valparaíso y, al menos parcialmente, en La Mariposa. En ella, la autora indaga en la coyuntura chilena durante la Reconquista y también sobre la identidad femenina. La novela parte con la felicidad de Teresa, pues se va a casar con su novio, Jenaro, a la vez que está muy angustiada porque su hermano Luis debe participar en la liberación de un barco patriota. Cuando la protagonista se da cuenta de que su novio es realista y no patriota como ella y su familia, debe decidir entre el amor y la lealtad a la causa y a su familia. La manera cómo se van desarrollando las disquisiciones de Teresa muestran a esta joven heroína como un espejo de su autora: activa y valiente, pero todavía subordinada a su familia y sus afectos.
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La carrera periodística de Orrego no para: en 1873 tiene su mayor hito, pues lanza la Revista de Valparaíso, la que dirigió y editó por 22 números. “La particularidad de la Revista de Valparaíso —sostiene Claudia Montero en su libro Y también hicieron periódicos— es que fue una empresa personal de una mujer de letras que en algún momento decidió asumir la defensa de la educación de las mujeres. Además, el momento vital en el que ella inicia esta publicación coincide con su consagración en el mundo de las letras, lo que la ubicaba en un lugar de vanguardia, abriendo camino a otras”.
En el “Prospecto” de la revista, la directora entrega las razones e inspiraciones de esta publicación, un espacio de reflexión sobre la sociedad y, en especial, la educación de las mujeres.
“Valparaíso ha llegado por su progreso material a ser uno de los puertos más hermosos y ricos del Pacífico, y debe esforzarse para llegar a ser uno de los pueblos más cultos e ilustrados.
Si a una hermosa mujer dotada por la naturaleza de todas las perfecciones físicas no la adornan las bellezas del alma, los encantos de la intelijencia (sic), seria (sic) una bella estatua, pero sin calor, sin alma. Una estatua sin alma: eso seria (sic) un pueblo que ha llegado al apogeo (sic) de su desarrollo material sin mas (sic) aspiraciones que el lucro, sin mas (sic) placer que el que proporciona el buen éxito de empresas mercantiles”.
Para Verónica Ramírez, Manuel Romo y Carla Ulloa, autores del libro Antología crítica de mujeres enla prensa chilena del siglo XIX, “la preocupación de la directora respecto al tipo de educación que recibían las mujeres más jóvenes no deja de ser constante en las páginas del periódico. Le angustiaba que la sociedad promoviera la construcción de un estereotipo de mujer cuyo fin fuese convertirse en objeto de placer para el hombre (que luzca perfecta, que sepa cantar, adular, etc.). De allí que abunden sus advertencias sobre la importancia de la instrucción femenina, fundamentada en su desarrollo intelectual”.
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En 1874, Orrego se casó, por segunda vez, con Jacinto Chacón, tío de Arturo Prat. Tuvieron un hijo, Luis Uribe, quien murió en el Combate Naval de Iquique. Ese 21 de mayo de 1879 a ella le da un infarto al corazón en Valparaíso, y no sobrevive. Tenía menos de 50 años.
Isaac Grez Silva realizó la primera antología de su obra 50 años después, en 1931. Incluyó una biografía suya y también la novela Teresa. Casi 100 años después de ese trabajo, Rosario Orrego no figura en los planes de lectura escolares y, salvo en círculos académicos, tampoco es conocida.
Orrego, junto a otras escritoras chilenas destacadas, habría elaborado una estrategia distinta. No confrontar ni desafiar directamente el status quo, sino introducirse en la arena del debate público desde una rendija ‘autorizada’, cual es la de ser una ‘madre de la República’, figura utilizada para poder poner un pie en el territorio masculino vedado.
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¿Por qué ha sido invisibilizada Rosario Orrego, al menos no representada o recordada acorde a su aporte nacional? Primero, como sostienen varios autores y autoras, su “estrategia de legitimación” o “autorización” tiene mucho que ver. Romper el estereotipo tradicional de que las mujeres deben dominar y habitar el espacio de lo privado, lo doméstico y lo familiar, implicaba pagar altos costos en la época. Si no, es cosa de ver el caso de Martina Barros, quien por el hecho de traducir La esclavitud de la mujer, de John Stuart Mill, fue descalificada y hasta excluida de su círculo social.
Orrego, junto a otras escritoras chilenas destacadas, habría elaborado una estrategia distinta. No confrontar ni desafiar directamente el status quo, sino introducirse en la arena del debate público desde una rendija “autorizada”, cual es la de ser una “madre de la República”, figura utilizada para poder poner un pie en el territorio masculino vedado.
Es así como firmó varias de sus columnas como “Una madre”, levantó la voz para evitar los cambios de conducta o liberalización de estas que podrían ser perniciosos para la juventud, y evitó la lucha confrontacional contra la inequidad de género. No hay en sus discursos ni rebeldía ni denuncia. Al revés: agradecimiento y humildad frente a los espacios simbólicos tan importantes que se le abrieron.
“En 1860 Rosario Orrego se cree obligada a firmar su texto con el seudónimo de ‘Una madre’. (…) Entre la madre del seudónimo y la madre, mujer y esposa de sus múltiples escritos, Orrego desplegó lo que podríamos llamar una estrategia de autorización… el seudónimo de ‘Una madre’ protegió inicialmente a Orrego de la censura que caía presurosa sobre la mujer híper discursiva”, escribe Juan Poblete en Literatura chilenadel siglo XIX: entre públicos lectores y figuras autoriales.
Pero esa misma “estrategia” de “bajarse el perfil” intelectual finalmente fue complicando su ingreso al canon. Al examinar su discurso-poema de ingreso a la Academia, salta a la vista esta estrategia a la que alude Poblete:
“Nada sé de artes ni de ciencias graves,
yo levanto la voz a la ventura
como en el bosque las canoras aves,
como ese mar que a su pesar murmura.
No he arrancado a los libros su secreto,
no he estudiado del orbe la armonía;
mi pensamiento soñador, inquieto,
las cuerdas de mi lira solo oía.
Hoy solo os llevo a la común arena
de inculta inspiración, pobre destello,
una alma que lo grande lo imagina
y un corazón para admirar lo bello”.
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De las estatuas, bronces y placas recordatorias que hay en Chile, solo un 4,7% corresponde a homenajes a mujeres. Y más de la mitad de ellas son en homenaje a Gabriela Mistral. En medio de debates sobre la pertinencia de las estatuas que ya existen, cabe también empezar a pensar en las estatuas y bustos que faltan. Pensar en aquellos, especialmente en aquellas, que han quedado excluidos de la representación simbólica en el espacio público. Y las heroínas de la prensa del siglo XIX en Chile, y principios del siglo XX, merecen más de un reconocimiento social.
Como ha establecido Claudia Montero en Y también hicieron periódicos, no solo fueron redactoras, sino fundadoras de revistas y medios impresos. Estas plumas extraviadas del canon y de los programas de lectura de los colegios contaron sus historias y, a su vez, relataron las de su género. Ellas son, en cuanto productoras de contenido, un testimonio ineludible del viaje hacia los derechos plenos de las mujeres, y de los múltiples escollos que se han debido sortear. En el caso de Orrego, su obra novelística y periodística posee un valor en sí misma, como reflejo de la época, pero también de la necesidad de cambios que ella avizora. Sus retratos de mundos en tensión en las primeras décadas de la República son valiosos en sí mismos. Y sin ser una vanguardista en cuanto a su discurso —pues la conciliación y la humildad eran constantes orientaciones y límites— fue en los hechos una mujer que abrió caminos inéditos para las demás, como fundadora de revistas, como intelectual preocupada de la educación femenina y como escritora de obras de ficción. Estos aportes, sin duda, merecen más de una estatua.
“Cuerpo, recuerda no solamente cuándo fuiste amado, / no solo los lechos en que te acostaste, / sino también aquellos deseos que por ti / brillaban en los ojos manifiestamente, / y temblaban en la voz –y algún / obstáculo casual los hizo vanos”.
Probablemente tú no estás la tarde en la que leemos en voz alta este poema de Cavafis y nos estremecemos, a pesar de que somos demasiado jóvenes para tener memoria de esos deseos y brillos. No de los temblores que experimentamos ante la represión real o fingida.
Ahora que todo ya está en el pasado, hay recuerdos que se obstinan en volver; un día en particular toca mi cuerpo y se raja. Me pregunto si tú también recuerdas ese día, y cómo.
Durante la dictadura postulamos -vuelvo a este nosotros improbable- que cuando derroquemos a Pinochet seré yo quien escriba la historia de esa vida clandestina. Cada vez que estas 24 horas tocan a mi puerta, traen consigo ese mandato imposible de cumplir.
Lo más difícil es encontrar el tono. La relación que el narrador establece con lo que está narrando, cuando se conecta de una manera emocional particular con la historia. Si es una relación de distancia, si es de pasión. Esa relación del narrador con la historia que narra para mí es la clave del asunto (Ricardo Piglia).
Si descarto la nostalgia por la juventud ida, queda un territorio fangoso, opaco.
Tú eres todo un personaje, tus padres se la pasan viajando, vives con tu hermano en una casa de dos pisos en Providencia, donde hoy figura un instituto para aprender inglés. Militas en el MIR. Se supone que nadie lo sabe. Los partidos, las organizaciones, las reuniones están prohibidas. Pero en el Pedagógico basta que reconozcas a un militante de cada partido para encontrarlos a casi todos. Los del MIR son los más difíciles de pillar.
La clandestinidad constituye una vida subterránea que transitamos en secreto y temblor con un nombre distinto al del bautismo. Yo –aquí no me acompaña el nosotros– me burlo de que usemos nombres de chapa siendo que nos conocemos por el del Registro Civil. Escojo María como un gesto de desdén. Después conoceré muchas Marías, todas verdaderas.
Lo que te convierte en un personaje es que no pareces mirista; demasiado petiso, lampiño, ropa formal, maletín. Tartamudeas, demoras tantísimo en decir lo que piensas. Te confieso: cuando te vemos venir con ganas de conversar y el sempiterno cigarro entre tus dientes amarillosos de Hilton, nos escondemos. Recuerdo esa vez que vas a mi casa a recoger unos ejemplares de la revista que hacemos épicos a mimeógrafo; llevas horas charlando cuando te acuerdas que dejaste a tu novia esperando en el auto. Sospecho que las visitas que haces a la revista aparecen posteriormente en un documento secreto entre las actividades universitarias del MIR.
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¿Has visto mis anteojos?, pregunta mi madre. Más tarde olvida la orden médica, las llaves del auto, el carné… sin ellos no podrá manejar, hacerse el examen médico, operarse las cataratas para encontrar lo que no ve. ¿Has visto las pinzas?
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Las fiestas de curso en tu casa de Providencia son extrañas. Como estudiantes universitarios pesamos menos que un maní. Igual los del PC bailan entre ellos y las fracciones del PS y los MAPU, Izquierda Cristiana, MOC. Una noche alguien propone ir disfrazados. Una se pone un traje de payaso increíblemente realista que le fabrica una tía costurera. A poco de llegar se encierra en el baño angustiada porque no la reconocimos; concluye que no es nadie, solo una payasa. Tengo la idea de que las paredes están empapeladas con flores. La vaca alcanza para jurel con cebolla y mayonesa, rodajas de tomate, huevos molidos, chis pop, marraquetas, una chuica de vino… Las sillas están arrinconadas contra la pared. No se considera comer y conversar alrededor de la mesa –en las reuniones clandestinas los apuntes se toman sobre las rodillas, las letras se corren–. Uno del PC recrimina a un socialista que lleva horas observándonos en silencio y desdén. Creo que tiene un grado de autismo o intuye que en el futuro no haremos lo que decimos en el presente y el repentino conocimiento del pasado lo paraliza. La atención se desvía hacia la que descubre a su novio en el saco de dormir de una tercera. Las cosas no salen como se piensan; el toque de queda pone en tensión las buenas intenciones.
Pongamos que te invito a conversar en privado, el antejardín limita con una Los Leones domesticada por el toque de queda y las sirenas lejanas de la policía. No recuerdo si hay flores, quién sabe si tienes una tercera vida secreta en la que riegas; me encantaría recordar las estrellas sin esmog, los movimientos del desvelo al interior de la casa, los sentimientos contradictorios que omitimos, la ropa, únicamente sé que son anchas, largamente usadas, de lana.
Si uno piensa que una historia es siempre la historia de una vida y cree, como creo yo, que los grandes efectos salen de pequeñas causas, se encuentra frente a una cantidad de pequeños episodios de los que no debe saltarse ninguno porque en cualquiera puede estar el momento decisivo. De ahí deriva una ley del relato: cuanto menos importante es un hecho más cuesta contarlo (César Aira).
De fondo se escuchan las lágrimas de la militante de la IC engañada por su novio y su compañera de Bloque; la condena moral a los improvisados amantes, la discusión entre el socialista acongojado y la metida en razón de los PC. Hace meses que me tortura la posibilidad de no creer más, no en la revolución, que es utópica, sino en el partido. Discutimos si la dictadura caerá por una rebelión popular de masas, un frente antifascista, una vanguardia armada, un ejército regular profesional, una guerra popular prolongada o revolucionaria, un pacto social entre partidos y organizaciones sociales, la agudización de las contradicciones, y todas las combinaciones posibles de esas 34 palabras. Cuando caemos en cuenta, quedan apenas 15 minutos para definir acciones concretas. No se nos ocurre un solo movimiento capaz de alcanzar las altas metas que acabamos de discutir, cualquier iniciativa luce pequeña, inocua. Nos comprometemos a pensar para la próxima vez y se repite lo mismo, le dice mi disfraz a tu disfraz, que supones que en el MIR eso no ocurre. ¿Soy bohemia, piel roja, pirata, odalisca? Tú, ¿vaquero, doctor, bombero? Lo único fehaciente es el temblor en mis tobillos, la vergüenza de que me traicionen y me hagan caer junto a mi solicitud.
Tu respuesta es inesperada: transmitirás mi petición a las instancias correspondientes. No te pregunto qué instancias, a qué corresponden, cuál es la demora, ¿será que la tratarán al final de la reunión cuando ya no quede tiempo?
La clandestinidad constituye una vida subterránea que transitamos en secreto y temblor con un nombre distinto al del bautismo. Yo me burlo de que usemos nombres de chapa siendo que nos conocemos por el del Registro Civil. Escojo María como un gesto de desdén. Después conoceré muchas Marías, todas verdaderas.
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¿Has visto mi billetera?, pregunta mi madre. Entre ayer y hoy olvida dónde puso las llaves de la casa, la clave del Banco es incorrecta y desconoce en cuál de las libretas en las que anota las cosas para que no se le olviden escribió la correcta. Como le es imposible entrar al Banco, no podrá constatar si el dinero faltante corresponde a una tercera estafa u olvidó anotar una compra que hizo porque no encontró la libreta.
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Me haces llegar un papelito que deberé destruir tras memorizarlo. La cita es en algún rincón del Pedagógico. No tan público para que una conocida se acerque o tan aislado para despertar sospechas. Me entregas un ejemplar viejo de la Cosas o una guía de lectura del ramo de Sociología o un número viejo de la Mecánica Popular. Adentro hay un documento con los principios, fundamentos, historia, organización, programa del MIR. Si me pillan con estas páginas escritas a máquina e impresas a mimeógrafo en papel roneo, pueden detenerme, torturarme, hacerme desaparecer. Si tuviese fresco el trayecto que hacemos, el documento y yo, desde el Pedagógico, en la micro Los Leones y la liebre Bilbao Lo Franco. En la cocina, mi madre fríe pejerreyes falsos. Cómo te fue hoy, qué estudias, pregunta mi padre y las ganas de gritar quién soy de verdad permanecen atrapadas en la red con los cabos de la acelga. A cada momento rozo el áspero papel para cerciorarme de que continúa ahí, cambio de escondites, tengo pesadillas, descubren las páginas, me torturan, te delato, tú delatas, el MIR cae, la sirena se aleja. No vienen por mí.
Una revolución puede contarse en tres líneas. Un adulterio puede despacharse en un párrafo, pero contar cómo se hizo para pinchar con el tenedor una arveja exige tres páginas de la prosa más precisa y los recursos más avanzados del arte de la narración. Por supuesto hay mil probabilidades contra una de que estas trabajosas maniobras con el tenedor no sean el momento decisivo de una vida, pero eso nunca se sabe de antemano, y hay que arremeter contra ese detalle y otros muchísimos. Todo termina pareciendo inútil. No puede extrañar que el estado de ánimo habitual en los escritores sea el desaliento (César Aira).
Dos veces a la semana viajo en micro hasta la Santa Olga, La Victoria, la Santa Adriana, participo en un boletín, un grupo de mujeres, uno de jóvenes, la estructura poblacional juvenil del partido. Me junto con unos trabajadores de la construcción que formaron un sindicato. Tengo reunión con el activo político ampliado de la escuela, dos veces a la semana con la célula universitaria del partido que estoy por abandonar, otras con el equipo de la revista épica a mimeógrafo. No le digo a nadie que pedí entrar al MIR. Miento, seguro le cuento a mi amiga secreta y nos entristecemos, abandonar el partido es abandonar ese nosotros por otros.
La ventana de mi cuarto da a un grandioso almendro, en primavera aparecen unos brotes verdes que transmutan en florecillas blancas con largos pistilos amarillos; las abejas polinizan y aparecen los minúsculos frutos. La fuente de conocimiento familiar son los pesados tomos de la enciclopedia Monitor. Todos los objetos animados o inanimados que veo por la ventana tienen un origen mítico, como Fílide, que cae perdidamente enamorada de un soldado que va a la Guerra de Troya. Creyendo que su adorado ha perdido la vida, muere a causa del dolor. Atenea se conmueve y transforma su cuerpo en un almendro.
Bajo la lámpara del velador al piso para que mi padre no vea la luz en mi cuarto. El documento del MIR contiene más combinaciones de las mismas 34 palabras. Cuando llega el momento de transformarlas en acciones, se acaba la hoja. Es difícil conseguir papel, está prohibido.
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Ayer mi madre dejó el hervidor encendido sin agua y puso la caja de leche boca abajo en el refrigerador. La siento al lado mío, en este escritorio que le pertenece y en el que busco con desaliento los esquivos detalles. Siente angustia de acabar olvidándolo todo, qué sentido tendría vivir sin memoria, me pregunta. En cambio, sus recuerdos lejanos se vuelven cada vez más nítidos, incluso los que tenía perdidos, como mi nacimiento o el de mi hermano, su casa de infancia, sus juguetes…
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Las instancias correspondientes toman una decisión respecto a mí. Escoges una calle poco concurrida, en el barrio alto es más seguro. Caminamos como una pareja o dos amigos que podrían serlo y no cruzan el toque de queda. El miedo sube hasta mis rodillas, me voy a plegar como un mono animado que carga una bomba de tiempo.
Me preguntas cómo me veo adentro, no te entiendo, quéeee papapel te gusssstaaaaría tener en el MIR. Esquivo los cadáveres pegoteados de las ciruelas en la vereda, los niños corren al encuentro del heladero. En el organigrama del partido hay clandestinos, dirigentespúblicos y ayudistas. Lololos claclaclandededestinos rereciben inssstruccción militatar, nadie sabe dododonde viven, nini sus paparejas nini susus paaadres. Te miro consternada, sin habla. Nonooo crecreemos que que sea tuuuu lugar. Respiro aliviada. Looss dirigegentes púpublicos son aaabiertos, conduducen aa las orrgaganizacccciones sociciciales seegún nuestra estratrategia yy cappptan mimilitantes. Ay sí, podría ser dirigente del Centro de Alumnos de la escuela y después, de la facultad, sentarme con los demás líderes en el casino, ir a sus fiestas, hay algunos tan lindos, aunque me tiembla la voz en las reuniones y se me embarrullan las ideas, es lo que hice hasta ahora, participar en las organizaciones sociales, sacar boletines, murales, la revista, ir a mítines. Aaaa titi no tete vemos passssta de lilider, afirmas a continuación. Te miro confundida, en qué otro lugar puedo estar. Escucho cómo las 34 palabras y sus combinaciones se van desmoronando. Heeemos penensado que lo más adecucuado es ayuyuyuyudista. Harás laboreres de vivivigilancia en Bannnncos, tratratraslaladadadar armas, dodocucumentos seecreeetos, apopoyayar la logissssssstica, checheququear cacasas de seguguridad. Nananadie popodrá saaaber que que tete opoonenes aaa la didididic tadura, nono dadaras tutus opinioooones eeen lalalal unininiversidadadad, no tieeenen queque verte cococon gegente dede izizizizquerda. Si sitepipillallallan seseria mmuy ppeliiiiiiiiigroso para los claclaclandestinos. Y cuando la última de las 34 palabras cae sin combinaciones aparece diáfano el borde agrietado de mi creencia. Buebue biennnnvevenida aal MIR. Yaaa tete lllegaaran tuss pririmerrras ininssssturtrucccccciones.
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Todos los días recojo vasos que mi madre deja olvidados por el departamento, los llevo a la cocina y los lavo. ¿Qué haces? Con razón no encuentro las cosas, me explica que pone un vaso boca abajo cada vez que pierde algo. La siento al lado mío, en este escritorio que le pertenece y en el que busco con desaliento los esquivos detalles. Con tono despreocupado le indico que mire a su alrededor: el escritorio, el velador, las repisas, las mesas… atiborradas de objetos, la mayoría inútiles. Le sugiero que los traslade a la bodega y en el espacio vaciado coloque papelitos de colores con los lugares donde deja las cosas. Estás loca, cómo voy a vivir sin mis recuerdos, alega sorprendida.
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Las almendras que veo crecer por la ventana que da al jardín tienen una piel verde que las envuelve y una cáscara dura. Durante la maduración la piel externa se separa, pasando del verde al marrón; queda a la vista la cáscara como un corcho poroso. Es el momento que escogen las orugas llamadas gata peluda que viven en el árbol para tirarse en caída libre y aterrizar de preferencia en hombros y cuellos provocando una dolorosa quemazón. Las que se salvan de morir, por la noche se convertirán en mariposas negras.
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24 horas después, sin haber dormido, aterrizo en el casino y te digo que no puedo hacerlo. Repito la frase dos veces para convencerme de que es así, lo he decidido. Aseguras que no tengo de qué preocuparme, todos los lugares de lucha son válidos. ¿Más tranquila?, me preguntas al marcharte. Dejo que pienses que estoy aliviada, pero la duda que vislumbré hace 24 horas en el lenguaje me continúa quemando el cuello.
Sé que te separaste de la novia que dejabas esperando en el auto, trabajas como periodista, te endeudas como todos en este sistema neoliberal. Ya no tiene sentido preguntarte cuáles son esas instancias correspondientes que deciden por nosotros. Hasta que no encuentro esavoz, ese tono, la novela no funciona, porque no se trata deredactarla, sino de que tenga un estilo propio, es decir, loque yo llamo una convicción (Ricardo Piglia).
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Hija, hija, llama mi madre desde su cuarto. Mira lo que encontré, estoy feliz, lee por favor: “Quien es consciente de padecer olvidos no tiene problemas serios de memoria; quien padece Alzheimer no tiene registro ni se acuerda de lo que efectivamente le pasa”, B. Dubois, profesor de neurología de CHU Pitié Salpetriere.
Desde hace un tiempo, hay un nuevo interés por la obra de G. K. Chesterton (1874-1936). Tratándose de este escritor, no puede hablarse propiamente de un “regreso”, porque nunca se ha ido por completo: sus novelas y relatos más famosos del género fantástico y policial, como El hombre quefue jueves, El club de los negocios raros y la saga de libros protagonizados por el Padre Brown, el más improbable y certero de todos los detectives de ficción, siempre han estado ahí. La situación de Chesterton, como observa Simon Leys en un excelente ensayo, es bastante peculiar, ya que se trata de un nombre en cierta medida familiar, pero también invisible, porque muchas veces se le ha tratado con cierto desdén. Hasta hace un tiempo su figura, o más bien su caricatura, ocupaba un lugar en el imaginario literario popular: un gigante de forma rotunda, con bigotes de morsa y melena desordenada, con capa y sombrero de bandolero.
La circunstancia de que su nombre se asocie a dos cosas antinómicas, como el humor y la religión católica, ha contribuido indudablemente a la singularidad de su recepción. Chesterton es reconocido como un gran humorista, en una nación de escritores ingeniosos y divertidos, principalmente por la maestría con que manejaba el aforismo. Con él pasa algo parecido a lo que ocurre con Churchill, ya que frases suyas, o atribuidas a él, se citan a cada rato. Chesterton fue también proclive a la propaganda del catolicismo apostólico romano, lo que de alguna forma también fue otra de sus paradojas o excentricidades, tratándose de alguien tan orgulloso de su nación. Generalmente, han sido los católicos los mayores promotores de su obra, al punto que algunos han llegado al extremo delirante de promover su canonización, lo que los convertiría de inmediato en los principales enemigos del propio Chesterton.
Chesterton alcanzó la cúspide de su fama en las primeras décadas del siglo XX, cuando en Gran Bretaña los escritores podían aspirar a ocupar un lugar protagónico en el debate público, equivalente al de un parlamentario, y había centenares de diarios y revistas en circulación para publicar sus escritos. Durante esos años su nombre se hizo omnipresente, a través de una obra abundante y exuberante, repartida en toda clase de géneros, a pesar de lo cual Chesterton siempre se consideró un periodista y manifestó poco interés en cultivar lo que se llama una carrera literaria. Estaba por lo demás consciente de su caricatura falstaffiana, que claramente era solo un espejismo y que en buena medida cultivó él mismo, con escaso provecho para su reputación. Chesterton decía no tomarse muy en serio a sí mismo, pero esto no se extendía a sus opiniones o ideas sobre religión y política.
Son estas ideas las que han venido revisándose en el último tiempo por lectores y autores tan diversos como el esloveno Žižek y el chileno Joaquín García-Huidobro, por señalar dos ejemplos provenientes de distintos lugares del horizonte ideológico. Es sabido que tanto la izquierda como la derecha están muy necesitadas de ideas políticas, pero, ¿por qué ir a buscarlas en la obra de un autor tan paradójico como Chesterton?
Remolino ideológico
Podría tratarse de una cuestión de época, ya que Chesterton comenzó a trabajar como periodista y escritor al final de la era victoriana, un momento caracterizado por fuertes tensiones políticas, sociales y espirituales. Chesterton cuenta en su Autobiografía que en su juventud estuvo en el corazón mismo de un remolino ideológico, donde giraban el evolucionismo, el pesimismo, el ateísmo y toda clase de patillas espiritualistas, y como no quiso seguir el ejemplo de su padre y sus tíos, cuya única religión era el imperio británico, “porque precisamente no tenían nada más en que creer”, inició un largo proceso de definiciones políticas y espirituales. Sus posturas políticas y religiosas, que de lejos se ven empaquetadas de manera tan sólida, como si las hubiera traído puestas desde la cuna, fueron el resultado de una búsqueda larga y errática que le debió mucho al clima de su época.
El fin de siglo le reveló a la generación de Chesterton que el entusiasmo de sus mayores por los logros materiales, científicos, industriales y tecnológicos no tenía mucho fundamento, porque estos no estaban dando los resultados prometidos. El aumento de la riqueza material era incapaz de disminuir los elevados niveles de pobreza y desigualdad existentes, y en una ciudad como Londres buena parte de la población subsistía en condiciones inhumanas.
Esta crisis social provocó una intensa actividad intelectual y política, donde reformistas, propagandistas y partidos como los socialistas ortodoxos de la Federación Democrática Socialista, la Sociedad Fabiana y los liberales radicales competían por la búsqueda de algún remedio. Los socialistas y anarquistas le encararon al liberalismo su fracaso doctrinario y propusieron que la solución al gran dilema del siglo XIX era la colectivización de la propiedad. Los miembros de la Sociedad Fabiana, una versión británica del socialismo sin Marx ni revolución, propusieron que la solución de los problemas pasaba por la necesidad de configurar un Estado fuerte, que actuara como un instrumento de reforma social de las clases populares. Entre los líderes de esta agrupación sobresalieron el dramaturgo George Bernard Shaw y, por un breve tiempo, el novelista H. G. Wells.
Chesterton alcanzó la cúspide de su fama en las primeras décadas del siglo XX, cuando en Gran Bretaña los escritores podían aspirar a ocupar un lugar protagónico en el debate público, equivalente al de un parlamentario, y había centenares de diarios y revistas en circulación para publicar sus escritos. Durante esos años su nombre se hizo omnipresente, a través de una obra abundante y exuberante, repartida en toda clase de géneros, a pesar de lo cual Chesterton siempre se consideró un periodista y manifestó poco interés en cultivar lo que se llama una carrera literaria.
En su juventud, Chesterton estuvo muy cerca de estas ideas y recordó que, entonces, “la única alternativa a ser socialista era no serlo. Y no ser socialista era algo absolutamente espantoso. Significaba ser un imbécil y un esnob arrogante de los que protestaban contra los impuestos y la clase trabajadora, o algún horroroso viejo y venerable darwinista de los que decían que los más débiles debían ir al paredón”.
Sin embargo, a principios del siglo XX, probablemente a consecuencia del comienzo de su amistad con el escritor Hilaire Belloc, Chesterton y su grupo dieron un giro hacia una posición diferente y se ubicaron en un punto equidistante tanto del capitalismo liberal como del socialismo, ya sea en su versión fabiana u ortodoxa. Formularon una respuesta alternativa tanto al infundado optimismo de los liberales como a las propuestas de reforma social de los fabianos (esta se basaba en las posibilidades de un programa de desarrollo científico y tecnológico, y en la promoción de formas de vida de carácter regenerativo, mediante la abstención del alcohol, la comida vegetariana y otras prácticas similares. Esto último fue algo que a Chesterton le pareció particularmente irritante).
Nace un monstruo
A comienzos de 1908, Chesterton y Shaw iniciaron una polémica pública en torno a sus divergentes puntos de vista para remediar la extrema pobreza. La controversia fue vitalicia y en realidad solo sirvió para que los dos escritores lucieran su ingenio. El debate entre ellos, sin embargo, lo había iniciado Hilaire Belloc, en un artículo donde observó que algunas políticas fabianas eran una amenaza de autoritarismo, al que Chesterton se sumó más tarde y también contó con la participación de H. G. Wells, el famoso autor de La guerra de losmundos. Fue en una de las invectivas de este debate que el ingenioso Shaw anunció la existencia de una singular bestia que defendía a la civilización de todo peligro colectivista: había nacido entonces el “Chesterbelloc”, un monstruo de cuatro patas y dos cabezas, gordo en un extremo y aflautado por el otro.
El chiste tenía su cuota de malicia, porque no solo denunciaba la existencia de un monstruo, sino que también sugería que las ideas de Chesterton provenían de otro. No está muy claro si esto es cierto o no, pero sí consta que Shaw y Chesterton fueron amigos toda la vida, a pesar de sus diferencias, y que no ocurrió lo mismo entre Shaw y Belloc.
Con todo, el nombre “Chesterbelloc” terminó dándole forma a un nuevo ideario político, que se conoció como el distributismo, una visión política y económica que en su origen se nutrió de una amalgama de fuentes tales como la doctrina social de la Iglesia de la encíclica Rerum novarum, el anarquismo, el socialismo reformista del movimiento “cartista” y los principios estéticos y económicos del movimiento del arts and crafts, promovidos por William Morris y John Ruskin.
Para el distributismo, tanto el monopolio capitalista de la propiedad como el colectivismo socialista eran una amenaza para la autonomía y la libertad de las personas, y la mejor manera de garantizar esta autonomía y libertad era mediante la mayor distribución posible de la propiedad entre la gente, evitando que esta quedara en manos de unos pocos ricos o en poder del Estado.
Con los años, el “Chesterbelloc” siguió acusando los peligros psicológicos y morales del gran Estado, la tecnología y la ciencia, pero el carácter defensivo de su posición política fue haciéndose cada vez más agrio. Las amenazas fueron en aumento y llegó a considerarse que estas ponían en peligro la tradición inglesa, que según ellos se encarnaba en la tradicional taberna o pub, una especie de reducto de virtud ancestral donde algunos valores se conservaban en escabeche. La cerveza era así un elixir de la libertad tradicional inglesa y las chuletas, un arma defensiva contra las amenazas vegetarianas, el curry, los musulmanes y los judíos.
El fin de siglo le reveló a la generación de Chesterton que el entusiasmo de sus mayores por los logros materiales, científicos, industriales y tecnológicos no tenía mucho fundamento, porque estos no estaban dando los resultados prometidos. El aumento de la riqueza material era incapaz de disminuir los elevados niveles de pobreza y desigualdad existentes, y en una ciudad como Londres buena parte de la población subsistía en condiciones inhumanas.
El “Chesterbelloc” rechazó la modernización o toda forma de vida moderna “que solo admite lo prosaico”, y esto se tradujo en un reclamo arcaizante que reivindicaba formas de vida tradicionales, llegando al extremo ridículo de defender los tradicionales techos de paja en contra de opciones de techumbre sintéticas. Esta condena de la vida moderna, por su regularidad, uniformidad y mecanización, llegó muy cerca de un espiritualismo romántico a la moda con altas dosis de frivolidad y locura.
Se ha objetado que el “Chesterbelloc” propuso una visión del carácter nacional inglés –no británico– que se fundó en puras aprensiones. El escritor Patrick Wright observó que el núcleo de esta visión era el temor a la amenaza que implicaban inmigrantes, capitalistas, industriales, burócratas estatales y especuladores judíos. Chesterton sostuvo a su vez que había algo sagrado en la estirpe inglesa, y eso puede ser inquietante.
No obstante, para ser justos, hay que considerar que este nacionalismo excluyente opaca otras ideas de Chesterton que parecen genuinamente democráticas, como su reivindicación del sentido común o la sensatez de la gente corriente y su propia actitud vital, contraria a toda forma de elitismo. Como escritor, Chesterton cultivó deliberadamente una literatura de alcance masivo y popular; se consideró siempre un periodista, antes que un “hombre de letras” profesional, y fue un autodidacta alejado del mundo académico.
Chesterton político
En una semblanza que hizo Belloc sobre su amigo, sostuvo que el principal “objetivo temporal” de su vida y obra había sido su lucha por conseguir la restauración de la propiedad en manos de los ciudadanos, en un combate contra el comunismo y el capitalismo. Este objetivo temporal tenía además un sustento espiritual, otorgado por la religión católica, de manera que Chesterton habría sido eminentemente un escritor político y católico.
A primera vista, esto no se acomoda bien con el lugar que ocupa como un exponente genial de la literatura fantástica y policial. Sin embargo, si uno lee con mediana atención una novela como El hombreque fue jueves o los cuentos “El Napoleón de Notting Hill” y “Manalive”, rápidamente encontrará en ellos las ideas de su autor. Jorge Luis Borges sostuvo que en la saga del Padre Brown creía “percibir una cifra de la historia de Chesterton”, “un símbolo o espejo” suyos. Si entiendo bien, quería decir que estos relatos son una síntesis completa de su poética y sus ideas políticas y religiosas. Lo que es absolutamente cierto: en los relatos del Padre Brown pueden encontrarse varios de sus principios políticos y religiosos, como un esquema de definición del distributismo, cuando usa el ejemplo de los deshollinadores a quienes el socialismo les negaría la propiedad de sus propias herramientas; muchas diatribas contra los políticos, la aristocracia y en general sobre el imperio del dinero; hay también muchas sentencias sobre la gracia de Dios, la naturaleza del mal y la posibilidad de la redención.
Algunas de estas ideas podrán ser de difícil digestión en la actualidad, como su visión sobre la posición doméstica de la mujer, sus juicios sobre las razas no blancas y su creencia en las supersticiones sobre los caracteres nacionales. Sin embargo, hay otras que se ajustan a ciertas sensibilidades contemporáneas, como su valoración de lo local ante lo global, su opción por la independencia y la autonomía de las familias ante el colectivismo dirigido, su predilección por lo orgánico y espontáneo frente a lo racionalmente diseñado, su reacción frente al utilitarismo, su aversión por el mundo de las finanzas y el comercio desbocado y su temor ante el triunfo de la plutocracia, una amenaza más peligrosa que el fracaso de la democracia. Chesterton fue un enemigo anticipado del predominio de lo políticamente correcto, cuyos enemigos fueron tanto los progresistas de izquierda como el capitalismo liberal.
Estas y otras ideas podrán definir al escritor político y católico, pero no agotan la lectura de un autor que, tal como le ocurría al Padre Brown, tenía la mente llena de pensamientos salvajes que saltaban como conejos, demasiado rápido como para poder atraparlos. Su inventiva y manejo del lenguaje todavía sorprenden a pesar de los años y pocas veces encuentra uno tanta inteligencia puesta al servicio del humor y que este se emplee como una herramienta de conocimiento y comunicación. Chesterton decía no entender por qué razón “un argumento sólido es menos sólido cuando se ilustra de la manera más entretenida posible”, incógnita que le parecía explicar “por qué tantos hombres con éxito son tan aburridos o por qué tantos hombres aburridos tienen tanto éxito”. Entre el humorista que escribió esas líneas y el católico de ideas distributistas, creo que no hay dónde perderse.
Descontentos con lo que enseña la historia sobre el pasado de la humanidad, algunos pensadores quisieran retroceder aún mucho más en el tiempo ya transcurrido para averiguar cómo eran las cosas cuando todos los seres vivos –plantas, peces, árboles, animales– eran parejamente naturales. Lo que estimula este afán de retroceder en el tiempo es el deseo de saber qué ocurrió en el mundo al instalarse la división natural entre animales y humanos. Convencidos por el pensamiento científico moderno de que los seres humanos proceden, en sus primeras etapas, de una modificación parcial de la animalidad, los curiosos quisieran ser testigos directos del paso de la animalidad a la humanidad. ¿Cómo ocurrió este cambio? ¿Qué indujo a ciertos animales a modificar sus hábitos y reemplazarlos por otros que luego resultaron ser los primeros pasos que llevarían hacia la lenta humanización de ciertas especies animales? No sabemos nada preciso y, en este caso, la imaginación, aunque sirva de consuelo, no remedia nuestra ignorancia.
Nuestra familiaridad con la especie humana en su condición actual, venga tal condición de donde viniere, no es capaz de llenar las lagunas de nuestro saber. La falta de noticias acerca del pasado lejano puede estimular nuestra imaginación e inventiva, pero no cura la ignorancia. Las invenciones imaginativas de lo que tal vez ocurrió al comienzo de los tiempos históricos exhiben sus límites pues, aunque consuelan y entretienen, no informan. Decimos, por ejemplo, que muchas características separan al hombre de los animales y que otras tantas los relacionan y acercan. Pero tales coincidencias y diferencias, aunque comparables en general, son cualitativamente diversas por cuanto pertenecen a casos concretos bien definidos y diversos. Muchas comparaciones entre la humanidad y la animalidad pueden resultar reveladoras pero ninguna volverá a restablecer la unidad prehistórica de la naturaleza, ni dirá cómo surgió la libertad humana del sacrificio de aquella unidad.
Un filósofo del siglo XVIII escribe un célebre ensayo compuesto de presunciones, suposiciones, posibilidades verosímiles que dan que pensar sobre lo que ignoramos. Este ensayo es una muestra de lo que puede ser imaginado sin ofender a la razón. Se trata de El comienzo presunto de la historia humana, escrito por Immanuel Kant el año 1786. Dice acerca de su escrito que es “una representación de la primitiva historia humana” que imagina “el tránsito de la rudeza de una pura criatura animal a la humanidad, el abandono del carromato del instinto por la guía de la razón, en una palabra: de la tutela de la naturaleza al estado de libertad. Si consideramos el destino de la especie humana, que no consiste en otra cosa sino en progresar hacia la perfección, por muy insuficientes que resulten las primeras tentativas, (…) ya no es cuestión de si el hombre ha salido ganando o perdiendo con este cambio”. Algunos de los cambios históricos favorecen a la especie humana como tal; otros a los individuos como agentes libres que, en vez de celebrar su libertad, piensan en sus varios descontentos con la Providencia, que les asignó una vida demasiado breve o que los trajo al mundo en una época muy diferente de la edad de oro.
¿Qué indujo a ciertos animales a modificar sus hábitos y reemplazarlos por otros que luego resultaron ser los primeros pasos que llevarían hacia la lenta humanización de ciertas especies animales? No sabemos nada preciso y, en este caso, la imaginación, aunque sirva de consuelo, no remedia nuestra ignorancia.
Antes de la edad moderna, en opinión de casi todo el mundo, la estadía de los hombres en la tierra era una consecuencia de un plan de Dios, plan que se venía desarrollando desde mucho tiempo y al que, al parecer, le faltaban todavía algunas etapas para realizarse cabalmente. La historia de tal plan tenía que continuar mientras no se hubiera cumplido enteramente el proyecto divino. ¿En qué consistía el sentido principal del proyecto? ¿Por qué tanta demora en llegar al cumplimiento cabal del plan divino? Pensando en los poderes ilimitados de Dios y en las ganas de los humanos de averiguar el propósito final de todo el proceso histórico, algunos intentaban imaginar otras razones y maneras de explicar la estadía de la humanidad en la tierra. Les pareció de pronto que si Dios hubiese querido revelar sus intenciones ya se las habría dejado saber hacía tiempo. ¿Serían capaces ellos de entender los mensajes de Dios? Las dudas los sofocaban: se propusieron imaginar por su cuenta el comienzo de su existencia terrenal, su llegada al planeta desconocido, sus tanteos, accidentes, descubrimientos, extravíos antes de saber orientarse. Sus esfuerzos por entender su propio origen, debemos tenerlo presente, parten de la ignorancia total: carecen de experiencias previas, de fuentes de información, de datos acumulados previamente.
Immanuel Kant, el famosísimo filósofo del siglo XVIII, escribió un ensayo titulado Comienzo presuntode la historia humana. Trata del primer hombre que, carente de toda información y experiencia previas, se encuentra de pronto en el mundo. El ensayo fija las condiciones reinantes y su autor procede a imaginarse lo que ocurriría en seguida. Nos advierte a los lectores que se trata de una suposición o experimento imaginativo que no asevera saber qué ocurriría si se tratase de asuntos reales. Supongamos que un ser humano que recién comienza a vivir pero no es un recién nacido, que tiene pareja pero está reducido a sus propias fuerzas, ha de comenzar a actuar. Dice: “Coloco a esta pareja en un lugar de resguardo de los ataques de fieras y provisto en abundancia por la Naturaleza, es decir, en una especie de jardín cubierto de un cielo benigno (…). Ha adelantado bastante en su destreza para servirse de sus fuerzas, así es que no comienza con la cruda rudeza de su natural (…). El primer hombre podía erguirse y andar, podía hablar (…). hacer uso del discurso, es decir, hablar según conceptos coordinados, por lo tanto, podía pensar. Posee puras habilidades que tuvo que ganarlas por su mano. De modo que puede tomar en consideración el desarrollo de lo moral en su hacer y omitir.
“El instinto, esta voz de Dios, a la que obedecen todos los animales, es quien debe conducir al novato en sus comienzos. Este instinto le permite conocer algunas cosas, le prohíbe otras (…). Mientras el hombre inexperimentado siguió obedeciendo a esta voz de la Naturaleza, se encontraba a sus anchas”. Pero pronto la razón comenzó a animarse en él. Comparando lo conocido mediante el instinto del gusto se arriesga valiéndose de otros sentidos. Por ejemplo se vale, en vez del gusto, de la vista. Este ensayo puede salir tanto bien como mal y conducir al experimentador tanto al envenenamiento como a la satisfacción, debido a que la confianza invertida en la apariencia apetitosa de un fruto carece de fundamento. También este fracaso se puede convertir en una lección de cautela: no conviene confiar en los datos de los sentidos corporales. Si el caso de confiar en la vista termina bien, dice Kant: “Descubrió en sí la capacidad de escoger por sí mismo una manera de vivir y de no quedar encerrado, como el resto de los animales, en una sola (manera de vivir forzosa). A la satisfacción momentánea que el descubrimiento de esta ventaja debió producirle, pronto la seguirían el miedo y el temor: cómo se las iba a arreglar él, que no conocía todavía del todo con su facultad recién descubierta ninguna cosa en sus propiedades ocultas y sus lejanos efectos. Se encontraba como al borde de un abismo”. El descubrimiento de su libertad ante las infinitas cosas que podía elegir o rechazar debido a su necesidad de alimentarse hacían imposible obedecer a los mandatos del instinto: se imponía la elección aun corriendo los riesgos envueltos por cada decisión hecha en un mundo inexplorado al cabo. La necesidad de comer nos hace dependientes; el hambre se impone como una urgencia que excluye una investigación cabal de lo que satisfaría la necesidad. La elección entre posibles alimentos es el ejercicio que pone fin a la carencia insatisfecha, pero arriesga la equivocación y sus posibles daños para la vida.
El futuro es una fuente inagotable de cuidados y preocupaciones para los humanos; en cambio, los animales, que no se representan el porvenir, quedaron libres de esta prueba.
Después de examinar el instinto de alimentarse mediante el que la naturaleza conserva la vida de cada individuo, el ensayo de Kant aborda el instinto sexual, que sirve a la conservación de la especie. Esta necesidad, comprueba el filósofo, opera tanto en el hombre como en los animales, pero de maneras diferentes. En los animales se manifiesta como impulso pasajero, por lo general periódico. No así en su versión humana, en la cual su operación se deja prolongar y acrecentar estimulada por la imaginación. Además el instinto sexual humano se deja también moderar en su duración y regularidad, “a medida que el objeto es sustraído a los sentidos, evitándose así el tedio que la satisfacción de un puro deseo animal trae consigo”, dice el ensayo. Y se explica en seguida, recurriendo al hábito de ocultar la presencia de las partes sexuales del cuerpo, de la siguiente manera: “La hoja de parra fue el producto de una manifestación de la razón todavía mejor que la realizada por la razón en la etapa alimenticia de su desarrollo. Porque convertir una inclinación en algo más intenso y más duradero sustrayendo su objeto a los sentidos, muestra ya la conciencia de cierto dominio de la razón sobre los impulsos; y no solo, como en el paso anterior, la capacidad de prestarles servicio en mayor o menor medida. Abstenerse fue el ardid que sirvió para elevar lo puramente sentido a estímulo ideal, los puros deseos animales poco a poco en amor y, así, la sensación de lo meramente agradable a gusto por la belleza, en los hombres primero, y en la Naturaleza toda después. La decencia, inclinación a despertar con nuestro decoro (…) el respeto de los demás, que constituyó la verdadera base de toda sociabilidad, ofreció también la primera señal del destino del hombre como criatura moral. Comienzo nimio, pero que hace época, pues al dar una dirección totalmente nueva a la manera de pensar, su importancia excede a toda la serie inacabable de los desarrollos culturales que se han sucedido después”.
La tercera necesidad que, según Kant, pone a prueba a la razón humana y la obliga a desarrollarse para poder resolver los problemas que se le presentan al comienzo de la historia, tiene que ver con el futuro. La expectación del porvenir agrega a la capacidad de gozar del momento presente la de hacer actual también al futuro, aun al más lejano. Esta capacidad es una característica exclusiva de los seres humanos. Al representarse el tiempo por venir, tanto el próximo como el que tardará mucho en llegar, los seres humanos, conforme a sus destinos, tienen la posibilidad de prepararse para los fines que habrán de realizar. El futuro es una fuente inagotable de cuidados y preocupaciones para los humanos; en cambio, los animales, que no se representan el porvenir, quedaron libres de esta prueba. Cito a Kant: “El hombre, que tenía que proveer para sí y su mujer y para sus futuros hijos, vio la creciente penosidad de su trabajo; la mujer previó los sufrimientos a que la naturaleza había sometido a su sexo y, por si fuera poco, los que le impondría el varón, más fuerte que ella. Los dos, además, tras el cuadro de esa vida penosa, anticipaban con temor algo que también les ocurre a todos los animales pero que a ninguno preocupa: la muerte; y así les pareció bueno rechazar y convertir en crimen el uso de la razón, que todos estos males les acarreaba. El único consuelo que acaso entrevieron fue el vivir en su posteridad, que tendría mejor suerte, o, también, el aliviar sus sufrimientos como miembros de una familia”.
A lo largo de su historia los humanos fueron aprendiendo a ejercer sus ventajas sobre los animales: se desarrollaron tanto racionalmente como desde la perspectiva de las libertades de que disponen. Las etapas que ya hemos considerado, las necesidades de alimentarse, de reproducir la especie y de prever el futuro y poder anticipar las medidas para afrontarlo mejor, desembocan en una cuarta etapa final, con la que termina este panorama presunto del comienzo de la historia humana en este mundo. Estos progresos y las varias maneras en que los hombres superan a los animales los animaron a comenzar a verse como el propósito o fin de la naturaleza. Al comienzo esta perspectiva no era más que una ocurrencia: todas las cosas parecen tener una razón de ser, una finalidad que las explica y las justifica.
Sin considerar los diversos rangos de que constan las sociedades, sus miembros son iguales gracias a la común racionalidad que los distingue de los seres naturales. Y son iguales porque su condición de fines impide que sean utilizados como meros medios para los fines de otros. En esto reside el fundamento de la ilimitada igualdad de los hombres.
La variedad de los seres que llenan el mundo sufre una modificación cuando alguien los pone en un orden de importancia. Kant propone: “La primera vez que [un hombre] le dijo a la oveja: ‘la piel tuya la Naturaleza no te la ha dado para ti sino para mí’ y se la quitó y se vistió con ella, tenía ya conciencia de su privilegio. En virtud de tal privilegio, la Naturaleza lo colocaba por encima de todos los animales, que ya no consideraba como compañeros en la creación sino como medios e instrumentos puestos a disposición de su voluntad para el logro de sus propósitos”.
Después de esta cuarta conquista de la razón, que lleva al filósofo a declarar que toda la naturaleza le está sometida a los seres humanos para sus fines y necesidades, el discurso deriva hacia la sociedad humana. Kant declara que todos los seres racionales, estos cuya maduración paulatina hemos estado considerando aquí sucesivamente, son iguales entre ellos. Sin considerar los diversos rangos de que constan las sociedades, sus miembros son iguales gracias a la común racionalidad que los distingue de los seres naturales. Y son iguales porque su condición de fines impide que sean utilizados como meros medios para los fines de otros. En esto reside el fundamento de la ilimitada igualdad de los hombres.
Ni el más noble, el más inteligente, el más rico, el más poderoso puede pretender dominar, mandar o regir a los demás. Y agrega: “Este paso va vinculado (…) con el abandono del seno maternal de la naturaleza, cambio (…) lleno de peligros, pues le arrebata del estado inocente de la niñez (…) y le arroja al ancho mundo donde le esperan tantos cuidados, penas y males desconocidos. Más tarde, la dureza de la vida… le apremia el desarrollo de las capacidades en él depositadas (…) le empuja a aceptar pacientemente el penoso esfuerzo, que aborrece, a buscar el trabajo, que desprecia, y a olvidar la misma muerte, que tanto le espanta”.
Una vez establecidos, la vida de los pueblos civilizados, aun la de aquellos que creen que la historia humana está gobernada por la Providencia, es siempre penosa y esforzada. Hay que confesar, sostiene el filósofo, que los mayores males derivan de la guerra y no tanto de la que transcurre o transcurrió, cuanto de ese rearme incesante y siempre creciente para la próxima. A esto se aplican todas las fuerzas del Estado, todos los frutos de su cultura, que podrían emplearse mejor para procurar una cultura mayor; en muchos lugares se hace ruda violencia a la libertad y el cuidado material del Estado por cada miembro se muda en una despiadada dureza de exigencias, mientras se justifica todo ello por los cuidados del peligro exterior. Pero ¿encontraríamos esa misma cultura, esa estrecha unión de las clases de la comunidad para el fomento recíproco de su bienestar, si no fuera porque la tan temida guerra impone a los jefes del Estado este respeto por la humanidad? Los descontentos con la existencia social civilizada, piensa Kant, no se agotan con las exigencias del Estado y las penalidades del trabajo y de las guerras. A las continuas reclamaciones contra la condición humana hay que sumarles tanto el descontento con la brevedad de la vida como la nostalgia nunca realizada de eso que los poetas llaman la edad de oro, la utopía de una vida fácil que no exige sacrificios, que transcurre en paz, y que ofrece a todos las oportunidades para crecer y hacerse mejores continuamente. La historia humana, cuyo transcurso hemos seguido a partir de sus comienzos, no ha prometido nunca tomar de pronto un curso capaz de cumplir con los sueños ociosos del que se declara inocente de todo error y libre de toda culpa.
El planeta opera hoy, como nunca antes en su historia, bajo un mismo modelo económico. En el pasado, el capitalismo debió convivir con otras formas de producción: sociedades cazadoras-recolectoras, esclavistas, feudales y de producción a pequeña escala, conjunto que hace apenas un siglo seguía vigente en el mundo, quedaron en el camino. Como una onda expansiva, creció esta forma descentralizada de organización, basada en la propiedad privada de los medios de producción, la obtención de beneficios y la utilización de mano de obra asalariada libre. El comunismo consiguió ocupar, tras la Revolución rusa, una tercera parte de la población del planeta, pero hoy día, afirma Branko Milanovic, “no queda más que el capitalismo, excepto en zonas muy marginales que no tienen la menor influencia sobre la evolución mundial”. Capitalismo, nada más, de hecho, se titula el libro del economista y en él examina las dos variantes de capitalismo que, según su punto de vista, coexisten ahora en el planeta: por un lado, el “capitalismo meritocrático liberal”, representado por Estados Unidos; y por el otro, el “capitalismo político” chino.
El auge económico del país asiático, experimentado a partir de los años 80, logró un reequilibrio geográfico que ha puesto fin a la superioridad militar, política y económica de Occidente. Aunque este crecimiento trajo un aumento en la desigualdad al interior de China, la brecha respecto de Occidente se acortó, contribuyendo a la disminución global de la disparidad en las rentas. Pero la exitosa economía china de los últimos 40 años, por otro lado, también ha derribado esa vieja certeza sobre la comunión entre libre mercado y democracia. Y aunque esta última pueda ser un valor deseable en sí mismo, apunta Milanovic, no parece tan descabellado pensar que algunos, incluso muchos, prefieran sacrificarla por las ventajas que supone el modelo chino. Independiente de que el país asiático se proponga exportar su “capitalismo político”, el modelo presenta un atractivo cierto para las élites políticas y los ciudadanos de a pie de otras naciones. Para las primeras, promete gobernabilidad y autonomía. Y los segundos, quizás prefieran perder libertades individuales en favor de mejores resultados económicos.
El “capitalismo meritocrático liberal”, por su lado, con su organización basada en la democracia y el imperio de la ley, ha fomentado la innovación, la movilidad social y, en suma, el desarrollo económico. Pero la atenuación de dichos objetivos en las últimas décadas, o derechamente el incumplimiento de ellos, quitó brillo al modelo y no sería raro que en un futuro pierda influencia. Tanto la creación de una clase alta empeñada en perpetuarse como la polarización entre la élite y el resto de la sociedad constituyen las principales amenazas a la paz social y a la viabilidad del sistema a largo plazo.
Perspectivas en torno a la desigualdad
Hay una información elocuente y que el economista Joseph Stiglitz y el historiador Walter Scheidel usan en sus libros (Capitalismo progresista y El gran nivelador, respectivamente) para ilustrar el problema: según datos de 2015, 62 personas en el mundo eran propietarias de una riqueza personal neta igual a la de la mitad más pobre de la humanidad. Es decir, su fortuna equivalía a la de 3.500 millones de personas. Si estos multimillonarios organizaran un viaje, cabrían todos cómodamente en un solo autobús. En 2014 habrían requerido un vehículo algo más amplio, puesto que los datos de ese año calculaban que 85 multimillonarios alcanzaban dicho umbral. Y en 2010 se necesitaban varios buses o un Boeing 777, porque 388 personas reunían esa cantidad de activos.
Los ingresos y la riqueza están repartidos de forma más desigual, en las últimas décadas, en Europa, Norteamérica, el antiguo bloque soviético, Latinoamérica, China, India y otros lugares. Y en los próximos años, el pequeño grupo que más tiene acumulará todavía más. Según datos usados por Walter Scheidel, “en Estados Unidos, el 1% que más posee entre el 1% más rico (las personas pertenecientes al 0,01% de ingresos más elevados) casi sextuplicó sus beneficios respecto de la década de 1970, mientras que la décima parte más adinerada de ese grupo (el 0,1% más rico) los cuadruplicaba. El resto tuvo un promedio de ganancias de unas tres cuartas partes, lo cual no es desdeñable, aunque dista mucho de los avances que han experimentado los estratos más altos”.
Los principales beneficiados del crecimiento económico comprendido entre 1980 y 2018 fueron los países pobres y emergentes, como el caso de China o Chile, y los hogares más prósperos de naciones ricas. Por el contrario, los grandes olvidados fueron las clases medias de los países ricos.
Como respuesta a estos indicadores, suele decirse que el problema no es que los ingresos sean muy desiguales, sino que hay demasiadas personas pobres. También se argumenta que la desigualdad era baja en los regímenes comunistas ruso y chino en 1980 y que su posterior aumento contribuyó a estimular la innovación y el crecimiento en beneficio de todos. Esto último es especialmente cierto para China, donde la pobreza disminuyó drásticamente. Sin embargo, la justificación de la desigualdad en función del bien común no puede aplicarse a la realidad general de todas las naciones. Por ejemplo, el crecimiento económico estadounidense y europeo durante el auge del Estado de Bienestar, de 1950 a 1980, fue más intenso que en las décadas siguientes, las que estuvieron caracterizadas, como escribe Thomas Piketty en Capital e ideología, “por un aumento de las desigualdades de dudosa utilidad social”. Según el economista francés, estas no beneficiaron “al 50% más pobre, que ha sufrido un estancamiento total de su nivel de vida en términos absolutos y un hundimiento en términos relativos”.
Los principales beneficiados del crecimiento económico comprendido entre 1980 y 2018 fueron los países pobres y emergentes, como el caso de China o Chile, y los hogares más prósperos de naciones ricas. Por el contrario, los grandes olvidados se encuentran en el grupo con el nivel de renta entre los percentiles 60 y 90 de la distribución mundial: a grandes rasgos, las clases medias de los países ricos. Hay, en otras palabras, un proceso doble de disminución e incremento de la desigualdad. Por un lado, la brecha se estrechó entre la parte baja y media de la distribución, pero al mismo tiempo aumentó entre la parte media y alta. “Si creemos realmente que el aumento de las desigualdades permite que aumente tanto la renta como las condiciones de vida del 50% más pobre de la población, entonces es posible justificar que el 1% más rico concentre el 27% del crecimiento mundial, o incluso más (por qué no el 40%, el 60% o el 80%)”, apunta Piketty. “El análisis de algunos casos significativos, en particular de la comparación entre Estados Unidos y Europa y entre la India y China, no apuesta en absoluto por este tipo de interpretación, ya que los países en donde las élites económicas se han enriquecido de forma más notable no son aquellos en los que los más pobres han conseguido prosperar más”.
Según Walter Scheidel, esta crítica de orden pragmático a la desigualdad no cuenta con un respaldo unánime dentro de la economía. La relación entre una mayor desigualdad y un menor crecimiento económico es difícil de probar. No obstante, señala el autor, hay varios estudios que avalan la tesis. Por ejemplo, se ha observado que una menor desigualdad de ingresos disponibles propicia un crecimiento más rápido y por una fase más prolongada de tiempo. También que la desigualdad es especialmente perjudicial para el crecimiento en las economías desarrolladas, donde además se genera una menor movilidad intergeneracional. “Puesto que los ingresos y la riqueza parentales son sólidos indicadores del éxito educativo y de las ganancias, la desigualdad tiende a perpetuarse en el tiempo proporcionalmente a lo elevada que sea”, apunta Scheidel. Y está la cuestión de la interferencia en el proceso político: en sociedades con grandes concentraciones de riqueza es más fácil que los ricos influyan en las decisiones.
Con todo, los factores que generan un incremento en la desigualdad son múltiples e incluso hay algunos consecuencia de evoluciones deseables en la sociedad. El acceso extendido de la mujer al mundo del trabajo y la educación universitaria se encuentra entre estos. Como expone Branko Milanovic, hombres y mujeres acostumbran a emparejarse con personas de un estatus similar al suyo. Hasta hace algunas décadas, en la medida en que los hombres contaban con mayores recursos, era menos probable que sus esposas trabajaran y tuvieran sus propios ingresos. Actualmente, en un contexto donde las tasas de titulación de mujeres superan a las de varones, lo común es que tanto el hombre como la mujer tengan un trabajo en los hogares más prósperos. Y los emparejamientos, siguiendo la lógica de selección por similitud, suelen darse entre personas de un mismo nivel educacional y de ingresos. Es decir, los hombres educados y ricos, que antes por lo general eran la única fuente de ingresos de sus hogares, se casan hoy con mujeres igualmente educadas y ricas. El impacto en la aceleración de las desigualdades del emparejamiento selectivo es evidente.
Otro factor de este tipo que está profundizando las brechas se encuentra al analizar la procedencia de las grandes fortunas. Durante el siglo XIX, la parte alta de la sociedad (financieros, rentistas y propietarios de grandes explotaciones industriales) debía su riqueza fundamentalmente a la propiedad del capital. Pero en el presente los ricos también lo son por sus ganancias del trabajo. Aunque en el pasado la desigualdad alcanzó cifras superiores a las actuales, las brechas no se veían agravadas por este hecho inédito, y esa separación perfecta que existía entre capitalistas y trabajadores hoy se ha desdibujado. “La desigualdad es mayor allí donde es mayor la cuota de capitalistas ricos por la renta del trabajo”, anota Milanovic, “pero ¿acaso no es bueno que las personas puedan hacerse ricas trabajando? ¿No es mejor acaso que se obtengan rentas más altas tanto del trabajo como de la propiedad, y no solo de esta última?”.
En Capitalismo progresista, Joseph Stiglitz se pregunta cuáles son las fuentes de enriquecimiento de las naciones. En su análisis adjudica la culpa de la ralentización del crecimiento y el incremento de la desigualdad en Estados Unidos principalmente a la falta de inversión, en las últimas cuatro décadas, en educación, infraestructura y tecnología. También, en parte, al poder de mercado de las grandes empresas. “Puede que, hace mucho tiempo, la imagen de una competencia innovadora, si bien implacable, de una miríada de empresas luchando por prestar un servicio mejor a los consumidores a costes más bajos, fuera una buena caracterización de la economía estadounidense”, comenta el premio Nobel de Economía. “Pero hoy vivimos en una en que unas pocas empresas pueden recoger cantidades ingentes de beneficios para ellas mismas y seguir en su posición dominante durante años y años, sin ser desafiadas”.
Para Stiglitz, la preocupación principal de las compañías no está puesta en proporcionar mejores bienes y servicios a través de la innovación, sino en la creación de monopolios. En un contexto de competencia, ninguna empresa tiene el poder para fijar los precios. Pero está ocurriendo que en muchos sectores económicos no hay un número lo bastante grande de actores para que pueda hablarse de un mercado competitivo como tal. En consecuencia, muchos bienes y servicios se están encareciendo desmedidamente.
El argumento neoliberal indica que no hay que preocuparse por los monopolios, porque las economías son naturalmente competitivas. Bajo ese principio, hay que dejar que el mercado actúe guiado por sus propias dinámicas internas, puesto que los monopolios son fenómenos transitorios. La misma búsqueda de las empresas por dar con un mercado nuevo y abarcar a la totalidad de los consumidores (es decir, de convertirse en monopolio) estimularía la innovación y el bienestar de la mayoría de los consumidores. Sin embargo, las empresas están prolongando su posición de dominancia ocupando su poder de mercado para incurrir en prácticas anticompetitivas, restándole más bien dinamismo a la economía. Una estrategia común son las fusiones preventivas. Con la intención de eliminar futuros obstáculos para su hegemonía, las empresas compran otras firmas cuando estas son lo suficientemente pequeñas para sortear las investigaciones antimonopolios. La compra de Instagram y WhatsApp por parte de Facebook sirve como ejemplo de esto último. Escribe Stiglitz: “El gigante contaba con el conocimiento técnico para crear plataformas análogas, y si no lo hubiese tenido, podría haber contratado ingenieros que sí. Solo hubo, en rigor, una razón por la que estuvo dispuesto a pagar tanto: anticiparse a la competencia”.
El economista británico Paul Collier, en El futuro del capitalismo, señala que el deterioro de las identidades nacionales también contribuyó al crecimiento de la desigualdad. Para el autor, el éxito de la socialdemocracia de posguerra —que estima como un modelo ideal de Estado ético e igualitarista— se debió a un extraordinario alcance en las obligaciones mutuas asumidas por los ciudadanos. La Segunda Guerra Mundial consiguió que, en Europa occidental y Estados Unidos, por un lado, izquierda y derecha confluyeran en un punto intermedio y, por otro, que dichas sociedades, alentadas por el orgullo del papel desempeñado en la guerra o por la necesidad de levantarse de las ruinas, abrazaran un relato común de pertenencia y responsabilidades recíprocas. Durante las primeras décadas de la posguerra, por ejemplo, los ricos cumplieron con unas tasas impositivas superiores al 80%.
El espectacular crecimiento económico experimentado en ese momento trajo consigo una complejidad ascendente, lo que fomentó una demanda de trabajadores cada vez más cualificados. Esto detonó una expansión sin precedentes de la educación superior. Si durante la guerra y después de ella los ciudadanos solían identificarse sobre todo por la pertenencia a su nación, las generaciones nacidas en tiempos de paz y las personas cualificadas comenzaron a dar mayor importancia a su identidad profesional. La fuente de orgullo ya no era la nación, sino el nivel educativo. Y el paso siguiente fue denigrar a los que hacían lo contrario. Sin embargo, los trabajadores menos capacitados de estos países ricos siguieron dando preponderancia a su nacionalidad. En esa pertenencia estaba depositada su autoestima. El consiguiente desmoronamiento social hizo imposible el ambiente que dio impulso a la socialdemocracia. Como apunta Collier: “Si la identidad compartida se deshace, debilita la disposición de los afortunados a aceptar que tienen obligaciones con los menos afortunados. El fundamento de la mayoría de la generosidad es la reciprocidad”.
Actualmente, los movimientos populistas sacan provecho a ese sentido de pertenencia que sobrevive en los sectores empobrecidos, articulando un discurso de odio contra otros que viven en el mismo país. El gran desafío de nuestro tiempo, dice Collier, es encontrar otra vez un vínculo lo suficientemente amplio que regenere las confianzas y las responsabilidades mutuas.
El economista británico Paul Collier, en El futuro delcapitalismo, señala que el deterioro de las identidades nacionales también contribuyo al crecimiento de la desigualdad. Para el autor, el éxito de la socialdemocracia de posguerra —que estima como un modelo ideal de Estado ético e igualitarista— se debió a un extraordinario alcance en las obligaciones mutuas asumidas por los ciudadanos.
Los cuatro jinetes del Apocalipsis
En términos de propuestas para el futuro, los libros de Piketty, Stiglitz y Collier son generosos, aunque de todos los autores referidos en este artículo, solo Piketty es quien habla de una “superación del capitalismo”. Para el francés, “el sovietismo fue un desastre, cierto. Pero esto no significa que debamos dejar de pensar en la propiedad y en su superación. Existen formas concretas de propiedad y de poder todavía por reinventar”. Como aporte a este llamado a imaginar alternativas, propone un “socialismo participativo”, no centralizado, donde los trabajadores tomen parte en la gestión de sus empresas y compartan el poder con los accionistas privados.
Si bien este tipo de política ya se implementa en las sociedades nórdicas o en Alemania, Piketty reclama por un alcance mayor. También, como una forma de superar el régimen de propiedad vigente, aboga por una reestructuración sobre la base de una combinación de propiedad pública, social y lo que él llama propiedad temporal. Esta última aseguraría la circulación permanente de bienes y una menor concentración de la propiedad privada y el poder económico, implementando un impuesto progresivo que obligue a los propietarios más ricos a entregar cada año a la sociedad una parte de lo que poseen. Esos recursos, plantea el economista, podrían usarse para financiar una dotación universal de capital.
En una línea más escéptica, Walter Scheidel en El gran nivelador reconstruye la historia de la desigualdad en las sociedades humanas, para preguntarse sobre los mecanismos que han sido eficaces en su equiparación. Identifica cuatro: las guerras, las revoluciones, la desintegración de Estados y las plagas, a cuyo conjunto da el nombre de “los cuatro jinetes del Apocalipsis”. “Si queremos equilibrar la actual distribución de los ingresos y la riqueza a favor de una mayor igualdad, no podemos ignorar lo que fue preciso para conseguir tal objetivo en el pasado”, anota el historiador. “Debemos preguntarnos si alguna vez se ha aliviado una gran desigualdad sin una gran violencia…”.
Para Scheidel, la política no puede por sí sola reducir de modo significativo las desigualdades, las que, por otro lado, tienden a profundizarse como producto de períodos más o menos extensos de paz y estabilidad. Ante la suma de propuestas para remediar la situación presente, el autor dice que incluso mezclando varias intervenciones gubernamentales “bastante radicales y sin precedentes históricos”, solo se revertirían parcialmente los efectos de la desigualdad y que “ninguno de los mecanismos igualadores más eficaces está en activo en el mundo actual: los cuatro jinetes se han bajado de sus corceles. Y nadie en su sano juicio querría que volvieran a montar”.
La capacidad de readaptación del capitalismo explica, en parte, su supervivencia y superioridad. Actualmente, la complejidad del mercado, que hace depender la prosperidad de los países de su integración en redes globales de intercambio, puede restar eficacia a los intentos políticos por dar dirección a la economía. Pero el malestar generalizado y la insostenibilidad de un conflicto social de largo plazo quizás conduzcan a una nueva vuelta de timón en su desarrollo. O incluso, aunque es la opción menos probable de materializarse en un futuro próximo, a su superación. Nada puede descartarse.
Capitalismo, nada más. El futuro del sistema que domina el mundo, Branko Milanovic, Taurus, 2020, 384 páginas, $16.000.
Capital e ideología, Thomas Piketty, Paidós, 2019, 1.248 páginas, $29.900.
Capitalismo progresista. La respuesta a la era del malestar, Joseph E. Stiglitz, Taurus, 2020, 496 páginas, $18.000.
El futuro del capitalismo. Cómo afrontar las nuevas ansiedades, Paul Collier, Debate, 2019, 336 páginas, $16.000.
El gran nivelador. Violencia e historia de la desigualdad desde la Edad de Piedra hasta el siglo XXI, Walter Scheidel, Crítica, 2018, 624 páginas, $33.900.
Tal como Neruda, fue estalinista y defendió el pacto de la Unión Soviética con Hitler, en agosto de 1939, porque pensaba que evitaría la guerra. Se equivocó de manera rotunda.
No fue el único error del historiador inglés, como demuestra, con más generosidad que sentido crítico, la biografía escrita por Richard J. Evans, Eric Hobsbawm:A life in history, publicada por Oxford University Press. Evans ha escrito un libro macizo, plagado de anécdotas y pequeños detalles que iluminan al que muchos consideran uno de los tres o cuatro historiadores más importantes del siglo pasado.
Superventas y comunista de toda la vida, Hobsbawm nació en Alejandría, Egipto, en 1917, vivió en Berlín y Londres y estudió en el King’s College, Cambridge. Se casó dos veces, tuvo tres hijos y en algunos momentos de su vida fue el historiador más leído del mundo, con obras capitales, como Un tiempo de rupturas y su serie sobre el siglo XX.
Al morir, en 2012, a los 95 años, era una especie rara de celebridad, la del intelectual que traspasa las aulas y se transforma en ícono pop (y él detestaba ese género).
“Su muerte mereció titulares –dice Evans– en las portadas de diarios no solo británicos, sino también de países tan alejados como India y Brasil. Sus libros fueron traducidos a más de 50 lenguas… Millones de lectores han encontrado su combinación de rigor analítico, brillo estilístico y fuerza interpretativa una mezcla imposible de resistir. En Brasil solamente, las ventas de sus libros suman casi un millón”.
La conexión chilena
Quizá una de las razones de la fama del historiador fue su habilidad para crear conceptos no necesariamente originales, pero sí evocadores, fáciles de entender, que se quedan en la memoria del lector, como el siglo corto (el período que va de 1914 a 1991) y los bandidos sociales (figuras que vivían del saqueo, en los bordes de la sociedad).
Estos rebeldes primitivos anteceden a los “revolucionarios”, que es el adjetivo con que tituló otro de sus libros claves, donde hace un recorrido por las principales experiencias de izquierda. Hay capítulos dedicados al PC francés e italiano, varias páginas sobre el Che, algo sobre Guatemala, etc. Un capítulo muy interesante es el que se refiere a la relación, a menudo desastrosa, entre los anarquistas y comunistas (que puede resultar atinente a quienes estudian el estallido social).
Publicado en 1973, Revolucionarios no tiene una sola página dedicada a Chile, ni a Salvador Allende ni al PC chileno ni al MIR. ¿A qué se debe esta omisión? Una posibilidad es que Hobsbawm pensara que el experimento chileno era socialdemócrata y no revolucionario; otra, porque se publicó antes del Golpe, cuya imagen de La Moneda en llamas dio la vuelta el mundo, y una tercera es que no seguía el proceso con detenimiento.
Esta última es difícil de sostener, pues el historiador sí tenía lazos con Chile, como lo revela Evans. El biógrafo cuenta que en 1938, mientras en Europa Hitler iba concentrando cada vez más poder, hubo muchos movimientos y conversaciones entre los Hobsbawm. El horizonte se volvía negro cuando el tío de Eric, Sidney, tras varios fracasos en sus negocios, decidió partir a Valparaíso, junto a un hijo propio y la hermana menor de Eric Hobsbawm (E. H. de aquí en adelante). Así, Sidney, Peter y Nancy vivieron en el puerto chileno; al primero le costó mucho recuperarse de sus descalabros. Nancy tuvo mejor suerte: hizo clases de español (hablaba inglés y alemán) y, posteriormente, consiguió trabajo en la “Embajada Británica” (sic). Es probable que el autor se refiera al Consulado inglés.
Y no sería el único error sobre Chile. En otra parte se refiere al “presidente comunista Salvador Allende” y al Golpe de la FF.AA., donde “lo mataron”.
Hobsbawm en algunos momentos de su vida fue el historiador más leído del mundo, con obras capitales, como Un tiempo de rupturas y su serie sobre el siglo XX.
Salvo estas imprecisiones (y en 785 páginas es casi imposible no tener errores), A life in history es un trabajo brillante, con abundante información y un tono amable, encantador. Autor de libros aplaudidos sobre la Segunda Guerra, Evans tiene gracia y no esconde su punto de vista. Eso se agradece. Si en sus magníficos libros sobre Hitler deja en claro su odio por el dictador alemán, acá es evidente el cariño que siente por “Eric”, como lo llama. Aunque a veces el lector siente que sería genial que alumbrara sus partes oscuras, tampoco llega a convertirlo en un santo.
Pacto siniestro
Respecto al acuerdo entre Stalin y Hitler, Evans solo describe los hechos sin cuestionarlos. La pregunta es: ¿qué hizo que una de las mentes brillantes del siglo XX defendiera uno de los acuerdos más rastreros de su época? No digamos que fue ingenuo ni un caso único; en Inglaterra, igual que en Chile, los comunistas, en general, acataron el acuerdo. Al mismo tiempo, hubo numerosas renuncias en el Partido Comunista británico, al que pertenecía el historiador.
En rigor, advierte Evans, la mayoría de los militantes aceptó el Pacto como un golpe “maestro” de la estrategia defensiva de Stalin. Difícil de tragar.
“Eric había esperado un acuerdo anglo-soviético”, escribe Evans, y “cuando se concretó el Pacto Molotov-Ribbentrop, no puso reparos. (…)”. “Si no hubiera otra prueba de la corrección del Partido y la URSS que la lista de personas que han firmado declaraciones, etc., en su contra, esta sería amplia”, le escribió E. H. a su primo Ron, el 28 de agosto de 1939.
Pero el biógrafo explica que el historiador “lo justificó porque rompía el sistema de alianzas de Hitler”. Para ser más preciso, E. H. enumeró por escrito las razones por las que pensó que debería ser “bienvenido”. Así detalla sus argumentos:
“1. Aísla a Hitler.
2. Limita (ligeramente) la libertad de acción de Hitler en cualquier dirección que le guste expandirse.
3. Dado que la URSS y las democracias no tenían planes agresivos, deja las cosas exactamente como estaban con respecto a ellas.
4. Será muy difícil excluir a la URSS de cualquier Conferencia de Mesa Redonda como la de Múnich”.
El autor, como pocas veces, señala la debilidad de la posición de Hobsbawm: “El Pacto no aisló a Hitler en absoluto; su alianza con Mussolini no se vio afectada, ni sus relaciones con Estados amigos, como Finlandia y Hungría. Eric desconocía las cláusulas secretas del Pacto, y menos aún las profundidades de la traición de Stalin al comunismo internacional que lo llevó a deportar a los comunistas alemanes que habían buscado refugio en la Unión Soviética de regreso al Tercer Reich, donde fueron inmediatamente arrojados a los campos de concentración”.
En opinión de E. H. y pese a la evidencia abundante sobre el peligro que representaba transar con Hitler, “el Pacto hizo que la situación internacional fuera más segura. ‘No creo que haya una guerra’, escribió, cuatro días antes de que estallara. Y agregó: ‘aunque el peligro es mayor que el año pasado’”.
Evans comenta que “lo único que se le ocurrió señalar en contra del Pacto fue la probabilidad de que aliar a Rusia con Alemania le diera al cada vez más conservador gobierno francés la excusa para tomar medidas enérgicas contra el Partido Comunista, lo que de hecho pronto comenzó a hacer”. ¿Un militante ejemplar o más bien mezquino?
El estrangulador de París
Hobsbawm podía ser famoso, pero rechazaba la farándula. En un programa de TV de los 90 lo llevaron a una casa de su infancia, en Viena: aceptó mirarla desde lejos y comprobar que se mantenía igual, pero cuando el director le pidió que tocara la puerta no quiso hacerlo.
Autor de libros aplaudidos sobre la Segunda Guerra, Evans tiene gracia y no esconde su punto de vista. Eso se agradece. Si en sus magníficos libros sobre Hitler deja en claro su odio por el dictador alemán, acá es evidente el cariño que siente por ‘Eric’, como lo llama. Aunque a veces el lector siente que sería genial que alumbrara sus partes oscuras, tampoco llega a convertirlo en un santo.
Se movía de manera pragmática, digna de un equilibrista, alabando para atacar, dispuesto a casi todo por el bien del partido, con cuyos dirigentes, sin embargo, no se llevaba bien. Mostrando el espíritu crítico que no tuvo con el PC, a lo largo de su vida protagonizó varias polémicas intelectuales.
Él había fundado la revista Past & Present, que dio espacio a la corriente de la historia social, donde la voz la tenían los desplazados y desposeídos; donde se contaban los procesos subterráneos más que las intrigas de palacio y las banderitas de la victoria imperial.
Como en la estupenda película de Mike Leigh sobre la masacre de Manchester en 1819, Peterloo (que se puede ver en Amazon Prime), los que hablan son tipos comunes, pobres en su mayoría, quienes, según esta tendencia, serían los protagonistas olvidados de la historia.
Otra corriente importante de esa época tuvo su origen en Francia y tenía su órgano de amplificación en la revista Annales, sobre historia y ciencias sociales. “Su admiración por la escuela de los Annales y sus historiadores no le impidió ser crítico con algunos de sus trabajos”, escribe Evans. “El libro de Emmanuel Le Roy Ladurie, La bruja de Jasmin, lo encontró, por ejemplo, ‘relativamente especializado, relativamente leve’ y que mostraba signos de ‘haber sido escrito con prisa’. Aún así, ‘era una fascinante pieza de detective y, como siempre, extraordinariamente inteligente y estimulante, además de legible… Soy un admirador de este gran historiador’, agregó E. H., ‘uno dispuesto a detectar la huella del león incluso donde otros la pierden’”.
Como se ve, nuestro hombre prefiere mover los pies con agilidad, mareando al contrincante, antes que buscar el golpe rápido para dar un nocaut. Tal como en sus escritos de jazz y arte, a veces peca de ambigüedad: cuando dice lo que le gusta, parece decir lo que le desagrada. Aunque colaboró en Annales, mostró distancia con el estructuralismo. La biografía rescata un episodio con una figura controversial de ese movimiento, el filósofo marxista francés, Louis Althusser, quien era una estrella galopante, gracias a su libro Para leer a Marx. “Fue igualmente indulgente, al menos a nivel personal, con Althusser –escribe Evans–, quien se quedó con él y Marlene (segunda esposa de E. H.) en 1979 durante una breve visita a Londres, aparentemente para asistir a un seminario”.
Pero la verdad era diferente: Althusser quería reclutar a E. H. para “una loca y descabellada iniciativa”, según el historiador. El biógrafo sigue: “Marlene tuvo que cuidar de él mientras Eric y el anfitrión oficial de Althusser estaban ocupados una mañana. Y Althusser, al ver el piano vertical de Hobsbawm, dijo que había recordado que había venido a comprar un piano de cola; hizo que Marlene buscara dónde estaba la sala de ventas más cercana e insistió en que lo llevase allí. Louis compró un piano de cola de concierto inmensamente caro y le dijo al personal que quería que lo enviaran a París. Cuando llegó su anfitrión, le exigió que lo condujese a una sala de exhibición de automóviles en Mayfair para comprar un Rolls Royce (o posiblemente un Jaguar). Fue con algunos problemas que las tiendas fueron persuadidas de no seguir sus pedidos”.
Lamentablemente, la anécdota no es para la risa. “Después de su regreso a París, el estado mental de Althusser se deterioró aún más. El 16 de noviembre de 1980 estranguló a su esposa y fue trasladado a un hospital psiquiátrico. Posteriormente, un tribunal lo declaró no apto para ser juzgado. Eric se declaró muy apesadumbrado por el pobre Althusser, el estrangulador de París. Loco como una cabra, pero habría predicho un suicidio en lugar de un homicidio’”.
El hombre que amaba a las mujeres
De Hobsbawm se dice que era extremadamente celoso de su vida privada y en su autobiografía Tiempos interesantes, hay pocas intimidades. Evans, sin embargo, les da un foco especial a las mujeres en la vida del historiador, que fueron claves, empezando por su madre. ¿Está en la relación filial el secreto del corazón herido de Hobsbawm? “La cercanía (…) se revela en las afectuosas cartas que su madre le escribió mientras él estaba en Inglaterra y luego, cuando ella estaba en el hospital. Mirando hacia atrás, él concluyó que la influencia en él había sido moral”. Ella era una liberal de izquierda más que socialista, y consideraba inapropiado que su hijo tuviera posiciones políticas, porque era muy joven todavía. Su verdadera pasión era la literatura: escribía cuentos y novelas, aparte de traducir.
Nelly era su nombre y murió en 1931, a la edad de 36, cuando E. H. tenía 14 años. Su muerte, poco después de la de su padre, fue un golpe devastador. En 1935, Eric buscó todos los papeles, relatos y novelas de su madre. Se dio cuenta de que no era “una escritora de primera clase” y que su mejor faceta era describir la naturaleza.
La tumba de Eric Hobsbawn se encuentra en el cementerio de Highgate, en Londres.
El dolor era casi insostenible para Eric, quien desarrolló probablemente una depresión: lidiar con el trauma, la pérdida y la inseguridad lo llevaron a volcarse entero en la preparación intelectual y otras actividades solitarias.
Un tipo no muy corriente
Hobsbawn escribió libros extraordinarios y él mismo fue un tipo extraordinario, que estuvo en el lugar apropiado en el momento preciso y conoció a gente fuera de lo común. Siendo chico participó de la última gran manifestación comunista en Berlín, el 25 de febrero de 1933, y cinco días después leyó en un diario que Hitler era el nuevo canciller; fue intérprete del Che Guevara en 1962 en La Habana (los cubanos hablaban un inglés horrible, pero tampoco era que Guevara dijera cosas muy interesantes, comentó E. H.) y estuvo en París en mayo del 68, cuyo movimiento le pareció infantil y desarticulado.
Vio a Duke Ellington en San Francisco cuando escribía sobre jazz (Miles Davis le pareció poco talentoso y Charlie Parker, un embustero; para no perder el tiempo prefería escuchar a alguien como Bix Beiderbecke); fue amigo del legendario Henri Cartier-Bresson (el fotógrafo fundador de Magnum) y bailó en alguna fiesta inolvidable junto a Peter Sellers. Varias veces compartió con Jean-Paul Sartre en La Coupole (el bar parisino donde los turistas hacían filas para fotografiarse), quien le dio un consejo sabio: “Creo que fue en los años 50 cuando lo conocí”, recordó el historiador mucho después, ante la pregunta de un sobrino. “Él me dijo: ‘hay una sola cosa que se puede comer aquí, Eric, y esa es el curry de cordero’”.
De más está decir que Hobsbawm siguió al pie de la letra su recomendación.
La novia en el funeral
En un principio E. H. sublimó el sexo al meterse de lleno en la política comunista y el jazz. Hasta poco antes de su muerte le hicieron preguntas sobre su militancia en el PC inglés, un tema que le fastidiaba. Por otro lado, sus crónicas de jazz no tienen desperdicio, por su estilo incisivo, elegante y soberbio. Nunca entendió del todo el aporte de Charlie Parker, quien revolucionó la música sincopada. Tal vez no es casual que haya tenido también una visión conservadora del arte contemporáneo, al que consideraba decadente.
Alguna vez dijo que el problema del arte conceptual eran precisamente sus conceptos: pobres o inexistentes. Consideraba que los artistas habían abdicado de su misión frente al mercado, llenos de resentimiento, para solo vivir un éxito que en realidad era una derrota.
El jazz y el PC fueron también la salvación para un joven que se encontraba a sí mismo muy feo. Pero algo empezó a pasar mientras maduraba y conseguía afianzarse en el mundo académico. Las chicas empezaron a mirarlo. Su hermana Nancy no entendía cómo un tipo tan poco agraciado conseguía tal atención.
Quizá una pista sea la presencia de una misteriosa mujer en el funeral de E. H., quien murió el 1 de octubre de 2012. La despedida del admirado historiador fue el 10 de ese mes; se escuchó un trío de Beethoven y pasajes de Brecht. Alguien leyó párrafos de sus memorias.
Entre la gente había una mujer, Jo, que había sido su novia. Ellos retomaron contacto a mediados de los 60. Visitaba a Eric y a su segunda esposa, Marlene, y el historiador empezó a ayudarla financieramente, en especial en Navidad. El gusto por el jazz los había unido y el lazo no se rompió.
E. H. era un tipo carismático, por eso su biografía está llena de famosos y de personajes públicos. Pero en el ámbito íntimo también forjó vínculos estrechos. Julia, hija del historiador, cuenta que el día de su entierro, temprano en la mañana, fue a comprar flores para la tumba, cuando de pronto sintió algo profundo: la necesidad de comprarle una última cosa para que él leyera. Siendo una persona que se había leído todo, ¿qué elegir que a la vez sea de su interés? “Entonces compré la London Review of Books, donde él había colaborado. Era el número en el cual justo su amigo Karl Miller había escrito su obituario”, recuerda ella. “Colocamos la revista, fresca y doblada, encima, y luego el sepulturero terminó su trabajo”.
Eric Hobsbawm: A Life in History, Richard J. Evans, Oxford University Press, 2019, US$21,33.
En los últimos años, tres figuras hasta hace poco desconocidas o marginales se convirtieron, de manera repentina y casi simultánea, en referentes de los principales líderes iliberales del mundo y en “gurúes intelectuales” de la nueva derecha global.
También, tanto Steve Bannon, Olavo de Carvalho y Alexander Dugin adhieren al Tradicionalismo, una ignota escuela filosófica que alcanzó una relativa popularidad en Europa a principios y mediados del siglo XX.
En base a más de 20 horas de entrevistas con estas figuras, el profesor de etnomusicología y especialista en movimientos de extrema derecha de la Universidad de Colorado, Benjamin Teitelbaum, reconstruye en War for Eternity cómo esta desconocida y oscura visión del mundo ha incidido de manera casi secreta en la escena política mundial.
Se trataría de una corriente periférica, pero que ilumina fenómenos de amplio alcance como el anticientificismo en alza o el auge tecnológico-económico de China y que, sobre todo, pone en cuestión el real nivel de secularización de nuestras sociedades.
En los últimos años, muchos intelectuales recurrieron al término “fascismo” para describir a los gobiernos populistas de extrema derecha que han proliferado en el mundo. Sin embargo, usted sugiere que el Tradicionalismo puede ser una categoría analítica más adecuada para entender las medidas que algunos de estos líderes han adoptado. ¿Qué es el Tradicionalismo y en qué se diferencia del fascismo clásico? Los comentaristas a menudo utilizan el término fascismo como si describiera el extremo más extremo de la política de extrema derecha. Muchas veces asumen también que el fascismo puede manifestarse en una amplia variedad de formas diferentes. No estoy de acuerdo, y el caso del Tradicionalismo ejemplifica por qué. El Tradicionalismo es una escuela filosófica y espiritual poco conocida, que busca descubrir verdades sobre el universo mediante el estudio y, ocasionalmente, la conversión a las alas esotéricas de varias religiones, la mayoría de las veces el Islam sufí y el hinduismo. Solo para algunos de sus seguidores, es también una ideología política con una visión grandiosa: la de oponerse a la modernidad y al modernismo. Tres ideas dan forma a su agenda política. La primera es que los tradicionalistas creen en el tiempo cíclico más que en el lineal; que en lugar de progresar desde una historia de opresión hacia un futuro de libertad, las sociedades constantemente parten y luego regresan a sus “virtudes eternas”. La segunda es la creencia de que las sociedades “virtuosas” son jerárquicas, con una pequeña élite espiritual de sacerdotes encima de los esclavos materialistas. Cuando los tiempos son buenos, reina la espiritualidad teocrática y la sociedad se ordena a través de fronteras internas y externas. Cuando los tiempos son malos, durante la “Edad Oscura”, el materialismo reina y las fronteras entre los diferentes géneros, razas y naciones se disuelven. El tercer principio que mencionaré es uno llamado “inversión”, a través del cual los tradicionalistas creen que también comenzaremos a confundir las cosas con lo contrario: lo que pensamos que es bueno, en realidad es malo, y lo que llamamos progreso, es realmente regresión: los periodistas desinforman, los artistas crean fealdad, la ciencia oculta la verdad en lugar de descubrirla, etc.
Los tradicionalistas suelen afirmar que, de hecho, estamos viviendo en la última etapa del ciclo de tiempo en este momento: la modernidad se corresponde con el final de una ‘Edad Oscura’, definida por el materialismo y la ausencia de fronteras, y creen que solo más oscuridad nos haría avanzar más allá del punto cero del ciclo, al renacimiento de una nueva Edad de Oro.
¿Y en qué etapa estaríamos ahora? Los tradicionalistas suelen afirmar que, de hecho, estamos viviendo en la última etapa del ciclo de tiempo en este momento: la modernidad se corresponde con el final de una “Edad Oscura”, definida por el materialismo y la ausencia de fronteras, y creen que solo más oscuridad nos haría avanzar más allá del punto cero del ciclo, al renacimiento de una nueva Edad de Oro. Hitler y Mussolini, cuyos movimientos fetichizaron el racionalismo científico, aprovecharon y expandieron el Estado moderno y, aunque ambos se imaginaban herederos de un pasado glorioso, tenían visiones futuristas de crear sociedades completamente nuevas. Fueron modernizadores e innovadores (progresistas, en el sentido genérico) y, en ese aspecto, mucho menos reaccionarios que los tradicionalistas.
La denominada “derecha alternativa” estadounidense se ha caracterizado por una suerte de fe ciega en el poder de la tecnología, mientras que el Tradicionalismo promueve el retorno a valores “primordiales” y antimodernos. ¿En qué punto convergen ambos movimientos, a pesar de tener visiones del mundo tan diferentes? Las ideas tradicionalistas y las de la extrema derecha (y otros movimientos nacionalistas blancos de extrema derecha) se superponen en lo que rechazan. Ambas impugnan la idea de un mundo globalizado sin fronteras, los intentos de transformar y trascender la identidad de género y, a menudo, la democracia multiétnica, en la que varias personas se unen en lealtad a los valores cívicos o al éxito económico. La común oposición a ideas como esas permite a los tradicionalistas participar en movimientos de extrema derecha y que actores como los nacionalistas blancos asimilen ciertas ideas tradicionalistas. Pero, a pesar de que rechazan cosas similares, sus visiones e ideales divergen. Los tradicionalistas no solo miran la tecnología con recelo, sino que rara vez celebran los ideales básicos de la extrema derecha, como el nacionalismo (con el argumento de que los Estados-nación son entidades políticas modernas con ideales seculares y con una agenda cuyo fin sería homogeneizar a sus poblaciones internamente). Por lo tanto, como muchas otras coaliciones políticas, la participación del Tradicionalismo en la extrema derecha se basa en algunas convicciones compartidas, ignorando los desacuerdos. Pero si las condiciones sociales y políticas fueran diferentes, si la oposición a la globalización no fuera tan poderosa políticamente como lo es en este momento, esta alianza no resultaría tan atractiva.
En el libro se refiere a la “metapolítica”, un principio gramsciano que tanto los tradicionalistas como la derecha alternativa aplican para difundir sus ideas por fuera de la política convencional. ¿A qué atribuye la creciente importancia que estos actores le otorgan a la cultura y a las ideas? Los actores de la derecha radical se sintieron atraídos por Gramsci y el concepto de metapolítica, porque les ayudó a comprender sus propias desgracias políticas. Ellos observaron al Occidente posterior a la Segunda Guerra Mundial y concluyeron que no importaba que la derecha o la izquierda ganaran las elecciones pues, debajo de los vientos cambiantes de la política oficial, había un movimiento más profundo y constante hacia los valores liberales que solo podía ralentizarse, pero no revertirse. Ese movimiento se alimentaba, según ellos, de la cultura, de nuestras actitudes hacia la identidad, la historia y la sociedad que se moldean en la educación, los medios de comunicación, el entretenimiento, etc. Por eso, una generación de derechistas radicales ha llegado a la conclusión de que, para cambiar la política, primero se debe cambiar la cultura, y la mayoría ha intentado hacerlo a través de la educación o los medios de comunicación.
¿Por ejemplo? Bannon ha perseguido esto de muchas maneras, pero también lo han hecho Dugin y Carvalho. Dugin patrocina o participa en iniciativas de medios alternativos en todo el mundo, especialmente en Rusia e Irán. También ha sido profesor y director de un instituto en la Universidad Estatal de Moscú (antes de perder su puesto tras las protestas en respuesta a su presunta incitación a la violencia en Ucrania en 2015), intentó fundar varias escuelas e incluso produjo teatro. Carvalho, por su parte, tiene una presencia masiva en redes sociales: los comentarios son su actividad principal y nunca se ha desempeñado en ninguna función política oficial, a pesar de que se le han ofrecido puestos en el gabinete de Bolsonaro. Y, además, también tiene una escuela en línea (Seminário de Filosofia), donde ha enseñado a miles de estudiantes durante más de una década.
¿Cómo influyeron las ideas tradicionalistas de Steve Bannon, el estratega jefe de la Casa Blanca al inicio de la administración Trump, en medidas como la construcción del muro en la frontera con México o en la política exterior de Estados Unidos? Las ideas tradicionalistas inspiraron a Bannon a tomar ciertas acciones, aunque rara vez habló abiertamente sobre aquello que lo motivaba. Nunca presentó sus ideas a Trump como Tradicionalismo, ya que eso habría molestado o confundido al presidente. En cambio, cuando lo presionó para que construyera el muro fronterizo o a que retrasara la intervención de Estados Unidos en Medio Oriente, presentó estas ideas en términos prácticos, explicando que eran necesarias para proteger a los estadounidenses de la delincuencia, para desviar el dinero del gobierno hacia causas internas y, por supuesto, para satisfacer a los principales partidarios del presidente. Sin embargo, y muy oportunamente, un Estados Unidos con fronteras rígidas que excluyen a otras personas mientras retienen el dinero, las armas y las ideas, servía a un objetivo más amplio: el de crear un mundo segmentado en el que las naciones funcionan como islas incomunicadas.
Los tradicionalistas tienden a considerar que los científicos venden conocimientos ‘falsos’, como partícipes de la degradación de la verdad que empeora a medida que pasa el tiempo: mientras la sociedad moderna acumula conocimiento y aprende cada vez más, los tradicionalistas ven que nos precipitamos hacia la ignorancia.
¿Qué influencia tiene Bannon ahora? En los medios alternativos presenta un podcast llamado War Room, que comenzó después de dejar la Casa Blanca en 2019, y que le ha permitido ganar gradualmente influencia al formar parte de un panorama mediático a la derecha del ya conservador canal de noticias Fox News. Bannon utilizó War Room como plataforma para difundir incansablemente dudas sobre la legitimidad de las elecciones estadounidenses previas al asalto al Capitolio, e incluso hoy es el principal canal de expresión para los partidarios acérrimos de Trump: cuando una congresista republicana relativamente moderada estaba compitiendo por posiciones de liderazgo en el Congreso el mes pasado, su primera intervención para generar apoyo entre los partidos fue el podcast de Bannon.
El presidente Bolsonaro ha negado sistemáticamente el cambio climático y se ha mostrado reticente a implementar políticas contra el avance del coronavirus. ¿Puede entenderse esta deriva por el influjo de Olavo de Carvalho? ¿Es el Tradicionalismo una doctrina intrínsecamente anticientífica y que fomenta las teorías de la conspiración? El Tradicionalismo se opone a la ciencia moderna, que es progresista y secular. Los tradicionalistas tienden a considerar que los científicos venden conocimientos “falsos”, como partícipes de la degradación de la verdad que empeora a medida que pasa el tiempo: mientras la sociedad moderna acumula conocimiento y aprende cada vez más, los tradicionalistas ven que nos precipitamos hacia la ignorancia. Este es un aspecto del pensamiento tradicionalista que Olavo de Carvalho abraza inequívocamente. Ve las instituciones científicas oficiales como manifestaciones de la decadencia y el declive moderno y, por las mismas razones, rechaza las teorías del calentamiento global y las respuestas médicas estándar al covid. Pero el escepticismo de Bolsonaro hacia la ciencia ocurrió antes de su contacto con Olavo, y por razones menos sofisticadas: la suya es una actitud antisistema casual, más que una teoría. La influencia de Olavo vino, en cambio, a través de los miembros del gabinete de Bolsonaro, y, en particular, a través de su exalumno Ernesto Araújo, quien fue nombrado ministro de Relaciones Exteriores. Araújo, a quien Olavo describe como más tradicionalista que él, se opone ferozmente al calentamiento global y a las contramedidas para controlar la pandemia. Abiertamente las ha descrito como parte de una agenda globalista impulsada por fuerzas antiespirituales. Sin duda, tuvo un impacto negativo en la capacidad de Brasil para adquirir la vacuna contra el coronavirus, razón por la cual se vio obligado a dimitir esta primavera.
¿Qué visión tienen Carvalho, Bannon y Dugin del creciente ascenso económico-tecnológico de China? Bannon y Carvalho piensan que China representa una especie de mal metafísico en el mundo; un régimen materialista, antiespiritual y antihumano, y creen que el país asiático (más que Estados Unidos) es el verdadero motor de la globalización, usando sus redes y dinero para “homogeneizar” el mundo a su imagen. Aleksandr Dugin ve las cosas de manera muy diferente. Considera a Estados Unidos como el principal agente mundial de difusión del liberalismo (capitalismo, democracia, individualismo, derechos humanos universales) y piensa en China y Rusia como poderosos contrapesos. La fuerza de China, en su mente, no se debe solo a que controla la influencia global de Estados Unidos, sino también al poder de su Estado a nivel nacional, y a que, debido a sus costumbres culturales, representa una crítica contra el individualismo de la sociedad. Por lo tanto, solo China podría hacer retroceder a Estados Unidos económica, militar, filosófica y culturalmente.
Según un informe de Freedom House de este año, la democracia estaría amenazada incluso en países con un historial de respeto por los derechos y libertades fundamentales, situación que habría empeorado con la pandemia. ¿Cree que con la crisis sanitaria y económica podrían fortalecerse los discursos tradicionalistas o vinculados a la extrema derecha? Sí, por supuesto, y por dos razones: primero, aunque el rápido desarrollo de vacunas contra el coronavirus podría reforzar la fe en la ciencia, muchas personas en todo el mundo también han concluido que sus líderes y expertos no los protegieron. El resultado podría ser una disminución general de la confianza en las instituciones modernas y en la experiencia profesional de todo tipo, como los medios de comunicación, las agencias gubernamentales, los centros educativos, y una nueva receptividad a alternativas radicales. En las democracias liberales, eso podría significar una nueva oleada de lucha contra las políticas liberales. En segundo lugar, el virus pudo propagarse tan rápidamente porque vivimos en un mundo globalizado. Un brote en China es también un brote en Italia o Brasil. Y algunas de las naciones a las que les ha ido mejor durante la pandemia son islas (metafóricas o literales), lugares como Nueva Zelanda, Singapur, Islandia y Taiwán. Por lo tanto, la pandemia podría conducir a una nueva necesidad de establecer fronteras y límites en todo el mundo, y a los tradicionalistas les encantaría ver tal cosa.
War for Eternity : The Return of Traditionalism and the Rise of the Populist Right, Benjamin Teitelbaum, 2020, Penguin Books, 336 páginas, $15.000.
Cuando el tedio y su embestidura la seriedad, se han instalado en la cara danesa de Martin, el protagonista de Druk, decide junto a sus fieles camaradas —todos profesores del mismo colegio— subirle el volumen a la vida, echar a correr los vasos y restituir una falta originaria, según la cual nacemos con un déficit de alcohol en la sangre.
La idea es aplicar una dosis justa, de tal manera que les permita seguir funcionando, pero con un toque que encienda amigablemente la chispa adormecida. Con el correr de los días las rondas van subiendo (Otra ronda fue la traducción del título al castellano), los cuerpos reaccionan y el navegar etílico de estos amigos les permite de forma maravillosa volver a hacer conexión con lo que probablemente permanecía bloqueado: enseñar con pasión, sentir de manera salvaje el bombear de la sangre, como cuando se es joven o un enamoramiento arrebata. No en vano, la película parte con la escena del desenfreno de un grupo de jóvenes, en la entrega expansiva y festiva de su naturaleza.
Por supuesto que en dicho trance sus protagonistas no están exentos de meter las patas, pero son leves, por lo que el humor será en última instancia su respiro. Lo que sí podría pensarse es hasta qué punto el alcohol desnuda las crisis o precipita lo que ya venía dañado.
No es entonces, y como podría pensarse, una apología al alcohol sino más bien a la posibilidad que otorga, la de agitar las aguas y volver a sentir entusiasmo —palabra que viene del griego y significa “entrada de dios”—; ese estado de fervor interior que anima y permite un tan intenso como breve renacer del cuerpo y del espíritu, algo así como la recuperación de una musicalidad que toca lo que está más allá. En alguna medida, la creación artística también puede propiciar en determinadas ocasiones y de manera más bien solitaria ese estado.
De la mano del encendido individual las relaciones florecen, comenzando por la amistad, que en este caso es el motor de la historia. Encuentro y conversación surgen otra vez en el desenfreno de las botellas y los bailes, como liberados cada uno de su peso y consientes de la impronta pasajera de la vida.
Por supuesto que en dicho trance sus protagonistas no están exentos de meter las patas, pero son leves, por lo que el humor será en última instancia su respiro. Lo que sí podría pensarse es hasta qué punto el alcohol desnuda las crisis o precipita lo que ya venía dañado. En el camino quedará uno de los amigos, pero incluso eso que podría verse como un sacrificio (algo hay que perder en todo esto), encarna la apertura y el suceder continuo que es Druk, y que en definitiva es la vida con todo lo suyo. “El mundo nunca es lo que esperas”, les dice Martin a sus estudiantes; por lo tanto no hay espacio para juicios ni caña moral.
Druk propone no dar por perdido el espíritu irrefrenable de la juventud o de lo vital, aun cuando pasen los años, alejando de la vida todo deseo (no por edad sino por actitud); y si hay que echarle mano alegremente a unos vasos puestos sobre la mesa para no perder la buena disposición, que así sea.
Y frente a eso surge inevitablemente la pregunta sobre cómo hacen aquellas personas que no tienen excesos de vez en cuando y nunca pierden el control y son lo correcto, lo limpio, lo predecible; algo detenido, congelado en el freezer de lo inmaculado hay ahí. Las restricciones de lo saludable llegarán con el tiempo, para qué entonces —sin enfermedad mediante— autoinfligírselas cuando todavía el cuerpo se la puede, quiere y lo necesita. Dejando de lado también los dogmas del buen comportamiento que imponen a punta de culpas todas las formas de religión, la salud de la vida también pasa por el cultivo de ese descontrol, entrega de la cual se sale y se entra, pues su gracia radica precisamente en que viene a desestructurar el mandato de lo cotidiano. Lo importante es decidir cuándo, como lo hace Martin.
Druk propone no dar por perdido el espíritu irrefrenable de la juventud o de lo vital, aun cuando pasen los años, alejando de la vida todo deseo (no por edad sino por actitud); y si hay que echarle mano alegremente a unos vasos puestos sobre la mesa para no perder la buena disposición, que así sea.
“What a Life”, la canción principal de la película, tiene el ritmo de ese espíritu, por algo los amigos luego del entierro de uno de ellos, terminan en la fiesta de sus estudiantes bailándola sin jerarquías, entregados. Y si se observa en detalle la magnífica danza de Martin, se puede ver cómo corre, salta, cae, despega los pies de la tierra y se eleva en ese final jubiloso, donde la vida misma reclama con voluptuosidad su necesario desborde.
Hasta hace no tanto tiempo, Venezuela era para muchos colombianos la tierra prometida. Cruzar la frontera fue durante décadas una oportunidad para escapar de la pobreza y del conflicto armado. Si Colombia era violencia y desigualdad, Venezuela parecía ofrecer estabilidad y riqueza. Actualmente ese flujo humano ha cambiado de sentido: si en 2011 se contabilizaban más de 700 mil colombianos al otro lado de la frontera, desde entonces ese número no ha hecho más que disminuir; mientras, se dice que hoy un millón y medio de venezolanos viven en Colombia, aunque la cifra es difícil de determinar.
Como describe la escritora Melba Escobar en Cuando éramos felices pero no lo sabíamos, quien en 2018 para un reportaje cruzó el puente que divide Villa del Rosario en Colombia y San Antonio del Táchira en Venezuela, “las multitudes semejaban esa procesión parsimoniosa de las masas al entrar a un estadio de fútbol un día de clásico (…). Familias con niños, bebés, hombres, en su mayoría menores de 30 años, hacían pensar que todo aquel con fuerza suficiente en las piernas se estaba dando a la fuga (…). Las épocas en que podían vivir de su trabajo quedaron atrás. Un día el hambre los empujó a empacar sus cosas y salir. Ahora están por todas partes. Casi cinco millones de venezolanos lo han abandonado todo”.
Por su calidad de vecino, Colombia se convirtió en el país con mayor concentración de emigrantes venezolanos, una realidad inédita para esa nación, acostumbrada históricamente a índices de inmigración mínimos. Debido a las guerras y a antiguas trabas gubernamentales, hasta ahora Colombia no fue un destino atractivo para los emigrantes. Era, en palabras de Escobar, un “país excluyente y excluido”. Frente a esta nueva realidad, cuyo rasgo más evidente ha sido el enorme número de venezolanos pidiendo dinero en las calles, la periodista se interesó por ahondar en la crisis de su país vecino, como una forma de salir de los lugares comunes.
“Lo que sabemos y nos llega sobre Venezuela es bastante sesgado”, dice. “Venezuela se volvió un comodín político, que se juega en contra de la izquierda pero sin mucha profundidad. Me parece particularmente triste el hecho de que un país que ha sufrido tanto, que uno puede hablar de un pueblo que se quedó sin país, porque es así, la realidad de Venezuela es la de una nación que se desvanece, vuelve a ser victimizada al ser usada como ficha política en toda la región, incluido Estados Unidos. Eso me producía mucho malestar”.
Cuando éramos felices pero no lo sabíamos es el resultado de cuatro viajes que la autora realizó a Venezuela, entre junio de 2019 y febrero de 2020. El libro entreteje sus experiencias e impresiones con el testimonio de diversos entrevistados, que van desde ciudadanos de a pie que viven a diario los efectos del chavismo —en la versión Maduro— hasta miembros de la alta sociedad venezolana, desde voluntarios en obras sociales y activistas de la oposición hasta simpatizantes del régimen. “Creo que las historias de vida son realmente el camino para luchar contra los lugares comunes, idealmente sentarse a conversar con la gente de carne y hueso y ver cuál ha sido el efecto de todo eso en sus vidas”, comenta la autora.
Un marido maltratador
Cuando éramos felices pero no lo sabíamos es, en parte, el testimonio de alguien que debe enfrentarse a una serie de situaciones inesperadas e inusuales. Situaciones que en otros contextos no ameritarían la mínima mención, como sacar dinero de un cajero automático, cargar combustible o ir al baño de un centro comercial, aquí son descritas para dar cuenta de cómo la crisis ha moldeado una nueva cotidianidad. Es obvio: en una sociedad con hiperinflación, escasez de alimentos, una pobre cobertura de los servicios básicos (y a veces ni siquiera eso), donde se reprime a los ciudadanos, se altera hasta tal punto el diario vivir que prácticamente nada, para quien viene de afuera, se pasa por alto.
‘Vivir esa experiencia hace que uno piense en todo el trabajo y el entramado que significa lo público’, cuenta la periodista. ‘Más allá de las necesidades sociales básicas que suelen estar tan mal cubiertas en nuestros países, quién recoge la basura, quién pone el agua y la electricidad, quién es el policía, es un universo de cuestiones que se valora cuando desaparece’.
“Vivir esa experiencia hace que uno piense en todo el trabajo y el entramado que significa lo público”, cuenta la periodista. “Más allá de las necesidades sociales básicas que suelen estar tan mal cubiertas en nuestros países, quién recoge la basura, quién pone el agua y la electricidad, quién es el policía, es un universo de cuestiones que se valora cuando desaparece. Sentí eso; una angustia de lo que puede ser la ausencia total de Estado, de sentirse completamente a merced de uno mismo y nada más. Acaso de la solidaridad de otros seres humanos como uno”.
Como muestra en las páginas de Cuando éramos felices pero no lo sabíamos, para la mayoría de los venezolanos el día a día es una lucha por la sobrevivencia. “En varias ocasiones me pusieron el ejemplo del gobierno como un marido maltratador”, dice Escobar. “Ese que si le dices que estás sufriendo te dobla la dosis de palizas para que aprendas realmente lo que es sufrir. Me parece muy poderoso eso, la percepción de que el gobierno es un enemigo, pues no solo se ha dedicado a saquear todos los recursos, sino literalmente a atacar a sus ciudadanos”.
Venezuela Saudita
Cada tanto en su relato, la periodista tropieza con vestigios de la antigua Venezuela. Ese país rico que los colombianos veían con una “mezcla de envidia y cariño”. Esas mansiones, esos hoteles de lujo, aquella universidad con edificios modernistas, son parte de las imágenes que sobreviven y descolocan a la escritora ante la actual miseria generalizada.
“La gente siente que había una sociedad de oportunidades, donde se podía llegar y hacer la vida, resolver, estudiar, trabajar”, señala. “Había una clase media, que yo no sé cómo es en Chile, pero para un colombiano era una locura. Es decir, había mucha riqueza. En las grandes ciudades, por ejemplo, un conductor de bus era una persona que había ido todas las vacaciones de su vida, una vez al año, a Orlando, a Disney, y tenía una nevera con encurtidos importados”.
“Cuando éramos felices pero no lo sabíamos” fue una expresión que se repitió mucho entre las personas con las que conversó Escobar. Ella captó pronto que aquel clasificaba como un buen título para su libro. Sin embargo, le costó decidirse. Consideraba que podía mal entenderse, que quizás daba la falsa idea de una Venezuela pre chavista idílica.
Con todo, lo cierto es que para 1998, año en que Hugo Chávez llegó al poder, la sociedad venezolana reclamaba cambios. El contraste entre la situación económica de las mayorías y los grupos en el poder era “pornográfico”, en palabras del escritor Alberto Barrera Tyszka, cuyo libro Chávez sin uniforme es citado por la periodista para poner en contexto a esa Venezuela que dejó seducirse por aquel militar outsider, “que sospechaba de los ricos, que prometía devolverle al pueblo toda la riqueza saqueada”. Por otro lado, la corrupción en las esferas políticas y económicas que habían dirigido al país, creó un ambiente de rechazo hacia la élite que también facilitó el ascenso a Chávez, quien comprendió, luego de su fracasado golpe de Estado, que no necesitaba las armas para hacerse con el poder sino solo resaltar los vicios del sistema y azuzar la antipolítica.
“Era lo que se llamaba la Venezuela Saudita”, comenta Escobar, “donde había una clase dirigente que de alguna manera le daba igual el pueblo y es comprensible, no creo que haya sido ninguna falacia, el malestar que llevó al chavismo. Chávez, por otro lado, no fue el mismo en un comienzo, sino que se transforma a lo largo del tiempo. Si uno escucha los discursos iniciales de Chávez probablemente yo también hubiese votado por él. Parecía como todo bastante sensato, coherente, pertinente en una sociedad desigual y excluyente como era la venezolana”.
‘Chávez no fue el mismo en un comienzo, sino que se transforma a lo largo del tiempo. Si uno escucha los discursos iniciales de Chávez probablemente yo también hubiese votado por él. Parecía como todo bastante sensato, coherente, pertinente en una sociedad desigual y excluyente como era la venezolana’.
¿La élite asume hoy sus responsabilidades sobre la llegada del chavismo al poder? Hoy se dan palos por eso. En su momento decían “qué importa que gane ese negro, que igual no va a pasar nada; aquí nunca pasa nada”, y esa soberbia de sentirse tan superiores en clase, en riqueza, en poder, les pasó la cuenta. Había una desconexión muy grande y la sensación general era que cada quien se salvaba por su cuenta, porque estaba muy desatendida la función pública. Chávez era un niño descalzo, llanero, que vendía dulces en la calle, que vivía en un rancho con piso de tierra y techo de paja, y pues eso fue lo que enamoró a un pueblo entero. Es lo que también llevó a muchos quizás a que no se lo tomaran en serio. Eso para mí es una historia simbólicamente muy potente.
¿Qué lecciones pueden sacar los demás países de la región de la crisis venezolana? Debemos preguntarnos por el sistema democrático, hasta dónde nos puede llevar y cuáles son sus límites. Lo que asusta, de cierta manera, es que todo empezó por unas elecciones en las que ganó Chávez. También me parece que los discursos de izquierda y derecha están muy trasnochados. La política debería ser más práctica y menos ideológica, buscar otras formas de garantizar el Estado social de derechos sin entrar en esas retóricas. En lo más mínimo se trata de estigmatizar a la izquierda, pero hay un sector que ha perdido credibilidad. Y con justa razón. Es muy triste cuando precisamente el discurso de la igualdad, el discurso de acabar con la pobreza, el hambre y los privilegios de una clase, lo que genera es exactamente lo contrario. Mi libro busca plantear algunas preguntas que considero que deberíamos hacernos en toda la región, porque mal que bien tenemos historias muy similares. Y también nuestros problemas son muy similares: la desigualdad, las élites súper poderosas que buscan ejercer una especie de aristocracia excluyente, en fin, males muy parecidos. Y quizás no nos estamos mirando lo suficiente.
“Respirando en el centro de la incertidumbre”
La primera vez que Escobar escuchó hablar del coronavirus fue en febrero de 2020, mientras reporteaba en Caracas. Aunque es evidente que la pandemia no figuraba en los planes originales de la autora, Cuando éramos felices pero no lo sabíamos está cruzado por esa coyuntura y la preocupación por el destino de los venezolanos bajo el covid-19. Esa inquietud aparece inmediatamente en el primer párrafo del libro, cuando se pregunta “qué habrá sucedido con todos esos venezolanos sin techo que vivían en las calles bogotanas”, y persiste hasta las últimas páginas, cuando se pone en comunicación con uno de sus contactos en Venezuela para enterarse de lo obvio: todos los indicadores en el país se han agravado con el coronavirus, tampoco hay información confiable del gobierno respecto al número de contagios y decesos.
“Pienso que ante la precariedad que nos rodea, las relaciones solidarias que se puedan desarrollar entre comunidades prometen conseguir mucho más que los partidos políticos y los gobernantes”, escribe. “En ese sentido, el coronavirus llega en un momento en el que el mundo está dando un giro. Aún no sabemos hacia dónde, qué va a pasar, si sobreviviremos y bajo qué nuevas reglas del juego. Estamos respirando en el centro de la incertidumbre”.
Esa mirada esperanzada, esa confianza en “las relaciones solidarias que se puedan desarrollar entre comunidades”, pese al drama del que nos da cuenta la periodista, es la perspectiva que al final prevalece en su relato. Porque las personas, como enseña el libro, enfrentadas a una crisis profunda (en este caso, cuando no pueden esperar del Estado ya ninguna solución), vuelven a descubrir los beneficios del apoyo mutuo, de hacerse parte en los problemas de su comunidad. Aquella actitud resolutiva, o al menos la toma de conciencia de la propia responsabilidad en los asuntos públicos, quizás sea, parece ser el deseo de Escobar, uno de los prodigios que deje esta crisis compartida que ha sido la pandemia de covid-19. Y aunque la opción parezca poco probable, por qué no plantear ese anhelo, por qué no imaginar una sociedad mejor.
“Se nos va mucha energía en las trincheras de redes sociales y ese es un tiempo totalmente perdido, porque no se está ayudando a nada y a nadie enfatizando todo lo que está mal”, opina la autora. “Me sorprendió que en Venezuela de alguna manera cuando ya no tienes a quién culpar, porque ya no se puede, ya no sirve esa estrategia, que la gente empieza a resolver, a buscar soluciones, se organiza. Eso invita a preguntarnos cómo estamos aportando a nuestra sociedad. Yo quisiera una colaboración más participativa en lo real, donde se vieran resultados concretos. Ojalá no hubiera que esperar a que justamente se vaya todo al carajo para que nos pongamos a pensar cómo podemos generar soluciones”.
Cuando éramos felices pero no lo sabíamos, Melba Escobar, Seix Barral, 2021, 336 páginas, $17.000.
Michael E. Mann (no confundir con el director y productor de cine y televisión del mismo nombre, creador de la serie Miami Vice) ha estado durante años en el ojo del huracán. Es uno de los científicos climáticos más célebres del mundo desde que, en 1999, publicó un estudio ilustrado por el “gráfico del palo de hockey”, que mostraba la historia de la temperatura de la Tierra por milenios como una línea plana que, en las últimas décadas del siglo XX, había subido de manera exponencial. Mann sufrió ataques virulentos de sectores conservadores y de la industria de los combustibles fósiles, la misma que hoy dirige “el ojo de Saurón” hacia jóvenes activistas, como Greta Thunberg. Mann nunca se quedó de brazos cruzados y ocupó el rol de un intelectual público, dando la pelea contra intereses muy poderosos con valentía. Es, por temperamento, un polemista. En su libro The New Climate War: The Fight to Take Back Our Planet (2021) no duda en calificar el conflicto contra las fuerzas de lo que llama “inactivismo” como una guerra y a sus adversarios, como enemigos. Se trata de un conflicto bélico en que la estrategia del bando contrario ha cambiado, abriendo nuevos frentes de lucha.
La estrategia inicial fue el negacionismo, para lo cual la industria de los combustibles fósiles siguió el ejemplo de las tabacaleras: aprovecharse de las diferencias de opinión naturales en la comunidad científica para crear un disenso ficticio, financiando centros de investigación y think tanks para defender una postura contramayoritaria y sembrar dudas sobre el consenso en torno al cambio climático. Existe un memo interno de ExxonMobil de los años 70 que advierte que las emisiones de CO2 pueden tener consecuencias catastróficas y quizás irreversibles para el planeta. El objetivo del negacionismo no era triunfar en la guerra, sino ganar tiempo: retrasar lo más posible la acción climática para poder seguir quemando combustibles fósiles con impunidad. Para ello contaron con los vastos recursos de esa industria (liderada por los hermanos Charles y David Koch), con la máquina propagandística del imperio mediático de Rupert Murdoch y el apoyo del Partido Republicano.
El negacionismo ya no se sostiene, simplemente porque el cambio climático es una realidad: sus devastadores efectos ya forman parte del ciclo habitual de noticias. Las voces del negacionismo aún existen, pero tienden a ser ignoradas. La estrategia del inactivismo ha mutado a sembrar la división dentro del movimiento ambientalista y a fomentar la desinformación y el pesimismo.
Divide para vencer
Una movida magistral de las fuerzas de la inacción ha sido movilizar su maquinaria comunicacional para trasladar el debate al terreno de las opciones de vida personales, tales como la dieta, los viajes, la locomoción o la decisión de tener familia. “Nadie está libre de pecado de carbono”, afirma Mann. Subraya que la idea de calcular la “huella de carbono personal” se originó en la petrolera BP. Al enfatizar el papel del comportamiento individual para combatir el cambio climático se crea una falsa dicotomía entre la responsabilidad individual y la acción colectiva.
Aunque los objetivos de avanzar hacia una economía verde le parecen loables, Mann tiene dudas sobre la estrategia de sumarlos a un ambicioso paquete de programas sociales de corte progresista, que podrían dificultar el apoyo de sectores moderados. Lo asocia con la influyente figura de Naomi Klein, para quien la crisis climática abre una oportunidad para acabar de plano con el sistema neoliberal.
Los inactivistas se han valido de la “cultura de la cancelación” para acusar a voces destacadas en la lucha por el clima –como Al Gore o Leonardo Di Caprio– de hipocresía, debido a sus huellas de carbono personales. Y han sembrado desinformación. El documental Cowspiracy (2014), por ejemplo, exponía la idea falsa de que el consumo de carne de vacuno sería responsable de la mayoría de las emisiones de carbono (corresponde a un 6% de estas). Muchos activistas se han comprado la idea de la responsabilidad individual, haciéndole el juego al inactivismo.
El movimiento flygskam (en sueco, “vergüenza de volar”) ha ganado tracción en Europa, acaso exagerando el rol de la aviación (3%) en las emisiones globales.
Esta estrategia no es nueva. En los años 70, un exitoso comercial de utilidad pública en Estados Unidos mostraba a un hombre nativo americano (en realidad, un actor de origen italiano), al que le caía una lágrima al ver un río lleno de envases de plástico y gente tirando basura desde autos en una carretera. Ese comercial formaba parte de una campaña de relaciones públicas de la industria de los bebestibles (Coca-Cola, PepsiCo, la cervecera Anheuser-Busch y otras) para oponerse a la legislación que requería a las empresas implementar sistemas de reciclaje de envases. Mann argumenta que es una de las causas de la actual crisis de contaminación de plástico que ahoga a los océanos.
El autor sostiene que decisiones de consumo amigables con el medioambiente son deseables, contribuyendo a una mejor calidad de vida y aportando granos de arena a aminorar la crisis climática. Pero no pueden reemplazar medidas sistémicas en el terreno de las políticas públicas: andar en bicicleta o ser vegano no ayuda a construir infraestructura de energías renovables, establecer impuestos al carbono, impulsar la electromovilidad o crear estándares de eficiencia energética en la construcción. Es necesario, por ejemplo, eliminar los subsidios a los combustibles fósiles, que el FMI ha calculado en casi cinco trillones de dólares anuales, tanto en forma de ayudas directas como de “externalidades”: el costo para la salud humana de sus emisiones –que causan ocho millones de muertes prematuras anuales– y su impacto en el medioambiente.
Michael E. Mann es uno de los científicos climáticos más célebres del mundo desde que, en 1999, publicó un estudio ilustrado por el “gráfico del palo de hockey”, que mostraba la historia de la temperatura de la Tierra por milenios.
El catastrofismo es el nuevo negacionismo
Otra movida maestra del inactivismo ha sido manipular y distorsionar una actitud presente en sectores del movimiento medioambiental: la de los “profetas de la perdición”, que lleva a la resignación y la desidia. En una insólita vuelta de chaqueta, intereses afines a los combustibles fósiles han pasado de negar la existencia del cambio climático a sostener que este no solo es real sino irreversible, por lo que debiéramos seguir quemando petróleo, gas y carbón. Distorsionan la ciencia para hacernos creer que la crisis es más grave de lo que es, con la ayuda de algunos activistas del bando contrario, que actuarían como tontos útiles de los intereses de la inacción. El catastrofismo es el nuevo negacionismo.
Mann argumenta que existe urgencia, pero también agencia. Exhibe un “optimismo cauteloso” basado en la idea, que ha concitado un grado de consenso entre la comunidad científica durante la última década, de que tenemos un “presupuesto de carbono”, una cantidad de CO2 que aún podemos emitir sin traspasar la barrera peligrosa de 1.5 °C por sobre el promedio de temperatura de la era preindustrial. El calentamiento es consecuencia de la acumulación de gases de efecto invernadero que permanecen en la atmósfera durante largo tiempo. Por eso se habla de una “inercia térmica”: el aumento de temperatura continuaría aunque dejáramos de emitir. Nuevos modelos climáticos muestran que la capacidad de la vegetación, y en particular de los océanos, de absorber carbono contrarresta la inercia térmica: si detuviéramos las emisiones, al cabo de unos años la temperatura se estabilizaría. En todo caso, no nos queda mucho tiempo. El Panel Intergubernamental de Cambio Climático de la ONU estimó ese presupuesto en 10 años a comienzos de 2018. Es decir, al ritmo actual nos quedarían siete años. Mann enfatiza que, con la tecnología actual, podemos abastecer un 80% del consumo mundial de energía con renovables a 2030 y un 100% en 2050.
Voces en conflicto
Aunque el autor observa con lucidez la estrategia de las fuerzas de la inacción por sembrar división y conflicto en el seno de la comunidad activista, no puede dejar de dirigir sus dardos contra exponentes de su propio bando con los que está en desacuerdo, comenzando por los pesimistas a ultranza. Le duele que medios como el New York Times, la New Yorker o Rolling Stone den amplia tribuna a voces apocalípticas, como el escritor Jonathan Franzen o el periodista David Wallace-Wells. No es partidario del Green New Deal impulsado por Alexandria Ocasio-Cortez. Aunque los objetivos de avanzar hacia una economía verde le parecen loables, le merece dudas la estrategia de sumarlos a un ambicioso paquete de programas sociales de corte progresista, que podrían dificultar el apoyo de sectores moderados. Lo asocia con la influyente figura de Naomi Klein, para quien la crisis climática abre una oportunidad para acabar de plano con el sistema neoliberal.
El comercio de derechos de emisión (cap andtrade), que permite a las empresas pagar para contaminar, ha demostrado ser en gran medida una forma de lavado de imagen, que no contribuye a mitigar el cambio climático. En cambio, los impuestos al carbono pueden ser una herramienta eficaz para desincentivar las emisiones y contrarrestar los subsidios a las industrias contaminantes.
Mann enfatiza el rol jugado por hackers rusos en crear un escándalo ficticio que habría contribuido al fracaso de la cumbre del clima de la ONU de Copenhague en 2009. Se trató de una suerte de ensayo general de la elección presidencial de 2016, que llevó al poder a Donald Trump, negacionista, financiado en gran parte por la industria de los combustibles fósiles y cercano a (cuando no vasallo de) Rusia. Mann sitúa las maniobras de Rusia durante la campaña en el contexto de un acuerdo por 500 mil millones de dólares entre la petrolera estatal rusa Rosneft y Exxon-Mobil. Ese acuerdo había sido bloqueado en 2014, por sanciones impuestas por la Administración de Obama en respuesta a la invasión de Ucrania. Trump nombró a Rex Tillerson, ex CEO de ExxonMobil y cercano a Putin, como secretario de Estado. Rusia también habría instigado la revuelta de los “chalecos amarillos” en Francia en 2018, que se opuso a los planes del gobierno de establecer un impuesto al carbono. Mann destaca los nexos de Julian Assange con Rusia y el rol de WikiLeaks en difundir mensajes contra la ciencia y acción climática. Subraya la cercanía de Assange con Michael Moore, otro héroe de la izquierda que le hace el juego al inactivismo. Moore produjo en 2020 el documental Planet of the Humans, un tosco e infundado ataque contra las energías renovables. Las razones de Moore y sus colaboradores son misteriosas. Es posible que se deba a un mero afán de figuración y al deseo de “epatar al burgués”.
Mann expresa su frustración ante la resistencia del activismo de izquierda a mecanismos para poner precio al carbono. Eso sí, pone en un mismo saco instrumentos que han probado tener distinta efectividad: el comercio de derechos de emisión (cap and trade), que permite a las empresas pagar para contaminar, ha demostrado ser en gran medida una forma de lavado de imagen, que no contribuye a mitigar el cambio climático. En cambio, los impuestos al carbono pueden ser una herramienta eficaz para desincentivar las emisiones y contrarrestar los subsidios a las industrias contaminantes.
Soluciones falsas
Además de su afán de desviar responsabilidad de las corporaciones a los individuos y sembrar conflictos al interior del movimiento ambientalista, el inactivismo se ha dedicado a promover lo que Mann llama “soluciones falsas” al problema climático, que no serían otra cosa que maniobras de distracción. Una de ellas es el gas natural como “combustible puente” a las energías limpias. El daño ambiental producido por la fracturación hidráulica (fracking), sumado a las fugas de metano ocurridas en gasoductos, hacen que el gas sea tan sucio como el carbón. Mann lo describe como “un puente a ninguna parte”. Otra “solución” es la captura y almacenamiento de carbono, demasiado cara e incapaz de operar a la escala necesaria para hacer mella en el calentamiento global. La mejor forma de captura de carbono consiste en plantar árboles y en evitar o revertir la degradación de suelos. Pero también hay límites a lo que se puede lograr mediante la reforestación, aforestación y prácticas agrícolas responsables, si no se limitan drásticamente las emisiones. Otra solución espuria es la geoingeniería: intervenciones tecnológicas a gran escala para contrarrestar el alza de la temperatura global. Se ha propuesto, por ejemplo, emitir partículas reflectantes a la estratósfera para reflejar parte de la luz solar, imitando el efecto de grandes erupciones volcánicas y enfriando el planeta. Esta y otras formas de geoingeniería equivalen a experimentos con incalculables consecuencias: “Intervenir un sistema complejo que no entendemos del todo entraña un riesgo monumental”, concluye Mann.
“Nadie está libre de pecado de carbono”, afirma Mann, quien subraya que la idea de calcular la “huella de carbono personal” se originó en la petrolera BP.
Estas soluciones falsas han sido promovidas por las fuerzas de la inacción y también, desde el sector privado, por actores como Bill Gates. En 2015, Gates lanzó –junto a otros billonarios, como Jeff Bezos, Michael Bloomberg, Richard Branson y Mark Zuckerberg– Breakthrough Energy, un fondo de inversión para apoyar startups en energías limpias. Al contrario de su labor filantrópica en salud pública, Gates está decidido a obtener beneficios económicos mientras impulsa la transición a la carbono neutralidad. Está convencido de que requerimos innovación tecnológica para lograrlo y ha afirmado que necesitamos “un milagro”.
Aunque no cabe duda de que la innovación tiene un rol que jugar, hoy existe toda la tecnología necesaria para un 100% de energías renovables.
Una de las paradojas del cambio climático es que es relativamente fácil de resolver desde el punto de vista técnico, sobre todo si se cuenta con una adecuada infraestructura de redes eléctricas; el gran obstáculo son los intereses creados. Aparte de un par de empresas de carne vegetal, Bill Gates ha invertido en casi todas las soluciones espurias a la crisis: geoingeniería, captura de carbono (sistemas para atrapar CO2 en cemento) y energía nuclear.
Llevado por su temperamento, Mann a veces cae en el juego de sus enemigos, polemizando con científicos, comunicadores y activistas de su propio bando. También se le puede reprochar su excesiva concentración en Estados Unidos, que solo representa un 15% de las emisiones globales, como si la pelea decisiva se librara en gran medida en su país. Su postura sobre el debate en torno a los estilos de vida –un debate perversamente manipulado– es certera, pero ello no obsta a que exista una gran desigualdad en la huella de carbono. Un informe reciente concluye que el 1% más rico de la población es responsable del doble de emisiones que el 50% más pobre. Con todo, su mirada sobre la nueva configuración de los frentes de batalla es aguda y necesaria. Lo mismo que su llamada a un optimismo cauteloso, basado en la evidencia científica y en el activismo de jóvenes como Greta Thunberg. Ese activismo representa los “puntos de no retorno (tipping points) sociales”, necesarios para prevenir, mediante cambios sistémicos, una gran catástrofe.
The New Climate War: The Fight to Take Back Our Planet, Michael E. Mann, PublicAffairs, 2021, 368 páginas, US$21,66.
Llamamos monstruos a esas criaturas ajenas a nuestra normalidad, deformes y hasta amorfas, familiares pero irreconocibles, enviadas por los dioses como un augurio. Para el inglés Philip Hoare, la imagen de una ballena, “lista para emerger de las profundidades como el pulpo gigante de la película Veinte mil leguas de viaje submarino”, se encuentra entre los miedos y fascinaciones infantiles. Y quizás no solo infantiles: para nosotros, seres terrestres, el mar sería signo de lo desconocido.
En su libro Leviatán o la ballena, Hoare ve al cetáceo –el mayor de todos los animales– como algo más allá de nuestro orden, más allá de los sentidos, extraño, ajeno, sobrenatural. Una suerte de interferencia, un ruido que se cuela en medio de una transmisión radial o de una llamada por celular. “En delicada sintonía con lo que las rodea, las ballenas anuncian su presencia mediante ondas de sonar; observan a través del sonido, diagnostican el estado de un mundo que nuestra ignorancia nos tiene vedado”, leemos. Solo un 1% de la luz del sol penetra más allá de los 200 metros de profundidad, y algunos científicos especulan que las ballenas iluminan el plancton con las ondas de sonido que emiten: “En la oscuridad más tenebrosa, puede que el leviatán sepa iluminar el camino hacia su comida”.
Quizás el mar sea nuestro primer Marte y sus criaturas sean los marcianos originales; vida inteligente. “Piensen ustedes en la astucia del mar: sus criaturas más temibles se deslizan bajo el agua, sin mostrarse casi nunca, pérfidamente ocultas bajo los matices del azul más seductor”, dice Herman Melville en Moby Dick. El fragmento lo cita Hoare en las primeras páginas de su ensayo, cuando habla de la relación que tiene él con el agua –ama nadar en el mar, flotar, dejarse llevar, alejarse del mundo– y de la perturbación que todavía le produce la forma “en que el agua revela y oculta a la vez”.
“El mar es el gran desconocido”, dice Hoare. Sin embargo, Melville, en otra cita recogida en Leviatán o laballena, apunta que “el hombre ha perdido la sensación de tremenda ferocidad que pertenece al mar desde sus orígenes”. Aunque luego advierte: “Sí, oh necios mortales, el diluvio de Noé aún no ha remitido: sus aguas todavía cubren dos tercios del mar”.
Las puertas del infierno
La paradoja, quizás el chiste negro, es que ese ser de la oscuridad que es la ballena, en especial el cachalote, fue cazado casi hasta la extinción para extraer desde su cabeza la esperma que iluminó el mundo moderno y alimentó el motor del nuevo imperio comercial que llegaría a ser Estados Unidos.
De hecho, Hoare hace un paralelo entre la caza de ballenas y la esclavitud como pilares de la economía moderna. También con la explotación asalariada.
“El ballenero –escribe– era una especie de pirata minero que extraía aceite de los océanos para alimentar los hornos de la Revolución Industrial igual que otros extraían carbón de las entrañas de la tierra. El aceite de ballena y las barbas de ballena eran mercancías de la Edad de la Máquina, y los armadores y capitanes adoptaron las mismas prácticas punitivas empleadas en los telares y las fábricas, reduciendo sueldos y provisiones para aumentar sus beneficios”.
Tras atisbar a una comunidad de ballenas, un grupo de hombres descendía de su barco en un bote en el que esperaban, quietos, en silencio, para no espantar al leviatán de 20 o más metros de largo que daba sentido a las inhumanas jornadas de navegación. Cuando aparecía una ballena, el arponero se ponía de pie en la proa: “Solo entonces, al mirar hacia el agua y a la ballena que parecía llenarle los ojos, comprendía la enormidad de lo que tenía que hacer”, dice Hoare. El hombre lanzaba el arpón, que, con un golpe sordo, se clavaba hasta la empuñadura en la grasa del animal. “Y se abrían las puertas del infierno”.
La manada de ballenas huía, “haciendo que pareciera un terremoto en el mar”. La presa se encabritaba, se sumergía para arrastrar a sus atacantes al abismo. El cabo de más de un kilómetro y medio evitaba el desastre, pero se movía a una velocidad que lo convertía en un látigo que de un golpe te mandaba al otro mundo.
“En un extremo había un animal de sesenta toneladas. En el otro seis hombres”, precisa Hoare.
Tirada por la ballena, la embarcación avanzaba a 42 kilómetros por hora. Había que dar gracias de que no decidiera dar la vuelta y arremeter contra el bote con su boca abierta. Si lo hacía, no había salvación.
El arponero dejaba su puesto al oficial a cargo. “Desenvainando su larga lanza y agarrándola por el mango con ambas manos para poder empujarla con todo su cuerpo, el oficial la hundía una y otra vez en el cuerpo de la ballena. Con la sangre cayendo a borbotones por su cuerpo negro, la desquiciada ballena trataba de defenderse abriendo y cerrando impotente sus mandíbulas. Al fin la hoja daba con los órganos vitales de la ballena: el corazón y los pulmones, alojados tras su aleta izquierda”, relata Hoare.
La cita que agrega luego el autor ahorra palabras: “Y le atravesaron el costado con una lanza”.
El Leviatán, monstruo marino que, de Melville a Hoare, hemos identificado con la ballena, Dios y diablo, también somos nosotros, la humanidad que domina el mundo, unidos en la civilización y la barbarie, con la razón o quizás la excusa de la sobrevivencia.
Como la muestra Hoare, la caza de ballenas era una locura: por el horror de los procedimientos, por el riesgo involucrado. “La mayoría de las veces, la presa era más lista que los cazadores; prueba, si es que hacía falta alguna, de la locura que supone la caza de ballenas. (…) Era una guerra, ‘un auténtico combate’, confesó un ballenero”.
Y entonces uno podría decir que la modernidad enraíza, o mejor, que nada en la locura.
Temor al caos
Thomas Hobbes, el filósofo inglés, pilar del pensamiento político moderno, imaginó un tiempo en el que los seres humanos vivíamos en plena libertad, sin otra ley que la de nuestra fuerza; un estado de naturaleza en el que todos luchábamos contra todos. El hombre, dijo, es el lobo del hombre.
Del caos o anarquía, de la naturaleza, a la que tanto teme Hobbes; de la guerra y la peste que había vivido, solo podemos resguardarnos con otro gigante, igual de poderoso y temible, el Estado, esa suma de individuos que renuncian a su libertad natural, que ceden su soberanía para temer solo a uno y no a todos.
Ese es el cuento que imagina la razón de Hobbes.
A ese Estado, única fuente de poder y temor, lo llamó Leviatán en su libro de 1651: Leviatán o la materia, formay poder de un Estado eclesiástico y civil.
El Leviatán es un monstruo marino, quizás una ballena; en la Biblia, está asociado a Satanás y entonces a la rebelión, es la reencarnación de la serpiente que tentó a Adán y Eva: “Aquel día el señor castigará con su espada feroz, grande y poderosa, a Leviatán, serpiente huidiza, a Leviatán, serpiente tortuosa, y matará al dragón que vive en el mar”, se lee en Isaías.
Y así y todo, Hobbes eligió a ese ser para calmar sus miedos: la pesadilla de un mundo sin orden le hizo imaginar a ese monstruo bíblico para nombrar al soberano, al orden. Es como hacerse del fuego por temor a un incendio.
El Leviatán, monstruo marino que, de Melville a Hoare, hemos identificado con la ballena, Dios y diablo, también somos nosotros, la humanidad que domina el mundo, unidos en la civilización y la barbarie, con la razón o quizás la excusa de la sobrevivencia.
Tras el relato de la caza y faena de las ballenas, de ese horror que contrariaba incluso a los balleneros, Hoare escribe: “Los hombres tienen que comer, igual que sus familias; (…) los ciudadanos deben poder ver por las noches. (…) Lo que antes era de la ballena, ahora era del hombre”.
De monstruos temibles, las ballenas han pasado a animales tiernos, dice Hoare. Primero los matamos, ahora intentamos salvarlos. Según el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF, por su sigla en inglés), ocho de las 13 grandes especies de ballenas están en peligro de extinción o son vulnerables. Todas las amenazas a las que están expuestas son modernas, que es lo mismo que decir humanas: capturas accidentales, caza, cambio climático, colisiones de barcos, impacto de la industria, contaminación y tóxicos.
Si nuestra historia está tan ligada a la de las ballenas, uno podría preguntarse qué peligra cuando las ballenas están en peligro.
Las almas de los muertos
En Mitos de Chile, Sonia Montecino dice que en el imaginario de muchas sociedades las ballenas aparecen como monstruos marinos ligados a la resurrección. Se cuenta, por ejemplo, que “en 1870 dos ballenas destruyeron la barca en la que navegaba John Tabor, a quien, sin embargo, las mismas le salvaron la vida llevándolo sobre sus lomos hasta el puerto de Valparaíso. Tabor era amigo del mar y saludaba a la Cruz del Sur y la Osa Mayor con las palabras precisas, y entonando una canción daba la bienvenida a los albatros que se posaban en su mástil. Por eso los cetáceos no lo dejaron morir”.
Según el Fondo Mundial para la Naturaleza, ocho de las 13 grandes especies de ballenas están en peligro de extinción o son vulnerables. Todas las amenazas a las que están expuestas son modernas, que es lo mismo que decir humanas: capturas accidentales, caza, cambio climático, colisiones de barcos, impacto de la industria, contaminación y tóxicos.
Montecino también recuerda el relato de Mocha, la ballena blanca, la abuela de todas las ballenas, y una de las inspiraciones de Melville para escribir Moby Dick: “Muchos han intentado atraparla. Incluso, varias veces los balleneros de la caleta Quintay se organizaron para su caza, pero no hay datos que informen del éxito de su expedición”.
A Mocha dicen que hay que saludarla cada vez que se asoma en el mar. ¿Un gesto de civilidad? ¿De humanidad? John Tabor, protagonista de la leyenda que recoge Montecino, lo habría hecho.
Para los mapuches las ballenas son las que llevan las almas de los muertos hacia el Wenumapu, o Tierra del Cielo, previa retribución con cuentas de piedra o de vidrio.
Lola Kiepja, la chamana selk’nam, recitó en uno de sus cantos: “La ballena está montada sobre mí, / está sentada sobre mí. / La estoy esperando, la ballena macho. / La ballena, mi padre, está por ahogarme. / La estoy esperando”.
Tal vez todos esperamos a nuestra ballena.
En Tierra del Fuego hay una, está atrapada en un lago, y es temida hasta por el más poderoso: “Cuentan que el potente chamán Onkolxón mató con su mirada a todas las ballenas que habitaban las lagunas de la comarca, pero no lastimó a aquella, pues detentaba un poder mayor que el suyo. Onkolxón temía que la ballena pudiera partir la tierra, formar un gran río y escapar al mar abierto. Por eso rodeó la laguna y no se atrevió a perjudicarla”, escribe Montecino.
El sueño de la razón produce monstruos, y tal vez sean esos monstruos el material del que están hechos los relatos, y la escritura. Sean de vida, muerte o resurrección. La Biblia, Moby Dick, el Leviatán y otras leyendas. Los ensayos como el de Philip Hoare, quien al escribir sobre ballenas escribe también sobre él y sobre los seres humanos, esos animales unidos para dominar lo que temen, incluso a los suyos.
La ballena, parece, es la encarnación del poder, sea humano o inhumano; eso que queremos y que nos espanta.
Hobbes lo dice mejor en el Leviatán: “Hecho esto, la multitud así unida en una persona se denomina Estado, en latín, civitas. Esta es la generación de aquel gran Leviatán, o más bien (hablando con más reverencia), de aquel dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa. Porque en virtud de esta autoridad que se le confiere por cada hombre particular en el Estado, posee y utiliza tanto poder y fortaleza, que por el terror que inspira es capaz de conformar las voluntades de todos ellos para la paz, en su propio país, y para la mutua ayuda contra sus enemigos, en el extranjero”.
Cuando despertó, se había convertido en una ballena, podría decir todo cuento, parafraseando a Monterroso o a Kafka.
O sea que, dormidos o despiertos, sigue el sueño, los miedos, las esperanzas y las fantasías; sigue el misterio.
Recién en 1984 se pudo grabar por primera vez a unos cachalotes bajo el agua, o sea, como hace notar Hoare, después de la invención de los computadores personales. “Todavía en el siglo XXI se siguen identificando nuevos cetáceos y haríamos bien en recordar que el mundo alberga animales mayores a nosotros mismos que aún no conocemos, y que no todo está descubierto, catalogado y digitalizado. Que en los océanos nadan grandes ballenas que el hombre todavía no ha bautizado”.
El ensayista tantea, se deja llevar por la corriente; hace un descenso a las profundidades, interrumpido por sucesivas salidas a la superficie para botar y tomar aire, para expirar e inspirar. Y al revés. Porque la ballena, no lo olvidemos, es a la vez un animal submarino, que emerge para respirar, y un animal superficial, que se sumerge para comer. “La ballena era el futuro, el presente y el pasado, todo en uno”, dice Hoare. ¿Qué significa que ya no lo sea? ¿Estamos seguros de que ya no lo es?
Leviatán o la ballena, Philip Hoare, Ático de los Libros, 2018, 512 páginas, $42.520.
Hernán Díaz nació en Argentina en 1973, pero siendo muy niño debió exiliarse con sus padres en Estocolmo. Allí, según cuenta en varias entrevistas, aprendió su segundo idioma, el sueco, que hablaba en el colegio y en la calle, porque en casa lo que se hablaba era español. Pudo volver a Buenos Aires a los nueve años, a tiempo para terminar el colegio, para egresar y estudiar Letras en la Universidad de Buenos Aires. Allí comenzó a leer en inglés de la manera compulsiva en que leen los escritores: a pura voluntad, con la novela en una mano y el diccionario en la otra. Al terminar la universidad decidió salir de Argentina otra vez, ahora para estudiar un máster en Londres y un doctorado en Estados Unidos. Luego pudo, por fin, escribir. Y escribió un montón. Varios cuentos que pueden encontrarse en revistas como Granta, The ParisReview y Playboy. Un libro sobre Borges. Una novela que permanece inédita. Otra novela que casi siguió el mismo destino de la primera, pero que fue rescatada del océano de los manuscritos inéditos por Coffee House Press, una editorial pequeña pero prestigiosa de Mineápolis. Esa segunda novela se llamó In thedistance, A lo lejos en la estupendísima traducción de Jon Bilbao, publicada por Impedimenta. Fue finalista del premio Pulitzer en 2018 y es, lo digo sin ninguna duda, uno de los mejores libros de los últimos años.
La peculiar geografía humana de Hernán Díaz se replica en la novela. Hakan Söderström, el protagonista, es un niño sueco que emigra a los Estados Unidos, junto a su hermano Linus, allá por 1850. Su intención es llegar a Nueva York, pero en Portsmouth se pierde. Hakan toma el barco equivocado y termina dando una larga vuelta por el Cabo de Hornos –con una brevísima aparición de Buenos Aires–, hasta llegar al lado opuesto de su destino original: San Francisco, California, en plena fiebre del oro. El propósito de Hakan será encontrarse con Linus en Nueva York, y para ello se propondrá cruzar el continente de cualquier modo, casi siempre a pie.
Como ocurre en las novelas, todo lo que puede complicarse se complicará.
El mundo y la lengua
El primer enredo es de orden lingüístico. En vez de usar el español o el sueco, Díaz decide ser escritor en la lengua que aprendió por gusto y en la que escogió vivir: el inglés. In the distance, por lo tanto, es ciertamente una novela estadounidense, pero es imposible olvidar que ha sido escrita por un latinoamericano, por un estadounidense de origen latinoamericano, por alguien que ha sido brevemente sueco. Ya volveré sobre esto; por ahora solo quiero señalar que la novela está escrita desde un desajuste muy primario entre las palabras y las cosas, y eso deja huellas evidentes en el texto. Por ejemplo: Hakan no habla una palabra de inglés, y el narrador se las arregla para contarnos en más de 100 páginas sus –digamos– aventuras, describiendo intercambios de gestos, suposiciones erradas y por cierto una eterna incertidumbre.
Un segundo enredo es espacial. Como mencioné un poco a la rápida, la novela parte mapeando el mundo. Suecia, Inglaterra, Buenos Aires, Estados Unidos; flujos de personas y también flujos de barcos y de bienes. Es el orbe de 1850, tal como lo podríamos describir si quisiéramos entenderlo. Cuando Hakan inicia su viaje hacia Linus, sin embargo, cuando se dispone a cruzar los Estados Unidos en un sentido inverso al de las caravanas de colonos que vienen a ocupar el lejano Oeste, ese mapa pierde toda utilidad. Hakan simplemente no entiende el espacio que habita, en primer lugar porque no habla el idioma de sus naturales, claro, pero también porque esos naturales con frecuencia le son hostiles. Ese espacio, abstracto en principio, se vuelve rápidamente un inmenso desierto en el que las más de las veces escapa de sus enemigos y las menos, contadas con los dedos de una mano, encuentra la amistad.
Hakan termina haciendo una vida completa en la soledad de ese desierto. Una vida sin testigos, en un aislamiento radical. Los detalles con que la naturaleza lo acosa, los detalles que consumen sus días terminan por acallarse, se convierten en ruido blanco.
Un poco por las fotos del desierto de Atacama, otro poco por las películas que transcurren en el del Sahara, solemos pensar que los desiertos son tierrales o campos de dunas. Estamos equivocados. Los desiertos son los lugares abandonados por el hombre, los lugares sin codificación. En la tradición de las novelas de caballerías es el bosque. En los ensayos argentinos del siglo XIX es la pampa. Este narrador podría decir, como dijo Sarmiento sobre Argentina, que el problema de los Estados Unidos es su extensión: el desierto es todo el espacio que Hakan recorre en soledad, es decir, todo, a excepción de San Francisco, el camino de las carretas y los pocos pueblos que visita. Hay animales que debe cazar, salares que debe evitar, hay agua, hay bosques, hay indios. Hay una vida que se gasta mientras el solitario muchacho, hombre y anciano deambula por él, hay estaciones que pasan, algunas pocas aventuras.
Lo único que le queda al protagonista es la percepción inmediata de su entorno, y en ello se vuelve un experto. A veces un experto delirante, como cuando siente que lo persiguen: “Unas ramas rotas (y, en la estepa de artemisa, abundaban las ramas rotas) revelaban, de acuerdo a su interpretación, el paso de un jinete; unas pocas rocas dispuestas de manera más o menos regular (y veía formaciones regulares por doquier) representaban los restos de un fuego de campamento”. A veces un experto perplejo, como cuando lo sorprende el paso de las estaciones: “Los días se acortaban. El sol perdía su autoridad. La hierba parda crujía bajo la helada. La leña se volvía inmune a la yesca”. Termina por pasar el tiempo y las señales de la naturaleza incluso le servirán para marcar ese transcurso. Su memoria no retiene los años sino algunos hechos: “El oso que le hizo compañía, guardando las distancias, durante todo un otoño. La lluvia de estrellas. La zorra que se puso de parto en uno de los túneles”.
Hakan termina haciendo una vida completa en la soledad de ese desierto. Una vida sin testigos, en un aislamiento radical. Los detalles con que la naturaleza lo acosa, los detalles que consumen sus días terminan por acallarse, se convierten en ruido blanco. Pero vivir requiere demasiado esfuerzo, y entonces el desierto norteamericano termina por tragarse al orbe, termina por contenerlo, y de este modo se hace evidente una de las más sutiles sabidurías de A lo lejos. El desierto, pese a sus infinitos detalles, permanece inimaginable, incodificable, imposible de mapear. Vasto no por extenso sino por incomprensible.
Mucho más elaborado y difícil que las versiones simplificadas del espacio que nos hacemos para poder vivir, por ejemplo, en los mapas. El desierto no permite distancia, perspectiva, reposo, y encima nos hiere con todas sus aristas imprevisibles. “Rara vez pensaba en su cuerpo o en sus circunstancias, ni en nada relacionado con ello”, dice el narrador en un párrafo que repite varias veces, como un mantra: “La empresa de mantenerse con vida consumía todo su tiempo”. O bien: “Ahora era algo que vivía. No porque fuera su deseo, sino porque era inevitable. Seguir vivo era la trayectoria de menor resistencia. Se trataba de algo natural y, por lo tanto, involuntario”.
Tiendo a pensar que ese pequeño mundo no es una construcción histórica, sino que está hecho sobre el molde del mundo de verdad, es decir, del nuestro. El que se vive sin reparo, a la intemperie y en el tiempo presente. El de cualquier solitario, pero también el de los que deben abandonar su casa, su familia y su lengua, para entrar al enorme espacio virtual y al tiempo elástico de la última modernidad, la que compartimos a una escala global. Estoy bastante convencido de que mucho de ese dolor y de esa alienación proviene de la experiencia de Díaz, pero es algo que resuena también en mis propias heridas. El mundo, cuando se vuelve incomprensible, de verdad te agrede, y el idioma del otro, la lengua que no puedes entender, también te agrede: “Su soledad se revelaba absoluta en esa llanura ilimitada. Y, aún así, se sentía acorralado”, dice en otra parte de la novela.
Es, a fin de cuentas, un libro reversible, tal vez dos novelas si las leemos en distintos lugares del planeta. Por una parte, el relato gringo; por otra, el latinoamericano. Por un lado, el intento de nombrar lo que no tiene nombre, mapear lo que no tiene mapa, meterse hasta el cuello en la soledad. Por otro, el amor desmesurado por eso que compartimos todos, por eso que nos hace humanos, en realidad: la lengua y el arte verbal, es decir, la literatura.
A lo lejos, en contraste, es una respuesta amorosa. Si lo pensamos bien, nosotros los lectores llegamos a entender, y el narrador, puesto que pudo escribir la historia, también lo logra. Entender, mapear, explicar, darle sentido al mundo otra vez. Eso es lo que hace la novela. Reparar, curar, explicar. Solo así se comprende la respuesta que Hernán Díaz le da a la periodista argentina Hinde Pomeraniec cuando ella le pregunta por qué escribe en inglés, una respuesta que de otro modo sería desconcertante: “Me avergüenza un poco usar la palabra, pero creo que es una relación de amor. De cierto amor por esta lengua y, como toda relación amorosa, es difícil explicarla o reducirla a un listado de argumentos”. Escribir en inglés es reescribir el mundo y hacerlo comprensible desde la perspectiva del otro: es volver a amar el mundo.
Una novela reversible o dos novelas al mismo tiempo
Las reseñas de medios estadounidenses e ingleses y los comentarios escritos por lectores angloparlantes en sitios como Goodreads suelen enfatizar el parentesco de A lo lejos con el western. Después de todo, las acciones ocurren, más o menos, en el viejo Oeste, más o menos por la misma época de los vaqueros (obsesivo del detalle y erudito como es, Díaz ha explicado que en 1850 todavía no había vaqueros en California y que el género literario del western es tardío y menos relevante para la literatura norteamericana de lo que se suele creer). Como sea, el rasero con que el que se mide la novela en Estados Unidos es absolutamente gringo: como una revisión crítica de la inmigración europea y de la colonización del Oeste, como una ficción sobre su historia nacional.
Puede que In the distance sea efectivamente un western, quién soy yo para negarlo, pero A lo lejos también puede ser leída como una novela absolutamente latinoamericana. ¿Por qué? Por sus innumerables citas literarias. Cualquiera que conozca Martín Fierro o “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz” va a reconocer de inmediato a Fierro en Hakan y a Cruz en Asa. Cualquiera que haya leído Frankenstein recordará a la Criatura en el Hakan del comienzo y el final de la novela, el que alcanza una altura sobrehumana, el que salta por el hielo polar, el que se cose un abrigo legendario con pieles de distintos animales salvajes. El lector de Robinson Crusoe reconocerá el trajinar laborioso de los hombres que se han quedado absolutamente solos. El aficionado al Quijote verá el retablo de Maese Pedro casi literalmente recreado. El Marlow de El corazón de las tinieblas, sentado sobre la cubierta de un barco, al atardecer, hablando a sus compañeros de tripulación. Incluso creo reconocer a Cortázar en el capítulo 20, un texto urdido con fragmentos que surgen, se esconden y reaparecen como en un telar, como en el diseño juguetón de Rayuela.
Es lo mismo que decía Borges: la tradición latinoamericana es toda la cultura occidental (no lo dijo así, en realidad, hablaba de la tradición argentina, pero qué clase de borgeano sería el que se pierde en ese detalle nacionalista). A lo lejos está escrita casi por entero usando las piezas de esa tradición, como los mejores clásicos latinoamericanos, y por supuesto lejos de cualquier pedantería. Para los latinoamericanos la cita es, muchas veces, nuestro pasaporte, nuestra lengua franca, el modo en el que volvemos nuestra experiencia algo comunicable.
Es, a fin de cuentas, un libro reversible, tal vez dos novelas si las leemos en distintos lugares del planeta. Por una parte, el relato gringo; por otra, el latinoamericano. Por un lado, el intento de nombrar lo que no tiene nombre, mapear lo que no tiene mapa, meterse hasta el cuello en la soledad. Por otro, el amor desmesurado por eso que compartimos todos, por eso que nos hace humanos, en realidad: la lengua y el arte verbal, es decir, la literatura.
A lo lejos, Hernán Díaz, Impedimenta, 2020, 344 páginas, US$28,42.
Hace poco era verano y me había instalado yo en una chacrita de la Mesopotamia argentina. Mucho río, mucho verde: la idea era tomarme dos meses para descomprimir de tanto encierro urbano y, sobre todo, para terminar de revisar una novela cuyo final no me convencía. Solamente me preocupaba el hecho de que, por la pandemia, no estarían alrededor esos amigos con los que a la hora del trago solemos charlar acerca de lo que estamos escribiendo, y fundamentalmente acerca de lo que no estamos escribiendo, de lo que se nos resiste. Pero estaba la pila de libros con la que había viajado, esos otros interlocutores infalibles. Pensé que con ellos alcanzaría y pensé que sería un verano más silencioso. Me equivocaba en los dos pronósticos.
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Y hace mucho, preparando uno de mis viajes previos a esta misma zona mesopotámica, me había reído con ganas al leer los comentarios a una posada en la que algún exhuésped se quejaba porque los cantos de los pájaros no lo habían dejado dormir en toda su estadía, especialmente a la hora de la siesta. Me había parecido insólito eso de ir a la naturaleza para quejarse de sus supuestos desbordes, esos pájaros que no sabían ubicarse. Una muestra más del antropocentrismo empobrecedor que nos caracteriza. Pero no había registrado el hecho de que a mí esos pájaros mesopotámicos nunca me habían molestado porque jamás los había escuchado. Jamás. Habían estado siempre ahí y yo simplemente no los registraba. Otra versión del antropocentrismo. Pero en el cono de silencio por la ausencia de amigos que se abrió este verano del que hablo algo cambió, algo en mi percepción se abrió a la multiplicidad de rituales y cantos y colores de todos esos pájaros que siempre habían estado ahí. Y se extendió a otras especies. El mismo ámbito, otras voces, diría, parafraseando.
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Así fue que un día, deambulando por los alrededores mientras buscaba opciones para ese final de novela, quedé capturada por una escena en la cual una mujer de pelo muy blanco y muy electrizado, una especie de versión rural de la melena Argerich, ordeñaba una vaca sentada en un banquito, con la vista perdida en el horizonte. Era la vecina del lado derecho de mi chacrita, la había visto pasar un par de veces caminando por la calle de tierra. Estaba con su vaca bajo un árbol frondoso cuyo nombre nunca supe, y cerca de ellas no parecía haber ninguna otra cosa que canteros cuidados en círculos. Algo en la escena emanaba una intimidad que me pareció mejor no interrumpir. Me quedé parada mirando, inmóvil. Cuando al rato mi vecina, llamémosla Martha, empezó a acercarse hacia la puerta de su casa con un balde repleto de leche que le hacía estallar las venas de unos brazos flacos, balbuceé alguna cosa como para acercarme. Lo primero que se me vino a la mente fue una película magnífica que acababa de ver, First Cow, esa de Kelly Reichardt en la cual dos prófugos muertos de hambre se las arreglan para ordeñar a escondidas a la única vaca que el gran gobernador colonial ha llevado para exclusivo consumo personal a esas tierras salvajes del Oeste. Martha desestimó sin esfuerzo mi entusiasmo cinematográfico, me dijo que su vaca se llamaba Luna, y con un par de frases me convenció de que, en estas épocas de pestes y barbijos, me convenía reducir a toda costa las idas al pueblo más próximo y comprarle a ella, en cambio, la leche y los quesos.
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¿Solamente la leche y los quesos?, pregunté una tarde, admito que en afán puramente inquisitivo, porque mi alma ruin puede comer no solo lácteos sino incluso vacas, pero siempre y cuando no las haya mirado antes a los ojos, como me había pasado ya con Luna. La respuesta de Martha, hablando de ojos, todavía me atraviesa las noches de insomnio. Tuve que volver ese día y otro más, tuve que pedir disculpas de todas las maneras posibles, como en peregrinación, para que se me volviera a admitir en la cola de tres o cuatro personas vecinas que siempre se armaba a la tardecita, la hora estricta del ordeñe. Luna no admitía otra hora para ese ritual, supe después. Tampoco admitía que anduviera nadie más que Martha cerca suyo en ese momento. Sobre todo después de lo del novillito, que había nacido muerto hacía solo unos meses. Mugía de pena por las noches, contaban. Se entera una de muchas cosas haciendo cola todos los días. Más allá, esperaban también un grupete de gatos, pero ellos nunca se me acercaron.
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Fue haciendo una de esas colas que se me cruzó por la cabeza un libro de Vinciane Despret, ¿Qué diríanlos animales si les hiciéramos las preguntas correctas? Varias veces me he preguntado por qué lleva título tan inmerecido ese libro tan extraordinario, que más que interrogar a los animales se interroga acerca de nuestra relación con ellos, lo cual no es otra forma de decir que se interroga acerca de nuestra relación con el planeta y con los modos de subsistencia y con los modos de producción y los modos de convivencia y la posibilidad de un futuro en común, deseable. Lo del título sigue siendo un enigma, y solamente aclaro acá que no es problema de Sebastián Puente, su traductor al castellano. Más o menos evitada la tentación de la digresión, entonces, me acordé de ese libro, decía, más específicamente de ese capítulo que se llama “¿Por qué se dice que las vacas no hacen nada?”, en el cual Despret asume la dificultad intelectual de pensar si las vacas trabajan y, entre varias otras cosas, analiza la diferencia de actitud entre las vacas que se encuentran en los grandes establecimientos industriales a gran escala, donde “los animales ocupan el lugar de un subproletariado oscuro, ultraflexible, esclavizable y destructible a voluntad”, y las vacas que viven en un contexto de producción más artesanal, donde, si bien están lejos de estar en una utopía, tienen más margen para ser activas y partícipes en el proceso de producción, para abrir el juego o para desbaratarlo, para establecer un vínculo de cooperación con sus criadores, para conformar una identidad, una vida. Pensemos que esta vaca que yo miraba desde lejos porque ella así lo quería no era “una res”, como se llama eufemísticamente a sus congéneres en los grandes establecimientos ganaderos, dejando que la etimología solita haga énfasis en la cosificación, sino que era Luna, una vaca con nombre y con historia. Estoy siguiendo en esto a Despret, como decía, cuya argumentación acerca del trabajo y las vacas retoma los ensayos de Jocelyne Porcher y de Christophe Dejours, sería vano e imposible extenderme acá en eso: solo sí dejar constancia de que, mirando a Luna y a Martha en ese momento cotidiano del ordeñe, entendí hasta qué punto lo que ahí sucedía era algo hecho de a dos, una productividad compartida, una actividad que no solo las sostenía económicamente sino que las organizaba, que les daba sentido a sus vidas. Y que además las ligaba, que vinculaba sus existencias, que armaba compañía.
Fue haciendo una de esas colas que se me cruzó por la cabeza un libro de Vinciane Despret, ¿Qué dirían losanimales si les hiciéramos laspreguntas correctas? Varias veces me he preguntado por que lleva título tan inmerecido ese libro tan extraordinario, que más que interrogar a los animales se interroga acerca de nuestra relación con ellos, lo cual no es otra forma de decir que se interroga acerca de nuestra relación con el planeta y con los modos de subsistencia.
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Las derivas en mi cabeza venían menos por el tema de la vaca, aclaro, que por el del trabajo, porque precisamente sobre ese tópico gira la novela que estaba tratando de terminar en esos días, sobre el trabajo en tanto instrumento de manipulación, en tanto generador de alienación y muerte, y la negrura absoluta hacia la que me iba llevando no me convencía. Me había ido en gran parte a ese verde mesopotámico buscando alguna vuelta de tuerca. Y justo estaba entusiasmándome con lo que veía a partir de Luna, con esa versión del trabajo cooperativa y optimista, el trabajo en tanto práctica revitalizante, generadora de identidad y de lazos, cuando conocí a Blanquita. Y cuando conocí a Blanquita tuve una de esas experiencias epifánicas de la escritura, uno de esos momentos en los que se produce el clic del que habla Barthes en La preparaciónde la novela.
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Primero escuché un griterío, unos chirridos que electrizaron la hora de la siesta. Salí a la calle y vi que un hombre flaco le cortaba el camino a otro que desde una camioneta destartalada vociferaba frases que no se entendían. Había una desproporción de fuerzas en la escena, algo de aquel hombre de la plaza de Tiananmén, pero sin el menor atisbo de épica. Otro de los de siempre, dijo el hombre flaco que, después supe, se llama Tincho, cuando me hizo pasar a su patio y me ofreció un tarro de pintura puesto al revés como asiento. Este es uno que vive allá yendo hacia el río, dijo, uno de los más insistentes en eso de carnear a Blanquita, su chancha. Pero vienen de todos lados, agregó. Cómo puede ser que tenga esa chancha ahí tomando sol, le dicen, para cuándo el asadito, para cuándo los chorizos. A todo chancho le llega su San Martín, quién es él para interponerse. Si al menos le diera lechoncitos. La verdad es que no soportan que mi chancha se la pase bien todo el día al sol, igual que yo. En el fondo tienen más envidia que hambre. Tincho hablaba sobre todo para él mismo, me pareció, como si esa fuera una ristra estable de cosas que repetía después de cada uno de esos asedios.
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En ese instante apareció la chancha más barrosa y simpática que alguna vez haya visto. Me apoyó el hocico en el muslo, como si me saludara, como si me sondeara, y me miró con unos ojos que me hicieron acordar a una prima lejana que nunca tuve, como a algo familiar sin el peso de la genealogía y la sangre, digamos. Se está haciendo tarde para su almuerzo, dijo Tincho, y desapareció dentro de una casucha desvencijada. Yo aproveché para cerciorarme de que ese balde de pintura no se hundiría con mi peso y para mirar un poco alrededor. Ese patio era una especie de museo de las últimas cosas, comprobé, o más bien un rejunte a la sombra de dos ceibos. Había también un puñado de gatos que dormían entre las cosas y que acá tampoco se me acercaron. Estaba por llamarlos cuando sentí que Blanquita apoyaba ahora la cabeza sobre mis pies, como si estuviéramos retomando un ritual muy conocido, y se tendía de costado, como adelantando su siesta. La tensión de mi pierna fue cediendo con cada una de las inspiraciones pausadas a las que se entregó de inmediato. Soy de las que creen, por haberlos vivido, en los flechazos amorosos. Puedo jurar que ese fue uno.
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Perros no, me dijo Tincho al volver, Blanquita no los soporta. Pregunté si era buena guardiana. Acá no hay nada que guardar, respondió, y me invitó a seguirlos. A ella le gusta comer en su charco. Los seguí sorteando cacharros. Blanquita iba adelante, un poco como esas divas que de pronto se acercan a la multitud en su momento demagógico. Por lo general, a esta hora, afrechillo con maíz picado. El agua tiene que estar tibia, eso sí. Muy caliente o muy fría y ya no lo come. Y después no dijo más nada durante un buen rato, como si no quisiera interrumpirla en su almuerzo.
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Desde ese día volví varias veces a participar de los rituales del mediodía de Blanquita. Había algo de su masticar al sol, de su embadurnarse en el barro, de sus siestas espontáneas, que tenía para mí un efecto reparador. Una versión gozosa de esa vida desnuda, básica, que la pandemia nos enrostró a todos. Un sabotaje a la productividad, a las falsas urgencias. Un golpe de gracia al trabajo, una forma dichosa de sacarlo del centro de la escena. Me ponía un sombrero de ala ancha y me tiraba también al sol, como ella, me le acercaba como propiciando un contagio. Incluso alguna vez inventé un truco eficaz para ahuyentar a los merodeadores de siempre. Y así fue como un día yo, lejos como todavía estoy de acceder a esa sintonía dichosa, neuróticamente imposibilitada como estoy de dejar de trabajar siempre, en una de mis madrugadas de escritorio, eliminé el capítulo final que había llevado para corregir, ese zigzag de negruras, y escribí otro, un final feliz, o por lo menos liberador. Lo justifiqué con un epígrafe que hace referencia al concepto del gasto improductivo de Bataille, pero en realidad eso vino después. El clic se lo debo a Blanquita, y a todos los animales que fueron mis interlocutores en este último verano.
Hace un par de años, visitando un país cuya lengua desconocía, intenté perderme. Al menos tecnológicamente. Aburrido del mapa que había descargado en mi celular, desactivé el GPS y recorrí calles plagadas de ideogramas sin ningún itinerario. Pero el punto azul, que señalaba mi posición en el mundo, seguía allí. No sabía que, a diferencia de las biografías, la geolocalización no se puede cancelar o bloquear. Porque los smartphones poseen cuatro sistemas que detectan nuestro movimiento. El que conocemos y que, ilusamente, desactivamos cuando queremos que nadie nos vigile. Dos incorporados en la tarjeta de wifi. Y el bluetooth, que incluso apagado emite señales de corta distancia. La conclusión es indiscutible: perdemos el derecho de transitar de forma anónima cuando portamos un teléfono inteligente. La posibilidad de perderse, en este mundo, es una tarea cada vez más difícil.
Esta dependencia tecnológica opera como punto de partida para Rebecca Solnit en Una guía sobre el arte deperderse. Publicado originalmente el 2005, en este entrañable libro la ensayista, activista política y crítica cultural plantea que “los teléfonos móviles han reemplazado” la capacidad de “encontrarse a gusto en lo desconocido sin que esto cause pánico”. Y abordar esas zonas grises resulta una apuesta radical en este conjunto de ensayos que analiza temas tan diversos como la preocupante extinción de especies que aún la humanidad no ha descubierto, la cartografía y la ciencia como la herramienta que utilizael capitalismo para conocer el mundo, la atribulada vida del conquistador Álvar Núñez Cabeza de Vaca o las particularidades de la “literatura de los cautivos”, basada en testimonios de sujetos que fueron raptados por las tribus comanches o yokuts, a mediados del siglo XVII.
La contundente variedad de referencias bibliográficas, históricas o científicas en Solnit en vez de abrumar —como podría suponerse— seducen al lector. El tono que urde cada ensayo encanta por su constante oscilación, como si fuera una invitación en primera persona a merodear un plano imaginario. A medida que avanzamos, la expectativa del título se deforma. En el anverso de la guía que despliega recetas para perderse físicamente, la desorientación anímica y espiritual emergen como horizonte. La postura de Solnit es contundente: abrazar la disolución de cualquier convicción, transitar por el desierto “abundante de ausencia”, es la mejor fórmula para escribir y habitar e incluso existir en el mundo. Esta apología nómada se vuelve radical cuando afirma que “hasta la nostalgia y añoranza del hogar son privilegios que no están al alcance de todo el mundo”.
El recuerdo, aquella ‘memoria involuntaria’ nacida en los bizcochos de Proust, en Solnit no opera como un detonante de nostalgia, sino como una señal de cuánto mutamos con el paso del tiempo. ‘A veces una vieja fotografía —escribe—, un viejo amigo, una vieja carta, te recuerdan que ya no eres la persona que fuiste alguna vez, pues la persona que fuiste alguna vez, que apreciaba esto, que eligió aquello, que escribía de esa forma, ya no existe’.
Otro rasgo cautivador es que Una guía sobre el arte de perderse parece, a ratos, un organismo vivo. Al cierre del primer ensayo, titulado “La puerta abierta”, Solnit promete que “lo que viene a continuación son algunos de mis propios mapas”. Y cumple cabalmente, pues con fascinante naturalidad rememora pasajes biográficos que permiten adentrarnos en el arte de perderse. La intención de filmar una película en blanco y negro con su primera pareja; la muerte de Marine, su amiga punk de juventud, ocasionada por una nebulosa sobredosis; su amor por un hombre parecido al desierto, o la escena en que su padre, un destacado urbanista, le arrojó leche con chocolate en la cabeza, llevan a pensar en el vínculo entre contracultura y periferia, la relación intrínseca de los paisajes físicos, artísticos o emocionales, el modo en que la muerte de un cercano hace replantear nuestra existencia o cómo las huellas filiales determinan nuestras pulsiones. El recuerdo, aquella “memoria involuntaria” nacida en los bizcochos de Proust, en Solnit no opera como un detonante de nostalgia, sino como una señal de cuánto mutamos con el paso del tiempo. “A veces una vieja fotografía —escribe—, un viejo amigo, una vieja carta, te recuerdan que ya no eres la persona que fuiste alguna vez, pues la persona que fuiste alguna vez, que apreciaba esto, que eligió aquello, que escribía de esa forma, ya no existe”.
Los cuatro ensayos pares del libro (dos, cuatro, seis y ocho) llevan el mismo título: “El azul de la distancia”, radicalizando la organicidad del montaje. En estos textos se reflexiona sobre el territorio, porque “todo amor tiene su paisaje”, pero en especial sobre el cosmos, pues el mundo es “azul en sus extremos y en sus profundidades”; y ese azul es, para Solnit, el “color de la emoción, de la soledad y del deseo”. También es un “azul que se ha perdido”. El reencuentro radicaría en ingresar a la terra incógnita, esas regiones que se pintaban con azul porque aún no habían sido dominadas. Realizar un salto al vacío, como lo hiciera literalmente Ives Klein, artista y quinto dan de yudo, que registró su caída desde un segundo piso y que, antes de morir, a sus 34 años, comenzó a pintar mapas usando exclusivamente el azul. Su idea era convertir el territorio en un espacio “indivisible e inconquistable, un feroz acto de misticismo”. Desde allí habla el arte, parece sugerir Solnit, desde la ausencia de certezas y proyectos. Desde la abolición de cualquier cálculo racional. De la necesidad de producir una obra “estando perdido”.
En medio de una pandemia globalizada que profundiza nuestra dependencia virtual y la pérdida de la privacidad a manos del Estado y las grandes empresas tecnológicas, este increíble libro opera como un antídoto para la vigilancia. Es el boceto de un vademécum que contiene claves, fórmulas y senderos que permiten ejercitar la pérdida como una estrategia de vida. Encontrarse perdido o incluso perder una fotografía familiar, la casa de infancia o la pareja amada, tras leer estas páginas, se torna una forma de conocimiento.
Quizá el mayor mérito de Una guía sobre el arte de perderse es que enseña que estar perdidos es también una forma de ahuyentar a la policía interna que siempre nos aqueja, pues “la palabra lost, viene de la voz los del nórdico antiguo, que significa la disolución de un ejército”. Y a Solnit le preocupa que “muchas personas nunca disuelven sus ejércitos, nunca van más allá de lo que conocen”. Siendo esta una época en que cada vez cuesta más perderse y, a la vez, concentrarse en una sola cosa debido a los estímulos digitales, estos ensayos emocionan, hipnotizan y nos dejan la sensación de habernos disuelto por algunos instantes. Quedamos desorientados por una marea azulada de ideas brillantes que confirman la importancia del pensamiento de Rebecca Solnit.
Una guía sobre el arte de perderse, Rebecca Solnit, Fiordo editorial, 2020, 188 páginas, $15.000.
La naturaleza ama esconderse. También ama manifestarse.
Se muestra, está allí: cielo, montañas, mar, si se tiene la ventaja de divisarlos. También se oculta; la hemos tapado o arrinconado. Son pocos los lugares sin intervención humana o su creación, como las ciudades. En la mayoría de ellas, la experiencia natural (parques o árboles) es limitada, y cada vez menor mientras más pobre o más poblada sea. Como todo bien escaso, disfrutar de la naturaleza se ha convertido en un lujo o en un esfuerzo.
Hay quienes pueden hacer largos viajes por el mundo para captar lugares o animales salvajes, en una variante del turismo a medias de aventura y a medias de ostentación; algunos, sin alejarse demasiado, optan por visitar el campo, sin las incomodidades de lo campestre: todo bien surtido, con electricidad e internet; otros, buscan la naturaleza más cerca y menos disfrazada, evitando afectar con su huella de carbono lo que quieren apreciar. Conoce tu aldea y no harás daño universal.
Las motivaciones del contacto con el mundo natural son múltiples para esas personas como para los escritores naturalistas —subespecie exótica de la especie escritor—: como alivio o inspiración, como ejercicio de amateurismo científico, como buceo psicológico. Quieren conocer lo que está fuera de ellos o vislumbrar lo que ocurre dentro. Si la etimología tuviera sentido, podría hablarse de “excursiones” e “incursiones”: explorar el mundo exterior o bien la vida interior.
Como la naturaleza, quienes la estudian o escriben sobre ella, también se muestran y se ocultan. Desde Aristóteles, quizá el primer gran naturalista, se privilegió una disposición objetiva e impersonal, acentuada a medida que el conocimiento fragmentó la realidad en disciplinas y se codificó en lenguajes especializados: la ciencia como ocultamiento de quien mira.
En la literatura de la naturaleza, por su parte, sea en su vertiente de viajes, ecologista o de simple afición, la presencia del observador es ineludible: son sus aventuras, sus riesgos, sus palabras personalísimas; contemplar implica un escrutinio del que contempla.
La distinción no es del todo nítida. En la tradición literaria el observador también puede ocultarse (como en El peregrino, de Baker) y —como demuestra esta serie de libros, desde Deakin hasta McAnulty— los elementos naturales, ser manifestaciones de la intimidad. A veces no se distingue lo literario y lo científico, como una aprehensión casi mística del mundo, lo que quizá se remonta al sabio alemán Alexander von Humboldt.
El legado de Humboldt
Humboldt estuvo dispuesto a correr grandes riesgos para establecer la verdad científica, pero también para experimentar las fuerzas naturales. Cuando tuvo independencia financiera, viajó por todas partes, desde América a Siberia, inspeccionando la geología, la flora y la fauna locales. Sus años de viajes sudamericanos, entre cocodrilos y serpientes, subiendo montañas y bajando ríos, pasarían a la historia como algunas de las grandes hazañas de la exploración, como reportan dos biografías recientes, de Andrea Wulf y Maren Meinhardt.
No lo impulsaba únicamente saber, recolectar, clasificar, sino también la búsqueda y la experiencia misma: ascender al Chimborazo, considerada como la montaña más alta del mundo (no llegó a la cima), o la cercanía de la muerte (asfixiado en un túnel; electrocutado con anguilas; destrozado por un jaguar al que molestó). Aparece como uno de los fundadores de la ciencia moderna, pero tiene mucho de una antigua comprensión mágica. De su precursor Condamine comentó que “no fue más allá de la cantidad”; más de una vez se refirió a la comprensión como intuición profunda, hundirse en el paisaje y entenderlo como un sistema vivo. Su romanticismo procuraba atrapar la naturaleza con recursos del poeta y del científico.
El reciente Diario de un joven naturalista, de Dara McAnulty, es una muestra de esa inmersión. Recordando un mito celta del trato entre unas aves y un rey, señala: “Ciencia, sí, siempre ciencia”, pero también que necesitamos estas conexiones que nos recuerdan que no estamos separados de la naturaleza. El autor tiene 16 años y autismo (su familia entera es “neuroatípica”). Para él, la naturaleza ha sido una terapia (“observar dafnias, escarabajos, patinadores de agua y libélulas es una medicina para este cerebro hiperactivo”) y lleva un diario de un año de su vida (de los 14 a los 15, de la primavera al invierno), cuando él y su familia se mudan de un lugar a otro de Irlanda del Norte, lo que significó la pérdida de los lugares que visitaba y precipitó un colapso de pánico. Como su nuevo hogar tiene unas montañas cercanas, volvió a estar bien. Dice que las aves de jardín son su “familia extendida”, y constantemente menciona pájaros, plantas y árboles, e insectos; cuida un murciélago herido (que duerme en su habitación). Los viajes familiares a islas o a bosques alimentan sus descripciones sorprendentes: el alcatraz del norte tiene “líneas Art Decó”; un polluelo del azor común parece “un bosque otoñal envuelto en las primeras nieves del invierno”. Son los recuerdos de esos momentos de disolución en la naturaleza los que le sirven de arma o escudo para “cuando sea emboscado por el ejército de la ansiedad”.
Otra forma de unir naturaleza e intimidad está en Refugio (1991), donde Terry Tempest Williams se refiere al aumento del nivel de agua del Gran Lago Salado, en medio del desierto, en 1983. La crecida ataca el refugio de aves migratorias del río Bear, el primer santuario de aves acuáticas estadounidense. Esto coincide con la enfermedad de su madre, el cáncer que ha destruido a la mayoría de las mujeres de su familia, al parecer a consecuencia de ensayos nucleares en el desierto. Entrelaza así dos desastres ecológicos que afectan a las aves y a los seres humanos. Comienza observando fenómenos naturales, pero su mundo personal está tan vinculado con el natural que se mueve de uno a otro. ¿Cómo protegerse de las destrucciones: las pérdidas de lugares o de personas especiales? Cada entrada del libro responde a un nivel del lago y a un ave (garzas, golondrinas, flamencos, cisnes, etc.). En una refiere que suele ir a un basurero a censar pájaros: lo que más hay son estorninos. Los observa, hasta que la bandada se repliega cuando un peregrino atrapa a uno en el aire. Seguirá yendo, no para observar estorninos: “Es al halcón al que espero, a la rapaz que aún se acuerda de cuando había tantas aves que no se veía el sol”.
El peregrino
La fascinación por este depredador alado no es solo suya. Cuando apareció El peregrino, de J. A. Baker, en 1967, refulgió como un rayo sorpresivo e iluminó a toda una generación de escritores. Pero dejó de circular y únicamente en la década pasada su reputación creció, trayendo reediciones y traducciones.
Las motivaciones del contacto con el mundo natural son múltiples para los escritores naturalistas —subespecie exótica de la especie escritor—: como alivio o inspiración, como ejercicio de amateurismo científico, como buceo psicológico. Si la etimología tuviera sentido, podría hablarse de ‘excursiones’ e ‘incursiones’: explorar el mundo exterior o bien la vida interior.
En su identificación casi “animista”, Baker documentó sus excursiones a pie o en bicicleta durante una década por prados empapados y ríos cerca de su ciudad natal, en Essex, a través de la lluvia y la niebla, en busca del peregrino. “Vaya donde vaya este invierno yo quiero seguirlo. Voy a compartir el miedo, la exaltación y el aburrimiento de la vida de caza”.
Condensó esos 10 años en una sola temporada de un largo invierno. Los siguió, encontró y se acercó con tanta frecuencia que algunos han expresado dudas. Es probable que estuvieran inusualmente mansos por envenenamiento. Durante la década de 1950, las cifras de peregrinos tuvieron un catastrófico declive, por los plaguicidas. Baker constató que quedaban pocos: “Muchos mueren de espaldas, insanamente aferrados al cielo en las últimas convulsiones, mustios y consumidos por el polen sucio, insidioso de los pesticidas”.
Baker ve la vida silvestre como es, consciente de la brutalidad de matar: “No hay nada más hermoso, más abundantemente rojo que la sangre que fluye sobre la nieve”, afirma. “Qué raro que el ojo pueda amar lo que la mente y el cuerpo odian”. Otras descripciones reflejan su voz endurecida: dos garzas muertas yacen juntas en la nieve “como un par de muletas grises”, “cadáveres sin ojos, raídos, descarnados por muchas clases de dientes, picos y garras”.
Gran parte del hechizo del libro está en la voz del narrador y sus comparaciones inusitadas: los espasmos de una paloma torcaz moribunda “como un tren de juguete absurdo a falta de vías” o una marsopa muerta como “una bolsa de cemento”; el canto del chotacabras como “la caída de un chorro de vino en un barril hondo y resonante”. La presencia de esa voz se une a la ausencia de una persona precisa con que identificarla. Baker tuvo una fama breve, pero con misterio: fue un hombre tan esquivo como las aves que seguía.
En My House of Sky, Hetty Saunders reconstruye la vida de Baker, respaldada por un extenso archivo recuperado. Nacido en 1926, hijo único de un matrimonio infeliz (su padre padecía una enfermedad mental que lo volvía violento), sufrió de niño fiebre reumática, augurio de la enfermedad artrítica que lo acosaría toda su vida. No entró a la universidad y decidió ser escritor, copiando poemas y leyendo. Pero tras una experiencia amorosa no correspondida, sufrió un colapso nervioso y fue hospitalizado en 1945. A partir de entonces, fueron pasos en falso. No participó en la guerra por salud y se embarcó en una serie de carreras breves y fallidas: asistente en Oxford University Press; bibliotecario en el Museo Británico; formándose como profesor; se instaló más largamente en la Asociación de Automóviles de su ciudad. Mientras trabajaba allí, en la década de 1950, conoció a su esposa y su interés por observar aves se volvió “sistemático”.
En 1954 Baker registró uno de sus primeros encuentros con un peregrino. Su pasión se convirtió en obsesión y los siguió con devoción. En 1965 dejó su trabajo, para precisamente escribir El peregrino. En 1969 publicó su segundo libro, excelente pero recibido con frialdad. En los años posteriores sucumbiría gradualmente a la enfermedad: primero inmovilidad artrítica y luego cáncer, que lo mató en 1987. En esos años, su esposa aprendió a conducir y lo llevaba a sus lugares favoritos, dejándolo caminar y observar pájaros antes de recogerlo por la noche.
Elementos
La naturaleza ama manifestarse. Nos envuelve, supone enfrentar directamente los elementos: agua y tierra (fuego y aire son más difíciles), y sus variantes.
Cuando en 1999 Roger Deakin publicó Diarios del agua, representó una nueva forma de escribir sobre la naturaleza, en un momento en que los libros de viajes comenzaban a desaparecer: los lectores no necesitaban travesías vicarias a lugares que podían visitar ellos mismos. El suyo es un viaje líquido por Gran Bretaña, experiencias de “natación salvaje” por mares, ríos, lagos, pantanos, piscinas y canales. Empieza en el foso de su casona en Suffolk —en 1968 compró una granja isabelina semiarruinada en la cual vivió hasta su muerte— y va a heladas pozas fluviales en Gales, estanques de Hampstead en Londres y las Islas Sorlingas. Es también un relato de sus encuentros: desde funcionarios hostiles que quieren echarlo de un río hasta el último pescador de anguilas en una ciudad que se había dedicado a eso, además de animales y aves.
La extravagancia de Deakin alimenta un libro vivaz, divertido, entrelazando historia y anécdotas literarias: sobre Enid Blyton o George Borrow, buscando las aguas donde Dickens situó Grandes esperanzas o los lugares que Daphne du Maurier visitó. Habla de rincones olvidados y balnearios venidos a menos, reclama por la desaparición de los prados, por los basureros en las playas, la contaminación de los ríos y la prohibición de nadar libremente en ellos.
De otra agua habla la obra fundamental del recientemente muerto Barry Lopez, Sueños árticos (1986; Capitán Swing, 2018). El hielo es agua, pero fría y sólida: producto imprescindible en la coctelería, lo es también para la supervivencia del planeta, y cubre parte considerable de la superficie terrestre. Allí Lopez muestra que al escribir sobre historia natural se pueden tocar problemas humanos, sin caer en cuestiones abstractas. Su visión es certera: cuando describe una alondra cornuda en su nido, en la tundra, nos permite verla y sentir cercanía con esa pequeña chispa de vida. Y así con otras aves, osos polares, bueyes almizcleros, el clima y la luz, porque como el desierto, el Ártico parece desolado y vacío, pero está lleno de vida.
Hay distintas tierras: planas (o llanuras), altas (o montañas), costeras, subterráneas, boreales, marginales, pétreas, boscosas, infantiles. De todas ellas habla Robert Macfarlane en Landmarks (2016). Las propone como “hitos” de lectura y de lenguaje, una “guía de campo” de la literatura que le gusta y también una recuperación del léxico del paisaje. Se refiere a libros de escritores que han descrito o referido esas tierras, además de una recopilación de términos para referirse a ellas. Lamenta la sustitución de lo exterior y natural por lo interior y virtual, como un síntoma de la vida simulada que vivimos. Así, dice, los niños cuentan hoy con numerosos términos para tipos de archivos, pero pocos para diferentes árboles y criaturas.
Macfarlane, que viene de la literatura, es uno de los más destacados escritores de la naturaleza actuales. Su mirada se ha desplazado en distintas direcciones: al cielo en Montañas de la mente (2003); a los mitos naturales en Los lugares salvajes (2007), o a antiguas rutas de peregrinaje en Las viejas sendas (2012). Escalando, caminando, o leyendo, se ubica en el centro de la naturaleza escrita: ha fomentado la fama póstuma de Baker; McAnulty en su libro recuerda una piedra bruja que él le regaló; también fue amigo de Deakin, a quien dedica un capítulo en Landmarks.
En Sueños árticos, Barry Lopez muestra que al escribir sobre historia natural se pueden tocar problemas humanos, sin caer en cuestiones abstractas. Su visión es certera: cuando describe una alondra cornuda en su nido, en la tundra, nos permite verla y sentir cercanía con esa pequeña chispa de vida.
Lo subterráneo y lo humano
La naturaleza también puede esconderse bajo tierra. El más reciente libro de Macfarlane refiere sus viajes subterráneos, claustrofóbicos, aterradores, por sistemas de cuevas, minas, alcantarillas, ríos, cavidades, estructuras naturales y humanas bajo la superficie. Es peligroso: en unas cuevas su cuerda se enreda; en las catacumbas de París casi se queda atrapado en una abertura diminuta; cuando no se está atascando o arriesgando a caer, refiere casos de otros que perdieron su vida en similares trances.
Deambula bajo ciudades o el mar, al interior de glaciares. Se topa con cementerios de autos, cavidades con pinturas rupestres prehistóricas, cámaras funerarias, un descenso abrupto al fondo marino o un almacén de residuos nucleares en Finlandia. En la extensa meseta de piedra caliza (“carst”) en la frontera ítalo-eslovena, encuentra un inmenso río subterráneo y cavernas que dan cobijo a animales salvajes, el más salvaje, el hombre (durante las guerras).
Gusta de los superlativos (muchos lugares son “el más temible” o “el más extraordinario”) y de las referencias: cita a poetas, novelistas y a un batallón de personas dedicadas a las más diversas disciplinas y escisiones del “logos” (geología, arqueología, mitología y glaciología, entre otras); pasa de Rilke y Orfeo a la física de la “materia oscura”, y de las epopeyas de Finlandia a los avances sobre las “hifas” (hilos de una red de hongos en un sistema cooperativo bajo los bosques).
Su preocupación más amplia es la relación entre el ser humano y el paisaje, y la fragilidad de ambos. El libro, escrito ante la amenaza del Antropoceno, muestra cómo el suelo bajo nuestros pies no es indiferente a la humanidad que, mediante industrias extractivas y contaminación, se extiende al plano geológico: el permafrost se derrite y libera gases de efecto invernadero; una pirámide de hielo negro antiguo explota en un glaciar de Groenlandia.
La naturaleza también puede esconderse en las ciudades. En The Accidental Countryside, Stephen Moss —observador de aves y autor de varios libros sobre ellas— muestra cómo ella se presenta en lugares inesperados, áreas para uso humano que terminan convertidas en un refugio para la vida silvestre. El libro comienza con un peregrino cazando en el techo de la galería Tate Modern londinense. Baker, que temió su extinción, se sorprendería.
Desde ruinas prehistóricas escocesas —el broch de Mousa, donde se cría el paíno— hasta ferrocarriles o refinerías en desuso, fábricas, estaciones de servicio, Moss ve peligros artificiales que pueden convertirse en paraísos naturales: los humedales de Woodberry en Londres nacieron de un embalse de agua; los muelles desmantelados de Belfast se transformaron en reserva. Aunque acepta que la actividad humana es, en general, perjudicial para la vida silvestre, dañando a muchas especies, otras se benefician. Nuestros espacios urbanos proporcionan hábitats y condiciones en que ella puede prosperar.
Tal vez no concordaría Luis Oyarzún, quien en Defensa de la tierra (póstumo, 1973), hablando de Santiago y el “smog”, señala: “Todo está mustio, agobiado bajo el peso del polvo humano”. Esta “defensa” —con reflexiones sobre bosques, flora, lagos y ríos, sequías, incendios y polución— la escribió instalado en Valdivia. No hemos carecido en Chile de naturalistas, desde el abate Molina en adelante (con los grandes científicos del siglo XIX: Gay o Darwin, de paso, o Philippi y Domeyko, asentados), pero la idea del naturalista aficionado encuentra en Oyarzún a uno de sus más destacados representantes, que mantuvo siempre un interés por la vida silvestre, particularmente los árboles (lo que testimonia su Diario).
Hace más de 25 siglos, Heráclito escribió: “La naturaleza ama esconderse”, frase que ha servido a infinitas interpretaciones, quizá muestra de la oscuridad del filósofo, pues la naturaleza está inevitablemente presente. Quizá se refería a otra cosa: el terreno baldío de la cosecha germinará de nuevo; los troncos resecos en invierno florecerán en primavera. Parece muerta, pero la naturaleza está viva, solo oculta bajo la tierra, y resurgirá.
Con el planeta calentándose y los océanos acidificándose, los escritores de la naturaleza podrían ser voces proféticas del Apocalipsis provocado por nuestra especie. Pero la naturaleza se muestra y se oculta. Y es más fuerte de lo que se supone: el “campo accidental” de Moss recuerda que la vida silvestre está a nuestro alrededor, hasta en las ciudades, si se busca.
The Accidental Countryside, Stephen Moss, Guardian / Faber, 2020, 272 páginas, £16,99.
Bajotierra, Robert Macfarlane, Random House, 2020, 512 páginas, $18.000.
Diary of a Young Naturalist, Dara McAnulty, Little Toller, 2020, 228 páginas, £16.
Defensa de la Tierra, Luis Oyarzún, Universidad Austral de Chile, 2020, 140 páginas, $14.000.
Diarios del agua, Roger Deakin, Impedimenta / Liberalia, 2019, 408 páginas, $23.700.
Refugio, Terry Tempest Williams, Errata Naturae / Océano, 2018, 422 páginas, $19.080.
My House of Sky. The Life of J. A. Baker, Hetty Saunders, Little Toller, 2017, 256 páginas, £20.
El peregrino, J. A. Baker, Sigilo, 2016, 220 páginas, $16.000.
“Este es un libro acerca de cómo los seres humanos inventamos formas de comunicarnos aun cuando parece imposible”. Así, sin mucho maquillaje, nos introducimos en Alfabetos desesperados, el tercer volumen de la diseñadora viñamarina Catalina Porzio, que reafirma la identidad escritural de la autora, las señas de una obra. Tanto en Viñamarinos como en La tercera mano —ambos publicados en 2015—, ella dio cuenta de su manera de configurar los libros mediante la recolección de fragmentos, recortes, piezas de rompecabezas, retazos y toda suerte de material suelto referido a un tema; la posterior disposición de este material y la resignificación de todos estos pedazos, para contar una historia nueva. En Viñamarinos la autora rearmó la historia del balneario a través de decenas de voces que hablaron de él, de sus historias y sus peculiares personajes típicos, conformando una joya extraña y deslumbrante. En La tercera mano el expediente fue el mismo, pero lo que Porzio logró ensamblar fue algo cercano a un manifiesto estético de Adolfo Couve, desde entrevistas, textos sueltos en revistas de arte o conversaciones rescatadas del olvido.
Ahora sube la apuesta de su programa: en Alfabetos desesperados ya no se trata de Viña del Mar o de las reflexiones plásticas de un artista en particular. Acá se habla del lenguaje, ni más ni menos, un tema que puede ser pesado y amplio y etéreo. “Un lenguaje siempre encuentra la manera de deslizarse hacia su receptor”, complementa en el prefacio del libro que, en efecto, rescata hartas maneras en que se materializa ese procedimiento. La obra se divide en 35 apartados ordenados alfabéticamente, cada uno de ellos nombra el carácter de los textos incluidos. Así, se ven capítulos que hablan del juego, la fuga, los ritos, el sueño, la memoria, la urgencia, la traducción, la voz, el vestido, el grito, la complicidad, por nombrar algunos.
El insumo mayoritario de cada uno de los apartados es la cita libresca, pero no es el único. Para configurar este mosaico temático, Porzio echa mano a libros, pero también artículos de prensa, blogs, poemas, entrevistas radiales y textos de museo, entre otros. En cada fragmento se identifica al autor o el medio de publicación, lo que se complementa con las referencias al final del volumen.
Una sensación que revolotea tras la lectura de los anteriores libros de esta autora —en especial Viñamarinos— es la del entredicho en el que queda la noción de autoría; ¿qué tanto de la obra es de Porzio, si las voces reunidas son de otros?, ¿no será más adecuado firmar como ‘antologadora’ o ‘compiladora’? Estas preguntas no tienen cabida en esta pasada, pues acá ella también incluye sus propios textos, párrafos que conviven con los de Roland Barthes, Siri Hustvedt, Juan Forn, Manuel Vicuña, Pía Montalva o Walter Benjamin.
Una sensación que revolotea tras la lectura de los anteriores libros de esta autora —en especial Viñamarinos— es la del entredicho en el que queda la noción de autoría; ¿qué tanto de la obra es de Porzio, si las voces reunidas son de otros?, ¿no será más adecuado firmar como “antologadora” o “compiladora”? Estas preguntas no tienen cabida en esta pasada, pues acá ella también incluye sus propios textos, párrafos que conviven con los de Roland Barthes, Siri Hustvedt, Juan Forn, Manuel Vicuña, Pía Montalva o Walter Benjamin. Eso último podría verse como una subida por el chorro por parte de una autora que se quiere colar entre consagrados. Por fortuna, no ocurre nada de eso. Los aportes de Catalina Porzio son precisamente eso, aportes. Con una escritura puntual y eficiente, sus textos reafirman sus capacidades y no dejan espacio para cuestionamientos. “El piloto naval norteamericano Jeremiah Denton, prisionero de guerra, fue obligado por el Vietcong a dar una conferencia televisada afirmando que sus captores lo tenían en buenas condiciones. Aprovechó la oportunidad frente a la cámara para confirmar en código morse, mediante el parpadeo, que estaba siendo torturado. Hay un video en que se le puede ver deletreando con los ojos T-O-R-T-U-R-E”, narra en el apartado titulado “Urgencia”.
Aunque es innegable que el libro tiene una elevada carga política, si tomamos en cuenta los innumerables ejemplos de gambetas a la censura, desafíos a la incomunicación forzada, avispadísimos ardides para mantener pasquines en circulación, Alfabetos desesperados se dispara en más de una dirección, tal como puede hacerlo el lenguaje. Catalina Porzio no solo se hace cargo de formas de comunicarse en situaciones de apremio extremo, sino también registra los momentos en los que el lenguaje se tuerce con propósitos múltiples, como los eufemismos estatales: “Para mantener el secreto, entre otras medidas de precaución, en el lenguaje oficial solo se usaban eufemismos cautos y cínicos: no se escribía ‘exterminación’ sino ‘solución final’, no ‘deportación’ sino ‘traslado’, no ‘matanza con gas’ sino ‘tratamiento especial’”, como recuerda Primo Levi.
Por otro lado, también se consignan juegos del intelecto, maromas literarias como novelas en clave, lecturas entre líneas, el espacio entre palabras, escrituras sin palabras, combinatorias jocosas como la que se extrae de Rayuela, léxicos inventados, grafitis dentro de cuadros, intentos fervorosos por dialogar con lo ultraterreno. Un ejemplo: “Algunos —dice Claude Lévi-Strauss— se abandonan sin alimento en una balsa solitaria; otros van a buscar aislamiento a la montaña, expuestos a las fieras, al frío y la lluvia. Durante días, semanas o meses, según el caso, se privan de comer, toman solo productos salvajes o ayunan largos períodos, y hasta agravan su quebrantamiento fisiológico con el uso de vomitivos. Todo es un pretexto para provocar el más allá”. John Berger, a su vez, agrega: “La comida también es una especie de comunicación. Comer significa recibir un mensaje, ¿enviado por quién y desde dónde?”.
La lectura de Alfabetos desesperados deja sensaciones diversas. Puestos contra sí mismos, cada libro de Porzio logra diferenciarse del anterior y en este último consigue inscribirse dentro de la tradición del ensayo. Y si bien este volumen no presenta la frescura costera de Viñamarinos y es una lectura un tanto más pastosa, dadas sus fuentes, es posible afirmar que Porzio ha creado uno de los principales textos de no ficción en Chile de los últimos años.
En la historia del cine, como en la de la literatura y las demás artes, abundan los extravíos y albures del destino: personajes anónimos, trabajadores de las sombras, estrellas fugaces y ángeles caídos. A ello hay que sumar, desde luego, los peligros ligados a la naturaleza material del medio, perecedera y frágil como pocas, incluso tras la llegada del digital, cuyas ampulosas promesas de perennidad están lejísimos de cumplirse. Los cineastas, como dijera Louis Malle, “no trabajan para la posteridad”. Hechas de emulsiones o de matrices numéricas, sus imágenes viven indistinta e interminablemente bajo la amenaza del desvanecimiento. Pero no todo es escamoteo, y el cine, en definitiva, es terreno fértil tanto para desapariciones como para renacimientos: cada tanto, títulos perdidos, obras destruidas y cintas ocultadas con celo por albaceas y derechohabientes pueden salir de la penumbra y arrimarse, por azares o desvelo de mediadores y archivistas, a los focos de nuevos escenarios.
Es lo que ha hecho posible recientemente la Cineteca Nacional de La Moneda al poner a disposición de los internautas, en prístinas copias digitales frescamente escaneadas, cuatro películas de uno de los nombres más elusivos del ya de por sí esquivo cine nacional: Sebastián Alarcón (1949–2019), el “chileno desconocido”, como lo llamara en 1990 un número de la revista Enfoque.
Chileno de nacimiento, Alarcón es con toda seguridad uno de los pocos cineastas extranjeros en haber logrado penetrar con éxito en el sistema de producción de la Unión Soviética, hazaña digna a todas luces de celebración. Pupilo de Aldo Francia y José Román, Alarcón hizo sus primeras armas en Chile, en las aulas de la Escuela de Cine de Viña del Mar. Hacia 1969, con apenas 19 años, partió a la URSS para continuar su formación en cine documental y televisión gracias a una beca del gobierno soviético. Allí, en el marco de su práctica profesional, trabajó como asistente del célebre documentalista Roman Karmen, cineasta andariego y comprometido de espíritu cosmopolita, quien sería su mentor y maestro en los estudios Mosfilm.
El jaguar (1986)
El primer largometraje argumental de Alarcón fue Noche sobre Chile, una rigurosa aunque improbable reconstitución histórica de los primeros días del Golpe de Estado de 1973, filmada a tan solo cuatro años del acontecimiento mismo y hablada íntegramente en ruso. Aunque constreñida según el propio director por un guion “elemental y primitivo”, proclive al “panfletismo”, la cinta distribuida en 1700 copias le ayudaría a cimentar una reputación relativamente sólida, allanando el camino para la producción de otros dos largometrajes, también de asunto político, o ya derechamente chileno: Santa Esperanza (1979), reconstitución de la vida de los prisioneros del campo de concentración de Chacabuco, y La caída del cóndor (1982), cinta de referentes un poco más arquetípicos y anónimos, muy en la tradición de la novela de dictador.
Las películas que la Cineteca ha puesto en línea corresponden en estricto rigor a la segunda etapa de la producción de Alarcón, en la que comienzan a manifestarse ya otras inquietudes, tanto en lo argumental como en lo estético. El jaguar (1986), la más temprana, es una adaptación cuando menos laxa de La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa, con final edificante —cortesía de los funcionarios del Comité de Cinematografía. Hablada exclusivamente en ruso pero ambientada una vez más en el Chile de la dictadura, como dejan adivinarlo diversos indicios que salpican aquí y allá la escenografía (banderas, estandartes, etc.), El jaguar pone en escena un internado militar de crueles costumbres masculinistas, ritmadas por apuestas y ritos de iniciación. Una de las secuencias más evocadoras del film tiene lugar hacia los treinta minutos, cuando los cadetes de la escuela son convocados para reprimir lo que parece ser una manifestación espontánea de pobladores y militantes de la resistencia, que resulta en la muerte de Ricardo Arana, el “Esclavo”. Además de retomar ciertos gestos del imaginario visual del cine de la pre-dictadura, la escaramuza, de breve duración, representa una vuelta de tuerca respecto a la anécdota de la novela, que situaba en realidad el crimen durante una práctica de tiro. Mediante pequeños desvíos como este, Alarcón va pues exponiendo las bajezas de la jerarquía militar, servil y relamida, que opone sin embargo a la voluntad inquebrantable y a la probidad de algunos de sus miembros, de espíritu democrático o legalista.
Aunque buena parte de las películas de Alarcón circulan ya por la red en copias telecinadas o digitalizaciones azarosas, sin subtítulos en español, el público chileno e hispanoparlante puede ahora apreciar con propiedad algunas de sus producciones tardías, en nada desdeñables. El cine, oficio de sombras, tiene cada tanto sus destellos de luz.
La segunda cinta que la Cineteca divulga es Una actriz española para el ministro ruso (1987), entrañable comedia de tema ibérico, en la que abundan las señas de color local, entre toreros, flamenco y desfachatez eslavo-castellana. Apegada por momentos a las convenciones de un cine “turístico”, la película narra el viaje a Sevilla de Mijail Montes, “Misha”, un modesto instructor de gimnasia, junto a una delegación de profesores. Misha va a España tras la pista de su padre, un famoso futbolista de origen español que huyo de Rusia sin dejar rastro. Su viaje, sin embargo, tiene también otro propósito: encontrarse con Ángela, una actriz española de quien se enamorara algún tiempo antes en Moscú, y frente a la que se hace pasar por un importante funcionario del Ministerio del Cine, en búsqueda de personajes y locaciones para un futuro proyecto en el que planea incluirla.
La secuencia más memorable sobreviene ya bien entrada la cinta, cuando Misha asiste a una recepción de lo que parece ser el Festival de Cine de Sevilla. Allí, espoleado por el alcohol y los entremeses, lleva su suplantación al paroxismo, repartiendo galanura y cortesías a granel por medio de discursos, bromas y hasta un baile a la española, ante la divertida mirada de Ángela y el resto de los comensales. Desgranando al fin enredos discretos y equívocos de identidad sobre un fondo de intriga metacinematográfica, la película navega con comodidad entre el humor y la melancolía, ayudada en ello por los subtítulos, traducidos con tacto y picardía al español chileno.
Ya en los 90, Alarcón comienza a adentrarse de lleno en el terreno de la comedia, con películas como En busca del falo dorado (1993) o Los agentes del kgb también se enamoran (1992), esta última difundida actualmente en la plataforma de la Cineteca Nacional. Con un elenco parcialmente chileno (Luis Alarcón, Luz Croxatto, Gloria Münchmayer) y música de Horacio Salinas, Los agentes… ostenta una anécdota desopilante, repleta de travesuras: Misha, un insignificante burócrata de la KGB, es enviado a Chile bajo falsa identidad tras ser sorprendido en un desliz con una de sus compañeras de trabajo. Tomando como base de operaciones una habitación del Hotel Crown Plaza, Misha (ahora en adelante Anatoly, o “Tolia”) se asocia a Edic, otro ruso encallado en Chile. Junto a él, frecuenta un elegante burdel de señoritas, lo cual dará pie a un sinnúmero de embrollos, amoríos y fugaces coqueteos con el mundo del crimen organizado.
Una actriz española para el ministro ruso (1987)
La última película de Alarcón ―y la cuarta divulgada por la Cineteca― es El fotógrafo, producida en 2002 gracias al apoyo del programa internacional de financiamiento Ibermedia. La cinta, hablada íntegramente en español, es un drama histórico ambientado en el Valparaíso de los años 60, con un reparto que incluye los nombres de Daniel Muñoz, Malucha Pinto y Claudio Reyes. La anécdota no reviste mayores dificultades: Simón, un fotorreportero de la prensa sensacionalista, prepara o imagina preparar una fotonovela con la que proyecta no solo ganar “una chorrada de plata”, sino también revolucionar el género, dando vida, según dice, a “una expresión popular que va a estar por sobre la banalidad del radioteatro o los estereotipos del cine norteamericano”.
La primera imagen de la película, una discreta panorámica sobre el puerto, recordará, salvando las distancias, la apertura de Ya no basta con rezar (1972) de Aldo Francia, ambientada también en Valparaíso. Los paralelos, no obstante, se acaban allí, pues lo que viene a continuación, en estricto rigor, es una comedia de corte popular en la que abundan por cierto referencias cinematográficas, musicales y futbolísticas, en los preámbulos del Mundial del 62. En lo que a personajes se refiere, por otro lado, Alarcón opera mediante contrastes: Simón, héroe de aires un tanto quijotescos ―entre majadero, idealista, agudo y pretencioso―, se opone a la candidez de Chelita, su pretendiente, y a la bonhomía de sus amigos inquilinos, siempre prestos a la chanza. La cinta, por último, despliega aquí y allá un interesante procedimiento de alternancia entre el color y el blanco y negro, con planos compuestos en que ambos regímenes conviven fructuosamente.
Felizmente abultada para un cineasta de su generación, la obra de Sebastián Alarcón problematiza desde luego por sus entreveros y cruces la noción misma de un cine nacional, engrosando de paso su acervo. La reciente iniciativa de la Cineteca ha de ser saludada pues con entusiasmo por aficionados y conocedores, como un gesto de mediación que contribuye a garantizar un mayor acceso a las obras cinematográficas que constituyen, a veces incluso de manera oblicua, nuestro patrimonio audiovisual. Aunque buena parte de las películas de Alarcón circulan ya por la red en copias telecinadas o digitalizaciones azarosas, sin subtítulos en español, el público chileno e hispanoparlante puede ahora apreciar con propiedad algunas de sus producciones tardías, en nada desdeñables. El cine, oficio de sombras, tiene cada tanto sus destellos de luz.
El estudiante de antropología Napoleon Chagnon se fue en 1964 a vivir con los yanomami a la selva tropical. Quería comprobar si los indígenas llevaban, como se creía, una vida tranquila en el corazón del Amazonas. Al principio, su investigación pareció ratificar la premisa: los aborígenes convivían en villas apacibles y armoniosas. Sin embargo, notó que no era lo mismo cuando trataban con sus vecinos. Las diferencias entre las distintas comunidades eran resueltas a palos y lanzas, los robos eran frecuentes, así como el rapto de niños y mujeres rivales. Chagnon continuó observando la tribu durante 25 años. Calculó que cerca de un cuarto de la población masculina murió en ese período a raíz de la violencia.
El comportamiento agresivo de los yanomami no se distingue de la conducta que ha mostrado desde sus orígenes el resto de la humanidad. “La evidencia parece estar del lado de aquellos que afirman que los seres humanos siempre han tenido una propensión a atacar a otros de manera organizada. En otras palabras, a hacer la guerra”, afirma Margaret MacMillan en War: how conflict shaped us, seleccionado por The NewYork Times como uno de los 10 mejores libros de no ficción de 2020. La reconocida historiadora canadiense sostiene que es necesario prestar más atención a la guerra, pues sus efectos han sido tan profundos a lo largo de la trayectoria humana, que ignorarlos equivale a dejar de lado una de las fuerzas que han modelado a la especie. “Si no entendemos cuán profundamente relacionadas están la guerra y la sociedad humana, nos perdemos una importante dimensión de la historia de la humanidad”, explica.
MacMillan, que ha investigado exhaustivamente la Primera Guerra Mundial y escrito varios textos muy exitosos acerca de ese conflicto, amplía aquí la mirada para ofrecer una valoración sobre un tema que a su juicio ha sido injustamente obviado. La tendencia actual es creer que la paz es el estado normal de las cosas y que la guerra representa un accidente que viene a interrumpirlo. La autora refuta esa noción: en términos históricos, “la guerra no es una aberración”, sino una constante.
Debido a su capacidad disruptiva, los conflictos bélicos han tenido efectos muy visibles y duraderos que a menudo no nos planteamos, pero que están muy presentes en nuestra existencia cotidiana. ¿Se habría desarrollado Occidente como lo conocemos si los persas hubieran derrotado a los griegos en las Guerras Médicas? ¿O si Roma no hubiera vencido a su rival Cartago? ¿Cómo serían el Medio Oriente y el Magreb sin la victoria militar del Islam a partir del siglo VII? ¿Qué ruta habría tomado la modernidad si Europa no hubiera sufrido como lo hizo durante la Guerra de los Treinta Años? ¿Se habrían diseminado por Europa las ideas de la Ilustración de no mediar el despliegue continental del Gran Ejército napoleónico? ¿Y qué habría pasado con la independencia de las naciones hispanoamericanas sin las guerras napoleónicas? ¿Se habrían registrado la Primera y la Segunda guerras mundiales si Francia hubiera derrotado a Prusia en 1870? ¿Se habrían insertado laboralmente las mujeres como lo hicieron en Europa y Estados Unidos si no hubieran tenido que reemplazar a sus maridos en las fábricas e industrias durante las dos conflagraciones globales del siglo XX? ¿Habría surgido la contracultura norteamericana en la década de los 60 sin la guerra de Vietnam? ¿Habría habido carrera espacial sin Guerra Fría ni armas nucleares? ¿Estarían en pie las Torres Gemelas si Osama bin Laden no hubiera creado Al Qaeda con los islamistas que conoció en la guerra santa de los mujaidines contra la invasión soviética de Afganistán? ¿Qué pasaría si Saddam Hussein y Muammar Gaddafi siguieran gobernando en Irak y Libia?
Secuestros, romances, poder, creencias religiosas, riqueza y recursos, luchas dinásticas, conquistas, miedo y sospecha, imperialismo, nacionalismo, ideologías, asesinatos, defensa del honor, traiciones y estratagemas de todo tipo han sido causas de conflictos bélicos.
La ubicuidad histórica, geográfica y cultural del fenómeno permite suponer que en la guerra se ponen en juego aspectos cruciales de nuestra esencia. La discusión acerca de si el ser humano está programado para hacer la guerra es antigua, al igual que aquella que se pregunta acerca de los efectos de la vida en común. El “buen salvaje” del optimista Jean Jacques Rousseau se contrapone al “hombre como lobo del hombre” del pesimista Thomas Hobbes. MacMillan se inclina en favor del segundo y declara que “la evidencia arqueológica e histórica apunta firmemente hacia Hobbes, con la guerra como una parte permanente e integral de la experiencia humana”, y que esa inclinación ha condicionado la organización social y política. La configuración estatal del sistema internacional es un resultado directo de los conflictos bélicos. A medida que el Estado fue adquiriendo más poder sobre los ciudadanos, la guerra se convirtió en una herramienta cada vez más utilizada. Como afirmó el sociólogo Charles Tilly, “la guerra hizo al Estado y el Estado hizo la guerra”.
Pese a lo anterior, en Occidente es habitual considerar que el progreso terminará desterrando la guerra. Se estima que, mientras más desarrollada y moderna es una sociedad, exhibe menos propensión a la violencia. Ese optimismo, que hoy es abrazado por intelectuales como el psicólogo evolucionista Steven Pinker, ya ha sido desmentido por la realidad antes. El periodista británico Norman Angell logró fama a principios del siglo XX, cuando aseguró que una nueva guerra entre las grandes potencias era imposible, dada la interdependencia económica entre ellas. “Para 1914, los europeos habían llegado a pensar que la guerra estaba obsoleta, que era algo que solo hacían los pueblos menos civilizados”, apunta MacMillan. Pero cuando las hostilidades estallaron, en agosto de ese año, no solo hubo guerra, sino que fue la peor de todas. Porque es posible el enfrentamiento bélico entre naciones desarrolladas y la guerra moderna es la más destructiva, capaz de segar vidas a una velocidad y en una extensión geográfica nunca antes vistas. De hecho, en la medida en que las sociedades han ganado en complejidad y consolidado su organización política, se han hecho más eficientes para la guerra, pues esta no es otra cosa que “la violencia organizada y con objetivos entre dos o más unidades políticas”, como explica MacMillan.
El hecho de que la guerra esté presente en todas las culturas y a lo largo de la historia humana quizás se debe a que existen múltiples razones que la motivan y nadie tiene el monopolio de ellas. Secuestros, romances, poder, creencias religiosas, riqueza y recursos, luchas dinásticas, conquistas, miedo y sospecha, imperialismo, nacionalismo, ideologías, asesinatos, defensa del honor, traiciones y estratagemas de todo tipo han sido causas de conflictos bélicos. MacMillan las agrupa y escribe que la codicia, la autodefensa y las emociones e ideas “son las parteras de la guerra”. La forma en que se combate está vinculada, a su vez, con los valores, creencias, ideas, geografía e instituciones, es decir, con la cultura de cada sociedad en el sentido más amplio: se pelea (o se deja de pelear) como se vive. Hay sociedades guerreras, como la espartana, la romana o la prusiana, mientras que otras, como la china, aprecian más lo intelectual, artístico y el servicio público. Otro factor decisivo es la tecnología. La incorporación de los metales, el uso del caballo y la introducción de la pólvora provocaron revoluciones en la manera de luchar. Más adelante, la motorización del transporte, la energía nuclear y la informática provocaron nuevas transformaciones. Por último, los cambios sociales y políticos también se relacionan con la manera en que se hace la guerra. Por ejemplo, la formación de ejércitos modernos de carácter nacional, que reemplazaron a las fuerzas mercenarias de antaño, es una consecuencia del Estado nacional como unidad de organización política, mientras que la urbanización provocada por la Revolución Industrial y su necesidad insaciable de mano de obra hizo que el reclutamiento resultara mucho más sencillo y facilitó la creación de ejércitos formidables y disciplinados.
War: How Conflict Shaped Us fue seleccionado por The New York Times como uno de los 10 mejores libros de no ficción de 2020.
Todos estos cambios, explica MacMillan, allanaron el camino para el advenimiento de la ultradestructiva guerra moderna, potencialmente capaz incluso de borrar la vida humana de la faz de la Tierra. Paradójicamente, el progreso abrió la posibilidad de una movilización completa de los recursos materiales y humanos de la sociedad y el Estado para la denominada “guerra total”. El mejor ejemplo es la Segunda Guerra Mundial, durante la cual los beligerantes manufacturaron 286 mil tanques, 557 mil aviones de combate, 11 mil navíos y más de 40 millones de rifles y fusiles. La guerra moderna es industrializada y a escala masiva. Involucra a toda la sociedad y aumenta el control del Estado sobre esta. La consecuencia más sangrienta es que un conflicto así hace borrosa la distinción entre civiles y soldados como blancos legítimos, lo cual provocó un aumento considerable en las bajas y en los niveles de destrucción, así como la imposibilidad de distinguir entre el frente doméstico y el frente de batalla. Como apunta MacMillan, “después de todo, la mujer que hacía las balas en una fábrica era tan parte del esfuerzo bélico como el soldado que las disparaba”. Al mismo tiempo, a partir de la experiencia norteamericana en Vietnam, los gobiernos se han dado cuenta de que les resulta útil filtrar y monitorear las noticias que se generan en el frente de batalla, limitando la libertad de informar. Por último, los esfuerzos de reconstrucción posteriores también tuvieron como efecto un aumento del tamaño e influencia del Estado. Así, con su enorme capacidad destructiva y su concentración de atribuciones en torno al Estado, la guerra moderna ha colaborado para delinear características clave de la sociedad burocrática actual.
Quizás debido a estos efectos, las guerras seducen y se aborrecen a la vez. La manera decisiva en que han ayudado a definir quiénes somos, dónde estamos y cómo vivimos ayuda a explicar la paradojal atención que reciben. “Les tememos, pero también nos sentimos fascinados por ellas”, indica la historiadora. Quizás como ninguna otra actividad, encarnan esa dualidad humana tan característica, capaz del más generoso sacrificio (entregar la vida por los demás) como también de las peores vilezas. Lo mismo ocurre con quienes pelean en las guerras, a quienes admiramos y tememos a la vez, y en muchas ocasiones consideramos héroes o monstruos. La guerra es una moneda de dos caras, donde hay espacio para la miseria y la gloria. Por lo mismo, la historiadora recomienda estudiarla con atención, cuidado y distancia crítica y sin exceso de moralina.
Lo primero que hay que tener en cuenta al hacerlo es que, como escribió el novelista australiano Frederic Manning, “la guerra es peleada por hombres, no por bestias ni por dioses. Es una actividad peculiarmente humana”. Esta constatación básica es a menudo pasada por alto por quienes teorizan y pontifican desde terreno seguro. Porque resulta extremadamente difícil saber qué es una batalla para aquellos que no han tenido la experiencia directa, MacMillan se pregunta si “tenemos alguna esperanza de entender o sentir qué es estar en combate con y contra otros seres humanos. ¿Los olores, sonidos y sensaciones de la pelea, la presencia del miedo y la muerte, la locura que puede invadir a los soldados durante un ataque, el pánico de los derrotados?”. Se trata de un fenómeno extraño que invierte las prioridades: lo que es superfluo, no está permitido o se da por descartado en tiempos de paz puede resultar muy valioso en la guerra, y viceversa. También sorprende que los seres humanos posean una extraordinaria resiliencia, que les permite sobrellevar privaciones y condiciones cuya aceptación resulta impensable en momentos de paz. ¿De dónde viene esa capacidad extraordinaria para soportar lo indecible? La guerra es muerte, pero también sobrevivencia y dignidad. De muchas de ellas solo queda la memoria, que a menudo se mezcla con debates y tendencias políticas contemporáneas, causando polémica a través de monumentos, edificios y museos.
No es raro entonces que la premio Nobel de Literatura Svetlana Alexiévich sostenga que estamos en presencia de “uno de los principales misterios humanos”. Uno que nos acompaña desde siempre y que, con toda probabilidad, seguirá haciéndolo. De poco sirve desear que las guerras se extingan de una vez. MacMillan afirma que eso solo es la expresión de un deseo con poca base en la cruda realidad, porque los factores que históricamente han provocado la guerra continúan estando muy presentes. “Peleamos porque tenemos necesidades, porque queremos proteger lo que nos es querido o porque nos imaginamos construyendo mundos diferentes. Peleamos porque podemos”. Eso hace que siga siendo urgente prestarle atención al fenómeno, estudiarlo y analizarlo en pos de una esquiva comprensión. “Debemos, más que nunca, pensar sobre la guerra”, concluye.
War: How Conflict Shaped Us, Margaret MacMillan, Random House, 2020, 336 páginas, US$21.75.
El filósofo Kwame Anthony Appiah lleva más de tres décadas reflexionando sobre la etnia, el nacionalismo, la religión, el género, la orientación sexual y la cultura. Su propia vida encarna buena parte de las transformaciones que la noción de identidad ha tenido en el último medio siglo en todo el planeta.
Nacido en Londres en 1954, cuando ser un inglés de color no era frecuente y el fish and chips apenas dejaba espacio para el pollotikka masala, proviene de dos familias muy distintas: su padre, Joseph, estaba emparentado con los reyes Ashanti, en Ghana, y la madre venía de una familia aristocrática de izquierda (el papá de ella, Stafford Cripps, fue canciller de Hacienda cuando terminó la II Guerra Mundial, y como tal lideró las políticas del Estado de bienestar británico). Joseph conoció a Peggy cuando ella trabajaba en la Racial Unity —organización que buscaba mejorar las relaciones entre el imperio y sus colonias— y él era un líder del movimiento estudiantil anticolonialista. Como dice Appiah, con ese humor afectuoso que lo distingue, “mi madre predicaba con el ejemplo”.
Pronto la familia se trasladó a Kumasi, Ghana, donde Appiah pasó su infancia en un ambiente de riqueza cultural y tolerancia a distintas tradiciones. Su madre era anglicana y el padre metodista, pero nunca tuvo que optar por una de estas dos confesiones. Es más, incluso le enseñaron que se podía dudar y no por ello renegar de las religiones. De niño, sentía tanta felicidad cuando acudía a la iglesia con su madre como ahora, cuando va a Ghana y visita el santuario familiar con los hombros destapados y aguardiente alemán (Kaiserschnapps), para realizar una ofrenda a sus antepasados.
A los ocho años, después que su padre cayó preso por motivos políticos, Kwame fue enviado de regreso a Inglaterra, donde estudió en Bryanston School y en Clare College, Cambridge. Allí fue el primer africano en obtener un doctorado en filosofía. A partir de ese momento comienza una carrera académica brillante; resumirla aquí sería fatigoso.
Hoy vive junto a su esposo, Henry Finder (director editorial del New Yorker), alternando entre un departamento en Manhattan y una granja del siglo XVIII en Princeton. Como profesor trabaja en la NYU y además escribe regularmente para New York Reviewof Books y la columna Ethicist, en el New York Times, algo así como un consultorio ético que resuelve las dudas de los lectores: ¿qué pasa cuando los amigos de toda la vida se vuelven racistas o tienen prejuicios?, ¿debo controlar que los alumnos hagan trampa en sus exámenes o mejor me desentiendo y que cada cual vea si aprende o no?, ¿puedo vacunarme contra el coronavirus si en mi pueblo las dosis sobran pero aún soy joven?
Si en Cosmopolitismo subraya que el desafío del ser humano es comprender que no hay una forma correcta de vivir para todos y que una buena convivencia tendría que ver con no detenerse en cada diferencia y, sobre todo, con no querer ganar todas las discusiones, en Las mentiras quenos unen la idea central es que las identidades son una construcción cultural y, por ende, debieran ser móviles.
Appiah ha escrito 19 libros, entre los que destacan Cosmopolitismo y Las mentiras que nos unen. No resulta exagerado afirmar que son trabajos imprescindibles para entender este mundo globalizado y cada vez más incierto, en que las identidades se encuentran cuestionadas precisamente porque sus anclajes (el Estado-Nación, la religión, la clase) carecen de la estabilidad que tuvieron en el pasado.
Si en Cosmopolitismo subraya que el desafío del ser humano es comprender que no hay una forma correcta de vivir para todos y que una buena convivencia tendría que ver con no detenerse en cada diferencia y, sobre todo, con no querer ganar todas las discusiones, en Las mentiras quenos unen la idea central es que las identidades son una construcción cultural y, por ende, debieran ser móviles. Las etiquetas pueden cambiar. Más aún, es deseable que cambien. Podrá parecer de sentido común o demasiado políticamente correcto, pero es sorprendente la manera en que nos aferramos a categorías que tienen poco sustento en la realidad: las escrituras religiosas no son inmutables y la nacionalidad es poca cosa en relación con la cultura y la lengua a la hora de darnos un sentido de pertenencia.
Leer su último libro refleja que la etiqueta “occidental” ha significado varias cosas (cristiano, europeo, blanco, racional, tolerante, liberal), si bien el periplo histórico entrega vergonzosos acontecimientos que desmienten lo que no es más que una invención. Pero inventar no es mentir, sino crear. Y en el caso de las identidades, se refiere a relatos que tienen “sabor a verdad”. Por ello, no es que uno pueda hacer lo que se le antoje. Las etiquetas “pertenecen a las comunidades, son una posesión social”, escribe Appiah, quien advierte acerca de los riesgos de creerse la fantasía liberal (todos podemos ser como queramos) y, al mismo tiempo, propicia la permanente negociación de los códigos identitarios.
Gran parte del encanto de este pensador radica en su estilo. Sus artículos sobre Lévi-Strauss, W. E. B. Du Bois o Michel Leiris, así como los perfiles que hace de Italo Svevo o Anton Wilhem Amo son notables, por la capacidad que tiene de entretejer estas vidas con la discusión de conceptos. Lo hace también consigo mismo, al introducir su biografía multicultural en textos que poseen una extraña ligereza y sorprendente amplitud. Para Appiah la escritura podría ser una variante de la conversación, un diálogo abierto en el que solo faltan las certezas y donde, como en el mar, todo se mueve. Sus libros se parecen más a una carta de navegación que sugieren una ruta, sin por ello dejar de mostrar que no hay nada fijo en las relaciones ni en la forma en que vemos al otro.
Si en literatura la versatilidad y el arrojo, sobre todo el arrojo, son o pueden ser valores clave, entonces en el centenario de Alfonso Alcalde habría que partir señalando una deuda de reconocimiento a su inmenso valor. No por lamentarse, sino al contrario, para celebrarlo y verlo como se merece. Como un fuera de serie de la literatura chilena.
Tampoco es que sea un olvidado. Reconocido en su momento por José Donoso, Gonzalo Rojas, Ángel Rama y otros, hay ediciones y reseñas recientes de sus libros y el escritor Cristian Geisse se ha dado a una doble tarea de recuperación, por un lado reeditando y comentando sagazmente su obra, y por otro recogiendo él mismo como autor esa línea de imaginación, humor e imprevisibilidad que irradió Alcalde.
Pero la efeméride –los 100 años de su nacimiento– puede propiciar una revisión y ajuste de miradas que ayude a situarlo en el lugar –más visible, por lo pronto– al que lo hacen merecedor no solo su arrojo y ductilidad como actitud, sino los inigualables libros a los que ese arrojo y esa ductilidad dieron forma. Libros de poesía y prosa (“además de poeta era un excelente prosista”, dijo Bolaño) que, entre otras gracias, sembraron una risa nueva para la literatura chilena; al fin y al cabo se trata, como dijera el propio Alcalde al prologar sus cuentos, “de movilizar esta fortuna del humor que nos cayó en gracia para desdicha de los tontos graves y de los huevones a la vela”.
Nació en Punta Arenas en 1921 y en 1992, pobre y ya casi ciego por un glaucoma, se quitó la vida colgándose con un cinturón, y entre uno y otro hito tuvo cinco esposas y ocho hijos, trabajó en los oficios más peregrinos y vivió en Santiago, Concepción y Coliumo, en la “Galaxia de Tomé”, además de errar por Latinoamérica y pasar seis años de exilio europeo. Durante esa peripecia vital fue el autor de un catálogo de obras sorprendente por su volumen (casi todos sus libros están liberados en Memoria Chilena) y por su intrepidez temática y formal. Pero más allá de eso o, mejor dicho, de la mano de eso, Alcalde sostuvo y proyectó una idea de la literatura.
Una idea que, sin agotarla, podría describirse como la conjugación del espíritu carnavalesco de la cultura popular –con toda su carga de sabiduría, celebración, penuria y desparpajo– y la irreductible melancolía que en la literatura chilena viene desde el poema “Tarde en el hospital”, de Pezoa Véliz, siempre acompañada esta conjunción de proliferantes imágenes de alta intensidad. Todo esto se encarna en escenas como esa donde una mujer vieja y pobre, al morir es provista por los vecinos de zapatos de fútbol para cumplir, aunque sea póstuma y míseramente, su sueño de calzado –pero luego no cabe en el ataúd que le improvisan y debe irse al otro mundo como vivió, apretada y descalza.
Al igual que su admirado Pablo de Rokha, Alcalde se metió de lleno en un proyecto literario desaforado, total, al cual nada o casi nada le es indiferente y donde se permite mezclar no solo peras y manzanas, sino “la belleza y la desesperación de la belleza”. El conjunto de su obra –que él añoraba aglutinar entera en un solo volumen– se lee como una crónica dramática y risueña, donde lo más bajo y lo más elevado de la vida humana, y lo que está entre medio, conforman una trama vibrante y a menudo conmovedora.
En ese afán abarcador, tampoco desdeñó Alcalde replegarse a la condición de recolector o articulador para darles voz a otros, como en sus trabajos de libre traducción de poemas de Hölderlin, Emily Dickinson, Trakl, Dylan Thomas, Karl Kraus, Ezra Pound, Elizabeth Bishop y varios textos aymaras e italianos, o en sus arremetidas como cronista, destacándose en esta veta El club del crimen de la Ciudad Jardín, un “reportaje-documental” sobre los sicópatas de Viña del Mar que publicó entre 1984 y 1985, apenas unos años después de los hechos y de haber vuelto él del exilio. Salió bajo el sello de su propia editorial, El Árbol de la Palabra, y se vendió en quioscos como novela por entregas y como pan caliente.
Evidenciando lo turbio e imbricado del caso, lo que hace ahí Alcalde es un asombroso –y corajudo, habida consideración de las oscuras circunstancias imperantes– montaje de testimonios de sobrevivientes, inculpados, victimarios, familiares, periodistas, siquiatras, peritos y vecinos, además de cronologías, ciclos lunares, dibujos, cifras. Así desmonta esos 10 crímenes que estremecieron al país y cuya resolución judicial –la condena a muerte de dos carabineros involucrados en las violaciones y asesinatos– no parece haber agotado sus implicancias ni responsabilidades. Y eso Alcalde lo deja ver con agudeza. Aunque había publicado una novela en Montevideo en 1969, Puertas adentro, que simula un folletín por entregas, puede considerarse El club del crimen… su gran novela: polifónica, de sentido y desenlace incierto, es un relato del que Álvaro Bisama dijo que “describe un paisaje asfixiado y violento, una suerte de imperio hecho de pánico, con la dictadura de fondo”.
Junto a todo esto y a su trabajo como hombre clave en la editorial Quimantú, donde dirigió la colección “Nosotros los chilenos”, Alcalde creó piezas teatrales descomedidas –una de ellas, La consagraciónde la pobreza, fue llevada a escena en 1995 por Andrés Pérez–, una fotonovela sobre Marilyn Monroe, varios relatos periodísticos y ensayos biográficos sobre Violeta Parra, Allende, Fellini, Pelé, Joan Báez, Nixon, Agustín Lara, Cassius Clay y uno sobre Carlos Droguett, especialmente revelador por las afinidades y porque narra un entrañable encuentro entre ambos en la caleta de Coliumo.
Con todo, es su obra cuentística y poética la que constituye lo más trascendente de su producción literaria, en la cual no falta el erotismo; “lo principal es el roce”, escribió.
En el cuento debutó poco antes de cumplir 50, en 1967, con El auriga Tristán Cardenilla, que refleja sus años trabajando en circos y al que siguió un puñado de libros del que sobresale Las aventuras de El Salustio y El Trúbico, que fue todo un best seller cuando apareció en 1973, poco antes del trágico fin de una era de vitalidad popular que el libro a su manera celebra. Es en sus mejores cuentos donde la creatividad de Alcalde más asombra, donde su destreza e imaginación son más intrépidas, siendo capaz de recordar a Aira y Radrigán, a Ruiz y Gómez Morel y a la vez a nadie, pues es también muy inaudito; es en sus mejores cuentos, en fin, donde su humor se dispara y en ese disparo estalla todo, desde la solemnidad y la beatería que cada tanto tienden a imponerse en Chile en todo orden de cosas, hasta los convencimientos más rígidos. Lo que expone Alcalde, más que una mirada compasiva por seres marginales o perdidos, o una condenatoria hacia tipos ridículos o infames, son los cruces y las relaciones que entre unos y otros se dan, llenos de equívocos, matices y pequeños gestos que a veces son grandes gestas de lo humano.
Todo esto lo hace mediante una escritura que de repente se contrae y se vuelve prístina, otras cuantas se traba y decae –todo hay que decirlo–, pero de pronto se expande y eleva en arrebatos exquisitos y pantagruélicos a la vez y en cuyo despliegue se impone frecuentemente, junto a una cierta ternura, una “luz cruda”, dicho con las palabras de uno de sus cuentos, como si su obra “se tratara de una muestra de la brutalidad y la abnegación humanas”.
Alcalde pone así en escena, un poco a la manera de Manuel Rojas, también de Violeta Parra, con alusiones bíblicas y giros ultra locales, a pescadores y prostitutas, artistas de circo y carpinteros, falsificadores de billetes, policías, rufianes, “reideros, pusilánimes, estupefactos y convictos”, leones que hablan y caballos meditativos, chacales de cantina y todo un espectro de personajes cuya humanidad inmensa y sencilla y contradictoria es, de alguna manera, cifra de la misma humanidad que se encarna en todas partes y en todo tiempo: simplemente la de seres que son arrojados a este mundo un día y otro se van, y entre medio sobreviven como mejor pueden, por lo general a duras penas, trabajando en lo que sea, ingeniándoselas, peleando y compartiendo, despreciando y amando, y se equivocan, conversan y conversan, son tiernos, feroces, inventan y ríen. Y toman como si el mundo se fuera a acabar.
El Alcalde poeta, en cambio, se dio a conocer joven. Pero decir que “se dio a conocer” es una exageración: en 1947 publicó Balada para la ciudadmuerta, un libro breve y excepcional que llevaba un poema-prólogo de Neruda, pero cuyos ejemplares quemaría el autor saliendo de imprenta. El hecho lo comentó Alcalde en estos términos en una entrevista con Soledad Bianchi hacia el final de su vida y que apareció póstumamente en el diario La Época, bajo el elocuente título de “El maldito trabajo de escribir”: “Compré dos chuicos, uno de parafina y otro de vino, hicimos una comidita y, después, puse los 499 ejemplares –me queda uno, te lo voy a mostrar–, y los quemé todos. Neruda se informó, me mandó llamar y muy molesto, me pidió explicaciones, y como no lo convencí, me quitó el saludo, me quitó su amistad, y entonces yo me fui a Concepción”.
Al igual que su admirado Pablo de Rokha, Alcalde se metió de lleno en un proyecto literario desaforado, total, al cual nada o casi nada le es indiferente y donde se permite mezclar no solo peras y manzanas, sino “la belleza y la desesperación de la belleza”. El conjunto de su obra –que él añoraba aglutinar entera en un solo volumen– se lee como una crónica dramática y risueña, donde lo más bajo y lo más elevado de la vida humana, conforman una trama vibrante y a menudo conmovedora.
Fue un momento no destructivo sino germinal; en un acto de lucidez casi temeraria, Alcalde se mandó literal y literariamente a cambiar, es probable que tras reconocer el excesivo influjo del mejor Neruda, el de Residencia en la tierra, con ese aire surrealista de imágenes extremas mezclado con repetidos elementos cotidianos (escobas, sacerdotes, oficinistas, campanas, palomas, piernas y “caballeros solos”), en un fraseo de gerundios y acentos que Alcalde no debe haber sentido del todo suyo.
Lo cierto es que sacó de circulación el libro (que recién fue reeditado en 2018) y luego de 12 años volvió a publicar un breve poemario, Variaciones sobre eltema del amor y la muerte, donde ya mostraba una voz distinta, como lo haría otra docena de años después, en 1969, al sacar de debajo de la manga su obra magna, El panorama ante nosotros. En rigor, lo que publicó fue un libro de 17 cantos y más de 300 páginas que se anunciaba como el primero de los cuatro tomos que constituirían un poema épico mayor sobre Concepción. Esta primera parte de El panorama ante nosotros, llamada El arado de cinco dedos (que es “el que redescubre los muertos / el que deja al aire las osamentas”), fue finalmente lo único que quedó, pues el Golpe truncó los trabajos y los días de Alcalde, y lo que pudiera haber avanzado de lo restante la malicia del tiempo y la milicia de ese tiempo lo destruyeron.
Pero bastó: Alcalde ya había llegado a dar forma a una obra poética vital, que evita encriptarse “en la clave de la clave”, como le dijo a Bianchi, porque a la poesía, sin dejar de lado lo insondable, “hay que cambiarla, hay que renovarla, hay que inyectarle otros elementos”. Y eso hizo.
“Hoy pedí prestado / el sol a mis vecinos. / Una pobre hebra de luz / –les dije– / algo para andar sobre la tierra”: son los primeros versos de El arado decinco dedos, extenso y abrasador (y abrazador) diálogo vecinal que va pasando, como de una casa a otra, del poema breve al larguísimo, de la bienaventuranza a la arenga, de la elegía al humor, de la aventura cotidiana al rito fúnebre.
Por su desmesura y su vuelo, por ir de lo grande a lo grandioso sin desdeñar nimiedades ni chascarros, por conciliar admirablemente llaneza y densidad en el decir, ha de ocupar un lugar ineludible en la poesía chilena, aunque, como dice Geisse, Alcalde “aún se mantiene orgullosamente con la mitad del cuerpo fuera del canon”. Y por último está el hecho simple y definitivo de que entre las páginas de este libro tan irregular como incomparable, aparte de dibujarse los contornos de toda una aldea, hay lo que tiene que haber sí o sí en una gran obra poética, uno, dos, tres, cuatro y más poemas de belleza misteriosa e imperecedera:
¿Quién eres
pregunta el que te conoce
más allá de la piel
ovillándote, indefensa
herida en tu minuciosa entrega
incorporándote al nuevo refugio
de tu rostro
que registra tempestades y hasta el miedo
de vivir y caminar
y descubrir el peligro
pues la sabiduría
se inicia en el abismo donde la vida perece
y el que cae dentro de sí mismo
nunca será denigrado por el deseo
que guardamos para el tiempo de la vejez.
De Alfonso Alcalde se podría decir lo que él dijo de Violeta Parra: “Se quedó dormida sobre el sueño sangriento de su sinfonía folclórica inconclusa”. Que a 100 años de su nacimiento y casi 30 de su muerte sean entonces los lectores quienes reaviven el sentido abierto de los mejores textos de su sinfonía para que así sean, lectores y textos, lo que sus personajes, con sus penas y alegrías, sus miserias y dignidades, en el fondo y pese a todo siempre son o quieren ser, “viajeros en tránsito dichoso”.
Balada para la ciudad muerta, Ediciones Biblioteca Nacional, 2018, 70 páginas.
El arado de cinco dedos y otros textos, Das Kapital Ediciones, 2015, 640 páginas.
Tanto o más que una vibrante historia cultural del Viejo Mundo en el siglo XIX, Los europeos es una mirada portentosa a la manera en que el mundo de la cultura –de pintores a escritores, de traductores a impresores, de agentes o publicistas a cantantes líricos, de músicos a empresarios teatrales– se trepó a la locomotora del capitalismo de esos años, para sentar las bases de la primera gran globalización del gusto y la sensibilidad occidental. Ese proceso, amparado en la expansión del ferrocarril, pues son las vías férreas el factor que lo gatilla, fue frenético y tuvo caracteres no menos épicos que la propia conquista del Oeste que estaba teniendo lugar en América del Norte. No es que la cultura se haya limitado a expandirse. Lo que ocurrió en realidad es que hizo sonar las trompetas de la liberación, después de haber estado sometida por siglos al magisterio de la Iglesia y al mecenazgo de los príncipes y la nobleza. En adelante, daría lo mismo lo que el clero y la aristocracia opinaran. Ahora sonará irónico decirlo así, pero en ese momento el control pasaba a la gente y al mercado. Bienvenidos, entonces, a la libertad.
Los europeos es también el estudio biográfico de tres figuras seculares. La primera es la de la cantante lírica Pauline Viardot, Paulina García en sus días de soltera, hija de un exitoso tenor y empresario español del bel canto. La segunda es la de su marido, Louis Viardot, también empresario del rubro, hombre bastante mayor que ella, republicano intransigente y de ideas próximas incluso al socialismo, que desde luego estuvo en la lista negra en los tiempos del Segundo Imperio de Luis Napoleón. Y la tercera –que es la que nos ocupa principalmente acá– es la del novelista ruso Iván Turguénev, hijo de un gran terrateniente que había servido en el ejército del zar y que murió cuando él era un adolescente. De ahí en adelante el hogar quedó a cargo de su madre viuda, una mujer dura y hasta tiránica, que fue un factor importante en la decisión del escritor de alejarse pronto de casa y de terminar viviendo mucho más en Francia y Alemania que en su propia patria. Artista de sólida formación académica en las universidades de Moscú, Berlín y San Petersburgo (tuvo incluso un doctorado honoris causa en derecho de la Universidad de Oxford), Turguénev fue posiblemente el más europeizante escritor ruso del siglo XIX. Hombre urbano, de resueltas convicciones liberales y muy ajeno a las anacrónicas prácticas del mundo rural ruso, una de sus primeras obras, Relatosde un cazador, jugó un rol importante en la abolición de las servidumbres que mantenían a buena parte del campesinado en condición esclava. Si Los europeos sigue su vida de cerca es porque fue un agente muy temprano de globalización, porque tuvo una vida sentimental complicada y porque toda su vida fue amante de Pauline Viardot. La quiso con locura. Fue un amante platónico, quizás no tan platónico, sempiterno a no dudarlo, incondicional de todas maneras, constante, por supuesto, absorbido y absorbente, da lo mismo el adjetivo que se le coloque. Amante con mayúsculas, sin más. La suya con la Viardot fue una relación tan fuerte como misteriosa. Tan moderna como reprimida. Tan explícita como cuidada en sus apariencias. Tan expuesta al qué dirán como jugada a la majestad de los códigos del gran mundo, porque de hecho se movían en el sector más rico, exitoso y distinguido de la sociedad. Tan consentida por los tres como instalada en el lujo, la frivolidad y el esplendor del paisaje social del siglo.
Orlando Figes es un notable historiador de la cultura. Su libro en cierto modo repite la proeza de Elbaile de Natasha, la obra en que a partir de una escena de La guerra y la paz, intenta identificar algunas de las tensiones y tendencias divergentes que operaban en la cultura rusa desde mediados del siglo XIX y hasta bien entrado el desarrollo de las vanguardias artísticas que acompañarían los primeros momentos de la Revolución de Octubre. No es casualidad que Turguénev sea un escritor muy asociado a esas contradicciones. Él perfectamente podría haber acudido como invitado a esa fiesta (aunque a Tolstói no le hubiera gustado, puesto que incluso lo llegó a desafiar a duelo, aunque años después se disculpó y terminaron respetándose). Pero Turguénev habría hecho ahí un gran papel, desplegando su encanto, su reconocida simpatía, su indudable apostura de gigantón aristocrático, su aplomo cultural, su señorial dominio del alemán, el francés y el inglés y, en fin, sus fuertes conexiones con la Europa progresista, civilizada y liberal, que a juicio suyo encarnaba el mejor modelo que su patria podía seguir.
En un momento en que la sociedad rusa comenzaba a liberarse en cosa de años de los milenarios cepos que la habían mantenido atada a estructuras feudales, Turguénev, incluso sin quererlo, se transformó en el escritor emblema de las transformaciones en curso. No es lo que se había propuesto y tampoco era el rol que había querido para sí. Al revés. Costaría encontrar en la Rusia de esos años un escritor con menos programa y menos doctrina que él.
En un momento en que la sociedad rusa comenzaba a liberarse en cosa de años de los milenarios cepos que la habían mantenido atada a estructuras feudales, Turguénev, incluso sin quererlo, se transformó en el escritor emblema de las transformaciones en curso. No es lo que se había propuesto y tampoco era el rol que había querido para sí. Al revés. Costaría encontrar en la Rusia de esos años un escritor con menos programa y menos doctrina que él. Aunque siempre fue muy consciente de la responsabilidad social del escritor, y nunca se contó entre los prosélitos del arte por el arte (entre otras razones, por su larga amistad con el crítico Grigorievich Belinski, matriculado con la figura del escritor comprometido, por decirlo así), sentía profunda aversión hacia la figura del artista como misionero, como pedagogo, como redentor social. Lo curioso es que sin haberse prestado jamás para esas mistificaciones, quedó más expuesto que nadie a la crítica y a la descalificación tanto de conservadores como de revolucionarios, tanto de eslavófilos como de pensadores europeizantes. Isaiah Berlin dice que, por lejos Turguénev, completamente al margen tanto del mesianismo cristiano y arcaico de Dostoievski como del aislacionismo utópico de Tolstói, cuyo pensamiento reivindicaba con nostalgia la antigua comuna campesina rusa, fue el escritor más polémico de su época. Nadie recibió tantos ataques como él, porque sí y porque no. Fue el costo que pagó por hacer literatura, no propaganda, por no fundar una escuela ni una secta, por dibujar personajes complejos y al margen de todo prejuicio, por tocar con objetividad temas que incluso en lo personal le eran ingratos y por componer enormes retablos de la sociedad rusa de los cuales él era el primero en quedar excluido. Rusia avanzaba en esos años a un conflicto que no iba a dejar espacio para la moderación y la racionalidad. El drama de Turguénev es el de todo artista atrapado en sus matices y reservas al interior de una sociedad polarizada, en la que solo encontrarían cabida las posiciones binarias.
***
La novela Padres e hijos es reveladora al respecto. Concebida en la misma cocina de la novela realista francesa, de la cual Balzac y su buen amigo Gustave Flaubert fueron sus exponentes más excelsos, en este libro Turguénev se propuso dar cuenta de la profunda brecha generacional que estaba advirtiendo en su patria. Para él estaba claro que no era solo un asunto de edad. Era una cuestión de valores, de creencias, de prioridades de vida. Padres e hijos es la primera novela rusa que le pone cara, cuerpo y consistencia moral al nihilismo de una juventud hija de una burguesía incipiente que, habiéndose educado en las universidades tradicionales, egresa de ellas con el bicho de la curiosidad positivista en la sangre y con un resuelto desprecio al mundo autocrático, que en la Rusia de entonces ya comenzaba a agonizar.
El protagonista, Arcadi, invita a su amigo Bazárov a pasar unos días en casa de su padre al comienzo de las vacaciones. El huésped ejerce una gran influencia intelectual sobre el joven y llega a la casa de Nikolai Kirsanov, terrateniente no muy exitoso en la administración de sus campos, en una actitud que revela rechazo a los antiguos modos de vida imperantes en esa casa. Aparte del papá de Arcadi, Nikolai, que ha tenido un hijo con una criada, está el hermano de este, Pável, un militar retirado, de modales refinados y pretensiones aristocráticas. Bazárov no tarda en enfrentarlo con planteamientos desafiantes y actitudes hostiles. Bazárov, que estudia medicina y ocupa sus días en el campo diseccionando ranas, descree no solo de la legitimidad de la tradición sino también de la especulación filosófica, de la poesía, del arte y la religión. Cree que todo eso no son sino supercherías para mantener el inmovilismo social y que no hay otras verdades que las de las ciencias experimentales. Su nihilismo es definitivo y profundo. Como buen misántropo, Bazárov ni siquiera es un agitador social; sabe que el pueblo puede ser tan bruto como los aristócratas que lo mantienen sometido y su opción es destruirlo y quemarlo todo. Ese orden social, a juicio suyo, ya no da para más. Su amigo lo escucha con unción y cuando el tío de Arcadi lo interroga indignado, para saber qué sociedad alternativa quiere él construir en su reemplazo, se limita a decirle que eso no le compete a él ni a su generación. Ya vendrán otros que quieran construir algo. De momento lo importante es odiar, destruir, limpiar, purificar.
Turguénev no siempre se ubicó en el lado ganador de la vida. Fue un amante contrariado, un ciudadano incómodo en su patria, un artista desarraigado en París, en Baden-Baden o en Berlín. Fue también un artista pesimista, que estudió como nadie la dignidad del fracaso sentimental.
No obstante ser un personaje enormemente conflictivo y sectario (se cree que Turguénev se inspiró en Bakunin, de quien fue amigo en París), Bazárov se come buena parte de la novela. En relación con el suyo, todos los demás caracteres son débiles, blandos, incautos o decadentes. Incluso Arcadi, el protagonista, que se deja arrastrar como borrego por su discurso. Al otro lado, el tío Pável llega a ser casi patético, con sus modales seductores, con sus viejos códigos de honor y sus descolocados arrebatos por el liberalismo británico que dice suscribir, a pesar de vivir en una sociedad arcaica y bien bárbara.
Adusto, atormentado y sin una gota de humor, Bazárov ciertamente no es un tipo agradable. Cree sabérselas todas. Pero vivirá una suerte de hechizo el día que conoce a una joven viuda y esa experiencia lo transportará dolorosamente a zonas de la existencia que no se definen únicamente por las leyes de la química ni por las verdades que le muestran los microscopios. Desde luego, es una experiencia que lo descompensa y que lo humaniza. El mundo conservador juzgó que Turguénev lo había subsidiado y favorecido. El novelista asegura que nunca fue esa su intención. Pero así quedó instalada su preferencia, no obstante que, al otro lado, el progresismo viera en el personaje una caricatura malintencionada de los sectores que estaban a favor de los cambios sociales. Palos porque se quedó corto y palos porque fue demasiado lejos.
No es ni la primera ni la última vez que un personaje se sale de madre. Suele ocurrirles a los grandes escritores. ¡Oh, Shylock; oh, Emma Bovary; oh, el doctor Charles Swann! Padres e hijos es una novela que a pesar de sus años, mantiene una tremenda fuerza narrativa. Entretiene, emociona, convence. A veces, no obstante que en tres o cuatro ocasiones Turguénev le habla directamente al lector con recursos obsoletos (por ejemplo, “Arcadi le contó la historia de su tío. Y el lector la tendrá en el próximo capítulo”), parece un libro escrito hace muy poco. Vaya que es notable, porque revela una comprensión muy profunda de la Rusia de entonces y también de las complejidades de la vida. La última parte del relato, la de los amores que se prenden o se apagan, la de oportunidades que la vida un día abrió y al otro cerró sin mayor explicación, la de ilusiones que el tiempo se tragó, remite a lo que mejor supo hacer la novela clásica europea. Son temas en los cuales, por lo demás, Turguénev no siempre se ubicó en el lado ganador de la vida. Fue un amante contrariado, un ciudadano incómodo en su patria, un artista desarraigado en París, en Baden-Baden o en Berlín. Fue también un artista pesimista, que estudió como nadie la dignidad del fracaso sentimental. Al final eso, y no su ideología, es lo que redime a Bazárov. Es también lo que salva del ridículo a Pável, porque sabemos que dejó atrás un gran amor contrariado. Y es una de las tantas razones por las cuales su novela Primer amor alcanza los incomparables niveles de emoción que tiene.
Por lo menos en eso, el siglo XIX tuvo las cosas más claras que el nuestro. La vida en sí, como lo sabía Ortega y Gasset, casi siempre es un naufragio.
Los europeos, Orlando Figues, Taurus, 2020, 672 páginas, $38.500.
Padres e hijos, Iván Turguénev, Cátedra, 2004, 312 páginas, $26.890.
¿De qué escribe un escritor? Quizá sea la pregunta central frente al fenómeno narrativo. Y de ella surgen otras: ¿sabe con certeza el autor de qué escribe? ¿Lo que cree que escribe coincide con lo que realmente escribe? ¿Qué sucede cuando cree que escribe una cosa, pero hace otra?
En el caso de Javier Cercas, se podría decir que escribe sobre cómo se arma un relato (que es distinto a escribirlo). Bucea en aquello que recordamos y olvidamos de una historia, un proceso imposible y solitario, como la misma escritura. La meta, llegar a una certidumbre, se aleja cada vez más, pero hay que intentarlo, parece decir.
No es solo una cosa formal. Al mismo tiempo que indaga en el proceso narrativo, el autor español se pregunta sobre los límites morales de ciertos actos. En otras palabras, en sus novelas siempre hay una pregunta acerca de la arquitectura del relato (qué tan firmes son las bases de una verdad) y otra sobre las fracturas internas de los personajes (cómo se corrompen o componen en momentos claves).
Sea el protagonista el presidente del gobierno de España (Anatomía de un instante), un treintañero enganchado a un viejo amor (El vientre de la ballena) o un detective que lee novelas francesas (Terra Alta), en el relato siempre hay algo que se nos escapa del cuadro. Queda la duda de si las cosas fueron así y aun cuando el narrador tiene punto de vista (una cualidad importante de los libros de Cercas), este se desvanece en la imagen gris que se pinta.
Su último libro no escapa a esta marca. Se llama Independencia y usa el proceso catalán como telón de fondo de una historia de corrupción y venganza. Al igual que en Terra Alta, su anterior novela, el protagonista es Melchor Marín, hijo de una prostituta asesinada y exdelincuente juvenil convertido en detective. Alguien que carga con la sombra del héroe, gracias a que resolvió un peligrosísimo caso de terrorismo.
Su nueva misión está llena de lados opacos: la alcaldesa de Barcelona está siendo chantajeada con videos sexuales que grabó en su juventud. De ahí sigue una trama que desnuda los vicios de la transición española, la corrupción galopante que no distingue izquierda ni derecha y esa debacle moral anidada en algunos acuerdos turbios entre ricos franquistas y socialistas ávidos. En vez de izquierdismo hay arribismo, otro pecado de juventud de la democracia pos Franco. Y sobre todo, hay soledad.
¿Cuáles han sido tus modelos para esta novela policial? Te pregunto porque no sé si has visto Bosch… Es una serie excelente que está en Amazon Prime, basada en el personaje de Michael Connelly, un escritor de novelas de detectives. No la he visto…
Lo divertido es que… Ah, Bosch, sí Bosch. Sí, sí… de Michael Connelly.
Sucede que el personaje es un detective cuya madre era prostituta y fue asesinada. Joder, como Melchor Marín (risas).
Claro. ¿Pero lo conocías? Yo he leído una novela de Connelly, tampoco me entusiasmó mucho, pero el personaje, no… no recuerdo que su madre fuera prostituta y la asesinaran.
Yo llegué aquí en parte por la necesidad de renovarme. Cuando terminé El monarca de las sombras, el libro anterior a Terra Alta, sentí que ahí había terminado algo que había empezado en Soldados de Salamina, muchos años antes. Sentí que no debía continuar por el mismo camino, porque corría este riesgo que puede correr un escritor a determinada altura de su trayectoria, que es el riesgo de repetirse, si las cosas le han ido bien; de convertirse en un mero imitador de sí mismo.
Bueno, en el fondo, quería saber cuáles fueron tus inspiraciones para Independencia. ¿Crees que es un libro de género? Mira. Si tú me dices que esto es una novela negra, me parece bien… Borges decía que todas las novelas son novelas policiales y a mí eso me gusta mucho. En todo caso, en todas mis novelas y en todas las novelas que a mí me gustan, siempre ha habido de algún modo un enigma y alguien que quiere resolver el enigma, y esa es la esencia del género policial. Es verdad que aquí hay un policía que es protagonista, pero, créeme, yo no me propuse, ni siquiera cuando escribí Terra Alta, escribir una novela policial. De hecho, Melchor Marín al principio no era policía. En las primeras versiones era un tipo lleno de furia y lleno de dolor, al que le pasaban una serie de cosas, pero solo bien avanzada la primera redacción me di cuenta de que iba a ser policía, de que debía ser policía, Terra Alta e Independencia giran en torno a la venganza, a la justicia, etc., entonces, claro, eso me llevó a que fuera un policía. Ya te avanzo que en el tercer volumen no va a ser policía.
¿Va a ser bibliotecario? ¡Bravo! (se ríe). Pero déjame decirte, volviendo a tu pregunta: quien crea que la novela policial es un género menor, no sabe lo que es la literatura. Porque en literatura no existen géneros mayores o menores, existen formas mejores o peores de usar los géneros; es decir, la tragedia o la comedia tienen a Shakespeare, pero también tienen a un montón de escritores mediocres. Del mismo modo, eso que se llama relato policial, tiene a Edgar Allan Poe, a Borges o a Winslow, como tiene autores mediocres. Entonces, lo único que hay son novelas buenas y malas. Yo no me propuse un día “voy a escribir una novela negra”, simplemente salió así, de una manera absolutamente natural. Y celebro que haya sido así, yo he encontrado un territorio nuevo en este nuevo ciclo narrativo, que a mí me hace muy feliz.
¿Cómo te diste cuenta de que habías terminado una etapa y empezado otra? Yo llegué aquí en parte por la necesidad de renovarme. Cuando terminé El monarca de las sombras, el libro anterior a Terra Alta, sentí que ahí había terminado algo que había empezado en Soldados de Salamina, muchos años antes. Sentí que no debía continuar por el mismo camino, porque corría este riesgo que puede correr un escritor a determinada altura de su trayectoria, que es el riesgo de repetirse, si las cosas le han ido bien; de convertirse en un mero imitador de sí mismo. En ese momento un escritor está muerto.
Imagino que algunos escritores o críticos habrán dicho: “Javier Cercas se vendió, quería ganarse el premio Planeta”. ¿Te han dicho eso? Sí, claro. Por supuesto. En el medio literario eso es lo normal. O sea, está instalada la idea de que yo he escrito novelas para ganar el premio Planeta. ¡Lo cual es absurdo!
¿Piensas que tener éxito se ve con sospecha entre los escritores? Hay una cosa que es muy curiosa… quizás la principal superstición literaria de nuestro tiempo, o una de las principales, es esa que dice que la buena literatura es solo una literatura de catacumbas, secreta, minoritaria. Esa es una superstición que tiene un siglo y medio de existencia. Es decir, ese libro que se llama Don Quijote de la Mancha, que es la mejor novela que existe, la gente cree que es un libro que está escrito para los catedráticos de Oxford o de la UDP. Y en realidad era un libro enormemente popular, o sea, lo leía todo el mundo, hasta los analfabetos sabían quién era Don Quijote y Sancho Panza. Shakespeare fue un escritor extraordinariamente popular, los grandes novelistas del siglo XIX, como Víctor Hugo, Tolstói, Dickens, eran enormemente populares. También los poetas… Alguien ha dicho que Lord Byron era tan famoso como hoy Paul McCartney. No estoy diciendo con esto que la buena literatura es solo la literatura popular, sería una estupidez tan necia como la contraria. Lo que estoy diciendo es que, primero, ser popular no es malo; y segundo y más importante: lo mejor que le puede ocurrir a la literatura, a la novela en particular, es que vuelva a ser popular. Que vuelva a ser relevante, que diga cosas importantes a la gente. Entonces, sí, yo entiendo que la reacción del mundo literario sea esa, pero me da lo mismo.
¿Por qué dices que esta farsa dura un siglo y medio? Esto empieza en la segunda mitad del siglo XIX… piensa en Baudelaire, por ejemplo, o en Flaubert, al final. Los autores del simbolismo sienten que ante una sociedad mercantilizada, burguesa, que únicamente se preocupa por el dinero, hay que rebelarse y aspiran a un arte minoritario, secreto. Y empiezan a decir otra superstición de nuestra época: que el arte no es útil.
¿Sirve para algo? Por supuesto que es útil… Es útil siempre y cuando no se proponga ser útil. En el momento que se propone ser útil se convierte en propaganda pedagógica, deja de ser literatura y deja de ser útil. ¡Pero, cómo no va a ser útil la literatura, Dios mío! Es placer y también es conocimiento. ¿Y hay algo más útil que el placer y el conocimiento?
En esta novela, en algún momento sucede un acto de venganza radical, impresionante… ¿Crees que el fin justifica los medios? Eso que dices es exacto. O sea, ese es el corazón de la novela. Para mí escribir una novela consiste en formular una pregunta compleja, de la manera más compleja posible. Y además no contestar esa pregunta, o no contestarla de una manera unívoca, taxativa, sino siempre ambigua, contradictoria, poliédrica. Entonces, la pregunta central de esta novela es la que tú mencionas. Yo podría formularla así: ¿es legítima la venganza cuando la justicia no hace justicia?
¿Terra Alta e Independencia forman parte de una serie mayor sobre la venganza, el poder y el dinero? Independencia es un libro autónomo, se puede leer sin haber leído Terra Alta, pero también forma parte de un ciclo más amplio, que tendrá cuatro o cinco novelas, todas ellas independientes, formando un ciclo narrativo protagonizado por Melchor Marín. Como decía, esa es la pregunta central: ¿es legítima la venganza cuando la justicia no hace justicia? Y la respuesta a esa pregunta, tú respuesta, mi respuesta, la respuesta de todo el mundo civilizado es: “no”, por supuesto. El fin no justifica los medios, la venganza nunca es legítima… Como dice un policía en Terra Alta: quien no respeta las formas de la justicia, no respeta la justicia. Bien, esa es nuestra respuesta en la vida cotidiana, en la vida real, pero la ficción funciona de una manera distinta. Es decir, la literatura es antes que nada un placer, como el sexo, pero también es una forma de conocimiento, igual que el sexo. Por eso cuando alguien me dice que no le gusta leer, lo único que se me ocurre es darle el pésame o acompañar el sentimiento, porque no sabe de lo que se está perdiendo.
¿Y cuál es la forma de conocimiento de la literatura? Precisamente esa. Lo que hace la literatura es poner en cuestión nuestras certezas más arraigadas… la forma de conocimiento consiste en sacarnos de nuestras casillas. En obligarnos a empatizar, como se dice ahora (en España). Es el verbo de moda.
Me declaro un votante de izquierdas. Y no entiendo que la izquierda pueda ser nacionalista. La izquierda es internacionalista por definición. El nacionalismo fue revolucionario a principios del siglo XIX, pero en el siglo XX se convirtió en una idea no de libertad, sino de esclavitud. Entonces, estoy muy lejos del proceso independentista.
En Chile también. Empatizar con actitudes, con hechos, con personas, con ideologías que no son las nuestras o que incluso nos repelen. La literatura trata de sacar de nosotros mismos eso que Georges Bataille llamaba “la parte maldita”. Es decir, los seres humanos no somos ángeles. Yo en mi vida cotidiana, como tú, intento ser razonable, por lo menos razonablemente razonable, pero no soy un ángel, y dentro de mí llevo, como tú, como todo el mundo, dolor, furia, deseos de venganza, etc., etc. Y eso no podemos sacarlo a la vida cotidiana, porque si lo sacásemos, aparece el monstruo… Pero esa bestia, esa parte maldita, tiene su lugar en la literatura.
En otro aspecto, la novela transcurre en un tiempo cercano (quizá 2022) cuando ya no existe la pandemia. ¿Eres optimista, en cierta forma? Te pregunto porque quizás el coronavirus va a durar mucho más tiempo. Bueno, déjame decirte antes que nada que yo no soy optimista, ni tampoco soy futurólogo, pero te aseguro una cosa. En el año 2025 nadie hablará del coronavirus. ¿Sabes por qué lo sé?
No. ¿Porque tienes capacidades mentales? (Risas) Me encantaría. No. Lo sé porque conozco la historia.
Pero muchas pestes han durado cinco o más años… No. Duran mucho menos. Mira, creemos que estamos viviendo una situación excepcional, pero no estamos viviendo una situación excepcional, la historia de la humanidad es la historia de las pandemias. No somos los primeros, lo raro es no vivir una pandemia en tu vida. Eso es lo raro. Ha habido muchas en el siglo XX, lo que pasa es que se nos olvidan. Piensa en la última bestial: la gripe española, que mató a más de 50 millones de personas. O muchas más. No sabemos cuántas. Bueno, en el año 1925 nadie hablaba de la gripe española, nadie, dime una sola novela que transcurra o una obra de teatro o un poema que transcurra en el año 1925 y que hable de la gripe española.
¿Y cómo has vivido esta crisis personalmente? Yo lo resumiría en una sola frase: si no fuera una catástrofe colectiva, hubiera sido una bendición personal.
¿En serio? Esa es la verdad. Porque obviamente es una catástrofe colectiva de dimensiones descomunales y las consecuencias ya veremos cuáles son, porque todavía no lo sabemos… pero, yo la he vivido muy bien. Porque estaba aquí en mi casa, con mi mujer, con mi hijo, encerrado y dedicándome a lo que me gusta: o sea, a leer, a escribir, ver películas y pensar en las musarañas: eso es lo que hacemos los escritores. Además, me he ahorrado un montón de viajes y he escrito muchísimo.
La novela se llama Independencia y habla mucho de la corrupción y de las mentiras que hay sobre el proceso catalán… ¿Tú votaste a favor o en contra de la independencia? No voté ni a favor ni en contra. Aquello no fue un plebiscito. Aquello fue una fiesta que organizaron los independentistas.
¿Pero tú votaste? ¡No! Era para ellos solos.
Entiendo, pero, ¿estás a favor de la independencia de Cataluña? Yo soy dependentista… Me declaro un votante de izquierdas. Y no entiendo que la izquierda pueda ser nacionalista. La izquierda es internacionalista por definición. El nacionalismo fue revolucionario a principios del siglo XIX, pero en el siglo XX se convirtió en una idea no de libertad, sino de esclavitud. Entonces, estoy muy lejos del proceso independentista. Yo, al contrario, creo que cuanto más dependamos los seres humanos los unos de los otros, mucho mejor para todos. Esta no es una novela política, pero sí hay una lectura política de ella.
¿Y por qué se titula Independencia? Para que me lo pregunte todo el mundo. Me encantan estos títulos… La palabra independencia tiene muchos sentidos, es muy polisémica, muy equívoca.… Shakespeare está lleno de este tipo de títulos que no sabemos muy bien lo que significan. Umberto Eco decía una cosa preciosa: el mejor título de la literatura universal son los tres mosqueteros, ¿sabes por qué?
¿Por qué? Porque eran cuatro. Y además el más importante es el cuarto.
Martín Fierro, el poema fundacional argentino, dedica un par de frases a la China, su mujer. No alcanza ni a dibujarla: ella desaparece de la historia cuando Martín Fierro abandona su hacienda para ir a despejar tierras (matando a sus habitantes originarios) obligado por el coronel. Es el fin de la gauchesca, el momento en que el gaucho deja de pelear las grandes guerras —de independencia, civiles— y termina trabajando gratis para el ejército y, finalmente, para los grandes latifundistas que convertirán las llanuras luminosas en plantaciones infinitas de trigo y soya, en gigantescos corrales de ganado. Martín Fierro termina solo y triste, derrotado.
En esto pensaba Gabriela Cabezón en 2013, durante una residencia de escritura en la Universidad de Berkeley, en California. Y claro, es difícil entristecerse con el destino de Martín Fierro cuando se está en un sitio luminoso, con ardillas, sequoias, pinot noir y todos los gastos pagados. Como diría Cabezón: chocha, como Heidi. Mientras dictaba un taller de escritura creativa en la universidad se había detenido en la gauchesca, ese género singular que se tomó el siglo XIX argentino. Cabezón pensaba en cómo en esa época todo estaba aún en construcción. Y entonces pensó en qué hubiera pasado si su país hubiese tomado otro camino. El de la China de Martín Fierro, la China Iron como la llamó.
Las aventuras de la China Iron imagina la historia de esa mujer, casi una niña, que un día parte en la carreta de una escocesa a buscar unas tierras prometidas. Todo en el camino es nuevo y salvaje, una especie de Arcadia que Gabriela Cabezón describe de maneras que también parecen recién estrenadas y que al mismo tiempo remiten a la literatura clásica y al medievo, como si todo eso fuera posible. Pensó la autora: qué divertido contar todo esto desde el punto de vista de una mujer, lo bella que fue la llanura antes de que la transformaran en factoría de soya.
La novela fue finalista del Booker Prize en su traducción al inglés por Fiona Mackintosh y Iona Macintyre (es justo reconocerlas: al leer la versión en español es imposible no preguntarse cómo se dicen esas frases en otro idioma) para la editorial Charco Press, que ya le había publicado su primera novela, Lavirgen cabeza, como Slum virgin. “Maravillosa reelaboración feminista y queer de un mito fundacional americano”, dijo el jurado del Booker Prize sobre Las aventurasde la China Iron. En palabras de Cabezón, “hay una posición política tomada con mucha alegría, con mucha liviandad”. La China y la escocesa se enamoran, la China se viste con ropas de señorito europeo, Martín Fierro se entrega a la vida plácida de una tribu, deja fluir su erotismo y se confunde con la selva, muy cerca del calor ecuatorial.
Y como Las aventuras de la China Iron, La virgen cabeza es un delirio nacido de un qué-tal-si: la historia de una periodista con vocación de escritora, la Qüity, que llega a una villa miseria en busca de Cleopatra, una travesti que habla con la Virgen, y termina sumergida en la vida villera. Contada a dos voces, la narración incluye referencias a La Ilíada y La Odisea, a Petrarca y a la cumbia.
Era una mezcla de lo que la autora había estado leyendo todos esos años: jarcha, romancero español, literatura medieval, Petrarca, el Renacimiento, “todo empezaba a entrar en la novela de una manera o de otra por puro amor”, dice ella. “La novela tiene una estructura semejante a La Odisea porque amo ese libro, es un acto de amor, muchos actos de amor todos juntos”.
Gabriela Cabezón sigue escribiendo. Ahora está prendada de la Monja Alférez, la mujer que se escapó de un convento en España para venir a América vestida de soldado, combatir en una guerra y recorrer el cono sur.
Gabriela Cabezón escribió La virgen cabeza en los ratos libres que le dejaba su trabajo como diagramadora del diario argentino Clarín. Había estudiado literatura en la Universidad de Buenos Aires y luego se pasó años ganándose la vida en cualquier cosa, hasta que, a los 26, encontró este empleo en el periódico y no lo soltó más. Después logró pasarse al lado de los redactores y así colaboró por un tiempo en la sección de cultura. Publicaba también relatos cortos en revistas. Uno de ellos salió en la antología Una terraza propia: se llamó “La hermana Cleopatra”, y era el germen de la santa travesti que protagoniza La virgen cabeza.
Ahora se dedica a escribir. Dice que es un asunto curioso: que una generación de hijos e hijas de obreros sienta que puede dedicarse a escribir.
Cuentos de terror
Gabriela Cabezón tiene una novela breve llamada Le viste la cara a Dios, publicada por primera vez en 2011, por una editorial digital española (sigueleyendo.es) y que el año pasado lanzó en Chile Los Libros de la Mujer Rota. Cuenta que llegó a ese libro por encargo de una amiga que quería reversionar cuentos clásicos infantiles y que a ella le pareció lo más aburrido del mundo: la historia de una mujer que no hace nada más que estar tirada en su cama. Luego empezó a darle vueltas a la idea del encierro, la cama, no poder despertar, y pensó en la trata de personas. Pensó, en especial, en Marita Verón, secuestrada en San Miguel de Tucumán en 2002, a los 23 años, enviada a varios prostíbulos donde más de un centenar de testigos dicen haberla visto trabajando drogada y vigilada, hasta que se le perdió la pista. Y luego Gabriela Cabezón se imaginó a su protagonista, que se llama Beya: se imaginó la tortura y el abuso, el dolor inaguantable y la sensación de desdoblarse, de verse desde fuera y desde muy lejos, desde arriba, donde nada te toca. Flashear que estás con Dios, como dice la autora, hablarte a ti misma y hablarle a un tú que es ella y es quien lee. Y no bancarse estar secuestrada: imaginar el escape.
En otra nouvelle, Romance de la negrarubia, la protagonista es una poeta que llega por casualidad a un edificio tomado por artistas y termina quemándose para evitar que la policía los desaloje. Ella sobrevive y, cuando regresa, descubre que la gente la escucha y la sigue: su inmolación le ha conferido una extraña superioridad. La escritora también tomó aquí detalles de un caso real, el de Rubén Arias, quien en 2001 se quemó para impedir el desalojo de viviendas sociales en Argentina. “A diferencia de Rubén, Gabi sobrevive y renace como origen: se transforma en ‘el sacrificio fundante’, un cuerpo deforme y monstruoso capaz de negociar con el poder —y ser parte de él—, emblema de la lucha popular y también obra de arte, expuesta en la Bienal de Venecia”, escribió la poeta y editora Julieta Marchant.
Los críticos han llamado a los tres primeros libros de Cabezón “la trilogía oscura”, pero a ella no le calza ese rótulo, ni tampoco el comentario de Martín Kohan sobre su literatura de seres marginales. No le acomoda porque no cree que sus personajes sean marginales: Gabi, la chica que se quema, podría ser ella en el lugar equivocado. Lo mismo Qüity, la periodista en busca de una crónica que la haga famosa. Qué decir de Beya, la secuestrada. Cualquiera puede estar en cualquier parte. Cualquiera puede tener cualquier vida. Una idea terrible y a la vez liberadora.
Animales salvajes
Gabriela Cabezón sigue escribiendo. Ahora está prendada de la Monja Alférez, la mujer que se escapó de un convento en España para venir a América vestida de soldado, combatir en una guerra y recorrer el cono sur, y que de regreso a Europa, en el galeón “San Joseph”, escribió su Relación verdadera de las grandes hazañasy valerosos hechos que una monja hizo en veinte ycuatro años, que sirvió en el reyno de Chile y otras partesal Rey nuestro señor, en hábito de soldado y los honrososoficios que tuvo ganados por las armas, sin que la tuvieranpor tal mujer hasta que le fue fuerza el descubrirse. “Es un personaje que nace mujer y termina hombre. Estoy delirando a partir de eso”, agrega Cabezón.
Cabezón Cámara dice que escribir tiene algo que ver con ser uno mismo, con ponerse en situación de dejarse atravesar por ese río que es la lengua, como ese poema de Juan L. Ortiz, ¡me atravesaba un río! Que es como un estado alterado, en que escribes cosas de las que tienes conciencia en un plano, pero después lo lees o lo lee otro y encuentra otras cosas.
Y como hay que ganarse la vida, dicta talleres. Quién sabe si por convicción o necesidad, asegura que todos podemos entrenar la gracia para la escritura y que ha visto transformaciones impresionantes. “Hay gente que tiene un don y hay gente que trabaja mucho y en los resultados no se nota la diferencia”, asegura, pero cómo creerle, si ella misma es genial y escribe como si cantara, armando párrafos con ritmo como los de Le viste la cara a Dios, que tienen la cadencia de una oración, como si la protagonista estuviera rezando o enloqueciendo.
Ella dice que no sabe cómo escribe. Que le encanta el vino, pero que mientras escribe no bebe más que mate. Que prefiere hacerlo en las tardes, cuando no tiene otro compromiso —lo que es re difícil—, y que se obliga a concentrarse hasta que en un punto las palabras salen de algún lugar que no conoce y resuenan como si tuvieran música y no es ella totalmente la que escribe. Que es como que te atravesara algo del orden de lo colectivo, de la lengua que es de todos, y que ese momento puede incluir las jarchas, Petrarca y algo de Tarantino. Que ella juega hasta donde puede y después la lengua se mueve sola. Porque la lengua tiene sonido. Se le encadenan fonéticamente una palabra tras otra. Dice que escribir tiene algo que ver con ser uno mismo, con ponerse en situación de dejarse atravesar por ese río que es la lengua, como ese poema de Juan L. Ortiz, ¡me atravesaba un río! Que es como un estado alterado, en que escribes cosas de las que tienes conciencia en un plano, pero después lo lees o lo lee otro y encuentra otras cosas.
Que estamos en una cultura que acostumbra pensar divisiones exóticas, como la mente y el cuerpo, pero que cuando escribes —cuando ella escribe, al menos— pasa algo en el cuerpo, se siente una vibración, y que en esos momentos ella se entrega.
Que hay que trabajar contra la lengua muerta de cualquier otra ambición que no sea el poder. Y que, ya que andamos por la vida vivos, hay que tratar de charlar con otras personas y animarlas para que escuchen sus propias músicas.
Dice también que le encanta que la lean, pero que cada uno puede leer lo que le plazca, porque la literatura es una red infinita de textos que nos anteceden y nos forman, entre los cuales podemos trazar las líneas que más nos gusten, que es un campo abierto y que tratar de imponer un canon es una machiruleada feroz.
Y está leyendo también, mucho, libros sobre la selva y los ecosistemas, porque está empeñada en contar los paisajes y la naturaleza. La obsesiona el Amazonas, se lo imagina como un animal gigantesco, un cuerpo que es muchos cuerpos y que está herido, quemado y despedazado. Dice que Bolsonaro es un genocida, sueña con que la gente joven pueda detener el daño y sanar la Tierra. Y en su libro sobre la Monja Alférez, el primer capítulo, cómo no, será sobre la selva. Porque ahí se la imagina. Y en los mundos de Gabriela Cabezón la gente es, hace y está donde se le da la gana.
Le viste la cara a Dios, La Mujer Rota, 2020, 65 páginas, $6.000.
Las aventuras de la China Iron, Literatura Random-House, 2017, 190 páginas, $17.230.
Romance de la negra rubia, Alquimia, 2014, 73 páginas, $6.000.
La virgen cabeza, Eterna Cadencia, 2009, 168 páginas, $10.000.
Hay libros que exigen olvidar todo conocimiento previo. A ellos hay que entrar como se entra a un terreno desconocido, tal vez incluso como en los sueños, en donde los elementos conocidos son siempre menos interesantes que los que desconocemos. Frente a ellos, no nos queda más alternativa que suspender nuestras preguntas, quiero decir, las que vienen de nosotros y dependen ya de un saber que poseemos. Lo fundamental son las preguntas que el texto mismo plantea y para escucharlas debemos ante todo “hablar” en su lengua, no en la nuestra. Es gracias a ellas y al ritmo que la lectura misma impone que los textos (y tal vez también los sueños) cobran sentido.
Hay por supuesto también otros libros. No son los menos, a decir verdad, y piden todo lo contrario: para leerlos debemos preguntarnos todo el tiempo por sus contextos, sus referencias, sus fuentes incluso. Exigen, en suma, sacar a flote (a veces desde el fondo del olvido) una serie de conocimientos previos.
Esta división, tan provisoria como arbitraria, no marca una jerarquía. Tampoco coincide exactamente con los géneros tradicionales: hay libros de filosofía que pertenecen al primer grupo, hay poemarios que pertenecen al segundo. El tiempo también hace su trabajo, algunos textos han pasado de un grupo al otro. Los contextos cambian y con ellos, los libros.
Un virus demasiado humano, de Jean-Luc Nancy, forma parte del segundo grupo. Hay preguntas que hacer entonces. La primera es por qué publicar algo sobre el coronavirus. No ya para qué, lo que marcaría una utilidad y sería de hecho relativamente fácil de contestar (Nancy es un autor que, para los parámetros de filosofía, vende bastante). Lo mínimo que se puede decir es que un filósofo escribe sobre el covid-19 porque la filosofía no tiene menos derecho a hablar de él que la medicina, la biología o la economía. Eso supone, por cierto, que la filosofía puede decir algo que las otras disciplinas no, lo que es probablemente cierto en principio, pero es algo que solo se prueba en la práctica. Jean-Luc Nancy lo hace. Esa sería ya una razón suficiente, pero hay otra: un desastre como el que vivimos nos deja sin puntos de referencia, sin nada que decir, en una penuria de palabras que es precisamente desde donde la filosofía puede y debe hablar: desde la incertidumbre y el páramo.
Un desastre como el que vivimos nos deja sin puntos de referencia, sin nada que decir, en una penuria de palabras que es precisamente desde donde la filosofía puede y debe hablar: desde la incertidumbre y el páramo.
Un virus demasiado humano compila nueve intervenciones públicas de Jean-Luc Nancy a propósito de la pandemia, tanto escritas (artículos en los periódicos Libération y Le Monde) como orales (videoconferencias para México e Italia, además de tres participaciones en “Philosopher en temps d’épidémie”, serie de conferencias organizadas por Jerôme Lebre y transmitidas por YouTube). El orden es cronológico, van desde el 17 de marzo hasta el 8 de junio, lo que lo transforma en una especie de diario de reflexiones. A esto se suma un anexo que contiene dos entrevistas y un artículo escrito junto a Jean-François Buthors. Son todos textos breves y están dirigidos a un público general, lo que facilita enormemente la lectura de un autor que, sin ser el más difícil de su generación, requiere siempre un cierto entrenamiento filosófico. O al menos un oído acostumbrado a la filosofía. La traducción, hecha a toda velocidad por Víctor Goldstein, es amable y aunque a ratos se cuelan calcos del francés, está muy bien lograda. Esto es importante, pues un cierto efecto de sobrecomplicación de las traducciones ha bloqueado en parte el acceso del público hispanoparlante al pensamiento de Nancy, como ya ha pasado con autores como Jacques Derrida o Emmanuel Levinas.
Ahora bien, ¿qué hace especial al texto de Nancy? Lo sabemos, hubo una verdadera ola de textos e intervenciones de filósofas y filósofos a propósito de la pandemia. En el prefacio, Nancy habla incluso de “una proliferación propiamente viral de discursos”, de la que por cierto él forma parte (en la entrevista con Nicolas Dutent llega a decir: “¡Tengo miedo de que nos haga hablar demasiado!”). Ejemplos sobran: Sopade Wuhan, a pesar de lo desafortunado del título o tal vez por lo mismo, reunió exitosamente 15 textos de filósofas y filósofos de renombre, sin más criterio que el temático. Otro tanto hizo esta revista en su número 9, de abril de 2020.
Nada de eso es nuevo. El terremoto de Portugal en 1755 produjo una cantidad impresionante de reacciones de filósofos, entre ellos nada menos que Kant, Voltaire y Rousseau. La literatura hizo también su parte (el nieto de Racine murió en el terremoto, lo que hizo que varios poetas le dedicaran algunos versos, ninguno demasiado bueno). El Holocausto, que hizo a Adorno decretar que “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, produjo no menos reacciones. Paul Celan escribió poesía no solo después sino sobre Auschwitz, por ejemplo. Que ambos acontecimientos no se puedan comparar es un efecto de su condición de desastre. Son siempre únicos, incomparables y tal vez por eso haya que escribir. Ante el desastre, entonces, parece producirse una verdadera fiebre de escritura, una proliferación propiamente viral de discursos, para retomar las palabras de Nancy. Ese es un primer punto.
En este libro hay una idea insistente, una insistencia suave en todo caso, algo que lejos de machacar constituye un tema en sentido musical: si la filosofía puede y quizás incluso debe hablar del desastre que significó y sigue significando la pandemia, es porque en el desastre encuentra un lugar desde el cual hablar. Dicho con otras palabras, es allí donde se revela una verdad que tal vez solo ella puede decir: lo común no es ni una esencia ni un atributo. Lo que tenemos en común es precisamente algo que no tenemos, que no nos pertenece y, en este sentido, la desposesión (de sentido, de palabras, de esquemas de pensamiento o explicación) a la que nos expone la pandemia constituye la experiencia misma de lo común. O de la igualdad, pues en el desastre, y a pesar de toda diferencia, estamos todas y todos expuestos. Esta manera de plantear el asunto tiene consecuencias. Si lo común, lo que nos hace iguales, no es una esencia, no algo que nos precede o algo que podamos suponer, entonces es una tarea a realizar. Jean-Luc Nancy lo dice así: “La igualdad no es una amable utopía sino una exigencia existencial (…) por consiguiente, la palabra ‘comunismo’, aunque nunca se haya realizado todavía, en verdad habrá sostenido el sentido profundo de la resistencia a nuestra autodestrucción”.
Fotografías: Cristóbal Olivares.
Igualdad y comunismo se ligan entonces de una forma poco tradicional, pues la política despunta de un hecho simple, esencial: todavía no somos iguales, lo común es algo por conquistar. Pero hay que ir lento, ¿qué quiere decir exactamente que la igualdad sea una exigencia existencial?
Como para el joven Marx, la exigencia de igualdad no se reduce a la justicia o la moral, se trata de poder seguir existiendo o de comenzar por fin a existir. No se trata, por cierto, de un sentido biológico del término. Existir no es simplemente tener signos vitales, es poder desarrollar un modo de vida, lo que solo puede lograrse con otros que sigan siendo otros, no una simple reproducción de lo mismo. Sin esa igualdad, entonces, es imposible que la singularidad sea alcanzada, somos simplemente casos de un universal, ya contenidos en una esencia, individuos en el más estricto sentido de la palabra. La igualdad no elimina la diferencia, la hace posible. La política puede ciertamente ser la manera de alcanzarla, pero una política que encuentra en sí misma su fundamento y su justificación pierde su politicidad, porque ya no hay antagonismo, diferencia, posibilidad de desacuerdo. La tarea política de la igualdad no se reduce así a acortar o incluso abolir las brechas salariales, sino a volver posible su existencia singular, hacer que cada cual tenga derecho a la existencia. Esto requiere abolir al menos hasta cierto punto la individualidad (es decir, la particularidad que se deriva de un todo, porque lo común no es una esencia o una totalidad) y es por eso que el desastre es su verdad. Insistamos, la igualdad es la condición de posibilidad de la singularidad, no su desaparición.
Si lo que nos une es lo que nos separa, hay que poder alcanzar esa separación, precisamente porque, como apunta Nancy, “no hay diferencias sobrenaturales ni naturales”.
El ejemplo más interesante de esta lógica en la que lo que une es lo que separa es el del aislamiento al que hemos estado sometidos. En la entrevista con Nicolas Dutent, interrogado sobre las dificultades del confinamiento, Nancy dice: “La separación es siempre, no solo aquello a lo cual se toca, sino aquello por lo cual se toca. El tocar es la distancia mínima y no la abolición de la distancia. Inquietarse por el confinamiento es por supuesto una reacción natural, y hay que desear recuperar los contactos y la presencia. ¡Pero la presencia de alguien no es su simple situación a menos de un metro de mí! Una presencia se da esencialmente en un abordaje o en una aparición. Es un movimiento, un estar-frente o junto (‘praesentia’)”. Lo que nos quita el confinamiento no es entonces el contacto, el tocar, que siempre ha necesitado distancia para producirse. Para hacer cariño es necesario que las pieles no sean una, que algo nos separe, y es precisamente porque algo nos separa que podemos encontrarnos, acariciarnos, mirarnos a los ojos, sorprendernos con un gesto del otro. Lo que nos quita el confinamiento es en realidad el mundo, el escenario que hace posibles los contactos, los abordajes.
Consentir la incertidumbre, darle espacio, es al mismo tiempo abandonar el pensamiento técnico y exponerse a lo mejor y lo peor. ‘Tengamos esa valentía’, escribe Nancy en ‘Seamos niños’, tercer capítulo del libro.
En este sentido, el drama no es tanto dejar de ver a los seres queridos sino volver imposibles los encuentros, por fugaces que sean. Es precisamente porque hay una serie de contactos, cruces de miradas, gestos o intentos de acercamiento, que nuestros seres queridos nos son queridos: dentro de una cantidad infinita de posibilidades, se nos hacen especiales. Esa es para Nancy una verdad. Es cierto, hablar de verdad puede sonar anticuado, pero la filosofía no puede renunciar a ella, aunque solo sea para decir que no hay verdad, que el sentido es siempre algo por encontrar, que solo puede haber pensamiento cuando ya no hay terreno firme sobre el cual descansar.
Pero en todo libro hay un centro. El encuentro con (y no de) ese centro es la experiencia misma de la lectura. En este libro, sin estar oculto, tampoco está lo suficientemente explícito. Es la idea de mutación. Desde hace ya algunos años, Nancy echa mano a esta palabra para referir a un cambio radical, profundo y, por lo mismo, difícilmente perceptible. Su diagnóstico es que la última mutación de Occidente, producida hace ya siglos, introdujo tanto la técnica como la democracia y el capitalismo. Todo esto depende de un descubrimiento fundamental, la producción. No solo de objetos sino del ser humano mismo. Ante la ausencia de dioses, dice Nancy, el ser humano se volvió creador de todo, y ante todo de su esencia. Hoy, en la hipótesis de Nancy, eso comienza a tambalear y somos testigos de otra transformación que si bien tomará tiempo en cumplirse, ya está en curso. El mundo como lo conocíamos comienza a dejar de existir.
La pandemia es entonces reveladora, pero no causante, de este estado de pobreza de palabras, de desorientación y pérdida de puntos de referencia, que es el ambiente más propicio para la filosofía. Solo teniendo esto en mente el libro alcanza una unidad, pues todo lo dicho gira en torno a la idea de mutación. Esto da también sentido de urgencia a la tarea democrática que Nancy expone en su libro: la democracia debe ser salvada pero, y este es el giro más complicado del libro, debe estar basada no ya en la técnica (como lo ha sido hasta ahora) sino en la espiritualidad. Este rasgo cristiano no podría sorprender, el cristianismo siempre ha pensado al ser humano no como naturaleza sino como drama. Sea como sea, la democracia, dice Nancy, es “el único régimen que puede dar un cuerpo político a ese acto de fe radicalmente laico”. ¿Cuál es ese acto de fe? La respuesta se encuentra en el libro mismo. Reproduzco la cita clave: “Cuando el futuro se descarrila, cuando la proyección del presente no se sostiene, la vida solo puede girar hacia lo por-venir arriesgándose en sus incertidumbres. Aquí ya no es cuestión de creencia sino de fe, definida como ese consentimiento a la incertidumbre que plantea que lo único que puede hacer la vida es arriesgarse a vivir”. Consentir la incertidumbre, darle espacio, es al mismo tiempo abandonar el pensamiento técnico y exponerse a lo mejor y lo peor. “Tengamos esa valentía”, escribe Nancy en “Seamos niños”, tercer capítulo del libro. Puede que tenga razón, puede que no. Lo cierto es que Un virus demasiado humano es, a pesar de todo, un libro de filosofía. Eso es ya algo que saludar en medio de la “proliferación propiamente viral de discursos” que hemos vivido y probablemente sigamos viviendo.
Una pregunta queda flotando: ¿en qué fundar esa nueva democracia o, como la llamaba Derrida, esa democracia por venir? El pueblo, el demos de la democracia, no escapa al desastre del sentido. ¿Qué hacer entonces? No hay respuesta clara, Nancy ni siquiera la esboza en el libro. Sin embargo, en la presentación de la edición argentina abordó el asunto: “Es tal vez a partir del sufrimiento que habría que entablar una nueva reflexión sobre la democracia”. He ahí, para Nancy, lo común, aquello que no tenemos, que no nos pertenece pero nos afecta, nos forma y nos une porque nos separa. Extraña lógica de la que tal vez solo la filosofía es capaz.
Un virus demasiado humano, Jean-Luc Nancy, La Cebra / Palinodia, 2020, 96 páginas, $16.000.
Juan Rivano (1926-2015) estudió matemáticas y filosofía en la Universidad de Chile y fue luego profesor de su Departamento de Filosofía durante las décadas de 1950 y 1960, hasta su encarcelamiento en 1975. Vivió en el exilio en Suecia (salvo un breve período en Israel), hasta su fallecimiento en Lund, en abril de 2015. Volvió a Chile por primera vez a fines de noviembre de 1988, cuando se levantó la prohibición estampada con una “L” en su pasaporte. Permaneció en Chile hasta mayo de 1989, registrando día a día sus impresiones sobre el país. Su diario, acompañado de algunas reflexiones autobiográficas extraídas de Durantelos largos años de mi exilio (2003), se publica ahora en la colección “Vidas ajenas”, de Ediciones Universidad Diego Portales. Debemos a Adán Méndez, María Francisca Cornejo y Emilio Rivano una esmerada edición de los manuscritos originales.
Rivano fue uno de los profesionales fundadores de lo que en otra parte he denominado la “época dorada del profesionalismo filosófico” en Chile. Fue profesor de lógica, autor de numerosos ensayos especializados de teoría del conocimiento y estudioso de la obra de Francis H. Bradley, Apariencia y realidad, de la que fue además su traductor. Hasta la aparición de Entre Hegely Marx (1962), El punto de vista de la miseria (1965), Desdela religión al humanismo (1965), Contra sofistas (1966) y Cultura de la servidumbre (1969), todo parecía indicar que, a pesar de sus modestos inicios en Cauquenes y de una vida dura y marginal en Santiago durante su juventud, sería un profesor universitario exitoso, es decir, dedicado a la versión más especializada de la disciplina. Pero no fue así. En las obras mencionadas denunció la irrelevancia y frivolidad de la disciplina en Chile. Le llovieron críticas y pasó de sofisticado analista a vilipendiado y caricaturizado (materialista, marxista, extremista, agente de la CIA) crítico de la sociedad y de la cultura chilena. Hay una historia todavía pendiente sobre las decisiones que llevaron a su persecución, presidio y exilio. Vivió una acentuada marginalidad desde entonces, y la marginalidad sería su principal preocupación, respecto del poder, ya sea político, militar, intelectual o religioso, o la combinación de todos ellos.
Es importante leer los diarios desde esta perspectiva. Fue una persona que vivió la pobreza, que logró importantes distinciones académicas, que crió a su familia rodeado del afecto y del respeto de sus estudiantes. Pero también vivió la descalificación y el silencio de muchos de sus colegas, además del vía crucis de Villa Grimaldi, Cuatro Álamos, Tres Álamos y Puchuncaví. Volver a Chile, queda claro en estos diarios, no fue fácil. En muchos sentidos era un viaje exploratorio, para evaluar su posible regreso a Chile. Extrañaba la luz, las amistades, los sabores e incluso sinsabores del país. Pero ¿volver a Chile después de tanto tiempo, en circunstancias de que había conquistado un lugar en Suecia? ¿Para qué? ¿Con hijos y nietos repartidos por el mundo? ¿A qué ambiente político, cultural e intelectual?
Eran preguntas acuciantes, pero los diarios que hoy se publican muestran el entusiasmo del retorno. Los amigos y familiares que lo esperan, que lo celebran, las entrevistas de prensa, los viajes al campo, a la costa, a los lugares que añoraba, las veladas de conversación, el ver de cerca los sucesos políticos, la libertad y el tiempo para recorrer las calles, ver bastante cine, leer y consignar sus impresiones cada noche; todo eso es parte de sus anotaciones. Viniendo de un mundo sueco, impecablemente formal y objetivo, disfruta cada momento del humor chileno, sus salidas ingeniosas, sus juegos verbales. Registra minuciosamente los titulares de prensa, desde El Mercurio hasta La Cuarta, cuando todavía había un quiosco en cada esquina de Santiago. Se ríe y contagia al lector con sus carcajadas. También comparte sin inhibiciones la ternura que le causa ver a sus amigos, cruzar palabras con desconocidos, sentirse de vuelta. Aprecia todo lo que le toca vivir, pero también mira con ojo crítico la realidad del país.
Fue una persona que vivió la pobreza, que logró importantes distinciones académicas, que crió a su familia rodeado del afecto y del respeto de sus estudiantes. Pero también vivió la descalificación y el silencio de muchos de sus colegas, además del vía crucis de Villa Grimaldi, Cuatro Álamos, Tres Álamos y Puchuncaví. Volver a Chile, queda claro en estos diarios, no fue fácil.
Chile entre noviembre de 1988 y mayo de 1989 es un Chile posterior al plebiscito del Sí y el No, y anterior a las reformas constitucionales que determinaron el curso de la transición democrática. Rivano no pierde de vista las fuentes del poder. ¿Quién lo tiene?: las Fuerzas Armadas, el empresariado y la Iglesia, cada cual en su nivel, pero poder a fin de cuentas. Los políticos aparecen muy disminuidos, hasta patéticos, con discursos que no reflejan las condiciones del momento. “Escuchar a los políticos chilenos sigue siendo lo mismo”, anota el 30 de marzo, “un ejercicio de decepción y un curso de sofistería”. ¿Qué pasa con el país? ¿Y con el pueblo, esa palabra desaparecida? Sufrido como siempre, viviendo a saltos, con las astucias, mezquindades y escepticismo que son la otra cara de un Chile que igual le resulta entrañable.
Los diarios de Rivano nos abren una ventana a lo que fue (y que en muchos sentidos sigue siendo) Chile en esa época de cambio de régimen. Un país acelerado, atropellador, palabrero, amante de lo informal diciendo lo contrario, clasista, prejuiciado, reclamón, pero obediente al primer trancazo. Rivano se queda con la boca abierta ante la violencia cotidiana (mucho crimen y mucho accidente del tránsito, de los que lleva una estadística escalofriante día a día), pero consciente de que su juicio puede estar influido por la experiencia de vivir en la ordenada Suecia por una docena de años. ¿Habla eso mejor del país, el que sea una perspectiva de exiliado que ha recuperado la paz y la seguridad? No. Para Rivano, hay algo medular, para nada diferente de las épocas en que no conocía tantos países y costumbres. Lo explora a través de los dichos del habla chilena, de la literatura y de múltiples experiencias personales. Chile no cambia mucho en la convivencia y lo registra cotidianamente. La atención al cliente sigue siendo un chiste; los burócratas se solazan del micropoder que usan para mandarlo de una oficina a otra (para algún misterioso timbre con tal de sacarlo de encima); el “maestro” recomendado que dejó las cosas peor, o las mercancías falladas sin remedio ni nadie a quien recurrir. Hay mucha crueldad además en las calles, mucho descuido y basura.
Con todo, Rivano no se queda encerrado y sale día a día con su esposa, Ilse, a recorrer Santiago. Observa barrios, sobre todo de la periferia, para aclarar un punto frecuente en los ámbitos del exilio. ¿Es Chile un país miserable, al borde de la indigencia, debido al modelo económico y a la dictadura? Reflexiona sobre lo que le tocó vivir a raíz del terremoto de 1939, la vida en el Santiago de Carlos Ibáñez del Campo, la precariedad de los años 60 y 70. ¿Dónde están los niños descalzos?, se pregunta una y otra vez. ¿Por qué hay tanto auto, tanto viaje y tanto consumo? La pintura del Chile que circula en la izquierda internacional no termina de encajar con un pueblo que tiene un acceso a niveles de vida impensables para su generación. Consciente de su propio padecimiento y despojo, no deja por eso de registrar lo que ve: no quiere distorsiones, quiere ver en qué realmente ha cambiado el país. Y ve tanto luces como sombras.
En un artículo memorable, Martín Hopenhayn mencionaba lo que era en esa época “respirar Santiago”. Rivano lo confirma día a día. Es un aire venenoso, una contaminación desatada, industrias y empresas del transporte que hacen lo que quieren. Sí, es un país lanzado a la modernidad, pero sin atenuar sus consecuencias, o siquiera discutirlas objetivamente. Quiere ver lo que pasa en el campo y allí constata las transformaciones, aunque esta vez para mejor. Las tierras sin cultivar disminuyen, aumenta la tecnología, el riego se expande, la exportación crece. Pero también aumenta la vulnerabilidad. Estos son los meses del caso de las uvas, que estalló bajo la presidencia de George Bush (padre) en EE.UU., en marzo de 1989, y que Rivano sigue paso a paso, registrando la retórica utilizada desde las cabezas pensantes de la época hasta los titulares de los pasquines.
¿Dónde están los niños descalzos?, se pregunta una y otra vez. ¿Por qué hay tanto auto, tanto viaje y tanto consumo? La pintura del Chile que circula en la izquierda internacional no termina de encajar con un pueblo que tiene un acceso a niveles de vida impensables para su generación.
Rivano lee, y bastante. Trae desde Suecia varios títulos que no ha tenido tiempo de consultar, recibe recomendaciones de amigos, compra lo que le llama la atención en librerías de todo tipo, hurgando en particular en las galerías de San Diego y los puestos de Plaza Almagro. Se pone al día con obras que, conociéndolas, no había leído, desde Jotabeche hasta Joaquín Edwards Bello, pasando por innumerables cuentos y poemas que no han sobrevivido el paso del tiempo. A veces se exaspera y quiere tirar los libros por la ventana, pero revela aquí su aproximación a la lectura: es necesario seguir al autor hasta el final, entregarse de buena fe a los argumentos, y solo al final hacer un análisis crítico, que en muchos casos es implacable. En su diario del 4 de abril registra lo siguiente: “Sigo con los Argumentos filosóficos de J. Estrella. Leo como siempre (no lo puedo evitar y me alegro) fielmente al autor. Así, me resulta parroquial y sospechosamente convergente con el estado de cosas en el Chile de la dictadura. Dice futesas sobre la muerte… Uf. La libertad es quizás qué”. A Rivano le preocupa en particular la retórica, que maltrata el lenguaje al punto de la tautología y la vaciedad misma. En estos diarios se ve claramente al profesor de lógica y sobre todo al autor de Contra sofistas y Retórica para la audiencia (1998).
También intenta difundir sus escritos, la mayoría de los cuales han sido redactados en el exilio e impresos (mala y escasamente) en Chile. Esta parte es una de las más penosas de sus diarios. Va de librería en librería, depositando sus obras en consignación, soportando las condiciones (no más de cinco ejemplares, rendición de cuentas para las calendas griegas) cuando hay interés, miradas despectivas cuando no. ¿Por qué lo hace? Sin su puesto universitario, sin alumnos chilenos, piensa que lo mejor es circular sus ideas por medios escritos.
¿Por qué hemos tenido que esperar tres décadas para conocer más seriamente a este autor? La respuesta a esta pregunta nos lleva a sus ataques al profesionalismo filosófico, su aguda crítica respecto de la irrelevancia de la disciplina y la liviandad retórica de nuestra cultura. Decía verdades en un mundo en donde encajaba mejor el eufemismo, cuando no la mentira, la complicidad o el mirar para otro lado. Por eso, de entre los muchos pensadores que admiraba por su valentía y capacidad crítica, sobresalía Diógenes. A él dedica su Diógenes: Los temas del cinismo, en 1991.
El pensador en su tonel le atraía por su profunda independencia, aun al costo de la pobreza material. Le bastaba con muy poco y, pudiendo hacer lo contrario, buscaba la opción más austera, desde cómo viajar, qué consumir, cómo compartir sus recursos. Lo que más admiraba era la actitud de Diógenes frente al poder, fuese intelectual, político o militar. “Córrase, no me tape el sol”, le dice Diógenes a Alejandro Magno cuando el emperador le concede de antemano lo que él quiera. Rivano fue un crítico del poder y de los eufemismos que lo ocultan. Fue siempre directo y quiso sobre todo mantener su independencia. Pero su identificación iba más allá: Diógenes vivía con lo mínimo y calificaba cualquier elemento innecesario como vanidad.
Lo visité por primera vez durante su exilio, a fines del año 1978, en el pueblo de Växjö, en Suecia. Volví a verlo en el año 1980, esta vez en Lund, más al sur, cuando fui lleno de preguntas acerca de sus ideas sobre el principio de identidad y sobre la doctrina del error y la teoría del conocimiento. Lo encontré amasando un pan. “Aquí también hay dioses”, me dijo, con una especie de cachetada zen que me aterrizó rápidamente en los temas de conversación sobre la filosofía en Chile.
La publicación de estos diarios muestra la sabiduría y capacidad crítica de nuestro Diógenes nacional, que mira donde hay que mirar y sabe cómo enseñar. Bienvenido este libro y lo mucho que todavía queda por publicar.
Diarios del exilio y del retorno, Juan Rivano, Ediciones UDP, 2021, 524 páginas, $23.000.
Si hay un destino editorial, debió haber decidido revelarse el 29 de julio de la manera más burlona, haciendo coincidir la muerte de Roberto Calasso (en la noche entre el 28 y el 29) con la publicación de dos de sus libros, los más autobiográficos. Se trata de Memè Scianca, que cuenta sus primeros 13 años, vividos en Florencia, y Bobi, donde recuerda, mediante destellos sucesivos, la figura de Roberto Bazlen, el intelectual triestino que en 1962 concibió la editorial Adelphi junto con Luciano Foà, implicando de inmediato, en Roma, a Calasso, entonces de 21 años.
Hijo del historiador del derecho Francesco Calasso —antifascista acusado junto con Ranuccio Bianchi Bandinelli de haber matado a Giovanni Gentile—, Roberto había vivido una infancia culturalmente muy precoz, enriquecida por presencias familiares como Arnaldo Momigliano y Giorgio Pasquali. Su madre, Melisenda, clasicista, alumna de Pasquali y Ettore Bignone, era hija de Ernesto Codignola, el filósofo-pedagogo que fundó la Escuela-Ciudad Pestalozzi de Florencia y que creó la editorial La Nuova Italia. En la biblioteca de su abuelo, el niño Roberto aprovechó de acercarse a la literatura: la primera revelación le llegó a través de una edición económica de Cumbres Borrascosas, gracias a la cual entendió que la lectura podía reemplazar a los juegos. Luego, con solo 13 años, recibió como regalo de su padre la edición La Pléiade de la Recherche, de Proust, que leyó con avidez. Siempre en Florencia, maduró su pasión musical, frecuentando el “Teatro Comunale”.
En Roma, a partir de 1957, se abre una vida nueva para Calasso, gracias a la licenciatura en literatura inglesa con Mario Praz y luego, a partir de 1962, gracias al conocimiento de (y admiración por) el irregular, misterioso, inexpugnable Roberto Bazlen, el consultor editorial, lector insaciable y universal.
En Roma, a partir de 1957, se abre una vida nueva para Calasso, gracias a la licenciatura en literatura inglesa con Mario Praz y luego, a partir de 1962, gracias al conocimiento de (y admiración por) el irregular, misterioso, inexpugnable Roberto Bazlen, el consultor editorial, lector insaciable y universal, al que se acercó gracias a Élemire Zolla y Cristina Campo. Bobi, ha escrito Calasso, fue para él lo esencial que le faltaba entre los tantos talentos conocidos en ese período juvenil. La criatura editorial concebida por su amigo, impulsada por Foà y financiada por Roberto Olivetti, nació de una escisión, que coincidió con el rechazo “político” de Einaudi de publicar las obras de Nietzsche, a cargo de Giorgio Colli. De ese primitivo enfoque heterodoxo y apasionado (“Solo haremos los libros que nos gusten mucho”, recomendaba Bazlen), Calasso será el heredero y el constructor genial, ya que Bobi moriría muy pronto, en 1965, después de haber visto únicamente el primer volumen: La otra parte, de Alfred Kubin, “un libro que le importaba mucho no solo porque era el más bello Kafka antes de Kafka, sino porque la ‘otra parte’ era el mismo lugar donde Adelphi estaría situada”.
La idea era la del “libro único”: la casa editorial es una suma de objetos que, unidos, vienen a formar un solo libro. Calasso se convirtió en director editorial, luego administrador y propietario, así como padre-maestro, de ese libro único, en el que también encontró lugar su obra, otro libro único compuesto por los 11 ensayos mayores que van desde los Vedas de la India hasta la mitología griega, desde Tiepolo hasta los impresionistas franceses, desde Kafka hasta la “actualidad innombrable”, con una amarga reflexión sobre la fascinación de la tecnología y sobre el declive de la época del conocimiento (y del libro): “La digitalización es el asalto más grave que ha sufrido la inclinación a exponerse al choque de lo desconocido”. Y, para Calasso, lo desconocido es la esencia de la literatura.
Con el catálogo de Adelphi y sus portadas en colores pastel, Calasso ha conquistado el mundo. Envidiado, admirado, por momentos adorado, en Alemania, Francia, Estados Unidos, mientras que en Italia la cultura del lado marxista muchas veces lo observaba con desconfianza por las cuerdas irracionalistas, gradualmente nihilistas, etnológico-religiosas, místico-orientales, que vibraban en aquel mosaico que era el ‘libro único’. El hecho más inesperado fue que en un cierto momento, hacia la década de los 80, el viento cambió y el público empezó a apreciar el refinamiento adelphiano, incluso un poco esnob, hasta el punto de convertirla en una marca de moda.
Con el catálogo de Adelphi y sus portadas en colores pastel, Calasso ha conquistado el mundo. Envidiado, admirado, por momentos adorado, en Alemania, Francia, Estados Unidos, mientras que en Italia la cultura del lado marxista muchas veces lo observaba con desconfianza por las cuerdas irracionalistas, gradualmente nihilistas, etnológico-religiosas, místico-orientales, que vibraban en aquel mosaico que era el “libro único”. El hecho más inesperado fue que en un cierto momento, hacia la década de los 80, el viento cambió y el público empezó a apreciar el refinamiento adelphiano, incluso un poco esnob, hasta el punto de convertirla en una marca de moda. El triunfo de Hermann Hesse y Joseph Roth (maldito entre las vetas subversivas de la izquierda) trajo consigo nombres, entonces casi desconocidos: de Robert Walser a Karl Kraus, de Schnitzler a Lernet-Holenia, de Milan Kundera a Thomas Bernhard, hasta el húngaro Sándor Márai, cuyas novelas estaban destinadas a convertirse en long-sellers, aunque ya habían sido propuestas en Italia, sin haber salido nunca de las sombras.
Es el toque Adelphi el que los transforma, como ha transformado ciertos redescubrimientos en casos internacionales, como Mordecai Richler, el tan olvidado Guido Morselli (quien en vida consiguió un récord de rechazos editoriales), Anna Maria Ortese, siempre percibida como escritora para unos pocos y convertida, con El colorín afligido (1993), en la vejez y de manera impensable, en una autora que figura en las listas de más vendidos. Incluso Simenon (autor de la editorial Mondadori) fue relanzado por Calasso, y junto a Simenon han podido imponerse un novato como Aldo Busi (aunque los italianos vivos eran muy selectos) y, en los últimos años, Carlo Rovelli, un físico que ha estado en la cima de las listas de ventas, un evento extraordinario en la historia editorial. Todo esto estaba acompañado de Milarepa, El secreto del Teatro Nō y el I Ching. Y a la recuperación de Savinio, de todo Gadda, de Sciascia, de Landolfi, de Manganelli, de Parise, de Arbasino… Sin olvidar al Carrère “desperdiciado” por Einaudi. La palabra clave de su empresa, para Calasso, era “apuesta”.
Su presencia tan inmensa en la cultura italiana de la segunda mitad del siglo XX despertó la irritación de muchos. Entre ellos, del ensayista Alfonso Berardinelli (que le acusa de reducirlo todo ‘al absoluto formal, la epifanía de lo divino y muchos escalofríos’). El poeta y crítico Giovanni Raboni, que ironizó sobre su elitismo y sobre el ‘aura de intransigencia esnob’. El filólogo Cesare Segre, quien le reprochó haber publicado al antisemita Léon Bloy.
El hecho es que se trata de una figura incomparable no solamente de la edición, sino de la cultura: ha sido un editor total (editor de la labor de editar y editor de la labor de publicar), ensayista y escritor, autor de su propia editorial, además de un lector omnívoro, y también ha sido un teórico de la edición en breves volúmenes unidos por el color celeste: sobre las bibliotecas públicas y privadas, sobre las portadas, sobre el arte de las solapas, sobre el marketing, sobre la “écfrasis inversa” de las portadas, sobre las revistas, sobre los colegas más apreciados, incluidos los adversarios (Einaudi sobre todo), sobre “la edición como género literario”.
Precisamente: la edición como género literario. En Italia ha habido numerosos de los así llamados literatos-editores, a menudo excelentes (Pavese, Vittorini, Calvino, Sereni, Debenedetti, Bollati), pero ninguno ha sido tan completo como Calasso. El autor era de alguna manera “inexpugnable” como su maestro Bobi: inexpugnable para la particular narración ensayística o ensayística narrativa que practicaba. Y luego porque, como demuestra Elena Sbrojavacca en un estudio reciente, su “literatura absoluta”, que comienza en 1983 con La ruina de Kasch y que se configura en 11 volúmenes, dibuja una suerte de viaje laberíntico que toca los Vedas indios, la mitología griega (Las bodas de Cadmo y Harmonía, 1988, que vendió medio millón de ejemplares), la Venecia de Tiepolo, el París de los impresionistas, la Praga de Kafka, la modernidad digital del Homo saecularis que aniquila la enigmática vocación de la literatura.
Si, como escribe Calasso, la obra del no-escritor Bazlen es Adelphi, la obra de Calasso es ciertamente más compleja, porque comprende, en una especie de atracción recíproca, el catálogo editorial (como un “género literario” particular) y la laberíntica producción literaria: el uno incluye a la otra y la segunda incluye al primero. Su presencia tan inmensa en la cultura italiana de la segunda mitad del siglo XX despertó la irritación de muchos. Entre ellos, del ensayista Alfonso Berardinelli (que le acusa de reducirlo todo “al absoluto formal, la epifanía de lo divino y muchos escalofríos”). El poeta y crítico Giovanni Raboni, que ironizó sobre su elitismo y sobre el “aura de intransigencia esnob”. El filólogo Cesare Segre, quien le reprochó haber publicado al antisemita Léon Bloy. Y el germanista Cesare Cases, que convirtió a Calasso en el controvertido blanco de muchas de sus intervenciones satíricas de naturaleza política. Fueron discusiones ásperas en tiempos en los que el debate cultural no era un tabú. Hay quienes recuerdan que cuando no le respondía por escrito, Calasso le hacía llegar a su “enemigo” Cases una caja de bombones.
Artículo publicado en el diario Corriere della Sera, el 29 de julio de 2021. Se traduce con autorización de su autor. Traducción: Patricio Tapia.
Poesía y ensayo fueron los géneros que habitó Tamara Kamenszain durante medio siglo de escritura. Hace unos años, en lo que ahora sabemos que fue el tramo final de su vida, la poeta y la ensayista se reunieron en una escritura tan breve como tremenda: El libro de Tamar (Eterna Cadencia, 2018).
En sus mejores ensayos, Kamenszain todo lo piensa con distancia, pero como primero lo ha mirado con cercanía y hasta cariño, el resultado es que todo lo acerca. Por eso leerla es querer leer lo que ha leído. Su escritura crítica es un ejemplo de lo mejor que dejó el textualismo, esa operación terapéutica, casi profiláctica, que en el siglo XX desterró del análisis y la creación literaria las subjetividades desbocadas (“aquel incuestionado yo autoral”), para concentrar todo en el texto. Esa escuela dio grandes lecturas, libros y enfoques. Pero pasados los años, caídos los muros y desarticulado el predominio del impresionismo y de ciertos romanticismos trasnochados, el textualismo devino purismo y mostró sus limitaciones.
Tamara Kamenszain vivió esa época y cultivó ese tipo de relación con lo que leía y lo que escribía, pero a tiempo supo salirse. Su salida fue su estilo. De ese fervor textualista quedaron las formas tiesas para los devotos y, para las inteligencias libres como ella, las herramientas punzantes, las necesarias suspicacias y la pasión inagotable por el detalle y la hechura de todo escrito.
Ella misma alude a esto en El libro de Tamar, ese gran espacio de libertad ganada. Libertad de leer un texto sin desentenderse de nada de lo que se tiene a mano; la inteligencia, desde luego, pero también los recuerdos, la biografía, la emoción y el deseo. En una mezcla de ensayo, memoria y elegía que resulta audaz incluso en este tiempo de mezclas, El libro de Tamar cuenta o más bien da cuenta de su relación de 25 años con el escritor Héctor Libertella —relación amorosa y familiar, pero ante todo literaria—. Y lo hace desglosando un brevísimo poema hermético que después del divorcio él le deslizó por debajo de la puerta de su departamento y que entonces ella no tomó en cuenta pero que 20 años después, al encontrarlo entre sus papeles, sí.
El poema está hecho de variaciones con las letras de Tamara (arma, trama, tara, rata, ama…); Libertella lo acompañó del siguiente comentario manuscrito: “Tamara: emerjo del sueño con la máxima cantidad de anagramas y combinaciones de tu nombre. ¿Tanta cantidad de bolsones semánticos pueden esconder 5 letras?”. Dos décadas y la muerte de Libertella mediante, Kamenszain lo ve. Lo escudriña, lo analiza con sagacidad resplandeciente, lo da vuelta, interpretándolo sin cerrarlo y permitiéndose incluso leerlo como “un genuino poema de amor… la serenata del juglar hermético”.
Y bien: en ese libro, recuperando la memoria de una pareja y también de toda una generación y de “aquella mística textualista que nos embriagó de supuestos”, Kamenszain se permite, como en su propia poesía se lo fue permitiendo cada vez más, abrirse a sí misma. Al punto de verse inmersa “en este complicado intento mío que me va mandando, como por un tubo, a novelar los asuntos del amor, la maternidad, el deseo y, sobre todo, al compromiso de tener que armar una trama nueva con materiales viejos”. Pocas veces en 80 páginas se concentra y alcanza tanto.
En sus mejores ensayos, Kamenszain todo lo piensa con distancia, pero como primero lo ha mirado con cercanía y hasta cariño, el resultado es que todo lo acerca. Por eso leerla es querer leer lo que ha leído.
Y si en ese libro se abre a sí misma, antes, en Historias de amor (Paidós, 2000), la compilación de los ensayos que escribió en el siglo XX, se había abierto a sus predecesores: Sor Juana, Alfonsina, Olga Orozco, Girondo, Góngora, “la familia Trilce”, Perlongher, Lezama y Juan L. Ortiz son los principales invitados en esas páginas y se los ve como en casa, en una familiaridad debida a la mirada hospitalaria de Kamenszain. De igual modo, en los ensayos de sus últimos años reunidos en Una intimidad inofensiva. Los que escriben con lo que hay (Eterna Cadencia, 2016), se abre a los que vienen: “Ahora que somos una especie de abuelos de la nada, deberíamos dedicarnos a leer lo que escriben nuestros nietos”, cosa que hizo con agudeza. La literatura, así, es una conversación siempre abierta.
La gran casa
Sobresaliente es el prólogo que escribió en 2003 para la Obra completa de Héctor Viel Temperley, ese poeta que crece y crece después de muerto y en cuya escritura Kamenszain dice que hay “una presencia que mantiene al yo, desde la adolescencia de la poesía de Viel hasta su maduración extrema, en permanente estado de natación”. Si donde dice natación ponemos habitación o incluso “okupación”, la frase podría aplicársele a su propia poesía.
Una poesía que toda junta se lee mejor. Porque forma una casa. Lo puso de manifiesto la aparición de su poesía reunida, bajo el significativo título La novela de la poesía (Adriana Hidalgo Editora, 2012). Es una poesía de los espacios, siendo la casa el lugar que se impone. A cada rato aparece una: anhelada, soñada, recordada, imaginada, si hasta “la literatura es otro techito armado en el desierto”. Sus libros son breves y unitarios, sus poemas prescinden de títulos y el tono va variando en la medida en que cambia la persona que escribe y el mundo en que escribe, pues esta es una obra que, sin ser confesional ni política, se planta en su tiempo decididamente, una poesía situada, “pegada a las circunstancias… en la necesidad absoluta y utópica de dar cuenta”, como dijera ella misma acerca de la obra de Enrique Lihn.
Todo comienza con De este lado del mediterráneo, poemas en prosa que son el sólido radier de esta casa-novela donde temprano los muertos comienzan a deambular. Le siguen unos poemas en los que se deja ver el criterio de construcción: “Para armar un libro hay que hacer / como las modistas que cosen / siempre del lado de adentro / y cuando dan vuelta la tela esas costuras / que ellas trabajaron confiadas / desaparecen para dejar ver / un aceptable / lado de afuera”.
Luego vienen Los No, La casa grande y Vida de living, en los que amplía el espacio e inventa rincones con personalidad propia. Por ejemplo, en Vida de living la sintaxis se enrarece de una manera que recuerda a Alberto Rubio: “Envuelta sucia ropa que te dejo / me dejo ir subida a tres saludos / familia mía ustedes me retornen / amiguen ese andén hasta la casa”. La parte más acogedora empieza a tomar forma el 2003 con El ghetto, la escalera que lleva a esa mansarda fabulosa que conforman los últimos tres libros: Solos y solas, El eco de mi madre y La novela de la poesía. Lúgubres y a la vez luminosos, ahí están algunos de los puntos más altos de esta poesía crítica y autocrítica en la que caben la sencillez y el alarido, el baile y la agonía y en la que se tocan asombrosamente el nacimiento y la muerte de un mismo ser. Es también, esta parte final, el espacio para la comparecencia de referentes y amigos (Celan, Ungaretti, Vallejo, Lamborghini, Molloy, Eltit) y, sobre todo, para los muertos de la familia. Alberto Caeiro pedía “un río donde estar cuando acabemos”. Kamenszain, más sencillamente, procuró hacerle un altillo a sus muertos.
Una poesía que toda junta se lee mejor. Porque forma una casa. Lo puso de manifiesto la aparición de su poesía reunida, bajo el significativo título La novela de la poesía (Adriana Hidalgo Editora, 2012). Es una poesía de los espacios, siendo la casa el lugar que se impone. A cada rato aparece una: anhelada, soñada, recordada, imaginada, si hasta ‘la literatura es otro techito armado en el desierto’.
En Solos y solas (que comienza así: “Soy la okupa de mi propia casa”) hay un poema largo, “La alianza”, sobre la muerte del padre, con cuyo anillo ella se quedó: “¿qué veo cuando veo algo en el nombre del oro? / una esperanza desplegada en otro tiempo / toldo de dos que se apropiaron del desierto / dibujaron un techo nuevo sobre la nada”. De nuevo la idea de refugio, de techo, está en el centro. Entonces se oye El eco de mi madre, emocionante canción de tumba que sabe combinar lo lacónico y el desgarro para centrarse en la muerte de la mamá (“soy ahora por ella la hija que crece sin remedio / para dejarla decrecer tranquila entre mis brazos”) y en la de su hermano de tres años, ocurrida en 1953 y cuya existencia es referida como “un libro cortado”, lo que refuerza la idea de que vida y libro son nociones intercambiables en esta poesía que buscar ser “un idioma para hablar con los muertos”.
En el último libro incluido, inédito hasta entonces y que da título al conjunto, La novela de la poesía, se toman las páginas los que ya no están, incluido Libertella, “maestro en el arte de decir”. Y el remate es una senda reflexión sobre La novela luminosa, de Mario Levrero, vista como “la luz que a través de una radiografía / despierta la intimidad del esqueleto”.
Estirando la voluntad, su poesía ha sido arrimada al desigual bloque del neobarroco latinoamericano, pero el asunto lo zanjó ella misma: “Desde mi primer libro puede verse una tendencia a elidir, a decir menos, que me llevó a que me consideren neobarroca por lo opuesto que a otros: no por abundancia, sino más bien por anorexia”. Se lo dijo en 2005 a Luis Chitarroni, quien definió notablemente su obra como una “lírica de fugacidades dichas en el momento justo”.
Coda
Este último tiempo ha arrebatado nombres relevantes a la poesía latinoamericana. Hace unos días murió el crítico y poeta venezolano Guillermo Sucre, autor de ese ensayo de referencia que es La máscara, la transparencia y de algunos poemas memorables, en especial “La muerte que no supe”, donde se lamenta por no haber sabido a tiempo de la partida de un amigo y no haber estado “al lado de su cuerpo inerme”, por lo cual “el adiós que no / dije quedará para siempre en mi alma / como una nostalgia salvaje”.
Semanas antes murió Omar Lara, autor de una poesía serena y honda de la cual también podría decirse que es una “lírica de fugacidades dichas en el momento justo”. En Los buenos días, Lara escribió: “Mira dónde pones el ojo / cazador / lo que ahora no ves / ya nunca más existirá / lo que ahora no toques / enmohecerá / lo que ahora no sientas / te ha de herir algún día”.
Podría pensarse que la poesía de Kamenszain y en particular El libro de Tamar conversan con esos versos en la medida en que son un combate por no guardarse un adiós ni sucumbir a una nostalgia salvaje sino, al contrario, un glorioso intento por ver lo que en su momento no se vio. Para que no hiera.
“Los 4 grandes poetas chilenos [del siglo XX] son tres: Pablo Neruda y Gabriela Mistral”: la variación de esta frase hecha parece basarse en el enunciado de Vicente Huidobro, otro de ellos, por lo demás, quien en Altazor señala: “Los 4 puntos cardinales son tres: el sur y el norte”. ¿Será casual que esta broma deje fuera y tampoco mencione al cuarto poeta, a… Pablo de Rokha? No hay que creer que los otros han sido muy leídos, pero se diría que la obra de De Rokha se distingue todavía menos y que si algo se sabe de él está más relacionado con su vida, su personalidad, sus rabias apoteósicas, los ninguneos que hizo y que recibió, su temperamento.
Más allá de la evidencia de pretender que se le conozca mejor, alguien podría preguntarse: ¿por qué si ya existía el Retrato de mi padre, de Lukó de Rokha, (re)presentar, de nuevo, una imagen de este escritor tan prolífico y, al mismo tiempo, tan ignorado? Es cierto que su hija escribió, con admiración y valentía, una historia familiar y un homenaje a su progenitor, evitando una hagiografía y mostrándolo en claroscuros, sin ocultar sus defectos ni excesos, pero delineando, simultáneamente, a una persona/un personaje entrañable por el amor hacia su esposa y sus hijos, por su franqueza, la lealtad y consecuencia con sus causas, por el apego a sus amigos, entre otros (des)intereses.
Pero, ¿qué mejor que su figura sea vislumbrada, desde la distancia, por alguien que no es su pariente, que no lo conoció ni fue su contemporáneo? En Malalengua. Un retrato de Pablo de Rokha, Álvaro Bisama se acerca al escritor de Licantén y, en sus trazos y con sus palabras, plasma un conjunto muy amplio desde la imponente figura del poeta y esta acarrea todo un ámbito, que completa y complementa, sin desdibujarse nunca. Porque confiesa: “Un resumen de su vida no alcanza…”, el cronista escribe un “retrato” que traspasa la apariencia, que es mucho más que un perfil o una silueta, a partir de una infinidad de textos, de los principales: la extensa bibliografía de y sobre De Rokha, y con el aderezo de sus propios aportes como narrador, estudioso de la literatura, crítico literario, sus “sabidurías” pop… y más. Una muestra: cuando De Rokha se fascina con la foto que –hacia 1915– le envía, junto a su libro, la escritora Juana Inés de la Cruz (con posterioridad: Winett de Rokha), para explicar la situación, sin temor a anacronismos, Bisama se desliza —adelantándose y retrocediendo— hasta 1956 (antes de su nacimiento, incluso): “El destino o el deseo ya ha actuado, ya está ahí. I put a Spell on you” [“Te hechicé”], como cantaba el increíble Screamin’Jay Hawkins”.
Estos diálogos entre escrituras complejizan y animan y cruzan estilos, géneros, modos de decir, temporalidades, voces, enfoques, y en cada vuelta de la espiral (de la lectura) tenemos cada vez más conocimientos para relacionarnos con el poeta, su obra y sus escenarios. Con esos materiales como base, transitando con flexibilidad y dinamismo entre múltiples modalidades de expresarse, el narrador-retratista arma un libro que es crónica (tipo de escrito en el que ha destacado) y también ensayo. En numerosas ocasiones, a partir de una foto descrita se expande y abre todo un mundo, o sirve como punto de partida del recuerdo o del comentario o de la invención. Para mí, la más sugerente y emotiva es la que muestra a Pablo de Rokha y a Violeta Parra: “Solo vemos a un hombre y a una mujer con los ojos cerrados, solo vemos a dos personas que han bajado la guardia por un momento como si descansaran de sí mismos y de todas sus guerras”. Solitarios, juntos y en silencio. Imagino que Violeta entona, calladito: “Pero tú, palomo ingrato, ay, ay, ay / ya no arrullas en mi nido, ay, ay, ay”. No sabemos en quién piensa ella. Imaginar en quién piensa el poeta no es difícil…
Y Mala lengua es todavía más, es historia, por el abarcador contexto que trabaja y entrega, y que se ramifica más allá de nuestras fronteras; es historia literaria y cultural, y es literatura: y no únicamente porque se hacen análisis literarios y de textos: las páginas dedicadas a Multitud son sobresalientes y muy completas: “No solo fue la mejor revista literaria chilena jamás publicada sino también la más extrema y la más arbitraria, la más excesiva y también la más invisible. Pablo de Rokha mostró ahí algunas de sus mejores páginas”, constata el especialista, quien, además, considera que la función de esta publicación se liga con el carácter de su fundador pues, posesivo y dominante, De Rokha no solo pretende subyugar e imponerse a los suyos —familiares, amigos, enemigos—, sino que, con su vocación avasalladora, a través de Multitud, “recoge (…) la batalla por controlar el imaginario de la época”.
Transitando con flexibilidad y dinamismo entre múltiples modalidades de expresarse, el narrador-retratista arma un libro que es crónica (tipo de escrito en el que ha destacado) y también ensayo. En numerosas ocasiones, a partir de una foto descrita se expande y abre todo un mundo, o sirve como punto de partida del recuerdo o del comentario o de la invención.
Este “retrato de Pablo de Rokha” está lleno de datos, sugerencias, caracterizaciones de personas, de espacios y paisajes (urbanos y campestres), de momentos, de detalles, de menciones, de hipótesis. Y está escrito con soltura, sin altisonancias ni complicaciones de vocabulario ni sintaxis: justo lo opuesto de lo que (injustamente, creo) enjuicia De Rokha sobre la poesía de Neruda: que “es oscura, como lo es todo lo no logrado”.
En El Amigo Piedra, la autobiografía de De Rokha (publicada póstumamente, gracias a Naín Nómez, quien ha contribuido mucho a difundir al poeta), Bisama reconoce una juntura de invención y recuerdo, donde “el gesto autobiográfico no se distingue del ficcional”; advierte, asimismo, completud y fragmentos; silencio y sonido. Juzgo notable que estos libros se asemejen porque en ambos concurren remembranzas, interpretación, fantasía, conjeturas, imaginación, leyenda. Y nosotros, lectores, nos enfrentamos a una biografía muy completa a causa de una investigación seria y en profundidad, y del afecto del autor por su biografiado; con rasgos novelescos en su desarrollo y por cómo se organiza; una crónica extensa (ya lo indiqué); un ensayo donde las preguntas son frecuentes: enigmas en suspenso; como De Rokha, como todo ser humano.
¿Puede acaso despejar y resolver el biógrafo las interrogantes relacionadas con el poeta si, en muchas ocasiones, ni siquiera este pudo dilucidarlas? ¿Cómo va a modificar las contrariedades y los fracasos que lo “persiguieron” en una vida apacible y exitosa? Sería otorgarse un rol superior y autoritario, mas Bisama no es artista que se permita ese derecho, porque sabe y ejerce algo que no siempre se practica: que el crítico (literario) no puede, ni debe, cambiar (a su amaño) ni las biografías ni las producciones artísticas examinadas, ni variarlas en algo que no son porque le acomoda más a sus métodos y enfoques.
Este ensayista suma, no resta: presenta diversas posibilidades como en un abanico. Al referir al encuentro y enemistad de Neruda y De Rokha, registra, “que tiene varias versiones, todas complementarias”, y al admitirlo, otorga mayor libertad al lector. Y a propósito del antagonismo —casi una guerra (“guerrilla” la llamó Faride Zerán)— y de la desemejanza de textos, escrituras, opciones, entre estos dos poetas, ¿por qué elegir a uno y rechazar al otro?, ¿por qué no podrían coexistir y tener lectores que, incluso, coincidieran? No olvido a Federico Schopf ironizando que los chilenos éramos “monoteístas”, pues si alguien prefería la poesía de De Rokha, estimaba que no podía interesarse por la de Neruda, o si leía a Gonzalo Rojas o a Eduardo Anguita, algo impedía elegir, también, a Parra (y los nombres son intercambiables). ¿Por qué reducir cuando lo interesante y enriquecedor (y no solo en literatura) es agregar, añadir, escuchar distintas voces, distinguir diferentes matices, escrituras y tonos, que coexistan múltiples concepciones de la poesía (y el arte y la realidad), pues al negarse a homogeneizar o a validar y erigir solo un nombre como insuperable y único, al reconocer la multiplicidad, se está consintiendo y valorando una riqueza y una heterogeneidad social, cultural y literaria?
Bisama “navega” tan bien, y tan seguro, que se permite guiños: “Multitud era una tormenta de mierda que caía sobre todo el mundo”, dice, como al pasar, sobre la revista que dirigía De Rokha, y quien se dé cuenta de que, tácitamente, también incorpora a Bolaño, disfrutará más de la lectura. Bolaño es —con el anterior y muchos más— otro autor de la “genealogía” (¿o el “rizoma”?) de los Literatos Furiosos: (algo) insaciables, descalificadores, arrogantes, indignados, querelladores, narcisistas (con egos duros, podría decirse cuajando los “egos revueltos”, la terminología usada por Juan Cruz Ruiz en su “memoria personal de la vida literaria”). Bien, como se sabe, Bolaño iba a llamar “tormenta de mierda” a su novela Nocturno de Chile. Y una primicia: en algún momento, a propósito del destierro, Bolaño consideró exiliados en su propio país a Violeta Parra y a De Rokha: “Dos ‘almas errantes’ de quienes poco sabemos, aparte del tinglado folklórico y anecdótico montado encima de sus cadáveres”, alega en una carta.
Este ‘retrato de Pablo de Rokha’ está lleno de datos, sugerencias, caracterizaciones de personas, de espacios y paisajes (urbanos y campestres), de momentos, de detalles, de menciones, de hipótesis. Y está escrito con soltura, sin altisonancias ni complicaciones de vocabulario ni sintaxis.
Y una nota sobre “los rescatados o recuperados” por Bisama-retratista: críticos o comentaristas literarios, contemporáneos a De Rokha, que destacaron por su agudeza a la hora de abordar su producción: Juan de Luigi, en especial. Y otros que lo borraron o denostaron. Sospecho que muchos de estos (casi) olvidados tienen, todavía, bastante que enseñarnos. Incluso, para moderar nuestros fanatismos teóricos de “conversos” que nos encandilan de tiempo en tiempo, haciéndonos tachar el pasado, creyendo comenzar desde cero. Si se recuerda que, durante un buen período, a la biografía del autor no se le asignaba significación alguna, Mala Lengua exige interrogarse: ¿cómo separar de su escritura y de su obra, la vida de De Rokha y sus creencias y certezas y el ascendiente de sus amistades y adversarios? Si su autobiografía, su retrato, hacen constante aparición en sus poemas: ¿cómo poder separar su condición, sus paranoias, sus simpatías y antipatías, su voz tronante y sus procederes y hasta su voracidad no solo de engullir (comidas, lecturas, viajes) sino también de engendrar en exceso (realizaciones, controversias, escritura, obras)?
Sesenta y siete capítulos, con frecuencia breves, tiene este libro. Por lo general, cada uno centrado en un asunto. El 46, en Carlos de Rokha, el hijo mayor del clan. Poeta y pintor, cercano a los surrealistas chilenos de La Mandrágora. El crítico literario “juega” en este apartado (y en otros) con las anáforas: “Sabemos” y “No sabemos” comienzan los párrafos, y se va produciendo un ritmo, un ritmo sonoro, pero, asimismo, la repetición equivale a un intento de responder a la pregunta inicial, un tanteo de rastrear “pistas, señales perdidas” para romper la incógnita de “¿Quién es Carlos de Rokha?”. El verbo “sabemos” comparece en otras páginas, y no es raro, porque es el intento del biógrafo de percatarse y saber de y sobre Pablo de Rokha, de enterarse y entender (“la leyenda”, el “odio rokhiano”, la “bola de demolición” que fue De Rokha, hacia él mismo y hacia los otros; su pervivencia a pesar de todo), y de comprenderlo, junto a su entorno y al país en el que nosotros, sus lectores, vivimos.
Al leer las últimas líneas de Mala lengua, la soledad y el silencio casi se vuelven presencias y, como un eco, repercuten en nosotros, y no se nos despegan, y no es solo porque hayamos terminado el libro y ya no “escucharemos” más las tantas “voces” que fuimos conociendo y nos acompañaron en el trayecto (aunque estas trasciendan y se prolonguen en lo que podríamos llamar “el trabajo de la lectura”, que se inicia cuando concluimos el volumen, este o cualquiera). Tampoco se debe a que el fallecimiento de De Rokha sea el cierre y ocupe las últimas páginas: “Ha muerto una forma de ver el mundo, de escribirlo. Ha muerto un mundo, una lengua. Ha muerto un maestro del estilo, un esteta armado hasta los dientes”. Aquí, como en otros enfoques, el novelista se arriesga y altera una situación que, por lo general, observó en documentos —más o menos verdaderos; más o menos subjetivos— y la hace suya: la imagina, la ve y la transmite como alguien que la hubiera vivido. Es así como muda en silencio el ambiente (del) funeral porque, para él, a mi entender, la atmósfera que ronda el drama profundo de este suicidio no es —como se pensaría— el alarido ni el gemido incontrolado, tampoco los discursos rabiosos y denunciantes (que los hubo). Puede sentirse extraño que, en estas circunstancias, el narrador haga predominar la placidez y, todavía más, que ella se asocie a/con De Rokha, el estruendoso, el vociferante, el menos reservado y discreto, aquel que poco alcanzó la paz, la calma, el sosiego.
No hay dudas, y eso se percibe, que para elaborar las muchas etapas de este completo y profundo trabajo, el cronista-investigador se comprometió con pasión, pero, también con com-pasión (que, aquí, no es sinónimo de “lástima”, sino que evidencia la cercanía afectuosa del escritor joven con el “macho anciano”). Opino que es la compasión la que lleva a Bisama a allegarse a De Rokha y comprenderlo más y, al contarlo, consigue mostrarlo (al lector) y pelearle al olvido y a tanto prejuicio enquistado: “¿Qué le quedaba entonces? / No mucho: despejada la propia leyenda, solo queda espacio para el odio. / El odio. / Ese odio rokhiano lo mantenía vivo, despierto y alerta como una bestia acorralada”. También logra que consideremos con otros ojos al poeta, como escritor (al apreciar su desarrollo poético) y como persona, y podamos explicar(nos) mejor sus actitudes, sus maneras, sus desmesuras y su “pantagruelismo”, que no solo muestra al comer sino también en sus versos largos y en su escritura excesiva y tan apasionada que pareciera que pretendía —y creía— saciar, con ella, su sed y su soledad: “Como quien arroja un libro de botellas tristes a la Mar-Océano”, se lee en Canto del macho anciano.
Y nosotros, después de concluir este texto, quedamos en silencio y en soledad, rumiando (sobre) la vida y obra de este gran poeta chileno, que la tinta amarga (por lo que dice, de ningún modo por cómo lo transmite) de Mala lengua nos permitió frecuentar.
Mala Lengua. Un retrato de Pablo de Rokha, Álvaro Bisama, Alfaguara, 2020, 270 páginas, $12.800.
Quién podría publicar un libro (Debating Race, Ethnicity, and Latino Identity —Nueva York, Columbia University Press, 2015) que incluye comentarios como “Me preocupa la exagerada idea de Gracia sobre lo que entiende como ‘filosofía’”; “Lo que Gracia pretende caracterizar como filosofía es nada más que una hipérbole inflada como un globo”; “La división que establece Gracia entre hecho y valor para desarrollar su idea de lo que es un argumento filosófico objetivo es una mera simplificación”; “La perspectiva Histórico-Familiar de la identidad hispánica es profundamente problemática tanto en su idea de ‘familia’ como en su más o menos incoherente presentación de algo tan enorme como la ‘identidad hispánica’”; “Me preocupa el que su teoría resulte para muchos minimalista, débil, vacía y formal”; “La reticencia de Gracia para explicitar su revisionismo terminológico produce párrafos francamente extraños”; “El concepto geobiológico de Gracia sobre la identidad hispánica es la nada misma”. O, para resumir, “a Gracia se le pasó la mano”; “No creo que Gracia haya logrado lo que se proponía”; “Gracia está simplemente equivocado”. El editor de ese libro soy yo, quien fuera su estudiante y colaborador. Y lo hice inspirado en las enseñanzas del propio Gracia.
El reunir a los críticos más informados e incisivos de Gracia (Linda Alcoff, K. Anthony Appiah, Richard J. Bernstein, Lawrence Blum, María Cristina González, Robert Gooding-Williams, J. L. A. García, Renzo Llorente, Howard McGary, Eduardo Mendieta, Susana Nuccetelli, Lucius T. Outlaw, Gregory Pappas, Ilan Stavans y Nora Stigol), podría parecer un verdadero acto de venganza por parte de un sufrido estudiante de posgrado. Venganza por hacerme leer miles de las páginas más aburridas de la historia de la filosofía. Venganza por los litros de dudoso café secretados por máquinas localizadas en sótanos y pasillos del entonces relativamente nuevo (década de los 70), pero con aspecto hospitalario, del campus Amherst de la Universidad Estatal de Nueva York. Tengo todas las razones del mundo para vengarme de las pocas horas de sueño que padecí por muchos años, pero también me siento en absoluto acuerdo con la perspectiva de otros autores del citado libro.
Tales autores hablan de la “intensa preocupación” de Gracia por una comprensión filosófica de los conceptos de raza, etnicidad y nacionalidad, y sugieren que “sus propuestas se inspiran en una actitud humanitaria respecto de la forma en que comúnmente entendemos lo que es raza y etnicidad”; “El libro de Gracia significa el comienzo de una fructífera reflexión filosófica en torno a la etnicidad y a la identidad étnica, temáticas que requieren de la clara presentación, agudeza y meticulosidad que caracterizan a Gracia”. Los autores subrayan su “humildad y modestia” y señalan que “su pluralismo y sensibilidad respecto de la heterogeneidad de la identidad hispánica es loable”. Uno de estos autores ha manifestado que “Gracia representa un modelo de filósofo hispanoamericano que cumple con los más altos estándares de la filosofía y aborda los problemas de la comunidad hispanoamericana de una forma nueva, iluminadora y sugerente”. Finalmente, que Gracia muestra “una gran sensibilidad respecto de las dimensiones culturales de los problemas filosóficos más complejos”. Quizás las palabras que resumen todo lo anterior son “atento y reflexivo”. Puedo corroborar tales comentarios por la experiencia de haber estudiado y trabajado con él.
Conocí a Gracia en 1978, momento en el cual él ampliaba sus horizontes filosóficos para incluir la filosofía latinoamericana. Su obra, El hombre y los valores en la filosofía latinoamericana (1975), que publicó junto a Risieri Frondizi, fue la que me condujo a este campo del conocimiento. Recuerdo muy bien el día en que ese hermoso libro, publicado por el Fondo de Cultura Económica, llegó a mis manos. Yo sabía muy bien quién era Frondizi, pero no sabía nada de Gracia. Era una época anterior al Internet, cuando una de las pocas fuentes para conocer a los autores eran los gruesos volúmenes del Social Sciences Citation Index, que a su vez derivaban a otras publicaciones. Así fue como me enteré de que Gracia era un joven profesor asistente en un departamento de mi propia universidad, donde yo estaba terminando un magíster y pensaba en el doctorado. Le escribí de inmediato para pedir una entrevista, pero justo en esa época él se encontraba fuera del país. La respuesta, que tomó algún tiempo en llegar, fue muy alentadora.
Cuando egresé en 1981, solo dos plazas universitarias estaban disponibles en todo Estados Unidos y, por supuesto, no conseguí ninguna. Pero Gracia no era de los que cejaba y me apoyó con innumerables cartas hasta que pude consolidarme en un puesto académico. Valoro mucho su apoyo, pero aun más el rigor que siempre me exigió. Cada reunión con él era agotadora, pero nunca desagradable. Por el contrario, siempre tenía un elemento de humor.
Yo tenía muy claro que, al menos en Estados Unidos, no había otro académico que pudiera guiar mis intereses con ese nivel de conocimiento. Para mí él era ya una persona consagrada, pero en realidad él tuvo y tenía que luchar para legitimar la investigación en ese campo. De hecho, como supe después, no había logrado encontrar un editor para publicar su ya clásica antología en inglés. Estas no eran muy buenas noticias para alguien que aspiraba a dedicarse a la historia, pero la perseverancia de Gracia era inspiradora y generaba una confianza en el futuro de la disciplina.
Debo aclarar que no soy filósofo. Soy historiador, si bien estudié filosofía en la Universidad de Chile y probablemente me hubiera dedicado a la disciplina de no mediar el golpe de Estado de 1973. Como a muchos, este evento me cambió la vida, llevándome a Argentina y después a Estados Unidos. Fue precisamente el haber optado por la historia lo que me hizo apreciar la dedicación de Gracia a la filosofía. Y creo que él, a su vez, apreció el hecho de que yo no era totalmente lego en materias de filosofía. Él entendía perfectamente la especialidad de la cual yo provenía en lógica y teoría del conocimiento. Conocía muy bien algunos de los nombres más destacados de nuestra filosofía.
El que llegáramos a conocernos fue una coincidencia, y probablemente no la más auspiciosa. Ambos habíamos dejado nuestros países a la misma edad, si bien bajo circunstancias políticas completamente diferentes, separadas la una de la otra por alrededor de una década. Imagínense una persona cuya vida fue trastornada por el régimen comunista de Fidel Castro, que conoce a otra persona desterrada por la dictadura de Augusto Pinochet y a quien debe considerar como un posible estudiante de doctorado. Bien podría haber sido un desastre, pero resultó ser lo contrario puesto que ambos entendíamos los efectos de dejar el terruño respectivo. Cuba y Chile nos proporcionaban un fuerte sentido de identidad nacional, pero era evidente que compartíamos un lazo común: una pertenencia a la amplia comunidad hispánica. En esa época, él estaba concentrado en el pensamiento de Francisco Suárez y en el principio de individuación en el Medioevo, mientras que yo estaba incubando una tesis sobre el papel de los filósofos en la reforma universitaria de los años 60 en Chile. Sin embargo, nos reuníamos semanalmente, año tras año, entre 1978 y 1981, para discutir temas de filosofía latinoamericana. Evidentemente eran muchos y variados, como la filosofía analítica en Hispanoamérica, pero nos dedicamos en particular a aquellos relacionados con la identidad cultural.
En ese momento no había manera de adivinar que este énfasis en la filosofía hispánica derivaría en los pioneros libros de Gracia sobre el tema central de Debating Race, que convocaron a los más destacados estudiosos del aporte de la filosofía a la conceptualización de uno de los problemas más importantes de nuestro tiempo: las identidades, sean estas raciales, étnicas o nacionales, sin descuidar la relevancia transversal de la religión. Gracia fue un pionero en destacar las raíces comunes en la obra de los filósofos latinos y afroamericanos en Estados Unidos. Como señala Lucius Outlaw en esta obra, Gracia “desarrolló sus ideas en diálogo directo con otros pensadores”, refiriéndose en particular a los pensadores afroamericanos. El término “diálogo” es, de hecho, lo más característico del pensamiento de Gracia. Es allí donde afina sus ideas e incorpora los temas centrales de otras tradiciones y perspectivas, lo que resulta en un avance que supera la usual compartimentación (por ejemplo, filosofía afroamericana, filosofía latina o hispanoamericana). Como él mismo lo dice, “como filósofos debemos enfrentar perspectivas diferentes; debemos aceptar críticas severas, y sobre todo valorar el cuestionamiento de nuestras ideas más queridas para eliminar cuantos prejuicios sea posible”. Un debate con él podía ser acalorado, incluso derivar en duros desacuerdos, pero siempre era respetuoso. Cuando me titulé, estuvimos en desacuerdo sobre ciertos temas históricos, pero si bien eso me alarmó en su momento, consideré que me veía como un par. De cualquier forma, nunca dejamos de colaborar por el espacio de cuatro décadas.
Me dijo que el mayor crimen de la teología era arruinar el sentido del humor. Él, definitivamente, no padeció sus efectos: su risa era legendaria en los pasillos de Baldy Hall, donde se ubicaba el Departamento de Filosofía, y no terminaba hasta que llegábamos a la biblioteca Lockwood, en donde culminaban nuestras reuniones, bajo la mirada poco aprobatoria de los lectores. El nombre ‘Gracia’ sugiere humor, pero también lo que en inglés equivale a ‘grace’, una elegancia en la expresión o en el comportamiento. Él poseía ambas virtudes.
Para dar un ejemplo: después de muchas lecturas acordamos que en la filosofía latinoamericana existían dos grandes tendencias, la “universalista” y la “culturalista”, equivalente más o menos a la distinción de Isaiah Berlin entre zorros y erizos en su famoso ensayo. Podríamos habernos quedado con esta dicotomía, pero ambos reconocimos que ciertos textos escapaban a tal clasificación y que, además, tenían un cierto dejo de ideología marxista. El desafío era separar la ideología de la filosofía, porque al menos yo estaba convencido de que algunos de estos filósofos tenían un entrenamiento disciplinario avanzado y estaban muy lejos de ser demagogos de izquierda. Luego de una nueva ronda de lecturas estuvimos de acuerdo en que se trataba de una posición aparte, que denominamos crítica, e identificamos a sus principales expositores. Publicamos nuestras conclusiones primero en el Inter-American Review of Bibliography (no pudimos identificar en ese momento alguna revista de filosofía en EE.UU., y él las conocía todas, que se interesara por el tema) y luego en la introducción de nuestro libro Filosofía e identidad cultural en América Latina, publicado por Monte Ávila en Venezuela en 1988. Hoy, esta tipología es la más común, pero fue Gracia quien la ponderó con espíritu crítico y finalmente la validó. Siempre solía decir que si alguien está en desacuerdo con alguna propuesta conceptual, que la manifieste y se someta a la misma revisión crítica.
Gracia fue siempre un maestro generoso: desde que empezamos a trabajar, publicamos también juntos. Me dio todas las oportunidades para conocer cada aspecto de las exigencias académicas, desde escribir una reseña o artículo, hacer presentaciones en ámbitos locales o internacionales, hasta publicar un libro. No había tarea que fuera tan pequeña como para no abordarla y transmitir valores académicos. Esta colaboración era, para un estudiante de posgrado, una gran preparación para enfrentar las realidades del mercado laboral a principios de la década de 1980. Cuando egresé en 1981, solo dos plazas universitarias estaban disponibles en todo Estados Unidos y, por supuesto, no conseguí ninguna. Pero Gracia no era de los que cejaba y me apoyó con innumerables cartas hasta que pude consolidarme en un puesto académico. Valoro mucho su apoyo, pero aun más el rigor que siempre me exigió. Cada reunión con él era agotadora, pero nunca desagradable. Por el contrario, siempre tenía un elemento de humor.
Recuerdo una discusión sobre un ensayo filosófico particularmente árido que requería alguna familiaridad con la teología. Cuando nos acercábamos a una conclusión, me dijo que había un problema fundamental con la teología. Yo me apronté para escuchar una reflexión profunda sobre Tomás de Aquino o San Anselmo (sobre quienes Gracia había escrito por décadas), pero en vez de eso me dijo que el mayor crimen de la teología era arruinar el sentido del humor. Él, definitivamente, no padeció sus efectos: su risa era legendaria en los pasillos de Baldy Hall, donde se ubicaba el Departamento de Filosofía, y no terminaba hasta que llegábamos a la biblioteca Lockwood, en donde culminaban nuestras reuniones, bajo la mirada poco aprobatoria de los lectores. El nombre “Gracia” sugiere humor, pero también lo que en inglés equivale a “grace”, una elegancia en la expresión o en el comportamiento. Él poseía ambas virtudes.
El libro-homenaje que representa Debating Race, publicado justo antes de su jubilación, no deja duda alguna acerca del liderazgo de Gracia. Como ha dicho Susana Nuccetelli, una de las autoras, “por muchos años Gracia ha sido un líder en el campo, y cada libro suyo que aparece es un gran evento”. Quiero agregar que Gracia llevó lo que antes de él era un tema marginal a uno de los ejes de la disciplina actual, abriendo espacios y generando nuevas ideas y aspiraciones. Pero más allá de sus aportes académicos, quiero enfatizar su compromiso con la formación. A fin de cuentas, esto es lo que más importa en cualquier campo del conocimiento que valore la continuidad del diálogo crítico.
Hace algo más de un año, cuando el coronavirus se estaba propagando en Europa, se decía que era un virus como cualquier otro, como una gripe, y que, como cualquier otra gripe, afectaba a las personas ancianas. Con esto se quería decir que el coronavirus no era un peligro político, no era un “enemigo” que había que combatir, como lo afirmaron prontamente muchos jefes de Estado. El argumento para sostener esto es que las personas ancianas son vulnerables; su muerte es natural.
Este año hemos visto algo realmente insólito, inédito: las personas ancianas son prioritarias para el Estado y, por ende, tuvieron prioridad en el plan de vacunación. Han adquirido visibilidad en la esfera pública. De hecho, muchas de ellas fueron fotografiadas para dar muestra de la activación del calendario de vacunación. La imagen de su brazo pinchado llegó a ser un símbolo. Y aunque no se sepa bien lo que simboliza esta imagen, se trata de un símbolo político.
¿Qué ha pasado entonces entre marzo de 2020 y hoy?
Por cierto, sin darnos cuenta, hemos pasado de la idea de que la muerte de las personas ancianas es natural, a la idea de que su vida es política. ¿Pero a qué idea de política abre la vejez?
Poco tiempo después de marzo del 2020, los hospitales tuvieron que adoptar medidas parecidas a la eugenesia. En el vespertino La Segunda pudimos leer esta noticia aterradora pero presentada (y comentada) como necesaria: “UCI al tope en Temuco: Instruyen que mayores de 65, con cáncer, insuficiencia cardíaca o VIH no serán prioridad”. A esto se agrega la actitud heroica de algunos “mayores” que afirmaban que, en caso de contagio, cederían su lugar en el hospital para privilegiar las vidas de los jóvenes, vidas que, hemos de suponer, tenían entonces más valor.
Con todo, no podemos decir que la eugenesia fue una política de Estado, es decir, que haya habido un objetivo de determinar el valor de las vidas humanas y de seleccionar a estas últimas a fin de potenciar una sociedad. Por el contrario, quizás estas discriminaciones se definieron en un momento de total oscuridad sobre lo que iba a ocurrir. No se tenía un proyecto político, una visión del mundo. Al contrario, parecía un momento apocalíptico, en el que se pensaba solo en salvar vidas y no en configurar un mundo para la vida. Aun así, en esta suerte de suspensión del mundo, eugenesia y heroísmo podían recordarnos algunos de los peores momentos políticos de la historia.
La prioridad dada a las personas vulnerables es parte de un cálculo político: si las personas vulnerables se vacunan primero, disminuye la posibilidad de un colapso de las infraestructuras hospitalarias, y mejora la posibilidad de que la población en su conjunto pueda ser atendida en caso de contagio. Aquí no interviene ningún criterio sobre el valor de las personas.
En enero de este año, algo pasó que tal vez contribuyó a modificar nuestra idea del momento político en el que estábamos (y estamos todavía). Mientras la cifra de los muertos superó los 1.500 diarios en Inglaterra, los noticiarios mostraron fotos de las personas fallecidas. Me acuerdo de la pantalla llena de imágenes que desfilaban, en su gran mayoría de personas ancianas. Además de rastrear y comunicar diariamente las cifras de las muertes, se hizo público no tanto los rostros de las personas fallecidas sino un rostro de la muerte. Estas fotos, por su proliferación y contexto, nos hacían pensar que las personas que fallecen por coronavirus, por lo general fallecen aisladas, sin contacto con sus cercanos. Eran tantas las fotos, que empezó a aparecer no el hecho de la muerte, sino de sus condiciones. Lo que aparecía con todas estas fotos era que personas ancianas y personas jóvenes morían sin otro a su lado, sin mundo.
En este contexto, la pandemia se podía asemejar a un Estado en guerra. Por cierto, un virus no es nada más que un virus y no un enemigo político. Sin embargo, la impresión de guerra venía del modo en que se fallecía, algunas veces sin un lugar humano (en la calle) y, por protocolo sanitario, separados de los “suyos”. Al mostrar tantas imágenes de las personas fallecidas, las fotos nos ponían ante un mundo desprovisto de los marcos culturales que hacen que vivir y morir sean parte de una comunidad humana. En suma, las fotos daban cuenta de la relación entre los vivos y los muertos. Porque, si bien siempre se muere “solo” o “sola”, se vive con el morir de otros y otras, con su finitud y con su sufrimiento. Se vive sabiendo que otras personas, cercanas, se irán, y muchas veces somos testigos de su partida y, antes, de su resistencia.
Toda separación toma tiempo y hace su camino, sus lazos, sus percepciones, su mundo. Pero la pandemia, al confinarnos, confisca esta dimensión compartida.
Aquí la impresión de guerra no se debe a una situación de enemistad, sino a la falta de infraestructuras políticas para vivir y morir, para vivir con el morir o el sufrir de otros y otras, y para morir o sufrir dentro de un mundo del que somos parte: vivos, muertos, sufrientes o vigorosos. Es más, en el momento en el que se calculan diariamente los muertos, se calculan también tácitamente los vivos: no somos más que un número. Tal como ocurrió en mayo del año pasado en varias UCI, ya no se trata de sostenernos en un mundo, sino de determinar qué vidas serán prioritarias en función de cuántas vidas podremos salvar. Es el mundo de los vivos el que empieza a temblar. No es correcto entonces pensar que la muerte de las personas ancianas es natural. No existe la muerte. Existen modos de morir. Y estos son políticos. Hablan del mundo en su conjunto. O de su ausencia.
¿Qué ocurre cuando se determinan políticas de vacunación en las que las personas ancianas y de manera general, las personas vulnerables, son prioritarias?
Al poner la vulnerabilidad al centro de la política, se restituye el mundo que no teníamos cuando arrancó la pandemia y que hace falta muy a menudo. Al poner a las personas ancianas al centro del escenario, opera un cambio de perspectiva. Mientras no haya criterios que nos permitan determinar el valor de las vidas, la vulnerabilidad, en la medida en que llama a estar con otros, en la medida en que abre a múltiples percepciones y resistencias, es el punto en el cual se abre un mundo.
Por cierto, la prioridad dada a las personas vulnerables es parte de un cálculo político: si las personas vulnerables se vacunan primero, disminuye la posibilidad de un colapso de las infraestructuras hospitalarias, y mejora la posibilidad de que la población en su conjunto pueda ser atendida en caso de contagio. Aquí no interviene ningún criterio sobre el valor de las personas. Se trata de un cálculo político: de lo que permitirá sostener a la comunidad en su conjunto.
Por esto, la imagen de las personas ancianas vacunadas puede asemejarse a una imagen de propaganda. Sirve para mostrar los logros de una política de Estado. Sin embargo, el efecto de este cálculo es que vuelve a poner la vulnerabilidad al centro de la política. En el invierno de 2020 se trataba de salvar vidas y, por ende, algunos iban a tener una actitud heroica, una actitud centrada en la superioridad moral de algunos individuos (¡yo cederé mi lugar!). No cabía la vulnerabilidad. A falta de criterios éticos (¿y cómo tenerlos?), teníamos héroes.
Hoy día, en cambio, tenemos una política pública de vacunación, en la que no solo se privilegian los más vulnerables, sino que no operan –por lo menos no abiertamente– los privilegios de clases o económicos. Esto es un cambio sustancial. Y es que, al poner la vulnerabilidad al centro de la política, se restituye el mundo que no teníamos cuando arrancó la pandemia y que hace falta muy a menudo. Al poner a las personas ancianas al centro del escenario, opera un cambio de perspectiva. Mientras no haya criterios que nos permitan determinar el valor de las vidas, la vulnerabilidad, en la medida en que llama a estar con otros, en la medida en que abre a múltiples percepciones y resistencias, es el punto en el cual se abre un mundo. Sin la fragilidad no hay mundo común, sino un mero cálculo de lo que resulta más funcional para una sociedad.
La imagen de las personas ancianas vacunadas es entonces de doble filo: es la imagen de un cálculo político y es la imagen de lo que restituye el mundo a la política. La fragilidad y la vulnerabilidad que suelen ser o bien patologizadas o bien principio de discriminación (como ocurre cuando se dice que personas mayores o con enfermedades no serán prioritarias en las UCI), o bien ocultadas, nos desplazan y nos abren al mundo. En la fragilidad de las personas ancianas está nuestro ser-con, nuestra condición política, y está nuestra posibilidad de compartir resistencias y de experimentar los lazos en sus fragilidades. Quiero pensar que la imagen de las personas ancianas vacunándose puede ser más que una propaganda usada para enfatizar los méritos de un gobierno. De pronto allí se subraya –y valora– lo frágil de la comunidad; fragilidad sin la cual la salud se torna una mera preocupación higiénica, y la política se limita al cálculo o a la moralidad del héroe.
Las biografías de los expresidentes estadounidenses son como las películas de James Bond: predecibles de comienzo a fin, pero siempre hay alguna característica que hace que cada iteración de la saga de reflexiones sobre sus años en la Casa Blanca tenga su propio sabor. Mientras Mivida, de Bill Clinton, mostró con lujo de detalles su habilidad para hacer campaña y su interés en influir en los grandes temas políticos internacionales, en All the Best (Lo mejor), George H. Bush recopila cartas escritas a lo largo de 70 años, las cuales muestran sus elitistas preocupaciones por el orden mundial y esa actitud de derechos adquiridos de oligarca interesado en mantener la supremacía estadounidense que siempre lo caracterizó.
Una tierra prometida, de Barack Obama, también tiene su propio acento. Como todas las autobiografías presidenciales, el libro está lleno de referencias indirectas que buscan aclarar confusiones, criticar la poca visión de adversarios y algunos aliados, burlarse de las obsesiones de otros actores políticos con los que le tocó interactuar, justificar algunas de sus decisiones polémicas y explicar algunos de sus errores y omisiones. Para los lectores que no están necesariamente versados sobre la política cotidiana estadounidense, muchos de esos detalles pasarán inadvertidos y decenas —sino cientos— de las 700 páginas del libro se tornarán tediosas o llenas de detalles y referencias que serán difíciles de entender. Pero ya que está maravillosamente bien escrito y combina magistralmente descripciones, análisis y reflexiones, el libro resulta una placentera experiencia de lectura incluso para aquellos que no siguieron al detalle —o no están interesados en aprender— lo que ocurrió en los dos períodos en que Obama fue presidente de los Estados Unidos.
Los mejores momentos y las perspectivas más profundas que ofrece el libro están en las primeras 200 páginas, cuando Obama cuenta sobre sus primeros años en política y recrea la campaña presidencial de 2008. Esas páginas están llenas de ideas sobre lo que significa hacer carrera política, sobre la ambición que tiene todo político de poder llegar a posiciones de más poder y sobre la compleja interacción que existe entre los políticos y los ciudadanos que depositan su confianza —y sueños y temores— en sus representantes. Precisamente porque la política consiste en tener que negociar y forjar acuerdos con personas que piensan de forma diametralmente distinta y, muchas veces, hay que hacer esa negociación desde una posición minoritaria o de debilidad, las anécdotas y pensamientos que comparte Obama iluminan la complejidad del desafío de representación democrática. Comentando una vez que invitó a su entonces novia, Michelle, a una reunión en una organización comunitaria en la que trabajaba, Obama recuerda que, después de la reunión, ella le dijo que había sentido que él le daba esperanzas a la gente. Obama recuerda que él le contestó que la gente necesitaba más que solo esperanza. Obama luego cuenta que en ese momento estaba indeciso entre la tentación de liderar los cambios y la de empoderar a las personas para que ellas mismas pudieran generar sus cambios. En esa reflexión, Obama cristaliza el problema de la representación democrática. Porque todas las personas creen que sus problemas son los más importantes y su visión de vida la que más beneficio traerá al país, hay un elemento ineludible de decepción en el proceso de representación democrática, tanto para los que buscan ser representantes como para los ciudadanos que buscan ser representados.
Como Obama salió del poder de forma exitosa, respetado y querido por la población, no se vio forzado a dar demasiadas explicaciones o justificar de forma extensa sus errores y omisiones. Por eso el libro no tiene mucho de esos intentos por limpiar su imagen.
Una tierra prometida logra sus mejores momentos cuando Obama piensa en la gente común. En su texto de 700 páginas, que cubre desde sus inicios en política en la ciudad de Chicago hasta el cuarto año de su primer mandato, Obama destaca los momentos más importantes de su administración y discute las decisiones más complejas, y también las más controversiales. Pero son los breves comentarios que desliza sobre los trabajadores de la Casa Blanca, sobre personas que conoció en campaña o como presidente y sobre los políticos con los que interactuó cuando el texto alcanza sus mejores momentos. Esas referencias que aparecen aleatoriamente en cada capítulo, constituyen maravillosas descripciones de la diversidad de personas con las que les toca interactuar a los presidentes. Comentando su vida en la Casa Blanca, Obama menciona a los dos mayordomos más antiguos, “dos hombres negros, con prominentes barrigas, con agudos sentidos del humor y la sabiduría que se adquiere al tener el privilegio de ver la historia desde la primera fila”. Aunque la familia de Obama les pedía a los mayordomos Buddy Carter y Von Everett —“que podrían haber sido hermanos de mi suegra o tíos de Michelle”— que remplazaran sus smokings por pantalones khakis y camisas polo cuando estuvieran sirviendo la mesa, Von Everett le contestó un día al mandatario: “Queremos asegurarnos de que ustedes sean tratados de la misma forma en que han sido tratados todos los otros presidentes”; y Buddy anadió: “Usted y la primera dama ni se imaginan lo que esto significa para nosotros, señor presidente. Tenerlos a ustedes aquí…”.
A diferencia de otras biografías presidenciales, Obama aparece genuinamente más interesado en saber lo que pensaba un mayordomo negro que había trabajado varias décadas en la Casa Blanca al tener que atender al primer presidente negro en la historia de Estados Unidos, que en discutir la personalidad de Putin o de otros líderes mundiales. La reflexión que hace Obama sobre personas de a pie con las que le tocó interactuar —como candidato, como senador estatal en Springfield, la capital de Illinois, y como senador nacional en Washington— son mucho más profundas y enriquecedoras que las aburridas descripciones que hace de los líderes mundiales. De una conversación con el rey de Arabia Saudita, Obama solo destaca haberle preguntado cómo lo hacía para lidiar con las numerosas esposas que tenía.
La razón por la que Obama dedica tantas reflexiones y análisis al hablar de la gente común parece asociada a que él entendió desde muy temprano en su carrera política que su biografía, su condición de hombre negro que quería trabajar dentro del sistema, más la tranquilidad y poca agresividad de su liderazgo, alimentaban las esperanzas de las personas. En el libro refiere repetidas veces a la responsabilidad que implica ser el receptor de esa esperanza. Cuando escribió su discurso de aceptación a la candidatura presidencial demócrata en 2008, dice que, con su equipo, concordaron en que el momento obligaba a un texto que estuviera más en prosa que en poesía, pero al revisar una cita al discurso histórico de Martin Luther King (Tengo un sueño), Obama se detuvo en una frase poco recordada: “No podemos caminar solos”. Esa idea lo llevo a pensar en aquellas “personas de la tercera edad que me habían escrito para contarme que habían madrugado para ser los primeros en la fila para votar en las primarias, incluso estando enfermos o incapacitados”, y en “mujeres y hombres negros de cierta edad que, como los padres de Michelle, habían quietamente hecho lo que era necesario para alimentar a sus familias y enviar sus hijos a las escuelas y ahora reconocían en mí algunos de los frutos de su trabajo”.
El expresidente recibe a un grupo de niños en la Casa Blanca.
Obama supo potenciar ese liderazgo y lo aprovechó de forma exitosa, ganando la elección de 2008 y la reelección en 2012, pero materializar la esperanza que la gente depositó en él era una tarea mucho más compleja, que no dependía solo de sus intenciones. El proceso político supone que los líderes deben ser capaces de construir acuerdos con personas que piensan distinto y que no recibirán el mismo premio de la opinión pública que tendrá el presidente si logran llegar a un acuerdo. La capacidad de convicción, de negociación y de aprovechar las breves ventanas de oportunidad que ocasionalmente se abren, permiten que los grandes líderes impulsen cambios que permanezcan en el tiempo.
El hecho de que Obama se convirtiera en el primer hombre afroamericano —hijo de padre keniano y madre blanca de Kansas— en llegar a la presidencia de Estados Unidos representaba un desafío monumental para lo que vendría en los siguientes cuatro años. Iba a ser difícil que algo que hiciera Obama pudiera superar, en los libros de historia, la mención a que, por primera vez en la historia del país más poderoso del mundo, un hombre negro fuera electo presidente de la república. Si bien Obama no es descendiente directo de esclavos —su padre llegó a Hawái como estudiante en la década de los 50—, la esposa e hijas de Obama son descendientes de esclavos. Que una familia compuesta por descendientes de esclavos haya llegado a ocupar la Casa Blanca, la casa presidencial estadounidense construida por esclavos negros, es un dato simbólico difícil de superar. Además, dado que Obama asumió la presidencia en medio de la peor crisis económica que el país haya experimentado desde la Gran Depresión de 1929, parecía difícil que Obama pudiera construir un legado que fuera más allá de ser el primer presidente negro en la historia de su país.
Pero como describe con lujo de detalles en el capítulo 4, Obama abordó con energía y determinación el desafío de crear un sistema de salud que avanzara decididamente hacia la cobertura universal. El Obamacare, como despectivamente llamaron sus adversarios a su programa de salud, se convirtió en el legado de política pública más significativo y permanente de sus ocho años en el poder. Son pocos los presidentes que logran que una política pública lleve su nombre. En el caso de Obama, fueron sus propios adversarios —muchos de los cuales resentían más el color de piel de Obama que sus ideas políticas, moderadas y pragmáticas— los que terminaron bautizando esa profunda e importante reforma y que, pese a sus promesas de campaña llamando a derogarla, no pudo ser eliminada por Trump.
Las reflexiones que hace Obama en los primeros capítulos del libro, sobre cómo ganarse el corazón de las personas y cómo lograr que la gente deposite su confianza en un candidato, debieran ser lectura obligada para cualquier persona que aspira a representar o liderar a un grupo, mucho más allá de si su arena de acción es también el mundo político.
Como Obama salió del poder de forma exitosa, respetado y querido por la población, no se vio forzado a dar demasiadas explicaciones o justificar de forma extensa sus errores y omisiones. Por eso el libro no tiene mucho de esos intentos por limpiar su imagen. Lo poco que hay está asociado a pecadillos que humanizan al expresidente, como su adicción al tabaco o su determinación a pasar más tiempo con su familia, aunque eso le restara tiempo para dedicar a cabildear y convencer a políticos que dan un valor excesivo a estar físicamente cerca de aquellos que ostentan el poder.
Aunque solo han pasado cinco años desde que Obama dejó el poder, el mundo ha cambiado mucho desde enero de 2008, cuando Obama inició su campaña presidencial en un camino cuesta arriba, que tenía como gran favorita a Hillary Clinton para conseguir la nominación del Partido Demócrata. Y si bien las campañas ahora ya no se hacen de la misma forma —la televisión es menos importante y las redes sociales mucho más—, las reflexiones que hace Obama en los primeros capítulos del libro, sobre cómo ganarse el corazón de las personas y cómo lograr que la gente deposite su confianza en un candidato, debieran ser lectura obligada para cualquier persona que aspira a representar o liderar a un grupo, mucho más allá de si su arena de acción es también el mundo político. A su vez, las reflexiones que hace Obama de los momentos clave de su presidencia, como cuando recibió el Premio Nobel de la Paz en 2009 (“Hagas lo que hagas, no será suficiente, pero tienes que seguir intentándolo”), son lectura obligada para cualquier persona que aspire a desempeñarse exitosamente en un puesto de liderazgo.
La gran lección de este libro —y lo que lo distingue entre las numerosas autobiografías de notables políticos que abundan en las librerías— es la increíble y encomiable capacidad de Obama de capturar la esencia de la personalidad de las personas comunes y corrientes. Al ser capaz de entender esos sueños y temores, Obama fue también capaz de llegar a ganarse la confianza y recibir el mandato de representación de esas personas. En esa habilidad radica el éxito de este hombre inteligente, preparado y trabajador. En este libro, el líder carismático que ya conocíamos y que se hizo mundialmente respetado y admirado, entrega una faceta menos conocida, pero esencial para entender su éxito. Obama es también un líder profundamente perceptivo, capaz de leer con fineza los sueños y temores de los ciudadanos.
Una tierra prometida, Barack Obama, Debate, 2020, 928 páginas, $17.500.
Fue la tarde del 4 de enero de 2011 cuando se reportó la muerte del joven tunecino Mohammed Bouazizi. Pocos días antes, este desconocido vendedor ambulante había llamado la atención de los medios locales por prenderse fuego ante la confiscación de sus frutas y verduras. Como trabajador informal y precarizado, se había negado a pagar un soborno exigido por la policía. Aunque su cuerpo no soportó las quemaduras, ellas fueron el combustible para una inédita ola de revueltas que se propagaría en el Medio Oriente y el Norte de África. La masividad en las calles demostró que la autoinmolación de Bouazizi resonaba simbólicamente en los sectores populares y sus luchas cotidianas: desempleo, marginalización, corrupción, injusticia, represión. Para muchos, este fue el hito que dio inicio a la llamada Primavera árabe.
Una década después, la región enfrenta tiempos difíciles. Sangrientas guerras civiles, millones de desplazados y la persistencia de regímenes autoritarios son el triste legado de un levantamiento popular que prometía cambios profundos bajo las banderas de mayor democracia y justicia social.
Como coyuntura crítica en la historia reciente, la Primavera árabe ha producido tanta literatura como interpretaciones. Entre las más originales se destaca la obra de John Chalcraft, profesor en London School of Economics del Reino Unido. Reconocido como un experto en política del Medio Oriente, Chalcraft ha puesto en perspectiva histórica los levantamientos de 2011. Ellos no serían un simple estallido de indignación, sino el resultado de largas décadas de lucha popular, donde el protagonismo es asumido por los grupos tradicionalmente excluidos. Su último libro, Popular Politics in the Makingof the Modern Middle East (Cambridge University Press, 2016), es la narración de este proyecto contrahegemónico desde la mirada de los sujetos comunes.
¿Cómo evalúa la situación del Medio Oriente y el Norte de África, una década después de la Primavera árabe? Mi balance es muy negativo. Uno sin duda puede hacer algunos juicios positivos sobre estos levantamientos como movilizaciones en nombre del “Pan, Dignidad y Libertad”. En un nivel más doméstico, es positiva la construcción de instituciones democráticas liberales en Túnez. También, una hazaña sorprendente fue la autonomía democrática y el feminismo logrados por la “Revolución de Rojava” de los kurdos, en el norte de Siria. Sin embargo, la política interestatal de la región –esa que rara vez ha dado motivos de esperanza– hoy se ha vuelto aún más negativa y represiva. En Siria y Yemen vemos los horrores de la guerra civil. En Libia y Líbano, los severos problemas de la parálisis estatal y el control de las milicias, respectivamente. En Egipto, un autoritarismo recargado, mientras que el conflicto entre Irán y Arabia Saudita se ha intensificado, expandiendo el sectarismo en la región. El colonialismo israelí se ha vuelto más explícitamente etnocrático y la Autoridad Palestina, más represiva internamente. En todas partes persisten agudos problemas socioeconómicos, subdesarrollo, degradación medioambiental, etc. El feminismo y los derechos del colectivo LGBT han luchado mucho por sobrevivir. Por todo esto, el panorama hoy es muy sombrío.
¿Cuáles fueron los puntos fuertes de la Primavera árabe? Como mi enfoque es la historia política “desde abajo”, una de las mayores fortalezas que veo es lo que precisamente ocurrió a nivel de la política popular. Lo que el año 2011 demostró dramáticamente fue la existencia de una especie de autoactivismo popular, una afirmación de autonomía en nombre de un “buen sentido” que rechazaba el amiguismo y la corrupción de los regímenes, especialmente en Bahréin, Siria, Túnez, Egipto, Libia y Yemen. Ese buen sentido tiene que ver, en parte, con los derechos socioeconómicos (“Tengo derecho a un empleo, a un trabajo para poder casarme, educar a mis hijos, para acceder a una casa. Pero el régimen corrupto impide todo esto”). Este tipo de sentido común popular –que no es ni una versión islamista de la lucha popular, ni un populismo militar de derechas, ni una forma abstracta de activismo de las ONG– supuso posibilidades reales para nuevas formas de política popular en el Oriente Medio y el Norte de África.
Aprender de protestas como esta –de su destino y fortuna, de sus fortalezas y debilidades– implica tanto pasión como distancia. La pasión por transformar las cosas y el pesimismo del intelecto. Es un doble proceso de aprendizaje. Esto es absolutamente vital para la expansión de la lucha popular en general.
¿Y qué hay de las debilidades? Una debilidad ha sido la incapacidad de este tipo de autoactivismo popular para expandirse y desplegarse. En otras palabras, desarrollar el significado de las consignas de “Pan, Dignidad y Libertad” en términos de organización, ideología y programas. También le faltó preguntarse: ¿Qué significa esto institucionalmente en la sociedad civil y en la sociedad política? ¿Qué significa para las relaciones regionales e interestatales? ¿Para la economía y las minorías? Pensando en la historia y la política desde abajo, eso es lo que veo como una de las principales debilidades.
En sus investigaciones no utiliza el concepto de Primavera árabe. ¿Por qué? Yo hablo de “levantamientos populares”. Hay una comparación real que se puede hacer entre la Europa de 1848, a la que se suele llamar la “Primavera de los pueblos”, y la de 2011 en Oriente Medio y el Norte de África. Aunque estas comparaciones históricas sean ricas y apasionantes, no me importan. Estamos hablando de acontecimientos que afectan a toda una región. El problema esencial de la terminología de la “primavera” es que crea la idea de un brote aislado en un campo de miseria. Sin embargo, las luchas cotidianas y populares que fueron tan relevantes en 2011 siguen vigentes. ¿Qué pasa con los levantamientos en Argelia, Irak, Marruecos, Sudán en los últimos tres años? Estas protestas son continuas. Por eso prefiero la terminología de levantamiento y lucha popular.
Como la mayoría de los levantamientos fracasaron después de 2011, ciertas perspectivas orientalistas reforzaron la idea de que el mundo árabe “simplemente no puede convivir con la democracia”. ¿Cómo explicar el fracaso del orden democrático en la región, más allá de los prejuicios? Los factores que explican este patrón envuelven cuestiones problemáticas en la región durante los últimos 50 años. En primer lugar, una forma particular de reestructuración neoliberal, rentismo, “capitalismo de amigos” y redes de clientelismo. En segundo lugar, el desarrollo de un Estado de seguridad (“securitocracia”) con un aparato de represión interna muy avanzado. En tercer lugar, el rol de los militares en política, especialmente en lugares como Egipto. Cuarto, la expansión de las fuerzas sectarias del islamismo y el sionismo. Por último, las ampliamente difundidas opiniones esencialistas de que los árabes y los musulmanes no pueden hacer posible la democracia. Todos esos factores juntos son poderosamente antidemocráticos.
Sin embargo, la región también alberga casos donde la democracia sí ha florecido después de 2011. Por ejemplo, Túnez. Las formas organizativas y culturales de lucha de la sociedad civil, conectadas con las formas de autoactivismo popular, han pesado mucho en la balanza. Si comparas Túnez y Egipto, encuentras cómo los principales actores se comportan de forma diferente. En Túnez, hubo un comportamiento más democrático en el poder judicial, los sindicatos, el ejército y los partidos políticos. Incluso si se observan las formas de autoactivismo popular, las demandas por democracia en Túnez han sido más articuladas que en el caso de Egipto. Por lo tanto, si se quiere entender cuándo se avanza hacia instituciones democráticas en el Oriente Medio y el Norte de África, es útil fijarse en los factores organizativos y culturales de las luchas populares. Ellas tienen que articularse en un entorno muy hostil.
Si la pobreza, la opresión y la injusticia social eran condiciones estructurales en los países de la región, ¿qué explica que dichos malestares pasivos se convirtieran en movilizaciones activas en 2011? Lo que he argumentado en mis investigaciones es que estos levantamientos populares se entienden mejor en función del protagonismo, el activismo y las iniciativas de quienes se movilizaron. Hay que estudiar los nuevos modos organizativos y culturales de las personas que estuvieron en el origen de estos levantamientos. En 2011, tienes un estado tambaleante del orden antiguo (lo que he llamado “contracción hegemónica”): la incapacidad de los antiguos regímenes corruptos de ganar el consentimiento de las personas. Pero eso es solo una condición facilitadora, no explica por qué la gente tomó la iniciativa. Por lo tanto, tenemos que mirar a los que salieron a la calle y se organizaron en relación con sus circunstancias. Tanto en el hogar y en el trabajo, en la política y en la sociedad civil. Hay que observar a aquellos que estuvieron dispuestos a arriesgar sus cuerpos para desafiar el statu quo y lograr algo nuevo. Tenemos que estudiar ese tipo de protagonismo histórico, cómo se constituye y cómo se teje. Así es como –basándome en Gramsci– me gusta explicarlo, sin explicarlo.
Manifestación en la Plaza de los Mártires de Beirut durante la Primavera árabe en 2011.
Las movilizaciones de 2011 no fueron lideradas por partidos políticos ni por un movimiento social. No hubo un liderazgo claro. Sí, estos fueron levantamientos de gente común, de grupos de la población de muy diversa índole: desempleados, trabajadores del sector público y de la industria, mujeres, coptos (minoría cristiana), musulmanes. Gente de los barrios populares y de las zonas periféricas. Gente que veía la televisión o habían vivido la violencia policial y que se movilizaron con esta historia en su mente. Por mis investigaciones me tocó entrevistar a hombres jóvenes que decían: “Mira, yo luché contra la policía. Lo hice por mis hijos, por su futuro. He trabajado toda mi vida y no tengo dinero”. Esto es claramente un fenómeno de autoactivismo popular, más que el resultado de una dirección ideológica organizada, ya sea islamista, liberal o socialista. Sin estos sectores movilizados, no hay levantamiento popular de 2011.
¿Qué innovaciones ves en estos movimientos en términos de acción colectiva? En primer lugar, la ocupación masiva y continua del espacio urbano. No se trataba solo de manifestaciones: las multitudes declararon que no se irían a casa hasta que se cumplieran sus exigencias. Esa fue una forma muy dramática de innovación y resonó en todo el mundo. La gente hizo suya esa idea de ocupación, y de repente la palabra “ocupación” se convirtió en una palabra positiva. No debemos olvidar tampoco las batallas campales que se generaron contra la policía, y los modos de organización horizontales sin líderes sobresalientes. Estas también fueron innovaciones importantes.
¿Qué lecciones pueden recoger los activistas de todo el mundo a partir de la experiencia árabe? Aprender de protestas como esta –de su destino y fortuna, de sus fortalezas y debilidades– implica tanto pasión como distancia. La pasión por transformar las cosas y el pesimismo del intelecto. Es un doble proceso de aprendizaje. Esto es absolutamente vital para la expansión de la lucha popular en general. Sin ese aprendizaje, parece inconcebible saber cómo reconstituir el mundo. ¿Pero qué aprendizaje? Si estás sentado en Chile o en Inglaterra, esa es una pregunta muy compleja y que la gente aprenderá a responder en función de sus historias.
¿Y en términos de distancia? En Chile, después del estallido de octubre de 2019, sectores de izquierda han mostrado excesivo optimismo por la masividad de las movilizaciones. Como si la energía de las calles bastara para avanzar en transformaciones profundas. Como nos recuerda Gramsci, la crisis de autoridad –que implica el autoactivismo popular– es un momento potencialmente transformador, pero a la vez peligroso. En parte porque los grupos gobernantes, las clases dominantes, se organizan más rápidamente. Ellos tienen experiencia y disponen de recursos. Comenzamos esta entrevista con un panorama muy sombrío sobre la situación actual en la región. Parte de ello tiene que ver con la forma en que los grupos gobernantes han tratado de reorganizarse a raíz de algo que perciben, con razón, como un desafío fundamental: la emergencia de un nuevo tipo de política popular. Así se entiende la brutal respuesta represiva de los gobiernos en Medio Oriente y el Norte de África.
De vez en cuando se producen encuentros que de alguna manera son una excepción a la cotidianidad, aun estando insertos en ella. Encuentros que dejan una estela poderosa, capaz de irradiar y despertar interés en el resto. Da lo mismo el tiempo que puedan durar, lo que establece la diferencia respecto de la suma de encuentros que conforman la cotidianidad es la intensidad con que se dan, como si se ensamblaran en el tiempo y en el espacio dos piezas/existencias hasta entonces lejanas y desconocidas.
La primera vez que Claudia Donoso conoció a Stella Díaz Varín (1926-2006) terminaron bailando tango, y en un encuentro posterior estuvieron horas encerradas en una oficina prestada de la Sech hablando y tomándose las botellas de un licor que había en los estantes. Ya de noche, tuvieron que bajar las escaleras sentadas para no irse al suelo. Apoyo mutuo trascrito en estas conversaciones sostenidas a lo largo de siete años, al alero de un especial afecto y confianza.
Leer La palabra escondida: conversaciones con Stella Díaz Varín es asistir a la condensación de aquel encuentro, el de dos soledades amigas enfrentadas a la vida sin concesiones. Y quizás es esta una de las razones por las cuales la química entre ellas hace lo suyo con el tráfago de palabras. No hay pauta ni programa en la dirección que va tomando el diálogo, la conversación anda y fluye de manera natural, ninguna condescendencia las embauca. El diálogo es transparente. Donoso no tiene escrúpulos en preguntar y Stella en responder. O no. Y en sus respuestas parte recreando con una exactitud e imaginación prodigiosa el mundo de su infancia en La Serena, escenas de un Chile ya ido. También cuenta de qué manera la biblioteca fue una salvación en esa provincia que de tan pequeña resultaba claustrofóbica. Apodada la Colorina cuando recién se bajó del tren a Santiago, ciudad que marcó en ella el fin de toda utopía. Nuevas relaciones surgieron y especialmente entrañable fue la yunta que tuvo con Teófilo Cid, amigo de andanzas y de poesía. Importante también fue su amistad con Jodorowsky, eso sí, hasta antes de que se convirtiera en “esa cara de gallina ridícula que tiene ahora” y de que comenzara a llenarse la boca con los que habían sido sus amigos.
Claudia Donoso sabe conducir —o lo que es mejor: desconducir— la conversación. Así, cuando se habla de Sartre también se puede hablar de los chunchules, y es precisamente esa capacidad de no cerrar los temas, de no agotarlos, lo que vuelve fascinante este libro. Donoso, como en la riqueza del desorden organizado de sus collages, recorta y retoma hitos o hilos fundamentales de lo que va pensando Stella, para en 10 páginas más adelante darle otra vuelta, una nueva perspectiva desde donde mirar.
Donoso se mueve rápido para salir del paso cuando se crispan los ánimos a propósito de una pregunta, como cuando hace alusión al olor de Teófilo Cid o a los hijos que perdió la poeta… Pero como en cualquier conversación franca y directa, nada detiene el flujo ni cancela el diálogo, y se sobreponen sin más drama.
Stella Díaz Varín regala al paso en la conversa secretos caseros o recetas, con el corazón gozoso de esas antiguas madres o abuelas que compartían casa y cocina. Y es que el desarrollo de lo cotidiano y su sana inclusión en el diálogo hacen de ambas mujeres y de su alrededor una presencia a los ojos de quien lee; como si asistiéramos a una intimidad se las puede ver buscando el sacacorchos o picando cebolla para preparar un suflé o sirviéndose vino a sus anchas mientras siguen hablando del distanciamiento de Stella con el Partido Comunista, o del rumor que se habría difundido de que fue amante de González Videla, o de cómo cresta ganarse la vida.
Claudia Donoso sabe conducir —o lo que es mejor: desconducir— la conversación. Así, cuando se habla de Sartre también se puede hablar de los chunchules, y es precisamente esa capacidad de no cerrar los temas, de no agotarlos, lo que vuelve fascinante este libro. Donoso, como en la riqueza del desorden organizado de sus collages, recorta y retoma hitos o hilos fundamentales de lo que va pensando Stella, para en 10 páginas más adelante darle otra vuelta, una nueva perspectiva desde donde mirar. Y la poeta se sube a esa micro con la gracia de la libertad que permite expandir los temas y enriquecer la reflexión. Como en la lectura de un buen ensayo, los caminos en este libro están abiertos a los desvíos, muchas veces impredecibles y, por lo mismo, seductores.
Sobreviviente de una violación, de una septicemia, de la dictadura y sus atropellos, de un cáncer, de la pobreza, del silencio; y cada pellejería se cuenta con desacato, nunca desde el sitial cómodo de la víctima o del espeso charco del rencor, sino en la voz de una ‘anarco nihilista’, como ella se define, que ya no cree en nada o en muy poco.
El libro está lleno de humor, se sueltan carcajadas cuando leemos algunos de los recuerdos de Stella, o la forma de referirse a tal o cual, porque en su lenguaje destila el líquido de esa médula profundamente chilena, la de poner agudos sobrenombres, por ejemplo, o la de siempre reírse con escéptica racionalidad de lo trágico, porque no queda otra, el combate se da igual y Stella fue una recia sobreviviente de cada combate librado. Sobreviviente de una violación, de una septicemia, de la dictadura y sus atropellos, de un cáncer, de la pobreza, del silencio; y cada pellejería se cuenta con desacato, nunca desde el sitial cómodo de la víctima o del espeso charco del rencor, sino en la voz de una “anarco nihilista”, como ella se define, que ya no cree en nada o en muy poco. En sus puños, sobre todo, siempre dispuestos a aforrar cuando las circunstancias lo ameritaban.
Rápida en su oralidad, Stella inventa palabras que define como “pequeñas rasmilladuras del lenguaje”, ahí están sus “ñauñansesen”, “dapsin dipsin” o “nuncamasmente” para acortar o acotar, para no dar la lata. Y es que estas conversaciones nuncamasmente, como diría ella, dan la lata, pues van construyendo a través de un diálogo fraterno el retrato de una mujer comprensiva y a la vez salvaje, dueña de una alegría que nunca fue la de una felicidad satisfecha, porque todos los órdenes fueron contravenidos por su individualidad: “Mi vida ha sido hecha prácticamente de intemperie, y el desorden y la irreverencia son los lujos que me he podido dar”.
Cuando se termina de leer estas páginas, uno quisiera seguir escuchando su voz y en su voz la compañía de tantos espacios, personas, poetas, poemas, horizontes. Todo sucediendo al filo, sin certezas, y con el filo inagotable de su mirada que no solo hechiza, sino que muchas veces sobrecoge por la honda percepción de lo humano.
La palabra escondida: conversaciones con Stella Díaz Varín, Claudia Donoso, Ediciones UDP, 2021, 156 páginas, $12.000.
De todos los hashtag que intentaron llamar a los chilenos a votar Apruebo en el plebiscito del 25 de octubre de 2020, quizás el más exitoso fue: #ganasdecambiarestepaisculiao
El plebiscito demostró la madurez política de los chilenos, su capacidad de convertir el malestar subjetivo en elecciones, candidatos y debates. Sin embargo, la idea de que este es un país de mierda o una mierda de país que hay que cambiar de raíz, es parte esencial del discurso de no pocos constituyentes y la razón por la que un grupo de encapuchados sigue indignándose en Plaza Italia.
Que Chile pudiera ser un país de mierda o una mierda de país, es algo que aprendí recién cuando volví a los 14 años. “Patria o muerte, compañero”, era la frase de los carteles del MIR que poblaban no pocos departamentos que visitaba entonces, cuando mi familia estaba exiliada en París. “Chile o muerte” intituló Germán Marín un panfleto de exiliados cuya portada cuelga todavía en la nueva Tate Gallery de Londres. Poder viajar a cualquier parte menos a Chile, como decía el pasaporte de mis padres, era considerada la peor de las maldiciones, porque, como cantaba Isabel Parra, “ni toda la tierra entera, será un poco de mi tierra”.
En mi casa había otro disco que quizás permitía adivinar una fisura en ese amor sin barreras que sentíamos por nuestra patria. Se trataba de “Viva Chile M…”, de Fernando Alegría, recitado por Roberto Parada. El poema lo escribió Alegría en Estados Unidos, donde vivió casi toda su vida, como una alabanza y una denuncia a la patria lejana, con sus poblaciones callampas y la explotación minera, pero también con su belleza, paisaje y dolor. La “M…” de mierda que la separara al “Viva Chile”, era en la voz nerudiana de Parada una exclamación de horror, una denuncia en voz baja y un grito de alegría huaso. El actor elegía en una estrofa no agregarle la coma que le faltaba al texto, así el mierda se volvía una forma de acentuar el viva o de calificar a Chile, una exaltación, un “por la mierda” o un “qué mierda” o por “la misma mierda”.
Alegría, profesor de literatura en California, escribió novelas, cuentos y ensayos sobre Chile y Latinoamérica, al mismo tiempo que hacía de puente con la generación beatnik, esa que maldecía a los Estados Unidos, pero nunca se habría atrevido a ponerle la palabra shit a su patria (en parte, porque tendrían que ir a una corte a responder por la ofensa).
El de Alegría era otro tipo de exilio que el de mis padres. Uno que tenía que ver con la condición provinciana de Chile respecto al conocimiento, como el de Arrau, el de Matta y de todos esos científicos que no pudieron seguir con sus carreras en un país pobre y apartado. Pero la chilenidad en Alegría era especialmente problemática. Su tema era esa tierra y una política de la que solo podía participar en forma lateral. Incluso en Chile pesaba sobre él la acusación de ser agente del imperialismo gringo, mientras en Estados Unidos lo creían agente del comunismo internacional.
A los hijos de los exiliados nos llamaban ‘los retornados’, con una mezcla de desprecio y envidia. Nuestro exilio fue llamado ‘la beca Augusto Pinochet’, y a pesar de todo el esfuerzo que los exiliados hicimos para explicar nuestra tragedia, nunca dejaron los chilenos del interior de vernos como unos privilegiados a los que les regalaron un pasaje para escapar de este ‘país de mierda’.
Los exiliados no teníamos, en razón de nuestra expulsión forzada, derecho a esa relación neurótica con el país que tenían los autoexiliados, los viajeros, los bohemios, los huidos por voluntad propia. De vuelta al país, los exiliados adquirieron la costumbre de comparar Chile con esos lugares a los que llegaron sin un peso y asustados. Descubrían con un asombro, digno de mejor causa, que Santiago no era París, Estocolmo, Roma, que no era ni siquiera Ciudad de México.
A mí me gustaba justamente que Santiago no fuera París y que pudiera bajarme y subirme de las “liebres” en cualquier momento y que todo fuera más o menos nuevo, peligroso, absurdo y esperanzado. Era una segunda oportunidad sobre la tierra: no comparaba lo incomparable, pero podía comprender que alguien que había aprendido a comer en Francia, a pensar en Alemania, a gozar en Italia y a tolerar en Holanda, pudiese añorar esas experiencias. Pero me resultaba más difícil comprender por qué mis compañeros de curso del colegio, que nunca habían salido de Chile, encontraban ellos también que este era un país de mierda. Si se tiene más de una tetera, más de un auto o más de un país, es normal comparar y elegir el mejor. ¿Pero si no?
A los niños en Francia no se les ocurría comparar su patria con nada más, y quizá eso los volvía insoportables: creían que habían nacido en el mejor lugar del mundo. Su fe era absurda, pero al menos era consoladora. Mis compañeros de curso chilenos, que defendían su país a brazo partido si un extranjero los ofendía, consideraban que nacer aquí era un castigo, como estar preso en Alcatraz.
A los hijos de los exiliados nos llamaban “los retornados”, con una mezcla de desprecio y envidia. Nuestro exilio fue llamado “la beca Augusto Pinochet”, y a pesar de todo el esfuerzo que los exiliados hicimos para explicar nuestra tragedia, nunca dejaron los chilenos del interior de vernos como unos privilegiados a los que les regalaron un pasaje para escapar de este “país de mierda”. Unos privilegiados, pero también unos imbéciles, que con sus títulos, idiomas y costumbres de primer mundo, intentaban adaptarse de vuelta a un país que les decía en todos los tonos que ya no los necesitaba.
Por esos años, los de mi retorno, Los Prisioneros cantaban “¿Por qué no se van, no se van del país?”, un himno contra todos los que en los círculos alternativos (en las pocas tiendas de discos que traían algo importado) deseaban acceder a la cultura europea o estadounidense. Jorge González, con entonación y desprecio absolutamente chileno, invitaba a todos esos disconformes con la patria, a los que no se llamaban “González ni Tapia”, a irse del país y dejarlos a ellos, González y Tapia, arreglando lo que se podía. El grupo, que no escondía las influencias tan poco nativas de los Clash y Depeche Mode, plasmaba en esa canción el aprecio a lo local como una forma más alta de esnobismo.
“Quiso ser escritor, pero terminó siendo escritor chileno”, es el epitafio genial, inventado por Juan Guillermo Tejeda, que cristaliza la tensión entre el deseo exterior y el conformismo interior. La sensación cierta de que ninguna grandeza puede nacer entre nosotros, mezclada con esa compulsión por quedarse aquí –que marcó la vida del propio Tejeda– y volverse un personaje local.
A otro excéntrico, el músico Acario Cotapos, se le atribuye la idea de que había que vender ‘esto’ y comprar algo más cerca de París. Matta, parafraseándolo, recomendaba venderle el país a los japoneses para comprarse un terrenito en la Toscana. Incluso los que nunca han leído un poema entero de Enrique Lihn, saben que nunca salió ‘del horroroso Chile’.
A otro excéntrico, el músico Acario Cotapos, se le atribuye la idea de que había que vender “esto” y comprar algo más cerca de París. Matta, parafraseándolo, recomendaba venderle el país a los japoneses para comprarse un terrenito en la Toscana. Incluso los que nunca han leído un poema entero de Enrique Lihn, saben que nunca salió “del horroroso Chile”. Gabriela Mistral, que recibió el Premio Nacional de Literatura después del Nobel, escribió su “Poema de Chile” mientras huía de embajada en embajada (de Chile, por cierto). Le horrorizaba que después de una semana aquí la empezaron a llamar “la Gaby”. Violeta Parra, que inventó de la nada nuestro folclore, decía que Chile era un lavatorio de agua estancada a la que nadie le había sacado el tapón del desagüe. A pesar de que la muerte de uno de sus hijos reclamaba su presencia urgente, alargó una de sus giras por Europa lo más que pudo. Ahí conoció a Alejandro Jodorowsky, quien había jurado volver a ese “país de mierda” solo si salía victorioso, porque en Chile ser artista es peor que tener lepra.
El cineasta Raúl Ruiz, un exiliado que se convirtió en un asilado al conseguir el odio de sus compañeros de exilio, coleccionaba razones para arrancar. El país le parecía uno de los círculos del infierno de Dante. A la vez, le atribuía una serie de dones y originalidades completamente fantasiosas. Pero su nacionalismo al revés no horrorizó a nadie. Al contrario, se le agradecía hablar mal de Chile en Cannes. Convertir Chile en una categoría (aunque sea terrible) del espíritu, resultaba una contribución paradójica a la patria. Aquella actitud era, de alguna manera, hacerse parte de una genealogía de intelectuales que no le debían nada al país, pero que seguían –como decía Borges– unidos a la patria más por espanto que por amor, por los siglos de los siglos.
No es sorprendente que al hacerse más frecuentes los viajes y las becas para estudiar en el extranjero, la idea de que Chile es un país de mierda o una mierda de país se haya popularizado. El postulante a una Beca Chile, una de las más generosas que se ofrecen en Latinoamérica, va a Oxford o a Stanford a estudiar la estructura de los partidos políticos o de las generaciones literarias en Chile. Los ramos, los profesores, todo le habla del Chile que dejó y que, en contraste con el primer mundo, ahora le parece más pequeño, mezquino y terrible. Se le olvida que está ahí gracias a una beca del Estado, y que el mismo Estado que paga sus cervezas en el pub, está siendo denunciado por patriarcal y opresivo en los papers de la academia extranjera. ¿Qué otro país de mierda les paga a sus jóvenes para que estudien la cantidad de mierda que acumula? De alguna forma, si el becario pudiera reconocer esa contradicción (el Estado opresivo es su benefactor), tendría que asumir muchas otras que complicarían su tesis y al profesor que, en una actitud perfectamente colonial, no puede más que encontrar que Chile es un país atrasado, como lo son los alumnos. Oxford es Oxford porque no es Santiago, aunque sea la generosa Beca Chile la que sostiene, en parte, todavía de pie los desfinanciados muros medievales de sus colleges.
En el imaginario nacional, salir de Chile es salvarse. Pero la Beca Chile conlleva el compromiso de volver y pagar, trabajando aquí la misma cantidad de años que se estudió afuera. ¡Vaya trampa! Solo si cumples tu compromiso en provincia, puede reducirse la condena. Volver atado a la beca es entonces una derrota, un insulto, un dolor que se le puede atribuir a este país de mierda, a esta mierda de país donde lo que estudiaste afuera no se aplica en ningún lado. Al hacer clases en pregrados de universidades privadas, en colegios de provincias, al ocupar las reparticiones públicas, esta generación de becarios que apenas probó la miel del primer mundo para volver a la hiel de estos potreros, no puede sino acentuar aún más la relación neurótica que los chilenos de afuera, de antes y de hoy, han construido con nuestro país.
Entre las múltiples causas del estallido de octubre de 2019, quizás valdría la pena sumar esta: la nueva clase media intelectual, la primera que no viajó por excentricidad ni por exilio, sino realmente becado por Chile, heredó de las generaciones anteriores la idea de que el país les quedaba chico. Y que ciertamente era una mierda. Una idea que no deja de estar basada en criterios objetivos (desigualdad, injusticias, racismo, misoginia), pero que al mismo tiempo denota una pretensión de estatus. Como una manera de reafirmar la pertenencia a esa élite intelectual.
Socializar el odio al país, convertirlo en un lugar común, es uno de los paradójicos logros del Chile actual. Por cierto, se trata de una victoria pírrica, porque es una pérdida de tiempo intentar convencer al que piensa que vive en un país culeado, que es el menos culeado de los países en la región, y que podría ser mucho más culeado si no nos esforzamos en quererlo un poco. La satisfacción, la gratitud, la objetividad para mirar el país son sentimientos demasiado proletarios y aristocráticos para ser asumidos por quienes acaban de descubrir el placer de la incomodidad, el inconformismo, la rebeldía. La coma que Fernando Alegría le quitó al “Viva Chile mierda”, permite que la mierda se trague a Chile. Ese grito de guerra se escuchará hasta que la mierda se trague también el viva y no haya quien viva en tanta mierda.
Imagen: Paste up registrado en Mosqueto con Monjitas. Obra del artista Phantte.
Cuando Joaquín Fermandois (Viña del Mar, 1948) ya había revisado un poco más de 210 años de vida republicana, el centro de Santiago empezó a arder en las hogueras de octubre de 2019. El presidente de la Academia Chilena de la Historia, profesor de las universidades San Sebastián y Católica, y columnista de El Mercurio, contempló y vivió, como todo el mundo, esas semanas y luego meses, a los que la opinología televisiva de las ocho de la mañana calificó prontamente de “históricos”. Pero Fermandois sabe que la historia contemporánea es una cosa y el presente otra. Su decisión fue no añadir el evento al libro, salvo una mención en el prólogo (también la pandemia está tratada de esa manera). En una de esas, una vez que pasen las “polémicas artificiales, pletóricas de lugares comunes”, según sus propias palabras, el profesor Fermandois interpretará este tiempo de pandemia y crisis que se nos escurre entre los dedos.
Dicho lo anterior, al leer La democracia en Chile: la trayectoria de Sísifo es imposible abstraerse al clamor del tiempo presente. Fermandois pinta un cuadro de una democracia en permanente construcción, desde Carrera hasta Piñera, que, derribada una y otra vez a lo largo de dos siglos, nunca deja de levantarse.
Da la impresión de que en nuestro debate público el carácter de la democracia se presenta más como una vaga intención de lo que las cosas deberían ser, antes que un sistema de resolución de crisis. Me parece bien la definición de democracia como sistema de “resolución de crisis”. Cuando se le pide más, aquella comienza a deslizarse al terreno de lo pantanoso, se resbala en dirección a un abismo. Sin embargo, no saldrá jamás de esa tentación, pues corresponde a su forma de vida más íntima. En Diego Portales no deja de existir una noción innata acerca de un “deber ser”, parte del sentido común de un Chile de entonces, que se traduce en una democracia postergada, un proyecto que iría ocurriendo a futuro. Salvador Allende, para tomar otro caso, se movía como pez en el agua en una democracia como la chilena; su horizonte, constante en su discurso, estaba en la superación de aquella por otra democracia, una perfecta, con la conciencia —de certidumbre completa— de que una poderosa e inextinguible manifestación de la realidad se hacía carne a lo largo del mundo: el socialismo tal como estaba en los sistemas marxistas. Esta última persuasión desaparecía apenas arribaba al falso puerto de “la etapa superior”, transmutándose en lenguaje formal, jeringonza sin gracia. Eso demostró los límites de la democracia.
¿Cuándo se populariza la palabra “democracia” en nuestra vida política y se despopulariza la palabra “república”? El país es hijo de lo que he llamado “política mundial”: la apropiación de lenguajes universales. En el siglo XIX lo que se empleaba en el mundo euroamericano era “parlamentarismo” y “república”. En el siglo XX se expandió el uso de “democracia” para calificar a nuestras repúblicas, o a aquello de lo que había que estar orgulloso. Hay que añadir que el término estaba relacionado con vastas críticas surgidas desde fines del XIX y que alcanzaron su apogeo en los años 30. A veces estas críticas se hacían sentir como que había que avanzar a una “verdadera” democracia, en lo social y económico, y esta ha sido una de las críticas más duraderas. En Chile esto se estabiliza algo en esa década, porque a partir de 1932 el país va a sacar a la luz un sistema democrático que empieza a llamar la atención. Pero era inherente la crítica a veces demoledora que sostenía que en el fondo era una democracia falsa. Pero si era así, ¿cuál era la verdadera?
Una clave del debate actual parece ser la suposición de que una democracia participativa es mejor que una representativa. ¿Hay raíces antiguas en esto? La idea de la democracia participativa (otro nombre para aquella “directa”, que es lo que en realidad se quiere decir) es un fantasma que persigue a la democracia. No quisiera sonar dogmático, pero jamás la ha habido ni la habrá. Se repite continuamente el ejemplo suizo, con sus plebiscitos, pero proviene de una tradición que convive sin entorpecer la democracia representativa. De otro modo, no conozco, en ningún lugar del mundo, una sociedad compleja que tenga lo que se llama una democracia participativa o directa. Otra cosa es que la democracia representativa debe interesar a sus miembros por la participación; por la posibilidad de reclamo, de petición, individual o en un grupo; debe haber una válvula para las expresiones individuales.
Siento que algo así pasa en Chile: demolición intelectual de nuestras instituciones, procedimientos y logros. Por lo mismo, ¿por qué se tendrá que acatar este orden? Esta pregunta es para bastante más adelante, pero ha sido un tema del orden democrático en la modernidad.
La violencia ha recorrido también a la democracia clásica chilena, tanto la de coacción estatal como la revolucionaria. El patrón, salvo entre 1973 y 1990, parece haber sido “de baja cocción”, sin que los revolucionarios hayan puesto realmente en jaque al Estado, nunca. Esto parece haber cambiado a partir de octubre de 2019, ¿no le parece? Cuando los cambios políticos después de 1891 ya no fueron muy sanguinarios, hubo en cambio hechos de mucha violencia simbolizados en Santa María de Iquique en 1907, en parte porque las fuerzas de orden no tenían alternativa entre la bala y la luma; después vinieron otros elementos tecnológicos, como el guanaco y la bomba lacrimógena, que han cambiado los resultados. Si, además de algunos acontecimientos del caótico año 1931, nos atenemos al período de la democracia “clásica”, entre 1932 y 1973, hubo dos que llamaron la atención: Ránquil en 1934 —que sucedió un poco alejado del control directo de las autoridades— y el Seguro Obrero, más simbólico, en 1938. Y por enervamiento, un alza marcada de la violencia entre 1970 y 1973: más de 100 muertos a manos de uno u otro bando y de la fuerza pública. Harina de otro costal es lo que se da a partir del 11 de septiembre de 1973, en especial la de los primeros tres años; de todo el período 1973-1990, casi el 60% de las muertes violentas ocurrieron en 1973. En cuanto al resultado del “estallido”, al Presidente no le resulta nada en lo que se refiere a discurso público, pero ha sido quizás demasiado prudente en solo ordenar que se defienda lo más elemental con la más mínima fuerza física. Sin embargo, no se puede dejar de anotar que muchos declararon la guerra a todas las instituciones, a todos los símbolos republicanos e históricos, a toda la existencia del país, y esto sin referirme a la guerra de insurgencia desatada en La Araucanía. No veo “violación de derechos humanos” como política de Estado, que es como en general se la define. Dicho sea de paso: si hay violación a los derechos humanos, los manifestantes llevan una cuota significativa de responsabilidad. Para que haya Estado de Derecho en lo referido a las manifestaciones públicas, organizadores y participantes llevan consigo la responsabilidad de mantener el orden o de deslindarse inequívocamente de toda violencia. Una vez comenzada la violencia, ¡cómo que no va a haber cototos! Y con oleadas de saqueos e incendios, intentos de quemar a la fuerza pública con bombas molotov, ¿qué querían? Hubo también un nivel de paramilitarización de manifestantes dispuestos a destruir sencillamente todo, con una organización bastante compleja. Carabineros —también la PDI— tuvo evidentes fallas y debe modificar algunos procedimientos, amén de recuperar la moral algo alicaída por las críticas y el escándalo. Sobre ellos se cierne la amenaza o tentación de mafias todopoderosas, que en varios países latinoamericanos —y en otros pagos— capturan a las policías.
El “impulso modernizador” de las dos dictaduras chilenas del siglo XX, Ibáñez y Pinochet, al que usted se refiere, las aleja del modelo, digamos, centroamericano, personalista y solamente corrupto. ¿No será parte de un cierto “ánimo compensador” por la democracia perdida? Quizás, a cambio de la ausencia momentánea de democracia, estos dos regímenes, liberados de las restricciones de congresos, contralorías, prensa libre, etc., optaron por una suerte de despotismo ilustrado moderno. El impulso modernizador ha sido la gran fuente de legitimación que buscan los regímenes autoritarios en el siglo XX. Lo vemos en el caso de China hoy. Nombro a los que, a mi juicio, son cuatro paradigmas en este sentido: Atatürk, Chiang Kai-shek, Franco y Nasser. Tienen que ver con que en el siglo XX los uniformados se transforman en parte de la clase política, en especial en el llamado tercer mundo. No pocos actores políticos y sociales de sus respectivos países les confieren legitimidad e incluso la adquirían a nivel internacional a ojos de prácticamente todos, como Nasser y sus émulos, o Sukarno. Esto declinaría, pero no desaparecería, a partir de la década de 1980. El poder pretoriano siempre acecha a la crisis de los sistemas políticos.
¿Son los militares unos políticos in pectore en la tradición chilena? El estallido social los probó hasta cierto punto que no traspasaron… En el origen de los sistemas políticos de la historia humana hay una espada y luego una institución. En la raíz y primera fase de la ahora llamada “emancipación descolonizadora” en América, norte y sur, fue así (San Martín, O’Higgins, Bolívar, Washington); en las dictaduras tercermundistas del siglo XX, para qué decir. No debe extrañar. Sucede que desde los 80 hubo una deslegitimación de los militares como clase política en el mundo y sobre todo en América Latina, y este estado de ánimo no se ha modificado mucho. Sin embargo, ello no quiere decir que haya sido universal; no ocurrió en el mundo árabe ni en el África negra. El que Chávez haya surgido de una rebelión militar, como Perón, y la abstención de las fuerzas armadas y policiales en Bolivia, que precipitó la caída de Evo Morales, indican otras posibilidades. Lo mismo la re-entronización de Ortega en Nicaragua, junto a su esposa, en línea con tradiciones regionales de régimen patrimonial, como los Trujillo, los Somoza, los Castro. Y a la crisis de los sistemas políticos les es inherente una reevaluación potencial del poder pretoriano. ¿En Chile? Punta Peuco y la extrañeza sobre el régimen que se enseñoreó en el país hacen que la dinámica hacia una intervención militar esté fuera de lugar, salvo una crisis mayúscula que ponga en entredicho la existencia territorial del país. Esto último se ve muy lejos, mera posibilidad remota. El que hasta el último soldado de 1973 pueda terminar en ese penal ha sido un disuasivo (me parece injusto). La nueva democracia, impulsando paulatinamente el juzgamiento de 1973 —precipitado por lo de Pinochet en Londres—, a la vez les entregó a los militares una gran autonomía en otros sentidos. Ironía: han estado mucho mejor provistos de equipamiento en la democracia posterior a 1990 que bajo el régimen militar, porque este se hallaba sujeto a las penurias económicas y al aislamiento internacional. Pero hay algo en el ambiente actual que puede erosionar el acatamiento institucional. Evidente es la crítica e intento de demolición de los símbolos —el monumento a Baquedano y al Soldado Desconocido, aunque no lo único—, de modo de quebrar su historia y doctrina (su autoconciencia). Ello, sin que autoridades de los tres poderes, de los medios y la política hayan puesto mucho reparo, sin darse cuenta de que socavan su propia base. Más todavía: recordemos que después de la salvaje autocrítica que experimentó la República de Weimar… ¿por qué, entonces, había que defenderla? Pero después se la lloró. Algo análogo se puede decir de la Rusia prerrevolucionaria, del Irán prerrevolucionario, de la Cuba prerrevolucionaria y de la China de Chiang. ¿Tiene que ver con nosotros? Mucho. Siento que algo así pasa en Chile: demolición intelectual de nuestras instituciones, procedimientos y logros. Por lo mismo, ¿por qué se tendrá que acatar este orden? Esta pregunta es para bastante más adelante, pero ha sido un tema del orden democrático en la modernidad. Después vienen los lloriqueos. Con ello no quiero decir que no haya evolución de las apreciaciones, y además que la autocrítica establecida ha sido un regalo de Occidente moderno a la civilización política. Mas, a un país no se le borran, sino que se le agregan experiencias.
La democracia en Chile: la trayectoria de Sísifo, Joaquín Fermandois, Ediciones UC-CEP, 2020, 588 páginas, $17.000.
El ruso-francés Alexander Vladimirovich Kojevnikov no tiene pares en el siglo XX, según dictaminan quienes le han tomado la talla a su estatura como filósofo, sin desestimar el otro talento, el de Kojève, tal vez equiparable al anterior; el talento político del funcionario público, la inteligencia táctica y estratégica del eterno asesor económico del gobierno francés en asuntos internacionales. Kojève experimentó la tentación de Platón, la del sabio que aconseja al príncipe como una éminence grise, y logró hacerlo con éxito, a diferencia del griego, cuyas exhortaciones al tirano de Siracusa fueron retribuidas con antipatía, por decir lo menos.
Kojève se declaró estalinista en 1939, para desconcierto de quienes lo juzgaban un genio, y se rumoreaba que fue espía soviético durante décadas, pero en los hechos, desde 1945 sirvió con lealtad a Francia, defendiendo sus planteamientos en todas las instancias decisivas de la época. Hegeliano hasta la médula, tenía una destreza dialéctica formidable; cuentan que desvelaba a sus oponentes, incluso a sus aliados, y que sus argumentos evitaban las rutas previsibles.
Sobrino de Wassily Kandinsky, heredero de la intelligentsia rusa en su máxima expresión, no le quedó otra que emigrar de la Rusia comunista, aunque no sin antes haber pasado una temporada en prisión, aderezada con amenazas de fusilamiento, tras ser sorprendido por la Cheka transando jabón en el mercado negro. Protagonista de la novela nunca escrita por Nabokov, Kojève no tenía cabida en la variante bolchevique del sueño marxista; simpatizaba sin embargo con la Revolución.
En los años 20, Kojève experimenta vidas opuestas. Prueba los placeres que prodiga Berlín, la Meca hedonista del momento. Y obtiene un doctorado bajo la supervisión de Karl Jaspers en Heidelberg. Atraído por el sincretismo religioso, se vuelca al estudio del budismo, el sánscrito, el chino, el tibetano. Desde 1926 rehace su vida en París. Los intelectuales lo acogen bien; tiene una inteligencia que captura la atención sin necesidad de hacer piruetas.
En 1933, por casualidad, empieza a impartir un seminario sobre la Fenomenología del espíritu, de Hegel. De entrada, plantea una lectura del texto que reorganiza su estructura conceptual, situando al centro la dialéctica del amo y del esclavo, consistente en la lucha de este último por el reconocimiento como sujeto libre e igual, incluso a costa de su vida, que solo se vuelve plena al fragor de esa disputa. El mismo Kojève debe haber quedado sorprendido por su capacidad para horadar el granito negro que recubre la Fenomenología; el comentarista de una de las obras más impenetrables de la historia de la filosofía confesó haberla leído varias veces sin entender una palabra.
Pero eso fue antes del seminario realizado entre 1933 y 1939; antes de la enésima relectura del texto y del momento epifánico de su elucidación: “Todo Hegel se había vuelto luminoso”, comentó décadas más tarde. “Experimenté un placer intelectual excepcional”. Kojève puso en práctica una exégesis que desmenuza el libro en trozos minúsculos, para favorecer la digestión de cada palabra.
Los razonamientos de Kojève fueron determinantes para la filosofía, el psicoanálisis, la historia y la literatura. A su seminario en Francia asistieron Jacques Lacan, Eric Weil, Raymond Aron, André Breton, Georges Bataille, Maurice Merleau-Ponty y Pierre Klossowski.
Con motivo del seminario, el emigrado ruso se ganó el título de maître à penser. Para dimensionar las ramificaciones de su influencia en el medio intelectual francés, basta con nombrar a algunas de las inteligencias que asistieron al seminario: Jacques Lacan, Eric Weil, Raymond Aron, André Breton, Georges Bataille, Maurice Merleau-Ponty, Pierre Klossowski. Los razonamientos de Kojève fueron determinantes para varios desplazamientos en los campos de la filosofía, el psicoanálisis, la historia y la literatura; también se filtraron en los intersticios de estas disciplinas, facilitando la fertilización cruzada. La inteligencia de Kojève apabullaba a sus discípulos; después de cada encuentro con el maestro, Bataille quedaba “roto, aplastado, entre la espada y la pared, sin aliento y diez veces muerto”.
Las Memorias de Raymond Aron, muy cercano a Kojève en su juventud, ayudan a retratar al gran descifrador de Hegel, poseedor de una naturaleza enigmática y de una inteligencia que les sacaba ventaja a las mentes más brillantes de la época; Sartre incluido. Aron frecuentó el seminario. Kojève, recuerda, “traducía primero algunas líneas de la Fenomenología, recalcando algunas palabras, y luego hablaba, sin una nota, sin tropezarse nunca en una palabra, en un francés impecable, al que un acento eslavo añadía una originalidad y un encanto sobrecogedores. Fascinaba a un auditorio de superintelectuales, dados a la duda o a la crítica. ¿Por qué?”, se pregunta Aron. Algo es atribuible a su “dialéctica virtuosa”; nada al arte de la retórica. La clave residía en la conexión íntima entre la personalidad del expositor y el tema tratado, y, por otra parte, en una combinación de la Fenomenología y de la historia mundial, que se iluminaban mutuamente, otorgándole significado histórico al texto e inteligibilidad filosófica a los acontecimientos de la época. Nadie lograba resistirse al arte del “Mago”, quien decía andar tras la pista de los sabios, no de los filósofos.
Para Kojève, comunista de bajo perfil, hombre mundano e irónico por naturaleza y prolífico filósofo de domingo en sus días de diplomático, la historia había llegado a su fin, lo que no significaba, en su interpretación de la Fenomenología, el cese en la ocurrencia de acontecimientos importantes; Kojève era contemporáneo de la Primera Guerra Mundial, de la Revolución bolchevique y del ascenso de los fascismos. Pero nada de esto invalidaba el hecho capital de la historia de la humanidad: la Revolución francesa y la aparición triunfal de Napoleón como emisario de sus principios universales. Vi el “alma del mundo concentrada en un solo punto”, escribió Hegel después de observar a Napoleón, victorioso, en Jena. La Revolución francesa y el Napoleón hegeliano, transfigurado por Kojève, habían trazado el futuro de la humanidad, encarrilada hacia la consumación de un Estado homogéneo universal.
Finalizada la historia bajo esos parámetros, el filósofo quedaba licenciado para reinventarse como hombre de acción y contribuir a la realización del guion mesiánico de la historia hegeliana. “Mientras la historia dura —declaró Kojève—, un filósofo no puede actuar en la historia, pero como la historia ha terminado, el filósofo puede muy bien participar en la gestión de los asuntos”. Kojève se entregó de lleno a los placeres que brinda el poder palaciego, sin los inconvenientes de las trifulcas partidistas, enorgulleciéndose de resolver abstrusos problemas de economía política, de integrar la “élite internacional” que sucedió a la aristocracia y de codearse con hombres que saben mover las piezas en el tablero mundial.
“La vida humana es una comedia, debemos representarla con seriedad”, aseguró. En una edición del fragmento sobre la dialéctica del amo y del esclavo comentada por Kojève, me tropiezo con esta nota destinada a caracterizarlo: “En medio de las revueltas parisinas del 68, mientras los estudiantes franceses pintaban grafitis como ‘Seamos realistas, pidamos lo imposible’, Alexander Kojève le preguntó a Raymond Aron: ‘¿Cuántos muertos?’. ‘Ninguno’, respondió Aron, luego de lo cual Kojève dictaminó con calma olímpica: ‘Entonces en Mayo del 68 no pasó nada en Francia’”. Según Kojève, quien por lo visto juzgaba blandengues las revueltas acunadas por la retórica revolucionaria, a los universitarios les resultaría más provechoso aprender griego. Lo decía un especialista en los filósofos presocráticos.
Kojève murió, precisamente, en 1968. Dicen las malas lenguas que Lacan se coló en el dormitorio del filósofo recién fallecido, con la intención de robarse el ejemplar de la Fenomenología con las anotaciones manuscritas del Mago.
La idea de adaptar la novela La conjura contra América, de Philip Roth, estuvo una década rondando entre los ejecutivos de HBO. Pero la historia alternativa es un género complejo, pues obliga al espectador a tragarse demasiados sapos, y el riesgo en televisión siempre puede terminar con la cabeza de algún ejecutivo clavada en la pared. El entusiasmo de HBO se fue a pique cuando iniciaron su rodaje dos series de género similar: El hombre en el castillo, la versión que hizo Amazon de la ucronía de Philip K. Dick, y El cuento de la criada, la adaptación de Hulu de la distopía de Margaret Atwood. La primera fue un fracaso y la segunda partió bien, pero se desinfló en el camino. Por lo demás, David Simon, el guionista al que querían encargarle el proyecto, había rechazado la oferta: pensaba que los indulgentes y cosmopolitas años de Obama no eran la caja de resonancia adecuada para esta historia.
La novela trata sobre un candidato fascista, el aviador Charles Lindbergh (considerado un héroe por haber sido el primer piloto en cruzar el Atlántico en un solo vuelo), que gana las elecciones presidenciales de 1940 a Franklin Delano Roosevelt, el padre del NewDeal. De este modo, la historia del país toma un curso alternativo. Desde la Casa Blanca, Lindbergh cumple su promesa aislacionista, pacta con Hitler un tratado de no agresión y aplica una política de hostigamiento y segregación contra los judíos estadounidenses. Todo está contado al modo de unas memorias apócrifas, en las que Roth recuerda su infancia y qué fue de su familia en esos años donde el antisemitismo también rondaba en Estados Unidos.
HBO combate el escepticismo que uno podría tener respecto de este tipo de premisas con una puesta en escena realista, que usa ingeniosamente un cine al que asisten los protagonistas para mostrar material de archivo e ilustrar que el destino del país y el mundo vivían días decisivos. La emoción que transmite el triunfo de Lindbergh se nutre de aquellos días de aturdimiento cuando Trump ganó las presidenciales. Por esto, la serie resulta incómodamente cercana. Mejor, se tiene la sensación de que esto ya lo vivimos.
El guion, por su parte, toma buenas decisiones. De partida, abandona al narrador que recuerda en primera persona y, por el contrario, adopta el punto de vista de todo el núcleo familiar. Esto permite mirar más allá del barrio donde vive la familia Levin (Roth pidió que la serie no usara su apellido) y entrar en mundos que al narrador del libro le eran inaccesibles. Personajes que en la novela son apenas una sombra, acá cobran vida propia. El primo Alvin, por ejemplo, que parte a Europa a luchar contra Hitler y vuelve sin una pierna, con sus ideales destrozados. O la solterona tía Evelyn (una extraordinaria Winona Ryder), que se enamora del conservador rabino sureño Lionel Bengelsdorf (un excepcional John Turturro), 25 años mayor que ella y colaboracionista del régimen de Lindbergh. Simon les inventa a estos personajes un camino hacia la tragedia. El caso del primo Alvin sirve, también, para hacer algunas preguntas incómodas. ¿Es el magnicidio lícito cuando un presidente no está capacitado para ejercer el cargo? ¿Es permisible la violencia como acto de rebelión? En algún lugar Simon dijo que ese es un tema complicado, pues Estados Unidos fue fundado con el levantamiento en armas contra una autoridad establecida. Es imposible soslayar un nefasto rito del país: sea por la razón que sea, cada cierto número de décadas un presidente es asesinado. No es que Simon esté a favor del asunto. Es más bien una alerta: la violencia en las calles puede descontrolarse hasta niveles insospechados. La manera en que escala la violencia en la serie y se llega a la noche de los cristales rotos de Estados Unidos se parece demasiado a la sensación que rondó el asalto al Capitolio de los fanáticos de Trump. Solo falta una chispa para incendiar la pradera.
Se entiende por qué HBO se empecinó en que David Simon aceptara escribir esta serie. Compartía un mundo con Roth. Ambos crecieron, con 30 años de diferencia, en familias judías de clase media que intentaban asimilarse en los suburbios de la costa este (Roth en New Jersey, Simon en Washington, D.C.). De hecho, Simon se basó en su propio padre para escribir el personaje de Herman Levin, el pater familias de la serie.
Se entiende por qué HBO se empecinó en que David Simon aceptara escribir esta serie. Compartía un mundo con Roth. Ambos crecieron, con 30 años de diferencia, en familias judías de clase media que intentaban asimilarse en los suburbios de la costa este (Roth en New Jersey, Simon en Washington, D.C.). De hecho, Simon se basó en su propio padre para escribir el personaje de Herman Levin, el pater familias de la serie.
Mientras Roth murió sin ganar el Nobel, Simon se convirtió en el gran sobreviviente de la edad de oro de la televisión seriada, una industria que traga y escupe escritores como una moledora de carne. ¿Quién se acuerda del creador de LosSoprano? ¿Quién conoce el apellido del escritor de Mad Men? ¿Cómo se llaman los autores y autoras de Deadwood o Boardwalk Empire y otras series extraordinarias? Como decía Edgard Lee Masters: “Todos, todos, están durmiendo en la colina”, lo que significa que están muertos o desangrados, al menos desde el punto de vista creativo.
El único que sigue en pie es él.
Simon ha hecho toda su carrera en HBO. Trabajó 20 años como periodista en un diario de Baltimore. Allí escribió un par de libros sobre la vida que rodea los homicidios y el tráfico de drogas en el puerto. Esos trabajos y los contactos que hizo en esos años fueron la base para sus primeras series en la cadena: TheCorner (2002) y The Wire (2002-2008) ya retratan ese Estados Unidos posindustrial, desigual, empobrecido, desempleado, frustrado, enrabiado y atemorizado, el EE.UU. que terminó eligiendo a Donald Trump. The Wire partió como una atípica serie ambientada en Baltimore, sobre un grupo de policías que desbarataban bandas narcos en el contexto de la guerra contra las drogas, donde los narcos eran igual de simpáticos que los policías que los perseguían. Pero la serie devino otra cosa: una radiografía de la ciudad capitalista moderna y sus instituciones disfuncionales (la policía corrupta, la justicia desigual, la industria del narcotráfico, la complicidad con el crimen de los sindicatos, la cada vez más barata fuerza laboral, la política cortoplacista, la estafa educacional, la falaz cultura mediática). Cuando terminó de emitirse, Simon estaba considerado una especie de entomólogo de esa antigua zona industrial del país que alguna vez había sido grande y que ahora era un cementerio de fierros, a la manera de El astillero de Onetti.
Durante los años de Obama, Simon escribió tres series. La más importante fue Treme (2010-2013), un hermoso retrato de un puñado de músicos y chefs de Nueva Orleans que reconstruyen sus vidas y la vida de la ciudad, al ritmo de clarinetes y trompetas, durante los meses posteriores a la devastación física y moral que dejó el huracán Katrina. Era un canto de amor y esperanza a toda esa diversidad nacional que navegaba la promesa del primer presidente negro. A pesar de su crudeza, rebosaba un idealismo que Simon nunca más se permitió.
Las otras dos series, Show Me a Hero (2014) y The Deuce (2017- 2019), son una zambullida en el desencanto. En la primera (que debe su título a una frase de F. Scott Fitzgerald: “Muéstrame un héroe y te escribiré una tragedia”) cuenta la historia de Nick Wasicsko, un entusiasta ciudadano de ascendencia eslovaca que en 1987 ganó la alcaldía de Yonkers, al norte de Nueva York, donde un juez había decidido que las nuevas viviendas sociales para negros e hispanos serían edificadas en medio de un acomodado barrio de blancos. Está basada en un caso real y el final es para llorar a mares. The Deuce, por su parte, muestra el rudo mundo de la prostitución neoyorquina entre mediados de los 70 y los 80, cuando el plan reformista que los gobiernos demócratas le aplicaron al New Deal fue descarrilado por el neoconservadurismo de Reagan. Es el fresco de una pirámide hecha de cocaína y neones, en cuya punta brotan rascacielos llenos de yuppies, mientras el tráfico de la fantasía y el deseo callejero se cambia a vivir a la industria del porno legal. Estas dos series asumen el hundimiento moral de la nación tras la crisis provocada por los especuladores en 2008 y son un anuncio de la derrota de Hillary Clinton.
En La conjura contra América, Simon apunta a una posible crisis terminal: la muerte de la democracia estadounidense. El gran cambio que Simon negoció con Roth fue sobre el final de la novela. Allí, Roosevelt derrota a los aislacionistas y vuelve triunfante a la Casa Blanca. La historia retoma su curso. Sin embargo, en el año de la elección presidencial más importante en siglos, donde el país debía decidir entre Biden o cuatro años más de Trump, Simon terminó su serie con unos resultados inciertos, nerviosos, que no garantizan la recuperación de la democracia. Significan un urgente llamado a ir a votar.
Una mujer diminuta camina con sigilo casi en el umbral de una puerta, acechada por las sombras de lo que parece ser una casa de gigantes. Esa enigmática y sugerente imagen ilustra la portada de la primera edición en español de El hombre ordinario del cine, de Jean-Louis Schefer, un libro ineludible para pensar cómo ha cambiado, en tiempos híper tecnologizados y de distanciamiento social, la forma de ver una película.
Desde que fue publicado por la editorial Gallimard en conjunto con la revista Cahiers du Cinéma, en 1980, se convirtió en un libro de referencia para los estudios filosóficos sobre el cine, como en el clásico La imagen-tiempo, de Gilles Deleuze. Esta nueva edición, a cargo de Catálogo Libros y con traducción de Cecilia Bettoni, permite conocerlo de primera fuente.
Y esa mujer de la portada, tan sugerente como extraña, es un acierto. La imagen corresponde a la película The Devil Doll (1936), de Tod Browning, y sintetiza el espíritu del libro, que intenta desentrañar el misterio de las imágenes. Filósofo y crítico de arte francés, Schefer (1938) cruza géneros y elabora una suerte de ensayo filosófico y de memorias sobre el espectador de cine. Porque el “hombre ordinario” al que alude el título es el espectador. Para Schefer, el cine es una experiencia personal, ligada a los recuerdos de las películas que vimos en nuestra infancia. “A través de esa memoria, una parte de nuestra vida se proyecta en los recuerdos que tenemos de algunas películas”, escribe en el prefacio.
Schefer es un ensayista versátil y sus libros abarcan desde la teología hasta la pintura. Un año puede escribir sobre San Agustín y, al otro, sobre las ventanas en la historia de la pintura, como en Carré de ciel (2019). Es fácil imaginarlo como un cómplice de Raúl Ruiz en Francia, a fines de los 70, cuando el director chileno despierta el interés de la escena intelectual con La hipótesis del cuadro robado (1978), una adaptación de Klossowski que, con sus Tableaux vivants, es un tratado sobre la representación.
Schefer es un ensayista versátil y sus libros abarcan desde la teología hasta la pintura. Un año puede escribir sobre San Agustín y, al otro, sobre las ventanas en la historia de la pintura, como en Carré de ciel (2019). Es fácil imaginarlo como un cómplice de Raúl Ruiz en Francia, a fines de los 70, cuando el director chileno despierta el interés de la escena intelectual con La hipótesis del cuadro robado (1978).
El mismo año de la edición de El hombre ordinario del cine, Schefer y Ruiz publican “L’ image, la mort, la mémoire. Dialogues imaginaires”, en la revista Ça cinéma, un texto que ha sido visto como un complemento de este libro. Ese diálogo creativo continuará con el estreno de una adaptación conjunta de La vida essueño, de Calderón de la Barca, para el Festival de Aviñón, en 1986.
Como en el libro Poética del cine (1995), de Ruiz, Schefer se resiste a una sistematización teórica o a un análisis de la técnica del cine. Su escritura es poética, pródiga en metáforas y digresiones. El hombre ordinario del cine aborda el fenómeno cinematográfico con la curiosidad de un niño que asiste por primera vez a una sala de cine. Esa misma disposición intelectual irradia la segunda parte del libro, denominada “Los dioses”, en que analiza escenas de diversas películas, partiendo por aquella mujer diminuta en The Devil Doll.
No son críticas de películas, sino un intento por descifrar lo que esas imágenes, muchas de ellas ambiguas, nos revelan. Son textos breves en que Schefer construye su propio bestiario. Vampiros, momias y un hombre-larva denotan una fijación por las imágenes perturbadoras. El placer de la mirada, para el autor, no es solamente un goce estético. Laurel y Hardy, Buster Keaton y Chaplin desfilan por esas páginas, al igual que películas de Dreyer, Murnau, Eisenstein y el primer Hitchcock. El cine mudo es una de sus obsesiones, como si esa ausencia de sonido dejara hablar a las imágenes sin distracciones, para detenerse en los cuerpos y el rostro humano.
En una tercera y última parte, “La vida criminal (la película)”, Schefer combina las reflexiones filosóficas con apuntes biográficos de su infancia durante la II Guerra Mundial y la ocupación alemana.
En la era del streaming, cuando la proyección de una película en salas, pandemia mediante, es una experiencia casi extinta, este libro es un remezón. ¿El cine ha muerto o la forma de ver cine cambió para siempre? ¿Qué tan distinta es la experiencia de ver una película en la oscuridad de la sala de cine a verla en nuestra casa? El cine o esta máquina del cine, como la llama Schefer, construye o más bien activa una memoria en el espectador, una memoria previa, incluso de lo no vivido. Quizá, aunque estemos en la soledad de nuestra casa, frente a la pantalla de un computador, aún podamos escuchar y sumergirnos en esta máquina de susurrar recuerdos.
El hombre ordinario del cine, Jean-Louis Schefer, Catálogo, 2020, 244 páginas, $14.900.
El 3 de octubre de 2019, antes del clásico con la Universidad de Chile, 15 mil personas llegaron al Estadio Monumental para el “arengazo” convocado por la Garra Blanca. Fue una jornada movida: un centenar de hinchas invadieron la cancha durante el entrenamiento, obligando a los jugadores a huir a los camarines. También hubo destrozos menores y robo de implementos.
Semanas después del estallido social, el 22 de noviembre, un sector de la misma barra, denominado antifascista, llamó a un “arengazo por la dignidad” bajo la consigna “Sin justicia no hay fútbol”. Llegaron menos de 200 personas. Tras armar una barricada y gritar por una hora y media en las inmediaciones del Monumental, el grupo se trasladó al Estadio de la Florida para interrumpir el partido entre Iquique y la Calera.
El periodista Juan Cristóbal Guarello, en su libro País barrabrava, lo analiza así: “En pleno estallido social, con marchas multitudinarias en todo el país y protestas violentas y frecuentes en la periferia, los sectores ‘antifas’ de la Garra Blanca juntaron apenas el 1,5% de los hinchas habituales de los arengazos. ¿En verdad se puede identificar a la barra de Colo Colo como un grupo revolucionario y antisistema? Los números demuelen esta fantasía tan difundida”.
El autor suma más hechos: apenas 12 días antes del estallido hubo un enfrentamiento al interior de Los de Abajo que terminó con un hincha muerto a puñaladas. Y el 3 de febrero de 2020, integrantes de la Garra Blanca atacaron a un grupo de Los de Abajo mientras hacían una colecta para los damnificados por los incendios en Valparaíso. El propósito de la embestida era robar el lienzo principal de la barra de la U. de Chile.
“Lo que pasó en las últimas elecciones es una buena descripción de lo que pasa en las barras”, opina Guarello. “Si bien hay grupos muy politizados en los barrios populares, el 80% está en otra cosa. No vota. En las barras bravas es exactamente lo mismo. Aunque hay grupos muy politizados, y muy visibles, que hacen ruido, el 80% o 90% de la barra está en otra cosa. No están ni ahí”.
‘Lo que pasó en las últimas elecciones es una buena descripción de lo que pasa en las barras’, opina Guarello. ‘Si bien hay grupos muy politizados en los barrios populares, el 80% está en otra cosa. No vota. En las barras bravas es exactamente lo mismo. Aunque hay grupos muy politizados, y muy visibles, que hacen ruido, el 80% o 90% de la barra está en otra cosa. No están ni ahí’.
Las barras unidas
En noviembre de 2019, cuando la ANFP se dispuso a reanudar el campeonato nacional, diversas agrupaciones de hinchas emitieron comunicados en los que llamaban a cancelar los partidos. Argumentaban que el regreso del fútbol era una medida de distracción para calmar la protesta social. Por esos días ganaba fuerza la tesis de que las barras habían experimentado una transformación, pasando de ser simples seguidores violentos a actores sociales comprometidos. También se dijo que la movilización las había unido. El diputado Giorgio Jackson, por ejemplo, compartía imágenes de Plaza Baquedano y comentaba en Twitter: “Podrá parecer frívolo, pero este video de hinchas de los de abajo y de la garra blanca unidos es, para quienes hemos ido a clásicos en el Nacional y en Pedreros, una muestra de lo transversal q es la protesta” (sic). Esa impresión encontraba de algún modo respaldo, como cuenta Guarello, en una imagen que rotaba por internet, de dudosa autoría, donde las barras declaraban el término de sus diferencias históricas, reconociendo que habían perdido demasiado tiempo peleando entre ellas y que era el momento de apuntar a objetivos más trascendentales.
La extendida y rápida aceptación de estas barras renovadas motivaron a Guarello a escribir País Barrabrava. “Me escandalizó que un fenómeno que estaba absolutamente desacreditado, y por muy buenas razones, en 10 días se convirtiera en lucha social. Muchos adhirieron a esa tesis por ingenuidad. No sabían, no entendían, hablando al peo y otros por oportunismo político”.
El libro despliega en pocas páginas un examen al fenómeno de las barras bravas en nuestro país, explicando su irrupción y evolución en el tiempo. Una trayectoria, como deja ver el periodista, marcada por la criminalidad. Para Guarello, el largo prontuario delictivo de estos grupos, que repasa a lo largo del ensayo, no solo desacreditaría la versión de unas barras bravas devenidas en grupos de acción política, sino su supuesta alianza como luchadores sociales. El hecho fundamental para el autor fue el enfrentamiento entre barras de equipos rivales acontecido el 18 de octubre de 2020 en Plaza Baquedano, cuando se celebraba un año del estallido social.
“La barra brava es violencia. Esa es su mercancía”, dice. “Por algo el 18 de octubre de 2020 se agarraron a puñaladas en Plaza Italia. La violencia y la no convivencia es lo que las define. Esto de las barras unidas fue una soberana estupidez. En la Plaza Italia, durante los meses de manifestación, había alternancia. Una semana participaba una barra y a la siguiente la otra. Pero cuando se juntaron corrieron los puñales”.
El neobarrismo
Apenas unas semanas después del lanzamiento de País Barrabrava, Ciper publicó el artículo “El neobarrismo: las barras como actor social relevante en el Chile del estallido”, donde se entrevistaba a los investigadores Mauricio Sepúlveda y Axel Caro. Según su estudio, informa Ciper, “la idea de unas barras violentas, ligadas al narco y solo preocupadas de alentar a un equipo, es una lectura parcial que no se hace cargo de los cambios que han experimentado estos grupos. Sepúlveda y Caro coinciden, por ejemplo, en que existió corrupción en los 90, pero las barras de hoy han ido cambiando, y esto es parte de la complejidad que la crónica periodística no lee”.
‘Hay grupos politizados dentro y siempre los hubo. Hubo lautaristas en la Garra Blanca en los 90 y gente del Frente [Patriótico Manuel Rodríguez] en Los de Abajo. Estamos hablando de hace 30 años. Pasa que ahora tienen mayor notoriedad por la coyuntura política, pero no quiere decir que la barra haya cambiado ideológicamente. Eso es una fantasía’.
Sostiene uno de los investigadores: “A contar de 2010, 2011, ocurren cambios que en general coinciden con las transformaciones que está viviendo la sociedad chilena, y que tienen que ver con mayores grados de penetración de las ideas políticas (…). Esas transformaciones avanzan como un topo en todas las esferas de la sociedad y evidentemente van a tener su interpretación en este espacio específico que son las barras, y ahí hay cambios sustantivos muy palpables”.
Según las pesquisas de Sepúlveda y Caro, en los últimos años las barras experimentaron un cuestionamiento a sus jerarquías, que devino en una organización más horizontal del grupo. Hinchas jóvenes, con experiencia universitaria, trajeron nuevas formas de deliberación. Y colectivos feministas de reciente formación cuestionan antiguas prácticas arraigadas en el barrismo. También se formó una serie de organizaciones, como la Asamblea de Hinchas Azules, el colectivo Católica para su Gente y el Movimiento 15 de Agosto, del club Santiago Wanderers, donde los hinchas se reúnen para discutir diversos temas concernientes a su funcionamiento y a los clubes.
“La nota de Ciper la encontré escandalosa”, contesta Guarello. “Si las barras estaban a puñaladas hace unos pocos meses, cómo vienen con esto y no les preguntan por los muertos. Los muertos están descritos en el libro con nombre y apellido, y no les preguntan. Cómo que desde el 2010 las barras cambiaron. Pero si hubo guerra civil en la Garra Blanca hasta el 2015 y destruyeron el memorial de los detenidos en el Estadio Nacional el 2014. Y hubo balazos en el Centro Deportivo Azul el 2018 y puñaladas el 2020 en Plaza Italia. Dónde está esto de que las barras cambiaron. Claro, todo ese lote pinochetista de la barra desapareció, ok, pero eso no quiere decir que la barra ahora sea un grupo político ideologizado”.
¿Pero se puede decir que lo político ha ido ganando espacio? Hay grupos politizados dentro y siempre los hubo. Hubo lautaristas en la Garra Blanca en los 90 y gente del Frente [Patriótico Manuel Rodríguez] en Los de Abajo. Estamos hablando de hace 30 años. Pasa que ahora tienen mayor notoriedad por la coyuntura política, pero no quiere decir que la barra haya cambiado ideológicamente. Eso es una fantasía. Tipos que venían metiendo tesis a la fuerza durante décadas ahora creen que todo lo que dijeron se confirma por los hechos. Y resulta que no, los hechos no confirman nada.
Y a qué se debe que las barras se involucraran en el estallido social y no en otras movilizaciones importantes, como las del 2006 o 2011. ¿No hay un cambio? Esas movilizaciones eran muy específicas y tenían un objetivo claro. Lo del 2019 fue un estallido, una explosión, un despelote. Y ellos no podían estar al margen. Pero en ningún caso fueron articuladores. Empezaron a aparecer y de pronto se dieron cuenta de que operaba la misma lógica del estadio en Plaza Italia y se la tomaron. Si tú ves la evolución de las concentraciones, al final, se transformaron en una cosa muy parecida a la barra. Esa especie de anarquía total.
El autor considera que el fenómeno de las barras bravas es más propio del liberalismo que del socialismo, pues no solo se extendieron y ganaron protagonismo durante gobiernos de signo liberal (cita los casos de Inglaterra y Argentina), sino que sus engranajes de funcionamiento emulan los de una empresa inescrupulosa, que busca utilidades al margen de cualquier consideración razonable.
¿Y cuál es el interés de las barras por involucrarse en las manifestaciones? Buscan validación. Validación y control. ¿Cuál es el interés de los grupos criminales en involucrarse en el estallido social y meterse en los saqueos? ¿El cambio social de Chile? ¿Cuál es el interés de los carteles en La Pintana de reemplazar al Estado en el estallido social? ¿Crear más bienestar o asumir espacios de poder? Ganar espacios de poder nomás.
Poder y dinero
El fenómeno de las barras bravas, cuenta Guarello, empezó a despertar el interés de las ciencias sociales ya en los 90, cuando se hizo evidente una transformación en el público habitual de los partidos. El ambiente denso en el estadio, la amenaza de que podía estallar en cualquier momento un enfrentamiento entre las hinchadas, se instaló en aquella década. “Siempre alertas a este tipo de fenómenos”, se lee en País barrabrava, las ciencias sociales “identificaron de inmediato su existencia, intentando definirlo y cooptarlo, si se quiere”. Desde ese campo, la tendencia fue reconocer en estos grupos un nuevo tipo de rebeldía antisistémica y tras el estallido social, escribe el periodista, “se ha inventado un relato de barras combativas a la dictadura de Pinochet, ilustrado por episodios exagerados y directamente falsos”.
Los hechos de los que Guarello da cuenta, como es evidente, buscan desmontar esta imagen elaborada por algunos investigadores. Pero también demostrar que las barras bravas no son marginales al sistema, ni mucho menos una respuesta, sino que un producto más de este. Una suerte de manifestación hipertrofiada y ominosa de individualismo, competencia y consumismo. Por esa razón el autor considera que el fenómeno de las barras bravas es más propio del liberalismo que del socialismo, pues no solo se extendieron y ganaron protagonismo durante gobiernos de signo liberal (cita los casos de Inglaterra y Argentina), sino que sus engranajes de funcionamiento emulan los de una empresa inescrupulosa, que busca utilidades al margen de cualquier consideración razonable.
El núcleo duro de las barras bravas, como se describe en el libro, hizo de esta un lucrativo negocio. Su capital es la difusión del miedo. Con su presencia amenazante, lograron manejar a la directiva del club y a los jugadores. “Analizando la estructura de estos grupos, encontramos más similitudes con los carteles de drogas o bandas criminales en sus formas, y con empresas medianas en su administración, que con agrupaciones revolucionarias o guerrilleras”, anota el periodista, quien se refiere al vínculo entre dirigentes e hinchas como “una relación de ida y vuelta”. Esta dinámica de favores cruzados, cuenta, fue particularmente clara durante las presidencias de René Orozco en la U. de Chile y de Gabriel Ruiz Tagle en Colo Colo. En el caso del primero, la barra operaba como una fuerza parapolicial, al servicio de la dirigencia, mientras la cúpula de Los de Abajo recibía protección frente al actuar de Carabineros. La barra generaba recursos con la reventa de entradas que le eran provistas por el club, además de otros favores comerciales facilitados por este. Con Ruiz Tagle, por su parte, la Garra Blanca participaba en importantes negocios con los auspiciantes y patrocinadores. El trato consistía en que la barra se ocupaba en mantener la violencia y el tráfico de drogas en la galería controlada, a la vez que vigilaban al plantel, presionando a los jugadores que se mostraran insumisos con la presidencia.
“Muy en el inicio las barras las componían gente fanática de los clubes”, opina Guarello, “después se volvieron fanáticos de ellos mismos. Se armó como un relato autónomo donde el club es parte de, pero el fanatismo no es tanto por el club como por la barra. Se volvió una especie de religión o de secta, digamos. Y qué buscan…, buscan poder y los líderes, plata. Poder y dinero”.
País barrabrava, Juan Cristóbal Guarello, Debate, 2021, 98 páginas, $8.000.
Desde la primera página de la fascinante Hecho en Saturno, escrita por la dominicana Rita Indiana (1977), presenciamos el resquebrajamiento de los estereotipos ligados al caribe hispano hablante, su historia política y la masculinidad atribuida al hombre caribeño. En esas líneas vemos al pasivo Argenis Luna, un artista dominicano adicto a la heroína, descender las escaleras de un avión que lo deja sobre la losa del aeropuerto José Martí de La Habana, en los brazos del doctor Bengoa, encargado de su desintoxicación. Hacia el final de este primer párrafo, será el propio Bengoa quien se refiera a él como producto de un “héroe de la guerrilla urbana dominicana”, “hijo de José Alfredo Luna”, estableciendo de ahí en adelante la cualidad subalterna del protagonista, el hijo de un exguerrillero reconvertido en miembro de la clase política y candidato a un puesto de gobierno.
La matriz estructurante de este relato es la historia del dios Saturno y cómo este, según la mitología romana, solo conserva su trono entre los dioses si cumple el mandato de no criar descendencia, condición que acata devorando a sus hijos. Rita Indiana aborda esta matriz desde varios ángulos, el primero es el título, Hecho en Saturno, construcción donde resuena la forma en que se señala el lugar de fabricación de un juguete: hecho en China, por ejemplo. Así, ya desde el título, se nos presenta a Argenis Luna como un objeto hecho en Saturno, un juguete condenado a ser destruido por un padre ambicioso y sobre el cual pende la pregunta de si podrá quebrar la rueda de los hijos inmolados o acabará digerido por los jugos gástricos paternos.
José Alfredo Luna, el padre de Argenis, es un militante del Partido de Liberación Dominicano, un sobreviviente entre las tres mil víctimas de la dictadura de Joaquín Balaguer, período en que República Dominicana vivió como un Saturno furioso que destrozó toda una generación y esclavizó a decenas de miles de haitianos en plantaciones de caña de azúcar. Este sobreviviente, tras el último de “los doce años” de Balaguer, realiza una metamorfosis típica de una transición política y abandona su identidad revolucionaria para abrazar la de trepador profesional, uno que con tal de proteger su imagen durante una campaña electoral decide ocultar a su hijo drogadicto en una clínica cubana.
Esta no es la primera vez que Argenis Luna aparece en la narrativa de Rita Indiana; ya en La mucamade Omicunlé (Periférica, 2015) lo habíamos visto leer el tarot en un call center y dar tumbos mientras estrechaba su relación con la cocaína. Según la misma autora, Hechoen Saturno sería la segunda parte de una trilogía, una segunda parte intencionadamente más lineal y observante de un foco estrechamente centrado en su protagonista.
Esta no es la primera vez que Argenis Luna aparece en la narrativa de Rita Indiana; ya en La mucamade Omicunlé (Periférica, 2015) lo habíamos visto leer el tarot en un call center y dar tumbos mientras estrechaba su relación con la cocaína. Según la misma autora, Hechoen Saturno sería la segunda parte de una trilogía, una segunda parte intencionadamente más lineal y observante de un foco estrechamente centrado en su protagonista, una elección estructural muy distinta a La mucama de Omicunlé, donde dos líneas narrativas separadas se conectan, para luego dividirse en cuatro que transcurren en distintos momentos históricos, ninguno de los cuales es el actual.
La metáfora del padre como potencia destructora se ve reforzada a lo largo de la novela por constantes alusiones de Argenis a la pintura Saturno devorando a su hijo, de Goya, una metáfora que encuentra su contrapeso en un par de personajes masculinos que suplen o complementan la mezquina figura paterna. Estos personajes, el pintor bohemio y casi ciego que hace sentir a Argenis parte de un linaje entregándole su pincel más preciado, y el sastre que hizo un traje para el padre de Argenis en el mismísimo inicio de su metamorfosis neoliberal, son dos personajes que parecen vivir despegados del curso de la historia política, ofreciendo alternativas para la construcción identitaria de Argenis y al poder devorador de la masculinidad saturnal.
Cabe agradecer a la editorial Banda Propia la publicación de Hecho en Saturno, gesto que pone al alcance de los lectores chilenos una novela incontestablemente sólida y que prepara la llegada inminente del cierre de la historia de Argenis Luna, la esperada pieza final de lo que podría ser una trilogía triunfal.
Hecho en Saturno, Rita Indiana, Banda Propia, 2020, 184 páginas, $12.900.
Hoy he empezado dos escritos. En la mañana, muy temprano, empecé uno sobre Carlos Droguett. Ahí pensaba hablar de mi tío Lucho (quería decir Luis Vidal, así en tercera persona, no mi tío Lucho), pensaba escribir que como Luis Vidal, ese fantástico artista chileno, Droguett podía recoger cosas de la basura para hacerlas objetos de arte. No alcancé a llegar a esa parte, escribí apenas un par de oraciones. Carlos Droguett es un monstruo alcancé a escribir, y tuve que dejarlo hasta ahí porque me avisaron que mi tío Lucho había muerto. Aquí va entonces de nuevo: Luis Vidal, ese fantástico artista chileno, murió la madrugada del viernes 11 de junio, solo, absolutamente solo, en una sala del hospital Félix Bulnes, producto del virus covid. No se puso la vacuna. Quizás no quiso, pero tampoco nadie lo llevó. Su última semana la pasó en una sala iluminada con tubos de luz fluorescente, apagados apenas entre las once y la una, y las dos y las cinco de la madrugada. El resto, la luz prendida y sonando en esa espantosa sinestesia literal. Una vez que entró al hospital, su salud fue huyendo y se fue quedando solo, muy solo, porque nadie pudo entrar ni siquiera a guiñarle un ojo. Los trabajadores del hospital nada más, que fue la familia transitoria que lo despidió.
Le dieron litros de morfina. Me pregunto si se habrá dejado llevar por el viaje psicodélico o si se habrá resistido por el miedo. No era un tipo miedoso. Caminaba solo en la noche durante horas, con un gorro de lana, su chaqueta pesada y una bolsa plástica de alguna tienda grande. En la bolsa por lo general traía sobres de cartón que él mismo hacía con un diseño muy particular, perfectamente cortados pero levemente asimétricos. Cuando conversábamos, mientras sacaba sus sobres con sus obras para mostrármelas, sacaba también el tema del alma. Decía que el alma había que educarla, que el alma era la que podía comprender la belleza, que en el alma teníamos la memoria de nuestros ancestros. No tío, la genética está en la materia no en el alma, o la justicia se tiene que hacer en la tierra no en otra parte, o dejemos de heroizar a todos los guerreros que seguro maltrataban a sus mujeres y a sus hijos. Yo le daba respuestas de ese tipo en forma de chistes para molestarlo, para que elaborara más sobre su teoría y ver cómo se defendía, pero él se reía así con su risa aguda de golpe sobre metal y me miraba con cara de Yositaaaaa, si tú no crees no puedes entender lo que es el alma. No me lo decía, pero estoy segura de que eso es lo que creía. Él sabía que yo soy una ferviente atea, evangelizadora de la inexistencia de Dios, y entonces desconfiaba de que yo pudiera procesar sus divagaciones sobre el alma. Aunque sí sabía que yo podía apreciar la belleza, quizás desde otro lugar, porque él sí creía que yo tenía alma. Según él, que no era religioso pero creía. Hasta ahí la oración, sin objeto directo. Y según él, que el alma había que formarla, no decía ni el espíritu ni el corazón ni la mente ni la educación sentimental; no, hablaba siempre del alma, de la arqueología del alma.
La arqueología, como estilo, como marca de autoría, era finalmente lo que daba coherencia a toda su obra. Hacía mil cosas distintas y todas eran definitivamente de él. Ese apellido que le puso a casi todo lo que hizo (flores arqueológicas, guerreros arqueológicos) ponía de manifiesto su obsesión por las culturas prehispánicas, en particular las mesoamericanas. En Chile fue profesor de la Universidad de Chile en Valdivia, en Temuco y en Chillán, hasta que, como decía él, se nubló el paisaje. Contaba que un busto de Benito Juárez que había hecho su esposa Ana María les había salvado la vida, porque por ese busto los recibieron en México como asilados políticos. Seguro que un buen busto de Benito Juárez hubiese sido suficiente para convencerlo de ponerse la vacuna. Eso le hubiese salvado la vida de nuevo. Con los tres hijos se quedaron en Xalapa, Veracruz, donde enseñó en la Escuela de Antropología de la UNAM. Me contó que uno de sus amigos arqueólogos de la universidad recolectaba unas figuras redondas como cabezas que descubrían los campesinos cuando araban la tierra. Eran cientos y cientos de estas figuras que aparecían a través de los años. Su amigo había descubierto que las figuras eran ofrendas que estaban enterradas porque las circunferencias eran sagradas; de hecho, decía el tío Lucho, por eso no habían desarrollado la rueda como medio para transportar cosas y las tremendas rocas que usaban para sus construcciones las tenían que mover a pura fuerza bruta. La banalidad de transportar las cosas. Cuando uno mira el detalle de sus creaciones arqueológicas —en cualquiera de sus formatos—, se pueden encontrar pequeñas circunferencias escondidas.
La arqueología, como estilo, como marca de autoría, era finalmente lo que daba coherencia a toda su obra. Hacía mil cosas distintas y todas eran definitivamente de él. Ese apellido que le puso a casi todo lo que hizo (flores arqueológicas, guerreros arqueológicos) ponía de manifiesto su obsesión por las culturas prehispánicas, en particular las mesoamericanas.
Sus años de exilio en México fueron de plenitud y de nostalgia. La nostalgia, no constructiva sino patológica, lo trajo de vuelta y lo arrojó a él y a su familia a un Chile que ya no existía, a la cesantía, el anonimato, la vulnerabilidad anímica. Si hubiese vuelto a enseñar en la universidad —como debió haber sido, debían haberle restituido su puesto—, habría vivido una vida mucho más feliz. Pero de ahí en adelante fueron largos años de cesantía, precariedad y anonimato. Decía que una prensa para grabados lo salvó de la depresión y que lo ayudaba con “esta pinche vida que me está matando”.
Había otra frase que repetía, una en francés, algo así como un “peau de beauté c’est la jouissance pour toujour”, o algo así, para explicar que el alma necesita de un poquito de belleza para hacer cundir la felicidad. Si hubiera que imaginar materialmente el alma a la que el tío Lucho se refería, yo le pondría patas y la alojaría en el esófago de cada persona, palpitando y enroscada como un patópodo. De hecho, podría haber escrito el patópodo del alma y haberlo incluido en el libro que publicamos juntos, él con sus dibujos y yo con mis cuentos. Un bicho parecido a los xoloitzcuincle, perros que se ponen las viejas en las rodillas para aliviarles el dolor del reumatismo, pero en cambio ponérselo en el pecho para sacar la angustia o la depresión. Un multipatópodo que fuera mejor que la religión, ese mentolatum que sirve para sanar los moretones del alma.
Aunque, o más bien porque él estaba acostumbrado a mirar bien, detenidamente, a entender el color y la luz, el momento de su alucinación en la agonía tiene que haber sido bestial. La morfina que recibió antes de morir de seguro que le dio materialidad visual a sus creaciones. Tiene que haber ofuscado la dramática y desoladora agonía en la sala del hospital. Si un guerrero no le tomó la mano, le pegó una patada para botarlo de su cama. El arsenal médico se le tiene que haber transformado en un ejército de guerreros y guerreras arqueológicas, en flores arqueológicas, llenas de patrones y achurados en movimiento, respirando, cambiando de color, creciendo y achicándose. Las enfermeras que le tomaron sus signos vitales, seguramente fueron de papel. La señorita —como hubiese dicho él—, vestida con cartoncitos sacados de la basura, tuvo su sombrero de revistas viejas y la bata médica de afiches de eventos pasados, pero no cualquier afiche, sino de un papel bueno, pesado. Lo mismo el médico que le habló a través de esa mascarilla, de seguro que tomó notas en una libreta hecha con un pedazo de cartón de cigarrillos. Desde que entró en el hospital nunca más vio la boca de nadie. Pero después de la morfina, los ojos sí que los vio, abriéndose y cerrándose de arriba hacia abajo o de un lado hacia el otro. Su vuelo agónico tiene que haber estado hecho de las impresiones que él construía, sin duda. Los seres con alma, o sea, las personas que trabajan en el Félix Bulnes, se tienen que haber resistido a ser figurativas lo que más pudieron; fueron algo así como sugerencias de mujeres mirando de reojo, o remolinos de pelos, o tres brochazos de hojas, o capas y capas de pintura gruesa de colores opuestos que fueron apareciendo y desapareciendo unos sobre otros. El pasamanos frío de la cama seguramente fue una estructura hecha de cientos de pequeñas partes de madera encajadas meticulosamente, conteniendo unas a otras, como células gigantes, como protozoos y rizomas escondiendo circulitos.
Luis Moisés Vidal Martínez dejó muchas huellas. Yo vivo, de hecho, en medio de un exceso de ellas. Bromeamos con mi hermana Paloma, que también tiene muchas de sus obras, que de a poco nuestras casas se van trasformando en un museo de él. Cuando viene gente yo hago el tour (corto, la casa es chica) y digo “este es un Lutcho Vidal”, así con voz de curadora cuica. “Lutcho Vidal, Lutcho Vidal, Lutcho Vidal”, digo cada vez que uno pasa al lado de uno de sus grabados, o de un dibujo, o de una de sus pinturas, un aguafuerte, o monitos de papel, o uno de sus guerreros arqueológicos de madera.
Su arqueología, como método, requería de mucho tiempo para observar, para caminar, para recolectar y después para fabricar. Las partes que recolectaba eran pedacitos del mundo con los que construía puzzles para quedarse mirando o pensando. No para decir esto significa esto y esto otro, sino para producir una sensación de viaje, no hacia el pasado o hacia el futuro, sino que un viaje como hacia el lado. A la vez que súper modernas —fragmentarias, a veces dislocadas, disonantes— sus obras son tan antiguas. Son arqueologías prehispánicas, no tienen aún la violencia de la colonización y el racismo. Aunque son guerreros, no tienen el dolor de la esclavitud ni de la masacre. No son, diría, occidentales. Además de que su obra misma es un viaje a un costado, el tiempo de su método arqueológico era de un tiempo muy lento, desobediente al tiempo de Santiago. Las esculturas de los guerreros y guerreras –nunca dijo guerreras pero yo veo que algunos son femeninos— están hechas con muchas piezas de maderas chiquititas, unas ensambladas sobre y dentro de las otras. Las coleccionaba de las tornerías que quedaban cerca de su casa en la calle Bismark, en Quinta Normal, y luego las trabajaba en su taller. Eran los retazos que les sobraban a los mueblistas cuando despuntaban las piezas antes de ensamblarlas y también ramitas que se encontraba por ahí. Las iba recogiendo del suelo, arqueando la espalda, con la misma postura inclinada que usaba cuando trabajaba en alguna de sus obras. Las tomaba con sus dedos duros, callosos, siempre manchados de tinta, y las limpiaba sobándolas con toda la palma. Creo que sus recolecciones eran parte de un ejercicio individual, de introspección. Su mismo gesto de ir encorvado me hacía pensar que iba mirando un poco para dentro. A su pasado, al de su infancia, al barrio de sus padres y el de sus tías solteronas que a pesar de tener un puñado de sueños jamás cumplidos eran muy risueñas y les gustaban las galletas. En los pedacitos que recogía había huellas de ese pasado tan personal, pero también de un pasado general, colectivo, de una idea de país que tenía antes del exilio y que no podía volver a encontrar. Había ahí quizás un gesto de algo que se quiere recuperar, algo que ya no está nunca más, pero que se sigue buscando, entre los deshechos. Y no es que juntara mucha basura, no, o que la acumulara; realmente encontraba joyitas que después se veían claramente: la cantidad de verdes distintos en los paisajes de papel, las gradaciones del cielo entre gris y azul, los ojos de los muñecos hechos con fotografías de ojos de personas recortadas, los ínfimos palitos incrustados, uno al lado del otro o uno sobre otros en unas pequeñas joyitas de madera que nos regalaba a mis hermanas y a mí.
Ese ejercicio de reconstrucción es bien distinto, no es para olvidar o no mirar, sino más bien para recordar y poner de vuelta la vida, la hermosura mortal, la presunción de la belleza. Y entonces Quevedo dice, bueno, la vida es efímera en este aparato que es el cuerpo humano, y cuando se termina de corromper, hasta los gusanos se van, no queda nada, solo los escombros como huella.
Además de saber mirar, el tío Lucho sabía extraordinariamente no mirar. Es que no son cosas excluyentes. Así como la memoria requiere del olvido para construirse, para sintetizarse en una imagen memorable, mirar implica dejar de ver. Dejaba de ver la basura, la pobreza, los escombros que tenía en su casa para mirar la paleta en que iba poniendo los oleos o el color de los papeles sobre los que hacía sus grabados. Dejaba de ver, no siempre sino por algunas horas, la descomposición de la casa de sus padres en la Quinta Normal, que desde hace años se está viniendo abajo, por lo menos desde el momento en que por primera vez entré ahí. Olvidar y dejar de ver para sobrevivir y poder mirar. Empañar el fondo pobre, seco y doloroso y enfocar el pétalo achurado de la flor arqueológica.
Pero había otro ejercicio en su arqueología, el de ponerle al vacío una a una las cosas que han ido desapareciendo. Aquí, en lugar de esta basura, de esta tierra seca, había muchas calas. Allá, debajo de esos palos, poníamos la mesa para comer en el verano. Los palos eran el parrón que nos daba sombra. La uva era muy rica, roja, casi no tenía pepas. El perro meaba justo donde antes estaban los conejos. Parecido a lo que hizo Quevedo cuando dice en su soneto esta cabeza, cuando viva, tuvo, sobre la arquitectura de estos huesos, carne y cabellos. Aquí y aquí, había tal y tal cosa. El color de la piel que estuvo aquí, enamoró a todos estos. Ese ejercicio de reconstrucción es bien distinto, no es para olvidar o no mirar, sino más bien para recordar y poner de vuelta la vida, la hermosura mortal, la presunción de la belleza. Y entonces Quevedo dice, bueno, la vida es efímera en este aparato que es el cuerpo humano, y cuando se termina de corromper, hasta los gusanos se van, no queda nada, solo los escombros como huella. Nos queda entonces restituir en la imaginación lo que ya no está para contemplarlo fugazmente una última vez, pero sobre todo para verificar que la vida y la belleza se extinguen en un abrir y cerrar de ojos, o en dos cuartetos y dos tercetos, lo que dura un soneto. Lo bueno es que (gracias al Inexistente) a veces hay algunos de esos aparatos, estos cuerpos humanos que tienen un alma de multipatópodo, que además de dejar sus huesos, dejan pedacitos de papel y de madera y de metal fundido y toda una obra para que leamos las pistas de sus acertijos, y entonces hagamos nuestra propia arqueología.
El gran Lukács joven, el hegeliano, nos legó textos fundamentales (Elalma y las formas o la Teoría de lanovela) para entender la teoría moderna de los géneros. Porque, como sabemos, tanto la novela como el ensayo son géneros tardíos, que responden en el nivel de los imaginarios a formas distintas de las relaciones internas y externas de la sociedad. El ensayo –que es la forma que nos convoca acá– responde estéticamente al pensamiento argumentativo. Pero como señala el pensador húngaro, también persuade a través de la belleza. Más tarde, Adorno le agregaría una función crítica.
Tradicionalmente, este ejercicio del pensamiento pasado por el tamiz de la literatura se consideró una virtud masculina: la interpretación del mundo es una forma de poder, y el poder de hacerlo estaba en sus manos. Escasas fueron las mujeres que lograron abrirse paso en la red de interdictos. Una de las pioneras fue Aspasia, alrededor del año 490 a de C.; esposa de Pericles, formó en la oratoria a muchos jóvenes, fue amada por Sócrates y la historia la recuerda con desprecio como una hetaira, es decir, una prostituta elegante. Una escort de hoy. Una forma, dicen, de anular el impacto de su inteligencia entre la intelectualidad de la Grecia clásica.
En América Latina, a pesar de los pesares, se encuentra en el siglo XIX ya formada la escritura del ensayo de mujeres, con la socialista franco-peruana Flora Tristán y su libro Peregrinacionesde una paria, donde se apropia del poder interpretativo para argumentar utópicamente en favor de los derechos de la mujer y de una sociedad socialista. Ya en Francia lo había hecho, en otro tono, casi un siglo antes, Madame de Staël, quien se había asentado en el poder privilegiado de su clase. Volviendo a nuestro continente, y más acá en el tiempo, surgirá con fuerza en las primeras décadas del siglo XX Gabriela Mistral, quien tempranamente toma en su quehacer ensayístico los destinos de Chile, Iberoamérica y, por qué no, algunos temas universales. Desde sus inicios es una viajera impenitente y ello le permite el contacto con la materialidad de la vida, los intelectuales, la cultura de América Latina y Occidente. Gabriela es el centro de una red, un invisiblecollege, en una época de las comunicaciones en que constituir este espacio era un esfuerzo mayor. Fundamental, en ese sentido, fue el trabajo de Victoria Ocampo y de las poetas Cecilia Meireles, Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni y Dulce María Loynaz.
Hago este recuento para poner en evidencia que el ensayo como género fue escaso en escritoras, más aún en nuestro continente, por razones históricas de la detención del poder interpretativo. No se aprecia una producción permanente, a pesar de que hay casos aislados, como Rosario Castellanos en México, Marta Brunet en Chile o Clarice Lispector en Brasil. Hasta poco antes y en el marco de la consideración general de la mujer, su ámbito era lo privado, el sentimiento, el tono declamatorio; de ahí la carencia del ejercicio de una escritura plena.
El primer ensayo subraya la realidad siniestra de la represión posterior a octubre de 2019. Una evidencia que nos incorpora con maestría en el abismo de una sociedad que estalla al enfrentar, a partir de una pequeña transgresión estudiantil, la enormidad de su miseria, del desajuste, de la condición indigna en la que sobrevive, en la ceguera frente al futuro de sus componentes más vulnerables.
Alrededor de los años 80, la modernidad tardía comienza a llevar los márgenes al centro de las preocupaciones a nivel internacional y, con ello, irrumpe la producción de escritoras. Nombres caribeños, mexicanos, argentinos y chilenos aparecen en las vitrinas de las librerías: Poniatowska, Tununa Mercado, Margo Glantz, Diamela Eltit, Nélida Piñón y Maryse Condé, entre otros. También un grupo actualmente más joven, ya asentadas en una cierta tradición, en un espacio de apertura mayor: Ana Maria Goncalves y Guadalupe Nettel destacan entre tantos nombres que ya se inscriben en el panorama actual. Entre ellas, un grupo de narradoras chilenas cuyo recorrido comienza a hacer bastante ruido (Nona Fernández, Alejandra Costamagna y Alia Trabucco con su notable capacidad analítica) y Lina Meruane, autora de Zona ciega.Ensayos sobre el ojo.
Se trata aquí de la historia reciente de Chile y del Santiago del 18 de octubre de 2019, con su levantamiento popular y sobre todo la represión, escrita a través de una persistencia instigante, como es la mirada, a través de la imagen del ojo, que vuelve porfiadamente, ojo que escruta, observa, mide, evalúa, ojo que confronta al mismo tiempo que es castigado, tiroteado, ojo que es golpeado, oscurecido, siniestrado, quemado. Ojo que entra en el cuerpo del lector para mirar a través de él, por él, moverse con él, experimentar su estallido, su dolor, su experiencia de la muerte. El ojo, aquel órgano del cuerpo que tiene la mayor cantidad de hombre, según remite la autora.
El primer ensayo subraya la realidad siniestra de la represión posterior a octubre de 2019. Una evidencia que nos incorpora con maestría en el abismo de una sociedad que estalla al enfrentar, a partir de una pequeña transgresión estudiantil, la enormidad de su miseria, del desajuste, de la condición indigna en la que sobrevive, en la ceguera frente al futuro de sus componentes más vulnerables. Ceguera en que la ha sumido el tráfago diario por la subsistencia y el decoro, la voracidad de una realidad que no le permite pensarse.
Me parece un capítulo magnífico, propio de una gran escritura, densa, sagaz y con proyecciones virtuales. Un ensayo que inserta la tragedia chilena en una dimensión universal, pleno de sensibilidad, de inteligencia, de dimensiones poéticas y de altura. La ensayista centra la energía estética en el cuerpo, y en el centro de ella está el ojo. Se alude mucho a su experiencia temporal de la ceguera, sus miedos, el pertenecer a una familia con lenguaje de médicos, a su experiencia de una diabetes temprana. Son referentes que ayudan, pero que no explican la construcción estética del cuerpo enfermo en su anterior ensayo Viajes virales, y en las novelas Fruta podrida y Sangre en el ojo.
La ensayista centra la energía estética en el cuerpo, y en el centro de ella está el ojo. Se alude mucho a su experiencia temporal de la ceguera, sus miedos, el pertenecer a una familia con lenguaje de médicos, a su experiencia de una diabetes temprana.
Lo cierto es esa capacidad de instalar un punto de mira situado en el ojo: la vista, la ceguera, sus formas, su terror, como la espina dorsal que articula los tres ensayos que forman el volumen. El ojo efectivamente es un instrumento, la memoria está situada en el cerebro. La vista es la vinculación de la materialidad de la vida con ese espacio, ese receptáculo de la experiencia a través del ojo. Al morir el ojo, no muere la memoria en la experiencia de quien pierde la visión. La experiencia de la vida y dependiendo del grado de la pérdida, se mueve en otro espacio, otra velocidad, otras premuras. El escritor japonés Tanizaki ha desarrollado la comparación entre la estética occidental, asentada en el exceso de luz, en el alumbrado abusivo, para elogiar la sombra, propia de su cultura. Escribe en El elogio de la sombra: “Creo que lo bello no es una sustancia en sí, sino tan solo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros producido por una yuxtaposición de diferentes sustancias”.
En el segundo ensayo, Meruane hace un recorrido acucioso por la experiencia de la invidencia en muchos escritores, desde el mismísimo Homero (si es que fue un cuerpo). Algunos de ellos hablan de su experiencia y no siempre esta remite a la oscuridad, como se piensa, a veces es la blancura o la franja amarilla de Borges, quien afirma que la ceguera se hereda, pero no el valor para afrontarla. O la de Joao Cabral de Melo Neto, cuya voz se apaga porque, dice, su poesía nace de lo material. Como señala Meruane, “escribir era dar cuenta de las cosas del mundo y era darles una estructura concreta que sus propias manos sostenían en la letra”.
Así, el texto transporta al lector en lo que llama un “breve recuento de la ceguera”, incorpora puntazos repentinos de un acero que transmite la herida, a veces la metáfora, la descripción descarnada de un globo abierto, no al uso en Saramago sino de forma directa y violenta, la reflexión dolorosa que a veces revela un matiz irónico: “El tormento oftálmico de Joyce hace palidecer mi temporada en el infierno”.
No hay aquí solo la eficiencia del lenguaje en la incorporación de la experiencia del ojo en el lector, hay una investigación larga y paciente de la historia de la ceguera en los escritores, con resultados sorpresivos que culminan con la aproximación, en el tercer ensayo, a la lenta pérdida de la visión de Gabriela Mistral, quien escribe: “Voy en delgadez de niebla pero sin embargo llevo / las facciones de mi cara / lo quebrantado del peso / intacta la voluntad / pero el rostro medio ciego / y respondo por mi nombre / aunque ya no sea aquella”. Es una ceguera en creciente diálogo con la de Marta Brunet, a las que Meruane agrega la de la mexicana Josefina Vicens.
Escritura en torno al ojo, al cuerpo, la enfermedad, que toma un cariz político, como anteriormente lo había hecho en Volversepalestina, su inmersión en las políticas coloniales israelíes y la relación con la dictadura chilena.
Zona ciega nos entrega la lectura de un ensayo altamente convincente, informado, sugerente, de escritura elegante y poderosa, cuyo nivel excede de lejos las fronteras nacionales.
Zona ciega, Lina Meruane, Literatura Random-House, 2021, 208 páginas, $12.000.
El urbanista Iván Poduje, ejemplo de lucidez o de contumacia según a quién se le pregunte, destaca en uno de los frentes más combativos que el 18 de octubre dejó a su paso: el de aquellos polemistas que, enraizados culturalmente en la Concertación, han deplorado hasta el cansancio la violencia del estallido social y la tolerancia a esa violencia que acusan entre los suyos. Esto los convirtió, a ojos de la derecha, en una reserva de sensatez, casi una primera línea de los valores republicanos frente a la irracionalidad o el oportunismo imperantes. Para la izquierda, en cambio, han mostrado su verdadera identidad: hijos del privilegio que a la hora de la verdad se cuadran con las élites, ya sea por llevar un Portales alojado en el inconsciente o porque su autoexilio en el barrio alto los ha privado de calle y de empatía social.
El caso de Poduje, en este contexto, es particular. Por lo pronto, se le podrá imputar cualquier sesgo menos falta de calle. Su libro Siete kabezas. Crónica urbana delestallido social, se sostiene en un conocimiento abrumador de la ciudad de Santiago, aquilatado por la intervención del arquitecto en decenas de proyectos públicos y por su costumbre, al parecer compulsiva, de emprender excursiones a pie. Su crítica de la violencia, por lo mismo, no discurre entre los principios del Estado liberal, sino en el plano concreto del “Santiago moderno” y del “Santiago invisible”, las dos ciudades en que, citando a Dickens, divide a la metrópolis. Por otra parte, se hace fácil apreciar que el ethos político de Poduje −nieto de un almacenero croata que envió a su hijo al Instituto Nacional− le debe mucho más al sueño americano que al peso de la noche. De muestra un botón: “A mis padres Dinko y Laura, que me formaron con el rigor del inmigrante”.
Así se entiende que Siete kabezas…, relato tan ágil como parece haberlo sido su escritura, sea una criatura esencialmente paradójica: de los libros publicados hasta ahora sobre la rebelión de octubre, ha sido el más apreciado por las élites que abominaron de la violencia, pero, a la vez, el más imbuido en las periferias donde la violencia realmente estalló.
Desde el sábado 19 de octubre de 2019, Poduje recorrió Santiago para comprender lo que estaba sucediendo. No se dirigió a Plaza Italia, sino a La Florida y Puente Alto, merodeando las estaciones de metro incendiadas en la víspera y que seguían siendo vandalizadas. En las multitudes congregadas alrededor, constató desconcertado, la destrucción del metro que utilizan a diario no provocaba angustia, sino algarabía. “Cada vidrio que rompían los encapuchados producía un grito de apoyo… La escena era dantesca, me sentí como en un mal sueño”. Sorteando las protestas y barricadas que ya se extendían por toda Vicuña Mackenna, escribe: “El ruido ambiente era una mezcla de desahogo y alegría, pero también de enajenación y odio. (…) Al regresar a mi casa en Las Condes la situación era radicalmente distinta. Reinaba una normalidad enferma”.
Poduje, lo advierte desde el comienzo, no ofrece una radiografía sociológica del Santiago furioso, sino una interpretación de esa furia, “a partir de patologías urbanas que he estudiado por 20 años y cuyas implicancias pude verificar en terreno”. Su primera tesis, quizás la más sugerente, es que la violencia no apareció el 18 de octubre: a partir de esa fecha, más bien, se desplazó unas cuantas cuadras, desde numerosos barrios segregados, donde ya era un dato de la causa, hacia las estaciones de metro aledañas, y luego hacia supermercados, edificios públicos y plazas centrales. Así lo acredita reseñando delitos y crímenes –saqueos organizados por turbas, ataques armados a comisarías, niños muertos por balas locas− que proliferaban hace años en los extramuros del Santiago moderno. “Ni un solo día habrían durado hechos como esos en Las Condes, Ñuñoa o La Reina”, reclama. Acto seguido, triangula los atentados más lesivos de la revuelta con la ubicación de una veintena de poblaciones y villas próximas a la escena, en un recorrido que nombra a casi todas las comunas del norte, poniente y sur de la capital. Barrios críticos que soportan, ya de manera crónica, el efecto combinado de la segregación, el hacinamiento, las “plazas de tierra con juegos oxidados” y el dominio territorial de bandas armadas. Que soportan, en suma, “la indiferencia de las élites”, materia prima del monstruo de siete cabezas que Poduje dibuja en estas páginas.
Poduje no aprovecha sus salidas a terreno para comprender por qué el Santiago popular, si estaba viendo lo mismo que él, mantuvo su apoyo a la insurrección en curso. ¿No fue ese el respaldo decisivo? Sus fuentes en Renca, Maipú o Quilicura (vecinos que hacen colas para abastecerse, taxistas, locatarios, policías que lidian hace tiempo con las bandas locales que expandieron su giro) le sirven solo para reconstruir los hechos de violencia. Cuando se trata de connotarlos, es decir, de politizarlos, su interlocución es con las élites.
Pero la violencia del estallido no fue, para el autor, el simple resultado de estos dramas sociales. También creció alentada por fuerzas políticas que encontraron en ella lo que no conseguían en las urnas, e idealizada por un progresismo cultural (la “cabeza vanidosa” del monstruo) que no la vio degradar sus barrios ni privar a sus familias de servicios y transportes. “Ahí el monstruo solo asomó sus manos, en un par de disturbios y en caravanas de ciclistas que se pasaron de rosca con su superioridad moral. Nunca se quemó un parque o una plaza, tampoco las galerías de arte y los cafés se llenaban de personas que analizaban el devenir del país”. Poco de qué sorprenderse, remata el cronista: con la misma indiferencia habían observado antes “cómo se quemaba el Instituto Nacional, mientras sus familias podían estudiar sin riesgo en colegios particulares”.
Juicios de valor aparte, el error fatal que Poduje atribuye a estas “cabezas pensantes” es haber vestido de héroes sociales a sujetos con agendas muy distintas a las suyas. De sus pesquisas concluye que los primeros ataques incendiarios a la Línea 4 del metro tuvieron que ser planificados (no por agentes de Maduro, en todo caso), pero que el efecto dominó fue “una activación simultánea de pequeños grupos que operaban localmente [piños de barras bravas y bandas de microtráfico] y que aprovecharon el quiebre del orden público”. El urbanista se exaspera al evocar la emoción de parlamentarios, periodistas y actores el día en que la Garra Blanca y Los de Abajo, con todo su prontuario a cuestas, tomaron el control de la estatua de Baquedano. Ver con sus propios ojos los pequeños negocios de barrio quemados en Puente Alto, o el memorial de detenidos desaparecidos atacado en Lo Prado (por la misma turba que incendió la estación San Pablo), le confirma que no es él quien está delirando. Son aquellos que, un par de meses después, imputarán a Carabineros la quema del Museo Violeta Parra, incluso tras conocerse evidencias en el sentido contrario, simplemente porque “los ‘muchachos’ no podían ser los culpables”.
La tirria del autor por la “cultura caviar” (sentimiento que, por lo visto en redes sociales, comparte con casi todos sus detractores) da lugar a críticas sumamente atendibles, pero dudosas, a lo menos, en tanto explicación del desmadre que lo aflige. En cambio, Poduje no aprovecha sus salidas a terreno para comprender por qué el Santiago popular, si estaba viendo lo mismo que él, mantuvo su apoyo a la insurrección en curso. ¿No fue ese el respaldo decisivo? Sus fuentes en Renca, Maipú o Quilicura (vecinos que hacen colas para abastecerse, taxistas, locatarios, policías que lidian hace tiempo con las bandas locales que expandieron su giro) le sirven solo para reconstruir los hechos de violencia. Cuando se trata de connotarlos, es decir, de politizarlos, su interlocución es con las élites.
Con todo, las élites importan, y Poduje consigue sembrar la duda: ¿hay algo que el progresismo está dejando de pensar cuando remite la violencia a sus causas estructurales y se desentiende de ella como fenómeno singular? ¿Ha perdido la distinción entre comprender la rabia de los excluidos y cubrir de un aura redentora a grupos que hasta ayer “aterrorizaron a barrios completos, amenazaron a vecinos y alcaldes, con líderes que se pasean armados”?
Quizás lo primero tenga mucho de plausible y lo segundo no poco de apresurado. La propia evidencia recogida en Siete kabezas, a veces al paso y otras veces al vuelo, deja entrever que el elenco de actores es necesariamente más amplio, y que el despertar del monstruo ha entrelazado identidades no tan fáciles de discernir. En otras palabras, que estas crónicas se leen con intriga porque sus inmersiones en el Santiago invisible nos asoman, todavía, a lo desconocido.
Siete kabezas. Crónica urbana del estallido social, Iván Poduje, Uqbar Editores, 2020, 179 páginas, $13.300.
Los límites entre ficción y no ficción, entre lo inventado y lo testimonial, entre el trabajo archivístico y la fabulación, se han vuelto cada vez más difusos en el arte contemporáneo. Incluso más, podríamos afirmar que buena parte de los creadores más sorprendentes —y por cierto arriesgados— caminan por esa orilla sinuosa en la que no se sabe bien si estamos ante un ensayo, una biografía, una novela o si el cruce de todos esos géneros, esa alquimia termina produciendo algo nuevo y más libre: el reflejo de esta vida incierta. En literatura es la ruta alumbrada por W.G. Sebald o Ricardo Piglia, y en el cine hay muchos ejemplos notables de obras híbridas, abiertas a la modernidad siempre cambiante y avasalladora. Pienso en Nanni Moretti, en Naomi Kawase, en Abbas Kiarostami, en Herzog y, más cercano a nosotros, en el cine-ensayo al que tributan las últimas películas de Patricio Guzmán.
Bajo este gran arco estético se ha movido el cine de Maite Alberdi y creo que una cuota significativa del éxito de El agente topo se debe a la inquietud que produce no saber cuánto hay de ficción y cuánto de documental. ¿El detective que contrata al viudo de 83 años es real o un actor? Y Sergio Chamy, el protagonista, ¿sabe que está haciendo una película o cree de verdad que debe investigar a Sonia? El aviso en el diario, ¿responde a una necesidad de la hija de Sonia o es un recurso para echar a andar la cinta? Y en el hogar de ancianos, ¿de qué creen que se trata la película que están filmando: de Chamy o de Sonia o de todos ellos?
Las dudas son muchas como para afirmar que estamos ante un “documental oculto”, esos filmes o reportajes en los que alguien se infiltra en un micromundo (secta religiosa, pandilla, algún sector de la industria) para dar cuenta de una realidad ominosa. A juzgar por la película, a Alberdi la tiene sin cuidado la situación de los hogares de ancianos en Chile. No se le pasa por la mente ponerse en el lugar, por ejemplo, de un reportero de Contacto o Informe especial. Y eso, desde luego, no tiene nada de reprochable. Alberdi incluso “inventa” un asilo, uno donde todo funciona de maravillas: las auxiliares no están nunca cansadas ni se quejan de los turnos ni del bajo salario; los internos hacen gimnasia, las piezas están todas limpias y la directora tiene la mejor disposición para que la filmen hasta en su propia oficina (desde luego, ella lleva la voz cantante en la fiesta de cumpleaños de Chamy).
¿Es lícito filmar a gente que no tiene mucha conciencia de que la están filmando? ¿No será que en algunos casos la propia senectud podría impedirles decidir libremente? Es cierto que nadie corre riesgo con esta cineasta, porque tiene buena madera y quiere a sus personajes. Pero ¿cuáles podrían ser los resultados de un proyecto así en manos menos empáticas?
¿Fue la “invención” de este hogar una suerte de peaje para poder filmar adentro y contar, así, la historia que en verdad Alberdi tenía entre manos?
Podría serlo, pero… ¿qué pasa cuando un documental rompe el verosímil?
¿No será mejor asumir que estamos ante una película de ficción que se desarrolla en espacios reales y sin actores profesionales, para transmitir una sensación de realidad más poderosa?
Hay otro punto conflictivo, ya relacionado con el método: ¿es lícito filmar a gente que no tiene mucha conciencia de que la están filmando? ¿No será que en algunos casos la propia senectud podría impedirles decidir libremente? Es cierto que nadie corre riesgo con esta cineasta, porque tiene buena madera y quiere a sus personajes. Pero ¿cuáles podrían ser los resultados de un proyecto así en manos menos empáticas?
Por supuesto que debe valorarse el respeto que Alberdi siente por su gente y su talento para emocionar al espectador sin caer nunca en lo burdo, moviéndose al filo del sentimentalismo. Sin embargo, aun dando por bueno todo eso, subsiste una pregunta básica: ¿de qué va El agente topo?
Quizás la respuesta sea demasiado prosaica y explique por qué la película no resiste mucho una segunda pasada. Todo se reduce a un hombre de 83 años que consigue un trabajo como investigador privado (ficción) para internarse en un hogar de ancianos (que en su perfección dejó de ser real) para descubrir que el mayor drama no tiene ninguna relación con el maltrato o las negligencias que se produzcan en sus dependencias. Lo que escuece a los internos es la soledad, el abandono de sus propias familias. Y que la demencia senil, en cualquiera de sus formas, es una tragedia salpicada con chispazos de humor.
Todo está bien hecho, reconozcámoslo. Pero ¿acaso no lo sabíamos?
Hay períodos de tiempo en que todo parece ir demasiado rápido y los hechos se atragantan, tropiezan y piden permiso para dar un paso al frente. Quizás el pulso de la vida de la cineasta chilena Maite Alberdi (1983) se acelerará aún más en los próximos años, pero no hay cómo negar que en la última década todo cambió para siempre en su hoja de ruta. Está en medio de un torbellino.
Entre el 2011 y el 2021 estrenó su primer largometraje (El salvavidas, 2011), realizó una película inolvidable, donde su abuela y sus amigas robaban cámara y miradas (La once, 2014), se internó en las vidas incomprendidas de un grupo de adultos con síndrome de Down (Los niños, 2016), tuvo un hijo que ya anda por los tres años, pero también enfrentó la muerte de la carismática anfitriona de La once, su entrañable antepasada María Teresa Muñoz.
El vértigo del trabajo y la experiencia de esta década prodigiosa se notan incluso en algo tan pedestre, pero elocuente, como su aspecto físico: la directora de perfil internacional que hoy es miembro de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood luce particularmente delgada. Qué diferencia con aquella muchacha recién egresada de la universidad, que en el 2011 sorprendió a medio mundo en el Festival de Valdivia con el insólito documental El salvavidas.
Desde la crónica de ese profesional de los primeros auxilios de El Tabo, que prevenía accidentes de inmersión sin meterse al agua, hasta el detective octogenario que no sabe tomar fotos por celular de El agente topo, ha pasado mucha agua bajo el puente. Sus métodos de trabajo se han refinado, sus equipos han crecido y la nominación al Oscar la colocó en un escenario muy distinto.
El nombre de Maite Alberdi, quien nos dio esta entrevista pocos días antes de la ceremonia de premiación de los Oscar, ocupó espacio y titulares de la prensa especializada internacional y su último documental fue apoyado y felicitado por gente de prestigio. Entre ellos el director estadounidense Todd Haynes, el realizador de Carol (2015) y Lejos del cielo (2002), por citar dos de sus mejores películas. Junto a él, Alberdi mantuvo una conversación online como parte de la campaña de promoción al Oscar de El agente topo, que fue nominada en la categoría Mejor Documental.
Filmada en el Hogar de Ancianos San Francisco, de la comuna de El Monte, la historia partió como una indagación en el trabajo de un detective privado. Pronto, sin embargo, el azar determinó un desvío en el plan original de la directora y el foco de la trama pasó desde el rol del investigador Rómulo Aitken a las andanzas de uno de sus singulares “empleados”.
Creo que los documentalistas enfrentamos dilemas éticos durante todos los días de rodaje y van mucho más allá de la misma película. Al vivir una realidad y volvernos parte de ella, entendemos los contextos, compartimos largos períodos con los personajes y representamos a seres humanos que se vuelven cercanos. Los filmamos desde ahí, desde la relación que tendríamos con cualquier ser querido en circunstancias similares.
Reclutado por una cliente para averiguar el trato que le daban a su madre en esa casa de reposo, Aitken puso un aviso en el periódico en busca de personas sobre 75 años para que ingresaran al hogar y le informaran sobre la dinámica al interior. Tener a un “topo” octogenario en su interior era el único método en vistas del difícil requerimiento. El elegido fue Sergio Chamy, un vivaz, saludable y sensible viudo de 83 años, que era algo así como una historia aparte. Un auténtico personaje de película que se aburría en casa y que, a pesar de las aprensiones de su hija, decidió probar con un nuevo empleo a esa altura de su vida.
En ese momento Alberdi entendió que el documental sería en realidad sobre el infiltrado en el asilo y no acerca del detective. También comprendió que debería operar en dos niveles, dependiendo de los personajes filmados: mientras Sergio sabía que la película era sobre su labor detectivesca, los huéspedes del asilo fueron informados de que se trataba de un documental genérico sobre los hogares de ancianos. Para los efectos narrativos de la historia, no podían enterarse de lo que él hacía ahí. Tampoco podían saberlo los responsables del hogar, que recibieron a Chamy en calidad de nuevo residente enviado por su familia. Solo después del rodaje se enteraron de que la película era en realidad un singular ejercicio de estilo, no un documental clásico. Antes de rodar, la realizadora y su equipo solicitaron el debido permiso a los directivos del hospicio y a los familiares de los residentes.
Estrenado en el Festival de Sundance 2019, El agente topo comparte con los anteriores filmes de la cineasta su preferencia por los microcosmos, la factura impecable, una distintiva vitalidad y un apego a los personajes de la tercera edad que ya era evidente en La once. La diferencia, en cualquier caso, es una decidida apuesta híbrida, donde la no ficción se funde y confunde a veces con elementos de ficción, en este caso con guiños al cine negro en el personaje principal.
¿Cómo concilias la historia que tienes en mente con lo que les pasa a los personajes? ¿Se produce un conflicto entre lo que deseas y lo que sucede en la realidad? Yo creo que es más bien al revés. La estructura del guion viene después de la filmación, ya en el montaje. Lo que primero hago es elegir a los protagonistas y en eso me demoro mucho. Hago un casting bastante grande y entrevisto a muchas personas. Sin ir más lejos, en el hogar de ancianos de El agente topo había alrededor de 60 mujeres, pero las que aparecen son muy pocas. Y eso que conozco a varias de las otras. Tanto el protagonista, Sergio Chamy, como yo tenemos vínculos con ellas. Uno termina confiando en los que puedan acercarse a tener una historia. Generalmente, les pasan cosas y esas pequeñas anécdotas terminan como un libreto en la sala de montaje. Ahí se arma todo. Es un trabajo largo y que implica cultivar relaciones. Los documentalistas nos tomamos mucho tiempo en conocer a los personajes y solo ahí podemos tomar decisiones. De lo contrario puedo terminar dándoles relevancia a detalles aparentemente llamativos, pero que a larga no van con la personalidad de ellos. No puedo definir a alguien por un gesto aislado.
¿Te enfrentas a muchas decisiones difíciles en un rodaje? Una película está llena de decisiones éticas. En El agente topo nos pasó mucho. En un momento, Sergio quiere mostrarle a una de las mujeres del hogar (la señora Rubira) unas fotos que encontró de la familia de ella en Facebook. Es delicado, porque son imágenes de personas que ella no ha visto hace mucho tiempo, pero por otro lado, él tiene la mejor de las intenciones. Antes de filmar la escena donde se las muestra, tuve que preguntarle a la directora del hogar si es que podíamos hacerlo. Y luego, ya en la sala de edición, viene la decisión de incluir aquel pasaje en la película.
El agente topo comparte con los anteriores filmes de la cineasta su preferencia por los microcosmos, la factura impecable, una distintiva vitalidad y un apego a los personajes de la tercera edad que ya era evidente en La once.
En ese sentido, ¿cuáles son los límites éticos cuando existe la tentación de utilizar a los personajes solo para lograr un buen documental? Creo que los documentalistas enfrentamos dilemas éticos durante todos los días de rodaje y van mucho más allá de la misma película. Al vivir una realidad y volvernos parte de ella, entendemos los contextos, compartimos largos períodos con los personajes y representamos a seres humanos que se vuelven cercanos. Los filmamos desde ahí, desde la relación que tendríamos con cualquier ser querido en circunstancias similares. El problema es cuando se va de visita a cazar una imagen, a sacar la foto e irse, a no pensar en la mejor forma de representar a cada uno de los que se filma. Uno ve esas situaciones, pero definitivamente yo no podría trabajar así. La pregunta sobre la forma, sobre lo que se puede y lo que no se puede filmar de cada persona, me toma mucho tiempo. Siempre hay riesgos, pero cuando las cosas se hacen con tiempo y desde el cariño, el consentimiento y el entendimiento de la realidad del otro no hay abuso de la miseria. El desafío es cómo hacerlo, no vetar temas o lugares de antemano, sino que buscar la manera de representarlos con respeto y empatía. Eso siempre requiere tiempo y paciencia. El problema es que el tiempo muchas veces atenta contra las lógicas de producción de la industria.
Has dicho que en tu vejez te gustaría tener la lucidez de Sergio Chamy. ¿Lo has visto recientemente? Lo he visto, pero quizás no como desearía, sobre todo debido al confinamiento. Él ha seguido atentamente el destino de la película y hace poco descubrí que había sacado una cuenta en Instagram. Cuando dije eso me refería a que me gustaría llegar a esa edad con su apertura de mente. Muchas personas de la tercera edad ya no quieren aprender nada nuevo y son presas del prejuicio. Sergio es todo lo contrario. Creo que es la gran lección que aprendí de él en El agente topo.
¿Te resulta paradójico que El agente topo obtenga reconocimiento internacional en medio de la crisis económica que atraviesa el sector cultural por la pandemia? La fragilidad de los artistas es el gran tema y nuestra gran herida. Es la inestabilidad de las contrataciones y, sobre todo, las mil dificultades del año 2020, sobre todo para los técnicos. Reconozco que el Estado ha asegurado financiamiento y que el cine chileno ha llegado lejos, en gran parte, por esa ayuda histórica, pero creo que en los últimos años se ha producido una especie de asimetría: de alguna manera, nuestro cine ha crecido más que los fondos y no ha existido correlación. Los aportes del Estado son solo una parte del financiamiento de una película, pero son esenciales para lograr coproductores en el extranjero, que es como se hace el cine en Chile.
¿Cuánta perseverancia hay que tener para poder ser directora y vivir del cine? Es una pregunta difícil. Está por un lado el talento, pero es fundamental la disciplina y la constancia. Es algo que aprendí en la universidad. Todos los cineastas que conozco y que viven del cine son muy ordenados, muy constantes, con agenda día a día. Tenemos que aprender a ser nuestros propios esclavos, porque las metas las fijamos nosotros mismos, más allá de los períodos de producción de películas, donde hay involucradas más personas. Todo esto implica ser muy metódico para dedicarle un tiempo diario a la creación y, a la vez, tener que hacer sacrificios personales o familiares.
Los cineastas de tu generación se formaron en la universidad, a diferencia de los directores de los 90 e inicios de los 2000, cuando no existía la carrera. ¿Por qué te llamó la atención el cine? Después de salir del colegio tenía muchos intereses en mente, desde la fotografía a la teoría del arte. En ese momento me interesó entrar a la Universidad Católica, porque permitía combinar disciplinas de distintas carreras y así es como estudié Licenciatura en Estética. Luego abrieron la carrera de Dirección Audiovisual, a la que ingresé y ahí tuve un curso de documental con la realizadora Paola Castillo (Frontera, Genoveva). Sentí que estaba en un espacio de comodidad. En ese período hice un documental de 24 minutos que se llamó Los trapecistas, sobre dos niños en un circo. Me gustó mucho, pero también me costó. Fue una prueba de la que aún me acuerdo cuando hago una película. Me refiero a la relación entre un cineasta y su personaje, que en el caso de los documentalistas no es la misma que la de los realizadores de ficción con sus actores: los objetivos de quienes yo retrato no tienen que ver necesariamente con los objetivos míos.
La relación entre un cineasta y su personaje, que en el caso de los documentalistas no es la misma que la de los realizadores de ficción con sus actores: los objetivos de quienes yo retrato no tienen que ver necesariamente con los objetivos míos.
¿Qué cineastas o películas te influyeron? Cuando estaba en la universidad, la mayoría de los documentales a los que teníamos acceso eran más bien políticos o muy contingentes. Por esa época se estrenó la película Ser y tener (2002), del francés Nicolas Philibert, en el Festival de Documentales de Santiago (Fidocs). Es una película sobre una escuela rural en Francia, en un entorno que aparentemente no tiene nada que ver con nuestra realidad, pero que me abrió un camino y se transformó en una luz. Me mostró las posibilidades del género y el valor del tiempo y la espera en la creación de un documental. Con esa película aprendí lecciones que todavía sigo en mis trabajos.
¿Y entre lo más reciente? Creo que la película rumana Collective (2019), de Alexander Nanau, es una obra maestra. Logró la doble nominación al Oscar en Mejor Película Internacional y Mejor Documental, y sigue un caso de corrupción en el Ministerio de Salud rumano que se conoce después del elevado número de muertos y heridos tras un incendio en una discoteca. Básicamente, las víctimas son tratadas con medicamentos de mala calidad (desinfectantes diluidos) y hay un seguimiento a los hechos, con un antihéroe que es el nuevo ministro de Salud: él reconoce la culpa de sus predecesores, pero también asume los errores propios. Me pareció una película desgarradora, sobre todo porque no hay muchas salidas ante la corrupción política. También me encantó Dick Johnson is dead (2020), de Kirsten Johnson, que también fue nominada al Oscar a Mejor documental y está en Netflix. Es muy innovadora y aborda con humor una enfermedad tan dura como el alzhéimer. Puedo mencionar, además, The truffle hunters, de Michael Dweck y Gregory Kershaw, sobre un grupo de señores de ya avanzada edad que recolectan trufas en el norte de Italia. Estaba en la lista corta del Oscar, pero finalmente no fue nominada.
¿Hay otras disciplinas que te llamen la atención o que hagas, quizás no públicamente? Muchas… No es que me dedique a escribir o hacer otras cosas aparte, pero consumo o le entrego tiempo a la lectura, al teatro y a la fotografía. A todo lo que tenga que ver con lo audiovisual. El arte fabrica experiencia. Me gusta mucho leer ensayos. Se pueden entender muchas cosas de la realidad solo observando la creación de otro artista. Los creadores hacen síntesis y simbologías, y eso siempre te abre el espectro, te ilumina.
Tus películas suelen ser cuidadas, muy bonitas, en el mejor sentido de la palabra, sin la “suciedad” ni la cámara movediza de otras cintas contemporáneas. ¿Por qué? Aquella “suciedad” de la que hablas se da mucho en la ficción, cuando los directores quieren acercarse a un verosímil, a una especie de estética de la realidad. Un ejemplo algo burdo, pero bien gráfico es la película El proyecto de la bruja de Blair (1999), que fue promocionada como: “Oh, es todo real, tan así que la imagen es mala y hay cámara en mano”. En mi caso, hago todo lo contrario. Es decir, lo que me interesa es sacar al documental de esa especie de exilio en que se encuentra. Quiero que cuenten historias que conmuevan, que no dejen de apelar a temáticas sociales, pero que estén asociadas a géneros cinematográficos. Busco cómo estilizar la realidad para que mis películas se adapten a las convenciones utilizadas muchas veces por la ficción. En otras palabras, mi cuidado por la factura es porque quiero que un documental sea apreciado y entendido como una película más, que no sea relegada a un mundo aparte. Por eso me enorgullece que la nominación de El agente topo al Oscar haya sido en la categoría Documental, que es donde he trabajado siempre. Quiero llegar hasta el final ahí y hacer mi carrera.
¿Tienes interés en hacer ficción? Es curioso, pero hace unos años siempre me preguntaban cuándo me iba a pasar a la ficción, en el sentido de cuándo iba a saltar a las grandes ligas. Pero yo no hago esa distinción. Ambas expresiones son igualmente válidas como películas. La nominación de Elagente topo es también una señal de lo que significa un trabajo así para la industria, en este caso la Academia de Hollywood. Tal vez hace cinco años nadie la habría considerado un documental, pues no responde a las convenciones clásicas del género, con las voces en off, imágenes de archivo y los entrevistados de distintas disciplinas. Las cosas han cambiado.
No muchas de las ideas de Karl Marx eran originales. El concepto de comunismo fue conocido en el mundo antiguo, mientras que la noción de revolución es probablemente tan vieja como la política. Hay quienes creen que Marx inventó la clase social, pero él mismo no forma parte de ese bando. Quizá fue la idea de la lucha de clases la que debería haber patentado; pero también esta había sido durante mucho tiempo algo habitual para fastidiar a los dueños de minas y a los campesinos rebeldes, si no siempre a los teóricos políticos. Su visión de la historia como una sucesión de modos de producción era un lugar común de la Ilustración, y Hegel anticipó gran parte de su pensamiento.
¿Qué hay de la convicción de Marx de que el factor decisivo en la vida social es el económico? Incluso si él hubiese sido el primero en llegar a esta perspectiva, lo cual es dudoso, de ninguna manera es privativa suya. Hay muchos estadounidenses que usan la frase “el balance final” para referirse a la cuestión que todo lo determinan los dólares, lo cual sugiere que la mayoría de los ciudadanos de Estados Unidos son marxistas innatos o que la opinión de Marx sobre la cuestión es ampliamente aceptada. Cicerón declaró que el Estado existía para proteger la propiedad privada, una muestra ortodoxa de doctrina marxista. Sigmund Freud, nada amigo del marxismo, sostenía que sin la necesidad de trabajar, los hombres y las mujeres solo pasarían sus días en medio de interesantes y variadas posturas de gratificación erótica. Fue la necesidad de sobrevivencia material lo que los impulsó a abandonar el principio del placer por sus bancos y fábricas de algodón.
Marx, para quien el socialismo no era un asunto sobre el trabajo sino sobre el ocio, pensaba que era posible reorganizar nuestros recursos de manera que los hombres y las mujeres pudieran ser liberados tanto como fuera posible de las formas de trabajo más degradantes (aquellos que tienen objeciones morales a tener que trabajar, deberían unirse a sus partidos comunistas locales de inmediato). Para su camarada socialista Oscar Wilde, ellos pasarían además su tiempo libre relajándose con prendas sueltas carmesí, sorbiendo absenta y recitando Homero unos a otros. Marx, en una venerable tradición judaica, era un pensador enérgicamente ético, uno que captó el punto de que la moralidad es principalmente una cuestión de aprender a cómo disfrutar; hombres y mujeres, pensó, estaban en su mejor momento cuando eran capaces de darse cuenta de sus poderes y capacidades únicas como deliciosos fines en y para sí mismos. Si todas las personas tuvieran la libertad de hacer esto, sin embargo, tendrían que encontrar alguna forma de hacerlo recíprocamente. Tendrían que realizarse en y a través de la realización de los demás. El comunismo para Marx era una especie de amor político.
Al final, Marx no era ni un economista ni un estratega político, sino un pensador formidablemente erudito en la gran tradición humanista europea. Su corazón estaba con Goethe y Heine, no con la proporción de capital fijo a variable.
Marx no habría estado particularmente consternado, uno sospecha, al oír que la mayoría de sus ideas no eran originales. Esto no es porque pensara que la innovación estaba sobrevalorada, sino porque pensaba que las ideas lo estaban. Los marxistas más prominentes en estos días son académicos, mientras que el propio Marx nunca tuvo un puesto universitario (aunque sí tenía un doctorado en filosofía antigua; y estaba más calificado para una carrera académica que W. B. Yeats, quien una vez fue rechazado para un puesto en el Trinity College de Dublín, porque escribió incorrectamente la palabra “profesor” en su solicitud). Una de las citas literarias favoritas de Lenin era del Fausto, de Goethe —“Toda teoría es gris, querido amigo, y verde es el dorado árbol de la vida”— y uno puede imaginar fácilmente a Marx poniendo las mismas palabras sobre su escritorio. Él era un humanista romántico con una pasión por lo sensitivamente específico; y aunque veía la necesidad de conceptos abstractos, los consideraba frágiles y anémicos en comparación con la rica complejidad de lo concreto. Esta fue una de las razones por las que trató el concepto de igualdad con cierta cautela. Las evidentes desigualdades sociales deben, por supuesto, ser abolidas, pero no de una manera que pase por encima de las diferencias humanas.
Marx gastó gran parte de su vida como periodista radical y activista político, y el propósito de la biografía de Jonathan Sperber es devolverlo a su contexto histórico. En este sentido, entonces, el libro es un estudio materialista de un pensador materialista. Sperber no es un discípulo que mira con ojos humedecidos al maestro, sino que lo trata más bien como Marx trataba a los seres humanos, considerándolo primero y sobre todo como un agente práctico. Hay, sin embargo, una cierta paradoja aquí. Estamos interesados en la vida de Marx por su obra, pero el libro de Sperber empuja su obra al trasfondo para hacer espacio a la vida. Esto es verdad respecto de la mayor parte de las biografías intelectuales, que son en este sentido un género curiosamente autodestructivo. Como la mayoría de los historiadores, Sperber no es muy impresionante en el campo de las ideas, aunque hace un esfuerzo valiente y ligeramente superficial al resumir algo del pensamiento de Marx a medida que avanza.
Es cierto que a veces podemos hacer descubrimientos sobre la vida de un escritor que transforman radicalmente nuestro sentido de su obra. Si una biografía de Thomas Hardy revelara que nunca había visto una vaca, o una historia de la vida del Cardenal Newman nos informara que regentó un muy exitoso burdel en su college de Oxford, podríamos acercarnos a sus escritos con nuevos ojos. Por lo general, sin embargo, las biografías de escritores y pensadores no hacen nada tan impactante. En su lugar, nos cuentan lo que su biografiado desayunó o usó en un baile de disfraces, hechos que son de interés debido a lo que él o ella escribió o pensó, pero que de cualquier forma no tienen nada que ver con aquello. Marx es un caso bastante diferente, ya que él creía en una unidad entre teoría y práctica. Aun así, no existe una relación sencilla entre las ideas de Marx y su existencia material.
Nacido en 1818, Marx era hijo de un abogado judío que se convirtió al protestantismo para continuar practicando el derecho en su antisemita patria prusiana. El padre de Marx fue un valiente activista contra la intolerancia, y le habría dolido saber que su hijo más tarde declararía que “la fe israelita me parece repulsiva”. La madre de Marx era una holandesa con poderes psíquicos que predijo el momento de su propia muerte, incluso la hora. La clarividencia parece haber funcionado en la familia: el propio Marx a veces escribe como si el futuro estuviera predeterminado, aunque él no reclamó tener poderes paranormales para hacerlo así.
¿Hay alguna forma de pasar de las necesidades y capacidades del cuerpo a la política, la ética y la cultura? No es seguro que exista; pero imaginarla es una empresa tremendamente emocionante, una que Marx lanzó a una edad escandalosamente precoz en sus manuscritos de París.
Como estudiante de derecho siguiendo las huellas de su padre, primero en Bonn y luego en Berlín, el joven y bohemio Marx era algo así como un alborotador y un borracho. Era, sin embargo, lo bastante respetable socialmente como para casarse con Jenny von Westphalen, hija de una distinguida y aristocrática familia prusiana. La pareja parecía incongruente a algunos de sus amigos, con Marx, un plebeyo peludo y moreno de procedencia sospechosamente semítica, interpretando a la Bestia para la teutónica Bella de Jenny. Él siempre estuvo un poco tontamente orgulloso de los orígenes de clase alta de su esposa, aunque Sperber sospecha que la nobleza de los Westphalen era algo engañosa. Que Jenny fuera cuatro años mayor era otra característica escandalosa del matrimonio. Como Sperber comenta, la unión “violó las normas aceptadas de masculinidad y de las relaciones entre los sexos”. El ser más joven que tu esposa, se pensaba en esa época, era vergonzosamente emasculante, algo así como ser menos educado que tu sirviente. A juzgar por una enigmática carta enviada por Jenny a Karl, la pareja también parece haber tenido relaciones sexuales prematrimoniales, lo que era bastante común entonces entre las masas rurales y urbanas, pero “un comportamiento prácticamente inconcebible para la muy decente hija de un alto funcionario del Estado prusiano de una gazmoña ciudad de provincias”. El inconformismo claramente comenzó en el hogar, como sucedió con el más tarde colaborador de Marx, Friedrich Engels, quien tomó a una mujer de clase obrera como su amante (el hecho de que ella fuera de origen irlandés sugiere una maravillosa y conveniente combinación de las simpatías de clase y las anticolonialistas).
El joven Marx comenzó su carrera asegurándose un puesto en un periódico radical en Alemania. El periodismo le proporcionaría por el resto de sus días una oportuna alternativa a la academia, por un lado, y a la militancia en la lucha callejera, por el otro. Con todo, le tomó algún tiempo a este Joven Hegeliano convertirse en un marxista completamente abonado. Cinco años antes de que escribiera el Manifiesto comunista, se le podía encontrar “abogando por el uso del ejército para reprimir el levantamiento de los trabajadores comunistas”. Las ideas comunistas, escribió, eran verdaderamente peligrosas y podían “derrotar nuestra inteligencia, conquistar nuestros sentimientos”. Es como si Darwin hubiera expresado su creencia en Adán y Eva al borde mismo de la publicación de El origen de las especies. Habiéndose convertido en marxista, Marx entonces famosamente negó que él fuera uno.
Durante la mayor parte de la vida de Marx, mucho de su tiempo y el de Jenny fue dedicado a mantener a los iracundos acreedores alejados de la puerta. Una vez comentó que nadie había escrito tanto sobre el dinero mientras poseía tan poco. Su pobreza, sin duda, era de un tipo adecuadamente refinado. Como señala Sperber, “excepto en una desastrosa ocasión, nunca se propuso que Jenny se encargara de la casa para él”. Además, siempre había uno o dos desaseados sirvientes para ser contratados. La pareja podía incluso dar con la extraña institutriz para su creciente prole. Pero el conocimiento de Marx de la escasez material era mucho más que teórico. Era una cuestión de cuándo debía pagar al carnicero, no solo de las contradicciones del capitalismo. Tres de sus hijos murieron al nacer o en la infancia, en minúsculos departamentos y barrios marginales. Cuando su hija Franziska se unió a esta macabra compañía, se nos dice que “tuvo que pasar el día del funeral corriendo en busca de dinero para pagar al sepulturero”. Fue el capitalismo el que finalmente fue a su rescate financiero en la forma de Engels, el donjuán hijo del dueño de una fábrica de Manchester, quien en los días previos a la existencia del correo certificado cortaba los billetes de banco a la mitad y los enviaba a su necesitado colega en sobres separados. Durante su tiempo en Inglaterra, Marx también se mantuvo a flote por sus artículos para el New York Tribune, entonces el principal periódico de los Estados Unidos.
Las clases medias han demostrado ser no solo la fuerza más vibrantemente emancipadora de la historia, sino también la más brutalmente explotadora. Sus preciosos logros estaban llenos de sangre por todas partes. Estos dos aspectos de la narrativa capitalista de la clase media eran, en opinión de Marx, tan inseparables como los dos lados de una hoja de papel.
La Europa políticamente turbulenta de la década de 1840 significó que este agitador incansable estuviera constantemente sobre la marcha. Expulsado de París como disidente político, Marx estuvo varado por un tiempo en Bruselas, donde se reunió con otros refugiados políticos y formó vínculos con una sociedad secreta de artesanos. Fue arrestado y encarcelado por las autoridades belgas y cambió sus actividades a Colonia. Durante 1848, el año de las revoluciones europeas, su activismo político se profundizó dramáticamente. Sperber comenta que Marx fue, “por primera y última vez en su vida, un revolucionario insurgente: editando en un estilo descarado, subversivo, la Nueva Gaceta Renana; convirtiéndose en un líder de los demócratas radicales de la ciudad de Colonia y de la Renania prusiana; tratando de organizar a la clase obrera en Colonia y en toda Alemania”. Los revolucionarios a menudo son ridiculizados por sus falsas profecías de insurgencia masiva, pero tan pronto como Marx había pronosticado esa agitación en el Manifiesto comunista, ella estalló en una nación europea tras otra. Después de ser expulsado de su Alemania natal, consideró navegar a América, pero no pudo reunir la tarifa del barco. En cambio, fue a Inglaterra en 1849, después de haber cambiado un país por otro por última vez. La crítica más feroz del capitalismo industrial estaba ahora en el lugar donde todo había comenzado.
En un Londres atiborrado de refugiados políticos pendencieros, sus esperanzas de revolución frustradas por la supresión de los levantamientos continentales, el desfinanciado Marx encontró su cabal aislamiento personal y político. Por el resto de su vida iba a permanecer apátrida, al haber renunciado a su ciudadanía prusiana, pero también al habérsele negado el estatuto de súbdito británico. Si el proletariado, como él declaró, no conocía patria, tampoco lo hizo su campeón. Cuando Marx anunció su apoyo a la Comuna de París de 1871, el gobierno británico dejó en claro a este intruso que no era bienvenido en su territorio. No obstante, la reputación de Marx creció hasta el punto de que se convirtió en una leyenda en vida. Incluso la reina Victoria mandó a un enviado personal para reunirse con él, un dignatario con un nombre espléndido que ni siquiera Dickens podría haber inventado: Sir Mountstewart Elphinstone Grant Duff. Al escucharlo anunciado, Marx bien pudo haber asumido que lo estaba visitando un comité.
Fue en Londres que Marx produjo la obra (El capital) que lo hizo mundialmente famoso. La hizo, sin embargo, con cierta renuencia. Trabajar en “esta porquería económica”, como alguna vez la llamó con desprecio, era una obligación que sentía que debía a los que se encontraban en el lado viscoso del sistema capitalista, pero también evitó que escribiera su gran libro sobre Balzac. Al final, Marx no era ni un economista ni un estratega político, sino un pensador formidablemente erudito en la gran tradición humanista europea. Su corazón estaba con Goethe y Heine, no con la proporción de capital fijo a variable. Pero la alta conciencia moral de esa tradición lo obligó a suspender sus búsquedas humanas en nombre de la humanidad. Perseguido a lo largo de su vida por las hemorroides, los dientes podridos, las afecciones hepáticas y los carbuncos terriblemente dolorosos, murió en 1883, probablemente debido a una mezcla de tuberculosis, exceso de trabajo y pena por la muerte de su hija Jenny, que no había alcanzado la edad de 40 años.
La personalidad que emerge del libro de Sperber —jovial, pudibunda, de buen corazón, sarcástica, amante de los niños, autocrática, virulenta en la disputa política— es suficientemente familiar desde estudios anteriores. Sperber escribe sobre la “arrogancia intelectual y las inclinaciones tiránicas” de Marx, así como sobre su tendencia a la “mezquindad facciosa”. En lo que el libro sobresale es en su recuento escrupulosamente detallado de su sujeto desde la cuna hasta la tumba, así como en su juicioso rechazo a demonizarlo o idealizarlo. Hay algunos pocos resbalones menores. Los terratenientes que gobernaron Irlanda en la época de Marx no eran ingleses sino angloirlandeses. La costumbre británica de llamar “bobbies” a los oficiales de policía desapareció hace cerca de medio siglo. El antropólogo Claude Lévi-Strauss era más marxista de lo que Sperber imagina. La frase “Trier permanece hoy, incluso como era en la juventud de Marx, una ciudad muy vieja”, no muestra al autor en su punto más intelectualmente agudo. Y la prosa de Sperber en ocasiones puede ser de pie plano, en contraste con el estilo animado e ingenioso del Karl Marx, del inglés Francis Wheen, que apareció hace una docena de años.
Aprovechar la máquina productora de riqueza de las clases medias, creía Marx, era la única forma de sentar las bases para el socialismo. Solo podrías ser socialista si eras razonablemente acomodado. O si no lo eras, entonces debían serlo algunos vecinos bien dispuestos.
El relato de Sperber acerca de Marx reconoce las diversas influencias sobre su obra, desde Hegel y Feuerbach, hasta el pensamiento democrático radical de su época. Sin embargo, nos entrega poca noción de cómo él llegó a una revolución en las ideas, así como a pedir una en la realidad. ¿Qué es, entonces, lo verdaderamente innovador de Marx? Aparte de algunas reflexiones más bien esotéricas sobre las fuerzas y las relaciones de producción, hizo al menos dos contribuciones sorprendentemente originales al pensamiento humano. La primera fue romper con gran parte de la filosofía anterior al ver a los individuos principalmente como agentes prácticos. Que esto suene bastante poco destacable es un signo de cuán obtusos pueden ser los filósofos. ¿Cómo se vería la narración humana, se pregunta a sí mismo, si partiéramos desde los hombres y las mujeres no como espíritus contemplativos, sino como individuos autodeterminados que crean una historia en común y que necesitan hacerlo así debido a la naturaleza de sus cuerpos? ¿Hay alguna forma de pasar de las necesidades y capacidades del cuerpo a la política, la ética y la cultura? No es seguro que exista; pero imaginarla es una empresa tremendamente emocionante, una que Marx lanzó a una edad escandalosamente precoz en sus manuscritos de París y que luego más o menos abandonó bajo la presión de sus investigaciones económicas.
El otro movimiento original de Marx fue identificar el capitalismo como un sistema histórico específico, impulsado por sus propias leyes peculiares. Ya no era simplemente el color invisible de la vida cotidiana, demasiado cerca del globo ocular como para ser objetivado. Lo que hizo a este respecto fue exactamente lo que las crisis del capitalismo —como la de 2008— tienden a hacer. Tales crisis resultan embarazosas para quienes manejan el espectáculo, no solo porque implican algunas personas hurgando en los tarros de basura mientras otras llenan sus Cadillacs. También son embarazosas porque al desahogar el funcionamiento del sistema, revelan la desagradable verdad de que el sistema representa una forma particular de hacer las cosas entre un rango de otras posibilidades. Si el pasado hizo las cosas de otra manera, el futuro también podría. Es mucho más simple pretender que los incas intercambiaron futuros como nosotros, o que los antiguos asirios perdieron el sueño por la alarmante magnitud de su déficit.
Marx pudo haber mostrado los límites del sistema capitalista, pero de ninguna manera fue un oponente fanático de él. Según el punto de vista admirativo de Marx, las clases medias habían transformado la faz de la Tierra en el breve lapso de unos pocos siglos y habían barrido los anciens régimes a los basureros de la historia (es cierto que uno o dos vestigios de ese pasado fueron descuidadamente dejados pasar —el Príncipe Carlos, por ejemplo—, pero por lo demás el trabajo fue notablemente minucioso). Estas criaturas sobrias y prudentes habían derrocado a las autocracias, liberado a los esclavos, habían desmantelado imperios, inventado los derechos humanos, introducido el feminismo y la democracia liberal, habían producido una resplandeciente cultura artística y establecido los fundamentos para la comunidad global. Es cierto que habían tenido sus catástrofes: hambrunas, guerras mundiales y cosas por el estilo. De hecho, han demostrado ser no solo la fuerza más vibrantemente emancipadora de la historia, sino también la más brutalmente explotadora. Sus preciosos logros estaban llenos de sangre por todas partes. Estos dos aspectos de la narrativa capitalista de la clase media eran, en opinión de Marx, tan inseparables como los dos lados de una hoja de papel.
Para Marx, el socialismo no democrático era una contradicción en los términos, algo como la frase ‘ética empresarial’. El socialismo era cuestión de tomar en serio la democracia en la vida diaria, más que limitarlo a un conjunto de procedimientos gubernamentales puramente formales.
Aprovechar la máquina productora de riqueza de las clases medias, creía Marx, era la única forma de sentar las bases para el socialismo. Solo podrías ser socialista si eras razonablemente acomodado. O si no lo eras, entonces debían serlo algunos vecinos bien dispuestos. De lo contrario, terminarías en lo que Marx llamó cáusticamente “escasez generalizada”, cuyo nombre histórico resultó ser “estalinismo”. El desarrollo de producción material a partir de un nivel tristemente bajo es una tarea ardua; y si uno ha eliminado el motivo que hizo que un proyecto de este tipo fuera tan asombrosamente exitoso bajo el capitalismo, a saber, la codicia, es probable que un Estado brutalmente autoritario deba intervenir y forzar a las personas a acometer a punta de rifle lo que serían reacios a llevar a cabo de manera voluntaria. Marx, cuya visión de las naciones “atrasadas” podría ser, en el mejor de los casos, poco ilustrada y, en el peor, racista, nunca imaginó ni por un momento que se podría construir el socialismo en una sociedad aislada, asediada e indigente. El socialismo rápidamente daría paso a la tiranía estatal. Hay quienes hablan de socialismo democrático, pero esto a los ojos de Marx era una tautología. Para Marx, el socialismo no democrático era una contradicción en los términos, algo como la frase “ética empresarial”. El socialismo era cuestión de tomar en serio la democracia en la vida diaria, más que limitarlo a un conjunto de procedimientos gubernamentales puramente formales. Los seres humanos podrían hacer un mal uso de su libertad en este punto, pero no serían completamente humanos sin ella.
Curiosamente, Sperber presta mucha atención al trabajo de un hombre cuyas ideas considera irrelevantes hoy en día. “La visión de Marx como un contemporáneo cuyas ideas están dando forma al mundo moderno”, escribe, “ha llegado a su fin”. Como figura, Marx es de interés histórico solamente, y este libro ha venido más a enterrarlo que a elogiarlo. Es cierto que las ideas de Marx ya no están exactamente dando forma al mundo, pero también es cierto que tienen mucho que explicar de cómo el capitalismo no está al mando de los sucesos. La generación más joven hoy en día puede no estar formada por marxistas con tarjeta de identificación, pero una parte considerable de ella es creciente y vociferantemente anticapitalista. Esto no quiere decir que pueda entregar un resumen convincente del modo de producción asiático. Más bien quiere decir que se ha rebelado ante la perspectiva de que el Estado use la riqueza arduamente ganada de sus ciudadanos para rescatar a un grupo de mafiosos financieros, y no está convencida de que esta sea la única forma concebible de dirigir una economía moderna. Cada verano, en Gran Bretaña, miles de jóvenes marxistas, algunos de ellos trabajadores que sacrifican sus vacaciones, se reúnen para discutir la posibilidad de una forma menos brutal y obscenamente desigual de dirigir nuestros asuntos civiles.
Si Sperber envía a Marx al museo, en gran parte es porque piensa que el capitalismo de la época de Marx está demasiado alejado del sistema que hoy conocemos para seguir siendo importante. Las ideas de Marx, nos informa, “pertenecían principalmente al siglo XIX”. Pero también lo eran las de Darwin. Los Estados Unidos han cambiado enormemente desde los días de Paine y Jefferson; ¿también Sperber los considera de interés puramente académico? Las ideas de Jesús nos llegan desde una época incluso anterior, pero pocos estadounidenses lo considerarían como una buena razón para rechazarlas de plano. El capitalismo sin duda ha sufrido algunos cambios trascendentales desde la época de Marx. Es más global de lo que era, más capaz de colonizar los escondrijos íntimos del espíritu humano, aún más flagrante en sus desigualdades, y sigue susceptible a las crisis. La búsqueda de ganancia aún gobierna la mayor parte del mundo, dando lugar a la guerra imperial, el trabajo infantil y los guetos pestilentes. Es posible que el proletariado ya no esté concentrado en las fábricas de Occidente, pero su presencia es tan palpable como siempre en los talleres del Sur y del Este. En resumen, estamos tan lejos de yacer tirados por ahí en prendas sueltas carmesí como siempre lo hemos estado.
Artículo aparecido en la revista Harper’s, publicado con autorización del autor. Traducción: Patricio Tapia.
Karl Marx, Jonathan Sperber, Galaxia Gutenberg, 624 páginas, $24.000.
El hombre del cartel, la segunda novela de María José Ferrada (Temuco, 1977), se estructura en tres secciones: “Primera semana”, “Los días siguientes” y “Los días finales”. En ellas, un niño, Miguel, cuenta la historia de su tío, quien abandona su trabajo en una fábrica para aceptar un nuevo empleo: cuidar un cartel publicitario para que no le roben los focos. Rápidamente, el personaje radicaliza su opción: Ramón toma la decisión de mudarse al cartel para estar “tal como quería: solo”. Se instala el contrapunto entre el mundo de abajo, una villa a orillas de una carretera, en una urbe cualquiera de Latinoamérica —pero que se parece demasiado a Chile—, y el mundo de arriba, la soledad del personaje habitando un enorme cartel. Dicho desplazamiento permitirá que el relato privilegie el desajuste al orden establecido que genera Ramón y las tensiones que esa decisión genera en los demás personajes.
Si en Kramp la narradora adulta recuerda su infancia, en El hombre del cartel la historia es contada desde la perspectiva de un niño; ambas son decisiones estilísticas que permiten establecer una continuidad de su producción novelística y la reconocida producción lírica infantil de Ferrada. En esta ocasión, Miguel irá relatando las consecuencias del desplazamiento de su tío a las alturas, tanto a nivel familiar como en su comunidad. La continuidad se refuerza porque, al igual que la niña de Kramp, Miguel vive en una orfandad relativa, con un padre ausente y una madre castigadora. Serán sus tíos, Ramón y Paulina, con quienes tendrá una relación más cercana. La figura materna es la que sale más mal parada en esta familia; el abandono del marido, una dura infancia y los problemas económicos serían los conflictos para entender la animosidad en la que ella vive y que su hijo registra fotográficamente: “Mi madre decide cortar por lo sano: abrir la bolsa de la rabia que lleva dentro y llenarla un poco más”.
En círculos concéntricos, Miguel también describe las relaciones de los personajes entre sí: los residentes del edificio, la junta de vecinos, los clientes del negocio de su madre, el bar al que acude con su tío. Ramón está en boca de todos: “¿Qué si lo obligaban a dormir ahí arriba?”, “¿Lo contrataba la Coca-Cola?”, curiosidad que decanta en opiniones más bien descalificadoras: “Se caía al frasco”, “es un loco”, “era un imbécil”, “¿las personas honradas dormían en casa o colgadas de los árboles”. Miguel también develará las contradicciones de los residentes de la villa en relación a “Los Sin Casa”, las paradojas respecto a la visión sobre la infancia de los adultos residentes, la ambivalencia de las opiniones sobre el comportamiento del tío.
Uno de los grandes aciertos del texto de Ferrada es su representación de la vida en la periferia. De manera casi cinematográfica, el espacio que se configura en esta breve novela remite a extramuros, un lugar en el que sus habitantes parecieran vivir colgando de los bordes de una urbe que los expulsa.
El relato de Miguel está poblado de citas, pues a medida que transcurre la historia va registrando el lenguaje adulto, lo que permite representar con éxito la perplejidad infantil ante un mundo cuyos sentidos no puede completar; sin embargo, en ocasiones se desdibuja la perspectiva y no se sabe si el que relata es el niño o un adulto secreto, pues hay un nivel reflexivo que a ratos resulta poco verosímil.
Uno de los grandes aciertos del texto de Ferrada es su representación de la vida en la periferia. De manera casi cinematográfica, el espacio que se configura en esta breve novela remite a extramuros, un lugar en el que sus habitantes parecieran vivir colgando de los bordes de una urbe que los expulsa. Se trata de recientes propietarios, quienes conviven problemáticamente con sucesivas oleadas de “Los Sin Casa”, desplazados urbanos que están a la espera de su vivienda y que en la novela suelen aparecer al atardecer. El edificio en el que vive el narrador y su familia es descrito como una red de comunicación que se asemeja a una tela de araña: “Lo que alguien decía en el living del 2° B podía escucharse en la cocina del 3° D o el 4° A, gracias a lo delgadas que eran las paredes y a los ahorros que la empresa constructora había hecho en cañerías”. Un paisaje desértico, un “pedazo de ciudad para el que no habían alcanzado el pavimento ni los árboles”, aunque sí la publicidad, que cubre antiguos paisajes naturales apenas recordados. Apocalipsis urbano en expansión.
En esta historia son los nómadas, “Los Sin Casa”, como el viejo que rechazó la casa que se le ofrecía o como el propio Ramón, que prefiere vivir en las alturas, los personajes valorados por el texto de Ferrada. El recurso no es nuevo. Italo Calvino y Uri Costak rompieron el orden novelesco mediante el desplazamiento de un personaje hacia las alturas, lo que tiene claros componentes alegóricos. Lo más valioso de El hombre del cartel es la profunda crítica social que emerge del uso renovado de este procedimiento, validando la diáspora como única vía de escape ante el orden establecido. La comunidad marginada aparece representada desde su fractura, sin vínculos estables, y de la que solo se puede huir. No hay lugar para habitar ni comunidad para convivir. Ramón fue la vanguardia.
El hombre del cartel, María José Ferrada, Alquimia Ediciones, 2021, 151 páginas, $10.900.
Luego de su aplaudido debut en 2015 con el volumen de cuentos Qué vergüenza, Paulina Flores pasó seis meses pensando en el argumento para una novela de ciencia ficción. Pero desechó el proyecto, tras escribir un poco, insatisfecha con el resultado. La decisión, sin embargo, no la dejó en el vacío: rápido vino a su memoria un reportaje cuya lectura la había conmocionado. Se trataba de una investigación del periodista Rodrigo Fluxá, publicada en la revista Sábado en 2013, donde se informaban las misérrimas condiciones de trabajo a bordo de los barcos calamareros que llegaban al Estrecho de Magallanes desde Asia. Buscando escapar del horror, algunos tripulantes saltaban a las aguas con la esperanza de alcanzar tierra firme.
“La verdad es que me metí en algo que desconocía”, cuenta la escritora desde Barcelona, donde cursa un máster en escritura creativa. “No es como que dije ‘esta es la historia perfecta para hacer una novela perfecta’. Fue paso a paso. Al principio la idea me atrapó, pero tampoco es que tuviese 10 ideas geniales para elegir. Hay mucho de intuición en esto. Mucho de misterio”.
Isla Decepción narra la historia de Lee, Miguel y Marcela. El primero, un joven tripulante de un barco factoría coreano, es rescatado en el Estrecho de Magallanes por un grupo de pescadores. Decididos a entregarlo de vuelta al barco o a las autoridades, uno de los rescatistas, Miguel, se ofrece a llevarlo furtivamente al hospital de Punta Arenas. Pero, intuyendo el destino que le esperaba a Lee si lo dejaba, decide esconderlo en su casa. Marcela, la hija de Miguel, llega de sorpresa a la mañana siguiente desde Santiago: viene huyendo de su vida en la ciudad, donde acaba de terminar un pololeo y de renunciar a su trabajo. Padre e hija tienen una relación tensa, pero la situación de Lee les permite esquivar momentáneamente sus diferencias.
“En esa época yo estaba muy pegada con la idea de huir, de escapar, de las segundas oportunidades. Esto fue más o menos por el 2016. Necesitaba entender, supongo, ese tipo de cosas. Cómo funcionaban, a nivel personal y a nivel más abstracto”, dice Flores. “Pero hubo muchos momentos en que no tenía idea hacia dónde iba la novela. No fue como que partí con una hipótesis y después la comprobé, sino que descubrí algo en el camino haciéndola”.
Una odisea
Más de cuatro años le tomó a la escritora terminar Isla Decepción. Una cantidad de tiempo que superó con mucho sus pronósticos iniciales, que contemplaban la entrega de la novela para 2019. Y es que el proceso fue puntilloso, marcado por la reescritura obsesiva y los descartes de material. “Sigo revisándola”, cuenta. “Ahora la estoy leyendo de nuevo porque tengo que corregir las erratas para la edición española”.
La naturaleza de la historia, por otro lado, exigía realizar investigaciones en diversas materias. La realidad que se revelaba en el reportaje de Fluxá requería una indagación en terreno. Y una de las primeras determinaciones de la autora fue viajar a Punta Arenas a hacer entrevistas. Por entonces colaboraba en el diario HoyxHoy haciendo perfiles de personas que le llamaban la atención y, presentándose como periodista, pudo recabar información tanto para el libro como para su sección. Más adelante también tuvo la oportunidad de viajar a Asia a hacer trabajo de campo. Estuvo durante un mes y medio recorriendo, aprovechando una visita a China que realizó tras la publicación en ese país de Qué vergüenza.
Hacer este libro significó aprender muchas cosas que me interesaban. Desde filosofía budista hasta chamanismo coreano, chamanismo mapuche. Qué se yo… leer sobre Corea, ver cosas sobre Corea. Leer cualquier tipo de literatura que tuviera que ver con el mar. Entrevistar a muchos pescadores artesanales, marinos mercantes. Entrevistar a gente es de las cosas más entretenidas que hay, que te cuenten sus anécdotas. No sé, fue como cuando a los actores les piden que se preparen para un papel y, por ejemplo, tienen que aprender a andar a caballo.
“No podías hablar con nadie, ni siquiera en inglés”, cuenta Flores. “Es un lugar completamente aislado comunicativamente para nosotros. Y aun así podís reírte, por ejemplo. Puede ocurrir una situación que te miras con alguien y te cagas de la risa. O podís sentir cosas”.
El conocimiento náutico y de la fauna marina fueron asuntos con los que igualmente debió familiarizarse. “Solo para hacer una imagen de las ballenas me podía quedar una hora buscando información”, dice la autora. “Ahora soy como el Profesor Rossa de los animales marinos”.
Al preguntarle por la mayor dificultad que representó la obra, menciona el capítulo “Un día en el Melilla”, que le tomó todo un año. En esa parte del libro, Flores describe la rutina de los tripulantes a bordo del barco calamarero. Se trata del segmento más extenso de Isla Decepción, el que destaca por su detallada descripción de ambientes y personajes. El plan inicial de la autora era dedicar un espacio a cada uno de los 30 tripulantes que en su cabeza navegaban en el Melilla. Sin embargo, sus editores la convencieron de no seguir adelante. La novela se volvería ininteligible.
Independiente de todas las exigencias que fue imponiendo la propia historia —sumado a la distracción que trajo el Estallido social, en el que participó activamente, y las ansiedades del encierro pandémico—, la autora dice que disfrutó cada momento del proceso. Pero hoy prefiere enfrentar la creación de una manera totalmente distinta. Buda flaite es el título tentativo de su próxima novela, la cual está escribiendo como trabajo de titulación para su magíster. Con el tiempo de entrega en contra, está apostando por una creación menos demorosa. “El trabajo de Isla Decepción fue de palabra a palabra y ahora estoy fluyendo nomás”.
Poner punto final a Isla Decepción fue más que una lucha contra un plazo de entrega que se había extendido más de lo pronosticado. Poner ese punto final fue para la escritora decir adiós a un mundo que la acompañó por mucho tiempo y que no quería dejar ir. “Me costó mucho entender que se terminaba la novela. Es tan rara esta idea de que existe un final. En la vida no existen los finales. Pero hay que buscar una forma, porque no es la vida real, es ficción. Pero me daba rabia, porque quería seguir con Marcela, con Miguel y Lee para siempre. Los hubiera escrito por siempre. Me gustaba mucho estar con ellos”.
¿Tenías alguna cercanía con la pesca o la navegación antes de escribir el libro? Las Sailor Moon… Titanic… No, muy poquita. Mi abuela vendió pescado en la feria al final de su vida. Pero eso nada más. En todo caso, siempre tuve una gran curiosidad por ese mundo y hacer este libro significó aprender muchas cosas que me interesaban. Desde filosofía budista hasta chamanismo coreano, chamanismo mapuche. Qué se yo… leer sobre Corea, ver cosas sobre Corea. Leer cualquier tipo de literatura que tuviera que ver con el mar. Entrevistar a muchos pescadores artesanales, marinos mercantes. Entrevistar a gente es de las cosas más entretenidas que hay, que te cuenten sus anécdotas. No sé, fue como cuando a los actores les piden que se preparen para un papel y, por ejemplo, tienen que aprender a andar a caballo.
Yo al principio pensé que escribir una novela era como escribir un cuento largo, pero para nada. Es muy muy distinto el proceso. Siento que me desprejuicié más. En Qué vergüenza era muy estructurada, creía que una historia funcionaba de cierta manera; tenía mucha fe en algunos principios de la literatura. Y ahora enfrenté el proceso sin ningún fundamento.
¿Y qué lecturas fueron importantes durante la escritura? En ese período hice un tránsito desde el canon norteamericano, que yo tenía muy interiorizado, sobre todo por la escritura de cuentos. Aprendí a escribir cuentos con los escritores norteamericanos; tienen una escuela muy fuerte ahí. Y por otro lado estoy chata de la industria del entretenimiento norteamericana, como de Netflix, HBO, de los escritores gringos. Todo tan perfecto y al final… nada, hegemonía cultural igual. Entonces hice un tránsito a la literatura asiática. Recuerdo haber quedado muy impresionada con La vegetariana. Uno de mis escritores favoritos ahora es Natsume Soseki. Todo eso me sirvió para entender que en esta novela podía no pasar nada. Ver las películas de Raúl Ruiz o Lucrecia Martell también ayudó mucho. Entender que una obra de ficción no tiene por qué deberse solo al argumento, no tienen por qué pasar cosas. Puede ser algo más poético… Claro, yo no tengo los mismos elementos que en el cine, como el zoom, o las herramientas sonoras, pero igual puedo generar eso con la escritura misma y sentía la necesidad de que todos esos sonidos y esa percepción de las cosas afloraran, que no fuera solamente una descripción de episodios, sino que hubiera un ambiente entero. Cada vez que los personajes hablan hay algo sucediendo alrededor, hay pájaros volando. O en el barco para qué decir.
Y en ese sentido, ¿fue muy distinto el proceso de Isla Decepción con el de Qué vergüenza? Qué vergüenza fue mi primer libro y de alguna manera aprendí a escribir con él. Yo decía “quiero escribir un cuento en primera persona” y lo escribía, después hacía lo mismo con otras modalidades. Y así iba aprendiendo sobre la historia y sobre los personajes. Acá igual fue parecido en el sentido de que no sabía escribir una novela. Entonces también tuve que aprender todo. Yo al principio pensé que escribir una novela era como escribir un cuento largo, pero para nada. Es muy muy distinto el proceso. Siento que me desprejuicié más. En Qué vergüenza era muy estructurada, creía que una historia funcionaba de cierta manera; tenía mucha fe en algunos principios de la literatura. Y ahora enfrenté el proceso sin ningún fundamento.
¿Y fue una carga muy pesada las expectativas que habían sobre la novela después del éxito de tu debut? La presión más que por las expectativas, fue porque ya llevaba demasiado tiempo escribiendo. Me acuerdo sentir que si no la publicaba el 2019 me iba a morir. Después sentir lo mismo si es que no la publicaba el 2020. Y luego dije que si no la publicaba el 2021 mi vida iba a ser un infierno. Me vine a España sin terminar de editar la novela. Llegué acá, y lo único que quería hacer era salir, pero al final me tocó estar como un mes entero editando. En realidad, en relación a las expectativas solo sentí agradecimiento de que la gente la esperara con tanto cariño, que hubiera ganas de leerla, eso lo encontraba demasiado bacán y una fortuna.
Participaste activamente en el Estallido social, ¿eso permeó en algún grado la novela o esta era como un mundo aparte respecto al exterior? En la novela que estoy escribiendo ahora, que trata sobre niñes del Sename, hay mucho enfrentamiento con la policía, mucha protesta, mucha primera línea. Es decir, definitivamente en esta nueva novela va a influir, pero en Isla Decepción no sé, pero inconscientemente quizás sí. Al final todo afecta…
Pero Isla Decepción tiene un elemento político claro. Bueno, es que siempre he estado involucrada en política. Yo estoy yendo a asambleas desde el 2006, cuando fue la revolución pingüina. No es que ahora descubrí que la revolución es hermosa. También estudié en la Chile, que es un lugar muy político. Participé en asambleas, salí a marchar, tiré piedras. Estoy marchando desde que tenía 16 años. Entonces, eso está en mi literatura, pero está desde siempre. Está en quien soy.
Si tuviera que escoger una sola obra para explicar en qué consiste que el mundo está roto, que el ser humano está compuesto de caras y exigencias incompatibles y a la vez necesarias, imposibles de ensamblarse en un todo coherente al que llamamos persona, mi elección sería muy fácil. Me decidiría por Lance, el documental dirigido por Marina Zenovich. Sus cuatro horas de duración convencen al espectador no solo de que el mundo está roto en un sentido fundamental y obvio: los criterios del éxito son incompatibles con los de la moral. También en sentidos específicos y particulares nos lleva a imaginarnos un mundo quebrado, como si cuando recogiéramos uno de los pedazos del vaso de whisky que se acaba de estrellar contra el suelo, este fragmento explotara en otros 10, 100, mil partículas: no se puede ser un buen profesional y un buen amigo, ser un tramposo es compatible con realizar una obra de beneficencia que un honrado ciclista jamás habría llevado a cabo, que el fracaso puede constituir también un éxito.
El objeto que concentra la ruptura del mundo es Lance Armstrong. Lance no es un tipo deshecho. Sigue siendo inteligente, atractivo, con una agudeza que no se ha aprendido en ningún libro, sino en el contacto directo con las contradicciones de la existencia, con la lucha directa del mundo. No es un hombre deshecho, incluso si el apellido que lleva es el de una pareja que tuvo su madre, quien además le pegaba y lo maltrataba. Tenemos claro que, desde el principio vamos a vivir en el mundo roto cuando Terry Armstrong, el padre adoptivo de Lance, afirma orgulloso que esa violencia, ese orden forzosamente impuesto, hizo de Lance un campeón.
El hiperambicioso Lance quiere ser número uno hasta para reconocer los pecados cometidos. Para Lance, es como si no hubiera pasado nada. Es como un hiperactivo hombre de negocios Zen. Es capaz de sentirse reconocido cuando el planeta se da cuenta de que es el mayor y más obstinado tramposo de la historia de los deportes. El mundo está roto porque enfrente de Lance está Jan Ulrich, para quien el haber sido expulsado del ciclismo lo convierte en un ser lobotomizado, humillado, mudo. Ulrich debería haber mentido 10, 100 veces más que Armstrong, para padecer un resultado tan desfavorable. Si el mundo fuera coherente, Ulrich, el segundo mejor ciclista de aquella época (fines de los 90 y comienzos del siglo XXI), su único rival digno, debería haber sido un arrepentido casi tan exitoso como Lance. Sin embargo, su capacidad para rehacerse es infinitamente peor que la de su rival. Ulrich no encuentra placer, adrenalina, centralidad en su mundo de fracaso y de revelación. Quedó estancado el día en que el T-Mobile lo expulsó por fax. Mientras Lance prepara la ensalada con su mujer Anna Hansen y hace bromas con el dedo que se ha cortado, Ulrich está intentando ahogar a una prostituta en Palma de Mallorca. Cuando Lance visita a Jan, no está comportándose de manera moral, no está siendo un buen cristiano. La operación es mucho más profunda. Su acto es metafísico. Está recordando a sus espectadores que el mundo está roto, que no depende ni de la inteligencia ni de la educación familiar ni del país el hecho de que él sea el número uno en eso de abrir al mundo su fascinante psique y Jan sea el número cien mil.
El mundo está roto por el hecho más evidente de todos: a los que se portan bien, les va mal. A los que se portan mal, les va bien. Por supuesto, no se trata de un principio absoluto, pero en determinados campos de la vida —el profesional parece ser uno de ellos— es la regla más que la excepción. No hace falta creer en una ética universal, religiosa o kantiana, para que esta contradicción resulte escandalosa. Muchas personas que tienen éxito en una profesión lo tienen precisamente por no cumplir ni siquiera los criterios morales que esa profesión impone: autores con una prosa horrorosa tienen éxito y son incluidos en academias, directivos que no sabrían explicar el funcionamiento de su empresa cobran los sueldos más elevados, las universidades son dirigidas por rectores que desconocen en qué consiste investigar o enseñar. Ni siquiera el deporte, que parecía ser un consuelo de esta asimetría, está libre de esta incoherencia esencial: son los tramposos los que tienen éxito. Ser malo, incumplir las reglas, es bueno.
Las buenas causas necesitan su buena mentira. Estoy de acuerdo con la perspectiva del documental: el vínculo entre victoria fraudulenta y buena acción es necesario. Un exciclista que hubiera superado el cáncer milagrosamente no habría conseguido una fundación lo suficientemente rica como para pagar por guardar el esperma y los óvulos de jóvenes que comenzaban su quimioterapia y podrían quedar estériles.
La riqueza del personaje de Lance es la riqueza con la que refleja que el mundo está roto. El mundo está roto no solo moralmente: esto es algo que todos sabemos, que todos sospechamos. Psicológicamente, esta ruptura del mundo es un poco más complicada. Las facultades psíquicas necesarias para conseguir algo fundamentalmente positivo (el éxito) limitan las posibilidades de que obtengamos otros bienes igualmente necesarios: la amistad. Ser el mejor ciclista impide que tengamos buenos amigos. Para ser el mejor en algo, Lance odia, se enoja, desprecia, minimiza al rival. Quiere volver a correr el Tour de Francia porque alguien a quien considera mediocre lo ha ganado. Pero odia a los rivales, necesita odiarlos incluso si no fueran tan mediocres. Se molesta de que los nuevos ciclistas no acepten que el mundo está roto y den abrazos fraternos a sus rivales: “Come on! Put your hate on!”.
La frase nos asusta no por el carácter patológico de la personalidad de Lance, sino porque nos ha convencido del principio metafísico: el odio es el precio que hay que pagar por ser campeón. Admitamos esta hipótesis. Lance es consciente de este abismo, de que la necesaria actitud para ganar es incompatible con tener amigos, charlar en un bar, no ser despreciado por todos aquellos que te rodean, por ser un ignorante que se cabrea porque la mejor pizza de tu vida tarde siete minutos más que la pizza precongelada que te sirven en el restaurante de Texas. Cuando Lance desea que los corredores dejen de abrazarse, no está haciendo una apología del mal rollo, sino expresando su desconsuelo porque el ciclismo carece de grandes campeones mientras la fraternidad impere. Al lado de la trágica conciencia de Lance, su círculo más íntimo, las únicas personas de la Tierra a las que podemos considerar sus amigos, no son conscientes de que la posibilidad de un mundo coherente y unitario depende de su mediocridad, de su incapacidad para percibir que el mundo está roto, simplemente porque su competencia profesional es escasa. El mundo roto nos obliga a considerar la ruptura psicológica del mundo como un regalo: la mayoría somos lo suficientemente mediocres como para no detectarla. Sus excompañeros lo consideran un bully como si fuera el niño regordete del colegio, sin pensar un solo segundo que, si no hubiera sido un serial killer, no habría ganado siete tours, no habría rodado este documental, no estaríamos hablando ahora de ellos, de sus archienemigos Betsey Andreu o Jonathan Vaughters. La amistad, la buena educación, la tranquilidad, la peace of mind no aparecen como renuncia para quien es mediocre.
La política es el mejor lugar para mostrar que el mundo está roto. La “pluralidad” de Arendt, el individualismo liberal, el designio cristiano por el que cada uno es un ser valioso, son principios tan verdaderos como absolutamente impracticables cuando debemos compartir el planeta con otro ser con otros principios. La política es el receptáculo de una infinidad de acciones y de deseos, la mayoría de ellos buenos. La política es el verdadero mundo roto, porque este conjunto de bondades es contradictoria. La política es el verdadero mundo roto, porque es el escenario donde vemos más claramente que las buenas acciones pueden estar conectadas a malas acciones y a malas intenciones. He aquí donde entra el mentiroso Lance y su fundación de ayuda contra el cáncer. El mundo está roto porque la maldad primera no afecta a la bondad segunda, porque puedes mentir a la mañana y salvar a un niño por la tarde, porque el consuelo mantiene una cuota de pureza, escandalosa para los filósofos y moralistas que afirman, insisten, repiten que el mundo es unitario.
Después de que Lance Armstrong superara un cáncer de testículos se dedicó a realizar dos cosas: doparse de manera sistemática y sacar adelante una fundación que ayudara a personas jóvenes con cáncer. Evidentemente, todos los resultados positivos de la fundación dependen del engaño, de la mentira y el fraude. Sin sus victorias dopadas, Lance no sería un ícono, un modelo, un renacido victorioso del cáncer, y el público no habría financiado esta iniciativa de modo tan generoso. Las buenas causas necesitan su buena mentira. Estoy de acuerdo con la perspectiva del documental: el vínculo entre victoria fraudulenta y buena acción es necesario. Un exciclista que hubiera superado el cáncer milagrosamente no habría conseguido una fundación lo suficientemente rica como para pagar por guardar el esperma y los óvulos de jóvenes que comenzaban su quimioterapia y podrían quedar estériles. El mundo es así: para conseguir buenos resultados se necesitan malas acciones.
La hipocresía no es la causa, sino la consecuencia más incómoda, más perjudicial, menos justificada de un mundo que está roto a través de un público que quiere algo (un ciclismo espectáculo) y no está dispuesto a admitirlo con todas sus consecuencias (ese espectáculo exige sustancias prohibidas).
Es fácil pensar que Armstrong utilizó la fundación como tapadera, que se trataba de un simulacro. Por el contrario, varios amigos, compañeros, admiradores ofrecen testimonios que parecen probar la honestidad del compromiso de Armstrong contra el cáncer. Muchas veces era la última persona a la que veían los niños que iban a morirse. Incluso si estas acciones benéficas eran interesadas, incluso si con ellas conseguía que los controles antidopping fueran menos rigurosos, esto es indiferente. La política está más rota que la moral, incluso si la moral también está rota. La política está rota porque esta intención, esta tapadera, es totalmente indiferente para la bondad de la política. La política es refrescante para la siempre intrincada y serpenteante conciencia. A la política le es indiferente la intención con que hayas salvado a un niño que se ahogaba o que se moría de cáncer. Le has salvado, aunque lo hicieras para quedar bien, por ser un mafioso, porque tu conciencia, cristianamente educada, te ha determinado a salvar a personas en peligro. El mundo está roto y la política de Armstrong nos recuerda que esta ruptura es positiva. Un mundo en que lo bueno estuviera identificado con lo intencionalmente recto, con los buenos deseos y las buenas intenciones, no permitiría, no daría ningún incentivo a que malas personas, hombres y mujeres con conciencias interesadas, hicieran acciones destinadas a mejorar las cosas.
Este documental muestra que Lance está roto porque el mundo está roto. Lance es solo el ejemplar más modélico de esta ruptura. No se trata de su creador, sino del espejo en que lo normal, como si se tratara de un cuadro de Dalí o de Antonio López, aparece retratado de manera tan nítida que nos resulta incómodo. Hay una hipótesis que, dado el historial del ciclismo, especialmente en el cambio de siglo, parece razonable: todos se dopaban. Los ciclistas no se engañaban. En el momento que llegas al ciclismo de élite, te informan de manera objetiva y desapasionada que, para ser un ciclista sobresaliente, tienes que doparte. En el documental, aparece un ciclista francés cuyo equipo le destina a carreras menores, dado que, sin doparse, es imposible correr el Tour de Francia. El escándalo de Armstrong es fortuito, no se debe a la magnitud del dopaje: depende de una serie de malentendidos, odios personales, rencores con Floyd Landis después de que regresara de sus seis tours. Si no hubiera regresado, nadie se habría enterado jamás. La restauración depende del azar, de la maldad, de la envidia, no de un deseo de justicia que haya limpiado al ciclismo.
No se engañaban y no engañaban a un público que conoce la historia del ciclismo. ¿Dónde viene aquí la ruptura del mundo? En que el público no quiere asumir lo que, al mismo tiempo, quiere ver. Se trata de la ruptura no entre lo que uno desea y lo que los demás esperan que uno desee, sino entre lo que uno desea y lo que a uno le gustaría desear. Por un lado, quiere ver un deporte que estaba lleno de dopaje, indudablemente en esas décadas. Por otro, condena al dopaje no en sí mismo, sino cuando adquiere una apariencia jurídica. Por supuesto, esta tensión genera muchas asimetrías moralmente incómodas, todas ellas hábilmente recordadas por Armstrong. El público admira a Zabel y condena a Ulrich, admira a Basso y condena a Pantani, admira a Hincapie y condena a Armstrong, cuando todos habían tomado las mismas sustancias. La hipocresía no es la causa, sino la consecuencia más incómoda, más perjudicial, menos justificada de un mundo que está roto a través de un público que quiere algo (un ciclismo espectáculo) y no está dispuesto a admitirlo con todas sus consecuencias (ese espectáculo exige sustancias prohibidas).
La complejidad del público se ahonda por un último motivo. A lo largo de Lance, se repite que a los seres humanos nos gusta la historia del ave fénix, del chico que sobrevive al cáncer y gana como si la debilidad jamás lo hubiera rozado. Esta inclinación por la historia de la redención no se verifica en este documental. Esta es la historia de un mentiroso que revela sus mentiras. Demuestra que el público tiene una cierta conciencia de que vive en un mundo roto y que quiere reconocerse con sus rupturas, con sus mentiras, con sus escándalos, incoherencias, a través de otro. Posiblemente nunca lo logre. Siempre habrá un momento en que el deseo normativo de unidad desmienta la ruptura del mundo a través del moralismo, de la hipocresía, de la confianza mística en un orden y una conexión entre todas las esferas de la existencia, entre todas las exigencias y las acciones que cualquier ser humano está obligado a practicar. Pero si existe alguna posibilidad de que el público se reconcilie con la complejidad del mundo, esta se concentra en las cuatro horas de Lance.
“Pinto lo vivo (…) Aún la vida que nos cuenta la muerte de otros”, dijo Roser Bru hace años en una entrevista, y ahora que lo pienso, bien podría ser esa frase su propio epitafio, una inscripción funeraria atenta a la materia intensa de la que está hecha la vida, pero también a la afección de la memoria o la huella que ella también incasablemente deja. Y no es extraño que Roser Bru haya amado con tanta fuerza a los fantasmas, a esa vida que insiste después de la muerte, porque ella misma estuvo muy cerca de ellos. Cerca de los campos de exterminio construidos por los nazis, cerca de quienes murieron en la guerra civil española, cerca de las víctimas de la dictadura de Pinochet.
Nacida en Barcelona el año 1923, Bru llegó a Chile en 1939, a bordo del Winnipeg, junto a más de dos mil refugiados que huían del triunfo del bando nacional. “Recuerdo que al llegar nos quedamos mirando las luces que subían hasta el cielo. Pensábamos que eran rascacielos. Cuando amaneció, nos dimos cuenta de que eran casitas que colgaban de los cerros”, relató Bru sobre su arribo a la ciudad de Valparaíso después de 30 días de viaje y luego de haber pasado un par de años con su familia como refugiados en Francia.
No es extraño entonces que sus pinturas contuvieran restos de fotos o fueran ellas mismas usadas como referentes para sus obras, fotos pero también cortes, incisiones, frotes o veladuras, todas formas de retrasar la llegada de una imagen clara y rotunda del mundo. Por eso también adoraba a los poetas, y les dedicó muchas pinturas a ellos.
La idea de haber sobrevivido, de estar fuera de casa, a la intemperie, de haber sido rescatada de la muerte por una suerte de azar amoroso, se convirtió para Bru en un deseo de interlocución con los que ya no están o, como ella misma dijo, de advertir “la fuerza del uno en el otro”: el miliciano caído, Franz Kafka, Milena Jesenska, Ana Frank, Aldo Moro, Virginia Woolf, León Felipe, Miguel Hernández, César Vallejo, Federico García Lorca, Mariana de Austria, las hermanas Brontë, Frida Kahlo, Goya o Edelmira Azócar, hombres y mujeres en su mayoría “recluidos en la escritura letal”, o asesinados con saña y premeditación.
De esa conmovedora secta de fantasmas atribulados está hecha su pintura. Su pintura, pero también sus grabados y dibujos que comenzó a desarrollar junto al Grupo de Estudiantes Plásticos (GEP) y luego en el taller 99, fundado por Nemesio Antúnez en 1956.
Todos esos medios de expresión le sirvieron para lanzar una cuerda al mundo de lo destruido y malogrado por la historia. “Desde el año 74, la memoria me ha ido socavando. Todo se me ha hecho memoria. Pasado y futuro. Es la usura del tiempo encima nuestro”, dijo, porque nunca dejó de pensar el presente como una superficie opalescente, atravesada por sombras, fantasmas, hiatos y cesuras, convirtiendo esa premisa en un artefacto visual de primer orden.
Virginia Woolf, el cuarto propio.
A contrapelo del vanguardismo de su época, que le mostraba los dientes a la pintura porque veían en ella alojarse todos los males del conservadurismo, Roser Bru decidió no abandonarla, porque de la imagen le interesaban más sus capas de memoria que su aniquilación en nombre de la ruptura infinita. “Siempre fui figurativa”, dijo, y entonces mencionaba a Tàpies, Velázquez y Bacon como sus pintores predilectos. De Tàpies le interesaba la libertad de su gesto, de Velázquez, su capacidad de pintar la decadencia y el infortunio, de Bacon, la elongación y distorsión de los cuerpos en la tela. De todo eso estaba hecho para Bru el realismo, de una lucha con la superficie material y de cuerpos que tienden a la fuga, cuerpos a punto de desaparecer. Similares a una fotografía que salió movida, sus pinturas de rostros de mujeres y hombres dejan sin embargo algo desmesuradamente fijo: la mirada, como si la fuga de los años y la muerte que se avecina se hubieran emparejado en ella, como si los fantasmas o los “destinados” —así les llama a sus retratados— no dejarán nunca de mirarnos.
Por eso Bru amaba la fotografía y sobre todo el libro que Roland Barthes le dedicó a ella: “La fotografía repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente”, decía Barthes, para resaltar su condición exquisitamente melancólica. Y la pintura le sirvió a Bru para extremar esa condición materialista y mortuoria de la fotografía, para buscar en ella un espacio donde el hilo tembloroso de la vida siga todavía resoplando.
De esa ininterrumpida y sobria atención por el dolor —sobrios eran también los colores que usaba, rosados y malvas— surge toda la inteligencia vidente de Bru, la condición piadosa y finamente figurativa de su obra. Sobria es también la memoria, que a diferencia del recuerdo absoluto, sabe que tiene incrustada la pérdida en su origen.
No es extraño entonces que sus pinturas contuvieran restos de fotos o fueran ellas mismas usadas como referentes para sus obras, fotos pero también cortes, incisiones, frotes o veladuras, todas formas de retrasar la llegada de una imagen clara y rotunda del mundo. Por eso también adoraba a los poetas, y les dedicó muchas pinturas a ellos, porque en vez de tasar la vida —el hombre es un animal que mide, decía Nietzsche— se entregan “sin balanza alguna a la amistad de todas las cosas, hasta las más pequeñas, humildes y silenciosas”.
De esa ininterrumpida y sobria atención por el dolor —sobrios eran también los colores que usaba, rosados y malvas— surge toda la inteligencia vidente de Bru, la condición piadosa y finamente figurativa de su obra. Sobria es también la memoria, que a diferencia del recuerdo absoluto, sabe que tiene incrustada la pérdida en su origen. La memoria es una “acumulación de escombros que difícilmente puede poner en pie el edificio de la vida”, decía Sebald, y es en esos escombros donde hurgueteó Bru, es allí donde se fraguó su pintura, para hacerle lugar a lo desaparecido, a los desaparecidos, a los fantasmas que ahora, como ella, seguirán mirándonos con la dulzura del que sabe que morir es cierto.
Las listas sobre historia antigua —“Las doce rutinas de los emperadores eficaces”, “Los ocho pasos de Atila para el éxito”— abundan en la cultura popular. Las biografías históricas buscan psicoanalizar a sus sujetos largamente muertos. Mientras tanto, los cientistas sociales diseñan cuestionarios para comprobar la validez de los estereotipos regionales de personalidad, encontrando, por ejemplo, a los londinenses “menos agradables” que los escoceses y “tendencias neuróticas” en Gales. Hay enumeraciones de las estrategias de los grandes comandantes de la antigüedad y “biografías” de ciudades como Múnich y París.
Pero, ¿se puede escribir una biografía colectiva de una civilización antigua?: “los diez rasgos de los griegos clásicos”. ¿Es posible evaluar la personalidad de toda una cultura histórica de gran diversidad geográfica y muy larga duración? Esta es la audaz ambición de Edith Hall en Los griegos antiguos. Semejante tarea sería impensable respecto de, digamos, los nómadas escitas o los cartagineses, cuyas huellas sobreviven únicamente en lo que otros informaron en la antigüedad y en lo que los arqueólogos modernos pueden excavar. Sin embargo, como demuestra Hall, en las manos adecuadas y para una cultura profundamente reflexiva, con una robusta identidad propia, una marcada costumbre epigráfica y un masivo acopio de literatura y arte, semejante proyecto es digno de proseguir. Por supuesto, existen desafíos desalentadores. La sociedad griega era extremadamente compleja y estaba en continuo desarrollo. Los griegos se esparcieron a través del Mediterráneo y Eurasia, desde España y el norte de África hasta la India. La civilización helénica se extendió a lo largo de dos milenios.
Hall se propone descubrir los ingredientes distintivos del florecimiento del arte, la literatura, la poesía, la tragedia, la comedia, la filosofía, la democracia y la ciencia clásicos, que siguen siendo tan luminosos e inspiradores actualmente. Rechazando las viejas afirmaciones de la superioridad étnica, el genio especial o el excepcionalismo milagroso de los griegos, Hall explica su muy reflexionada convicción de que un “conjunto de cualidades brillantes” de alguna manera se concentraron en Grecia y distinguieron a los griegos de sus contemporáneos. En diez capítulos, ella destila la esencia de lo griego en diez características compartidas por la mayor parte de los griegos la mayor parte del tiempo. Diez es el número mágico: Hall divide el contexto histórico y social de las diez características griegas en diez períodos, comenzando con los micénicos de la Edad del Bronce (1600-1200 a. C.) y terminando con el triunfo del cristianismo sobre el paganismo (400 d. C.). Ella también rastrea los cambiantes “centros de gravedad cultural griega”, localizados en diez distintas regiones geográficas.
Los griegos de Hall eran curiosos, de mente amplia y sumamente articulados. Altamente competitivos, rebeldes individualistas que desconfiaban de la autoridad, disfrutaban del placer físico y las bromas, y también apreciaban la excelencia en todas las cosas. A través de estas cualidades fluyó una poderosa corriente de inquieto movimiento e intercambio, definiendo su cultura e identidad. Un pueblo aventurero, los griegos eran marineros, dueños de los mares. Hubo notables excepciones. A los “inescrutables espartanos” no les gustaban los viajes, la navegación ni el comercio; no los “movía la curiosidad” ni eran sensualistas atrevidos. Mostraban un humor sombrío, “sinceridad emocional” y un fuerte espíritu competitivo. La mayoría de los griegos eran “anfibios culturales”, comenta Hall, “a gusto en tierra firme y en el mar”. Alejandro y sus macedonios, otra excepción, se sentían más a gusto en tierra (ellos personifican la rivalidad y la competencia griegas en el libro de Hall).
El estilo chispeante de Hall, combinado con su erudición, hace de este libro una guía notable de lo que hizo que los griegos clásicos fueran tan consistentemente ‘griegos’. Las narraciones están tan bien escogidas que las historias bien conocidas toman por sorpresa a los lectores en el relato de Hall y las intuiciones novedosas evocan una inesperada sensación de familiaridad.
El amor y el temor de los griegos por las recompensas y los peligros del mar los convirtieron en el medio para los grandes logros y su florecimiento. Bajar al mar, nadar, bucear, pescar, construir trirremes, remar y navegar —estas actividades proporcionan fértiles metáforas para todos los aspectos de la vida griega: adquirir conocimientos era un viaje y viceversa; los pensadores profundos eran buzos en la profundidad; las ciudades-estado griegas se organizaron como ranas alrededor de un estanque; los filósofos eran navegantes; la imaginación era un barco para viajes lejanos. La mayoría de las ciudades griegas estaban en la costa o a solo unos pocos kilómetros de la costa. Contemplar horizontes ilimitados alentó la exploración cada vez mayor de las fronteras marítimas. La aguda curiosidad por quienes no hablaban griego en lugares exóticos fomentó la voluntad de importar costumbres y tecnologías deseables desde lejos.
El estilo chispeante de Hall, combinado con su erudición, hace de este libro una guía notable de lo que hizo que los griegos clásicos fueran tan consistentemente “griegos”. Las narraciones están tan bien escogidas que las historias bien conocidas toman por sorpresa a los lectores en el relato de Hall y las intuiciones novedosas evocan una inesperada sensación de familiaridad. Hall es especialmente buena para revelar la capacidad griega para expresar paradojas y mantener conceptos contradictorios, encontrando la unidad en los opuestos y usando la dialéctica para buscar el equilibrio y la razón. Tal como el mar era a la vez benévolo y tempestuoso, por ejemplo, así el conocimiento mismo podía ser un regalo y un peligro. Las figuras míticas griegas eran antihéroes capaces de actos tan nobles como terribles, más ejemplos de “sinceridad emocional”. Otra espada de doble filo yacía en la desinhibida búsqueda de placer de los griegos. El enfoque de Hall sobre el hedonismo griego es al principio sorprendente: su capítulo final sumerge al lector en los textos cristianos primitivos. Pero esto resulta ser una descripción del tour de force de la gran colisión cultural, enfrentando a los ceñudos Padres de la Iglesia contra la exuberante búsqueda de la felicidad de los paganos.
De manera notable, Aristóteles declaró que ninguna sociedad puede ser verdaderamente feliz si la mitad de la población —es decir, las mujeres— es infeliz. Hall se sumerge en la ambivalencia de los hombres griegos sobre las mujeres y la desigualdad en la Atenas patriarcal, pero no intenta calibrar el cociente de felicidad de las mujeres griegas. Sin embargo, un rico material sobrevive en, por ejemplo, las tragedias griegas, con feroces declaraciones de infelicidad por parte de Casandra, Clitemnestra, Antígona y Medea. Los agudos comentarios sociales contemporáneos sobre el género y los ideales igualitarios aparecen en las comedias de Aristófanes protagonizadas por Lisístrata y su ejército de mujeres en “huelga sexual” y la Asamblea de mujeres que toma el gobierno de Atenas porque los hombres lo han estropeado. La gran popularidad de las historias e imágenes de amazonas es otro indicador de la exploración griega de nuevos territorios y conceptos. Incluso Platón se sintió impulsado a incluir a las mujeres como soldados en su República ideal, inspirada, afirmó, por las amazonas del mito y las verdaderas mujeres nómadas de las estepas descritas por primera vez por Heródoto en el siglo V a.C.
El “Padre de la Historia” es uno de los héroes griegos de Hall. La mente inquisitiva de Heródoto, la curiosidad insaciable, los viajes a tierras lejanas, el humor y la perspectiva de mente abierta eran esencialmente griegos, al igual que su “forma revolucionaria de investigación”. Hall describe la hermosa prosa y las coloridas narraciones en su “pionero manifiesto” como un puro “placer”. El objetivo declarado de Heródoto era registrar para la posteridad “las grandes y maravillosas obras de los griegos y los bárbaros”. “Para todo aquel que se interese por la Grecia clásica”, comenta Hall, “Heródoto… es el acompañante ideal”. De hecho, los libros de la Historia de Heródoto podrían haber sido subtitulados “Los bárbaros”, como el de Hall se titula “los griegos”. Ahora, los lectores del siglo XXI deseosos de comprender las gloriosas contribuciones de los antiguos griegos tienen su propio acompañante ideal en Edith Hall.
Artículo publicado en The Literary Review (mayo, 2015). Se traduce con autorización de su autora. Traducción: Patricio Tapia.
Los griegos antiguos, Edith Hall, Anagrama, 2020, 396 páginas, $22.000.
El 8 de marzo de 2020, cuando la vida todavía no era una pandemia, más de dos millones de personas salieron a las calles de Chile a conmemorar el Día Internacional de la Mujer, según la Coordinadora Feminista 8M. “Nunca más sin nosotras”, fue el aserto. La mayoría de esas personas eran mujeres, claro, pero también había hombres, por más que el llamado a marchar había sido de ellas para ellas, y de que algunas cantaran “qué se vayan los pololos”. ¿Tenían algo que hacer ahí esos hombres? Probablemente no. ¿Tienen algo que hacer los hombres en el feminismo? Probablemente sí.
“¿Cuál es la autonomía de la que los hombres tienen tanto miedo que prefieren seguir callándose y no inventar nada nuevo, ningún discurso nuevo, crítico, creativo acerca de su propia condición?”, se pregunta Virginie Despentes en Teoría King Kong. “¿Para cuándo la emancipación masculina?”.
La escritora y directora francesa apunta a la emancipación masculina del patriarcado, de esa masculinidad de macho que, a la vez que entrona a los hombres como reyes del mundo y de los mundos, les impide llorar y dispone de sus cuerpos para la guerra.
Quien haga el ejercicio que propone Despentes, ser creativo acerca de su propia condición, quizás deba empezar por un autoanálisis, con el que tal vez se pille del lado de los dominantes, de los privilegiados, de los que se aprovechan; al menos en cuestión de género. En ese lugar se descubrió el historiador Ivan Jablonka (París, 1973) cuando escribía Hombres justos. Del patriarcado a las nuevas masculinidades, ensayo que, a sabiendas o no, parece haber recogido el desafío de Despentes.
“Defender la justicia de género como hombre es luchar contra sí mismo”, escribe el autor. “La contramasculinidad, cualidad de vigilancia democrática, es ante todo un contra-yó. Hay que ser capaz de deshacerse de la educación que hemos recibido, de los reflejos que hemos adquirido, de la ideología de género que nos hemos forjado, de la atmósfera de tolerancia que nos rodea, hasta renunciar a ser lo que siempre hemos sido”.
Soy una feminista
Jablonka es profesor de historia en la Universidad de París XIII y coeditor de la colección La République des Idées, de la editorial francesa Seuil; en 2012 ganó varios premios por Historia de los abuelos que no tuve, libro en el que parte en busca de sus abuelos, a quienes no conoció, a quienes, dice allí, se los llevaron “las tragedias del siglo XX: el estalinismo, la Segunda Guerra Mundial, la destrucción del judaísmo europeo, Auschwitz”.
Pensadores tan diferentes como Gerda Lerner, Janice Radway y Pierre Bourdieu nos recuerdan que la dominación masculina no podría funcionar sin el consentimiento de las mujeres.
También es autor de Laëtitia o el fin de los hombres, libro sobre la violación, asesinato y descuartizamiento de Laëtitia Perrais, una joven de 18 años; y de En camping-car, historia familiar y social sobre un viaje de vacaciones en una casa rodante.
Luego del mayo feminista en Chile, el 2018, se popularizó la idea de que los hombres debían deconstruirse. Tanto, que algunos —alineados con ese mandato— se han declarado ya deconstruidos. También, medio en serio y medio en broma, se comenzó a hablar de los “aliades” y “feministos”. En Hombres justos Jablonka se pregunta si podemos combatir el patriarcado como hombres, si su libro no será otro caso de un hombre apropiándose de la palabra, si no está hablando por las mujeres. Su respuesta es que Marx no era proletario ni Mill era mujer: “Césaire, poeta de Martinica, estaba agradecido de Rimbaud, poeta de Ardennes, por haber escrito: ‘Soy un negro’”, escribe. “Sean cuales fueren mis límites, me comprometo. […] Si hago el retrato del hombre justo, sé todo lo que me separa de él. Pero eso no impide tomar partido. Soy un hombre contra el poder masculino. Soy una feminista”.
Usted dice que el patriarcado es un sistema, no un complot. ¿Qué o quiénes tienen la culpa o son los responsables de ese sistema? Para entender nuestro mundo y ser capaces de cambiarlo, hay que salir de un análisis binario, hombres contra mujeres, culpables contra víctimas. ¿Qué es el patriarcado? Es, ante todo, un sistema de pensamiento, que considera a las mujeres bajo una relación utilitaria. Su cuerpo es multitarea: dar placer, hacer hijos, criarlos en un hogar. Esta polivalencia está asegurada por tres órganos: la vagina, el útero y las mamas. Entonces, el patriarcado es un sistema social, fundado en leyes, tradiciones, prácticas, creencias. Al involucrar instituciones tan complejas como el Estado o la religión, moviliza argumentos que convergen para justificar la subordinación de las mujeres. De tal manera que el patriarcado aparece como una cosa normal, fijado por el orden de las cosas. La mayoría de los hombres se benefician de ese sistema, conscientemente o sin saberlo. Además, un cierto número de mujeres adhieren a él. Pensadores tan diferentes como Gerda Lerner, Janice Radway y Pierre Bourdieu nos recuerdan que la dominación masculina no podría funcionar sin el consentimiento de las mujeres.
¿Cómo afectan a las mujeres, pero también a los hombres, lo que usted llama patologías de lo masculino o masculinidades descarriadas? Hay tres formas de masculinidad patológica: la masculinidad criminal, por las violencias física y sexual; la masculinidad de privilegio, por las discriminaciones; y la masculinidad tóxica, por los estereotipos. Algunos ejemplos de estereotipos son: “las mujeres no están hechas para el poder”; “las feministas son histéricas”, etcétera. Es evidente que las mujeres son las principales víctimas de estas masculinidades. Vemos ese triste espectáculo todos los días, en todo el mundo. Pero muchos hombres también menosprecian las masculinidades disidentes, que son juzgadas tan ilegítimas como lo femenino: gays, trans, judíos, negros, “mariquitas”, etc. Siempre me sorprende el hecho de que los misóginos a menudo también son homofóbicos. Por tanto, es necesario inventar masculinidades que reconozcan los derechos de las mujeres, pero también los de todos los hombres.
¿Hay o hubo alguna vez sociedades matriarcales o al menos no patriarcales? Algunas sociedades exhiben rasgos matriarcales, por ejemplo, los iroqueses en América del Norte, los mosuo en el sur de China, los khasi en la India. La propiedad puede transmitirse de madre a hija (matrilinealidad). A veces, el esposo va a vivir con la familia de su mujer (matrilocalidad). Pero deben hacerse dos matices de inmediato: estos casos aislados de poder femenino no solo están insertos dentro de Estados patriarcales, sino que además las sociedades matrilineales están en declive en todas partes. En términos más generales, si definimos el matriarcado como un sistema donde las mujeres toman decisiones para ambos sexos (así como el patriarcado gestiona la sexualidad de las mujeres, su manera de vestir, etc.), no queda sino constatar que no hay ninguna sociedad que corresponda a esa definición. A diferencia de los hombres, las mujeres jamás han monopolizado el poder. Hoy vivimos en una sociedad globalmente patriarcal: los hombres ocupan la mayoría de los puestos de responsabilidad políticos, económicos y militares. El G20 está formado casi exclusivamente por hombres. Democracias como Estados Unidos o Francia jamás han conocido a una presidenta. Afortunadamente, las mujeres desempeñan un rol cada vez más importante en todos los ámbitos.
La persistencia del patriarcado
En Mujeres negras: dar forma a la teoría feminista (1984), bell hooks dice que muchas mujeres no se unen a la lucha feminista porque el sexismo no ha significado una falta absoluta de elecciones: “Las mujeres privilegiadas querían igualdad social con los hombres de su clase, algunas mujeres querían un salario igual por el mismo trabajo, otras querían un estilo de vida alternativo. Muchas de estas preocupaciones legítimas eran fácilmente cooptadas por el patriarcado capitalista”, escribe la intelectual y activista estadounidense.
La justicia de género apunta a la redistribución del género, así como la justicia social exige la redistribución de la riqueza. Esto implica repartir la autoridad, la palabra, lo sagrado, las responsabilidades, el tiempo libre. Se trata, por tanto, de un ‘new deal’ entre mujeres y hombres.
Si ese es el caso con algunas mujeres, qué se puede esperar de los hombres. Jablonka, que reivindica el universalismo de la Ilustración, aboga por un “feminismo popular y de interseccionalidad” que también luche por las mujeres y hombres de clases bajas, las minorías étnicas y otros grupos marginados; es decir, que vaya más allá de la igualdad de oportunidades del “feminismo burgués”. Su llamado es a dejar atrás las masculinidades patológicas en favor de masculinidades justas. “¿Qué tienen en común la Iglesia Católica, la Bolsa de Nueva York y un ritual baruya en Nueva Guinea?”, se pregunta apenas comenzado su libro. “Que en los tres casos reinan los hombres. La dominación masculina es uno de los rasgos más universales del planeta”.
¿Cómo confluyen o se relacionan patriarcado y capitalismo? En El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884), Engels afirma que la servidumbre de la mujer es consecuencia de la propiedad privada. La toma del poder por parte de los hombres es la “derrota histórica del sexo femenino”. Dentro de la familia, explica Engels, la mujer desempeña el rol de proletariado: su patrón es su marido. Aunque explota tanto a hombres como a mujeres, el capitalismo ha sido implementado por hombres que transmiten una cultura altamente masculina. Mire los grandes jefes, los multimillonarios, los organigramas de las multinacionales. Como apunta Arlie Hochschild, el universo empresarial es patriarcal, porque fue imaginado por y para hombres que tenían una mujer en su hogar. Por supuesto, son numerosas las mujeres que hoy trabajan, pero la cultura empresarial sigue penalizándolas.
La ética del cuidado
La pandemia de covid-19 y los encierros volvieron a recordarnos el trabajo no remunerado con el que todavía cargan las mujeres en sus casas; labores de cuidado que van desde ordenar hasta hacer las tareas con los hijos. Pero también se hizo evidente lo indispensables que son en general las labores de cuidado. Quizás, entonces, esto de las nuevas masculinidades, de lo que podríamos llamar fluidez de los roles y las identidades, la justicia de género, vaya de la mano con la ética del cuidado (care, en inglés); es decir, con considerar que, dentro o fuera de la casa, los cuidados son un asunto público, una cuestión de justicia social, según proponen Joan Tronto, Martha Nussbaum, Seyla Benhabib y Gina Schouten.
En Hombres justos, Jablonka se pregunta qué es un buen padre en atención a la justicia de género y cómo arrebatarle al patriarcado la paternidad. Al repetirle la pregunta, contesta: “A nivel privado, evocaría el espíritu de la igualdad, el reparto de las tareas domésticas, el mensaje de que las niñas no están destinadas a agradar y a ser madres, sino a ser libres, realizando sus ambiciones intelectuales y profesionales. Pero la intimidad está muy imbricada con lo colectivo, como se puede ver con el permiso de paternidad, donde es necesaria la intervención del legislador”.
Usted señala que para poner en movimiento lo masculino, para avanzar hacia masculinidades de no dominación, de respeto y de igualdad no bastan la buena voluntad ni los esfuerzos personales, sino que se necesitan también lógicas políticas. ¿Es tiempo de avanzar hacia una sociedad o Estado de cuidados? Lo importante es compartir el “care”, es decir, el cuidado que le damos a los otros, niños, ancianos o enfermos. La justicia de género apunta a la redistribución del género, así como la justicia social exige la redistribución de la riqueza. Esto implica repartir la autoridad, la palabra, lo sagrado, las responsabilidades, el tiempo libre. Se trata, por tanto, de un “new deal” entre mujeres y hombres. La noción de justicia de género explica el título de mi libro. Que los hombres sean gentiles y considerados está muy bien, pero lo más importante es que sean justos. De ahí las tres nuevas masculinidades que propongo: una masculinidad de no dominación, que disocia lo masculino y el poder; una masculinidad de respeto, que rige la seducción y la sexualidad; una masculinidad de igualdad, que consiste en vivir la igualdad cotidianamente en la pareja, en el trabajo o en el espacio público.
Hombres justos. Del patriarcado a las nuevas masculinidades, Ivan Jablonka, Libros del Zorzal y Anagrama, 2020, 458 paginas, $20.000.
Martín Kohan, el escritor argentino, dijo hace poco que si algo profundizó la pandemia es la idea de un futuro corto, cortísimo, una suerte de visibilidad histórica reducida por el exceso de niebla. Esta metáfora vial no solo nos alerta que debemos conducir lento y a tientas, sino que ese tiempo futuro, donde se inscribía con letra firme la palabra emancipación, ha quedado demasiado apegado a la opacidad del presente. Desde el interior de ese tiempo enclaustrado y poco utópico surge el libro de Diana Taylor, no para abastecerlo sino para intentar que quepan allí otras temporalidades, otros imaginarios, otras formas de vida. ¡Presente! La política de la presencia, en este sentido, es no tanto un libro sobre nuestro tiempo sino sobre aquello que podemos hacer con él, no tanto sobre una época sino sobre las maneras que encontramos para abrirnos paso en ella amorosa y activamente.
No es extraño entonces que Taylor invite a leer su libro como caminantes, a ras de tierra, para sentir con el propio cuerpo los recorridos que propone, que a veces son alegres y otras completamente desoladores. Caminar es también la forma que Taylor ha encontrado para “saltar la cerca” de las instituciones académicas, sobre todo de aquellas que prefieren custodiar con celo las ideas plenas y los saberes que no producen fricción. Caminando, Taylor ha salido además al encuentro de otros y de otras, despertando en ese paso la memoria de todos los desplazamientos forzosos llevados adelante por esas máquinas de producción de muerte que son el “racismo, el colonialismo, la misoginia, la fobia homo y trans”.
Caminando, Taylor ha salido además al encuentro de otros y de otras, despertando en ese paso la memoria de todos los desplazamientos forzosos llevados adelante por esas máquinas de producción de muerte que son el ‘racismo, el colonialismo, la misoginia, la fobia homo y trans’.
Desplazamientos, pero podría decir más bien aniquilación de cuerpos, de significados, de mundos. Por eso Taylor ensaya aquí una nueva fecha a la hora de pensar los orígenes de la modernidad, como lo propuso también alguna vez Enrique Dussel y otros teóricos anticolonialistas. Si la modernidad nació cuando Europa pudo confrontarse con Otro, es decir, cuando pudo controlarlo, vencerlo y dominarlo, entonces ella no habría comenzado con la Revolución francesa sino con la Conquista de América. Hecha esa rectificación histórica, Taylor leerá la vida del continente americano como una donde la violencia y el tiempo resistido han constituido la trama amarga de su historia. Desde ese punto doloroso, con los dos pies puestos en la llaga, la autora construye este libro, uno a medio camino entre la bitácora de viajes, la autobiografía, el activismo y la teoría política, un libro performático, que sabe que conocer el mundo es también producirlo.
Por eso Taylor no se aproxima a los otros —a ese pueblo hecho de revolucionarios, madres dolientes, indígenas, homosexuales y trans, torturados y sobrevivientes— con la empatía del humanista ni la distancia del entomólogo, sino que actuando y observando las formas que cada quien se ha dado para resistir la violencia convertida en historia, en ley. “Aquí me enfoco en escenarios de performance […] para mostrar las maneras en las que las comunidades imaginan y estructuran el significado, el conflicto y las posibles resoluciones”, dice. No se trata aquí exclusivamente de la performance como práctica artística, pacificada muchas veces por la historia del arte o vuelta espectáculo producto de la pasión narcisista de quienes ocupan su cuerpo como materia prima, sino de la performance entendida como objeto de estudio, como metodología de conocimiento y como forma privilegiada de pensamiento, todo eso al mismo tiempo. La propuesta es radical, si asumimos que ella permite afirmar que la realidad está hecha a la manera de una performance, es decir, hecha de “fronteras inseguras”, de “zonas de inestabilidad y de intraducibilidad”, de humor y de angustia, de lo que se puede configurar y lo no configurable, todas fórmulas que Taylor ocupa a la hora de pensar los modos en que lo performático desestabiliza los modos en que conocemos y experimentamos el mundo.
La propuesta es radical, si asumimos que ella permite afirmar que la realidad está hecha a la manera de una performance, es decir, hecha de ‘fronteras inseguras’, de ‘zonas de inestabilidad y de intraducibilidad’, de humor y de angustia, de lo que se puede configurar y lo no configurable, todas fórmulas que Taylor ocupa a la hora de pensar los modos en que lo performático desestabiliza los modos en que conocemos y experimentamos el mundo.
Desde allí la autora lanza también una advertencia, que vale la pena ser escuchada: “La lucha por la identidad puede cegarnos ante las formas de violencia vinculadas”. Quien resiste en la totalidad de una idea, quien no quiera pasar por la prueba exigente del desacuerdo, quien piensa que la violencia siempre proviene de los otros, corre el riesgo de habitar mucho más un claustro que un mundo. Estar presente, como reclama Taylor, no es solo una manera de vincular el “saber con el actuar” —problema que recorre todo el libro—, sino una forma de habitar que no presupone sus espacios, problemas y resistencias sino que los crea y los resuelve en cada acto, en cada situación. Estar presentes, en fin, es otra manera de decir que para hacer mundo no es posible habitar la certeza, ni siquiera aquella que se empeña por corresponder con el horizonte crítico de su época. Escenarios de performance son entonces los lugares y gestos que resisten no solo la violencia del mundo sino también sus doxas y sentidos abrochados.
Imagen: Tierra (2013), de Regina José Galindo.
¡Presente! La política de la presencia, Diana Taylor, UAH/ediciones, 2020, 415 páginas, $18.000.
Quizás sea propio de un campo cultural más bien pequeño, como lo es el chileno, que ciertas polémicas adquieran dimensiones que parecen ir más allá de sus contenidos. Quizás sea asimismo propio de un medio donde los espacios a ocupar son escasos, que los tonos se vuelvan más estridentes de lo que parece corresponder a lo que se dice. Pero quizás, y por ello quisiera abogar esta intervención, no esté de más recordar lo que muchos de nosotros entendemos por literatura: una forma de acercarse a la ambigüedad de las cosas, a sus oblicuidades y sinuosidades, a las contradicciones que atraviesan la realidad y a los sujetos que la habitamos.
Pienso en la columna que publicó Lina Meruane el 6 de mayo en The Clinic, de título “La inquina de la crítica”, donde sin nombrarlas, refiere a críticas mujeres que habrían adoptado las maneras castradoras propias de los críticos hombres que dominaron históricamente el campo literario chileno. Si bien explicita que no serían todas las críticas las que incurren en esta masculinización, asociada a pregonar desde la autoridad y asignar lugares para la buena y la mala literatura, sí serían suficientes para abrir algo así como una categoría.
¿Será tan así?
¿Basta con que una o dos o tres críticas opinen negativamente sobre algunas obras escritas por mujeres, para pensar que ahí se asume el rol de macho alfa dirigido a hundir a las mujeres en el ninguneo?
Y sí, Patricia Espinosa (supongamos que es una de las aludidas) ha sido muy, acaso excesivamente, dura con algunas obras escritas por mujeres. Pero, seamos sinceros, no ha sido menos implacable con los autores hombres. Sus sesgos no tienen que ver con el género; podrán estar en otros lados, y serán discutibles, como lo son todos los sesgos, pero eso es harina de otro costal. La otra crítica que podría estar en el horizonte es Lorena Amaro, dado que en Palabra Pública criticó la última novela de Arelis Uribe. Y seamos honestos otra vez, más que criticarla, la acribilló. Y ahí sí surge, a partir de este enjambre de textos que explícita o implícitamente refieren unos a otros, la pregunta por las formas en que estamos tejiendo nuestro medio: el de la literatura, el de la cultura, el de la crítica cultural y el de una cierta visión del feminismo.
Los tonos importan para abrir un espacio a quien lee, a quien escribe, a quien critica de otra forma. Y hay tonos que tienden a clausurar esas otras posibilidades o maneras de divergir. La escritura ya no aparece como una invitación —a leer, a escribir, a criticar— sino como una forma de ajusticiamiento: así se debe leer, así se debe escribir, así se debe criticar. O, al revés, así no debe leerse, escribirse o criticarse.
De esta especie de “segundo round” de la polémica feminista del año pasado, para darle provisoriamente algún nombre, llaman la atención varias cosas. Y probablemente la que más asalta, viendo y leyéndola, sin estar personalmente aludida en los textos mismos que componen el debate, son los estilos y los tonos adoptados. Marcados por cierta inflexibilidad y convicciones inexpugnables. Atravesados, a su vez, por trabajar con nociones cuyos límites aparentan estar claros y no sujetos a duda o a discusión. Y esto tanto para leer y criticar a la literatura, como para leer y criticar a la crítica. Es decir, para leernos a nosotros y entre nosotros.
¿Desde dónde surge tanta seguridad en el propio juicio, uno se pregunta desde el margen y casi con timidez? ¿No hay algo del gesto de elevar a categoría de absoluto lo que podría ser una lectura o una experiencia personal? ¿O al menos una lectura o una experiencia que no todos comparten?
Por supuesto que siempre que se escribe, de alguna u otra forma, se hace desde el trasfondo de uno mismo; no hay otro lugar posible. Pero el tono hace la música, como se dice. Los tonos importan para abrir un espacio a quien lee, a quien escribe, a quien critica de otra forma. Y hay tonos que tienden a clausurar esas otras posibilidades o maneras de divergir. La escritura ya no aparece como una invitación —a leer, a escribir, a criticar— sino como una forma de ajusticiamiento: así se debe leer, así se debe escribir, así se debe criticar. O, al revés, así no debe leerse, escribirse o criticarse.
Sin ánimos de adscribirle un carácter esencial al orden sexo-genérico y hacer una división naturalizada entre escritores hombres y escritoras mujeres, o de críticos hombres y críticas mujeres, esta discusión también ha estado atravesada por una cierta biologización del ámbito de la literatura. ¿No era, en algún momento, contra lo que estábamos escribiendo o lo que tratábamos de pensar desde otros costados?
Y los estilos producen temor e intimidan: puede sonar ridículo, porque pareciera que por leer y escribir a nadie hoy en día le pasa nada malo. Pero sabemos que tras bambalinas las cosas son distintas: se puede salir herido y trasquilado. Subirse al ring no es una cosa liviana de hacer. Entonces, la discusión se va estrechando y va siendo llevada por unos pocos, en este caso por unas pocas. El resto calla y comenta fuera de escena. El precio que se paga es que se termina imponiendo un panorama homogenizado, con pocos actores y con trenzas que uno más o menos comienza a identificar. Con alianzas que se piensan a prueba de balas; con respaldos que se entregan si se ha herido a uno, o una, de mis filas. Luchas en bloque contra bloques. Algo de eso se vislumbró en lo que podría denominarse el “primer round” de esta polémica, recogido principalmente en Palabra Pública y con intervenciones de Lorena Amaro, Alejandra Costamagna, Lina Meruane, Nona Fernández, Claudia Apablaza, etc.
¿Acaso no llama la atención la ausencia en todo este debate de algún hombre, crítico, columnista, periodista o escritor?
Sin ánimos de adscribirle un carácter esencial al orden sexo-genérico y hacer una división naturalizada entre escritores hombres y escritoras mujeres, o de críticos hombres y críticas mujeres, esta discusión también ha estado atravesada por una cierta biologización del ámbito de la literatura. ¿No era, en algún momento, contra lo que estábamos escribiendo o lo que tratábamos de pensar desde otros costados?
Nuevamente uno choca con cierta homogenización que se basa en aspectos como el género y/o la clase. En lugar de operar deconstructivamente respecto del esencialismo, emergen nuevas categorías (o las mismas viejas categorías con nuevo ropaje) cuyos rasgos parecieran estar decididos de antemano. Y los hombres no se han visto convocados a opinar siquiera. O no se han atrevido, acaso por temor a salir mal parados, a que se les calle por meterse donde no los han invitado.
¿Pero hay razones por las cuales invalidar a quien habla por adscribirlo a una cierta clase social o escena cultural? ¿Por ser amigo de quienes no me caen bien, por no formar parte de mi banda? ¿No volvemos todos a operar ahí como si estuviéramos en el patio de la escuela, organizado por patotas, donde el matonaje o bullying nos aguarda a la vuelta de la esquina?
Obviamente las redes sociales no ayudan a volver más amable el terreno. No solo la discusión se va diluyendo y convirtiendo en guerra sucia, donde están tanto al orden del día los apoyos y las adscripciones entusiastas de uno y otro lado, como también las descalificaciones y tapadas de boca. Este es uno de los aspectos que más preocupan al mirar esto: ¿no se van imponiendo formas de hacer callar al otro o a la otra? ¡Y vaya que sabemos que callar a otro en estos tiempos, donde un click en el símbolo del micrófono basta para volver mudo (uno de los tantos neologismos de esta época: “mutear”), resulta demasiado fácil! Un correlato a este acallar es eliminar a quien no me parece, a quien no quiero seguir escuchando, a quien considero indigno de ser mi “amigo”. Práctica cada vez más frecuente, a su vez, instigada por las posibilidades técnicas de las redes sociales. La amenaza de ser eliminado pende sobre sus usuarios. ¿No son estas nuevas formas de censura?
Hago referencia a otro caso de los últimos días que sorprende por las reacciones violentas que suscitó, la muy comentada entrevista que Álvaro Díaz dio en La Tercera. Podremos o no estar de acuerdo con las cosas que dice. Podemos opinar, claro que sí, de manera diferente. ¿Pero hay razones por las cuales invalidar a quien habla por adscribirlo a una cierta clase social o escena cultural? ¿A la filiación con ciertos medios periodísticos? ¿Por ser amigo de quienes no me caen bien, por no formar parte de mi banda? ¿No volvemos todos a operar ahí como si estuviéramos otra vez en el patio de la escuela, organizado por patotas, donde el matonaje, o en vocabulario más contemporáneo, el bullying, nos aguarda a la vuelta de la esquina?
Este texto no está escrito en defensa de nadie, ni menos en contra de alguien. Si aparecen nombres propios, es porque pretende situar una discusión. Está, más bien, pensado como gesto de recuperación de un sentido de comunidad y de diálogo. Debiésemos reestablecer a la literatura y la crítica como parte de ella (y no como un subproducto que se reduce a darle un sí o un no a una obra literaria) en tanto forma de conversar, de apasionarnos mutuamente con lo que nos gusta, un terreno para intercambiar ideas, decir lo que nos gusta y lo que no, lo que se nos viene mejor y qué peor, mostrar nuestros criterios y asomarnos a los de quienes tenemos en frente. Pensar la literatura como una forma de amistad, más que como un escenario de guerra. Como conversación y diálogo, y no como un terreno minado en el que apenas nos atrevemos a decir lo que pensamos. Con lo ingenuo que pueda sonar.
Imagen de portada: Study for Homage to the Square: Earthen I (1955), de Josef Albers.
La poesía de Rosabetty Muñoz puede ser vista como un minucioso y tan delicado como descarnado estudio de la naturaleza humana, una obra “obligada a la vigilia” que no desatiende nada, ni lo ominoso ni las diversas formas de la colaboración humana, ni lo amoroso ni lo mortuorio, ni lo erótico ni lo nauseabundo, ni lo local ni lo afuerino, ni la “descomposición de la memoria” ni “la violenta sangre en oleadas” que a menudo nos anega, ni las “indecentes salpicaduras”, nada.
Sin embargo –o quizás más bien justamente por eso– es una poesía despojada, sin alardes, sin espacio para la verbosidad, una voz que con frecuencia cede la voz dando paso a intervenciones impensadas y monólogos donde lo femenino –el “mujerío”, como dicen sus poemas– tiene especial cabida.
Y como no es posible estudiar la naturaleza humana sin considerarla en relación a la naturaleza misma, su escritura es también un intento de aprehender los movimientos y las formas naturales, el clima, la geografía, la flora y la fauna y su vinculación ineluctable con la conducta, la locura y el destino humanos. Ratas y cerros, olas furiosas y manzanas, fogones y vientos huracanados, barro y lluvia y perros, así, conviven página a página con las más variadas encarnaciones de la humanidad y la cultura.
En cuarenta años de escritura es poco lo que ha cambiado sustancialmente en los versos siempre breves, sencillos y libres de Rosabetty Muñoz. Sus temas sí varían libro a libro, lo que es visible ya desde los títulos de cada uno, pero el gran tema es siempre el mismo, la mujer y el hombre, en ese orden: sus actos y ritos, sus tránsitos por este mundo en etapas circulares, a menudo desquiciadas.
Como si de las lecciones de una anatomía y una psicología humanas se tratase, sus libros se han abocado sucesivamente al parto y el aborto, a la crianza con sus rigores y dulzores, al deseo y sus formas de encausarse, a veces sórdidas, a veces gozosas, al amor y el odio, a lo político, lo social, lo idiosincrático (“Hostilidad de las altas rejas / alambres de púas portones alarmas / veloces carreteras”), al miedo, a la fe o su ausencia, a la decrepitud, al morir. En sus páginas, “sombra y mundo conversan” de tal modo que accedemos –y este es quizás el gran logro de su arte– al espectáculo de “la palabra entrando en la oscuridad”, tal como las barrenas de los mineros de Sub-terra penetran en la tierra penumbrosa mientras la escritura de Baldomero Lillo abre a nuestros ojos ese mundo de “proscritos del aire y de la luz”. Puede haber ahí algún grado de familiaridad literaria de Muñoz, como igualmente cabría encontrarla, y en mayor medida, con la poesía de Violeta Parra.
En sus páginas, ‘sombra y mundo conversan’ de tal modo que accedemos –y este es quizás el gran logro de su arte– al espectáculo de ‘la palabra entrando en la oscuridad’, tal como las barrenas de los mineros de Sub-terra penetran en la tierra penumbrosa mientras la escritura de Baldomero Lillo abre a nuestros ojos ese mundo de ‘proscritos del aire y de la luz’.
Como Violeta, siempre Rosabetty acomete sus exploraciones con el ojo curioso y sagaz del etnógrafo, nunca con la suficiencia del inspector o el inquisidor. Para decirlo con unos versos suyos, está plenamente “dispuesta a internarse / en la acidez del paisaje”. Pero sus libros no son ciencia, no aspiran a ese modo de conocimiento sino al que se alcanza mediante las intuiciones y lo insinuado en imágenes. Lo que hace Rosabetty Muñoz con la naturaleza (la humana y la otra) es devolverla reformulada, convertida en algo más que un mero reflejo. No basta con intentar (ocioso sería) capturarla o describirla. Hay que re-crear sus mecanismos, sus fuerzas, exponer redibujada su belleza y su atrocidad, su complejidad. Y eso hace Rosabetty en versos que tienen algo de parquedad y escepticismo, pero también algo de la epifanía de los orientales y de la ironía y la narrativa antipoética, todo mezclado en una forma que introduce una personal “trizadura en el mundo conocido”, dejando así “el hueso expuesto”.
Es la suya, ya con una docena de títulos publicados, una voz distinguible de la poesía chilena del último medio siglo. Tiene libros como Hijos, Ratada o Ligia y varios poemas de su demás obra que alcanzan una total rotundidad, por ejemplo este poema de En lugar de morir, su segundo libro, de 1987, donde ya relucía la potencia nunca estridente de sus imágenes y la feliz precisión de su lenguaje:
Lo que amamos se deshace
en noches vacías como domingos.
Nada hay que pueda llenarnos el corazón.
Nada.
¿Qué podemos hacer
si lo más bello es lo que no ha pasado?
Apenas temerle al minuto sin sombra
volvernos caracoles
y rodear el universo de dos metros
con un hilo de plata
o esperar que la gracia caiga sobre nosotros
derramada como una copa de vino.
Pero lo más importante no son tales o cuales libros o poemas radiantes, sino –si cabe llamarlo así– el conjuro del conjunto, que si es o puede ser visto como un estudio de la naturaleza humana, es o puede ser visto también como algo distinto, como algo más: una salida, un punto de fuga, un espacio alternativo donde cabe la celebración y sobre todo donde, enfrentándola, es posible resarcirse de tanta miseria que el mundo y la gente prodigan. En el fondo, lo que la poesía de Rosabetty Muñoz se plantea y en buena medida resuelve es una cuestión que queda deslizada en uno de sus propios poemas (“Barrio de viudas”): “Cómo brillar después de tanto oscuro”. Si no una respuesta definitiva a esa encrucijada, esta poesía muestra al menos un maravilloso e ilustrativo modo de abordar luminosamente la oscuridad.
“Lo que el ojo de la rana le dice al cerebro de la rana” es el título de un paper emblemático, publicado en noviembre de 1959 y coescrito por Humberto Maturana. En ese entonces, él era un joven biólogo que había obtenido recientemente su doctorado en Harvard y trabajaba en un laboratorio del MIT en Boston.
Ese artículo es considerado un clásico dentro de los estudios sobre la visión, pero estuvo a punto de nunca ver la luz. En esa época, aún persistía la vieja concepción del ojo como un mero receptor que se limitaba a enviar señales al cerebro para su interpretación: la clásica concepción del sistema visual que funciona como un radar o una máquina de fax, copiando fielmente la realidad exterior y transmitiéndola hacia el cerebro.
Pero al estudiar la visión de la rana, Maturana y sus colegas del Laboratorio de Electrónica del MIT, colocaron electrodos en el nervio óptico del animal para poder escuchar las señales que enviaba. A continuación, movieron objetos alrededor del ojo de la rana, descubriendo la existencia de células que responden a rasgos específicos de un estímulo visual, como bordes, movimiento y cambios en los niveles de luz. Incluso identificaron lo que llamaron “detectores de bichos”, es decir, células en la retina de la rana que están pre-programadas para responder cuando entran en el campo visual objetos pequeños y oscuros, que se detienen y luego se mueven de forma intermitente (¿alguna semejanza con la descripción de una mosca?).
En resumen, descubrieron que mucho de lo que se creía que ocurría en el cerebro en realidad sucedía en el propio ojo: “El ojo habla al cerebro en un lenguaje ya muy organizado e interpretado, en lugar de transmitir una copia más o menos exacta de la distribución de la luz en los receptores”.
Estos importantes resultados fueron recibidos con escepticismo e inicialmente fueron descartados para ser publicados en una revista científica. Pero después, colegas de otras universidades visitaron el laboratorio para conocer los experimentos en detalle, y así fue como esta investigación clásica sobre la visión terminó por ser aceptada.
Si bien se trataba de un estudio específico sobre la visión de un animal, de él se desprendían claras implicancias epistemológicas y filosóficas: se trataba de un primer ejemplo de muchos en la vida de Maturana de cómo su trabajo en un área particular terminó generando ondas y resonancias mucho más allá de la academia, en campos tan diversos como la educación, la sociología, la lingüística, la inmunología y la ética.
Autopoiesis
Luego de su fructífero paso por Harvard y el MIT, Maturana volvió a Chile en 1960.
“Regresé cumpliendo un compromiso que había contraído antes de salir con la Universidad de Chile, pero íntimamente con el deseo de retribuir al país todo lo que había recibido de él”, cuenta el propio Maturana en el prefacio a la segunda edición del libro De máquinas y seres vivos.
En ese entonces trabajaba como asistente en la cátedra de biología de la Escuela de Medicina. Logró convencer a su superior de impartir hacia el final de año una serie de clases, donde Maturana podría dar el contenido que quisiese. Para ese entonces, él había estudiado medicina, biología, anatomía, genética; había incursionado en antropología, arqueología y paleontología; y se había interesado por la etnología y la mitología durante sus 10 años de inquieto estudiante en Chile y el extranjero.
Según relata Maturana, al final de la última clase, un estudiante le preguntó: “Señor, usted dice que la vida se originó en la Tierra hace más menos 3.500 millones de años. ¿Qué sucedió cuando se originó la vida? ¿Qué comenzó al nacer la vida, de modo que usted puede decir ahora que la vida comenzó en ese momento?”.
Maturana recuerda: “Al oír esa pregunta me di cuenta de que no tenía respuesta. (…) ¿Qué comienza cuando nacen los seres vivos en la Tierra y se ha conservado desde entonces? O puesto de otra manera: ¿qué clase de sistema es un ser vivo?”.
La palabra surge de la combinación de dos palabras griegas: ‘auto’ (sí mismo) y ‘poiesis’ (creación). ‘Los seres vivos somos sistemas moleculares autopoiéticos, es decir, sistemas moleculares que nos producimos a nosotros mismos, y la realización de esa producción de nosotros mismos como sistemas moleculares constituye el vivir’, señaló Maturana en 2019.
Esta anécdota fue uno de los gatillantes de la búsqueda a una respuesta que hasta entonces nadie había dado en biología.
Después, en 1965, se crea la Facultad de Ciencias de la Universidad de Chile, aglutinando a diferentes investigadores, entre ellos Humberto Maturana, pero sin un edificio físico que los uniera. Un par de años después, la Facultad recibe un terreno donde operar: un sitio en la comuna de Ñuñoa, que se compró para albergar un pequeño ciclotrón donado por la Universidad de California. Se levantaron unos precarios módulos prefabricados, que supuestamente durarían solo dos años, a la espera de la construcción de edificios definitivos. En uno de estos módulos, que finalmente quedaría en pie y funcionando por décadas, se instala Maturana.
Para ese entonces, había realizado una serie de experimentos en la visión del color, llegando a la conclusión de que el sistema nervioso no opera como un detector de longitudes de onda para definir el color, sino que cualquier “color” dado es una cierta relación de actividades neuronales internas. También Maturana había propuesto la idea que fue la base de su investigación posterior: que el sistema nervioso no puede distinguir la ilusión de la percepción.
En 1970 regresa a Chile otro científico brillante y con mente inquieta, con un espíritu más allá de los cánones habituales de la ortodoxia: Francisco Varela. Juntos trabajan en dar respuesta a esa escurridiza pregunta de qué es la vida. Ambos habían iniciado una fructífera relación años atrás, cuando un joven estudiante Varela fue a visitar a Maturana en su laboratorio. En ese primer encuentro, Humberto le preguntó a Francisco qué era lo que le interesaba, y él respondió con el entusiasmo de sus 20 años: “¡El psiquismo en el universo!”. Humberto sonrió y dijo: “Muchacho, has llegado al lugar adecuado”, según recuerda el propio Francisco Varela.
Fruto de su trabajo conjunto nace el concepto de autopoiesis, publicado por primera vez en 1973, en el pequeño libro De máquinas y seres vivos. Se trata de una de las pocas ideas originales pensadas en Chile que haya tenido la trascendencia que tuvo en las ciencias y en otras disciplinas.
La palabra surge de la combinación de dos palabras griegas: “auto” (sí mismo) y “poiesis” (creación). “Los seres vivos somos sistemas moleculares autopoiéticos, es decir, sistemas moleculares que nos producimos a nosotros mismos, y la realización de esa producción de nosotros mismos como sistemas moleculares constituye el vivir”, señaló Maturana en 2019.
Según su teoría, todo ser vivo es un sistema cerrado que está continuamente creándose a sí mismo y, por tanto, reparándose, manteniéndose y modificándose. El ejemplo más sencillo puede ser el de una herida que se cura.
Según el texto de 1973, los sistemas biológicos son unidades que se producen y mantienen a sí mismas “como una red de procesos de producción (transformación y destrucción) de componentes que: (i) a través de sus interacciones y transformaciones continuamente regeneran y realizan la red de procesos (las relaciones) que los han producido, y (ii) la constituyen (la máquina) como una unidad concreta en el espacio en el que ellos (los componentes) existen”. Aunque el sistema cambie en sus componentes o estructura, dicha red permanece inalterable durante toda su existencia, manteniendo la identidad de este. Los seres vivos son sistemas autopoiéticos moleculares, que están vivos solo mientras están en autopoiesis.
La Enciclopedia Británica ha recogido la autopoiesis como una de las seis grandes definiciones científicas de la vida. Más allá de su aplicación en la biología, este concepto ha tenido gran impacto en la teoría de sistemas y cibernética. Su influencia se expandió hasta la filosofía, la sociología, la inteligencia artificial, la educación y el lenguaje. Actualmente, una búsqueda sencilla en Google arroja más de 800.000 documentos relacionados con la palabra autopoiesis.
Con posterioridad, el libro El árbol del conocimiento (1984) haría una exposición más amigable, buscando explicar de manera sencilla conceptos como autopoiesis, clausura operacional y acoplamiento estructural, en una de las obras de divulgación más fascinantes que se han publicado en el país y que se ha traducido a más de 12 idiomas.
En esta obra se plantea un viaje a través de la organización del conocimiento desde la unidad de vida mínima (la unidad autopoiética) hasta la conciencia humana y la organización social, en un recorrido que trasciende las fronteras de los laboratorios y la biología, como siempre lo hizo Humberto Maturana a lo largo de su vida.
La primera escena que ofrece Federico Galende del artista chileno Carlos Bogni es arriba de una escalera retocando su gran obra, Vía Cripta, hasta que un repentino desequilibrio lo hace caer al suelo. No en vano la acción de caer en su amplio abanico será el primer movimiento y al que tienden en lo sucesivo la mayoría de los episodios narrados en este libro, muchas escenas que resultan entrañables y llenas de humor.
Si el éxito del mundo artístico chileno se ubicara en un determinado lugar, Bogni está más bien al margen, se mueve perdiendo el equilibrio. No hay posición ganada y la escena de su inauguración recién llegado a Chile después de una larga estadía en Nueva York, es reflejo de un mundo que por ausencia aquí aparece, el de las galerías y sus canapés, sus tenidas ad hoc, sus viajes y homenajes, sus redes y favores. Todo lo que se entiende por mediación en el arte contemporáneo. Bogni sigue su paso, como un samurái, su propia intuición.
En el retrato del recorrido que brinda Galende nada resulta exactamente como Bogni se lo había propuesto, ni los amores, ni los viajes, ni las amistades, ni los trabajos, todos los caminos se desandan porque siempre surgen imprevistos que desvían lo planificado, pero él de una manera anterior e íntima pareciera estar preparado; haber nacido en una familia disfuncional siempre forja el carácter (la visita a sus tías es un registro memorable), y también porque busca y encuentra blindaje y desapego en la meditación que practica a diario.
El arte para Bogni es una bitácora de las circunstancias o un sudario de ellas, una brújula en movimiento, de ahí el carácter inconcluso de su obra o, como dijo Roberto Merino a propósito de la muestra Tráfico de influencias, un artista “que ejecuta a través de los años la misma obra en numerosas variaciones”. El estilo de lo inacabado será entonces su marca, por eso el resultado se puede encontrar más bien en la ejecución de los procesos, abiertos y dispersos, pero sobre todo libres como el vuelo de los pájaros que registraba con su cámara y paciencia de ornitólogo.
Galende ofrece en Retrato del artista como samurái el relato de un modo de vivir con el que, me atrevería a pensar, sintoniza. Una forma de estar en el mundo y la manera en que eso determina una labor, o quizás al revés, lo que configura la forma de ser es justamente el desarrollo de ese quehacer.
Lo definitivo para Bogni, dice Galende, es una alerta de desesperación, y no solo en el plano vital. Siempre estará urdiendo nuevas variaciones, y, en una lógica secreta, vida y obra se funden y transitan por el pasillo de una acción inacabada, como la fosa que hizo en el centro de la cocina de su casa-taller-galería, quizás sin saberlo cavaba una madriguera.
Galende ofrece en Retrato del artista como samurái el relato de un modo de vivir con el que, me atrevería a pensar, sintoniza. Una forma de estar en el mundo y la manera en que eso determina una labor, o quizás al revés, lo que configura la forma de ser es justamente el desarrollo de ese quehacer. Como sea, en la figura del artista Carlos Bogni se encarna esta idea, aunque cada lector podría vislumbrar al samurái que considere propio.
El autor abre la madriguera del artista, su pasado y su presente, y logra ponerse tras bambalinas, hacerse humo e intervenir lo menos posible en pos de hacer aparecer no juicios ni opiniones sino los nítidos sucesos que van conformando y apuntalando el temple de un coleccionista de imágenes siempre en precario equilibrio. No se trata de mostrar la relación profesional sino la relación vital con la tarea desempeñada, siempre presente y en tiempo presente, igual a ese cerdo hormiguero que describe al final del libro, que todos los días recolectaba cítricos que le robaban en su ausencia y, sin embargo, volvía a recolectarlos y nada le hacía perder su entusiasmo, la fe en su propia labor, aunque no fuera útil, aunque nada obtuviera de ella (la utilidad del arte, otra pregunta que cae). Se trata, afirma Galende, de una comunicación personal, más allá del resultado o su evidencia, el arte es una cuestión que se fragua como una amistad solitaria y perdurable. Y haber podido elegir a lo que dedicarse el resto de los días, como fue el caso de Bogni, no es poco.
Retrato del artista como samurái, Federico Galende, Mundana Ediciones, 2021, 98 páginas, $11.000.
Recién terminada la carrera de Literatura, entré a trabajar como funcionaria municipal a La Casa de la Cultura de San Bernardo, donde se consideró que podría ser un aporte organizando presentaciones y eventos. Según Internet, la casona que albergaba a mi equipo había sido edificada a comienzos de 1900 y su característica más llamativa eran sus antiguos habitantes: entre 1904 y 1905 vivió en ella un grupo de jóvenes que, encabezados por los escritores Augusto D’Halmar y Fernando Santiván, intentaba imitar el estilo de vida sencilla y cercana a la tierra del escritor ruso León Tolstói (1828-1910). Como a todos los recién llegados, alguien me advirtió que en la casona había fantasmas que robaban corcheteras y lápices y que por las noches prendían las luces que los seres vivos habían dejado apagadas.
Si bien lo único peor que tener trabajo es no tenerlo, yo no estaba contenta. Para cuando cumplí seis meses en ejercicio ya podía poner mi descontento en palabras: esa vida no era la que me había imaginado cuando fui a Santiago a estudiar Literatura. Yo quería ser escritora y no tenía tiempo para escribir, cumplía un estricto horario de oficina. Cuando llegaba a mi casa estaba muy cansada para seguir trabajando. Para coronar todo, tampoco ganaba mucha plata, solo la justa, y mi mamá todavía pagaba mi cuenta del celular. Así ni soñar con comprarme una casa a la que ir a escribir cuando vieja. Entonces empecé a pensar que quizás me hacía falta algo que mejorase mi currículum y me permitiese aspirar a un trabajo mejor pagado. Algo como endeudarme por un magíster.
Hasta aquí mi relato no es nada distinto al del resto de mis compañeros de generación, carrera e incluso del área de las Humanidades. Pero lo que voy a contar en adelante, amigos, no hay que menospreciarlo, más bien exige un oído atento. Para hablar como Homero:
En la noche inmortal, mientras dormía,
tuve un sueño divino.
Un sueño tan claro que no se distingue en nada de la realidad. Una noche me vi en La Casa de la Cultura de San Bernardo, mi oficina, en medio de un juicio oficiado por el mismísimo Augusto D’Halmar y secundado por Fernando Santiván, en el que yo era la acusada. Y aunque habrá quien piense que miento o desvarío, le pido que si no me cree al menos me escuche, ya que estoy segura de decir la verdad y aun hoy, después de tanto tiempo, recuerdo las formas y palabras de estos fantasmas como si los hubiese visto ayer.
Cuando me di cuenta, la sesión ya estaba iniciada y yo en la silla del acusado. Augusto D’Halmar se acomodó la capota y dio unos golpes al suelo con su bastón:
—Cuéntanos, Constanza, ¿eres escritora?
—Bueno, escribo —dije con timidez.
—¿No eres escritora?
—Es que no he publicado.
D’Halmar y Santiván se miraron sonriendo y con los ojos se dijeron algo que no pude descifrar.
—Si así lo prefieres, dejémoslo en que quieres ser escritora —siguió D’Halmar.
—Eso.
—Bueno, ¿y por qué no estás escribiendo?
—¿Ahora? Porque estoy aquí —quise hacerme la graciosa.
—No, en tu vida. ¿Por qué no estás escribiendo un libro ahora mismo?
—¡Ah! Es que tengo que trabajar. No me queda tiempo.
—Claro, el trabajo —dijo D’Halmar con tono falsamente comprensivo—. ¡Pero tú para qué quieres un trabajo, si eres escritora! Ese es tu trabajo.
No supe qué responder, era tan obvio que me refería a que necesitaba la plata. Creo que Santiván me entendía mejor y cambió el tema:
—La verdad, Constanza, es que te vimos redactando una carta de intención para estudiar un magíster y creemos que podríamos ayudarte.
—¿Ayudarme cómo?
—Dándote otra perspectiva.
—Cuéntanos, ¿para qué fuiste a la universidad en primer lugar? —se metió de nuevo, burlesco, D’Halmar.
—Bueno, mis papás no me hubieran dejado… —empecé a contestar sin saber adónde iba—. Y yo tampoco hubiese podido estudiar algo con matemáticas…
—Ah, ¿no querías ser escritora?
—Sí, lógico.
—¿Por eso entraste a Literatura?
Asentí.
—¿Y con eso no fue suficiente?
—Yo creía que sí, pero parece que no.
—Yo también fui a la universidad una vez —empezó Santiván, como si fuese a contar una historia—, pero la dejé. ¿No has pensado que puedes aprender todas esas cosas en tu casa?
—No es lo mismo.
—¿Por qué?
—Ay, Santiván, si sabemos por qué —interrumpió D’Halmar—. No se concentra. No tiene disciplina. Necesita que le pongan notas.
—En parte —admití—. Pero también porque estudiar sola no es lo mismo que acompañada. Además, ¿quién certifica lo que leí en mi casa? Se necesitan certificados para conseguir trabajos.
—¡De nuevo el trabajo! —saltó D’Halmar.
Yo sabía, como sabe mucha gente, que D’Halmar nunca trabajó, que lo mantenía su madre, y esa arrogancia empezó a enojarme.
—¿Y ustedes vinieron para esto? ¿Se aparecieron acá para hacerme sentir mal? No había visto fantasmas en veintitrés años y cuando por fin veo ¡vienen a maltratarme! Váyanse, yo sabré lo que hago con mi vida. Ustedes no entienden porque son de otra época, pero yo necesito un diploma —seguí alegando—. Y si no, ¿qué voy a hacer? ¿Cómo voy a vivir mejor si solo tengo una licenciatura?
—Ah, Constanza, si la cosa no es contra el trabajo o los estudios. Es contra postergar tus deseos, ¿no lo entiendes? Pregúntate si tendrás tiempo o energía como para trabajar en una oficina, estudiar un magíster y después de eso, al final del día, ser una escritora, que se supone que es lo que más te importa.
—No, no creo que me dé el tiempo —respondí con sinceridad.
—¿Cierto? Y entonces serían dos años más sin escribir, todo para conseguir un trabajo con el que tampoco podrías hacerlo.
—¡Pero el magíster sí me va a servir para ser escritora!
—Bueno, puede ser —se ablandó Santiván—. Nadie niega que tengas que estudiar. Pero si no escribes nunca serás escritora y el trabajo de funcionaria va a consumirte. ¿Vas a estudiar más para seguir trabajando todo el día en otra cosa, como ahora? ¿No te parece una manera innoble de vivir?
Empecé a dudar de todo y ellos a ponerse cada vez más crueles. Quise bloquearme. Cerré los ojos y empecé a perderlos. Pero a ratos oía retazos, porque no podía decidirme entre mis ganas de escuchar y las de tapar sus palabras con mis pensamientos:
—… la vida será difícil sí o sí, deberías vivirla como quieras…
—… cuando no es por algo que realmente deseas, las dificultades se hacen aún más duras…
—¿Y tú piensas que alguien puede enseñarte algo? ¡Los mecanismos de la ficción tienes que descubrirlos tú misma!
—… crees que un día habrás trabajado tanto como para poder salirte de este sistema, pero no es así. O haces lo que quieres ahora o no lo vas a hacer nunca.
Eso último resonó en mí y me entró un miedo: ¿Y si moría ahí mismo entonces nunca habría hecho lo que quiero? ¿Habría pasado del colegio que eligieron mis padres a la universidad que pude y de ahí a funcionaria municipal y esa habría sido mi vida? ¿No habría hecho ni una sola cosa por gusto? Tenía que escribir, no podía posponerlo más. Anuncié en ese mismo momento que renunciaría a la municipalidad y me encomendaría a sus espíritus de fantasmas escritores para encontrar modestos trabajitos de cinco días que me permitieran vivir por veinte.
—¡Albricias! —gritó D’Halmar en su jerga de señor—. Ven, ahora te mostraré todo lo que te hubieses perdido de haber elegido la vida de la funcionaria.
Entonces, blandiendo su bastón con gesto frenético, me agarró de la mano y emprendimos el vuelo. Comenzando por Oriente y en dirección al Occidente, aceleramos por sobre los pueblos y países esparciendo, como Triptólemo, semillas varias sobre la tierra. Y aunque quizás nunca sepa si dieron frutos ni cuáles, el vuelo me hizo más feliz que lo que mis labores mundanas me habían hecho nunca y entendí que solo con eso ya bastaba.
Al mes siguiente renuncié a mi trabajo en la municipalidad y hoy paso mis días leyendo lo que quiero y escribiendo lo mismo. En cuanto al dinero, me las he arreglado con trabajos esporádicos y espero poder seguir haciéndolo. Cada cierto tiempo, una empresa o el gobierno necesita licenciados en Literatura para que corrijan una prueba estandarizada y yo me uno a ese rebaño por un par de meses, así puedo escribir otros tres. A veces alguien me paga por escribir o revisar su tesis, otras por hacer un reemplazo atendiendo un negocio.
Vivo con justeza, pero no me arrepiento y es por eso que les cuento algo tan íntimo como un sueño mío de mi mente a la suya: con el propósito de animar a otras jóvenes que sientan que late dentro de ellas una escritora y están esperando quién sabe qué para ponerse a escribir.
He decidido enfrentar salvaje y plenamente el milagro de vivir. ¿Me hará esto mejor escritora? ¿Tenían razón mis amigos de ultratumba? A diferencia de lo que pasaba con mi antiguo plan de vida —en el que, según yo, todo terminaría conmigo retirada en el campo, a los setenta años, siendo lo que quiero por fin—, el desenlace de esta historia no lo sé. Pero el presente me tiene contenta, ¿se pueden imaginar cómo se siente eso? Lo digo sin vergüenza: soy Constanza, soy escritora. No sé hacer mucho más, pero tampoco quiero.
Agustín Squella afirma que es “la palabra del momento, (…) un término que ha vuelto para imponerse y desplegar toda su potencia. Una palabra poderosa que traerá consigo efectos importantes y duraderos, o eso esperamos al menos”.
En todo el mundo la palabra “dignidad” está hoy en el centro del debate político. Y en su nombre se defienden las más diversas causas. Jubilados, estudiantes, trabajadores, grupos LGBT y feministas la invocan. Y por ese motivo, bajo el paraguas de este reclamo compartido, se han reunido una multiplicidad de movimientos sociales actualmente activos en el espacio público. No por nada el lugar emblema de la protesta social en nuestro país fue rebautizado por los manifestantes como Plaza Dignidad.
Sin embargo, es una palabra problemática: comprendida por cada sujeto de manera distinta, se defienden, basándose en ella, puntos de vista contradictorios entre sí. Tanto los activistas que apoyan el aborto libre como sus opositores, aducen la dignidad humana en su favor. Lo mismo ocurre en otros debates, como los que enfrentan a partidarios y detractores de la eutanasia o la manipulación de embriones humanos.
En Dignidad, Agustín Squella intenta aclarar el término, como lo ha venido haciendo con otros conceptos en una serie de libros breves publicados por la Editorial Universidad de Valparaíso. Si antes enfrentó la tarea de dilucidar palabras como “igualdad”, “libertad”, “fraternidad”, “democracia”, “derechos humanos” y “desobediencia”, ahora asume el desafío de encarar un término que, como él mismo afirma, “es cuando menos una expresión fofa, vaga, vaporosa, de contornos más bien imprecisos, que se resiste a ser enmarcada, si bien sirve de fundamento a algo tan importante como los derechos humanos”.
Especialmente en el caso de Chile, la violencia de los últimos años es de varios tipos y tiene también muy diferentes motivaciones. No es igual la violencia propia del narcotráfico que la que puede haber ejercido un joven, esporádicamente, que siente tener un presente miserable y ninguna esperanza de cambiar su situación en el futuro próximo.
La idea de abordar la palabra, reconoce el jurista, fue una desviación en el plan original de su proyecto. Tras la publicación de Desobediencia, en noviembre del año pasado, Squella tenía programado continuar con los conceptos de “justicia” y “filosofía”. No obstante, por sugerencia de sus editores, y atendiendo la importancia que el término tendrá en el próximo debate constitucional, puso en paréntesis el trabajo que venía desarrollando. “No es que en el Chile de nuestros días no resulte pertinente hablar de justicia o de filosofía —de hecho, es todo lo contrario—, pero ninguno de estos dos términos estarán en el artículo primero de una nueva Constitución”, explica el autor en las primeras páginas de su libro, quien por estos días además se enfoca en su candidatura por el distrito 7, como independiente pero dentro de la lista del Partido Liberal de Chile, para ocupar una de las plazas en la Convención Constituyente.
¿Por qué definir la palabra “dignidad” resulta tan difícil? Porque suena como una expresión vaga, líquida, difusa, quizás incluso grandilocuente, pero lo que queremos decir con dignidad humana es esto: se trata del especialísimo, irrenunciable y parejo valor que nos reconocemos unos a otros sin excepción después de un muy extenso proceso civilizatorio que antes de nuestro tiempo estuvo siempre marcado por una muy desigual consideración y respeto dados a las personas, por un trato extremadamente diferenciado, e incluso por la dominación de unos sobre otros. Si “dignidad” remite a jerarquía, pues nos hemos llegado a convencer, o por lo menos a ponernos de acuerdo, en que todos tenemos la misma en cuanto individuos y de que nadie es más que nadie.
Actualmente hay una amplia gama de demandas sociales en circulación y la mayoría encuentra su fundamento en la dignidad humana. ¿Qué hay en esa palabra capaz de aglutinar tantos deseos y reclamos? Hay el valor que acabamos de señalar que todos nos reconocemos intersubjetivamente y con entera independencia de nuestras biografías, de nuestros éxitos o fracasos, de nuestras virtudes o defectos. A la hora de hablar de derechos fundamentales alguien podría preguntar por qué todos tenemos que ser titulares de las mismas libertades, de los mismos derechos políticos, de los mismos derechos sociales, de los mismos derechos culturales, de los mismos derechos medioambientales, y la respuesta sería esta: porque compartimos una pareja y común dignidad.
Y si todos somos poseedores de una común dignidad, ¿por qué muchas personas la reclaman? ¿acaso se equivocan en su demanda o, más allá de que declaremos reconocérnosla mutuamente, el problema está en que la sociedad no actúa en consecuencia? La reclaman porque la sienten vulnerada. Tienen conciencia de su dignidad, pero, a la vez, tienen experiencias, a veces cotidianas e incluso permanentes, de que no son tratados como seres dignos, como personas que comparten un mismo valor con todos sus semejantes. El desigual trato que se da a las personas según su etnia, su condición social, su grado de educación, el establecimiento donde estudiaron, o el tipo de trabajo que realizan, es habitual en Chile, y de ahí una de las causas del malestar que se mostró claramente a partir de octubre de 2019, pero que, viniendo de mucho antes, simplemente no lo queríamos ver, hasta que se transformó en indignación e incluso en violencia.
¿Y a qué nos referimos con esta palabra cuando, por ejemplo, la usamos como adjetivo en las expresiones “vida digna” o “vivienda digna”? Vida digna es aquella acorde con el valor de la dignidad humana, y lo mismo pasa cuando hablamos de vivienda digna o de previsión digna. Hay ciertos bienes básicos o primordiales sin los cuales nadie puede llevar una existencia digna, responsable y autónoma. Las condiciones materiales en que viven las personas pueden ser tan precarias como para que pueda afirmarse no solo que ellas viven en situación de desigualdad, sino que ven obstaculizada y hasta impedido el ejercicio de sus libertades.
A uno de los redactores de la Declaración Universal de Derechos Humanos, entre los que había de muy distintas ideologías, le preguntaron cómo se habían puesto de acuerdo en un texto, y su sincera respuesta fue más o menos esta: ‘No lo sé. No sé cómo nos hemos puesto de acuerdo. Solo sé que nos pusimos de acuerdo’.
¿Hay una contradicción en aquellos que reclaman dignidad y usan la violencia (o la justifican)? Hay que valorar el título que Judith Butler dio a uno de sus libros —La fuerza de la no violencia— y recordar algo que Freud escribió a Einstein en 1932: “El impulso destructivo tiene una popularidad que no es ni por asomo igual a su importancia”. Nadie pierde su dignidad, ni siquiera aquel que utiliza la violencia. Así, por ejemplo, un delincuente violento que acaba de ser detenido no puede ser linchado por una turba ni tampoco torturado por la policía. Otra cosa es que aquel que utiliza la violencia contra sus semejantes pueda alcanzar a ver, con sus propios ojos, que ha dañado su dignidad. La violencia, en todas las sociedades, grupos e individuos, es siempre una gran tentación, pero a diferencia de lo que hay que hacer con el común de las tentaciones, a esta no hay que ceder.
¿El que cede actúa indignamente? La cosa es más compleja. Aquel que cede a la tentación de la violencia puede sentir que la ejerce en nombre de su dignidad. Especialmente en el caso de Chile, la violencia de los últimos años es de varios tipos y tiene también muy diferentes motivaciones. No es igual la violencia propia del narcotráfico que la que puede haber ejercido un joven, esporádicamente, que siente tener un presente miserable y ninguna esperanza de cambiar su situación en el futuro próximo.
¿Podrían haber discrepancias importantes en torno al concepto de dignidad en la próxima discusión constitucional? No creo que las haya al momento de reconocerla como el valor superior del nuevo orden constitucional de nuestro país, aunque podrá haberlas a la hora de definirla y al momento de ofrecer una fundamentación para ella. Pero fíjese usted: también hay distintas maneras de fundamentar la democracia, es decir, diferentes tipos de razones para preferir esa forma de gobierno, como hay también diferentes maneras de justificar la existencia de los derechos humanos, pero lo que interesa es que, por las razones que sea, todos sigamos siendo demócratas y comportándonos con estricto respeto a los derechos humanos. A uno de los redactores de la Declaración Universal de Derechos Humanos, entre los que había de muy distintas ideologías, le preguntaron cómo se habían puesto de acuerdo en un texto, y su sincera respuesta fue más o menos esta: “No lo sé. No sé cómo nos hemos puesto de acuerdo. Solo sé que nos pusimos de acuerdo”.
En la última parte del libro reflexiona sobre los riegos relacionados a la investigación neurocientífica ¿Qué situaciones intuye que pueden abrirse y que valdría la pena estar alerta en resguardo de la dignidad humana? El impresionante desarrollo de las neurociencias y de las neurotecnologías es algo tan fascinante como aterrador. Se podrán prevenir y evitar enfermedades como el Parkinson y el Alzheimer, pero, y tal como se pregunta el investigador Rafael Yuste, ¿cuáles podrían ser los Hiroshima y Nagasaki que produjeran las neurotecnologías en el futuro por la vía de afectar la integridad mental y el carácter de los individuos? El cerebro humano es ya casi un libro abierto para las neurociencias, pero en un libro abierto, que puede ser leído, también es posible escribir en él, subrayar determinadas partes, tarjar otras, hacer anotaciones en los márgenes. ¿Y quién hará todo eso y a petición de quién? ¿Del Estado, de los padres de una criatura, de cada persona que sea ya un adulto?
Dignidad, Agustín Squella, Editorial Universidad de Valparaíso, 82 páginas, $7.000.
Podría haber sido la trama de alguna de sus novelas, o de sus muchos cuentos: una joven y ambiciosa investigadora encuentra arrumbados en un armario, detrás de sábanas y toallas, una pulcra caja con 56 cuadernos, 8 mil páginas de diarios escritos por una brillante y oscura narradora de crímenes de fama internacional, fallecida en 1995, en su casa de Ticino, Suiza. La caja es fascinante: además de notas profesionales perfectas sobre la creación de sus obras, hay otros cuadernos personales, que incluyen dibujos y acuarelas, donde habla de su intimidad, de su difícil sexualidad, de su desprecio por media humanidad, sobre todo por las mujeres. Y por ella misma. Lesbiana, alcohólica, bastante perversa y sin compasión, parece una odiadora compulsiva que escribe para sublimar un deseo de aniquilar: “Matar es una forma de hacer el amor, una forma de poseer”, escribió en 1950. Para que esta novela tomara cuerpo habría que inventar una trama siguiendo el modelo de Ripley, el gran antihéroe y alter ego de Highsmith. Imaginemos, entonces, a la joven investigadora que se enfrenta a una vieja amante que sabe de la existencia de los diarios y se opone a que salgan a la luz. La investigadora la mata de un golpe en la cabeza cuando la mujer intenta responder a sus evidentes intentos de seducirla. A la investigadora el crimen la llena de poder: desde sentir una especie de orgasmo hasta darle la fuerza para falsificar documental y artísticamente una familiaridad con la asesinada y la novelista muerta que, en poco tiempo, la lleva a la gloria académica y editorial. Nunca nadie sabrá del crimen. Años después, si es necesario, volverá a matar. (El enigma de la escritora queda de todos modos bastante intacto, aunque revelado). Es un ejemplo torpe, pero digno de Ripley.
En la realidad, advierten la editora Anna von Planta y el albacea de Patricia Highsmith, Daniel Keel, la maestra del misterio incluye también comentarios antisemitas y homofóbicos. El centenario de su nacimiento no parece, entonces, un buen momento para difundir intempestivas privadas, pues su nivel de incorrección política hoy es altamente despreciado.
Es curioso que Highsmith no entregara en vida estos papeles a su albacea y se mantuviera fiel a su vocación por no traicionar la intimidad, nunca mostrarse desnuda ante la prensa o la gente. Pero los dejó ahí, incluso con una nota de eliminar repeticiones si se editaran alguna vez. En todo caso, estos apuntes ya aparecieron ampliamente en la biografía de la autora de Andrew Wilson, Beautiful Shadow, publicada en 2010. “Podía ser una mujer monstruosa y violenta”, dice el biógrafo, lo que importa tanto como que fue una niña indeseada, infeliz, que casi siempre se sintió rara y mal consigo misma y con el mundo. Más magnífica aún parece su sublimación, su vida retirada en Suiza, donde emigró escapando del puritanismo de Estados Unidos; y sus cuentos (habría escrito el doble de los que publicó) y novelas tan agudas como diversas.
Es curioso que Highsmith no entregara en vida estos papeles a su albacea y se mantuviera fiel a su vocación por no traicionar la intimidad, nunca mostrarse desnuda ante la prensa o la gente. Pero los dejó ahí, incluso con una nota de eliminar repeticiones si se editaran alguna vez. En todo caso, estos apuntes ya aparecieron ampliamente en la biografía de la autora de Andrew Wilson, Beautiful Shadow, publicada en 2010.
“Desde el punto de vista dramático, los delincuentes son interesantes porque, al menos durante un tiempo, son activos, libres de espíritu, y no se doblegan ante nadie. Yo soy tan observante de la ley que me echo a temblar ante un aduanero, aunque no lleve contrabando en las maletas. Tal vez lleve dentro de mí un impulso criminal grave y reprimido, pues de lo contrario no me interesarían tanto los delincuentes o no escribiría sobre ellos tan a menudo”, abundó en su generoso libro Suspense, donde da consejos para escribir una novela de intriga y cuenta sus procesos creativos.
Highsmith se hizo famosa antes de cumplir 30 años con Extraños en un tren, que Hitchcock hizo película en 1955 con guion de Raymond Chandler. Ese mismo año apareció The talented Mister Ripley, traducida durante años al castellano como A pleno sol, según el título de la versión de cine francesa de René Clement y protagonizada por Alain Delon. Su escritura es veloz, cinematográfica, y quizá por eso siempre funcionan sus películas.
Ripley, expatriado en Europa como ella, es su perfecto alter ego: al contrario de las policiales al uso, no es el detective ni la víctima, sino el asesino. Es un joven hábil, se le dan las matemáticas y las personas lo exasperan, aunque es capaz de adecuarse socialmente. Cuando lo conocemos, se dedica a engañar a viejos con su pago de impuestos. Lo hace con amabilidad y frialdad total. Como precursor del híper capitalismo despiadado, Ripley no tiene más ética que su propia sobrevivencia. De repente destellan pedazos de recuerdos sobre una infancia triste, pero él los borra actuando para su provecho. “Siempre aparece algo”, es la filosofía de Tom. Y cuando ve que no resulta, y que es al final porque no lo quieren, mata. Es un abismo por falta de amor, por falta de empatía, una cuestión bien oscura que Highsmith escribió a la perfección. El momento terrorífico en que no importa nada. Highsmith sabe que se asesina por esa falta de amor, observa el desprecio, la falta.
Ripley, expatriado en Europa como ella, es su perfecto alter ego: al contrario de las policiales al uso, no es el detective ni la víctima, sino el asesino. Es un joven hábil, se le dan las matemáticas y las personas lo exasperan, aunque es capaz de adecuarse socialmente.
“Me imaginé a mí misma —señala en Suspense— dentro de la piel de su personaje y eso hizo que mi prosa cobrara una confianza que en otro caso no hubiese tenido. Se hizo más entretenida. Ningún libro me ha resultado más fácil de escribir y a menudo tenía la sensación de que Ripley lo estaba escribiendo y que lo único que hacía yo era pasarlo a máquina”.
Después de 15 años, en 1970, Highsmith volvió a su personaje en la novela La máscara de Ripley. Allí lo encontramos viviendo en una especie de castillo cerca de París, casado con una rica heredera y convertido en un tipo elegante y cosmopolita. Millonario, experto en arte, música y pintura, trafica cuadros falsos y volverá a ser un maestro del disfraz para encarnar a un muerto, siempre crispado por la imbecilidad y libertad ajenas. Le seguirán El amigo americano, que parece tanto más oscura al lado del sol mediterráneo y los lujos artísticos de las anteriores (hecha película por Win Wenders, con inolvidable actuación de Bruno Ganz); Tras los pasos de Ripley, en la cual el antihéroe parece reparar su propia infancia para ayudar a un joven atormentado, y Ripley en peligro, la última de la serie y culminación de todas las sospechas y los muertos que vuelve a este psicópata encantador. Resuena en toda esta saga el epígrafe de La máscara de Ripley, una frase de las cartas privadas de Oscar Wilde que hoy se ve más pertinente ante la llegada de los diarios: “Me parece que moriría más fácilmente por las cosas en las que no creo, que por las cosas en las que creo… A veces pienso que la vida del artista es un largo y maravilloso suicidio, y no me sabe mal que sea así”.
A Highsmith nunca le acomodó la primera persona. Al escribir yo, la “invadía la sensación idiota de que la persona que contaba la historia estaba sentada en un escritorio escribiéndola. ¡Fatal!”. Pero lo logra en una de sus novelas más aplaudidas, El diario de Edith, publicada en 1977. Parece ser el reverso de sus ironía y crueldad de Los pequeños cuentos misóginos, de 1974, donde las mujeres son bastante estúpidas e insoportables en sus afanes de libertad, aunque divertidas. Aquí también se pone en la piel de alguien totalmente ajeno a ella, o de un tipo humano que dejó atrás hace años: una esposa de Pennsylvania encerrada con un marido triste y un hijo antisocial. Ella lleva un diario imaginario, un texto feliz donde ni su hijo ni su esposo son como en la realidad. Pero en un punto el marido la deja y ella queda ahí, con el hermano senil y el hijo delincuente, completamente perdida. Una soledad total, sin ninguna libertad, doblegada y viva, un descenso a la locura que estremece.
Tom Ripley I (El talento de Mr. Ripley y La máscara de Ripley), Anagrama, 2020, 579 páginas, $23.000.
Tom Ripley II (El amigo americano, Tras los pasos de Ripley y Ripley en peligro), Anagrama, 2020, 893 páginas, $22.800.
Gonzalo Contreras podría perfectamente ser el protagonista de una de sus novelas. El par de finos zapatos italianos color café quiebran el negro total de su atuendo. Sin titubear se describe a sí mismo como un “coleccionista de amores” (sus amigos en secreto lo llaman Gonzalo Banderas), mientras fuma un cigarro tras otro y detalla, con cierta amargura, que lleva casi una década de absoluta sobriedad. Delgado y extremadamente seguro de sí mismo, considera que ha sido víctima de una operación quirúrgicamente diseñada para destruirlo.
Para comprender esta fijación debemos retroceder hasta principios de los noventa, cuando se produjo una anomalía que hoy parece un sueño: los narradores vendían todo lo que publicaban. Un libro de José Donoso, o de Marcela Serrano, superaba las veinte mil copias y el primer libro de Contreras vendió treinta y seis mil ejemplares en solo un año.
Intentando explicar este fenómeno, la prensa agrupó a un heterogéneo grupo de escritores (que incluía, entre otros, a Jaime Collyer, Diamela Eltit, Antonio Gil, Arturo Fontaine, Roberto Ampuero y Alberto Fuguet) bajo el rótulo de Nueva Narrativa. En rigor lo único que tenían en común era cierta juventud y que publicaron en grandes editoriales, las que fueron capaces de entender y manejar a su antojo el mercado. Ricardo Sabanes, editor argentino articulador de este grupo, fue claro al decir: “Queríamos hacer una oferta narrativa pospinochetista. Ya había pasado el plebiscito, las elecciones y los autores jóvenes se engancharon porque tenían obra, y yo me enganché porque vi la posibilidad de mercado”.
La figura de Gonzalo Contreras es la que mejor representa el auge y caída de la Nueva Narrativa: de fenómenos superventas, de estrella cultural, a convertirse en un personaje mirado con cierto desprecio por escritores más jóvenes y desplazado de las esferas de poder.
Durante los noventa publicó tres novelas: La ciudad anterior (1991), El nadador (1995) y El gran mal (1998), todas ellas con un éxito apabullante de crítica y gloriosas ventas. No solo ganó, rápidamente, un prestigio a nivel nacional e internacional (Bryce Echeñique llegó a compararlo con Onetti) sino que fue capaz de lo más difícil: crear un estilo reconocible. Su trabajo se interna en las desgracias privadas de la clase alta chilena, un mundo donde se celebraba la Dictadura y el éxito económico de los primeros años de la Concertación era aprovechado al máximo. Recuerda a los escritores estadounidenses contemporáneos –tipo Updike o Cheever– en su capacidad de desnudar los vicios de las clases acomodadas, todo esto narrado con gran soltura y un manejo del género que asombra. Ignacio Valente, el crítico más importante del período, llegó a decir que su prosa “es opaca en el mejor sentido del término, como cuando decimos que la prosa de Kafka es opaca”.
Pero con el fin de siglo todo esto se acabó. La Nueva Narrativa murió sin funerales ni glorias, las ventas se desplomaron y la vida y obra de Gonzalo Contreras fue utilizada como ejemplo de algo obsoleto, errado o antiguo. El engranaje de sus novelas, la presencia canónica de Henry James, representaba claramente lo contrario a lo que las nuevas generaciones aspiraban. Y en ese limbo quedó Contreras: sus libros siguen siendo publicados en editoriales importantes, aún son defendidos por los mismos críticos –que, claro, también defienden cierto mundo–, pero venden poco, tienen escasa cobertura y han sido salvajemente destrozados por los nuevos críticos.
Ante este escenario, empeñado en seguir con vida, astutamente decidió convertirse en un excéntrico y seductor villano. En un blasfemo a su manera.
Desde que su quinta novela Mecánica celeste (2013) fuera pésimamente criticada, se fue en picada contra quienes consideraba los causantes de su infortunio. Sus declaraciones furibundas iban en dos direcciones: la primera, que se camuflará un poco, por pudor, estaba destinada a un veterano escritor de voz ronca a quien acusaba de haber cooptado, a través de sus esbirros, todos los medios de comunicación casi con la única obsesión de atacarlo a él. La segunda pelea, que parece más atendible, tiene que ver con que, según él, hoy en Chile la Novela –sí, así, con mayúscula– estaría a un tris de su extinción.
Su principal teoría literaria se centra en el tiempo, ese instante en que el autor es capaz de detener o de alterar los relojes y la vida biológica del universo para reflexionar. Para explicarlo usa un ejemplo que resulta casi obvio: “Proust, que toma una magdalena y retrocede cuatro mil páginas y luego vuelve al mismo lugar: al tiempo recobrado”. Ha repetido que los novelistas nacionales más jóvenes han perdido la ambición, la conciencia narrativa y se han dedicado solo a contar, en libritos, la Dictadura desde el punto de vista de los niños. “La literatura chilena actual carece de color y de olor. Es como ver la vida en un televisor Bolocco blanco y negro”, dijo.
Al recordarle majaderamente el éxito que tienen hoy varios autores de la generación posterior a la suya, responderá irascible: “Llámenlo como quieran: autoficción, microficción, diarios, memorias. Pero no lo llamen novelas”.
Queríamos abrir cancha volviendo a la década de los noventa. ¿Tienes procesada esa época? Se ha reflexionado un montón en torno a los ochenta, pero los noventa recién hoy se han vuelto a mirar. Hay una frontera muy evidente, digamos, que es el plebiscito. Los ochenta son Dictadura plena y los noventa son el debut de la democracia. Se produce un cambio muy feroz, que yo creo que no se ha acentuado lo suficiente. Eso de que “la alegría ya viene”, o sea, la alegría llegó el 6 de octubre en la mañana, las calles de Santiago eran un carnaval. Nosotros, todo el grupete, estábamos en el Mulato, que era donde nos habíamos reunido durante todos los ochenta. La gente siempre piensa que vivíamos en Varsovia del año 50 durante la Dictadura, pero no, había vías de escape.
¿Quiénes conformaban ese grupo del café Mulato? Diego Maquieira, Martín Hopenhayn, Carlos Franz, Arturo Fontaine, Antonio Cussen, Ernesto Rodríguez, y había otros pájaros que eran habituales de esa mesa, que era permanente. En el Mulato nos juntábamos, llegaban minas y chupábamos como animales. Nunca lo pasamos mal. Nos pasamos los ochenta en el Mulato. Y ahí ese 6 de octubre nos juntamos en la mañana y todo el mundo abría botellas de champaña; realmente lo que ocurrió fue un apogeo, o sea el que diga lo contrario está muy mal de la cabeza.
¿Y por qué crees entonces que se terminó imponiendo en la sociedad civil, y luego entre la clase política, la versión de que “la alegría no llegó”? Lo que pasa es que, por favor, no caigamos en un eslogan, eso de que la alegría no llegó lo dicen los huevones del dos mil que no vivieron en los noventa, con una profunda envidia. Huevones cagados que tenían veinte años y que no daban pie con bola, pero nosotros que teníamos treinta lo pasábamos la raja.
¿Por qué lo pasaste tan bien? Yo debuto prácticamente. Había publicado La danza ejecutada, un primer libro de cuentos, autoeditado, en un momento donde no había editoriales, y había tenido una buena crítica del cura Valente, pero que era un pequeño atisbo. A partir del plebiscito, una vez que gana el No, el 88, llegó Ricardo Sabanes a Chile.
Tenemos entendido que llega el año 86. Por ahí. Sabanes empieza a hacer esta especie como de rastreo de nombres, de gente. Me invita a almorzar, un editor, pide unos vinos caros, no me acuerdo donde almorzamos, pero en un restaurant del centro, caro, y se sentía como que algo estaba cambiando, o sea, la perspectiva de publicar en una editorial formal en ese momento era igual a cero. Esa gallada que dice que “la alegría no llegó” tampoco vivió en los ochenta, ¿me entienden? La depresión cultural, el agobio que se expresaba en toda manifestación, salvo algunos atisbos, ¿no cierto? El CADA por ejemplo, que se ha magnificado. El CADA era un peo muy pero muy silencioso. Es muy difícil imaginarse lo que era estar trabajando en una obra literaria en los ochenta cuando tú no veías horizonte ninguno, pero cero, era como estar en un callejón sin salida. El plebiscito podía perderse, además. Los grados de esperanza eran bajísimos. Gana el No y todo el mundo empieza como a despertar, a cargarse de energía, era muy difícil tener energía en los ochenta, era muy difícil alimentar tu propia energía: para dónde, para quién, para qué. No había un horizonte. Decir que “la alegría no llegó”, eso no es así. A ver, no existen las sociedades felices y alegres tampoco, no hay una sola, nunca la ha habido, tal vez la belle époque, pregúntenle a la mayoría, la pasaban como el pico también. Chile tampoco es particularmente alegre pero sí, hay un apogeo cultural evidente en los noventa.
Cuando piensas en ese apogeo cultural, ¿qué es lo que se te viene a la cabeza? A mí se me viene a la cabeza publicar joven, ser masivamente leído y comenzar a vivir. Yo lo relaciono con que la vida empieza. Antes era un huevón todo cagado: no tenía ni para comer en Santiago, pituteando pololos de mierda, viviendo como las ratas, no tenía para pagar la luz, no tenía para la parafina. Y en los noventa empieza a haber movimiento.
A mí en los noventa por un trabajo chico me pagaban mucho. El nadador, por ejemplo, lo ocuparon en una publicidad en que una mina va leyendo el libro en el metro y me pagaron dos millones de pesos, de aquella época, ¿me entienden? Había mucha plata. Como les decía, yo en los ochenta pasé frío y hambre en Santiago de Chile, y yo vengo de una buena familia, que tenía recursos, pero no podía acudir a ellos, por ningún motivo.
¿Cuáles son las repercusiones de ese movimiento? Santiago es una ciudad que se empieza a dinamizar: empiezan a haber cafés, restaurantes, los lugares se empiezan a llenar, hay vida nocturna. Y empieza a haber dinero. Sin dinero no ocurre nada. Dinero ya empieza a haber en los ochenta, pero en los noventa sí empieza a circular mucho, pero mucho dinero, en el ambiente. En el primer cuatrienio de Aylwin se crece al 8%, al 10%, entonces empieza a haber hueveo. Hay un animus de que la gente lo quiere pasar bien, si veníamos de una sociedad totalmente aplastada y gris, propia de una dictadura. No era un chiste la Dictadura, no era una broma.
¿Ese ánimo de querer pasarlo bien entonces es la contraparte natural de salir de veinte años de dictadura? Obvio. Pasó en España, pasó en Argentina, para qué buscarle la quinta pata al gato, los gatos tienen cuatro patas, eso ocurrió. Claro, entonces dicen que tal cosa es noventera, como si tuviera algo de pecaminoso.
¿Qué significa que algo sea “noventero”? Yo he escuchado ese comentario, como que la propaganda de WOM es noventera, ponte tú. Bueno, y so what?, ¿qué?, ojalá.
¿Cuál es el imaginario de los noventa? A mí en los noventa por un trabajo chico me pagaban mucho. El nadador, por ejemplo, lo ocuparon en una publicidad en que una mina va leyendo el libro en el metro y me pagaron dos millones de pesos, de aquella época, ¿me entienden? Había mucha plata. Como les decía, yo en los ochenta pasé frío y hambre en Santiago de Chile, y yo vengo de una buena familia, que tenía recursos, pero no podía acudir a ellos, por ningún motivo. Puede que todo esto que les esté diciendo esté muy contaminado por mi situación personal, porque el 91 gano el primer concurso de la “Revista de Libros” con La ciudad anterior y me voy hacia arriba.
Pero a tus compañeros de generación también les pasó un poco lo mismo. La gente es muy poco dada a aceptar que hay otros que la pasaron bien, porque no estaban en ese baile, es así de simple. El que estaba mal en los noventa te va a decir que los noventa eran una mierda.
La ciudad anterior vende treinta y seis mil ejemplares en dos años. Y estuvo treinta y seis semanas en el número uno de las listas.
¿Y cómo te afectó esto? No es fácil, sicológicamente. No es fácil. Uno sabe, de alguna manera, que no tiene que creerse el cuento porque, si no, es muy huevón.
Faltaba además ratificarlo con una segunda novela. Yo sabía eso, estaba muy consciente. Además, yo escribía con mucho trago en ese momento. Y como escribía totalmente borracho, como que no sabía quién había escrito los libros, es como si lo hubiera escrito otro. Yo no sentía plena propiedad del libro, estoy hablando de un nivel como de mi sicología.
¿Qué tomabas? Antes de mi primera novela, pisco. Después whisky.
¿Era algo buscado? Sí, yo usaba el alcohol como método. Ojo. O yo creía que era un método. Hacía marco con esa huevada, ¿se fijan? Pero el resultado me era ajeno, como que mi propiedad respecto a esa obra no es la misma que tengo hoy día en el tiempo. Yo sé que es una cosa muy difícil que la entienda alguien, pero es así y, de cierta forma, eso me prevenía de no creerme demasiado. Una primera novela muy exitosa es un peligro evidente. Esa presión ni siquiera me servía para estar todo lo feliz que debiera haber estado comparativamente. Es todo tan relativo. De repente te ves con ingresos, con éxito, con portadas y no es exactamente la misma proporción de euforia. Yo siempre he sido más bien escéptico a todo, incluso conmigo mismo. El escepticismo como remedio contra la ingenuidad. Yo sabía que no debía ser ingenuo, lo tenía claro, y sabía que la mano venía muy dura, que debía apertrecharme porque iba a venir mucha envidia, que la hubo, por doquier. Entonces esa posición no es necesariamente confortable.
¿La del ganador? Sí. No es necesariamente confortable. Digamos, yo había asumido, sin quererlo, un grado de responsabilidad que ni siquiera había buscado. Alguien que había eludido toda responsabilidad en su vida.
Tenías que escribir una segunda novela, y buena. No podía defraudar. Entonces había altos componentes de angustia también y de ese escepticismo que me obligaba a no ser ingenuo conmigo mismo y de pensar que había algo for granted. Nada es for granted, nunca. Y esa es una especie de, no sé si llamarla filosofía, pero creo que me ha ayudado bastante. Yo fui papá el año 91, también. Esto es algo bien personal, nunca antes lo había contado. No me casé, pero vivía con una mujer que tenía ya tres hijos y nos fuimos a vivir juntos. Yo, de pronto, este hombre que venía del submundo viviendo con una señora con tres niñitos, yo no tenía nada que hacer ahí, mis amigos me habían dicho que estaba loco.
Además, hay un efecto rebote en muchas historias de auge. La caída. Yo no sé si me caí o no, pero la cosa es que he vivido. Entonces, lo que te cabe en tu cabeza en ese momento no es el éxito. Ocupas tu cabeza en que tienes que pensar en un nuevo argumento, en que tienes que empezar una nueva vida, que tienes que empezar a pagar el jardín infantil y una exmujer que te llama y te queda un desastre. Y ahí recupero mi libertad, mucho hueveo, mucha mina.
¿En este nuevo hueveo de ahora también se conecta, como se conectó originalmente, el alcohol con la escritura? ¿O este era un hueveo de la vida por la vida? No, por la vida. Una vida sentimental muy agitada. Mucha vida social, conocer gente, que te empiecen a pasar cosas casuales muy ricas, cosas imprevistas. Que tú sientas que estás conectado con la ciudad entera, que siempre esté pasando algo. Eso eran los noventa. Pero fue una década en que yo escribí El nadador y El gran mal, o sea, que no me hueveen. En ese tiempo que estuve hueveando harto, saqué tres libros harto buenos y, además, uno de cuentos el dos mil.
¿Y esa vida agitada cómo entró en esos libros? Yo creo que está en todo. Pasa que cuando hablamos de hueveo, hablamos de mujeres, de historias de amor interesantes, casi todas. Yo me dedicaba a coleccionar amores. Hoy eso ya no ocurre, no tengo la misma edad, no están las mismas circunstancias.
¿Cómo terminó todo esto? Un patatús. El 2010. Estaba haciendo clases, haciendo un taller en ese momento y blackout. Se acabó la huevada.
Permítenos regresar un poco. Antes dijiste que venías de una familia con buena situación pero que, a pesar de todo, no podías contar con ellos. ¿Nos puedes hablar algo de eso? Yo me fui de mi casa muy joven, a los veinte años, a Europa. Estudié dos años de Periodismo acá, pero esa carrera no existe, no sé ahora, pero en ese momento era como la mierda.
Y en la Dictadura sí que había que tener vocación para estudiar Periodismo. A mí me daba vergüenza ajena estar en la sala, me daba vergüenza ajena el profesor, me daba vergüenza estar escuchando. Yo no quería estar en Medicina, yo había decidido que iba a ser escritor o nada.
¿Y tu familia suscribía esa idea? Yo siempre tuve mucha oposición de mi padre, él era muy pesado. Al final de su vida nos reconciliamos. Pero yo no contaba con mi familia para nada, me desprendí mucho de ellos, cosa que se mantiene hasta el día de hoy, yo ni veo a mis hermanos, no los veo. Y no tengo nada que hablar. Yo rompí los lazos con todos ellos de forma muy radical. Una vez que volví de Europa, el 85, no reanudé con mi familia. Para mi familia yo era un huevón que había cagado.
¿Pese al éxito de La ciudad anterior? No, ahí cambiaron. Pero el tiempo que va entre el 85 y el 91 no querían saber nada de mí. Además, yo me había separado de una mujer que ellos estimaban mucho y que era lo único que yo tenía que valía la pena. Para ellos, esa mujer era la única que me daba un poco de sentido, era una especie de heroína y yo era una especie de huevón bueno para nada. Entonces yo rompí con ellos de forma muy radical, no había almuerzos de domingo, podían pasar meses sin que yo los viera, por lo tanto no podía acudir a mi familia nunca más una vez que yo dejé la casa.
Zambra, Bisama, Diego Zúñiga, Matías Rivas, todos ellos empezaron a levantar que la Nueva Narrativa fue un fraude. Lo he leído varias veces, ellos son muy resentidos. Todos. La escuela del resentimiento, de la que habla Harold Bloom, porque la Nueva Narrativa la había pasado bien, entonces era como mucho, o sea, escribir bien y pasarla bien, no. Ahí se prepara esta gente, se toma todos los medios, crean la imagen de que como había un proyecto editorial que era el proyecto Sabanes, Juan Forn.
¿Y por qué para ellos tú eras un bueno para nada? Porque ellos eran como pequeños burgueses que viven según el éxito, pero con La ciudad anterior se les dio vuelta completamente todo.
¿Y ya era tarde? Y ya me habían ofendido mucho. Mis hermanos especialmente.
En un libro de conversaciones con la Nueva Narrativa, tú le pegas unos chirolazos a tus hermanos, cuando dices que ellos “no entendieron que aquí había habido una dictadura”. Bueno, eso era así. Yo llego a Chile, a la casa paterna, a almorzar un domingo y estos me dicen “¿de qué dictadura estás hablando? Anda a Pucón en el verano a ver de qué dictadura estás hablando”. Y, claro, iba a Pucón en el verano y había personas en lancha, haciendo esquí acuático, en parapente, y lo estaban pasando la raja, eso es así. Había una cosa política, por un lado, ellos eran muy fachos, no cualquier facho: muy fachos, yo no tenía nada que hablar con ellos, hasta el día de hoy. Estoy hablando de una ruptura muy frontal, no ir a matrimonios de sobrinos, esas cosas.
¿Y con tus padres? Mi mamá es un poco mejor; no, bastante mejor. Pero con mi viejo, yo dejé de verlo como cinco años. Cada vez que lo veía era un desagrado y cada vez que veía a mis hermanos, era un desagrado, entonces, para qué vas a vivir ese desagrado. Todo lo que yo creía, ellos no lo veían, no iba a compatibilizar visiones de mundo ni suavizadas por el afecto, el posible afecto que no había. Entonces, en ese sentido, he sido tremendamente pragmático y mis afectos son electivos, y tengo muchos y buenos.
Hay un cuento de John Cheever llamado “Adiós hermano mío” que logra retratar esta inquina tan grande entre unos hermanos que se encuentran en una casa de veraneo después de una distancia de muchos años. Ese encuentro termina siendo un desastre. Precisamente. La última vez que estuve con mi hermano mayor, me dijo: “¿Cómo se llama este gallo que vende tantos libros? Francisco Ortega, ese sí que la ha hecho”. ¿Entonces tú crees que le voy a hablar algo, si ni siquiera sabe quién soy yo? What for.
En el cuento se terminan aforrando en la playa, con los cochayuyos en la espalda. Claro, pero yo no quiero eso, se fijan, o bueno, sí, pero no tengo ganas.
Tu pragmatismo imperó. Todo lo que he hecho en mi vida ha sido para ser quien soy. Me ha costado mucho. Y eso ha significado importantes rupturas. Eso ha significado que he sido alguien que nunca ha tenido un hogar. Tengo una hija que adoro, pero no he vivido una vida hogareña, de familia, y si no la he tenido es porque no he querido, porque es lo que me ha sido necesario para ser ese quien soy, que a unos les puede gustar y a otros no, pero a mí me gusta.
Hablas de tus rupturas sin culpa. Yo no tengo pesadumbres ni dolores.
¿Y no hay algo de egoísmo en eso que tomaste y luego dejaste para convertirte en quien eres? Es una especie de selección natural: elegir aquello que me hace bien y desprenderme de lo que no me hace bien. Puede ser egoísmo.
Te han acusado de eso. Seguramente. Mujeres me han acusado de eso. Uno no puede ser todas las cosas al mismo tiempo, uno opta.
Diego Maquieira tiene la teoría que uno no puede ser lo imposible: la cabeza del Bautista y el corazón de Aquiles, simultáneamente. Uno ha tenido que cortarse las manos a veces, al no concurrir a lo que se espera de ti, básicamente en el orden de la familia y el de los afectos.
¿La ruptura familiar carga de alguna manera especial tus libros? No, no, la ruptura con la familia no tiene ni una épica.
Pero es uno de tus temas, la disfuncionalidad es una figura recurrente. Lo que pasa es que no estamos solos en el mundo. Me causa mucha risa cuando me dicen que yo soy un escritor de personajes y ¿de qué otra cosa se podría ser?
La mayor parte de estos personajes se presentan como padres, hijos, cuñados. Y hay tramas que se desatan a partir de las relaciones de sangre. En La ley natural, por ejemplo, el protagonista debe hacerse cargo de la hija de su cuñado. Sí, es que es ineludible, ¿se fijan?, pero yo no lo vivo así. Para la novela uno busca lazos, los lazos son los que hacen interesantes las relaciones, lazos reales, porque cuando son reales es más difícil romperlos. O cuando los vulneras, cuando los tuerces, cuando les das otro giro, eso es interesante.
La soledad del hombre en familia también está en Oír su voz de Arturo Fontaine. Y también trata de alguna forma la modernización.
Hay libros de la Nueva Narrativa que fueron ambiciosos en intentar hacer un fresco social de la época, anticipándose a muchas cosas. Esos libros tocan esos temas que tienen que ver con el Chile que viene, pero no de la Dictadura. Arturo, por ejemplo, estaba investigando al grupo Claro.
¿Y lograron incomodar a su propio sector, a ese mundo de privilegios? Sí. En mi caso no le gusto a la izquierda porque yo no parezco de izquierda para ellos, y a la derecha menos. Pero, así como que vaya un libro a romperle la crisma a estas personas, a la derecha chilena, no. No lo leen.
¿Cómo explicas el fenómeno de súper ventas de la literatura chilena en los noventa? Algunos de esos libros no están precisamente construidos con la lógica de un bestseller y aun así vendieron cuarenta mil ejemplares. Imagínense que El nadador se pirateó y se vendía en la rambla de Reñaca. ¿Tú crees que hoy en día se podría piratear un libro como El nadador? Hay razones del tipo sociológicas, tal vez. La ciudad anterior es una novela fácil, atractiva y profunda, esa combinación de cosas. La gente supone que la literatura chilena es así, que puede ser fácil, atractiva y profunda al mismo tiempo y también decir cosas. El nadador es un libro que no es complejo, para un lector avezado es un libro común y corriente, pero para un lector simple es relativamente complejo. Había fe en los libros, una fe que hoy día no existe. Ese momento no se volverá a repetir nunca más. Era lo último que quedaba de una vieja cultura. Hubo gente que leyó La ciudad anterior y que no ha vuelto a leer un libro nunca más.
Eso viene de Mallarmé para adelante, o de Blanchot, de querer que eso ocurra, de que no exista la ficción, de que la novela no sea una obra de arte, que sea otra cosa. Todos los que quieren eso son gente sin talento. Y dicen ‘no, es que yo no escribo novelas’… entonces no la llames novela, llámala de otra manera, llámala apunte, diario de vida, cuadernito de caligrafía, pero no la llames novela.
O sea, ¿fin de la historia? Esas personas hoy están viendo series.
Pero la literatura o el libro gozan de una vida saludable actualmente: hay un montón de editoriales independientes, nuevas ferias, escritoras y escritores que publican fuera de Chile. Ese mundo en cualquier caso no parece en lo absoluto conectado con la Nueva Narrativa. Ahí hay un corte. Toda esa gente de, básicamente, la Universidad Diego Portales, esa generación del dos mil, digamos, la fat generation: Zambra, Bisama, Diego Zúñiga, Matías Rivas, todos ellos empezaron a levantar que la Nueva Narrativa fue un fraude. Lo he leído varias veces, ellos son muy resentidos. Todos. La escuela del resentimiento, de la que habla Harold Bloom, porque la Nueva Narrativa la había pasado bien, entonces era como mucho, o sea, escribir bien y pasarla bien, no. Ahí se prepara esta gente, se toma todos los medios, crean la imagen de que como había un proyecto editorial que era el proyecto Sabanes, Juan Forn… Forn estuvo muy adentro de esto, de hecho, mi primera edición se imprime en Buenos Aires. La movida de este grupo es instalar la idea de que la Nueva Narrativa fue una especie de invento editorial, intentando obviamente quitarle méritos literarios a esos libros. Así se mueven ellos: periodísticamente, articulando medios, esa generación no ha hecho otra cosa que articular medios. Se levantan en la mañana a hacer eso, y se acuestan haciéndolo, no hacen otras cosas.
¿Y es tan fácil hacer esa operación de campo? Hoy en día sí. Tú pones distinta gente en distintos medios y cambias favores. El network, yo nunca he usado eso, ni tengo amigos, y cuando me tiro contra algo nunca le pido a nadie que me acompañe, como cuando dije en la revista Paula que los escritores del dos mil eran como ver una televisión en blanco y negro, como en una Bolocco. Hice una caricatura de todos, en un mesón estaba Gumucio, Zambra, parecía una lista para hacerse la banda gástrica.
Ahora, Gumucio hizo una defensa bastante inteligente del asunto de la Bolocco, diciendo que para ellos significaba la Cecilia, no las teles. No, no dijo eso.
Sí lo dijo. La cosa es que al final de esa polémica Gumucio termina con un artículo igual a él, retorcido, incapaz de decir las cosas… pero me la reconoce, ah. Y desde ahí no se metieron más conmigo.
¿Y tú peleas solo, no tienes equipo? Yo soy solo. O sea, ¿ustedes creen que Carlos Franz o Fontaine van a…? No. Son amigos, pero no hacemos equipo. A mí no me gusta trabajar en equipo. Y además ellos están haciendo carrera, sobre todo en España, ellos están por el Cervantes. Y Franz le chupa el pico a quien sea.
¿Y por qué te interesa arremangarte y pelear a puños? Para entretenerme.
Tienes vocación de villano. Miren, creo en ciertas cosas y me molestan ciertas cosas, que me molestan en forma sincera, digamos, genuina.
Suponemos que no hay pose, porque te ha salido caro. Sí, ya está pagado, pero, qué le vamos a hacer.
¿Matar la generación anterior no es también una forma de hacer literatura? Yo personalmente no he querido matar generaciones anteriores. No creo que sea necesario en mi caso, pero, digamos, es difícil eso de hablar de generaciones en Chile. Mi literatura se centra con la de Donoso pero, con muy importantes diferencias, yo nunca he tratado de matar a Donoso, fui muy amigo de él. Lo otro ni siquiera tiene el valor de una oposición estética, como cuando la generación del cincuenta se levanta contra el criollismo, ahí hay ruptura, pero no sé acá cuál sería. No tengo idea. Salvo la cuestión de poder y la instalación. ¿Qué les parece a ustedes?
Habría que ver caso a caso, pero nos parece que hay una serie de escritoras y escritores –Gumucio, Ale Costamagna, Lina Meruane, y más adelante Zambra, Bisama, Nona Fernández– que se organizan, casi como un denominador común, desde una mirada opuesta a la de la Nueva Narrativa, sobre varios elementos: la superación de los géneros, la autoficción, el trabajo con el documento. Pongamos los libros encima de la mesa.
Hagámoslo. ¿Tú has venido leyendo a Zambra? Leí uno: Bonsái. Ese libro es preliterario. La literatura ahí no ha ocurrido todavía.
Desde ahí en adelante nos parece que, a pesar de sus temas y registros, hay marcas constantes: un lenguaje sencillo, por así decirlo, que intenta dar cuenta de ideas más complejas, logrando involucrar al lector. Como en Formas de volver a casa, por ejemplo… … Sí, lo leí también. Dicen que ese libro se trata de la Dictadura. ¿Me están hueveando?
¿Y por qué no? Efectivamente son los ochenta, desde la mirada de un cabro chico, en Maipú. Ese argumento conectó con toda una generación que vivió su infancia en dictadura. No, no, no. No sé. A ver, entiendo que detrás de todo esto hay algunos signos, como, por ejemplo, que la ficción en sí misma estaría superada, como que no se podría creer en la ficción, pero eso no es de ahora, eso viene de Mallarmé para adelante, o de Blanchot, de querer que eso ocurra, de que no exista la ficción, de que la novela no sea una obra de arte, que sea otra cosa. Todos los que quieren eso son gente sin talento. Y dicen “no, es que yo no escribo novelas”… entonces no la llames novela, llámala de otra manera, llámala apunte, diario de vida, cuadernito de caligrafía, pero no la llames novela.
Hay una división clara de aguas entonces para ti entre lo que es y no es una novela. ¿Pero ustedes dirían que Zambra es novelista?
No nos parecen ya tan puras hoy esas definiciones… … Entonces, de qué estamos hablando. No, pero supuestamente, ya no existe la novela. La ficción está en bancarrota.
Pero sí creemos que ha escrito novelas. Cambian las formas también, ¿no? Existe la novela, ¿no? Ya, entonces, lo que se ha tratado de exponer es que no existe una cosa que se llama novela. Si no existe algo que se llama novela, perfecto, entonces no le pongas ese nombre a ni una huevada. Ni lo mío es novela, ni lo de ese es novela.
Para que pase esto, el rumor siquiera de la muerte de la novela, ¿no tiene que haber cambiado un poco el país también, el lector, el espíritu de la época? Cambian los tiempos. Entonces, el estructuralismo antihumanista trata de convencernos de todas estas cosas: el cómic, las series. O sea, esos son los principales enemigos del libro. Y el posestructuralismo para qué decir, con su incorporación de toda forma de relato, de todas las narraciones y la huevada. Fuck. Para que exista la novela hace falta que haya personas muy fuertes y yo sé que hoy día estoy escribiendo en Chile para dos mil personas. Pero me da lo mismo. Soy fuerte.
Ahora, ¿no haces una autocrítica, en el sentido de que están estos tres libros tuyos publicados en los noventa, con una recepción muy potente, pero en el dos mil tus libros obtienen críticas bien duras y no parecieran encontrar su espacio ni sus lectores? Es que ahí estos se arman. Llevan a Juan Manuel Vial a La Tercera y empieza a destruirme el libro, él es una especie de empleado del viejo Germán Marín, que es el más tóxico. Si hay una persona en mi vida a la que yo le he quitado mi amistad al poco tiempo y lo he mandado a la puta que lo parió, es a Germán Marín.
Pero Marín fue tu editor. Ese viejo escribe como el pico, por favor. Escribe horrible. Leer a Marín es como asomarse al patio de una maestranza. Todo es feo, huele a felpudo, a frazada, a guatero. Todo es feo. Ese viejo ha llegado a vender cuarenta y siete ejemplares de un título, que los únicos que los leen son ustedes y los de la Diego Portales. Y después comenzó a vender protección, como los gangsters. Él tenía a sus nenes.
Ya, ¿pero tú crees que aún existe la novela? Yo creo que sí. Pero tuve una seria crisis en que casi se me persuadió de que no existía la novela.
La Paulina Flores. Y punto. Le pega una patada en la raja a todo el resto. Le creo las cosas porque adentro de su escritura hay movimiento. O sea, el personaje baja la escalera, sale a la calle y cuando sale a la calle se cruza con alguien y después sube de nuevo y dice algo. Ya, eso, mínimo, ¿o es mucho pedir?
¿Cómo fue eso? No pareces del tipo de persona que cambia de ideas. Toda la crítica de Bolaño quería persuadirnos de que no existía la novela. Yo me polaricé cuando la Adriana Valdés dijo: “Ah, nació un genio”. Entonces yo voy a la novela de Zambra y me digo: “La Adriana Valdés es tan tonta como yo pensaba”.
Discrepamos, pero avancemos. ¿Los detectives salvajes es una novela? Una novela, sí; rara, pero sí.
¿Rara en el sentido del montaje o entra en otra categoría? Porque a esa no le puedes poner en el acápite de las de apuntes. No, claro, pero le sacas cien páginas y sigue siendo lo mismo, ¿o no?
Si a la primera parte de Los detectives salvajes le sacas algo, se cae. Y si a la última parte le sacas, no llegan al desierto, se cae. Hay una linealidad ahí. La segunda parte juega con los saltos temporales, la polifonía y los espacios. ¿Ese juego te parece raro? ¿Pero puede ser una novela aquello a la que le sacas cien páginas y sigue siendo lo mismo y le pones cien páginas y sigue siendo lo mismo?
Estamos hablando entonces de que la novela tiene que tener coherencia absoluta, es una cosa orgánica. Totalmente. La obra tiene unidad, la obra de arte toda. No conozco una obra que no tenga unidad.
Ya, pero pensando en casos canónicos de novela, en Sobre héroes y tumbas tú le puedes sacar todo el “Informe sobre ciegos”. Claro, porque es un apartado.
Pero está dentro de la novela, es parte de la novela, y es posiblemente la mejor parte… Es que se la podrían sacar. Y también se le puede sacar a Anna Karenina todo lo de Levin, ¿no es cierto?
Ya que estamos sacando páginas a diestra y siniestra. ¿A Proust, de los siete tomos, se le podrían sacar unas cuantas paginitas? No.
¿Ni una sola? Ni una. No, a ver, pasa que esta es una cuestión súper técnica. Yo soy muy jamesiano, de Henry James, por varias razones, y no por las que se suponen, pero una de ellas es porque si alguien pensó la novela fue James. Escribió mucho sobre qué es lo que era la novela. Él tiene sus conclusiones, yo tengo las mías. Para mí la novela es tiempo, esa estructura temporal, si no tienes una estructura temporal, digamos, no sabes hacer tiempo, dedícate a otra cosa. La novela como obra de arte, James es el primero en decirlo. El escritor es un artista, procede como un artista, sus decisiones son artísticas, el resultado es artístico, debe serlo, no puede ser otra cosa que artístico, y en ese sentido tiene que ser potente, tiene que tener fuerza interna, no puede eludir aquello a lo que está enfrentado. Yo no puedo escribir una novela para no contar, para hacerme el huevón con cosas a la que la novela me obliga. Si no quiero contar, no escribo novelas, si quiero hacer apuntitos, no escribo novelas. Hace falta fuerza interior para escribir una novela.
¿Y ya no queda de eso? Nadie más la tiene. Ahora hay autoficciones, no ficciones, metaficciones. Paja.
¿Para ti la novela está en una estatura superior? Muy alta, muy alta. O sea, tú siempre estás en el campamento 1 y tienes la meta allá y si no la miras así, estás cagado. Ponte un delantal y te vas a hacer esos merenguitos que hace Zambra y los espolvoreas con azúcar flor. A eso le falta un mínimo de energía, de sangre, de visión, de todo.
Hablando en términos de estilo, ¿cómo se traduce formalmente, a nivel de recursos y procedimientos en el plano de la escritura, esta visión tuya de la novela? El novelista es observador. Se quiere decir que el novelista observa más que el resto, por lo tanto, el novelista tiene que de alguna forma gastar más tiempo en observar que el resto. Mientras el resto trabaja, el novelista observa. Lo que nos importa del novelista es su mirada básicamente, es cómo mira, la calidad de su observación.
¿Es una clase de observación particular? Claro, debe ser particular. Mientras el realismo, por decirlo de cierto modo, nos dice: “estamos de acuerdo en que esta cosa es así, los banqueros son así, los milicos son así, las moscas son así, que las peluqueras son asá”, el novelista va más allá de eso, de ese acuerdo o consenso de cómo es la cosa. No es un notario, digamos, para hacerse cargo del sentido común de la sociedad en ningún caso. Y no se trata de decir aquello que la cosa es, eso es insuficiente. El escritor escribe de aquello que la cosa se supone que es.
¿Esto es lo que Henry James expone cuando hace la diferencia entre “decir y mostrar”? Más o menos. El tell dice la cosa como es: “ella era muy bonita y trabajaba”. El show, nos muestra a una chica que está en el campo con un vestido así, con el pelo asá, la muestra, no nos dice nada si es bonita o no, nosotros debemos verla bonita. La gran novela es la que hace, no la que dice. La cosa debe ocurrir.
¿Qué significa eso? Es lo único que nos interesa: que la cosa ocurra. Movimiento, movimiento, movimiento. En la primera escena de La muerte de Iván Ilich, una vez que ha muerto Iván, llegan los deudos a la casa y suben por la escalera, mientras otros bajan por la escalera, unos vienen y otros van, ese movimiento, ese pequeño movimiento de la casa de un deudo, de la casa de alguien que ha muerto recién –unos entran, otros salen, unos que están medio agitados, otros que lo echan de menos, otros que están felices, otros que no están felices– esa sensación de movimiento de que hay mucha gente en un salón, es totalmente maravillosa. Nosotros lo leemos como si fuera lo más natural del mundo, pero cuesta un mundo hacerlo como escritor. Entonces, escribir bien qué es: ¿produjiste movimiento?, ¿produjiste que la cosa ocurriera, que la cosa exista? Sí, bien, chapeau!
¿Algún libro chileno del dos mil en adelante que logre dar con ese movimiento que a ti te interesa? La Paulina Flores. Y punto. Le pega una patada en la raja a todo el resto. Le creo las cosas porque adentro de su escritura hay movimiento. O sea, el personaje baja la escalera, sale a la calle y cuando sale a la calle se cruza con alguien y después sube de nuevo y dice algo. Ya, eso, mínimo, ¿o es mucho pedir?
Jaguar. Conversaciones con narradores chilenos 1990-2019, José Tomás Labarthe y Cristián Rau, Ediciones UDP, 2021, 304 páginas, $19.000.
Ricardo Piglia vivió en muchas ciudades: Adrogué, Mar del Plata, La Plata y Buenos Aires. También hizo clases en Princeton. Y durante años su vida consistió en un permanente ir y venir entre la capital argentina y esa pequeña localidad norteamericana; pasaba seis meses en una y los siguientes seis en la otra. “Ricardo Piglia era un bicho de ciudad, como se suele decir”, dijo Alan Pauls durante su charla “La ciudad de Piglia”, la cual ofreció el pasado jueves en el marco del ciclo “La ciudad y las palabras”, actividad organizada por el Doctorado en Arquitectura y Estudios Urbanos de la UC. “Si uno recorre los lugares decisivos de su biografía va a comprobar que son siempre lugares urbanos. Cada vez que Piglia habla en las distintas etapas de su vida, habla siempre desde una ciudad. Y habla siempre poniendo de manifiesto la ciudad, es decir, el espacio urbano desde el cual habla. Es muy raro leer algo escrito por Piglia que de algún modo no refiera, explícita o implícitamente, al contexto en el cual esa palabra se formula”.
Transmitida mediante streaming por el canal de YouTube del Doctorado en Arquitectura de la UC, Pauls comenzó su charla recordando que fue el propio Ricardo Piglia quien inauguró el ciclo “La ciudad y las palabras” en 2007. “Me gusta mucho que me hayan llamado esta vez para hablar de Ricardo Piglia y su relación con la ciudad, porque no es casual que él hubiera sido quien inauguró el ciclo”, comentó el escritor argentino, quien por su parte ha participado en diversas ocasiones en esta actividad. “Se me hace muy difícil imaginar a un escritor más pertinente que él para un programa dedicado a reflexionar sobre la relación entre cultura y ciudad”.
Pauls recordó la temporada en que fue vecino de Piglia en Princeton. Ambos coincidieron el 2009 en el departamento de literatura y vivieron en la misma calle, uno enfrente del otro. Aquella fue la oportunidad en que Pauls pudo observar desde cerca el proceso de trabajo del autor de Plata quemada. “Lo vi en su salsa de profesor. Lo vi en esa especie de ensimismamiento intelectual que inducen esos mundos paralelos de la academia norteamericana, de los que Princeton es quizás uno de los más exquisitos. Piglia nunca ocultó todo lo que esa experiencia en Princeton le dio, lo que recogió de esos 20 años de enseñanza. Pero tampoco disimulaba, y de eso tuve yo pruebas personales, la ansiedad con que esperaba el momento en que invertiría ese capital acumulado en el único lugar donde realmente lo entusiasmaba invertirlo, que era Buenos Aires”.
‘Hay que hablar un poco del prodigio que es Los diarios de Emilio Renzi, que fue un texto ya mítico mucho antes de haber sido publicado, en parte por obra del mismo Piglia, que se ocupó con bastante sigilo pero también con bastante persistencia en anunciarlo como una obra muy importante dentro de su propia obra literaria, incluso a veces se ocupó de anunciarlo como si fuera la verdadera obra de su carrera literaria’, comentó el autor de El pasado.
Según el testimonio de Pauls, Piglia fue afinando durante años un estilo de vida con el que abordaba la escritura en una dinámica de dos fases: de encierro y estudio mientras permanecía en Princeton y de expansión y despliegue cuando volvía a Buenos Aires. “Esa estrategia de vida cobró una forma definida en Princeton, pero no nace realmente allí (…) Es un modo de vida que desde el principio giró en torno a un proyecto único, absorbente y completamente exclusivo: ser un escritor. Yo creo que el caso de Piglia en ese sentido es bastante excepcional, en el sentido de que él no solo descubre muy pronto que quiere escribir, lo declara a los 14 o 15 años, sino que muy pronto también hace todo lo que está a su alcance para serlo”. En esa búsqueda la ciudad se vuelve un horizonte natural; “vivir para escritor para Piglia es vivir en una ciudad. No hay alternativa. Vivir como escritor en una ciudad es siempre participar de ese doble movimiento de contracción y expansión, de ensimismamiento y apertura: estar solo, encerrado; perderse en la ciudad. Esa lógica doble define de algún modo la vida de escritor según Piglia”.
Pero qué es tener una vida de escritor, cómo es posible materializarla, qué condiciones exige y a qué sacrificios obliga, se preguntó Pauls. Y para él las respuestas a esas interrogantes se encuentran en la última obra publicada por Piglia, en los tres volúmenes de Los diarios de Emilio Renzi. Esta obra fue producto de la edición que hizo el autor de los más de 300 cuadernos que acumuló durante su vida. Ese ejercicio de autorevisión de la propia existencia tuvo como fin precisamente entender la naturaleza del escritor. “Hay que hablar un poco del prodigio que es Los diarios de Emilio Renzi, que fue un texto ya mítico mucho antes de haber sido publicado, en parte por obra del mismo Piglia, que se ocupó con bastante sigilo pero también con bastante persistencia en anunciarlo como una obra muy importante dentro de su propia obra literaria, incluso a veces se ocupó de anunciarlo como si fuera la verdadera obra de su carrera literaria”, comentó el autor de El pasado.
“A qué viene Ricardo Piglia a la gran ciudad esa es un poco la pregunta que contestan los diarios. Básicamente la respuesta sería, por paradójico que parezca, que Piglia viene a la ciudad a estar solo (…) Hay una especie de pulsión robinsoniana del joven Piglia que llega a Buenos Aires. Pero hay que pensar en esta soledad como en un medio de producción. Estar solo y estar encerrado es la condición de posibilidad número uno de una práctica de escritor. Para que el escritor escriba tiene que estar encerrado y solo. Es el costado ascético, casi monacal, de la forma de vida del escritor tal como la concibe Piglia”.
‘A fines de los 60 se mantiene apartado del boom de la literatura latinoamericana; de Cortázar, que es la gran moda en Buenos Aires; de Borges, que es el padre indefectible; de la retórica de la izquierda; de los escritores dandis. Es como si de algún modo Piglia persiguiera’, opinó Pauls, ‘una especie de delirio de distinción, como si quisiera a toda costa distinguirse de todo lo que se le presenta como una opción posible y constituirse como el outsider, el que está afuera’.
El autor, como señala en sus diarios, se mudaba compulsivamente, iba de una pieza de hotel a otra, internándose en nuevos barrios que mantenían renovado su interés en la ciudad. E incluso buscó a conciencia la escasez material. Piglia trataba de andar con poco dinero y le gustaban los lugares baratos. Cuando todo se puede comprar, decía, se acaban los enigmas. “La idea de vivir en hoteles, de mudarse a menudo es solidaria también con la idea de preservar cierta pobreza. Proteger de algún modo cierto estado de necesidad. Incluso cultivar el estado de necesidad (…) para de algún modo obligarse a ponerse en movimiento, o sea aquí no tener dinero no es una fatalidad, no es una condena (…), no tener dinero es prácticamente una estrategia, es una experiencia que el escritor emprende, un experimento que ejecuta sobre sí mismo y que está ligado indisolublemente a la relación que establece con el espacio donde se mueve”, señaló Pauls.
Por otro lado, Piglia también se interesó en encarnar la figura del “indiferente”. “La ciudad le permite ser de algún modo un outsider (…) siempre predicó, por lo menos para sí, la posición de indiferencia como la posición literaria justa. Hay una serie de figuras que Piglia describe y narra en los diarios, muchas veces con admiración, que son subjetividades que tienen que ver con la radicalidad, con la subversión, figuras como la del hombre clandestino (…). Piglia tiene dos amigos que protagonizan muchas entradas de sus diarios que son delincuentes cuyas vidas dobles, diurnas y nocturnas, parece admirar (…). Pero lo interesante es que se reserva para sí la figura del indiferente. Es decir, toma la posición del que puede observar a estas figuras y de algún modo narrarlas”.
Mantenerse apartado, al margen, fue una constante en su vida. “A fines de los 60 se mantiene apartado del boom de la literatura latinoamericana; de Cortázar, que es la gran moda en Buenos Aires; de Borges, que es el padre indefectible; de la retórica de la izquierda; de los escritores dandis. Es como si de algún modo Piglia persiguiera”, opinó Pauls, “una especie de delirio de distinción, como si quisiera a toda costa distinguirse de todo lo que se le presenta como una opción posible y constituirse como el outsider, el que está afuera. Esa posición solo es posible en una ciudad como Buenos Aires”.
Hace ya algunos años me invitaron a participar como ponente en un congreso de literatura sobre César Aira. Acepté de inmediato, pues pese a poseer tantas novelas cortas suyas (no suele practicar otro género), tenía yo la culpa de no haber leído ninguna, siendo como soy admirador de su Diccionario de autores latinoamericanos (2001), obra cumbre en su género y como todo lo suyo, obra rara, rarísima, en su simplicidad: aparenta ser solo un fichero y es un sintético ejercicio de comprensión de la literatura hispanoamericana, extravagante viniendo del endogámico Buenos Aires. Así que me hice rodear de los delgados volúmenes de sus novelas, confiado en que su carácter menudo me permitiría leer la mayoría en pocos meses. Solo logré hacerlo con algunas y por fortuna, o el congreso dedicado al narrador argentino se canceló, o la invitación me fue sigilosamente retirada.
Lo más preocupante es que de sus pocas novelas leídas no tenía opinión. Ni buena ni mala y cuando ello me sucede tiendo a pensar en que ello se debe más que a la banalidad del autor (y Aira no lo es, como trataré de explicarlo, aunque sea un ingenio especialista en la expresión narrativa de lo pueril) sino a una falta mía, la de no haberlo entendido. Finalmente, creo haberlo logrado por razones que Aira acaso comprenda (los críticos escribimos para dos clases de autores imaginarios, los que podrían leernos o aquellos quienes definitivamente no lo harán).
Dado que Aira es un autor asumidamente experimental, a estas alturas un viejo vanguardista, escéptico de la correlación causa/efecto entre “cambiar la vida/transformar el mundo” gracias a la literatura, pero aún militante contra la novela tradicional que se sirve de un “seguro temático” que el editor es susceptible de contratar, comprenderá que un lector en falta, como yo, necesitaba de hacerse de una poética, a la usanza, ya sea de Nicolas Boileau o de Raymond Roussel, para entrar en un mundo ilusoriamente fácil. Obtuve ese instrumento gracias a Continuación de ideas diversas (2014), reunión de pensamientos donde el propio Aira medita sobre su método. Después, me llegaron los que parecen ser sus cuentos completos (El cerebro musical, 2017), cuya reseña emprenderé después, como secuela de esta.
Como he dicho, Aira no ha renunciado ni a su reputación de vanguardista ni a sus años en aquellas ruidosas facultades. Aunque no puede sino ser ambiguo frente a la novela tradicional: añora como un tiempo perdido a la escrita en su edad de oro (¿cuándo y cómo, con qué libro o en qué fecha, habrá terminado para él?), pero confiesa no soportar las novelas actuales en ese caduco registro ni ninguna escrita, por jóvenes, en tiempo presente (aunque indulta, gracias a su relación con el cine, a la presentánea Marguerite Duras, más guionista que novelista, dice).
Poniendo las confesiones sobre la mesa, aquí están las mías: nunca he leído por el hecho de serlo una novela policíaca ni lo haré nunca (aunque naturalmente me he topado, más o menos inadvertente, con magníficas ficciones donde se cometen crímenes), detesto el jazz (amado si no por él, sí por alguno de sus personajes) y encuentro a Aira alarmantemente sordo, por una declaración contenida en Continuación de ideas diversas: “La escultura, por su tridimensionalidad, es como la realidad. Todas las artes aspiran a la tridimensionalidad… Todas las artes aspiran a la condición de la escultura”.
No puede sino ser ambiguo frente a la novela tradicional: añora como un tiempo perdido a la escrita en su edad de oro (¿cuándo y cómo, con qué libro o en qué fecha, habrá terminado para él?), pero confiesa no soportar las novelas actuales en ese caduco registro ni ninguna escrita, por jóvenes, en tiempo presente (aunque indulta, gracias a su relación con el cine, a la presentánea Marguerite Duras, más guionista que novelista, dice).
Difiero por completo y me alarma, insisto, diferir. Que me perdonen Fidias, Alexander Calder, Auguste Rodin y hasta Miguel Ángel pero de todas las artes la menor es la escultura, justamente por ser tangible y tridimensional. Nada más ajeno al espíritu clásico-romántico de la música, el arte mayor, que la escultura; encuentro difícil que Honoré de Balzac o James Joyce o Igor Stravinsky aspirasen a esos tangibles artefactos, bronces, mármoles, móviles o mazacotes. Para escapar de lo tridimensional se compone música, se pinta o se escriben novelas. Pero dejemos a Aira con esa declaración, un tanto vasareliana, no sé si propia o impropia de su carácter, para agregar una tercera confesión: a mí me fueron prohibidas, en nombre de una noción estrecha y frankfurturiana (o esnob, tan solo) de la alta cultura, de niño, las tiras cómicas. Cuando en la adolescencia me enfrenté a la biblioteca de Alejandro Jodorowsky y vi las fantásticas novelas gráficas belgas o italianas, entendí de lo que me había perdido, pero ya era tarde. Pero ello no me impide entender que un Aira haya pasado directamente de Superman a Borges y que ese tránsito, no solo suyo, sea muy propio de la fase vanguardista de la modernidad literaria.
En todas sus ficciones –y supongo que por eso gusta o disgusta– ha sido fiel a ese doble patrocinio. Cuando se ufana, en este mismo libro, de haber comprendido perfectamente la significación del Pierre Menard borgesiano, tiene la razón. Asumido admirador de Marcel Duchamp y de Roussel, entiende Aira que a fin de cuentas la copia y el original son metafísicamente lo mismo para un moderno (o posmoderno): “un pastiche es indistinguible del artículo genuino que, a su modo, de rebote, siempre será un pastiche”. Ello no lo ha hecho un escritor pastichero gracias, precisamente, a su segunda obediencia, la proveniente del cómic. En sus novelas lo disparatado y lo pueril, el golpe de efecto salido de la nada, ese ucase, viene del mundo de los superhéroes o de tiras infantiles argentinas que desconozco, pero cuyo correlato para un niño mexicano de mi generación deben ser La familia Burrón, Snoopy, del gusto de e.e. cummings, y hasta la marcoaureliana Mafalda. Además, entre el cómic y Borges, Aira coloca un objeto de transición: las novelitas comerciales de vaqueros de un tal Marcial Lafuente Estefanía, que leía su padre en Coronel Pringles, su tierra nativa.
Desde ese recuadro, su batalla contra el realismo es del todo lógica: “no es que lo fantástico no tenga límites: se los pone lo verosímil, que ahí es más implacable que en el realismo”. Ocurre que a Aira lo verosímil le tiene sin cuidado y por ello en uno de los cuentos de El cerebro musical, la imagen de La Gioconda, la pintura en sí, desaparece del lienzo porque las gotitas de pintura que la componen decidieron escapar atravesando el vidrio blindado que la protege en el museo del Louvre. “Lo fantástico se agota en su formulación, y mucha descripción y comentario o acumulación de detalles lo hace menos creíble”, asevera.
Aunque algunas de sus novelas lo son, dudaría en calificar a Aira como un escritor fantástico, como tampoco lo es, propiamente hablando, Borges, su maestro (es más maestro suyo que de muchos, lo cual no es necesariamente bueno). Ambos son escritores argumentales o más bien, Aira tradujo una de las posibilidades implícitas en Borges: “El relato se deseca en esquema de relato, en cerebración de relato”.
Así que Continuación de ideas diversas, de César Aira, equivale al póstumo Cómo escribí algunos libros míos (1935), de Roussel.
II
Necesitado de una poética, César Aira la ha escrito al mismo tiempo que redacta sus cuentos y novelas. Casi cualquier intervención (como se dice ahora) suya en el terreno del ensayo (el género que permanece, según él, más fatalmente atado al procedimiento clásico capaz de armonizar al proceso con su resultado), toma la forma de una explicación no pedida al autor, que como ocurría con algunos poemas de Gerardo Deniz, lejos de banalizar, enriquece el texto, desorientando a un lector acaso muy cómodo en la supuesta oscuridad. Alguien esperando una película que no se proyecta. En su notable introducción de 1999 a Alejandra Pizarnik, transcripción de cuatro conferencias sobre la poeta argentina, Aira asume que, desde el surrealismo, el resultado de la obra literaria se absorbe en el proceso utilizado para consumarla. Por ello, la calidad –en términos tradicionales– pasó a segundo término y por ello, también, no pocas de las muchísimas novelas cortas firmadas por él son asumidamente “malas”, pueriles, incompletas, porque son experimentos y todo experimento, dice el autor de El cerebro musical (2017), está condenado a fracasar. En Un episodio en la vida del pintor viajero (2000), uno de sus libros más celebrados, el heroico artista Rugendas no teme a las chapucerías (que históricamente, aunque el pintor no podía saberlo, preceden al impresionismo), porque estas, como las de Aira o la de los surrealistas, sus santos patronos, son calculadas, como lo fue, paradójica, la escritura automática.
En sus novelas lo disparatado y lo pueril, el golpe de efecto salido de la nada, ese ucase, viene del mundo de los superhéroes o de tiras infantiles argentinas que desconozco, pero cuyo correlato para un niño mexicano de mi generación deben ser La familia Burrón, Snoopy, del gusto de e.e. cummings, y hasta la marcoaureliana Mafalda.
A diferencia de Octavio Paz, quien en una carta a Roger Caillois acabó por condenar a Breton por haber confundido la poesía con la actividad poética, Aira (Coronel Pringles, 1949) piensa que sin esa confusión no hay vanguardia, aunque el narrador argentino observe cada “proceso” o procedimiento vanguardista, como irrepetible por naturaleza. Esa no-repetición caracteriza a cada novela o cuento suyo, de estos últimos solo reseñaré tres de los reunidos en El cerebro musical, transparentes en cuanto al método de Aira.
El primero se titula “En el café” y pinta a una niña vivaracha, de “tres o cuatro años”, que corre entre las mesas de una cafetería, ante la complacencia de su madre, recogiendo una verdadera colección de papirolas, es decir, figuras manufacturadas con servilletas por los benevolentes parroquianos. Cada uno de sus obsequiosos y fugaces amigos le va dando a la niña una papirola aún más sofisticada que la anterior aunque el destino de esta producción en serie sea la casi inmediata destrucción de cada una en manos de la infanta, ante la sonrisa de los parroquianos, pues era la “intención” lo que contaba en el regalo “fugaz”.
El cuento muestra en el espejo, con alguna probabilidad, la obra toda de Aira. Papirolas inimitables y originales, que sueñan con autodestruirse muy poco después de ser creadas, artefactos inútiles y engañosamente perecederos para ser fieles a la ley de la conservación de la materia, porque –nada se destruye, todo se transforma– y así la niña se hace de un avioncito, una silueta de tutú, una gallina, un payasito en cuyo rostro quedaba impresa una mancha de lápiz labial a modo de rostro, una taza de café, un elaboradísimo barco, una figura tuerta que resulta ser Potemkin, “príncipe de Taurís, favorito de la emperatriz Catalina”, todo ello comentado, mientras narra, por el autor del cuento.
A esta ilustración del método de Aira, le sigue, entre mis ejemplos, “El todo que surca la nada”. Al narrador, visitante rutinario del gimnasio local, le sorprende la eterna conversación entre dos amas de casa, a las cuales, a veces atentamente, a veces no, siempre escucha, espasmódico y pasmado. Del trato pueril, doméstico, entre ambas damas, muy estridentes y desconsideradas, le llama la atención al chismoso cómo alternan banalidades sin fin con noticias alarmantes soltadas a la mitad de cualquier conversación, al estilo de “mi marido tiene cáncer”…
En este punto, sin dar la razón de por qué, Aira le ordena al narrador –su amor por la enumeración caótica implica un control absoluto sobre sus procedimientos, sin conceder nada al efluvio lírico, porque para este postsurrealista el yo es doblemente odioso– cambiar de tema y dejamos atrás a las señoras trascendentes/intrascendentes para entrar en el tenebroso mundo de los taxis bonaerenses, donde está prohibido transportar plantas pero no animales: “Cada tanto, en realidad con relativa frecuencia, aparece en los diarios la noticia de que un taxista honesto ha encontrado olvidado en su vehículo un maletín con cien mil dólares, y se lo ha devuelto a su dueño, al cual ha localizado con mayor o menor esfuerzo”.
Aunque algunas de sus novelas lo son, dudaría en calificar a Aira como un escritor fantástico, como tampoco lo es, propiamente hablando, Borges, su maestro (es más maestro suyo que de muchos, lo cual no es necesariamente bueno). Ambos son escritores argumentales o más bien, Aira tradujo una de las posibilidades implícitas en Borges: ‘El relato se deseca en esquema de relato, en cerebración de relato’.
Este “clásico de la información” le sirve a Aira, discípulo de Raymond Queneau, para darle juego a su gusto por el cálculo mental y la ociosidad aritmética, preguntándose cuántos taxistas hay en Buenos Aires y cuántos pasajeros viajan desaprensivos con un maletín lleno de dólares y cuántos de ellos cometen la salvajada de olvidarlos.
¿Dónde quedaron las conversadoras cuya historia se nos ofrece interrumpida a la mitad de “El todo que surca la nada”? Aira parece decirnos que cada procedimiento literario es una papirola y cada “historia”, intercambiable, no solo es autodescriptiva sino autodestructiva, lo cual lo lleva a concluir su cuento con una confesión solipsista: “todo lo que pasa por literatura por el mundo […] cae como un castillo de naipes, como una ilusión juvenil o un error. La literatura comienza cuando uno se ha vuelto literatura…”.
De los tres ejemplos escogidos, el tercero, “Duchamp en México”, es el cuento más didáctico. “De turista en México”, se lamenta el narrador en primera persona, quien como Aira es fanático de Duchamp. Primero por azar y luego por maníaca devoción, dedica toda su estadía a comprar el mismo ejemplar de “un libro de arte sobre Duchamp”, calculando las pérdidas y ganancias que le ofrecen las pequeñas variaciones en el precio de cada nuevo tomo adquirido. “No me hago ilusiones con la posteridad”, va concluyendo el obseso, “no creo que esta fábula del libro único y múltiple de Duchamp tenga un valor especial. Pero sí creo en el valor supremo de lo primero, del gesto original”.
El cerebro musical comprueba que acaso nadie como Aira se ha arriesgado con tanta eficacia en el problema de los límites de las viejas y de las nuevas vanguardias para la literatura.
III
Prosigo mi lectura. Una vez examinado El cerebro musical, suerte de cuentos completos que me animaron a ensayar una introducción general a su método, doy con la más reciente –en aparecer en México porque en la Argentina se imprimió en 2013– de sus novelas cortas. Se trata de El testamento del Mago Tenor (2018) y de inmediato la comparo con alguna de las otras que he leído. Tiene escasa relación con ese enrevesado relato del viaje por la Pampa realizado por Aira en su primera novela (probablemente la mejor, Emma, la cautiva, del remoto 1981) ni con esa otra joya, Un episodio en la vida del pintor viajero, que tan bien viste. Es ajena a Losdospayasos (1995), un fallido ejercicio beckettiano y a Lavilla (2001), una concesión a la novela miserabilista, una coda a Los olvidados buñuelianos. Acaso solo temáticamente El testamento del Mago Tenor se asemeja a El pequeño monje budista (2005), donde a la manera de Ian McEwan, en El placer del viajero (1991), una pareja de turistas son engatusados, eróticamente en ese caso, en una Venecia cuyo nombre no se pronuncia. De Cómo me hice monja (1993), tan equívocamente célebre, preferiría hablar otro día, lo mismo que de mi preferida, Varamo (2002).
Aira asume que, desde el surrealismo, el resultado de la obra literaria se absorbe en el proceso utilizado para consumarla. Por ello, la calidad –en términos tradicionales– pasó a segundo término y por ello, también, no pocas de las muchísimas novelas cortas firmadas por él son asumidamente ‘malas’, pueriles, incompletas, porque son experimentos y todo experimento, dice el autor de El cerebro musical (2017), está condenado a fracasar.
En El pequeño monje budista se asoma otra vez el principio aritmético tan caro al narrador argentino. Si en “Duchamp en México” importan las variaciones en el precio de ejemplares idénticos, comprados por el protagónico coleccionista, en El pequeño monje budista la realidad queda regida por la disminución en la estatura de los hospitalarios monjes, que va cerrando el universo de los inadvertentes –por curiosos– turistas franceses. En Aira todo es suma y resta; rehúye la multiplicación. Ajeno a lo geométrico –lo cual hubiera intrigado a su maestro Queneau– por ello desdeña el procedimiento de las muñecas chinas que engrandece (alguien diría, “que engorda”) la novela. Podría decirse, a la ligera, que en El pequeño monje budista impera una trampa que convierte a los intrusos en reos de la isla de la fantasía; es otra la broma, literariamente más linajuda, sugerida en El testamento del Mago Tenor.
La pregunta, que sabe a acertijo, es bastante famosa y yo mismo la he citado alguna vez. Motivó El mandarín (1880), de Eça de Queirós, gracias al vizconde de Chateaubriand, quien en El genio del cristianismo (1802) se sirve del motivo. Es Eça quien resume, agregando “el botón”, facilidad técnica ausente en el dicho del vizconde: “Si a usted le bastara para convertirse en un rico heredero, con matar a un hombre que nunca hubiese visto, del que nunca hubiese oído hablar, que viviese en el último confín de la China, y que para eliminarlo solo bastara tocar una campanita o apretar un botón… ¿Quién de nosotros no mataría al mandarín?”.
El Mago Tenor se está muriendo en su retiro suizo y desde allí decide heredarle al Buda Eterno, habitante de un valle en la precordillera del Punyab, “el sobre lacrado que contenía el material de uso de su inesperada herencia”, no otra cosa que el regalo –no venta ni préstamo como es usual entre magos, se nos informa– del más querido de sus trucos. Para ello, un intermediario, llamado Jean Ball, deberá viajar hasta Bombay y aún más lejos, para cumplir con una encomienda que causará desbarajustes trascendentales cuyo desenlace, según Aira, solo le corresponde saberlo al lector, condenado a roer “una sola vértebra narrativa”.
Si toda la escritura de Aira suele ser parafrástica, el orientalismo de El testamento del Mago Tenor es una hermosa y sutil parodia de Pierre Loti, tanto como Emma, la cautiva, tenía el sabor no solo de Sarmiento sino de Euclides Da Cuhna. Aira –y por ello es uno de los ingenios mayores de nuestra prosa– modula la suya según lo que va a escribir, lo cual es hasta cierto punto contra natura. Como en el box, obliga al cuerpo a hacer un movimiento contrario a su naturaleza. Así, contrariado, Aira deriva la entrega del sobre lacrado a Jean Ball y El testamento del Mago Tenor pasa de ser la novela del mensaje a la novela del mensajero, individuo que acabará por descifrar su destino leyendo –habitualmente no lee nada el caballero– dos materiales bien distintos: la documentación académica que le dejó una pasajera amante india, desertora de la Sorbona, junto a una novela popular producto del culto multitudinario recibido, en la India, por el propio Buda Eterno.
Un poco como dicta el fantasmón de Melquíades en Cien años de soledad –la comparación quizá ofusque a Aira–, tenemos un Jean Ball, transfigurado en un Djinn Bowl, leyendo en tiempo real el desenlace de su destino. ¿Y el mandarín ejecutado? Fantaseo, colgado del puente de mis lecturas, con un Aira, quien desdeñoso de la teología moral del hipotético asesinato que intrigaba a Chateaubriand, pudo haber escrito otra versión del crimen perfecto, concentrándose no en el homicida invisible ni en el sorpresivo muerto, sino en la invención de un improbable –también para Eça de Queirós– mensajero. Este, a su vez se vuelve víctima de un drama cien veces milenario –donde los avatares de las diosas hacen de las suyas– que solo puede ocurrir en ese delirante basurero cósmico el cual es, en la imaginación punzante y lúdica de Aira, aquello etiquetado como “la India Antigua”. Tal pareciese que César Aira ha enlistado los numerosos temas trascendentes de la novela moderna y para cada uno de ellos ha destilado un antídoto.
2017/2018
Ateos, esnobs y otras ruinas, Christopher Domínguez Michael, Ediciones UDP, 2020, 394 páginas, $21.000.
Algunos libros recomendados:
El cerebro musical, Literatura Random House, 2017, 280 páginas, $21.000.
Continuación de ideas diversas, Ediciones UDP, 2014, 88 páginas, $7.500.
El testamento del Mago Tenor, Ediciones Era, 2018, 108 páginas, $23.000.
Evasión y otros ensayos, Literatura Random House, 2018, 128 páginas, $12.000.
Ema, la cautiva, Literatura Random House, 2016, 180 páginas, $20.000.
Cómo me hice monja, Ediciones Era, 2018, 102 páginas, $17.000.
La liebre, Ediciones Era, 2018, 271 páginas, $21.000.
Sobre el arte contemporáneo, Literatura Random House, 2016, 112 páginas, $8.000.
Entre los muchos proyectos o ideas que nunca llegó a realizar, Susan Sontag alguna vez pensó escribir un libro sobre el cuerpo. Sería, anotó en sus diarios, algo así como un intrincado desnudamiento rastreando cada hueso, músculo y órgano. No era una idea tan extraña, pues la corporalidad fue un interés constante: escribió sobre el sufrimiento físico, la pasión sexual, la enfermedad crónica, la tortura. Pero el cuerpo (especialmente el suyo) fue también motivo de incomodidad e incluso angustia: había en ella, anotó más de alguna vez, una infelicidad por no poder mediar la experiencia de los sentidos y la reflexión. “Siempre me ha gustado fingir que mi cuerpo no está ahí”, escribió. Toda su vida, su falta de atención a mínimos cuidados personales (no bañarse, no saber que le iba a llegar la regla, no dormir), sumió en la perplejidad a quienes la trataban.
¿Cómo habría sido ese libro?, ¿qué habría escrito sobre las piernas o la cabeza? Sontag confesó que sus piernas le avergonzaban y que creía tener una gran cabeza reflexiva. Si no fue famosa por aquellas, sí lo fue por su inteligencia. Al principio, generaba curiosidad lo que tenía dentro de ella (ideas que bullían y luego se derramaban en ensayos), pero pronto también importó el exterior, célebremente la raya blanca en su cabellera negra, con algo de cinematográfica novia de Frankenstein.
Ahora podemos mirar su cabeza desde dentro —qué pensaba, qué temía, qué amaba— y desde fuera —qué pensaban otros de ella, qué temían o amaban en ella— gracias a la acuciosa labor de su biógrafo, Benjamin Moser, quien ha tenido acceso a sus archivos y no solo a la parte pública, sino también a la que permanece con reserva hasta el 2054, abriendo una ventana dentro de su cráneo, sin dejar de observarlo desde fuera. Sontag fue “un complemento de su peinado”, dice Moser, y se da el trabajo de conversar con el peluquero que dejó el famoso mechón al teñirla cuando el tratamiento para su primer cáncer la encaneció totalmente. Ahora, no solo de su cabeza se ocupa Moser. Le ha tomado siete años, cerca de 600 personas entrevistadas y más de 800 páginas, realizar este acabado retrato de una de las figuras icónicas de la cultura estadounidense y mundial del siglo XX.
Juego de máscaras
No es exagerado llamar “ícono” a Sontag. Aunque cuando escribió sobre la fotografía protestó contra la superficialidad en el uso de las imágenes, ella misma llegó a ser una, y estuvo dispuesta a venderla como un producto: el año 2000 permitió que Annie Leibovitz, su pareja de entonces, la fotografiara para un anuncio de vodka Absolut.
‘Cuanto más personal era el tema, más enérgicamente ella se esforzaba por reformularlo intelectualmente’, dice Moser. Sontag habría procurado mantener su vida íntima casi totalmente fuera de sus escritos: en La enfermedad como metáfora escribió sobre el cáncer sin revelar su propia experiencia cancerosa; en El sida y sus metáforas, escribió sobre la homosexualidad sin revelar la suya.
Pero tan crucial como la imagen es la autoimagen. Una y otra las moldeó Sontag con inflexible voluntad, como una metamorfosis de sí misma. Eso la obsesionaba: “Solo me interesan las personas que participan en un proyecto de autotransformación”, escribió. La suya comenzó temprano: luego de la muerte de su padre cuando tenía cinco años, una infancia solitaria y una madre alcohólica, a los 11, la tímida y enfermiza Sue Rosenblatt tornó en Susan Sontag, tras el nuevo matrimonio materno. De ahí en adelante, se forjó con materiales que no siempre dominó del todo: su inteligencia, su sexualidad, su ambición, su prestigio, sus relaciones sociales, sus libros.
Decía el escritor Philip Lopate, quien la conoció más tarde, que una de las cosas que le fascinaba de Sontag era que adoptaba una máscara tras otra —la crítica de arte, la polemista política, la novelista, la corresponsal de guerra— para expresar las variantes de su personalidad, pero insistiendo siempre en una rígida división entre su vida y su obra, aunque inevitablemente sus escritos terminaban siendo una forma de autoconocimiento, autosanación e incluso autoconsuelo.
Benjamin Moser también supone que vida y obra no pueden separarse. Las entremezcla inteligente y, por lo general, convincentemente, aunque quizá exagera en la consideración biográfica de su obra. Es común criticar la ficción de Sontag; Moser la celebra y suele leerla en clave biográfica, desde sus novelas tempranas y experimentales hasta las tardías y superventas, percibiendo incluso falta de sinceridad (una de sus acusaciones reiteradas) en el cuento “Peregrinación”, porque la visita juvenil de la autora a Thomas Mann de sus diarios no coincide del todo con el relato publicado, percibiendo un drama disimulado de su sexualidad, otra de sus recurrencias interpretativas.
Antes de cumplir los 18 tuvo relaciones sexuales con 36 personas, hombre y mujeres. Lo sabemos porque escribió una lista, presagio tanto de la promiscuidad de las próximas décadas, como del carácter finalmente cerebral de sus relaciones: Moser refiere que estas aventuras sexuales eran un intento de enseñarse a sí misma la heterosexualidad, lo que nunca logró. El reproche más constante del biógrafo es que Sontag ocultó su homosexualidad.
Al vincular estrechamente las preocupaciones teóricas o narrativas de Sontag con su vida personal, él cree exponer lo que ella quería oscurecer. “Cuanto más personal era el tema, más enérgicamente ella se esforzaba por reformularlo intelectualmente”, dice Moser. Sontag habría procurado mantener su vida íntima casi totalmente fuera de sus escritos: en La enfermedad como metáfora escribió sobre el cáncer sin revelar su propia experiencia cancerosa; en El sida y sus metáforas, escribió sobre la homosexualidad sin revelar la suya.
Celebridad, cerebralidad
En el derrotero intelectual de Sontag, Moser rastrea a una niña brillantemente precoz: aprendió a leer a los tres años, tras una secundaria retraída, ingresó a la universidad a los 15 (se trasladó a Chicago porque encontró mundano Berkeley). Se casó a los 17 con uno de sus profesores, el sociólogo Philip Rieff, dando luego a luz a un hijo y un libro (Moser afirma que fue ella la autora del libro más famoso de Rieff: Freud, la mente de un moralista, 1959). Marchó a Harvard y a la filosofía. Morton White la trató entonces y sostuvo (A Philosopher’s Story, 1999) que si ella hubiera continuado en sus estudios filosóficos, habría tenido la misma prominencia que en la crítica. Fue becada a Oxford, Inglaterra, donde quedó impresionada por Hart y Austin (no por Berlin), pasó mucho frío (pijamas debajo de la ropa) y finalmente decidió marcharse a París. En Francia conoció intelectuales, leyó filosofía y literatura, fue mucho al cine. Después de un año, regresó a los Estados Unidos para divorciarse y luchar por su hijo. También se internó en la escena intelectual de Nueva York y se ganó el respeto con su primera colección de ensayos, Contra la interpretación (1966).
Es cierto que gozaba de cierta fama incluso antes del libro, por su célebre artículo “Notas sobre lo camp”, un concepto mezcla de esteticismo e ironía y el sobrentendido de su uso en las culturas homosexuales. En parte, ese interés cultural tenía que ver con su sexualidad. En sus diarios, alrededor de los 14 años se dice lesbiana; a los 16, tuvo su primera aventura lésbica y se consideró “renacida”. Antes de cumplir los 18 tuvo relaciones sexuales con 36 personas, hombre y mujeres. Lo sabemos porque escribió una lista, presagio tanto de la promiscuidad de las próximas décadas, como del carácter finalmente cerebral de sus relaciones: Moser refiere que estas aventuras sexuales eran un intento de enseñarse a sí misma la heterosexualidad, lo que nunca logró. El reproche más constante del biógrafo es que Sontag ocultó su homosexualidad.
Como fuere, su presencia y prestigio fue creciendo, lo que era inusual: que alguien pudiera escribir sobre películas de ciencia ficción o lo “camp” y aún así ser tomado en serio intelectualmente. ¿Por qué y cómo se hizo crecientemente famosa y cómo logró mantener esa fama? Sontag disfrutaba del éxito, pero también trabajaba muchísimo, esforzándose por dormir menos: descubrió las anfetaminas como expediente laboral. Su triunfo se debió en diversas proporciones a su agudeza, su originalidad, su laboriosidad y su carisma. También tuvo algo de suerte: en 1962, conoció a Roger Straus, el rico editor de Farrar Straus & Giroux (FSG), quien posibilitó su carrera; y en febrero de 1963 nació, como respuesta a una huelga, The New York Review of Books, baluarte de la intelectualidad radical neoyorquina, que junto con FSG, sería la base sobre la que cimentó su fama. También pudo influir en su ascendiente que, en una época de gran agitación social, ella dio un giro hacia posturas políticamente comprometidas, que incluyeron desde Vietnam hasta la guerra de los Balcanes o la invasión de Irak.
Susan Sontag y su hijo David Rieff.
Quizá su mayor logro fue mantener abierto el ensayismo, desligando la igualación del trabajo intelectual con el académico, presentando mezclas desafiantes de ideas y artes. Si en Contra la interpretación hay escritos sobre cultura popular y de vanguardia, en Estilos radicales (1969) incluyó artículos sobre Vietnam, Cioran o pornografía (literaria) y en Bajo el signo de Saturno (1980), ensayos sobre Walter Benjamin, Barthes o cierta estética fascista. Su libro Sobre la fotografía (1977) se convirtió en uno de aquellos que hacen escuela. En el breve La enfermedad como metáfora (1978) examinaba cómo se hablaba, o no se hablaba, del cáncer, quitándole su aura maligna; intentó hacer lo mismo con el sida, en 1989. Sus novelas El amante del volcán (1992) y En América (1999), a diferencia de las primeras, le dieron premios y lectores.
Tan apasionada en sus rechazos (estuvo contra: la interpretación, la metáfora, la fotografía, el psicologismo) como en sus predilecciones, el poder de su entusiasmo la convirtió en “la difusora más autorizada del mundo”, según Moser. Su admiración por una obra o autor podía sacarlos de la oscuridad y colocarlos bajo los reflectores del estrellato. Así lo hizo, en Estados Unidos, con Canetti, Sebald, Leonid Tsypkin, Danilo Kiš o Bolaño, entre otros. Pero sus amores no solo fueron de índole intelectual.
Amores
Quienes la conocieron joven, la describen muy insegura, lejos de la figura imponente posterior. Aunque desde su divorcio insistió en la necesidad de mantener independencia emocional, también se mostraba aterrorizada ante la soledad: alguna vez le dijo a un amigo que prefería vivir con cualquier persona elegida al azar en un restaurante chino que vivir sola.
Para escapar de la soledad, buscó el amor. Sus relaciones fueron mayormente femeninas. Una de sus primeras amantes (años 50), Harriet Sohmers, fue una aproximación a la cultura vanguardista y una de las razones de viajar a París, donde inició el tortuoso romance con la dramaturga María Irene Fornés (ya en los 60), siempre en relativo secreto. Tres décadas después, la relación con la fotógrafa Annie Leibovitz siguió siendo oculta, insistía en que solo eran amigas.
Quizá su mayor logro fue mantener abierto el ensayismo, desligando la igualación del trabajo intelectual con el académico, presentando mezclas desafiantes de ideas y artes. Si en Contra la interpretación hay escritos sobre cultura popular y de vanguardia, en Estilos radicales (1969) incluyó artículos sobre Vietnam, Cioran o pornografía (literaria).
Esa historia de amor, la más larga de su vida, sería profundamente asimétrica. Leibovitz, enriquecida por su trabajo y asignaciones comerciales, fue su benefactora, le ofreció comodidades y subsidios: el uso de limusinas y vuelos de primera clase, contrató a un chef para que le cocinara y le compró un departamento en París. Un contador estimó que en sus 15 años juntas, Leibovitz gastó alrededor de ocho millones de dólares en Sontag. A cambio, Sontag negó enérgicamente que fueran pareja y se acostumbró a llamarla estúpida o a reprenderle sus vacíos culturales en público. Moser percibe este desequilibrio en toda la vida amorosa de Sontag: la alternancia entre el deseo de dominar y la necesidad de sufrir. Según él, sería recurrente en sus relaciones románticas el desprecio: ya como despreciada (apasionada por mujeres que la trataron cruelmente) o despreciadora, tratando cruelmente a quienes la amaban. Así, puede verse un patrón: Fornés (desdeñosa), Eva Kollisch (desdeñada), Carlotta del Pezzo (desdeñosa), Nicole Stéphane (desdeñada), Lucinda Childs (desdeñosa), Leibovitz (desdeñada)…
Cuando Sontag empezó a moverse en círculos de lesbianismo exclusivo europeo de herederas y artistas, conoció, en 1969, a Carlotta del Pezzo, duquesa de Caianello, surgiendo una pasión cuyo fin derrumbó a Sontag (unido al suicidio de su amiga Susan Taubes). En las altas esferas del cine —Sontag fue cinéfila y cineasta— conoció a la heredera Rothschild Nicole Stéphane, quien la cuidó con una solicitud que nunca antes tuvo; por el cine conoció a la bailarina y coreógrafa Lucinda Childs, otra de sus pasiones más intensas. A Leibovitz la conoció en 1989, cuando necesitaba fotos para un libro.
Su debilidad por someterse a “superiores” quizá explique algunas de sus relaciones con hombres “poderosos” o famosos, que alimentan el necesario y siempre bienvenido apartado de chismes del libro: sus aventuras con el pintor Jasper Johns o el actor Warren Beatty; su amorío (de al menos una noche) con el político Robert Kennedy. Otros romances masculinos: en Oxford, el más tarde destacado político inglés Bernard Donoughue; el consejero político Richard Goodwin (“la persona más fea con la que me he acostado”); también se acostó con su editor, Roger Straus y con Jacob Taubes, el heterodoxo erudito de la teología política, quien era el esposo de su mejor amiga. Probablemente los hombres que más la marcaron fueron el artista homosexual Paul Thek —le dedicó Contra la interpretación— y el poeta ruso Joseph Brodsky, exiliado a Estados Unidos: se enamoró al conocerlo, quizá por la arrogancia a veces cruel de Brodsky.
El poder de su entusiasmo la convirtió en ‘la difusora más autorizada del mundo’, según Moser. Su admiración por una obra o autor podía sacarlos de la oscuridad y colocarlos bajo los reflectores del estrellato. Así lo hizo, en Estados Unidos, con Canetti, Sebald, Leonid Tsypkin, Danilo Kiš o Bolaño, entre otros. Pero sus amores no solo fueron de índole intelectual.
Tal vez su mayor amor fue el maternal: David Rieff, su hijo, con quien mantendría una relación tirante, nació cuando ella tenía 19 años. Como madre incurrió en las mismas distancias que sufrió como hija; si ella casi no veía a su madre, su hijo podría reprocharle lo mismo: siendo muy pequeño, ella se marchó a estudiar a Europa. Más tarde, solía dejarlo durmiendo para salir o al cuidado de amigos; adulto, lo impuso como su editor en FSG, tensionando más su ya tensa relación; cuando él tuvo una amenaza de cáncer, ella se fue de viaje a Italia. Con todo, la cuestión no es sencilla, apunta Moser. Sontag era descuidada con su hijo, pero también estaba obsesionada con él.
Los prismas de la fama
En los 80 era tal la fama de Sontag que Woody Allen la incluyó en su falso documental Zelig (1983): ella en Venecia, ofreciendo comentarios sobre ese “camaleón humano” que aparecía en todas partes y se transformaba en cualquier cosa.
También ella camaleónica, firme convencida de la transformación personal, no temió contradecirse. En una entrevista (no mencionada por Moser), Wendy Lesser (Threepenny Review, 1981) le preguntó por los desacuerdos consigo misma; respondió que la aliviaba poder decir siempre algo más. “En realidad no es un desacuerdo, es más como girar un prisma para ver algo desde otro punto de vista”.
Esos prismas pudieron aplicarse a su compromiso político. Con Vietnam, la políticamente indiferente Sontag, tomó posturas izquierdistas (como los círculos en que se movía). Del fuerte procomunismo en los 60 y parte de los 70, pasó (quizá por Brodsky) a alejarse de ese entusiasmo y defender e incluso refugiar a disidentes del comunismo, llamándolo “fascismo con rostro humano”, olvidando sus jactancias previas. Se convirtió en una voz “liberal”, atacando ecuménicamente a radicales de derecha e izquierda, defendiendo causas como la libertad de expresión y la oposición al fanatismo.
Otros cambios fueron menos amplios, pero más indicativos de su carácter. Así, sobre la cineasta favorita de Hitler, Leni Riefenstahl, a quien en los 60 había defendido (“Sobre el estilo”, en Contra la interpretación) y que demolió en 1975 (“Fascinante fascismo”, en Bajo el signo de Saturno). Este artículo la llevó a un debate sobre feminismo con la poeta y activista lesbiana Adrienne Rich, quien la acusó de no integrar el feminismo a sus obras. Sontag respondió que existían otros objetivos e identidades. La polémica terminó al parecer ardorosamente en la cama (algo que Moser no menciona, sí la reciente biografía de Rich de Hilary Holladay).
Si su compromiso no llegó a que se declarase homosexual durante la crisis del sida (y los activistas homosexuales no entendieron por qué elegía ocultarse), algo similar le reprocharon las feministas. No pudo ser miedo: elegida presidenta del PEN Club estadounidense, enfrentó la fatwa contra Salman Rushdie valerosamente.
Si su compromiso no llegó a que se declarase homosexual durante la crisis del sida (y los activistas homosexuales no entendieron por qué elegía ocultarse), algo similar le reprocharon las feministas. No pudo ser miedo: elegida presidenta del PEN Club estadounidense, enfrentó la fatwa contra Salman Rushdie valerosamente, como lo hizo con una de sus causas más importantes: cuando Yugoslavia comenzó a desmoronarse, y las divisiones se convirtieron en guerra, ella viajó en 1993, la primera de sus 11 visitas; dirigió Esperando a Godot, de Beckett en una ciudad sitiada. Pudo ser testigo de un interés constante en su vida: las formas en que se inflige y representa el dolor. Durante los años del asedio, la vida de Sontag fue inseparable de Bosnia y siguió estándola, incluso de manera algo cómica, como cuando recordó (según Terry Castle) cómo eludía disparos de francotiradores en medio de tiendas exclusivas de California.
En 2001, el derrumbe de las Torres Gemelas en Nueva York, lo vio desde un hotel en Berlín; se opuso a que se viera el apoyo al gobierno estadounidense como un deber patriótico. Dos años después, una fotografía con soldados estadounidenses torturando presos en Irak, la impulsó a escribir una última vez sobre el dolor de los demás, dolor que ella misma fue capaz de causar en sus cercanos.
El dolor de los demás y el propio
La relación conflictiva con la fama fue cada vez mayor. La suya crecería a expensas de su vida privada. Entre 1980 y 1992 produciría solo un libro breve: empezó y abandonó varios; se deprimió tanto que consideró el suicidio. Antes de conocer a Leibovitz, la ansiedad por el dinero la llevó a tener un agente (Wylie), lo que hirió a Roger Straus, quien había publicado todos sus poco rentables libros y pagado anticipos por libros que nunca escribió. Como su fama, creció su presencia prácticamente despótica en la escena cultural neoyorquina. Si había sido insensible y egoísta, su trato (o maltrato) alcanzaría entonces proporciones legendarias. Cada vez más insultante, muchos amigos la abandonaron.
Causó dolor a otros y soportó el propio. Convencida de los poderes de la voluntad, siempre ignoró los mensajes del cuerpo. Si en 1975 le descubrieron un cáncer mamario que significó cirugía invasiva, varias operaciones y años de quimioterapia (sus amigos adinerados recaudaron fondos), para la reaparición del cáncer en 1988 como sarcoma uterino, el tratamiento fue una histerectomía seguida de radiación y bombardeo químico. En 2003 se le diagnosticó cáncer de sangre: decidió un doloroso trasplante de médula ósea, que fracasó. Mientras se estaba muriendo, Leibovitz documentaba su agonía en una serie de fotografías que causaron escándalo. Sus últimos dos días de vida solo mencionó a tres personas: su madre, Brodsky y su hijo. Murió en diciembre de 2004. Su hijo pensó que su cuerpo —aquel motivo de angustia y de reflexión— podía ser enterrado en Sarajevo, pero decidió hacerlo en París.
Sontag. Vida y obra, Benjamin Moser, Anagrama, 2020, 825 páginas, $18.200.
Por lo menos es Violeta Parra, dices al escuchar a los de arriba cantar “Gracias a la vida que me ha dado tanto”. Otras veces han sido bachatas, rancheras y rock progresivo. Decidimos soportarlo, no llamar a los pacos. Sería algo muy cobarde de nuestra parte. Son los únicos vecinos de nuestra edad. Asumimos que nosotros, los que acabamos de tener un hijo, debemos entenderlos a ellos. Antes de reproducirnos también nos gustaba el karaoke.
El problema es que en realidad no cantan, aúllan. Y, además de que me despiertan las pocas veces que logro conciliar el sueño, tengo que perdonarles que me recuerden a gritos que ya no puedo permitirme un desmadre así.
Estaba soñando que iba en una montaña rusa, con los ojos cerrados. O estaba ciega. No sé bien. Sentía el vértigo de subir por el riel, con la mandíbula apretada. Adivinaba que lo próximo sería una caída libre. Al parecer grité fuerte porque me tomaste la mano.
Es cosa de respirar profundo. De acostumbrarse al ruido, dices. Que la guagua también se acostumbre. Porque el mundo no es un lugar silencioso. Y es bonito que se familiarice con las letras de la Violeta. Así de a poco va absorbiendo lo importante.
Hablas de nuestro hijo como si fuera una esponja. Una esponja de mar. Todo va en cámara lenta. Las voces parecen distorsionadas. Como si estuviéramos bajo el agua. Aunque el cuerpo me pesa. Estoy en blanco. ¿Tendrán memoria las esponjas? Gracias a la vida que me ha dado tanto. Con cada estrofa se despierta un poco más mi instinto asesino. Porque me duele todo. Todo. El niño mamando en la oscuridad es un pequeño vampiro. Lleva días así. Pegado a mi piel. Absorbiendo. Absorbiendo. Molusco pegado a la roca. No se da cuenta de que me vuelo de fiebre, de que me arde el contacto de su boca sobre la carne abierta de mis pezones. Su saliva es la sal en mi herida. Quiero que todo esto sea solo un mal sueño. Dormirme hasta que camine, hable y coma solo.
La oscuridad de la pieza se vuelve cada vez más densa. Ahora distingo incluso distintas tonalidades en las sombras. Te pido que prendas una luz y te niegas. Quieres que los niños del barrio piensen que salimos. Afuera se les escucha decir “dulce o truco”, igual que en las películas dobladas al castellano. Somos como esos animales que se hacen los muertos para que no les pase nada. Nuestra casa es una tumba. Nuestra casa es una tumba. Tarareo como si fuera la letra de una canción pegajosa. Luego murmuro argumentos para convencerte de ir a dar la cara. Lo peor que podría pasar es que estalle un huevo podrido contra la ventana. O que dejen un chicle pegado en el timbre. Pero tú insistes en mantenernos a oscuras para no tener que dar explicaciones. Te pregunto por qué no aprovechaste de comprar dulces cuando saliste en busca de pañales. Respondes que dónde se ha visto lo de celebrar Halloween.
Entonces me veo pedaleando con los nudillos helados frente a las fachadas de las casas de Brooklyn, mirando las calabazas que estaban ya empezando a descomponerse, pero mantenían sus dibujos iluminados desde dentro. Carcajadas insolentes. Murciélagos. Brujas volando sobre sus escobas. Ahora esa vida y esa ciudad están muy lejos. Como un sueño que no puedo recordar bien.
Sentimos de nuevo golpes en la puerta. No digo nada. Insistes que fue bueno no comprar dulces, porque seguro terminaría comiéndomelos yo. Leíste en una página de crianza consciente que todo se transmite a través de la leche materna. Que el azúcar es diez veces más adictivo que la cocaína. Y queremos evitar que sea un vicioso ¿verdad?
Lo cierto es que tú y yo fuimos bastante tóxicos esos años en que el cerebro está desarrollando toda su potencia. Cada uno por su lado pasó fines de semana tomando pisco barato y pastillas de origen incierto. Intentaba pasar todo el día en la calle. Y la noche. Y aquí estoy ahora, soy una madre que quiere que todos se queden por fin callados.
Me dan tres escalofríos seguidos. Te pido que me tapes los pies, que me hables de cualquier cosa. Esta noche de los muertos tengo más miedo que antes. A la muerte misma y a los virus que podríamos contagiarnos. Hay tantas cosas feas circulando por el aire. Lloro bajito, sin poder aguantarme. Sé que te aterra que esté deprimida y que desconozca al ser que engendramos. Llamas a escondidas a la doctora. Ella dice que es normal que después de unas semanas de parir venga la fiebre. “Es una manera que tiene el organismo para entender la metamorfosis radical que significa dar a luz”. Claro, si mi cuerpo se partió en dos para abrir paso a ese otro cuerpo que chupa, chupa, chupa, mi sangre convertida en leche. Un ser que es todavía como un órgano mío. Que no termina de salir de mí. Que necesito siempre cerca, aunque me aplaste con su ínfimo peso.
Vuelves del baño con un analgésico que me trago de mala gana. Luego tomo melisa. Hierbabuena. Manzanilla. Debo hidratarme, digo. Debo calmarme, dices. El pequeño vampiro respira con toda la caja torácica y los ojos entrecerrados. Su corazón late tan rápido que da vértigo. Cierro los ojos y me saluda un ejército de seres sin cara. Amenazan con llevarme a una fosa donde todo es muy estrecho y no cabe mi cuerpo adolorido. Les digo que no. Que no me voy con ellos. Aunque tampoco tienen dedos, se toman de las manos y se transforman en un nudo que me aprieta hasta que me falta el aire y grito fuerte.
Me pones una mano en la cabeza. Dices que todo está bien. Que tome un poco más de agüita. Después nos haces cariño por turnos. Hasta que la pastilla al fin hace efecto. Ya no me duele todo. Pero tampoco puedo dormir. Ahora los vecinos cantan a todo pulmón “Cuéntame una historia original”. La cantamos también, acordándonos de que coincidimos en algunas fiestas. Te confieso que muchas veces quise hablarte, pero nunca me atreví. Parecías siempre enojado. No te sacabas tu polera de Bad Religion. Te gustaba andar con un crucifijo tachado y al revés. Yo tenía el pelo teñido con anilina azul. ¿Qué tipo de disfraz va a elegir nuestra criatura cuando crezca? Me gustaría ver a los niños que esta noche desfilan vestidos de monstruos por nuestro barrio. Te digo que quiero salir a la esquina. Dices que estoy loca, que tengo que descansar. Te pregunto si de verdad nunca has celebrado la noche de los muertos.
Enciendes la linterna de tu teléfono y te iluminas la cara, como si estuviéramos en un campamento. Me siento en la cama apoyada en un cerro de almohadas. El niño duerme sobre mi pecho, cosido a mí.
Es una historia que ya conozco. Fui esa noche a la misma fiesta, en una casa enorme, del barrio alto. Había que disfrazarse y yo me puse un vestido negro hasta el suelo. Nadie captó que intenté disfrazarme de Morticia. Ningún disfraz estaba demasiado logrado. Parecía más bien una fiesta gótica. Bailé con mis amigas un disco entero de The Cure. Tú estabas en el patio, tomando ron cerca de la piscina. Hasta que a un par de amigos tuyos les pareció divertido abrir una puerta escondida entre los arbustos del patio. Resultó que esa puerta protegía una caja de alta tensión. Se electrocutaron al instante. Salieron disparados varios metros hacia atrás. Uno murió ahí mismo. El otro se quemó gran parte del cuerpo. Su polola se puso a gritar como loca y salimos a ver qué había pasado. Se encendieron los regadores automáticos y nadie sabía cómo apagarlos. Estuvimos mirando el cadáver, que humeaba sobre el pasto, hasta que llegó la ambulancia y nos fuimos todos de la fiesta, bajando por las calles, mirando las mansiones en silencio.
Después pasó un tiempo largo en que no nos encontramos. Ambos supimos que la novia del que murió salía por las noches a escribir su nombre con spray en los muros de las casas de ese mismo barrio deprimente. Que la llevaron detenida los de seguridad ciudadana un par de veces, y a ella le daba lo mismo. Que le contaba, a quien quisiera escucharla, que el fantasma de su ex se le aparecía en la mitad de la noche y se daban besos hasta el amanecer.
¿Cómo será darse besos por horas con un fantasma? Trato de recordar otro cuento parecido. Me gusta la idea de pasar la noche contándonos historias con la luz apagada. Pero suena el timbre y apagas la linterna. Veo manchitas de luz flotando a mi alrededor. Pienso en prender velas, invocar a nuestros muertos, pedir su protección. Porque te aterrorizas más de la cuenta. Como si fueran militares que vienen a detenernos. Me dices que es mejor no movernos. No hacer nada. Resistir en la penumbra.
Suena el timbre de nuevo. Esta vez con insistencia. El pequeño vampiro despierta, me mira con sus ojos húmedos, gime bajito. Necesita sujetarse con fuerza, que le confirme que estoy aquí, que respiro, que somos parte de un mismo mar de cosas.
—¡Dulce o travesura! Abre la puerta conchetumare, sabemos que hay alguien ahí.
El niño lloriquea y le ofrezco el pezón derecho irritadísimo. Vuelve a succionar con fuerza. La canción de arriba acaba. Surge un silencio. Sabemos que será muy breve. Entonces me cuentas en susurros una historia que ya he escuchado antes pero que sé que necesitas repetir, a ver si logras exorcizarla. Eres capaz de describir cómo los milicos se llevaron a tu papá con tanto detalle que es como si lo hubieras visto todo. Lo sacaron de la casa en medio de la noche. Tu mamá no pudo hacer nada más que suplicar que tuvieran piedad porque estaba embarazada. Pero no hubo caso. Eran unos pendejos fuera de sí. Se notaba que estaban durísimos de coca. Después de registrar toda la casa, de burlarse de las fotos, de los cuadros, de la decoración, y de manosear a tu mamá que no paraba de llorar, se lo llevaron con los ojos vendados. Ahora nadie sabe dónde están sus restos. Pero sí que lo torturaron hasta que no pudo más. Que, aunque lo quemaron en una parrilla eléctrica, no lograron quebrarlo. Eso te llena de orgullo, pero también te duele. Quisieras que hubiera salido vivo de ahí.
No necesitamos contarnos historias de terror. Todos estamos muertos de miedo. Y mi susurro se interrumpe con otro grito que me sobresalta.
—¡Abre la puerta conchetumare! Creíh que somos giles.
Me quedo muy quieta, protegiendo al niño con mis manos. Tú te asomas por la ventana y dices que saltaron nuestra reja insignificante y están en el antejardín. Llevan la cara tapada con máscaras.
Te digo que ahora sí llames a la policía. Niegas con la cabeza. Son unos pendejos jugando a ser malos, respondes intentando sonar seguro, convincente. Pero puedo sentir el miedo adherido en tus palabras y flotando entre nosotros como una presencia.
Justo cuando los vecinos se ponen a cantar “Thriller” de Michael Jackson, se escuchan golpes en la puerta de entrada. Te asomas de nuevo y dices que están escondidos entre los arbustos. Y tienen algo en las manos. Un palo. Una piedra. Tal vez un arma blanca o algún tipo de arma hechiza, quién sabe. Estás muy nervioso, dices que te mueres por prender un cigarro. Te paras y te sientas de la cama. Buscas algo con que defendernos. Golpean con fuerza la puerta otra vez y vuelven a esconderse.
—Dulce o truco. Dulce o muerte.
Nuestro hijo se mueve inquieto. Lo conecto al otro pezón. Me acuerdo de unos chocolates que nos regaló mi mamá después del parto y te digo que se los entregues para que se vayan de una vez por todas. Buscamos bajo la cama, y ahí están, medio abiertos, medio aplastados. Juntas ánimo y sales a ofrecérselos. “Es importante alimentar a nuestros demonios”, me repito a mí misma en un mantra improvisado. Los vecinos no son nuestros enemigos, le susurro a la criatura que se despega de mí, respira profundo y se estira en la sábana.
Me concentro en sus ronquidos suaves y cierro los ojos al sentirte entrar de nuevo a la pieza en puntillas. Te pido que te saques la ropa y te acuestes a mi lado. Estoy segura de que si dormimos lo suficiente mañana nos sentiremos bien. Y podremos levantarnos para ir a dejar flores al Cementerio General.
Es lo que hay, Begoña Ugalde, Alfaguara, 2021, 171 páginas, $14.000.
Angelote, amor mío, ayer cuando contemplé tu rostro espolvoreado de arroz, tu rostro de payaso angelical, lívido dentro del ataúd, no tuve ánimo para nada. Menos todavía para llorar a tus pies, Jacinto, mi vida, menos todavía… Con ojos atentos tu parentela seguía cada uno de mis pasos. Una vez más apareció la mentira, el engaño, la hipocresía de todos ellos limpiando sus lágrimas con pañuelitos de seda. Pero a ti, que el sentido de la historia te pasó por la entrepierna, ¿qué más daba? Ahora eres Angelón de retablo, eres un poco de historia en la ciudad. Pero ya no eres el aguijón que fuiste, Demonio de Ángel. Pues has resultado traidor a pesar tuyo. A causa de eso no pude depositar unas violetas a tus pies. Ni unos nardos que ornamentaran tu frente en mi recuerdo. Ni una rosa que manchara tu vestido de novia. Ni una pobre azucena. Después, todo ocurrió de otra manera. Ángel con arreboles de puta, me da pena que esté penando tu pene en manos de la Petrona. Demonio que has perdido definitivamente tu trompeta. ¿Qué más te daba? Un ángel se rompió en mil pedazos al nacer tu desdicha, un ángel guardián de tu pobre infancia. Yo sé que entonces alimentabas tu curiosidad palpando el ojo moreno de un adolescente, el anillo encantado, allí donde más tarde habrías de repasar día a día tu lengua maligna. Arcángel anal, ojo de Dios persignando tus vicios. ¿Qué más te daba? Has sido la Diabla en los abismos de la Alameda en esas noches donde aparece un hombre muerto a puntapiés, en el invierno de esta ciudad conventual. Has sido máquina de cardar tu lana sodomita, tu lengua mordaz en mi cuerpo. Ahora, en cambio eres Ángel de luz, ángel de tercera, pues navegas suavemente entre ores de seda como las novias de Chagall, mientras tu funeral prosigue con ritmo de adoración. No, Angelote, no fui capaz de poner esas violetas a tus pies. Demasiada gente sollozando, repitiendo sin cesar, que mejor era así. Mejor que fueras bestia, pero no pecador. ¿Por qué disimular, si toda tu vida no has sido más que un motivo de escándalo para ellos? ¿Por qué inquietarse, si nunca tendrán el valor suficiente para vomitar sobre tu tumba? Por más que quieran hacer de ti un Ángel, un San Sebastián o lo que sea, no lo lograrán jamás. Pienso que ganaste la partida, aunque no es así. El viejo Castañeda, cuyo cinismo era bien conocido en el vestíbulo del hotel Majestic, comentó a mi lado: “Pobre Jacinto, era maricón, pero un maricón con mucha clase. Eso nos hace falta para diferenciarnos de los otros, mucha clase en todo…”.
Pero al advertir la mirada desafiante de tu hermana, prefirió guardar sus comentarios acomodándose un monóculo en sus ojos diminutos. Pasó un ángel tropezando, brevemente, con esa luz grisácea que iluminaba el salón. De repente estalló un resplandor lunar: los relojes musicales, las condecoraciones en el interior de un chinero, los pescados de plata encima de la mesa, los libros empastados en cuero estallaron a su vez con el paso de aquel ángel de luz a través de los cristales. Parecía tu cuerpo un inventario de baratijas, un inventario de fantasías que Petrona ha decorado con determinación de cocinera. Recostado entre lunas de papel cromado, tenías una ridícula actitud de espera, esperando esa santidad que únicamente el amor de la Petrona ha sabido ofrecerte. Demonio de Ángel, has muerto como debías morir, pervirtiendo colegiales en un cine de barrio. Retazo de Ángel, has muerto vomitando sangre sobre el regazo de un adolescente. ¿Buscabas a Dios en el pantalón mugriento de quien te apuñaló? No puedo creer, Angelote, pues la idea de Dios era la única idea que no podías perdonar a los hombres.
Ayer vi tu rostro angelical en la mitad del ataúd, confundiéndose en la penumbra del salón con todos esos santos demasiado bellos para ser santos. Demasiado insolentes, agresivos en sus marcos de pan de oro, como la numismática de tus parientes: eran más Demonios que Santos. Destripaban tu funeral con ojos de codicia. Deliraban asaltando tus propiedades a cada instante. Rostros complacientes lujuriosos que parecían brotar del interior de una catedral. De la Compañía bañada en oro, tu compañía pervirtiéndose mediante dudosos artificios. Un arcángel mostraba su sexo a punto de reventar: acólito como yo en noches de hambruna. Del pecho de un San Sebastián se abrían cavernas, recintos sangrantes donde acomodar un falo, donde repasar una piedra pómez, donde inventar el dedo a Dios luego de cada espasmo de placer que yo recibía con tu gracia divina. Demonio de Ángel, has convertido tu muerte en una santería trivial, sodomita empedernido en París o Río de Janeiro, patrono de las tinieblas, has hecho de tu vida una reliquia de vicios. ¿Qué más te da, si desde las repisas los santos te vigilan con lágrimas vidriosas? ¿Qué más te da, si estás muerto? Ah, la vida no puede ser solo recuerdos. Pero desde el paraíso de mis recuerdos, esos santos aparecen vagamente recortados en la oscuridad. Aparece entre la niebla el rostro de un ángel exterminador, dominando los sueños de tu infancia. Desaparece con la bruma el rostro de una virgen prudente, mientras tú estás a punto de derramar con premura de niño maldito el fruto de tu placer. Aparece en sueños el rostro de un efebo que alguna vez te cautivara con su hermosura. Desaparecen en el recuerdo ciertos rostros bailando al compás de las sombras en el carnaval de los espejos. De golpe apareces tú, Ángel violador, tú que nunca lograste penetrar en los recovecos de la miseria ya que siempre hubo un amorcillo hambriento, un querubín desolado que te flagelara, que mi pene por ando entrara y empujase con furia tu ojo vital, tu estrella de anís en tu ano lunar, tu rosa de los vientos con aromas de pedos, tu brújula pidiendo, exigiendo, clamando a gritos por una torre mayor en los atrios de los conventos, en los baños públicos, en los zaguanes húmedos del centro, en los parques, en las escribanías, en esos hoteluchos que sin duda frecuentabas portando bastón, sombrero y bufanda de seda blanca para resguardarte de las miradas indiscretas.
Angelote, amor mío, te han engañado. Pues así te querían ver tus parientes. Reducido a ser el mascarón seráfico de un catafalco. Por fin respirarán esos diplomáticos panzones que frecuentaban tu casa, esos ministros enloquecidos por la alquimia del poder, esos señorones de blasón y brillantina que tú tanto abominabas. Respirarán satisfechos los periodistas. Ya no causarás más escándalos. Ya no serás el vicioso de San Juan en noches de lluvia. Ya no podrás sublevarte, ni aullar ante el retrato de tu madre. Respirarán aliviados tus deudos. Angelote, amor mío, estás muerto. Pero yo jamás olvidaré el magnético olor de tu semen perlando el rostro de los santos como si fueran lágrimas, al contrario, siempre te estremecerás buscando en mi mano lo más recóndito de ti, dos en uno como las muñecas rusas. Yo prolongaré tu vida con la tempestad de mi orgasmo, Angelote. No morirás en mi recuerdo, ni tampoco te perdonaré jamás. Yo derramaré, con abundancia de carnicero, vapores de sangre sobre tu espalda, buscaré tus muslos en mi soledad amarga, purgarán tus ancas mi venganza cada vez que mis uñas se claven como mariposas en los sueños que acechan y doblegan mi vida actual. Crecerás arqueándote bajo mi cuerpo, crecerá mi rencor al evocar tu pene portentoso, tu abundancia regándose sobre mis textos de anatomía, desoyendo mis inquietudes porque a ti igual te daba si estudiaba o no, si me alcanzaba la plata para la pensión, pero sin duda creceremos juntos, Angelote. Yo soy tu servidor, aunque tus parientes maldigan mi presencia. ¿Qué puedo hacer, Angelote? Ellos solo se merecen mi desprecio. Yo ahora soy un hombre tranquilo, solitario, que fuma en medio de la noche. Soy un hombre cansado que se ha visto obligado a cruzar la ciudad con un ramo de violetas, para rendir homenaje a tu familia. ¿Qué puedo hacer, Angelote? Yo también voy envejeciendo con mis pantuflas rotas, sin una familia que quiera aceptarme tal como soy. Recordar no cuesta nada, ni siquiera una taza de café. Durante todos estos años he ido atesorando una gran variedad de tijeras, navajas de peluquero, pinzas de plata vieja, jeringas de diversos tamaños, tinajas donde abunda la sangraza, sangría suelta envuelta en humores, coágulos de vida, secreciones que se han ido fermentando en los bajos de mi casa. Atesoro a mi lado moscas de carne, moscas de leche, moscas de agua en beneficio de los otros: moscas que zumban de vez en cuando en mi cabeza con pálpitos de muerte tierna. Desgarro cada mañana el mundo con mis manos, con mis tenazas, con mis tijeras: no escucho, no deseo escuchar los gemidos ni el dolor de esas mujeres, aunque a menudo me recuerdan tus gemidos, tus aullidos ante el retrato de tu madre. Doy a luz cadáveres en las tinieblas del sótano, mientras afuera la ciudad se incendia de turquesas. De color rubí sobre el campanario de las iglesias. De amarillos damasco que revientan sobre el cuerpo de los muros…
Debí empezar desde abajo, desde bien abajo. ¿Qué puedo hacer, después de haberte conocido, Angelote? Maldigo la hora en que leí tu anuncio en el periódico: “Se busca secretario joven, medianamente culto, capaz de ordenar una biblioteca”. Debí comenzar desde abajo, ordenando tu vida. Soporté con paciencia de pobretón tus embestidas, tus chantajes a costa de mis estudios, tus lloriqueos de ángel suplicándome perdón. Ahora, doy a luz muñecos gelatinosos que parecen salidos de las llagas de tus santos. Por lo demás, soy tu diario íntimo: la fantasía guarda una verdad que es incompatible con la razón. Pero tu fantasía se limitó a causar estragos, nada más. Acumulabas tantas pretensiones. Soñabas con ponerlo todo en palabras, tú que nunca lograste poner dos palabras juntas sobre el papel, ni trazar una línea, un dibujo que habría sido tu deseo más secreto, puesto que solo sabías trazar, destrozar tu verga voraz sobre mi cuerpo. Ahora tus parientes conspiran contra tu rabia, contra tu falta de memoria. Desafiar al bien fue siempre tu billar, tu ruleta rusa, tu rey de oros. Preferías el desgarramiento a la monotonía que ellos reclamaban para ti. Célebre se hizo tu apartamento en San Juan. Célebres fueron tus pomadas con olor a semen de elefante, tus películas que traías después de cada viaje, tus látigos de soga, tus penes rematados en cornucopia de puerco espín, tus espuelas con las cuales pretendías dominar al mundo, tu inmenso crucifijo donde alternabas el papel de centurión con ese cuadro espantoso del Cristo de las Penurias. Demonio de Ángel, yo pagué el precio de tu ardiente fantasía. Allí pasé a ser lo que soy: un medicucho que explora, día a día, la vagina de tus vírgenes. Desangrar vírgenes ha sido mi ocupación durante años. De tu hermosa Virgen del Quinche, aborreceré cada día más el cuerno sin raíz en el que asienta su castidad. Al diablo con la castidad, pues la castidad la hago yo con mis tenazas. Aborrezco los prostíbulos con olor a sacristía, las iglesias con ambiente de prostíbulo. De tu misteriosa Virgen del Dedo, aborreceré siempre aquel gesto obsceno que parece ocultarse tras las sedas de su manto celestial. De esta Virgen sensual, provocativa, solo me queda la imagen de sus grandes senos ocultando un corazón de vidrio rojo. Un corazón donde tus parientes, año tras año, refriegan tontamente sus penurias. De tu agresiva Virgen de la Ciudad, aborreceré toda mi vida esa capacidad de disolverse como un arcángel en las sombras del callejón más cercano. Reina con alas de cemento durante el día, puta crepuscular que visita los bajos de mi casa a medianoche. Aborrezco a todas estas vírgenes que recorren la ciudad como fantasmas, exhibiendo sus impudicias, disimulando en pan de oro su condena madre. Apenas ha cesado la vida en sus entrañas, cuando ya comienzan a hilar las venas de sus vientres en silencio. No hay perdón, ni solución posible. De todas estas vírgenes, sin embargo, yo bebo la sangre que despiden, alimentando así la avidez de mi sótano con sus pozos pestilentes. De todas estas putas, de todas estas potrancas que habitan los altares de la ciudad, las casas decentes como tú dirías, yo voy acumulando con sabor a muerte las monedas, los billetes, que justifican mi desgracia. Maldigo la hora en que te conocí, Angelote, pues ahí nació mi desgracia. Maldigo tu nefasta influencia, aunque ahora ya sea demasiado tarde. Maldigo el día en que, por primera vez, puse mis manos sobre el vientre de una mujer, puesto que esa mujer pudo haber sido mi madre.
De repente, Angelote, tuve la absoluta certeza del engaño. Certeza que luego se consumaría. Ahora aparecías ante mis ojos como un triste bosquejo de ángel sin contornos, junto a los cirios que alumbraban con resplandor de alas tu ataúd forrado en terciopelo rojo. Ángel marchito en la penumbra, pero espíritu celestial después de todo. Ángel desplumado. Así te anunciabas como lo que nunca fuiste. Te han vencido utilizando a la Petrona. ¿Cómo no darme cuenta del engaño, Angelote? Petrona sin duda ha disminuido tu vanidad repasándote las cejas con carboncillo, poniéndote pétalos de geranio en tus mejillas, añadiendo trozos de espejo a las paredes del ataúd. Polvos de arroz que borran tu pasado. Despedías además un olor a incienso, olíbano o papel de armenia que un brasero lentamente consumía a tus pies. Despedías un olor a muerto fino. Digas tú lo que quieras, no puedo continuar aquí. Borrador de Ángel en tu esplendoroso catafalco, lágrima en mi recuerdo. Comprendí entonces que mis ores carecían de lugar en ese jardín que la Petrona ha sembrado a tu alrededor. Daba mala espina verte así. Daba ganas de soplar aquel aire caliente que rondaba en la habitación como si fuera ceniza. Bosquejo de Ángel mortificado por la piedad de colorete: eso eras, Jacinto mi vida. Daba pena, mucha pena… Para tu parentela ya no serás más el temible Jacinto, ni el niño Jacinto a los ojos de la Petrona, sino que por fin habrás alcanzado un sitio privilegiado en ese paraíso de santos que adornan las paredes de tu casa. Disfrazado, has sido derrotado una vez más. De ahí tu horror por las máscaras. Años atrás ya te había disfrazado tu madre de Pez Doncella, para que bailaras con fragilidad de cristal tallado ante sus invitados de la Rue du Cirque, o en la casa del centro, mientras tú seguías elevándote al compás del piano, al tiempo que escuchabas, muerto de humillación, numerosos aplausos de quienes fingían complacer los deseos de tu madre. Disfrazado durante toda tu infancia, a causa de una hermanita muerta, tú pronto habrías de entender que detrás de cada rostro hay una máscara, un antifaz de padrastro transfigurándose en demonio, un futuro maricón en cada niño. Entonces, ¿qué más te daba profanar el retrato de tu madre? Pues hacía tiempo que tú habías sido profanado. Una noche me dijiste tambaleándote en la escalera: Vamos Julián, vamos a rezar ante la Dolorosa del Colegio. Después de esa jornada, sospeché tu rencor largamente acumulado. Aprendí tantas cosas contigo, Angelote… Aprendí a ser canalla. Recuerdo que dibujabas cuerpos en el aire con tus manos, pero sobre todo querías rezar un momentito…
Pusiste el retrato de tu madre encima del cuadro de la Dolorosa, mientras te arrodillabas con una suplicante actitud, gritándome al mismo tiempo: vamos Julián y entonces te bajaste los pantalones, escupiendo a tu madre que te miraba con ojos cálidos desde la plaza de la Concorde en una vieja, amarillenta fotografía, que decía para mi Jacinto adorado, su dolorosa madre y entonces comenzaron tus rabiosos gemidos. Pedías con voz afiebrada, estertórea, mi vida, escupiendo siempre, lanzando salivazos al retrato de tu madre. Pedías que te consumiera por detrás en dudosa concepción. Pedías que soltara amarras, reclamabas peinando mi pene que te matara. De pronto, cuando seguía arqueando mi cuerpo, mortificando mi faja al cinto de tu estrecho Magallanes, enloquecidos los dos en un abrazo blasfemo, entrando muy lentamente, mientras hundía aún más mi campanilla en tu altísimo campanario, descubrí en los albores de mi agonía que también era la tuya, descubrí tus manos gesticulando, componiendo lágrimas que rodaban como perlas. Rodaron perlas mozas, perlas negras por las mejillas de la Dolorosa. Rodaron esas perlas cumpliéndose el milagro. Después no recuerdo nada. Dejé de pensar un momento. Dejé de ser yo mismo, cuando caíste al suelo, Angelote. Después sufrí varios días el ataque de tus condenadas burlas, llamándome cándido, llamándome milagrero que descubre milagros en estampas de papel. ¿Ocurrió así, Angelote? Contar es una forma de abortar cada mañana palabras, abundantes palabras, si es que las palabras se dejaran abortar con un simple tajo de bisturí. ¿Será cierto, Angelote? A lo mejor mi memoria espejo reproduce mal los acontecimientos, tu rostro beatífico, ahora que ya estás muerto. Tal vez mi memoria imagen avanza como un río siempre en movimiento, sin voluntad para atrapar el paso del agua, no al agua misma con mis manos. ¿Será por eso, Angelote, que mi memoria tiempo envilece, enaltece y finalmente esclaviza tus palabras, tus palabras que no serán más? Yo soy tu servidor, pero no estoy seguro de que seas tú el contador. Contar es una acrobacia que, seguramente, está fuera de mi alcance. ¿Qué más puedo decirte? Angelote, amor mío, ayer al contemplar tu rostro espolvoreado de arroz deposité al fin mis violetas a tus pies, después de tantas horas de espera. Deposité las flores vacilando a cada paso, mientras a mi espalda se deslizaban los criados portando bandejas de plata con aromas de café recién tostado. Al caminar removían a su paso el aire tibio de la habitación. Removían el azúcar con cucharillas de plata antes de servir el café. Entonces tu hermana se apartó del viejo Castañeda, esbozando un rápido, huidizo gesto en el aire. Con pasos menudos vino caminando hasta el ataúd. Dieron las cinco en el reloj de pared. Cantó un gallo en algún patio cercano. Prendió el viejo Castañeda su pipa, cuya fragancia de pinos me recordó a los bosques que crecen en los páramos. Así todo se tornaba humo de espejo que el atardecer llenaba de luto, con olor a incienso venido en remolinos de seda bajo los vestidos, condolencias repetidas a coro. Ángel de humo flotante. Bruma de Ángel que te has disuelto en la memoria de la ciudad. A mi lado estaba tu hermana. Procuraba darme a entender, tras un rebozo que cubría a medias su rostro, entornando altivamente los ojos, que aún subsistían los viejos rencores. Yo seguía representando el peor de los canallas. Luego, adoptando una sospechosa actitud, como si quisiera apartarme del resto de la gente, me entregó sin decir nada un paquete envuelto en papel de seda. ¿Qué podía hacer, Angelote? Decidí salir antes que la noche cayera como un murciélago. Atravesé postigos, portones de madera agrietada con el trajín cotidiano, enrejados cuyo bordado en hierro era similar al recamado, patios con fragancia de limón, corredores largos, profundos, negros como un interminable corredor que la ciudad conformaba ahí afuera. Recibí el viento en mi cara, la llovizna que se desmenuzaba en los tejados, en el pavimento, en los carros que pasaban a mi lado, como un alivio, casi con alegría… Atrás quedas tú, Ángel de humo. Atrás ya eras un poco de recuerdo. Atravesé calles, plazas, avenidas desoladas. Avanzaba sin reflexionar, tomando cualquier callejón en vez de seguir mi ruta ordinaria. Caminaba apresurado como si temiera perder el bus, el último bus, demorándome únicamente ante cada escaparate iluminado, ante el olor de las orinas, palpando a cada momento el paquete en mi bolsillo. Caminaba pegado a los muros, ensuciando mi traje, sospechando que al otro lado de la calle se encontraba el crimen, el ángel asesino que cambiaría el rumbo de mi vida. Penetré en una cantina, pedí una cerveza advirtiendo los ojos de rapiña con que me miraba el camarero. Pedí una tijera, un cuchillo filoso, algo que cortara. Pedí que se callaran los borrachos, que me dejaran tranquilo mientras abría el paquete, mientras veía con horror esa patética carcajada desplomándose, dando un mordisco desarticulado, cayendo con ritmo de maracas tu dentadura en medio de la mesa, tu dentadura riendo a carcajadas durante la caída, acaso durante toda la vida. Pedí alguna vez una sonrisa de niño, un poco de ternura, me encontré a cambio con una carcajada de muerto en las palmas de mis manos.
Pero a ti ¿qué más te da, Angelote, si hasta la risa te quitaron?
Casi de noche, Javier Vásconez, Pre-Textos, 2020, 292 páginas, $23.670.
Alan Moore es famoso por su innovador trabajo en los cómics: Watchmen (1986-87) transformó de manera fundamental la literatura de cómics dominante en la década de los 80, y muchos de los otros títulos de Moore –V de Vendetta (1988-89), Batman, la broma asesina (1988), From Hell (1989-1996) y The League of Extraordinary Gentlemen (iniciada en 1999 y continúa)– se han convertido en hitos culturales. Moore detesta las franquicias empresariales de su obra, e incluso después de terminar su serie ocultista Promethea en 2005, se alejó en gran medida de la narración ilustrada, y pasó la década siguiente elaborando Jerusalén, una enorme narración en prosa (“más larga que la Biblia”, bromea Moore) dividida en tres volúmenes.
Debido a que la novela se desarrolla casi enteramente en el vecindario de Moore en Northampton, Reino Unido, y dado que la narración contiene una multitud de experimentos estilísticos innovadores, muchos críticos han comparado Jerusalén con Ulises y Finnegans Wake. Estas comparaciones son bastante justas –Moore ciertamente ofrece su versión de una epopeya modernista–, pero es aún más adecuado describir Jerusalén como su propio Señor de los anillos: una majestuosa saga en tres volúmenes que se centra en una vasta lucha entre la luz y la oscuridad, incluyendo una búsqueda para destruir un Anillo de Poder maldito que amenaza con el fin del mundo.
El Anillo Único de Jerusalén es el Destructor, un incinerador de basura en forma de toro construido en los Boroughs (en el centro del Northampton de Moore) después de la Primera Guerra Mundial. Aunque este incinerador fue reemplazado por departamentos para personas de bajos ingresos durante la década de 1930, Moore describe su fuerza corrosiva como una que continúa dañando al mundo actual. Desde la perspectiva de Moore, el Destructor es una manifestación tangible de una enfermedad social profunda; representa un colapso catastrófico en las relaciones humanas, así como una tendencia en la planificación urbana (y en la vida cultural occidental, en general) de tratar a las poblaciones desfavorecidas como si fueran problemas a gestionar, antes que como si fueran comunidades vivas.
Durante el “Preludio” de la historia, ambientado en 2005, Michael Warren se despierta después de un accidente en el trabajo para descubrir que ahora puede recordar los extraños detalles de un sueño de infancia. Comparte sus recuerdos recién recuperados del sueño, que incluyen horribles remembranzas del Destructor, con su hermana Alma, una artista que se propone crear tres conjuntos de pinturas basadas en las visiones de Michael. Cada pintura tiene el mismo título que un capítulo de Jerusalén, con los objetivos artísticos de Alma haciendo eco de la agenda de la novela de Moore –frustrar el poder simbólico y metafísico del Destructor al exponer las actitudes e ideologías que alimentan su potencia nihilista–. “Con eso debemos lidiar”, le dice Alma a Michael, señalando hacia Bath Street, donde una vez estuvo el Destructor. “Y, por tanto, será mejor que los cuadros los haga colosales, para así cambiar el mundo antes de que termine de joderse del todo”.
Si el Anillo Único de Tolkien representa una lujuria de poder que corrompe a todo aquel que entra en contacto con él, el Destructor de Moore cumple una función paralela: representa la culminación de fijaciones adictivas en el pensamiento, el hábito y la política socioeconómica que aniquilan las conexiones significativas y aplanan la rica multidimensionalidad de las relaciones humanas.
Cada uno de los capítulos de Jerusalén ofrece una viñeta centrada en uno de los muy diversos habitantes de los Boroughs, incluyendo humanos, ángeles, demonios y fantasmas que viajan en el tiempo; las vidas de los personajes se cruzan en el espacio y el tiempo (y otras dimensiones superiores), formando una intrincada red de interconexiones narrativas. Aunque la novela es amplia en su alcance, la enfermedad representada por el Destructor unifica sus diversas trayectorias narrativas. Si el Anillo Único de Tolkien representa una lujuria de poder que corrompe a todo aquel que entra en contacto con él, el Destructor de Moore cumple una función paralela: representa la culminación de fijaciones adictivas en el pensamiento, el hábito y la política socioeconómica que aniquilan las conexiones significativas y aplanan la rica multidimensionalidad de las relaciones humanas. A diferencia del Anillo Único de Tolkien, que funciona alegóricamente, Moore nos invita a considerar al Destructor como la encarnación literal de visiones de mundo devastadoramente reales –y apocalípticamente venenosas– que sustentan tóxicas relaciones sociales, políticas y económicas.
Un capítulo de Jerusalén, “Oro ardiente”, ofrece una historia económica de Gran Bretaña que comienza con la llegada de los romanos, quienes importaron el concepto de dinero hacia las costas británicas. Luego, el capítulo continúa describiendo el establecimiento de casa de moneda, la invención de los pagarés y la inestabilidad maníaca cada vez mayor de los mercados de derivados, desde la locura holandesa del tulipán en 1637 hasta nuestros días. Contada desde la perspectiva de Roman Thompson, un activista radical de izquierda, esta historia revela cómo la brecha entre la realidad y la economía es una fisura capilar que se extiende a lo largo de los siglos, hasta ser un respiradero del océano profundo desde el cual, con triste regularidad, emergen retorciéndose formas de vida sin precedentes: burbujas y locuras, cracs de Wall Street y Miércoles Negros, Enron y cualquier otra trifulca mayor que inevitablemente vendrá después.
En la descripción de Moore, la decadencia de los Boroughs es el resultado directo de esta larga y brutal historia de innovaciones económicas. “Esta área se encuentra en el dos por ciento de las áreas más pobres del Reino Unido”, observa Thompson. “Solo vivir aquí quita 10 años de vida. Estas personas en el extremo de la mierda del sistema económico son el resultado de todo ese picoteo creativo de dinero”.
Para que no imaginemos que la maléfica historia económica de Thompson es simplemente un desvío dentro de la épica en expansión, Moore enfatiza el mismo punto en su “Posludio”, cuando Alma señala que la Revolución Industrial puede en realidad haber comenzado en los Boroughs con la creación, en una calle, en Tanner Street, de la primera fábrica de algodón operada por electricidad “en cualquier parte del mundo”. Ella también cuenta que el propio Adam Smith visitó la fábrica de algodón, que le pareció “como si hubiera fantasmas en lugar de trabajadores”, y se quedó maravillado “como si una mano invisible gigante” pareciera estar operando toda “esa frenética actividad mecánica”. Inspirado por su experiencia en Northampton, Smith concibió lo que posiblemente se ha convertido en el concepto más perjudicial en la filosofía económica moderna: “Adam Smith, completamente sorprendido por su insípida idea sobre la mano invisible que impulsa los marcos de la fábrica de algodón, decide usarla como la principal metáfora del concepto de libre mercado y capitalismo desenfrenado. No hay necesidad de regular los bancos o los financieros cuando está la mano de un regulador invisible que, como Dios, se asegura de que el dinero no se atasque. Es la mística monetaria más jodida jamás inventada, la política económica vudú en la que Ronald Reagan y la imbécil de Margaret Thatcher han confiado en la desregulación de las instituciones financieras. Por eso existen los Boroughs, es una idea de Adam Smith. Es por eso que el último imbécil sabe por cuántas generaciones ha estado nuestra familia en la cola fuera del baño porque no había taza para orinar, por lo que todos los que conocemos están en bancarrota. La razón está en la corriente que fluye bajo el puente en Tanner Street. Ese fue el primer molino oscuro y satánico”.
Cada uno de los capítulos de Jerusalén ofrece una viñeta centrada en uno de los muy diversos habitantes de los Boroughs, las vidas de los personajes se cruzan en el espacio y el tiempo (y otras dimensiones superiores), formando una intrincada red de interconexiones narrativas.
Desde el punto de vista de Moore, un cierto tipo de pensamiento financiero se encuentra en la raíz de una enfermedad más grande encarnada en el Destructor: los Boroughs (como cualquier otro vecindario) tienen el potencial de ser una Nueva Jerusalén o un paraíso terrenal, si no fuera por el poder nihilista de “los molinos oscuros y satánicos”, de los que William Blake escribe en su poema: “Y caminaron esos pies antaño” (más tarde transformado en el himno “Jerusalén”). El dinero, propone Moore, destruye lo que es significativo en las relaciones humanas; corta las conexiones emocionales, vuelve las obligaciones frías e impersonales, cataliza las lujurias predatorias y explotadoras, y aniquila la posibilidad de futuros esperanzadores, dejando únicamente la inevitabilidad del colapso apocalíptico.
La fijación de Moore en torno al poder de la moneda y las finanzas para dañar las relaciones sociales se compara al argumento que David Graeber ofrece en su libro En deuda:una historia alternativa de la economía (Ariel, 2012). Graeber, un antropólogo que ayudó a organizar el movimiento Ocupa Wall Street, desafía el lugar común económico de que los humanos comenzaron usando sistemas de trueque torpes y luego desarrollaron monedas para simplificar el comercio. A pesar de cuán ubicuamente se cuenta esta historia en las salas de clase de economía (y a pesar del hecho de que forma la base del pensamiento económico más aceptado con respecto a la política monetaria), en realidad no hay evidencia antropológica que sugiera que los humanos comenzaron primordialmente a utilizar economías de trueque. Graeber muestra, en cambio, que, antes del desarrollo del dinero, las personas a menudo tenían un sentido de obligación mucho más matizado y personal entre ellas. Los vecinos no cambiarían un balde por dos peces, por ejemplo, y luego lo llamarían un intercambio ecuánime (como si alguna vez se pudiera calcular alguna equivalencia mítica de peces y baldes). Por el contrario, dentro de una comunidad determinada, los vecinos a menudo pueden compartir recursos en formas que creen redes significativas de endeudamiento personal. Según Graeber, una vez que rechazamos el mito de la economía de trueque primordial, queda claro que la introducción de la moneda abstracta transforma, de manera perjudicial, las obligaciones personales en deudas impersonales.
La resultante pérdida de conexiones interpersonales significativas es la enfermedad que Moore diagnostica en Jerusalén. Nada es personal, afirma Moore, porque hemos adoptado una visión del mundo económica que dice que solo nos debemos unos a otros lo que se puede cuantificar con precisión. Jerusalén impulsa esta noción en un capítulo presentado desde la perspectiva de James Cockie, un político corrupto de los Boroughs cuyas meditaciones de monólogo interior del cliché racionalizan sus aventuras comerciales depredadoras mientras condenan la “basura humana” del vecindario. Cockie es el tipo de político que construiría un incinerador de basura como el Destructor en medio de una comunidad: impulsado únicamente por la búsqueda de ganancias, siente que no le debe nada a sus vecinos. Al final de la novela, mientras una maqueta en miniatura de los Boroughs en la exposición de arte de Alma se consume en llamas, Cockie se precipita hacia ella y le exige saber si fue ella quien comenzó el incendio. “No”, responde Alma, “tú lo hiciste”. Este es el mensaje final de Moore: personas como Cockie y las actitudes que representa han convertido lugares como los Boroughs en “vecindarios de concentración” llenos de molinos satánicos literales y figurativos donde “símbolos y principios terminarán en una nube de humo negro junto con mierda, trozos de tocino y absorbentes usados”.
La resultante pérdida de conexiones interpersonales significativas es la enfermedad que Moore diagnostica en Jerusalén. Nada es personal, afirma Moore, porque hemos adoptado una visión del mundo económica que dice que solo nos debemos unos a otros lo que se puede cuantificar con precisión.
En resumen, personas como Cockie, en la tajante estimación de Moore, han violado económica y políticamente a los Boroughs. No uso esta inquietante analogía a la ligera: el propio Moore enmarca explícitamente la destrucción de los Boroughs como un relato de violación, al yuxtaponer la narración de la historia de la ciudad con el violento asalto sexual de Dez Warner sobre Marla, una prostituta de raza mixta. Drogado con metanfetamina de cristal e inflado con lujuria egoísta, Dez piensa en Marla como un “eso” en lugar de una “ella”, su intoxicación crea una fantasía cerrada en sí misma y desconectada de la realidad de su situación. Deshumanizar a Marla le permite a Dez tomar lo que quiere de ella sin sentimientos; no hay nada personal en él respecto de tal violencia. Moore intercala esta narrativa de violación con descripciones de otros eventos que suceden en todo el mundo: embestidas con drones, ataques terroristas, la devastación desplegada del cambio climático y la explotación capitalista en marcha. ”Con la auto-similitud de Mandelbrot”, señala Moore, “las estructuras se repiten en diferentes escalas en cada parte del sistema”. La violación de Marla, en otras palabras, está ocurriendo en todas partes a la vez: las personas siempre toman lo que quieren porque no tienen sentido de obligación con los demás; no le deben nada a otras personas, ni al planeta mismo. Un personaje en otro capítulo, Robert Goodman, conduce la comparación a sus casas explícitamente mientras reflexiona sobre los Boroughs: “Esta área es… cómo decirlo, una violación con la cara destrozada, incluso si ella dio una buena pelea. Buena niña. Eres valiente. Duerme bien”.
Aunque Marla sobrevive al ataque de Warner, y finalmente se convierte en una figura poderosa y redentora, la enfática asociación de Moore entre el asalto sexual y la violencia que se ha infligido en los Boroughs (y el mundo en general) es claramente problemática. Muchos lectores estarán en desacuerdo con su decisión, como autor blanco, de centrar el núcleo emocional de su historia en la violación de una mujer de color y su rescate a través de los esfuerzos de otros. Sin descartar estas preocupaciones, creo que también es importante tener en cuenta que el punto básico de Moore –la radical despersonalización que ha llegado a ser una fuente común de violencia cotidiana– tiene, no obstante, una sorprendente validez.
Además, Moore no presenta la violencia sexual como un espectáculo de consumo, sino que la usa para acusar la retorcida enfermedad que está en el corazón de la sociedad contemporánea. La exposición de Alma funciona como lo que los ángeles en el relato llaman “la pesquisa de Vernall”; es una investigación –que culmina con la acusación de Alma de que Jim Cockie es responsable de la quema de los Boroughs– que conducirá a Porthimoth di Norhan, un gran tribunal que “emitiría una sentencia definitiva”. La misma Jerusalén, con capítulos que corren exactamente en paralelo con las pinturas de Alma, funciona metatextualmente como una “pesquisa de Vernall” para sus lectores, buscando provocar nuestro propio Porthimoth di Norhan: si podemos comenzar a hacer los juicios correctos, en lugar de permanecer cómodos en nuestro distanciamiento y desconexión, quizá sea posible crear un cambio positivo y significativo en los Boroughs y más allá.
En un entorno global contemporáneo dominado por el sentimiento venenoso de que no le debemos nada a nuestros vecinos –ejemplificado por el Brexit en el Reino Unido y el surgimiento de la extrema derecha en los Estados Unidos–, el mensaje ofrecido por Jerusalén lo convierte en uno de los más singulares logros literarios de nuestro tensionado momento histórico.
Si la idea que está destruyendo los Boroughs (y el mundo) es la perversa noción económica de que no debemos nada a nuestros vecinos, porque todos somos individuos desconectados que perseguimos nuestros intereses egoístas mientras somos guiados por una mano invisible, Moore contraataca con la rica comprensión de que estamos más íntimamente interconectados con los que nos rodean –y con los que nos preceden y nos siguen– de lo que podemos adecuadamente comprender. Esta es la clave para asir la vasta y creciente forma de Jerusalén, con su enorme elenco de personajes que abarca desde el pasado antiguo hasta el futuro lejano; los capítulos de la novela, como la gente de los Boroughs, al principio parecen aislados y desconectados, pero luego se unen en un todo complejo e interrelacionado.
En esta perspectiva, Jerusalén funciona como lo que Patrick Jagoda llama una “novela en red”, similar a El cromosoma Calcuta (Anagrama, 1997) de Amitav Ghosh, Escritos fantasma (Tropismos, 2005) de David Mitchell o El tiempo es un canalla (Minúscula, 2011) de Jennifer Egan. Dichas novelas, contadas desde puntos de vista cambiantes dentro de un marco interconectado, destacan las formas en que la experiencia en red se ha convertido en un elemento central de la vida contemporánea. En el siglo XXI, observa Jagoda en su libro de 2016 Network Aesthetics, la conexión se ha vuelto omnipresente, pero a pesar de la mayor interconectividad, los individuos suelen sentirse más aislados que nunca unos de otros, y las narrativas en red (que invitan a los lectores a experimentar una visión más amplia desde la síntesis de diversas perspectivas) a menudo puede resaltar formas de vinculación que de otra forma permanecen invisibles. Esto es precisamente lo que Moore se propone lograr con Jerusalén: desplegar la estética en red de Jagoda para recuperar un sentimiento de conexión significativa entre las personas y los sucesos. Si el Destructor encarna “una pura y horrible poesía del fuego… que transformó los finos hilos que conectaban a las personas con las cenizas”, Jesusalén, por el contrario, recupera de manera minuciosa esos hilos perdidos, los empapa de un nuevo significado y alienta a los lectores a reconocer y rechazar las tendencias nihilistas que dominan la vida social.
En el capítulo final de Jerusalén, Michael Warren le pregunta a su hermana si cree que sus pinturas han logrado salvar a los Boroughs como pretendía. A pesar de su optimismo anterior con respecto al poder transformador del arte, Alma es escéptica: “Salvé los Boroughs, Warry, pero no como salvar a ballenas o el servicio nacional de salud. Lo guardé como se conservan los galeones en las botellas”. “Lo que hice”, dice finalmente, “es una gloriosa mitología de la derrota”. En las páginas finales, Moore revela la magnitud de lo que se propuso –su novela es un ritual metatextual que aspira a anular la mitología económica fundamental incorporada en el tejido social del capitalismo tardío–, aunque el autor muestra una melancólica humildad con respecto a la eficacia definitiva de su proyecto. En un entorno global contemporáneo dominado por el sentimiento venenoso de que no le debemos nada a nuestros vecinos
Artículo aparecido en Los Angeles Review of Books. Se publica con la autorización de su autor y de la revista. Traducción de Patricio Tapia.
Jerusalén, Alan Moore, Editorial Minotauro / Planeta Cómic, 2019, tres tomos en estuche, 508, 592 y 598 páginas, $49.900.
Una forma de ir a la segura, de moverse con cautela en el ámbito del pensamiento, es utilizar la palabra “apuntes” en el título de un libro, especialmente si este hace referencia a un tema espinoso o a un período extenso. Ahí está el ejemplo de la historiadora y diseñadora Pía Montalva, cuyos Apuntes para un diccionario de la moda, aparecidos en 2017, constituyeron una rotunda contribución a la ensayística local, sin desalentar la lectura –al parecer–, de quienes esperaban una relación enjundiosa sobre la alta costura. Ahora es el poeta Juan Cristóbal Romero el que utiliza el mismo expediente para su libro Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar. Huelgan explicaciones respecto de lo peliagudo de la temática, por lo que la prudencia de Romero parece atinada. Cabe notar que no es el primer compilado de anotaciones del autor, pues también están los Apuntes para una historia de la poesía chilena, de 2017.
Los mencionados apuntes de Pia Montalva devinieron en un glosario, en cambio los de Romero, quien opta por el fragmento, componen algo así como un mosaico memorialístico, un zoo de cristal integrado por miniaturas de nostalgia. Aglutinando piezas del recuerdo, el autor ensambla una memoria atendible, tal vez emulando al Georges Perec de Me acuerdo, quien emplea el fragmento para reconquistar su cotidianeidad y las de sus contemporáneos para articular, trozo a trozo, algo cercano a una memoria colectiva alternativa a la oficial. Romero emprende un camino similar, pero no es posible saberlo con certeza, y esta ambigüedad se agradece.
El autor ejerce una afanosa minería de datos respecto de la dictadura de Augusto Pinochet, reflotando el dato freak (“Lucía Hiriart se cambiaba de ropa por lo menos cuatro veces al día”, “La Dina se vestía con ropa regalada por Johnson’s”, “La periodista de Canal 13, Mónica Cerda, y el general Videla fueron amantes”); la trivia (“Pinochet era hincha de Santiago Wanderers”); diálogos y voces. Un salvataje de datos y referencias que no alcanzaron un lugar en los anales historiográficos, que incluso podría llegar a las alturas editoriales de moda por estos días: las historias secretas. Los fragmentos hacen relucir al elenco de personajes que conocemos y sus características que los hacen distintivos. Los datos duros que con diligencia estampa el autor en estas páginas los retratan al detalle. La vulgaridad aspiracional de Lucía Hiriart; Álvaro Corbalán Castilla, un torturador afecto al glamour y con aspiraciones musicales; la megalomanía de Manuel Contreras, hasta llegar a seres puramente abyectos como Osvaldo Romo e Ingrid Olderock, entre otros.
La estructura de este libro pareciera tributaria de aquella que el escritor David Markson empleó en su libro Esto no es una novela y La soledad del lector. La obra de Markson no tiene nada que ver con la de Romero, pero los hermana el expediente fragmentario, donde grupos de apostillas de tema similar se intercalan, entremezclándose y obteniendo una alternancia de horror, chabacanería y discursos oficiales, un parangón entre las carreras de Augusto Pinochet y Manuel Contreras, y una buena porción de historia literaria (Romero se enfoca en Mariana Callejas, quien cultivó a la par narrativa y tortura; en Borges, homenajeado en Chile mientras Orlando Letelier era asesinado en Washington; en los bizantinos Zady [sic] Zañartu y Enrique Campos Menéndez, o el moribundo Neruda).
Los apuntes históricos de Juan Cristóbal Romero persiguen la denuncia y la incitación a la reflexión pesada, aún cuando múltiples instancias a lo largo de las décadas se han encargado de eso, amén que el autor no destapa nuevos antecedentes, solo refresca terrores conocidos.
Con mala voluntad, podría acusarse al poeta de morigerar uno de los períodos más oscuros y aterradores de la historia de Chile. Sin ir tan lejos, unos cuantos de estos enjundiosos apuntes sorprenden por lo chocarreros: “Maraca. Así llamaba Lucía Hiriart a su hija Jacqueline”, “Álvaro Corbalán tuvo un romance con la vedette española Maripepa Nieto. Así como con Mónica de Calixto y Raquel Argandoña”, “Más vale matar la perra y se acaba la leva, viejo. Dijo Augusto Pinochet”. Estos despuntes de ordinariez dotan a este libro, ya cautivante por su afán memorialístico, de un condimento burlón, que emana de los hechos mismos.
Pero los apuntes históricos de Juan Cristóbal Romero persiguen la denuncia y la incitación a la reflexión pesada, aún cuando múltiples instancias a lo largo de las décadas se han encargado de eso, amén que el autor no destapa nuevos antecedentes, solo refresca terrores conocidos. Romero no escatima en franqueza: “Todo indica que las quince víctimas de los hornos de Lonquén fueron sepultadas vivas”, “El agente Basclay Zapata tenía la costumbre de violar a las detenidas”, “Mi oficio es la guerra. Estoy entrenado para matar. Dijo Miguel Krassnoff”.
Aunque es más literario que historiográfico y se podría pasar por alto que se habla de “Hortencia” Bussi o de Ricardo “French”-Davis, igual cabe exigirle al libro una mínima exactitud en los datos, porque hay desaciertos, como cuando Romero sentencia: “El palacio de la risa. Llamaban a Londres 38”, cuando es sabido que así se denominaba a la Villa Grimaldi, pifia tanto más notoria cuando Germán Marín escribió una novela al respecto.
Así y todo, esta ágil y punzante entrega de Juan Cristóbal Romero se lee con facilidad y logra espeluznar (ubicar en YouTube la tanda comercial del 7 de septiembre de 1986, que incluye el ficticio llamado de utilidad pública al ficticio Club Deportivo Papillón, eriza los pelos), aun cuando exponga solamente flashazos de uno de los períodos más atroces de la república. Un libro que, además, obsequia la apreciable posibilidad de encontrarse y reconocerse con otros que vivieron el peso de la noche pinochetista.
Apuntes para una historia de la dictadura cívico-militar, Juan Cristóbal Romero, Ediciones Tácitas, 2020, 120 páginas, $12.000.
Los bien intencionados lamentos sobre la violencia en los medios de comunicación generalmente me dejan con ganas de golpear en la cabeza a alguien con una llave para desmontar neumáticos. Para empezar, el espíritu reformista se dirige invariablemente hacia los peldaños de abajo de los idiomas culturales, a los dibujos animados, las películas slasher, la pornografía, la música rap y los videojuegos, mientras que la carnicería y el derramamiento de sangre en Shakespeare, Goya y la Biblia consiguen un salvoconducto. La violencia de baja cultura es literal, mientras que la violencia de alta cultura es simbólica o alegórica y está sujeta a una interpretación crítica. La violencia de la baja cultura es embrutecedora, la violencia de la alta cultura es edificante. Y cuanto más baja sea la forma cultural, o el precio de la entrada, o —digámoslo de una vez— el supuesto nivel de educación del espectador típico, más se sospecha que las representaciones de violencia inducen a una emulación irreflexiva en sus audiencias, que pronto volverán a escenificar el desastre como monos moralmente impugnados, a diferencia de los espectadores de, digamos, Tito Andrónico, en cuya inteligencia moral la sociedad confía.
Maggie Nelson tiene sus lamentos sobre las representaciones violentas, pero en El arte de la crueldad, ella los dirige de manera refrescante en gran medida hacia la parte de arriba en la escala cultural, hacia las bellas artes, la literatura, el teatro, incluso la poesía. Lo que le interesa es el “ataque frontal a las barreras entre el arte y la vida que mucho del arte del siglo XX luchó tanto por llevar a cabo”, a menudo mediante el uso de la violencia y la crueldad, simuladas o reales, incluyendo crueldades infligidas físicamente a la persona del artista o afectivamente a la psiquis de la audiencia.
Five Deaths (1967), de Andy Warhol.
Por supuesto, el programa estético del modernismo cultural se ha resumido durante mucho tiempo en la máxima épater la bourgeoisie. En lugar de dar por sentada esta directriz, Nelson profundiza en las variedades de la crueldad perpetrada contra nosotros, los burgueses, para nuestro supuesto mejoramiento, lo que el crítico de arte Grant Kester ha llamado la “estética ortopédica”. El arte de la crueldad estetiza la violencia, no necesariamente de maneras escrupulosas. Ese arte puede ser temerario y disperso, provocado por el deseo de hacer que los demás se sientan tan mal como los que sufren injusticias y traumas, cuyas experiencias son tomadas de manera vicaria por artistas que buscan conmocionar. Aporrea al público para que capte el punto. Es responsable de un siglo de Enfermeras Ratched en el mundo artístico, empleando sacudidas de terapia de electroshock estético y disfrutando de manera indecorosa de apretar la nariz de las personas hasta que les duela.
Este es un libro importante y con frecuencia sorprendente. Al replantear la historia de la vanguardia en términos de crueldad y al cuestionar el engreimiento y el didactismo de artistas-clínicos como el famoso accionista vienés Hermann Nitsch y otros herederos de Sade y Artaud, Nelson está asumiendo el dogma más apreciado del modernismo (y del posmodernismo). Después de todo, el shock estético ha respaldado la mayor parte de nuestra innovación cultural durante más de un siglo. Así que este libro podría leerse como el fundamento para una estética pos-vanguardista, una que, imagina Nelson, podrá “conducirnos… a una manera más sensible, perceptible, perspicaz, animada, colaborativa y justa de habitar la Tierra”.
Pero no hay que ir tan rápido con los planes de mejora del mundo. El juego de palabras del título de Nelson refleja una cierta dualidad en su pensamiento: la danza de la acusación está entrelazada con grandes dosis de aprecio, por no decir fascinación, con el arte de la crueldad. Ella objeta sus impulsos mesiánicos mientras es adicta a sus escalofríos.
Pero no hay que ir tan rápido con los planes de mejora del mundo. El juego de palabras del título de Nelson refleja una cierta dualidad en su pensamiento: la danza de la acusación está entrelazada con grandes dosis de aprecio, por no decir fascinación, con el arte de la crueldad. Ella objeta sus impulsos mesiánicos mientras es adicta a sus escalofríos; aunque preocupada por el arte que perpetúa el ciclo de violencia, está cautivada por la brutalidad de artistas como Francis Bacon, piedra de toque para el libro. Ella sigue volviendo a él como a un mal novio del mundo del arte, dando vueltas en torno a su obra, obsesionándose y protestando —él amplifica el dolor innecesariamente, lo corteja y exalta—, antes de finalmente renunciar a él por sus collages de trozos de cuerpos argelinos, el último intento en su relación. Salvo que esto le brinda la oportunidad de ensalzar las imágenes de Warhol de la serie de colisiones de automóviles y de sillas eléctricas, porque “era limpia y clara, sin pretensiones, sin componente existencial”.
Las opiniones de Nelson pueden ser peculiares y difíciles de cuadrar unas con otras, pero nunca dejan de ser interesantes, todo un logro en lo que podría haber sido un divagar en forma libre a través de los atolladeros de las preocupaciones estéticas de otra persona. Y decir que ella es contradictoria no es una crítica: ¿cómo debemos lidiar exactamente con el conocimiento de que algo éticamente escuálido puede ser también emocionante?
Shoot (1971), de Chris Burden.
Saltando como una liebre entre géneros y medios, incluyendo incursiones en los pantanos de la cultura pop, Nelson es más fuerte cuando está en su momento más iracundo, escribiendo con furia controlada contra el anti-intelectualismo y la vulgaridad del presente. Ella no tiene tiempo para el populismo fingido, ella es una desvergonzada elitista cultural: fulminante con los reality shows televisivos, con Lars von Trier y con el dispensador de brutalidad de media ceja Neil LaBute (cuyas obras ella llama “terriblemente petulantes” y “carentes de carácter”). Se usa a sí misma como instrumento de registro, tomándose constantemente su temperatura estética: “Me sentí enojada. Después, sentí repugnancia. Al final, me sentí aburrida”. Estos informes tienen un empuje fenomenológico, mezclado con detalles fisiológicos. Ella recuerda “una especie de memoria vibratoria del estado psíquico inquietante” inducida por el videoarte de Ryan Trecartin. Sobre una pieza de Yoko Ono, escribe: “Anhelo ver caer su ropa, ver sus senos expuestos, pero también siento un creciente sentido de alarma, empatía e injusticia al ver su cuerpo vulnerado”. Le gusta el arte que la deja moralmente incómoda, y por la forma elogiosa con que cita a Kafka —“Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa”— supongo que ella desea inducir el mismo estado en sus lectores.
A menudo lo hace, moviéndose a una velocidad vertiginosa de la violencia política de la vida real a las imágenes de tal violencia (incluidas las de los sitios web sobre derechos humanos), de la violencia real en el arte de la performance (Chris Burden le pide a un amigo que le dispare; Marina Abramovic invita a los espectadores a herirla) a los impulsos violentos de artistas como Bacon. De vez en cuando sentí la tentación de protestar por estos saltos casi de ballet, pero Nelson, quien también es poeta, es una escritora tan grácil que finalmente solo me recosté y disfruté del espectáculo. Junto con sus temas, Nelson está constantemente atenuando la distinción arte-vida, conduciéndonos, por ejemplo, desde la crueldad de las instalaciones que derraman sangre de la artista Ana Mendieta hasta un tiroteo real por parte de una profesora universitaria, luego haciendo una pausa en medio de su paso de jeté para ofrecer un figurativo disparo a la rodilla a los críticos hombres que consideran tales casos de violencia femenina como un índice perverso de igualdad de género.
Nelson es más fuerte cuando está en su momento más iracundo, escribiendo con furia controlada contra el anti-intelectualismo y la vulgaridad del presente. Ella no tiene tiempo para el populismo fingido, ella es una desvergonzada elitista cultural: fulminante con los reality shows televisivos, con Lars von Trier y con el dispensador de brutalidad de media ceja Neil LaBute.
Nelson comprende que lo que hace que la violencia sea tan cautivante, como tema y como espectáculo, es la imposibilidad de separar lo que está “allá afuera” de lo que está “aquí dentro”, y su distinción: difuminar los trenes de asociación modela el problema. La mayoría de nosotros, como ella señala, tenemos “grandes reservas de malicia, tráfico de influencias, egocentrismo, miedo, sadismo o simple mezquindad de espíritu”. Ocasionalmente sentimos la necesidad de herir y de destruir.
Nelson no es reformista; de hecho, es maravillosamente audaz cuando se trata de menospreciar las buenas intenciones, así como crítica de la “compasión facilona” de los que buscan la justicia social (demasiado a menudo condescendientes e ineficaces) como también lo es de la sangre misógina en las películas de explotación. Ella sospecha que la condición humana es sufrimiento. El mejor arte dramatiza lo que sucede cuando los impulsos éticos chocan con los monstruos internos, pero estas representaciones mismas dejan un residuo repugnante.
¿Qué hacemos con este superávit violento? Es una pregunta que recorre el libro. Lo que no se menciona es que Nelson ha escrito dos libros anteriores, una memoria y una colección de poesía y prosa, sobre una situación de violencia en su propia historia familiar: el asesinato en 1969 de una tía a la que nunca conoció, la hermana menor de su madre. Así que Nelson también ha sido una practicante del arte de la crueldad, transformando la violencia en un oficio. Son exactamente estas cosas no dichas, las fascinaciones no dominadas que se desarrollan en la página, las que hacen que este libro sea tan impredecible y original.
Artículo aparecido originalmente en The New York Times. Se publica con autorización de su autora. Traducción: Patricio Tapia.
El arte de la crueldad, Maggie Nelson, Editorial Tres Puntos, 2020, 304 páginas, $40.000.
En 1844, Elizabeth Barrett era una poeta conocida en Inglaterra: había hecho traducciones, publicado libros y escribía en una revista. Bastaba con escribir su nombre en un sobre para que las cartas llegaran a su domicilio en Wimpole Street 50, en Londres. En ese año, Robert Browning, otro poeta, aunque seis años menor y con una obra aún en ciernes, la quiso conocer, atraído por la mujer que podía esconderse tras los versos de su libro Poemas. Lo que parecía una tarea cotidiana y fácil, no lo era para nada, porque Elizabeth llevaba casi 20 años semipostrada y enclaustrada; podría decirse que vivió durante ese tiempo una especie de cuarentena, donde la única vida social era alguna que otra visita, que recibía en el diván de su cuarto propio, y la de su numerosa familia. De hecho, hasta este encuentro Elizabeth escribía en una carta que se había estado preparando para morir: “Aceptaba con tranquilidad mi deslizarme hacia la muerte”.
Pero antes de esto y tal como constata el estudio preliminar de Adolfo Sarabia a Los sonetos de la dama portuguesa, que es una reconstrucción de la historia entre Browning y ella a través de la correspondencia de ambos, en 1795 Edward Barrett, que tenía plantaciones en Jamaica y que vivía del comercio de esclavos, decidió regresar a Inglaterra para educar a sus nietos. Uno de ellos se llamaba igual que él y, durante su paso por Cambridge, conoció a Mary, una joven siete años mayor, con quien se casó y tuvo 12 hijos, entre ellos a Elizabeth. Pese a la diferencia de edad, Edward impuso su voluntad, porque Mary estaba demasiado ocupada pariendo y criando hijos. Quizá por eso la presencia de la madre es para Elizabeth casi fantasmal.
Elizabeth creció en el campo, rodeada de naturaleza y leyendo desde muy niña. En una carta a su editor señala que “allí pasé mis crisis de entusiasmo por Pope, por Byron y por Coleridge. A la sombra de los árboles leía a mis autores griegos con la misma seriedad con que lo hacen los estudiantes de Oxford”. Pero además de ser una lectora voraz, fue una escritora precoz. A los 12 años escribe el poema épico La batalla de Maratón, del que su padre encarga una edición de 50 ejemplares para repartir entre sus amistades.
Dos años después escribe Reflexiones sobre mi vida y mi personalidad literaria, donde hay esa cosa inglesa tan dada a la tragedia, o lo que Virginia Woolf llamó en su novela Orlando el “mal inglés”, que no es otra cosa que la nostalgia, la contemplación de la naturaleza y los sentimientos que eso produce. En ese texto Elizabeth escribe: “¡Siempre he pensado que he sido enviada a la tierra con alguna finalidad! ¡Para sufrir! ¡Para defender! ¡Para salvar con mi muerte a mi patria o a algún ser querido!”. Sobre todo en la primera parte de esta cita recuerda a Servidumbre humana, la novela de Somerset Maughan, que trata la historia de un niño que nace con el pie contrahecho y que a lo largo de la historia se pregunta con qué finalidad vino a este mundo.
Hasta la adolescencia Elizabeth era una joven normal, con serias y talentosas inclinaciones literarias; sin embargo, a los 15 años sufrió un accidente cuando ensillaba un caballo y se lastimó la espina dorsal. Con los días los dolores crecieron y avanzaron por el cuerpo. Los médicos le prescribieron opio y, si bien la situación más complicada duró unos meses, ella siguió así, agudizándose su situación de semipostración y enclaustramiento. Como no todo era una desgracia, terminó aprendiendo muchos idiomas: latín, hebreo, italiano, castellano y alemán.
Elizabeth creció en el campo, rodeada de naturaleza y leyendo desde muy niña. En una carta a su editor señala que ‘allí pasé mis crisis de entusiasmo por Pope, por Byron y por Coleridge. A la sombra de los árboles leía a mis autores griegos con la misma seriedad con que lo hacen los estudiantes de Oxford’.
Su padre, a su vez, sufrió un grave golpe económico al abolirse el comercio de esclavos en Jamaica y luego sobrevenir la rebelión de esclavos de 1832; su plantación sobrevivió, pero para prevenir cualquier catástrofe, la vendió y fue así como la familia Barrett, que usaba el toponímico del nombre de su plantación, se mudó ese mismo año a Devonshire y de ahí a Londres. Elizabeth, con 29 años, no tiene muy buenas primeras impresiones de esta ciudad: “Londres está todo envuelto, como una momia, en una niebla amarillenta, y apenas si he podido echar un vistazo a su rostro desde que llegamos”. Según cuenta Virginia Woolf en Orlando, hay en esta ciudad un cambio de luz entre el siglo XVIII y el siglo XIX, además aparece la humedad, cosa rara hasta entonces; puede decirse que la visión de Londres es la que hay a partir de ese siglo, y Elizabeth la padecía.
Pese a ello sigue escribiendo y en 1838 publica Los serafines y otros poemas, que ante la muerte de la mayoría de los poetas del primer y segundo romanticismo (Coleridge, Byron, Shelley, Keats) y la no maduración de las obras de la siguiente ola de poetas (Tennyson y el propio Browning), captó el interés de la crítica y del mundo literario. A partir de ese momento, Elizabeth Barrett tuvo un nombre.
En este punto hay que aclarar que su poesía se mueve entre la muerte y el amor, pero además incluye muchas citas de poetas de la Antigüedad, a la vez que guiños a ciertas alusiones propias del romanticismo: aves, abejas. En Los sonetos de una dama portuguesa reivindica el amor romántico, sin por ello negar su libertad: “No; deja que mi esencia de mujer, en silencio, /encomiende a tu fe mi femenino amor, /sabiendo que estoy libre, aunque tú me reclames”. Pero también no acepta que en el querer haya una razón, prefiere que sea porque sí, o motivado por los sentimientos que son siempre irracionales. Pese a la reivindicación del amor romántico, hay quienes han visto en Elizabeth Barrett a una protofeminista, que condenaba la esclavitud, por lo que podría decirse que era una mujer progresista.
Sus problemas de salud, sin embargo, nuevamente le asestaron un golpe, esta vez se trataba de una posible tuberculosis, que los médicos aconsejaron tratar en el sur de Europa, pero ante la negativa del padre, acordaron que pasara una temporada en Devon. Elizabeth consiguió que su hermano Edward la acompañara. Al poco tiempo, este salió a navegar con unos amigos en una pequeña embarcación y murió. En una carta a Robert Browning le contó cómo había sufrido este accidente: “En cierta ocasión Edward me tomó la mano, ¡cómo lo recuerdo!, y me dijo que me quería más que a nadie y que nunca se apartaría de mi lado hasta que recobrase la salud. Y 10 días después abandonó la orilla el barco que nunca volvió. ¡Me había dejado!”.
De regreso en Londres, y pese al dolor, comenzó a hacer traducciones para la prestigiosa revista Athenaeum. En paralelo, y a petición del editor, escribió una serie de textos críticos sobre autores ingleses. Recibió, sin embargo, crueles comentarios cuando señalaban que no se notaba que habían sido escritos por una mujer.
Por estos años sucede en su vida un hecho en apariencia banal, pero que Virginia Woolf rescata y aborda en su novela Flush, una biografía. Llegó a su vida el perro Flush, un coker spaniel. La tesis de Woolf es que el perro la movilizó interiormente; en otras palabras, la preparó para descubrir sentimientos como el amor, primero hacia el perro y después hacia Robert Browning, y también la llevó a dejar su enclaustramiento. Woolf escribe en un momento: “Ella era demasiado justa como para no reconocer que por su amor Flush había sacrificado su valor, así como, y siempre por su amor, había renunciado al sol y al aire”. Esa justicia la hace alargar más y más los paseos que da, y luego cuando empiezan a llegar las cartas de Browning el cambio opera casi por completo.
El material del que se alimenta Virginia Woolf para construir esta peculiar biografía son las cartas entre Barrett y Browning, que es el mismo material del que la propia Barrett usa para escribir Los sonetos de la dama portuguesa. Es decir, Flush sería una especie de reescritura de Los sonetos de Barrett, o más bien una alternativa.
Flush es un homenaje a la que Virginia Woolf considera la mayor poeta inglesa del siglo XIX (una cosa similar afirma de George Eliot en narrativa) y transita la vida del perro como ente independiente, desde sus orígenes, y también la mirada de ese perro en la vida de Elizabeth Barrett, ambas partes no exentas de peripecias. El perro no solo muestra cómo lentamente Elizabeth va saliendo de su casa en silla de ruedas a pasear con él, sino también las reacciones de Flush ante las cartas de Browning y la primera vez que lo ve, en ese momento Woolf usa una palabra que luego se repite en otros libros: embozado, que es envuelto, enfundado. Más adelante los cambios en ella son sorprendentes: va a una tienda a comprar y pierde a Flush. Para Virginia Woolf, la enfermedad de Elizabeth no es clara que sea física, sino más bien del alma, y tanto Flush como Robert Browning vienen a llenar el vacío que tenía su alma.
El inicio de la correspondencia no es fácil para ella, y el perro se da cuenta de ello: “Por primera vez desde que Flush la conocía, ella parecía irritable y nerviosa. Incapaz de leer e incapaz de escribir, estaba de pie junto a la ventana y miraba hacia afuera”. Robert Browning no pierde tiempo y le propone conocerse en persona, y Elizabeth Barrett, temerosa de desilusionarlo, va dilatando el encuentro, hasta que este se vuelve inevitable.
El material del que se alimenta Virginia Woolf para construir esta peculiar biografía son las cartas entre Barrett y Browning, que es el mismo material del que la propia Barrett usa para escribir Los sonetos de la dama portuguesa. Es decir, Flush sería una especie de reescritura de Los sonetos de Barrett, o más bien una alternativa. La historia de este libro es también una historia de amor, ya que cuando ambos ya se habían casado en secreto, huido a Italia, con Flush, y tenido a su hijo Robert, Browning se enteró de la muerte de su madre, y para aplacar la pena, ella le pasó el manuscrito de esos sonetos. Pero como en Aurora Leigh, su novela en verso, ella no quería dejar ningún rasgo autobiográfico, así que por eso se recurrió a lo de “dama portuguesa”.
Hay una cosa que sucedió en Italia, y que narra Virginia Woolf: se trata del cambio que operó no solo Flush, sino también Elizabeth Barrett. Quizá el cambio más divertido es del perro, que de pasar a morder a Robert Browning en el primer encuentro pasó a considerarlo su nuevo amo y a moverle la cola para que lo sacara a pasear. El caso de Elizabeth es igual de sorprendente, porque en Italia se calzaba botas y se había convertido en una mujer de acción, sin contar su modo de vestir: “La señora Browning había abandonado sus chales indios. Llevaba ahora una capa muy fina de seda, con unos colores muy vivos, que le gustaba a su marido”.
Robert Browning tampoco escondía el amor romántico en sus poemas; de hecho, varios están dedicados a ella, como este titulado “Los dos en la campagna”: “Me pregunto si hoy tú sientes /como aún yo siento día aquel /que, de la mano, sentados en la hierba, /en espíritu vagamos por la tierra”.
Cuando Simone de Beauvoir tuvo ocasión de deplorar la condición secundaria de la mujer, como hizo en uno de sus libros más conocidos, El segundo sexo (1949), podría perfectamente haber pensado en ella misma. Muchas veces recordada como la otra mitad de una pareja famosa, su media naranja, el filósofo Jean-Paul Sartre, es visto como la fruta entera y ella, quizá, la cáscara: sus escritos como desarrollos o aplicaciones de los de él. Al morir Sartre, en 1980, pocos obituarios mencionaron a Beauvoir; cuando ella murió, seis años después, el nombre de él aparecía en casi todos, según recuerda la última biografía de Simone de Beauvoir, de Kate Kirkpatrick.
La biografía de Kirkpatrick es un ejercicio de investigación meticulosa, que rechaza las caracterizaciones simples. Aparece Beauvoir como una mujer llena de dudas y también fuerte para insistir en sus puntos de vista. Desde los 15 años ella sintió la vocación de ser escritora, pero no siempre le gustó este camino. En uno de sus primeros ensayos Pirro y Cineas (1944; traducido al castellano como ¿Para qué la acción?), señalaba que nadie quiere siempre lo mismo durante todo el tiempo: “No hay un instante en la vida en que todos los instantes estén reconciliados”. Kirkpatrick captura la mayor parte de esos instantes y alguna de sus reconciliaciones.
La vida de Beauvoir no es desconocida. Ella publicó memorias, diarios, libros de viaje y cartas; y hay varias biografías. La primera surgió cuando ella aceptó ser entrevistada por Deirdre Bair para escribir (aprovechando las conversaciones, regadas con whisky, por las tardes durante una década) una polémica biografía póstuma, publicada en 1990, pero contada por la propia Beauvoir. Kirkpatrick señala que la suya es la primera biografía que se basa en la historia no revelada por ella misma.
Este libro muestra la formación intelectual de Beauvoir antes de conocer a Sartre. Aclara cómo y por qué desarrolló su propia filosofía de la libertad, cómo y por qué escribió novelas y recurrió a la autobiografía, cómo El segundo sexo le cambió la vida y por qué participó tardíamente del activismo feminista. Explora la fuerza de sus compromisos éticos, que se transformaron en políticos. Registra sus amores y angustias, y su decadencia final.
Beauvoir escribió largamente sobre sí misma en el conjunto conformado por Memorias de una joven informal (1958), La plenitud de la vida (1960), La fuerza de las cosas (1963), Final de cuentas (1972), y quizá La ceremonia del adiós (1981). Pero hay muchas cosas no del todo claras, porque su imagen ha sido distorsionada, incluso por ella misma. ¿Por qué no compartió todo u omitió información en sus libros, especialmente con respecto a su sexualidad? Kirkpatrick sugiere modestia, privacidad, razones legales, miedo a que su madre lo leyera, o crear ambigüedad. Una de las posibilidades más convincentes es que Beauvoir se resistió a ser un modelo a seguir.
¿Por qué no compartió todo u omitió información en sus libros, especialmente con respecto a su sexualidad? Kirkpatrick sugiere modestia, privacidad, razones legales, miedo a que su madre lo leyera, o crear ambigüedad. Una de las posibilidades más convincentes es que Beauvoir se resistió a ser un modelo a seguir.
Cuando se publicaron póstumamente su diario de guerra y las cartas que ella dirigió a Sartre, en 1990, la sorpresa no fue menor: ella había mantenido varias relaciones lésbicas, con quienes habían sido alumnas suyas y a veces compartidas con Sartre. En 1997 aparecieron las cartas a su amante Nelson Algren y en 2004 con otro amante, Jacques-Laurent Bost, con quien mantuvo amistad, pero también una relación durante la primera década de su pacto con Sartre. Kirkpatrick cuenta con algún material nuevo, en particular los diarios de estudiante de Beauvoir (Cahiers de jeunesse: 1926-1930, 2008) y sus cartas con el último de sus amantes importantes, el cineasta y escritor Claude Lanzmann (hechas públicas en 2018).
También consultó sus diarios que mantuvo desde los 18 años. La discusión de Kirkpatrick sobre esos diarios es iluminadora para comprender cómo se originaron y desarrollaron sus ideas, aunque la mayoría de ellas se han atribuido a Sartre.
Amor por el saber y saber del amor
La biografía sigue una trayectoria desde su nacimiento hasta su muerte. Desde los 11 años, Beauvoir ya pensaba filosóficamente. Su padre consideraba que ella tenía “el cerebro de un hombre”, lo cual era valorable en la medida en que la hacía más casadera ya que, en su opinión, no tenía la elegancia o la belleza de su hermana Hélène, la persona más cercana a ella junto a una amiga de colegio, a quien conoció a los nueve años, Elisabeth Lacoin, Zaza, cuya vida y temprana muerte le causarían profundo impacto.
En ausencia de dote, sus padres —madre católica y puritana; padre, lleno de inestabilidades, sobre todo, económicas, que influyeron en la austeridad de la filósofa— la alentaron a seguir una buena educación. Era una joven sabelotodo con grandes dosis de mojigatería, que estudiaba mucho y logró sus diplomas académicos con rapidez. Se propuso estudiar filosofía, pero, primero estudió literatura para complacer a sus padres.
La imagen pública de Beauvoir ha sido modelada e incluso deformada, dice su biógrafa, por dos historias de 1929, cuando conoció a Sartre, que ella misma transmitió en sus memorias. La primera es que hicieron un pacto: cada uno sería el amor “esencial” del otro, pero permitiéndose amores “contingentes”. La segunda, cuando ella decidió exponerle a Sartre sus ideas sobre una “ética pluralista”, él las desetimó y ella dudó de su capacidad intelectual.
Era una joven sabelotodo con grandes dosis de mojigatería, que estudiaba mucho y logró sus diplomas académicos con rapidez. Se propuso estudiar filosofía, pero, primero estudió literatura para complacer a sus padres.
Lo cierto es que cuando se trataron por primera vez, eran ambos estudiantes que habían sacado los dos primeros puestos (Sartre y Beauvoir, en ese orden) en las exigentes oposiciones como profesores de filosofía a nivel nacional. En todo caso ella era, con 21, tres años menor y, de hecho, sería la persona más joven en aprobar esos exámenes. En La plenitud de la vida (1960) escribió Beauvoir que no era filósofa, que el filósofo era Sartre, pero sus diarios muestran que tan tempranamente como 1926, tres años antes de conocerlo, había decidido pensar su vida.
En un examen de filosofía fue la segunda mejor nota, después de Simone Weil y antes de Maurice Merleau-Ponty. Con la primera no se llevó bien; con el segundo, tendría una buena amistad, y sería prometido de su amiga Zaza, aunque el matrimonio se vio frustrado (Beauvoir solo se enteraría 30 años después por qué y Kirkpatrick mantiene el mismo suspenso para informar 200 páginas más tarde que fue porque Merleau-Ponty era hijo natural).
Cuando conoció a Sartre él tenía cierta fama en la Escuela Normal Superior, por su dominio de la filosofía, su irreverencia y sus bromas. Era bajo y feo, pero también seductor y arrogante. La propuesta de una relación abierta estuvo bien para ella, porque tenía cierta ambivalencia con él y era reacia a alejarse de otros dos hombres en su vida: su primo Jacques Champigneulle y otro compañero de estudios, René Maheu. De hecho, conoció primero a Maheu, que formaba un grupo de amigos con Nizan y Sartre, y fue con Maheu con quien tuvo una mayor cercanía inicial: él la bautizó como “Castor”, el apodo que la acompañaría toda la vida. Aunque no está claro si fueron amantes (ella refiere la relación muy cautelosamente), si lo está que él ocupaba el lugar más importante en sus afectos entonces.
Con todo, se convirtieron con Sartre en una unión “esencial” y él llegaría a ser el “amigo incomparable”. Por eso es difícil hablar de él o ella sin mencionar al otro: pasaron la vida conversando y trabajando juntos. Ella leyó y editó prácticamente toda la obra de Sartre, a veces incluso escribiendo sus artículos. A pesar de las líneas borrosas entre el pensamiento de Beauvoir y Sartre, Kirkpatrick dibuja metódicamente muchos casos en los que se separan intelectual y emocionalmente. Se tendió a etiquetarlo a él como el filósofo existencialista y a ella como su seguidora más fiel. Ella, en realidad, no fue su seguidora y tampoco fue fiel, ni intelectual ni amorosamente.
Desde temprano hubo más amistad que amor. La imagen de Sartre como mujeriego irredento y ella como fiel enamorada, no es del todo certera. El círculo formado en torno a Sartre y Beauvoir, conocido como la “familia”, era, por cierto, una familia extendida. Los amores “contingentes” de Sartre fueron muchos y variados, desde muy temprano y hasta casi su muerte. Pero para Beauvoir, los deseos sexuales tempranamente fueron un problema: Sartre no era muy dado a ellos, le gustaba más la seducción que el sexo.
Desde mediados de los 30 hasta comienzos de los 40, Beauvoir mantuvo tres relaciones íntimas con mujeres más jóvenes, todas las cuales habían sido alumnas suyas y que fueron cortejadas al mismo tiempo (a veces con éxito) por Sartre: Olga Kosakiewicz, Bianca Bienenfeld (más tarde Lamblin), Nathalia Sorokine. En la geometría del amor llegaron a figuras más complejas que el triángulo: uno de los alumnos de Sartre, Bost se convirtió en amante de Olga. Sartre apaciguó su ego herido seduciendo a la hermana de ella, Wanda. Pero Bost también fue amante de Beauvoir, cuya importancia omite en sus escritos (aventura de 10 años que solo salió a la luz con la publicación de su correspondencia en 2004). Bianca pasó de alumna a amante, cuando tenía 17 años (según la ley de entonces, tenía edad de consentimiento). Sartre también la seduciría. Beauvoir mantuvo su palabra de no hacer pública su identidad, pero Deirdre Bair la reveló en su biografía, abusando de su confianza. Bianca Lamblin habló indignada en su libro de 1993. Nathalia Sorokine sedujo a Sartre y también a Bost.
En las cartas que escribió Beauvoir a Sartre admite que habían cometido errores. Ella tuvo arrepentimientos y fallas. A diferencia de Sartre, era consciente de eso y lamentó la forma en que trató a otras personas y alguna vez lamentó su relación con Sartre. Todo eso la ayudó a refinar sus ideas sobre la libertad y la mala fe, permitiéndole desarrollar una ética del existencialismo, que Kirkpatrick demuestra fue su gran contribución al proyecto filosófico compartido con Sartre.
Filosofía y política
En la primera parte de la década de los 30 ambos desarrollan su concepción de la “mala fe”, una deshonestidad que consiste en “desempeñar un papel” en la experiencia humana, que estaría presente en la obra de Sartre, pero cuyo origen no se sabe bien quién de los dos encontró primero. Fueron los años en que ambos eran profesores desconocidos y en los que Sartre pasó por una fuerte fase de depresión y comenzó algunas experiencias con drogas.
Ambos observaron el ascenso de Hitler, pero estaban demasiado preocupados en su carrera como para prestarle mucha atención al nazismo. En un momento de 1937, agotada por el exceso de trabajo (entre otras cosas, puliendo lo que sería La náusea, de Sartre), Beauvoir fue hospitalizada por un edema pulmonar.
La guerra supuso la participación de Sartre, sin grandes riesgos, pero también Bost fue llamado a las armas en 1939 (Beauvoir tuvo una crisis nerviosa, la primera de muchas). Cuando París cayó en 1940, Beauvoir encontró consuelo en la filosofía hegeliana. Comenzó a pensar en la ética, mucho antes que Sartre. Mientras este todavía escribía sobre la libertad radical, Beauvoir le preguntó que una vez reconocida su libertad, ¿qué se supone que debe hacer con ella?
Cuando conoció a Sartre él tenía cierta fama en la Escuela Normal Superior, por su dominio de la filosofía, su irreverencia y sus bromas. Era bajo y feo, pero también seductor y arrogante. La propuesta de una relación abierta estuvo bien para ella, porque tenía cierta ambivalencia con él y era reacia a alejarse de otros dos hombres en su vida: su primo Jacques Champigneulle y otro compañero de estudios, René Maheu.
En la década de 1940, Beauvoir y Sartre lanzaron una “ofensiva existencialista”, comienzan un grupo de resistencia, entrando y saliendo del territorio ocupado y distribuyendo panfletos. En 1943 Beauvoir fue destituida de la docencia (por razones políticas, aunque había sido acusada por la madre de Sorokine de libertinaje). Fue restituida en 1945, pero no volvió a dar clases y se dedicó a escribir.
En 1943 Beauvoir publicó la novela La invitada y Sartre El ser y la nada. Kirkpatrick sostiene que ambos libros contienen ideas que la pareja llevaba tiempo discutiendo y que Sartre descubrió en la novela de Beauvoir ideas expresadas en forma literaria antes de exponer las suyas en su filosofía. Tras los éxitos de ambos ese año, su círculo social se amplió con rapidez a figuras de la Resistencia. Celebraron cuando se liberó París, en 1944.
Después de la guerra, la popularidad de ambos solo crece. Publican libros, sacan juntos la revista filosófica y política Les Temps Modernes, y escriben para y aparecen en todo tipo de revistas, francesas y estadounidenses, filosóficas y de moda. En 1945 comienzan los viajes de ambos, a veces separados, a veces juntos.
Pero a medida que se hicieron famosos, el pensamiento de Beauvoir fue lentamente socavado. Fue vista como parásito, musa, discípula, embajadora o cuidadora de Sartre. Kirkpatrick subraya que Beauvoir fue una pensadora indiscutiblemente original, por lo que no acepta que fuera simplemente un epígono o una discípula, destacando, por una parte, su influencia en Sartre como sus profundos desacuerdos en aspectos centrales de su filosofía. El que ella se dedicara a escribir novelas no se debió a una sensación de inferioridad como pensadora, sino que nacía justamente de sus ideas sobre la filosofía, particularmente su deseo de lograr una “filosofía que se pudiera vivir”.
En 1947 Beauvoir viajó a Estados Unidos por varios meses: conoció a Duchamp, estuvo en fiestas con Le Corbusier y Chaplin, conoció a Nelson Algren, un novelista que escribía sobre el lumpen y sería su amante.
Cuando París cayó en 1940, Beauvoir encontró consuelo en la filosofía hegeliana. Comenzó a pensar en la ética, mucho antes que Sartre. Mientras este todavía escribía sobre la libertad radical, Beauvoir le preguntó que una vez reconocida su libertad, ¿qué se supone que debe hacer con ella?
Ella pronto empezó a publicar algunas entregas de lo que sería El segundo sexo (publicado en dos volúmenes, en 1949), estableciendo vínculos entre lo personal, lo filosófico y lo político, desde los mitos de la mujer a la “experiencia vivida” de ellas, hablando de la iniciación sexual o el lesbianismo, hasta la prostitución y la vejez. El segundo tomo contenía la frase famosa: “No se nace mujer, se llega a serlo”. Al igual que sus novelas, el libro dejaba abierto el tema de cuánto hay de autobiografía en la filosofía de Beauvoir. El Vaticano lo incluyó en el índice de libros prohibidos y a ella le proporcionó dinero (pudiendo comprar un tocadiscos y un auto). Sus mejores lectores, con todo, estarían en la generación siguiente.
En 1952, con 44 años, surge el amor de Claude Lanzmann, de 26 años, quien más tarde haría el famoso documental sobre el Holocausto, Shoah. Ella recientemente había salido a medias de la relación sentimental con Algren, quien la había dejado sintiéndose vieja. Lanzmann la convenció de lo contrario, y se convirtió en un colaborador y amigo. Vivió con Lanzmann por siete años (fue la primera vez que vivió con un amante y el primero al que tuteó). Durante las vacaciones anuales con Sartre, no quería dejar a Lanzmann, por lo que él los acompañaba algunos días. Pasó a formar parte de “la familia”, con los mismos criterios no excluyentes. Sarte se enamoró de Evelyne, hermana de Lanzmann. Lanzmann fue testigo, del lado más oscuro de la vida de Beauvoir: su angustia cercana a la desesperación que se manifestaba en “explosiones” de violentos sollozos convulsivos o aullidos.
En 1954, Sartre comienza a mostrar problemas de salud por el abuso de los estimulantes y del alcohol. En un viaje a la Unión Soviética termina hospitalizado. A su regreso afirma también que allí había plena libertad de expresión (Sartre no criticaría a la Unión Soviética hasta la invasión de Hungría). El mismo año, Beauvoir publica Los mandarines, la novela que parecía no acabar nunca. Ganó el premio Goncourt y también ingresaría al índice de libros prohibidos.
Con el dinero del premio, ella se compró un estudio en 1955 y pronto viajó con Sartre a China. La guerra con Argelia estaba en un momento crítico y poco después Francia daría inicio a la Quinta República, con mayores poderes del Presidente. En 1958, cuando ella cumple 60 años, Lanzmann la abandona. En 1960 ella conoce a una estudiante, Sylvie Le Bon, que llegaría a ser muy importante después. Ambas negaron que fuera una relación sexual.
Sartre y Beauvoir siguieron comprometidos con la causa de Argelia, firmando un manifiesto cuyos entresijos llevarían a acusar a Sartre de traición: el gobierno retiró los cargos; según De Gaulle, no se encarcela a Voltaire. No estaba fuera de peligro: en 1961 se lanzó una bomba en el departamento de Sartre.
‘No se nace mujer, se llega a serlo’, probablemente sea el eslogan más citado del feminismo. Pero las ideas de Beauvoir sobre el género y el feminismo fueron ambivalentes. Inicialmente se mostró reacia a prestar su apoyo al movimiento. En uno de sus tomos autobiográficos se felicitaba por haber evitado ‘caer en la trampa del feminismo’ en El segundo sexo. Pero después (recién en 1972) asumió un papel de activismo mayor y finalmente abrazó la etiqueta ‘feminista’.
En mayo de 1968 apoyaron las revueltas estudiantiles. La revista Les Temps Modernes era una institución consolidada, por lo que Sartre, que quería formar parte de una organización más revolucionaria, dirige también el periódico maoísta La Cause du peuple: cuando él y Beauvoir reparten ejemplares por las calles, son arrestados.
En su libro La vejez (1970), Beauvoir sostiene que las discriminaciones por sexo y por edad no actúan igual: en los hombres, la edad no produce los mismos efectos que en las mujeres sobre sus perspectivas eróticas. Como demostración práctica, un par de años más tarde, Sartre inició su última aventura, con Hélène Lassithiotakis.
“No se nace mujer, se llega a serlo”, probablemente sea el eslogan más citado del feminismo. Pero las ideas de Beauvoir sobre el género y el feminismo fueron ambivalentes. Inicialmente se mostró reacia a prestar su apoyo al movimiento. En uno de sus tomos autobiográficos se felicitaba por haber evitado “caer en la trampa del feminismo” en El segundo sexo. Pero después (recién en 1972) asumió un papel de activismo mayor y finalmente abrazó la etiqueta “feminista”. Ella hizo campaña por cambios legislativos para ampliar el acceso al control de la natalidad y el aborto, y para prohibir el sexismo y la publicidad degradante. Dio dinero a causas de mujeres, escribió presentaciones, prefacios, referencias y cartas a los lectores.
En 1973 Sartre sufrió otro derrame cerebral, al año siguiente queda ciego. Sus últimos años fueron particularmente duros para ella: a su decadencia física, se unía lo que consideraba el aprovechamiento de algunos de sus nuevos cercanos. Sartre murió en abril de 1980 y apenas unos días después ella cayó hospitalizada: neumonía, cirrosis, daños neuronales, depresión. Para superarlo, escribió un relato de la muerte de su “amigo insuperable”, La ceremonia del adiós (1981). En 1981 comienzan sus conversaciones con Bair y prepara la publicación de su correspondencia con Sartre (las cartas de él, en 1982; las de ella, no aparecerán sino en 1990). Tuvo algunos premios, viajes, caídas y enfermedades. En 1985 se deteriora drásticamente su salud: el whisky le pasaba la cuenta. En abril de 1986, muere, con 78 años. El titular del diario Le Monde decía: “Su obra: más divulgación que creación”, con mucha mezquindad para la filósofa y novelista.
¿Filósofa, novelista? Era ambas. Durante toda su vida, se debatió si era lo uno o lo otro. Pero las formas literarias no fueron una camisa de fuerza para Beauvoir, sino una búsqueda de formas distintas de escribir sobre su vida y su pensamiento.
Convertirse en Beauvoir, Kate Kirkpatrick, Editorial Paidós, 2020, 446 páginas, $19.900.
En la primavera de 1943, uno de los pacifistas más connotados que conociera el siglo XX europeo terminó por unirse, cuando no le quedaba ya otra posibilidad, a la resistencia armada en el sur de Francia. Se llamaba Ernst Friedrich, dejó un libro imprescindible, titulado ¡Guerra a la guerra!, y además de partisano, archivista y obrero, se desempeñó durante la guerrilla como tipógrafo: transcribió en la clandestinidad informes impresos en letras cifradas que burlaban los controles de la Gestapo y el frente alemán.
Este último oficio lo había aprendido 30 años atrás, en el corazón de lo que se conoció como la Gran Guerra, montando pacientemente una colección de recortes de periódicos, cartas y documentos iconográficos con los que apuntaba a componer (a la manera de Aby Warburg, quien también trabajaba ese año en Hamburgo en un diario de guerra destinado a desenmascarar la “red telegráfica de mentiras tejidas por el gobierno alemán”) un pequeño museo. El museo estaría dedicado a instruir a los niños que el Káiser Guillermo II preparaba para la guerra, regalándoles soldaditos de plomo y enseñándoles a jugar a las armas con palos de escoba. Las imágenes de Friedrich eran útiles para que comprendieran desde pequeños cómo habían acabado los niños de la generación que los precedía: convertidos en cadáveres hervidos por el fuego, en esqueletos y cráneos que se amontonaban en las trincheras con sus harapos mudos flameando al viento sobre los campos de batalla.
En el manifiesto con el que encabezaba su libro, Friedrich menciona que por cada soldado mutilado y abocado a la mendicidad, debería alguien como el Káiser –cualquier aristócrata o miembro de la élite– salir a mendigar con él, así como corresponde que se incendien los palacios y los castillos por cada aldea incendiada en la guerra. Páginas más adelante, una fotografía de su colección exhibe a Guillermo II durante una de sus inspecciones a aquellos campos de muerte: camina sobre una larga pasarela de madera que envió a construir especialmente para que sus botas, recién lustradas, no se ensuciaran por el contacto con la tierra empapada de sangre. De una cobardía y descaro que calan los huesos, la foto había sobrevivido a la seguidilla de saqueos, quemas y destrucciones a los que fue sometido el museo de Friedrich, transportado de un país a otro, mientras su creador huía de una Alemania en la que lo habían condenado a la pena de muerte, y de una serie de cárceles y manicomios en los que había sido encerrado una y otra vez.
No es improbable que en aquel mes de junio de 1940, mientras permanecía escondido en los Alpes franceses, se hubiese cruzado sin darse cuenta con un capitán del 5º Regimiento de Alpinos de Italia que, invadido por la vergüenza que le causaba su país, redactaba por esos días en un refugio situado al pie del Mont Blanc, en realidad una casita de piedra sin ventanas de la que salía para tomar un poco de aire y conversar con los jóvenes del supuesto bando enemigo, una crónica clandestina sobre las infamias de Mussolini. La crónica novelada se titula “El sol está ciego” y su autor, Curzio Malaparte, comenzaba con una “declaración necesaria”, texto que buscaba dar cuenta de su proceso de transformación en el frente.
Mientras en 1943 un pacifista como Friedrich se sumaba a la guerra de guerrillas, experimentando en carne propia la irremediable verdad de que hasta la paz requiere en ocasiones que un pueblo cansado se levante en armas, Malaparte hacía el camino contrario: dejaba atrás las medallas y los uniformes para alistarse como el único corresponsal honesto que conocería la Italia fascista durante el asedio de Leningrado.
Su escrito, como él mismo explica, se planta en el nudo de un drama desgarrador para el pueblo italiano: “El de sentirse, quizá por primera vez en el curso de su antiquísima historia, fuera de la conciencia civil del mundo, pues nunca como en este ataque a traición contra la Francia vencida y humillada, ha tenido el pueblo italiano una conciencia más profunda de los límites de su culpa y de su inocencia, más vergüenza de sí mismo y de su cobardía”.
Era evidente que Malaparte no ocultaba sus sentimientos, como tampoco los miembros de su tropa, que sí estaban con la Francia asesinada, humillada y vencida, por cuyas montañas escarpadas deambulaba en ese momento Ernst Friedrich. Y todo eso sucedía porque un gobierno de mediocres había enviado a asesinar por la espalda a un pueblo que no solo estaba ya de rodillas, sino del que formaban parte los campesinos pobres y generosos que, durante los helados inviernos alpinos, daban trabajo y comida a los mismos soldados italianos que ahora debían pasarlos por los fusiles. Nadie quería hacerlo, los soldados se rehusaban sencillamente a asesinar a sus viejos compañeros de trabajo, y del flamante capitán que escribía novelas clandestinas para dar la razón a sus enemigos se podría decir lo mismo que dijo él de uno de los combatientes obreros a los que divisó tiempo más tarde en Besarabia: que de repente tiró el cigarrillo, se quitó el casco, se rascó la cabeza y se largó.
Sin embargo, el dolor de aquellos días no lo dejaría nunca tranquilo y por eso, mientras en 1943 un pacifista como Friedrich se sumaba a la guerra de guerrillas, experimentando en carne propia la irremediable verdad de que hasta la paz requiere en ocasiones que un pueblo cansado se levante en armas, Malaparte hacía el camino contrario: dejaba atrás las medallas y los uniformes para alistarse como el único corresponsal honesto que conocería la Italia fascista durante el asedio de Leningrado. Allí se enamoró de los obreros organizados que, si soportaban las hambrunas y las feroces embestidas de los alemanes, no era más que en virtud de su increíble capacidad de sufrir, y también de las refinadas milicianas que caminaban rodeadas de gansos con sus trenzas larguísimas, del proletariado que brotaba de todas las casas con fusiles improvisados y de los marineros de la flota del Báltico que –todo hay que decirlo– entregaron sus vidas para salvar al planeta de que fueran los nazis quienes señorearan sobre esta Tierra.
Mientras Friedrich montaba en la resistencia sus tipografías, sin separarse ni un segundo del archivo sobre los crímenes de guerra que lo acompañaría hasta sus últimos días, el excapitán Malaparte era como si recibiera sus impresiones caminando sobre la superficie congelada de un riachuelo que desembocaba en el Ládaga, a una centena de kilómetros de Leningrado, donde de pronto se quedó extasiado contemplando no solo el agua celestial que corría bajo sus pies, sino también, grabados en el cristal transparente, una fila de máscaras de vidrio que lo miraban fijamente. Era una fila de rostros humanos jóvenes y preciosos, estampados en una imagen colmada de piedad y de dulzura. Sucedió que los cuerpos de los soldados soviéticos que habían caído barridos por el fuego enemigo cuando intentaban cruzar el río, atrapados durante todo el invierno en el hielo, habían sido arrastrados por la primera corriente primaveral del río, que los había liberado de sus ligaduras de hielo pero había dejado sus rostros impresos, grabados, en el gélido cristal azul verdoso. Miraban con una atención tranquila, como si lo siguieran con los ojos.
Cuando volvió por la tarde a aquel inmenso sepulcro de vidrio, el sol había ya casi derretido los sudarios de hielo, y ya no eran más que un recuerdo, la sombra de los rostros, que habían sido ya borrados por el sol, suavemente.
“Los tiempos cambian, pero yo no cambio”, decía Jorge Teillier, con la emoción puesta en un mundo de apegos afectivos que se iba deshaciendo poco a poco. Parafraseando a Teillier, podríamos decir que los ritos cambian pero las personas que los necesitan, no. Al parecer, vivir en comunidad empuja a elaborar complejos lazos que nos unen a otros. Vitales unidades aglutinadas en mórulas.
Atendiendo a su propia naturaleza, en constante mudanza, los ritos se habían estado desplazando desde las comunidades originarias, y sus vínculos con el mundo natural que las rodeaba, a otros que se fueron instalando a medida que avanzaban los aparatos tecnológicos y el capitalismo esparcía su ideario a través de los medios de comunicación masiva. Mientras íbamos alejándonos de las iglesias, las creencias religiosas, de los nudos comunitarios, empezaron a aparecer nuevos dioses, otros objetos sagrados, otras formas de pertenencia social. Sabíamos que los ritos van con nosotros construyendo y reconstruyendo nuestra forma de ser, de mirar, de actuar en la trama del tiempo. Tal vez nos dejamos seducir –demasiado entusiastas– por las múltiples ofertas de placer y nos sumamos con otros a eventos que no aluden al profundo deseo de trascender los límites de nuestra precaria condición humana. Trascender en estos actos que nos reafirman en el ser con otros. Demasiados reflectores derramando luz cruda sobre las sombras en que nos convertimos, largas filas de zombies tratando de llegar a los centros del consumo.
Se fueron cortando los hilos finísimos de pertenencia a lo real, a los otros. Fuimos entregando nuestra confianza a la verdad de la representación que nos mostraban en los aparatos. Hace un par de décadas cantábamos: “La televisión nos fue diciendo haga esto, lo otro o aquello / la radio nos fue mintiendo mientras escondían muertos”. El teatro del mundo visto desde el salón de la casa, el intenso deseo por pertenecer a ese mundo a cualquier precio y prestarse para el ridículo con tal de salir en la televisión. Así, la adoración pagana por el dinero pasó a reemplazar a otras, más ligadas a las raíces de la sangre y de la naturaleza. Los objetos se convierten en conjuros para lograr la felicidad que prometen; en ellos se concentran las fuerzas que harán posible llenar el vacío que ha dejado Dios en los contemporáneos. Se ha aceptado la presión de tener / poseer a toda costa, nos volvimos sumisos tratando de obtener eso que parece ser lo bello, lo verdadero, lo perfecto.
Y he aquí que llegó la peste, la pandemia que cambió buena parte de nuestros días. Ahora está en suspenso esa representación, el escenario brillante de lo fatuo y se vuelve a escarbar en lo que éramos, a buscar sentido en los actos que nos preceden. Aquí estamos, replegados, enfrentados a miedos originales, como el espanto frente a la muerte o la sobrevivencia de la especie.
Vivir este estado singular, de suspensión temporal y distanciamiento social, ha transformado nuestras formas de convivencia en dimensiones que solo podremos apreciar más adelante, en el incierto porvenir. Ese vago tiempo que nunca estuvo más brumoso. Resquebrajada la densidad de los vínculos, ahora nos damos cuenta de que queremos tener más en común. Alterados los ritmos, hemos tenido, también, la posibilidad de repensar algunas ideas instaladas cómodamente en el paisaje mental; una de ellas es la percepción de que somos mucho menos individualistas y que hay muchos espacios personales que existen en relación con otros y que necesitamos compartir con otros. Descubrimos que no es tan impenetrable la coraza de la individualidad y estamos abandonando el discurso de lo personal como plataforma deseable, para vivir en el mundo contemporáneo y globalizado.
Tal vez nos dejamos seducir –demasiado entusiastas– por las múltiples ofertas de placer y nos sumamos con otros a eventos que no aluden al profundo deseo de trascender los límites de nuestra precaria condición humana. Trascender en estos actos que nos reafirman en el ser con otros. Demasiados reflectores derramando luz cruda sobre las sombras en que nos convertimos, largas filas de zombies tratando de llegar a los centros del consumo.
Algunos pensamos en los ritos como maneras de hacer sentir, junto a otros, que podemos espantar la tremenda soledad. Ritos que nos hacen palpitar al unísono y que arrastran corrientes subterráneas, como la purificación, el sacrificio, la sangre, el perdón, el agradecimiento. El escenario se remueve. No nos importa tanto el goce instantáneo como el picoteo en los restos para buscar un mundo posible en el que ya no sea necesario la competencia feroz, el saqueo de los recursos naturales, la global uniformidad de los humanos. Tal vez el universo necesita que volvamos a considerar los pequeños mundos, sus particularidades, sus códigos y sus ritos para sentirnos uno palpitante con otros.
Tal vez buscando ese tejido comunitario es que nos reunimos en la Plaza Pública: la multitud buscando esa unión primaria, ese corazón latiendo como uno solo, pero coral. Acudimos a la reserva de la comunidad sacra, que nos transforma y refuerza para creer que somos más de uno.
Sueldo
Es día de pago. El obrero de la IANSA (Industria Azucarera Nacional) ha recibido su sueldo y se dirige a una carnicería del mercado, como cada mes. Saluda a casi todos los dependientes, se detiene a conversar con algunos; se nota que está contento y alarga cada momento. Bromea mientras le envuelven su encargo y sale como queriendo quedarse un poco más. Todavía no hay recorridos de micros urbanas a cada punto de la ciudad, así es que camina de vuelta a su casa sin ningún apuro. Se asombra de ciertos jardines, piensa en el suyo que riega cada tarde.
Llega a su casa. Va directamente a la mesa mientras se compone la escena ritual: los seis niños armados de tenedor y cuchillo, el padre en la cabecera, la madre en el otro extremo, rodean la fuente donde se asienta la cabeza aliñada de un chancho. A la señal del padre, todos usarán los cubiertos para cortar, picar, separar. Todos están alegres, hablan, se ríen, mastican. Con el paso del tiempo han aprendido cuáles son las partes mejores: mejillas, ojos, lengua, labios. Orejas, deliciosas orejas. Han aprendido, también, que hay temas de los que es mejor no hablar.
Terminada la comida, sobre la mesa solo queda el hueserío, la arquitectura de una calavera. Están todos un poco tristes, sobre todo el enorme padre que volverá a su turno en unas horas.
Fotografías: Juan Galleguillos.
Carneo
Elegir es lo primero, pulsearlo para estimar el peso. Luego, amarrar las patas traseras, cargar y llevarlo al lugar del sacrificio. Generalmente, hay allí un tablero que ha servido para este menester durante mucho tiempo; tiene sangre pegada, huele, no se reconoce el color de la madera original. Está muy liso y el agua corre por la superficie jabonosa.
El cuerpo late fuerte y aceleradamente, los ojos aterrados lucen acuosos y enormes.
El cuchillo es siempre el mismo, ha sido seleccionado por su eficacia o se ha convertido en eficaz porque se adaptó a la mano que mata. También tiene huellas antiguas en el filo y hasta en la empuñadura. Hay una palangana de agua fresca para ir lavando la carne. Hay un tiesto bajo el cuello, listo para recibir la sangre.
El abuelo sonríe con el cuchillo en la mano, aún ensangrentado. Está contento porque el cerdo está pesado, porque tiene una buena capa de grasa, porque están todos sus nietos participando del carneo.
En la cocina, tiras del cuero recién quemado se enroscan sobre la plancha de la estufa. Cada quien pasa, saca una lonja y come mientras sigue con sus quehaceres. Alguien hace llegar las vísceras para preparar la chanfaina, que será el almuerzo de los faenadores.
Dos lavan las tripas y las seleccionan para hacer prietas con la sangre llevada a la cocina. Allí está picado el repollo, el ajo y un poco de papas para rellenarlas.
Un niño registra desde la altura de sus cinco años. Va grabando a los familiares que trajinan en torno al cadáver colgado de un travesaño a la entrada del fogón. La escena muestra piernas, llaves colgando de los bolsillos, botas de goma sucias, charcos de sangre, las patas del mesón. El niño va comentando, menciona los nombres de los parientes y vecinos dueños de esos bajos. Ahora lo están despostando y la mirada se eleva un poco, mostrando la cabeza que sigue con el lazo alrededor del cuello, mientras se separan los dos lados desde la columna con una sierra manual. Alguien recibe uno de los costados y lo pone sobre el tablón para separar las piernas, las costillas, las paletas. “Qué horrible lo que hacemos”, se oye comentar al niño.
En el caldero se derriten los trozos de grasa y cuando está líquida e hirviente, se tiran pedazos de carne, más tarde sopaipillas, milcaos, roscas. Terminado el proceso, se deja enfriar el caldero y esa manteca se guarda en enormes tarros de aluminio. Con los cortes de pedazos de carne más finos se hacen chicharrones, los que no se usen de inmediato van a dar al tarro también. Será otra fiesta cuando se vaya terminando la manteca y quede en el fondo una película de grasa y chicharrones llamada yides, un lujo que solo algunas familias pueden usar para rellenar milcaos y guaemes en invierno.
Algunos pensamos en los ritos como maneras de hacer sentir, junto a otros, que podemos espantar la tremenda soledad. Ritos que nos hacen palpitar al unísono y que arrastran corrientes subterráneas, como la purificación, el sacrificio, la sangre, el perdón, el agradecimiento. El escenario se remueve. No nos importa tanto el goce instantáneo como el picoteo en los restos para buscar un mundo posible en el que ya no sea necesario la competencia feroz, el saqueo de los recursos naturales, la global uniformidad de los humanos.
Todos los reunidos comen y beben (generalmente chicha de sus propios manzanales); grandes risas y vistosos comentarios acerca de este y otros ritos. Planean el próximo carneo, a quién le toca y cuánto será el beneficio, principalmente en carne y manteca. Compiten porque los animales representan prosperidad.
Terminada la comida, se entrega el yoco: cada uno carga carne, sopaipillas, prietas, milcaos, cuero de chancho. La abundancia se comparte con los vecinos y familiares que ayudaron a criar el animal. Los dueños de casa saben que todo se debe repartir. Así debe ser el trabajo y el disfrute, como un ir y venir, que lleva largos siglos de gozo y sangre.
Sermón de quenac
La lancha que traía a los meulinos llegó como a las diez y media; bajaron haciendo vivas por el padre Sergio, que había muerto hace un año y era el motivo por el que se reunían. Traían cajas de roscas y pan dulce para compartir; todos sabemos que la harina es un bien valioso y que hornearon las masas en distintas casas el día anterior. Los quenacanos los fueron a encontrar tocando pasacalles. De Caguach venían menos, no traían comida, pero sus imágenes eran las de mejores ropas, como ellos con sus trajes de boda, y agitaban las banderas de su tradicional procesión. El santo patrono de los pescadores iba dentro de un bote tallado y adornado con guirnaldas de flores. En la iglesia de los pobres había tantísima gente, muchos no pudieron entrar. Una mujer con varios niños sentados al borde de una banca, da de mamar a una guagua y lleva un polerón con letras brillantes en la espalda que dice Divas. Han dejado a los ancianos sentarse en las primeras filas y ellos siguen con solemnidad todos los momentos de un rito que los llena de gozo. Sobre la mayoría de las prendas que reconocen como “americanas”, porque han sido compradas en Achao en tiendas de segunda mano, las mujeres llevan mantos tejidos casi siempre negros. Desde los cuerpos se desprende el vapor de la humedad marítima. No podemos ver, pero sabemos que al lado del altar se están bautizando varios niños, algunos vestidos con ternos que les quedan muy grandes. Todos son bajos, gruesos y bajan la cabeza con humildad.
Gracias, le cantan a Dios por amarme a mí también.
Se hace un profundo silencio y el sacerdote empieza a hablar acerca de quiénes son y cuál es el sentido de esta comunión. No se trata de vivir la solidaridad en grandes eventos, sino en los pequeños actos, los que están a la mano, ahí a su alcance. Picar leña a la viejita que está sola; acoger al vecino que viene de lejos caminando; compartir la marisca que ha sido abundante.
Las palabras se elevan por sobre las cabezas y se van deshaciendo, formando una espesa materia que casi se puede tocar. Todos asienten y sonríen. Eso sí pueden hacerlo, eso sí es para ellos.
Después de compartir la carne y la sangre del hijo de Dios, salen satisfechos de la capilla. Un poco más livianos, los padrinos de los bautizados lanzan al aire las monedas y caramelos que han ido guardando por meses para este momento. Todos se lanzan a recoger algo del quinto, hasta los más antiguos, hasta las ancianas.
Se activa como un salto en trampolín, comienza a tejer sus redes que son infinitas como una madeja que se arma y desarma adentro de la cabeza. Dicen que la mascarilla activa el virus. ¿De dónde sacaste eso? Me muestra en el teléfono el posteo de un tal @roberto_elfrikis. Es un plan de las farmacéuticas para enfermarte y vender más. La gran mentira de los gobiernos. No distingue partidos políticos ni ideologías, todo es la manifestación de un mismo daño, la mayoría de las veces un daño que va en directo detrimento del bolsillo. La paranoia se le viene encima con sus ideas fijas, sus circuitos de información diurna que, transpiración de manos, boca seca, sospecho crece en los desvelos. La tecla conspirativa aumenta su tensión. Esto fue creado en un laboratorio, quieren reducir la población. Los científicos dicen que es de origen natural. Sí, claro, muy natural todo lo que está pasando, quién les cree a esos acéfalos llamados científicos. Frases cortas llenan su narrativa de ciencia ficción en la que van construyendo una alambicada torre de Babel, llena de cables y pelacables que se conectan en sus puntas de información. El miedo es el principal motor, lo que alimenta y corre en las venas de su discurso, toda nueva chispa de dato incendia la pradera, entre medio cita los últimos posteos de @conspiramatrix, @ladyfinal, @terceraguerra. La información que entrega es ambigua y difusa, se mezcla, se entremezcla y salpica hacia todos lados y todos los lugares son uno. Te dije lo de la vacuna, sí o no que te lo dije, Bill Gates y el chip… ¿no te llama la atención que el resto de los virus haya desaparecido? Todo va in crescendo, como el déficit atencional, mejor no contradecir. “Demasiadas coincidencias…”, “Es raro…”, “Da para pensar…” son frases frecuentes en su vocabulario: lenguaje siempre al acecho del peligro. Lo más probable es que el encierro, el aislamiento, las redes hayan exacerbado los ciegos laberintos de su mente, sobre todo las redes, el dulce hogar de sus quejas. Siempre habrá un nuevo tema, una nueva obsesión; antes eran las criptomonedas, ahora el virus, mañana la Tierra plana. Todo es la trama de una trampa y nosotros, los títeres en este juego en el que los hilos desconocidos del mundo se mueven en las manos de un enemigo invisible que, con agenda en mano, urde el daño. Se sostiene con especial vehemencia, insiste; aun cuando ya pasa los 45 resulta admirable la capacidad atlética para mantenerse girando, pues sabido es que la permanente obsesión vaya que cansa. Se separó y se fue a vivir con mi tía, a quien ha convertido rápidamente a la jerga de la conspiración: el teléfono nos escucha, la otra vez dije algo, no me acuerdo qué, y empezó a aparecer información, un aviso tras otro, a lo que mi primo agregó en voz baja estamos vigilados y esto del virus es una forma de vigilancia más. Tapa la cámara del computador, cachái que por ahí te pueden estar mirando. ¿Seres de otro planeta? ¿Por qué no? ¿Cómo tan egocéntrica pa’ pensar que somos únicos? Ha perdido el sentido del humor y siempre está a la defensiva, como si esto fuera finalmente el contrapeso de algo que no funciona, una guerra librada consigo mismo. Mente solitaria que vive en la sospecha y desconfianza, la desgracia parece ir pisándole los talones día tras día. Brota y rebrota en todas las formas posibles de persecución, gran parte del tiempo se le va en esto. No distingue interlocutor, apenas la ocasión se lo permite (un asado, un velorio, un encuentro casual en la calle, un wasap de primos) activa su relato que corre como el río desbordado de una verdad que cambiará el curso de las cosas. Para él siempre hay una verdad que se está ocultando. Es religioso en su forma de creer, tiene pocas dudas y muchas certezas, es religioso también en su forma de estar predicando permanentemente. Le presto oído por el cariño que le tengo a mi tía. Su tiempo es siempre el de un futuro, sus ojos están puestos lejos del presente que se ha desajustado y cruje por todas sus rendijas. No hay peor ciego que el que no quiere ver, ya se sabrá quién tenía la razón, repite con su dedo en alto, sus manos siempre se agitan cuando habla y mira a todos lados, igual al animal enjaulado de su imaginación. Esto estaba anunciado y ¿sabís desde cuándo?… señales que, con sonrisa de medio lado y mirada fija, se cierran sobre sí y sobre el mundo en un efecto dominó.
Hay pocas figuras que resistan tantas interpretaciones disímiles como la de Juana de Arco. A partir de las actas del juicio al que fuera sometida, se puede reconstruir su breve vida: sabemos que la bautizada “Jeannette” fue parte de una familia campesina que vivía en el pueblo de Domrémy, ubicado al noreste de Francia. Su infancia la dedicó a hilar, pastorear el ganado en los bordes del río Mosa y a rezar. Desde los 13 años comenzó a tener visiones de San Miguel, Santa Margarita y Santa Catalina, quienes le transmitían la orden divina de unirse al ejército para liberar a Francia del dominio inglés, en el contexto de la Guerra de los 100 Años. Se rumoreaba que con ello se cumpliría la profecía de Merlín, según la cual Francia se perdería por una mujer y se recuperaría por una doncella que cabalgaría contra los arqueros y conservaría su virginidad. Tras varios obstáculos, la ahora denominada Juana logra convencer al Delfín de liderar su ejército, para lo cual reemplazó los hábitos de las mujeres por vestidos que usaban los hombres. Siguiendo el dictum divino, recuperó la ciudad de Orleáns, coronando así a Carlos VII como rey de Francia en la catedral de Reims. Luego de sufrir reveses militares, fue capturada y vendida a los ingleses, para ser sometida a un proceso inquisitorial. Le formularon cargos de violación de la ley divina al vestirse de hombre, engaño al “sencillo pueblo” por hacerse pasar por una enviada de Dios, creencia en supersticiones y falsos dogmas, y herejía. Después de un largo proceso fue excomulgada por ser un “miembro podrido de la Iglesia”, y condenada a muerte. El 30 de mayo de 1431, a sus 19 años, fue quemada en la hoguera.
La figura de Juana ha sido leída por historiadores, curas, novelistas, poetas y artistas de maneras diversas, incluso contradictorias. Algunos republicanos sostienen que encarna la unión anticlerical del pueblo frente a un enemigo común. La extrema derecha la utiliza para promover un patriotismo sacrificial, ligado a la idea del origen divino del Estado francés. Sectores de izquierda la desproveen de su dimensión divina para devolverle su sentido histórico, nacionalista y anticlerical. Las feministas la recuperan como modelo de resistencia ante las normas que relegan a las mujeres a cumplir roles determinados. La Iglesia la declaró símbolo de vocación religiosa y la consagró patrona de Francia. Otros la erigen como una muestra de un conflicto irresoluble entre deber y vocación, amor humano y misión divina. Ante tamaña diversidad se puede decir que el atractivo de Juana de Arco radica en que es una figura en la que conviven polos aparentemente opuestos: es campesina y mística, niña y soldado, santa y patriota, participa del orden terreno y del orden divino.
Esta convivencia contrariada la convierte en una figura hipnótica e ineludible para el cine. Al igual que Juana, el cine desde su invención carga con un manto de duda: que si es o no es arte, que si debe o no debe contar historias, que si representa o no la realidad, que si es individual o colectivo. Por ello, desde sus inicios, cada década ha contado con al menos un filme dedicado a la vida de Juana de Arco. Tanto es así, que si hiciéramos el esfuerzo de anudarlos se podría dar cuenta de una historia del cine que muestra esta característica peculiar de constituirse a partir de contrariedades. Solo a modo de ejemplo, la propia disputa por la paternidad del dispositivo cinematográfico se expresó en la batalla por la figura de la santa. Los laboratorios Edison estrenaron su Juana de Arco ardiente (1896), mientras que, al otro lado del Atlántico, los hermanos Lumière hicieron lo propio con La ejecución de Juana de Arco (1898). Pero en el mismo territorio francés, Georges Méliès también estrenó su Juana de arco (1900), que se convirtió en célebre por mostrarla elevándose a los cielos para ser recibida por un coro de ángeles, antes de que fuera rehabilitada por la Iglesia.
A diferencia de las antecesoras, la Juana de Arco de Dumont pone el acento en la irresolubilidad de las contrariedades que marcan su vida. Y lo hace, primero, mediante un uso particular de la música que afecta la circulación fluida de los cuerpos y, segundo, concentrándose en los movimientos más que en las acciones que sus personajes realizan. El excéntrico músico Igorrr estuvo a cargo de la creación de las melodías que sirven para mostrar la historia de Juana como si de un musical se tratara.
Teniendo en consideración la copiosa colección de filmes que a partir de ahí se fueron acumulando, el hecho de que el cineasta francés Bruno Dumont la vuelva a poner hoy en pantalla muestra el rol fundamental que juega en el devenir de la historia del cine. Es así como presenta dos filmes: Jeannette, la infancia de Juana de Arco (2017) y Juana (2019), con los que persigue consagrar la identificación de la figura de Juana con el cine en tanto que forma expresiva. O más precisamente, que Dumont necesita de Juana para consolidar la visión del cine que con su filmografía, compuesta de una decena de películas y dos series, ha intentado instalar: el cine es una forma de pensamiento que, sin embargo, trabaja con la materialidad de los cuerpos. En ese sentido, afirma que la razón por la cual pone en escena a Juana es que ella “es una aleación de lo humano y sus contradicciones internas (…) ningún discurso puede conciliar tantas contradicciones, solo la mística, o sea el cine mismo”.
De este modo, Dumont sigue dibujando la constelación que abrió con su primera película, La vida de Jesús (1997), que inauguró lo que será el rasgo distintivo de su filmografía: mostrar que dichas contrariedades se expresan en la vida de cualquiera. En el caso de este filme, traduce el gran mito del mundo occidental que es la existencia de Jesús a una historia mínima, protagonizada por un chico epiléptico que vive en un pueblo, también del norte de Francia, en donde el tiempo transcurre con lentitud. No hay más acción que las que le reportan el cuidado de su pajarito enjaulado, las tardes compartiendo con su sencilla novia y los paseos en moto con sus amigos, con los que mira pasar a los vecinos mientras les corre una gota de sudor por la frente. Dumont le sustrae cualquier dejo de heroísmo al sacrificio de Jesús en la exacta medida en que deja de haber un futuro promisorio para estos chicos humildes que, entonces, pueden quitarle sin miramientos la vida a un joven inmigrante.
Con ello se puede advertir que Dumont realiza el camino inverso al de Carl Dreyer, quien comenzó con La pasión de Juana de Arco (1928) para terminar escribiendo, durante más de 10 años, un guión sobre Jesús que jamás llegó a rodar. Dreyer decía que con su Juana quería mostrar que detrás de los personajes históricos habían personas comunes que en sus convicciones estaban atrapadas por los prejuicios de su época, y por ello rechazaba la idea de que su filme perteneciera a la vanguardia cinematográfica. A pesar de que pensadores como André Bazin o Gilles Deleuze reflexionaron sobre ella, sostenía que antes de ser un filme para estudiosos, expresaba contenidos humanos dirigidos a cualquiera.
Esos cualquiera, hombres y mujeres de pueblo entre los que se cuenta también a Juana, son los que muestra Dumont a lo largo de toda su filmografía, que se distingue por recurrir a actores y actrices no profesionales y por instalar de telón de fondo siempre el mismo paisaje: sus filmes están situados literalmente en las mismas colinas que rodean los pueblos del norte de Francia. Lo que aplica incluso si se trata de biopics como Camille Claudel 1915 (2013), en la que una consagrada Juliette Binoche le da vida a la escultora, siendo forzada a medirse con personas anónimas que padecen trastornos mentales.
Dumont se detiene en una porción de la vida de Juana que ha sido pocas veces explorada. La mayoría de los filmes están centrados en su etapa heroica, ilustrando las batallas, o en el juzgamiento que culmina con su cuerpo en la hoguera. La infancia es tratada superficialmente, como un prolegómeno que sirve de simple antecedente de los hechos más relevantes.
A diferencia de las antecesoras, la Juana de Arco de Dumont pone el acento en la irresolubilidad de las contrariedades que marcan su vida. Y lo hace, primero, mediante un uso particular de la música que afecta la circulación fluida de los cuerpos y, segundo, concentrándose en los movimientos más que en las acciones que sus personajes realizan. El excéntrico músico Igorrr estuvo a cargo de la creación de las melodías que sirven para mostrar la historia de Juana como si de un musical se tratara. Según sostiene el propio Dumont, la única forma que advertía de acceder a la subjetividad contrariada de Juana era apropiándose de un género que pocas veces se asocia a la vida de los santos. Lo que no deja de ser curioso, si se piensa que la espiritualidad ha sido tradicionalmente expresada en la experiencia coral del canto: “Quien canta reza dos veces”, nos repetían en las lecciones de catequesis. Además, ya con Johanna (2005), de Kornél Mundruczó, tuvimos ocasión de ver una versión musical de la vida adaptada de Juana en la que se muestra a una mujer que se dedica a curar enfermos teniendo sexo con ellos, desatando una lucha contra los médicos amenazados por su fuerza sanadora. Lo que reviste mayor novedad del díptico de Dumont a este respecto es que transmite la espiritualidad contrariada de Juana no solo a través de la mezcla del sublime tono celestial con la pesadez de la música metalera, sino en los movimientos robóticos de ella, torpes incluso, que finalizan a veces con un tropiezo.
Además, Dumont se detiene en una porción de la vida de Juana que ha sido pocas veces explorada. La mayoría de los filmes están centrados en su etapa heroica, ilustrando las batallas, o en el juzgamiento que culmina con su cuerpo en la hoguera. La infancia es tratada superficialmente, como un prolegómeno que sirve de simple antecedente de los hechos más relevantes. En cambio Dumont sitúa el primer filme exclusivamente en la infancia pastoril de Juana, sin mostrar otra cosa que los instantes de duda que preparan la decisión de presentarse ante el Delfín, entre los que se incluyen bailes sufrientes por medio de los que le recrimina a Dios no “matar la guerra”. En el segundo filme elimina la acción, por ejemplo, de la batalla en sí, concentrándose en los momentos previos, resumiéndolos en una coreografía ecuestre; o en los momentos posteriores, como los reclamos de Juana al ver tantos cadáveres en el campo de combate. En breve, a Dumont le interesa más mostrar los instantes de contrariedad expresados en los movimientos torpes de los cuerpos que los hechos heroicos que dieron lugar a la configuración del mito de Juana.
Quizás la mayor diferencia que explica el sentido de volver a poner a Juana en escena hoy es el modo en que Dumont exhibe el final de su vida. A diferencia, por ejemplo, de Dreyer o Bresson, él toma distancia del acto de la quema en la hoguera, mostrándonos la pira desolada. Con este epílogo dominado por el vacío parece advertirnos que la mayor disonancia no es la de los planos de los rostros que contrastan con el cielo, sino el intento de dar cuenta racionalmente de toda nuestra experiencia de lo real. En otras palabras, muestra la imposibilidad de resolver las contrariedades que nos constituyen, de las que la propia forma de hacer cine sería su máximo testimonio.
En la pared donde termina la sala y comienza la cocina hay una tinta enmarcada de un gato. El trazo es elegante y el felino parece avanzar en el vacío. Solo son unas pocas líneas, unas más gruesas que otras. Me fascinó desde que lo vi, cuando llegué, pensando que pasaría unas semanas en Nueva Orléans. Cuando la estadía se volvió otra cosa, cuando dejó de existir una fecha de regreso y los aeropuertos se cerraron y el tiempo se volvió un río: unos días un torrente, otros un riachuelo interrumpido por un derrame de lodo, miraba al gato. Un día pregunté por su origen. No era japonés ni chino, como imaginé. Lo pintó Walter Anderson, un nativo de Nueva Orléans, que vivió la mayor parte de su vida en Mississippi, en la ciudad de Ocean Springs. El nombre de la ciudad me despertó un vago recuerdo y comencé a sentir algo más que curiosidad. La dueña de casa me prestó varios libros sobre él. Comencé a leerlos y, mientras más leía, más crecía la extrañeza. Me resultaba demasiado familiar para ser un artista que apenas descubría. Anderson no es un nombre reconocible ni un artista al que se le pueden atribuir las características de su generación, la de De Kooning o Rothko. Es una anomalía, si se quiere. Alguien que no corresponde a su época. Se podría trazar una línea directa entre él y los grandes pintores naturalistas norteamericanos, desde el siglo XVI en adelante: John White, Mark Catesby, William Bartram y, sobre todo, John James Audubon. Pero también era un místico, por ponerle un nombre; alguien que utilizaba el lenguaje de la pintura (y la escritura) para explorar el mundo con la intención de encontrar un orden, un sentido; alguien que dejaba que la música y sus estructuras permearan su arte para que este se convirtiera en poesía u observación. Kandinsky y Klee vienen a la mente. Y un muralista. Dejó tres murales en Ocean Springs, el arte público más destacable del sur de Estados Unidos. Y, sin embargo, apenas se lo conoce fuera de la región. Lo busqué en internet y llegué hasta la entrada del museo que lleva su nombre, abierto al público en 1991. También me pareció familiar. Le escribí a una amiga preguntando si su marido era de Ocean Springs. Me respondió enseguida, ¿no recordaba que fuimos un día a conocer a la familia de su novio y visitamos el museo de Walter Anderson después? Sentí que el río me arrastraba por su lecho.
Claro.
Era la primera década del siglo XXI, llevaba algunos años en Nueva Orléans, en la ciudad tolerante y liberal. La anomalía en el sur conservador. Salimos cerca de las nueve de la mañana, para las diez y media entrábamos a Ocean Springs. Era domingo, el fin del verano y la hora en que terminaba el servicio religioso de las iglesias que flanqueaban el centro de la ciudad. Mississippi es uno de los estados más religiosos y conservadores de Estados Unidos. El 74 por ciento de sus habitantes considera su fe como algo “muy importante”. Frente a todas las iglesias por donde pasamos vimos a adolescentes descalzas, con el pelo sujeto en colas de caballo, publicitando el lavado de carros a cambio de donaciones. Llevaban pequeños bikinis de colores patrióticos. Las congregaciones que salían de los templos llevaban atuendos sobrios y circunspectos. El tráfico estaba estancado porque las chicas limpiaban los automóviles mientras estos intentaban salir. Y luchaban por su clientela entre ellas con sus enormes esponjas y baldes con mucha agua espumosa. Un buen número de los miembros de esas congregaciones pasaba sus manos sobre las pieles húmedas y espumosas de las adolescentes mientras se estiraban sobre el chasís de sus automóviles con la excusa de ayudarlas. Podía escuchar risas forzadas; varios niños correteaban con ropa formal por las veredas; la temperatura rondaba los 30 grados.
Dibujó varios autorretratos titulados ‘Alienado’; escribió cartas, preparó ilustraciones de lo que le rodeaba y del Ramayana y de las enseñanzas de Buda. Para 1940 los doctores llegaron a la conclusión de que podría vivir una vida ‘normal’ si no sentía las presiones de un empleo regular o responsabilidades.
Todo lo que vi después, palideció ante esa imagen.
Hasta Walter Anderson.
Fuimos al museo en la tarde. Recordé que me paré en el anexo del edificio principal, el centro comunitario de la ciudad, y pensé ¿quién pudo pintar esta explosión de color y movimiento?; también recordé que cuando salíamos, una guía señaló hacia el pequeño esquife que colgaba del techo mientras decía que Walter Anderson se había atado a la embarcación para sobrevivir al Huracán Betsy cuando remaba a tierra firme; también recordé que entramos a la tienda del museo y que quise comprar una camiseta con el gato que ahora colgaba de la pared del departamento donde me quedaba y que no pude hacerlo porque era muy cara.
***
Anderson pareció entender pronto la máxima que dice que nunca sabemos lo que no sabemos. También intuyó que para arribar al asombro de descubrirlo tendría que viajar para escapar de la prisión impuesta por los límites de su familia, de su época y medio. Y que, a veces, ese viaje solo involucraría acercarse a la biblioteca de su casa. Su mamá, Annette McConnell Anderson, fue una figura importante del Arts & Crafts de Nueva Orléans, un movimiento que buscó devolver protagonismo al artesano e igualar su labor a la del artista mientras navegaba y se apropiaba del arte de todas las culturas del mundo. También era una entusiasta de las religiones orientales y una pianista competente, con una muy nutrida biblioteca. Walter Anderson descubrió a Homero, Whitman, Emerson, Chesterton, Yeats, Blake, Darwin, Humboldt, Goethe, Cervantes, Coleridge, Milton y Bulfinch, entre muchos otros, allí. En su adolescencia él y sus dos hermanos cantaban canciones de Gilbert & Sullivan acompañados al piano por Annette. Todas las actividades artísticas eran fomentadas en el hogar. La música clásica era una presencia constante. Cuando Walter demostró tener un talento especial para la pintura, su madre le consiguió una beca artística para que estudiara en la costa este del país.
Pasó cinco años entre Nueva York y Pennsylvania a principios de la década del 20. En su formación clásica no se mencionó a los grandes movimientos modernistas del momento. Nadie habló del cubismo, dadaísmo o surrealismo; apenas un profesor lo introdujo en el impresionismo. Fue entonces cuando escuchó a A. R. Orange, el gran divulgador de las prácticas espirituales de Gurdjieff. Se interesó tanto por lo que oyó que, cuando ganó el Premio Cresson, que cubría los gastos de un viaje al exterior, se dirigió al Instituto para el Desarrollo Armonioso del Hombre, establecido por Gurdjieff en Francia, para presentarse como pupilo. Pronto se desencantó, no solo no le prestaron mayor atención al pobre estudiante de arte, sino que le pareció que la concurrencia estaba poco interesada en su desarrollo espiritual. Algo que a él le interesaba sobremanera. Reemplazó el instituto por un peregrinaje por las catedrales góticas de Francia y un viaje a la Dordoña para conocer las pinturas rupestres de las cuevas en Les Eyzies. Su amor por el arte “primitivo” fue una constante a partir de ese momento. Tanto era su anhelo por conocer el arte de otras épocas, pueblos y culturas, que aprendió español con un diccionario para poder traducir los cuatro volúmenes que poseía de la historia del arte, Summa Artis, de José Pijoan, dedicados al arte de los pueblos aborígenes, Asia occidental, Egipto y Grecia. Mientras traducía, también copiaba las imágenes.
Sin título (C. 1945), de Walter Anderson.
Cuando terminó sus estudios, volvió a la casa familiar, que ahora se encontraba a orillas del Golfo en Ocean Springs, Mississippi. Sus padres, retirados, habían decidido mudarse al campo. En el enorme terreno, Peter, el hermano mayor, abrió un negocio de cerámica (con talleres, un horno y una sala de exhibición). Walter y Mac, el hermano menor, pintaban y decoraban las piezas. La Gran Depresión inició al año siguiente y, gracias a Shearwater Pottery, la familia sobrevivió con la venta de platos, jarrones y pequeñas piezas decorativas que vendían a precios asequibles. Por ese entonces conoció a Agnes “Sissy” Grinstead, una estudiante de Radcliffe College, anexa a Harvard, que visitaba a sus padres durante las vacaciones de verano. Tendrían un tumultuoso matrimonio de más de 30 años, marcado por la intensidad de los requerimientos de Bob, como lo llamaban. En las memorias de ella se lee: “Sabía que él representaba algo muy superior al ordinario rebaño humano. Siempre pensé en él como Jesús, una comparación extraña, porque realmente no cumplía con los requisitos. Estaba sujeto a ataques de depresión oscura, no podía lidiar con la gente que lo aburría. Debía ser su tremenda fuerza creativa la que le otorgaba esa cualidad divina. Sabía cosas no solo por observación sino por una especie de intuición, de conocimiento básico y de gran alcance que él mismo luego definiría como su capacidad de convertirse en cualquier ser viviente: árbol, flor, hormiga, pájaro, hombre”.
Su naturaleza curiosa lo llevó a realizar viajes a pie o en bicicleta a distintos lugares con poco más que su sombrero, bitácoras (nombre que tomó de los registros literarios de exploración, uno de sus géneros preferidos, como El viaje del Beagle de Darwin), papel y su caja de acuarela y tintas. Su mayor interés residía en la naturaleza, en sus formas y ritmos, en la interconexión del mundo y en tratar de entender los mecanismos del funcionamiento del Universo. Su relación con la sociedad nunca se dio en los mejores términos. Cuando llevaba una década de trabajar en la empresa familiar sin poder dedicarse a su arte (algo que se volvió una urgencia casi psíquica y espiritual), esa frágil relación se rompió. Pasó tres años entrando y saliendo de instituciones psiquiátricas, recibiendo distintos diagnósticos y tratamientos. A lo largo de esos años, sin embargo, su pintura y escritura se mantuvieron como un puente con el exterior: dibujó varios autorretratos titulados “Alienado”; escribió cartas, preparó ilustraciones de lo que le rodeaba y del Ramayana y de las enseñanzas de Buda. Para 1940 los doctores llegaron a la conclusión de que podría vivir una vida “normal” si no sentía las presiones de un empleo regular o responsabilidades. Sissy lo acogió en su antigua casa familiar en Oilfields, en las cercanías de Ocean Springs (ella tuvo que hacerse cargo de las finanzas del hogar, trabajar como maestra de escuela y criar sola a los cuatro hijos que tuvieron juntos).
Los años en la isla lo convirtieron en un Thoreau extremo. No tenía una cabaña en el bosque, sino que convivía con jejenes, mosquitos y serpientes sobre la playa. Dejó de buscar arquetipos y comenzó a pintar y dibujar el mundo que lo rodeaba sin jerarquías. Llenó más de 80 bitácoras con sus escritos. Sus acuarelas se volvieron explosiones de color sin perspectivas, dibujadas sobre papel de máquina de escribir, porque el formato y el precio le convenían.
Sus escritos, pinturas y dibujos lo sitúan en una experimentación y producción constantes. La monotonía de una rutina, aunada al descubrimiento de la flora y fauna del lugar le permitieron que, “en todo lo que veo, [descubra] lo nuevo y extraño”. Su pintura se volvió estilizada y simbólica. Rompió por completo con su formación realista. Adoptó los siete motivos primordiales presentes en A Method for Creative Design (la espiral, el círculo, la combinación de medios círculos, la “s”, la línea ondulada, quebrada en forma de zigzag y la recta estipuladas por el mexicano Adolfo Best-Maugard), como las letras de un lenguaje universal con los que cazaba arquetipos. Descubrió en las siete formas las partes del todo que es la “espiral giratoria”: la fuente de todo el arte y la vida. Se sintió en el camino acertado, pues recordó sus lecturas de los trascendentalistas norteamericanos, influenciados por Blake, como Whitman o Thoreau, que también habían reconocido la fuerza de la espiral cósmica como unificadora de la Creación.
Pero llegó un nuevo quiebre. “Tanto depende la tierra firme del modo dominante, que fue necesario para mí salir al mar para encontrar el condicional”, escribe. Se muda a una pequeña propiedad en el terreno de sus padres y pasa los siguientes 17 años de su vida yendo y viniendo de Horn Island, una pequeña isla a 18 kilómetros de la costa. En esos años pinta el centro comunitario de Ocean Springs, por lo que cobró el precio simbólico de un dólar a la ciudad en 1951. Allí se ve el cosmos condensado en un caleidoscopio de colores, poco comprendido en su momento, y el mayor atractivo de la conservadora ciudad en la actualidad.
Los años en la isla lo convirtieron en un Thoreau extremo. No tenía una cabaña en el bosque, sino que convivía con jejenes, mosquitos y serpientes sobre la playa. Dejó de buscar arquetipos y comenzó a pintar y dibujar el mundo que lo rodeaba sin jerarquías. Llenó más de 80 bitácoras con sus escritos. Sus acuarelas se volvieron explosiones de color sin perspectivas, dibujadas sobre papel de máquina de escribir, porque el formato y el precio le convenían. A veces las unía y armaba un paisaje que marea por la intensidad del detalle y la condensación de información, aunque tampoco tuvo problema en pintar docenas de cangrejos o pelícanos o mapaches o serpientes coral sobre la hoja blanca como una forma de “materializar” la naturaleza.
Hummingbirds (1955), de Walter Anderson.
Nunca pretendió vender su arte o exhibirlo, para él pintar, dibujar o escribir eran una manera de asimilar el mundo. De ser parte del todo: “Anoche tuve algo así como una inauguración de la casa, con pájaros y animales. Alimenté a los pájaros con arroz y al mapache con ciruelas pasas, mantequilla de maní y arroz, pero la rata pudo habérselo comido. Había unos 20 mirlos de alas rojas, cuatro grillos, dos o tres conejos, una gallina de barro que entró junto a las altas olas que llegaron a pocos metros del fuego, pero que luego dio media vuelta y salió otra vez: una invitada distraída. El mapache, que también ignoró al anfitrión, comió un poco de arroz, buscó algo mejor y se fue. El gorrión de garganta blanca, casi invisible hasta que se movió, tomó un grano blanco de arroz antes de desaparecer”, se lee en una de sus bitácoras.
Walter Anderson, que logró una comunión con la naturaleza y dejó miles de acuarelas, tintas, óleos, anotaciones, tallas de madera, cerámicas, títeres, muebles, bloques de linóleo y el gato que vi por primera vez hace 15 años y con el que ahora convivo, pensaba que “si el hombre se niega a dejarse distraer –conducido a la locura, a la enfermedad o al delirio– se daría cuenta de que es el hijo favorito de la Fortuna”.
Ese hijo murió a los 62 años, luego de una operación para retirar un cáncer de pulmón en 1965.
Días después del final de la II Guerra Mundial, dos incendios destruyeron gran parte de las colecciones de los principales museos de Berlín. Almacenadas en las torres antiaéreas del parque Friedrichshain, invaluables obras de la Gemäldegalerie y el Kaiser-Friedrich-Museum desaparecieron con el fuego o quedaron dañadas irremediablemente. Entre cientos de pinturas y esculturas, cuadros de Caravaggio, Durero, Rubens, Goya y Van Dyck terminaron convertidos en cenizas.
Por el estado de algunas piezas rescatadas entre los escombros, es posible constatar la intensidad del fuego. Salvo fragmentos y una reducida parte de las piezas originales recuperadas en todo este tiempo, se trata de una especie de fantasma, la imagen de un museo perdido. Las circunstancias particulares de los incendios nunca han sido aclaradas. Aunque los restos, desfigurados, hayan perdido su valor artístico, hoy son parte de nuestra memoria material; son nuestras ruinas.
Escucho una conferencia que transcurre en el Instituto Warburg y que está a cargo de Neville Rowley, uno de los curadores que participó en la muestra. Hace cinco años, en los salones del Bode-Museum (como fue rebautizado el Kaiser-Friedrich-Museum) se intentó, con documentos y fotos de archivo, réplicas de yeso y parte de lo que queda, reconstruir el valor de aquello que no existe y el significado que constituye esa ausencia.
El cruce con el Instituto Warburg no es casual. La extraña disciplina que intuyó Aby Warburg como historiador, deriva de las supervivencias y las asociaciones. Buscando en las ruinas de la memoria cultural, el trabajo de Warburg ha adquirido un estatus mítico como sistema de referencia visual para el estudio del arte y de la cultura. En palabras de Giorgio Agamben, su interpretación trasciende la iconografía, la historia del arte y la historia de la cultura, llegando al nivel más amplio “de la ‘ciencia sin nombre’ a la que Warburg dedicó su vida y que apuntaba a diagnosticar al hombre Occidental a través de una consideración de sus fantasmas”. En La imagen superviviente, Georges Didi-Huberman profundiza en el síntoma de su trastorno: “Si la memoria es inconsciente, ¿cómo constituir entonces su archivo?”.
Para Georg Simmel, las ruinas constituyen la forma presente del pasado. En ellas, “el pasado con todos sus destinos y mutaciones se concentra en un punto del presente susceptible de intuición estética”.
La imagen de una estructura que colapsa tiene un alcance simbólico profundo. En representaciones de San Jerónimo, como en distintas escenas de la adoración de los Reyes Magos, de fondo suelen verse paredes desmoronadas o la cúpula caída y maltrecha de un templo antiguo siendo superado por la naturaleza. T. S. Eliot, en su “Travesía de los Reyes Magos”, muestra una evocadora imagen del pasado que se pierde de cara a un momento inaugural: “Hubo/ un Nacimiento, sí. Tuvimos prueba de ello/ y no quedaron dudas. Yo había visto antes/ nacimientos y muertes, pero entonces / me habían parecido diferentes;/ para nosotros este Nacimiento/ fue como una agonía amarga y dolorosa,/ como la Muerte, nuestra muerte”.
Para Simmel, el impacto de una ruina es más trágico cuando el origen de la degradación no viene de afuera, sino como la realización de una tendencia inherente a las capas más profundas de lo que se destruye. “Este equilibrio se quiebra en el momento en que el edificio se degrada y se desmorona, cuando las fuerzas naturales inclinan la balanza hacia su irremediable destrucción”, escribe en su ensayo “Las ruinas”.
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De las 2,5 millones de piezas perdidas en los incendios de las torres antiaéreas del parque Friedrichshain, 1.5 millones retornaron en 300 vagones de tren desde la Unión Soviética a la RDA, en septiembre de 1958. En Estados Unidos, las obras de la Gemäldegalerie confiscadas por el ejército norteamericano fueron exhibidas en 14 ciudades antes de ser devueltas, convirtiéndose en la primera muestra considerada un éxito de taquilla. La historia de las ruinas es también la historia de la dominación y de los saqueos.
Para Georg Simmel, las ruinas constituyen la forma presente del pasado. En ellas, ‘el pasado con todos sus destinos y mutaciones se concentra en un punto del presente susceptible de intuición estética’.
En estos tiempos, los remanentes de esos procesos tienen que ver con guerras y catástrofes sociales, en las que subyacen los conflictos surgidos de la industrialización global. La lógica neoliberal ha sometido material y mentalmente el sistema productivo, legitimando un proceso de destrucción de los recursos presentes y futuros. Los efectos son visibles. Nuestras ruinas son recientes. De un año a esta parte, los accesos permanecen restringidos y las fachadas siguen tapiadas con planchas de zinc y láminas de acero grafiteadas con indignación; las ciudades, abandonadas durante meses de cuarentenas sanitarias, siguen vacías de noche por el toque de queda, casi habituados a un Estado permanente de emergencia. Debemos reconocernos en una cultura que se desvanece, mientras la calle es categórica: “Podrán borrar la ciudad entera pero nuestra memoria nunca”.
A propósito de las obras inacabadas de Aby Warburg y Walter Benjamin, Adriana Valdés escribe en su ensayo “De ángeles y ninfas”: “La acumulación de materiales no puede menos que evocar una especie de búsqueda angustiosa, de fragmento en fragmento, de esa estructura subyacente. Es decir, de un sentido”. Pero, aclara, no cualquier sentido: “Un sentido siempre inminente, que se escapa, y nunca se deja capturar por completo”.
En Historia natural de la destrucción, W. G. Sebald no solo recuerda la extraordinaria eficiencia y rapidez con que se retiraron los escombros y comenzó la reconstrucción en Alemania, sino también la amnesia protectora que se instaló después de los bombardeos. Los restos de las torres antiaéreas del parque Friedrichshain fueron enterrados junto a toneladas de escombros, formando Mont Klamott, dos colinas de casi 80 metros que se pueden recorrer. Algunos muros de hormigón asoman como si fueran rocas de un macizo natural. Cuesta creer que muchos parques y colinas que dan forma al diseño urbano de Berlín, sean la cicatriz visible de un siglo que se resiste a quedar atrás.
Nuestras ruinas, en cambio, son estructuras enquistadas, abscesos urbanos visibles, paisajes montados, como las pinturas que acumula el pintor Álvaro Oyazún: “El proyecto El Autodidacta es un relato de ficción que me he inventado para creer que viajo”, ha dicho. Su lectura anticipada de nuestros escombros, lejos de la nostalgia moderna, reacciona de forma irónica contra un paisaje abyecto, banal y sin tradición. Un buen ejemplo es su paisaje En Mejillones yo tuve un amor, una pintura de la Plaza Cultural Pablo Neruda que está ornamentada con un Hawker Hunter (“como si se tratara de una escultura”), lo que para el artista “es doblemente infame, por la memoria que esta invoca y su presente”.
La aparición de una realidad histórica y social subyacente reemplazará a otra de manera inevitable. Limitados a la velocidad de conexión, visitamos interiores y libreros, confinados al encuadre doméstico. Las fronteras internacionales siguen prácticamente cerradas. El turismo es un factor de riesgo y una de las principales causas de propagación del coronavirus. Por razones sanitarias, la conferencia en el Instituto Warburg es a puertas cerradas. Transcurre entre Berlín y Londres, por Zoom. El nuevo distanciamiento irá a acercarnos al mundo de otro modo. Mientras, como un fantasma, puedo asistir sin estar ahí.
Una de las imágenes de Caravaggio que se quemaron en el búnker –el retrato de San Mateo escribiendo su Evangelio– muestra a un hombre de la calle impresionado con las palabras que ha escrito el ángel que guía su mano. Para el curador, el mensaje subversivo de Caravaggio apunta a la naturaleza irónica del milagro: el texto sagrado pudo ser escrito por un analfabeto.
Curiosamente, los objetos de menos valor se salvaron de los incendios olvidados en los museos. De cara a un nuevo punto de inflexión, conviene distinguir aquellos elementos que constituyen una nueva fase de la cultura dominante de los que se oponen a ella. Las ruinas son transitadas, colapsan, se desmoronan y son sometidas a las fuerzas naturales, pero sobre todo, cambian de acuerdo a cómo las vemos.
Svetlana Boym observaba dos pulsiones contradictorias inherentes a la humanidad: trascender el día a día en alguna especie de sueño colectivo, y habitar las ruinas más inhabitables, sobreviviendo para preservar nuestros recuerdos. Esa ambigua añoranza del pasado, se vincula a la experiencia individual de la historia.
De Lovecraft Country, la serie que HBO estrenó en 2020 a partir de la novela que Matt Ruff publicó el 2016, recordaremos tres cosas. La primera es el modo en que la serie aborda el racismo de la obra de Howard Phillips Lovecraft, en sincronía con la polémica acerca de los World Fantasy Awards y la estatuilla del galardón (el Howard era un busto del escritor), algo que la escritora Nnedi Okorafor, afroamericana y ganadora del premio, había resumido el 2011 en una paradoja atroz: “Una estatuilla con la cabeza de un racista es uno de mis grandes honores como escritora”. Aquello también aparecía, por ejemplo, en la reescritura que hacía Victor Lavalle en La balada de Tom el Negro, que era una versión de “El horror de Red Hook” (el cuento original de 1925) y cuya dedicatoria había sacado de sus casillas a S. T. Joshi, el celoso biógrafo del autor. “Para H. P. Lovecraft, con todos mis sentimientos encontrados”, decía. Matt Ruff había jugado con eso también: su lectura de Lovecraft venía acompañada de una idealización del pulp y del género fantástico como una tradición de la que apropiarse. Ruff entendía al autor de Providence de modo opuesto a como lo hacía el crítico Mark Fisher: adiós a toda extrañeza, a lo weird, a lo raro, acá se trataba del lazo o mito de origen de una familia, una comunidad, una etnia.
La segunda cuestión es más bien obvia y tiene que ver con la ansiedad del canal de cable de conseguir un éxito en la cuerda de Juego de Tronos; o sea, una obra de temática adulta, donde las disquisiciones filosóficas se presentasen intercaladas con escenas de sexo y ultraviolencia, reemplazando los dragones de G. G. Martin por unos shoggots casi domesticados, capaces de aullar a la luz de la luna.
La tercera consiste en una colección de momentos que se elevan sobre el tono sanguinolento de la narración, para emitir un fulgor inesperado. Quizás este es el mérito de Misha Green, la showrunner del programa, cuya mirada cobra vuelo cuando se aleja de la novela original.
Vuelvo sobre dos escenas.
Una corresponde al primer capítulo, cuando vemos a dos hermanas cantar “Whole Lotta Shakin’ Goin On”, de Jerry Lee Lewis, en la fiesta callejera de un barrio negro; y el modo en que escuchamos un poema de Sonia Sanchez en el penúltimo episodio, cuando una de esas hermanas atraviesa las calles en llamas de la ciudad de Tulsa. La muchacha ha viajado en el tiempo a 1921 y lleva un libro de conjuros en las manos, pero eso apenas importa. El fuego no la toca, mientras Michael K. Williams la observa desde una ventana, con una mirada de cansancio y pena infinitos. La novela original no tenía momentos así, como este donde el Omar Little de The Wire aparece envejecido y quebrado, y la cicatriz que tiene en la cara luce más hundida. En él está todo el dolor del mundo. “No estamos mintiendo, todo se está sacudiendo”, dice la canción que entonan las hermanas. “A veces me pregunto/ ¿Qué decirte ahora /en el aire suave de la tarde cuando tú/nos mantienes a todos en una sola muerte/ Digo-/¿Dónde está tu fuego?”, dice el poema que se escucha como un mantra, como un modo de hilar la memoria en una especie de rabiosa belleza, pura tristeza escindida del terror.
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En cualquier caso, ahora mismo Lovecraft y su literatura son objeto de debate político y literario. Sus monstruos triunfan como objetos pop, al punto que el viejo Cthulhu se aleja de las pinceladas abstractas con las que alguna vez lo representó el maestro Alberto Breccia. Es más, se convierte en otra referencia cotidiana, en un dibujo animado hecho por computadora, apenas otra máscara o disfraz. Lovecraft es el centro de una fascinación póstuma y terrible, como alguien secuestrado por sus testaferros, hagiógrafos y acólitos. Antes era August Derleth y ahora es S. T. Joshi; ambos distintos e idénticos a la vez. En cualquier caso deberíamos volver a 1925, del mismo modo en que lo hacen Joshi y L. Sprague De Camp (otro de sus biógrafos), como si ahí estuvieran todas las pistas desperdigadas de su historia, que es la de un hombre perdido en una ciudad que detesta. Porque 1925 es clave. Es su momento más bajo, su “nadir” según Joshi, el momento en que su “neurosis racial” se convierte en una suerte de “trance poético” según Michel Houellebecq.
A Lilian le escribe casi todas las noches. Sus cartas son larguísimas y su prosa adquiere el aura de lo confesional. En esa intimidad, se presenta como racista y xenófobo, como una criatura atribulada que apenas soporta el peso de las cosas y los lugares. ‘Desde luego, espero ver pronto totalmente suprimida esa promiscua inmigración. Dios sabe cuánto daño ha hecho ya la admisión de escoria ignorante, supersticiosa y biológicamente inferior, del sur de Europa y del Asia Occidental’, le cuenta.
1925: el año en que H. P. Lovecraft vive solo en Brooklyn. Sonia Greene, su esposa, se ha ido. O mejor dicho, va y viene desde Cleveland donde trabaja. Su suerte es disímil. Ella y Lovecraft se habían casado el año anterior, pero ella ha dejado la ciudad porque su negocio de sombreros fracasó. Viven a duras penas. Ella le perdona todo, incluso que, siendo ella judía, él se declare antisemita. Mientras, él vive en Brooklyn Heights, en el 169 de Clinton Street, en un pequeño departamento para una sola persona, sin cocina. Cerca pasa la avenida Flatbush y varias cuadras más abajo está el Prospect Park, los muelles de Red Hook y sus construcciones de ladrillo rojo.
Hay dos fotos que lo muestran afuera de ese edificio, parado en la esquina: la mandíbula larga y cuadrada, la mirada que no dice nada, la delgadez. Las imágenes no registran cómo hace su último esfuerzo para huir de la cárcel de sus fetiches, de la zona de confort que significa su propia extrañeza. La Era del Jazz pasa a su lado y no es capaz de percibirla. Desprecia el modernismo y las novedades literarias; detesta cualquier forma de lo contemporáneo, como es posible de leer en “Wasted Paper”, el poema paródico que escribió acerca de La tierra baldía de Eliot, obra que consideraba “inconexa e incoherente”; un menosprecio que también aparece en un viejo cuento suyo, donde el narrador viaja al siglo XVIII y se hace parte del mundillo literario de Samuel Johnson.
En cualquier caso, en Nueva York, Lovecraft tiene amigos y conocidos: los del Kalem Club, el poeta Samuel Loveman, el periodista Arthur Leeds, el escritor Frank Belknap Long, a quien considera un caballero a la antigua como él; por ahí anda también Harry Houdini, para quien hace algunos trabajos menores. No hay mucho más. Pero a Lovecraft, Nueva York lo agobia. Se solaza, entonces, en la ilusión de lo anacrónico, arropándose con falso desapego en esa tradición hecha jirones. En esa ciudad, que se ha despojado de todo pasado, no hay refugio posible para él. “Me he retirado definitivamente de la edad del presente. En un mundo de caos y sinsentido, en un planeta de utilidad y ruina, solo la imaginación tiene importancia. El tiempo y el espacio son los más puros accidentes”, escribe. Tampoco quiere volver a su Providence natal. Hacerlo sería quizás capitular, confesar una derrota, perder el sueño de su carrera literaria.
Mientras, sobrevive como un artista del hambre. No tiene estudios ni título alguno. Autodidacta, trabaja de escribidor o escritor fantasma. Corrige manuscritos, redacta discursos, ofrece sus servicios como corrector. Se alimenta mal, casi siempre de pura comida helada. A veces, manda cuentos a revistas: Weird Tales le publica varios, entre ellos, un par del ciclo de Randolph Carter y “La música de Erich Zann”. Estar ahí es arduo: le pagan medio centavo por palabra. En cualquier caso, todo el mundo alaba su cortesía, sus modales, su generosidad, los modos en que se vincula a los otros. Mientras, le suceden desgracias; su departamento tiene una plaga de ratones y un día desconocidos entran al departamento y le roban la ropa. Pasa meses buscando trajes y chaquetas en tiendas de saldos. Todos le parecen carísimos. Tiene apenas dinero: lo que gana haciendo trabajos por encargo, los cuentos en revistas, lo que le envía su Lilian Clarke desde Providence (esos últimos suspiros de la fortuna familiar).
A Lilian le escribe casi todas las noches. Sus cartas son larguísimas y su prosa adquiere el aura de lo confesional. En esa intimidad, se presenta como racista y xenófobo, como una criatura atribulada que apenas soporta el peso de las cosas y los lugares. “Desde luego, espero ver pronto totalmente suprimida esa promiscua inmigración. Dios sabe cuánto daño ha hecho ya la admisión de escoria ignorante, supersticiosa y biológicamente inferior, del sur de Europa y del Asia Occidental”, le cuenta. Con Lilian puede fingir ser un exiliado en el infierno, puede ser alternativamente un niño y un monstruo, gruñir el lamento del heredero de un abolengo ya perdido. “Creo que he desarrollado una capacidad para percibir la diferencia entre la ropa que lleva un caballero y la que no. Lo que me ha agudizado ese sentido es la constante visión de esa maldita chusma inmunda que infecta las calles de Nueva York, y cuya indumentaria presenta diferencias sistemáticas respecto de la ropa normal de las personas corrientes de Angell St y de Butler Av o Elmo Av”, le escribe. Esas cartas son largas, son un vómito. Sus biógrafos Joshi y De Camp las extractan con cuidado; Lovecraft es ahí un cronista animado por el odio, banal en su lamento, minucioso a la hora del desprecio.
En medio de ese caos interno, el 1 de agosto escribe ‘El horror de Red Hook’. La primera versión está redactada en el reverso de papeles usados, de cartas que tiene a mano. Será una constante en su obra: usar esquelas de hoteles, cartas de rechazo, documentos que ya no sirven de nada. Quizás habría que juzgar su obra así: una literatura que está escrita en el reverso o los intersticios de la vida, que viene del otro lado del espejo.
También lleva un diario íntimo: una pequeña agenda donde registra sus acciones diarias, los hechos de una rutina que se repite con variaciones mínimas. Lovecraft parece dar vueltas en círculo en Nueva York, no puede concretar nada: se levanta tarde, escribe cartas, lee, escribe, pasea por la ciudad, toma algún ferry o un tranvía, come, vuelve a la calle Clinton, habla con Loveman y otros, le escribe a la tía, compra Weird Tales. En esa agenda, que conserva la biblioteca de John Hay Library de la Universidad de Brown, está el resumen de aquel año, los detalles de esos días tremendos.
Entonces, llegamos a los primeros días de agosto, esas semanas extrañas. Sonia ha estado con él a fines de julio y se ha ido de nuevo. Su relación florece en los tiempos en los que ella vuelve a Nueva York y trata de tener una vida con él. Ven películas, cenan, pasean, compran regalos, pero ella luego regresa a su trabajo y él queda solo de nuevo. Vuelve a su rutina lánguida. Vuelve a alimentarse de comida fría, de papas fritas, pan y queso. Encuentra cosas en la calle: unos gatitos negros perdidos en esas calles que aborrece. Se junta con sus amigos del Kalem Club, habla con Loveman todo el tiempo, en persona, por teléfono. Él le lee sus poemas. Loveman es homosexual, aunque eso para Lovecraft es asunto casi teórico. También le escribe a su tía Lilian casi todos los días. En su diario, ella aparece como una sigla: LCD. Se levanta tarde, va al Prospect Park, que queda a unas cuadras, relee a Arthur Machen. Todo se acelera en ese momento o, mejor dicho, queremos pensar que se acelera, que hay una crisis; pero las notas de la agenda apenas lo demuestran. No hay señales de ese colapso que Houellebecq intuye en él. En la agenda, en ese diario telegráfico, su letra continúa exhibiendo la misma parquedad y precisión; no vacila o se vuelve ininteligible, como le pasa a sus personajes al enfrentarse al horror. Más bien, parece un fantasma o un detective de sí mismo.
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En medio de ese caos interno, el 1 de agosto escribe “El horror de Red Hook”. La primera versión está redactada en el reverso de papeles usados, de cartas que tiene a mano. Será una constante en su obra: usar esquelas de hoteles, cartas de rechazo, documentos que ya no sirven de nada. Quizás habría que juzgar su obra así: una literatura que está escrita en el reverso o los intersticios de la vida, que viene del otro lado del espejo.
Por supuesto, “El horror de Red Hook” le sale mal: es un cuento horrible, lleno de lugares comunes y una xenofobia declarada. Las sombras de Machen están ahí, pero también su tránsito por una ciudad multirracial, llena de inmigrantes, una Nueva York que hierve con una vida que apenas comprende, en medio de la Ley Seca. El relato, que quiere mandar a una revista de detectives, parece un policial torcido, una broma hecha de horror clase Z. El centro es Malone, un policía irlandés que descubre oscuros cultos en iglesias abandonadas cerca de los muelles de Red Hook. El decorado mágico, sacado de sus lecturas de la Enciclopedia Británica que apenas le sirven: puras citas revenidas sobre demonología, otra biblioteca de cartón piedra.
Ese día, luego de terminarlo, se lo lee a Loveman. Después salen a cenar y Lovecraft compra Weird Tales, que el mes anterior le había publicado “Lo Innominable”, escrito en 1923.
Lovecraft está atado a un paisaje, que es el de Brooklyn Heights, el de su odio intolerable y su violencia privada, el de la ausencia de su esposa, el de su imaginación alucinada. Todo eso es algo que solo puede ser representado como una colección de imágenes quebradas, como signos que él mismo apenas entiende.
Pasan un par de días. Ve Romola, una película basada en una novela histórica de George Eliot, seudónimo de la escritora Mary Ann Evans. La cinta fue filmada en Italia y poseía el exotismo de un pasado, un blanco y negro que les daba a las calles de Florencia un aire onírico. Eso pasa el 7 de agosto. Entre el 10 y el 11, sale de paseo otra vez. Va a Nueva Jersey y escribe “Él”, otro cuento donde vuelve sobre los temas de “El horror de Red Hook”.
Lo hace en un cuaderno que le cuesta 10 centavos, en el Elizabeth Scott Park. No sabemos qué tiene a la vista en el parque, pero el relato está lleno de un lirismo violento que le presenta una pesadilla sobre el pasado y el futuro de la ciudad. En el medio, el narrador está a la deriva: pura especulación autobiográfica. Escribe: “Mi traslado a Nueva York había sido una equivocación; porque al buscar el prodigio y la inspiración en los laberintos hormigueantes de calles antiguas que serpean interminablemente desde olvidados patios y plazas y muelles hasta patios y plazas y muelles olvidados también, y en las torres ciclópeas y pináculos que se yerguen negros y babilónicos bajo lunas menguantes, no había encontrado sino una sensación de horror y de opresión que amenazaba con dominarme, paralizarme y aniquilarme”.
“Él” es un cuento triste, en cierto modo patético, que solo lo devuelve a sí mismo, a la arquitectura de una ciudad falsa y secreta que bien puede reemplazar al Brooklyn donde vive. “Vi los cielos infestados de extraños seres voladores y, por debajo de ellos, una ciudad negra e infernal de gigantescas terrazas de piedra, impías pirámides que se elevaban salvajemente hasta la luna, e innumerables ventanas iluminadas con luces demoníacas. E, hirviendo de forma nauseabunda en aéreas galerías, vi a las gentes amarillas y de ojos rasgados que poblaban esa ciudad, vestidas horriblemente de rojo y naranja y danzando insensatamente al son febril de unos timbales, al son del estrépito obsceno de los crótalos y el gemido maníaco de unos cuernos apagados cuyo incesante gemido subía y bajaba, ondulante como las olas de un océano impío de betún”, escribe sobre el final, en algo que parece un apunte del futuro. Ahí la forma de la deriva es también la forma del odio, un pathos terrible que lo arropa como una fantasía mórbida, como pura bilis negra envenenando el plano de una ciudad imposible.
No se detiene ahí: la fiebre o lo que presumimos como fiebre vuelve el 11 de agosto. La letra de la agenda no cambia. Esa noche, Lovecraft se queda en vela. Ha vuelto tarde de una reunión. Esa madrugada, la del 12, no puede dormir. Entonces, en vela, escribe el argumento de “La llamada de Cthulhu”, que escribirá completa recién en 1926 y que Weird Tales publicará dos años más tarde. Luego recibe el correo, habla por enésima vez con Samuel Loveman por teléfono, lee, escribe cartas (entre ellas una a su tía) y se acuesta.
Ese argumento es otro plano hecho de sombras. El cuento será uno de sus trabajos más famosos, donde el horror de los fragmentos de la biología del monstruo sobrevivirá a la saturación y la precisión maníaca del detalle inútil; al alarde realista y urbano, a toda la utilería científica o marinera. En cualquier caso, es el fin o el fracaso de una época; otro bestiario impresentable del mundo del Necronomicon: monstruos y dioses que anhelan ser descritos como criaturas desposeídas del tiempo y del espacio, inhumanas en todas sus posibilidades. Todo vuelve a 1925: otra ilusión que es apenas un alarde. Lovecraft está atado a un paisaje, que es el de Brooklyn Heights, el de su odio intolerable y su violencia privada, el de la ausencia de su esposa, el de su imaginación alucinada. Todo eso es algo que solo puede ser representado como una colección de imágenes quebradas, como signos que él mismo apenas entiende. Ahí, lo cósmico no es otra cosa que la forma de lo íntimo y lo weird, otra escritura autobiográfica.
Al día siguiente, el 13 de agosto de ese verano que bien pudo haber sido tórrido, Sonia Greene regresa a Nueva York.
No soy un coleccionista empeñoso (de niño, por ejemplo, nunca logré completar un álbum), pero me sucede a veces que compro un libro usado por el solo hecho de que pertenece a una colección que me gusta, como “Los Poetas”, de Fabril Editora, que dirigía el argentino Aldo Pellegrini, o la de Poesía de la editorial Ganymedes, que creó y dirigió en Chile David Turkeltaub entre los años 1978 y 1987. De la primera me faltan dos libros, de la segunda solo me falta uno, de un total de 12, y debo decir que nunca pagué por ellos más de 10 mil pesos, en parte porque parecían ubicuos y ahora me explico la cosa: la tirada fluctuaba entre los 1.000 y los 5.000 ejemplares, algo impensable hoy, pero sobre todo en una época en que en Chile se publicaban muy pocos libros y funcionaba más encima la censura. A partir de Manhattan, de Enrique Lihn, lo compré incluso dos veces para regalo, y ahora descubro en la red que se ha convertido en un regalo caro.
Turkeltaub, que además de poeta y editor es el autor de una notable antología de poemas de amor en varios idiomas traducidos por él mismo (La guerra de los poemas de amor, 1986), es un personaje que me intriga, pero me ha costado armarme de él una imagen clara. Les he preguntado a algunos amigos que lo conocieron, más o menos de cerca, y todos coinciden en que era un hombre singular, con una personalidad difícil de encasillar en un tipo reconocible: circunspecto o poco teatral, y hasta distante, era al mismo tiempo entusiasta y comprometido, al punto de que prefería hacerlo todo solo y se preciaba, además, de que nunca se encontraría en sus libros una errata. Roberto Merino me cuenta también que apareció de pronto en la escena cultural chilena, de vuelta de un viaje largo por Europa, que carecía de pergaminos académicos y que alternaba, al parecer, su aventura editorial con la gestión de un negocio familiar dedicado a la fabricación de pintura. Me recordó también que aparece en ese video en que Rodrigo Lira lee “Poema -u oratorio- Fluvial y Reaccionario” en el departamento de Enrique Lihn, rodeado de otros cuatro auditores: es el más viejo y el más concentrado de todos.
Nadie recuerda mucho más y sus pistas comienzan a perderse a fines de la década del 80, en que apareció su último libro de poesía (Por amor de la muerte, 1988) y una curiosa crónica de viaje con Ricardo Lagos (Ese señor Lagos, 1988), que acababa de apuntar con el dedo a Pinochet en un programa de la tele. Es probable que viera terminada su tarea con el retorno de la democracia o que el nuevo escenario simplemente no le inspirara nada, pero lo cierto es que se fue volviendo cada vez más silencioso y retraído, al punto de que casi no existen anécdotas de sus últimos años y hace mucho que su fantasma no ronda siquiera en las conversaciones. Recuerdo que cuando murió, el año 2008, Mauricio Electorat y Leonardo Sanhueza publicaron unas columnas en el diario, para recordarlo y probar de paso su existencia. Me encuentro ahora en el mismo trance, pero tal vez bastará con decir que fue el artífice de la mejor colección de poesía chilena, la más sólida también, creada por un solo hombre y por un hombre solo.
Ya mencioné más arriba un título de la colección y debería mencionar los otros, para que quede clara la contundencia del catálogo: Sermones y prédicas del Cristo de Elqui, Nuevos sermones y prédicas del Cristo de Elqui, Hojas de Parra, los tres de Nicanor Parra; El alumbrado y 50 poemas, de Gonzalo Rojas (ambos ilustrados por Roberto Matta); Virus de Gonzalo Millán, Mal de amor de Oscar Hahn (ilustrado por Mario Toral), Poemas de un novelista de José Donoso (una rareza); Hombrecito verde y Códices, del propio Turkeltaub, y una antología que este mes está cumpliendo 40 años y que me ha movido a recordarlo. Se trata de Ganymedes 6, ilustrada por Nemesio Antúnez y que incluía poemas de todos los poetas nombrados –menos Parra– y varios otros que ahora son muy conocidos, pero que por entonces no lo eran tanto: Alberto y Armando Rubio, Cecilia Casanova, Pedro Lastra, Manuel Silva Acevedo, Claudio Bertoni, Rodrigo Lira, Raúl Zurita, Paulo Jolly [sic], Leonora Vicuña y Mauricio Electorat.
Nadie recuerda mucho más y sus pistas comienzan a perderse a fines de la década del 80, en que apareció su último libro de poesía (Por amor de la muerte, 1988) y una curiosa crónica de viaje con Ricardo Lagos (Ese señor Lagos, 1988), que acababa de apuntar con el dedo a Pinochet en un programa de la tele. Es probable que viera terminada su tarea con el retorno de la democracia o que el nuevo escenario simplemente no le inspirara nada, pero lo cierto es que se fue volviendo cada vez más silencioso y retraído, al punto de que casi no existen anécdotas de sus últimos años y hace mucho que su fantasma no ronda siquiera en las conversaciones.
En rigor, Ganymedes 6 no era una antología sino una “panorámica” o “un enfoque a lo que están haciendo los poetas chilenos hoy”, y por eso mismo no se recogían allí poemas publicados o representativos, sino únicamente inéditos, escritos el último año, e incluso para la ocasión, con los que Turkeltaub pretendía documentar una proposición que él mismo formuló en el prólogo: “Que la poesía chilena moderna es uno de los hechos literarios más importantes del mundo de habla hispana, y que la actual situación del país ha estimulado desarrollos imprevistos y aguzado su creatividad”. Turkeltaub, podemos decir ahora, no se equivocó en nada, y si bien únicamente Leonora Vicuña no perseveró en la poesía, destacó en cambio en las artes visuales, sin contar que formó parte del equipo editorial de una notable revista de poesía que nació en 1981 y que se llamó La Gota Pura. La revista tuvo 15 números y vino a completar de alguna manera el proyecto que un año antes se había trazado Turkeltaub en solitario.
Aunque el temple de esta y otras columnas anteriores podría sugerirlo, no idealizo los libros del pasado porque, supongamos, desprecio los libros del presente. Menos porque me guste pautear a los editores; simplemente me emociona contemplar estas empresas literarias olvidadas, solitarias o colaborativas, realizadas a pulso, con buen gusto y alentadas por un genuino sentido de la cultura en tiempos en que campeaba la barbarie. Tienen por eso mismo algo de aurático, de épico y también de profético, tal vez porque, como sugiere Turkeltaub, “la situación” de entonces aguzó la creatividad de un modo inusual y se realizó a contrapelo de las posibilidades materiales que tenía para realizarse. Ningún catálogo, de hecho, ha sido tan parejo desde entonces como el de Ganymedes, y ni siquiera el papel empleado se ha amarilleado o cuarteado con los años. Los libros -hecho curioso- parecen nuevos siempre.
A propósito de “la situación”, ese eufemismo sartreano para designar los tiempos difíciles: hablé más arriba de la censura que pesaba por entonces sobre la producción literaria y ahora añadiré que estaba a cargo de una oscura oficina militar, aunque sospecho que civil también, conocida por una sigla, Dinacos, que reenvía inmediatamente a otra, todavía más siniestra. Pues bien, esa oficina censuró una vez uno de los títulos de Ganymedes y, como era previsible, tuvo el efecto de volverlo aún más requerido. Se trata de Mal de amor, de Oscar Hahn, el octavo de la colección, publicado en 1981, y el problema se habría suscitado por la dedicatoria que llevaba: “A mi bella enemiga cuyo nombre no puede ser escrito aquí sin escándalo”. Al parecer, esa frase habría hecho pensar a los censores que la aludida podría ser la mujer de algún funcionario del régimen, una suerte de Bovary local aburrida de las marchas militares o los brindis en cacho de su esposo. Turkeltaub quiso saber la verdadera razón de la censura y recibió de vuelta este sorprendente epigrama: “Nosotros no damos razones, damos órdenes”, y la orden era retirar el libro de las librerías y destruir la tirada entera. Acató, pero no destruyó la edición y siguió vendiéndola de todos modos a escondidas en su casa. Es el libro, valga decir, que más atesoro de su catálogo, y por una estampilla que lleva en la primera página me entero de que fue retirado de la Librería Sur, O’Higgins 756, local 26, de la ciudad de Concepción.
Se me acaba el espacio y no alcanzaré a decir algo sobre la poesía del propio Turkeltaub, que habla casi siempre del amor y le incorpora un pulso lírico al registro antipoético, y que en su momento llamó la atención del Cura Valente e inspiró un par de canciones, entre ellas “El botero”, musicalizada por Eduardo Gatti. Habría que escucharla y animarse luego a una reedición de sus libros, cuyo epígrafe podría ser este, tomado de un poema de Hombrecito verde: “Dije fe / y no es una errata / hay que creer en algo / puede haber errores aquí / pero no erratas”.
Hasta los lactantes saben que Diego Portales empuñó el poder con mano firme. La desgracia ajena nunca le quitó el sueño; sí la amenaza de las conspiraciones. Inventó el sistema de los “presidios ambulantes”, jaulas montadas sobre carretas tiradas por bueyes, donde se encerraba a delincuentes para emplearlos como mano de obra en la reparación de caminos, acueductos y puentes. “Palo y bizcochuelo, justa y oportunamente administrados –decía Portales–, son los específicos con que se cura cualquier pueblo, por inveteradas que sean sus malas costumbres”. Portales repartió más palos que otra cosa. El bizcochuelo se lo dejó a las moscas.
Los presidios ambulantes, también llamados “carros jaula” y “cárceles rodantes”, siguieron en uso después del asesinato del ministro. Presentaban a los reos encadenados, a veces en collera, con anillos de fierro ajustados a los tobillos. No ofrecían un espectáculo alentador para quienes abogaban por su rehabilitación. Costaba darles la razón a quienes defendían las jaulas, argumentando que sus huéspedes gozaban de las bondades del sol y el aire libre, mientras recreaban la vista en las bellezas del paisaje. El periódico El Progreso, en octubre de 1847, describió los inventos de Portales como “jaulas de bestias feroces, con sus charcos de inmundicia que les servían de alfombra y sus fétidas exhalaciones que respiraban sin cesar a toda hora”. Cada jaula estaba dividida en tres secciones horizontales, obligando a los reos a permanecer tendidos: la altura de los módulos no daba ni para sentarse. Cubiertos con toldos de arpillera durante las noches, los carros arracimaban mujeres, familiares y cómplices de los presos, que se empeñaban en filtrar limas para cortar los barrotes.
En los presidios ambulantes empieza a incubarse la leyenda de Pancho Falcato, que motivó versos de la lira popular, crónicas, reportajes y biografías. Tuvo lo que se llama una vida novelesca. La biografía novelada Las astucias de Pancho Falcato, el más famoso de los bandidos de América, publicada en 1884 por Francisco Ulloa, subdirector de la Penitenciaría cuando Falcato cumplía condena en el recinto, promete rebajar su estatura mítica en pro de la moral pública, pero gran parte de la narración hace justo lo contrario, partiendo por el primer episodio del libro: Falcato y sus hombres, disfrazados de frailes dominicos, aguantándose la risa, con falsas expresiones de piedad, engatusan a un piquete de soldados que pretende limpiar de bandidos las afueras de Santiago.
Falcato disfruta exponiendo la ineptitud de la policía. Le tiende trampas para dejarla en ridículo, hirviendo de rabia. En 1843, alerta a la policía sobre un inminente asalto en Renca. La policía acude al galope al presunto lugar del hecho. El oficial a cargo es recibido por el dueño de casa, un tipo cordial, que lo invita a desmontar y a sumarse, con sus subalternos, a la celebración de Navidad. En el salón ya se encuentran reunidos hombres y mujeres. Acompañada de música de vihuela y animada con tremendos tragos de ponche, la fiesta agarra vuelo y el capitán, que no se hace de rogar a la hora de remoler, baila con tanto fervor, que levanta polvaredas. Entona versos en homenaje a Falcato, que ya es leyenda. A la mañana siguiente, cuando él y sus hombres despiertan, con la cabeza partida en cuatro por el mazazo del alcohol, descubren que la casa está vacía. Desconcertados, revisan cada rincón, hasta que, encerrados bajo llave en una bodega apartada, encuentran a un anciano, dos señoras, un criado y varios niños, todos atados y amordazados. Falcato había hecho de anfitrión, y sus leales, de compañeros de juerga.
Falcato tiene algo del Manuel Rodríguez que se infiltra en las líneas enemigas encarnando distintos personajes. Falcato hace lo mismo, por lo menos según la leyenda, que corre de boca en boca antes y después de volverse un personaje escrito. Asume identidades falsas que le permiten sorprender a sus víctimas, y eludir y humillar a quienes lo persiguen.
Falcato tiene algo del Manuel Rodríguez que se infiltra en las líneas enemigas encarnando distintos personajes. Falcato hace lo mismo, por lo menos según la leyenda, que corre de boca en boca antes y después de volverse un personaje escrito. Asume identidades falsas que le permiten sorprender a sus víctimas, y eludir y humillar a quienes lo persiguen. Si hay que hacerse pasar por oficial de policía, lo hace, sorteando sin rasguños las trampas que le tienden. Como dice un comandante de policía, en el tercer capítulo de la biografía novelada: a Falcato “nunca lo veremos; usted no sabe qué cáscara es ese bandido”. Es un hecho que sabe fondearse a la vista de todos. Usando una peluca, una barba y un sombrero, divaga sentado en la plaza de armas de Santiago. La estirpe de este bandido polifacético no enlaza con los típicos peones-gañanes de carabina, machete y revólver en la faja, que trasponen la noche por caminos apartados, y solo saben de salteos y abigeatos. Después de fugarse de la cárcel pública, Falcato se establece en Coquimbo y adopta la identidad de un futre de nombre Francisco Antonio Valdés. Vestido de capa española, sombrero de copa alta, guantes y un puro siempre pegado a la boca, lleva una activa vida social e incluso intima con el mismísimo intendente de la provincia. Con los años se hizo común nombrar a Falcato a la par de Robin Hood y de Jesse James, otorgándole el halo del héroe popular que torea al poder y lo sulfura.
En abril de 1877 se editó en formato de libro un conjunto de reportajes publicados durante febrero en El Ferrocarril. El impreso se titula Visitas a la Penitenciaría. Hechos biográficos de Pancho Falcato, del bravo maloqueador Marcos Saldías y de muchos otros presos célebres. Los artículos, redactados sin ocultar la intención moralizante, habían causado furor entre los lectores. No se merecían el destino fugaz de las “hojas volantes”. Era la primera vez que el periodismo se introducía en el edificio de la Penitenciaría, custodiado por guardianes “armados de sables, revólver y fusta”, para contar la vida de sus internos mediante la recreación de diálogos que oscilan entre la locuacidad y la reticencia, el orgullo y la mortificación, la gravedad y el sentido del humor del confinado que exclama: “¡Qué, señor, voy yo a ser desgraciado! Yo soy tan desgraciado como aquel sacerdote español que cuando se quejaba decía: ‘Todos en el mundo me llaman padre, menos mis hijos que me llaman tío”.
En esos días, mientras los “incorregibles” penan en la calle número 13, Falcato convalece en el hospital del penal. Tiene 60 años. Cumple su cuarta condena en la Penitenciaría, que sumada a las anteriores llega a los 37 años. Una tradición de relatos refiere sus hazañas, por boca de los antiguos presos de los carros jaula y también de los empleados más veteranos de la Penitenciaría. Ha pasado largas temporadas en celda solitaria. Le tocó mamarse cinco años con una “enorme maza al pie”, para inmovilizarlo, sin haber sido nada cercano a la clase de homicida que degüella a sangre fría y después remata picándole los ojos al cadáver. Igual, a Falcato, la saña punitiva lo persigue. En 1839, después de una evasión colectiva, según se lee en el Archivo Judicial Criminal de Santiago, un fiscal pidió “expresamente que sea descuartizado y sus manos y su cabeza sean puestas en jaulas de fierro en el lugar del alzamiento para memoria y escarmientos”.
Poesía y cárcel hacen collera. Y esto no pasaba solo porque los poetas populares escribían versos sobre los homicidas condenados a muerte y sobre los bandidos que, antes de caer en la “capacha, con la oreja gacha”, habían arreado animales a través de los pasos cordilleranos, le habían robado “de lujo” y “con honor al rico más hacendado”, hombres “de buena facha”, cuyas hazañas se contaban con admiración “hasta en la última covacha”. Los presos, que agotan resmas de papel en correspondencia con sus familiares y sus amigos, también poetizan usando la métrica de la décima; llevan la poesía en la punta de la lengua; los versos propios y ajenos son el staccato que clava en la memoria los hechos del pasado, el sentido de la experiencia, la conciencia del valor y los golpes de la vida, que varias veces tienen más cara de paliza. Los convictos eran aficionados a los temas bíblicos. Tampoco les hacían el quite a los versos amorosos que ayudan a “distraer la imaginación”. Falcato resistió su peor etapa carcelaria rimando duro y parejo. Conservadas en un álbum, sus estrofas alternan el canto a lo humano y el canto a lo divino, saltando de los versos de amor eterno a los paseos en “la calle de la Amargura”, por donde transcurre el drama de la Pasión, con derrame de “sangre pura”.
Durante los años que estuve ligada al Goldsmiths College de Londres, uno de los profesores organizaba un “Marx trot” (trote) para sus estudiantes de magíster y doctorado. Como Karl Marx está enterrado en el cementerio de Highgate, un barrio de pasado aristocrático al norte de la ciudad, su tumba era el punto de reunión, normalmente a las cuatro de la tarde. Recomendaba ver la película High Hopes, de Mike Leigh, y opcionalmente traer puros. De ahí el grupo caminaba a través del parque de Hampstead Heath y se sentaba a leer el discurso que Marx dio en 1855 contra leyes de observancia religiosa en domingo, que terminaron con disturbios en otro parque: Hyde Park. Este texto, publicado luego en el periódico alemán Neue Oder Zeitung, habla en contra del Sunday Trading Bill, que proponía cerrar los negocios en domingo. Como a los sirvientes se les pagaba el sábado, eran los únicos que hacían compras, aunque fueran modestas, en domingo; también eran los únicos afectados por la propuesta de no comer, tomar alcohol o fumar en su día libre. En el parque Marx habló de la alianza perversa entre la iglesia y la oligarquía, y se sumó a la protesta de 200 mil personas en el mismo lugar donde la aristocracia de la época desfilaba con sus caballos y carruajes, también en domingo.
Terminada la lectura, el grupo de estudiantes peregrinos hacía su primera parada en el pub favorito del filósofo, el Jack Straw’s Castle, y de ahí seguían por varios otros que alguna vez frecuentó. Más tarde se asomaban por el número 46 de Grafton Terrace, en Kentish Town, donde poca gente sabe que vivió Marx. Con variaciones, la procesión terminaba en una de las esquinas del parque de Primrose Hill, frente a un blue plaque –esos círculos azules que en Inglaterra se instalan para recordar la conexión de una persona renombrada y un lugar–, en la antigua casa de Friedrich Engels, amigo de Marx y coautor del Manifiesto comunista. O si no terminaba en Soho, donde también vivió Marx y pasó muchas horas en otro pub: The Red Lion. Una forma de convocar a los alumnos, animados por las ideas socialistas y las visitas al pub pero no necesariamente por el esfuerzo físico, era asegurar que la familia Marx caminaba regularmente desde su casa en Grafton Terrace hasta Soho, haciendo la continuidad de los parques.
Los aniversarios de Marx siempre reúnen a gente en el cementerio de Highgate y su tumba es la más visitada y la que siempre tiene flores frescas. En vivo se ven peregrinos de cabeza gacha y en actitud de oración frente a la tumba, en YouTube hay filmaciones de gente llorando.
Marx no está solo con sus ideas en la tumba, por algo el elegante cementerio se conoce, siguiendo un formulismo periodístico, como el “más izquierdista del mundo”: al menos ocho de sus camaradas están enterrados alrededor o cerca del filósofo, desde Yusuf Mohamed Dadoo –alguna vez presidente del Partido Comunista sudafricano– hasta Claudia Jones, deportada de Estados Unidos por su activismo en los años 50 y cofundadora del carnaval de Notting Hill, que se celebra al final del verano en Londres para homenajear la influencia de las comunidades de raza negra. También está la tumba de Ralph Miliband, académico marxista y padre de dos políticos laboristas, Ralph y Ed; su casa en Primrose Hill fue por décadas el epicentro de la vida social e intelectual del comunismo. Y la tumba de Malcolm McLaren, empresario punk y mánager de los Sex Pistols que ridiculizaba y explotaba el capitalismo: cuando murió en el 2010, exactamente a la misma edad de Marx –64 años–, su carroza fúnebre fue seguida por un bus de dos pisos pintado verde con una de sus frases favoritas: make cash out of chaos.
La última vez que estuve en el cementerio de Highgate conversé con la señora que vende unas ediciones sencillas del Manifiesto del Partido Comunista en la entrada. Me habló encantada de que había tenido más gente joven comprando el libro que nunca antes. Le contesté que venía llegando de vacaciones en Ibiza, donde me topé varias veces con una glamorosa familia italiana: dos de los hijos adolescentes, depilados, bronceados y dorados de aceite, parecidos de pinta a Cristiano Ronaldo, leían el Manifiesto comunista en las reposeras al lado de la piscina del hotel; un tercer hijo leía a Oscar Wilde. Después hablamos de poner un café.
Por supuesto que también existe la tradición contraria, la de prohibir y limitar el acceso a la tierra, una fuente permanente de conflicto social, hoy renovado con los llamados a que las canchas de golf y las de los colegios privados puedan ser usadas por todos durante la pandemia del coronavirus. En una carta al Guardian, un lector aseguraba que hemos logrado acotar las clases sociales a una distinción mínima: los que tienen acceso a un jardín y los que no.
En vida Marx nunca fue solvente. Fue Engels quien lo apoyó financieramente por años, pues era propietario de un negocio textil en Manchester, hasta que finalmente se mudó a Regent’s Park Road, en 1870. Como su camarada vivía un poco más allá, la era dorada del pensamiento socialista estuvo puntuada por frecuentes picnics de los amigos en Hampstead Heath, y la presencia de otros socialistas, como William Morris, caminando entre la casa de Marx en Kentish Town y la de Engels en Primrose Hill. El intenso interés de Marx por las clases de piano de su hija y sus caminatas por Hampstead Heath se han citado como pruebas fatales de su disminuido espíritu revolucionario, pero tal vez solo prueban que el alemán se había aclimatado a su ciudad adoptiva y empapado de lo que el profesor de arquitectura danés Steen Eiler Rasmussen llama el London being.
London: The Unique City, publicado por Rasmussen en 1934, explica mucho del carácter rural y comunitario que existía en Londres con referencia a sus parques, en particular Hampstead Heath. Dice que lo rural es indivisible con la identidad del inglés, y por lo mismo la ciudad adoptó una visión idealizada y casi extrema del campo, protegiendo los espacios verdes de la construcción, del comercio y de las finanzas, los otros ejes que han determinado su historia.
“Si le comentas a un londinense lo bonito que es el parque de Hampstead Heath, te mirará asombrado y preguntará: ‘¿consideras que Hampstead Heath es un parque?’”, escribe Rasmussen. Agrega que el londinense vive feliz en el espejismo de que Hampstead Heath es un pedazo de tierra salvaje, aunque es, obviamente, un parque diseñado, con señales, senderos, guardaparques, salvavidas en sus pozones. El Heath, donde Constable pintaba nubes y Keats escribía poesía, es el lugar para caminar, nadar, elevar volantines, recoger moras, tirarse por una pendiente en trineo cuando nieva, pescar, buscar el árbol hueco en el corazón del parque. Si le creemos a Rasmussen, el Heath es el alma de su “London being”, y se usa todo el año porque a sus habitantes les gusta sentir la sensación cruda de los elementos: el frío, el barro, el viento, la humedad en la cara.
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La fama y reputación del este de Londres –vinculado a otro socialista ilustre de la época victoriana, William Morris– vienen de dos cosas conocidas. La primera deriva de su historia de pobreza y marginalidad, un lugar donde se concentraban los inmigrantes que llegaron en oleadas para trabajar en la construcción de los muelles de Saint Katherine. Antes que ellos habían llegado hugonotes (franceses protestantes), escapando de la persecución religiosa, seguidos de irlandeses huyendo de la pobreza y el hambre, más tarde emigrantes judíos y luego gente de Bangladesh. La segunda, la versión contemporánea del este, es la historia de las industrias creativas, las galerías de arte y los bares de diseño. En algún momento alguien produjo la estadística de que era el lugar de Europa con más artistas por metro cuadrado, pero muchos ya están en retirada.
Una de las entradas a esa comuna tiene ahora un letrero chico pero orgulloso, que dice “Bienvenido al Municipio de Waltham Forest: Lugar de Nacimiento de William Morris”. Aunque la casa museo de Morris está relativamente cerca, el letrero le hace más justicia al hecho de que este bosque formó a Morris en su pensamiento. La actual William Morris Gallery fue la casa de la familia entre 1848 y 1856, cuando la madre había enviudado y quedado sola con ocho hijos. Detrás hay un foso donde los niños pescaban, navegaban y, en invierno, patinaban sobre el hielo. Pero a Morris ante todo le interesaba el bosque cercano y quería que se mantuviera como un matorral gigante, no como un parque de recreación. También era el lugar donde, bajo su recomendación, se celebraba el pícnic anual de la Liga Socialista.
El letrero que recuerda la conexión de Morris con el bosque está en una de las bajadas hacia los humedales de Walthamstow Wetlands, que reabrieron en 2017, después de un siglo y medio cerrados al público. Son 10 reservas de agua victoriana, que se juntan con ríos y corrientes y atraviesan por senderos donde vuelan pájaros y murciélagos. La reapertura de los Wetlands –los mayores humedales de toda Europa– fue un gesto controlado de diseño del paisaje, pero que dejó que los edificios industriales convivieran con el parque y con la infraestructura de Thames Water, la empresa que provee de agua a la ciudad.
El discurso de los guerrilla gardeners reconsidera la propiedad y los derechos a la tierra.
La reapertura de este espacio juntó a una serie de entidades para asegurar que los humedales estuvieran abiertos a todos y no solo a los pescadores y avistadores de pájaros con licencia. En esto se conecta con una tradición larga de pelear en contra de los territorios cerrados, ejemplificada, entre otras organizaciones, por la activa Open Spaces Society, que protege las tierras comunes, los espacios verdes y los senderos públicos en Inglaterra y Gales. O el London Wildlife Trust, que en su Primrose Hill Declaration (1981) habla de resucitar la tradición del siglo XIX de proteger los espacios verdes comunes. Por supuesto que también existe la tradición contraria, la de prohibir y limitar el acceso a la tierra, una fuente permanente de conflicto social, hoy renovado con los llamados a que las canchas de golf y las de los colegios privados puedan ser usadas por todos durante la pandemia del coronavirus (incluso en las semanas más duras del confinamiento, el gobierno británico siempre permitió visitar parques y los mantuvo abiertos); la discusión de lo común, quién es dueño de la ciudad y quién controla sus espacios públicos, ha vuelto a ocupar las conversaciones y las noticias. En una reciente carta al diario, un lector de The Guardian aseguraba que hemos logrado acotar las clases sociales a una distinción mínima: los que tienen acceso a un jardín y los que no.
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Un visitante tal vez se sorprenda al constatar que Londres –con sus eternas hileras de casas de ladrillo, contaminación y concreto– es una de las ciudades más verdes del mundo: casi la mitad de sus espacios, un impresionante 47%, son una mezcla de parques, zonas de conservación, allotments (asignaciones de tierra) y parcelas comunitarias. Un alumno de la Universidad hizo una vez un ensayo fotográfico sobre la construcción romántica del paisaje en los ojos del turista, basado en su propia experiencia de provinciano en la ciudad. Tenía una colección gigante de fotos personales y de archivo sobre la ruralidad de Londres, y cero interés en la ciudad tradicionalmente urbana. Recuerdo una foto particular, una antigua imagen usada como logo de la estación de Mill Hill East, que en sí es una anomalía del sistema del metro, una especie de desvío de la línea negra. La imagen tenía el signo del metro, la infraestructura urbana por excelencia, sobrepuesto con una ilustración de una vaca comiendo pasto.
Aunque en los últimos años, el conocido Chelsea Flower Show ha empezado a incorporar proyectos de jardines con espíritu social, la relación entre lo verde y lo comunitario se nota más en los allotments, espacios de tierra común subdividida, a los que se puede postular a través del municipio local. Pagando casi nada, los residentes arriendan el uso de esa tierra para cultivar frutas y verduras sin fines comerciales, pero las listas de espera a veces superan los 15 años.
Estos allotments pueden posicionar lo común y la idea del autoabastecimiento en su implícito significado político, pero es más fácil ver lo que hacen los grupos de guerrilla gardening como un acto directo de protesta. Aunque algunos no son activistas y simplemente expanden el territorio en que jardinean hacia la calle, la casa del vecino o una propiedad del municipio –lo que convierte sus acciones en un acto ilícito–, otros actúan abiertamente con un discurso que reconsidera la propiedad y los derechos a la tierra. Los actos de jardinería ilegal también tienen una historia larga en el Reino Unido, que se puede remontar hasta los Diggers, algunas veces descritos como anarquistas y otros como socialistas agrarios, quienes pelearon por el derecho a cultivar la tierra en el siglo XVII.
Hoy los guerrilla gardeners son en general gente de clase media y educada, mamás decepcionadas porque no pueden conseguir un allotment u oficinistas que tiran “bombas” de semillas por la ventana del tren cuando van al trabajo, un gesto que habla menos de jardinería y más de la falta de sentido que tiene la parte de su día percibida como socialmente útil.
Aunque en los últimos años, el conocido Chelsea Flower Show ha empezado a incorporar proyectos de jardines con espíritu social, la relación entre lo verde y lo comunitario se nota más en los allotments, espacios de tierra común subdividida, a los que se puede postular a través del municipio local. Pagando casi nada, los residentes arriendan el uso de esa tierra para cultivar frutas y verduras sin fines comerciales, pero las listas de espera a veces superan los 15 años.
Un hombre crespo y de barba tupida, llamado Richard Reynolds, es su líder informal. Viviendo en Elephant and Castle, Reynolds se aburrió de no tener jardín y empezó a plantar en la calle; pensó pedir permiso, pero después se dio cuenta de que era mucha burocracia. Cuando el municipio de Southwark supo que Reynolds había violado su propiedad con camas de flores de todos los colores, era tarde y oneroso hacer una denuncia, y además, habría hecho el ridículo. En todo caso el libro de Reynolds, On Guerrilla Gardening, contiene más consejos acerca de cómo luchar contra la maleza y la infertilidad del suelo que tácticas de cómo evitar a la policía.
Ese mismo municipio estuvo involucrado en una historia más triste de jardines y política, cuando facilitó que unos 300 árboles, algunos centenarios, se botaran al decidir, a pesar de las protestas, vender el edificio Heygate de vivienda social a una empresa australiana de remodelación. En el limbo que siguió, los espacios vacíos entre edificios fueron ocupados temporalmente por guerrilla gardeners, practicantes del parkour, turistas de la ruina, grupos de música queriendo filmar sus videos.
Conversé con el fotógrafo Matthew Benjamin Coleman después de visitar su exhibición Heygate: a Natural History, una serie de imágenes en blanco y negro sobre estos árboles, algunos torcidos creciendo entre edificios, otros majestuosos elevándose sobre carretillas tiradas, conexiones truchas de alumbrado, muros con grafiti. En vez de seguir la tradición humanista de la fotografía documental –retratos cándidos de las personas que sufren en un conflicto–, Matthew retrata a los árboles, solos, antes de ser decapitados. Hablamos de cómo estos arbustos asomándose entre los pastelones de concreto recuerdan tan claramente la novela After London or Wild England, de Richard Jefferies, que empieza con la apocalíptica pero liberadora frase de “Todo se volvió verde en la primera primavera, después del final de Londres”.
En un tiempo posapocalíptico, la novela habla de cómo el mundo natural reclama su lugar: los bosques se toman los campos, animales domésticos cazan en manadas, construcciones urbanas son cubiertas por árboles e insectos. Algo parecido a las noticias recientes sobre peces que se han vuelto a ver en los canales de Venecia y mariposas que han reaparecido en Nueva Delhi, gracias al confinamiento durante la pandemia de covid-19.
After London fue uno de los libros favoritos de William Morris, y una de sus inspiraciones para escribir News from Nowhere, otra fantasía futurista. En sus páginas, el narrador se duerme después de una reunión de la Liga Socialista. Cuando despierta, se encuentra con un mundo sin ciudades grandes ni propiedad privada, donde la gente trabaja porque le gusta y le entretiene, y siente una simpatía total entre lo que hace y su entorno.
Hay un efecto de la lectura que es maravilloso y, como todas las cosas maravillosas, es poco frecuente: se produce con aquellos libros cuyo tema o género no nos interesan, pero que muy de tarde en tarde les damos una oportunidad y, zas, nos atrapan y entonces constatamos dos verdades: que todo radica en cómo se escribe, es decir, en el estilo, el tono, la forma en que se plasma esa imaginación. Y luego, que a medida que pasa el tiempo creemos ser más libres, en circunstancias de que este tipo de experiencias muestra que, sin darnos cuenta, los prejuicios (o el gusto) empiezan a restringir la amplitud de mirada.
Leer a Mariana Enriquez produce este efecto; leerla es una experiencia.
De lo contrario, ¿cómo se explica el éxito de lectores y de crítica de una novela de 667 páginas (qué gentileza de su parte esa página de más) sobre una sociedad secreta, protagonizada por un hombre que se conecta con fuerzas sobrenaturales y cuya acción contempla sacrificios horrorosos, una casa encantada y una entidad gelatinosa y todopoderosa que se llama la Oscuridad?
Nuestra parte de noche, una obra ambiciosa y subyugante, totalmente a contracorriente de las modas, tiene todo eso y más, mucho más. Porque también es una novela sobre las relaciones filiales y el peso de la herencia; sobre la enfermedad y la angustia que se produce cuando los que están encargados de protegerte son frágiles; sobre el cuerpo o, mejor, sobre aquellos cuerpos que se ofrecen a una causa superior; sobre la disolución de las fronteras sexuales, y al final, aunque quizá esto sea más importante, Nuestra parte de noche es una novela sobre el Misterio.
Por eso es oscura, a la manera en que lo es la propia autora, adicta confesa al “vampirismo, el sexo entre hombres, la turbia belleza baudeleriana, la belleza injuriada de Rimbaud, la literatura fantástica y de horror, los subterráneos, los demonios, River Phoenix y Keanu Reeves, Lestat y Louis”.
Nacida en Buenos Aires en 1973, debutó a los 22 años con la novela Bajar es lo peor y se fogueó en la prensa cultural, cubriendo literatura, rock y algo de cine. Sus cuentos Los peligros de fumar en la cama y Las cosas que perdimos en el fuego, junto al libro de no ficción Alguien camina sobre tu tumba (recorrer cementerios es un imperdible cuando viaja), le permitieron ser reconocida en todo el continente. El año pasado apareció El otro lado, un compilado de reportajes, perfiles y columnas, una biografía indirecta que alcanza las 700 páginas: Mariana Enriquez, lo dice ella misma, no conoce la moderación.
Los retratos de Enriquez poseen un equilibrio extraño: están construidos desde una mirada crítica, de ahí su profundidad de análisis, autoridad y coherencia interna. Al mismo tiempo, son los textos de una fan, de alguien que lo da todo por conseguir una entrada al recital de Manic Street Preachers o cuya voluntad (y bolsillo) sucumbe ante el merchandising de sus ídolos.
Pero a veces el exceso se agradece. Este volumen refleja a una periodista extraordinaria y a una lectora original, que bebió del néctar de Mary Shelley, H. P. Lovecraft, Bram Stoker y Edgar Allan Poe, para combinarlo con dosis de la familia más sombría de la literatura latinoamericana (José Donoso, Silvina Ocampo, Onetti) y una batería de cultura pop que dignifica los maltratados años 90.
Los retratos de Enriquez poseen un equilibrio extraño: están construidos desde una mirada crítica, de ahí su profundidad de análisis, autoridad y coherencia interna. Al mismo tiempo, son los textos de una fan, de alguien que lo da todo por conseguir una entrada al recital de Manic Street Preachers o cuya voluntad (y bolsillo) sucumbe ante el merchandising de sus ídolos. La fuerza, el entusiasmo y belleza que irradian los textos que tratan de Nick Cave o Cormac McCarthy tienen algo de espejo: son una invitación a creadores que, como ella, trabajan con la violencia y lo incomprensible, seguros (y esta puede ser su única certeza) de que la vida es una suma de restas.
En una conferencia que dictó en la UDP el 2018, dijo que le molestaba que a los escritores se les pidieran opiniones sobre la sociedad, como si fueran más sensatos y originales que el resto de los mortales. “No suele ser así –dijo–, salvo para los escritores que, además, desean ser o son capaces de ser intelectuales públicos. Pero los escritores no suelen tener opiniones más inteligentes o pertinentes o particulares que las de cualquier otra persona. Y sin embargo se nos sienta en mesas a hablar de feminismo, escritura y política, el estado del mercado editorial y demás, todas cuestiones para las que no estamos formados ni informados. Yo decidí jamás volver a sentarme en una mesa sobre literatura femenina porque no quiero vivir en un gueto, aunque sea un gueto agradable”.
Enriquez es desenfadada, aunque no va por delante con el cartel de “políticamente incorrecta” ni pretende provocar cuando defiende la decisión de no tener hijos o el placer de comer carne. Solo se irrita ante la superioridad moral de quienes están seguros de ubicarse en el lado correcto: los que no entienden la melancolía de una tarde de verano porque hay niños explotados en China, los que sienten alergia ante el asfalto y abandonan la ciudad en busca del paraíso natural, los que se ríen de los turistas porque su modelo es el viajero (“sobrevalorado, irritante, falsamente sabio”), los que defienden a Dios y condenan a los que creen en fantasmas.
La propia Enriquez ha erigido una obra donde los muertos sin sepultura vuelven con insistencia, recordando así que el terror no solo es un género literario, es algo real, una herida abierta en nuestras sociedades. Pensar la realidad desde lo fantástico sería una forma de sumergirse en ese pasado violento y doloroso.
Vicente Huidobro (1893–1948) es la figura ejemplar de la vanguardia en Chile. A partir de 1914, con su manifiesto “Non serviam” –crear algo nuevo sin transigir con la copia o imitación naturalista de la realidad–, se puede hablar de una vanguardia orgánica, de una estética nueva, consciente de sí misma y a la vez enraizada en los nichos biográfico, social y políticos del autor y del país. Con respecto a la trayectoria poética de Huidobro, la crítica ha denominado el período que va desde 1913 hasta la década del 20 como vanguardia heroica, como una etapa en que el poeta propone y lleva a la práctica su teoría creacionista. Es el momento de Pasando y pasando (1913), de Adán y del poemario El espejo de agua, ambos de 1916, en el que poetiza un noticiero cinematográfico de la época. Es la etapa de Horizon carre (1917), de Poemas árticos (1918) y del sorprendente Ecuatorial (1918), un verdadero hito en la poesía hispánica, con notoria sintonía cubista.
A partir de 1916, Huidobro vive la mayor parte del tiempo en Europa, participa en varias revistas de vanguardia, francesas y españolas, y establece relaciones personales con algunos de los más destacados exponentes de la vanguardia internacional. En Chile el poeta aparece de vez en cuando o llegan rumores “creativos” de su vida (que él mismo probablemente se encargaba de echar a rodar), también varias de sus publicaciones y en ocasiones, alguna entrevista realizada en París en la que explica su teoría creacionista. En esta etapa Huidobro inaugura, a pesar de no estar siempre presente (en carne y hueso), un nuevo estilo intelectual, un estilo iconoclasta, osado e irreverente, que termina con el provincianismo literario y que se trata de igual a igual –e incluso con cierto desparpajo– con los autores europeos, un estilo bifronte en que la vanguardia estética coexiste con la vanguardia política. Un ejemplo es su texto de 1925, “Balance patriótico”.
El creacionismo de Huidobro, a diferencia del surrealismo o del dadaísmo europeo, nunca pretendió eliminar o anular de su credo poético la racionalidad, precisamente ello se explica por el carácter dual de la pulsión vanguardista que encarna: una vanguardia que pretende ser al mismo tiempo estética (punta de lanza de una nueva corriente artística) y política (punta de lanza para la creación de un nuevo país). Es en este contexto que hay que entender algunas de sus declaraciones provocativas de ese período, como aquello de que “Chile es mi segunda patria” o su referencia a García Lorca como un gitano profesional. A su vez, en Chile lo califican como “un poeta francés nacido en Santiago” o como un diletante.
En la obra de Huidobro hay una exploración del lenguaje hasta sus últimos confines: se trata de destruir la lengua para que emerja la música de los (nuevos) significantes. Ascenso y caída apuntan a un campo de tensiones y reflujos: un Ícaro que se eleva y un Ícaro que cae, una caída que opera como la fuerza de gravedad del ascenso, la vida y la muerte, Eros y Tanatos.
El estudio más completo de las corrientes poéticas de las dos primeras décadas, Selva lírica (1917), subtitulado “Estudios sobre los poetas chilenos”, dice de Huidobro que es autor de “bizarrías líricas” que no merecen ser consideradas. Son años en que una encuesta de la Revista Zig-zag sobre las preferencias en la poesía chilena ubica a Huidobro muy abajo, en una lista cuyos primeros lugares los ocupan Daniel de la Vega y Víctor Domingo Silva.
En este contexto Huidobro empieza a escribir Altazor (1919-1931), que se inscribe en la tradición del poema largo y en el que se da una transformación del imaginario vinculado al vuelo. Su filiación neoplatónica y romántica vinculaba el vuelo al ascenso y a la elevación espiritual, en Huidobro en cambio pasa a adquirir el rumbo de la caída, y un temple nervioso en que el propio vuelo está permanentemente amenazado. Más que el ascenso, es el vértigo de la caída la instancia que convierte a Altazor, el hablante, en un visionario del espacio, un espacio interplanetario poblado de objetos modernos, como aeroplanos y paracaídas.
En el poema el hablante es el azor de las alturas (ave de rapiña diurna), que encarna el vuelo del poeta. Se trata de un vuelo figurado referido a la aventura del poeta y del lenguaje. El tema del poema es la aventura del poeta moderno figurada como caída. Altazor, como ha señalado Federico Schopf (uno de sus comentaristas más lúcidos), cae en su conciencia, atraviesa edades históricas, cae en su razón, en su fantasía, en su inconsciente, cae en sus abismos. Cae en el fondo de sí mismo y en el tiempo. Su metáfora distintiva es el paracaídas, que es también un “parasubidas”, lo que plantea la posibilidad de que la caída no sea un fracaso sino una aventura de lucidez (Altazor no se quema en la caída sino que cae para volver, como el ave fénix, a subir).
En la obra de Huidobro hay una exploración del lenguaje hasta sus últimos confines: se trata de destruir la lengua para que emerja la música de los (nuevos) significantes. Ascenso y caída apuntan a un campo de tensiones y reflujos: un Ícaro que se eleva y un Ícaro que cae, una caída que opera como la fuerza de gravedad del ascenso, la vida y la muerte, Eros y Tanatos. Esta polaridad se expresa en un temple de ánimo tensionado, en la figura y en la embriaguez síquica de la sensibilidad moderna, el vértigo de un Ícaro contemporáneo en el que late un sentimiento de un ser arrojado en el mundo, un ser a la intemperie, sin Dios, ni dioses, una soledad metafísica de corte nihilista, una suerte de encierro de la trascendencia en la inmanencia, y viceversa. Se trata de un poema largo, vibrante, que vale la pena releer, en que se da una lúcida interacción con una estética cosmopolita plasmada en una obra de significados múltiples, inagotables. Aunque en un registro distinto y hasta opuesto, de alguna secreta manera los dos grandes poemas largos de la primera mitad del siglo pasado, Altazor (1931) de Huidobro y Canto General (1950) de Pablo Neruda, el viaje del espíritu y de la materia, la vanguardia estética y la vanguardia política, se complementan. No es casualidad que los dos, en distintos momentos, hayan sido candidatos a presidente de la República.
Altazor y otros poemas, Vicente Huidobro, Zig-Zag, 248 páginas, $13.000.
La filosofía ha establecido desde largo tiempo una distinción muy fina y potente entre decisión y elección. Hoy vivimos como nunca en un mundo de elecciones, o de simulacro de ellas. Todo parece relegado al ámbito de la elección (o de su apariencia o conato), elevada a la categoría de diosa de un presente que se quiere perpetuo, con un humano que se olvida de todo y se disocia de la muerte hasta que esta le cae encima y lo desborda y apanica.
Elegir es el verbo favorito del neoliberalismo, la palabra clave de un mecanismo ya monstruoso. Otra cosa es qué tan real, equitativo o permanente es el acceso a la elección en cada ámbito en que esta es invocada, pero lo cierto es que, en el mundo ideal de algunos, de muchos tal vez, la elección sería el salvoconducto, la credencial de plenitud, de libertad y desarrollo.
Elige vivir sano, decía una campaña del gobierno en Chile. Elige vacunarte, elige tal o cual pantalón, crédito, banco, barrio, celular, cerveza, auto, ruta. Elige vivir en este condominio, en este edificio, acá en las afueras, allá en las alturas de la ciudad. Ciudad siempre sitiada por el imperativo de elegir.
Pero elegir no es decidir; es tomar lo que se te ofrece y no en función del deseo o la vocación íntima, sino considerando las consecuencias que cada elección podrá previsiblemente tener. Así, la elección no es nunca tan libre, pues a ella se es conminado por un sistema, por un orden, cuando no derechamente por una orden, y no es libre sobre todo porque se la toma no en función de convicciones e inclinaciones, sino de lo que ella y sus alcances puedan reportarnos. Es un ejercicio de cálculo, no de autonomía, y en eso el individuo se diluye, se transforma en pieza enajenada de un puzle en cuyo diseño no toma arte ni parte.
Puede alguien ser afortunado si le es posible tomar y de hecho toma buenas elecciones, o desafortunado si no tiene cómo acceder a ellas o si, pudiendo, no toma las más convenientes. Porque de conveniencia se trata, finalmente, toda elección. Elijo este trabajo u otro en función de la conveniencia, de la proyección. Es elocuente cuando un joven, al momento de decidir una carrera, escucha orientaciones que tienen que ver con los eventuales alcances –financieros, sociales, amorosos incluso– de su elección, y no, o mucho menos, con aquello que en su fuero interno, en su conciencia, quisiera hacer para que lo que está en potencia pueda desplegarse: un talento, una inspiración, un deseo, incluso un mero gusto.
Y así, de algún modo, el mundo se ha llenado de virtuales electores, que se vuelven apáticos al punto de declinar la única elección que no debieran declinar, que es la elección política, porque en las urnas sí que no queda más que elegir siempre el mal menor de entre lo propuesto.
¿Cómo se quiere vivir? ¿Qué se puede hacer? ¿Cómo estar con y entre los otros? Son preguntas que se hace la filosofía desde siempre, porque son las preguntas que de suyo todo ser humano debiera hacerse o podría hacerse, al menos en los momentos clave de su vida.
El hombre contemporáneo apenas se da cuenta de estar eligiendo siempre entre propuestas que le son eminentemente ajenas. Dictadas por objetivos y motivaciones ubicados fuera de él. En una zona que quizás ya nadie conoce. Una zona ciega, pero no muda. Y se entra en un juego, se accede a bienes y medios para poder elegir lo más antojadizamente posible entre las opciones que se nos ofrecen. Y hay mucho de placer en ello, sin duda, por lo que no es una situación dramática, pero sí muy arraigada, prueba de lo cual es cómo cunde y se perpetúa en todas partes la vida como una sucesión de elecciones.
Decidir es otra cosa. Es plantarse ante el mundo, aun reconociendo nuestro carácter de seres ínfimos y limitados, mortales, efímeros, y trazar, con la mejor voluntad, un camino, un espacio, definiendo un modo de vivir, un tiempo o velocidad, un quehacer y un con quienes estar. Por cierto, toda decisión, desde las generales hasta las cotidianas, está condicionada por las circunstancias materiales, pero también, satisfecho lo básico (el menos malo de los políticos podrá procurarlo mejor que el peor), puede ponerse todo en consideración a la hora de decidir las circunstancias materiales que se quieren para habitar el mundo.
Kierkegaard, el filósofo de la angustia y la lucidez, del arrojo y la pasión, marcaba la diferencia con toda claridad: “Al tomar una decisión no se trata tanto de elegir lo correcto como de la energía, la seriedad, el patetismo con el que elegimos”. O sea, cuán involucrados estamos en lo que definimos. Para quien así se planta ante el mundo cobran pleno sentido los famosos versos de Antonio Machado: “No hay camino, se hace camino al andar, caminante son tus pasos el camino y nada más”.
En un tiempo como este, de pandemias, crisis sociales y financieras, violencia en todas sus formas, destrucción ambiental ardiente, el mundo debe tomar decisiones. Dejar el cálculo chico y decidir con cálculo grande. Con pensamiento, alzando la mirada por sobre lo que inmediatamente lo rodea y anega.
¿Cómo se quiere vivir? ¿Qué se puede hacer? ¿Cómo estar con y entre los otros? Son preguntas que se hace la filosofía desde siempre, porque son las preguntas que de suyo todo ser humano debiera hacerse o podría hacerse, al menos en los momentos clave de su vida. Al iniciar un desarrollo profesional o intelectual, al escoger o desdeñar el amor, al decidir procrear o no, viajar, escribir, trabajar la tierra.
No se trata de proponer o romantizar una fuga a la naturaleza, un cabañismo al que solo podrían acceder unos pocos, un llamamiento a la vida bucólica, un paso atrás sin otro sostén que la nostalgia de un pasado idealizado, pero es el tiempo de un cambio. De un suspender la elección para desplegar la decisión. Y si esa decisión es proseguir en la vida de elecciones puntuales y trabajos donde solo el sueldo es el horizonte, pues muy bien, pero si esa pausa y decisión revelan la necesidad de un cambio, podrán, ya con esa mera decisión bien tomada, reorientarse las naves de manera que el horizonte pase a ser otro, considerablemente más propio que aquel que habíamos tomado prestado sin pensarlo. De manera que a partir de ese nuevo horizonte o plan se redefinirán las formas de la vida de cada quien, y de todos. Eso supondrá en muchos casos cambios, en algunos menores, en otros una desalienación importante, una liberación como ninguna elección predeterminada podrá jamás brindar, en algunos casos incluso supondrá movimientos radicales o, como dijera el poeta polaco Zbigniew Herbert, verdaderas “metamorfosis hacia atrás hasta las fuentes de la historia”.
Cuando el humano no puede decir no, deja de ser humano, pasa a ser un esclavo o un funcionario de la vida. Esa decisión de vivir, ese latir, puede proyectarse a cada uno de los ámbitos donde la existencia se juega su partido.
Alguno dirá que se exagera aquí, que se sobredimensiona una crisis más, como las tantas que ha tenido la humanidad. Y no estaría equivocado, porque una cosa es clara hasta para un niño: mientras el mundo no se acabe, el mundo sigue. Y mientras siga, la inercia, el azar, la debilidad seguirán definiendo en buena medida los rumbos vitales de las personas. Pero no hay nada de cándido en pensar que esos factores, y otros que la historia y la sociología han definido tan bien y que son tan determinantes, pueden entrar en relación, o ser puestos en cuestión, por el inalienable derecho humano a decidir, incluso si es a decidir su muerte. Cada latido es una decisión de seguir. A menudo una decisión es un no. Un no que define, que limita o rompe un esquema. El 1 de noviembre de 1975, Pier Paolo Pasolini dijo en una entrevista: “Los pocos que han hecho la historia, son los que han dicho NO, y nunca los cortesanos y los ayudantes de los cardenales. El rechazo, para que funcione, ha de ser grande, no pequeño: total”. Al día siguiente fue asesinado.
Cuando el humano no puede decir no, deja de ser humano, pasa a ser un esclavo o un funcionario de la vida. Esa decisión de vivir, ese latir, puede proyectarse a cada uno de los ámbitos donde la existencia se juega su partido. El amor, el trabajo, la amistad, la naturaleza, la comida, la relación que se tiene –y que nadie pide suspender, solo dominar– con la tecnología, el consumo y la hipercomunicación.
No hay que ir a la zaga de su tiempo, dirán unos. Tampoco tan adelante, porque se corre el riesgo de extraviar el camino y cuando se vuelva la vista atrás, ¿qué habrá? Nada, probablemente, como en ese poema perfecto de Montale: “Tal vez una mañana, andando en un aire de vidrio, / Árido, al volverme veré cumplirse el milagro: / la nada a mis espaldas, el vacío detrás / de mí, con un terror de borracho”.
Las decisiones colectivas son políticas. Lo colectivo lo integran individuos. Es algo elemental. Como que toda decisión esencial es individual. En ese sentido, sin propiciar ningún egoísmo, es lícito abogar por la definición que cada hombre y cada mujer deben llevar a cabo para desde ese decidirse a sí mismos salir al encuentro del otro. Hacerse adulto, en otras palabras, estar a la altura de uno mismo. Decidir ser lo que se quiere ser, lo que se puede ser, lo que se es.
En este sentido, para decirlo con palabras del inmenso poeta nicaragüense Carlos Martínez Rivas, es hoy más que nunca el tiempo de “la insurrección solitaria”. Solo de ella saldrá una sociedad como la que el mundo reclama: de la personal emancipación de cada uno respecto a la inercia a la que lo ha llevado el mundo de la mano de un capitalismo que no es necesario o posible desterrar, en el sentido de quitar de la Tierra, pero sí contener, moldear, combatir.
Y de combates se trata. La vida lo es, desde antes del parto, y desde el nacimiento muy marcadamente, cada inspiración es un combate, cada hálito una celebración del triunfo momentáneo de ese combate. La existencia no es fácil, pero hay que buscarle el lado. Todo puede ser, dice Sancho en un momento filosóficamente alto del Quijote. Todo tiene su lado, su entrada, su acceso. Y se llega ahí con todo lo que somos, sin disociaciones, sin engaños. Asumiendo la mezcla extraña que somos de conciencia, inconsciencia, voluntad, desidia, deseo, limitación, miedo, arrojo. Hay cuestiones dentro nuestro que se opondrán una y mil veces a nuestra voluntad, a nuestros planes, y otras que bogarán con secreta fuerza por ellos. Entregarse a veces es decidir. Las inclinaciones, como las de un árbol que crece libre buscando el sol y el aire que mejor le sientan, tiran más fuerte que la cuerda con la que, atada a un palo, pretende corregírselo. Es el “inútil combate” que tan magistralmente Marguerite Yourcenar expuso en su novela Alexis o el tratado del inútil combate, donde un hombre no puede negar su homosexualidad y resuelve un día, con dolor pero con la serenidad de la decisión bien tomada, abandonar a su esposa y entregarse a una vida de la que nada sabemos, salvo lo esencial: que la decidió.
Varios registros lo muestran ya anciano, pero fibroso y alto, blandiendo espadas, empuñando cuchillos, disparándoles a latas de pintura o practicando tiro al blanco con una cerbatana en el Búnker, el mítico subterráneo de Nueva York en el que vivía. En otra imagen, captada en octubre de 1959, William Burroughs (Saint Louis, 1914 – Lawrence, 1997) luce aún joven y de traje oscuro, fumando en algún lugar de la periferia parisina. Tras él, un enorme cartel advierte: P-E-L-I-G-R-O.
La foto ha pasado a convertirse en un símbolo del inquietante atractivo de su personalidad. Meses después, Burroughs publicó El almuerzo desnudo, un libro de escritura fragmentaria, imaginario mutante y oscuras escenas sadomasoquistas que lo convirtieron en una de las últimas obras en ser censuradas en Estados Unidos. El libro salió librado de dos juicios por obscenidad y abrió el camino a la publicación de varias obras incómodas, entre las que se cuentan numerosos discos de rock.
Con sus imágenes grotescas y una prosa que desautorizaba el concepto de autoría, escandalizó a las élites intelectuales y literarias, pero despertó una verdadera revolución mental. Durante los años 60, el “padre eléctrico” de los beats se convirtió en una figura de culto para varias generaciones de artistas de vanguardia, especialmente para los músicos. En 1974, tras varios años viviendo en Londres, París y Tánger, Burroughs volvió a Nueva York con el aura de una estrella de rock y, para celebrarlo, en 1979 sus amigos y colaboradores crearon las Convenciones Nova, retrospectivas multimedia en torno a su trabajo, que incluían lecturas de Frank Zappa, paneles de discusión con Timothy Leary y conciertos de Suicide, Philip Glass, The B-52 y Debbie Harry.
¿Qué lo convertía en una figura tan atractiva para las estrellas de rock?
Según el crítico cultural estadounidense Casey Rae, autor del libro William S. Burroughs and the Cult of Rock ‘n’ Roll, tanto la radicalidad experimental de su prosa como su insobornable vida en los márgenes lo convirtieron en un símbolo del “instinto” que recorre la experiencia creativa del rock.
“Crear y destruir”, el principio básico del cut up, la antigua técnica dadaísta de corte y yuxtaposición de fragmentos de textos que aplicó extensivamente, es lo que le permitió a Burroughs correr “los límites de lo que se consideraba aceptable en literatura” y, al mismo tiempo, ser un ícono para varios músicos.
Su influencia traspasa casi medio siglo de contracultura, desde los beatniks y Fluxus hasta el ciberpunk. Ahí está su imagen junto a la de Marilyn Monroe en la portada del álbum Sgt. Peppers de The Beatles. Y varias palabras que hoy forman parte del tejido mismo de la contracultura suelen atribuirse a él, como Blade Runner o Heavy Metal. Por el visionario influjo de su escritura, Patti Smith se ha referido a sus obras como “otro tipo de Biblia” y a Burroughs como a “un chamán… alguien en contacto con otros niveles de realidad”. Sus obras inspirarían los nombres de varias bandas, como Stealy Dan, Soft Machine, The Insect Trust o Nova Mob. En 1968, el mismo autor reconocía que los músicos eran quienes mejor asimilaban sus ideas: “John Cage y Earle Brown han llevado el cut up mucho más lejos que yo en la escritura”, señaló para el libro de entrevistas El trabajo.
Según Burroughs, la literatura estaba atrasada en 50 años respecto de la pintura y para competir con “el cine y las fotonovelas (…), los escritores debían desarrollar técnicas especiales capaces de producirle al lector el mismo efecto de un hecho violento”. Le interesaba particularmente que los autores, al igual que los cineastas y los pintores, entraran en “comunicación táctil” con sus materiales y pudieran modificar y manipular libremente “su medio de expresión”. “El escritor aún no sabe lo que son las palabras”, aseguraba.
Por el visionario influjo de su escritura, Patti Smith se ha referido a sus obras como ‘otro tipo de Biblia’ y a Burroughs como a ‘un chamán… alguien en contacto con otros niveles de realidad’. Sus obras inspirarían los nombres de varias bandas, como Stealy Dan, Soft Machine, The Insect Trust o Nova Mob. En 1968, el mismo autor reconocía que los músicos eran quienes mejor asimilaban sus ideas.
El cut up marcó a algunos de los artistas más innovadores del siglo XX. David Bowie, por ejemplo, lo utilizó durante prácticamente toda su carrera, desde Diamond Dogs hasta Blackstar, su último disco. También Thom Yorke, de Radiohead, aplicó el método para componer las letras de Kid A.
Si en los 70 se erigió como el padrino del under, en los 80 y 90 visitar al “viejo Bill” se convirtió en un verdadero rito de iniciación para todos los que aspiraban a ampliar las fronteras creativas. Así lo hicieron Thurston Moore o Michael Stipe o Laurie Anderson.
Ya el disco Call Me Burroughs, su debut de spoken word de 1966, se había convertido en uno de los favoritos de Paul McCartney, a quien había conocido en Londres a mediados de los 60.
Así, al final de su vida, el proscrito autor de Yonqui, pese a ser reacio a las etiquetas, se convirtió en “el abuelo de la contracultura”, con apariciones en películas de Gus Van Sant, cameos en videoclips de U2 o entrevistas con David Bowie para la revista Rolling Stone.
La máquina blanda
Graduado en Harvard e hijo de una próspera familia del Medio Oeste norteamericano (su abuelo había amasado una fortuna a fines del siglo XIX al patentar la máquina registradora), tempranamente rechazó los valores de sueño dorado que ese mundo representaba.
Abiertamente homosexual y drogadicto en los conservadores años de posguerra, fue también un estudioso del ocultismo, un aficionado a las armas, un explorador farmacológico y un asiduo visitante a los bajos fondos. “Por su estilo de vida, probablemente estaba destinado a convertirse en un faro para los músicos, quienes son conocidos por traspasar los límites, incluso a expensas de su salud y bienestar psicológico”, escribe Rae.
Como muchos de sus personajes, que tienen una agenda elástica y cambian de forma continuamente, antes de cumplir 40 años había sido detective privado, exterminador de insectos, tabernero y delincuente de poca monta. Tal vez por ello su trabajo tuvo especial atractivo para varios músicos que, como él, hicieron de la transformación constante la base de sus campañas creativas. Tras conocerlo a mediados de los 60, Bob Dylan, quizás el artista con mayor fama de “camaleón” y de “enigma”, se sumergió en el cut up para dejar atrás su etapa folk y componer discos mucho más “abstractos, cáusticos y surrealistas”, como Highway 61 Revisited y Bringing it All Back Home.
No obstante el visionario aliento que motivaba esos experimentos, el escritor siempre mostró escaso interés por las últimas novedades, y menos aún por el rock. El ‘viejo Bill’ escuchaba música en una vitrola y sus cercanos solían referirse a sus gustos –folclor marroquí, jazz de los años 20, vals vienés y artistas como Max Morath o Wendell Hallo- como los de una ‘criatura del siglo XIX’.
Pero la vida de Burroughs también se vio tempranamente marcada por la tragedia: a los 37 años, el escritor asesinó accidentalmente en México a su segunda esposa, Joan Vollmer, al intentar emular con una pistola el “acto de Guillermo Tell” al final de una velada regada de ginebra. “La muerte de Joan me puso en contacto con el invasor, el Espíritu Feo, y me condujo a una lucha de por vida en la que no tuve más remedio que comenzar a escribir”, afirmó a propósito de esta tragedia.
Al igual que Burroughs, varias estrellas de rock caminaron entre el éxtasis y la ruina y, como él, utilizaron el arte como un conducto para trascender la angustia de sus propios problemas personales.
Lou Reed conoció tempranamente el lado salvaje. Sometido a electroshocks en su juventud por mostrar “tendencias homosexuales y reticencia a la autoridad”, el cantautor encontró en las feroces descripciones de la marginalidad de Burroughs una inspiración para su propia poesía callejera. Reed admiraba especialmente su capacidad de narrar sin imposiciones morales la crudeza de los bajos fondos. Tras conocerlo a fines de los 70 en Nueva York, dijo que Burroughs “cambió mi visión de lo que se podía escribir, cómo se podía escribir (…) fue la persona que derribó la barrera… solo él tenía la energía para explorar la psique interior sin filtro”.
Para Burroughs, lo más alejado posible de un moralista, la mejor metáfora del “control” era la agonía producida por la dependencia a la droga. Él bien lo sabía. A los 83 años aún luchaba con una adicción crónica a la heroína, que lo hizo dependiente de un tratamiento de sustitución por metadona hasta su muerte. En 1981, su único hijo, el también escritor William S. Burroughs Jr, de 33 años, había muerto de cirrosis intentando emular, en gran medida, el estilo de vida fuera de la ley que su padre encarnaba.
Virus, memes, control
“Corta las líneas de palabras; corta las líneas de música; rompe las imágenes y la maquinaria de control”. Esa era, según Burroughs, la tarea del artista; hackear los patrones establecidos por una fuerza hostil que, según creía, mantenía encadenada mentalmente a la población.
Mediante la exploración sensorial y creativa buscaba subvertir esos significantes y denunciar la voluntad uniformadora de la psiquiatría, la medicina, la policía o la burocracia, una institución que, a su juicio, llevaba “la acción espontánea e independiente (…) al parasitismo absoluto de un virus”.
A comienzos de los 60, Burroughs comenzó a desarrollar una serie de experimentos sonoros y audiovisuales en los que buscaba “borrar la palabra” y “alterar el flujo de la realidad”.
Quienes mejor asimilaron su imaginario oscuro y sus chocantes experimentos sonoros fueron bandas inglesas de post punk, como Joy Division, Cabaret Voltaire o el grupo pionero de los sonidos industriales, Throbbing Gristle. ‘Estos chicos surgieron a la sombra del punk, heredando su actitud de confrontación y la sospecha de cualquier autoridad’, escribe Rae.
No obstante el visionario aliento que motivaba esos experimentos, el escritor siempre mostró escaso interés por las últimas novedades, y menos aún por el rock. El “viejo Bill” escuchaba música en una vitrola y sus cercanos solían referirse a sus gustos –folclor marroquí, jazz de los años 20, vals vienés y artistas como Max Morath o Wendell Hallo- como los de una “criatura del siglo XIX”.
Pese a ello, los beatniks, el movimiento contracultural que había inspirado pero del que solía desmarcarse, tenían mucho en común con una banda de rock: el espíritu aclanado, la voluntad de transgresión, el ethos hipermasculino. Tal vez por eso no resulte extraño que el inconformismo eléctrico de los beats se haya transmitido antes a la música que a la literatura.
Fue el punk, subcultura que también vería en él a un referente, la que sin duda se asimilaba mejor a la revuelta juvenil, distópica y nihilista que el escritor estimulaba y que ya había preconizado en Los chicos salvajes, su libro de 1971.
En el verano del 77, Burroughs, quien era muy poco dado a las efusividades, le envió una “carta de apoyo” a los Sex Pistols tras el lanzamiento de su single “God Save The Queen”. Y el CBGB, el mítico reducto under del Bowery neoyorquino, estaba a pocas cuadras del Búnker, en donde después de los conciertos, artistas como Debbie Harry, Patti Smith o Tom Verlaine, de Television, se reunían en afiebradas veladas con el escritor como anfitrión.
No obstante, quienes mejor asimilaron su imaginario oscuro y sus chocantes experimentos sonoros fueron bandas inglesas de post punk, como Joy Division, Cabaret Voltaire o el grupo pionero de los sonidos industriales, Throbbing Gristle. “Estos chicos surgieron a la sombra del punk, heredando su actitud de confrontación y la sospecha de cualquier autoridad”, escribe Rae. A comienzos de los 80, durante la era Thatcher, algunas ciudades industriales arrasadas por el desempleo y la escasez, como Manchester, se asemejaban bastante a los desolados “no lugares” que Burroughs había evocado en sus distopías.
Su presencia atraviesa todo nuestro entorno digital actual. Según Rae, la mejor prueba de ello son las recurrentes metáforas a “lo viral” que pueblan el imaginario contemporáneo. Además, en internet, las imágenes, los textos y el audio se yuxtaponen caóticamente, y la contingencia en las identidades le quita valor al concepto de autoría. Algunos incluso han visto en Burroughs a un pionero del conocimiento colaborativo: “Todo saber, todo descubrimiento, les pertenece a todos. Es hora de reclamar lo que es de uno”, le dijo al periodista Daniel Odier. A juicio de Rae, el autor incluso habría prefigurado los memes: “Un virus es una unidad muy pequeña de palabra e imagen”, escribió en 1970 en La revolución electrónica; y en Los chicos salvajes señaló: “Cada muchacho crea su propia serie de imágenes”.
La cultura del mashup, presente en prácticamente todos los géneros contemporáneos, confirma que fueron los músicos sus mejores discípulos: “Es difícil imaginar la música basada en samples y remezclas sin Burroughs, o al menos sin los artistas que inspiró: David Bowie, Throbbing Gristle y Coil, entre otros”, añade Rae. Aunque los años salvajes del rock and roll ya pasaron, el estado actual de la cultura demuestra que Burroughs logró infiltrarse en nuestras vidas, como un virus.
William S. Burroughs and the Cult of Rock ‘n’ Roll, Casey Rae, University of Texas Press, 2019, 320 páginas, $18.000.
La primera escena pertenece a la temporada final de la serie The Sopranos, emitida en 2007. Luego de la terrible ruptura amorosa con Blanca, su novia puertorriqueña, AJ Soprano decide suicidarse en la piscina de la casa familiar. Anudándose bolsas cargadas con sendas piedras en los tobillos, se lanza al agua. Sumergido en la parte más honda, AJ de inmediato comprende el alcance de su decisión. El terror lo posee. Se arrepiente en cosa de segundos. Bracea e intenta mantener la cabeza en contacto con el aire, pero el peso de las piedras lo sumerge. Son segundos tensos, patéticos también. AJ llora y grita por ayuda. Mientras la desesperada agonía ocurre en el patio, Tony Soprano llega a casa vestido de impecable terno, posiblemente viene de una reunión de negocios. Unas pastas frescas reposan en el mesón de la cocina. El gesto de Tony podría ser insignificante, una sencilla acción que denote naturalismo en la escena, pero como en todo lo que ocurre en esta serie, nada está al azar: Tony agarra el apetitoso trozo de “zitti” y se lo lleva a la boca para devorarlo. Como en innumerables ocasiones, Tony no es capaz de contenerse y engulle todo lo que tiene frente a él. No importa qué —poder, violencia, sexo, comida—; para él, lo relevante es devorar, entregarse al “goce sin límites”, al arbitrio de su capricho. Los gritos de su hijo primogénito llegan como susurros o cantos de un sueño, uno de los tantos que durante la serie acechan a Tony. Al comienzo no les presta atención, pero la imagen vista a través de la ventana, donde una cabeza emerge del agua y los brazos aletean casi sin fuerza, lo empuja a salir corriendo, extrañado porque no entiende con claridad qué ocurre en la piscina. Tony se lanza al agua e intenta sacar a su hijo, pero el peso extra de las piedras se lo impide. No comprende, rabea, se enfurece. Ya sin fuerzas, AJ intenta explicar que se trata de los pies, de las piernas, de los tobillos, de las piedras. La confusión se acrecienta en Tony. Se sumerge. Desata los pies de su hijo. Lo saca del agua. AJ llora, Tony observa a su hijo y las bolsas con piedras.
Su primera reacción no es el dolor, sino la ira. El padre-amo se enfurece con el hijo que nunca ha podido estar a la altura de sus expectativas. Lo zamarrea, le grita, lo golpea con manotazos en la cabeza, quiere entender qué ha intentado hacer AJ. Por supuesto, Tony ya lo sabe, pero no es capaz de asimilar el acto de su hijo. La furia da paso al desconsuelo. Finalmente lo abraza, lo contiene, lo acaricia, percibiendo, a medida que avanzan los segundos, el horror que los ha rozado a todos.
La segunda escena corresponde a la serie Battlestar Galactica, específicamente a su temporada final, del año 2009. El objetivo de encontrar la tierra prometida, el planeta Tierra, se ha conseguido. Pero este logro está lejos de representar una conclusión positiva para los personajes. El planeta está devastado tras una catástrofe ocurrida hace dos mil años. La superficie, su flora, el agua, absolutamente todo está contaminado por la radiación. Es un contra-clímax, desesperante y cargado de angustia. La serie acostumbra a tomar estos giros inesperados en su relato. La acción, entonces, se centra en la oficial Anastasia Dualla, “Dee”, quien alguna vez estuvo casada con Lee, el hijo mayor del Almirante William Adama. Desde el punto de vista de Dee, el capítulo narra, con cierto naturalismo, su reencuentro con Lee, y luego la pequeña intimidad de su casillero —donde está la foto de su familia de cuando ella era pequeña, su antigua argolla de matrimonio, entre otros recuerdos—. No hay afectación en el gesto de Dualla, sino sonrisas cargadas de ternura y calma. Al final de la secuencia, toma su arma de servicio y se dispara en la cabeza. La muerte es instantánea y casi inesperada. Casi, porque como ocurre en la catarsis aristotélica, “los acontecimientos han sucedido contra lo esperado, pero en función unos de otros”.
Tras la sorpresa, los espectadores recapitulamos lo que ha sucedido antes con ella: su llanto sobre la arena de ese planeta destruido; la muerte, antes de su cuerpo, de la esperanza. Y llegamos a lo que me interesa: tendida sobre la camilla de autopsia, el cadáver de Dee descansa cubierto con una sábana gris. El almirante Bill Adama entra y se sitúa junto a la fallecida. Destapa la parte superior para observar la cabeza masacrada de la oficial cuya lealtad fue inquebrantable en todo momento. El gesto de Adama no es en absoluto morboso. Lo que el almirante desea es mirar el horror en toda su magnitud, enfrentarse a las consecuencias del largo viaje que han emprendido desde Caprica, cuatro años atrás.
A diferencia de Tony, lo primero que asalta a Bill Adama no es la ira, sino el dolor. Es una pena desgarradora, brutal, un momento dramático que funciona —otra vez utilizando los términos de Aristóteles en su Poética— como Reconocimiento del estado de las cosas, que por otra parte el mismo Adama ha empujado y provocado. Adama llora y besa la cabeza mutilada de Dee. Entre lágrimas, le pide perdón, y por sobre todo, se culpa. En estos momentos específicos y selectos, asoma la piel más frágil del almirante Adama. Porque para él, su gente, los trabajadores del acorazado Galactica, son sus hijos. Se ha permitido decírselo alguna vez a la piloto Starbucks. Ahora, en esta escena, no necesita verbalizar para demostrar que ha perdido a una hija.
Recalcati busca los síntomas del final del patriarca como lo hemos entendido hasta hoy. Pero no solo se queda en el diagnóstico, sino que es capaz de proyectar, a través de los antiguos mitos occidentales, una posible figura paterna que sea capaz de acompañar, inspirar y entregarles en herencia el ‘deseo’ a sus hijos e hijas.
Lo importante de Adama y su función dramática en Battlestar Galactica es que representa un modelo patriarcal diametralmente distinto al de Tony, que guarda en sí una posible esperanza para una construcción masculina y paterna que pueda dialogar con los tiempos por venir, en armonía con sus hijos y también con la figura de las mujeres (y no solo como pareja, sino en el amplio espectro humano y social de ellas).
Si Bill Adama es un prospecto de padre, un posible futuro, entonces Tony Soprano representa al último patriarca en el relato seriado moderno, un modelo paterno enraizado en Edipo y su relación con la figura paternal: un padre-amo, agresivo, violento, que empuja al hijo a enfrentarlo como un rival, como un antagonista que se opone a él. Aunque, por supuesto, el Edipo está narrado desde el punto de vista del hijo, la relación de Tony con su entorno, y en especial con quienes tiene un nexo de amor paterno, está construida sobre la base de muchas de las características que define el psicoanalista y ensayista italiano Massimo Recalcati en su libro El complejo de Telémaco. Padres e hijos tras el ocaso del progenitor, un ensayo preciso, denso, filoso.
Recalcati busca los síntomas del final del patriarca como lo hemos entendido hasta hoy. Pero no solo se queda en el diagnóstico, sino que es capaz de proyectar, a través de los antiguos mitos occidentales, una posible figura paterna que sea capaz de acompañar, inspirar y entregarles en herencia el “deseo” a sus hijos e hijas. No un padre-niño, débil y en permanente estado de adolescencia. Porque el padre-niño representa el otro lado del espejo deforme en el cual se refleja la imagen del padre-amo: alguien que ha perdido la capacidad de transmitir el deseo, un adulto incapaz de asumir las responsabilidades que conlleva la Ley de la palabra (porque, ante todo, la libertad del deseo es un compromiso de responsabilidad con las generaciones futuras, el desafío de transmitirles un objetivo de trascendencia que anule el “goce mortífero”), cómodo en un hedonismo destructivo, infantilizado. “La libertad se libera de toda responsabilidad para defender la afirmación del goce narcisista como goce del Uno sin el otro”, dice Recalcati acerca de esta nueva figura filial.
Tampoco el antes mencionado padre-amo puede cumplir con las competencias para inspirar; solo es capaz de castigo y herida hacia su prole. Lo que Massimo Recalcati propone es la figura de Ulises como un modelo posible para la subsistencia del padre. Es un Ulises (al igual que Layo en el ejemplo de Edipo) observado y, sobre todo, esperado desde el punto de vista del hijo, es decir, de Telémaco. Porque Ulises trae con él, desde el mar, la esperanza, el orden, el equilibrio en un mundo devastado por el caos de los pretendientes de Penélope. “En el complejo de Telémaco –dice Recalcati–, lo que está en juego no es la necesidad de restaurar la soberanía perdida del padre-amo. La demanda del padre que invade ahora el malestar de la juventud no es una demanda de poder y de disciplina, sino de testimonio. Sobre el escenario ya no hay padres-amos, sino solo la necesidad de padres-testigos”.
Esta distinción entre el padre-amo y el padre-testigo es lo que justifica la escena de Battlestar Galactica. Porque, para mí, el almirante William Adama contiene muchas de las características que Recalcati identifica en lo que podríamos denominar un “padre telémico”, en contraposición al “padre edípico” que ha gobernado la construcción de la figura paterna en nuestras sociedades.
¿Qué son, entonces, un padre-amo y un padre-testigo, posible reinvención del arquetipo paterno a ojos del futuro?
El padre, entonces, debe saber transmitir el deseo hacia la generación venidera. El problema es que el padre-amo no desea transmitir esta ley, sino representarla. Su voz atronadora, la mirada severa y el mandato brutal no consiguen acompañar a los hijos, sino oprimirlos, violentarlos, coartarlos.
Recalcati explica que la función paterna está definida por una ley crucial, única, constitutiva de la condición humana en cuanto condición social. Esta ley es La ley de la palabra, que delimita el deseo con el fin de enfocarlo hacia la consecución de un objetivo mayor, trascendente. “Siendo el ser humano un ser de lenguaje, siendo su casa la casa del lenguaje, su ser solo puede manifestarse a través de la palabra”, escribe Recalcati sobre dicha ley, y continúa: “Es el acontecimiento de la palabra lo que humaniza la vida y lo que hace posible la potencia del deseo introduciendo en el corazón humano la experiencia de la pérdida. ¿Qué significa esto? Significa que la vida se humaniza y se diferencia de la de los animales a través de su exposición al lenguaje y al acto del habla”.
El padre, entonces, debe saber transmitir el deseo hacia la generación venidera. El problema es que el padre-amo no desea transmitir esta ley, sino representarla. Su voz atronadora, la mirada severa y el mandato brutal no consiguen acompañar a los hijos, sino oprimirlos, violentarlos, coartarlos. Por eso es importante lo que expresa Tony en el capítulo piloto de The Sopranos a la doctora Melfi, su analista: “¿Qué pasó con Gary Cooper? Antes el norteamericano promedio hacía simplemente su trabajo y callaba. El problema ahora es que todos quieren expresar sus emociones”.
¿Qué es esto, sino una negación a la Ley de la palabra, o una forma de volverla intrascendente en su esencia para ejercerla a su modo?
Para Recalcati, la Ley de la palabra exige un compromiso y una responsabilidad enormes. Habría que, como padre, subyugarse a ella para poder transmitirla. Subyugarse, jamás encarnarla. El arranque dramático de The Sopranos es justamente la depresión de Tony, quien está agotado de representar la figura del patriarca, engullendo también sus emociones, sus pensamientos, sus palabras. “La Ley de la palabra —la Ley simbólica de la castración— introduce un intercambio que está en la base de todo posible pacto social: la renuncia al goce de todo, a quererlo todo, a serlo todo, a disfrutar de todo, a saberlo todo, hace posible la obtención de un nombre”, dice Recalcati cuando explica los alcances de la Ley de la palabra.
Esta renuncia es la que Tony no es capaz de realizar. Como un animal insaciable, no tiene límites y lo quiere todo: acostarse con todas las mujeres, comer todos los alimentos, doblegar a todas las familias mafiosas de su entorno, adquirir todos los negocios, lícitos e ilícitos. En esta carrera demencial hacia el “goce mortífero”, carente de todo deseo, solo constituido por las ansias de consumir hasta la extenuación o la muerte, Tony encarna los vicios y desvíos del patriarca que no ha podido asimilar la herencia del deseo hacia sus hijos, y al igual que Cronos, termina devorándolos en todos los sentidos posibles. Frente a esta figura total y desmesurada –qué duda cabe: la altura de The Sopranos se debe en gran parte a todas estas contradicciones y profundidades en Tony–, se erige una posibilidad de padre que abraza y es capaz de guiar desde su frágil pero auténtica subjetividad: el almirante William Adama en Battlestar Galactica. Dos formas contrapuestas de la figura paterna en la narrativa seriada contemporánea.
El secreto del hijo, Anagrama, 2020, 135 páginas, $17.000.
El complejo de Telémaco. Padres e hijos tras el ocaso del progenitor, Anagrama, 2014, 176 páginas, $20.000.
Mientras escrutaba el rostro del cacique don Pedro Guenumillasado, principal del pueblo de Mataquito, Hernando de Santillán recordó el momento en que el virrey Andrés Hurtado de Mendoza lo nombró tutor de su hijo hace ya un par de años, pensando entonces que su posición podría llegar a compararse algún día con la de Sócrates y Alcibíades; o mejor, con la de Aristóteles y Alejandro. García Hurtado de Mendoza –García era un nombre en aquella época– tenía entonces 18 años, era esbelto, bien formado y temerario en la batalla, pero veleidoso en el juicio, altanero y rápido en la ira. En las horas pasadas con él en su escritorio del palacio virreinal, a don Hernando de Santillán le quedó claro que en nada lograría mejorar las cualidades morales del mocetón, pero insistió en que aprendiese las bases fundamentales del derecho natural y de gentes, y las reglas prudenciales para la buena administración y gobierno de una provincia. Así, cuando el virrey lo instituyó gobernador y capitán general de estas provincias de Chile –García apenas había pasado los 20 años–, quiso su padre que él, Santillán –que frisaba la cuarentena–, lo acompañase como teniente general, su mano derecha, confiando el letrado y oidor de Salamanca en seguir más adelante ejerciendo sobre él un influjo conveniente y moderador.
Pobre ingenuo, se dijo ahora a sí mismo. Ya a los pocos meses del arribo a la polvorienta caleta de Coquimbo, se había convencido de que este viaje sería un calvario de calamidades y le parecía ya haber envejecido décadas. El estado en el cual se encontraba la provincia estaba a poco del bellum civile entre las facciones de los capitanes sediciosos –Francisco de Aguirre y Francisco Villagrán–, quienes se disputaban la gobernación tras la muerte de Pedro de Valdivia, si bien esas querellas no lo sorprendieron, porque eran pan de cada día entre la gentuza que se había reclutado para el descubrimiento de las nuevas tierras y la pacificación de los naturales de ellas, todo en nombre del rey.
Pero aquello que le venía provocando un horror desconocido a don Hernando –pese a las noticias que se tenían ya de ello en Lima– eran los excesos y crueldades de los encomenderos de Chile hacia los indígenas, sobre todo los cometidos en perjuicio de aquellos ya pacificados y que, por lo mismo, se habían sometido a la autoridad de la corona española y a la gracia de Dios. A ellos se los trataba no como a los súbditos de su majestad que eran y almas que adoctrinar para la salvación eterna, sino como a bestias sujetas a la más durísima servidumbre que se pueda imaginar.
Mientras continuaba el monocorde ir y venir de preguntas y respuestas entre el cacique y el intérprete –un yanacona venido de joven en la malograda expedición del adelantado Almagro–, desfilaron ante su mente los horrores que les fueron referidos y de los que él mismo fue siendo testigo durante las visitas a las reparticiones de indios que hiciera primero en el distrito de La Serena, después en Concepción y finalmente en Santiago. Pensó que después escribiría que los encomenderos de las provincias de Chile son los peores por “haber usado con los indígenas más crueldades y excesos que con otros ningunos, matando suma de ellos debajo de paz, e sin darles a entender que S.M. manda se les aperciba, aperreando muchos y otros quemándolos y encalándolos, cortando pies y manos e narices y tetas, robándoles sus haciendas, estrupándoles sus mujeres e hijas, poniéndoles en cadenas con cargas, quemándoles todos los pueblos y casas, talándoles las sementeras, de las que vino grandes enfermedades, murió gran suma de gentes de frío y mal pasar y de comer yerbas y raíces, y los que quedaron, de pura necesidad tomaron por costumbre de comerse unos a otros de hambre, con que se menoscabó casi toda la gente que había escapado de los demás”. Pensó que escribiría también sobre “cómo a los naturales de las tierras donde estas ciudades fueron fundadas por los españoles los halló muy vejados y fatigados de sus encomenderos, usando de ellos para cargas y echándolos a las minas a todos e a sus mujeres e hijos, e ocupándolos en otros servicios personales, sin dejarles una hora de descanso ni reservarles un pelo de todo aquello que tienen y pueden adquirir con sus trabajos y sudores”.
Mientras continuaba el monocorde ir y venir de preguntas y respuestas entre el cacique y el intérprete –un yanacona venido de joven en la malograda expedición del adelantado Almagro–, desfilaron ante la mente de Santillán los horrores que les fueron referidos y de los que él mismo fue testigo durante las visitas a las reparticiones de indios que hiciera en La Serena, Concepción y Santiago.
Hernando de Santillán miró con mayor pesadumbre y resignación el rostro del cacique. No había logrado en todos estos meses aprender ni una sola palabra de su extraña lengua que brotaba todavía de sus labios, como el murmullo de un río de otros mundos, pero cuando estaba llegando a su fin, la interminable sucesión de estas visitas de encomienda, le parecía muy claro que los indígenas de estas provincias no son como los de Cusco o de Lima o los de Nueva España, y no solo porque no habitan en ciudades ni construyen templos magníficos ni extensos y ordenados caminos ni ingenios para conducir las aguas. Los indios de Chile, se dijo, se distinguen mayormente porque viven como si el mañana no existiese y no les interesa acumular bienes para solventar las calamidades del avenir o mejorar su estado o posición en esta vida, ni trabajan ni hacen esfuerzo alguno para ello, a menos que se los fuerce, lo cual, pensó, si bien permite situarlos más cercanos al Edén, podía asegurar que tan solo logrando reformar sus costumbres sería posible que llegasen a formar parte alguna vez de manera útil de los dominios de la Corona.
El cacique de Mataquito, al que Santillán observaba en estos momentos, junto con otros, se encuentra sometido al yugo de un extremeño llamado Juan Jofré, el más codicioso y cruel de la casta de los encomenderos de Valdivia. El cacique, al que parece le hubiera caído encima una de estas montañas, es buen señor de unos rancheríos miserables, ubicados muy alejados unos de otros, a la orilla de un río torrentoso y traicionero, chozas en las que viven dispersos poco más de 50 indios tributarios y sus familias, todos confusamente parientes entre sí, que son voluntariosos en colaborar en las tareas comunes, pero no acumulan ni hacen acopios de granos u otros alimentos, no crían ganados para que se multipliquen ni tienen industrias para conservar carnes o hilar tejidos de los cuales hagan reservas, y los bienes hay que repartírselos con moderación, porque son grandes comedores y bebedores, y lo consumen todo en poco tiempo, sin guardar para el mañana.
Es notorio, pensó con desconsuelo Santillán, que no pueden pagar sus tributos en especies a este encomendero o a otros mientras sus costumbres y usos sean los que son hasta ahora, aunque asimismo son hijos de Dios requeridos del mayor cuidado, siendo la venida de los españoles en nombre de S.M. causa de terrible desgracia y no felicidad.
***
Santillán a veces temía que sus sesos estallasen de tan llena que estaba su cabeza de contradicciones, entre la realidad y su anhelo de justicia. Eso le fue dando, inmerecidamente sin duda, entre quienes se encontraban bajo su mandato, una reputación de cascarrabias y atrabiliario. No podía, como creyó y deseó antes de llegar, emplear meramente todo el peso de su potestad, obligando a los encomenderos a cumplir al pie de la letra las leyes y provisiones de su majestad sobre el gobierno de estas tierras y el buen trato, defensa y conservación de los aborígenes, prohibiéndoles que los empleasen para su servicio personal y su trabajo en los lavaderos de oro, pero tampoco podía permitir que siguieran vejándolos y fatigándolos hasta la muerte de ellos, como lo había constatado. García Hurtado de Mendoza, entretanto, perseguía la gloría militar en el sur, dando batalla a los indígenas de Arauco, dejándose embaucar por un militar con afanes de poeta, un tal Ercilla, que según ostentaba le escribiría un gran poema épico en su honor. En cambio, con Santillán se mostró cada día más esquivo, despreocupado de la suerte de los indígenas, arbitrario e iracundo con los encomenderos, resistente a seguir los consejos y consideraciones del oidor letrado.
Pensaba Santillán que una ley sabia es capaz de educar a un pueblo entregado a la holgazanería en la industria y la disciplina, y a encomenderos codiciosos ponerles coto con la amenaza de la pena.
En las breves pausas del trabajo en busca de sabiduría consultaba una y otra vez –después de su infaltable siesta vespertina– De Indis y De Iure Bellis Hispanorum in bárbaros, los tratados de Francisco de Vitoria que se había traído consigo desde Lima, tomaba notas y ensayaba algunas líneas para los artículos y capítulos de la Ordenanza que habría de dictar, esa pieza jurídica mayor que, estaba seguro, lo pondría a la altura de los grandes jurisprudentes del pasado. Pensaba autorizar el trabajo de los indígenas en las minas de oro –la única fuente de riqueza que en estos años permitía sostener la tarea de pacificación y adoctrinamiento de estas tierras– y el servicio personal en otras tareas que le encargara el encomendero, pero ordenado de manera estricta, de modo de diferenciarlo de cualquier asomo de servidumbre, asegurando que la comunidad a la cual pertenezcan los tributarios recibiera beneficios ciertos y palpables del trabajo de estos. La idea que iba configurándose en la mente ardiente de Santillán era un pacto intermedio que fraguaba los conocimientos y experiencias de la mita de los incas –que mientras estuvieron en Chile emplearon con bastante éxito entre los naturales aconcaguas, mapochoes y maipuchoes– con los principios de justicia del derecho natural y de gentes. El propósito era aliviarlos de la mitad del trabajo que llevan ahora, dejando de sobra tiempo para que pudieran descansar y realizar las faenas que quisieran, para beneficio propio y de su comunidad en sus tierras, y recibieran, a cambio, una parte de los frutos que habían contribuido a producir, en concreto, de una sexta parte del oro beneficiado en los lavaderos y una tercera parte de los productos en las demás faenas.
De ese modo, creía Santillán, no solo se lograría un trato más justo, sino que con el tiempo los indígenas se irían dando cuenta de los provechos del trabajo, apreciarían los beneficios de ir acumulando excedentes de trigo y otros frutos, de criar y multiplicar ganado, haciendo acopio de lanas y tejidos, y de trabajar el cuero y otros obrajes. Pensaba Santillán que una ley sabia es capaz de educar a un pueblo entregado a la holgazanería en la industria y la disciplina, y a encomenderos codiciosos ponerles coto con la amenaza de la pena.
La Ordenanza o Tasa de Santillán entró en vigor en 1559. Su texto íntegro se desconoce. De un juicio llevado a cabo a su regreso a Lima se conserva una Relación o resumen de lo obrado en la provincia de Chile entre 1557 y 1561, escrito por él mismo en su defensa, del cual constan los contenidos más importantes de la Ordenanza y de otras leyes. Fue enjuiciado en dos ocasiones y regresó a España donde, desilusionado de la carrera pública, se ordenó sacerdote en 1570. Vuelve al virreinato del Perú en su nueva condición y en 1575 es consagrado obispo de Charcas, pero muere camino a la sede episcopal.
La Tasa de Santillán ejerció una poderosa influencia durante los siglos XVI y XVII, aunque no estrictamente en el sentido que este legislador pretendió. No por eso –un riesgo para cualquiera que se empeñe en una gran reforma social impulsada por medio de un cuerpo legislativo– puede dejar de negársele la justa fama de ser nuestro primer constituyente.
Durante largo tiempo se habló de la presencia de ángel para señalar la genialidad de alguna obra. Ya no. En parte porque la noción de inspiración angélica no tiene cabida en estos tiempos, en parte porque la idea misma de genio ha sido desplazada por una voluntad analítica que ha ayudado a desentrañar e iluminar –y a veces a oscurecer– los textos. Lo cierto es que las condiciones y formas de la escritura han sido sobradamente conceptualizadas como para dejarle margen al influjo de un ser alado y mágico en la definición del estatuto de la creación artística.
Por otra parte, la profesionalización literaria, la corrección y el cálculo conllevan que muchos textos sean intercambiables: habiendo sido escritos por uno, pudieron haber sido escritos por otro, y viceversa.
En reacción a esto surge un concepto tanto o más rendidor que el de ángel, y mucho más atractivo. Se dice que ciertas obras tienen –o tuvieron, en su época– diablo. Es una manera de decir que despliegan una combinación suficientemente enérgica de inventiva, suspicacia e insidia, cuando no malicia. Y que por lo general prima en ellas antes la contundencia que la perfección, porque lo perfecto queda para los ángeles: para el diablo, el saber está en las grietas, las caídas, la desmesura y lo oscuro.
En las obras con diablo se impone la mueca que sospecha y desacomoda, la inteligencia que desmonta tinglados acríticos y propone, en cambio, sólidas construcciones donde tradición y novedad conviven en admirable tirantez. Sor Juana Inés de la Cruz lo tuvo y en grado superlativo, es cosa de leer su respuesta a Sor Filotea o sus poemas burlescos a los hombres necios. Thomas Bernhard tuvo diablo en dosis dantescas y le costó caro ese decidido ir siempre “en la dirección opuesta”. Lo mismo se puede decir de Horacio Castellanos Moya, que justamente homenajeó a Bernhard en El asco, ese libro donde la desmesura atempera la tragedia.
Hay en toda obra con diablo la voluntad de no rimar con las formas convenidas, yendo a menudo contra los usos y valores de su tiempo o cuando menos tensionándolos o insolentándolos. Un caso tan elocuente como complejo fue el del colombiano Nicolás Gómez Dávila, que en los años 70 y 80, cuando tomar posiciones era esencial, escribió 1.500 páginas de aforismos que van contra la izquierda y la derecha, contra los progresistas y los conservadores, los beatos y los ateos, resignado como hubo de estar a que “el mundo moderno nos obliga a refutar tonterías, en lugar de callar a los tontos”. La suya fue una acerada obra filosófica y literaria que puso en el centro la belleza, la inteligencia y a Dios, nada menos, al mismo tiempo que la convicción de que “la incertidumbre es el clima del alma”. Se le desatendió probablemente por escribir cosas como que “la izquierda es el más hábil empresario de aplausos”, se encerró en su biblioteca, murió en su ley. Tuvo que salir Ernst Jünger en los años 90 a indicar su excepcionalidad.
La risa es o puede ser más seria que la actitud plañidera porque el mundo es adverso y la risa es una lucha, mientras que el lamento y la queja son a menudo una redundancia, una abdicación. Por lo demás, lo supo Juan Luis Martínez, ‘la broma dura solo un instante: el instante de caer en la cuenta: el instante de la caída’.
Es un concepto difuso el de tener diablo, elusivo a la hora de las definiciones, pero es como la gran poesía, casi imposible de definir pero perfectamente distinguible. Sobre todo para quien le pide al arte literario que sea un espacio de libertad, insurrección, crítica y principio, no el cántico que clausura la homilía laica de un presente que se embelesa consigo mismo. Tener-diablo es una noción que permite separar aguas, distinguir, como quería Martin Amis –el autor con más diablo de esa generación inglesa–, “lo bueno de lo que no lo es tanto”, dejando en el camino la medianía, la planicie, lo fome.
Pero no todo gran autor o autora ha de tener diablo. Más cercano al duende del que hablaba García Lorca que al ángel inspirador, el diablo obra en quienes, no necesariamente con escándalo pero sí con corrosiva astucia, van con el filo de la lucidez y la imaginación –y a veces con cierta dosis de crueldad– abriendo rutas y atajos por donde otros transitarán luego, tal vez con más rigor técnico, con más serenidad reflexiva, pero sin diablo no se botan cercos ni se vislumbran nuevos paisajes.
El buen diablo (es un decir), que también puede encarnarse en la crítica (como en los incisivos ensayos de Wislawa Szymborska o de Cynthia Ozick), pone contra las cuerdas lo que pensamos, creemos y asumimos, y así propicia nuevos pensamientos e imágenes, desestanca y airea. Y aporta risa, gran cosa si tomamos en serio las palabras de Jane Austen en Orgullo y prejuicio: “¿Para qué vivimos sino para entretener a nuestros vecinos y reírnos de ellos a la vez?”. Se ríe para descomprimir, para quitar pesadez a lo que la ha adquirido por temores, angustias, cansancio. La risa y la ironía, armas predilectas del diablo, movilizan porque ponen en jaque, pero reírse e ironizar no significa alejarse de todo valor y hondura ni entregarse a un estado de payaseo permanente. La risa es o puede ser más seria que la actitud plañidera porque el mundo es adverso y la risa es una lucha, mientras que el lamento y la queja son a menudo una redundancia, una abdicación. Por lo demás, lo supo Juan Luis Martínez, “la broma dura solo un instante: el instante de caer en la cuenta: el instante de la caída”.
La ironía, sonrisa de la inteligencia, escribió el filósofo Vladimir Jankélévitch, “fragmenta las totalidades asfixiantes o ridículamente solemnes”, volviendo sus partes inofensivas. Ahora bien, en la medida en que su blanco son los acomodamientos, las charlatanerías y las formas totalitarias, la ironía comporta el riesgo de quedarse corta, desafinar y volverse “el hazmerreír de los hipócritas” o bien de pasarse de largo y destruir “ilusiones valiosas y consoladoras”.
En este sentido, el arte con diablo se aleja de la mera incorrección política, a menudo tan elemental y de tiro corto. Es más complejo e inasible. A su modo lo dejó descrito Gómez Dávila en un apunte que bien podría definir toda una estética, por no decir una ética y una épica: “Si la ironía consiste en pensar que la verdad es precisamente lo contrario de lo que estamos pensando, pero que no basta invertir nuestro pensamiento para captarla –así como la acera de enfrente es aquella en que nunca estamos–, pido que se me admita como ironista”. La literatura con diablo vive en equilibrio precario, debe andar sin quedarse ni pasarse, a la vez con pie ligero y pisada firme, con ductilidad y un muy diestro manejo de su flecha que junto a la punta irónica ha de tener una de magnetismo y otra de ilusión, aunque sea una ilusión de ángel caído.
Georg Simmel publica en 1910 el ensayo Sobre la aventura. Allí plantea un paralelo entre el concepto de aventura y la obra de arte. Tanto la aventura como la obra de arte se escinden de la vida cotidiana, del fluir constante y repetitivo de lo cotidiano para volverse, dice Simmel, una isla. Y es, precisamente, en esa ruptura, en esa isla que se abisma y entraña riesgos, donde la aventura y la obra de arte se configuran como verdaderas y profundas experiencias vitales.
Sin embargo, Simmel pronostica que las pulsiones vitales que renuevan la experiencia de estar en el mundo, que nos enfrentan a lo desconocido y nos lanzan, así, a la aventura, tienden a reducirse. La vida moderna se perfila hacia una vida cosificada, que nos aleja de la naturaleza y que, a su vez, la modifica irremediablemente. Esta idea es la que, luego, Benjamin desplegará en torno al concepto de experiencia, al empobrecimiento de la experiencia en un mundo cada vez más mediado por la técnica y al, consecuente, empobrecimiento de la figura del narrar. “Ya no se cuentan experiencias”, dice Benjamin, “se transmiten datos, pura información”.
Esos pronósticos que se lanzan a principios del siglo XX, ¿cómo pueden ser pensados hoy? ¿Cómo pensar la posibilidad de la aventura cuando los embriones que imaginan Simmel y Benjamin no solo han brotado sino que, con ellos, se ha diseñado una sociedad gobernada por el algoritmo más sofisticado, una sociedad cada vez más radicalmente alejada de la naturaleza?
El aventuroso
Cuando se presenta a Sylvain Tesson siempre se dice que es un escritor aventurero. Un francés nacido en 1972 que ganó el premio Médici y el Renaudot con una obra que no es otra cosa más que una condensación de sus experiencias. La clásica fórmula del viajero pareciera manifestarse en la obra de Tesson. Es decir, primero se vive, se sale a la aventura, se explora el mundo y luego o, al mismo tiempo, se lo escribe. El escritor así funcionaría como el doble del viajero.
Sylvain Tesson, por ejemplo, subió al Himalaya, recorrió en bicicleta el mundo entero, en sidecar el camino de regreso que hizo el ejército de Napoleón desde Rusia, hasta el propio palacio de los Inválidos en París. Amante, también, de escalar los tejados de las iglesias, Tesson sufrió un severo accidente que lo tuvo tres meses en coma y del cual salió con una parálisis facial que, sin embargo, no afectó sus capacidades intelectuales.
‘El retiro es rebelión. Irse es escapar de la sociedad de control’, escribe. Pero no solo será difícil encontrar espacios donde impere esa soledad anhelada; también será difícil encontrar una zona donde la naturaleza no esté alterada por la mano de las personas de un modo directo.
Es decir, Tesson es un hombre que trata de reinventar todo el tiempo la pulsión de la aventura. Esa pulsión la sale a buscar lejos de su hogar –en el Himalaya– o en los mismos tejados de las iglesias de París. De esta manera, la aventura funcionaría en Tesson en los dos sentidos que propone Simmel: como fuente de vitalidad y como obra de arte.
Pero nadie obliga a nadie a subir el Himalaya, dice Vladimir Jankélévitch en otro de los libros centrales para pensar este tema: La aventura, el aburrimiento, lo serio. Allí Jankélévitch marca una diferencia entre la figura del aventurero (ese que avanza, explora con un fin lucrativo) del aventuroso (ese que se mueve en estado de exploración por la exploración misma, es decir, en busca de un estilo de vida). Tesson, no solo como lector de Jankélévitch sino también como pensador del tema en libros como Élogie de l’énergie vagabonde o en Un été avèc Homero, muestra claramente que sería, entonces, más que un mero aventurero, un viajero aventuroso.
Síndrome de la cabaña
En 2010 Sylvain Tesson emprende uno de sus nuevos desafíos. Pero, en este caso, hay algo diferente a las anteriores aventuras. Se trata de confinarse durante seis meses, de febrero a julio, en una cabaña junto al lago Baikal, en Siberia. Se llevará un puñado importante de libros y de alcohol. Tratará de hundirse en esa trama natural –con animales salvajes, con temperaturas bajísimas–, mimetizarse con el entorno y poder estar solo: que la soledad de la naturaleza se encuentre con la suya, ese pareciera ser el lema. En esta experiencia, entonces, a diferencia de las anteriores, Tesson buscará viajar estando quieto: “Hasta ahora había aprendido a escalar montañas, a bajarlas, a buscar caminos en ellas y a evaluar sus desniveles. Pero nunca las había mirado”. Y así escribe un diario que registra esa mirada, sus días en Siberia y que se llama Dans les forets de Sibérie o, como se publicó en español, La vida simple.
Algunos vieron en este viaje una especie de réplica de Thoreau, una réplica paródica. En 1854, Thoreau publica Walden o la vida en los bosques. Allí, como se sabe, cuenta su retiro en una cabaña, construida por él mismo, en tierras cedidas por Emerson en Walden Pond. Pasará un poco más de dos años, solo, en medio de una naturaleza que se ve, poco a poco, amenazada por el desarrollo de las fuerzas productivas del “progreso”. “La naturaleza, dice Thoreau, es el único sitio donde uno puede ser libre”. Y allí intenta, de alguna manera, como militante de la desobediencia, resistir en la naturaleza.
Si bien hay un profundo paralelo con la experiencia de Thoreau, lo que hace Tesson en Siberia es otra cosa. Y, fundamentalmente, es otra cosa porque sobre la aventura de Tesson están los efectos del desarrollo tecnológico y la sociedad de consumo. El 29 de marzo dice en el diario: “Recuerdo mis jornadas en la ciudad. A la tarde bajaba a hacer la compra. Deambulaba entre las estanterías del supermercado. Con gesto taciturno tomaba el producto y lo echaba en el carrito: nos hemos vuelto cazadores recolectores en un mundo desnaturalizado”.
La vida simple plantea, de algún modo, la dificultad que posee la sociedad contemporánea de relacionarse con la naturaleza y con su propia intimidad de un modo distinto a los parámetros virtuales que impone. El aislamiento de Tesson es un intento de retorno a la experiencia. Y es un intento porque lo hace desde este siglo, desde la cultura francesa, desde su lógica.
Allí está el punto que marca una enorme diferencia con la experiencia de Thoreau. El mundo industrial se vislumbraba a mitad del siglo XIX como una amenaza irremediable, Thoreau huye y combate esa amenaza desde la naturaleza; en cambio, Tesson huye de los efectos y las ruinas que provoca la sociedad de consumo. “El retiro es rebelión. Irse es escapar de la sociedad de control”, escribe. Pero no solo será difícil encontrar espacios donde impere esa soledad anhelada; también será difícil encontrar una zona donde la naturaleza no esté alterada por la mano de las personas de un modo directo o diferido. Unos pocos días después de haber recorrido kilómetros, atravesado el lago congelado para llegar, finalmente, a destino, oye un ruido afuera de la cabaña, lo registra el 19 de febrero. Un grupo de Irkutsk seguidores del partido de Putin dan la vuelta al lago en ocho días y acampan cerca de la cabaña de Tesson con sus motores y su prepotencia: “Se abate sobre mi isla justo lo que me había hecho huir: el ruido, la fealdad, el gregarismo testosterónico”, escribe.
¿Hasta dónde puede retirarse, verdaderamente, el ermitaño en el mundo contemporáneo? Además de esos intrusos que irrumpen con su ruido, Tesson muestra la dificultad de mantener distancia del ruido informativo, de estar ajeno al movimiento del mundo. Una mañana, ya con el lago descongelado, una canoa se arrima a su cabaña. Es un ruso que quiere preguntarle si en París está ocurriendo una revolución. “¿Qué está pasando en las calles de París?”, le pregunta. Tesson no sabe lo que ocurre, pero imagina una hipótesis. “No es una revolución, arriesga, prenden fuego a los autos porque buscan un espacio en la vida burguesa”. El ruido no solo viene de afuera. La contradicción con la búsqueda del eremita se manifiesta en el propio Tesson. A lo largo de varios momentos de su retiro recibirá la visita de un par de realizadores que lo filmarán, dejarán registro grabado de su vida en la cabaña.
Ese registro se puede ver en un documental que lleva por título: 6 mois de cabane au Baïkal. De modo que el aislamiento profundo se da en pequeñas cápsulas de tiempo. Y el ermitaño se transforma, de esta manera, en una especie de actor. Por un lado, Tesson lee poemas chinos, escribe un diario, saca el agua de las profundidades y consigue su comida, “el ermitaño va a las fuentes”, dice; pero por otro lado un equipo documental rompe ese silencio para convertirlo en imagen exótica. Allí surge la contradicción. Y allí se ven las huellas de una época haciendo, pareciera ser, imposible la búsqueda original.
Cuando esas cápsulas de aislamiento se instalan en el relato del diario, la relación que Tesson traza con la naturaleza que lo rodea es deslumbrante. “El día tiene una sucesión de puntos fijos cuya recurrencia constituye un solfeo”, escribe a mediados de mayo cuando la primavera empuja desde adentro del lago. Podríamos decir que el confinamiento de Tesson va del invierno al verano. Y en esa secuencia desfilan diferentes animales, diversos pájaros de acuerdo con las temperaturas y de acuerdo con el deshielo del Baikal, el lago más profundo del mundo. Los ruidos que va lanzando desde fines de abril y el proceso lento de deshielo le ponen una intriga al relato. Tal vez en esas observaciones que registra, en los recorridos que hace, en la relación que construye con el entorno esté lo más destacado del diario y de su experiencia.
La vida simple plantea, de algún modo, la dificultad que posee la sociedad contemporánea de relacionarse con la naturaleza y con su propia intimidad de un modo distinto a los parámetros virtuales que impone. El aislamiento de Tesson es un intento de retorno a la experiencia. Y es un intento porque lo hace desde este siglo, desde la cultura francesa, desde su lógica. Pero hay, al menos, un intento de reconectar con lo perdido. En ese sentido, el gesto romántico de Tesson no es un gesto anacrónico sino un gesto hacia el futuro, un esbozo de utopía individualista que busca reconstruir un vínculo posible con una naturaleza que ya no existe. El 30 de marzo deja en claro cuál es su posición en relación a esa utopía: “El ermitaño no pide ni da nada al Estado. Su retiro constituye un lucro cesante para el gobierno. Ser un lucro cesante debe ser el objetivo de todo revolucionario”. Y en esta cita que recupera de Walt Whitman termina de dejar en claro su postura: “No tengo nada que ver con este sistema, ni siquiera lo necesario para oponerme a él”.
La ruina de la aventura o la imposibilidad del eremita en el mundo actual atraviesan el experimento de Tesson. Pero es esa ruina o imposibilidad, curiosamente, la que gatilla la escritura del diario. Sospecho que es ahí, en la escritura –más allá de la búsqueda de vivencias extremas– donde habita, sigue habitando, una forma posible de aventura. En especial, en esa tendencia de escrituras contemporáneas que sitúan al yo o a lo autobiográfico como materia narrativa (Karl Ove Knausgård, Camila Sosa Villada, Édouard Louis, por dar algunos ejemplos); y creo que eso puede ser así porque vuelven a poner, no solo al cuerpo, sino a una vida como campo de experiencia, como fuente de vitalidad. En esa búsqueda pareciera inscribirse, finalmente, también la aventura imposible de Tesson.
La vida simple, Sylvain Tesson, Alfaguara, 2019, 240 páginas, $14.000.
Si estuviera vivo, el 16 de junio de este año Tupac Shakur cumpliría 50 años. Una edad extraña para un hombre que se pasó la vida diciendo que no llegaría a viejo. Con tan solo 25 años el día de su muerte y apenas seis años de carrera a sus espaldas, la figura de Tupac Amaru Shakur hoy trasciende la de cualquier músico muerto prematuramente y ocupa en la cultura afroamericana un sitio comparable al de John Coltrane y Malcolm X. De hecho, podríamos argumentar que es una mezcla de ambos. Fue quizás pensando en este aniversario doble que la artista visual argentina y directora del sitio de música negra Hiiipower, Bárbara Pistoia, decidió reunir en un solo volumen los 10 ensayos que componen el valioso ¿Por qué escuchamos a Tupac Shakur?, tercer tomo de una colección que también ha dedicado tomos monográficos a David Bowie, Aníbal Troilo, Stevie Wonder y Lou Reed.
Bárbara Pistoia responde con una avalancha de razones meticulosamente documentadas a la pregunta que titula su libro. Parte por ofrecer una biografía artística de Tupac que cubre sus inicios en el grupo Digital Underground, su carrera como actor, la llegada del éxito masivo y las circunstancias tras cada uno de sus álbumes; analiza su amistad y posterior desencuentro con el rapero neoyorquino Notorious B.I.G., para después penetrar la intrincada red de certezas y sospechas en torno a los asesinatos de estos dos. Hasta ahí el libro cumple con lo esperable, un recuento de los éxitos y desaciertos públicos de Tupac Shakur. Pero ese es recién el punto donde Bárbara Pistoia comienza a analizar su pensamiento, su escritura y las consecuencias de la persecución de que fue objeto por agencias gubernamentales estadounidenses, probada gracias a documentos ahora públicos.
Si bien en Tupac Shakur hay un tejido de influencias previsibles relacionadas a la lucha política y la contracultura, Pistoia subraya la importancia que en su formación tuvo lo que llama su ADN revolucionario, refiriéndose a la influencia de su madre, Afeni Shakur, una de los militantes del Black Panther Party acusados en 1969 de planear atentados en el caso conocido como ‘New York Panther 21’.
Si bien en Tupac Shakur hay un tejido de influencias previsibles relacionadas a la lucha política y la contracultura, Pistoia subraya la importancia que en su formación tuvo lo que llama su ADN revolucionario, refiriéndose a la influencia de su madre, Afeni Shakur, una de los militantes del Black Panther Party acusados en 1969 de planear atentados en el caso conocido como “New York Panther 21”. Fue en medio de ese proceso judicial que Afeni quedó embarazada de Tupac y decidió defenderse a sí misma ante una fiscalía que la acusaba de 150 cargos y a la cual venció siendo declarada inocente. Tupac nació en Harlem apenas un mes después de que su madre fuera puesta en libertad y fue bautizado en honor a Túpac Amaru II, el caudillo indígena que se rebeló contra el Virreinato del Perú.
La mirada feminista de Pistoia sobre este ícono masculino es particularmente valiosa, pues consigue ponerlo bajo una nueva luz e interpretar el alcance de canciones en que abordó la situación de la mujer negra dentro de su propia comunidad, por ejemplo “Brenda’s Got a Baby”, donde explora las opciones de una madre de 12 años y “Never Call U Bitch Again”, donde busca educar a los hombres jóvenes en un ejercicio que iguala la violencia doméstica a la violencia psicológica.
¿Por qué escuchamos a Tupac Shakur? es un libro que será apreciado tanto por neófitos como por iniciados, para quienes Pistoia profundiza en ideas a las que Tupac vuelve en sus entrevistas, por ejemplo, en cómo la espectacularización de la Guerra del Golfo Pérsico afectaba a las comunidades de los guetos, convirtiéndolos en espectadores pasivos de una guerra que los cegaba a la violencia institucional, doméstica y de género presente en sus hogares. Estas ideas, sus letras y su figura, estudiadas desde fines de la década del 90 en universidades como Berkeley y Harvard, sitúan hoy a Tupac Shakur como un intelectual orgánico y una nueva encarnación del héroe folklórico negro, un poeta que en su vena profética ya en 1992 identificaba el rostro blanco supremacista de su país con el de Donald Trump.
¿Por qué escuchamos a Tupac Shakur?, Bárbara Pistoia, Gourmet Musical Ediciones, 2019, 128 páginas, $14.000.
Siempre empeñado en hallarle un lugar en el mundo a la poesía, o más bien pensar en qué clase de mundo esta podría todavía tener lugar, mi intención inicial para este ensayo –allá por septiembre de 2019– era escribir sobre poesía y catástrofe, o poesía y cambio climático en realidad. Porque, ¿habrá otro asunto más apremiante?
En eso estaba cuando ocurrió el estallido social, en octubre pasado, y al profundo estupor que este evento me produjo a la distancia, lo sucedió la duda sobre qué sería ahora más pertinente escribir. ¿Poesía y cambio social? O si lo urgente era justo ponerse a escribir. Y encima de poesía.
Aunque me inclino a entender la poesía como una práctica con una relación complicada con la temporalidad –la creación poética parece estar siempre un poco a destiempo–, a los poetas suele imponérseles el tiempo presente. Los quehaceres diarios, las preocupaciones cotidianas, las ocasionales alegrías o tragedias, tanto personales como colectivas: todo ello le roba espacio mental a la producción de poemas, aunque le proporciona a la vez material abundante para fabricarlos. La actualidad es una fuente renovable y gratuita de palabras, escenas e imágenes de la vida misma.
Pero creo que también, de algún modo, se espera que la poesía –dado que no se le conocen hoy en día otras funciones sociales más allá del esparcimiento– sea al menos capaz de responder en formas ingeniosas a los asuntos más acuciantes, decir algo sobre ellos, adelantándose a otras disciplinas, que llegarán pacientemente a soluciones similares luego de haber investigado en serio. Los poetas, a fin de cuentas, se supone que son gente hipersensible y visionaria. Aunque no les alcance el puro lenguaje para generar conocimiento de verdad, pueden aun ofrecer intuiciones de la realidad inmediata que la ciencia se encargue después de corroborar. Esta es tanto una justificación como una acusación muy antigua contra la práctica poética: que es un modo irracional de conocer la realidad, basado en la intimidad de la palabra con el mundo sensible; que reacciona al acontecer transformando impresiones fugaces en imágenes verbales, a veces de alto valor estético, pero en general incapaces de elevarse por sobre sus prosaicas circunstancias, de tomar la distancia necesaria como para analizarlas y comprenderlas; que es a fin de cuentas –aunque aspire a la eternidad– un arte subyugado al presente, una mera entretención.
Es cierto que muchos vates prefieren todavía habitar un pasado más o menos reciente de formas y contenidos sancionados por una supuesta tradición literaria. Nadie va a negarles de este modo el carácter poético a sus obras, evitándose además tediosos debates disciplinarios o crisis ontológicas personales. Aunque no suponga hacer nada de verdad contemporáneo. La poesía entendida como el cultivo de un distinguido género literario, efectivamente ofrece refugio a quienes se sienten inseguros frente a las formas de la modernidad, como comenta el crítico norteamericano Gerald Bruns. Pero esto no deja de ser una réplica, a mi juicio fallida, al constante acoso del presente.
En todo caso, habría que distinguir varios modos de presente. A riesgo de simplificar bastante el asunto, en un extremo debe estar sin duda el presente de la enfermedad, que es capaz de cancelar toda otra consideración existencial y radicarnos en la experiencia del malestar físico, el dolor, para la cual no hay medida ni palabras. En otro extremo, el presente muy distinto del trabajo –para quienes tienen todavía la buena suerte de tenerlo– delimitado por horarios y abocado a la consecución de una tarea, o más frecuentemente de varias a la vez. Y un presente del consumo, que es como el reverso de la jornada laboral, aunque también “nos da trabajo”, es decir, nos ocupa el tiempo y enfoca hacia un futuro más o menos inmediato.
De algún modo, se espera que la poesía –dado que no se le conocen hoy en día otras funciones sociales más allá del esparcimiento– sea al menos capaz de responder en formas ingeniosas a los asuntos más acuciantes, decir algo sobre ellos, adelantándose a otras disciplinas, que llegarán pacientemente a soluciones similares luego de haber investigado en serio. Los poetas, a fin de cuentas, se supone que son gente hipersensible y visionaria. Aunque no les alcance el puro lenguaje para generar conocimiento de verdad, pueden aun ofrecer intuiciones de la realidad inmediata que la ciencia se encargue después de corroborar.
Imagino que también hay un presente suspendido de la marcha de protesta (yo no lo viví, estaba fuera de Chile, aunque me la pasé semanas enteras pegado leyendo opiniones y mirando boquiabierto videos de fervor revolucionario, heroísmo rebelde y brutalidad policial en tiempo real), que se experimenta como una eufórica suspensión del transcurso temporal, según casi todos los relatos literarios de las revoluciones. Acaso sea similar al presente de un recital, donde la música en vivo retrasa alegremente el paso inexorable del tiempo, y a veces el baile nos absorbe en sus vaivenes y ya no importa que el tiempo avance, mientras lo haga a un cierto ritmo que congenie con los movimientos de los cuerpos. Pero quizás esto último sea más bien un atisbo de eternidad que un presente.
Aunque estas temporalidades estén probablemente mezcladas todo el rato, distrayéndose unas a otras, creo que hoy tendemos a vivir, la mayor parte del tiempo, el presente como contingencia, principalmente en forma de noticias: información que domina, a cada momento, toda la atención. Al contrario de la sensación corporal, esta actualidad sí supone respuestas. Para participar realmente en ella hay que conectarse, tener algo que aportar, ya sea una nueva noticia, ya sea una opinión sobre la misma, al punto que muchas veces es difícil distinguir entre una y otra. Paradójicamente, no hay momento para hacerlo, porque la información va más rápido que la reflexión o el pensamiento, y cada ínfimo acontecimiento puede volverse noticia. Las redes sociales son quizás la apoteosis de este tipo de presente: el horizonte temporal queda delimitado por la pantalla del computador y el cuerpo físico es obliterado en la realidad digital, postergando sus necesidades hasta después de desconectarse.
Vuelvo a mi pregunta inicial: ¿tiene algún lugar la poesía en este presente vertiginoso de la comunicación? ¿Esa poesía que, como propongo, no tiene necesariamente nada que decir, pero sí intenta responder a su manera las solicitaciones del momento actual? Ezra Pound, previendo la hegemonía en la comprensión del presente que los medios informativos le arrebatarían a la poesía, proponía entender el poema modernista como news that stay news, es decir, noticias que siguen siendo noticias: eventos que, por estar cargados de sentido, no pierden con el paso del tiempo su urgencia y actualidad.
Personalmente, no creo que la poesía se caracterice por infundir cualidades especiales a las palabras, que lo poético sea una especie de preservante que logre mantener inalterada la fuerza de las palabras: poetizar es más bien hacer –no necesariamente decir– algo, un poema por ejemplo, con el lenguaje que se tiene a mano. Pero acepto la intuición de Pound, de que la poesía deba partir reconociendo la dominación de la cobertura noticiosa sobre el discurso público, si pretende hacer algo con ella: una especie de supernoticia que le dispute el presente a los medios.
Es lo que de alguna forma buscaban, a mediados del siglo pasado, Nicanor Parra, Enrique Lihn y Alejandro Jodorowsky al recortar frases e imágenes de la prensa y recombinarlas, transformándolas en las estrafalarias portadas de El Quebrantahuesos. “Este singular ‘rotativo’ no glosa la actualidad a la manera común, sino que, con toda premeditación, hilvana las noticias más encontradas y opuestas, suscitando con ello un panorama totalmente ‘en chunga’ de la realidad nacional”, comenta una nota en Las Últimas Noticias del 23 de abril de 1952. Pero el absurdo de esta broma poética no siempre estaba tan alejado (ni lo estaría hoy en día) de los titulares ordinarios de diarios supuestamente serios.
De manera semejante, el poeta chileno Jaime Pinos ha venido hace más de una década arrancándole noticias al continuo informativo, historias nacionales que merecen nuestra especial atención, para componer sus poemas. En Criminal (2003) presenta monólogos atribuidos al (en ese entonces, muy famoso y temido) criminal apodado El Tila. Pero no es en la calidad de su contenido –en parte ficticio, en parte documental– donde reside el valor de esta obra, sino en el hecho de que al leerla nos fuerce a asumir la voz conjetural de Roberto Martínez Vásquez, confrontándonos en primera persona con la conciencia de un psicópata y antisocial. El efecto no es que las noticias asociadas a El Tila adquieran una actualidad permanente (como quería Pound), sino que su discurso, por así decirlo, “se actualiza” en el presente de cada lectura, es el sujeto y el objeto de una performance capaz de erizarnos los pelos.
Ezra Pound, previendo la hegemonía en la comprensión del presente que los medios informativos le arrebatarían a la poesía, proponía entender el poema modernista como news that stay news, es decir, noticias que siguen siendo noticias: eventos que, por estar cargados de sentido, no pierden con el paso del tiempo su urgencia y actualidad.
Otro ejemplo más reciente de este enfoque es el libro Antuco (2019), de Carlos Cardani y Carlos Soto Román. Una obra que, de manera similar al trabajo de Pinos, aporta materiales para reconstruir la tragedia de Antuco de 2005, siguiendo el itinerario de su marcha a través de fuentes documentales y ficcionales. La materialidad del volumen hace pensar en un informe castrense, mientras que en su interior el espacio de la página se complejiza y amenaza, cada cierto rato, con volverse un viento blanco que se traga las palabras.
¿Nos dice esto algo también sobre el cambio climático o social? Mal que mal, la fatal tozudez de los mandos directos de los conscriptos del Regimiento Nº17 Los Ángeles se traduce en negar, menospreciar o desafiar un evidente frente de mal tiempo. Y el abandono de esos jóvenes es una muestra más del descuido de las necesidades del pueblo chileno por parte de las élites, una motivación fundamental del estallido de octubre de 2019.
Pero ya no tengo espacio para explicar por qué una lectura alegórica no me parece la manera más interesante de abordar la relación entre poesía y catástrofes o revoluciones. Se me ha ido el tiempo justo por centrarme en el presente. Y como habrán adivinado a estas alturas, intento terminar este artículo en un mundo ahora sumido en la pandemia de covid-19 –entremedio además volví a Chile, murió mi madre, tuve que cambiarme apurado de casa, y he pasado más tiempo que nunca en mi vida frente a una pantalla–, sin visualizar bien un lugar en él para la práctica poética.
Me encuentro en la calle por casualidad con un amigo músico: dudamos si saludarnos de mano, de abrazo o solamente levantando la cabeza y sonriendo. Cuenta que está hace meses intentando componer una pieza en torno a los ojos mutilados de Gustavo Gatica, que le parecen un símbolo trágico y poderoso del Chile actual, que habría que hacer algo (“aunque no se pueda hacerles justicia”, me dice), que no ha tenido tiempo para reaccionar de alguna forma original al coronavirus, que prefiere concentrarse bien en una sola cosa importante y dejar pasar de largo el resto de las noticias. Y entonces caigo en la cuenta de que he olvidado decir algo sobre el presente de la creación.
Aunque implique ponerse “manos a la obra”, hacer un poema o cualquier otro tipo de pieza artística no es igual a trabajar, al menos no a hacerlo por un salario u honorarios. Crear pone en juego una noción singular de libertad: en vez de la mera posibilidad de elegir entre diversos servicios y bienes que pregona la democracia liberal, en vez de reproducir el capital, crear implica producir algo, regalarle al mundo un poco de tiempo en la forma de un evento. Una obra de arte es el resultado de ese proceso, el registro de la experiencia misma, pero también una síntesis de los múltiples presentes que demandan la atención en el aquí y el ahora de la creación.
Es por ello imposible que un poema en el presente no suponga de fondo un mundo donde carabineros sigue reprimiendo con crueldad a manifestantes en Chile, mientras naufragan balsas de emigrantes en el Mediterráneo, arde California a la distancia y el Amazonas se vuelve lentamente una sabana. Y quizás ese sea, a fin de cuentas, el lugar de la poesía: en medio del fragor de los acontecimientos –un sitio inestable–, desde donde ofrece posibles respuestas para quien sepa leerlas.
Es fácil burlarse de los extravíos de Donald Trump e indignarse ante la violencia de sus fanáticos. Sin embargo, el brote de la más pura irracionalidad en el centro del proceso electoral del país mejor entrenado para manejar las alternancias del sistema representativo, nos plantea también preguntas acerca del mundo que compartimos con él: un mundo que –creíamos– era el del pensamiento racional y de la democracia apacible. Y la primera pregunta que surge es desde luego: ¿cómo puede ponerse tanto empecinamiento en no reconocer los hechos más probados y cómo este empecinamiento puede ser tan ampliamente compartido o contar con tanto apoyo?
Algunos quisieran aferrarse todavía a la vieja tabla de salvación: quienes se niegan a reconocer los hechos serían ignorantes mal informados o espíritus crédulos engañados por las fake news. Es este el clásico idilio de un pueblo bueno que se deja embaucar por llaneza de espíritu y al que bastaría con enseñarle a informarse sobre los hechos y a juzgarlos con espíritu crítico. Pero, ¿cómo creer aún en esta fábula de la ingenuidad popular cuando en el mundo en que vivimos abundan y superabundan a disposición de cada cual los medios de información, las herramientas que verifican la información y los comentarios que la “descifran”?
Es preciso entonces invertir el argumento: si se rehúsa la evidencia, no es porque se sea necio; es para demostrar que se es inteligente. Y la inteligencia ‒es bien sabido‒ consiste en desconfiar de los hechos y en preguntarse para qué sirve aquella enorme masa de información que es derramada diariamente sobre nosotros. Ante lo cual una respuesta se propone con toda naturalidad: para engañar al mundo, por supuesto, ya que lo que se exhibe a vista de todos suele estar allí para encubrir la verdad, la que hay que saber descubrir escondida tras la apariencia falaz de los hechos entregados.
Las teorías complotistas y negacionistas responden a una lógica que no está exclusivamente reservada a los espíritus simples y a las mentes enfermas. Sus formas extremas ponen de manifiesto la cuota de sinrazón y superstición presente al interior mismo de la forma de racionalidad dominante en nuestras sociedades y en los modos de pensamiento que interpretan su funcionamiento.
La fuerza de esta respuesta es que satisface simultáneamente a los más fanáticos y a los más escépticos. Uno de los rasgos más notables de la nueva ultra-derecha es el lugar que ocupan en ella las teorías conspiratorias y negacionistas. Estas presentan aspectos delirantes, como la teoría del gran complot internacional de pedófilos. Pero en última instancia este delirio no es más que la forma extrema de un tipo de racionalidad generalmente valorizada en nuestras sociedades: aquel que empuja a ver, en todo hecho particular, la consecuencia de un orden global y a disponerlo dentro de una cadena más general que lo explica y lo muestra al fin y al cabo muy distinto de lo que parecía ser en un inicio.
Se sabe que este principio de explicación de cualquier hecho por el conjunto de sus conexiones puede también ser leído de manera inversa: siempre es posible negar un hecho invocando la ausencia de un eslabón dentro de la cadena de condiciones que lo vuelven posible. Como sabemos, es así que algunos intelectuales del marxismo radical negaron la existencia de las cámaras de gas nazis, al ser imposible deducir su necesidad de la lógica de conjunto del sistema capitalista. Y hoy, nuevamente, agudos intelectuales han visto en el coronavirus una fábula inventada por nuestros gobiernos para controlarnos aún más.
Las teorías complotistas y negacionistas responden a una lógica que no está exclusivamente reservada a los espíritus simples y a las mentes enfermas. Sus formas extremas ponen de manifiesto la cuota de sinrazón y superstición presente al interior mismo de la forma de racionalidad dominante en nuestras sociedades y en los modos de pensamiento que interpretan su funcionamiento. La posibilidad de negarlo todo no tiene que ver con el “relativismo” que ponen en entredicho las consciencias graves que aspiran a custodiar la universalidad racional. Es una perversión que forma parte de la estructura misma de nuestra razón.
Se dirá que no basta con tener las armas intelectuales que permitan negarlo todo. Hace falta, además, quererlo. Absolutamente cierto. No obstante, es necesario ver en qué consiste esa voluntad o más bien ese afecto que lleva a creer o a no creer.
Si –sus seguidores– creen, no es porque tengan por cierto lo que Trump dice. Es porque se sienten felices escuchando lo que escuchan: un placer que puede, cada cuatro o cinco años, expresarse mediante una papeleta de voto, pero que se expresa en el día a día con bastante más sencillez, mediante un simple like.
Sería absurdo pensar que los 75 millones de electores de Trump son tan solo mentecatos, convencidos por sus discursos y las informaciones falsas que estos vehiculan. Si creen, no es porque tengan por cierto lo que Trump dice. Es porque se sienten felices escuchando lo que escuchan: un placer que puede, cada cuatro o cinco años, expresarse mediante una papeleta de voto, pero que se expresa en el día a día con bastante más sencillez, mediante un simple like. Y quienes divulgan informaciones falsas no son ni ingenuos que las imaginan verdaderas ni cínicos que las saben falsas. Son simplemente personas que quieren que las cosas sean así, gente con ansias de ver, pensar, sentir y vivir en la comunidad sensible que tejen esas palabras.
¿Cómo pensar esa comunidad y esas ansias? Es aquí donde acecha otra noción producida por la complaciente inercia: el populismo. Este no invoca ya a un pueblo bueno e ingenuo sino, por el contrario, a un pueblo desencantado y envidioso, dispuesto a seguir a aquel que sepa encarnar sus rencores y designar su causa.
Trump, se nos dice de buen grado, es el representante de todos los blanquitos desamparados e indignados: los que las transformaciones económicas y societarias han dejado de lado, los que han perdido su trabajo como resultado de la desindustrialización y sus referentes identitarios con las nuevas formas de vida y de cultura, los que se sienten abandonados por las inaccesibles élites políticas y despreciados por las élites educadas. La cantinela no es nueva: fue así también que el desempleo sirvió en los años 30 como explicación del nazismo y es de igual modo que se lo emplea hoy, indefinidamente, a la hora de explicar cualquier avance de la extrema derecha en nuestros países. Pero, ¿cómo creer seriamente que los 75 millones de electores de Trump encajan en este perfil de víctimas de la crisis, del desempleo y del desclasamiento? Es preciso pues renunciar a la segunda tabla de salvación del confort intelectual, la segunda figura del pueblo, a la que se otorga tradicionalmente el papel de actor irracional: ese pueblo frustrado y brutal que es la contraparte del pueblo bueno e ingenuo.
El pueblo de Trump no es la expresión de estratos sociales necesitados y en busca de un protector. Es, en primer lugar, el pueblo producido por una institución específica en la que muchos se empecinan en ver la expresión suprema de la democracia: aquella que establece una relación inmediata y recíproca entre un individuo al que le cabría encarnar el poder de todos y un colectivo de individuos que habría supuestamente de reconocerse en él.
Es necesario cuestionar, de manera más profunda, aquella forma de racionalidad pseudo-erudita que se esmera por identificar las formas de expresión políticas del sujeto-pueblo con rasgos pertenecientes a esta u otra clase social, en ascenso o deterioro. El pueblo político no es la expresión de un pueblo sociológico preexistente. Es una creación específica: el producto de un cierto número de instituciones, de procedimientos, de formas de acción, pero también de palabras, de frases, de imágenes y de representaciones que no expresan los sentimientos del pueblo sino que crean un determinado pueblo, inventándole un régimen específico de afectos.
El pueblo de Trump no es la expresión de estratos sociales necesitados y en busca de un protector. Es, en primer lugar, el pueblo producido por una institución específica en la que muchos se empecinan en ver la expresión suprema de la democracia: aquella que establece una relación inmediata y recíproca entre un individuo al que le cabría encarnar el poder de todos y un colectivo de individuos que habría supuestamente de reconocerse en él. Es, en segundo lugar, el pueblo construido por una forma particular de apóstrofe, ese dirigirse personalizadoque propician las nuevas tecnologías de la comunicación, en las que el líder político habla diariamente a todos y cada uno, a la vez como hombre público y hombre privado, utilizando las mismas formas de comunicación que permiten a cada quien decir cotidianamente lo que les pasa por la cabeza o el corazón.
Es finalmente el pueblo construido por el sistema específico de afectos que Donald Trump mantuvo a través de este sistema de comunicación: un sistema de afectos que no está destinado a ninguna clase en particular y que no juega con la frustración sino, al contrario, con la satisfacción de una condición; no con el sentimiento de una desigualdad por reparar, sino con el de un privilegio que urge defender frente a todos los que quieran atacarlo.
En efecto, hay siempre una superioridad en la que se puede tomar parte: superioridad de los hombres por sobre las mujeres, de las mujeres blancas por sobre las mujeres de color, de los trabajadores por sobre los desempleados, de los que trabajan en oficios con proyección futura por sobre los demás, de los que tienen un buen seguro por sobre los que dependen de la solidaridad pública…
La pasión a la que Trump apela no tiene nada de misteriosa: es la pasión de la inequidad, aquella que permite, a ricos y pobres por igual, designarse un sinnúmero de inferiores sobre los que deben a toda costa conservar su superioridad. En efecto, hay siempre una superioridad en la que se puede tomar parte: superioridad de los hombres por sobre las mujeres, de las mujeres blancas por sobre las mujeres de color, de los trabajadores por sobre los desempleados, de los que trabajan en oficios con proyección futura por sobre los demás, de los que tienen un buen seguro por sobre los que dependen de la solidaridad pública, de los locales por sobre los migrantes, de los nacionales por sobre los extranjeros y de los ciudadanos de la nación-madre de la democracia por sobre el resto de la humanidad.
En el Capitolio ocupado por los hampones trumpistas, la co-presencia de la bandera de los 13 estados fundadores y de la del Sur esclavista ilustra bastante bien ese singular montaje que hace de la igualdad una prueba suprema de inequidad y de la pursuit of happiness un afecto de odio. Pero esta identificación del poder de todos con la innumerable colección de superioridades y odios no puede ser equiparada a una capa social en particular, ni mucho menos al ethos de una nación específica. Ya sabemos cuál es el papel que tuvo en Francia la oposición entre esforzados y asistidos, entre los que miran siempre adelante y los que siguen anclados en sistemas de protección social arcaicos, o entre los ciudadanos del país de la Ilustración y los derechos humanos y los grupos fanáticos y rezagados que ponen en jaque su integridad. Y hoy en Internet podemos ver a diario, machacado hasta la saciedad en las secciones de comentarios de los periódicos, el odio ante toda forma de igualdad.
Así como empecinarse en negar no es el sello de espíritus retrógrados sino una de las variedades de la racionalidad dominante, la cultura del odio no es el resultado de capas sociales desheredadas, sino un producto del funcionamiento mismo de nuestras instituciones. Es una manera de hacer-pueblo, una manera de crear un pueblo que responde a la lógica de la inequidad. Hace ya casi 200 años que Joseph Jacotot, el pensador de la emancipación, mostró cómo la desrazón de la inequidad pone en marcha una sociedad en que cada inferior puede encontrar su propio subordinado y regocijarse así de su superioridad. Hace tan solo un cuarto de siglo, yo sugería por mi parte que identificar democracia con consenso producía, en lugar del pueblo de la división social, declarado arcaico, un pueblo más arcaico todavía, asentado únicamente en los afectos del odio y la exclusión. Más que confortarnos en la indignación o el desdén, los acontecimientos que marcaron el fin de la presidencia de Donald Trump deberían incitarnos a un examen un poco más profundo de las formas de pensamiento que tenemos por racionales y de las formas de comunidad a las que damos el nombre de democráticas.
Reproducimos este texto con la autorización de Jacques Rancière, su autor, y Cécile Moscovitz, secretaria general de AOC (Analyse Opinion Critique), periódico digital francés que publicó este ensayo el 14 de enero de 2021. Traducción: Ignacio Albornoz.
En su libro sobre Martin Heidegger, George Steiner especulaba que la crisis espiritual sufrida por Alemania tras el fin de la Primera Guerra Mundial fue mucho más profunda que en 1945. La posguerra fue una época marcada en Alemania por el desempleo, la inflación y los tiroteos callejeros entre nazis y comunistas, mientras en las mentes de los intelectuales alemanes se gestaba una “excepcional metafísica sobre el caos”. En esa época aparecieron los primeros libros de Ernst Bloch, se publicó La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler, y la reinterpretación teológica del Comentario Carta a los Romanos de San Pablo, por Karl Barth. Fueron 22 años que parecieron condensarse en semanas: mientras Heidegger ascendía al poder académico en la Universidad de Friburgo, tras publicar Ser y tiempo, Walter Benjamin era rechazado en la Universidad de Frankfurt.
Aquella época ha sido reconstruida en tantas ocasiones (y desde tantos puntos de vista, desde la óptica de los exiliados, como Hannah Arendt o Theodor Adorno, desde la ominosa figura de Heidegger o desde el trágico final de Benjamin) que en el último tiempo el foco se ha puesto en aquellos hijos de esa explosión intelectual. Uno de ellos es Jürgen Habermas. En su más reciente biografía, titulada de manera muy informativa Jürgen Habermas, una biografía, los años del ascenso del régimen nazi ocupan tres páginas, pero determinan casi por completo su historia. El biógrafo, su discípulo Stefan Müller-Doohm, se apura en develar que Habermas, nacido en 1929, era hijo de un “simpatizante” nazi, en un pequeño poblado llamado Gummersbach. El padre fue tomado como prisionero de guerra en 1944 y, tras pasar algún tiempo detenido en diversos campos en Estados Unidos, volvió a trabajar a su ciudad como asesor jurídico. El mismo Habermas perteneció a las Juventudes Hitlerianas (un grupo al que, valga decirlo, todos debían alistarse) y fue enviado al frente unos meses antes de que terminara la guerra. No hay en esos párrafos ningún signo de rebelión del joven Habermas. De hecho, el biógrafo confirma que recibió una orden de alistamiento del ejército, pero “por pura casualidad” no lo alistaron. Pero tampoco existió una adhesión a la ideología del Tercer Reich por su parte. Era solo un niño, parece concluir el biógrafo, aunque esa ambivalencia, a medias ingenua, a medias culposa (la de pertenecer y no pertenecer al régimen, y la de rechazar y comprender el pasado y las decisiones de una era intelectual tan brillante como cruenta), se convertirán en el eje de su esfuerzo intelectual.
Terminada su adolescencia, Habermas pretendía ser periodista, pero fue “la experiencia de la catástrofe la que llevó a Habermas a la filosofía”. Posteriormente estudió en Gotinga, Zúrich y Bonn, y desde esa época, su trayectoria pareció emparentarse tanto con la filosofía como con el periodismo. Mientras escribía reseñas para periódicos y artículos para radio, publicó su primer libro, Historia y crítica de la opinión pública, en el que esbozaba una historia de la opinión pública desde el auge de la prensa burguesa en el siglo XVIII. En esa época ya había comenzado a colaborar con Adorno en el célebre Instituto de Investigación Social, a la par de escribir pequeñas pero incisivas recensiones sobre algunos filósofos alemanes. Mucho se ha discutido sobre su verdadera adhesión a la Escuela de Frankfurt. En su biografía, Müller-Doohm lo define como “un distinto entre sus semejantes”, capaz de alejarse de Marcuse y Adorno, sobre todo porque, a juicio de Habermas, la teoría nacida de la Escuela “no poseía una doctrina más o menos coherente”. Por esa razón comenzó a acercarse a la filosofía del lenguaje angloamericana y, a su vez, reseñaba a autores alemanes que la Escuela de Frankfurt parecía desdeñar.
Varias de aquellas reseñas le dan cuerpo a Perfiles filosófico-políticos, un libro que Habermas publicó en 1971 y que ha sido recientemente reeditado. Hay algo de provincianismo –aceptado por el mismo autor– en la recopilación: Habermas solo se preocupa del mundo cercano de los autores alemanes que contribuyeron al desarrollo intelectual del siglo XX. La cercanía espacial entre los autores hace que el libro a veces pueda leerse como el guion subterráneo de la filosofía alemana de la pasada centuria: mientras Habermas se adentra en el pensamiento de Adorno, Benjamin o Marcuse, se muestran los alejamientos, desencuentros y afinidades, las polémicas y los inevitables olvidos entre ellos.
Mucho se ha discutido sobre su verdadera adhesión a la Escuela de Frankfurt. En su biografía, Müller-Doohm lo define como ‘un distinto entre sus semejantes’, capaz de alejarse de Marcuse y Adorno, sobre todo porque, a juicio de Habermas, la teoría nacida de la Escuela ‘no poseía una doctrina más o menos coherente’. Por esa razón comenzó a acercarse a la filosofía del lenguaje angloamericana y, a su vez, reseñaba a autores alemanes que la Escuela de Frankfurt parecía desdeñar.
Desde esa óptica, el artículo más importante es, quizás, su diatriba escrita en 1953 contra Martin Heidegger. En 1953, el filósofo de Ser y tiempo había vuelto a publicar su curso Introducción a la metafísica, que mantenía párrafos en los que resaltaba “la interna verdad y grandeza de este movimiento (el nacionalsocialista)”. Habermas no lo dice explícitamente, pero parece tomar esa circunstancia como una afrenta y, al mismo tiempo, como una oportunidad de comprender a Heidegger. Y lo hace preguntándose, en primer lugar, cómo “el autor del acontecimiento filosófico más importante desde la Fenomenología de Hegel pudo caer en tan manifiesto primitivismo”. Para analizarlo, esboza un perfil que luce tan personal como sistémico: intenta desentrañar el carácter que Heidegger prefigura para el pueblo alemán, determinado por la “fuerza” y la “gloria”. Y luego Habermas agrega una serie de dicotomías que dan cuenta de la complejidad del carácter que quiere modelar Heidegger: “Superficial y profundo, insustancial y pleno de contenido, vacío y fecundo, caprichoso y serio son los atributos opuestos de la inteligencia y del espíritu”. En ese esquema de valores, según Habermas, para Heidegger “es el pusilánime quien pone sus miras en el acuerdo, en el compromiso, en la asistencia mutua y, por tanto, solo puede percibir la violencia como una perturbación de su vida”. Con esa diatriba, Habermas pareció, también, perfilarse a sí mismo: se puso del lado de quienes están a favor del acuerdo y de la deliberación, a costa de perder “fuerza” y “gloria”.
Con esos análisis Habermas se fue formando una idea de lo que significó para Alemania y Occidente la explosión intelectual de la posguerra. En el prólogo a Perfiles filosófico-políticos, Habermas cree identificar que, después del trauma de la Segunda Guerra, el fascismo fue el factor más determinante en la concepción actual de la filosofía. El fascismo “polarizó todas las posiciones”, al punto de que los mismos pensadores devinieron en precursores de la barbarie posterior. Una extraña relación de causalidad pareció caer sobre Nietzsche y Rousseau, y más aún sobre los pensadores actuales, a quienes, como dice Habermas, “la confesión de las equivocaciones cometidas se pagaba con la pérdida de la propia identidad”. Hacerse responsable de las consecuencias indirectas del pensamiento se convertía también en una expresión de su sistema. La ausencia de autocrítica, parece decir Habermas, ensombreció la filosofía alemana para convertirla en efeméride: “El octogésimo cumpleaños de Heidegger solo fue ya una efeméride privada; la muerte de Jaspers no tuvo resonancia; por Bloch se interesan más que nada los teólogos, y Adorno deja tras de sí parajes caóticos”. ¿Qué se puede hacer con una tradición tan importante como arruinada?
Perfiles filosófico-políticos es, probablemente, uno de los esfuerzos intelectuales más importantes de comprender aquel descalabro y sacar algo en limpio. Aquello queda más claro en un perfil que, en retrospectiva, debiese volverse célebre, porque sobre ella parecen girar los tópicos que determinarán a Habermas: el de Hannah Arendt. A la autora de Los orígenes del totalitarismo y La condición humana, cuenta Müller-Doohm en su biografía, la conoció tomando café en Nueva York con W. H. Auden, a fines de los 60. En su primera aproximación, Habermas la consideró “una persona terriblemente reaccionaria”, pero después, cuando escribió el perfil de ella en la prensa, reconoce cómo sus ideas lo han influido: Arendt habría abierto una nueva comprensión del poder, no como la posibilidad de imponer voluntades sobre otros, sino como la “capacidad de ponerse de acuerdo, en una comunicación sin coacciones, sobre una acción en común”, justamente aquello que desdeñaba Heidegger y que cobrará tanta importancia en la reconstrucción alemana.
A partir de esa toma de distancia, Habermas iniciará su teoría de la acción comunicativa, de la que ofrece ciertos lineamientos en el artículo y que se ha convertido, finalmente, en su tesis más importante. A medio camino entre Arendt y la tradición contraria, Habermas afirma que “la política no puede identificarse en exclusiva, como pretende Hannah Arendt, con la praxis de aquellos que discuten y se conciertan entre sí para actuar en común. Y a la inversa, tampoco es admisible la teoría prevaleciente que reduce el concepto de lo político a los fenómenos de competencia por el poder”. ¿Es posible, entonces, resolver la barrera entre coacción y acuerdo que surge a la hora en que se constituye el poder? Ese será el esfuerzo que Habermas se propondrá en su obra posterior, y que, es cuestión de mirar los debates actuales, resulta ser uno de los tópicos capitales de la política contemporánea.
Jürgen Habermas, una biografía, Stefan Müller-Doohm, Editorial Trotta, 2020, 648 páginas, $14.000.
Perfiles filosófico-políticos, Jürgen Habermas, Taurus, 2019, 492 páginas, $20.000.
Al principio solo se trataba de hacer una película biográfica sobre el físico teórico Lev Landau, cuya vida había sido intensa y fulgurante. Poco después de empezar a filmarla, sin embargo, el cineasta Ilya Khrzhanovsky decidió que el célebre científico soviético merecía más. En lo que él mismo llama un “momento dostoievskiano”, interrumpió el rodaje de inmediato mientras se replanteaba qué hacer. En ese impasse nació uno de los proyectos artísticos más ambiciosos, desquiciados y cuestionables del que se tenga noticia. Más de una década después, los primeros resultados están al fin disponibles.
Me refiero a los ocho largometrajes que ya han sido lanzados, de los 14 que conformarán DAU, compuesto además por series televisivas, instalaciones multimedia y un archivo virtual. Aunque el proyecto siga teniendo a Landau como motivo, ahora va más allá de él y despliega a su alrededor una suerte de comedia humana microcósmica, protagonizada por otros científicos de élite, sus familias y amantes, y los trabajadores de la ciudadela científica ultra secreta donde aparecen ambientadas las historias.
Las proporciones titánicas del proyecto están muy atadas al llamado Instituto, que Khrzhanovsky hizo reconstruir al mínimo detalle. Quería que sus instalaciones fueran operativas y que los participantes del proyecto se mudaran ahí para encarnar a sus personajes 24 horas al día. El set sería su lugar de vivienda y trabajo, el rodaje consistiría en la documentación de lo que fuera sucediendo en su cotidianidad y lo cinematográfico se fundiría con un experimento antropológico y performativo a gran escala.
El desafío no era recrear la vida soviética sino volver a ella. Cientos de voluntarios viajaron en el tiempo para hacerlo posible.
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La reconstrucción del Instituto científico en la ciudad ucraniana de Járkov estuvo rodeada del mismo secretismo con el que había funcionado el centro original. El rodaje sucedió ahí, sigilosamente, entre el 2008 y el 2011.
Los nuevos habitantes de la vieja Unión Soviética tenían prohibido el uso de laptops, teléfonos, internet o cualquier otra tecnología que no hubiera sido inventada aún, y el reglamento incluso castigaba a quienes hicieran referencia a las vidas que habían abandonado en el siglo XXI. Así, los participantes vivieron inmersos en los anacronismos y la velocidad de las tres décadas que aborda el proyecto, de 1938 a 1968. Para acortar la distancia entre esos años y estos, y para lograr que la simulación terminara disolviéndose, la ropa, el papel higiénico y los tampones, la vajilla y las latas de conserva, los cortes de cabello, el sonido de las cañerías y hasta las noticias diarias en la radio se asemejaban a como fueron en el año específico que estuviera transcurriendo en ese momento.
En cuanto a la producción, los participantes no tenían un guion que seguir ni tampoco una sola línea de diálogo que aprenderse de memoria, sino roles que debían encarnar a tiempo completo, incluso cuando no los estaban filmando. Una de las movidas más singulares de Khrzhanovsky fue evitar un sistema integrado de filmación. Al contrario, prefirió que hubiera una sola cámara en el Instituto, siempre al hombro del legendario fotógrafo alemán Jürgen Jürges, colaborador asiduo de Fassbinder, Wenders y Haneke. Sin la posibilidad de segundas tomas o repeticiones de ninguna clase, su labor consistió en recorrer las instalaciones en busca de situaciones inusuales y dramáticas. 700 horas de material fueron capturadas por él y sus dos ayudantes. A juzgar por los resultados, eran intrusos que pasaban inadvertidos.
Si hay una verdadera proeza en DAU, quizá esa sea la fotografía sombría y matizada, su equilibrio justo entre el orden y el caos (entre lo bello y lo siniestro), la frialdad y la distancia con la que esa cámara enfrenta el bullicio animal de lo humano. Al casi ochentón Jürges le valió un premio merecido en el estreno del proyecto, a principios de 2020, en el Festival de Berlín.
Son escenas que instigan un cuestionamiento sobre los contornos éticos del arte performativo y del arte cinematográfico, y sobre la respuesta emocional del espectador cuando se enfrenta o lo enfrentan a la violencia. Si es simulado o real, o si su origen no es claro, ¿el dolor ajeno se consume de manera diferente? ¿El desdibujamiento de la frontera de lo simulado y lo real, por otra parte, fomenta prácticas de impunidad?
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Nacido en 1908, en la provincia soviética de Baku, Landau empezó a estudiar física, química y matemáticas a los 14 años, y antes de los 20 ya había publicado trabajos importantes sobre física cuántica. Discípulo de Bohr y amigo de Einstein y Heisenberg, en la década siguiente enseñó en prestigiosas universidades europeas mientras proseguía con la publicación de sus descubrimientos. Se rumorea que por comparar a Stalin con Hitler pasó un año en el Gulag, lo que no impediría que tiempo después le otorgaran el Premio Stalin, por contribuir en la construcción de la bomba atómica soviética. Más adelante recibiría también el Premio Nobel, pero lo haría en estado comatoso, tras un accidente automovilístico que lo dejó postrado sus seis últimos años de vida.
Es posible que ese material fuera indispensable en la película biográfica que generó el proyecto, pero no ha sido incluido en los largometrajes que por ahora pueden verse. En su acercamiento, Khrzhanovsky privilegia la intimidad de Landau. Según dicen, el científico perdió la virginidad a los 27 años, para luego saltar desde ahí a un sonado matrimonio abierto avant-la-lettre. Esa expansiva vida conyugal sí ocupa un lugar predominante. DAU: Nora, por ejemplo, está construida en torno a la visita de la suegra de Landau, que mantiene una relación tóxica con su hija y que trae discordia a la pareja. Años después, el científico se enamora de la bibliotecaria del Instituto, protagonista de DAU: Katya Tanya. Como suele ocurrir, la Historia con mayúscula termina interfiriendo en las historias minúsculas que puntúan los días de la muchacha, con resultados catastróficos. Aprovechando un viaje de su esposa, en DAU: Three Days Landau hace traer al Instituto a un viejo amor, el más importante de todos. Para entonces, el personaje soñador e indescifrable de las otras películas aparece desencantado consigo mismo y angustiado por la pérdida de los años más ligeros de su juventud.
Las demás películas siguen una estrategia similar: acercarse a uno, dos o tres personajes en un contexto compartido, mostrándolos en sus momentos de mayor vulnerabilidad. Alrededor, mientras tanto, el Instituto se asemeja crecientemente a un barco a la deriva, donde predominan el libertinaje, el desconcierto y la opresión. Son asuntos que emergen una y otra vez, el espectro temático de DAU es reducido para un proyecto de su magnitud. El retrato que se hace del régimen soviético, por su parte, resulta demoledor de principio a fin.
La vigilancia y el castigo no solo quebrantan a los personajes sino que moldean su comportamiento y fomentan la perversidad de un sistema que pone en contra a unos y otros, como se evidencia en las películas menos domésticas del proyecto, DAU: New Man y DAU: Degeneration. En ellas aparece retratada la vida de los científicos del Instituto, con su entrega sin horarios a la ciencia pero también con las presiones ideológicas que padecen y con su inmenso desorden emocional. La pregunta por los límites de lo humano siempre está en juego y todo gira en torno a ella: las pruebas de laboratorio con bebés y animales, las agitadas conversaciones sobre biología y sociedad, las conferencias de líderes religiosos invitados (“el comunismo es una religión, con su libro sagrado y sus rituales”, insiste un rabino) o, aguijoneados por las tensiones de la Guerra Fría, el experimento de forjar un “nuevo hombre” que se corresponda con la sociedad que los soviéticos desean construir. No deja de ser revelador que mientras los científicos se empeñan en indagar en lo humano para eventualmente mejorarlo, ellos mismos van corroyéndose en medio de borracheras interminables, de la vigilancia férrea a la que son sometidos, del sopor y la incertidumbre del encierro.
Khrzhanovsky, de origen judío, invitó a un grupo de neonazis para interpretar a los cuatro jóvenes que ofrecen sus cuerpos en ese último experimento. Ya era 1968 en el Instituto, y ya era 2011 fuera de él, cuando llegaron al rodaje como una manada furiosa. En el laboratorio, sus personajes acatan las órdenes de los científicos. Fuera de él, los atemorizan y buscan imponerse entre los habitantes de ese microcosmos. Seguían las órdenes del cineasta, que más adelante los conminó a destruir el lugar. Al hacerlo no solo deshicieron las instalaciones del Instituto sino que acabaron también con la obra de arte en construcción. Era quizá el único final posible para un rodaje que hubiera podido extenderse indefinidamente. Según cuentan, a varios de los que vivieron ahí les resultó traumático volver a la fuerza al siglo XXI.
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En ese arte de la ilusión que es el cine, la ilusión casi siempre se nota. Aquí el efecto de realidad es otro. Impresionan la inmediatez y la crudeza del material, la vida bullente y desprolija que se desprende de él. Son decisivos en ese sentido los planos ininterrumpidos y la sensación permanente de estar husmeando en la intimidad de los personajes, la enorme complicidad que se percibe entre ellos y el hecho de que el sexo y la violencia sean retratados de manera explícita.
Hay dos escenas en las que Khrzhanovsky lleva todo eso al límite: el descuartizamiento de un chancho, realizado con saña ante un grupo de testigos que preferiría no estar ahí (lo que produce en los perpetradores, y quizá también en el cineasta, un goce perverso), y la escena más polémica del proyecto, en la que la mujer de mediana edad que atiende la cafetería del Instituto es torturada física, psicológica y sexualmente por un agente de la KGB, interpretado con una dureza pasmosa por un exagente de la KGB. Son escenas que instigan un cuestionamiento sobre los contornos éticos del arte performativo y del arte cinematográfico, y sobre la respuesta emocional del espectador cuando se enfrenta o lo enfrentan a la violencia. Si es simulado o real, o si su origen no es claro, ¿el dolor ajeno se consume de manera diferente? ¿El desdibujamiento de la frontera de lo simulado y lo real, por otra parte, fomenta prácticas de impunidad? ¿Cuánto está permitido, en nombre del arte, en ese territorio borroso?
Maggie Nelson apunta en su libro El arte de la crueldad que “el deseo de resquebrajar las barreras entre la vida y el arte –y, aún más, de que ese resquebrajamiento esté marcado por la violencia y la ruptura– ha caracterizado a las operaciones vanguardistas al menos desde los futuristas italianos”. Desde ellos (que celebraban la guerra como una higiene del mundo) hasta Dogma 95, pasando por el Teatro de la Crueldad de Artaud y por el daño que se infligían a sí mismos los accionistas vieneses, el deseo de hacer confluir arte y vida ha sido una constante entre numerosas vanguardias. En ese afán fueron centrales el hostigamiento de los cuerpos y el asedio de su vulnerabilidad.
DAU se inscribe plenamente en esa tradición, pero en nuestra época su espíritu transgresivo y virulento ofrece otro tipo de resonancias. En una cultura atravesada por la violencia y el exceso (donde es fácil encontrar en la red ejecuciones a sangre fría o el sexo más abyecto), recurrir a ellos con la insistencia de Khrzhanovsky trae a la mente la tendencia del arte contemporáneo extremo, que Paul Virilio cuestiona por su filiación con “la incorreción de profanadores y torturadores y la arrogancia del verdugo”. Las vanguardias artísticas del siglo XX se habían propuesto sacudir al espectador. A principios del siglo XXI, los mecanismos con los que buscaban hacerlo ya no desentumecen ni perturban. Quizá lo contrario: terminan banalizando la violencia y la abyección que predominan ahora, en el arte y fuera de él.
Es posible que esa sea una de las mayores objeciones que se le puede hacer a Cinema DAU. Otra es que su proceso de producción termina eclipsando a los largometrajes mismos y para muchos se constituye como lo más llamativo de ellos. Los resultados desiguales eran inevitables en un proyecto que se propuso la tarea inaudita de lanzar 14 películas en menos de dos años. Las mejores son hipnóticas y conmovedoras, y propician preguntas valiosas. Varias otras son indulgentes y demasiado erráticas. Con todo, al menos durante unas horas, vale la pena sumergirse en ese mundo anterior, ajeno y próximo a la vez.
La crítica de arte es una actividad que se ha desestabilizado tanto en los últimos años, que bien podría estar incorporándose al listado de los oficios en extinción. Sobrevive por aquí y por allá, es cierto, en la figura de algunos excéntricos y valientes que todavía publican, analizan y cobran por comentar libros, conciertos, exposiciones de pintura o películas. Pero ya no tienen la convocatoria que alguna vez tuvieron. Muy rara vez son parte de la conversación de la sociedad, entre otras cosas, porque muy rara vez también los libros, los conciertos, las exposiciones o las películas mueven las agujas de esa conversación. Los críticos dejaron hace mucho de ser, por otra parte, los mediadores entre los artistas y el público, que era la función que les asignaban las teorías más cándidas, más misionales y más pedagógicas. Esa tal mediación –hay que reconocerlo– siempre fue un mito o un espejismo, porque si el arte puede prescindir de algo, es de intermediarios. Y si los llega a necesitar, es porque padece de un problema serio de autismo. No obstante, con todos sus bemoles y mentiras más o menos piadosas, este malentendido situaba al crítico en un lugar –digamos– prominente o al menos definido. Eso es lo que en los últimos años desapareció. Hoy la crítica sobrevive a palos con el águila. Apenas tiene algún espacio en los diarios. Conserva todavía alguna audiencia, pero se diría que es muy difusa y de gente más bien mayor. El oficio, opinaría un sociólogo, no supo adaptarse bien en sus formas, en sus ritualidades, en sus entregas, a los cambios y a la revolución que han estado viviendo los medios a partir de la irrupción de las redes sociales y del protagonismo del mundo digital.
El otro factor que ha contribuido a desdibujar el oficio es la crítica académica. Los críticos en el pasado siempre le hablaron a un público ilustrado, sensible, un tanto diletante, que asimilaba el trabajo que ellos realizaban como insumos para confrontar percepciones, aumentar el goce o entender mejor el sentido de las obras de arte. Con una prosa un poco rígida, incluso municipal, al menos se entendía. La crítica académica rara vez se permite este lujo y tiene una audiencia muy distinta. De partida es una disciplina autónoma. Va dirigida a un nicho específico, el de la comunidad de la ciencia del análisis artístico o literario, que a su vez tiene sus propias redes, sus propias publicaciones, sus prácticas y jerarquías, y dentro de la cual el lector común y corriente, el espectador más o menos distraído de una cinta reciente o el buen melómano que acudió al último concierto de la Sinfónica, puede llegar a sentirse como la oveja perdida entre la manada de lobos.
Complicada, entonces, por el creciente arrinconamiento de los medios, y a su vez mirada cada vez más en menos por la academia, la crítica tuvo tiempos mejores. Capturó imaginarios más potentes. Fue parte de debates y tensiones que a cualquiera le podían cambiar sus perspectivas de mundo.
Todo eso es pasado. Pasado, no obstante, hasta que el milagro vuelve a ocurrir, hasta que de nuevo un texto crítico comienza a emitir destellos de inteligencia y provocación, hasta que un gran crítico vuelve a reaparecer y a comprobar que dista mucho de estar todo dicho y que en torno a obras de arte específicas, en torno a tendencias del desarrollo del arte hay temas, hay dilemas, hay conflictos, ideas, emociones, principios y sentimientos que podrían emplazarnos, incluso hoy, a todos por igual. Puede ser un lindo consuelo: no es que la crítica de arte esté desapareciendo como tradición cultural; lo que ocurre es que los grandes críticos actualmente son muy pocos.
Bueno, Simon Leys fue uno de ellos. Grande y finísimo. Grande y atrevido. Grande y autónomo.
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Probablemente la única vez que Simon Leys estuvo bajo el foco de la excepción fue cuando le dijo al mundo que la Revolución Cultural de Mao era un fenómeno histórico impresentable, una operación política de ribetes asesinos y siniestros con el solo propósito de conquistar el poder total. Lo hizo en un momento en que toda la intelectualidad francesa comulgaba con el comunismo chino. No fue raro, entonces, que el nombre de Leys fuera invisibilizado. Malraux ya había coronado a Mao como el gran Buda de la historia contemporánea, y tanto Barthes como Sartre y la Beauvoir se rendían a la genialidad de El libro rojo, en nombre del cual perdieron la vida cientos de miles de ciudadanos chinos desde fines de los 70. En este plano específico, este ilustre sinólogo belga, nacido en Bruselas en 1935, en el seno de una familia católica flamenca que lo bautizó como Pierre Ryckmans, no se perdió ni un solo minuto. Incluso antes de que la fiebre maoísta estuviera subiendo en medio mundo, publicó en 1971 Los trajes nuevos del presidente Mao. Crónica de la revolución cultural, libro que desenmascaró el verdadero alcance de ese descalabro político, económico y moral, que significó el regreso del país a un totalitarismo cavernario, un brutal empobrecimiento de la economía y un escandaloso manto de impunidad sobre crímenes imperdonables. Leys para entonces ya tenía un título de abogado bajo el brazo, había estudiado literatura y arte chino en Taiwán, había conocido el maoísmo como miembro de la representación diplomática belga en Pekín, estaba por radicarse en Australia y figuraba entre los grandes sinólogos de Occidente. Tenía la ventaja de dominar el idioma y de saber interpretar, con sintonía fina, fuentes, mensajes y conflictos domésticos que Occidente subestimaba o no tenía cómo digerir.
Leys escogió su seudónimo –dicen– en honor al protagonista de la novela René Leys, del poeta orientalista Victor Sagalen en los años 20, y al parecer lo adoptó por recomendación de su editor cuando publicó su punzante ensayo político, como resguardo ante la reacción que tendrían las autoridades chinas. Al fin y al cabo era un diplomático. Por supuesto, ni siquiera él se tragaría esta explicación cándida. No es necesario dominar a Freud para sospechar que el autor que escoge un seudónimo de algo finalmente está huyendo; o está asumiendo un personaje o está dejando salir a un yo distinto del que tiene.
China en la obra de Leys, en todo caso, es mucho más que una página negra de los totalitarismos del siglo XX, mucho más que un cruce entre el capitalismo salvaje con la dictadura unipartidista que ahora ha llegado a ser. China para él es también una escuela de sensibilidad contemplativa, un torrentoso canal de sabiduría e inspiración que atraviesa buena parte de su obra. Y es una montaña de misterios milenarios que sus libros, ensayos y artículos dedicados al tema apenas lograron orillar.
China en la obra de Leys, en todo caso, es mucho más que una página negra de los totalitarismos del siglo XX, mucho más que un cruce entre el capitalismo salvaje con la dictadura unipartidista que ahora ha llegado a ser. China para él es también una escuela de sensibilidad contemplativa, un torrentoso canal de sabiduría e inspiración que atraviesa buena parte de su obra. Y es una montaña de misterios milenarios que sus libros, ensayos y artículos dedicados al tema apenas lograron orillar.
Acaso el rasgo más interesante de la figura de Simon Leys como crítico radica en el volumen descomunal de sus lecturas clásicas y en la continuidad de sus obsesiones. Aparte de tener una cultura literaria apabullante, es un hombre de compromisos persistentes y de cabeza fuertemente compartimentada. China, como ha quedado dicho, tanto en su dimensión política como en su majestad de la más antigua de las civilizaciones vivas, ocupa gran parte de su hemisferio derecho. En la parte frontal está su vínculo apasionado con las letras francesas, que es la patria literaria donde se formó, y luego con la literatura inglesa, que es la lengua en la que terminó expresándose. El hemisferio izquierdo podría estar colonizado por su recurrente conexión con el mar como escenario de proezas y desastres. Y entremedio hay espacio suficiente para la galería de una buena cantidad de héroes personales que, a juicio suyo, están más allá del bien y del mal –de George Orwell a Stendhal, de Chesterton a Nabokov, de la madre Teresa de Calcuta a madame Chang Kai Sek–, y muchos saberes remanentes, funcionales algunos, inútiles otros, que recogen sus ideas sobre lo que es y debe ser la universidad, su experiencia de largos años como académico en Canberra, sus combates con la filología a partir de sus noches como traductor de Confucio o pensadores de la China clásica, sus fantasías literarias como el novelista que no fue pero quiso ser, y también sus escritos rezagados y proyectos que nunca llegaron a puerto. Tremenda novedad: un intelectual nunca es un hombre de una sola pieza y su vida tampoco un relato que progresa en una sola dirección.
La obra de Leys está cruzada por distintas lecciones de la sabiduría oriental. Sus libros son una constante reivindicación de la idea de inutilidad. Suscribe con devoción la sentencia de Zhuang Zi: “Todo el mundo conoce la utilidad de lo que es útil, pero pocos conocen la utilidad de lo inútil”. En contra de lo que digan las matemáticas, en los dominios del arte para él casi siempre más es menos. Mejor ni cuestionarlo ni buscarle la quinta pata al gato: definitivamente hay saberes inexplicables, que vienen de lo alto. Y aunque lo normal es que la idea preceda al cuadro y al texto, con frecuencia hay que saber renunciar a la pintura que se quería o a la novela que se pensó en favor de la que efectivamente resulta mientras se hace. Pensaba que no había que creerles mucho a los artistas y que era preferible creerles a sus obras. Pensaba también –el que se lo leyó todo– que el exceso de lecturas podía con facilidad conducir a bloquear el entendimiento, tal como él mismo pudo confirmarlo cuando cayeron en sus manos unos cuadernos postreros del gran crítico norteamericano Edmund Wilson. Se lo había leído todo y no entendía nada, pensó. Amaba las paradojas. Le encantaba recordar que Balzac era el más grande de los escritores a pesar de lo mal que escribía. Tenía la misma percepción del gigante de la novela francesa del siglo XIX que antes tuvo Flaubert: “¡Qué hombre este Balzac! Imagínense dónde hubiera llegado si hubiera sabido escribir! Era lo único que le faltaba”.
Fue un notable crítico, no por la cantidad de reseñas que escribió –de hecho las suyas fueron más bien crónicas literarias, columnas finísimas que combinaban distintos aspectos de la realidad con escenas tomadas de novelas, poemas o pinturas–, sino por la tensión intelectual que sabía desplegar en su prosa. Fue un crítico de críticos. Antes de analizar lo nuevo, prefería repasar, resituar, rescatar, corregir, agregar, redescubrir. Opinaba de libros y de autores que la sola autoridad de su prosa volvía interesantes, discutibles o deseables. Era un maestro de la cita. En los textos más largos, acudía a los pies de página quizás con más frecuencia de la que tolera sin chistar un lector no-académico. Pero jamás era para epatar, para rendir tributo a una moda o hacer un guiño de complicidad con la erudición culterana.
Hacía –y lo hacía extraordinariamente bien– lo que hacen todos los buenos críticos: poner luces en medio de la oscuridad, sacar a flote verdades hundidas, armar corrientes de aire, conectar la imaginación literaria de hoy con la filosofía griega, el pensamiento clásico oriental o sus creencias religiosas del ayer. No en último lugar, por supuesto, lo suyo era jerarquizar y rescatar, juzgar y evaluar, defender con entusiasmo lo que consideraba excelso y corregir con ironía, con severidad, con vehemencia si era necesario, lo que a su modo de ver estaba distorsionado o era simplemente erróneo.
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Es revelador que dos de las figuras literarias en torno a las cuales Simon Leys más trabajó no sean hoy por hoy escritores de primerísima línea, sino más bien –con el debido respeto– escritores que, habiendo estado muy comprometidos con el siglo XX, dieron notables testimonios de coherencia política y moral. El primero es una estrella declinante, André Gide, el Nobel que ya nadie lee y cuya obra está prácticamente olvidada. El segundo es George Orwell, que a 70 años de su muerte hoy en realidad de nuevo está de vuelta en el debate contemporáneo. En la vida y obra de Orwell, Leys reconoció no solo una lección de coraje, sino también una experiencia de resistencia y de libertad interior que lo llevó a traspasar géneros, amarres, silencios y convenciones a un costo personal muy alto, sí, pero que lo situó en las puertas de la genialidad. Para él, definitivamente, está entre los grandes.
Sin embargo, fue más consciente que nadie de que no todos los trabajos de Orwell tenían el mismo peso. Así y todo, supo leer en el desarrollo de su obra el despertar de una conciencia histórica y social bien admirable. Aunque Orwell nunca fue un hijo de la ventaja y vivió por años con la sensación un tanto humillante de saberse el más pobre del curso, su rendimiento escolar le permitió llegar sin problemas tanto a Wellington como a Eton. Después su vida se complicaría un poco, porque se hizo evidente que su familia no podría financiarle una educación superior y optó a un cargo en la policía birmana en la India. Orwell había nacido allá, su padre era funcionario del imperio y durante los cinco años que permaneció en Birmania, desempeñando funciones enteramente divorciadas tanto de sus intereses como de su carácter, sacó en limpio dos cosas: la primera es que odiaba visceralmente todo lo que oliera a imperialismo. Su experiencia en la policía había terminado por asquearlo. Y la segunda es que quería convertirse en escritor.
George Orwell y André Gide.
Desde luego, le costó llegar a serlo. Vivió etapas de mucho ensayo y error. Se equivocó muchas veces, pero no al volcar las experiencias que había vivido en Los días de Birmania, la primera de sus novelas. Volvió a Inglaterra y dio palos de ciego. Se le ocurrió irse a Francia, porque creía que ahí su vocación literaria podría despuntar antes. De esos extravíos dio cuenta en Sin blanca en París y Londres, donde evoca parte de las dificultades que tuvo para encontrar su destino. Por entonces aparece su seudónimo, porque en realidad hasta ese momento había sido Eric Blair, su verdadero nombre. Escoge el de George Orwell supuestamente para no desprestigiar a su familia con las pellejerías que contó en su libro. Es la explicación oficial, aunque convence poco. “Cuando un escritor elige otro nombre para su yo que escribe, hace mucho más que inventar un seudónimo; nombra y, en cierto sentido, crea su identidad imaginaria”. La observación es de Samuel Hynes a propósito de otro escritor, y no es raro que Leys la recuerde al tocar el tema en su breve ensayo George Orwell o el horror a la política.
Por lejos, la dimensión que más entusiasmó a Leys en Orwell fue la forma en que fue apareciendo el escritor y, más que eso, el tipo de mirada que este comenzó a tener sobre la vida a partir de la escritura. El motor estaba en la literatura, no en la política, no obstante que sería difícil encontrar un autor más político que Orwell. Fue el encargo de escribir sobre las condiciones de vida de los mineros en el norte de Inglaterra lo que lo puso en contacto con un mundo que no conocía y con una clase social a la que quiso asimilarse, pero que jamás llegaría a ser suya, por más empeño que le puso. Ese aprendizaje fue el que consignó en su libro de reportajes El camino de Wigan Pier (1937). Era ciertamente ya un socialista convencido cuando fue a España a luchar por la República y se alistó como miliciano de un partido de inspiración trostkista, el POUM. Va al frente de combate a comienzos del 37 en Huesca y en mayo recibe un permiso para ir a Barcelona, justo cuando se desata una de las peores jornadas de la lucha interna del bando republicano y los cuadros estalinistas salen a masacrar a quienes hasta ese instante habían sido supuestamente sus aliados. La carnicería duró cinco o seis días. Ese episodio, del que tiene la suerte de salir ileso no obstante una miserable tentativa de asesinato, es lo que cambió la vida a Orwell. Fue lo que lo hizo repensar su compromiso con la política –hasta ese instante el suyo era un compromiso muy sartreano, por así decirlo– y que lo convirtió de ahí en adelante, hasta el momento de su muerte, no solo en una excepción, sino también en una república independiente dentro del mapa de la izquierda europea.
Ese es el escritor que Leys exalta. Lo reivindica como el socialista que siempre fue, como el anticomunista que llegó a ser y como el decepcionado de una noción tóxica de la política, que consiste en callar para no hacerle supuestamente el juego al enemigo (que es precisamente lo que hizo la izquierda europea durante años al hacerse cómplice de las peores tropelías del estalinismo). Lo reivindica también en su dimensión de figura moral en los últimos años, cuando, transcurrida ya la Segunda Guerra Mundial, con el virus de la tuberculosis haciendo su trabajo por dentro, volvió a las verdades sencillas de la vida rural, a una existencia austera y sensible a los ciclos de la naturaleza, de los animales y de las flores. Se había vuelto más conservador, por supuesto. No en vano hubo quien lo retrató como “el anarquista tory”. A su muerte, a los 46 años, Leys cree que Orwell había dejado por lo menos tres obras maestras: Homenaje a Cataluña, que reúne diversos escritos de no-ficción de su experiencia en la guerra civil española; la novela Rebelión en la granja, un largo cuento metafórico que desnuda las siniestras lógicas del estalinismo, y su célebre y visionario tributo a la imaginación distópica, titulado 1984, también novela.
Aun cuando Rebelión en la granja y 1984 son piezas cuya inspiración literaria debe soportar un fuerte entramado ideológico-metafórico-político, es difícil no compartir el entusiasmo de Leys por estas obras. Homenaje a Cataluña es ciertamente mucho más que la obra de un periodista avezado. Es el trabajo de un escritor que sabe perfectamente que la verdad es un asunto que no tiene nada que ver con el registro crudo de los hechos o de las cifras. Mucho antes que Capote creyera estar cruzando por primera vez los puentes que van desde el reporteo periodístico a la ficción, Orwell ya había construido en esos parajes avenidas amplias, espectaculares y luminosas.
Leys rescata a Orwell por otra razón más. Porque fue el primero en refutar tanto desde el pensamiento como desde la literatura las hipótesis políticas en boga, que vinculaban el fascismo a una suerte de proto o hiperdesarrollo del capitalismo. Orwell advirtió que no. Que la derivada fascista y el germen totalitario provenían más bien del control centralizado de los medios de producción y que era difícil reconciliar economías de esa matriz con un régimen de libertades civiles genuinamente democrático. Por lo mismo, hoy es visto como el gran pionero del socialismo democrático.
Hacía –y lo hacía extraordinariamente bien– lo que hacen todos los buenos críticos: poner luces en medio de la oscuridad, sacar a flote verdades hundidas, armar corrientes de aire, conectar la imaginación literaria de hoy con la filosofía griega, el pensamiento clásico oriental o sus creencias religiosas del ayer. No en último lugar, por supuesto, lo suyo era jerarquizar y rescatar, juzgar y evaluar, defender con entusiasmo lo que consideraba excelso y corregir con ironía, con severidad, con vehemencia si era necesario, lo que a su modo de ver estaba distorsionado o era simplemente erróneo.
La fascinación de Leys con Gide es menos política, más novelesca –entre otras cosas, porque sería difícil en la actualidad librar de la cárcel a personajes como él: un pederasta confeso. Su ensayo “Un pequeño abecé de André Gide”, de unas 80 páginas, es un trabajo crítico cuya luminosidad hace pensar en La orgía perpetua, el ensayo que Vargas Llosa dedicó a Flaubert. Podrían ser dos de las más inspiradas aproximaciones críticas a la figura de grandes escritores. Aunque ahora yazga arrumbado en el subterráneo de las antiguallas literarias, Gide fue una pluma portentosa, de alrededor de 60 títulos entre ensayos, libros de viaje, novelas, obras de teatro, obras críticas y libros de poesía, aparte de las miles de páginas de su Diario y de un conjunto impresionante de traducciones. Esquivo, jabonoso, múltiple, seductor, puritano, elusivo, desvergonzado, estricto, degenerado, sincero, compasivo, despiadado, inteligente, consecuente, torpe, escapista y paciente, sí, muy paciente, porque para eso vivió 82 años, Leys considera que Gide es el Houdini de la literatura moderna. Buenas razones a Leys no le faltaban para suscribir la sentencia de Stendhal: “Yo tengo dos formas distintas de ser: es la mejor protección contra el error”.
Que este escritor edípico y de matriz hugonote y calvinista se haya casado con una prima el mismo año que murió su madre y muy poco después de haber descubierto, a instancias de Wilde, su homosexualidad en un viaje a Argelia en 1895, ya en sí es un dato curioso. También lo es que nunca haya consumado su matrimonio, no porque no quisiera a su esposa, sino porque pensaba que solo a las mujeres putas les gustaba el sexo; que haya sido de los pocos intelectuales de su tiempo que volvió decepcionado de la Unión Soviética y que tuvo el coraje de decirlo; que haya salido del clóset cuando todo el viento del mundo soplaba en contra; que haya tenido una hija fortuita, por decirlo así, con una chica que a su vez era hija de su mejor amiga y que vino a reconocer mucho más tarde o que haya rechazado nada menos que a Proust en Gallimard; en fin, todo eso –separado o junto– es demasiado filudo y contradictorio para corresponder a un solo sujeto. ¿Qué es esto, una comedia, una tragedia? La pregunta es cómo se pueden articular estas contradicciones en un sujeto que vivió toda su vida como una agonía interminable y al cual los años le fueron poniendo la piel de lagarto y los ojos de búho triste. Más que una contradicción, es una injusticia, puesto que como dijo Luis Cernuda, Gide nació viejo y murió joven.
Es comprensible la fascinación de Leys por Gide, antes quizás un gran personaje que un gran escritor. Se entiende que lo cautive porque exuda literatura y no hay crítico que pueda mostrarse insensible a estas razones gremiales, por así decirlo. Al lado suyo, bueno, escritores redomados como Donoso o Bolaño –gente que no hablaba, que no se interesaba, que no vivía sino para la literatura– parecen advenedizos. Distancia y categoría: Gide fue un profesional y un demonio de estas patologías.
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Crítico, católico, conservador, que acaso no son sino tres maneras de designar una misma forma de mirar el mundo, de ver el arte y de vivir, Simon Leys es un escritor de páginas inolvidables. Su defensa de la madre Teresa ante los ataques de Christopher Hitchens es parte de las mejores polémicas de los años 90 y, tal como el ensayo de Gide, está incluida en el más voluminoso de sus libros: Breviario de saberes inútiles. Ensayos sobre sabiduría en China y literatura occidental. Es un libro fundamental, indispensable. Magnífico es también La felicidad de los pececillos, recopilación de crónicas publicadas en Le Magazine Littéraire y otras revistas francesas.
Su librito Los náufragos del “Batavia” es precioso. Literal y literariamente una joya. Investigó por años, por décadas, la historia de este naufragio increíble y monstruoso del siglo XVI y, cuando estaba por sentarse a escribir una obra monumental sobre su investigación, justo otro autor le ganó el quién vive. Resistió bien el golpe y limitó su texto a puntos específicos que no estaban lo suficientemente claros en el otro libro. Un caballero y un maestro.
Crítico, católico, conservador, que acaso no son sino tres maneras de designar una misma forma de mirar el mundo, de ver el arte y de vivir, Simon Leys es un escritor de páginas inolvidables. Su defensa de la madre Teresa ante los ataques de Christopher Hitchens es parte de las mejores polémicas de los años 90 y, tal como el ensayo de Gide, está incluida en el más voluminoso de sus libros: Breviario de saberes inútiles. Ensayos sobre sabiduría en China y literatura occidental. Es un libro indispensable.
Con Stendhal, otro pequeño libro suyo, es más que nada una investigación que reflota las miradas sobre el autor de Rojo y negro que tuvieron Prosper Merimée, uno de los mejores amigos del escritor, y George Sand. Es un trabajo interesante. La única novela que escribió, La muerte de Napoleón (de 1998, pero reeditada por Acantilado en 2018), también lo es, aunque Leys brilla más como crítico que como narrador. Su libro apela a la imaginación ucrónica y supone al Emperador fugándose de Santa Elena, dejando un doble en su reemplazo y enganchándose como guardia nocturno de una nave que regresa a Francia. La tripulación pronto se dará cuenta de su parecido con el hombre que puso a Europa de cabeza y todos lo llaman, con inocencia o con sarcasmo, El Emperador. Este Emperador va a dar después a los Países Bajos y nunca sabrá si hizo un buen negocio intercambiándose con el impostor que le facilitó la fuga. Como ficción no está mal, pero digamos las cosas como son: no es por este libro que Leys será recordado.
Tampoco lo será por Ideas ajenas, una colección de citas impregnadas de sus sesgos conservadores y católicos. Hay unas pocas formidables, muchas que son inteligentes, pero de repente abundan las que simplemente son kitsch o propagandísticas y cargantes. Son proverbios y pensamientos que en general agregan poco a lo que un buen compendio de las citas citables del Reader’s Digest pudo haber ofrecido en sus buenos tiempos. Lo peor no es eso. Lo peor son las páginas introductorias, que corresponden a una conferencia ofrecida en algún campus por el autor sobre el rol de la crítica literaria. Son buenas sus observaciones, pero no cabe duda de que se quedan cortas al asignarle a la crítica solo dos responsabilidades básicas: uno, la de hacerles una suerte de psicoanálisis a los libros, para salvarlos a menudo del estrecho prisma que tienen sus autores, lo cual desde luego es muy sano, y dos, la de entregar el pulso de la actualidad e informar al público de la aparición de los libros. Como conferencia, bien obvia. Como reflexión de un grandísimo crítico, bien pobre. ¿No son también funciones de la crítica administrar un canon, entusiasmar al público, deshacer entuertos, conectar sensibilidades, disciplinar al mercado, derogar mitos, erigir catedrales, organizar conversaciones entre distintas épocas y disciplinas, llevar al día –en definitiva– las cuentas generales de las pérdidas y ganancias de la actividad artística?
Recientemente, Acantilado ha sacado en español Sombras chinescas, que Leys escribió en francés y publicó en 1976. La edición tiene un prólogo de su amigo Jean-François Revel. El volumen recoge mucho de lo que le correspondió ver como agregado cultural, cuando en 1972 fue a ver los tesoros de la China antigua y se encontró con las barbaridades del país que estaba despedazando la revolución cultural de Mao.
Algunas de las más penetrantes observaciones críticas de Simon Leys tienen relación con China. Sus consideraciones sobre el viejo arte de la caligrafía, del cual toda la antigua pintura china es solo una hermana menor, como él mismo dice: esas elaboraciones suyas son un portento de sagacidad intelectual. A su juicio, Occidente proviene del verbo, de la palabra y concretamente, de la palabra hablada: “En un principio existía el Verbo”, recuerda el apóstol Juan. Oriente, dice Leys, tributa a otra matriz: también a la palabra, pero a la palabra escrita, y de ahí proviene la majestad y el esplendor del arte de la caligrafía. Complicado, porque sus trazos no admiten rectificación, y exigente, porque el margen de libertad que concede al artista en principio es muy limitado, no un arte de la mano sino de todo el cuerpo. Y, más que del cuerpo, también del alma.
Para eso son los críticos.
Simon Leys murió en Canberra el año 2014. Había hecho su obra a tiempo.
Este libro reúne los diarios que Lezama escribió en dos períodos: entre 1939 y 1949 y, luego, entre 1956 y 1958. El primero es el diario que Lezama lleva entre sus 29 y sus 39 años. Se trata de una década crucial en su producción: ahí están Enemigo rumor (1941), Aventuras sigilosas (1945), La fijeza (1949). Además, la revista Orígenes –que forma junto con Sur, en Argentina, y Vuelta, en México, la tríada de grandes revistas literarias del siglo XX en Hispanoamérica– comienza a aparecer en 1944. Aunque Lezama es ya el autor de ese “inmenso” poema que es Muerte de Narciso (1937), la década del 40 lo instala como el renovador de la poesía cubana y uno de los referentes de la gran poesía latinoamericana del siglo pasado, junto con Neruda, Vallejo, Borges y Octavio Paz. Con estos dos últimos es quizá con quien Lezama guarda las mayores simetrías, en el sentido de que, como Paz y Borges, Lezama, va más allá del ejercicio poético y se transforma en lo que los franceses llaman un maître à penser.
Es curioso, por decir lo menos, que en América Latina los maîtres à penser del siglo pasado provengan todos de la poesía: Paz, Lezama Lima, Borges. Un mâitre à penser no es solo un filósofo (o un poeta-filósofo) que escribe, sino un intelectual que se erige en nomoteta, para decirlo con Bourdieu, o “gran legislador” en el campo literario. Borges, Lezama, Paz, cada uno a su modo, redefinen el lugar del escritor latinoamericano frente a la cultura europea, ampliando las posibilidades de asimilar esa tradición desde los márgenes. Los tres visitan las tradiciones europeas y al mismo tiempo hunden sus raíces en lo americano, buscando una estética y un lenguaje, un ser-en-el-mundo para quienes escriben desde “la otra orilla”.
En el caso de este Diario, Lezama propone un verdadero curso de literatura francesa. Yo he tenido que venir a encontrarme con este texto para saber por qué Federico II de Prusia, el rey ilustrado, rompió su relación con Voltaire. Se ha hablado mucho de que Federico II acusa a Voltaire de plagio y le hace revisar sus baúles por los guardias de palacio. Pero la verdadera razón está en los textos, en este caso en la correspondencia entre el rey y el filósofo francés. Este lo compara con Luis XIV y, para halagarlo, le dice que él es mucho más grande que el Rey Sol, puesto que este no sabía escribir su lengua. Ahí está, según Lezama, la raíz de la desavenencia. El rey sabe que un vínculo profundo lo une a Luis XIV, un lazo que no compartirá jamás con Voltaire. En otras palabras, sabe que es rey. Y le envía una respuesta lapidaria al autor francés: Caesar est supra grammaticam… César está por encima de la gramática. Y Voltaire es, de algún modo, una gramática infinita.
El recorrido de Lezama por los grandes autores es, siempre, una indagación sobre el misterio de la poesía. Algunas frases al azar: ‘La poesía solo es el testigo del acto inocente –único que se conoce– de nacer’.
Otras reflexiones de Lezama nos llevan a Pascal, Descartes, Mallarmé, Baudelaire y a un examen muy certero de la personalidad de Julien Sorel, el héroe de Rojo y negro, cuya “hipocresía”, explicada en numerosos momentos de la novela por Stendhal, Lezama refuta con gran agudeza.
El recorrido de Lezama por los grandes autores es, siempre, una indagación sobre el misterio de la poesía. Algunas frases al azar: “La poesía solo es el testigo del acto inocente –único que se conoce– de nacer”. Y otra: “El poeta puede ser el aprendiz displicente, el artesano fiel e incansable de todas las cosas, pero en su poesía tiene que mostrarnos una tierra poseída, un cosmos gobernado de lo irreal-real”. Y una última: “Ese triunfo de la poesía sobre las repetidas experiencias, sobre la cultura cuantitativa, ese triunfo sobre lo más impensable del sujeto. Esa imposición con unidad, forma y desarrollo, donde terminan y empiezan las cosas y los reflejos de las mismas, única excusión de la vida sobre lo desconocido, o sobre la más salvaje alegría”.
No faltan tampoco, como buen habanero, anécdotas sabrosas. La que describe la maledicencia del “gran” Juan Ramón Jiménez es acaso de las mejores.
En definitiva, esta “marginalia” viene a completar, desde la reflexión al voleo, propia de la escritura del diario, esas aventuras sigilosas que nos depara el universo lezamiano. Con Lezama siempre se aprende y siempre se ve lo no visto, porque la imagen es lo que guía su cosmovisión.
Es encomiable el esfuerzo editorial de Montacerdos al proponernos un texto que será sin duda de lectura minoritaria, pero imprescindible, como la obra entera de Lezama. El único detalle que habría merecido más cuidado es la traducción de los textos franceses, que no es siempre acertada.
Diarios (1939-1949/1956-1958), José Lezama Lima, Montacerdos, 2020, 226 páginas, $11.120.
Primero fue el eclipse, después el estallido social y más tarde la pandemia. Todo en menos de 12 meses. Una sucesión de acontecimientos que abarcó, y al menos los últimos dos, siguen abarcando las conversaciones, las pautas de los medios de comunicación, las redes sociales y la vida cotidiana en casi todas sus dimensiones. En un momento de tal penetración de la contingencia en el mundo interior, siquiera pensar en la evasión parece un despropósito y, sobre todo después de la pandemia, readaptarse en mayor o menor medida a una nueva realidad ha sido el imperativo.
“La concentración fue una de las primeras víctimas del estallido y fue rematada y acribillada con la llegada de la pandemia”, escribe Alberto Fuguet en su último libro, Despachos del fin del mundo, una colección de textos producidos en el marco de esos meses álgidos –es decir, desde el eclipse de julio de 2019 hasta julio del año siguiente–, donde registra sus impresiones sobre el presente en una diversidad de géneros, como el cuento, el ensayo, la entrada de diario o la crítica de cine. La idea del libro le vino al autor precisamente ante aquella imposibilidad para sustraerse de los hechos. La agitación exterior lo bloqueó creativamente y frente a una serie de fracasos por continuar con su rutina de escritura, optó por la única vía que parecía fértil: poner todos los proyectos inconclusos entre paréntesis y enfocarse de lleno en lo que realmente ocupaba sus pensamientos. “Todo se estaba hundiendo (por fin, creo), por lo que había que esperar. La novela puede esperar, me dije. La novela debe esperar. No sé cómo escribir bajo estado de emergencia, capté un día cuando fui a ver si los jóvenes lograrían quemar o asaltar la torre del Costanera Center”, anota.
Esta determinación, sin embargo, no pondría fin a las inquietudes y una serie de nuevas preguntas se abrieron con ella: ¿cómo hablar de lo que estaba ocurriendo en simultáneo, quizás sin la distancia de tiempo que aconsejaba la prudencia? ¿Tenía sentido ficcionalizar cuando la realidad parecía superar con creces cualquier producto de la imaginación? La respuesta apareció un día bajo el chorro de la ducha: “Un libro en vivo”. Ese era el concepto; la obra que se creyó capaz de construir en dichas circunstancias. “¿Es posible escribir de la revolución, del estallido, usando trozos de la realidad, algo de ficción, entender todo como un híbrido?”, se pregunta el escritor en las primeras páginas del libro. “Quizás no hacía falta tener distancia. Cero distancia, toda libertad. Trozar, rescatar, remixear (…). Quizás no se necesitaba tiempo, necesitaba más droga, menos miedo, no pensar esto como un libro o un diario sino como un salvavidas. Las ganas eran de zafar. Lo que me erotizaba era terminar algo. Puse mis dudas por escrito, repasé mis textos, escarbé mis archivos. Hice un libro”.
El resultado es una combinación de géneros y temáticas, que aborda la actualidad social y política desde la óptica de la cultura pop. La idea de que en las películas, los libros, la televisión y las redes sociales se hallarían las pistas para entender el presente parece gravitar sobre todo el conjunto.
El proceso cívico en que estamos claramente tiene que ver o nació de la violencia. Me parecería raro que no hubiera existido un estallido sin que nada estallara. No todo es metáfora. No todo puede ser verbal o estético o moral. Hay algo concreto en quemar. Y provoca todo tipo de reacciones. Todo escritor debe mirar la violencia a los ojos y procesarla.
¿Por qué tomar el riesgo de escribir sin tener mayor perspectiva? No quería distancia. Por lo general no tengo mucha. Escribo siempre desde adentro. Pero esta vez supe que distancia implicaba o no escribir esto nunca o escribirlo de otro modo. Incluso con nostalgia. U olvidando detalles. Escribir de octubre del 2019 en octubre del 2019 no es lo mismo que despachar o recordar desde el verano del 2025. El paso del tiempo cura heridas y calma la ansiedad. Ya fue, ya pasó, ¿te acuerdas? No quería recordar, quería en este caso despachar. Quería la perspectiva de la adrenalina que provoca “el fin del mundo”. Siempre he tendido a escribir del presente. Apenas tengo una novela de época, que sería Mala onda (ambientada 11 años antes de que apareció). Aquí la apuesta fue llevar lo contemporáneo al límite. Sin distancia, en vivo, con los errores sobre todo de mirada: me engrupí, estoy exagerando, ando arriba de un caballo. También me gustó no saber cómo terminar o buscar un fin. El fin era cómo terminaba julio. Pasara lo que pasara. Y en mayo del 2020 estaba claro que no tenía ni idea qué pasaría o cómo llegaríamos a este final que yo no podía controlar.
Dice que es “incapaz de rechazar del todo la violencia”. ¿Por qué? Porque al final me dedico también a generarla. O procesarla. La violencia es ruptura. Eso es la base de la creación. La violencia llega a su cúspide estética y ética y política con el fuego. El fuego como espectáculo, como manifestación de la ira, como algo que purga y purifica quizás. La violencia puede ser reducida o sobreexplicada, pero en los dos casos provoca, altera, noquea. Y durante el estallido, el supuestamente rechazar la violencia para complacer la neura del gobierno y sus aliados me pareció imposible. Podría ser correcto y decirte: la rechazo, venga de donde venga. Yo me dije: mejor ver de dónde viene y por qué y qué simboliza y cómo están reaccionando ante ella de manera más violenta aún. Escribir es violento, leer a veces también. Despachos intenta ser honesto. Con cierta distancia uno puede llegar a discutir el rol de la violencia. Pero en ese momento, no era posible. El proceso cívico en que estamos claramente tiene que ver o nació de la violencia. Me parecería raro que no hubiera existido un estallido sin que nada estallara. No todo es metáfora. No todo puede ser verbal o estético o moral. Hay algo concreto en quemar. Y provoca todo tipo de reacciones. Todo escritor debe mirar la violencia a los ojos y procesarla. Hay que admitir que la base de la creación es la intensidad. Uno busca fuego. A veces me fascina y a veces me asusta, pero de que la violencia enciende el fuego interno, lo enciende y lo hace quemar, arder. Para crear, hay que destruir, aunque sean tus certezas, tu estética, tu pasado. Sin violencia, no se crea, a lo más se decora.
El estallido social, cuenta, hizo que por primera vez se interesara más por lo que pasaba afuera que en su interior. ¿Por qué la Transición no tuvo el mismo efecto? No creo. Eso es leer mal mi obra anterior. Yo diría que es al revés: nunca he sido tan explícito. Me pareció que para que este libro/diario funcionara, era clave no narrar la calle como telón de fondo sino como tema principal. Yo siento que mis libros son políticos o captan un estado de las cosas. Mala onda es acerca de aquellos que votaron por la Constitución de 1980. Con Enrique Alekán, la idea era narrar un momento clave político desde la farándula, el mundo de las superficies. No creo que apostar por mi interior sea un error. Creo que no. El exterior modifica el interior. Yo siento que el libro es más acerca de mi estado interior en momentos de caos y rupturas. Creo que recién estamos procesando la Transición. De hecho, ando conectado literariamente con los inicios de los 90. La idea de la Transición es que nadie se diera cuenta. Y se logró: uno de los días menos épicos de nuestra historia fue el 11 de marzo de 1990. Fue un día normal cuando nada lo era. Pasar de dictadura a democracia, pero piola. El estallido me encontró con otra edad, otro ánimo, otras experiencias y como escritor. En 1990 estaba a punto de serlo, que no es lo mismo que tener ya una decena o algo así de libros en tu pasado.
¿Qué papel piensa que ha cumplido el arte, y especialmente el audiovisual, durante la pandemia? Creo que poco relevante. Ha entretenido más que aterrado, modificado, abierto ojos. El cine se volvió el pasatiempo ideal, junto a las series y hasta la TV abierta. Es cierto: un sector ha aprovechado de ver más cine arte o más cintas curiosas, pero el arte se ha dedicado, guardando excepciones, a entretener. Para un filme que desea provocar conversaciones o debate, es complicado este nuevo panorama. Lo mejor del streaming es todo lo que existe; lo malo es que hay tanto que se vuelve entre inabordable y desechable. Sí, creo que se ha escrito y se ha leído. Se han leído mejor los libros que la realidad.
Alekán apostó por escribir del día a día y contar las cosas como eran. Su arma de seducción era la honestidad, no un deseo de no molestar al resto. Deseo que lo lean como otro personaje mío. Es, ya no me cabe duda, mi primera novela. Es parte de mi universo. Y si alguien desea tildarlo de cuico, como a veces se me ha tildado erróneamente a mí, pues respondo que están profundamente equivocados.
El yuppie que le tomó el pulso a la Transición
En 2020 se cumplieron 30 años desde que Alberto Fuguet diera vida a Enrique Alekán. Entre 1989 y 1990, el periodista publicó una crónica semanal en el suplemento Wikén de El Mercurio, desde la cual dio testimonio de la bohemia santiaguina en el contexto de la transición a la democracia. Bajo el nombre Capitalinos, la sección intentaba darle una vuelta al formato clásico de la crítica gastronómica o la recomendación de panoramas, apostando en su lugar por pequeños relatos en primera persona que tomaban lugar en aquellas discotecas, bares y restaurantes que por entonces se ponían de moda. Quien firmaba era Enrique Alekán, un gerente de marketing recién separado que semana a semana ventilaba su itinerario de fiestas y salidas a comer, pero sobre todo su agitada vida sentimental. El personaje despertó fascinación pero también anticuerpos y muchos lectores llegaron a pensar que se trataba de una persona real.
Tras esa máscara, Alberto Fuguet dio forma sin quererlo a una novela por entregas y, aunque durante años el escritor le dio una importancia secundaria a este trabajo dentro de su producción, ahora no tiene problemas en considerarla su primera obra. El conjunto de estas crónicas fueron publicadas por primera vez en 1990 bajo el sello editorial de El Mercurio y luego en el 2000 dentro de Primera parte, que recogía una selección del trabajo periodístico de Fuguet. Ahora, a 30 años de su aparición, Ediciones UDP vuelve a poner en circulación estos textos, que por petición estricta del autor aparecen esta vez bajo el título de Enrique Alekán. Un novela por entregas.
Opta por reeditar a Enrique Alekán en un momento en que “lo cuico” está siendo especialmente cuestionado, ¿cómo le gustaría que se leyera al personaje? Como un observador. Como un tipo complejo, raro, distinto, con humor, que narra sus andanzas entre los cuicos y otros especímenes. Parte de lo que me ha fascinado de esta reedición es lo libre del personaje (o yo mismo) para tocar temas hoy considerados “complicados”. Alekán apostó por escribir del día a día y contar las cosas como eran. Su arma de seducción era la honestidad, no un deseo de no molestar al resto. Deseo que lo lean como otro personaje mío. Es, ya no me cabe duda, mi primera novela. Es parte de mi universo. Y si alguien desea tildarlo de cuico, como a veces se me ha tildado erróneamente a mí, pues respondo que están profundamente equivocados. O están reduciendo todo, algo que sí debe ser cuestionado. Me gustaría que se tomara como que expando o invito a portales para ir a lugares acerca de los cuales se escribe quizás poco.
Despachos del fin del mundo, Alberto Fuguet, Literatura Random House, 2020, 300 páginas, $15.000.
Enrique Alekán. Una novela por entregas, Alberto Fuguet, Ediciones UDP, 2020, 278 páginas, $14.000.
En los últimos años no solo se ha vuelto recurrente la figura del autor o autora estadounidense de origen vietnamita, a estas alturas quizás debiéramos considerar un fenómeno natural el proceso según el cual un país con una política militar intervencionista se ve forzado a acoger precisamente a las personas que antes bombardeó, para ser testigo, una o dos generaciones después, de cómo estas empiezan a figurar en la escena cultural. Observando el fenómeno con más detención podríamos incluso afirmar que, tal como 1922 constituye el annus mirabilis de la literatura anglosajona, gracias a la publicación de La tierra baldía de Eliot, El cuarto de Jacob de Virginia Woolf y Ulises de James Joyce, el año 2016 reviste la misma milagrosa importancia para autores de origen vietnamita-estadounidense. Ese año Viet Thanh Nguyen recibió, entre otros reconocimientos, el premio Pulitzer de ficción por la novela El simpatizante; Lily Hoang publicó A Bestiary, su celebrada fusión de novela y ensayo; Vi Khi Nao publicó la lírica y catártica Fish in Exile, y el autor de la novela que hoy nos ocupa publicó su primer libro de poesía, Night Sky with Exit Wounds.
Poco después de que este libro viera la luz, Viet Thanh Nguyen señaló: “Ocean Vuong es el Walt Whitman de la literatura vietnamita-estadounidense. Lírico, expansivo, sexual, provocador, canta el cuerpo vietnamita y la historia vietnamita”. Si alguien pensó que Nguyen exageraba, la aparición de En la Tierra somos fugazmente grandiosos, a mediados del 2019, disipó las dudas y cimentó la presencia de Ocean Vuong (Ciudad Ho Chi Minh, 1988) como creador de una voz literaria tímida, que parece apenas atreverse a alzarse, pero en la cual cada palabra es dispuesta para reaparecer, asociarse a otras y crear un remolino donde las vidas del protagonista, su madre, su abuela y todo Vietnam se entremezclan con escenas de la pobreza que vivieron al llegar a Estados Unidos.
Esta traducción una y otra vez aplana el lirismo de esta prosa y renuncia a los múltiples significados que esta teje. Sin ir más lejos, esto es evidente en la mecánica traducción del título On Earth We’re Briefly Gorgeous, donde el traductor convierte gorgeous (hermosos, bellos, preciosos o incluso maravillosos) en grandiosos, neutralizando el tono quizás por temor a la cursilería.
Esta novela es una carta de amor a la madre, una que nunca será enviada o leída, porque la destinataria es analfabeta. El autor de esta carta, que a ratos parece una oda, es un joven vietnamita-estadounidense a quien su abuela llama Perro Pequeño. La novela repasa las vidas de la abuela, Lan; la madre, Hong o Rosa, y Perro Pequeño, y los hechos que los llevaron a varar en Estados Unidos, marcados por las cicatrices de la Guerra de Vietnam, la pobreza, el desorden de estrés postraumático que padece la madre tras ver su escuela bombardeada con napalm cuando era niña, el maltrato que esta inflige en su hijo y los recuerdos de un país irrecuperable.
La madre de Perro Pequeño trabaja haciendo manicuras en un salón de belleza de Hartford, Connecticut, una ciudad del este de EE.UU. con una gran población de inmigrantes vietnamitas, donde apenas gana lo suficiente para mantener a su madre y a su hijo. Quizás los episodios más conmovedores ocurren cuando el niño acompaña a su madre y su abuela al supermercado y les sirve como intérprete en su todavía balbuceante inglés.
Por otra parte, la literalidad de la traducción de Jesús Zulaika, la forma rutinaria en que despacha la prosa de Ocean Vuong hacen necesario volver a las palabras de Kate Briggs y su afirmación, inspirada en Barthes, sobre la traducción como una forma anhelante de reescribir o apropiarse de algo que no pertenece al traductor. Me refiero a una forma de entender la traducción como una experiencia vinculada al deseo y a una relación amorosa entre traductor y texto, algo invisible en el tratamiento que Zulaika imprime a las bellas y dolorosas oraciones de Vuong. Esta traducción una y otra vez aplana el lirismo de esta prosa y renuncia a los múltiples significados que esta teje. Sin ir más lejos, esto es evidente en la mecánica traducción del título On Earth We’re Briefly Gorgeous, donde el traductor convierte gorgeous (hermosos, bellos, preciosos o incluso maravillosos) en grandiosos, neutralizando el tono quizás por temor a la cursilería. Y este detalle quizás sea importante, porque en esta novela de Ocean Vuong no veremos ningún temor a sonar cursi ni tampoco un asomo de ironía, solo una entrega total al torbellino de la historia, así como a los lugares y personas hacia los cuales el poder de este torbellino nos arroja.
En la Tierra somos fugazmente grandiosos, Ocean Vuong, Anagrama, 2020, 232 páginas, $25.320.
Tal vez es culpa de las cadenas de streaming, que para enganchar audiencias a sus documentales serializados han empujado a los documentalistas a contar historias con demasiada información y repletas de giros espectaculares. Incluso entre los documentales independientes cuesta encontrar autores que no se engullan ciertos códigos que en realidad no pertenecen al cine, sino a la TV. Hasta una eminencia como Errol Morris cayó en la trampa: su último documental se mete en conspiraciones de la CIA muy interesantes, pero cuesta un mundo tragarse más de un capítulo.
El ucraniano Sergei Loznitsa (1964) va en otra dirección. Hace películas cuya fuerza de gravedad no está en la trama, sino en los elementos básicos del cine: la imagen y el sonido. El espectador deambula por sus obras sin información sobre qué está ocurriendo. Los planos generales cuentan la historia y el espectador debe recolectar las piezas y armar el puzle. En Maidan es difícil no perderse si uno no maneja detalles básicos sobre la revolución ucraniana de 2014; sí quedará claro, al final, que es una carta de amor a la independencia de su país. En Austerlitz, por su parte, uno tarda en descifrar que las hordas de turistas con cámaras no están visitando un parque de atracciones, sino un campo de concentración nazi; quedará claro, eso sí, que el tema es la banalización de la memoria histórica. Loznitsa quiere espectadores inteligentes, no consumidores.
State Funeral narra los cuatro días del funeral de Stalin, en marzo de 1953. El director recurre a imágenes de archivo a color y en blanco y negro, para mostrar cómo se materializó el culto a la personalidad del líder soviético. Comienza cuando su cadáver embalsamado ingresa al Palacio de los Sindicatos de Moscú para ser velado. Los detalles de su cuerpo –el rostro sereno, las inofensivas manos, el inservible bigote sobre sus labios sellados– son impactantes. También lo son las mareas humanas que se aproximan al palacio para verlo por unos segundos. Termina cuando el cuerpo es enterrado en el Mausoleo de Lenin. La película transmite con elocuencia el shock del pueblo soviético ante la súbita partida de su líder y deja la sensación de que asistimos a un momento histórico trascendental.
State Funeral es también una reflexión sobre la historia: el pasado, igual que el cine, puede ser un modelo para armar. Esta idea, de matriz orwelliana (‘Quien controla el presente, controla el pasado’), se desliza cuando el espectador toma conciencia de que pocos años después Stalin será hecho responsable por la muerte de 42 millones de personas y sus restos serán expulsados de la tumba de Lenin.
Esta sensación, sin embargo, no deja de ser una ilusión, un efecto de la destreza en el montaje de su director. En la secuencia inicial, un bando del partido detalla los pormenores de la muerte de Stalin (los créditos del guion sugieren que el texto fue escrito por Loznitsa, siguiendo las crónicas de la época), mientras las imágenes reproducen la expectación con que se vivió el deceso en los lugares más dispares de la URSS, desde las montañas de Tayikistán hasta los mares de Azerbaiyán y Vladivostok, pasando por las nieves de Siberia y Moscú. Loznitsa logra ensamblar algo real: tras ganar la guerra, Stalin brindó a la patria un genuino sentido de unidad. Pero es una ilusión: todo lo que le da realismo a la secuencia (la voz del comunicado, el sonido de los caballos pisando la nieve y el de los tranvías cruzando Moscú, el ordenamiento de las imágenes) son artificios. Es evidente que el material de archivo no incluye el sonido original de esos días, y es obvio que esos eventos no ocurrieron de manera sincronizada, como hace creer el filme. Pero los rudimentos del cine hacen creer que sí sucedió de esa manera porque las imágenes son reales.
State Funeral es también una reflexión sobre la historia: el pasado, igual que el cine, puede ser un modelo para armar. Esta idea, de matriz orwelliana (“Quien controla el presente, controla el pasado”), se desliza cuando el espectador toma conciencia de que pocos años después Stalin será hecho responsable por la muerte de 42 millones de personas y sus restos serán expulsados de la tumba de Lenin. Así, las elegías de los cuatro jerarcas que lo despiden con solemnidad (Malenkov, el sucesor; Beria, el jefe de la policía política; Molotov, el canciller, y Jrushchov, el maestro de ceremonias) se convierten en una cómica farsa, pues en la descarnada disputa por el poder que está operando tras esa puesta en escena, uno de ellos terminará ejecutado por el régimen ese mismo año, y quien obtendrá el poder finalmente será el menos pensado.
Loznitsa ya había reflexionado sobre el asunto en The Event, que cuenta la resistencia de los ciudadanos de Leningrado al golpe que intentó la KGB contra Gorbachov en 1991. En mitad del filme, entre la incertidumbre de si Gorbachov y Yeltsin han sido asesinados, la cámara se concentra en Anatoli Sobchak, el alcalde de la ciudad. Sobchak coqueteó con los golpistas, pero tras olfatear el fracaso apoyó la apertura. Durante dos segundos, la cámara registra tras el alcalde a uno de sus guardaespaldas. Es Vladimir Putin, quien nueve años después estará al mando del país.
Nació en un lugar y un tiempo extraños: Montreal, Canadá, 1922, entreguerras, un país entonces pobre y dividido por las lenguas y las religiones. Hija de un matrimonio mal avenido de ascendencia inglesa, a los 10 años murió su padre y su madre no la quiso cerca: vivió de internado en internado (estuvo en 17 colegios diferentes), hasta que se puso a trabajar a los 18. Al poco tiempo consiguió ser redactora en un diario –los hombres estaban en la guerra– y empezó a escribir cuentos.
Hasta ahí llegamos con la información proporcionada por Los cuentos de Linnet Muir, algunos de los primeros relatos de la gran escritora canadiense Mavis Gallant (méivis galánt). Son los más autobiográficos de su larga y privada historia de vida: se casó con un señor Gallant y se separó rápido; en 1951 publicó su primer relato en el New Yorker (serían más 100) y se fue a vivir a París, donde escribió cuentos hasta los 91 años y murió en 2014. La admiraron y siguieron sus compatriotas Alice Munro y Margaret Atwood, entre muchos, como sus editores, William Maxwell o Russell Banks.
La primera voz de Mavis Gallant en su alter ego, Linnet Muir, comienza con una niña que entiende muy poco de lo que pasa entre sus padres y lo dice precisamente, en “Voces perdidas en la nieve”. En otro cuento el padre muere (le dicen que se fue de viaje), luego hablará con sus amigos (evasivos, enfermos, mezquinos). En “El doctor”, magistral retrato del médico familiar que escudriña la ambigüedad y las mentiras, escribe una síntesis de la infancia: “Inconscientemente, cualquier niño de menos de 10 años sabe todo. Antes de los 10 entra a una habitación y percibe de inmediato todo lo que se siente, todo lo que se calla, todo lo que se reprime relativo al amor, al odio y al deseo, aunque no pueda tener las palabras adecuadas para esos sentimientos. Es parte de la clarividente inmunidad a la hipocresía con la que nacemos y que se desvanece justo antes de la pubertad”. De repente vuelve a Montreal al terminar el colegio en el estado de Nueva York. Se busca la vida: la apaña su vieja niñera, que vive sin agua caliente. Trabaja en una oficina, luego en un diario.
Los cuentos reunidos en el libro son cada vez menos difusos y más divertidos, como el espléndido retrato que hace de una redacción periodística en “Con V mayúscula”, descarado e hilarante: “Apenas me di cuenta de que me pagaban la mitad de lo que ganaban los hombres, decidí hacer la mitad del trabajo. Me había pasado gran parte de la adolescencia evadiendo las clases de la secundaria con infinidad de recursos, desarrollando los trucos de escapismo que me servirían de una forma u otra toda mi vida”. Ve la mediocridad que escala como humedad en la pared, y la mira para apartarse y ser quien es, escribir por sí misma.
“Creo que eres subversiva sin darte cuenta”, le dice un compañero de trabajo, tan machista que tampoco se da cuenta. “Negativa, derrotista y subversiva son tres cosas que te han advertido no ser”, piensa ella. Al trabajar descubre que no se trata de trabajo, sino de sobrevivencia entre hombres solos, traicionados, borrachos, enajenados. “Desterrados en la juventud, como regla, los hombres remesa (HR en mi lenguaje privado) iban a la deriva por el resto de su vida”. Ella, Linnet, Mavis, desterrada desde la niñez, no iba a ser arrasada por la lejanía y la ignorancia de una sociedad hipócrita, quebrada de partida.
Estos relatos muestran que quizá para el lector lo menos importante de un cuento es cómo termina. Lo que pasa al final ya se sabe, o ya no importa, por lo mucho que pasó desde un comienzo, desde que empieza a leer la voz, completamente clara y privada que se desacomoda en el mundo.
Apenas pudo Gallant se fue a París, el sueño del artista de posguerra. Nunca distinguió entre inglés o francés en su cabeza, iba de un idioma a otro, aunque su obra la escribió en inglés, su lengua madre. En una de las pocas entrevistas de televisión que dio en los 60, su voz es tan suave como determinada, con acento dulce y marcado por el humor. Es seria y se ríe. Sencilla y elegante, vive sola y visita a amigos, muchos de ellos pintores (como su padre), y dice que decidió no tener hijos, aunque a veces cuida a los niños de sus amigos.
Cuando le preguntan si tiene una disciplina o rutina para escribir, responde radiante: “Escribir no es una disciplina, es una forma de vida”. Lo hacía a mano, luego pasaba a máquina. Se demoraba a veces años en un cuento, dejaba los textos y volvía a ellos, aunque publicaba sin pausa. Vivía en un departamento entre Montparnasse y el bulevar Saint Germain. Le gustaba ese mundo antiguo y variado, ir al mercado, a los parques, al teatro, a las galerías, librerías y tienditas.
La infancia, las relaciones de familia, las inadecuaciones con el mundo, fueron sus temas siempre. La infancia como espacio de vaguedad y desconcierto, pero de una intuición total sobre lo real; la familia como origen incomprensible y del cual sobreponerse; el mundo como suma de ficciones y penurias soportables; expatriados, ella y todos, entre supuestas decisiones y devenires. Alguien que está solo entre los demás.
Los cuentos de Mavis Gallant se distinguen porque sus personajes realmente no saben a donde van ni qué les va a pasar. Es como en las películas de Mike Leigh, que prefiere no decirle a los actores qué sucederá con sus personajes más allá de cada día, de modo que encarnen la incertidumbre o la seguridad de la situación. Si Gallant tuvo una “técnica” para escribir, era muy simple: se le aparecía una escena compuesta con algunos elementos y personajes, que empezaban a hablar entre ellos. Dijo que no hay que estudiar literatura: para escribir cuentos hay que leer a Chéjov. No hay que tener una infancia terrible para ser buen escritor: si fuera por eso, el mundo estaría lleno.
Estos relatos muestran que quizá para el lector lo menos importante de un cuento es cómo termina. Lo que pasa al final ya se sabe, o ya no importa, por lo mucho que pasó desde un comienzo, desde que empieza a leer la voz, completamente clara y privada que se desacomoda en el mundo. Solo cómo es. Quizá al lector solamente le interese esa voz que persiste entre las voces que pronto aparecen, cuando algo le sucede a alguien, cuando tiene que perder o cambiar. La voz de Mavis Gallant puede ser feroz, pero nunca fría; seria, pero nunca grave, siempre con humor, pues más que seca o irónica, escribe directo de la angustia y la alegría, de la experiencia de vivir y sobrevivir.
Los cuentos de Linnet Muir, Mavis Gallant (selección y traducción de Inés Garland), Eterna Cadencia, 2019, 152 páginas, $16.450.
No existe algoritmo que permita descifrar por qué seguiremos leyendo a ciertos autores o autoras. Aquel misterio se ancla en factores demasiado volubles como para aventurar un juicio. Cuando pienso esto recuerdo una librería de saldos ubicada en Avenida Corrientes, cuyo mesón solo exhibía títulos olvidables de ganadores del Premio Nobel. Como dice el poeta Eduardo Espina, la academia sueca es “una pandilla de hombres blancos con ínfulas de jueces literarios”, que pese a su “soberbia intelectual”, no tienen el “poder de decidir el futuro de una obra literaria”. Y tiene razón. Los premios, vengan de donde vengan, nada dicen. Y la obra de muchos autores premiados termina siendo, tras su muerte, “alpiste para el olvido”.
Sucede todo lo contrario con Enrique Lihn; aquel poeta, narrador, ensayista, dibujante, cineasta, dramaturgo y performer (entre otras). Su multiplicidad de registros, la sorprendente contemporaneidad de sus reflexiones lo han vuelto un ícono cultural que cosecha lectores de distintas épocas y latitudes. Creo que ello se debe al vitalismo que lo atraviesa: Lihn fue y es puro despliegue. Un tipo que cerraba y abría archivos con una rapidez inusitada, siempre anclado a las condiciones de su época, una en la cual concretar una publicación era muchísimo más complejo que hoy. Y nunca se cansó de dialogar, debatir y desplegar ideas con todas y todos. De maquinar. De fundir la existencia no con la obra, sino con aquello que la vuelve legible: el lector, la escucha, el crítico, el espectador.
Ese espíritu vital ha intentado conservar la editorial Overol en las cuatro publicaciones de textos inéditos y dispersos que ha realizado de Lihn. Aunque el valor de todos esos títulos es desigual, la operación es contraria a las habituales políticas editoriales que suelen plagar de notas las reediciones o libros inéditos, acercándolos peligrosamente al gueto academicista. A contrapelo, como dice el recopilador de ¿Qué nos ha dado con Kafka?, Andrés Florit: “Intentar convertirlo en una estatua sería traicionarlo y también un fracaso”. Por ejemplo, en el libro de prosas Las cartas de Eros, omitieron cualquier explicación inicial sobre el carácter inédito del manuscrito –hecho que a los amantes de aquel subgénero nos alarmó–, dejando que el libro fluyera casi como si se tratara de un autor vivo. El resultado: algunos lectores conocieron a Lihn por primera vez mediante esas desgarradoras prosas. Y otra gente logró, con el tiempo, entender el gesto. La vitalidad de esta obra se niega a la sistematización, al mausoleo. Y agrega Florit: “Los libros de Lihn que hemos publicado también son el reflejo de un autor vivo”.
Bajo ese dictum, ¿Qué nos ha dado con Kafka? es, antes que todo, un material de primera necesidad para los lectores lihneanos. Compuesto por textos desperdigados de diversa naturaleza, dispuestos en cuatro unidades temáticas y un epílogo, el compendio puede leerse como un libro de ensayos misceláneos que analizan obras literarias, artísticas, teatrales, políticas y audiovisuales; y también como un primo avezado de los volúmenes recopilatorios de sus prosas: El circo en llamas (1997) y Textos sobre arte (2008). Digo avezado porque a diferencia de aquellos libros, pensados para lectores iniciados, el costado biográfico que emerge aquí permite que cualquier lector no prevenido pueda surfear estas páginas y disfrutarlas como lo que son: un radical y a ratos obsesivo despliegue reflexivo. Cabe subrayar que algunos de estos textos fueron hallados, mediante una trabajosa búsqueda detectivesca, en bibliotecas nacionales y extranjeras, también en el archivo de la Fundación Getty ubicado en Los Angeles, Estados Unidos. Allí se encuentran más de 60 cajas que poseen cartas, apuntes, dibujos, cuadernos e incluso manuscritos inéditos de Lihn, quien, pese a vivir en continuo tránsito, habitar variados departamentos o casas de parejas, guardó por décadas sus archivos.
El recorrido cronológico también permite leer una suerte de biografía crítica del poeta, pues tanto el estilo que despliega como sus filiaciones teóricas van mutando y, como lectores, develamos esa maduración permitiendo comprender en relieve la figura crítica de Lihn.
En la página 12 de este libro, justo después del índice, encontramos una fotografía hasta ahora inédita de Enrique Lihn tomada en 1967, en La Habana. Aparece sentado en un escritorio plagado de carpetas, con la mirada perdida y su mano izquierda ad portas de gesticular, como ensayando alguna idea. Luce pelo corto, está perfectamente afeitado y, por alguna anómala razón, viste rigurosa camisa blanca, blazer negro y corbata. En ninguna foto más (al menos de Google) figura con corbata. Sí aparece con camisas coquetas de cuello mao o incluso corbatines chillones, travestido de Pompier. Pero nunca corbatas. Nunca como un funcionario. Su estancia en Cuba, quizá la zona más secreta de su itinerario vital, es retratada de forma exhaustiva en este libro, que contiene 10 artículos escritos durante los dos años que habitó la isla (1967-1968) y un crucial ensayo titulado “Notas para un cuaderno sobre la literatura cubana: Sáez, De Feria, Díaz Martínez”. Lihn plantea allí una tesis que resulta vigente incluso ahora: “Una literatura al servicio de la revolución puede ser todo lo contrario de una literatura revolucionaria”. Y machaca: “El problema de los jóvenes cubanos es el de hacer una literatura revolucionaria dentro de la revolución”.
Lihn como un radar. Un sujeto de atisbos iconoclastas que a ratos parece utilizar la crítica solo como una estrategia para aludir a las contingencias de su época. En el capítulo tres de este volumen, compuesto por intervenciones públicas, hallamos textos cruciales, como “La marginalidad no es dominio de nadie”, donde postula que el intelectual no puede hablar de la marginalidad de los otros, sino “desde su propia marginalidad”, donde “se pueden inscribir las otras marginalidades”. También podemos leer un texto revelador titulado “El último mensaje de Enrique Lihn”, publicado tan solo dos días tras su muerte, donde se manda una cuña que podría figurar en una pancarta: “Todos los gobiernos han actuado como el militar en mayor y menor grado”.
Un efecto luminoso se genera cuando leemos en detalle el capítulo cuatro de este libro. Compuesto por artículos misceláneos escritos por Lihn entre 1955 y 1988, es decir, entre sus 26 años y prácticamente hasta la muerte. La diversidad de obras y temáticas donde recae su ojo lúcido, que registran las tensiones del arte chileno y su modernización; la situación del “realismo socialista”; los devenires de la poesía chilena escrita antes y después del Golpe, en el exilio o inxilio, o las estrategias que desplegaba el teatro para denunciar la dictadura, conforman una suerte de almanaque crítico donde se cristalizan las obsesiones de un autor que fue, a la vez, uno de los mejores lectores de su época. El recorrido cronológico también permite leer una suerte de biografía crítica del poeta, pues tanto el estilo que despliega como sus filiaciones teóricas van mutando y, como lectores, develamos esa maduración permitiendo comprender en relieve la figura crítica de Lihn.
¿Qué nos ha dado con Kafka? es una muestra palpable de la actualidad que posee el pensamiento lihneano. Y creo que la dispersión de su obra, la ilimitada cantidad de textos que desperdigó por aquí y por allá, permiten garantizar que seguiremos leyéndolo por décadas. También por su vocación de nunca fijar un yo totémico. De hecho, un aspecto que vuelve entrañable este libro son los textos autobiográficos que abren y cierran el volumen. El primero se titula “Currículum Vitae”, y es una autopresentación escrita para un dossier sobre su obra. En esos pasajes prima el humor, la radical carencia de seriedad, los chispazos del poeta cívico. El texto que opera como epílogo se llama “Enrique Lihn en la pieza oscura”, y es un memorable testimonio oral, narrado tras una larga noche de juerga, que revela el luminoso vínculo con su tío, el dibujante Gustavo Carrasco, que auspició su ingreso a la Escuela de Bellas Artes, cuando Lihn era aún adolescente. También se autodescribe como soberbio niño-artista, que vivió en carne propia la bohemia antes de tiempo. Asimismo, dedica unas lejanas palabras a su padre, que era un empleado público que “sufría al tener que alternar con burócratas de medio pelo”. Quizá por eso Lihn fue siempre tan esquivo a usar corbatas.
¿Qué nos ha dado con Kafka?, Enrique Lihn, Overol, 2020, 352 páginas, $13.000.
No ha sucedido solo en Chile. La violencia política, relegada por algunas décadas a la condición de tabú en las democracias occidentales, vuelve a ser lo que casi siempre fue: una cuestión de interpretaciones. Disputa que, cuando recupera la palabra, desquicia todo marco normativo, pues no discute la regla sino la excepción: quién ejerce la verdadera violencia, quién ha pegado más veces, quién empezó.
En La fuerza de la no violencia, su último libro, Judith Butler intenta persuadir a sus lectores de que las violencias estructurales no deberían ser combatidas con violencia física. Sabe que su invitación, con epígrafe de Gandhi, será recibida con reservas. ¿Un panfleto pacifista? ¿Justo ahora, cuando el statu quo por fin resiente el golpe y la Historia cuenta los días para volver a parir?
Mal podría acusarse a Butler, en todo caso, de licuar la distinción entre víctimas y victimarios. Todas las formas de violencia que consigna este ensayo son causadas por el Estado, las élites blancas, el nacionalismo, el neofascismo, la misoginia, la transfobia o la xenofobia. Sin recurrir a la historia en busca de evidencia comparada, la autora es persistente en retratar “un mundo donde la violencia se justifica cada vez más”, donde al migrante se le niega “el estatus de ser vivo” sobre la base de “una epistemología genocida” y el régimen legal “encarcela a sus críticos”.
El activismo insurreccional, sin embargo, erraría al asumir que su propia violencia puede ser un medio sin transformarse en un fin. La violencia, advierte Butler, no respeta otro plan que el de reproducirse, y esto significa que no se derrota a los opresores sin subvertir la lógica que les permite inocular la violencia en el vínculo social. He aquí, entonces, el verdadero adversario: la lógica del individualismo. Más concretamente, el relato hobbesiano que fundó la sociedad a partir de un hombre autosuficiente por arte de magia, que no ha dependido de otros para ser quien es: “Saltó, dichoso, desde las imaginaciones de los teóricos liberales como un adulto pleno, sin relaciones, pero provisto de ira y de deseo”. Y allí se encontró con los otros, pura fuente de conflicto, de los cuales el Estado debió protegerlo por medios punitivos o, mejor aún, preventivos.
La pregunta es por qué esa violencia legítima cuida con esmero algunas vidas y prejuzga a otras como potenciales amenazas. Butler responde con el neologismo que ha orientado su reflexión en los últimos años, y que le ha permitido traducir la consigna Black Lives Matter en una doctrina igualitaria de amplios alcances: la duelidad. Vale decir, el grado en que cada vida se considera digna de ser llorada en caso de perderse. Denunciar la desigual distribución de la duelidad −análoga a la de bienes y recursos− no solo pondría en evidencia la promesa incumplida del liberalismo, sino la falacia sociológica que lo sostiene.
Porque si entendiéramos que “nadie nace como individuo”, pues todo cuerpo está constituido por su “dependencia de otros cuerpos” para sobrevivir, el yo que demanda seguridad se vuelve una entidad relacional: su cuerpo físico, de límite, deviene en umbral, y el principio fundante del vínculo social ya no es el conflicto, sino la interdependencia. “Cuando no hay nada de qué depender”, constata Butler, “la vida misma se debilita o se pierde”. La violencia, entonces, es siempre dañina porque lastima el vínculo del que dependemos todos, aunque la sufran primero algunos. Pero, a la vez, si nos tomamos esto en serio, conceder trato de duelable a todo lo viviente obligaría a expandir las libertades negativas (la prohibición de matar) hacia el cuidado activo de las vidas ajenas, “minimizando su precariedad en el presente”. Butler se figura instituciones políticas que, a la manera de un coro griego, anticipen el lamento de una futura pérdida y procuren evitarla, operando según el principio de la “radical igualdad de lo protegible”.
La propuesta es estimulante y políticamente astuta: quien sueña con la igualdad camina en círculos si no renuncia a la violencia; quien se opone a la violencia dibuja en el agua si no se compromete con la igualdad.
El desarrollo del argumento, sin embargo, discurre entre altibajos. Las especulaciones biopolíticas que emprende Butler para diseccionar el racismo a partir de Foucault (a quien lo une la costumbre de deleitarse en voz alta con sus estrategias analíticas), así como sus incursiones en Benjamin para iluminar la violencia soterrada del imperio de la ley, son ricas en inversiones dialécticas, pero apenas hacen girar la rueda de este ensayo.
La propuesta es estimulante y políticamente astuta: quien sueña con la igualdad camina en círculos si no renuncia a la violencia; quien se opone a la violencia dibuja en el agua si no se compromete con la igualdad.
La mejor Butler reaparece cuando se ocupa de mostrar, con Freud (y, a través suyo, con Einstein), que el mundo psíquico y el mundo social no pueden pensarse por separado para afirmar una política de la no violencia. Y es que superar el individualismo no supone dejar atrás nuestra condición de individuos, y mucho menos nuestras pulsiones de odio y agresión. Depender de otros es convivir con Eros y Tánatos, confundir el cuidado y la explotación, la gratitud y la ira. Un feminismo fundado solo en una ética del cuidado, ejemplifica Butler, presumiría “una realidad bifurcada en la que nuestra propia agresión ha sido editada y queda fuera de cuadro, proyectada a los otros”. De ahí que prevenga a las políticas identitarias –sin dejar de valorarlas− sobre el riesgo de reproducir una lógica guerrera basada en la autoprotección, “cuando un grupo establece lazos de identificación que dependen de la externalización de su propio potencial destructivo”. Un cierto grado de “desidentificación”, propone en cambio, nos induce a practicar la ética desde una ambigüedad “moral y sensualmente fecunda”.
Lo que Butler no resuelve –tampoco lo pretende− es el modo en que esa ética de la dependencia mutua permitiría configurar un régimen de solidaridad a escala global, mucho más allá de los derechos humanos y políticos exigibles al liberalismo. La autora ya se ha mostrado capaz de trastocar los marcos de lo posible con las elusivas armas de la imaginación, y en esta obra se anticipa a sus críticos: “Mucha gente dice que no es realista plantearse la no violencia, pero tal vez estén demasiado fascinados con la realidad”.
Pero la dicotomía entre el individualismo liberal y el igualitarismo relacional resulta a veces demasiado cómoda. O demasiado lógica. Cuando Butler concluye, a puro silogismo, que “una vida no es, finalmente, separable de otra”, cabe preguntarse cómo hicieron las clases dominantes para ignorar esta máxima durante miles de años y salirse con la suya. Tampoco es claro que demandar el resguardo igualitario de todo ser viviente, sin desmedro de su especie, suponga una crítica al antropocentrismo pero no al aborto (Butler sortea este escollo con una finta poco satisfactoria), y entiéndase esto como un cuestionamiento al principio y no a su aplicación. O bien, cuando la violencia del sistema legal y judicial es ilustrada con injusticias flagrantes que se producen en Occidente y atrocidades de mucho mayor calado que suceden en otras regiones, ¿vale eso como crítica del liberalismo occidental o como defensa del mismo?
Aun así, puede decirse que Butler da en el clavo. Mediante el principio empático de la duelidad, sintoniza en clave política los valores del siglo XXI con el antiguo ideal universalista. Le devuelve los colores, si se quiere, al desteñido concepto de fraternidad, por más que deje casi intacto su dilema operativo: si todas las vidas importan lo mismo, ¿cuánto puede importar cada una?
Butler entiende que, incapaces de amar a ocho mil millones de desconocidos, debemos mediar la solidaridad por vías abstractas e impersonales. Pero se resiste, a la vez, a que la duelidad pueda ser objeto de cálculo. “Estar sujeto a cálculo es haber entrado ya en la zona gris de lo no duelable”. Esto la aleja de cualquier economía igualitaria, tanto como la acerca a las primeras tradiciones críticas del orden civilizado, que impugnaron su racionalidad opresiva y su voluntad de dominio. En efecto, la filósofa más disruptiva de nuestros tiempos parece ubicarse entre Cristo y Lao-Tse, cuando interpela: “Si la no violencia parece una posición ‘débil’, deberíamos preguntarnos: ¿qué se considera fuerza?”.
La fuerza de la no violencia, Judith Butler, Paidós, 2020, 254 páginas, $12.700.
Una idea de la historia no es lo mismo que la historia de las ideas. A Iván Jaksic le han preocupado ambas. Su constante atención tanto a los debates historiográficos como a la historia de la escritura histórica, quizá responde a su temprana opción por la filosofía. Ha realizado, por otra parte, una importante labor de investigación en el siglo XIX y, particularmente, sobre historia intelectual de Chile, Latinoamérica y las relaciones entre el ámbito hispano y el estadounidense.
Nacido en Punta Arenas, Jaksic ingresó a comienzos de los años 70 a estudiar filosofía. Tras el golpe de Estado de 1973, abandonó el país, residiendo en varios otros, más largamente en Estados Unidos, donde estudió y fue profesor en distintas universidades. Actualmente es director del Programa de la Universidad de Stanford en América Latina y es, además, miembro de la Academia Chilena de la Lengua. Como autor de una fundamental biografía intelectual de Andrés Bello, aportó nuevos conocimientos sobre el gran humanista venezolano afincado en Chile.
La primera dedicación académica de Jaksic fue la historia de la filosofía chilena e hispanoamericana: su tesis doctoral versó sobre algunos aspectos de la disciplina filosófica en los movimientos de reforma universitaria en Chile, que se convertiría en el libro Rebeldes académicos (1989; UDP, 2013). Después, la investigación sobre Bello absorbió gran parte de su labor, pero no toda, como demuestran sus libros sobre la transición del autoritarismo a la democracia en Chile, editados junto a Paul Drake: El difícil camino hacia la democracia (1991) y El modelo chileno (1999).
Uno de los proyectos mayores en los que recientemente ha estado involucrado, como editor general, es el conjunto de cuatro tomos de Historia política de Chile, 1810-2010 (FCE), que aborda los 200 años de la aparición, el desarrollo y la importancia de la política chilena, con nuevas aproximaciones historiográficas y disciplinarias en cuatro áreas principales: las prácticas políticas, las relación entre el Estado y la sociedad, el pensamiento político y los problemas económicos.
Como le han interesado algunos importantes momentos de cambio (el paso de las colonias a las repúblicas latinoamericanas o cómo se ven imperios nacientes ante imperios menguantes), la situación actual de Chile podría contarse entre ellos.
Creo que ya no se sostiene un concepto esencialista de ‘raza’. En esto, aprendí muchísimo de la experiencia afro-americana. Y parte de lo que está ocurriendo es la incomprensión profunda, sobre todo por parte de las fuerzas policiales, de la humanidad y los derechos que tienen todos los excluidos.
En su biografía de Bello señala que la preocupación por la lengua y la experiencia del expatriado son cuestiones que comparte con él. Empecemos por el lenguaje. ¿Cuán importante es para el historiador ser o intentar ser un escritor o, si se quiere, que una de sus herramientas fundamentales sea el idioma? Yo me refería a la experiencia de Bello con otras lenguas, pensando en su experiencia de casi 20 años en Londres. Cuando yo mismo cumplí 20 años en Estados Unidos sentí un vínculo muy fuerte con esa experiencia, que es de apertura por un lado, pero también de lucha por conservar el idioma natal. Bello hizo del estudio de la lengua su principal objetivo, tanto para entender las facultades mentales, como la historia y la cultura. Para entender a Bello mismo es necesario comprender la importancia que él le daba a la lengua. Yendo directo a la pregunta, sí creo que el historiador debe ser un buen narrador, pero jamás forzar la evidencia para simplificar y hacer amena la lectura. Por el contacto profundo con la lengua inglesa durante tantos años, desarrollé un interés por otras lenguas, y en particular la propia.
Otro punto de cercanía con la experiencia de Bello es el exilio. ¿De qué manera influyó en su producción intelectual el exilio tras el golpe de Estado de 1973? El golpe me cambió la vida. Yo me formé en un campo técnico, de ciencias aplicadas y luego pasé a filosofía por la afinidad natural que hay entre las matemáticas y la lógica, casa esta última en la que me hubiera quedado de no mediar lo que pasó el 73. Pero al encontrarme en una situación en que debía abandonar el país y no poder volver sentí la necesidad imperiosa de conocer el pasado. Así es que al ingresar al posgrado me dediqué de lleno a la historia, tanto hispanoamericana como de Estados Unidos.
¿El golpe determinó un interés por asuntos puramente históricos y por ciertos temas de la historia? No del todo. Yo quise mantener un enfoque en las ideas, por mi formación en filosofía, de modo que mis intereses históricos han gravitado en torno a la historiografía, a la teoría, a los métodos. Poco antes de haber llegado a Estados Unidos se había publicado el Metahistory, de Hayden White, obra que me motivó mucho a explorar el campo, pero desde un punto de vista más político que literario. La situación nacional también me hizo pensar en otros períodos en donde se habían superado antagonismos terribles y se abría un nuevo espacio político, como por ejemplo la transición desde el gobierno de Prieto-Portales, al de Bulnes.
¿Qué ha significado vivir por más de 30 años como extranjero en otros países: Argentina, Suecia y fundamentalmente Estados Unidos? Para decir la verdad, ¡nunca me sentí más extranjero que cuando llegué a Santiago desde Punta Arenas! No tenía elementos, recursos, para procesar estas nuevas experiencias. Mi propia familia estaba como a la deriva. Eso ya no fue lo mismo cuando residí en otros países. Mi estadía más larga, de 30 años, fue en Estados Unidos, pero ya tenía más instrumentos para entender el destierro, los procesos personales que se viven, el contacto con otra lengua y otras costumbres. Lo valoro mucho, pero sí, también sentía el peso de la separación, sobre todo cuando no podía volver a Chile, o no me lo aconsejaban mis más cercanos.
El proceso constituyente puede ser perfectamente una solución. Ojalá así sea, porque la protesta violenta puede tener otras raíces que todavía no entendemos completamente.
En Estados Unidos, ¿cómo fue ser “hispano”? Ahora que se han manifestado tantos problemas raciales allí, como señalaba en un libro homenaje a Jorge Gracia, ya se ha vuelto común integrar a los “hispanos” o “latinos” en la discusión de temas raciales. Con Ilan Stavans escribimos un libro al respecto, pero déjame decirte que para mí fue una experiencia determinante descubrir este nuevo nivel de pertenencia. Es decir, pasar de ser chileno, que siempre lo fui (con un aspecto croata y magallánico), a ser miembro de una comunidad mayor, la latina de Estados Unidos. Gracia fue mi profesor de filosofía en el posgrado, y con él aprendí cuáles eran los aspectos más conceptuales de los términos raza, etnia, nación e identidad. En Estados Unidos, estos conceptos no siempre están muy claros, y por eso en mi homenaje a Jorge Gracia incluí a la mayor parte de los filósofos que se han preocupado del tema. Creo que ya no se sostiene un concepto esencialista de “raza”. En esto, aprendí muchísimo de la experiencia afro-americana. Y parte de lo que está ocurriendo es la incomprensión profunda, sobre todo por parte de las fuerzas policiales, de la humanidad y los derechos que tienen todos los excluidos.
Antes del exilio, su primer amor intelectual parece haber sido la filosofía. ¿Cómo fue el paso de la filosofía a la historia? Su libro Académicos rebeldes ya demuestra la unión de ambas. Mi paso por filosofía me marcó para toda la vida. Saliendo del país, lo primero que quise hacer fue trabajar en la historia de la filosofía en Chile. De allí salió mi tesis doctoral, que luego se transformó en Academic Rebels. Como te decía, el golpe me hizo pensar en la historia, pero nunca dejé la filosofía. Gran parte de mis lecturas, hasta el día de hoy, son de filosofía. Lo que cambió es que empecé a ver a los filósofos en su contexto histórico y también político. Además, hay una experiencia muy profunda, en lo vital y en lo intelectual, que vivieron o padecieron nuestros filósofos. No podemos perderla.
En la preparación de ese libro hizo una serie de entrevistas, parte de las cuales (Giannini, Rivano, Vial Larraín, entre otros) se publicaron en 1996, pero señalaba allí que existían otras, no publicadas con Félix Schwartzmann, Marco Antonio Allendes, Edison Otero o José Echeverría. ¿Las publicará en algún momento? Salieron algunas entrevistas en los Anales de la Universidad de Chile, pero ahora se publicarán en forma de libro gracias a la UDP. Viene una inédita que le hice a Félix Schwartzmann, pero las de los filósofos que mencionas fueron más bien conversaciones no grabadas y cartas. Afortunadamente, hay bastante memoria aportada por Carla Cordua y Roberto Torretti. Pero pienso que las entrevistas que estoy publicando ayudarán a entender un período clave de la historia de la filosofía chilena y darán indicios para entender la que viene.
En “Académicos rebeldes” mencionaba que el destino de la filosofía chilena desde 1990 requiere de un estudio aparte. ¿Ha pensado abordarlo? Abordar la filosofía después de los 90 está fuera de mi alcance, aunque algo pude escribir para la Stanford Encyclopedia of Philosophy recientemente. El campo ahora es demasiado diverso para abordarlo con suficiente distancia de tiempo y visualizar las tendencias. Sí es posible analizar algunas fuentes, y las hay muy importantes. Es necesario que pase al menos una generación antes de hacer un balance. La generación que yo estudio incluye a varios filósofos que nacieron en la década de los 20: ¡un siglo atrás!
La sociedad cambia más rápido que las instituciones y el mundo también cambia a ritmos más acelerados. Pero tenemos gente talentosa para pensar en cómo enfrentar los próximos 20 o 30 años.
Ya en ese libro aparece destacadamente Andrés Bello, con su Filosofía del entendimiento, quien luego ocupa un lugar central en sus preocupaciones, eligiendo sus escritos para una traducción al inglés y luego su biografía… A mí me llamaron mucho la atención las referencias filosóficas en el discurso de Bello en la instalación de la Universidad de Chile. Y, claro, eso te remite al Filosofía del entendimiento, lo que a su vez te lleva al ambiente filosófico en el cual respiró. De allí a la biografía hay un paso, para lo cual me alentó mucho Simon Collier, quien también tenía una formación en filosofía. La traducción de los principales textos de Bello coincidió con una línea editorial que estaba desarrollando Oxford para difundir los clásicos del pensamiento hispanoamericano. Casi la década entera de los 90 la dediqué a trabajar en Bello. Simon Collier leyó cada capítulo, apenas los escribía, y hasta vino a Chile a presentar el libro cuando salió la edición de la Editorial Universitaria. Creo que sin su apoyo habría flaqueado ante la enorme abundancia de bibliografía bellista. Yo temía que no había mucho más que decir.
El proyecto Historia política de Chile, 1810-2010 enfrentaba de cierta forma dos descréditos, uno historiográfico: la idea de la historia política como una corriente superada o caduca, que puede abordarse con nuevas herramientas conceptuales. Claro. Pero se notaba la carencia de un estudio reciente, moderno, sobre nuestra historia política desde una perspectiva de largo plazo. Quizás la primera camisa de fuerza de la que había que salir era la periodización, como también agregar nuevos actores políticos. En la historiografía anterior solo se veían las instituciones, cuando de verdad hay un rango muy amplio de participación política en nuestra historia. Por eso resultaba necesario incluir nuevas metodologías y diversas disciplinas. Fueron más de 50 autores, que venían de diferentes especializaciones, disciplinas, nacionalidades, y generaciones. Creo que logramos rejuvenecer la historia política.
Lo otro era la descalificación de la política misma como espacio de debate y solución de las diferencias. ¿El “estallido social” podría entenderse como una manifestación de esa desconfianza, así como el proceso constituyente una posibilidad de retomarla? La confianza en los partidos y en los políticos ha venido debilitándose hace tiempo. Ricardo Lagos lo dijo claramente en su En vez del pesimismo, mucho antes del estallido social. Este último tiene muchas dimensiones, pero es cierto que parte del malestar tiene que ver con un progreso demasiado lento para reconocer los cambios de la sociedad, y el acelerado crecimiento de las expectativas. El proceso constituyente puede ser perfectamente una solución. Ojalá así sea, porque la protesta violenta puede tener otras raíces que todavía no entendemos completamente.
El proyecto de historia política de Chile invitaba a los autores a abordar el “excepcionalismo” nacional o, en sus palabras, “al peso de la noche chilena es preciso agregar el peso de otras noches”. ¿Hay algo excepcional chileno? Gracias por mencionar la frase “el peso de otras noches”, que era parte de mi propio descubrimiento leyendo y compartiendo con Tulio Halperín Donghi, quien escribió la mejor síntesis que conozco de la historia hispanoamericana moderna. Allí y en conversaciones con él pude entender que muchos de los temas de la historia chilena eran compartidos por otros países hispanoamericanos. El excepcionalismo chileno resulta ser poco más que un mito, por mucho que uno reconozca que hay dimensiones de la historia chilena que son muy particulares.
Le han interesado históricamente algunos grandes cambios políticos. ¿Considera que está Chile pasando por un momento particularmente importante? Cada período es inédito, pero lo que demuestra la historia de Chile es que hemos podido superar encrucijadas bastante difíciles. La sociedad cambia más rápido que las instituciones y el mundo también cambia a ritmos más acelerados. Pero tenemos gente talentosa para pensar en cómo enfrentar los próximos 20 o 30 años. Estoy convencido de que encontraremos un nuevo equilibrio.
Historia política de Chile, 1810-2010, Iván Jaksic (editor general), Editorial FCE, 4 tomos, 2017-18, 508, 476, 444, 380 páginas.
En Los conquistadores del horizonte (2006), el historiador británico de ascendencia española Felipe Fernández-Armesto resalta la importancia del conocimiento de los vientos en la conexión entre culturas. Sus ancestros provienen de La Coruña, donde desde el 500 a.C., comerciantes se trasladaron entre Galicia, Bretaña y las islas Orcadas, al norte de Escocia. La capacidad de reconocer las corrientes y temporadas de vientos fue fundamental para el éxito de esos navegantes. Generalmente evitaban el viento en popa, entendiendo que el regreso a casa era tan importante como llegar o descubrir un destino lejano.
Bajo ese criterio, sostiene, la hazaña de Hernando de Magallanes fue un fracaso rotundo. No logró su objetivo principal, el de descubrir una ruta expedita de ida y vuelta a las riquezas del Oriente. Tampoco concluyó la primera circunnavegación del mundo, distinción que le corresponde a Juan Sebastián Elcano.
Antes del viaje, Magallanes contaba con amplia experiencia del comercio de especias en Oriente. Como miembro de los escalones bajos de la nobleza portuguesa, participó en expediciones a la India, en 1505, y luego, en 1507, cuando permaneció en el océano Índico durante varios años y visitó Malaca, enclave mercantil en la península de Malaya conquistado en 1511 por Alfonso de Albuquerque. En esta segunda gira, Magallanes conoció a Francisco Serrão, oficial militar portugués que ganó fama por sus triunfos en la zona.
Serrão buscó la fuente de las especias comercializadas en Malaca y la descubrió en el archipiélago de las islas Molucas, actualmente parte de Indonesia, al sur de Filipinas y poniente de Nueva Guinea. Tras perder su barco y apoderarse de la nave pirata que lo perseguía, Serrão resolvió una disputa entre sultanes musulmanes rivales de las islas Tidore y Ternate. El monarca de la segunda de ellas formó una opinión tan favorable del cristiano portugués, que lo nombró su visir.
Disfrutando de su investidura, Serrão escribió a Magallanes, entonces en Malaca, describiendo su vida opulenta en la corte del sultán de Ternate y la riqueza en clavo de olor, canela y alcanfor, cultivados extensamente en la isla. Serrão indujo a Magallanes a buscar una ruta directa entre Portugal y las islas Molucas, a fin de evitar intermediarios de Malaca y cumplir el antiguo objetivo de Portugal de acceder al lugar de origen de las especias. Magallanes pensó seguir el ejemplo de Colón, de llegar a China y la India navegando hacia el poniente.
A pesar de su experiencia en el lejano Oriente, Magallanes no fue bien recibido en la corte de Manuel I, donde fue acusado de participar en comercio prohibido con moros en el norte de África. El monarca portugués concluyó que no requería una nueva ruta al Oriente a través del continente americano, puesto que la captura de Malaca le garantizaba acceso a las preciadas especias por el trayecto empleado por navegantes del océano Índico por centenares. Cualquier otro derrotero desviaría recursos necesarios para mantener y proteger sus bases navales y centros comerciales establecidos en Guinea, Sudáfrica y la India.
A Magallanes le fue menos engorroso convencer al rey Carlos I de España de los méritos de su esquema. Junto al cartógrafo Rui Faleiro, persuadió al joven monarca de que las Molucas se encontraban en el área reservada para España por el Tratado de Tordesillas de 1494. En 1519 zarpó desde Sevilla, con cinco barcos y 260 tripulantes de diversas nacionalidades: 40 vascos (entre ellos, Elcano), portugueses, africanos, alemanes, franceses, flamencos, irlandeses, italianos, griegos, un artillero inglés y un sirviente de Magallanes oriundo de Sumatra. A ellos se sumó Antonio Pigafetta, un noble de Vicenza con curiosidad por ver el mundo (como sus antecesores Amerigo Vespucci y Ludovico di Varthema), cuyo relato constituye la principal fuente de información sobre el viaje.
En Filipinas, Magallanes murió innecesariamente, al defender los intereses del rajá de Cebú, quien posteriormente envenenó a 27 españoles invitados a un banquete. Como muchos primeros contactos entre culturas ajenas, la de Magallanes en búsqueda de las islas de las especias terminó en un desastre.
Igual que Colón, Magallanes presumió que China y la India se encontraban más próximas hacia el poniente de lo que sería el caso. Aún no se sabía con seguridad si el continente, apodado como América en el mapa de Martin Waldseemüller de 1507, estaba unido o no con Asia. Se especulaba sobre tres posibilidades para llegar a la India si se evitaba la ruta alrededor de África, controlada por Portugal. La primera, por el frígido noroeste, fue explorada para Inglaterra por Giovanni Caboto, en 1497, y por su hijo, Sebastiano, en 1509. Se continuó intentando pasar por encima de Norteamérica hasta la expedición de Sir John Franklin, en 1845. Otra alternativa, por el norte de Europa y Rusia, fue intentada sin éxito por Sir Hugh Willoughby, en 1553, y luego por holandeses a fines del siglo XVI y daneses en el siglo XVII. Debido al calentamiento global, hoy ambas han despertado interés nuevamente.
La tercera opción, la de Magallanes, presumía que existiera un paso por el sur de América. La ruta escogida por la costa africana crispó los ánimos de sus oficiales españoles, que esperaban partir al Nuevo Mundo directamente desde las islas Canarias. Su falta de confianza en la capacidad de Magallanes se incrementó cuando comprobaron que el estuario del Río de la Plata no conducía a través de Sudamérica, sumado a la pérdida de una de sus naves y la falta de información sobre las intenciones y raciocinio de su comandante. Unos cuarenta marineros, entre ellos Elcano, se amotinaron; fueron derrotados, condenados a muerte y luego perdonados, porque los tripulantes eran indispensables para Magallanes.
Eventualmente, Magallanes localizó el estrecho que lleva su nombre, donde perdió otra de sus naves, cuyo capitán decidió volver a España. El cruce del océano Pacífico se logró después de tres meses de extraordinario sufrimiento, con la muerte de 31 marineros por falta de agua, alimento y los efectos del escorbuto. En Filipinas, Magallanes murió innecesariamente, al defender los intereses del rajá de Cebú, quien posteriormente envenenó a 27 españoles invitados a un banquete. Como muchos primeros contactos entre culturas ajenas, la de Magallanes en búsqueda de las islas de las especias terminó en un desastre.
En otros seis meses, las dos naves restantes recalaron en las Molucas. Francisco Serrão había fallecido, intoxicado por rivales del rajá de Ternate. Ambas embarcaciones fueron cargadas de especias y volvieron por diferentes rutas. “Trinidad” zarpó en abril, pero nunca halló vientos favorables para cruzar el Pacífico hacia tierras centroamericanas de España. Con su tripulación moribunda, debió regresar a las Molucas, donde fueron capturados por tropas portuguesas. Eventualmente, solo cuatro de ellos regresaron a Europa. Elcano retornó a Sevilla en “Victoria”, con 17 europeos de la tripulación original y 20 toneladas de clavos de olor que recuperaron el costo de la expedición. Su trayecto por el sur del océano Índico esquivó a sus enemigos portugueses y completó la primera circunnavegación de la Tierra, pero empleó una ruta inútil para los fines de España.
La misión de Magallanes fue cumplida por el sacerdote agustino Andrés de Urdaneta, en 1564-65, cuando salió de México rumbo a Filipinas por la ruta establecida por Magallanes (la sureña). Volvió en junio, aprovechando vientos monzónicos veraniegos y la corriente japonesa denominada Kuroshio, que lo llevó hacia el norte, donde brisas occidentales lo devolvieron a Acapulco en cuatro meses. Posteriormente, viajes anuales transportarían oro y plata de las Américas a Filipinas y China, y galeones de Manila regresarían a Acapulco, con mercancías que enriquecerían al imperio español.
El explorador que abrió el Pacífico al comercio y al intercambio cultural no fue Magallanes sino Urdaneta, quien descubrió las corrientes y temporadas de los vientos para cruzarlo en ambos sentidos. Como concluye Fernández-Armesto, “el viaje de Magallanes, con todo su heroísmo, no resolvió nada… La ruta no era explotable: era demasiado larga, demasiado lenta y fatalmente defectuosa, porque cruzaba el océano en solo una dirección”.
Pese al objetivo frustrado de Magallanes, su proeza de navegación y la de Elcano son conmovedoras. Zarparon en naves precarias (la “Victoria” de Elcano filtraba agua y debió ser bombeada constantemente para mantenerse a flote), sin cartas de navegación, agua ni provisiones suficientes y entre fuerzas hostiles. Pero se puede presumir que navegantes de La Coruña habrían desconfiado de los vientos en popa que soplaron a Magallanes de la Patagonia a Filipinas y a Elcano a través del océano Índico.
La primera seña de honestidad que entrega Antonio Pigafetta, el italiano que acompañó como cronista a Fernando de Magallanes en su viaje, que resultó la primera vuelta al mundo, está en el segundo párrafo de su narración. Allí declara con toda elocuencia que sus motivaciones han sido dos: ver con sus propios ojos las maravillas que contaban los navegantes, con el deseo de ponerlas por escrito de la mejor manera posible y, como consecuencia, hacerse de un nombre “que llegase a la posteridad”. Pigafetta, nacido en Vicenza, tenía entonces menos de 40 años y quería ser famoso.
En tiempos en que se conmemoran 500 años de la travesía náutica iniciada en Sevilla el 10 de agosto de 1519 y que concluyó con su regreso a la misma ciudad el 8 de septiembre de 1522, su libro La primera vuelta al mundo cobra un valor distinto. Conocida la información esencial, volver al relato de Pigafetta logra el mismo efecto del mejor periodismo: abrir espacio a las preguntas, a los matices, a las zonas oscuras que, como todo texto, son las que lo mantienen vivo a través del tiempo. En este caso, tanto por las condiciones en que se hizo la búsqueda de una nueva ruta a las islas Molucas (que era el plan), como por las circunstancias en que terminó la expedición: salieron cinco naves y volvió una; se enrolaron 239 hombres y regresaron 18; zarpó comandada por Fernando de Magallanes y recaló a las órdenes de Sebastián Elcano.
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Se cuenta que, al principio, Magallanes no quería entre su tripulación a nadie que no fuera hombre de mar. Si bien Pigafetta tenía conocimientos teóricos de cartas de navegación y del uso de ciertos instrumentos náuticos, la sola idea de que alguien estuviera con ellos nada más que para escribir, al portugués le parecía, cuando menos, inútil. De cualquier modo, gracias a sus buenas relaciones con la Iglesia y la nobleza de la época, el italiano logró ser admitido y al poco tiempo se ganó la confianza y el aprecio del líder.
Si bien en estos días algunos historiadores españoles sospechan sobre ciertas omisiones del cronista, en especial para explicar pasajes violentos o por qué no hace mención a Sebastián Elcano cuando se hizo cargo de la expedición, aquello no resta mérito a la globalidad del texto. Es más: tal vez en esas partes “no contadas”, en esas zonas borrosas, un lector incisivo podrá ver entre líneas.
Durante el viaje, Pigafetta solo tomó apuntes y dio forma al relato a su regreso. No obstante su valor documental y los viajes que hizo a diversos países promoviéndolo, no tuvo suerte en sus intentos de publicación y este fue impreso recién en 1536, dos años después de su muerte. Según consigna el Archivo de la Frontera, institución nacida al interior de la Universidad de Alcalá, se conservan tres manuscritos en francés, dos en la Biblioteca Nacional de París y otro en manos privadas en Nancy, más uno escrito en italiano, en la Biblioteca Ambrosiana de Milán. El Archivo de la Frontera destaca también al historiador chileno José Toribio Medina, quien en 1888 publicó una edición “que se convirtió en la clásica en español”.
***
El valor de la crónica de Antonio Pigafetta sobrepasa la bitácora y muestra una manera de mirar y entender el mundo. El autor opina y hace pequeños comentarios laterales, lo cual da humanidad al relato. Así, poco a poco el narrador resalta dos procedimientos que marcaron a la mayoría de las expediciones de ese tiempo: intercambios comerciales con mucho de estafa y la imposición del credo católico mediante el terror y el castigo.
Lo primero se evidencia desde el comienzo de La primera vuelta al mundo, y se hará cada vez más evidente conforme se acercan a su destino final, la llamada Tierra de las Especias. Esto, por ejemplo, ocurre a comienzos del viaje, apenas llegados a Brasil: “Realizamos aquí excelentes negociaciones: por un anzuelo o por un cuchillo, nos daban cinco o seis gallinas; dos gansos por un peine; por un espejo pequeño o por un par de tijeras, obteníamos pescado suficiente para alimentar 10 personas; por un cascabel o una cinta, los indígenas nos traían una cesta de patatas”, anota el navegante. “De una manera igualmente ventajosa, cambiábamos las cartas de los naipes: por un rey me dieron seis gallinas, creyendo que con ello habían hecho un magnífico negocio”.
Así se entiende la razón por la que las naves eran verdaderos bazares flotantes, cargados con toda clase de baratijas (o simples cachureos) para trocar, sobre todo pensando en abastecerse de alimentos durante el viaje. Mientras que para las grandes negociaciones, cuando llegaran a las Molucas y debieran conseguir especias, lo fundamental serían metros de tela, tazas de vidrio, hachas y otros artefactos de hierro (“porque les gusta mucho el hierro”). Todo a cambio de sacos cargados con nuez moscada, clavo de olor y canela: una fortuna para la época.
Se cuenta que, al principio, Magallanes no quería entre su tripulación a nadie que no fuera hombre de mar. Si bien Pigafetta tenía conocimientos teóricos de cartas de navegación y del uso de ciertos instrumentos náuticos, la sola idea de que alguien estuviera con ellos nada más que para escribir, al portugués le parecía, cuando menos, inútil.
El segundo aspecto, en tanto, bien puede ser visto como consecuencia del primero: hecha la transacción económica, es el tiempo de la espiritualidad y las deudas del alma, por lo tanto, los viajeros exigen lealtad a la corona católica y el pago de tributos a los “reyes” de los “países” que visitan (o bien, según algunos historiadores españoles actuales y demasiado orgullosos de su pasado, a los “reyezuelos”). Si ellos se oponen, la respuesta de los visitantes será drástica: antes de retirarse, incendiarán parte de sus aldeas y se despedirán con unos cuantos cañonazos.
El mundo que describe Antonio Pigafetta es el mundo del Tratado de Tordesillas, el mundo de la depredación, con España y Portugal disputándose el dominio sobre un planeta que cada vez tiene forma más esférica.
***
Conforme avanzan las naves de Magallanes, el relato aumenta en crudeza. El horizonte deja de ser un lugar apacible. Hay intentos de sublevación en las naves que terminan con rebeldes ejecutados y el encuentro con pueblos desconocidos pasa de la admiración al espanto. Así ocurre con su primer encuentro con los patagones, hombres tan altos “que con la cabeza apenas les llegábamos a la cintura”. Pese al detalle de sus costumbres, de todos modos hay una mirada desconfiada ante su corpulencia y el rico imaginario de los habitantes de lo que hoy es el Estrecho de Magallanes. “Parece que su religión se limita a adorar al diablo”, especula sobre sus ritos fúnebres. “Nuestro gigante pretendía haber visto una vez un demonio con cuernos y pelos tan largos que le cubrían los pies, y arrojaba llamas por delante y por detrás”.
La perplejidad es evidente. Hay islas donde es mejor no pasar. Hay mares donde no ocurre nada bueno. Y todo como antesala al gran momento: descubrir que el estrecho que navegaban sí tenía salida al gran mar Pacífico. De manera que lo que sigue será la mayor prueba de resistencia humana conocida hasta entonces: un viaje de tres meses y 20 días sin tocar tierra ni abastecimiento fresco.
Así comienza la segunda parte del libro de Pigafetta y la bitácora de pronto se transforma en una novela de horror en el tono que siglos después tendría La narración de Arthur Gordon Pym, de Edgar Allan Poe, o bien ciertos pasajes de Jack London. Es el hombre enfrentado a las fuerzas de la naturaleza, abandonado a su suerte en medio del océano, con sus convicciones derrumbándose, y el miedo y la desesperanza como únicos compañeros.
“El bizcocho que comíamos ya no era pan, sino un polvo mezclado de gusanos que habían devorado toda su sustancia, y que además tenía un hedor insoportable por hallarse impregnado de orines de rata. El agua que nos veíamos obligados a beber estaba igualmente podrida y hedionda. Para no morirnos de hambre, nos vimos aun obligados a comer pedazos de cuero de vaca”, describe Pigafetta. “Este cuero, siempre expuesto al agua, al sol y a los vientos, estaba tan duro que era necesario sumergirlo durante cuatro o cinco días en el mar para ablandarlo un poco; para comerlo lo poníamos en seguida sobre las brasas. A menudo aun estábamos reducidos a alimentarnos de serrín, y hasta las ratas, tan repelentes para el hombre, habían llegado a ser un alimento tan delicado que se pagaba medio ducado por cada una”.
Luego, los marineros deberán hacer frente al escorbuto y su espantosa manifestación en las encías.
Cada vez son menos.
***
La llegada a las islas Molucas, en Indonesia, hace que la narración de Pigafetta cobre otro tono. Se vuelve luminosa gracias a las certeras descripciones de los paisajes y de las extravagantes costumbres de los pueblos que conocen. Hay un afán naturalista en mostrar lo que ve.
“Todas las islas producen clavo, jengibre, sagú (que es el árbol de que hacen el pan), arroz, cocos, higos, plátanos, almendras más grandes que las nuestras, granadas dulces y ácidas, caña de azúcar, melones, pepinos, cidras, una fruta que llaman comilicai, muy refrescante, del tamaño de una sandía; otra fruta que se parece al durazno, llamado guave, y algunos vegetales buenos para comer”, detalla. “Hay también mucha variedad de loros, entre otros algunos blancos que llaman catara, y unos rojos que se conocen con el nombre de nori, que son los más estimados, no solo por la belleza de su plumaje, también porque pronuncian más distintamente que los otros las palabras que se les enseñan”.
Conforme avanzan las naves de Magallanes, el relato aumenta en crudeza. El horizonte deja de ser un lugar apacible. Hay intentos de sublevación en las naves que terminan con rebeldes ejecutados y el encuentro con pueblos desconocidos pasa de la admiración al espanto. Así ocurre con su primer encuentro con los patagones, hombres tan altos ‘que con la cabeza apenas les llegábamos a la cintura’.
Bien conocido es el discurso que dio Gabriel García Márquez en la aceptación del Nobel en 1982, sobre todo su comienzo. De hecho, las dos primeras palabras del texto fueron “Antonio Pigafetta”, a quien citó para destacar su “crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación”, y el último tercio del libro tiene mucho de aquello. El italiano cuenta lo que ve y también lo que le han dicho, en un magma que a ratos se desborda.
No olvidemos que las relaciones eran textos que tanto como pormenorizar sucesos, eran una evidencia que exigía la corona. Debían tener sustancia y revelar conocimiento.
“Por muy salvajes que sean, no dejan estos indios de poseer cierta especie de ciencia médica”, apunta Pigafetta. “Por ejemplo, cuando se sienten mal del estómago, en lugar de purgarse, como lo haríamos nosotros, se introducen bastante adentro de la boca una flecha para provocar los vómitos, lanzando una materia verde, mezclada con sangre. Lo verde proviene de una especie de cardo del que se alimentan. Si tienen dolor de cabeza, se hacen una incisión en la frente, efectuando la misma operación en todas las partes del cuerpo donde sienten dolor, a fin de dejar salir una gran cantidad de sangre de la región dolorida. Su teoría, que nos fue explicada por uno de los que habíamos cogido, está en relación con su práctica: el dolor, dicen, es causado por la sangre que no quiere sujetarse en tal o tal parte del cuerpo; por consiguiente, haciéndola salir debe cesar el dolor”.
Sin embargo, por más que los visitantes traten de mantener una actitud moderada ante sus prácticas, la crónica de Pigafetta no deja de transmitir una tensión que se encaminará hacia la fatalidad y el choque de mundos dejará de ser una metáfora.
Es así como se llega a la muerte de Magallanes en el archipiélago que hoy es Filipinas. Una muerte, desde luego, espectacular, en su propia ley. Al saber que los nativos se negaban a aceptar la soberanía del rey de España, ni pagar tributos ni reconocer a su dios, ordenó atacarlos. “Los isleños no se amedrentaron con nuestras amenazas, respondiendo que tenían también lanzas”, narra el cronista en un tono similar a las novelas de aventuras. Son 50 marineros enfrentados a mil 500 nativos, formados en tres batallones, “y que en el acto se lanzaron sobre nosotros con un ruido horrible”.
Antonio Pigafetta se las arregla para estar donde ocurren los hechos, a la suficiente distancia para detallarlos y salir siempre ileso. Más en este caso, donde las fuerzas eran tan disparejas.
Continúa, entonces, la narración: “Su número parecía aumentar tanto como la impetuosidad con que se arrojaban contra nosotros. Una flecha envenenada vino a atravesar una pierna al comandante, quien ordenó que nos retirásemos lentamente y en buen orden; pero la mayor parte de los nuestros tomó precipitadamente la fuga, de modo que quedamos apenas siete u ocho con nuestro jefe”.
A los 40 años, Antonio Pigafetta consiguió la trascendencia. Su nombre es un referente nítido en el estudio de la crónica como género, aunque en cuanto a su imagen y figura, las cosas no salieron tan bien. No hay retratos de su persona y el que habitualmente se presenta, no es el suyo, sino el de Giovanni Alberto di Girolamo, a quien los expertos solo pueden señalar como “un familiar”.
La primera vuelta al mundo, Antonio Pigafetta, Alianza, 2019, 295 páginas, $16.500.
Luego de ser diagnosticado como portador del covid-19 y pasar tres noches en el Walter Reed National Military Medical Center de Washington, el lunes 5 de octubre, Donald Trump ya estaba de vuelta en la Casa Blanca. A su regreso, el derrotado presidente protagonizó una escena que, considero, marca un antes y un después en la compleja administración de la pandemia que ha tenido lugar en los Estados Unidos. Tras llegar en el helicóptero presidencial, enmascarado, subió de corrido las escaleras de la Casa Blanca y, una vez arriba, en el pórtico imperial, se despojó de su mascarilla para respirar, sin barrera alguna, mientras posaba ante las cámaras que aguardaban expectantes. La escena fue calificada de dramática, tachada de fascista y Donald Trump comparado con Mussolini. Incluso, poco después, se conoció que Trump había pensado en usar una camiseta de Superman para, una vez dado de alta, volar hasta la Casa Blanca y retomar el poder.
La escenificación presidencial debe entenderse como el espectacular desenlace de una postura que ha polarizado y partidizado el uso de la mascarilla, objeto que claramente ha dividido la respuesta mundial ante la crisis viral y ha formulado como oposiciones binarias a ciencia y economía, salud pública y progreso, naturaleza y humanidad. Esto sucede en un complejísimo momento para los Estados Unidos, cuando en plena pandemia, la ciudadanía ha protestado con ímpetu ante la violencia sistémica del poder policial y judicial –el caso de George Floyd y su estremecedora frase “No puedo respirar”–, las tangibles consecuencias del cambio climático y las políticas sobre combustibles pesados de Estados Unidos –el aumento de incendios forestales o huracanes– y la vulneración de derechos básicos, como la amenaza a la protección de enfermedades preexistentes, salvaguardada por el Afordable Care Act. No obstante, quiero proponer que esta escena, protagonizada por Trump poco antes de las elecciones presidenciales del pasado 3 de noviembre, no solo puede enmarcarse en la polarización que ha exacerbado la pandemia; en esta escenificación, yace algo más profundo que versa sobre el cuerpo soberano.
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La victoria de Donald Trump en las elecciones de 2016 consolidó la estrecha relación entre sociedad del espectáculo y Estado, que ya había rondado al Ejecutivo y al Partido Republicano desde la presidencia de Ronald Reagan o el período de Arnold Schwarzenegger como gobernador de California. Un candidato sin experiencia política alguna, producto de una maquinaria comercial que lo dio a conocer como presentador de un exitoso programa televisivo, El Aprendiz, y autor del superventas The Art of the Deal, contra todo pronóstico, logró conquistar la disputada presidencia de EE.UU. La lógica televisiva y de reality show que ha dominado su mandato –como reencuentros de familias militares en directo, entrega televisada de becas escolares o ciudadanías– se vio reforzada con el virus, calificado incluso por el propio Trump como un regalo divino. Desde el más allá hospitalario, el presidente regresó declarándose inmune y, en cierto sentido, indestructible.
Durante la administración de la pandemia, Donald Trump ha desconocido el uso de las mascarillas como signo de que todo permanece igual que antes, que hemos vuelto a la normalidad. Reabrir Estados Unidos formó parte de sus promesas de campaña por la reelección: volver a las escuelas, abarrotar los estadios, saturar bares y restaurantes, consumir… Sin embargo, durante la imposición de medidas paliativas para detener el aumento de hospitalizaciones, muertes y contagios causados por el coronavirus, los gobiernos locales, especialmente los controlados por el Partido Demócrata, celebraron consultas ciudadanas en todo el país. Sorprendió el conjunto de razones que airadamente postulaban diferentes sectores conservadores. La polarización de la mascarilla no solo se enmarca en las oposiciones entre ciencia y economía o entre demócratas y republicanos, su alcance activa un grupo de operaciones que desbordan su partidización.
Durante la administración de la pandemia, Donald Trump ha desconocido el uso de las mascarillas como signo de que todo permanece igual que antes, que hemos vuelto a la normalidad. Reabrir Estados Unidos formó parte de sus promesas de campaña por la reelección: volver a las escuelas, abarrotar los estadios, saturar bares y restaurantes, consumir…
En Florida, Michigan, California, ciudadanos afectos al aún presidente se enfrentaron a sus gobiernos locales para denunciar que la mascarilla constituía una amenaza para el cuerpo ciudadano. Por ejemplo, la dueña de una tienda de armamentos explicó que sería absurdo que una persona enmascarada entrara a su negocio y ella estuviera obligada a venderle un arma de fuego sin poder ver su rostro. Una ciudadana del distrito californiano de Ventura afirmó ser una norteamericana saludable, que solía ser libre antes del virus y, bajo ningún pretexto, usaría una mascarilla, porque no era terrorista ni esclava sexual, no practicaba el sadomasoquismo ni tampoco era ladrona. En Palm Beach, en el estado de Florida, una joven amenazó con implementar arrestos ciudadanos a todo funcionario que interfiriera en su derecho a decidir usar o no la mascarilla, y aseguró que en el futuro quienes dispongan esas medidas serían arrestados, por obedecer las leyes del diablo y perpetrar crímenes de lesa humanidad. Otra persona hizo referencia a que los funcionarios no eran Dios y, por lo tanto, violaban sus derechos constitucionales con mandatos característicos de dictaduras comunistas. Un hombre del distrito sureño de St. Lucie insultó a los funcionarios y afirmó que ser obligado a ponerse una mascarilla era semejante a ser tratado como un animal. Desafiante, una mujer comentó que ella no usaba mascarilla por la misma razón que no portaba ropa interior: su cuerpo debía respirar. Un elector del distrito de Ventura señaló que se trataba de una medida ignorante y la comparó con un hipotético mandato de usar condones de trapo contra algún virus de transmisión sexual.
Palabras como Dios, patria, libertad, muerte y diablo dominaron el impresionante repertorio conservador. Sin embargo, un último grupo de comentarios develaría los alcances del mensaje. Una mujer confesó que era descendiente de alemanes e insistía en que si las autoridades forzaban a la ciudadanía a usar mascarillas, la ciudadanía contraatacaría, obligando a los funcionarios a portar una estrella, en clara referencia al Holocausto. Pero fue una señora de avanzada edad, de aliento entrecortado, quien logró concretar el mensaje que estas agrupaciones buscaban transmitir: ella afirmó que las autoridades pretendían acabar con el maravilloso sistema respiratorio con el que Dios había dotado a la humanidad, dándole, entonces, la espalda al Señor.
Resulta revelador que estos grupos ultraconservadores reciclen conceptos y consignas propios de movimientos feministas y progresistas, como “My body, my choice” o “No Masks, I can’t breath”, que incluso hacen referencia a la trágica muerte de George Floyd, asfixiado por un policía durante ocho minutos y 46 segundos en Minneapolis. Pero sorprende, aún más, que la reticencia a usar mascarilla convoque el “aliento de vida” que el libro del Génesis instala a propósito de la creación del hombre: “Entonces Yahveh Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente”.
El repudio de la mascarilla viene a restituir el cuerpo soberano por excelencia –blanco, heterosexual, primigenio–, amenazado por la creciente demanda de minorías raciales, étnicas, sexuales, desprotegidas o violentadas por el Estado y la ley, que han inundado las calles del mundo, sea el movimiento Black Lives Matter en Estados Unidos, el colectivo Las Tesis en Chile, las mareas feministas argentinas de Ni Una Menos o las caravanas migrantes centroamericanas. Esto no resulta nada nuevo, ya que, por ejemplo, el rechazo del condón por parte de los hombres, como ya ha propuesto Paul B. Preciado, y la implementación de preservativos químicos, como la píldora anticonceptiva, ha producido un efecto liberatorio y naturalizador del cuerpo masculino como único soberano. El aliento divino inscribe, sin embargo, una figura adicional: la naturalización del soplo de vida como portador de un arma destructiva. Trump, positivo al covid-19, sin barrera alguna, insufló con su aliento viral la restituida soberanía y, desde el epicentro del poder, inundó de proteínas y ácidos nucleicos contaminantes el espacio público. Al desprenderse de la mascarilla, el presidente se legitimaba como portador original del aliento de vida y, ahora, de muerte. Y no es casual que el grado cero del contagio presidencial se haya gestado en la presentación de la candidata a la Corte Suprema de Justicia, quien victoriosa viene a asegurar el fin del libre acceso al aborto, la legislación del Estado sobre el cuerpo de la mujer y, quizá, el cese del matrimonio igualitario y la protección de las condiciones preexistentes ante los seguros de salud.
El dramático momento en el que Donald Trump se quitó la mascarilla constituye una simbólica liberación del cuerpo soberano y su aliento divino se instala como nueva arma de muerte. Recordemos que, desde su cuenta de Twitter, llamó a liberar a los estados secuestrados por la polémica prótesis profiláctica. Al subir las escaleras de la Casa Blanca, Trump cerró un ciclo ya iniciado con su descenso de las escaleras mecánicas en Nueva York, cuando anunció su candidatura a la presidencia. Su cuerpo como soberano original ha sido dotado de un arma de destrucción masiva. Pese a su derrota electoral, Trump ha insuflado de vida y de muerte a millones de sus seguidores, ha equipado a la soberanía amenazada de una nueva arma de guerra. Porque la pandemia se puede sintetizar, ya lo he dicho antes, en el sistema respiratorio. Él constituye la figura esencial de nuestros irrespirables tiempos.
Los cambios sociales provocados por la propagación del coronavirus han dado lugar muy rápidamente a un cuestionamiento de las consecuencias políticas que podrían tener las medidas de aislamiento y el desarrollo del teletrabajo. Todo pareciera indicar que nos encaminamos hacia mayores medidas de control, así como a un individualismo tan radical, que podría hacer desaparecer toda posibilidad de sociabilizar más allá del espacio doméstico y familiar, de constituirse como un sujeto político. Es más, el distanciamiento social, la obligación de llevar una mascarilla parecen fortalecer lo que desde hace tiempo llamamos la tendencia al “higienismo”, es decir, sujetos concentrados únicamente en su salud (o lo que consideran tal), sujetos que ya no se constituirían a partir del contacto con otro.
¿Pero es cierto esto? ¿Es este estar a distancia una ausencia de proximidad? ¿Es la mascarilla una medida “liberticida” —como la llaman en Europa—, que daría cuenta de sujetos sometidos a dicha “tiranía médica”?
Desde luego, el modo en el que una pandemia fragiliza la sociedad nos da buenas razones para preocuparnos. El miedo al contagio es un miedo al colapso del sistema en general. Por lo tanto, no se puede responder de una manera individual, a través de actitudes heroicas, como por ejemplo negarse a las medidas de seguridad. La dimensión global implicada por la pandemia hace que en efecto no nos quede otra que obedecer. Pareciera que la pandemia ha hecho de nosotros seres más sumisos, más trabajadores, más funcionales. ¡Algunos hasta se sometieron a las tareas domésticas que quizás antes ignoraban del todo! Es más, con el desarrollo del teletrabajo, desaparece cierta frontera entre lo privado y lo público. Pareciera que nos volvemos enteramente visibles al otro, sin un espacio propio, completamente instrumentalizables, capaces de trabajar hasta cualquier hora.
Sí, la rapidez de la propagación del virus ha hecho muy evidente la necesidad de tener reglas de conducta. ¿Pero es esto una señal de mera sumisión? Pues, contrariamente a lo que se podría haber pensado, en pandemia no se congela la política: se hace urgente y patente. Nunca como en estos meses nos hemos relacionado con la necesidad de tener reglas. Nunca como hoy se ha hecho evidente el rol que podía tener un Estado frente, por ejemplo, a la precariedad y a la posible falta de abastecimiento. Entonces, nunca como hoy hemos estado relacionados los uno(a)s con los otro(a)s. Mientras, de manera general, en lo que llamamos “normalidad” la pobreza o el hambre no eran tema, durante el confinamiento no hemos ignorado del todo las dificultades de aquellos y aquellas que nos rodean. Entonces, confinados, no nos volvemos apolíticos, separados de los otros, sino hiperpolíticos, hiperconscientes de que nuestro ser social es nuestra porosidad con los otros.
Algo similar e incluso más radical ocurre con el uso de la mascarilla y las medidas de distanciamiento. Mientras podríamos pensar que el distanciamiento social dará lugar a más indiferencia social, ocurre lo opuesto. Si bien, en la llamada “normalidad”, cuando podíamos pasear “libremente” por la calle, nadie se miraba o daba cuenta siquiera de los otros, el uso de la mascarilla nos vuelve más mirones y hace que nos relacionemos con los demás en distintos sentidos. Además, la dificultad de hablar con la mascarilla llama a otra actitud corporal. El hecho de que una parte del cuerpo sea cubierta, hace que se modifiquen las relaciones entre lo visible y lo invisible, entre lo que antes no mirábamos y lo que ahora puede ser significativo (por ejemplo, la mano de un cajero). Hasta la expresión y el dibujo de nuestros ojos son distintos. La propia mascarilla no nos tapa; da lugar a otra relación con lo visible. No oculta la presencia de otros: más bien llama la atención sobre el modo en el que aparecemos unos ante otros.
En vez de hacer de nosotros objetos del saber, las reglas y este nuevo uso de la tecnología nos relacionan como nunca con lo incierto. Aunque dos amigos o amigas tengan todos los resguardos posibles –mantenerse a distancia, ponerse alcohol gel cada cinco minutos– no pueden saber si se están contagiando, porque nadie sabe si es portador del virus.
Es más, mientras hay quienes podrían pensar que la “vida covid” es una vida conforme a reglas (por ende, una vida subordinada), en realidad estas reglas hipernecesarias son también hiperinciertas. ¿Quién sabe si estamos a un metro uno de otro? Al entrar en nuestros lugares de trabajo, se nos toma automáticamente la temperatura. Pero si bien la tecnología permite determinar que no tenemos fiebre, no podemos saber si somos portadores asintomáticos del virus. En vez de hacer de nosotros objetos del saber, las reglas y este nuevo uso de la tecnología nos relacionan como nunca con lo incierto. Aunque dos amigos o amigas tengan todos los resguardos posibles –mantenerse a distancia, ponerse alcohol gel cada cinco minutos– no pueden saber si se están contagiando, porque nadie sabe si es portador del virus. El distanciamiento social inaugura una nueva relación con la regla y el saber: incluso la ley parece darse por primera vez. Y se da de una manera incierta, precaria, sin que sepamos si la estamos interpretando bien, y sin que sepamos si es realmente eficaz.
La vida covid no se resume en una mera indiferencia e instrumentalidad. Si con estas reglas tan inciertas es como si la ley se estuviera dando por primera vez, entonces estamos en un momento en que se inaugura un pacto social: las reglas de vida en este momento remiten enteramente al modo en que las interpretamos, a nuestras decisiones de acercarnos o no (para poder escucharnos), a nuestras reacciones corpóreas que son también una manera de interpretar la ley. De hecho, en este momento el cuerpo es hermeneuta: interpreta y escribe la ley.
Sacarse la mascarilla antes de haberse lavado las manos, una señora mayor que acepta la flor que de manera espontánea le regala una niña en la calle, otro niño que le da la mano a uno más chico en una plaza o que saca el scotch que supuestamente prohíbe el uso de los juegos, todos estos gestos espontáneos son pequeñas transgresiones corporales que constituyen también una nueva escritura del estar con otros. La vida covid no nos somete a la tiranía médica; nos hace experimentar nuevas maneras de transgredir la ley (pequeñas transgresiones, cotidianas, inocentes): nos obliga a repetir cada vez el pacto con el otro, al mismo tiempo que nos hace conscientes tanto de la importancia del otro como de la importancia del pacto (de las reglas y de su trasgresión). El pacto social –a fin de cuentas– tiene que ver tanto con la inauguración de la ley como con su transgresión.
¿Estamos entonces ante una vida emancipada? ¿Podemos estar tranquilos y tranquilas?
Seguramente, no. Todas las grandes crisis conllevan riesgos políticos. En efecto, cuando las sociedades han sido cuestionadas en profundidad se han gestado los peores proyectos políticos. Sin embargo, si hay un riesgo de autoritarismo, este no está donde las reglas se hacen visibles, como en el caso de la obligación de llevar una mascarilla. Hay autoritarismo cuando la fuente de la autoridad es invisible, cuando no sabemos qué nos hace sujetos a la ley, cuando esta última nos enmudece y a veces nos aterroriza. En cambio, la visibilidad de la mascarilla implica un juego social en el que tenemos constantemente que interpretar la ley, tomar decisiones, hacernos preguntas. La mascarilla no nos tiraniza. Nos molesta, eso sí. Y no es higiénica (¡para nada!). Quizás pueda llevarnos a hacernos nuevas preguntas sobre los unos y los otros, sobre los límites de nuestra aspiración a una vida absolutamente saludable (¡es decir una vida mortífera!), e incluso sobre nuestro ser político más cotidiano, menos sujeto a ideologías. Con la mascarilla, lo que se hace manifiesto es que la ley es precaria, incierta, que lo que nos hace libres no es una vida sin reglas y normas, sino lo que nos permite interpretar la ley a nuestra manera, volvernos hermeneutas (lectores y escritores) de una ley que no solo se inscribe en el cuerpo, sino que interpreta el cuerpo y lo puede desplazar de esquemas de comportamientos rígidos o apáticos.
Más que el arte imite a la vida, la vida imita al arte y muchas veces termina imitando a la sátira. El origen de la palabra “meritocracia”, de hecho, es satírico, y está en una novela, no en un libro de sociología. En El ascenso de la meritocracia (1958), Michael Young dibuja una Inglaterra donde el antiguo orden de clases –parentesco sobre talento; ricos legando sus mundos a sus vástagos– es derrocado por movimientos de más igualdad. Pero el nuevo orden resulta un sistema de castas en el que el intelecto determina la posición social, en cuyos lugares más bajos están antiguos ricos o pobres menos agudos y con un bullente mercado negro de bebés inteligentes. El libro concluye con una revuelta en 2034, cuando una alianza de dueñas de casa y “populistas” lucha contra la meritocracia.
A pesar del paso de la sociedad británica rígida y clasista hacia una más igualitaria, Young, en clave irónica, cuestionaba la forma en que se estaba reestructurando el orden social de posguerra. Para su consternación, vivió para ver la noción de meritocracia entrar en el uso común no como censura sino como elogio. Durante gran parte del último medio siglo, la idea de mayor apertura en la estructura social, más acceso a la educación, asignar empleos por cualidades, es decir, el logro por mérito, se planteó como uno de los pocos principios en que todos parecían concordar y la “igualdad de oportunidades” como un objetivo deseable.
La meritocracia, sin embargo, ha sido objeto de crítica durante los últimos años –especialmente desde que las elecciones presidenciales de 2016 hicieron que la profecía de Young, de una reacción populista, se hiciera más real para los estadounidenses– y no son pocos los que la ven con una luz menos favorable. Una serie de libros la presentan como algo en crisis (Peter Mandler) o una forma de tiranía (Michael Sandel), una mentira (Carlos Peña), una trampa (Daniel Markovits) o un mito (Jo Littler y Robert Frank).
El mérito de la meritocracia
No siempre la meritocracia fue objeto de ironía o ataque. Los sectores dirigentes, privilegiados, hegemónicos, la elite o élite, como se quiera llamar (optaremos por élite para evitar las resonancias de papelería), siempre han sabido que abajo hay personas capaces. Incluso quienes asumían que en la amplia base de la pirámide social el talento era escaso, no explicaban la desigualdad por diferencias genéticas. Suponían que la naturaleza, en su distribución de la inteligencia (u otra cualidad), ignoraba las distinciones de clase y la suerte jugaba sus trucos.
Parecería razonable no desperdiciar las capacidades de los más indicados para trabajos que ocupaban otros menos aptos y darle la oportunidad al “brillante” pero pobre, por sobre el “bobo” aunque rico. Aceptar el talento “venga de donde venga” (lo que también se dice del rechazo a la violencia). Con el auge meritocrático, surgieron todos los eslóganes y metáforas de “allanar la cancha” y garantizar el mismo punto de partida de la “carrera”, para ver quién corre más rápido, cuando la movilidad (en este caso, social) se plasme en el podio. La meritocracia entró en el vocabulario político de figuras tan variadas como Reagan y Thatcher, Clinton, Blair u Obama, quien recitó “puedes lograrlo si lo intentas” en más de 140 discursos durante su presidencia (según la escrupulosa contabilidad que registra Sandel en su libro).
Hay razones por las que la meritocracia es atractiva –avanzar más allá de donde se nació, la idea de creatividad e individualidad propias, un sentido de igualdad y de justicia–, pero también podría ser una farsa. Y por ello está bajo ataque en estos libros. La socióloga Jo Littler, en Against Meritocracy, intenta desentrañarla en “relatos” cotidianos, analizando tres ejemplos: los plutócratas, la industria del cine y la madre emprendedora (mumpreneur); en todos ellos se aprecia cómo la sociedad promete oportunidades sin que en realidad existan. No sería coincidencia que la falta de movilidad social y la importancia de la riqueza heredada coexistan con la idea de que vivimos en una meritocracia: es el medio de legitimación cultural del capitalismo, según la autora. En The Meritocracy Trap, Daniel Markovits, profesor de Derecho en Yale, sostiene que la meritocracia se ha convertido en el mayor obstáculo para la igualdad de oportunidades en Estados Unidos. El sistema en general y el educativo en especial, es una trampa.
En realidad se ataca la meritocracia, no el mérito. Carlos Peña en La mentira noble argumenta decididamente en favor de él. Critica la meritocracia como descripción de la sociedad, especialmente la chilena, pero no al mérito. En su libro analiza qué parte de la vida de las personas se debe a factores que no controlan –el azar genético o la herencia social– y qué parte a su esfuerzo, por lo que dedica mucha atención a la manera en que juegan el mérito (o esfuerzo) y la suerte (o fortuna) en la distribución de recursos y oportunidades.
Partiendo de la base de que todos somos una mezcla de “destino y desempeño”, se detiene, por el lado del “destino”, en las circunstancias en que la suerte resulta fundamental (la carga genética, la familia u origen social). Recuerda que John Rawls piensa que todas las asignaciones que no se deben a la decisión de las personas son “moralmente arbitrarias” y la justicia debería minimizar su influencia. Pero si la suerte social puede e incluso debe ser corregida por criterios de justicia, podría no ser demencial corregir la suerte genética, ambas igualmente caprichosas (discute la posibilidad de la clonación o la edición del genoma y recuerda la disputa entre Habermas y Sloterdijk sobre la eugenesia). En general, Peña rechaza las correcciones extremas de la desigualdad en cuanto entrañan el riesgo de anular la individualidad.
Como mérito y suerte no van separados y se influyen, el autor distingue, siguiendo a Ronald Dworkin, entre “suerte opcional” y “suerte bruta”, lo que favorece un principio de justicia: cada persona debe asumir su suerte opcional, pero debe compartir los resultados de la suerte bruta. Cada uno debe asumir los costos de sus decisiones, pero no cargar con las consecuencias y costos de lo que no decidió, donde participa la comunidad política.
Si, según Peña, todos somos una mezcla de “destino y desempeño”, sería razonable que las sociedades, a la vez, compensen los infortunios de la suerte y sean sensibles al esfuerzo personal. Plantea que las sociedades que ven al individuo como un agente autónomo y responsable no pueden desatender al esfuerzo, porque está en el centro de la individualidad e inspira muchos de los ideales morales y políticos actuales valiosos: “Se debe hacer –escribe– un lugar al mérito y al desempeño si no queremos que, por el afán de identificar causas estructurales y corregirlas sobre la base de algún criterio de justicia, el individuo se evapore”.
Sandel muestra cómo, en el siglo XX, los partidos de izquierda atraían a los con menor educación y los de derecha a los con mayor, lo que se ha invertido. La visión del gobierno de Obama era la de un tecnócrata rodeado de los ‘mejores’ y el resultado fue la elección de Trump, un producto de la élite hereditaria, que dijo una verdad: las élites desprecian a los con poca educación. Trump dijo amarlos y ha cosechado su desmoralización.
Ganadores y perdedores
Cuando se critica la meritocracia no lo es como ideal, sino como promesa incumplida. Pero Michael Sandel, en The Tyranny of Merit, plantea que el problema de la meritocracia no es que no la hayamos logrado, sino que falla el ideal mismo. La meritocracia se acerca a la igualdad de oportunidades muy aproximativamente, pero si esa igualdad fuera alcanzable, no sería deseable: no lleva a una sociedad justa e incluso una meritocracia justa no lleva a una buena sociedad.
La tiranía del mérito sería “corrosiva” respecto del bien común. La división entre ganadores y perdedores se ha profundizado, envenenando la sociedad. Por la profundización de la desigualdad de ingresos, pero también porque quienes llegaron a la cima creen que su éxito fue obra de su esfuerzo y que los que quedaron atrás han de culparse a ellos mismos. A los bien pagados y educados les gusta pensar que merecen lo que tienen. Pero moralmente no está claro por qué los “talentosos” merecen las enormes recompensas que les prodigan (no merecemos premio o castigo por factores que escapan a nuestro control). Políticamente, se genera entre los ganadores arrogancia y entre los perdedores, humillación y resentimiento. A pesar de todos los defectos del antiguo sistema de clases, su arbitrariedad moral impedía que los de arriba y los de abajo creyeran que merecían su puesto en la vida.
En el capítulo “Una breve historia moral del mérito”, Sandel describe el sorprendente y contradictorio surgimiento de la “ética del trabajo”, a partir de la guerra contra el mérito de la Reforma protestante. Desde allí aparecerían fenómenos como mega-iglesias que predican el “evangelio de la prosperidad”, el debilitamiento del Estado de bienestar y la creciente importancia del sistema universitario como fuente de poder económico y prestigio personal.
Sandel es hábil en desmantelar los usos retóricos de la política (y a veces exagera con el inventario de frases y modismos) que promete oportunidades iguales para todos. La meritocracia se alimenta de dos “retóricas”, la de ascenso (quienes trabajan duro merecen llegar hasta donde los lleven sus talentos y sueños) y la de la responsabilidad (los desfavorecidos son responsables de su desgracia). Pero todo opera junto a impermeables estructuras de privilegios que la vuelven una ficción. El mérito no apunta a las virtudes del carácter, sino a las credenciales académicas y el “credencialismo” (“el último prejuicio aceptable”) consagra saberes expertos, suponiendo que los problemas sociales y políticos se resuelven mejor con técnicos, presunción que corrompe la democracia y quita poder a los ciudadanos. Además, degrada el conocimiento y ocupaciones tradicionales o el trabajo manual. Dice Sandel: “Poco generoso con los perdedores y opresivo con los ganadores, el mérito se convierte en un tirano”.
Buena suerte
Un ejemplo: el propietario de un negocio exitoso, ¿lo debe todo a sí mismo? Se necesita trabajo y talento, pero también suerte: que otro no se adelantara; nacer en una sociedad donde podía educarse y donde hay carreteras para transportar sus productos. En Success and Luck, el economista Robert Frank muestra cómo acontecimientos fortuitos (nacer en la familia o el país adecuados) contribuyen al éxito y también cómo las personas ricas no aprecian eso ni apoyan impuestos para la infraestructura pública. El mérito individual ciega ante lo público.
El aspecto político más corrosivo de la meritocracia, según lo ve Sandel, es la del ganador arrogante y el perdedor humillado, que tiene una fuente moral común, la convicción de que somos, como individuos, totalmente responsables de nuestro destino: si tenemos éxito o si fracasamos. Pero que hay mucho de aleatorio en el rumbo de nuestras vidas parece algo obvio y así lo señalan Carlos Peña y Michael Sandel. Los afortunados no necesariamente lo son por sus esfuerzos ni los desafortunados por su culpa.
Sandel recuerda que los primeros debates sobre el mérito no fueron sobre ingresos y trabajos, sino sobre el favor de Dios: si lo ganamos o recibimos como regalo. Menciona los sufrimientos de Job y los debates cristianos sobre la salvación. Refiere la disputa entre Pelagio y san Agustín (que Peña destaca en su libro). También refiere que a medida que el lenguaje del mérito entró en la vida cotidiana, igualmente lo hizo en la filosofía académica. En los años 60 y 70, los principales filósofos anglosajones rechazaron la meritocracia, sobre la base de que lo que la gente gana en el mercado depende de contingencias fuera de su control. En cambio en los años 80 y 90, un grupo de filósofos, los “igualitarios de la suerte”, revivió el mérito, argumentando que la obligación de la sociedad de ayudar a los desfavorecidos depende de si son responsables de su desgracia o son víctimas de la mala suerte: solo quienes no tienen responsabilidad por su situación merecen ayuda del gobierno. Sandel parece no estar de acuerdo con esta idea, como, en cambio, parece estarlo en principio Peña. Hay versiones recientes del “igualitarismo de la suerte” (Kok-Chor Tan) que destacan una dimensión institucional: la justicia igualitaria se aplica a la estructura de la sociedad, no a las elecciones individuales dentro de ella. Así, condena como injustas instituciones que transforman hechos naturales en desigualdades arbitrarias entre personas y no condena como injustas las desigualdades que ocurren naturalmente entre personas en las que las instituciones no juegan papel alguno.
Educación en movimiento
Si de instituciones se trata, la educación sería el baluarte del reconocimiento y ascenso basado en el desempeño. Peña sostiene que sería el principal instrumento meritocrático y, no por nada, Sandel comienza su libro refiriendo el escándalo de fraude en 2019 para admisiones en universidades prestigiosas de su país. Allí, dejando de lado el fraude, hay una desigualdad sin romper ninguna regla. En las universidades más prestigiosas, más estudiantes provienen de familias del 1% más rico que del 60% inferior, informa Sandel. Los puntajes de pruebas estandarizadas tienen correlato directo con los ingresos familiares. Crecer en un hogar con padres educados y con conversaciones interesantes durante la cena es un privilegio (hay quienes podrían dividirlo en tres: crecer en un hogar; crecer con padres; crecer pudiendo cenar).
¿Si se hacen más justas las admisiones a la universidad, se remedia la desigualdad? Sandel lo duda: “La educación superior estadounidense es como un ascensor en un edificio al que la mayoría de la gente entra en el último piso”. Markovits propone fórmulas tributarias para que las universidades privadas admitan más estudiantes de menores ingresos y Sandel sugiere hacer admisiones al azar, por encima de un umbral mínimo básico.
Todo habría que ponerlo en perspectiva. En The Crisis of the Meritocracy, el historiador Peter Mandler recuerda que en Inglaterra no existió un sistema de educación universal hasta después de la II Guerra Mundial (un año antes, el 80% de la población no tenía educación secundaria). No podía haber meritocracia alguna. Pero cuestiona la visión de un consenso favorable a la meritocracia educativa (tuvo siempre una popularidad incierta y en tensión con la democracia) y la idea de la expansión educativa desde arriba (surgió desde la gente, especialmente, las madres). En el paso de una educación de élite a una de masas, recuerda que la provisión de educación secundaria estuvo determinada por el “auge” de nacimientos y la tendencia a permanecer en la educación por más tiempo, factores que existen hoy, y si persisten se pasará de un sistema de educación superior masivo a uno universal en las próximas décadas.
En las universidades más prestigiosas, más estudiantes provienen de familias del 1% más rico que del 60% inferior, informa Sandel. Los puntajes de pruebas estandarizadas tienen correlato directo con los ingresos familiares. Crecer en un hogar con padres educados y con conversaciones interesantes durante la cena es un privilegio (hay quienes podrían dividirlo en tres: crecer en un hogar; crecer con padres; crecer pudiendo cenar).
Si aumentó la educación, ¿aumentó la movilidad social? Dos muestras de distintas tradiciones de investigación sociológica socavan cualquier ilusión de que al menos Inglaterra sea una meritocracia o que la expansión educativa haya servido para promover la movilidad social intergeneracional (los cambios que se producen en las “posiciones sociales” entre padres e hijos).
John Goldthorpe ha estado por décadas desarrollando su versión de análisis de clase. En Social Mobility and Education in Britain, él y Erzsébet Bukodi consideran muchos años de investigación. Para ellos, los ingresos importan menos para el lugar en la sociedad, que la posición de clase (que depende no solo del ingreso). Inglaterra se mantiene en mitad de la tabla de movilidad social desde la posguerra: las posibilidades siguen en favor de los privilegiados, si bien actualmente hay más personas que empeoran su situación, con tasas relativas constantes. A pesar de su hostilidad hacia la noción de “capital cultural”, Goldthorpe reconoce el poder de la educación de los padres (no la propia) y los marcadores de clase en la configuración de la vida de las personas.
En The Class Ceiling, Sam Friedman y Daniel Laurison, inspirados en Bourdieu, se preocupan por la movilidad en ciertas profesiones de “élite” inglesas (televisión, contabilidad, arquitectura y actuación), y tratan de explicar las disparidades. Quienes provienen de clase obrera no están en los puestos mejor pagados. Hay una “brecha salarial de clase” porque no acceden a los escalafones más altos, donde juegan factores como la capacidad financiera familiar o el “capital cultural” (comportamientos, formas de hablar o vestir), marcas de clase que se ven como méritos.
Inestables escaleras
La promesa meritocrática no era más igualdad, sino más y más justa movilidad. Pero se requería, según el símil deportivo, “nivelar” el campo de juego, de modo que personas de distintos orígenes pudieran prepararse para “competir”. La educación era la gran herramienta niveladora. Al expandir la provisión de educación se distribuirían mejor las oportunidades que antes tenían unos pocos y se prepararía una fuerza laboral calificada. Todo indica que eso no se ha cumplido plenamente.
Padres ricos y pobres les aconsejan a sus hijos estudiar mucho o esforzarse mucho, porque así lograrán sus metas. Puede funcionar en los estratos altos, pero no así para los bajos, quienes si no logran sus metas, se culpan a sí mismos. Sandel muestra cómo, en el siglo XX, los partidos de izquierda atraían a los con menor educación y los de derecha a los con mayor, lo que se ha invertido. La visión del gobierno de Obama era la de un tecnócrata rodeado de los “mejores” y el resultado fue la elección de Trump, un producto de la élite hereditaria, que dijo una verdad: las élites desprecian a los con poca educación. Trump dijo amarlos y ha cosechado su desmoralización.
Estados Unidos es ancho y ajeno. Sandel a veces parece dividirlo entre un grupito de presumidos universitarios, por un lado, y una gran masa de obreros resentidos y mal pagados, por otro. Pero es muy convincente respecto de algunos aspectos del mundo obrero actual. Sugiere revalorar la “dignidad del trabajo”, pero no aclara cómo. Expone que ha sido cada vez más difícil conseguir un trabajo y mantener una familia para quienes carecen de un título universitario. A las dificultades económicas se unen las indignidades de un mercado laboral indiferente a sus habilidades. Muchos renuncian a trabajar y a veces a vivir (refiere el aumento de las “muertes por desesperación”).
El juego social de inestables escaleras también puede agobiar a quienes están más arriba: estudiantes que no duermen o altos ejecutivos que trabajan 100 horas semanales. Pero la evidencia del sufrimiento de la élite es más escasa. Como informa Markovits, la esperanza de vida entre los ricos está aumentando rápidamente, mientras que se ha estancado o caído la de los pobres. Al parecer, la vida en las alturas no es tan difícil.
Parece justo que en una carrera gane el más veloz. Será su logro. Abandonar el mérito sería difuminar la idea misma del individuo, advierte Carlos Peña. Si la justicia de una carrera significa que todos los participantes tienen las mismas probabilidades de ganar, entonces es una lotería y las cualidades personales importan poco.
Sandel, en cambio, piensa que el mérito es una noción defectuosa, porque ignora la arbitrariedad del talento e infla el significado moral del esfuerzo. También porque, como habría anticipado Michael Young en su novela, el triunfo del mérito está destinado a fomentar la altanería en los ganadores y la humillación en los perdedores. Nietzsche podría concordar. Dice en Humano, demasiado humano: “La arrogancia por méritos ofende aún más que la arrogancia de personas sin mérito: pues ya el mérito ofende”.
La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común?, Michael J. Sandel, Debate, 2021, 368 páginas, $16.000.
La mentira noble, Carlos Peña, Taurus, 2020, 240 páginas, $13.000.
The Crisis of Meritocracy, Peter Mandler, Oxford, University Press, 2020, 384 páginas, £25.
The Class Ceiling: Why it Pays to be Privileged, Sam Friedman y Daniel Laurison, Policy, 2019, 368 páginas, £19.99.
The Meritocracy Trap, Daniel Markovits, Penguin, 2019, 448 páginas, US$30.
Social Mobility and Education in Britain, Erzsébet Bukodi y John Goldthorpe, Cambridge University Press, 2018, 250 páginas, £19.99.
Against Meritocracy, Jo Littler, Routledge, 2018, 236 páginas, US$49.95.
Success and Luck: Good Fortune and the Myth of Meritocracy, Robert H. Frank, Princeton University Press, 2016, 188 páginas, US$26.95.
“No voy a escribir acerca del futuro otra vez”, apunta Franco Berardi (71) en la primera línea de Futurabilidad. La era de la impotencia y el horizonte de la posibilidad, su más reciente libro. Hizo bien, se podría pensar: difícilmente se habría imaginado encerrado durante medio año en su natal Bolonia, interrumpiendo las charlas en universidades de Europa, Norteamérica y Sudamérica, que lo sacaban del retiro de la docencia; protegiéndose de un virus al que califica como semiótico, padeciendo los efectos de una crisis global que lo ha mantenido escribiendo continuamente en una especie de diario virtual al que denominó “Crónicas de la psicodeflación”.
Bifo –seudónimo por el que se le conoce popularmente– ya había hecho el ejercicio de masticar el tiempo venidero en más de una ocasión, entre la docena de títulos que ha publicado en las dos últimas décadas. Ahí están Después del futuro (2014) y Fenomenología del fin (2017), donde se encargó de contrastar los imaginarios del porvenir percibidos durante el siglo XX, condicionados por la ilusión del crecimiento y expansión ilimitados, y describió cómo la aceleración informática ha derivado en la desensibilización humana, afectando nuestra capacidad afectiva y de deliberación.
Pudo, entonces, escribir sobre su pasado. Los años en que era un estudiante de Estética, en la Universidad de Bolonia, y se afiliaba al autonomismo; cuando participó activamente de la insurrección de Mayo del 68, por la cual fue encarcelado años más tarde (destino del cual fue rescatado por su amigo, el reconocido psicoanalista y filósofo francés Félix Guattari). O de cuando su activismo lo empujó a la formación de medios de comunicación alternativos, como Radio Alice, la primera radioemisora pirata de Italia, o la revista A/Traverso, fanzine del movimiento creativo en el que participó entre los 70 y 80. Un impulso que volvió a seguir en 2002, con la creación del primer canal de televisión comunitario del país, TV Orfeo.
Pero, no. La promesa inicial de Berardi en Futurabilidad se ve matizada al renglón siguiente: “No voy a escribir acerca del no-futuro tampoco”. Dicho eso, se lanza a describir y analizar cómo la maquinaria capitalista ha reducido la multiplicidad de futuros inmanentes –en una especie de determinismo forzado que automatiza nuestras acciones por medio de los algoritmos económicos– y, luego, plantear que la manera de destrabar la panorámica de las posibilidades pasa por la emancipación del conocimiento del paradigma económico por medio de la cooperación intelectual y la tecnología. Una visión que hoy parece optimista, en contraste con las observaciones que hace a la serie de sucesos desencadenados por la pandemia del coronavirus. “No es un año perdido, es el fin del mundo que hemos conocido”, afirma.
Usted lleva un diario sobre la pandemia, que denominó Crónicas de la psicodeflación. ¿A qué se refiere con el título? Después de 40 años de aceleración económica, psíquica, existencial; después de 40 años de explotación creciente y de psicosis; después de la convulsión global que se verificó en el otoño de 2019, desde Hong Kong a Santiago, Quito, Beirut, Barcelona y París; después de esta carrera angustiosa, de repente llegó el colapso. El virus se difundió en el mundo como un verdadero incendio en el bosque. No fue solo un colapso físico, sanitario, biológico. El biovirus se trasladó a la esfera informativa y, al final, se insertó en la esfera psíquica, devastando la afectividad, la economía. Todo. Deflación significa el desinflarse de la esfera psíquica, una relajación inevitable del cuerpo colectivo.
Recientemente sostuvo que esta crisis global ha movido a la humanidad desde el horizonte de la expansión a uno de la extinción de la raza. ¿Puede explayarse sobre esta idea? El horizonte de la expansión, que caracteriza la historia completa de la modernidad, del capitalismo, del pensamiento burgués; el horizonte de la colonización, de la globalización, del crecimiento ya estaba desvaneciéndose desde hace mucho tiempo. En 1972, el reporte “Los límites del crecimiento” ya anunciaba que la expansión se estaba agotando. De hecho, yo creo que el neoliberalismo, como explotación furiosa del tiempo mental y como extracción furiosa de los recursos naturales, ha sido una manera desesperada del capitalismo de reaccionar a este fin del crecimiento económico. La utilidad, que en la época moderna se ganaba a través de una expansión del mundo de las mercancías y de la utilidad, en la época del capitalismo financiero neoliberal se extrae con la violencia y con la destrucción de lo social, de la escuela, de la salud, de los transportes. La época neoliberal es una de destrucción generalizada del medio ambiente y del cerebro humano. Y la pandemia ha revelado lo que no lográbamos ver: la expansión se acabó, el capitalismo mismo se acabó, pero sigue existiendo como forma brutal sin contenido útil. Toda la alternativa social y económica ha sido destrozada, el planeta físico ha sido devastado, la mente humana ha sido acelerada hasta al punto de la psicosis. Por ende, la extinción es el horizonte de hoy, me parece muy claro.
¿Hay una revalorización de la vida humana a partir de esta pandemia? No me parece. Me parece que, debido a la reducción de los márgenes de utilidad, el capitalismo se está volviendo más feroz, definitivamente inhumano, anti-humano, enemigo mortal de la vida humana. La vida humana no vale nada. Somos demasiados en el planeta, se prepara un Holocausto de proporciones tan enormes que el pasado Holocausto parecerá como una minucia. Lo que escribió Günther Anders (filósofo polaco y judío, autor de Die Antiquierheit des Menschen, “Lo anticuado del ser humano”) en los años 60, que el nazismo solo fue una anticipación del verdadero espectáculo, hoy se está develando.
¿Libertades individuales? ¿Es una broma? Los que defienden las libertades individuales están bromeando. Libertad es una palabra sucia cuando la usamos en el contexto del capitalismo, del colonialismo. ¿Hay libertad individual para las billones de personas que están obligadas a vivir en condiciones de miseria absoluta? ¿Hay libertad individual para los migrantes que están detenidos en los campos de concentración líbicos, financiados con el dinero de los europeos? ¿Hay libertad individual para los miles que mueren ahogados cada día intentando cruzar el Mediterráneo para llegar a Grecia, a Sicilia, a España?
¿Y qué hay de la gente? Pareciera que es capaz de renunciar a todo por sobrevivir. Por ejemplo, ¿la salud pública está sobre todo? ¿Dónde está el límite entre el supuesto bien común y las libertades individuales? ¿Libertades individuales? ¿Es una broma? Los que defienden las libertades individuales están bromeando. Libertad es una palabra sucia cuando la usamos en el contexto del capitalismo, del colonialismo. ¿Hay libertad individual para las billones de personas que están obligadas a vivir en condiciones de miseria absoluta? ¿Hay libertad individual para los migrantes que están detenidos en los campos de concentración líbicos, financiados con el dinero de los europeos? ¿Hay libertad individual para los miles que mueren ahogados cada día intentando cruzar el Mediterráneo para llegar a Grecia, a Sicilia, a España? Libertad es una palabra sucia cuando la usan los americanos que han construido su land of the free sobre la deportación, la esclavitud, el racismo y la detención masiva. Los que se preocupan por la libertad individual amenazada por las medidas sanitarias me hacen reír.
La pandemia ha puesto en tensión la prosperidad económica y la salud. ¿Está en conflicto el concepto de seguridad que teníamos hasta ahora? El concepto de seguridad es una mentira lógica y política. La vida social, como la existencia en general, no tiene nada que ver con la seguridad. Tiene que ver con la amistad. Cuando la amistad está tan en peligro, tan olvidada, que se busca seguridad ante los otros, la puerta está abierta para todas las formas de autoritarismo y de control tecno-securitario. Claro que la mentira de la seguridad se está fortaleciendo en un nuevo elemento: la seguridad sanitaria, la imposición de normas autoritarias cada vez más estrictas para defendernos del virus. Y la política desaparece porque ha sido reemplazada por la regulación sanitaria. Eso no significa que yo sea negacionista de la pandemia, que me oponga a llevar la mascarilla o al confinamiento. Claro que no. Pero reconozco que el virus ha permitido perfeccionar un sistema de autoritarismo automático. No creo que haya vuelta atrás, no creo que haya mucha esperanza de salir de esta trampa.
¿Cómo se ha rearticulado el poder a partir de esta pandemia, considerando los movimientos sociales que le antecedieron? De un lado, la pandemia favorece al poder, porque hace más difícil la movilización social y porque la relación entre seres humanos se hace problemática. Pero hay una lección que aprender de los insurgentes de las ciudades norteamericanas: la insurrección es la única terapia que puede permitir salir de la depresión. Las alternativas del futuro son morir de depresión, de suicidio, de soledad, o arriesgar la vida en la insurrección, arriesgar una muerte a manos de los asesinos policiales y racistas, o arriesgar la vida por el contagio que se expande gracias a la movilización en las calles. Yo prefiero la segunda posibilidad.
¿Le sorprendió el uso de un lenguaje y puesta en escena belicista por parte de las autoridades para enfrentar la pandemia? La pandemia no es una guerra, pero es la consecuencia de una que el capitalismo neoliberal ha desencadenado contra la salud, el ambiente y el sistema sanitario público. El virus no es un enemigo, es un agente de mutación. Puede funcionar muy mal o bastante bien si somos capaces de salir de las condiciones sociales que han producido esta catástrofe. Es decir, solo una transformación igualitaria y frugal puede salvarnos de una fase horrible de agonía y, en definitiva, de la extinción.
Si nos encontramos en “la era de la impotencia”, como plantea en Futurabilidad, ¿es posible pensar en la felicidad como meta? Felicidad es algo de lo que he escrito muchas veces (La fábrica de la infelicidad, 2000), pero ahora he perdido un poco el sentido de esta palabra.
¿Por qué? Hay un contenido filosófico de la palabra felicidad que implica una coincidencia entre deseo y posibilidad, pero implica también compartir. La palabra felicidad implica la fuerza de una ilusión compartida. He vivido toda mi vida compartiendo una ilusión activa en el erotismo y en la revuelta. En un cierto momento muy preciso y reciente de mi vida la verdad de la ilusión compartida se disolvió, revelándose como una ilusión sin compartir. Pero no se preocupe, estoy muy tranquilo: vivir la ilusión de la felicidad por 68 años es bastante, ¿no? Ahora, mi problema no es la felicidad, es la verdad, si se puede decir así (la palabra verdad me parece vacía). Mi problema es, para decirlo mejor, la comprensión. Comprender, entender, decir sin escondimiento.
Desde hace años ha alertado sobre los efectos de la “deserotización de las relaciones sociales”. ¿Cómo ve la situación ahora, cuando conservar la salud supone sospechar y alejarse del otro? En tiempos en que el acercamiento de los labios de uno y otro se hace peligroso, es fácil prever formas de sensibilización fóbicas al cuerpo del otro que preparan una ola de depresión masiva. Un efecto de mediano plazo en ese sentido podría ser la propagación del autismo como predisposición dominante. La empatía se hace peligrosa, entonces tenemos que ignorar la existencia del sufrimiento del otro.
Futurabilidad. La era de la impotencia y el horizonte de la posibilidad, Franco “Bifo” Berardi, Caja Negra, 2019, 256 páginas, $24.750.
Etóloga y primatóloga, Isabel Behncke comenzó a brillar por sus hallazgos en la selva africana con los bonobos, esos particulares primates que prefieren el amor a la agresión letal. Luego, ese conocimiento la llevó a intentar explicar comportamientos de otros primates, como los humanos. Y hoy, además de su trabajo científico y en terreno, es TED Fellow, consejera de ONGs, centros de pensamiento y emprendimientos. Aplica los principios de la biología evolutiva para “ayudar a individuos y organizaciones a crear, conectarse y adaptarse mejor en este mundo cada vez más complejo”, que después del coronavirus se ha vuelto aún más. En esta conversación aplica su mirada de etóloga no solo a los cambios que experimenta –y experimentará– la humanidad tras el huracán covid-19, sino también a la situación de Chile pos estallido social.
¿Volveremos a ser los mismos sapiens de antes del coronavirus, con iguales limitaciones e impulsos? El otro día escuché el tango “Cambalache” y pensé que tiene un poco de razón. “Que el mundo fue y será una porquería, y que siempre habrá maquiavélicos y estafadores”. Los humanos somos como somos –dice riéndose, vía Zoom–. Pero dicho eso, la evolución cultural es una presión fuerte de cambio para los seres humanos. Y esta tiene distintos elementos que la afectan, como la densidad poblacional, la cantidad de miedo con que las personas vivan o la percepción de futuro… eso es muy importante en términos de la psicología: cuál es la percepción de incertidumbre sobre la idea de futuro que hay. Pues el mundo ha sido –y seguirá siendo– incierto. Me da risa que algunas personas descubrieron recién ahora, por la pandemia, que el mundo es incierto…
Como si fuera algo extraño. Claro. Y te invito a haber vivido en el año 400 o en el 536, ¡uno de los peores años de la humanidad! Es muy útil, y muy importante para paliar la ansiedad y la incertidumbre que tenemos, tener una perspectiva histórica de esto. Me refiero a la GRAN historia. Los que leen esta revista lo saben, pero no es malo recordarlo: esta no es la primera pandemia ni será la última. No es el fin del mundo, aunque sea el fin de algunos pequeños mundos específicos que podemos conocer. La respuesta a tu pregunta depende mucho de a qué nivel de resolución pones el lente.
¿Por ejemplo? Si lo miramos a un año plazo, va a haber poca gente que pueda decir que su vida no ha cambiado tanto. Y si lo ampliamos a cinco, seguiremos viviendo las consecuencias muy fuertes de esto.
¿Cuáles serán las principales consecuencias, a su juicio? Debe haber una humildad de estar abierto a lo que puede pasar. Pero se pueden hacer predicciones, como que el mundo va a ser más pobre, como que la salud mental y física va a ser un problema mayor y que vamos a necesitar disponer de programas individuales, familiares, sociales, de países, para lidiar con estos problemas. Que el mundo del trabajo ha sufrido un cambio gigantesco que va mucho más allá de las consecuencias económicas y las pérdidas de trabajo, sino que tiene que ver con las formas de hacerlo.
¿El teletrabajo se instalará? Como ha pasado una y otra vez cuando ocurren grandes cambios, las tecnologías que facilitan estos grandes cambios ya se encontraban presentes. Zoom no se inventó en marzo. Pero hay cambios de contexto que te permiten súbitamente adoptar una nueva tecnología en masa. Ahora, no hay que exagerar, veo mucho tecno-optimismo, discursos que ya están diciendo que las ciudades no van a importar, porque todo el mundo podrá vivir en cualquier parte, y que tanto la clientela como la competencia dejarán de ser la red inmediata y estarán en China, India, Brasil…
Una megaexpansión de la globalización… Claro. Y hay verdad en esos argumentos respecto de ciertos elementos, dependiendo de la industria en la que te desempeñas. Pero ignoran dos cosas muy importantes. Primero, que para los seres humanos las transacciones sociales van a seguir operando a través de redes de confianza, aunque estas no sean cara a cara. Y estas redes van a estar más desacopladas de la geografía que antes. Y la segunda cuestión: la geografía va a seguir siendo importante. ¿Por qué? Porque hay muchas cosas que podemos hacer por Zoom, pero otras no.
¿Qué se pierde en lo remoto? Por ejemplo, el aprendizaje y la creación de confianza se producen a través de la interacción social. La interacción cara a cara, presencial, seguirá siendo muy importante para los aprendizajes y los trabajos creativos, donde lo azaroso, la serendipia son muy importantes. El Zoom te permite muchas cosas, hay que valorar lo que nos posibilita la tecnología, pero hay que ver sus límites para crear esferas donde lo que falta se pueda potenciar. Puedes trabajar tres o cuatro días en tu casa, y que haya un día donde todos van a la oficina, y se creen rituales sociales donde se pueda dar la serendipia.
Pavos reales
Más allá del trabajo, ¿cómo se ha afectado nuestra sociabilidad por la pandemia? Partamos por esto: nosotros vivimos en sociedades de fisión-fusión. Nuestra sociabilidad se caracteriza porque no estamos todo el tiempo con las mismas personas, en la misma manada. Somos animales que al igual que los chimpancés, bonobos, delfines y elefantes, nos fisionamos en subgrupos y luego nos fusionamos en otros. Piensa en la vida “normal”: vives en un subgrupo que es tu casa, con tu pareja, niños, dos o cinco personas. Sales a trabajar y tienes interacción con otro grupo, que es el de trabajo. Y al almuerzo tienes interacción con amigas, que es otro subgrupo distinto. Y así… A lo que voy es que como animales tenemos una sociabilidad que es muy dinámica. Y eso la pandemia lo cortó de raíz, nos encerramos. Y ha habido dos grandes grupos de personas y de sufrimientos con respecto a esto.
¿Cuáles? Uno, las personas que quedaron solas y aisladas en cautiverio, y eso es algo muy dañino para un animal social. Nos pasa a nosotros igual que a un perro, loro o ballena. Nuestra salud a corto y largo plazo tiene muchos determinantes que tienen que ver con la interacción cara a cara, el toque social, la conversación, la risa al mismo tiempo… el aislamiento ha sido una fuente de sufrimiento que se desprende de que no hay fisión-fusión si se está solo. Pero hay otra fuente de sufrimiento, que es la gente que quedó encerrada con otras personas. Están viviendo un infierno también y no están solos ni aislados.
Al igual que otros animales, tenemos el mecanismo de despliegue de nuestras virtudes. Un pavo real muestra su cola. Y lo que muestra son sus cualidades físicas, genéticas. Está diciendo: mírenme, tengo esta tremenda cola maravillosa, y si la puedo producir y mantener es porque valgo mucho. Los humanos hacemos lo mismo, pero con nuestras virtudes morales. Nos gusta mucho el virtue signaling, señalar nuestras virtudes.
¿Por qué viven el infierno? Tiene que ver con el nivel de estrés, de abuso, el maltrato a las mujeres, por ejemplo. Entonces ves que en ambos casos (gente aislada y gente encerrada con otros) hay una causa común: la falta de actividad fisión-fusión. Con ese elemento puedes pensar qué pasa con los niños, los viejos. Y ves el mismo problema de fondo. Por ejemplo, los niños están hechos para jugar y con pares, al aire libre, correr. Y lo que veo lo encuentro tremendo, porque aunque tengan adultos maravillosos que se preocupan de tenerlos contenidos y entretenidos, les faltan los pares, les falta la fisión-fusión.
¿Qué otro rasgo animal nuestro se ha visto afectado? Rasgos anteriores o más basales a la fisión-fusión, que es que para ser animales sanos necesitamos movernos físicamente, estar al aire libre, recibir la luz del sol… necesitamos dormir, tener ritmos circadianos regulares. Ahora estamos viviendo estrés crónico, causado por el sentir incertidumbre permanente y miedo. Si me persigue un león, se dispara la adrenalina y ya. Pero si permanentemente tengo miedo, hace que sea crónico, y eso es muy dañino para la salud. Se afecta el crecimiento de nuevas neuronas, la capacidad de aprendizaje, hay una serie de enfermedades autoinmunes que se pueden desarrollar. El cautiverio afecta esas dos dimensiones animales, las de salud y las de sociabilidad fisión-fusión.
¿Cooperaremos más o menos después de la pandemia? Me encantaría predecir, pero la situación es altamente volátil y compleja. Podríamos cooperar más, pero también veo fuerzas que nos pueden llevar para el lado contrario. Como primates, creamos relaciones de confianza cara a cara, a través del acicalamiento, que en nuestro caso es la conversación. Pero la gran diferencia, y lo que ha marcado los últimos miles de años de nuestra historia como especie –versus nosotros hace 200 mil años–, es que hemos aumentado el tamaño de grupo. Nos forjamos en grupos pequeños, donde todo era cara a cara, relaciones muy cercanas. Y eso nos forjó además una psicología de coaliciones, una psicología de las confianzas que es muy propia. Dicho eso, nuestro gran éxito como especie es que ya no vivimos y cooperamos en grupos chicos, sino en sociedades complejas y enormes, en un planeta con 7,8 billones de personas. No es realista pensar que uno va a cooperar cara a cara con todo el planeta ni con una fracción.
Ni con Facebook. Hasta Roberto Carlos estaba equivocado: nadie puede tener un millón de amigos, simplemente no te da el tiempo. Hay dos limitantes para eso. El presupuesto de la energía (metabólica y financiera), y también uno del tiempo, que tiene 24 horas nomás. Y para forjar relaciones de ese tipo solo hay un presupuesto de tiempo social limitado, que debes decidir cómo te lo gastas, si es con tus hijos, padres, nuevas amistades, etc.
¿Pero cómo los humanos hemos logrado ampliar la confianza en personas e instituciones que no conocemos? Esa es la tremenda gracia que tenemos los humanos: cooperar con instituciones y personas que nunca conoceremos. Eso es increíble. Y lo hacemos gracias a que tenemos esta psicología de coaliciones que identificamos como grupo. Por ejemplo, voy a confiar en PayPal y haré una transacción, ¡sin conocer a nadie en PayPal! La tecnología está llena de estos ejemplos. Por suerte lo hacemos. Esto nos ha permitido el tamaño y la cooperación global, a gran escala. Ahora, hay cooperación a distintos niveles: familiar, comunidad, empresas, trabajo, país, internacionales. En cada nivel hay cooperación y conflicto. Esto es muy importante decirlo en el Chile de hoy.
¿Cómo se relaciona esto con Chile? Los sistemas complejos tienen conflictos inherentes, pero cooperación inherente también. Hay que tener cuidado, en todo caso, porque hay un cierto nivel de conflicto sobre el cual el sistema se tiende a desbaratar. Lo estamos viendo ahora. Por eso las instituciones son tan importantes. Ellas están basadas en los acuerdos entre personas y representan cooperación en niveles de organización altos en los sistemas complejos, que son las sociedades modernas. Si eso se desbarata, es muy difícil la situación. La sociedad es un sistema complejo, como un cuerpo, que es un sistema con órganos, tejidos, etc. Querer desbaratar todo y empezar de cero en un país es como creer que se puede desbaratar un cuerpo, sus unidades particulares, y pensar que va a poder seguir funcionando de manera integral. No resulta. Entonces, es peligroso –e ignorante, creo yo– pretender que se puede borrar y disminuir la complejidad de un sistema tan súbitamente, y que ese sistema va a seguir funcionando. Tenemos que aprender una lección, de adultos, que es que no todos tienen que estar de acuerdo para coexistir. Y que los sistemas complejos coexisten aun con las diferencias y conflictos. No tiene por qué existir una sola manera de pensar o una ideología. Pretender imponer que sea de otra manera me parece muy inmaduro.
¿Cómo bajar la polarización? Mi deformación profesional es mirar la conducta más que escuchar las palabras. La gracia de mirar animales es que como no sabemos hablar el mismo idioma verbal, como científico no te queda otra que observar la conducta: no sé lo que el bonobo está diciendo. Cuando veo a los humanos, escucho las palabras, pero es interesante hacer el ejercicio del etólogo y mirar a los seres humanos con esos ojos.
¿Y qué ve? Que al igual que otros animales, tenemos el mecanismo de despliegue de nuestras virtudes. Un pavo real muestra su cola. Y lo que muestra son sus cualidades físicas, genéticas. Está diciendo: mírenme, tengo esta tremenda cola maravillosa, y si la puedo producir y mantener es porque valgo mucho. Los humanos hacemos lo mismo, pero con nuestras virtudes morales. Nos gusta mucho el virtue signaling, señalar nuestras virtudes. Y estas toman distintas maneras: soy bueno, soy sacrificado, soy justo, etc. Saber que los humanos hacemos eso, ayuda a separar la paja del trigo. Y sobre todo en la juventud, tiende a haber más despliegue de virtuosidad moral, porque es cuando más se intenta destacar y distinguirse. Y es natural, porque es la época en que se está buscando pareja y estableciendo alianzas. Entonces, los fenómenos de hoy, como la “cancelación”, por ejemplo, me hacen mucho sentido como etóloga que aparezcan en la juventud, porque es un display de virtuosidad moral gigante.
¿Quieren mostrar su cola de pavo real? Claro, decir: yo soy mejor que tú; tú no estás a la altura. “Oye, quiéranme, yo estoy con ellos, los buenos, no con los malos”. Lo comprendo desde el pavo real. Pero hay que tener cuidado. Una cosa es comprender el mecanismo psicológico, y otra es darle rienda suelta.
¿Las diferencias son más performáticas que reales? Son muy performáticas, creo. No es que yo crea que están mintiendo, los jóvenes lo sienten así de verdad, mucho de esto es inconsciente. Como el pavo real, que no necesita tener una ideología de su cola para exhibirla. Y lo otro es que tenemos la psicología de coaliciones. En el pasado humano, cooperar era literalmente la vida o la muerte. Entonces sirve mirar como etólogo el Chile de hoy. Si te fijas por sobre el palabrerío, mucha de la discusión en el fondo no es de ideas, no se está aplicando pensamiento crítico ni reflexión profunda. No, hay mucho de display desatado de pertenencia de grupo, en que se hacen cosas para mandar una señal de que estoy con ellos, y si tú haces esto, estás mandando la señal de que estás con los otros. Y si llego a percibir que estás con los otros, te voy a atacar. Está eso muy desatado. Estamos viviendo un período álgido de miedo, incertidumbre, inseguridad, lo que hace que nuestra psicología esté mucho más sensible a la psicología de coaliciones. Las condiciones mentales que necesitamos para una reflexión profunda no son las que tenemos ahora.
Conocí a Mike Wilson recién hace un año, cuando me pidió que presentara Ciencias ocultas. Fue la primera vez que conversamos en persona, entre tragos y platos. Admiro su búsqueda y su escritura; abro con curiosidad cada libro suyo.
Némesis me perturbó. El gigante, el marinero, el huérfano, la vieja, los dos hermanitos, el presidiario, la astrónoma, las ratas, serán arrasados ante nuestros ojos lectores, como en los relatos bíblicos donde Dios se venga de sus criaturas, y de los que Wilson toma prestadas palabras e imágenes. Némesis nos devuelve al caos al que cerramos los sentidos para creer que hay un sentido; pasamos las hojas con la esperanza de que en las últimas páginas triunfe la justicia. Mientras, a metros de distancia de donde Wilson escribe, en una ciudad tan chueca como la del libro, acontece el mismo horror y la misma esperanza.
Némesis fue publicado sin sello editorial, únicamente con las iniciales del autor. Esa debió ser la primera pregunta, pero me dio vergüenza anteponer mi curiosidad a un gesto tan contundente.
Mike, al abrir el libro salta a la vista el texto dividido en dos columnas. Ese diseño me sumergió en mis lecturas de infancia. A esa edad lo que está escrito tiene una presencia real, duele, hace dudar, abre los ojos a la posibilidad de que el mundo no sea un lugar seguro. Lo de las columnas es algo que había ensayado cuando chico, en aquel momento no me lo cuestionaba pero creo que me fui dando cuenta de que era por razones muy similares a lo que me cuentas de tu experiencia. En mi casa, cuando niño, varios libros clásicos estaban dispuestos así y me acostumbré a ese formato. Partí Némesis en columnas, lo tenía claro, en parte por la memoria de aquellos textos y en parte por el diálogo con los textos judeo-cristianos, especialmente el Antiguo Testamento, los textos apócrifos y gnósticos. No lo cuestioné, me parecía que era la única forma de narrar Némesis, como si en otro formato el libro dijera cosas distintas a las que yo deseaba contar. Creo que esa misma idea aplica a Leñador, Ciencias ocultas y Ártico. No se trata de experimentar con la forma, sino dejar que el contenido determine la forma. O algo así, son reflexiones en retrospectiva.
¿Cómo fue el trabajo con los textos que mencionas? Me refiero a cómo trabajaste el material documental, cómo lo fuiste amasando. Más que trabajarlos en tiempo real, fueron asociaciones que hacía, lecturas hechas en otros momentos de mi vida por otras razones. De chico me acuerdo quedar fascinado por la mención de gigantes en Génesis, los nefilim, y me acuerdo de una copia de textos apócrifos, textos que leía por curiosidad metafísica y no por afán religioso. El libro de Enoc me fascina, los vigilantes y de nuevo los gigantes, el evangelio de Judas también, la cosmología gnóstica, el demiurgo, los arcanos, la neumática, el planeta como una creación caótica y destructora. El gnosticismo lo investigué más a fondo para un curso a propósito de Meridiano de sangre. De cierta manera siento que Némesis es una novela “creyente”, pero que aquello que hay detrás de las cosas no es lo que uno esperaría (si es que espera algo), la novela se imagina una infinidad de estadios, de universos, de voluntades que dan forma y aniquilan, y que a la vez esas voluntades están sometidas a los mismos mecanismos que promulgan y a las mismas amnesias. También, refleja mi interés en la astronomía y la física. Hay una teoría del fin del universo en la que me basé para representar cómo las cosas, todas, se clausuraban en la novela. Contempla la posibilidad de que el universo esté ubicado en un falso vacío y que este podría corregirse en cualquier momento para lograr un campo energético más estable. De ser así, el universo y todo lo que contiene, incluyendo el espacio mismo, dejaría de existir en un instante.
Justo terminé de leer Contramarcha, donde María Moreno construye un recorrido desde sus lecturas de infancia. Cómo miraba/vivía un niño con esas lecturas, qué hacía con esas reverberaciones al salir al mundo. Es una pregunta difícil de responder, especialmente desde la mirada de un yo niño, la memoria tiene muchas trampas, mis reflexiones sobre eso son retrospectivas y arrastran convicciones a contramarea. Creo que mis lecturas en esa época tenían un efecto más prístino en mí, como si no hubiese velo entre la página y el mundo material, no sentía la lectura como algo intermediado, se entretejía con la experiencia. Me acuerdo pensar que no entendía a qué se referían cuando los más grandes hablaban de libros buenos y libros malos, no me hacía sentido entenderlos así, terminaba un libro y sentía que había vivido algo, sentía gratitud, gratitud sobre todo. Intento mantener esa disposición ante la lectura, pero el problema es que ahora es un afán consciente y el gesto de la decisión hace que la transparencia se pierda. El tema de creencia también es difícil, no sé si creencia es la palabra indicada. De niño el mundo me maravillaba simplemente por existir, no porque sea un buen mundo ni un mal mundo, sino porque yo experimentaba las cosas en un escenario y no entendía cómo explicármelo. Aún no lo entiendo. Uno se acostumbra pero a veces vuelvo a pensar en ello, en lo extraordinaria y milagrosa que es la experiencia consciente, estar acá, en esto, avanzando en el flujo de algo que le decimos tiempo, desplazándonos por algo que le decimos espacio, cosas que tampoco entendemos. De adulto me parece que el rigor filosófico, la lógica y la ciencia llevadas al extremo resultan en una sola posibilidad y ese aquello es inevitablemente místico. No lo pienso como creencia, porque no se trata de creer en algo específico, ni en algo con rostro, doctrina ni tradición ni cultura, es solamente el resultado ineludible de las cosas. Más allá de todo, detrás de las cosas, algo permite esto, todo esto, algo sustenta la existencia, nuestras creencias, nuestros nihilismos, nuestras dudas, nuestras ciencias, y así. No hablo de un dios ni de deidades, no sé nada de eso, son temas del lenguaje. Pienso que la existencia es el síntoma de algo, pero no sé qué es ese algo ni debería saberlo. No me interesa la esotería ni el incienso ni los mantras. Para mí, lo que abre la nada para que haya algo, sea lo que sea, no se somete a eso, ni al animismo que le estoy asignando al decir esto.
De niño el mundo me maravillaba simplemente por existir, no porque sea un buen mundo ni un mal mundo, sino porque yo experimentaba las cosas en un escenario y no entendía cómo explicármelo. Aún no lo entiendo. Uno se acostumbra pero a veces vuelvo a pensar en ello, en lo extraordinaria y milagrosa que es la experiencia consciente, estar acá, en esto, avanzando en el flujo de algo que le decimos tiempo, desplazándonos por algo que le decimos espacio, cosas que tampoco entendemos.
Némesis y Ciencias ocultas me hacen pensar que al igual que un pintor, has ido construyendo una paleta de palabras. Y es el trabajo con esas palabras sagradas, dónde las pones, cómo, al lado de cuál, cuántas veces vuelves a ellas, en qué circunstancias, lo que van pintando el universo. ¿Qué pasa con lo sagrado de las palabras en este libro? No lo pienso mucho, uso el lenguaje de manera intuitiva al escribir, y claro, consciente de las connotaciones que pueden tener, pero trato de no calcular el lenguaje. Me refiero a lo sagrado en el sentido más amplio, alejado de la religión, aquello que no se somete a la fe ni a la ciencia. Pienso que las palabras sacras aparecen en ambas novelas pero son más bien fracasos intencionados, porque lo sagrado en ese sentido no es codificable, o a veces son inercias hacia lo sagrado, objetos que dan ímpetu hacia lo que no se puede decir. Tanto en Némesis como en Ciencias ocultas, o en Leñador o Ártico, lo sagrado está del otro lado de las posibilidades del lenguaje, así como el caos, palabras que nombran cosas que no tienen nombre, y nombrarlas es nuestra forma de domesticar algo infinito, algo que no podemos ni debemos comprender. En Ártico hay una parte en que el narrador dice que cada copo de nieve es una religión. Creo que eso resume la idea, no hay cómo abarcar la infinitud de lo sagrado, cae siempre fuera del campo visual del lenguaje.
Me acuerdo de una entrevista tuya a propósito de Leñador, donde contabas que te alejaste o entraste en crisis con la narrativa y lo que escribías te sabía a parodia, no había verdad, no le encontrabas sentido. En Leñador narras a partir del lenguaje descriptivo de los almanaques. Entre eso surgen breves destellos narrativos. En Ciencias ocultas te vales de la descripción de los objetos para narrar y en Némesis, del lenguaje bíblico, de la Antigüedad. ¿Qué ocurrió con esa crisis narrativa? Sí, en aquel momento me hacía ruido narrar, era como si el acto paródico de relatar se burlara de mis intenciones. Leñador me ayudó a despojarme de esa sensación; el siguiente libro, Ártico, para mí es sumamente narrativo. Y en Ciencias ocultas la descripción cumple otro propósito, es un policial que parte en caos y fracasa en restablecer el orden. Ahí la descripción sirve para ocultar y revelar a la vez, muestra todo pero no resuelve nada porque el mecanismo racional es un error de cálculo ante el caos, de la misma forma que es inservible para aproximarse a la verdad y a la certeza, siendo ambas innegables.
Dice Patricia Espinosa en LUN que Némesis es un libro sobre la destrucción de la humanidad y se pregunta con preocupación si el narrador se ubica en el lado del mal o en el del Dios compasivo. Te pregunto: el narrador está gozando cuando escribe eso tan carnal, tan natural, que llega a ser erótico. Quizás eso es lo preocupante… Creo que es una lectura muy interesante y es una pregunta que no me había hecho hasta que ella lo planteó. Me obligó a preguntarme cuál era la distancia entre mi yo que escribió la novela y el narrador que observaba y que elegía qué y cómo contar. No sé si he encontrado la respuesta a esa pregunta, pero pienso que más allá de determinar de qué lado está(estoy), me parece que es un espectro de emociones, desde compasión a frustración, de pena profunda a un deseo de justicia. Quizá lo más cercano al goce es la sensación de esperanza en el intersticio de la muerte de algunos personajes, el anhelo liminal por un Elíseo, un descanso, una plenitud. En la novela hay un Dios compasivo, que es uno de una multitud de deidades que abren espacios donde antes no los había, pero lo que extermina el mundo no es el mal, es Némesis, es justicia pero también es caos, el mal solamente se le puede asignar a nosotros. El Dios compasivo en la novela no obstruye la tarea de Némesis porque no tiene autoridad sobre ella, es lo que debe ocurrir.
Quizás la palabra erótica te desconcierta pero hay lujuria en esas descripciones, un desate de la moral, un deseo excesivo de las ratas, del mar, del viento, del monstruo, de la niña, todo lo contrario de lo comedido, lo programado, lo reprimido. El narrador no le quita los ojos a ningún horror, por el contrario, es como en La naranja mecánica, te pone mondadientes para que tus párpados se mantengan abiertos. Tienes que haber alcanzado un estado ¿de concentración? para escribir Némesis. ¿O cerrabas el archivo e ibas a comprar al súper? No sé si me desconcierta, el erotismo estaba presente pero como una voracidad, el desate sexual de los habitantes cuando regocijaban y se instalaba la vanidad y el orgullo y sus actos pasaban al exceso, como los horrores y los excesos del Antiguo Testamento, echarse con las bestias del campo y con las crías, y así caían en un ciclo de iniquidad y arrepentimiento. La violencia también es voraz, hay un fanatismo en los excesos, la devoción del acólito, el fervor dogmático de los asambleístas, el gigante es implacable y la tempestad es inclemente. Los horrores están para presenciarse, solo así se entiende la causa y la instrumentación del exterminio. Pero hay otros, la coja, los hermanitos, el niño asesino, que representan el deseo auténtico de ser, voluntades ante la aniquilación, la templanza ante la muerte. Hay también, para mí, mucha belleza en la novela, en la expansión del océano y del universo, hay astronomía, esos trechos de la novela eran luminosos para mí. En cuanto a mi estado mientras escribía, empecé la novela rodeado por el horror, la represión, las heridas del estallido abiertas, en medio de una pandemia, esos primeros meses, con cuarentena total, toque de queda, incertidumbre y aquel silencio profano, el mundo deshaciéndose, dogmas instalándose, la posverdad, el negacionismo, el discurso del odio llegando a niveles aterradores, la insidia permeándolo todo, desde todos los lados, vía las redes sociales y el oscurantismo político, el planeta arde y miramos los celulares, la sequía se agrava y nos falla la memoria, ante todo esto, entrar en la novela, escribirla, habitarla, no me espantaba más que la realidad, y salir de ella era retornar a una aniquilación en cámara lenta. Quizá en ese sentido la experiencia ante la página volvió a ser como cuando era niño, sin velo.
Querido Mike, te escribo llorando, las últimas páginas de tu libro no sé qué decirte, esa niña soy yo, eres tú, todos y todas las niñas lectoras de esos cuentos, esas novelas que nos conmovieron; trajo de regreso esa comunicación personal con un Dios en el que creímos antes de tener consciencia de la mentira y del poder de las iglesias, las religiones, las instituciones, cuando creíamos en una justicia.
La frontera invisible de Chile está en la Plaza Italia, ahora renombrada como Plaza de la Dignidad. Aquello no es casualidad. Durante el siglo XX progresivamente fue transformándose en la línea divisoria entre el barrio alto y el bajo. Siempre ha sido considerada una frontera, un punto desde donde se observaba La Chimba y el afrancesado Parque Forestal. Debemos reconocer que el estatus social –aquel elusivo concepto que mezcla el capital cultural, social y económico que acumulas– está marcado por un hito geográfico que divide al país. Un silencioso militar a caballo se encarga de custodiar aquella frontera con la mirada puesta en el poniente.
¿Pero qué hay al poniente?
Si en el oriente hay árboles, librerías, teatros, galerías, malls y muchísimas clínicas y farmacias, en el poniente destaca su aridez, las casas apiladas, el polvo y la sequedad. Veamos algunas cifras. Un estudio del Observatorio de Ciudades de la PUC mostraba hace un año que mientras Lo Espejo, Renca y El Bosque tenían un porcentaje de vegetación que no superaba el 27%, en comunas como Las Condes, Ñuñoa, Vitacura y Providencia la extensión verde superaba el 70%. Lo anterior se agrava al constatar que la mayor parte de estas áreas verdes en las ciudades son privadas.
En el año 2017, el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes informaba que en la Región Metropolitana, de los 181 espacios culturales, el 57% se concentraba en las comunas de Santiago, Providencia, Ñuñoa, Vitacura, Las Condes y Lo Barnechea. Ni qué decir de los problemas de salud, como la obesidad que se incrementa entre personas de nivel socioeconómico bajo, con las consiguientes consecuencias en enfermedades como la diabetes, que entre personas de nivel bajo es significativamente más relevante que entre aquellas de nivel alto. Lo anterior se reproduce si comparamos la Región Metropolitana con regiones respecto de accesibilidad a salud, cultura o una diversidad de dimensiones de la calidad de vida.
Esta brecha en el acceso a una mejor calidad de vida no es abstracta o producto de una sesuda reflexión intelectual. Ella se expresa cada día, cotidianamente, al recorrer la ciudad, visitar un mall, sacar un número en un consultorio o refugiarse en la pieza calurosa de una casa pareada y enrejada. También se expresa en un poblado o ciudad alejada de la capital, donde no hay especialistas en áreas críticas de la salud o no existe acceso a cuestiones tan básicas como una librería, un teatro o incluso una plaza con juegos infantiles.
Pero la desigualdad siempre ha existido. La frontera de Plaza Italia nos ha acompañado por décadas. ¿Qué sucedió entonces? La línea divisoria se fue haciendo cada vez más visible cuando el precio de los remedios y los pollos resultó estar arreglado; cuando se coludieron las empresas que vendían papel higiénico, o cuando, producto de escándalos de la política, enviaban a los empresarios a clases de ética. “Levántense más temprano”, exclamaba un ministro. “Alégrese de que bajaron las flores”, gesticulaba otro con ironía. Entonces, no fue la desigualdad per se la que fue despertando a la ciudadanía, sino que la constatación –cada vez más palpable– de que había quienes abusaban de su privilegiada posición en la sociedad.
El sueño del modelo chileno era el siguiente: si usted se levantaba temprano, trabajaba desde el alba hasta el anochecer, lograba que sus hijos estudiaran y ahorraba lo suficiente para la vejez, podría alcanzar un buen vivir. Eso sí, no debía enfermarse ni perder el empleo ni sus hijos perder un año de universidad ni hacerse cargo de sus padres, pues todo aquello desestructuraría su buen pasar. Y como en su trayectoria de vida algo de lo anterior ocurriría, la única posibilidad era ampliar su línea de crédito y poco a poco comenzar a gastar más de lo que recibía. Hacia fines de abril del 2020 se informaba que un nuevo récord se alcanzaba en Chile: la deuda de hogares alcanzaba el 75% de los ingresos, los que se destinaban a pagar créditos hipotecarios y de consumo.
A la suma de percepciones de abuso y el agobio de la deuda, se sumó otro factor no menor, y es que ninguna institución o líder político o empresarial hacía nada por cambiar las cosas. La Iglesia Católica, que en el pasado cobijaba a los pobres y desamparados, se encontraba subsumida en una crisis ética de proporciones y desapareció de la esfera social. Los líderes empresariales perdían prestigio al ser denunciados por un sinnúmero de colusiones. Y los partidos políticos se encontraban totalmente apartados de los territorios, cada vez más encapsulados en sus lógicas de poder. Habría que decir también que la fisonomía del poder mismo se había alterado en las últimas décadas, tornándose más parecido a un club privado concurrido principal, aunque no únicamente, por hombres, con educación universitaria, de la Región Metropolitana y de colegios particulares pagados (ver el estudio de Rodrigo Cordero, titulado “La composición social de la nueva Cámara de Diputados. Cambios y continuidades en perspectiva histórica (1961-2010)”).
Si imaginamos un país distinto, ¿cuál sería? La respuesta instintiva podría parecerse a esos discursos y programas que se repiten en cada elección: un país con más justicia, mayores oportunidades, mayor protección por parte del Estado, mejor educación, trabajo, salud, pensiones y una larga lista de etcéteras.
Pero aquí me detendré a reflexionar sobre algunos aspectos más estructurales, y por lo mismo, más sustantivos, de lo que nos organiza como sociedad. Pienso que existen ciertas cuestiones esenciales a la hora de redefinir el magro pacto político-social (si es que existe alguno), y que requieren ser explicitadas.
La primera cuestión es el principio de justicia social, que en mi opinión debiese formar parte del nuevo pacto constitucional. Al compartir un espacio y un vínculo histórico, toda sociedad requiere establecer un orden social justo, y esto es particularmente relevante en sociedades que se han construido a partir de fuertes inequidades de poder. Sigo aquí el pensamiento de Rawls, quien plantea que en una sociedad todas las personas deben tener igual derecho a ciertas libertades básicas, pero, al mismo tiempo, cuando existen desigualdades económicas o sociales, ellas deben resolverse para beneficiar a los menos aventajados de dicha comunidad. De lo anterior se deriva el principio de la justicia distributiva y que se vincula con un elemento básico de equidad en las relaciones sociales.
Se necesita equilibrar la relación Ejecutivo-Legislativo, para permitir que sean las grandes mayorías quienes gobiernen. Se podría, por ejemplo, establecer un sistema semipresidencial, que posibilitaría resolver uno de los problemas centrales del presidencialismo: que no cuenta con mecanismos para destrabar conflictos cuando no posee mayorías legislativas para gobernar.
Si como sociedad aceptáramos que es intolerable convivir en condiciones de desigualdad, por cuanto no permite el desarrollo de las libertades de todos los individuos, entonces el Estado deberá propiciar condiciones para resolver aquellas diferencias de por sí injustas. De este modo, el primer paso para construir una sociedad distinta es partir del predicamento de que es inadmisible que nuestro orden social sea inequitativo.
El segundo aspecto sustantivo es la aceptación de la diversidad étnico-cultural de nuestra comunidad. Lo anterior nos retrotrae al modo en que se fue construyendo territorial y culturalmente la actual concepción de “Chile”. El debate sobre el reconocimiento de los pueblos originarios involucra aceptar la existencia de colectividades que eran preexistentes al Estado-nación de Chile, y que tienen su propia identidad, concepciones culturales, formas de autodeterminación y autogobierno y territorios. Si se aceptara la concepción de un Estado plurinacional, estaríamos aceptando como comunidad que es posible convivir en la diferencia; aceptar que es posible construir una concepción moderna de Estado donde 10 pueblos establecen un vínculo particular con el Estado de Chile.
La tercera dimensión crucial para imaginar un país distinto se asocia al modo en que se organiza el poder en la sociedad. Hoy tenemos una estructura que considera un Estado unitario, centralizado, fuertemente presidencialista y donde la ciudadanía no cumple ninguna función, salvo concurrir voluntariamente cada cuatro años a elegir representantes. En términos comparados, se trata de uno de los sistemas políticos que más poderes concentra en torno al Presidente y uno de los que menos mecanismos de involucramiento ciudadano efectivo tiene en contextos democráticos.
Se necesita, entonces, redefinir la forma en que se distribuye el poder en la sociedad, permitiendo que la ciudadanía pueda definir ciertas cuestiones vitales. Se requeriría, por ejemplo, promover mecanismos de acción colectiva desde abajo, como referéndums e iniciativas populares de ley. Pero al mismo tiempo, debiese promoverse un fortalecimiento de espacios de decisión local-territorial, como las juntas de vecinos, vinculándolos a la esfera municipal de modo más relevante. También debiese fortalecerse la estructura municipal y regional, para permitir una relación más justa y equitativa con el poder central.
Se necesita, además, equilibrar la relación Ejecutivo-Legislativo, para permitir que sean las grandes mayorías quienes efectivamente gobiernen. Se podría, por ejemplo, establecer un sistema semipresidencial, que posibilitaría resolver uno de los problemas centrales del presidencialismo, a saber: que no cuenta con mecanismos para destrabar conflictos cuando no posee mayorías legislativas para gobernar. Un diseño de gobernanza democrática debiese estar enmarcado en un marco jurídico que diera estabilidad de largo plazo, pero que permitiese cierta flexibilidad para que las mayorías circunstanciales pudiesen propiciar reformas.
Si se cambiara la Constitución en la dirección indicada –con un acento en la justicia social, la diversidad y una redistribución de poder democrático–, ¿podrían resolverse los problemas del Chile actual? ¿Podría una nueva Constitución resolver cada uno de los problemas que enfrentamos hoy como sociedad?
La respuesta –evidente, por lo demás– es no. Así como las reglas del tránsito no acaban con los accidentes, sería equivocado presumir que un nuevo cuerpo de reglas constitucionales acabará con las inequidades e injusticias en la sociedad, instantáneamente. No obstante, aquellas reglas escritas podrían contribuir a reducirlas, siempre y cuando sean armónicas y estén bien direccionadas. Una adecuada definición de roles del Estado, una idónea protección de derechos esenciales y un marco de distribución de poder coherente podrían ayudar a redefinir el marco de relaciones sociales prevaleciente hasta el día de hoy.
Pensemos en un solo ejemplo. La Constitución actual no define el derecho a la vivienda como parte de los derechos sociales. Supongamos que la Convención Constituyente define que por justicia social es necesario estipular que cada ciudadano y ciudadana deba tener acceso a una vivienda digna. Lo anterior implicaría que en la Constitución se definirían ciertos contornos de lo que significaría este derecho. Muy probablemente indicaría que una ley se encargaría de definir las condiciones de la vivienda, establecería ciertas limitaciones o regulaciones de uso de suelo y demarcaría algunos grupos específicos que podrían tener acceso preferente a este derecho (la tercera edad).
De este modo, la Constitución delinearía ciertos aspectos generales que orientarían la vida en común. Lo mismo sucedería respecto de los derechos de pueblos originarios, el derecho a la salud, a la educación o respecto de la protección de los recursos naturales. Más evidente es el impacto de esta carta magna en la distribución (o, mejor dicho, redistribución) del poder político en términos nacionales, regionales, locales y de la propia ciudadanía.
Así, me gustaría imaginar una sociedad que se organice a partir de la justicia social y, por lo tanto, que un nuevo pacto social y político tienda de modo coherente y sistemático a la justicia distributiva. Un mundo que permita convivir en la diferencia y en donde la democracia se organice en torno a cierto balance que considere el poder de las mayorías. La nueva Constitución sin duda no eliminará aquella frontera invisible que nos divide, pero podría contribuir a reducir, a hacer menos dolorosa y evidente su actual demarcación.
“El Apruebo arrasó en las zonas de sacrificio”, decía un titular del diario, en relación con la elección de los ciudadanos y ciudadanas que viven en las 10 comunas de nuestro país que han sido categorizadas como tal. Según la definición que el Instituto Nacional de Derechos Humanos dio el 2014, se trataría de “aquellos territorios de asentamiento humano devastados ambientalmente por causa del desarrollo industrial. Esta devastación tiene implicancias directas en el ejercicio pleno de los derechos fundamentales de las personas: derecho a la vida, a la salud, a la educación, al trabajo, a la alimentación, a la vivienda, etc.”.
Esta definición se aplica a comunas como Quintero-Puchuncaví, Tiltil y Coronel, entre otras. La fuerte presencia en estos territorios de diversas instalaciones con actividades contaminantes y peligrosas: termoeléctricas, rellenos sanitarios o relaves mineros, provocan externalidades negativas a nivel ambiental, principalmente la contaminación del aire, los suelos, el agua y otras consecuencias graves que afectan a la salud de las personas que viven en estas zonas y que, a su vez, impactan social y económicamente a su población.
Al leer testimonios de algunos habitantes de estas comunas posteriores al plebiscito del 25 de noviembre, se repiten palabras como: pobreza, medioambiente, contaminación, salud, justicia y educación. Uno de ellos menciona, como tantas veces se ha señalado, la necesidad urgente de un desarrollo integral en sus territorios. Mejor dicho, la integralidad como antónimo del sacrificio que a diario observan en su entorno.
Las zonas de sacrificio en Chile son el resultado de las graves consecuencias de un modelo de desarrollo nacional que ha ocasionado severos impactos ambientales sobre sus comunidades y son, incluso más, la evidencia in situ de que no ha sido suficiente el que la Constitución garantice el derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación, y que las leyes, normas y reglamentos que preceden este derecho han sido muchas veces ineficientes para alcanzar este principio.
La devastación ambiental provocada por un desarrollo industrial desmedido, que ha causado crisis de salud y conflictos socioambientales que aún no se han logrado resolver, a pesar de los esfuerzos de diversos sectores públicos, privados y de la sociedad civil para priorizar e implementar acciones que promuevan un desarrollo más sostenible, nos recuerda que persiste un modelo de desarrollo que termina vulnerando los derechos humanos.
Quienes viven en estos territorios tienen la esperanza de ver cambios profundos para mejorar su bienestar y calidad de vida a partir del inicio de un proceso que culmine en una nueva Constitución. En este sentido, el proceso que estamos viviendo ahora abre una real oportunidad de reconstruir un ordenamiento constitucional que garantice un Estado de derecho en materia ambiental.
Diversos análisis de experiencia comparada de países de Latinoamérica (Colombia, Ecuador, Argentina, Perú) que han avanzado en la incorporación de disposiciones en sus Constituciones, orientadas a proteger el medioambiente y promover el desarrollo sostenible, han logrado definir directrices no solo en materia de regulación, sino también en limitar la aplicación de leyes que puedan contravenir estas disposiciones, incluyendo además la creación de nuevas instituciones que permitan asegurar los derechos ambientales ahí consagrados.
En un documento publicado por la Organización de los Estados Americanos (OEA) el 2015, que seleccionaba diversos ensayos sobre el Estado de derecho en materia ambiental, se señalaba que este tiene el propósito de lograr la equidad ambiental a través del acceso equitativo a la justicia y, en consecuencia, avanzar hacia el desarrollo sostenible garantizando un enfoque basado en el respeto a los derechos esenciales, tales como el derecho a la alimentación, el derecho al agua y el derecho a un medio ambiente sano. Es, continuaba, fundamental para la paz, el bienestar social y económico.
Ese mismo año, la Asamblea General de las Naciones Unidas lanzaba la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible; un plan de acción en favor de las personas, el planeta y la prosperidad, y también publicó los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), propósitos cuyas metas son de carácter integrado, indivisible y conjugan las tres dimensiones del desarrollo sostenible: económica, social y ambiental.
La devastación ambiental provocada por un desarrollo industrial desmedido, que ha causado crisis de salud y conflictos socioambientales que aún no se han logrado resolver, a pesar de los esfuerzos de diversos sectores públicos, privados y de la sociedad civil para priorizar e implementar acciones que promuevan un desarrollo más sostenible, nos recuerda que persiste un modelo de desarrollo que termina vulnerando los derechos humanos.
La declaración de la Agenda incluye un nexo intrínseco entre desarrollo sostenible y derechos humanos. Se supone, entonces, que los países que la suscribieron, entre ellos Chile, comparten una visión común de que los derechos humanos y el desarrollo sostenible son interdependientes y se refuerzan mutuamente entre sí, constituyendo compromisos y obligaciones diferenciados pero convergentes.
Lo cierto es que la propia Agenda reconoce que el aumento de las desigualdades, disparidades de oportunidades, la riqueza y el poder, los riesgos mundiales para la salud, el aumento de desastres naturales, el agotamiento de los recursos naturales, los efectos negativos de la degradación ambiental y en particular los daños provocados por el cambio climático, entre otros factores, han menoscabado la capacidad de los países para avanzar hacia este modelo de desarrollo y, en consecuencia, proteger los derechos humanos y garantizar una protección duradera del planeta y sus recursos naturales.
Antes del estallido social, el cambio climático y los problemas ambientales se encontraban en el centro del debate nacional. Chile a partir de su ofrecimiento de presidir la COP25 y en respuesta a los compromisos internacionales en la materia, asumía la tarea bajo el eslogan “#es tiempo de actuar”, de convencer a los países de elevar sus metas nacionales de reducción de emisiones, relevar la participación de la ciencia y la juventud en las discusiones climáticas y promover el enfoque de género, entre otros objetivos. A su vez, se hacían esfuerzos por acelerar la agenda pública ambiental y se llegaba a acuerdos multisectoriales para, por ejemplo, iniciar un proceso de carbono neutralidad al 2050. Aunque hubo un temor inicial de que estos temas quedaran relegados a un segundo plano frente a las demandas sociales y económicas que exigía la población durante la crisis social, la desigualdad como motor principal del descontento ciudadano incluyó, sin lugar a dudas, demandas directamente vinculadas con la transformación del modelo de desarrollo del país y la protección del medio ambiente, incluyendo la necesidad de proteger a los grupos más vulnerables de los impactos del cambio climático. Estas demandas hicieron eco no solo en las zonas de sacrificio, sino también en las comunidades rurales e indígenas que han sido golpeadas por la escasez hídrica, deterioro de su entorno natural y pérdida de alimentos.
En seguimiento a lo que establece la Agenda 2030 y los ODS, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en Chile lanzó el año 2017 las 10 claves ambientales para un Chile sostenible e inclusivo. Este documento quiso instalar en el debate técnico y político los temas que eran prioritarios para avanzar en una senda de desarrollo sostenible: diversificar la matriz productiva, fortalecer la institucionalidad ambiental, transformar las finanzas ambientales, fomentar la democracia y la equidad ambiental, aumentar la resiliencia y adaptación al cambio climático, así como reducir el riesgo de gestión de desastres, acelerar la transición energética, conservar la biodiversidad, garantizar la seguridad hídrica y disminuir la contaminación ambiental.
Todos estos temas incluyen recomendaciones que pretenden no solo contribuir a lograr transformaciones estructurales para avanzar hacia un modelo de desarrollo sostenible; también, a disminuir las desigualdades, reducir la pobreza y proteger el medioambiente de manera que todas las personas gocen de bienestar.
Sin embargo, lo anterior no es posible si no están asegurados los derechos humanos fundamentales y, en particular, aquellos de carácter ambiental, como el derecho al ambiente sano y equilibrado, derecho al agua potable y al saneamiento, derecho a la alimentación, derecho al acceso a energías renovables, derechos de las personas en casos de catástrofes y derechos de los desplazados ambientales.
En efecto, no estamos solamente ante la oportunidad de analizar y debatir sobre los derechos ambientales que debiesen ser garantizados en la actualidad; estamos ante la necesidad urgente de asegurar que contemos con una visión ampliada del medioambiente y, a su vez, integrada a un modelo de desarrollo que promueva su protección. Para lograr esta visión holística es fundamental que incorporemos en este camino constituyente principios que se consideran claves para lograr la sostenibilidad, principios que nacieron ya en 1992, en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, celebrada en Río de Janeiro, y que incorporan no solo aspectos de ética, integralidad, paz y derechos humanos, sino también de participación, justicia e información.
El principio número 10 de la Declaración de Río subraya la necesidad de reforzar el nexo entre desarrollo sostenible y derechos humanos, pues contribuirá a que se concreten los espacios de participación y acceso a la información ambiental que exigen procesos democráticos, cuyos resultados finales pueden ser el comienzo de un cambio de paradigma nunca antes soñado.
Aunque los pronósticos más verosímiles siempre pueden ser desbaratados por la Fortuna, los tiempos que corren parecen ser especialmente poco propicios para las predicciones. Hace poco más de un año, nadie habría podido imaginar la magnitud de la crisis en que estamos sumidos. Nadie habría podido imaginar, tampoco, el día del triunfo en la segunda vuelta de la elección presidencial o que ya durante el mandato del Presidente Piñera, y como consecuencia del estallido, se convocaría a un plebiscito para definir el destino de la Constitución del 80; que al estallido le sucedería una pandemia que, por una parte, aletargaría la efervescencia social y, por otra, golpearía gravemente la economía; que se autorizarían retiros de las AFP con ocasión de ese golpe y que, en fin, comenzaría el desmantelamiento definitivo del modelo neoliberal. Y todo ello sin contar con el recrudecimiento del conflicto en La Araucanía. Aunque no faltaran signos, es innegable que la actual es una constelación de eventos poco probables.
Sin embargo, por temerario que sea, resulta inevitable preguntarse por el futuro. Anticiparse, hacer apuestas. Las mías acerca del proceso constituyente no son particularmente halagüeñas. En lo que sigue daré razón de mis reservas que, espero, no resulten demasiado desalentadoras para el lector. En cualquier caso, y aunque por momentos no lo parezca, mi escepticismo no es catastrofista. Creo que el proceso constituyente enfrenta dificultades serias, pero no insuperables. Por lo demás, puesto que el proceso constituyente es la única vía para salir airosos de la actual crisis, no parece prudente desahuciarlo de antemano. En ocasiones, una cuota de optimismo, por pequeña que sea, puede ser un imperativo.
Oportunidades y riesgos
Después del plebiscito del 25 de octubre pasado, mi escepticismo puede parecer fruto de la obstinación. Primero, porque un plebiscito es el modo natural –seguramente el único modo, además en una democracia– de resolver una crisis tan profunda como la que se desató a partir del 18 de octubre de 2019; en segundo lugar, porque el muy contundente resultado del plebiscito revela no una polarización, sino un amplio consenso en torno a la necesidad de superar el actual modelo institucional y de desarrollo. De este modo, el plebiscito permitiría encauzar el malestar, sosegar los ánimos y dar una salida democrática y pacífica a un proceso que, quiérase o no, ha estado –por decirlo eufemísticamente– salpicado por la violencia.
Sin embargo, esa es una conclusión demasiado optimista.
Y no se trata de que yo crea que el plebiscito mismo fuera una mala idea. Por el contrario, posiblemente era la única oportunidad para superar la crisis social, sobre todo después del torpe manejo que el gobierno o personas asociadas a él hicieron de la crisis desde el primer momento (“estamos en guerra”, los alienígenas, etcétera); sobre todo, después de que las marchas continuaran o tuvieran lugar tras los episodios más violentos (como la destrucción del metro), y de que una parte no despreciable de la ciudadanía y de la misma clase política se mostrara indulgente con la violencia, cuando no la justificara derechamente. En un escenario como ese, un plebiscito es seguramente la única forma de dirimir las diferencias políticas y encauzar la discusión pública.
El problema, entonces, no es el plebiscito como tal, sino todo lo que a través de él (y de los procesos que vienen: la convención constituyente y el plebiscito de salida) se debe encauzar y contener. Me refiero con ello, fundamentalmente, a tres cosas: primero, las diferentes concepciones de lo que es una Constitución; segundo, la disposición al diálogo y el apego a las normas que lo hacen posible, y tercero, las expectativas que la ciudadanía tiene puestas en la nueva Constitución.
La elaboración de la nueva Constitución inevitablemente requerirá que los partidos políticos y/o los constituyentes independientes medien las demandas ciudadanas, de modo de poder conjugarlas con otras o de darles la forma general y abstracta que por definición debe tener una Constitución. Sin embargo, ese ejercicio no resulta aceptable para aquellos que no creen en ese tipo, digamos, elitista de mediación y/o esperan una Constitución con un fuerte ingrediente corporativo.
La situación ideal sería la siguiente: el plebiscito, la Convención Constituyente y el plebiscito de salida permitirán dar efectiva expresión al imperioso anhelo democrático al que la Constitución del 80 –la Constitución de Pinochet– reprimía y que desde octubre pasado ya no se pudo contener más. En virtud de todos esos procesos, el pueblo de Chile se podrá dar libre y soberanamente una Constitución a la medida de su propio criterio y juicio. Más aún, el pueblo de Chile –para decirlo al modo de algunos constitucionalistas– podrá en efecto constituirse como pueblo, al darse una Constitución con la que pueda identificarse. No sería, entonces, como ha ocurrido en todas las anteriores ocasiones: una Constitución hecha a la medida de los intereses de unos pocos por esos mismos pocos (la oligarquía), sino que sería genuina expresión del sentir popular. Con ello, además, se superaría, por fin, la división histórica que se remonta, al menos en la historia reciente, a la década del 60 y 70 del siglo pasado. Ciertamente, si ese fuese el resultado de todo el proceso de cambio institucional gatillado el 2019, entonces se trataría de un muy feliz resultado. Y se trataría de un resultado particularmente feliz si, además de lo anterior, la Constitución resultante contiene un marco que permita continuar con el desarrollo económico del país. Se trataría, así, de una Constitución confeccionada en democracia, libremente, que fortalecería (o “aseguraría, por fin, efectivamente”, según cómo se lo quiera ver) ciertos derechos sociales (educación, salud y pensiones).
Sin embargo, parece improbable que ese escenario ideal vaya a tener lugar. Por varias razones. La primera es que la elaboración de la nueva Constitución inevitablemente requerirá que los partidos políticos y/o los constituyentes independientes medien las demandas ciudadanas, de modo de poder conjugarlas con otras o de darles la forma general y abstracta que por definición debe tener una Constitución. Sin embargo, ese ejercicio no resulta aceptable para aquellos que no creen en ese tipo, digamos, elitista de mediación y/o esperan una Constitución con un fuerte ingrediente corporativo. Pienso aquí, sobre todo, en aquellos que imaginan que una Constitución “verdaderamente popular”, debería nacer y tomar forma a partir de las demandas y decisiones de las bases, de agrupaciones más pequeñas, como cabildos o asambleas vecinales, cuyas demandas van siendo recogidas de modo más o menos inalterado por instancias superiores; pienso también en aquellos que imaginan una Constitución redactada por gremios o con alta participación de los grupos gremiales: profesores, mineros, pueblos originarios, minorías sexuales, obreros, etcétera.
Se me podría objetar que quienes tienen esa concepción de lo que debe ser una Constitución y el modo de redactarla son una minoría. Puede ser. No sabemos qué porcentaje del 80% que votó por el Apruebo adhiere a esta concepción… suponiendo que hayan votado, pues quienes tienen esta concepción podían sentirse a priori decepcionados del proceso constituyente acordado el 15 de noviembre, toda vez que en él se dejó fuera de las alternativas para la redacción de la nueva Constitución la “Asamblea Constituyente”. En cualquier caso, quienes tienen esta concepción de la democracia y de lo que debe ser un proceso constituyente son, por regla general, los más críticos e insatisfechos con el actual modelo. No tardarán en elevar sus voces para denunciar el secuestro del proceso constituyente por la clase política.
Otra razón por la que el escenario ideal me parece de difícil cumplimiento, es la degradación de la discusión pública, en varios niveles. Esa degradación comprende, naturalmente, el progresivo –y en ocasiones olímpico– desinterés de los parlamentarios por las “razones técnicas” que aconsejan legislar de una manera en lugar de otra. Pero no me refiero primordialmente a esa degradación. Me refiero, más bien, a la falta de disposición dialógica y, sobre todo, a la validación de la protesta violenta como medio de presión política. El 17 de octubre de 2019 teníamos una democracia constitucional, con estado de derecho, etcétera. ¿No hubiera sido legítimo decir a la ciudadanía descontenta –aun cuando fuera el 80%– que debía esperar a la próxima elección para expresar ese descontento en las urnas?; ¿que podía –y debía– presentar su propio proyecto político para someterlo a votación en la próxima oportunidad, para comprobar la adhesión que concitaba, porque, después de todo, de eso se trata la democracia?
El que nadie en el gobierno ni en la oposición haya hecho eso, el que no hubiere sido tampoco factible y, más aún, que resulte hasta una candidez simplemente pensarlo, refleja, en mayor o menor medida, que la idea de que la voluntad popular se refleja en las elecciones y no “en la calle”, y de que la protesta violenta no es un aditivo aceptable de las marchas, eran ideas de hecho abandonadas tanto por parte importante de la sociedad civil como de la clase política. Dicho de otro modo, la idea de la voluntad formal parece haber cedido a la idea de una voluntad sustantiva, agonal incluso, que, dicho sea de paso, puede ser altamente inestable. Y aunque a algunos les acomode más que a otros, en el reconocimiento de esa voluntad sustantiva parece encontrarse la única –y penosa– concordancia que existe entre los distintos partidos políticos del Chile actual.
¿Por qué cabría esperar mayor disposición al diálogo en la convención constituyente? El 80% podría invitar a tener fe, pero a menos que exista una inusitada sintonía entre los constituyentes o entre estos y la ciudadanía (sobre todo aquella proclive a la protesta violenta), esa fe solo parece destinada a sostener a los más entusiastas.
El advenimiento de ese concepto de democracia explica en gran medida la naturaleza de la actual discusión parlamentaria (enconada e intransigente, refractaria a los acuerdos), y de sus métodos (abuso de las acusaciones constitucionales y parlamentarismo de facto).
Así las cosas, ¿por qué cabría esperar mayor disposición al diálogo en la convención constituyente? El 80% podría invitar a tener fe, pero a menos que exista una inusitada sintonía entre los constituyentes o entre estos y la ciudadanía (sobre todo aquella proclive a la protesta violenta), esa fe solo parece destinada a sostener a los más entusiastas. Bajo el actual ethos de nuestra democracia, nada asegura que la discusión constitucional pueda sustraerse ya del espíritu faccioso que embarga a nuestros políticos, ya del clamor de la calle.
La última razón de mi escepticismo estriba en las enormes expectativas que gran parte de la ciudadanía tiene de la nueva Constitución. Como es obvio, una nueva Constitución no satisfará por sí sola esas expectativas, aun cuando estas quedaran limitadas únicamente a la salud, la educación y las pensiones. De nada servirá que la nueva Constitución consagre un extenso Estado de bienestar si no se aseguran los medios para financiarlo. Y el aseguramiento de esos medios requiere la pervivencia, en esencia, del sistema neoliberal. De lo contrario, la nueva Constitución será un mero ejercicio de demagogia, que satisfará a la ciudadanía en el corto plazo, pero la decepcionará, no en el largo, sino en el mediano plazo. Sin embargo, esa pervivencia significa que la vida de la gente no cambiará tanto como muchos esperan: no se acabarán las colas en los consultorios, no mejorará instantáneamente la educación pública; no mejorarán sustantivamente las pensiones. El advenimiento del bienestar seguirá dependiendo, a fin de cuentas, del mayor o menor crecimiento económico de que disfrutemos.
La importancia del centro
Chile debía resolver su problema constitucional: una sociedad no puede permanentemente estar discutiendo acerca de su Constitución. La Constitución debe ser el marco de la vida política, no la manzana de la discordia que constantemente la divide.
Sin embargo, parece que tenemos que enfrentar el desafío de darnos una nueva Constitución en una situación particularmente adversa. En Chile se ha hecho mucha demagogia con la nueva Constitución. Se espera con ella conjurar el malestar que se atribuye al sistema neoliberal. Sería una desgracia que esa esperanza se trocara en decepción y que, eventualmente, esa decepción alimentara protestas o un nuevo estallido, nada más promulgada la nueva Constitución. Eso la condenaría a una rápida obsolescencia y a la sociedad chilena, a un estancamiento prolongado.
Podemos ahorrarnos todo eso. Pero para ello es preciso que las fuerzas políticas moderadas guíen el proceso constituyente y acuerden, en lo fundamental, el contenido de la nueva Constitución. El resultado puede ser algo deslucido pero, después de todo, las democracias funcionales exigen siempre ciertas renuncias. La asunción de esa verdad –esta vez por iniciativa propia y no bajo la presión de una democracia protegida– sería una ganancia invaluable.
Podemos imaginar un Chile deseado, otro temido y otro previsto. El futuro abre este horizonte alternativo y lo puebla de visiones. Entre el deseo que proyecta y la premonición que pronostica, hay mucho espacio para la anticipación. Supone fantasear libremente el país que se quiere, el que se teme, o bien, barajar las cartas desde la realidad que se tiene. La imagen que se urde puede fundirse con cualquiera de estos materiales o con una argamasa de todos ellos.
Quisiera partir por el deseo, y distinguirlo de la utopía. Ambos ejercicios surgen desde la ausencia. La utopía es, por definición, un no-lugar (u-topos) y el deseo es el lugar de una falta. En ambos casos cuenta lo que se quiere y no se tiene. Pero la utopía fantasea un orden futuro, mientras el deseo apunta solo a su actualización. Zurcida la falta, el deseo se difumina hasta que vuelva a emerger la urgencia por colmarlo. Esta actualización suele ser caótica y discontinua. Consta de un caprichoso llenarse y vaciarse. Desencaja el presente por intersticios y no por cimientos. No contempla el sudor de la obra gruesa, sino el espasmo de sus grietas.
En el Chile que imagino desde el lugar del deseo aprovecho esta diferencia. Hablando desde el deseo y no desde la utopía, no fantaseo un orden sino un flujo: deseo de un país embarcado en el torrente de un devenir donde se abren fisuras en que la realidad ya no es lo que se presumía. Estos deseos tienen más que ver con revueltas que con revoluciones. En la escena de su actualización, el deseo –ese que yo imagino o desde el que imagino–, hay desborde y descentramiento. No está sometido al imperativo de edificar ni de disolver. Atrae por su pálpito y efecto de apertura.
Pero más allá de la energía misma, el deseo tiene contenidos ¿Cuáles son, en mi país imaginado, esos objetos de deseo? Pienso en cinco vectores de progresividad para proyectar Chile desde esta voluntad deseante: justicia social progresiva en las distintas esferas distributivas, empatía progresiva en círculos que se amplían, secularización progresiva en las costumbres y gustos, libertades civiles y políticas progresivas y sostenibilidad ecológica progresiva. No es el punto, ahora, explicar cada uno de estos vectores. Insisto, más bien, en la idea de progresividad, que desde la perspectiva del deseo tiene más de febril que de fabril. No connota gradualidad. Incluye el desborde y la agitación: combustión de una sociedad prendida y que no deja de pensarse a sí misma como objeto de deseo. Progresivo, no progresista. Un Chile abierto de mente hasta el desgarro, con sus potencias bien repartidas en todo sentido (desde el conocimiento y el poder hasta el bienestar y el reconocimiento), limpio en el aire y frugal de espíritu, aventurado en reinventar formas de habitar y producir, extravertido, entusiasta con la excentricidad, impregnado de buena onda.
Este deseo de progresividades puede sonar cándido a oídos que se precian de críticos y de realistas. Falta colgarle broches consagrados: ¿dónde está la participación, la democracia, el sentido de pertenencia, la solidaridad, la prosperidad económica, los equilibrios macro, el Estado social? Adhiero, por supuesto, a todo esto. Pero lo hago más desde la convicción que desde el estómago, desde el acervo de los valores más que desde el flujo de los deseos.
Hasta aquí la imaginación deseante. Pero en las antípodas rugen las pesadillas, que también fantasean futuros. O más bien se sienten perseguidos por ellos. En Chile no faltan los fantasmas fóbicos, activados entre el estallido, la pandemia y la sombra de la hoja en blanco para una nueva Constitución: retorno del caos, odio de clases, anomia, insensatez, “farreo” del modelo, regresión a la barbarie, reguero de la violencia. Estas fobias se hacen más crudas cuando provienen de élites blindadas en sus territorios (las tres comunas, el triángulo de las bermudas que se traga los vuelos del igualitarismo), celosas por mantener sus privilegios y endogámicas hasta el límite de la promiscuidad.
¿Qué imaginar, en lo personal, al enrocar perspectivas y posicionarse desde la corazonada del mal agüero? Un abanico de sombras posibles se ciñe sobre la asamblea constituyente: o bien que después de tanta movilización algo cambie en el margen para que nada cambie de verdad, y el proceso constitucional se empantane en rigideces sectarias que terminan en “suma cero”; o que un catálogo de exigencias traslade el poder político a la discrecionalidad de los jueces; o que los ritualismos de juristas autorreferentes u operadores políticos ladinos impidan, con artimañas leguleyas, cualquier cambio sustancial; o bien que cada letra de cada palabra de esa nueva hoja de ruta se dispute a muerte, en un espiral de agitación y violencia que lo paraliza todo; o que se imponga el dogma sobre la conversación, la invectiva sobre la inventiva, y las negociaciones bajo la mesa por sobre los nuevos pactos. De deseos auspiciosos y sospechas agoreras se derivan tantos futuros como combinaciones posibles en una partida de ajedrez.
No olvidemos que el estallido social descentró el espectro ideológico del país y del sistema político, moviendo parte de la derecha al centro, parte del centro a la izquierda, parte del liberalismo a la socialdemocracia, parte del Estado subsidiario al Estado social, parte de las costumbres a su cuestionamiento, y parte de los roles asumidos a roles interrogados. Y que el plebiscito por una nueva Constitución lo tuvo que convocar un gobierno de derecha que nunca quiso hacerlo, luego que el gobierno más a la izquierda desde 1990, queriendo hacerlo, no lo logró.
Dejemos, ahora, descansar el campo del deseo afirmado o negado, para volcarnos a la imaginación comprendida en su lado de premonición: como una proyección verosímil desde el lugar que habitamos y la contingencia emergente. ¿Qué país imaginar desde esta combinación de instituciones, poderes, avances, desigualdades, resistencias, revueltas sociales, catástrofes sanitarias y un plebiscito en que el Apruebo y la Convención Constitucional ganaron por goleada? Allí se bifurcan los escenarios. Resumo aquí, o más bien desgloso, mi propio Chile imaginado, contrabandeando el deseo –lo reconozco– desde una apreciación que se presume de premonición: a) una sociedad con menos privilegios, con una distribución más justa de oportunidades y derechos efectivos, y un acceso universal a mínimos-no-tan-mínimos para protegernos donde más vulnerables somos (salud, seguridad social, abusos, precariedad de ingresos, condiciones ambientales); b) con derechos cada vez más internalizados e informados, y donde estos se amplían hacia nuevos campos de la vida, o viejos campos que nunca estuvieron instituidos (género, identidades sexuales, minorías étnicas, migrantes, derechos ambientales y digitales); c) un cambio en la forma de adquirir información y conocimientos que no solo revoluciona el modo y el uso, sino también su acceso y su progresividad entre grupos de distintos ingresos, edades y lugares; d) un sistema político y partidario menos endogámico, más permeable, con menos intereses creados, que privilegie su sentido de misión, minimice ambiciones personales, y se ponga al día para ver cuáles son las nuevas aspiraciones y sensibilidades colectivas que está llamado a representar; e) una composición territorial que vaya desconfinando a los excluidos y ensanchando el acceso a bienes públicos, y minimice la segregación espacial que tanto se superpone a las diferencias socioeconómicas y culturales; f) un salto hacia la democracia digital en doble sentido: poder participar de las decisiones y deliberaciones a través de la fluidez de la pantalla, pero donde se democratice, a la vez, el acceso mismo a la conectividad; g) un país cada vez más amigable en lo ambiental, que convierta en política de todos el cambio en su matriz energética y alimentaria, y las regulaciones relativas a bienes públicos como el agua, la tierra y el aire; h) un intercambio comunicacional cada vez más transparente en lo público, pero también más decidido a preservar la privacidad de lo íntimo y lo personal ante las amenazas del mundo digital y de las redes; i) una regulación pública que sancione y penalice las malas prácticas, tanto políticas como empresariales, y sobre todo las que vinculan estas dos esferas; j) un desplazamiento desde la matriz liberal hacia una socialdemócrata, con una fiscalidad más progresiva y con más capacidad para transferir ingresos, y prestaciones, desde sectores altos o sectores bajos, urbanos a rurales, de mayorías a minorías étnicas, de zonas más ricas a zonas más carenciadas, y de hombres a mujeres; k) una liberalidad en las costumbres que se siga ensanchando en campos como los valores, las preferencias sexuales, las identidades culturales y el lugar de origen; l) una igualdad de género que transite desde lo instituido hacia lo internalizado, y donde se distribuyan responsabilidades y beneficios de manera equitativa; m) una sociedad en que el envejecimiento de la población se vaya enfrentando con sistemas nacionales de cuidado y programas públicos para enriquecer la vida y autonomía de los mayores; n) un país integrado al mundo, recreando su inserción, nutriéndose de la diversidad de culturas e historias, innovando con energías limpias y conocimiento creativo en su relación productiva con el resto del planeta.
Se dirá que todo lo anterior sigue anclado al reino del deseo y no del país que imaginamos desde el lugar donde estamos. Sí y no. Por un lado, doy por hecho que nada de lo anterior carecerá de conflictos, desacuerdos, avances y retrocesos. Pero visto en onda larga, confío en su progresividad. Por otro lado, no hay punto de los mencionados en la profusa lista que hoy no sea objeto de demandas, de debate político y del mosaico, por ahora disperso, que esboza el horizonte de futuro.
Lo recién planteado trasunta un sesgo auspicioso, en el que lo que se imagina se desprende “en positivo” de ese mismo mosaico. Este sesgo no es azaroso y se forja en la contingencia: no olvidemos que el estallido social descentró el espectro ideológico del país y del sistema político, moviendo parte de la derecha al centro, parte del centro a la izquierda, parte del liberalismo a la socialdemocracia, parte del Estado subsidiario al Estado social, parte de las costumbres a su cuestionamiento, y parte de los roles asumidos a roles interrogados. Y que el plebiscito por una nueva Constitución lo tuvo que convocar un gobierno de derecha que nunca quiso hacerlo, luego que el gobierno más a la izquierda desde 1990, queriendo hacerlo, no lo logró.
Falta completar el puzle, imaginando el futuro desde aquellas otras fuerzas que no nos gustan y que forman parte del acervo activo que hoy recalienta la política, ocupa la prensa y circula en los imaginarios colectivos. La globalización capitalista (con sus desequilibrios y riesgos en todos los frentes), la pandemia, el estallido social, el conflicto de clases y la crisis de la política componen el clima para la tormenta perfecta. El plebiscito, con su elocuente resultado, puede operar como fuelle o como filo. El fuelle implica amortiguadores para los conflictos, el descenso de la violencia, una nueva cultura deliberativa para enriquecer la democracia y apertura para pensar el futuro con menos ortodoxias y preconceptos. El filo sugiere una asamblea capturada por confrontaciones que no encuentran mediación, el eterno retorno de la concentración del poder en las élites políticas y económicas, y todo esto en tiempos del ajuste fiscal pospandemia, con el más alto desempleo y la mayor vulnerabilidad social vista en mucho tiempo. Desenlace posible: la recurrencia de las violencias (insisto en el plural) como recurso para imponer el orden o impugnarlo, el dominio de unos o la resistencia de otros, la invisibilización o la visibilización, la preservación o el cuestionamiento de intereses de clase, la necesidad de expresar o la voluntad de acallar, la transgresión de la ley o sus usos espurios, la ausencia de Estado o su errática presencia.
Quiero terminar con dos consideraciones. La primera es que Chile vivió, en un solo año, una intensidad histórica inédita: estallido social, pandemia y plebiscito. Las elecciones del domingo 25 de octubre ocurrieron a un año de la manifestación pública más grande de la historia del país. El estallido tuvo el triple efecto de exponer el descontento social, amalgamar una profusión muy diversa de demandas frustradas y forjar una nueva cultura de resistencia y protesta al calor mismo del estallido. La pandemia obligó, en sentido contrario, a un nivel de reclusión y disciplinamiento social sin precedentes en la memoria de quienes estamos vivos. El plebiscito implica, por un lado, la descompresión del mundo respecto de la pandemia y por el otro, la canalización de las energías desatadas por el estallido. En ese cruce vivimos y desde allí imaginamos mucho de lo que viene.
Aún así, a la luz del estallido, del descentramiento político que provocó y de la conquista simbólica que implica ponerle fin, por goleada, a la Constitución consagrada en dictadura, no puedo dejar de imaginar un Chile distinto en esta cita a ciegas con el futuro. Un país más conectado al deseo colectivo y sus imprevisibles modulaciones, más empático ante la fragilidad del día a día, más exigente en políticas redistributivas, con más ganas de encontrarse que de encapsularse, sabiendo que no siempre las cuentas cuadran cuando cuentan lo que debieran contar.
Cierto: la imaginación sigue siendo un potro indomable que trepida en el establo. No hay ecuación perfecta entre deseo, fobia y principio de realidad.
El 9 de septiembre de 2016, en medio de la campaña presidencial, una imprudente y crudamente honesta Hillary Clinton dijo en público lo que muchos de sus partidarios expresaban en privado: “La mitad de los votantes de Trump son una cesta de deplorables”. Los acusó de “racistas, sexistas, homofóbicos y xenófobos”. La frase le costó cara, porque los aludidos se cobraron revancha el 8 de noviembre de ese año, cuando Donald Trump sorprendió al derrotar a la candidata demócrata y se convirtió en el 45° Presidente de Estados Unidos.
Cuatro años después, el “deplorable” Trump ha sido vencido en unos comicios que más parecieron un referéndum sobre él y su carácter, que la típica competencia a dos bandas entre candidatos rivales. El triunfo de Joe Biden les permitirá a los demócratas retomar el control de la Casa Blanca. Sin embargo, se trata de una victoria agridulce, lejos de la revancha demoledora que esperaban. No solo porque Trump consiguió 73 millones de votos, más que ningún otro candidato presidencial republicano en la historia y 10 millones por encima de lo que obtuvo en 2016, sino también porque el resultado dejó establecido que el “trumpismo” no fue un accidente ni flor de una sola elección. Por el contrario, el respaldo obtenido en las urnas y la posibilidad de que el presidente compita de nuevo en 2024, dejan en claro que el movimiento encarnado por Trump encuentra su raíz en corrientes profundas que agitan a la sociedad norteamericana.
Trump presentó dura batalla a Biden, pese a que las encuestas y los medios proyectaban un triunfo fácil para quien fuera vicepresidente en el gobierno de Barack Obama. Aunque las victorias en algunos “estados pendulares” le permitieron ganar al candidato demócrata, todas ellas fueron estrechísimas, algunas milimétricas: 20 mil votos en Wisconsin, 30 mil en Nevada, 11 mil en Arizona, 14 mil en Georgia. Gracias a la masiva participación, los republicanos están en condiciones de retener su mayoría en el Senado y han reducido la diferencia que los separaba de los demócratas en la Cámara de Representantes, que podría llegar a ser la menor desde 1919. También avanzaron en las legislaturas y gobernaciones estatales. La prometida “ola azul” no tuvo lugar.
Lo que sí se verificó fue una ratificación del poderío electoral de los republicanos bajo el liderazgo de Trump. Pese a contar con muchos menos fondos que Biden, la campaña republicana logró enfervorizar a sus partidarios. En ello jugó un rol clave el propio candidato, que recorrió de manera frenética los estados clave para motivar la participación de sus seguidores. De hecho, en 2018, para los comicios de mitad de período, los republicanos sufrieron derrotas desastrosas en todos los niveles; este año, en cambio, contuvieron a los demócratas en casi todas partes. ¿La diferencia? Donald Trump estuvo en campaña en 2020, no en 2018.
Trump controla el Partido Republicano, porque es dueño de sus votos. Sin duda que ello enerva a la élite tradicional de ese partido, muchos de cuyos integrantes llamaron a votar por Biden en esta ocasión. Para desgracia de este grupo, Trump ha impuesto un nuevo paradigma electoral en un país fisurado económica y culturalmente. Ha identificado una tendencia de largo aliento y la ha convertido en un movimiento político de enorme arrastre popular y poderío electoral. Los “deplorables” constituyen una fuerza que no puede ser descartada.
‘La evolución de la sociedad americana ha conducido a la formación de clases que son distintas en tipo y grado de separación de cualquier cosa que esta nación haya conocido. Si la divergencia entre estas clases separadas continúa, pondrá fin a lo que ha hecho que Estados Unidos sea Estados Unidos’, escribió el sociólogo Charles Murray.
La habilidad de Trump consistió en darles voz y causa a quienes no contaban con lo uno ni lo otro. Por mucho tiempo, la dirigencia republicana había venido desarmando el exitoso pacto que creó Ronald Reagan con sus votantes a fines de la década de 1970. Reagan fue el gran “fusionista” de una derecha fragmentada: para unirla, postuló una eficiente mezcla de anticomunismo, conservadurismo social y liberalismo económico, y le agregó carisma personal. Como señala Robert P. George, profesor de la Universidad de Princeton, terminada la Guerra Fría y muerto Reagan, el liderazgo republicano se fue convenciendo progresivamente de que el conservadurismo social era una causa perdedora y de que era necesario reemplazarla por el liberalismo, manteniendo la adhesión al libre mercado. Trump, en cambio, se dio cuenta de que con este diagnóstico, a los republicanos les resultaría imposible ganar, algo en lo que coincidían los demócratas, que se fueron autoconvenciendo de que su imbatibilidad electoral sería consecuencia ineludible de una demografía favorable y del apoyo que eran capaces de recabar entre distintas tribus identitarias. Incómodo en un tablero perdedor, Trump decidió patearlo y jugar en otro. “Lo que él descubrió fue que el camino a la victoria consistía en combinar conservadurismo social con populismo económico”, afirma George. La consecuencia duradera y significativa de la genialidad electoral de Trump, sostiene, “es que el Partido Republicano ve ahora que sus élites estaban equivocadas, que este es hoy un partido de la clase trabajadora y que comparte los valores socialmente conservadores y económicamente populistas de esta”. Y reafirma la durabilidad de este nuevo arreglo: “Trump puede irse, pero esa filosofía quedará”.
Resulta evidente que Trump advirtió algo que otros no fueron capaces de identificar. Donde Hillary Clinton, los demócratas y el establishment en general veían un grupo en extinción, condenado a ser superado por la historia y el progreso, Trump detectó una cultura invisibilizada y resentida por décadas de postergación y olvido.
En 2012, el sociólogo Charles Murray publicó Coming Apart, un libro que, cifras en mano, exponía la creciente brecha entre grupos sociales de raza blanca en Estados Unidos. Por un lado, los globalizados, bien instruidos, profesionales, estables y felices residentes de los seguros suburbios acomodados; por otro, los desarraigados, económica y laboralmente vulnerables, desencantados y no especializados habitantes de los barrios urbanos peligrosos. Murray analizó toda clase de indicadores sociales entre 1960 y 2010. Lo que descubrió fue preocupante: “La evolución de la sociedad americana ha conducido a la formación de clases que son distintas en tipo y grado de separación de cualquier cosa que esta nación haya conocido. Si la divergencia entre estas clases separadas continúa, pondrá fin a lo que ha hecho que Estados Unidos sea Estados Unidos”. Las tasas de divorcio, la posibilidad de ir a la cárcel, la dependencia de drogas, los niveles de infelicidad y la precariedad laboral, entre otros, eran radicalmente mayores en los sectores donde habitaban los “deplorables”. Peor aún: la diferencia continuaba ensanchándose. En Estados Unidos convivían dos realidades que se estaban distanciando cada vez más.
La realidad en cifras que describió Murray fue retratada con crudeza y acierto en primera persona por J. D. Vance, en su relato autobiográfico Hillbilly Elegy (2016). Allí narra su existencia como un miembro de esa clase blanca postergada, pero inflamada de patriotismo, que veía con indignación cómo el Estado ayudaba a minorías beneficiadas por programas de acción afirmativa, pero pasaba de largo ante las urgencias sociales y carencias familiares y afectivas de él y sus amigos. Debido a la inestabilidad de su madre adicta a las drogas, Vance fue acogido por una abuela exigente y ruda que logró sacarlo adelante y enviarlo a universidades de prestigio. Pero sus amigos no tuvieron igual suerte: muchos de ellos sucumbieron a la postración, el resentimiento y el abuso de las drogas. Fue este segmento relevante de una población desgastada el que apoyó masivamente a Trump en 2016 y que volvió a votar por él en 2020. Trump les prometió que los iba a proteger y que reviviría las industrias poniendo a “Estados Unidos primero”. Vance escribió: “‘Hacer a América Grande de Nuevo’ puede sonar trillado para algunos, pero para gente desorientada por la pérdida de la vida cívica y que dejó de creer en el sueño americano, es música para sus oídos”.
Pese a la distancia que los separa, tanto liberales como conservadores parecen partir de una referencia común: la nostalgia por la grandeza perdida. Ambos echan de menos al Estados Unidos de la posguerra, una época de cohesión y prosperidad que todos recuerdan con cariño y que ambos bloques quieren recuperar.
La diferencia entre el país azul (demócrata) y el país rojo (republicano) se ha ido haciendo cada vez más pronunciada: los demócratas ganan con facilidad en los centros urbanos y suburbanos, en los estados del noreste y costeros, gracias al voto de ciudadanos cosmopolitas, sin afiliación religiosa, multirraciales, profesionales y educados. El respaldo a los republicanos, en cambio, proviene mayoritariamente de residentes blancos (aunque en las elecciones de este año creció también entre ciudadanos afroamericanos y de origen latino) y religiosos de los estados del sur y del interior, que viven en ciudades y pueblos pequeños o en el campo, y cuya referencia es local. La diferencia, sin embargo, no se limita a aspectos raciales, demográficos o geográficos; también es cultural. Los demócratas tienden a ser liberales, mientras que los republicanos son conservadores.
El periodista Christopher Caldwell sostiene, en The Age of Entitlement (2020), que la grieta cultural en Estados Unidos resulta insalvable, porque cada bloque es leal a su propia Constitución. Los conservadores, afirma, apuntan como referencia al documento redactado en 1787 por los Padres Fundadores, que pone especial énfasis en la libertad entendida como ausencia de tiranía y establece para ello la existencia de un Estado pequeño, poblado de pesos y contrapesos, y la vigencia de una Carta de Derechos que garantiza la libertad individual frente al poder potencialmente opresor del Estado. Caldwell indica que, a partir de la década de 1960, sin embargo, se ha ido creando una “Constitución rival que a menudo es incompatible con la original”. La denomina la “Constitución de 1964”, porque ese año se dictó el Acta de Derechos Civiles, la que marcaría esa época efervescente. También pone en el centro la libertad, pero entendida como liberación personal de los “tabúes” de la tradición y el dogma, vistos como limitantes ilegítimos de la autonomía personal en asuntos como la moral sexual, la religión o la necesidad de un Estado de bienestar que garantice y financie derechos sociales. Según Caldwell, “mucho de lo que en los años recientes hemos llamado ‘polarización’ o ‘incivilidad’ es algo más grave. Es el desacuerdo acerca de cuál de las dos Constituciones debe prevalecer: la de iure de 1787 o la de facto de 1964”.
Pese a la distancia que los separa, tanto liberales como conservadores parecen partir de una referencia común: la nostalgia por la grandeza perdida. Ambos echan de menos al Estados Unidos de la posguerra, una época de cohesión y prosperidad que todos recuerdan con cariño y que ambos bloques quieren recuperar. En sus memorias La audacia de la esperanza (2006), Barack Obama anota que “una de las pocas cosas en la que coinciden los comentaristas liberales y conservadores es en esta idea de un tiempo antes de la caída, una era dorada en Washington cuando, sin importar qué partido estaba en el gobierno, reinaba la civilidad y el Estado funcionaba”. En la elección de 2020, tanto Trump como Biden construyeron sus campañas en torno a mensajes que prometían un retorno a ese pasado glorioso: el primero, insistiendo en hacer grande de nuevo a Estados Unidos; el segundo, afirmando que Estados Unidos debe volver a liderar y “estar de nuevo en la cabecera de la mesa”.
El problema, obviamente, radica en que se trata de nostalgias que ponen los énfasis en aspectos diferentes y contradictorios. El diagnóstico es común, pero la receta para superarlo es muy distinta.
A partir de los 90, como consecuencia de su triunfo en las llamadas “guerras culturales”, los liberales creyeron que, por fin, habían vencido definitivamente a los conservadores. Sin embargo, no supieron darse cuenta de que la victoria dejó heridos en el camino. Hoy, los caídos y postergados han vuelto a levantarse, impulsados por el liderazgo de un presidente al cual los liberales detestan con todas sus fuerzas. Estos parecían seguros de que las elecciones de 2020 representaban la oportunidad para deshacerse de una vez por todas de Trump y el movimiento de “deplorables” que encabeza. Aunque recuperaron la Casa Blanca, se han visto obligados a aceptar que la batalla recién comienza y que el “trumpismo” es mucho más que una pesadilla pasajera. Como tituló The New York Times a mediados de noviembre, “no hubo knockout, así que demócratas y republicanos se reagrupan para el siguiente round”.
Donald Trump ya no es más presidente. Se acabó la anomalía Trump. ¿No es así? Pues bien, es una medida del extraño y desmedido impacto del hombre el que los peritos ya estén hablando de trumpismo.
Los tipos liberales de izquierda anticipan su regreso como los devotos del cine de Brian de Palma anticipan la mano de Carrie saliendo de la tumba: Trump viene para arrastrarlos a la oscuridad. Los radicales de derecha –conservador ya no parece el término apropiado– hablan de trumpismo, porque él fue la persona que potenció su disparatada coalición de una manera que ninguna otra lo ha hecho. Casi escribí político en lugar de persona, pero Trump no es un político. Es un “líder”, alguien en quien la gente proyecta sus propios deseos.
La presidencia de Trump fue el producto final de dos vertientes de la vida estadounidense que se unieron después de un cuarto de siglo de desarrollo independiente. La primera, la evolución del Partido Republicano desde un bloque de intereses diversos hasta una facción radical construida alrededor de una única idea: ganar el poder absoluto y hacer de Estados Unidos un estado de partido único regido por personas dedicadas a hacer recortes de impuestos para los ricos y llenar los tribunales federales de jueces que podrían revertir el contrato social de la era del Nuevo Trato y los derechos civiles.
El expresidente de la Cámara de Representantes, Newt Gingrich, inició este proceso hace más de un cuarto de siglo. Fue el primer republicano prominente que vio en Donald Trump al hombre que podía cumplir los sueños del partido moderno. Gingrich escribió más tarde, en 2018: “Los Estados Unidos de Trump y la sociedad post-estadounidense que representa la coalición anti-Trump son incapaces de coexistir. Uno simplemente derrotará a la otra. No hay lugar para concesiones. Trump ha entendido esto perfectamente desde el día uno”.
Imagine que Trump no se hubiera postulado para presidente y que Marco Rubio o Ted Cruz o incluso Jeb Bush se hubieran convertido en presidente. ¿Habría ese trío seguido una agenda sustancialmente distinta? Recortes de impuestos que favorecieran a los donantes acaudalados del partido, nombrar tres jueces de la Corte Suprema de derecha, restringir la inmigración, eliminar las regulaciones ambientales. Todos la habrían llevado a cabo. Habría habido un repliegue en contra de China en la esfera del comercio, al menos retóricamente. Y todos habrían contribuido al floreciente etnonacionalismo que ha evolucionado globalmente desde el colapso de 2008.
Pero lo que ninguno de ellos podría haber hecho es demoler las normas y costumbres del buen gobierno para incorporar esta agenda. La razón por la que Trump destruyó a esos tres hombres para obtener la nominación republicana fue el carisma de un histrión. Lo que Gingrich vio en él es lo que la mitad del país vio en él: un tipo seguro de sí mismo, que no deja pasar una y que había superado las sutilezas retóricas de la política. Era más conocido para muchos votantes que Cruz, Rubio y otros, a través del reality show El aprendiz, por su nombre en los casinos donde perdieron dinero y, por supuesto, por Fox News.
Los medios de comunicación son la segunda corriente que ayudó a crear la presidencia de Trump. El “aislamiento” de la sociedad estadounidense ha sido destacado desde hace tiempo, pero cuán incomprensibles se han vuelto las personas entre sí después de un cuarto de siglo y más de estar en entornos mediáticos tan diferentes, es lo que abrumó al lado anti-Trump. Las mismas personas que veían a Gingrich como un fanfarrón, al comentarista Rush Limbaugh como un payaso maligno y a Fox News como algo que solo veía su tío loco, no podían empezar a comprender cuántos de sus conciudadanos aceptaban su visión de mundo.
Para poco más de la mitad de la población, una figura como Trump, al lograr primero la nominación republicana y luego, a través del anacronismo del colegio electoral, ganar la presidencia a pesar de que Hillary Clinton lo superó por tres millones de votos, es un shock que nunca desaparecerá.
Trump pesará sobre la conciencia de Estados Unidos durante mucho tiempo. Para algunos, estos últimos cuatro años serán una fuente de trastorno de estrés postraumático. Temerán constantemente un resurgimiento del trumpismo y eso no es algo malo. Con suerte, dejarán de reírse de las personas cuya visión del mundo está moldeada por Fox News y, finalmente, comprenderán la naturaleza de la lucha en la que se encuentran inmersos.
Esto fue profundizado por las redes sociales, especialmente Twitter. Los tuits de Trump se convirtieron en la principal forma en que él se comunicaba con el país. Y aquellos que se oponían a él, hicieron el trabajo en su favor en esa plataforma. El mes pasado, el Centro de Investigaciones Pew publicó un análisis de Twitter, que encontró que “solo el 10% de los usuarios produjo el 92% de todos los tuits de adultos estadounidenses desde noviembre pasado y que el 69% de estos usuarios altamente prolíficos se identifican como demócratas o independientes de tendencia demócrata”.
La inferencia es que Trump tuitea algo descabellado y millones de anti-Trump lo retuitean, propagando su mensaje como una persona sin mascarilla con covid propaga la pandemia. Pero el Twitter anti-Trump está tan lejos de la realidad objetiva como Fox News o Limbaugh. El desastroso cierre de periódicos locales en Estados Unidos –dos mil han cerrado en los últimos años– ha cortado una fuente fundamental de conocimiento para los estadounidenses sobre el vasto y complejo país en el que viven.
Twitter ha reemplazado a estos periódicos como fuente de información, pero no es periodismo. Y crea una imagen engañosa de lo que está sucediendo. Fui a una manifestación en favor de Trump en Scranton, Pensilvania, el día antes de la votación. La impresión que me había formado en Twitter de lo que podía esperar no se parecía en nada a la realidad. La mayoría de las personas usaba máscaras, eran abrumadoramente de clase media y, francamente, de apariencia normal. ¿Comportamiento demente? No es lo que yo vi. Es fácil descartar a las personas si crees que están locas. Es amedrentador cuando te das cuenta de que no lo están.
Al final, sin embargo, Trump fue demasiado agotador para la mayoría de los estadounidenses. Joe Biden, que había fracasado estrepitosamente en sus dos intentos previos de obtener la nominación demócrata, se encontró, a la edad de casi 78 años, como el hombre correcto en el lugar correcto en el momento correcto.
La pandemia está afectando a la gente. Y el espectáculo de Trump se había desgastado. La gente quiere que la tranquilicen un poco. Biden no es nada sino tranquilizador. Básicamente, ganó las elecciones en el primer debate cuando le dijo a Trump, con voz de exasperación: “Cállate, hombre. Esto es tan poco presidencial”. Habló en nombre de la mayoría de los estadounidenses.
Trump pesará sobre la conciencia de Estados Unidos durante mucho tiempo. Para algunos, estos últimos cuatro años serán una fuente de trastorno de estrés postraumático. Temerán constantemente un resurgimiento del trumpismo y eso no es algo malo. Con suerte, dejarán de reírse de las personas cuya visión del mundo está moldeada por Fox News y, finalmente, comprenderán la naturaleza de la lucha en la que se encuentran inmersos. Para los republicanos, cuando Trump haya terminado de poner en duda los resultados de las elecciones, tendrán otro resentimiento que nunca desaparecerá.
El poder de Trump, ya sea que se lo vea como un líder o como un demonio, es que le dio forma humana a un hecho que lo precedió y que continuará después de su partida: Estados Unidos está peligrosamente dividido, sin la sensación de que la sociedad restañará pronto sus heridas.
Michael Goldfarb es periodista y miembro de la Kennedy School of Government de la Universidad de Harvard. Este artículo, que apareció originalmente en The Guardian, se traduce con su autorización. Traducción: Patricio Tapia.
Desde que Michel Foucault publicara en 1976 el primer tomo de su Historia de la sexualidad, el concepto de biopoder se ha infiltrado en las ciencias sociales y enriquecido el trabajo de historiadores, filósofos, sociólogos y críticos culturales. La aparición del sida, la inmersión en los archivos de la ex Unión Soviética, la política demográfica en China o el estudio de los flujos de información que corren a través de las redes sociales han sido interpretados a la luz de esta idea original y seductora, que plantea que el poder no tiene tanto que ver con la represión como con un conjunto de prácticas de control y gestión de los cuerpos. El biopoder, tal como escribe Foucault, “tenía la tarea de administrar la vida”.
Lo que ocurrió este año, sin embargo, fue distinto: el biopoder se impuso como el principal dispositivo para interpretar la irrupción del coronavirus y sus efectos sociales, económicos y morales. Es imposible tratar de entender este año sin los aportes de Giorgio Agamben, Judith Butler y Byung-Chul Han, entre otros. Y es irresponsable desatender las preguntas que desde la biopolítica surgieron en estos meses aciagos.
La vida humana… y la vida desnuda
El primero en abrir los fuegos fue Giorgio Agamben (1942). No podía ser de otra manera: el filósofo italiano, al unir biopolítica con totalitarismo en Homo sacer (1995), realizó toda una cartografía del campo de concentración como territorio de disciplinamiento y analizó el concepto de estado de excepción como ejercicio del poder sin mediaciones. “El campo –escribe en Homo sacer– es el espacio que se abre cuando el estado de excepción empieza a volverse regla”.
En otras palabras, el “campo” para Agamben no es una figura acotada a los regímenes totalitarios, sino que puede desplegarse en las democracias. De ahí a encender las alarmas hubo solo un paso. En febrero de este año, de hecho, publicó un texto sobre la relación entre el miedo al coronavirus y la aceptación sumisa de las medidas que limitaban la libertad personal. Lo hizo cuando la información acerca de la enfermedad aún era confusa, pero también le bajó demasiado el perfil (la comparó con una simple gripe). El texto desató polémicas, pero Agamben siguió publicando columnas cada vez más punzantes, donde cuestionaba la forma en que los italianos (y luego todo Occidente) comenzaban a vivir: reduciendo al máximo los contactos humanos y maximizando todo lo que fuera virtual/digital. Ante el peligro, la bioseguridad. Así, por sobre la vida humana (el trabajo, la política, los afectos, la religión) se impone la supervivencia o la “vida desnuda”, como la llama él.
“¿Qué llegan a ser las relaciones humanas en un país si se acostumbra a vivir de esta manera por no se sabe cuánto tiempo? (…) Una sociedad que vive en un estado de emergencia perpetuo no puede ser una sociedad libre. En realidad, vivimos en una sociedad que ha sacrificado la libertad por las llamadas razones de seguridad y que se ha condenado por esto a vivir en un estado perpetuo de miedo e inseguridad”.
Ahora que Europa sufre la segunda ola y aparecen las primeras mutaciones del virus, las preguntas lanzadas por Agamben continúan resonando. Porque, ¿se puede fundar comunidad a partir del distanciamiento? ¿Cómo pudimos aceptar que las personas queridas murieran solas, algunos sin siquiera un funeral? ¿El prójimo es solo una fuente de contagio?
El primero en abrir los fuegos fue Giorgio Agamben (1942). No podía ser de otra manera: el filósofo italiano, al unir biopolítica con totalitarismo en Homo sacer (1995), realizó toda una cartografía del campo de concentración como territorio de disciplinamiento y analizó el concepto de estado de excepción como ejercicio del poder sin mediaciones.
Igualdad/desigualdad
A pesar de ser amigo de Agamben, Jean-Luc Nancy (1940) lo criticó tempranamente al afirmar que en un mundo interconectado las excepciones se convierten en reglas y que “los gobiernos no son más que tristes ejecutores de la misma [la excepción] y desquitarse con ellos es más una maniobra de distracción que una reflexión política”.
Para el filósofo francés, lo que hace el “comunovirus”, como lo bautizó, es comunizarnos: nos iguala en la amenaza y une en la protección. “Que esto tiene que pasar por el aislamiento de cada uno”, escribió, “no es sino una forma paradójica de entregarnos la experiencia de nuestra comunidad”.
Judith Butler coincide en ese poder de igualamiento de la pandemia, pero no olvida que somos humanos: el virus no discrimina, pero nosotros sí.
La prueba más clara está en los sistemas de salud, que con su división entre público y privado hacen más notoria la voluntad de no tratar a todas las vidas como si tuvieran el mismo valor.
¿Qué vidas estaremos dispuestos a salvar y cuáles serán sacrificadas? ¿Qué consecuencias tendrá esta pandemia para pensar sobre la igualdad, la interdependencia global y nuestras obligaciones mutuas?, se preguntaba la autora en “El capitalismo tiene sus límites”, un ensayo que advierte que la trama de poderes configurada a partir del nacionalismo, la xenofobia y esa visión que iguala la salud del país a la salud del mercado, podría redundar en un incremento de la desigualdad, al punto de asumir que está bien que mueran (o no sean vacunados, si los recursos escasean) los más vulnerables: los ancianos, los con enfermedades preexistentes, los sin hogar ni país.
Sobre estos últimos resultó pertinente la reflexión del español Paul B. Preciado, quien subrayó que Europa aspiraba desde hace unos buenos años a convertirse en una “comunidad totalmente inmune”, cerrando sus fronteras y estableciendo en el Mediterráneo grandes centros de detención de inmigrantes. Pero el coronavirus dio vueltas la noción de frontera, que dejó de ser territorial y hoy es corporal; sobre él se aplican las medidas de control, disciplinamiento e higiene. Preciado es elocuente: “La nueva frontera necropolítica se ha desplazado desde las costas de Grecia hasta la puerta del domicilio privado”.
¿Qué vidas estaremos dispuestos a salvar y cuáles serán sacrificadas? ¿Qué consecuencias tendrá esta pandemia para pensar sobre la igualdad, la interdependencia global y nuestras obligaciones mutuas?, se preguntaba Judith Butler en ‘El capitalismo tiene sus límites’.
Oriente/Occidente
Byung-Chul Han, el filósofo más popular de lo que va de este siglo, aportó a la discusión uniendo su conocimiento y su propia experiencia: nacido en Corea del Sur en 1959 y formado en Alemania, analizó la ciberbiopolítica implementada en países como Japón, China, Taiwán y Singapur, y la contrastó con las medidas tomadas en Europa
¿Se puede decir que en Asia actuaron mejor, porque lograron controlar más rápido la propagación del virus?
Byung-Chul Han duda, porque en Asia el colectivismo es mayor que el individualismo, hay países donde casi no existe la noción de “esfera privada” y la confianza en el Estado para organizar la vida de los ciudadanos es muy superior a Occidente. “Se podría decir que en Asia las epidemias no las combaten solo los virólogos y epidemiólogos, sino sobre todo también los informáticos y los especialistas en macro datos”, escribió en marzo.
En Asia prácticamente no existe la información confidencial, y en países como China hay todo un sistema de evaluación de los ciudadanos impensable en Europa. Si alguien critica al gobierno en redes sociales, tiene menos puntos que el que compra diarios que respaldan al PC, y eso hará que le cueste más obtener un crédito o mantener su trabajo. Tecnologías similares de biopolítica digital se aplicaron para controlar el coronavirus, publicando a través de mensajes de textos y otras Apps los movimientos de los infectados.
¿Está dispuesto Occidente a utilizar esos dispositivos de vigilancia? ¿Importa más la seguridad que la libertad? ¿La rápida reactivación económica está por sobre ciertos derechos que ya parecen inmanentes a nuestras sociedades?
“Ojalá que tras la conmoción que ha causado este virus no llegue a Europa un régimen policial digital como el chino”, concluye Byung-Chul Han. “Si llegara a suceder eso, como teme Giorgio Agamben, el estado de excepción pasaría a ser la situación normal. Entonces el virus habría logrado lo que ni siquiera el terrorismo islámico consiguió del todo”. Y de paso, refuta la romántica idea de comunidad que tiene Nancy: “Ningún virus es capaz de hacer la revolución. El virus nos aísla e individualiza. No genera ningún sentimiento colectivo fuerte. De algún modo, cada uno se preocupa solo de su propia supervivencia”.
El futuro no es solo un tiempo gramatical o una declinación ficcional de ese objeto de la física llamado tiempo. Las expectativas de futuro son un potencial anclaje socio-existencial para los individuos, hombres y mujeres, de una sociedad. Lo son porque abrir una ventana de posibilidades puede tener efectos paliativos sobre lo insoportable de la existencia, como lo ha señalado Freud en su famoso libro El malestar en la cultura. También, porque la presencia del futuro en el presente tiene una función performativa respecto de este y de los trayectos posibles a seguir, como sugiere Reinhart Koselleck, entregando, así, grados de consistencia y dirección a las formas de estar y hacer en el mundo social. Pero las expectativas de futuro son, asimismo, una vía privilegiada para acceder a los juicios y experiencias que tienen las y los individuos respecto del conjunto de condiciones y situaciones que deben enfrentar, de cara a sostenerse como sujetos sociales en una sociedad histórica específica. Las expectativas de futuro se forjan en el entrelazamiento de lo que creemos valioso mantener y, al mismo tiempo, de aquello que nos es muy difícil enfrentar y soportar en el presente y que desearíamos dejar atrás.
Hace algunos años, desarrollé una investigación con una pregunta más bien simple: quería saber cuáles eran los rendimientos a los que eran empujadas las personas en Chile para sostenerse en la vida social. Uno de los resultados que más me tocaron de esta investigación fue el siguiente: en lo que concernía a las expectativas de futuro, para la inmensa mayoría de las personas la esperanza principal era poder desarrollar con éxito una estrategia de huida o de salida –exit, diría Hirschmann– de la sociedad en la que vivían. El futuro estaba ligado a la expectativa de salir de lo que llamaban el “sistema”, es decir, ese conjunto articulado de desafíos estructurales con los que se topaban de manera cotidiana y que constituían la escenografía de sus existencias. El “sistema” era, claro, una manera de nombrar a su sociedad.
La expectativa de salida aparecía como una suerte de reinicio, y ello se condensaba en el sueño, a veces proyecto, de irse a vivir al campo o al sur del país. En estos espacios geográficos –de acuerdo con los resultados de la investigación– ya no solamente se tramitaba una nostalgia por los orígenes, como tradicionalmente fue el caso respecto del mundo rural. Lo que en ellos se vehiculizaba era la esperanza imaginaria de un lugar propicio para la construcción de un “yo” y una forma de vida diferente, lejos de las desmesuradas exigencias de la vida que la sociedad les imponía y de sus consecuencias. Lejos de los impedimentos para la realización personal, por ejemplo, por la colonización de la vida por lo laboral, por las consecuencias de la precariedad o por la apariencia como valor. De las demandas económicas, laborales o del estatus, que obstaculizaban una distribución de sus tiempos más equilibrada y satisfactoria. De los usos y abusos que se oponían a una sociabilidad más delicada, poblando de asperezas las relaciones con los otros. De los mandatos (ser competitivo, exitoso, guerrero) que ponían vallas para una forma de conducción personal en el mundo social menos disonante con sus propios ideales. El futuro se desarrollaría en un mundo otro, que les exigiría, imaginaban, vidas quizás más esforzadas, pero más gratas, más humanas y, sobre todo, con más sentido. Un futuro que los dotaría de otras condiciones muy distintas que las que entregaba su sociedad para su existencia. En breve, el contenido de la esperanza de un potencial cambio de las situaciones indeseadas, la grafía del futuro como anclaje socio-existencial, era abandonar la sociedad en la que se vivía. El sueño: uno individual; a lo más, familiar.
Pocas cosas, al mismo tiempo, tan estimulantes y tan preocupantes como estos resultados. Estimulantes, por todo a lo que abre, como pregunta y como proceso, la evidencia de estar ante individuos que reconocen, transversalmente, los límites y los costos de un modelo económico, de desarrollo social y relacional para sus propias vidas, y que evidencian una expectativa clara de encontrar formas de vida y de construcción de sí alternativas. Preocupantes, por lo mucho que se juega para la plausibilidad y cualidad de la vida en común cuando la vía percibida y deseada del cambio es el distanciamiento de la propia sociedad, sus principios, sus promesas y sus normas. Más grave todavía: se transparenta que tras la discutida desafección política, lo que está en juego es una insidiosa deslibidinización del lazo social mismo.
¿Por qué contar lo anterior?
Porque este pequeño relato sirve para ilustrar las razones que me llevan a sostener que el futuro que podamos imaginar, que es el ejercicio al que nos ha convocado esta revista, va a depender de cómo conseguimos revertir este proceso de salida o alejamiento; de si logramos responder al desafío de devolver a los individuos el horizonte de un futuro compartido, un futuro societal. Un futuro que incluya a más que a mis cercanos. Un futuro en sociedad y no fuera de ella. Y eso trasciende las ideologías. Aunque sería ingenuo asumir que está fuera de los márgenes de las luchas de poder. Y eso es transversal a la sociedad. Pero sería absurdo pensar que se conseguirá sin conflicto.
¿Hay razones para estar expectantes respecto de ese futuro?
Sin duda las hay.
La aprobación masiva de la redacción de nueva Constitución es una señal simbólica extremadamente relevante. Lo es también en términos concretos, por supuesto, pero no imagino un acto simbólico más importante en una comunidad política. Esto hace este proceso tan sustancial. Es como si la ciudadanía que votó hubiese decidido, metafóricamente, dejar sus sueños de irse al sur o al campo, al menos temporalmente, para apostar por otro tipo de reinicio: uno que compete a lo nuclear del lazo de la comunidad política con la esperanza de que eso modifique lo sustancial de aquellas experiencias sociales que han aportado de manera sistemática y contundente a su desafección por su sociedad.
La política había perdido conciencia de sus deberes: ofrecer grandes y renovados horizontes políticos, es decir, imágenes de un futuro deseable, alcanzable y común, imágenes que lograsen interpelar a la sociedad. Al final, no era para nada difícil darles razón a quienes, por ejemplo, en las ferias o en las calles los increpaban. La política había contribuido a producir una idea de futuro animada por la fuga y la distancia.
Pero ni la batalla está ganada aquí, ni, más importante quizás, una nueva Constitución es condición suficiente para reconstituir la adhesión a la sociedad. No es capaz por sí misma de revertir los impulsos de exit que la atraviesan. La vida social es mucho más que la suma de garantías jurídicas. Es pugnas de poder, es emocionalidad, es moralidad, es intereses, es necesidades y tanto, tanto más… Así es que, en rigor, si podemos imaginar lo que viene para un país que ha revertido de manera consistente esta tendencia, es porque este habrá logrado sortear con éxito muchos, muchos otros escollos. Tantos, que resulta imposible reseñarlos en este breve texto; lo que no inhibe, sin embargo, la posibilidad de hacer el ejercicio de esbozar algunos de ellos.
Habrá conseguido, por ejemplo, recomponer la relación entre sociedad y política, una de cuyas aristas más importantes, de cara al enlazamiento social, concierne, precisamente, a la idea de futuro. Un estudio que realizamos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago, hace tres años, sobre la relación entre política institucional e individuos, mostró el importante sufrimiento moral de los y las militantes, especialmente jóvenes. Ser militante requería un enorme rendimiento individual. Había que realizar el trabajo permanente de suplir de sentido a la política institucional misma. Era así porque este sentido se veía fuertemente erosionado por sus experiencias de ser agredidos permanentemente por los ciudadanos, aquellos por los que se suponía que ellos deplegaban sus esfuerzos y a los que pretendían representar mediante sus partidos políticos. Pero, también, porque una política centrada en lo electoral, alejada de los territorios y de los contactos presenciales, quedaba colocada más del lado de la reacción que de la proyección, en un juego de demanda-respuesta, y con ello no conseguía salir del registro de la urgencia. Intereses demasiado reducidos y puntuales, un espíritu instrumental, una distancia de la sociedad que es germen de desconocimiento y un presentismo urgido, reconocían, terminaban por anular sentido y, especialmente, borrar el futuro. La política había perdido conciencia de sus deberes: ofrecer grandes y renovados horizontes políticos, es decir, imágenes de un futuro deseable, alcanzable y común, imágenes que lograsen interpelar a la sociedad. Al final, no era para nada difícil darles razón a quienes, por ejemplo, en las ferias o en las calles los increpaban. La política había contribuido a producir una idea de futuro animada por la fuga y la distancia.
Pero si lográramos darle densidad al lazo social, ello habrá sido posible, también, porque la política institucional y los actores políticos no institucionales habrán abandonado su profunda adherencia a formas polarizadas de escenificar el conflicto: un efecto, entre otras cosas, de la falla tectónica que ha producido la fallida tramitación de la memoria histórica en el país. Porque habrá sido puesto en nuevos términos el agonismo propio a la política. En cuanto la vida social está atravesada por el conflicto, y la política también y por sobre todo, no se habrá tratado en este esfuerzo de anularlo, sino, precisamente, de haber tenido éxito en hacerlo posible al haber comprendido que el conflicto dinamiza, pero la polarización no. Esta última congela; erosiona el disenso; amenaza la libertad de criterio; dificulta la escucha; debilita la idea de lo común, y, muy importante, aporta rispidez a la de por sí exigida vida social.
Por supuesto, no es solo la política sino también la sociedad la que habrá estado concernida en producir el espacio para que nuestras ficciones del futuro sean colectivas y sean societales. Para lograrlo, deberá haber avanzado en resolver de manera virtuosa la recomposición de los principios, racionalidades y lógicas que dan forma a nuestra vida social, una tarea en la que la sociedad está empeñada ya desde hace un buen tiempo y cuyo desenlace está hoy abierto.
Una manera virtuosa significará, entre otras cosas, haber logrado una sociedad menos irritada, en la que la experiencia principal no sea, como lo han mostrado una y otra vez las investigaciones, la tensión por la violencia y la experiencia de desprecio, omnipresente en los relatos de los sectores populares, por el metro abarrotado o por los rostros de disgusto y enojo con los que se debe lidiar en los ambientes laborales o siendo atendidos en un café. Una sociedad que se sienta más cómoda en un mundo en el que orden y conflicto no necesariamente sean excluyentes. En donde los principios jerárquicos y verticalistas sostenidos en ficciones de jerarquías naturales, hayan dejado de funcionar como un instrumento privilegiado para el mantenimiento de las prerrogativas y del poder, y el autoritarismo no sea más el nombre propio de la autoridad. En donde la renuncia a los privilegios indebidos haya sido admitida como gozne para una nueva convivencia, y las y los individuos hayan sorteado con éxito los aprendizajes de la autonomía que este cambio en las formas de gestionar el poder les habrá entregado. Como recordaba Erich Fromm, la libertad no es un bien que de suyo queramos aceptar y que sepamos emplear. Habrá sido un camino largo y difícil, porque en lo que a esto respecta no hay ley que valga, ni política pública que resuelva.
Si llegaremos o no, está abierto, pero si lo hacemos sabremos que lo hemos hecho porque líneas como estas no serán leídas como una pastoral, como buena voluntad quimérica o como un ingenuo racconto que pierde de vista lo central: la economía, los números, lo jurídico, los indicadores, la lucha política, el poder. Estaremos, entonces, en posición de reconocer que todas estas dimensiones, incluida nuestra nueva Constitución, solo habrán tenido sentido si es que con ello conseguimos que las personas encuentren aceptable su sociedad, reciban una imagen dignificante de sí y estén dispuestas a poner voluntariamente sus energías en ella, respetando los principios que habremos decidido conjuntamente para nuestra vida en común. Si, fundamentalmente, logramos hacer que las expectativas y los sueños de futuro vuelvan a tener como escenario el corazón de la sociedad y no sus márgenes.
La intensidad de los sucesos de octubre de 2019 impactó al mundo. Contrario a la benigna perspectiva internacional respecto de nuestro país como “modelo”, aquello que comenzó pacíficamente derivó en una ola de inusitada violencia. El aspecto pacífico, y masivo, estaba relacionado con ciertas demandas sociales, como el acceso a la salud, la calidad de la educación, salarios y pensiones dignas. Pero la destrucción del espacio público que acompañó a estas manifestaciones generó una situación de caos en las principales ciudades del país, especialmente en Santiago. El gobierno intentó neutralizar la situación mediante algunas concesiones, las que incluían un plebiscito para decidir si se aprobaba cambiar la actual Constitución. La violencia no amainó. Incluso más, derivó en un desplome de la economía y en una sensación generalizada de malestar e incertidumbre. Además –y aquí entro al tema que anima este ensayo–, surgieron serias preguntas sobre el rol del Estado. Se instaló con fuerza la idea de que el Estado debía asumir la tarea de encontrar un nuevo equilibrio entre su papel social y la dirección del actual, la del modelo de economía de mercado. La pregunta que quedó instalada es cuál será su rol en el futuro, especialmente después de la experiencia, aún en curso, de la pandemia de covid-19 y del cambio constitucional que enfrentamos.
Tal como en otras partes de América Latina, el Estado fue anterior a la nación. El colapso del imperio español en América a comienzos del siglo XIX derivó en la fragmentación de los antiguos virreinatos y capitanías, lo que significó que las nuevas configuraciones territoriales carecían de los recursos para reemplazar a la antigua administración colonial. La ideología republicana-liberal que encarnó en una nueva institucionalidad, se manifestó paradójicamente en una enorme expansión del Estado. Los países del hemisferio hicieron caso omiso de aquella tradición liberal de un Estado minimalista, e introdujeron, o intentaron implementar, políticas intervencionistas en todas las áreas del quehacer –ahora, post independencias– nacional.
Si bien Chile fue un caso moderado en este contexto, el sistema educacional, la infraestructura vial y marítima, y los sistemas de seguridad social fueron establecidos bajo la tutela del Estado. Este es un patrón que recibió un fuerte impulso en el siglo XX, sobre todo cuando el país se embarcó en un programa de industrialización sustitutiva que exigió enormes recursos para sostener políticas públicas, incluyendo subsidios para que los salarios del sector industrial resultaran suficientemente atractivos. Aun así, el período se caracterizó por las protestas de los trabajadores, la polarización política (exacerbada por la Guerra Fría), una inflación endémica y la confiscación tanto de las propiedades rurales como de la gran minería. Todo esto, ya lo sabemos, desembocó en la tragedia de 1973. Era la culminación, o el agotamiento, de una era de expansión estatal.
El régimen de Augusto Pinochet no revirtió el intervencionismo, muy por el contrario, pero sí redujo el papel del Estado en la economía mediante la reducción de los empleos públicos y la privatización en áreas como la educación, la salud y el sistema de pensiones. También fomentó una ideología neoliberal que privilegiaba el individualismo y el predominio de las leyes del mercado. La Constitución de 1980 fue el producto de un cambio que buscaba eliminar la política como factor de la acción colectiva e imponer un nuevo ordenamiento institucional, con proyecciones más allá de la vida misma de la dictadura. De hecho, la coalición que triunfó en el plebiscito de 1988, y que gobernó exitosamente por 20 años, tuvo que hacerlo dentro de los parámetros establecidos por una transición pactada. Y fue exitosa, porque lo hizo gradualmente, mediante reformas, aunque quizás demasiado lentas para satisfacer las nuevas demandas de una generación que no conoció los costos, o los conoció de segunda mano, de la pérdida y la recuperación de la democracia.
Una nueva generación de chilenos, nacidos o criados ya en democracia, no dimensionó o no apreció los sacrificios que las anteriores generaciones debieron afrontar para retomar el curso democrático. El descontento se manifestó de varias formas, pero especialmente entre estudiantes secundarios y universitarios que ya no creían en las promesas del modelo político y económico, y en particular, en las oportunidades que tendrían una vez que terminaran sus estudios.
Los acuerdos forjados durante la transición dejaron poco espacio para una democratización profunda, debido a la gravitante presencia de las Fuerzas Armadas y de un alto porcentaje de la población que apoyó al régimen. Se mantuvo el modelo económico, pero las favorables circunstancias internacionales permitieron un crecimiento robusto, que promedió el 5% durante 20 años. Además, disminuyó el nivel de pobreza a menos del 10% (desde un 40%) durante el mismo período. Sin embargo, esto no fue suficiente para contener un creciente malestar ante las desigualdades, la segregación urbana, la colusión y la corrupción en varias instituciones públicas y privadas. Una nueva generación de chilenos, nacidos o criados ya en democracia, no dimensionó o no apreció los sacrificios que las anteriores generaciones debieron afrontar para retomar el curso democrático. El descontento se manifestó de varias formas, pero especialmente entre estudiantes secundarios y universitarios que ya no creían en las promesas del modelo político y económico, y en particular, en las oportunidades que tendrían una vez que terminaran sus estudios. La legitimidad del sistema fue cuestionada: no empezó de golpe el 18 de octubre de 2019, por mucho que se hable de un “estallido”.
La insatisfacción era compartida también por otras generaciones: padres endeudados, trabajadores con largas travesías en un deficiente sistema de transportes, familias pagando por un costo de vida cada vez más alto. Esto iba acompañado de un creciente quiebre de las reglas de convivencia y un Estado incapaz de fiscalizar y mantener el orden. Las normas se habían mantenido por largo tiempo porque estaban internalizadas como parte de la vida cotidiana y porque, además, se sentía la presencia del Estado. Claro que era un Estado cada vez más débil, erosionado, al que con una finta se lo podía esquivar. Su cara más visible fue la evasión del pago por el transporte; semáforos y señaléticas de todo tipo dejaron de ser respetados o, peor, fueron destruidos, generando más caos ya durante las protestas; las veredas se transformaron en un campo de batalla entre peatones y ciclistas, entre peatones y vehículos ilegalmente estacionados, y entre peatones mismos que despreciaron olímpicamente la necesidad de compartir espacios estrechos. La tasa de accidentes viales fatales aumentó considerablemente en los últimos años, sin una policía del tránsito capaz de prevenirlos. El Estado en general no pudo fiscalizar en áreas preocupantes: aumentaron las actividades ilícitas, como juegos de azar por internet, crímenes relacionados con el narcotráfico o carreras ilegales de autos a altas horas de la noche. La renuencia o incapacidad del Estado para intervenir generó más y mayores transgresiones, transformando la vida diaria en una pesadilla que muchos chilenos no recordaban desde la polarización de los años 70. La sensación de impunidad y de maltrato quedó expuesta con los crecientes escándalos empresariales, con la evasión de impuestos y la colusión que quedaba sin un castigo ejemplar, con el desvío corrupto de fondos fiscales para enriquecer a verdaderas mafias incrustadas en las Fuerzas Armadas.
Max Weber afirmó que la legitimidad del Estado depende de una fe en su legitimidad. Tal fe se ha erosionado en la mayor parte de América Latina. En Chile, todas las ramas del gobierno representativo han llegado a niveles inconcebibles de rechazo. No se trata solo de la Presidencia, sino también del Congreso y, sobre todo, de los partidos políticos. Los ciudadanos tienen serias dudas sobre la eficacia de la democracia representativa o llegan incluso a aborrecer sus instituciones. En cuanto a quienes se han manifestado de la forma más activa, ¿se sabe qué quieren, más allá del desmantelamiento del modelo económico?
Es posible establecer al menos algunos elementos, como el reconocimiento de múltiples y cambiantes identidades; la exigencia de que los ideales y las expectativas personales tengan un estatus legal, y además, un rechazo del curso que ha seguido la política en las últimas décadas. Las murallas de una ciudad pintarrajeada lo pone de manera más cruda: “Todo gratis”, además de irreproducibles comentarios sobre el Presidente y Carabineros de Chile. Este movimiento, que no cuenta con un líder visible, se ha expresado de manera menos verbal mediante la destrucción de monumentos, el incendio de bibliotecas y universidades, y el saqueo del comercio, sobre todo minoritario.
El desencanto hacia el ‘sistema’ plantea preguntas a propósito del papel futuro del Estado. ¿Qué hacer para que se cumplan las reglas del orden público y, al mismo tiempo, sean asimiladas como esenciales para una ciudadanía moderna? ¿Cómo lograr que se detenga la destrucción del espacio público y que se rechace transversalmente la violencia?
El desencanto hacia el “sistema” plantea preguntas a propósito del papel futuro del Estado. ¿Qué hacer para que se cumplan las reglas del orden público y, al mismo tiempo, sean asimiladas como esenciales para una ciudadanía moderna? ¿Cómo lograr que se detenga la destrucción del espacio público y que se rechace transversalmente la violencia? ¿Cómo fortalecer las labores policiales, su dotación y su entrenamiento, con debida consideración a los derechos humanos?
La situación parecía estar enteramente fuera de control hasta que llegó con todo el covid-19, en marzo de 2020. Las protestas cesaron, aunque no terminaron completamente. Cundió la sensación de que, después de todo, el Estado era necesario. La “simpatía” de la que habla Adam Smith pareció por momentos superar la ira. Quizás a partir de ella pueda construirse un mayor aprecio por la convivencia social, que a veces parece tan estrechamente ligada a lo económico y lo político. Quizás se pueda recuperar, o establecer, lo que significa vivir en una comunidad y respetar los derechos de los otros.
El Estado en Chile, como nos recordó Mario Góngora (y no deberíamos olvidar), fundó la nación. De allí surgieron los símbolos compartidos que nos dieron, con todas sus deficiencias, un sentido de pertenencia. Como parte del proceso de globalización, la pertenencia ya no es a una nación abstracta, sino a las identidades individuales o sociales. El Estado comenzó a ser percibido como el enemigo, por invocar el interés común a veces en contra de las demandas particulares. Muchas expectativas se vieron frustradas, precisamente porque el Estado fue crecientemente prescindente, delegando muchas de sus funciones tradicionales al sector privado. Existía un consenso, desde la restauración de la democracia representativa en 1990, en torno a las reformas, ojalá graduales, que era importante establecer. Pero a pesar de los logros, eso hizo crisis en 2019. El “estallido”, entre muchas otras interpretaciones, significó no solo un agotamiento de la paciencia, sino un nuevo ciclo de afirmación de lo individual, que tiene como particularidad el que aspira a ser una nueva concepción de lo colectivo.
Entre las muchas lecturas que pueden hacerse sobre el plebiscito del 25 de octubre de 2020, una posible es que se encontró una salida institucional para la crisis. La participación de los jóvenes fue alta y la celebración resultó mayormente pacífica. Queda por delante una larga ruta, pero por primera vez en mucho tiempo, es posible pensar en el futuro del país. Por primera vez en mucho tiempo, es un futuro más prometedor, sobre todo si se redefine el papel del Estado y si valoramos la democracia como algo que va mucho más allá de los procedimientos, como aquello que nos hace convivir en paz, aceptar nuestras diferencias y, más que eso, respetarlas.
Inútiles o laboriosos, grandes o pequeños, mansos o atemorizantes, los animales han cumplido siempre un rol en el gran teatro de la humanidad. Es decir, en la manera en que el humano se representa a sí mismo y al mundo que le sirve como decorado. Nos han servido de alimento, de transporte, de compañía y, no hay que olvidarlo, de ejemplo moral. Pero sobre todo nos han fascinado. Es quizá bajo el influjo de esa fascinación que los humanos han observado, diseccionado, modificado y adorado a eso que insistimos en llamar con un solo nombre, a pesar de su casi infinita variedad, “los animales”.
La apuesta de La inesperada verdad sobre los animales, de Lucy Cooke, es sencilla: mostrar hasta qué punto la verdad sobre la fisiología y el comportamiento animal es mucho más sorprendente que los errores y los más descabellados mitos creados por nuestros antepasados. Eso hace que por un lado sea un libro de divulgación científica al que no le faltan datos, citas y extractos de entrevistas con expertos, pero por otro un compilado de ingenuidades que va desde Aristóteles (que creía que las anguilas nacían por generación espontánea) hasta Lytle S. Adams (que creó un plan para usar murciélagos como pequeños aviones bombarderos contra Japón, y afortunadamente fracasó). La hipótesis que esta en juego es igualmente simple: es nuestro desconocimiento el que ha permitido la proliferación de invenciones, mitos, locuras y atrocidades contra esos seres a los que Francisco de Asís llamó nuestros “hermanos menores”. Hoy sabemos un poco más y podemos verlos cómo son, ya no proyectamos en ellos nuestros deseos, nuestros miedos; hoy nos revelan su sorprendente verdad.
Pero no siempre fue así, y la manera en que La inesperada verdad sobre los animales lo relata es el principal atractivo del libro. Al leerlo, es difícil no sentir una mezcla de risa, vergüenza y compasión por las ocurrencias de otras épocas. Las miramos como vestigios de un saber antiguo, superado, tan ingenuo y tan banal. Hoy no pensamos eso, sabemos que el hipopótamo no suda sangre y que los murciélagos (salvo un par) no chupan sangre. Un avance, pero uno frágil, no menos dependiente de una idea que nos hemos formado de esos seres que pueblan el mundo junto a nosotros. Y es que hay en Lucy Cooke un gesto extraño: es como si creyera que hoy tocamos la verdad, que las ingenuidades han quedado atrás y que en vez de representar a los animales, los estudiamos.
¿Pero qué desaparece cuando una especie deja de habitar la tierra, los mares, el aire? Una forma de vida específica, una manera de habitar, de mirar. No algo respecto de nosotros ni tampoco algo en sí mismo (una vida está hecha de contactos). Esa es una verdad que el libro parece ignorar.
Vieja distinción entre ciencia e ideología que lleva a preguntarse en qué sentido no estamos también nosotros forjando un mito. Después de todo, la idea de estudiar científicamente a los animales, ¿no es acaso el fruto del mayor de los mitos, el de la separación entre humano y naturaleza? Dejo este punto abierto para abrir uno más urgente, pues hay otro lado del libro, bastante menos gracioso: los animales están desapareciendo: “Vivimos en una época de homogenización de nuestra fauna. Gracias a la globalización y al crecimiento de la población humana han aumentado las posibilidades de desplazamiento de la fauna del mundo… y de sus enfermedades”, escribe la autora
¿Pero qué desaparece cuando una especie deja de habitar la tierra, los mares, el aire? Una forma de vida específica, una manera de habitar, de mirar. No algo respecto de nosotros ni tampoco algo en sí mismo (una vida está hecha de contactos). Esa es una verdad que el libro parece ignorar.
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En Boutès, el escritor Pascal Quignard regala una historia: tarde por la noche, un viajero perdido toca la puerta de un cazador de pájaros. Las leyes de la hospitalidad son claras, el anfitrión debe alimentar al viajero con lo que tenga a mano. Pero el cazador no tiene nada y casi instintivamente dirige su mirada hacia una perdiz que lo ayuda a cazar. El pequeño pájaro comprende su destino y en un intento desesperado alza su voz: “A quien tanto te ayudaba a atraer a sus congéneres con su canto, la quieres matar ahora para llenar el vientre de uno de los tuyos”. Después de escuchar al ave, el cazador decide no sacrificarla. Lo que lo convence no es el argumento sino el canto. Pero la ley es la ley, y el hombre corta entonces una sección de su propio glúteo, la asa y se la da al huésped. La herida sana mal, y el cazador muere a los pocos días. La perdiz, comprobado ya el deceso, emprende vuelo. Todo está allí, las difíciles complicidades entre el humano y los animales, los usos que hemos hecho de ellos y la pregunta por la acogida, y entonces por la propiedad del mundo. “¿Quién muere? ¿Quién come? ¿Quién canta? ¿Quién es huésped en este mundo? ¿Quién acoge? ¿Quién parte?”, escribe Quignard.
Tal vez esa sea la “antigua inteligencia de las bestias”. No una forma de adaptarse ni una moralidad sino un canto, una forma de habitar y, a veces, a plena luz del día o agazapados en la noche, un gesto, una manera de mirar. Es eso lo que está en peligro, es eso lo que no podemos ignorar. Este libro nos lo recuerda, quizás sin querer.
La inesperada verdad sobre los animales, Lucy Cooke, Anagrama, 2019, 448 páginas, $20.000.
El lugar donde se sitúa el protagonista de este breve texto es, como suelen ser los lugares en las obras de Samuel Beckett, uno no determinado, puede ser un aquí o un allá, todos los lugares o ninguno. Tan solo los sonidos de gritos y golpes que se apagan y se encienden en el afuera de este espacio son los que determinan que sea el mismo lugar. El último. No deja de ser inquietante que la única referencia al exterior sea precisamente esos golpes y esos gritos.
“Así tal vez es el fin”, escribe el autor en la primera parte de Sobresaltos, un libro conformado por tres breves fragmentos que pueden ser leídos también de manera independiente. Cuenta el traductor Bruno Cuneo en el prólogo, que este texto fue escrito al final de la vida del autor y a modo de encargo. Que sea un texto escrito al final no es solo un dato biográfico, sino la encarnación en palabras de la forma que podría tomar ese “comenzar a partir”. El movimiento agónico que hay en el “desaparecer y aparecer” del protagonista de Sobresaltos, es reflejo de esa proximidad a la muerte. Protagonista que más parece una presencia difusa (los dibujos de la pintora Natalia Babarovic que van en el libro bien ilustran esa impresión de sombra), o una conciencia puesta en movimiento que va apareciendo media perdida en el ir y venir de frases, en una mezcla de “memoria del interior” y “memoria del exterior”.
Esta especie de invisibilidad que se va haciendo de la carne y de los huesos del protagonista, hace que las dimensiones espacio-temporales cobren una mayor presencia que quien las habita. Los tiempos se van alternando o alterando, se dice que Beckett no habría tenido resuelto si escribirlo en pasado o en presente y probó, y quizás la figura que transita por estas páginas está inmersa precisamente en esa nebulosa orgánica del tiempo que, como en una síntesis de vida y muerte, los reúne a todos.
El reloj es una de las pocas cosas materiales que llenan el espacio y sobre las que se hace foco, también una mesa, una banca, una ventana: austera escenografía, como si a esas alturas no se necesitara más. Con este uso de lo mínimo el autor no desvía la atención, o mínimamente, y mantiene despejado el camino hacia la reconstrucción de lo invisible que supone el lenguaje de todo interior, siendo el interior en Beckett el mundo que prevalece, de ahí que las referencias al afuera sean en su mayoría percibidas como una amenaza, una manera de poner en duda la realidad.
Sobresaltos evoca libros anteriores, como gran parte de sus libros evocan a otros de su obra, pues Beckett es un tejido literario en permanente comunicación, un flujo de escrituras que se desdoblan y se ven a sí mismas, tal como el personaje de este texto.
SobresaltosSe hermana especialmente con su poesía, primer formato de escritura que ejerció el autor, con ese poema de título “Cómo decir”, por ejemplo. O esa novela también escrita en los últimos años llamada Compañía, donde una voz en la oscuridad acompaña las disquisiciones de una mente. O con Not I, el video de esa boca teatral que emite frases, aunque en Sobresaltos ya es todo ocaso.
El autor lleva al límite lo que podría definirse como la disolución de lo referido: lo entrevisto es lo único que queda. Y desanclado de las referencias, es el andar del lenguaje lo que predomina y en él el atisbo de una verdad que no aterriza de manera articulada; sin embargo, se intuye.
El mismo protagonista se pregunta si la confusión no es sino reflejo de un delirio, reitera su desconcierto, como si la frontera que separa el mundo de la locura y la lucidez fuera tan delgada que todo asomo de conciencia produce turbación.
La visión pictórica de unos pastizales que aparece en el segundo fragmento del texto evoca lo que podría ser visualizado al interior de un sueño, y es que dicha materialidad de las imágenes siempre está presente en la obra de Samuel Beckett. Tal como en los sueños, no sabemos exactamente cómo llegamos o a dónde hemos llegado, solo que estamos ahí, igual que la figura de este libro que transita cual ánima o alma en pena y cruza a punta de sobresaltos los umbrales del sueño y la vigilia.
Al texto lo cruza también la imposibilidad de una palabra que en la tercera parte viene de tan adentro que no se puede escuchar; de un lugar que no se puede determinar; de un tiempo que tampoco puede ser determinado. La impotencia frente a la muerte es lo que aquí se traduce. Ya nada puede ser fijado, y es que Beckett en Sobresaltos extrema la idea de la escritura como un discurrir, un tránsito que “es”, que “está siendo”, precisamente porque se ha liberado de lo que el propio autor llamaba en relación a la pintura de Bram van Velde, “la ocasión”. No hay ocasión o hecho para escribir, no hay un centro al cual se ancle lo escrito, hay escritura que no es otra cosa que un intento, un salto, un sobresalto, una búsqueda, un cómo decir la palabra. El autor una vez más modifica las dimensiones, ampliándolas hacia nuevas formas, a riesgo de la incomprensión. En este sentido, la idea de que toda escritura es la constatación de un fracaso, todo arte el de una soledad y el de una incomunicación, se hace patente. El lector fracasará entonces si no se deja llevar, pues la obra de Beckett se erige precisamente sobre cierto desinterés de su recepción.
En este sentido, la idea de que toda escritura es la constatación de un fracaso, todo arte el de una soledad y el de una incomunicación, se hace patente. El lector fracasará entonces si no se deja llevar, pues la obra de Beckett se erige precisamente sobre cierto desinterés de su recepción.
César Aira, en un breve ensayo llamado “El abandono”, escribió a propósito de la poesía de Rimbaud algo que puede destinarse también a la lectura de Samuel Beckett: “Huye hacia delante, y no vale la pena perseguirlo”. Siempre se nos escapará en la instalación de un nuevo orden, o de su forma de existir y de expresarse, si acaso existe la obligación de expresar algo y una manera de hacerlo.
La creación una vez más es lo que debe ser renovado, día a día, lo que nunca termina de crearse y por lo tanto nunca se ancla a condiciones seguras. El sentido está en seguir, adelante, sin objetivo más que el de su ejecución.
Raúl Ruiz decía que en el lenguaje chileno hay algo beckettiano, se refería a ese rodeo, esa ambigüedad donde se pierde de vista el objetivo de lo que se está hablando y solo se habla avanzando, como si en eso se materializara la existencia. Al final de su libro El innombrable, Samuel Beckett escribió: “…voy, pues, a seguir, hay que decir palabras, mientras las haya, hay que decirlas, hasta que me encuentren, hasta que me digan…”. En Sobresaltos de alguna manera la palabra es lo único y lo último que sostiene la desintegración del yo.
Sobresaltos (edición bilingüe), Samuel Beckett, Saposcat, 2020, 49 páginas, $9.000.
El momento en el que aparece el libro Un verdor terrible, última entrega del escritor nacional Benjamín Labatut, la humanidad coloca en la ciencia todas las esperanzas de salvación ante la imparable pandemia y, en menor medida, ante la urgente toma de conciencia respecto del calentamiento global. En tanto, en el mundo del libro la difusión científica se hace con rótulos amigables como “pop” o “entretenida”, de fácil transmisión. El libro de Labatut también propaga la ciencia, pero echando mano a episodios más oscuros de la labor investigativa.
De entrada, conviene señalar que este conjunto de crónicas, compuestas, da la impresión, en épocas diversas, es “una obra de ficción basada en hechos reales”, como detalla su autor en un apartado final, donde entrega más explicaciones de las necesarias. Esto, porque luego de unas cuantas carillas, el talante del libro se elucida solo. Así, Labatut narra las consecuencias que tiene el dilucidar hasta el último átomo, pasando por lo pavoroso que puede ser el azar aplicado al trabajo científico.
Conviene señalar que este conjunto de crónicas, compuestas, da la impresión, en épocas diversas, es ‘una obra de ficción basada en hechos reales’, como detalla su autor en un apartado final, donde entrega más explicaciones de las necesarias. Esto, porque luego de unas cuantas carillas, el talante del libro se elucida solo.
Y lo hace con una escritura ordenada y rítmica, y la narración, sus motivos y argumentos, fluyen diáfanos. La prosa avanza sin contratiempos, dejándose leer con acentos y estilos aquilatados. “Si el arsénico es un asesino paciente, que se esconde en los tejidos más profundos de tu cuerpo y se acumula allí durante años, el cianuro te roba el aliento”, asevera Labatut en la crónica inaugural del volumen, en la que se relata el descubrimiento del pigmento azul de Prusia y del cianuro, su derivado. El escritor se apoya en la historia conocida para narrar, pero lo que parece guiar el libro es lo que asevera en algún punto el físico alemán Karl Schwarzschild: la mente civilizada aborrece lo que no puede comprender. De esta manera, Labatut retrata momentos en los que la reputada ciencia se ha cruzado, por ejemplo, con la muerte y la locura de los campos de exterminio, cuando en paralelo científicos como Niels Bohr o Erwin Schrödinger buscaban explicar el orden universal con números, ecuaciones, matrices u otro soporte parecido. Así puesto, es harto curioso cómo el mencionado Karl Schwarzschild, volcado hasta la obsesión a la tarea de que la física fuera capaz de esclarecer la armonía universal, no dudara un segundo en abandonar el laboratorio y enrolarse en el ejército para combatir en la Primera Guerra Mundial. Cabe preguntarse, ¿cómo la ciencia sucumbió tan fácil ante la patriotería belicista?; porque si bien hay una queja ante el sinsentido de la carnicería resultante, ¿cómo no fue posible ver eso antes?
Mirado con apuro, este libro podría catalogarse como un compendio de semblanzas científicas, donde las circunstancias descritas se prestan para la caricatura del científico loco. Algo más ajustado a la realidad (y el respeto), sería describir a quienes transitan por estas páginas como seres excéntricos, descentrados de lo habitual, de lo civilizado. Seres alejados de la urbanidad y las buenas costumbres diarias, desplazados a los bordes del abismo, carentes de cualquier equilibrio tolerable. Al dar cuenta de los trabajos y los días de estas vidas científicas, Un verdor terrible se acerca a una colección de momentos en que la humanidad ha osado medir el caos, para entender, finalmente, con amargura y horror, que su fuerza no se puede calibrar.
Aunque las crónicas de Labatut no escatiman en padecimientos, fracasos, temores y delirios, también hay triunfos. Mal que mal, los nombres que pueblan estas páginas son adalides de la historia de la ciencia, titanes que conquistaron nuevos territorios y abrieron el campo para el conocimiento humano.
Aunque las crónicas de Labatut no escatiman en padecimientos, fracasos, temores y delirios, también hay triunfos. Mal que mal, los nombres que pueblan estas páginas son adalides de la historia de la ciencia, titanes que conquistaron nuevos territorios y abrieron el campo para el conocimiento humano. Pero el autor no cae en el panegírico fácil, pues nunca se pierde la vulnerabilidad y fragilidad de los prodigios, quienes, rescata el escritor, sacian el hambre de conocer el mundo de la misma forma instintiva y delirante que los poetas. Ese paralelismo entre poesía y ciencia es uno de los buenos momentos de lectura que regala Un verdor terrible, como cuando se describe el concepto que acuñó Alexander Grothendieck, el matemático apátrida, para describir lo que estaba en el centro de las matemáticas, “el corazón del corazón”. “Grothendieck quería atrapar el sol en una mano, desenterrar la raíz secreta capaz de unir innumerables teorías sin ninguna relación aparente”, apunta Labatut, quien se pregunta “¿Qué nuevos horrores nacerían de una comprensión total como la que él (Grothendieck) buscaba? ¿Qué haría el hombre si fuera capaz de tocar el corazón del corazón?”.
Tal vez la forma más socorrida y floja de elogiar la obra de un autor es tildarla de “inclasificable” (más flojo todavía si el autor se encarga de exponer con pelos y señales el linaje de su libro). Pues bien, tras revisar Un verdor terrible no caben dudas de que Benjamín Labatut es plenamente conciente de lo que va moldeando, con razonable certeza del resultado final. Un libro de crónicas científicas, no edificantes ni pedagógicas como se usa ahora, sino reveladoras de los contornos más oscuros de un puñado de mentes brillantes.
Un verdor terrible, Benjamín Labatut, Anagrama, 2020, 212 páginas, $20.000.
“Todo lo que entra en el pasado se vuelve irreal (…). Esos de allá lejos se parecen poco a estos de aquí. Esos de allá lejos jamás hubieran imaginado a estos de aquí”.
El que habla es el protagonista de Los años invisibles, la nueva novela de Rodrigo Hasbún (Cochabamba, 1981).
El que habla es un hombre que está llegando a los 40 años, escritor, boliviano, radicado en Houston, y que está escribiendo una novela sobre sus compañeros de secundaria, sobre lo que ocurrió en ese último año de colegio, en Cochabamba, cuando la vida de todos esos muchachos de clase alta cambiaría para siempre.
Quien lo escucha es una excompañera de colegio, la voz que le hará las preguntas incómodas, la que dirá no, por qué, cuándo, cómo, la que cuestionará, una y otra vez, su relato acerca de ese pasado en común, de esos años que ninguno de los dos, en realidad, quiere recordar.
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Rodrigo Hasbún tiene 39 años, pero a ratos se puede pensar que es un veterano de la literatura latinoamericana. Lo que pasa es que comenzó demasiado joven: tenía 25 años cuando publicó Cinco, su primer libro de cuentos, 26 años cuando publicó El lugar del cuerpo, su primera novela, y fue seleccionado para ser parte del primer Bogotá39 (junto a autores como Alejandro Zambra, Pedro Mairal, Guadalupe Nettel y Junot Díaz) y solo 29 años cuando la revista Granta lo seleccionó como uno de los 22 mejores escritores jóvenes en español (junto a autores como Alejandro Zambra, Samanta Schweblin, Patricio Pron y Antonio Ortuño).
Quizá por eso, porque le han pasado demasiadas cosas con tan pocos años y el tiempo ha avanzado con demasiada intensidad, que en muchas de sus historias vuelve, constantemente, a la última etapa de la adolescencia, poco antes de que la adultez se asome en el horizonte. Lo ha hecho sobre todo en sus cuentos (elogiados por su estilo elegante y contenido), particularmente en los que conforman Los días más felices (2011). En un par de relatos de ese libro se asoman, por primera vez, varios de los personajes que luego aparecerán en Los años invisibles. Pero antes de adelantarnos y llegar a ese último libro, hay que decir que en 2015 publicó Los afectos, su novela más celebrada, traducida a más de 10 idiomas, y que en 2019 se aventuró por primera vez en el terreno del ensayo, publicando Las palabras (textos de ocasión), un libro hermoso en el que reúne varios textos dedicados a algunos de sus referentes más importantes: Jonas Mekas, Natalia Ginzburg, Rodolfo Walsh, Abbas Kiarostami.
Las familias son un artefacto curioso, ¿no? No deja de llamarme la atención que ese lugar que debiera ser el más seguro a menudo termina siendo el más peligroso, o que ahí donde tendríamos que encontrar algunas respuestas encontramos más bien un vacío.
Y entonces, después de todos esos libros, Hasbún retornaría a esos personajes de Los días más felices y les daría una nueva vida en Los años invisibles. Aquí están Joan, Ladislao, Andrea, Julián, Humbertito, Luisa, los compañeros de curso, los últimos días en el colegio, los amores, las peleas, los celos, un embarazo no deseado, un aborto, las mentiras, los secretos, las traiciones, la vida de un puñado de jovencitos privilegiados que se quieren ir de Bolivia y una noche fatídica que los lectores solo conoceremos al final de la novela, cuando explote todo. También nos encontraremos con dos de esos personajes ya muchos años después de aquella noche, lo que le otorgará otra perspectiva a sus vidas, a sus historias, a lo que perdieron.
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La empezó a escribir hace más de 10 años, pero luego la abandonó. Algo no funcionaba, algo no lo terminaba de convencer, por lo que prefirió dejarla a un lado y escribir otras cosas. Pero la historia no se iba. Los personajes nunca se iban. Al contrario. Estaban ahí, en su cabeza, desde el inicio de todo.
—Han estado desde mi primer libro y me gusta la idea de ir envejeciendo a su lado —cuenta Rodrigo Hasbún desde Cochabamba, donde lo encontró la pandemia.
¿Qué hay en la adolescencia o en ese paso entre adolescencia-juventud-adultez que te parece literariamente interesante? Me parece una época de cuestionamientos hondos y de una hipersensibilidad atroz, pero al mismo tiempo inmensamente valiosa, una época de búsquedas que inciden de forma decisiva en lo que terminas siendo o no en la adultez. Empiezas a poner en duda todo eso que han metido en tu cabeza en la casa y el colegio y los medios, mientras vas tomando posición y te adentras de a poco en lo político. Pero además están ahí también el descubrimiento de la ciudad y del sexo, un nuevo entendimiento de tu cuerpo, la aparición repentina de lo que llamamos el futuro, y todo eso dota a la adolescencia de intriga y misterio. Por otra parte, no creo que antes o después se experimente la amistad con la misma gratitud y entrega. Sé que para muchos fueron años difíciles o el infierno mismo, pero yo nunca me sentí tan vivo como en esa época (con toda su luminosidad y todo su ardor, con su crueldad y su transparencia). Quizá por eso sigo volviendo a ella cada tanto.
Creo que en esta novela y en varios de tus cuentos hay un retrato generacional muy preciso sobre los que nacimos en los 80. ¿En qué otras novelas o películas o discos has encontrado quizá un diálogo generacional? Para mí el lugar donde lo generacional se manifiesta de manera más verdadera es en la música. Creo que es la música la que mejor capta el espíritu de una época y la que capta también las inquietudes y las infamias y la energía de los más jóvenes. En esa escala de cercanía, tengo la impresión de que el cine indie también logra ofrecer resonancias muy dignas. Pienso, digamos, en los diarios visuales de Mekas o en las primeras pelis de Jarmusch o Perrone, o incluso en las de la Nouvelle Vague. De todos modos, mientras digo esto me doy cuenta de que las recreaciones de una época me seducen bastante menos que aquello que se hizo entonces, y de que para volver, digamos, a principios de los 90 prefiero poner algún disco de Pearl Jam que leer una novela reciente ambientada ahí. En ese sentido, para mí Los años invisibles trata sobre todo del presente. Lo que me interesó más de la novela en esta versión fue ver a los personajes acercándose a los 40 y rememorando desde esa edad sobre lo que les tocó vivir en las tierras inciertas del pasado, donde son extranjeros ahora.
A propósito de las referencias culturales que citas, creo que los escritores latinoamericanos nacidos en los 80 han estado muy influenciados por la cultura norteamericana, por su literatura, su cine, su música… Pero también en el último tiempo se puede ver que esos intereses han cambiado. ¿Cómo lo ves tú? ¿Sientes que tus referencias, tus lecturas, son muy distintas a las que seguías hace 10 años? Es interesante lo que planteas. Nos creemos únicos en nuestros descubrimientos y gustos, pero en verdad detrás de eso hay olas y tendencias, y también la ideología y el mercado haciendo de las suyas. Y, claro, ahora mismo parecería que la literatura gringa irradia y asombra menos que cuando nosotros estábamos en nuestros veintipocos y la leíamos de rodillas. Lo que ha pasado también últimamente es que las posibilidades se han abierto y que la literatura de género se ha vuelto cada vez más visible y que las editoriales independientes han cobrado relevancia en la discusión de qué se lee y discute. Y nuestros intereses han ido mutando también. Todo eso desemboca en una diversidad interminable y un desorden muy grato. A diferencia de lo que sucede quizá en el mundo de las series. En ese ámbito, si Netflix nos dice ahora mismo que debemos ver algo, muy obedientemente todos vamos a verlo. Y sobre mis referencias… tuve la suerte de descubrir pronto a gente que luego me ha seguido acompañando. Aunque lo que haga sea distinto a lo de ellos, hay algo en su compromiso y su rigor que me sirve como una especie de faro y de recordatorio de por qué he decidido dedicar mi vida a esto. Pienso por ejemplo en Kiarostami y sus pelis, o en Coetzee y Ginzburg y sus libros. Son algunas de las sombras que suelen aparecer cuando me pongo a escribir, sea lo que sea lo que esté escribiendo.
La miopía de clase es una constante, al igual que la sensación de los personajes de que son inmunes a la realidad política y social de su país. Quería que esos rasgos fueran parte del retrato, y que resonaran de fondo los asuntos del privilegio y la impunidad y también los del género y la violencia y el poder. Pero para mí en primer plano siempre están los personajes y eso a lo que se enfrentan, afuera de sí mismos y dentro de sí.
Algo que caracteriza tus libros es que siempre hay algún trabajo particular con la estructura, con la forma que buscas para poder contar la historia que tienes entre las manos. En este caso la estructura permite ver a los personajes siendo adolescentes y luego ya bordeando los 40, encontrándose en Estados Unidos, en un ir y venir que le da más complejidad a la novela. ¿Qué buscabas tú con esa estructura? El descubrimiento de que debía añadir algunos capítulos ambientados en Houston fue más bien tardío, y sin él seguramente hubiera terminado desechando la novela de nuevo. Porque hasta entonces llevaba varias versiones que sucedían de principio a fin en la Cochabamba de mediados de los 90, y eso no me terminaba de funcionar. Dar el salto en el tiempo, ver a dónde habían ido a parar esos personajes 21 años después, atestiguar el reencuentro de Andrea y Julián, le dio sentido a la novela para mí. Ya no era el pasado en sí lo que más importaba, sino sobre todo sus resonancias y huellas, las formas en las que seguimos moldeándolo día a día, la negociación permanente entre los que hemos sido y los que creemos que somos ahora.
A propósito de la estructura y de ese encuentro de los personajes en Houston, 21 años después, ocurre que ahí la novela no solo complejiza la mirada sobre el pasado sino que introduce otra lectura y abre la posibilidad de que se la lea desde lo autobiográfico… ¿Cómo te relacionas tú con ese género? Mi relación con lo autobiográfico es vieja y de mucha cercanía. Como lector siempre me han interesado los diarios (que para mí son pequeños museos de las emociones, archivos movedizos que van bastante más allá de la vida de quienes los escriben), y terminé escribiendo mi tesis doctoral sobre algunos de ellos. Se trata, claro, de un ámbito de límites desdibujados, un ámbito lleno de ambigüedades y zonas cuestionables. No sé si te pase a ti, pero cuando yo leo cualquier cosa me pregunto a menudo si tal escena o suceso se habrán desprendido en alguna medida de la experiencia de quien los escribió, que es en verdad una pregunta sobre cómo se interpelan y contagian la memoria y la imaginación, y sobre el origen mismo de la ficción. ¿Qué nos mueve a intentar rescatar ciertos momentos? ¿Y cómo funcionan los pasadizos secretos que unen y separan el reino de lo que no está escrito con el reino de lo que se escribe? En otras palabras, ¿dónde comienza y dónde termina un texto? Creo que en esta novela me interesaba jugar de manera más evidente que en mis libros anteriores con esas preguntas tan vinculadas a lo autobiográfico.
Otra cosa que se vuelve más evidente en esta novela es un interés por las relaciones filiales y el tema de las paternidades y sus cuestionamientos. “Debería ser más difícil hacer hijos”, anotas en un momento. ¿Es algo en lo que te interesa indagar de manera más explícita ahora? No lo sé. Hay preocupaciones recurrentes que van emergiendo cada tanto, pero es algo que sucede en el proceso mismo de la escritura, no antes. En ese sentido mi acercamiento a cada nuevo libro es más bien ingenuo y torpe, y no responde a una agenda ni tampoco a lo que esté en discusión allá afuera ahora mismo. En cuanto a esas preocupaciones recurrentes, la familia sin duda ha sido una de ellas desde muy pronto, sobre todo vista desde la mirada de los hijos. Las familias son un artefacto curioso, ¿no? No deja de llamarme la atención que ese lugar que debiera ser el más seguro a menudo termina siendo el más peligroso, o que ahí donde tendríamos que encontrar algunas respuestas encontramos más bien un vacío. Y, sin embargo, más allá de todo, al final nunca dejamos de intentar volver a casa.
Es muy interesante eso que dices sobre el vacío y la familia, porque se hace muy latente en Los años invisibles, una mirada algo desoladora sobre un tipo de familia en particular, que son las familias privilegiadas. Y ahí surge el tema de la clase, que es algo que también aquí se vuelve más explícito que en tus libros anteriores. El tema de la clase y de la impunidad y de la violencia. De hecho, Andrea sueña con una manifestación donde se encuentra con la empleada de su casa, quien lleva un cartel escrito en quechua que ella no entiende. Hay en esa imagen algo muy bien condensado con respecto a estas discusiones… Sí, es el inconsciente ajetreado de Andrea el que saca a flote algo que ni ella ni los que están a su alrededor pueden o quieren ver, pero que quienes lean la novela sí deberían notar con más claridad. La miopía de clase es una constante, al igual que la sensación de los personajes de que son inmunes a la realidad política y social de su país. Quería que esos rasgos fueran parte del retrato, y que resonaran de fondo los asuntos del privilegio y la impunidad y también los del género y la violencia y el poder. Pero para mí en primer plano siempre están los personajes y eso a lo que se enfrentan, afuera de sí mismos y dentro de sí. Si no me aferro a ellos, y si no los defiendo un poco, se acrecientan la tentación y el peligro de terminar haciendo una literatura bienintencionada, aleccionadora y correcta, una literatura que deja muy claro de qué lado estás. Por lo demás, esa tentación y ese peligro resuenan muy fuerte ahora mismo, en un tiempo tan ideologizado como el que vivimos.
Los años invisibles, Rodrigo Hasbún, Literatura Random House, 2020, 160 páginas, $12.000.
Sin fecha (algún día de mayo de 2020). Constanza Michelson: Miedo a los niños
Aïcha,
Me quedo pensando en lo que dices sobre la ley. La ley que autoriza la violencia.
Nunca he podido entender el antisemitismo. He leído y no retengo nada, quizás porque nunca me ha hecho sentido alguna tesis realmente. Pienso en un ensayo de Benjamin sobre los juicios a las brujas y dice algo que me inquieta: las brujas siempre existieron de algún modo en el imaginario social, pero con baja intensidad. Incluso en el cristianismo era considerado algo anecdótico, pues se creía que dios no había dado poderes al diablo, por lo tanto, eran inofensivas. No es hasta, más o menos, el 1300 que irrumpe la locura con el asunto de las brujas, y esto es lo que me interesa de lo que propone Benjamin: coincide con la irrupción de la ciencia. A mayor interés por la ciencia, mayor interés por la brujería, el terror y la cacería.
Las cosas aparecen de modos antitéticos: aparece una luz que refuerza su sombra.
¿Los judíos son la sombra de qué?, ¿o las mujeres?, ¿o los indígenas? O quizá la pregunta es: ¿son sombra para qué? Detrás de todo racismo o segregación hay un proceso político que lo utiliza como soporte psicológico, soporte para justificar el crimen tras su proyecto por el Bien. ¡Por dios! Es el grito al momento del crimen de las guerras santas, cuando se comete el crimen.
En el caso de los juicios a las brujas, fueron los eruditos, filósofos y científicos de la época los que encontraban las señales del diablo en cualquier gesto. El sinsentido ya es un mal suficiente, pero se vuelve realmente peligroso cuando se le pretende poner lógica, concluye Benjamin; hay ocasiones en que no hay nada más loco que la razón.
Hemos estado hablando de la infancia. A los niños no se los ubica como una sombra o tal vez sí, pero de un modo menos evidente. Dijiste que a los niños se les teme. Coincido.
La única diversidad que hoy se soporta es la sexual (menos mal) o la de estética artística o pachamámica. La diversidad cuica. La diversidad de la infancia no se soporta, se excluye, se expulsa, se encierra, se medica. Se teme la violencia de los niños. ¿Qué hacer con un niño con conductas violentas? Se tolera un poco más que sea lento, pero no demasiado –escribe Michelson.
Pienso en la estética de la infancia imaginada, es colores pasteles, los monitos siempre cuentan historias en que nunca corren peligro (supongo que eso está bien, de otro modo sería un escándalo), pero preguntaba qué sentirán los niños abandonados, los que están siendo abusados de todas las maneras que existen. ¿Qué pensarán cuando ven esos colores, esos monitos en las casas de acogida, en la sala de espera del consultorio, en tribunales, o en su propia pieza? Piensan que nunca fueron niños, que eso no existe para ellos. Alguna vez pensé eso sobre mí misma: nunca fui niña. Quizás por eso me parece una desfachatez esos adultos que se creen niños, que hablan como niños, jóvenes ni tan jóvenes kinki (creo que esa es la palabra) que actúan como si fueran siempre “la nueva generación”, llenos de juguetes y narcisismo, ¡qué crimen creer que existe la infancia así!
La infancia es existencial. Llena de obstáculos y de infiernos que crean los adultos a los niños.
Yo nunca creí en el genio. No le tuve nunca miedo a los hombres, a pesar de la violencia de mi padre. Le tengo miedo a los padres violentos, a las madres locas, a los padres sin amor. A mí misma como madre.
A los niños se les teme cuando no coinciden con el ideal del color pastel. Se le teme a su sexualidad, su complejidad, su angustia. La educación alternativa se jacta de combatir lo tradicional, hablan de diversidad, pero la única diversidad que hoy se soporta es la sexual (menos mal) o la de estética artística o pachamámica. La diversidad cuica. La diversidad de la infancia no se soporta, se excluye, se expulsa, se encierra, se medica. Se teme la violencia de los niños. ¿Qué hacer con un niño con conductas violentas? Se tolera un poco más que sea lento, pero no demasiado.
Pablo de Rokha, el poeta, escribió que Lucifer es el símbolo más triste, el más solo. Supe que mi padre le dijo a alguien: “no me gusta como soy, pero no puedo evitarlo”, sentí la conmiseración, la pena más profunda.
¿Qué pasa con los niños y sus pulsiones? ¿A cuáles se los abandona? De eso no queremos saber nada. Se supone que queremos saber de los que son abusados, víctimas. Pero depende de dónde vengan. El Sename sigue siendo el infierno que quedó revelado hace unos años, tras la muerte de una niña se hizo un recuento –macabro– de cuántos niños han fallecido ahí. Quizás porque tras un leve desplazamiento en el imaginario se convierten en delincuentes. A los niños malos se les despoja de todo. Son la sombra de la infancia color pastel.
La infancia duele demasiado.
Un abrazo, querida.
Le 16 mai 2020 à 13:30, Aïcha Liviana Messina
<alivianamessina@gmail.com> a écrit: Infancia, tiempo, palos en la tierra
Querida Constanza,
¿Cómo estás?
El nivel de contagio está siendo muy alto. No sé si es angustiante la situación, pero es silenciosa. No estamos frente a la nada, sino frente a algo, que se va a determinar cada día más.
Este aislamiento es difícil. Uno piensa, se mueve, abre los ojos, porque están los otros. Te debo haber hablado mil veces de estos niños abandonados: a algunos se les atrofian los sentidos y por ende el cerebro porque no reciben cariño. Mueren porque en falta de cariño, sus sentidos no se activaron. La vida se cerró. Pero en algunos se les abre la ventana de la imaginación. La resiliencia es esta ventana interna. Me fascina y me emociona mucho esto. Pienso en la vida secreta de los sentidos.
No están los niños hoy en la casa. Ellos no paran, no se aflojan. Miran un dibujo animado y lo procesan, el que sea. Saborean la comida. Aunque sea mentira me dicen que cociné bien. Cualifican el mundo en permanencia. Hemos salido en monopatín (ante el nuevo periodo de confinamiento). Eran libres como el aire, con sus mascarillas. Qué les importaba la molestia de no besarse. Les importaba moverse, expandirse.
Siempre he visto la infancia como un círculo. Un círculo no marcado. Cuando jóvenes nadábamos en el mar lo más lejos que podíamos. Trazábamos un círculo mental para ver hasta dónde podíamos ir. En el mejor de los casos, había alguien que llamaba, que gritaba “¡vuelvan a la orilla!”.
La infancia es una voz esperada, un juego nuevo, en general un límite nuevo. Es ir hacia el mundo creándose una memoria.
Emmanuel, mi hijo, cuando aprendió a deslizarse solo por el resbalín, decía siempre: “¿viste mamá?”. Era súper pequeño, pero, literalmente, llamaba la atención. Bajaba por el resbalín para ser visto, para otros, para ser esperado, para la conquista.
Siempre he visto la infancia como un círculo. Un círculo no marcado. Cuando jóvenes nadábamos en el mar lo más lejos que podíamos. Trazábamos un círculo mental para ver hasta dónde podíamos ir. En el mejor de los casos, había alguien que llamaba, que gritaba ‘¡vuelvan a la orilla!’. Sin duda mi círculo mental se dibujaba porque mi abuelo adorable me llamaba. O porque sabía que me habría llamado –escribe Messina.
“¿Viste mamá? Soy tu hijo, y soy el rey del resbalín”.
Yo soy volada (o aparento serlo), siempre miro hacia otros lugares. Mi atención no se fija. Pero su frase creó como un hoyo dentro de mí, una caja de resonancia. Soy volada, pero soy capaz de escuchar un llanto aunque no sea perceptible.
Es porque sus frases, sus interpelaciones, su alegría maravillosa, han hecho lo que hacen los perritos en la tierra: un hoyo, para depositar algo, nada. No importa qué o si hay algo. El hoyo está hecho. Él es mi hijo profundo porque sus frases forjan mis percepciones. Lo felicito un montón cuando se baja del resbalín. Ahora que estamos encerrados, lo felicito cuando baila. Él sabe que no siempre lo veo, que soy volada. Pero no le afecta. Él no espera que lo vea. No existimos en función de un fin, sino por una serie de desvíos. Él solo quiere que esté ahí, en algún lugar, y que forme sus círculos, con Milena. Son lo máximo de la travesura entre los dos. Pero los círculos de la infancia son el máximo aprendizaje.
Hoy no sé dónde ponerme en la casa. Me he dado cuenta de que durante meses había huido de algunos rayos de la luz. Es curioso esto en una casa: la luz vuelve de manera idéntica en el mismo lugar. Es una repetición que no molesta. Supongo que empieza a molestar cuando uno sabe que hay cosas que no va a volver a vivir. Alguna forma de ser enamorado, o de ser sostenido, o de ser vivo.
La última vez hablamos del antisemitismo, de la violencia, del miedo, y de la infancia.
En el entretiempo salí a dar una vuelta por primera vez. Fui a caminar por estas calles muy bellas en la tarde del barrio (¡un barrio tan hípster que prefiero ni nombrarlo!). Camino igual con una sensación de abismo. Pero camino y es fantástico. Es el corazón mismo de la emoción. Una emoción es un movimiento, una apertura. No ha de ser cómoda.
Luego salí a caminar con un amigo. ¡Copuchamos! Pelamos a los mismos de siempre, pero con mascarilla, y entonces sin cachar del todo hasta qué punto era divertido. Pero pelamos. Trazamos nuestro círculo infantil. También preguntamos. Nos regalamos una pregunta. Lo acompañé a su casa y me acompañó a la mía. Fue la única salida amistosa de estos dos meses.
Constanza, hace dos meses que estamos encerrados y solo me comunico por zoom. Estoy bien, pero es difícil. Quisiera plantar una carpa en la tierra y hacer como que este plantar sea mi relación con el tiempo y con los otros. El tiempo es producido por nuestras praxis. Hacer algo junto a otro es producir el tiempo junto a otro.
Hay que hacer lo que se puede, pero hay que producir el tiempo. Si no realmente estaremos muy mal.
Te mando un abrazo grande,
Aïcha
Una falla en la lógica del universo, Aïcha Liviana Messina y Constanza Michelson, Ediciones Metales Pesados, 2020, 127 páginas, $10.600.
La casa como un espacio de la memoria es una imagen frecuente. En la Antigüedad, era reconocida la eficacia de una arquitectura familiar para situar y recordar mejor el orden y las partes de una historia. Antes que una casa ideal, los manuales de retórica sugerían discurrir sobre un espacio conocido. Se sabe que en cuanto se habita, la casa de la historia cambia.
Mientras el mundo mira cifras confinado, llegan noticias alentadoras desde Vietnam. El acertado manejo de la pandemia ha permitido llevar a cabo sin mayores contratiempos la conmemoración de los 45 años de la liberación de Saigón. Las actividades se han concentrado en la explanada de la plaza Ba Dinh, en el centro de Hanói, frente al Mausoleo de Ho Chi Minh. Al aniversario del final de la guerra contra Estados Unidos, se suman los festejos por el cumpleaños 130 de Ho Chi Minh, su autor intelectual.
En rigor, es difícil establecer con precisión el año de nacimiento de Ho Chi Minh. En su vida utilizó más de 90 nombres, chapas y seudónimos, dejando una estela difusa de formularios adulterados desde su juventud, ya que su padre era perseguido por las autoridades coloniales francesas. Cabal arquetipo del caudillo revolucionario, su rastro se pierde en el tiempo; la multiplicación de los nombres le permitía estar en dos lugares al mismo tiempo y desaparecer. Figura trascendental del siglo XX, el poeta y estadista Ho Chi Minh fue uno de esos raros casos que suscitan una admiración prácticamente unánime, incluso en sus adversarios.
Reconozco que cuando fui, llegué atraído por la reliquia. ¿Cuánta gente queda embalsamada en el mundo? Aunque la principal atracción de la plaza Ba Dinh es el complejo funerario donde se conserva el cuerpo, el parque incluye senderos y cuidados jardines que resultan mucho más agradables que el monumento. Hay puentes con vistas hermosas a una pequeña laguna artificial y caminos que conducen más allá del palacio presidencial, hasta su deslinde con el jardín botánico de Hanói. Al salir del mausoleo, me acuerdo que caminé encandilado siguiendo a la gente por un camino de grandes árboles y un inolvidable olor a mango. El intenso olor de la fruta madura despejó enseguida el halo mortuorio. Al cabo de un rato, caminando hacia la salida, el sendero regresaba en dirección hacia el estanque. A espaldas del Mausoleo, en un rincón del parque, estaba la cabaña donde Ho Chi Minh vivió sus últimos 11 años.
La “casa Zancuda” fue entregada como regalo de cumpleaños y se inspiró en la estructura de las casas nativas de las minorías étnicas del norte de Vietnam. Con el tiempo, el recuerdo de esa cabaña me ha impresionado más que su cuerpo embalsamado. El lugar es la antítesis de la residencia de un gobernante. La casa es un sencillo palafito construido hace 65 años en un rincón del parque, frente a la pequeña laguna donde en las tardes solía pescar. Es un hecho que en ningún otro lugar vivió más tiempo. El funcionario del ministerio de vivienda designado para su construcción, fue invitado a conversar con él junto al estanque: la casa tenía que ser de madera sencilla, con lo justo para que viva una persona; en los pasillos se debía poder transitar libremente o tener espacio para sentarse a leer; y la escalera, tendría que ser lo suficientemente amplia para que dos personas pudieran pasar sin incomodarse.
En su libro La dimensión oculta, el antropólogo Edward T. Hall reflexiona sobre el uso y las relaciones que establecemos con el espacio y entre nosotros mismos. Allí, señala que aunque las normas proxémicas sean distintas según los diferentes contextos culturales, hay caracteres fijos (como la casa) que dan cuenta y organizan las actividades. Sobre la relación entre la fachada que la gente presenta al mundo y la persona que se oculta tras ella, observa que el uso mismo de la palabra “fachada” es en sí revelador, en tanto reconoce que hay una arquitectura íntima escondida, una estructura vedada de planos ocultos y espacios por penetrar. “Mantener una fachada –observa Hall– puede costar mucho esfuerzo. La arquitectura se echa esa carga a cuestas y se la quita a la gente”.
En su simpleza elemental, parte de lo excepcional de la cabaña es justamente la ausencia de un frontis. La casa es un lugar abierto donde pareciera que no hay nada que ocultar. La planta baja es un espacio de tránsito integrado al jardín que sostiene las dos habitaciones del segundo piso (la pieza y el despacho) de manera tan ligera, que la cabaña en su equilibrio pareciera no necesitar los pilotes.
Para Edward T. Hall, el hecho de que pocas personas tengan su oficina en casa –aunque el libro se publicó en 1966, puede explicar en parte por qué hoy estamos entre el síndrome y la fiebre de la cabaña–, también responde a que la mayoría, somos o seríamos, distintas personas en la oficina y en la casa. “La separación de despacho y hogar en esos casos contribuye a impedir que esas dos personalidades, a menudo incompatibles, choquen violentamente y hasta puede servir para estabilizar una versión idealizada de cada una, conforme con la imagen proyectada por la arquitectura y por el ambiente” (esto subrayaría otro aspecto excepcional del palafito).
En su simpleza elemental, parte de lo excepcional de la cabaña es justamente la ausencia de un frontis. La casa es un lugar abierto donde pareciera que no hay nada que ocultar. La planta baja es un espacio de tránsito integrado al jardín que sostiene las dos habitaciones del segundo piso (la pieza y el despacho) de manera tan ligera, que la cabaña en su equilibrio pareciera no necesitar los pilotes.
Tal vez haya una clave oculta en el poema de Linh Dinh, “Arquitectura vietnamita tradicional”: “Una casa sin puertas. Para entrar hay que meterse por la ventana. Cualquier ventana. Romper el vidrio si es necesario. Toda entrada debiera ser ilícita. Ninguna entrada libre vale la pena que la atraviesen (…)”. El alcance de las metáforas puede ser decisivo para entender una guerra. No pocos poetas han hecho de su oficio un arte marcial. Entre esas cuatro paredes, Ho Chi Mihn resistió los años más duros del conflicto y supo articular, con lo mínimo, una estrategia militar que le terminó dando un triunfo épico.
¿De qué manera, una obstinada y precaria guerrilla, puede doblar las rodillas de un gigante?
“Más que paciente, inconmovible”, escribió en su Diario de prisión.
Los recuerdos de la guerra persisten entre Vietnam y Estados Unidos. En abril de este año, el Washington Post observaba que mientras en Hanói, se desarrollaban normalmente las celebraciones por los 45 años del final de la guerra, las víctimas por el coronavirus en Estados Unidos ya superaban los 58.220 norteamericanos que habían muerto en las dos décadas de conflicto.
“Vietnam aprovechó una larga historia de preparación para el peor de los escenarios, mientras se mantiene flexible para adoptar reformas cruciales y la transición hacia la nueva normalidad”, destacó el líder del Programa para Vietnam del Banco Mundial en junio.
Más allá de la imagen retórica, el sentido de una casa como algo vivo no es tan impreciso. Una casa cambia después de que alguien muere. El deseo de Ho Chi Minh era ser cremado y que sus cenizas fueran esparcidas por todo Vietnam. Hasta la inauguración del mausoleo en 1975, el cuerpo debió ser custodiado y trasladado en secreto. Resulta significativo que los esfuerzos de la inteligencia estadounidense se hayan enfocado en encontrar el cuerpo, mientras la cabaña seguía en pie. Da la sensación de que la casa, como la memoria, en sí misma es una especie de lugar donde se juntan toda clase de imágenes, sueños y recuerdos, amontonándose en un espacio que parece siempre el mismo.
La cabaña de Ho Chi Mihn guarda una cualidad más profunda: mientras su figura se mantiene intacta, embalsamada, el espacio lo recuerda dando cuenta de su ausencia. Para Gastón Bachelard, sería la poética de un habitar primitivo, “una cualidad común a ricos y pobres”. En su notable ensayo “En la pieza oscura”, Brian Dillon sugiere que la verdadera sustancia de una casa –las capas de ladrillo, el yeso, la pintura, el papel mural– no es real; lo cierto es el espacio, el interior, el lugar donde nos movemos.
“Esta casa no es grande ni pequeña,/ pero al menor descuido se borrarán las señales de ruta/ y de esta vida al fin, habrás perdido toda esperanza”, escribe Juan Luis Martínez en “La desaparición de una familia”. En una conversación con Guadalupe Santa Cruz, a propósito de ese poema, ambos coincidían en que las casas de la infancia “son el primer recorte en el espacio a través del cual uno mira el mundo” y que uno “busca en el sueño, siempre”. Martínez creía que la ausencia de la madre en el poema era sustituida por la propia casa. “Uno solo puede perderse en la madre –le aclaraba Santa Cruz–. Seguramente los muros son el padre, pero la casa…”.
Cabe la posibilidad de que la naturaleza no destruya las cosas hasta la nada. Me acuerdo que cuando salí de la cabaña de Ho Chi Mihn, las carpas todavía se acercaban a la orilla cuando alguien aplaudía cerca del estanque.
La situación de escolaridad casera ha hecho aún más visible una conducta que ya venía mostrándose en pasillos, patios de colegio, reuniones de apoderados. Sus wasaps se hacen presentes día a día, a cualquier hora, domingos y festivos. Que las tareas, las guías, la disertación. Cada lunes espera impaciente el envío de actividades, cualquier atraso pone en inquieto movimiento sus mensajes: ya enviaron? no encuentro nada, a qué hora… En su foto de perfil aparece con un disfraz de Frozen al igual que su pequeña hija, mientras su marido es el rey que desde un escalón más arriba abraza con seguridad a sus dos mujeres.
Cuando no se comunica uno llega a pensar que algo pasó, pero en realidad solo se distrajo un momento, quizás en el wasap de otro curso. La apoderada insiste en que las cosas deben seguir funcionando pase lo que pase, a lo mejor porque son precisamente esas cosas las que le permiten existir. La necesidad de ser protagonista de algo quizás sea una necesidad humana y hasta comprensible, y cada quien elige dónde poner sus intereses, aun cuando los tiempos que corren parecen gritar la irrelevancia de todo protagonismo.
O quizás el asunto se reduce al excedente de tiempo.
Su persistencia es lo que más sorprende. Justo cuando por ejemplo comenzamos a distendernos con una cerveza y un cigarro en la mano frente al horizonte donde cada tarde tomamos un respiro de las extenuantes jornadas de teletrabajo, labores domésticas, colegio en casa, asoma su mensaje como si asomara una puntiaguda nariz: les recuerdo campaña solidaria, les comparto linda iniciativa, fotos de mi hija haciendo la tarea, va canción “Color esperanza”, reenvío info, ¿les pasa lo mismo con…?
No dudo de sus buenas intenciones, aunque sabemos que no todo se reduce a eso en esta vida. Hay también una necesidad de mostrarse haciendo las cosas y haciéndolas bien. Y también de hacer amigxs, grupo, comunidad, y ese hacerse parte es una labor que debe ser sistemáticamente desplegada.
Otra apoderada arremete grabando audio o escribiendo. Que lindas fotos!!!!!! Texto, corazones, link. Un apoderado responde con un sticker de Homero con mascarilla. El almacenamiento del teléfono mientras tanto hierve en rojo. Y cuando ya pensamos que el intercambio ha sido suficiente por el día de hoy, un nuevo ¡tin! retumba en los oídos (al mínimo enroque de letra, esta palabra se convierte en “odios”): pregunta… la manzana de la cartulina es roja o verde? 78 wasaps en el transcurso de un par de horas y la sensación de que siempre estás atrasada. Aunque no hay que dejarse permear por el colapso en línea.
Quizás lo que disloca levemente los nervios sea que hacen de todo un tema, inventan una nueva necesidad donde no la hay, y ya tenemos suficientes demandas soplándonos su aire caliente en la nuca como para seguir sumando cosas, nimiedades.
La comunicación de los chat de curso es en un gran porcentaje innecesaria, lo importante debería ser informado vía mail, o libreta en tiempos presenciales. Dicho intercambio solo responde a la necesidad de comunicarse más allá de que exista algo que deba ser comunicado. Y cuando el número de hijos es igual o superior a tres, este diálogo incansable despierta a veces una crispación tan irracional como inevitable, aun cuando en realidad se puede dejar pasar, silenciar, archivar, vaciar chat. Pero hay días donde dan ganas de mandar –en el impulso de un acto artístico–revolucionario– algunos memes que trafican de noche los hermanos menores, para que luego tu número sea eliminado del chat. Aunque después la polémica sería una avalancha tan grande que de solo pensarlo retrocedes en el mismo instante.
Quizás lo que disloca levemente los nervios sea que hacen de todo un tema, inventan una nueva necesidad donde no la hay, y ya tenemos suficientes demandas soplándonos su aire caliente en la nuca como para seguir sumando cosas, nimiedades. Sus funciones apoderiles o apoderísticas o apoderadas o empoderadas nunca se terminan de saciar: siempre habrá algo que la haga aparecer en un nuevo mensaje, optimista, hablando en chiquitito, haciéndole la tarea a su hijx, recordando el día del profesor. En su defensa se podría decir que quizás tenga que existir como una pieza del mecanismo sin la cual faltaría siempre algo. Vaya a saber uno…
Especulo que esta figura es una extensión del niño o la niña que en la sala podría estar tirando la manga de la profesora durante 12 minutos o hablando la misma cantidad de tiempo. O en una variante más extrema, la versión reconstruida del que pega en el recreo o la que exilia del juego con voz de mando. Conductas que por cierto hacen ruido con la apariencia de preocupación y felicidad que proyecta incesantemente la apoderada, no hay que ser sicóloga para sospechar.
Cuando su hijx salga del colegio, quizás en qué transformará sus funciones. Mirar entonces ese chat fosilizado seguro le desatará más de algún suspiro, aunque en realidad como están las cosas todavía es posible que la cuerda se alargue hasta la universidad, donde haga el despliegue pertinente una vez que a su pupilx lo rajen en el examen.
Llevo mucho tiempo sin visitar las librerías de viejos de la Galería Veneto, en las inmediaciones de las Torres de Tajamar, donde a menudo he encontrado algunos de los libros que más atesoro: nada muy especial o valioso, solo piezas descatalogadas hace años, algunas ediciones raras y una que otra primera edición de poesía chilena, adquirida siempre a precio de lector y nunca de coleccionista. Federico Galende se ha referido en Historia de mis pies a la atmósfera melancólica de este sector, que en otra época acogió a algunas de las tiendas más fachosas de Providencia, pero que el desplazamiento de los focos de modernidad las obligó a ceder su sitio a este tipo de negocios, menos modernos e incluso demodé. Hay, efectivamente, algo entre insomne y soñoliento a la vez en esos tres pasillos, donde los locatarios abren cuando quieren y lo hacen casi siempre como si retornaran de un trámite previsional o de una siesta a media mañana o por la tarde. A uno de ellos, no recuerdo a cuál, intenté comprarle el libro del que voy a hablar ahora.
Violeta Parra escribió tres libros, pero solo uno de ellos lo publicó en vida. Se trata de Poésie populaire des Andes (Poesía popular de los Andes), que apareció el año 1965 en la editorial parisina François Maspero, traducido y presentado por Fanchita Gonzalez–Batlle para la colección Voix, dedicada por entonces a difundir la poesía popular de los pueblos subalternos y los cancioneros revolucionarios. Los otros dos libros, los más conocidos, son en cambio póstumos: Décimas, una autobiografía en verso que escribió en 1958, pero que apareció recién en 1970, y Cantos folklóricos chilenos, que redactó entre 1957 y 1960, pero que apareció mucho después, el año 1979, en la Editorial Nascimento. Sobre este último libro, que es una recopilación de sus entrevistas con los “puetas” o cantores campesinos chilenos, existe un error que se ha difundido incomprensiblemente con los años: el libro no fue publicado jamás por la editorial Zig Zag el año 1959, aunque hay adelantos de él en Poésie populaire des Andes, que a su vez no ha sido nunca traducido al castellano.
Revisándolo hace poco en una versión digital, reparé en que esto último era tan raro como lo otro, y no solo porque es el único libro que vio impreso la poeta y cantautora, sino también porque parece más universal, más didáctico e incluso más completo comparado con Cantos folklóricos chilenos. Más universal, en primer lugar, porque el título instala desde un comienzo nuestra poesía popular en coordenadas mayores, la de “los Andes”, en las que caben otras expresiones soberbias, como los cantos quechuas recopilados por Arguedas, la poesía gauchesca ficcionada por letrados bonaerenses y hasta la poesía mestiza de César Vallejo, en la que se funde de manera singular la tradición mediterránea y la india precolombina.
Más didáctico, en segundo lugar, porque ordena mejor sus distintas expresiones –canto a lo divino y a lo humano, tonadas, esquinazos, parabienes, cuecas–, introduciendo cada una con breves, pero precisas explicaciones, de la recopiladora o la traductora, para un público general o desinformado.
Más completo, por último, porque si bien incluye cinco de las 15 entrevistas que recoge Cantos folklóricos chilenos, una de ellas a un cantor (Alberto Cruz) que curiosamente no figura en este último, incluye en cambio toda una sección dedicada a las composiciones de la propia Violeta Parra (“Chansons de Violeta Parra”) que, como dijera el ya mencionado Arguedas, no fue una simple recopiladora testimonial sino también una inventora, en cuyas creaciones lo popular se vuelve universal sin dejar de ser local al mismo tiempo. Están allí, por ejemplo, “La Jardinera” y “Arriba quemando el sol” (llamada aquí “Estilo nortino”), de incuestionable valor lírico, aunque la selección está cargada claramente a las canciones que ella misma llamaba “revolucionarias”, como “Levántate Huenchullán” –más tarde “Arauco tiene una pena”–, “Yo canto a la diferencia” y “Miren como sonríen”, entre otras “canciones políticas”, como las llamó por su parte Javier Martínez Reverte en Violeta del Pueblo, una antología publicada el año 1976 por la Editorial Visor, en su inacabable colección negra. Esta antología, cabe precisar, contrasta abiertamente con 21 son los dolores, la antología que publicó en Chile ese mismo año Juan Andrés Piña y que incluye únicamente sus “canciones amorosas”.
Víctor Herrero, autor de una completa biografía de Violeta Parra, se ha referido a la despolitización que habría sufrido su obra durante el período de dictadura, en la que se amasó y difundió el mito de la genio sufriente, que se había matado por amor y podía por lo mismo ser interpretada por Gloria Simonetti en el Festival de Viña sin incomodar a nadie.
Víctor Herrero, autor de una completa biografía de Violeta Parra, se ha referido a la despolitización que habría sufrido su obra durante el período de dictadura, en la que se amasó y difundió el mito de la genio sufriente, que se había matado por amor y podía por lo mismo ser interpretada por Gloria Simonetti en el Festival de Viña sin incomodar a nadie. No digo, por supuesto, que Piña participara de esta campaña, solo digo que en su criterio antológico pesó sin duda la situación política que vivía el país en esos años, mientras que en España o en París se hablaba abiertamente de su canto insumiso o de su “guitarra indócil”.
¿Habrá pesado esto mismo cuando se publicó, tres años después, Cantos folklóricos chilenos con esa fórmula editorial y no con la que tenía Poésie populaire des Andes, siendo que ambas habrían podido perfectamente combinarse? No lo sé, pero es probable que también pesara el cambio de registro que se produjo en la cultura local el año 1979, en que la poesía volvió a florecer en Chile, pero se dejó atrás la “poesía política”, que quedaría relegada desde entonces a las ferias artesanales o a las peñas universitarias. Ese año, el annus mirabilis de la poesía chilena en dictadura, aparecieron Purgatorio de Raúl Zurita, Nuevos sermones y prédicas del Cristo de Elqui de Nicanor Parra, Variaciones ornamentales de Ronald Kay y A partir de Manhattan de Enrique Lihn, que incluso sería tajante un año más tarde sobre el asunto: “Hacer poesía política –como si no fuera suficiente con la política que se hace– es hacer política de la poesía, palabra que rima con policía”.
Eso les cerraba la puerta a las “canciónicas agitadóricas peligrósicas para las másicas”, pero se la abría a una poesía contingente de otro tipo, más estructuralista que contenidista, donde lo esencial no era ya denunciar explícitamente una situación injusta, sino parodiar más bien los discursos hegemónicos para impedir, como decía Lihn, que el poder cristalizara en las palabras y se difundiera bajo la forma de clichés o estereotipos.
El único que por esos años se atrevió a catalogar la suya de “poesía política” fue Nicanor Parra, que en 1983 publicó en España una antología con ese nombre, más bien inusual para sus estándares. Entre Violeta del pueblo y Poesía política hay sin embargo una coincidencia de lugar, pero no de tono, ya que las máscaras satíricas de Nicanor son muy distintas a los airados versos de su hermana, y hay un mundo de diferencia entre “Arauco tiene una pena” y “Los pollitos dicen Río Bío Bío”, la única “canción protesta” que, según él, jamás pasaría de moda.
Advierto que he estado dando vueltas y vueltas sin concluir nada, pero llevo más de tres meses encerrado y me he ido habituando un poco a la divagación circular y a los viajes inmóviles a través de mi pieza. Desconozco, en verdad, los criterios que se emplearon en 1979 para editar los Cantos folklóricos chilenos, que traía además las transcripciones musicales de Gastón Soublette y fotografías de Sergio Larraín y Sergio Bravo. Como quiera que fuera, he querido simplemente llamar la atención sobre un problema editorial pendiente y la valía de un libro perdido, la sustancia melancólica de la deriva entre libros usados.
La indefensión de los pueblos, la barbarie de los gobiernos, que esta historia vuelva a ser una y otra vez la misma: esa es la catástrofe. No el acontecimiento que intercepta el paso monótono de los días, sino lo que permanece: las guerras, la injusticia y el hambre. Esa es la catástrofe, el mundo en estado de normalización.
Fue el tema de Pasolini –quizá el intelectual más consistente de Italia después de Gramsci– y también de Jean-Luc Godard, cuyo radicalismo estético terminó elevándolo por encima de figuras como Sartre o Guy Debord. El primero había partido en 1961 con Accattone, donde expuso su fascinación por fijar las expresiones desvalidas de los rostros del pueblo en una serie de encuadres precisos y profundamente poéticos. Dos años más tarde siguió con La rabia, un documento visual (casi 100 mil metros de celuloide pasados por el cedazo de la moviola) que llamaba a esos mismos pueblos a “oler la emulsión sulfúrica de la historia”. La voz en off que sobrevuela allí las imágenes del horror se pregunta por lo que había ocurrido después de la guerra y de la posguerra: “¡La normalidad! ¡Siempre la normalidad! ¡Por supuesto!”.
Godard, por su parte, también estrenó en 1963 El desprecio, desarmando el recurso del plano–contraplano para situar la acción al pie de una conocida sentencia de André Bazin: “El cine sustituye un mundo amoldado a nuestros deseos”. Agregaba de inmediato que El desprecio –esa película egoísta y hermosa, con la bella Brigitte Bardot deambulando por interiores estilizados a la parisina– era la historia de ese mundo.
Por esos años aún no se conocían, pese a lo cual habían arrancado de un mismo punto: el de la catástrofe como condición repartida entre la normalidad asimilada y la barbarización neofascista de la cultura. Fue la razón por la que ambos pensaron el cine como ensayo fundado en el uso del estilo indirecto libre: las imágenes, los textos y los sonidos respondían en ambos a una costura deliberadamente imprecisa y contradictoria, que les permitía lucir un amor común por la inexactitud o las acciones suspendidas en espacios inciertos. Esto a pesar de que Godard funcionaba en la línea del cirujano que hunde el bisturí en el cuerpo de las imágenes, mientras que Pasolini lo hacía en el registro de las rimas visuales y las armonías incómodas.
El contrapunto era entre deconstrucción y supervivencia, entre el despiece letrado del intelectual que quería tornar inteligente el mundo mostrando el cine después del cine (Godard) y el tono elegíaco del poeta sencillo que buscaba preservar la sensualidad del pasado en las imágenes perennes de la inocencia y el desvalimiento (Pasolini). La diferencia quedaba a las claras en el stock de accesorios de los que cada uno se rodeaba: las gafas culo de botella contra los ojos negros y hundidos, el universo de las musas de izquierda contra el de los chicos levantados en pocilgas y madrigueras, los barrios modernos de París contra los márgenes proletarios de Roma.
Que Pasolini hubiese rechazado desde el principio la posibilidad de pensar el cine como Godard –es decir, como metalenguaje o embotellamiento de imágenes que salen al rescate del espectador embrutecido por Hollywood y la industria televisiva–, tenía que ver con su propia dificultad para percibir la vida condensada en algún tipo de identidad. Era un católico homosexual comunista, que experimentaba en las paradojas del existir la forma múltiple de los pueblos.
Podrían haber sido buenos amigos a pesar de estas distinciones; el problema residía en que de ellas emanaban no solo dos modos de comprender la tarea del cine, sino también dos modos de comprender la vida. Que Pasolini hubiese rechazado desde el principio la posibilidad de pensar el cine como Godard –es decir, como metalenguaje o embotellamiento de imágenes que salen al rescate del espectador embrutecido por Hollywood y la industria televisiva–, tenía que ver con su propia dificultad para percibir la vida condensada en algún tipo de identidad. Era un católico homosexual comunista, que experimentaba en las paradojas del existir la forma múltiple de los pueblos: la indefensión del policía, la ingenuidad del burgués, la malicia de la campesina. Estas bolsas de gatos apretadas en las almas de los sin nombre le parecían infinitamente más interesantes que los ejércitos de consignas con que procedían el agitprop, el situacionismo y las vanguardias letradas. En esto último, volvía a ver a Godard: la estampa del parisino arrogante incapaz de sentir la poesía de los dialectos, el idioma marginal de los pobres, la sensualidad de los pueblos anquilosada en las imágenes pasadas de moda.
Seguramente no habría esgrimido estas palabras si no hubiera sido Godard –amante de los aforismos desenfundados con la velocidad del sheriff– el primero en disparar. Lo hizo a mediados de los 60 desde Cahiers du Cinéma –su condado, su trinchera– y, como por si fuera poco, 20 años más tarde lo dejó fuera en el homenaje conmovedor que dedicó al “gran cinema italiano” como parte de su Histoire(s) du Cinéma: “Lo que hace Pasolini me parece inútil; es bello, pero no advierto la necesidad”.
Volvamos al año 1963, cuando Pasolini además de La rabia estrenó La ricotta, mientras Godard, ya lo vimos, apareció con El desprecio. Una vez más volvían a encontrarse en cartelera; se daban cita, como quien dice, anverso y reverso: el pensamiento que forma, la forma que piensa…
En La ricotta Pasolini ficcionaba el rodaje de La pasión de Cristo en un pueblo de hambreados que iban por sus mendrugos; en la de Godard, se ficcionaba el rodaje de una escena de La Odisea en una mansión de Capri rodeada de escritores, actrices y productores a quienes les sobraban manjares y bocados. Se había inclinado por la tragedia griega –de donde extrajo Benjamin la materia de las criaturas y las formas posteriores de la alegoría–, en circunstancias en las que Pasolini había ido una vez más a los evangelios, donde un vecino de Benjamin llamado Erich Auerbach había rastreado el tema de la figura como forma perenne de los pueblos humildes y silenciados.
Leí por primera vez Pedro Páramo en la biblioteca del Liceo de Hombres de Ancud (así se llamaba en esos días) y quedé atrapada en esa gasa cuyo tramado me parece perfecto para esos días y para estos males. Lo primero, así medio difuso, es recordar que me sentí personaje y vi a todos los míos: vecinos, parientes, amigos allí, con los nombres cambiados y otro paisaje. De algún modo, difícil de explicar entonces, percibí que Rulfo estaba hablando de Chiloé y que los residentes de Comala se parecían a los vivientes de las islas pequeñas o de los sectores rurales de nuestro archipiélago. Por eso sería que los comprendí y nos compadecí a todos como lo hace Rulfo, en el antiguo sentido de la palabra com-padecer: acompañar en su pasión o padecimiento.
Desde entonces he vuelto una y otra vez a su comprimido relato. A las descripciones de un paisaje que se va fundiendo con los seres humanos o que se transforma con ellos a medida que se consumen. La imagen de Juan Preciado llegando a los dominios del padre (que se extiende hasta donde alcanza la vista) abre un relato en el que no sucede nada más que la memoria. Los recuerdos cobran peso y figuran encarnados en seres dolientes que transitan la frontera de la vida y la muerte sin traspasarla, al parecer. Todos los personajes están muertos o viven una existencia parecida a lo que adivinamos como purgatorio, un espacio donde se pagan pecados y culpas. Hay historias de amores desdichados, hay incesto, hay abusos y hambre y mala conciencia. Lo primero que reconocemos, quienes fuimos formados en la Iglesia Católica, es un imaginario profundamente arraigado en ciertas formas de la fe mezcladas con el ardor pagano que se aferra no tanto a la idea de un Dios creador sino a la figura palpable de una virgencita que le curará los males o ayudará a calmar los tormentos del cuerpo. El tono bíblico en Pedro Páramo va configurando un correlato donde el Dios-padre es un creador que abusa y desprecia a sus hijos (muchos) y ejerce el poder sin contrapeso; los que rodean a Pedro Páramo viven la humildad como condena que supera la voluntad y aceptan como disposición divina.
Frente al poder y la sujeción a que los somete, actúan como condenados que merecen la miseria en la que viven: el abuso, el abandono, la extrema necesidad que termina volviéndolos locos. Y ha sido así por tiempos incalculables, largos hilos de sangre que se remontan a parajes y tiempos remotos, como si la historia de los hombres de Comala no fuera más que la repetición circular de males. De hecho, ya en el nombre está la declaración fundacional: Pedro Páramo, la piedra sin frutos sobre la que se ha fundado una forma de vida feroz e injusta.
La imagen de Juan Preciado llegando a los dominios del padre (que se extiende hasta donde alcanza la vista) abre un relato en el que no sucede nada más que la memoria. Los recuerdos cobran peso y figuran encarnados en seres dolientes que transitan la frontera de la vida y la muerte sin traspasarla, al parecer.
Comala se llenó de adioses, dice en una parte, y pienso en las islas despobladas de nuestro archipiélago, gente igualita, que se fue yendo a buscar otro destino y dejó sus cosas y a veces volvía y después ya no volvió más, de modo que ahí están sus casas con los mesones, las camas, las estufas, objetos que se van deshaciendo en el moho.
Obligados a enfrentar el tema de la muerte hoy cuando todo el aparato comunicacional había instalado la imagen de una vida brillante, cosmopolita, eterna y joven, releer Pedro Páramo nos ofrece la otra cara de la moneda. Tanto escapar de la desagradable muerte para ahora, obligándonos a la humildad, tenerla a la vista día a día. La mascarilla como símbolo patético que ni siquiera tiene la distinción del escudo protector.
Además de la persistente lectura, tuve un encuentro feliz con Pedro Páramo hace unos años en México: encontré en una de las librerías Gandhi dos CD con Juan Rulfo leyendo sus relatos. Su propia voz, la cadencia, el espesor de su tono sostenidamente grave ha sido una experiencia nueva. A veces, con grupos de estudiantes, he tenido en mi casa fines de semana oyendo a Rulfo. En las tardes con el mar desplegado al frente y el relato que contiene este círculo terso de vivir-morir, los jóvenes tienen la oportunidad que yo misma viví con recogimiento. Leído, escuchado a los 17 años, ciertamente es un tesoro para el alma, una piedra angular sobre la que construir nuestra visión de mundo donde la vida está trenzada con la muerte y donde los seres humanos son tan frágiles que aprendemos a compadecer y perdonar.
Pedro Páramo, Juan Rulfo, Editorial RM, 134 páginas, $8.990.
Cuando apareció Los gemidos, en 1922, el periodista y poeta Fernando García Oldini, en un número de la revista Claridad, escribió: “Nadie ha tenido el honrado valor de decir: ‘Este libro es superior a mi comprensión’”. Sus palabras eran una respuesta a la seguidilla de comentarios negativos que estaba recibiendo la obra, entre cuyos detractores más airados se encontraba Hernán Díaz Arrieta, Alone. “Cómo puede haber una persona cuerda que escriba, publique y firme estos gemidos…”, sentenciaba el crítico en las páginas de La Nación. “¡Gemidos de la lógica, gemido del sentido común, gemidos del arte y la belleza!”.
El debut de De Rokha, pese al exiguo número de lectores, sacudió las aguas de la escena literaria local y, como todo artefacto disruptivo, obligó a tomar posiciones. El autor no sería un simple testigo de la discusión: él mismo saldría en defensa de su libro y las emprendería contra Alone: “Díaz Arrieta no ha leído mi obra; no ha leído mi obra por cobardía”, escribió. “Su párrafo de La Nación le ensucia; es indigno, absurdo y ramplón como una cocinera disfrazada de escéptico”.
“Alone se niega a conceder que ese libro sea poesía”, comenta Álvaro Bisama. “Es una lectura que a él y a Silva Castro los abruma. Pero, por otro lado, también están quienes lo leen con precisión. En ese grupo se encuentran, por ejemplo, Juan Emar, Joaquín Edwards Bello o Aliro Oyarzún”.
Mala lengua es definido por su autor como “un diario de lectura”. ¿La razón?
Bisama comenzó a trabajar sobre la figura de De Rokha hace más o menos 15 años, cuando volvió a releer Escritura de Raimundo Contreras. Luego, teniendo acceso al archivo del diario La Nación, pudo revisar material de prensa sobre el suicidio del poeta para una exposición en la Biblioteca Nicanor Parra y ese hallazgo lo impulsó a buscar otros documentos que orbitaran en torno a su vida y obra. Fue así cómo empezó a leer, en paralelo a todas las obras del autor, otras biografías, ensayos, entrevistas, críticas, artículos de prensa, antologías, memorias. En definitiva, cualquier material que pudiese proveer una pista de aquel personaje enigmático. Mala lengua es el resultado de esa lectura contrastada. También de las conjeturas que posibilitaba la pesquisa. Por ejemplo, en 1987 Allen Ginsberg mencionó en una entrevista con Sergio Marras su encuentro con De Rokha en el Hotel Bristol, durante su visita a Chile de 1960. Como reconoce Bisama, Ginsberg “apenas recordará el encuentro”, pero la sola constatación del hecho sirve al autor para imaginar los rumbos que pudo haber tomado ese diálogo.
“Nunca estuvo dentro de mis intenciones lograr un reposicionamiento o una defensa de la figura rokhiana. El poeta no necesita defensa, porque los libros se paran por sí solos”, dice Bisama. “Yo quería hacerme preguntas sobre ciertas cosas. Sobre su relación con el lenguaje por ejemplo. Sobre su condición experimental y de cómo esa condición supone también una relación con una comunidad. Con un mundo, con un país, con una época. Yo con De Rokha no tenía tesis previa. Lo que tenía era una colección de lecturas que estaba haciendo mientras escribía y que contrastaba con otras cosas. Nunca pensé en el texto a priori. La experiencia de escritura fue más parecida a armar un puzle, por eso también la naturaleza episódica del libro”.
El retrato del poeta, por otro lado, es también un retrato de la vida cultural chilena de su época. Por las páginas de Mala lengua transita un plantel de personajes secundarios no menos estelares. Por su puesto, está Neruda, figura que obsesionó a De Rokha hasta el final de sus días. Hay capítulos donde el foco se desvía del protagonista para esbozar los perfiles, por ejemplo, de Vicente Huidobro, Blanca Luz Brum, o para seguir los pasos de Teófilo Cid y el grupo La Mandrágora. Asimismo se reconstruyen acaloradas polémicas, entre ellas aquella detonada por la Antología de poesía chilena nueva, de Eduardo Anguita y Volodia Teitelboim. Las revistas literarias son otro “personaje” que cruza todo el libro. Ahí están Selva lírica, Claridad, Agonal y Multitud, esta última un esfuerzo editorial emprendido por el propio De Rokha y su familia. Y como parte del cuadro total, toda una galería de poetas, críticos, pintores y periodistas cuyos nombres hoy apenas se recuerdan.
¿Cuánto influyó De Rokha en el tono que la discusión literaria adquirió en Chile? Bueno, la misma obra de De Rokha alienta en el país el debate sobre la vanguardia. Es interesante, si uno va a la revista Claridad, darse cuenta de quién lo lee y quién no. Alone está shockeado, Silva Castro le niega el pan y el agua, pero otros, como Alirio Oyarzún, lo celebran. Incluso el mismo Neruda lo comenta muy bien. Muchos elementos de Los gemidos van a resonar más tarde en su obra. Ahora, en general, la discusión tiene el tono de un debate público, pero también es un espacio para una puesta en escena. Por ejemplo, en 1935, cuando se pelea con Huidobro a raíz de la antología de Anguita y Volodia, ellos son completamente conscientes del público. Saben que cualquier diatriba que disparen está hecha para ser escenificada para una galería que los está mirando y tomando nota, porque la poesía ocupa desde siempre un lugar central dentro de la cultura chilena.
Pero también está en él ese fracaso alucinante y continuado, a partir de su voluntad por hacer obras totales, del deseo de habitar y pertenecer a una comunidad por medio de la literatura. En su literatura eso no está despojado de controversia pero también de fracaso, pues se trata de la lengua de lo perdido, de una palabra que solo sobrevivirá como poesía.
En comparación a ese campo de batalla que retrata en el libro, pareciera que hoy la discusión cultural en Chile es mucho más templada o “diplomática”, por ponerla de algún modo. Yo creo que el debate persiste con la misma intensidad, pero tomó otras formas. Pasó a las redes sociales, se volvió una parodia. Hay que tener en cuenta cómo ha cambiado el campo literario chileno en los últimos 20 años: es un campo que se ha democratizado y que se ha abierto a voces distintas. El Chile de De Rokha es otro: un país muchos más pequeño, donde todos estaban más cerca y la literatura tenía un peso social distinto. Y eso pasa cuando uno lee las revistas de la época, que aparecen como zonas de debate pero también de encuentro.
De Rokha y Neruda siguen siendo los protagonistas de la rivalidad literaria por antonomasia. Es cierto, pero una de mis intenciones con Mala lengua era sacar a Neruda de la ecuación, narrar a De Rokha más allá del peso de la noche nerudiano. Esa perspectiva al final ha sido la que ha predominado al contar esa historia.
De todos modos, Neruda está bastante presente en el libro… Sí, pero en momentos específicos. En Mala lengua reviso las distintas versiones que circulan sobre el origen de esa enemistad. De Rokha recordaba que cuando conoció a Neruda, lo invitó a tomar un trago y Neruda se negó porque prefería tomar leche. Esa imagen lo dice todo, lo resume con una claridad impresionante. También ocurre que cuando Neruda vuelve a Chile en el 30 todos lo celebran y De Rokha huele algo raro. Ahí hay una tensión; una sospecha que aumenta con los años. Influye también la situación con el Partido Comunista. Mientras De Rokha se va del partido, Neruda se convierte en una de sus figuras centrales, sobre todo en el contexto de la Guerra Civil española. Finalmente, está Neruda y yo, que es un libro que hay que leer una y otra vez. Tal vez una de las diatribas más impresionantes de la literatura en español dedicada de un escritor a otro.
Y Neruda, por el contrario, nunca se refiere directamente a De Rokha en sus escritos. Hay un choque entre ellos en relación al proyecto, el modo de concebir la literatura y el paisaje. Hay una distancia que no solo los ilumina a ellos sino que también a su época. Obras como “El canto del macho anciano”, los poemas chinos o Genio del pueblo son una profundización en su estética pero encuentran también un anclaje en el presente complejo de esos años, que De Rokha se esfuerza en comprender todo el tiempo, colocándose a sí mismo en tensión con la realidad. Por lo mismo, si uno lee al Neruda de finales de los 50 y se contrasta con el De Rokha de la misma época, es imposible no recordar que Carlos Droguett decía que después del Canto general, Neruda se había puesto a recalentar comida. Hay una distancia aterradora entre un libro como Genio del pueblo y, no sé, los Cien sonetos de amor o su tercer libros de las odas, textos que están bien pero donde Neruda casi parece que hiciese un cosplay de sí mismo.
Tomó mucho tiempo que De Rokha fuese reconocido con el Premio Nacional, antes lo recibieron escritores con menos méritos que él. ¿Qué había detrás de esa indiferencia? El silencio, el miedo, los contubernios, más miedo. Lo que está ahí es la pregunta acerca de cómo leerlo, sobre qué significa esa voz que viene de tan lejos y está tan cerca del hueso.
¿Qué elementos de la literatura rokhiana lo llevaron a interesarse por el personaje? Antes que nada: su profunda visión de lo contemporáneo. Él hace una lectura muy sofisticada de las vanguardias pero también de la tradición completa de la literatura, es una revisión que debemos leer al lado de las que hacen Gabriela Mistral, Manuel Rojas, González Vera y muchos más. Pero también está en él ese fracaso alucinante y continuado, a partir de su voluntad por hacer obras totales, del deseo de habitar y pertenecer a una comunidad por medio de la literatura. En su literatura eso no está despojado de controversia pero también de fracaso, pues se trata de la lengua de lo perdido, de una palabra que solo sobrevivirá como poesía. Creo que escribí el libro también para tratar de entenderlo. Mi percepción es que partí escribiendo sobre una figura tremenda y terminé con una figura quebrada, que escribe sobre las señales de vida de una comunidad o de un país mientras encuentra el sentido y el peso de su propia voz, la que es también un modo de encontrarse o de abrazar a los otros.
Mala lengua, Álvaro Bisama, Alfaguara, 2020, 272 páginas, $15.000.
Adan Kovacsics nació en Chile en 1953. Después de dejar el país junto a su familia a los 14 años, no volvió más; esta extranjería se ha hecho ley en su trabajo como narrador y traductor. Kovacsics es un escritor que, a través de su larga trayectoria como traductor (con varios premios y reconocimientos internacionales), ha logrado entramar un peculiar estilo narrativo asociado sobre todo a Viena y Hungría. Sin embargo, y a pesar de haber publicado un libro sobre Karl Kraus y dos traducciones de Arthur Schnitzler por Ediciones UDP, es poco conocido en nuestro país. Su forma literaria se presenta alejada de los usos habituales de la literatura chilena.
Kovacsics no puede disociarse de la predilección por lo que traduce. Sería muy largo de detallar, pero entre los más afines a su escritura están Karl Kraus, Arthur Schnitzler, Lásló Krasznahorkai, Imre Kertész, Ilse Aichinger, Victor Klemperer, Adam Bodor, Béla Hamvas y Szilárd Borbély, entre otros. Las leyes de la extranjería es un libro publicado el año pasado, que tiene como objetivo dar cuenta del significado profundo de la migración. Digo “significado profundo” porque no es una novela tradicional de aventuras o viajes, sino más bien de la experiencia radical del “extraño”. Considerando el retorno de las derechas extremas y nacionalistas tanto en Europa como en Brasil o Estados Unidos, estos relatos conforman un modo de hacer visible la tensión con aquellos que no tienen lugar ni origen fijo.
El libro está dividido en estructuras musicales, que agrupan alegorías, relatos imaginarios, fragmentos filosóficos e historias inquietantes. El primer capítulo, llamado “Preludios”, consta de relatos breves, cada cual más extraño en su estructura y mixtura de tiempos históricos, culminando con un poema. Es el capítulo más extenso de Las leyes de la extranjería.
El segundo (“Aria”) es un relato que alterna en algunos pasajes con la reflexión ensayística sobre la palabra. En este capítulo asoma en sordina el conflicto con el lenguaje de herencia judía, donde los libros de Kafka se transforman en personajes de los comentarios. El acto de nombrar es aludido aquí como “lo mágico, lo impenetrable, lo insondable, lo oscuro de la palabra”. Este es desde ya el nacimiento del lenguaje y las metáforas, y de cierta manera alimenta la recuperación precisa de ciertos arcaísmos.
Las leyes de la extranjería es un libro publicado el año pasado, que tiene como objetivo dar cuenta del significado profundo de la migración. Digo ‘significado profundo’ porque no es una novela tradicional de aventuras o viajes, sino más bien de la experiencia radical del ‘extraño’.
El tercer capítulo (“Invención a dos voces”) conforma un intercambio epistolar entre Plotino y Wittgenstein. Este diálogo insólito de anacronismos constituye el horizonte de escritura del libro, donde se difumina la separación entre el pasado y el presente, aunque siempre poniendo atención a la polémica con la situación actual (al modo de Schnitzler). La intención es sugerente: discutir el origen filosófico entre lo Uno y lo Múltiple que da pie a los principios de identidad y diseminación; es decir, nacionalismos y extranjerías.
“Sonata”, el capítulo final, es quizás el más intenso del libro, conformado por dos narraciones en tonalidades musicales: la primera sobre la relación entre familiares de Sudamérica y Europa, y la segunda acerca de personajes con nombres similares y la historia confusa de un asalto a un tren. El tono kafkiano de la historia (para decirlo de algún modo) impide una descripción, pero sí la intención de mostrar la indescifrable trama de la experiencia y los nombres.
En todo este singular y maravilloso libro se hace presente la alegoría, la mixtura de tiempos históricos, una propuesta de repensar el espacio abierto por la imaginación bajo una matriz política de la literatura, concebida como un acontecimiento social del lenguaje. Kovacsics sigue en este sentido la poética de Karl Kraus, para quien el “oído lleno de citas” implicaba revelar las ideologías de su época. Leído desde Chile, por lo demás, incita a darle una vuelta de tuerca a la gran influencia en las últimas décadas de la literatura anglosajona, la abundancia de escrituras sobre el campo cultural, la figura mercantil del autor y las estructuras del realismo ingenuo (en lugar de un realismo crítico y de organización de los materiales) que clausuran las potencias de la narración.
Las leyes de la extranjería, Adan Kovacsics, Ediciones del Subsuelo, 2019, 180 páginas, $27.000
El pasado 8 de septiembre, The Guardian publicó por primera vez un ensayo íntegramente escrito por un generador de lenguaje basado en inteligencia artificial. Las primeras palabras del algoritmo GPT-3 fueron: “No me tengan miedo (…) la inteligencia artificial no destruirá a los humanos. Créame”.
El artículo morigeró las inquietudes de muchos respecto a la temida capacidad de la inteligencia artificial –una tecnología que, por primera vez en la historia, es capaz de aprender por sí misma y llevar a cabo acciones impredecibles incluso para sus propios creadores–, de rebelarse y tomar decisiones que afectarían a los seres humanos.
Sin embargo, lo que más le preocupa al filósofo francés Éric Sadin (París, 1972) no es el advenimiento de un escenario tecnodistópico en que las máquinas se subleven de forma violenta contra las personas. Lo que le inquieta es algo, en apariencia, mucho más imperceptible: que la técnica se inmiscuya, de manera sutil y vaporosa, en nuestra capacidad de auto determinarnos y tomar decisiones.
A su juicio, este escenario sería cada vez más una realidad. En La Inteligencia Artificial o el desafío del siglo (Caja Negra, 2020), el autor describe cómo, en un mundo en que la presencia de micrófonos, sensores y dispositivos ultraconectados es cada vez más omnipresente, la tecnología estaría adquiriendo un creciente “poder de decisión” sobre nuestras vidas, revelándonos dimensiones “que antes eran invisibles a nuestra propia conciencia” e instaurando “un nuevo régimen de verdad”.
A contracorriente de los dictámenes “embellecedores” que constata en los “evangelizadores” de lo digital, desde hace más de una década Sadín se ha concentrado en construir, a través de diversos ensayos (“Vigilancia global”, “La humanidad aumentada”, “La silicolonización del mundo”), un contradiscurso crítico a las lógicas “utilitaristas” de la “industria de lo numérico”. Mientras algunos se rinden al prometeico avance del Big data y de la inteligencia artificial, el ensayista ha optado por la “duda nietzscheana”, cuestionando cómo estas tecnologías amenazarían el saber experto, o cómo la extensión de las lógicas algorítmicas reducirían, con su velocidad maquínica, la empatía entre seres humanos instaurando el germen para un “antihumanismo radical”.
¿Con qué tipo de funcionalidades se desarrollan estas tecnologías? Una primera funcionalidad –relativa a lo que yo llamo el “nivel incitativo”– es establecer, a través de la sugerencia continua, una mercantilización integral de la vida, con dispositivos ultraconectados, con micrófonos que se activan en cualquier momento y que nos sugieren ofertas de productos que supuestamente se adaptarían a nuestras necesidades y gustos. La segunda –el “nivel imperativo”- establece una organización de la sociedad cada vez más optimizada. Por ejemplo, en el mundo del trabajo, todos estos protocolos enmarcan cada vez más los comportamientos personales de los trabajadores.
Lo que me preocupa es cómo se ha ido expandiendo de manera insidiosa una nueva forma de control social. Me refiero al teletrabajo, algo que se nos ha impuesto como una necesidad casi vital y sin haber pasado por ninguna concertación previa.
¿Qué representa el “poder conminatorio” de la técnica que describe en su libro? Hemos pasado ya un umbral en que estas tecnologías –que no son creadas ex nihilo sino que responden a visiones de mundo y a intereses creados con la voluntad de optimizar situaciones y hacer actuar a las personas de una determinada manera y no de otra– están produciendo una presión cada vez más amplificada sobre la capacidad de decisión humana.
¿No somos libres de elegir utilizar estas tecnologías? Cuando estamos frente a la información que nos ofrecen nuestras pantallas, uno puede hacer lo que quiera. Cualquiera, tú o yo, podemos hacer lo que queramos. Pero cuando pasamos el umbral en el que estos interfaces tienen la misión de dictar la acción humana, ese ya es otro escenario. Por supuesto, los individuos son sometidos a la seducción, al confort de las facilidades que estas tecnologías ofrecen. Pero, ¿con qué objetivo se aplica esa seducción? No quiero sonar moralista, pero la industria digital juega con esa seducción y, a través de ella, capitaliza y consolida su propio poder de enunciar la verdad. Al recomendar, a través de parlantes conectados, ir a un determinado cine o a tal restaurant, están jugando con una seducción en la que nos encontramos cada vez más inmersos. Hemos pasado un punto de quiebre en el que estos protocolos tienen como misión dictar la acción humana.
¿Podría dar un ejemplo? El que posiblemente tenga más consecuencias es el diagnóstico médico automatizado. Estamos asistiendo a una privatización sin precedentes de la medicina a nivel mundial. Nos dicen que la inteligencia artificial produciría una “revolución” y haría avanzar como nunca el campo de la medicina. Y yo me pregunto: ¿quién dice eso?, ¿quién está desarrollando estos instrumentos?, ¿quiénes son los que están invirtiendo en ellos? No es el mundo médico. Es el mundo de la industria de los fármacos. ¿Y en qué se basa la industria para desarrollar esos interfaces? En que los médicos, en tanto seres humanos, tienen defectos. La idea que hay detrás es que los médicos se equivocan constantemente. Y todo el mundo toma el “milagro” de la inteligencia artificial aplicada a la medicina como si fuera una verdad revelada. ¡Es increíble que nadie lo cuestione! A través de diagnósticos automatizados, nos dicen, estos instrumentos encontrarían patologías que los médicos no ven. Pero lo que la industria quiere hacer es vender sistemas a todos los hospitales, los que, además de valer una fortuna, desplazarán el saber del médico, como si su conocimiento no sirviera de nada. Es lo contrario de lo que ha revelado la crisis del covid-19: en vez de sistemas de diagnósticos automatizados, lo que hace falta en nuestros hospitales son buenos recursos humanos y cuidados de calidad, y que esos servicios sean bien pagados.
¿Y qué rol juegan los gigantes de la economía digital? Google no tiene ninguna competencia en el campo de la medicina. Apple tampoco. Ambos conglomerados buscan convertirse, a través de sensores que todos nosotros llevaremos, en los intermediarios que nos darán diagnósticos a través de interfaces automatizadas que nos sugerirán comprar productos o que nos darán prescripciones médicas. Ese es el verdadero cambio de paradigma que opera en la medicina histórica, una disciplina fundada sobre la independencia y la integridad del médico, sobre el juramento hipocrático. La industria de lo digital busca imponerse y, para ello, quiere partir conquistando de manera casi integral el mercado de la salud. Los ciudadanos, o los que tengan la capacidad de hacerlo, deben ejercer de fiscalizadores. Es imperativo que, más allá de todos los discursos embellecedores, sepamos imponer límites a este movimiento.
Algunos creen que, con la Inteligencia Artificial, el verdadero problema radicaría en la falta de un marco regulatorio. En 2018, la Unión Europea comenzó a implementar una nueva normativa legal –considerada por muchos como pionera– que obliga a las grandes empresas a proteger los datos y la privacidad de los usuarios. ¿Qué opina de ese reglamento? En la ley, tal como se escribe en la mayor parte de los parlamentos, generalmente el legislador ya se sometió previamente al dogma neoliberal en nombre del crecimiento. Y mucho más que fijarse una meta para regular, en realidad lo que está haciendo es facilitar la economía digital. En estos últimos cinco años, ha habido en el mundo una cantidad enorme de leyes cuyo principal objetivo es ese. En Francia, por ejemplo, se creó una ley a la que llamaron la “república numérica”, la cual, nos decían, iba a preservar los intereses de los ciudadanos y todas las mentiras de buenas intenciones que ya conocemos. En realidad fue votada para apoyar a las start up y la economía digital. Corresponde a lo que se conoce como ordoliberalismo, leyes que se escriben para apoyar y desarrollar el liberalismo económico.
Más allá de erigir sistemas automatizados que nos convertirían a todos en pescadores y en pintores de domingo, el verdadero desafío político consiste en poder instalar, a través de los lazos humanos, efectos de solidaridad en torno a la inventiva humana
Entonces, ¿no sería una solución que los ciudadanos presionen para imponer más restricciones? No, porque el marco regulatorio del 2018 en Europa no es sobre inteligencia artificial. Es sobre la pretendida protección de los datos personales de los usuarios. No se trata del mismo objetivo ni del mismo desafío. Reglamentar la inteligencia artificial implicaría regular una capacidad de experticia de sugerencia automática. ¿Cómo una legislación podría hacer que se mercantilice menos, o impedir que se produzcan sistemas de optimización susceptibles de ser aplicados sobre diversos colectivos humanos? Ni siquiera es una relación conceptual posible, ya que la legislación se basa en barreras, no en corregir la naturaleza de las cosas. Lo que preocupa a todo el mundo es la seguridad de sus datos personales, una inquietud relativa a la vida privada que es un claro ejemplo de la época individualista en la que vivimos. Pero estas son cuestiones políticas y jurídicas que nos conciernen a todos.
A menudo recibimos noticias del Crédito Social chino, un mecanismo de control y vigilancia que mediría la “confiabilidad” de los ciudadanos y que los castigaría o beneficiaría sobre la base de la cantidad de puntos almacenados en sus dispositivos. ¿Qué tan lejos están las democracias occidentales de implementar un sistema similar? En el caso chino, estamos hablando de una sociedad optimizada, segura e higienista. Las herramientas las tiene el Comité Central, que es, finalmente, el gobierno chino. En las democracias liberales, o en los países que no están sometidos a dictaduras o a regímenes autoritarios, esas lógicas aún no están en funcionamiento, pero están señalando algo: que, aunque no estemos aún en esa sociedad de control global, la actividad humana está siendo orientada a través de herramientas que permitirían trazar e interpretar de forma creciente y con diferentes fines los comportamientos humanos.
Muchos países han caído en la tentación de fortalecer las tecnologías de vigilancia por razones sanitarias… En un principio, todas las inquietudes relacionadas con el coronavirus estuvieron vinculadas a los sistemas de trazabilidad. Pero a mí eso no me preocupó tanto, lo que no significa que no haya que prestarle atención. Lo que me preocupa es cómo se ha ido expandiendo de manera insidiosa una nueva forma de control social. Me refiero al teletrabajo, algo que se nos ha impuesto como una necesidad casi vital y sin haber pasado por ninguna concertación previa. Simplemente se nos impuso. Con Zoom, y con toda la extensión del teletrabajo, ha operado un cambio. Hay un “antes” y un “después” puesto que vemos que se están instalando nuevos procedimientos de control y de seguimiento continuo. Como seres humanos, necesitamos ocuparnos de manera urgente de estos asuntos, y no solamente por las consecuencias sanitarias y económicas del covid-19, sino por cuestiones más específicas como el estado de la salud mental. Hablamos no solo de nuevas formas de control en línea, sino de patologías que vienen siendo inducidas por el neoliberalismo desde hace más de 50 años bajo nuevas formas de tristeza, depresión y aislamiento colectivo.
Algunos intelectuales de izquierda han planteado que la creciente automatización representaría una oportunidad para que amplios sectores se liberen de la alienación de ciertos empleos, ganando así más tiempo para el ocio y la recreación. ¿Opina lo mismo? Pienso de manera opuesta. Esa idea es una ofensa para el ser humano, porque está ignorando lo que la dimensión del trabajo aporta y representa para cada uno de nosotros. No es una casualidad que, tanto la industria de lo numérico como todos los gurúes de Silicon Valley, estén a favor del ingreso mínimo. Se están destruyendo miles de empleos y, a través del teletrabajo, desaparecerán miles de empleos más. Más allá de erigir sistemas automatizados que nos convertirían a todos en pescadores y en pintores de domingo, el verdadero desafío político consiste en poder instalar, a través de los lazos humanos, efectos de solidaridad en torno a la inventiva humana; instaurar nuevas modalidades de trabajo en común que favorezcan el desarrollo de cada uno, los lazos humanos, la sociabilidad y la felicidad de construir proyectos que conduzcan a la elaboración de cosas bellas y útiles, proyectos que no dejen ni a la biosfera ni al otro de lado. Se trata, obviamente, de otro proyecto político para la humanidad.
Hace poco, el gobierno británico aplicó un algoritmo que calculó a partir de factores externos, como el historial del centro educativo, las calificaciones escolares que definen el ingreso a la universidad. Fue un escándalo: los resultados favorecieron de manera transversal a los estudiantes de escuelas privadas en detrimento de los de escuelas públicas. ¿Qué revela eso? Es un excelente ejemplo de la extrema racionalización de la sociedad. Pero, ¿qué significa en los hechos? Que frente al número, frente al volumen, frente a la necesidad de hacer las cosas del modo más económico, delegamos –en función de criterios restringidos– cuestiones tan fundamentales como, por ejemplo, si un estudiante va a poder cumplir con sus sueños o no. Le estamos delegando a sistemas la capacidad de organizar las cosas a velocidades extremas de tratamiento de datos numéricos. No es una velocidad humana de apreciación, es algo totalmente diferente. Es una velocidad maquínica que nos induce a operar bajo esos mismos ritmos y que genera que criterios no definidos en sociedad tengan prioridad y releguen en el camino a muchísimas personas. Lo principal aquí es la relegación de la sensibilidad, de las relaciones interhumanas basadas en el diálogo y en la sociabilidad en común. En estos sistemas, que son anónimos y automatizados, las situaciones se resuelven por sí mismas, produciendo soluciones que finalmente impiden una cierta evolución y que generan nuevas frustraciones en capas de la sociedad a las que ya les llueve sobre mojado. Y sabemos lo que significa la frustración para los más jóvenes, pues esa frustración genera nuevas formas de aislamiento colectivo.
En ese escenario, ¿cuál será el principal desafío que enfrentaremos en los próximos años? Tenemos que saber ponernos a distancia de la doxa que la industria de lo numérico nos está imponiendo. Estamos al inicio de una nueva década, un período en que se hará imperativo instaurar mecanismos de solidaridad que favorezcan el bienestar de cada uno y que permitan mantener la esperanza en los otros y en el mundo. Por eso, más que escuchar los dictados de los fundamentalistas de lo digital, como lo venimos haciendo hace 10 años –los mismos que nos prometen una mejor salud gracias a la inteligencia artificial–, debemos escuchar a los profesionales de la salud y a los profesores. Si los escuchamos ahora, quizás dejemos de soñar con ese mundo luminoso que nos prometen. Es el momento de tomar conciencia de la necesidad de reparar situaciones, de atender la experiencia de profesiones que están sufriendo, de dar dinero público donde sí se lo necesita. Es imperativo desarrollar nuevos oficios que ayuden a las personas, no ya de la tercera sino de la cuarta edad. En esta nueva década, el principal desafío será optar entre sociedades anónimas automatizadas y optimizadas versus sociedades en las que todos los seres humanos se hagan cargo y traten de atender y solucionar los sufrimientos del presente.
La Inteligencia Artificial o el desafío del siglo: Anatomía de un antihumanismo radical, Caja Negra, 2020, 328 páginas, $22.500.
La siliconización del mundo: La irresistible expansión del liberalismo digital, Caja Negra, 2018, 320 páginas, $21.100.
La humanidad aumentada: La administración digital del mundo, Caja Negra, 2017, 160 páginas, $15.750.
La política de hijo único rigió en China entre 1979 y 2015. Se basó en la premisa de que con un hijo por familia el país eludiría el hambre y duplicaría su riqueza. Evitó el nacimiento de 400 millones de chinos. Y a pesar de que disparó el envejecimiento de la población, al derogarla el Partido Comunista garantizó que la política convirtió “al país más poderoso, al pueblo más próspero y al mundo más pacífico”.
Resulta increíble que un documental con pocos recursos como One Child Nation deje tan al descubierto la propaganda china. Y eso que no reúne ningún dato que refute el éxito del régimen. ¿Cómo entonces? Los tiros van por otro lado: lo que a las directoras Nanfu Wang y Jialing Zhang (nacidas y criadas bajo la política de hijo único, pero radicadas en EE.UU.) les interesa mostrar es el desastre humano que esta medida dejó en el tejido social.
El documental se presenta como la historia personal de la directora Nanfu Wang, quien tras dar a luz a su primer hijo en EE.UU., vuelve con él a China para hacer las preguntas que no hizo cuando vivía allí; el autoexilio y la maternidad la han dotado de una mirada crítica que nunca tuvo. Emerge una serie de testimonios brutales de personas involucradas en la cadena de operaciones: el del jefe de la aldea rural donde Wang vivía con sus padres, encargado de llevarse a las mujeres para producirles abortos o esterilizaciones forzadas, o de quemarles las casas a las familias que se resistían; el de la partera que realizó 60 mil abortos obligatorios y que hoy paga sus culpas ayudando a mujeres con problemas de fertilidad; el del traficante de niños que compraba guaguas y las sacaba ilegalmente al extranjero con la venia del partido. Todos cargan con la cruz de haber sido cómplices de un crimen colectivo. En cada caso, la justificación personal se materializa en la misma pregunta: “¿Qué opción tenía yo?”.
Wang indaga sobre el destino de 130 mil niñas chinas que fueron sacadas del país con el timbre oficial del Partido Comunista, muchas de ellas arrancadas directamente del vientre materno o de los brazos de sus madres en plena noche. En este punto, el documental deja de ser un testimonio personal y se convierte en la historia de una generación.
Para Wang es particularmente doloroso observar el correlato del trauma nacional en su propia familia. La documentalista tiene un hermano. Sus padres pudieron tenerlo porque en el campo, a diferencia de las ciudades, se permitía un segundo hijo si el primero era mujer. Esto se debe a que la cultura china privilegia el nacimiento de hombres, porque tienen mejor perspectiva económica y perpetúan el apellido familiar. La política de hijo único empujó a miles de familias a deshacerse de sus hijas y preferir probar suerte con un nuevo embarazo (que ofrecía la posibilidad de un niño) antes que hundirse en la pobreza y el anonimato.
La familia de la documentalista no es la excepción. Un tío por el lado de la madre revela que abandonó a una hija recién nacida en un mercado, que falleció dos días después porque nadie quiso recogerla. Una tía por el lado del padre confiesa haber entregado una hija a un traficante de niños, de la cual nunca más se supo. Y la madre de Wang revela que si hubiera tenido una segunda niña, la habría botado a la calle.
Wang indaga sobre el destino de 130 mil niñas chinas que fueron sacadas del país con el timbre oficial del Partido Comunista, muchas de ellas arrancadas directamente del vientre materno o de los brazos de sus madres en plena noche. En este punto, el documental deja de ser un testimonio personal y se convierte en la historia de una generación: la que tuvo que soportar el peso de lo que, según la omnipresente propaganda oficial, fue una guerra contra el hambre, pero que en realidad fue contra su propia gente. Para Wang es incomprensible que su madre, igual que la mayoría de los chinos, siga creyendo que fue una guerra necesaria. La brecha generacional recuerda una frase de Joel Chandler Harris: “Los problemas de una generación son las paradojas de la siguiente”.
Hacia el final, Wang ironiza con que se fue de un país donde se obligaba a las mujeres a abortar y llegó a otro donde se les impide hacerlo. A pesar de sus enormes diferencias, ambos gobiernos intentan quitarles a las mujeres el control sobre sus cuerpos. Con esto, el documental apunta a una idea mayor: la disputa del individuo contra el Estado por su propio cuerpo. Si la propaganda intenta controlar las ideas, las limitaciones al aborto, la reasignación de género y la eutanasia, por poner tres ejemplos concretos, son parte de una batalla más amplia, a la que después de la pandemia hay que añadir el combate por nuestros datos electrónicos y probablemente nuestra información biológica. No es ciencia ficción proyectar un futuro inmediato donde ni siquiera de eso seamos dueños.
Dos Biblias antiguas, obras en griego y latín, una lámina de Rembrandt y una flauta traversa son algunos de los objetos que Philipp Blom conserva de su bisabuelo. “Todo lo maravilloso parecía provenir de él”, escribe en El coleccionista apasionado, el libro más personal de este historiador nacido en Hamburgo en 1970 y que de niño solía pasar las vacaciones en Ámsterdam, junto a Willem Eldert Blom. Aprendiz de carpintero, vendedor de galletas, cuidador de cisnes, corredor de bolsa y al final dueño de una tienda de antigüedades, su bisabuelo fue también un gran bibliófilo, alguien que llegó a dominar 17 idiomas y que, como muestra de su deseo inagotable de aprender, comenzó a estudiar chino a los 85 años. Su aspecto austero, con los cuellos de las camisas gastados, recuerdan el aforismo de Lichtenberg: “Quien tenga dos pantalones, que venda uno y compre este libro”.
Willem, efectivamente, llegó a tener una inmensa biblioteca que después de su muerte fue donada a la Universidad de Leiden. Era una figura tutelar para Philipp, quien no conoció a su padre y siempre se sintió orgulloso de la autoridad afectuosa que ejercía ese hombre que se había hecho a sí mismo: “Willem era Abraham, el patriarca mítico, o Moisés quizás, y suya era la Tierra Prometida”.
En este contexto, no es extraño que Philipp haya descubierto temprano su vocación por los libros y que, tras formarse en Viena y Oxford, se haya convertido en uno de los historiadores más innovadores de hoy. Posee una habilidad narrativa poco común en el gremio; sus textos están llenos de perfiles subyugantes, detalles reveladores, episodios aparentemente insignificantes y relaciones originales entre política, economía, religión y arte. La descripción de una pintura (su materialidad y significado) es suficiente para enganchar al lector y no soltarlo más. O una sinfonía, una novela: el arte como reflejo de los valores y las tensiones que agitan una sociedad.
Las ideas, para él, provienen de situaciones bien concretas: vínculos afectivos, transacciones comerciales o compromisos intelectuales. De ahí proviene su capacidad para narrar los orígenes de la Ilustración, la crisis de la modernidad o los tumultuosos años de entreguerras como si fueran una saga de relatos protagonizados por un sinnúmero de personajes, donde políticos y filósofos comparten tribuna con clérigos, escritores, arquitectos y hombres de negocios.
Se hizo conocido con Encyclopèdie. El triunfo de la razón en tiempos irracionales (2007 en español), trepidante crónica de un grupo de amigos que partieron con la idea de traducir un diccionario inglés y terminaron, 25 años después, creando una de las obras más audaces de todos los tiempos: la Enciclopedia. En Gente peligrosa, Blom vuelve sobre los pasos de Diderot y compañía, para interpretar el culto a la razón como un gran sueño, es decir, como un relato que entrega sentido a la existencia. La Ilustración es “una forma secularizada del cristianismo”, plantea el autor. “La razón sustituye al alma: es la mejor parte del hombre, un elemento inmaterial. Uno debe resistir los impulsos eróticos porque ponen en peligro la razón. Es el catolicismo con otra capa de pintura”.
Posee una habilidad narrativa poco común en el gremio; sus textos están llenos de perfiles subyugantes, detalles reveladores, episodios aparentemente insignificantes y relaciones originales entre política, economía, religión y arte. La descripción de una pintura (su materialidad y significado) es suficiente para enganchar al lector y no soltarlo más.
Así como cuestiona las bases mismas de la modernidad, en Años de vértigo y La fractura indaga en las heridas que esa promesa deja a medida que avanza el siglo XX. El colonialismo, la explotación de los recursos naturales, la esclavitud y el evangelio del progreso, recuerda Blom, son la otra cara de la modernidad.
A este tema vuelve en El motín de la naturaleza, que se concentra en la historia de la Pequeña Edad de Hielo, fenómeno que afectó a Europa entre 1570-1700, consistente en un descenso significativo de las temperaturas. “¿Qué cambia en una sociedad cuando cambia el clima?”, es la pregunta que atraviesa este libro que habla de cosechas perdidas, cambios en la alimentación, de lagos congelados por donde pasaban los ejércitos y se hacían ferias. Sin embargo, por sobre todo, El motín de la naturaleza habla de la transformación de un mundo: la pérdida de influencia de la religión (las plegarias eran menos eficaces que las nuevas técnicas agrícolas), el sorprendente avance de la ciencia y la filosofía, el reemplazo del orden feudal y agrario, por uno donde el comercio, la ciudad y una incipiente clase media comenzaron a desarrollar lo que podría definirse como el capitalismo temprano.
Los héroes de este libro son Montaigne, que creó un género literario donde las dudas eran más importantes que las certezas; Descartes, que murió en un invierno en que la temperatura bajó cinco grados; Diderot, de nuevo, ahora como pionero en la concepción de la igualdad étnica; y Spinoza, quien formuló las bases de una ética secular.
Blom retrocede cuatro siglos para demostrar que de una “amenaza existencial”, como ahora lo es el calentamiento global, solo se podrá salir con ideas nuevas. “Habrá que reinventar nuestras prácticas y metáforas económicas, políticas y culturales”, escribe alguien que hace rato viene llamando la atención sobre la inutilidad de seguir aferrados a esa teodicea que se llama mercado y crecimiento. ¿Qué es eso de que una mano invisible va a regular el intercambio entre fuertes y débiles, resguardar la libertad y a protegernos contra los monopolios?
Con su halo de neutralidad científica, la economía de mercado llenó en los últimos 30 años el espacio que antes tuvieron otras ideologías que aportaban trascendencia. Pero se trata de un “sueño liberal”, dice Blom, que perfectamente puede dar paso a un “sueño autoritario”, en la medida en que cunda la desconfianza en las élites y se incrementen las desigualdades. La historia ya ha dado muestras suficientes de lo que les sucede a quienes abrazan la fe y se niegan a abrir los ojos. “El sueño liberal”, concluye Blom, “corre el riesgo de ahogarse por el sobrecalentamiento de sus propias esperanzas”.
Lo sabemos: falta de aire, ahogo, asfixia. Palabras que este año dejaron de ser metáforas.
Sugerencias de Spotify de música que debes escuchar si escuchas esta otra, y de Amazon de libros por leer si lees estos otros; avisos de rutas menos congestionadas desde Waze; pronósticos de las acciones que más subirán en la bolsa; perspectivas para tu banco de si puedes hacerte cargo de ese crédito. Todos estos son casos en que los algoritmos, el big data y el machine learning controlan la vida de millones de consumidores y ciudadanos, rutinas que facilitan la vida y que están llenas de amenazas. El “dataísmo”, que es como se ha llamado a esta tendencia, ha recibido atención de mind pundits (un término que denomina a los nuevos gurús de la sociedad del conocimiento) a lo largo de los últimos cinco años. Algunos de ellos felicitan el arribo de una era post-humana, otros se resienten ante la pérdida de la privacidad, pero es indiscutible que los datos se han transformado en el pilar de la actividad económica, política y social.
Y el ganador del Oscar es…
Cada inicio de año, las casas de apuestas del mundo se llenan de predicciones sobre quiénes se llevarán el Oscar a mejor película, director, actor y actriz. Detrás de cada click, en dichas casas de apuestas miles de críticos de home theater se las rebuscan para dar con la fórmula que les permita acertar a los ganadores. Algunos de ellos simplemente tratan de atinar solo por una cosa de olfato, pero otros mastican con sus computadoras miles de antecedentes para realizar el apronte. Es el caso de Iain Pardoe y Dean K. Simonton, quienes desde 2005 vienen prediciendo estos cuatro resultados casi con canasta completa. Entre 2008 y 2010 lograron acertar en las cuatro categorías sin fallas, lo mismo en 2013 y 2014. ¿Cómo lo hicieron?
Con una planilla Excel.
En ella introdujeron información de todas las películas, directores, actores y actrices desde que se entrega el Oscar (1928), considerando diversas variables, como nominaciones en años previos. Luego corrieron decenas de rutinas de machine learning, para ver cómo ajustaban los datos a los resultados históricos y llegaron a un algoritmo preciso, donde combinando las variables y asignándoles pesos específicos podían dar con los ganadores.
Ejercicios como el que realizaron estos investigadores se llevan a cabo en diversos ámbitos de la toma de decisiones. Se trata de un “problema de clasificación”. Un problema de clasificación consiste en que, frente a un evento, por medio de procedimientos de aprendizaje de máquina, se asigne ese evento a una categoría. Por ejemplo, determinar si una foto corresponde a un gato o a un perro.
Los problemas de clasificación permiten asignar categorías y hacer predicciones. Por ejemplo, determinar quiénes son potenciales candidatos a perder el año en la universidad o, quizá lo más atractivo, qué equipos triunfarán en el fútbol (lo que hacía el recordado “Mago de la Polla Gol”) o qué acciones de la bolsa subirán y bajarán.
Disponer de herramientas que permitan clasificar posibilita a quienes las manejan adelantarse al futuro. Y para hacerse de esta bola de cristal se necesitan básicamente tres elementos: 1) muchos datos (big data); 2) rutinas algorítmicas que permitan “masticar” esos datos; y 3) información sobre el comportamiento previo de lo que se está analizando (aunque este último elemento no es siempre necesario).
Como los datos son lo más importante –en términos del valor de la información–, las empresas tecnológicas están siempre recabando data. Así ha surgido una nueva clase social, a la que algunos denominan “jornaleros digitales”: personas que trabajan etiquetando fotos en categorías (esto es un perro, esto es un gato), clasificando textos académicos como papers, tomando muestras. Una vez que se ha levantado el big data a partir del trabajo de los jornaleros, basta con pasar por la máquina la información y ver qué sucede. Así, por ejemplo, Jacob Jolij, de la Universidad de Groningen, dio con la lista definitiva de los temas del pop más subidores de ánimo, o sitios web que pronostican cada semana qué equipos del fútbol americano (NFL) ganarán sus partidos.
Roy Amara, cofundador del Instituto para el Futuro de Palo Alto, acuñó un lema que hoy se conoce como la ‘Ley de Amara’: ‘Tendemos a sobrestimar el efecto de una tecnología a corto plazo y a subestimar el efecto a largo plazo’.
Tres posturas
Ante este arribo del “dataísmo” han surgido básicamente tres posturas. Una que dice que no, una que dice que sí y una que dice quizás.
Por la postura que dice que no, en primera línea está Byung Chul–Han, el filósofo surcoreano que en su libro Psicopolítica plantea que la obsesión y el prurito por compartir los datos personales, desde fotos hasta los más secretos pensamientos, ha abierto un ala nueva a la dominación del neoliberalismo, que expande las ideas de Foucault de una biopolítica hacia el ámbito psicológico. Chul–Han sostiene que los datos somos nosotros y que las empresas tecnológicas disponen de un “panóptico digital” que permite, por ejemplo, que Facebook te recomiende un vuelo a las Bahamas luego de que escribiste que te gustaría ir de vacaciones a ese lugar cinco minutos antes. Se trata de una mirada muy pesimista respecto de esta intromisión.
A la vanguardia de la postura que dice que sí se encuentra el historiador israelí Yuval Noah Harari, quien en 21 lecciones para el siglo XXI señala con mucho optimismo que “un conductor que predice las intenciones de un peatón, un banquero que evalúa la credibilidad de un prestatario potencial y un abogado que calibra el estado de ánimo en la mesa de negociación, no hacen uso de la brujería. Por el contrario, y aunque no lo sepan, el cerebro de cada uno de ellos reconoce patrones bioquímicos al analizar expresiones faciales, tonos de voz, gestos de las manos e incluso olores corporales. Una IA (Inteligencia Artificial) equipada con los sensores adecuados podría hacer todo eso de manera mucho más precisa y fiable que un humano”. Y aunque en el balance final Harari es más bien cauteloso, a lo largo del volumen se deja percibir una exacerbación de los milagros de la Inteligencia Artificial, el machine learning y el big data.
Por la postura del quizás se encuentra Meredith Broussard, una periodista especialista en manejo de datos, quien en Artificial Unintelligence echa paños fríos sobre las exageraciones de las posturas del sí y del no. Broussard sostiene –en su caso desde dentro de la línea de trabajo en estos temas algorítmicos– que hay mucho de fantasía, tanto desde el neo–ludismo que vaticina una especie de Skynet (el súpercomputador que controla todo en las películas de Terminator) tecnológico, como de los integrados que pronostican el paraíso en la Tierra del big data. Para ello acuña el término “tecnochovinismo”, que define como “la idea de que todos los problemas de la humanidad se pueden resolver mediante la tecnología y en especial mediante los computadores”.
¿Por qué Broussard resulta menos extrema que Chul–Han y Harari? Porque esos ingentes datos que “mastican” las máquinas digitales son facturados por seres humanos que tienen falencias: “Aquí hay un secreto a voces del mundo del big data: todos los datos están sucios. Todos ellos. Los datos son elaborados por personas que van y cuentan cosas, o por sensores que son hechos por personas. En cada columna aparentemente ordenada de números, hay ruido. (…) El problema es que los datos sucios no se computan. Por lo tanto, en el aprendizaje automático, a veces tenemos que hacer cosas para que las funciones se ejecuten sin problemas. ¿Estás horrorizado ahora? Yo lo estaba la primera vez que me di cuenta de esto. Como periodista, no puedo hacer nada. Necesito revisar cada línea y justificarla por un verificador de hechos, (…) pero en el aprendizaje automático, la gente a menudo inventa cosas cuando es conveniente”.
La postura de Broussard pone paños fríos a las perspectivas algo más extremas tanto del neo–ludismo como de los integrados, y en esto es conveniente detenerse un poco. Hace un tiempo visitó Chile el académico francés Antoine Compagnon, quien ha dedicado una vida desde el Collège de France a indagar cómo los avances tecnológicos han modificado las formas de crear y comunicar, sobre todo lo que refiere a la escritura y la lectura. Avances tan aparentemente sencillos como la invención de la pluma estilográfica a inicios del siglo XIX, significaron un cambio en la manera en que las escritoras y los escritores pasaban sus ideas al papel: el proceso era más rápido que cuando se ocupaba la pluma de ganso. Escritores franceses como Baudelaire o Flaubert siguieron usando este último instrumento por décadas; el impacto de la estilográfica solo se dio muy paulatinamente.
Roy Amara, cofundador del Instituto para el Futuro de Palo Alto, acuñó un lema que hoy se conoce como la “Ley de Amara”: “Tendemos a sobrestimar el efecto de una tecnología a corto plazo y a subestimar el efecto a largo plazo”. Cuando aparece una nueva tecnología, con apariencia revolucionaria, se ensayan muchas lecturas del impacto inmediato que ellas van a tener. Estas apreciaciones suelen ser exageradas, tanto desde el neo–ludismo como desde el lado de los integrados. Conforme avanzan las décadas, sin embargo, los efectos de dichas tecnologías se revelan como más profundos e intensos de lo que se pensó en un primer momento. Ese es el caso, muy probablemente, del big data.
“Sabemos que hay que hacer algo inmediatamente lo sabemos
pero naturalmente es demasiado pronto para hacerlo
pero naturalmente es demasiado tarde para hacerlo lo sabemos”.
Hans Magnus Enzensberger, Poesías para los que no leen poesías
En su monumental Historia del siglo XX: una historia del mundo contemporáneo, Eric Hobsbawm afirmó que “a la hora de hacer un balance histórico, no puede compararse el mundo de finales del siglo XX con lo que existía a comienzos del período”. Y señaló tres diferencias cualitativas entre el inicio y el término del siglo: en cuanto a la primera, afirma que en ese período el mundo había dejado de ser eurocéntrico; la segunda diferencia, dice Hobsbawm, “es la más significativa. Entre 1914 y el comienzo del decenio de 1990, el mundo ha avanzado notablemente en el camino que ha de convertirlo en una única unidad operativa, lo que era imposible en 1914”. Y la tercera –“la más perturbadora”, señala– “es la desintegración de las antiguas pautas por las que se regían las relaciones sociales entre los seres humanos y, con ella, la ruptura de los vínculos entre las generaciones, es decir, entre pasado y presente”.
Si bien el notable historiador alcanzó a percibir la irrupción de las redes sociales y a escribir sobre ellas, su fallecimiento en 2012 –¡hace solo siete años!– interrumpió su incipiente análisis y ya no alcanzó a ser testigo de lo que ha ocurrido a 20 años de iniciado el nuevo siglo: el protagonismo de las redes sociales en la esfera pública: la vorágine y la emocionalidad, sus principales características; la brevedad, su mayor exigencia; descifrar el papel que actualmente desempeñan como agentes que inciden en la educación, nuestro mayor desafío.
Espejo retrovisor
Alrededor de 1880 se empieza a popularizar el uso del teléfono en todas las latitudes: 75 años después había alcanzado la cifra de 50 millones de usuarios en el mundo; el teléfono móvil –cuyo uso común comienza alrededor de 1980, es decir, un siglo después– llega a la cifra de 50 millones de usuarios en solo 15 años, contra los 75 que le había tomado al teléfono fijo. Ya en este siglo, en 2004, se lanza Facebook, red social que en solo cuatro años y medio llega a ese mismo número de usuarios: 50 millones. La aplicación WhatsApp se pone a la venta en iTunes Store en 2009 y en apenas tres años y cuatro meses ya la estaban utilizando 50 millones de personas; Instagram es lanzada en 2010 y, en dos años con cuatro meses, había alcanzado ya los 50 millones de cuentas registradas.
El vértigo en la popularización del uso de estas nuevas formas de comunicación nos habría parecido imposible hace unos años. Me detengo para caracterizarlas en lo pertinente para este texto, de manera sucinta: el teléfono fijo y el teléfono móvil son instrumentos básicamente de transmisión de voz, en tanto que WhatsApp es un servicio de mensajería instantánea multiplataforma; Facebook es una plataforma para intercambiar información, datos, imágenes, videos; Twitter, una herramienta de microblogging que permite compartir mensajes e imágenes; Instagram es una red social que permite subir fotos, videos y textos breves en una cuenta personal a través de una aplicación.
Todas, es preciso decirlo, funcionan a través de aplicaciones, trabajan en tiempo real y pueden ser utilizadas en cualquier lugar del mundo a través de internet, la red de redes. He elegido estos ejemplos porque me permiten hablar de tres dimensiones de la comunicación: a través de la voz, de la escritura y de la imagen.
Instagram, la más reciente de las redes sociales aquí mencionadas, utiliza mayormente imágenes: fotos y videos, con escasos mensajes escritos; en Facebook se intercambian mensajes, confesiones, información publicada en revistas, periódicos, libros, así como fotos, videos o gráficos que dan cuenta de la vida propia o de las ajenas. Es en Twitter y WhatsApp donde se intercambia un mayor número de mensajes escritos. En dichas plataformas se presentan diferentes niveles de exigencia: Twitter ha auspiciado un diálogo público y denuncias masivas que, en palabras de Umberto Eco, tal vez habrían contribuido a que la existencia de Auschwitz no hubiera sido posible, “porque la noticia se habría difundido viralmente”. Pero, subraya Eco, por otra parte “da derecho de palabra a legiones de imbéciles”. WhatsApp, por su parte, es una red entre personas que –en su mayoría– han intercambiado inicialmente sus números de teléfono; es, pues, una red con cierto grado de privacidad.
Al ser una red pública, Twitter tiene una observación –o vigilancia, si se quiere– mayor, dependiendo, por supuesto, del número de seguidores que tenga la cuenta personal, y requiere de mayor rigor escritural. Los participantes en una polémica sobre determinados temas son, en su mayoría, automáticamente descalificados si escriben el máximo de 280 caracteres permitidos con faltas de ortografía o de redacción. La brevedad del espacio, a su vez, exige precisión, cuidado gramatical y claridad en las ideas.
Twitter ha auspiciado un diálogo público y denuncias masivas que, en palabras de Umberto Eco, tal vez habrían contribuido a que la existencia de Auschwitz no hubiera sido posible, ‘porque la noticia se habría difundido viralmente’. Pero, subraya Eco, por otra parte ‘da derecho de palabra a legiones de imbéciles’.
En cambio, WhatsApp es una red de uso personal e intercambios –básicamente– bilaterales (aunque en fechas recientes las comunicaciones grupales han empezado a proliferar). Por ello, presenta una mayor laxitud en términos de ortografía y redacción. Esta red, también, está sustituyendo la comunicación telefónica hablada. Sí, se escribe muchísimo más que antes, aunque de maneras muy peculiares y muchas veces con descuido; y se redacta un mayor número de mensajes en WhatsApp, por ejemplo, que el que se hace de llamadas telefónicas.
Y es WhatsApp (la red que en enero de 2019 registró más de 1.500 millones de usuarios) la que más ha auspiciado eso que se ha dado en calificar como nuevas variantes escriturales: el emoji y los emoticonos.
¿Retrofuturismo pictográfico o minimalismo comunicativo?
Quisiera comenzar esta parte con palabras de uno de los grandes orfebres del idioma; dice así:
“A mis 12 años estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: ‘¡Cuidado!’.
El ciclista cayó a tierra.
El señor cura, sin detenerse, me dijo: ‘¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?’. Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor que tenían un dios especial para las palabras.
Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas”.
Gabriel García Márquez leyó las líneas anteriores durante el discurso inaugural del primer Congreso Internacional de la Lengua Española en Zacatecas, México. Fue entonces cuando propuso jubilar la ortografía, “terror del ser humano desde la cuna”, afirmó. “Enterremos –dijo– las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y la jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?”.
La polémica que envolvió la propuesta de Gabo no vislumbró que 23 años después, en 2020, la esfera pública de la escritura sería más amplia que nunca en la historia de la humanidad; no imaginó, por supuesto, que los emojis, jeroglíficos modernos –o posmodernos–, darían paso a una nueva dimensión de lo gráfico; o que el déficit del dominio de la ortografía habría pasado –de manera preocupante– a un segundo plano, ya que, en un giro a lo propuesto por García Márquez, las palabras son sustituidas o abreviadas por los usuarios de emojis, y la ortografía es ignorada en aras de la economía escritural. Además de insertar en las frases emoticonos, emojis, memes y GIF, se sustituyen letras o palabras completas: la k –por ejemplo– sustituye a la palabra “que”, o se deja de lado la h; los acentos son absolutamente ignorados, al igual que los signos de puntuación.
Me pregunto si podría hablarse de un nuevo lenguaje o es solo el uso particular y temporal del idioma en solo este medio.
En ese 1997 tampoco se advertía que la educación sería impartida en el siglo XXI por una generación que se formó sin la existencia de esos códigos gráficos ni de las herramientas tecnológicas que prevalecen en quienes se han incorporado a las aulas en este siglo.
Nunca antes una generación fue educada por otras teniendo de por medio una brecha tecnológica tan amplia como la que se está observando ahora.
En ese 1997, insisto, era impensable imaginar que al año siguiente, en 1998, surgiría una empresa que lograría que una palabra se transformara en verbo, en sustantivo, en calificativo: Google, googlear, googling, y que una dirección electrónica de multicontenidos y soluciones prácticas –mapas, fotos, libros– sería consultada con mayor frecuencia que el Diccionario de la Real Academia Española o la Encyclopaedia Britannica. En 2006, ocho años después de su fundación, la palabra “google” se añadió al Oxford English Dictionary como verbo. Aunque esta palabra y sus derivados aún no están incluidos en el Diccionario de la RAE, entidades como la Fundéu los consideran como neologismos válidos.
Y aquí es válido preguntarse, ¿qué es un emoticono? ¿Qué es un emoji? Confieso que los uso a diario, pero cuando empecé a escribir este ensayo no tenía claridad sobre sus características ni sus diferencias. Admito, también, que los uso de manera aislada y, a diferencia de muchas personas, me declaro incapaz de redactar frases completas sin utilizar letras o palabras, es decir, utilizando solo imágenes, como lo hace la nueva generación.
En ese 1997 era impensable imaginar que al año siguiente, en 1998, surgiría una empresa que lograría que una palabra se transformara en verbo, en sustantivo, en calificativo: Google, googlear, googling, y que una dirección electrónica de multicontenidos y soluciones prácticas (mapas, fotos, libros) sería consultada con mayor frecuencia que el Diccionario de la Real Academia Española o la Encyclopaedia Britannica. En 2006 la palabra ‘google’ se añadió al Oxford English Dictionary como verbo.
El emoticono, también llamado emoticón, es la suma de las palabras “emoción e ícono”. Es posible rastrear su origen hasta el año de 1857; hay datos que muestran que la revista estadounidense Puck publicó en 1881 cuatro emoticonos, haciendo uso de una variable del Código Morse, pero fue alrededor de 1997, con la explosión de los escritos por internet, cuando los emoticonos –realizados inicialmente con signos de puntuación– evolucionaron gráficamente buscando un uso más interactivo en el mundo digital, dando lugar a los emojis. En Japón, Shigetaka Kurita –con una fuerte influencia cultural proveniente del manga y el kanji– diseñó 176 caracteres de 12 por 12 pixeles, a los que se han ido incorporando paulatinamente varias decenas. Así se pretendió agilizar la redacción de los chats de conversación personal; disminuir los retos de escribir en un idioma específico, ya que los símbolos son universales; olvidarse de la complejidad de la ortografía, y reducir el tiempo que requiere la precisión gramatical.
El manual de ortografía de la Real Academia Española enuncia que “la correcta escritura, el buen uso del léxico y el dominio de las reglas gramaticales constituyen los tres grandes ámbitos que regula la norma de una lengua”.
Entonces, ¿cómo combinar esos propósitos con unos íconos insolentes pero llenos de color, que aparecen en casi todos los escritos informales transmitidos por vía electrónica y que –todo parece indicarlo– pretenden sustituir a la palabra escrita y suplir con gestos gráficos las emociones que requieren de al menos dos líneas para ser expresadas?
Voy más allá: los niños que nacieron en el umbral de la segunda década de este siglo estarán sometidos a un proceso de “aprendizaje” más intenso en las redes sociales que en el aula; en las pantallas que en el pizarrón; con imágenes, más que con letras. Y, es preciso admitirlo, la academia a nivel internacional va rezagada tanto en los estudios de estas nuevas variables de aprendizaje escritural como en las propuestas alternativas para utilizar o establecer protocolos de enseñanza que muestren al educando que el mundo le ofrece muchas más posibilidades de comunicación que solo una carita amarilla a la cual acudir para enviar un mensaje.
George Steiner lo advierte en Un largo sábado, su libro de conversaciones con Laure Adler: “La lengua se empobrece, bastan 34 palabras para comunicarse a través del planeta”, y añade que a raíz de ese empobrecimiento del lenguaje, a nuestro pensamiento le falta oxígeno. Y vale la pena preguntarse: ¿estamos frente a un nuevo idioma? ¿Frente a un lenguaje digital, global, alternativa del esperanto, que plantea resolver el laberinto de la torre de Babel, sin reglas ortográficas ni gramaticales?
¿Un nuevo lenguaje, preludio del analfabetismo cultural?
Giovanni Sartori alertó ya en 1997, en su libro Homo videns. La sociedad teledirigida, sobre el fenómeno de los “cibernautas prácticos”, analfabetos culturales que tendrán la tentación de confundir la adquisición de información con una verdadera educación. “El problema –dijo– es si internet producirá o no un crecimiento cultural”.
Aún no transcurre el tiempo suficiente como para pronunciarse al respecto. Desconocemos aún su efecto en la calidad de la educación. Lo que sí sabemos –gracias a estudios como el de 2018 de Daniel Fernández Vítores para el Instituto Cervantes– es el creciente protagonismo del idioma español en internet, y el advenimiento de nuevas posibilidades, como los audiolibros y aplicaciones electrónicas de libros, gracias al desarrollo de los dispositivos inteligentes.
Pero, sea como sea, frente a estos desafíos los habitantes de la patria de la Ñ tenemos la fortuna de contar con la persistencia y el profesionalismo de las Academias de la Lengua para cultivar, alimentar y observar la patria común que es nuestro lenguaje; para seguir intercambiando términos y enriqueciendo el vocabulario con las aportaciones de otras latitudes. Gran reto el de las Academias, el cuidado de las palabras; quiero, por cierto, citar un poema en las que el premio Nobel mexicano Octavio Paz las celebró:
Las palabras
Dales la vuelta,
cógelas del rabo (chillen, putas),
azótalas,
dales azúcar en la boca a las rejegas,
ínflalas, globos, pínchalas,
sórbeles sangre y tuétanos,
sécalas,
cápalas,
písalas, gallo galante,
tuérceles el gaznate, cocinero,
desplúmalas,
destrípalas, toro,
buey, arrástralas,
hazlas, poeta,
haz que se traguen todas sus palabras.
Nunca, estoy segura, ningún emoticono podrá transmitir una emoción siquiera semejante a la del poema de Paz; pero el nuevo lenguaje digital está cada vez más presente, y será de una manera u otra, también bienvenido e integrado, como ha ocurrido con otras lenguas, en la patria de la Ñ.
Nota
Una primera versión de este texto fue presentada en el VIII Congreso Internacional de la Lengua Española, que se celebró el año pasado en Córdoba, Argentina. Luego, en el XVI Congreso de la Asociación de Academias de la Lengua Española, realizado en Sevilla, España, se incorporó el tema: “Internet, ¿una amenaza para la unidad del idioma?”. La necesidad de discutir lo que parece ser una nueva dimensión del lenguaje había sido reconocida por una Academia que, hasta hace muy poco, había sido catalogada de conservadora.
Todo esfuerzo biográfico en torno a un personaje célebre sirve, de ser riguroso, tanto para instalar nuevos datos de referencia como para ocuparse también de trivialidades cuya expansión es mejor detener, por inofensivas que parezcan. La de Jan Swafford sobre Ludwig van Beethoven revisa por igual momentos clave en el trayecto del compositor nacido en Bonn en 1770, como la serie de especulaciones y leyendas levantadas en torno a su compleja personalidad, muchas veces hostil hacia sus cercanos y carente de cuidado consigo mismo.
Son 1.400 páginas las de Beethoven. Tormento y triunfo, y entonces hay espacio para revisar la identidad de su “amada inmortal”, el grado de estrechez de sus encuentros con Haydn (provechosos), Mozart (escasos) y Goethe (decepcionante), y el avance en el esbozo de su inconclusa Décima Sinfonía, aquella con la que dijo estar buscando “crear una nueva forma de gravedad”. Pero también el descalabro que él mismo fue forjando en el empeño por adoptar a su sobrino –una empresa obsesiva, de la que hasta el mismo chico quiso zafar–, y la particular combinación de su afán de trascendencia artística con el descuido práctico por sus finanzas y su salud.
Cabe también la revisión de anécdotas, como la del lugar común que asocia el “ta–ta–ta–taaaan” de la Quinta Sinfonía a una representación orquestal del llamado del destino a la puerta. El cautivador eslogan fue idea de un amanuense del compositor, nos precisa Swafford en su investigación, “pero Anton Schindler era un mentiroso compulsivo, y no hay forma de saber si Beethoven realmente dijo esas palabras”.
Hay una innegable perspicacia en la idea, concede Swafford: en el primer movimiento de la Quinta llega “una acometida que no puede ser rechazada sino tan solo soportada, resistida y trascendida desde dentro”.
Que Jan Swafford (n. 1946, Tennessee) sea él mismo un compositor y exprofesor de conservatorios y universidades podría explicar su compromiso con esta biografía que le tomó 12 años de trabajo: “Terminé tan exhausto y con tantos problemas con la editorial, que al menos llegué a entender las miserias de Beethoven”, comenta con ironía durante esta conversación telefónica. Pero hay también un lazo musical profundo en la instructiva descripción de las sucesivas partituras que analiza, y a las que de algún modo revela en su múltiple esfuerzo de cronista, escudriñador de cartas y archivos, y divulgador.
Con biografías previas publicadas sobre Charles Ives (1996) y Johannes Brahms (1999), además de un trabajo biográfico en preparación sobre Mozart, Swafford viene abordando la investigación sobre grandes músicos para, en sus palabras, “bajarlos del pedestal y mostrarlos más como seres humanos que como clichés culturales. Beethoven y Shakespeare son dos de los mayores clichés culturales que subsisten. Si logras hacer ver su categórico talento consigues que la obra de todos ellos no parezca hecha desde la magia, sino desde lo que fue: un trabajo apabullante, una conquista individual y humana”, dice.
Pudo haber tenido una vida mucho más placentera, es cierto, pero simplemente no estaba en su naturaleza. Vivía en la miseria sin que eso pareciera molestarle. Detestaba la idea de tener sirvientes y los trataba muy mal, por lo cual nunca llegó a tener personal de limpieza estable ni nada de eso.
En el caso de Beethoven tal gesta creativa fue inseparable de una psiquis intrincada y una emocionalidad doliente, a las que Swafford consigue aproximarse con sobriedad y cierta misericordia, aunque nunca complacencia. El compositor expresó desde muy temprano un afán de trascendencia y también una atormentada necesidad de afecto. No hay ni para qué decir en cuál de las dos fue que el músico se salió con la suya.
Su libro transmite lo que parece sobre todo entusiasmo por Beethoven. Mucho, y así lo tuve desde mis inicios en la música, como les sucede a muchos a quienes Beethoven se les presenta en algún momento como una especie de deidad (aunque seré sincero: mi favorito es Bach). Pero esta biografía también me resultó un trabajo increíblemente difícil. En varios momentos me quedé una hora completa mirando la pantalla sin saber cómo procesar tanto material a mi disposición, tantos archivos. Sé que varios lectores se han quejado de que el libro es muy técnico…
No lo parece. Agradezco que lo digas, porque hay muchos datos técnicos que resumí muchísimo, que dejé como notas de referencia o que simplemente eliminé, porque quería que fuese un libro para cualquier lector. Intento escribir libros para lectura general que contengan material para músicos y académicos; no al revés. Y además, en el caso de Beethoven se me hizo inevitable dedicarme con detalle a la semblanza personal de un sujeto que por supuesto fue extraordinario, lo que no significa perfecto. Una vez una violinista, profesora de niños prodigio en Julliard (el conservatorio neoyorquino), me dijo algo que nunca olvidé: “Estos niños no saben realmente lo buenos que son, porque se relacionan a diario entre ellos, todos igualmente prodigiosos. El problema es cuando crecen: saben tocar el piano o el violín pero no saben vivir. Nunca se lo enseñaron”. Hay características de los grandes músicos que dificultan muchísimo su vida adulta, a veces de un modo fatal para su círculo íntimo o para ellos mismos. Es un patrón que vi cuando estudié a Brahms, y luego en su amigo (Joseph) Joachim; y que ciertamente volví a encontrar en Beethoven.
La traducción al castellano cambió en el título la palabra “anguish” (angustia) por “tormento”. No son exactamente lo mismo, y es probable que esa sutil diferencia haga más elocuente la lucha existencial que Beethoven llevó consigo mismo. Parte de su infelicidad podemos atribuírsela a él mismo, y sí podríamos pensar que fue su culpa. Pero otra parte no: fue quedando sordo, y contra eso, que tanto sufrimiento le causó, no podía hacer nada. Creo que Beethoven fue capaz de sobrevivir a muchos problemas que hubiesen acabado con otros músicos, y que incluso se sobrepuso a líos que él mismo se buscó, como todo lo que derivó de la adopción de su sobrino Karl. Fue alguien que se hizo una vida más difícil de la que ya tenía.
Menciona que una cosa es el talento y otra el genio. ¿Dónde fija usted esa distinción? Genio y obra maestra (masterpiece) son dos palabras que pienso mucho antes de usar, por el abuso que se hace de ambas. Por supuesto que creo que con Beethoven sí califican, y eso es por cómo defino la genialidad: estar más allá del talento. En un genio hay originalidad, imaginación furiosa, ambición, amplitud de pensamiento y espíritu… Un genio sorprende al mundo sorprendiéndose a sí mismo con lo que es capaz de hacer. He pasado 20 años de mi vida estudiando sucesivamente a tres genios: Brahms, Beethoven y ahora Mozart, y si alguna vez hubo genios no tengo dudas de que ellos lo son. Pero como yo no lo soy, solo puedo intentar explicar lo que creo que eso significa, no sé si lo consigo.
Nueve sinfonías, 32 sonatas para piano, conciertos, piezas de cámara, lieder, dos misas y un oratorio, una ópera… ¿Considera excepcional el nivel de productividad de Beethoven? No. Mozart compuso tanto o más. Creo que ser prolífico muchas veces acompaña la genialidad, pero no siempre ocurre así. No hay reglas, la verdad. Tres genios de la música, Bach, Beethoven y Mozart, son compositores totalmente diferentes. A Bach en su tiempo se le consideró anticuado por su uso del contrapunto; a Beethoven, un revolucionario, aunque él nunca se autodefinió así. Y Mozart estuvo más bien adelantado a su época escribiendo… para su época. Entonces no hay patrones para el genio, pero sí la capacidad de trascender la propia circunstancia. Cito a Stravinsky, cuando dice: “Yo fui la vasija por la cual pasó al mundo La consagración de la primavera”. Él no sabía cómo la compuso. Nadie lo sabe.
Beethoven nunca se describió a sí mismo como un revolucionario. Los revolucionarios son personas que desprecian el pasado y el presente, y quieren partir todo de nuevo, y él nunca tuvo esa intención: todo lo que hizo se sostenía en el pasado.
¿Tuvo suerte Beethoven al vivir en Bonn y Viena justo en el momento en que lo hizo? Sí, claro. Creo que una de las características de los genios es precisamente tener suerte… para nacer en el lugar correcto, conocer a la gente adecuada y encontrar algo en su mundo y en su arte que les resulta provechoso. Beethoven, que era un hombre extraordinariamente autocentrado en su propia cabeza, solipsista es la palabra, coincidió con una época de intenso individualismo, con ideas en alza en torno a liberarse de ideas ajenas, de la Iglesia, del Estado; a liberarse en general. Eso le acomodaba enormemente, tanto como persona y como artista. Y por eso compuso lo que compuso: él no era un romántico pero sí su audiencia, llena entonces de sueños de libertad.
En el libro usted lo describe no como un revolucionario sino como un “evolucionado radical”. Él nunca se describió a sí mismo como un revolucionario. Los revolucionarios son personas que desprecian el pasado y el presente, y quieren partir todo de nuevo, y él nunca tuvo esa intención: todo lo que hizo se sostenía en el pasado.
Buscaba, sin embargo, que su obra trascendiese. Por supuesto, pero tienes que pensar en algo que suele pasarse por alto, y lo digo como compositor. El primer compositor que no fue necesario redescubrir, pues ya tenía su obra instalada en el repertorio universal, fue Händel, y él murió cuando Haydn era un veinteañero y Mozart tenía tres años. Entonces, la idea de que tu música puede ser parte de un repertorio permanente, algo así como un canon, era bastante nueva en tiempos de Beethoven. Uno lee a críticos calificar la música de Beethoven como inmortal, pero ni Mozart ni Haydn hablaron jamás en términos de que “mi obra vivirá más allá de mí, para siempre”. Beethoven, sí. Habló de trascendencia, de inmortalidad. Y cuando tienes la idea de que tu obra puede llegar a inscribirse en la Historia, eso ciertamente cambia el modo en el que trabajas. Él asumió que así sería, pero en vez de asustarse con eso pudo aguantar esa suerte de yugo e inspirarse con él.
Su libro muestra a un Beethoven conectado con las ideas de su tiempo, informado y atento a los cambios políticos. Claro, aunque no era alguien que hablase demasiado sobre ello, en el sentido de comentar qué le parecía la Revolución Francesa, por ejemplo (tampoco lo hizo Mozart). Él decía que se había formado a sí mismo sin la ayuda de nadie, lo cual por supuesto no es verdad. Si no hubiese nacido en Bonn, probablemente hubiese sido un gran compositor, pero no el mismo compositor que fue, influenciado fuertemente por la Ilustración alemana. Sabemos que sentía admiración por el sistema parlamentario británico, por ejemplo, que al parecer era su ideal de cómo debe ser un gobierno. Y sabemos que le interesaba la música francesa de la Revolución. Creo que la (Sinfonía) Eroica tiene todo que ver con esas ideas, y con la música revolucionaria, y con la gente de ese tiempo, sin que él tuviese exactamente simpatías revolucionarias. Más bien fue un compositor radical, un individuo radical en lo que hacía.
“Idealista extravagante”, lo llama usted. Totalmente. Pero me refiero a su música. La suya era una ambición anclada en la tradición, y en eso fue obsesivo y grandioso.
¿Por qué estima que no fue capaz de darse una mejor vejez? Era alguien prestigioso, no rico pero sí con recursos, dedicado a lo que amaba. Y, sin embargo, el final descrito en su biografía es tristísimo. Creo que se consideraba pobre sin realmente serlo, pero sobre todo estaba decidido a dejarle dinero a su sobrino, y por eso hubo fondos suyos que nunca tocó, incluso cuando los necesitaba desesperadamente. Pudo haber tenido una vida mucho más placentera, es cierto, pero simplemente no estaba en su naturaleza. Vivía en la miseria sin que eso pareciera molestarle. Detestaba la idea de tener sirvientes y los trataba muy mal, por lo cual nunca llegó a tener personal de limpieza estable ni nada de eso. Y con los años llegó a estar en muy mal estado físico, con un sinfín de problemas en su hígado que ningún médico pudo realmente diagnosticar bien. Aun con tanto dolor, es realmente increíble que siguiera ocupado en su cuarteto de cuerdas Nº 14. Pienso que fue un trabajólico. Y pienso que su consumo de vino se volvió más intenso hacia el final de su vida, aunque no creo que bebiese cuando componía (aunque sí cuando escribía cartas, lo cual explica el tono de muchas de ellas).
Beethoven. Tormento y triunfo, Jan Swafford, Acantilado, 1.456 páginas, $47.500.
Araucaria de Chile fue una revista publicada en el exilio, pero no fue solo de exiliados ni solo para exiliados. Fue creada, inventada, organizada y promovida por el Partido Comunista de Chile, pero no era de partido ni solo para los comunistas chilenos, pues sus colaboradores trascendieron los márgenes de esa militancia. Fue, sin duda, una publicación política, “nacida” para oponerse al discurso de la dictadura, pero sobre todo fue cultural y en sus páginas podían encontrarse escritos literarios de autores conocidos y nuevos, exámenes sobre marxismo, artes, historia, economía, religión, ciencia o derecho, dibujos y reproducciones de pinturas, debates, humor, análisis sobre la institución universitaria o los documentos de Gramsci, memorias, crónicas, entrevistas y artículos que podían ser muy contingentes o con un enfoque temporal extenso. Fue esta amplitud, entre otras causas seguramente, la que ha hecho que hoy siga llamando la atención. Dicen algunos que es consulta obligada si se quiere saber sobre los quehaceres del destierro chileno; que para haber sido comunista es una rareza por la vastedad de sus colaboradores y temas; que sin la disciplina de los militantes, nunca hubiera durado tanto; que sin el dinero de la Unión Soviética no hubiera podido aparecer ni mantenerse; que su existencia fue una derrota de los “obreristas” del Comité Central, donde Orlando Millas habría tenido una pugna –anterior y constante– con Volodia Teitelboim, etc., etc.
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Imagino que me invitan a contar sobre Araucaria pues desde antes de su inicio, en 1978, y hasta 1981, por 16 números (de un total de 48), integré su comité de redacción. Pero, ¿podré decir algo nuevo, después de mi testimonio “Por las ramas de Araucaria”, del 2005 (¡hace 15 años!), que publicó la Revista de Crítica Cultural? ¿Tengo más –y diversos– recuerdos? ¿Será que no quiero evocar mi doloroso período de exilio? (pues, a pesar de todo lo bueno que tuvo, yo lo viví con dolor cotidiano). Casi como una obsesión, aún me (a)pena el destierro y hasta hoy considero que, en Chile, fijarse y querer saber del extrañamiento, aproximarse a él y tratar de entenderlo, es minoritario e importa poco, y creo que está entre los numerosos silencios y evasiones –provocados o no– para (des)conocer lo que fue la época de la dictadura cívico–militar y sus múltiples represiones.
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Aunque muchas vivencias y sentimientos y posturas que narraré no me pertenecen solo a mí, ni fui yo sola quien las experimentó de ese modo, me instalaré –y expresaré– desde mi yo, única visión desde la que puedo ubicarme. Me gustaría que lo que yo examine y anote mostrara una revista que fue concebida y perduró en condiciones difíciles y evidenciara, asimismo, que este proyecto cultural y su concreción trascendió instrumentales objetivos políticos, coyunturales e inmediatos, amalgamándose, simultánea e inseparablemente, con la necesidad de romper desuniones y ausencias e inventarse comunidades y geografías.
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Entre otras discrepancias con el pasado, ahora mi mirada es doble o “bizca” (como la nombra Sigrid Weigel), pues habrá relatos ocurridos en el tiempo que se concibió y apareció Araucaria, pero todo observado y reconstruido desde el presente de este año 2020, con una distancia de 40 años y… ¡demasiados muros (internos y externos) derrumbados! Un ejemplo: en la actualidad, buena parte del contenido y las firmas del N°1 (1978) me parecen casi ingenuamente “oficiales”, por su extrema vecindad al Partido Comunista, lo que, posiblemente, ni siquiera percibí ni registré en ese momento. Y una curiosidad: en el Editorial no se anuncia ni reconoce su adscripción partidaria: “La iniciativa corresponde a gente de una clara y permanente línea antifascista”, se indica vagamente. No creo que quisiera ser un engaño; sin embargo, tampoco creo que sea una casualidad: acaso, una manera tácita de señalar que este periódico no era el vocero de la (monolítica y centralizada) línea política partidista y que, por esto mismo, se esperaban participaciones desde ángulos y sesgos variados: intención aplicada y realizada, según yo, con menos dificultades hacia la cultura artística, a la que se le aceptaba mayor flexibilidad para acercamientos caleidoscópicos, disímiles, mientras la tolerancia disminuía para la cultura política y sus reflexiones, cuyas propuestas no debían ser ideológicamente polémicas ni contrarias a los principios políticos partidarios, a pesar de que no fuera comunista quien suscribiera.
¿Alguna prueba?
No era extraño que comenzaran a llegar a Araucaria artículos que planteaban dudas frente al dogmatismo y las respuestas frágiles y apresuradas. ‘Pobre compañero, dicen que está muy deprimido. ¡Es difícil el exilio…!’, comentó el director sobre uno de los autores, exiliado en Italia, y sobre otro camarada que había enjuiciado un documento. Cuando aludió a la salud mental (y no al escrito) del segundo o, quizá, de un tercero, un escalofrío me hizo trascender sus palabras.
Ya empezaba el período de los debates y cuestionamientos que derivaron en la llamada “renovación socialista”, cuyos ecos era imposible desconocer. Por otro lado, el Partido Comunista Italiano era bastante crítico del modo cómo se había instaurado el “socialismo real” y de las limitaciones y problemas que esos países tenían; lo acompañaban en sus apreciaciones las colectividades de Francia y España, en una tendencia que se denominó EuroComunismo. Luego, no era extraño que comenzaran a llegar a Araucaria artículos que planteaban dudas frente al dogmatismo y las respuestas frágiles y apresuradas. “Pobre compañero, dicen que está muy deprimido. ¡Es difícil el exilio…!”, comentó el director sobre uno de los autores, exiliado en Italia, y sobre otro camarada que había enjuiciado un documento. Cuando aludió a la salud mental (y no al escrito) del segundo o, quizá, de un tercero, un escalofrío me hizo trascender sus palabras, y la escena la tengo grabada todavía.
No obstante, es inequívoco que si el director, Volodia Teitelboim, era miembro del Comité Central, y si la inmensa mayoría de quienes participan en esa edición inicial eran militantes, conocidos como tales y, por lo general, de extensa trayectoria, había un “secreto a voces”, como una suerte de revelar los naipes lateralmente, como para callado. Por otra parte, jamás se oculta la posición política de la publicación, ni sus objetivos inmediatos (el fin de la dictadura chilena) ni a futuro (cambiar la sociedad capitalista por una socialista).
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Podría abundar en la cronología inaugural y recordar la reunión preliminar que tuvimos, en París, unos meses antes de que se imprimiera, quienes seríamos el futuro Comité de Redacción y su secretario, Carlos Orellana, con Volodia Teitelboim, el director (función que, a mi entender, en muchas ocasiones cumplía Orellana). Esa en el barrio de Montmartre, donde desde la ventana del departamento en que nos reunimos los cinco o seis convocados se divisaban, próximas, las cúpulas del Sacré Coeur que nos hacían comprender que aun hablando en castellano y sobre Chile, no estábamos en Santiago, pues esa no era la iglesia de los Sacramentinos, ahí en Arturo Prat con Santa Isabel, su copia (casi) fiel.
A mí me extrañó que me propusieran integrar el equipo, pues siguiendo los patrones y conductas habituales de “El Partido”, yo consideraba no tener ni la edad ni la trayectoria partidista como para que se me invitara a ese (importante) desafío. Recién me doy cuenta de que apenas en el número 3 (1978) aparecimos los del Comité en el colofón. De todos modos, por ser trabajo militante, a nadie se le hubiera ocurrido exigir ser mencionado (por lo mismo, y con lógica consecuencia, una retribución económica era impensable). Al comienzo, nuestras firmas pueden haber sido omitidas por seguridad, pues nos sugerían cuidar nuestras identidades para no cerrarnos las puertas del regreso a Chile: a Volodia, el régimen autoritario le había arrebatado su nacionalidad; había pasaportes con la leyenda: “Válido solo para salir del país”; hubo muchos expulsados de Chile y muchos impedidos de ingresar, y castigos peores, lo sabemos.
A diferencia del resto, yo no conocía al director. Me llamó la atención la formalidad con que lo trataban: “Volodia, estás idéntico a ti mismo”, le dijo uno de los asistentes, y yo no supe si era sarcasmo o adulación. Tampoco sabía que antes, otro equipo, proveniente de lugares distantes entre sí, se había reunido en Roma para imaginar este periódico trimestral. Para evitar los excesivos desplazamientos, se optó por el grupo de París, que nos juntábamos con el director, quien venía de Moscú, aproximadamente una vez por cada ejemplar. Y como además se imprimía en Madrid, Araucaria se me figura una metáfora de la diáspora. Sin duda, un modo de romperla era creando una revista, o sea, un sinónimo de unión y reunión. Sin duda, asimismo, era un excelente barómetro para acoger, enterarse, comunicar y compartir el estado, los razonamientos y haceres de la dispersa y variada comunidad chilena. Por estos motivos, antes y mientras existió Araucaria (cuyo último volumen, de 1989, por poco coincide con el término del régimen cívico–militar), hubo decenas, docenas, hubo centenas de folletos, cuadernos, libros, revistas, catálogos, apuntes: ediciones e impresiones de dispares proveniencias, orientaciones y finalidades. No competían: sumaban, se complementaban.
A diferencia del resto, yo no conocía al director. Me llamó la atención la formalidad con que lo trataban: ‘Volodia, estás idéntico a ti mismo’, le dijo uno de los asistentes, y yo no supe si era sarcasmo o adulación. Tampoco sabía que antes, otro equipo, proveniente de lugares distantes entre sí, se había reunido en Roma para imaginar este periódico trimestral.
Por sus intereses básicos, yo colocaría a Araucaria entre otras dos revistas previas y que se le asemejan por haber tenido larga duración: Chile–América (1974–1983 = 89 volúmenes), con marcado énfasis político, aparecía en Roma como resultado de una colaboración entre seguidores de la Unidad Popular y de la Democracia Cristiana, y Literatura Chilena en el Exilio: comenzada en 1977, en Los Angeles, California, pero que con distintos nombres y emplazamientos, y a veces dilatadísimos intervalos, se extendió, en Chile, hasta 1994, como Literatura Chilena, creación y crítica. Sin embargo, Araucaria fue más abarcadora por la vastedad de su comprensión de la cultura que –como ya anoté– incluía múltiples disciplinas, siempre tratadas al mismo nivel: en el volumen 13, de 1981, por ejemplo, coexisten “La intervención económica del Estado bajo el fascismo” (Daniel Fuenzalida), “El Clásico Universitario: un teatro de masas de invención chilena” (Osvaldo Obregón), “Aportes a la historiografía chilena” (Bernardo Subercaseaux) y “Gardel, ¿un fantasma del viejo pasado?” (Carlos Ossa), etc. En el Capítulo de la Cultura Chilena sobre la Música (Nº 2, 1978) conviven: el cantante lírico Hans Stein; los cantantes Ángel Parra y Patricio Castillo, y los compositores “doctos” Gustavo Becerra y Fernando García, junto a Sergio Ortega, por supuesto, que sintetizaba ambos trayectos, pues habiendo egresado del Conservatorio se ligó –y aportó– grandemente a la canción popular (y no fue el único), siendo el autor de “El pueblo unido” y “Venceremos”, entre centenares, entre miles de composiciones, y no creo exagerar.
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Desde el inicio, esos documentos aparecieron estructurados en secciones nada rígidas: Exámenes, Nuestro tiempo, La historia vivida, Notas de lectura, Crónica, Cartas de Chile, y otras, que podían repetirse, desaparecer o crearse entre un número y los siguientes. Entre estos, Homenaje (a Hernán Ramírez Necochea; a Alejandro Lipschutz, valiosos militantes fallecidos); efemérides (“Noventa años de Gabriela Mistral”, “Doscientos años de Andrés Bello”); o situaciones contemporáneas fundamentales, como el triunfo de la Revolución Sandinista (julio de 1979) a la que se dedica Nuestro Tiempo de los números 8, 9 y 10: victoria tan celebrada, por la que dieron la vida demasiados jóvenes latinoamericanos y chilenos y que, hoy, recordamos con nostalgia e ilusión hechas trizas.
Pero a mi entender, Araucaria no es una reliquia ni una colección inerte, colocada en un estante para llenarse de polvo por su falta de actualidad y porque, en ella, encontraríamos trazos y trazas estáticos de un ayer remoto y ya superado y vuelto historia pasada. Hay casos, eso sí, en que el lenguaje puede volvérsenos opaco por el uso de una terminología anquilosada, por su pesada carga ideológica. Pero en Araucaria todavía hay materiales que, como murmullos, entregan antecedentes desconocidos o no considerados, datos fundamentales para enterarse de ciertas realidades, incluso presentes, para un estudio, para una investigación (“Desalojo en el ‘San Luis’”, un imprescindible testimonio del arquitecto Miguel Lawner, nos turba y hace trastabillar en el tiempo, pues hasta 2019, si no más, se ha continuado discutiendo el asunto: ¿el tiempo se detiene o la historia se repite mientras los poderes no los modelen a su amaño?) ¡Ni qué decir la información aportada por Capítulos de la cultura chilena!, “inventados” por Luis Bocaz (del Consejo de Redacción), y centrados en siete especialidades: plástica, música, universidad, ciencia, teatro, ciencias sociales y cine. Con cierta inclinación por profesionales comunistas, hay que reconocer como un verdadero acierto que sea Raúl Ruiz la figura principal en el apartado dedicado al cine, cuando su producción ya se abría y callejeaba, digamos, por otras pistas, por otras visiones. Teniendo en cuenta, además, que su irónica Diálogo de exiliados, de 1975, había significado un “escandalillo” entre la comunidad chilena y en sus partidos. En su entrevista “No hacer más una película como si fuera la última”, con su sabida agudeza y perspicacia, Ruiz apunta al abismo insuperable entre ser cineasta en el subdesarrollo y serlo en la holgura del desarrollo. Y sobre el exilio, esencial es la sección Un millón de chilenos, parte que se extiende entre los números 7, 8 y 9 (1979 y 1980), al que, en este volumen, se añade la sección Temas, donde destaca “Fuera de lugar”, de Federico Schopf.
Y ahora, a punto de terminar, enfoco Textos, la sección que acogía narrativa, poemas, obras de teatro, testimonios. Es cierto que, al comienzo, y voluntariamente, como una forma de atraer, los autores se (im)pusieron por sus nombres, pero pronto, en esos tiempos sin computador ni mensajes–electrónicos ni WhatsApp ni redes sociales, desde Chile y desde el éxodo, desde la clandestinidad, públicamente o con seudónimo, llegaban y llegaban, por correo postal, trabajos para publicar. Entre decenas, fueron editados: Juan Godoy, Waldo Rojas, Eduardo Embry, Hernán Castellano Girón, Bárbara Délano, Omar Lara, Armando Uribe, Oscar Hahn, Jorge Montealegre, Ariel Dorfman, Claudio Giaconi, Virginia Vidal, Antonio Skármeta, Bruno Montané, José Leandro Urbina, Raúl Barrientos, Roberto Bolaño, Cecilia Vicuña, Gonzalo Millán… La abundante correspondencia manifestaba la diversidad y variedad de lo que estábamos escribiendo los chilenos, en el paisaje que fuera y, así, llegaron manuscritos con modos de decir y perspectivas novedosas para expresarse y para expresar, incluso la contingencia política (entre los sobresalientes: Mauricio Redolés). En todo caso, lo que interesa rescatar es la riqueza por la diferencia de edades, de lenguajes, de perspectivas, de escrituras, de ubicaciones; revisando sus enunciados, encontramos a los escritores que han continuado haciendo y componiendo la literatura chilena actual.
“El destierro no consiste en estar en otro país que el propio: es no estar en ninguna parte, es el fantasma para el que no hay lugar”, decía Armando Uribe en su libro El criollo en su destierro. Pienso que Araucaria, al igual que las múltiples realizaciones en el exilio, cada cual a su manera y con sus limitaciones y logros, aunque fuera en el deseo y la imaginación de la lectura y la escritura, creaba un territorio que nos permitía encontrarnos y reconocernos y acercarnos a Chile.
Cuando el miércoles 4 de diciembre de 2019 María Gainza ingresara al salón principal de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara a recibir el Premio Sor Juana Inés de la Cruz —otorgado a su novela La luz negra—, llevaría en su mano un par de hojas, y en ese par de hojas iría escrito un discurso que empezaba así: “La otra noche mi hija estaba estudiando Lengua, más precisamente el uso de la coma. Cuando le dije que yo no distinguía bien la diferencia entre la ‘aposición’ y ‘aclaración’, me dijo: ‘Sinceramente no entiendo cómo te van a dar un premio cuando no sabés el ABC de la gramática’. Le dije que probablemente yo había creado mi estilo a partir de mis limitaciones…”.
Escribir en una misma frase las palabras María–Gainza–limitaciones es entrar en un callejón sin salida. Intentar explicar cuáles son las limitaciones que puede tener una de las escritoras argentinas más sorprendentes de los últimos años resulta una empresa bastante difícil: María Gainza ha publicado tres libros y esos tres libros lo que han hecho, sobre todo, es traspasar los límites, tensionar la escritura hasta crear algo nuevo, inesperado. Por eso la mejor forma de salir de este callejón oscuro es volver a ese miércoles 4 de diciembre, cuando debía recibir en Guadalajara el Premio Sor Juana Inés de la Cruz —que consistía en 10 mil dólares—, volver a ese día, a ese salón lleno de lectores, a ese discurso que llevaba escrito en aquellas hojas y que nunca leyó, porque no pudo asistir a la premiación pero sí escribió un discurso y en ese discurso cuenta una historia que refleja perfectamente su mundo, su imaginación, lo que la ha convertido en una de las escritoras más originales de estos años.
Ahí, en ese texto que nunca pudo leer, recuerda un juego que le inventó a su hija cuando aún era una niña: como no podía viajar —por problemas de salud—, le propuso a su hija simular un viaje: “Dos veces al año, generalmente para festejar un buen boletín escolar, hacía una reserva por una noche en un hotel de la ciudad”. Entonces, partían al hotel con dos maletas pequeñas y se hacían las extranjeras. Fingían un marcado acento español y por unas horas se convertían en otras personas. “Y ese juego nos eximía de una realidad más áspera. Creo que siempre juego un poco a las extranjeras cuando me siento a escribir. No conozco nada que me saque más de la realidad que este oficio”, anotaba Gainza y luego cuenta que fue en uno de esos viajes imaginarios, en la habitación de un hotel con vista al cementerio de La Recoleta, sentada frente a un escritorio Luis XVI, donde escribió el comienzo de La luz negra.
Pero antes de su premiada novela hubo otros libros, otras vidas también, y una voz, la voz que narra El nervio óptico, el libro por el que miles de lectores la conocieron hace unos años: apareció en 2014 por Mansalva, y luego fue publicada en Chile por Libros del Laurel, después en Colombia por Laguna y, entonces, vino Anagrama y la publicó en los demás países de habla hispana, otorgándole una mayor visibilidad: el libro se tradujo a más de 10 idiomas y apareció en innumerables listas como uno de los mejores libros de los últimos años. La argentina Mariana Enríquez lo definía así: “El nervio óptico, entre la autoficción y las microhistorias de artistas, entre citas literarias y la crónica íntima de una familia, es un libro insólito, hermoso, en ocasiones delicado y a veces brutal”.
¿Pero de dónde salió María Gainza?
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Las solapas de sus libros no ayudan lo suficiente —no hay fecha de nacimiento, por ejemplo—, pero entregan algunas coordenadas: María Gainza nació en Buenos Aires —aparentemente el 25 de diciembre de 1975— y ha trabajado como periodista y crítica de arte en distintos medios argentinos y extranjeros: fue corresponsal del New York Times y de ArtNews, y colaboró regularmente en la revista Artforum. Además, durante un buen tiempo escribió en el suplemento Radar, de Página/12, notas y ensayos que luego darían forma a su primer libro —publicado en 2011, pero hoy imposible de conseguir—: Textos escogidos 2003–2010 (Capital Intelectual); en él escribe sobre algunos de los más destacados artistas trasandinos de las últimas décadas, como León Ferrari, Jorge Macchi, Fabio Kacero y Adrián Villar Rojas. Mientras visitaba esas exposiciones y escribía, también dedicaba tiempo a impartir un taller de escritura en la Universidad Torcuato Di Tella y editaba una colección de libros sobre artistas argentinos en Adriana Hidalgo.
Yo vengo de ese lugar y lo he observado con atención desde chica. Es una clase social a la que critico con dureza, pero de la que formo parte y no pierdo de vista que mis prerrogativas de clase me han traído hasta acá. Hacerse cargo de todo eso me parece que le da honestidad al libro. Honestidad literaria no quiere decir que sea verdad lo que cuento, eso se da por sentado, ¿no?
Hasta ahí los datos biográficos, públicos; luego, las conjeturas.
Cuando Ricardo Piglia escribió en Formas breves que “la crítica es la forma moderna de la autobiografía”, los libros de María Gainza aún no existían, pero no hay ninguna duda de que él se estaba refiriendo, justamente, a este tipo de libros, a esta escritura, al proyecto que Gainza comenzó a dar forma —quizá de manera involuntaria— cuando publicó las primeras notas y ensayos sobre aquellas exposiciones que le tocaba cubrir. Hablaba de otros, de la vida y obra de otros. Desde Buenos Aires, María Gainza cuenta:
—Textos escogidos es la cantera de donde salió todo lo demás. Pero eso lo veo ahora con los hechos consumados. Yo no tengo proyecto de escritura, no lo tuve y no creo que vaya a tenerlo nunca. Mi proyecto es vivir, ese es mi plan de guerra. Todo lo que me sucedió hasta ahora me sucedió un poco de casualidad. Empecé a trabajar como crítica sin buscarlo, alguien que apenas me conocía me lo ofreció y yo pensé: ¿por qué no? Empecé a escribir El nervio óptico para matar el aburrimiento del primer año de maternidad, porque como decía mi madre: Babies are no food for your mind. Y escribí La luz negra en un período muy triste de mi vida, como una manera de no perder el norte. De ser esta una carrera, es una manejada por fuerzas extrañas que me tienen a su merced.
No hay proyecto, dice Gainza, pero hay un estilo —elegante, aforístico, luminoso— y una voz, sobre todo, que produce una suerte de adicción: puede ir tras la esquiva biografía de una falsificadora de obras de arte —La luz negra— o simplemente indagar en su propia vida —El nervio óptico—, la vida de una mujer que deambula por Buenos Aires, visita museos e indaga en los recuerdos de una familia de clase alta argentina, desde ahí habla y narra María Gainza mientras recurre a una serie de pinturas que, de alguna forma, explican mejor su propia vida que ella misma: las fascinantes batallas a campo abierto de Cándido López, las ruinas de Hubert Robert, los mares de Courbet, un Rothko clásico colgado en el Museo de Bellas Artes de Buenos Aires y una exposición de El Greco en la ciudad donde va a morir su hermano.
La voz. Todo tiene que ver con la voz de Gainza.
—“¿De quién es esta voz? No es mía, no es mía”, es un estribillo recurrente en un libro de Renata Adler que me gusta mucho. Siempre se me viene a la cabeza cuando me sacan el tema. La voz en mi caso es lo que más satisfacción me da. Me gustaría que escribir fuera solo eso: una voz que te habla del mundo. En mi caso tarda bastante en aparecer. Al principio soy como una vieja bomba de campo que tira agua herrumbrosa, pero uno sigue bombeando y de repente el agua surge fría y cristalina. Fría y cristalina, así me gusta que salga mi voz.
En El nervio óptico anotas: “Uno escribe algo para contar otra cosa”. Hay una suerte de poética encerrada en esa idea, ¿no? No sé si llamarla idea, es más bien una intuición. Surge de mis años como crítica de arte: por entonces me pagaban para traducir imágenes a palabras, para hacer hablar a objetos mudos. A mí ese proyecto me parecía una tarea destinada al fracaso. Lo que se siente con facilidad no puede expresarse negro sobre blanco, decía Stendhal. Yo tenía la sensación de estar frente al stand de los patitos en una feria de pueblo. Le apuntaba al pato pero nunca le daba en el blanco, aunque era ese blanco el que finalmente me terminaba pareciendo más interesante que el objetivo en sí.
Cuando era chica me repetían: ‘María, sos muy opinionada y a los hombres no les gustan las mujeres opinionadas’. Que años más tarde haya hecho una carrera gracias a mi opinión, que mi punto de vista y mi pluma me hayan traído hasta acá, que ser una mujer opinionada haya resultado finalmente una baza a favor y no una desventaja, me parece una vuelta de tuerca impecable.
Tus libros están llenos de citas a obras de arte, pero también exponen tus diversas lecturas. Si uno reconstruyera ese árbol genealógico, ¿qué encontraría? Empecé de chica leyendo Agatha Christie y Nancy Drew, seguí de adolescente con mucho Sidney Sheldon, quien debo decir me dio mi educación sentimental: ¡la cantidad de cosas que se aprendían en esas novelas! Y después lentamente empezaron a llegar los grandes autores: Faulkner, Joyce, Beckett, O´Neill, Tennessee Williams, Katherine Mansfield, mucha literatura anglo que me daban en el colegio y que yo leía con fruición. Y una vez terminado el colegio me lancé sedienta sobre todo lo que tenía letras de molde. Esos años fueron medulares y también lo fue la decisión de no estudiar Letras.
¿Por qué no lo hiciste? Tenía la sensación de que “lo académico” atentaba contra el placer de leer, placer que siempre ha guiado mis acciones. Quizás ahí me equivoqué, pero el problema es que soy muy infantil, no soporto el tedio ni la solemnidad; parezco el duque de Lauraguais que pidió autorización para perseguir como a un criminal a una persona aburrida. Ese hedonismo vacuo antes me preocupaba, ahora ya no. Me preocupan poquísimas cosas hoy en día. Quiero decir, a mí me gusta mucho leer pero estoy llena de lagunas y eso no me desvela ni me disminuye. A veces veo a algunos escritores posar frente a la cámara como si fueran Marlon Brando y pienso: ¿no se dan cuenta de que ser escritor está completamente sobrevalorado?
A propósito de lo académico y de ciertas convenciones, tus libros transitan por distintos géneros y eso los vuelve algo inclasificables. ¿Cambia en algo la escritura el saber qué es lo que uno está haciendo? Para mí el estado ideal es la completa ignorancia. Escribir sin cerebro, digamos. Cuando escribí El nervio óptico yo creía que estaba escribiendo una guía de museos. Tardé un tiempo en entender todas las posibilidades que tenía el material, pero de repente, cuando apareció la voz, fue como la argamasa que permitió unir todo. Hoy me sorprendo de su éxito moderado: es más, lo miro con recelo, tengo el esnobismo de creer que si le gusta a todo el mundo, muy bueno no debe ser. Para La luz negra ya era más consciente, y ser consciente siempre me ha jugado en contra, pero la escribí en un período oscuro de mi vida y esa escritura me sacó adelante, me eximió de la realidad. Quizás debería haberla dejado reposar, la emoción se sirve fría, dicen. Pero yo estaba en el campo de batalla y no era momento de limpiar mi fusil, había que disparar.
Hay un tema de clase que recorre todos tus libros, asumir el lugar social desde el que se habla y hacerlo críticamente. ¿Eso es algo deliberado o apareció de manera más bien intuitiva? Ni deliberado ni intuitivo, inevitable. La protagonista de El nervio óptico abreva en algunos rasgos de mi personalidad, es un yo desviado, digamos; por momentos la autora y el personaje se funden, por otros, se desligan completamente. Yo vengo de ese lugar y lo he observado con atención desde chica. Es una clase social a la que critico con dureza, pero de la que formo parte y no pierdo de vista que mis prerrogativas de clase me han traído hasta acá. Hacerse cargo de todo eso me parece que le da honestidad al libro. Honestidad literaria no quiere decir que sea verdad lo que cuento, eso se da por sentado, ¿no?
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No le gustan mucho las entrevistas ni las apariciones públicas —lo que parece una excentricidad en estos tiempos—, por lo que era muy esperada su visita a la FIL de Guadalajara. Sin embargo, su hija enfermó y a Gainza le resultó imposible viajar a recibir el Premio Sor Juana. A partir de ahí, una polémica lamentable en la que se insinuó que no se lo darían. Por suerte, primó la cordura y de todo eso queda simplemente un discurso bellísimo que no pudo leer, en el que Gainza cuenta cómo fue la escritura de La luz negra. Y termina así: “Cuando era chica me repetían: ‘María, sos muy opinionada y a los hombres no les gustan las mujeres opinionadas’. Que años más tarde haya hecho una carrera gracias a mi opinión, que mi punto de vista y mi pluma me hayan traído hasta acá, que ser una mujer opinionada haya resultado finalmente una baza a favor y no una desventaja, me parece una vuelta de tuerca impecable. Una trama inusualmente redonda, después de todo. Muchas gracias”.
En 1971, Germaine Greer fue la presentadora de dos episodios del Dick Cavett Show en la televisión estadounidense. Cómo fue que pasó de ser una invitada en el programa mientras promocionaba La mujer eunuco a ser su presentadora suplente, es algo que no está claro (la sospecha es que la cadena ABC pensó que “la feminista descarada que incluso a los hombres les gusta” —en palabras de la revista Life— sería un arma útil en la guerra por el rating). Pero ella, brevemente, cambió la cara del programa. El tema de la primera discusión fue el aborto, entonces ilegal en muchos estados; el tema de la segunda fue la violación, y abrió un nuevo terreno no solo, en primer lugar, al hablar acerca de violación, sino al permitir que una mujer que había sido violada hablara por sí misma (aunque permaneció en el anonimato). El programa se emitió cuatro años antes de la publicación del libro de Susan Brownmiller Contra nuestra voluntad, al que usualmente se le atribuye el haber abierto el debate sobre la violación y haber puesto el poder masculino antes que el deseo sexual en el centro de esa discusión. Greer presentaba la violación como un crimen del patriarcado, incrustado en la noción de que es un deber de la mujer estar sexualmente disponible para los hombres; expuso la falta de simpatía de la policía al tratar casos de violación y la tendencia general a culpar a la víctima.
En Germaine (Scribe, 2018), la biografía no autorizada de Greer, Elizabeth Kleinhenz a veces se ve incómodamente atrapada entre la fascinada admiración por Greer y la irritación, porque Greer se negó a cooperar con su proyecto. La irritación es comprensible: si, como hizo Greer, uno vende su archivo a una biblioteca importante, debe esperar que la gente quiera trabajar en él –y en uno. Kleinhenz, sin embargo, ofrece un recuento bastante juicioso del contexto inmediato de las apariciones de Greer en el Dick Cavett Show (ella estaba disfrutando entonces de un inmenso reconocimiento popular por La mujer eunuco, mientras que al mismo tiempo era vilipendiada por feministas de línea dura por venderse a los medios de comunicación por suculentas recompensas). Kleinhenz acertadamente destaca el impacto de los programas, una medida de lo cual es la correspondencia que siguió: Greer recibió más cartas que nadie en la historia del programa; más de 400 se conservan en su archivo en la Universidad de Melbourne.
Unas pocas de esas cartas son suficientes para recordarnos que la hostilidad del Twitter moderno no es nada nuevo. Uno de quienes le escribe amenaza a Greer con un manotazo, otro observa que ella es tan repugnante que, de cualquier manera, probablemente nunca necesite un aborto; y luego está la lista familiar de crímenes que cometen las mujeres: no haberse cepillado el pelo, “verse como una puta gastada”, no tener “nada que hacer sentada en la silla del entrevistador” y así sucesivamente. Pero la gran mayoría de las respuestas fueron de personas que la aplaudieron por plantear los temas y manejarlos con tanta sensibilidad. Varias mujeres que habían sido violadas escribieron para decir lo agradecidas que estaban. Como señaló una de ellas, “ser capaz de hablar sobre la violación en televisión es heroico, honesto, necesario y una contribución incalculable para muchas mujeres desorientadas”.
¿Cómo es entonces que, unas pocas décadas después, Greer ha escrito un libro “profundamente mal informado” sobre la violación, que ha sido criticado por suavizar el crimen, por “avergonzar a las víctimas que permiten verse profundamente afectadas por una violación” y por enfocarse en las “fantasías de violación” de las mujeres, mientras aboga por sanciones más bajas para los violadores, como si simplemente tuviéramos que “aceptar la violación como ‘parte de la sicopatología de la vida cotidiana’”? Peor aún, ¿cómo pudo ella arengar al público en el Hay Festival del año pasado, “adoptando la postura como de una Katie Hopkins del feminismo radical”, sostener que la violación “a menudo no era un crimen ‘espectacularmente violento’”… sino, la mayoría de las veces, solo “flojo, descuidado e insensible”, mereciendo quizá 200 horas de servicio comunitario, o tal vez la letra “V” tatuada en la mejilla del culpable? ¿Es realmente el caso, como afirmó Naomi Wolf, una de las reseñistas más hostiles del libro, que “una de las mejores mentes de su generación” ha despertado de una siesta de 40 años solo para “equivocarse, una y otra vez, en errores largamente desacreditados del pasado lejano”?
Germaine Greer aclara esto en Sobre la violación, donde insiste en que la forma en que las mujeres ‘ceden’ al sexo que no quieren con sus parejas de mucho tiempo no es menos corrosiva, ni menos degradante para su opinión de sí mismas, que la ‘violación’ de la que hablamos usualmente.
Si estas fueran realmente las opiniones de Greer sobre la violación, ella merecería la animosidad que se ha dirigido en su contra. Felizmente, no lo son. Muchas de las críticas tanto del libro como de su conferencia del Hay Festival fueron una combinación de tergiversación y de descuidada (o deliberada) cita selectiva. Es difícil creer que quienes atacaron la conferencia hayan asistido a ella o la hayan visto en línea (donde todavía está disponible). Gran parte de la charla de 30 minutos está ocupada por el muy poderoso recuento de Greer de casos recientes en los que brutales violadores fueron absueltos, y de la forma en que el trauma inicial de la víctima se duplicó por la indignidad del proceso legal y la humillación de no ser creíble. También aborda su propia violación, hace 60 años, y explica por qué no lo denunció a la policía. Son razones (no solo el imperativo de querer ir a casa y limpiarte de él) que cualquier persona –incluida yo misma– que haya sido violada y no haya llevado el asunto más allá, entendería.
Las citas incendiarias, a menudo alegremente referidas como evidencia en su contra, son solo “precisas” en el sentido más limitado de la palabra. Greer dijo en Hay Festival que la violación es más veces sí que no “floja, descuidada e insensible”. Pero, como el contexto deja en claro, esto no fue para atenuar la violación como es entendida convencionalmente, sino para destacar las otras versiones del sexo no consensual que generalmente nos negamos a ver en esos términos. Ella aclara esto en Sobre la violación, donde insiste en que la forma en que las mujeres “ceden” al sexo que no quieren con sus parejas de mucho tiempo no es menos corrosiva, ni menos degradante para su opinión de sí mismas, que la “violación” de la que hablamos usualmente (correcto o no, este es un punto muy diferente y uno serio). También es cierto que sugirió, en respuesta a una pregunta del público, que 200 horas de servicio comunitario podrían ser una pena adecuada para la violación. Pero eso fue en el contexto de un argumento más amplio: que si deseamos asegurar más condenas por violación, tendremos que pagar el precio de sanciones más leves. Su respuesta también fue, me atrevo a decir, un poco festiva. ¿Es apropiado ser festivo en el contexto de la violación? Algunos pensarían que no. Pero el público en la conferencia parece haber estado feliz. Aplaudieron la idea de tatuar a los violadores con una “V” (Rosie Boycott, que moderaba la mesa, hizo la sugerencia igualmente festiva de que los violadores podrían ser implantados con microchips).
En su conferencia, Greer intentaba invalidar algunas presunciones sobre la violación y pensar de manera diferente sobre cómo procesarla y castigarla, para poner fin al estancamiento actual. Es difícil imaginar que las cosas empeoren: apenas un pequeño número de juicios exitosos, que posiblemente pueden no reflejar verdaderos niveles de culpa; aquellas mujeres que denuncian un delito se sienten nuevamente agredidas por los procedimientos invasivos que acompañan la investigación (el interrogatorio en la corte es apenas uno). Varios de los que hicieron preguntas en Hay Festival presionaron a Greer con bastante dureza: algunos discrepaban no con su “vergüenza de la víctima”, sino con lo que veían como su enfoque “víctimo–céntrico”. Ella Whelan, columnista de Spiked y autora de What Women Want: Fun, Freedom and an End to Feminism, afirmó que Greer desempoderaba a las mujeres al enfocarse en el consentimiento y en la problemática naturaleza de esa noción (“Soy absolutamente capaz de decir sí o no, incluso si tomé un vaso de vodka”, era la línea de Whelan). Otra de las personas que interrogaban se preguntó si Greer estaba siendo injusta con los hombres. ¿Realmente los hombres aman a sus madres menos de lo que las madres aman a sus hijos, como ella había afirmado? “Probablemente”, dijo Greer.
Además de Sobre la violación, se pueden encontrar en español los libros de Germaine Greer (1939) La mujer eunuco, La mujer completa y El cambio.
Muchos de estos temas se discuten en Sobre la violación. El libro, o folleto (90 páginas, es realmente lo que es), se pregunta por qué el sistema legal moderno no logra obtener condenas por violación; por qué tan pocas personas entablan causas contra sus violadores, con éxito o no; y considera las dificultades de enfrentarse en los tribunales y los dilemas del consentimiento (la cantidad de datos que ahora se pueden ofrecer como evidencia ha complicado este aspecto. En el propio caso de Greer, como explicó en la conferencia, el violador la obligó a gritar “viólame”, lo que no hubiera jugado a favor de ella en el tribunal si se hubiera grabado, como ahora podría hacerse, en el teléfono celular del acusado). Hay numerosas tergiversaciones de todo esto por parte de los críticos de Greer. Para tomar solo un pequeño pero revelador ejemplo, ella escribe sobre las fantasías de violación de las mujeres, pero únicamente para descartarlas como algo sin importancia para la agresión sexual. Su punto (como reconocieron algunos críticos) es que en las fantasías de las mujeres, ellas tienen el control.
El planteamiento de Greer no es un alegato para “ser más suave” con la violación. Ella está tratando de argumentar que el sexo no consensuado –con su humillación a largo plazo, repetida y de bajo impacto para las mujeres– está mucho más extendido (“en la sicopatología de la vida cotidiana”) de lo que nos gustaría admitir. Después de todo, fue solo en 1991 que la violación dentro del matrimonio se reconoció como un delito en la ley inglesa. Incluso ahora, muy pocas esposas saben que tienen alguna acción contra el sexo no deseado, y que no sea visitar la estación de policía local (es un precio que muchas mujeres están dispuestas a pagar por la vida conyugal y las otras “ventajas” del matrimonio). Greer también dice que si no podemos lidiar con el crimen de violación mediante las estrategias legales tradicionales, podríamos tener que buscar una aproximación radicalmente nueva. Si uno de los principales factores que impiden las condenas es el criterio central del consentimiento (los jurados no pueden condenar si existe la más mínima duda de que el violador pudiera haber creído que la víctima consintió), entonces tal vez deberíamos reducir la carga de la prueba. Pero, si hacemos eso (para necesariamente desventaja del acusado), se sigue que debemos reducir la pena. Este no es un intento de disminuir la gravedad del crimen. Tanto si le gusta la idea como si no, la afirmación de Greer es que aumentar las tasas de condena es más importante que garantizar un castigo prolongado: mejor 100 hombres declarados culpables que dos encerrados durante cinco años. Poco de esto fue reconocido en el furor que siguió a la publicación del libro.
El hecho de que Sobre la violación haya sido ampliamente tergiversado no significa que sea un libro totalmente logrado o que la conferencia no haya tenido sus fallas. La actuación de Greer en Hay Festival aparentemente fue hecha sin notas, lo que sumado a la inmediatez de sus palabras, disminuyó la coherencia estructural de su argumento. Su noción de que la “heterosexualidad” está en problemas porque nos hemos olvidado de la comunicación implicada en “hacer el amor” es extrañamente nostálgica, sensiblera y no del todo pertinente; la broma de que Harvey Weinstein era malo en el sexo pudo haber logrado una buena carcajada, pero no nos llevó más allá. El libro repite algunas de estas afirmaciones (“la heterosexualidad está en serios problemas”, escribe casi al final, sin decir por qué esto es particularmente así ahora, o cómo se relaciona con otras cosas que discute, como el comportamiento de Julian Assange o los millones de orgasmos fingidos cada semana en el Reino Unido). Y, más concretamente, hay serias inconsistencias, que no se pueden excusar por la espontaneidad o por ser fruto de la casualidad o por las bromas en las salas de conferencias.
El planteamiento de Greer no es un alegato para ‘ser más suave’ con la violación. Ella está tratando de argumentar que el sexo no consensuado –con su humillación a largo plazo, repetida y de bajo impacto para las mujeres– está mucho más extendido (‘en la sicopatología de la vida cotidiana’) de lo que nos gustaría admitir.
En la primera página, Greer reduce su tema a “la penetración de la vagina de una persona del sexo femenino que no desea ser penetrada por medio del pene de una persona del sexo masculino”. Este fue uno de los principales errores identificados por los críticos: ¿qué pasa con la violación oral o anal? ¿Qué pasa con los instrumentos que no sean el pene? ¿Qué pasa con los hombres como víctimas? Si la restricción es justificable o no (para un libro tan corto, creo que probablemente lo es), los críticos no se percataron de que ella, de hecho, no conserva su propia definición. Solo 20 páginas después, describe un horrible caso de violación anal en el que el violador fue absuelto en apelación –el juez fue convencido de que el violador creía que la mujer había dado su consentimiento, aunque ella creía que no lo había hecho. Hay una inconsistencia similar en la perspectiva de Greer respecto de los violadores. Por un lado, ella quiere ver la violación como un asunto mucho más “común” de lo que a menudo se admite, siendo algo que ocurre regularmente en los dormitorios de las zonas suburbanas. Por otro lado, en otro momento identifica a los “violadores” en el sentido más tradicional de la palabra, como una clase casi profesional de delincuentes reincidentes (según una base de datos que cita, ellos cometen el 90% de los ataques). No queda claro cómo piensa ella que esos muy diferentes panoramas de la violación se relacionan entre sí. ¿Es la “violación cotidiana” una categoría diferente de los ataques hechos por delincuentes seriales? Si es así, ¿eso no socava su afirmación de que el “mal sexo” y la violación deben verse como parte del mismo fenómeno? ¿Dónde, exactamente, estos diferentes “tipos” de violación se juntan?
También ella es desacostumbradamente poco reflexiva sobre la cuestión de la violencia. Dice, de manera acertada, que “la violación en sí misma no implica violencia en absoluto”, lo cual es cierto, si quiere decir que muchas, si no la mayoría, de las víctimas no aparecen con lesiones físicas obvias, cortes y contusiones. Pero, como observaron los críticos (en este caso correctamente), afirmar que las mujeres pueden ser violadas mientras duermen no significa que tal violación sea un acto “no violento”. Únicamente en la más cruda equiparación de violencia con lesión visible, puede ser que la inserción de un pene no bienvenido en la vagina de una mujer en estado de coma no cuente, al menos, como una violación. Greer es intransigente al ver toda violación como un “crimen de odio”; ¿por qué no también “violento” (en una definición más matizada del término)?
También está la cuestión del bagaje cultural e intelectual en torno a la violación que hemos heredado. Greer es buena en algunas de las sombras perjudiciales que las anteriores definiciones de violación aún arrojan sobre nuestros propios debates. Observa apropiadamente que, al menos en el Reino Unido, la ley nunca ha logrado con éxito la transición desde la violación como un delito (de robo, en inglés rape, del latín rapio) cometido contra el dueño o guardián de la mujer, su esposo o su padre, hasta la violación como un delito (de agresión sexual) cometido contra la mujer misma. Pero cuando rastrea la idea de que el consentimiento como piedra de toque de la culpa o la inocencia, ha sido parte del discurso de la violación desde al menos el siglo XII, más bien subestima la historia del tema. El hecho es que, desde que podemos rastrearlo en Occidente, la cuestión del consentimiento ha sido, como sigue siendo, el enigma escurridizo en el corazón de las discusiones sobre la culpa, la inocencia y la recriminación de las víctimas. En la antigua Roma, la (mítica) violación de Lucrecia fue el ejemplo clave, y la historia continuó siendo invocada durante siglos por quienes exploraban los dilemas de la agresión sexual, desde San Agustín hasta una serie de moralistas ingleses del siglo XVII.
En el relato de Tito Livio, a fines del siglo VI, Tarquinio, un miembro de la familia real romana, se propuso violar a la virtuosa Lucrecia, la esposa de un ciudadano destacado. Al principio ella se resistió, pero ante el rechazo de ella, Tarquinio amenazó con que, si no se entregaba, él la mataría a ella y a uno de sus esclavos; cuando se encontraran sus cuerpos parecería que hubieran sido asesinados en el acto de adulterio. La perspectiva de esta vergüenza hizo que Lucrecia cediera pero, tan pronto como Tarquinio se fue, convocó a su esposo y otros parientes varones, les contó lo que había sucedido y luego se suicidó frente a ellos. Los debates en torno a esta historia se han centrado en la conducta, la motivación y la voluntad de Lucrecia. ¿Había consentido realmente ante Tarquinio? (sí, dijeron algunos; solo bajo coacción, arguyeron otros). Si ella era totalmente inocente, ¿por qué sintió que tenía que morir? Y, en una prolongación predecible, ¿marcaría una diferencia en la comprensión del consentimiento si uno imaginara que Lucrecia había disfrutado el encuentro? (había muchas fantasías masculinas sobre fantasías femeninas de violación en juego aquí). Me parece claro que algunos de estos arraigados prejuicios y debates históricos pesan más en la discusión moderna de lo que Greer (o sus críticos) admite.
Tanto si le gusta la idea como si no, la afirmación de Greer es que aumentar las tasas de condena es más importante que garantizar un castigo prolongado: mejor 100 hombres declarados culpables que dos encerrados durante cinco años. Poco de esto fue reconocido en el furor que siguió a la publicación del libro.
Sobre la violación tiene sus defectos. No es (ni se propuso ser) una contribución de peso a la discusión de las causas, los efectos y los problemas judiciales de la violación en todo el mundo. Incluso en sus propios términos más limitados, puede parecer un pequeño folleto algo descuidado, a veces inconsistente, ocasionalmente excéntrico. Pero también está lleno de destellos de perspicacia, análisis agudo, nuevas propuestas radicales y argumentos convincentes que muchos críticos han pasado por alto, o han descartado, quienes parecen decididos a transformar los argumentos de Greer en el discurso reaccionario de una vieja señora enojada. ¿Qué es lo que impulsa estos ataques? ¿Por qué sus críticos están tan decididos a deplorar y ridiculizar? ¿Qué hay detrás de la mala lectura selectiva que convierte un panfleto provocativo, no más defectuoso que muchos otros del género, en un caso para una acusación?
Parte de esto puede ser simple iconoclasmo (con una pizca de prejuicio contra la edad). Pero es difícil resistir la sospecha de que Greer estaba siendo castigada por sus muy citados comentarios sobre la comunidad trans; o para decirlo de otra manera, que la ira por lo que ella ha dicho sobre ese tema ha nublado el juicio justo sobre sus argumentos sobre la violación. No sé con cuánta exactitud se han informado de sus puntos de vista sobre la política trans, pero incluso aquellos de nosotros que pensamos que necesitamos urgentemente una discusión cuidadosa y franca de lo que ahora constituye la diferencia sexual, o de lo que hace a una “mujer”, encontramos difícil imaginar que la afirmación de Greer: “solo porque te cortas el pene y luego usas un vestido eso no te convierte en una maldita mujer”, sea una apertura productiva para todo debate semejante. Otros, comprensiblemente, lo encuentran extremadamente insultante (debo añadir que hay un debate sobre cuándo o dónde dijo realmente esto. Kleinhenz, quien no es la mejor guía para estas controversias, dice que fue en una entrevista televisiva con una mujer trans. No fue así. Fue citada del programa de Victoria Derbyshire, como una cuña escrita –dada en circunstancias desconocidas– y presentada a la actriz trans Rebecca Root. Root dio una respuesta digna).
Mi primera reacción en este punto es sentirme incómoda acerca de la visión unitaria de la virtud política y cultural que subyace a estas reacciones ante Greer. Solo porque ella esté, supongamos, equivocada en cuanto a la política trans no significa que esté equivocada en cuanto a la violación. Dicho esto, ella es más cómplice del furor por Sobre la violación de lo que al principio parece. Queda claro a partir de la biografía de Kleinhenz que a lo largo de su carrera, Greer ha combinado una tremenda capacidad para el argumento persuasivo con la misma capacidad para molestar y provocar. De hecho, la ira y su provocación son una parte muy importante de su aproximación –como lo es su aparente incapacidad para reprimir un sarcasmo inteligente una vez que lo ha pensado. Me recuerda a las críticas dirigidas a Cicerón: se decía que él nunca pudo guardarse una broma desafortunada; era como si tuviera brasas en su boca. Greer siempre ha tenido brasas en la suya. En muchos sentidos, tenemos motivos para estar agradecidos por esto (¿dónde habría quedado La mujer eunuco sin ellas?). Pero Sobre la violación y su conferencia en Hay Festival podrían haber tenido un poder más duradero si hubiera resistido la tentación de rociarlos con sustancias irritantes ideadas para molestar –una carnada que debe haber sabido que sería tomada. No ayuda en nada a su argumento, por ejemplo, criticar (como lo hizo en Hay) a las actrices célebres que expusieron a Harvey Weinstein, como si la violación no contara si resulta que eres rico y famoso. Cuando ella escribe en el libro, “la sola sugerencia causará una protesta clamorosa, lo cual es una buena razón para hacerla”, es un honesto resumen del método Greer.
Artículo aparecido en London Review of Books, publicado con autorización de la autora y la revista. Traducción: Patricio Tapia.
Sobre la violación, Germaine Greer, Editorial Debate, 2019, 96 páginas, $8.000.
Las patas son largas, flacuchentas, medio chuecas. Ocho hilos desviados hacia cualquier parte. No hace falta que te acerques demasiado para ver los visos café oscuro en su cuerpo trigueño. Aunque no sabes si cuerpo es la palabra. Sabes, eso sí lo sabes, que las arañas tigre no son venenosas y que se comen o pelean o disputan el espacio con las de rincón, que sí son venenosas. Sabes que las tigre suelen ser lentas y desplazarse con parsimonia. La miras bien: parece congelada en la pared, al lado de tu cama. Te acercas, la fotografías, subes la imagen a redes y preguntas si es tigre o no. Mientras esperas la respuesta, buceas en Google. Te enteras de que las arañas son miopes, que tienen ocho rodillas, que los machos son más chicos que las hembras. Ves muchas fotos de arañas, muchas. No te da ni un poquito de miedo. Lo que se ve no da miedo, te dices. Es una idea absurda, piensas, demasiado llevada por la contingencia. Las redes lo confirman: es tigre, no la mates, adóptala, te va a proteger contra las de rincón, es la Tigresa del Oriente, es hermosa. Todo el mundo la piropea. Te da un orgullo ridículo, como si estuvieras exhibiendo la foto de tu hija o de tu novia. No pensabas matarla, pero tampoco la quieres en tu almohada. La operación es sencilla: deslizas un papel por debajo de sus patas y, una vez que está bien acomodada en la superficie, la cubres con una taza. Llevas la taza al balcón, sacas el papel y la dejas libre. Buenas noches, Tigresa. Cierras el ventanal, cubres tus párpados con un antifaz y te duermes.
Lo primero que haces al día siguiente es ir a verla. Sigue adentro de la taza, quieta, paralizada. Tiene todo el mundo por delante y se confina en ese espacio minúsculo. Estúpida. Inclinas la taza, a ver si entra en razón. A las dos horas, la medida surte efecto: la Tigresa sale y se aguacha en una orilla del balcón. Te tiendes en el suelo y le sacas muchas fotos. A algunos les toca ver cóndores o pumas o ciervos o incluso osos estos días, a ti te toca ver arañas. No puedes salir a cazar por ella, ni siquiera te puedes asomar al jardín del condominio porque la administración ha prohibido circular por los espacios comunes mientras dure la cuarentena. No te queda más que cortarle un brazo al aloe vera de interior y dejárselo en un costadito a la pequeña huésped para que se alimente. A las cuatro horas, a las seis, a las 10, a las 24 horas, la Tigresa sigue en su orilla, pero va cambiando de posición. A las 33 horas, vas a mirarla y ya no está. Es extraño lo que sientes: te apena su partida, pero te alegra que al fin se haya atrevido a seguir su vida.
Esa noche, al entrar a la cocina, enciendes la luz y la ves en el suelo. Te sorprende que ande paseándose por la casa tranquilamente. Quiubo, le dices contenta. Pero te acercas un poco y lo descubres. No es ella. Esta es de color pardo, sus patas no son ni delgadas ni largas ni chuecas, el abdomen tiene forma de violín. Has leído lo suficiente como para estar 99,9 por ciento segura de que es de rincón. Su reacción lo confirma. Empieza a correr en círculos sobre sí misma, enloquecida. Una imagen del mundo estos días. Dejas los pensamientos a un lado y actúas por inercia o por puro miedo: la aplastas con la pantufla y zanjas las cosas. Se te ocurre que tal vez has matado a la asesina de la Tigresa.
***
Dice Idea Vilariño:
Ya no tengo
no quiero
tener ya más preguntas
ya no tengo
no quiero
tener ya más respuestas.
Tendría que sentarme en un banquito
y esperar que termine.
***
“El corona no existe, nos están matando”, grita un hombre en la calle. Te despiertas, caminas unos pasos y abres la ventana que da al poniente. No es posible distinguirlo bien, es un bulto en la penumbra. Se tambalea de un lado a otro, ¿lleva una botella en la mano? Desafía el toque de queda. Que no aparezca un milico, piensas, ruegas. Se te vienen a la cabeza las palabras de la anciana por teléfono, un par de días atrás: “Hace tiempo que no hablo con mi hermano. Desde antes del Golpe que no hablamos”. Y tu pregunta asombrada: “¿Cómo desde antes del Golpe?”. Y su corrección: “Bah, desde antes del bicho este”. El tiempo se ha dislocado, piensas, los miedos se traspapelan. Del futuro no sabemos nada, el presente nos apabulla y el pasado regresa todos los días para recordarnos cómo era el mundo cuando era narrable. La voz del hombre se apaga con la noche.
Tienes dos ventanas: una da al oriente, otra al poniente. Tu día consiste en rotar de una a otra, como si los mundos de afuera amplificaran la vida puertas adentro. A veces miras por la ventana en la madrugada y todo te parece brillante y como recién hecho: la montaña al fondo, la luz entre las nubes, el cemento en la calle. Te vuelves a asomar por la ventana poniente. En la penumbra ves el murito que han empezado a construir allá abajo. Esta semana te has detenido a mirar a los trabajadores que llegan temprano, despliegan sus mascarillas y se dan a la tarea de ganarse los pesos para asegurar la sobrevivencia. La cuarentena no existe para ellos. No deberías estar mirando, te has dicho. No deberías estar escribiendo. ¿Qué deberías hacer? Ya hicieron la mezcla del cemento. Van poniendo capas y capas, lentamente. Serán varios días, supones. Piensas en el avance del virus, en su tiempo lento que, sin embargo, va dejando esquirlas de estallido. Un virus como un Golpe, un martillo que alerta el peligro. Un virus que deja al desnudo lo que se venía vociferando en las calles. “Los pájaros que no tienen nido son los que van a morir”, te dijo la anciana antes del encierro. El eco del hombre ebrio allá afuera se mezcla con las imágenes que te arroja el recuerdo. Piensas que es imposible construir un muro mental y aislarse cuando al otro lado el mundo se desploma.
Ahí están, ahí los ves. Son ocho o 10, caminan por el medio de la calle con sus armas en alto, con cascos, alumbrándose con linternas. Unos metros más allá, otro grupo igual. Hace unos meses, desde esta misma ventana, los veías disparando al cuerpo, a los ojos de los manifestantes. Qué es esto, piensas. Nos custodian los que antes nos mataban. Qué es todo esto. Desvías la vista hacia el balcón. Miras el brazo de aloe vera en la esquinita donde pasó 33 horas la Tigresa. En la tarde has abierto una cajonera y has encontrado una bolsa llena de antifaces. Deberían ser mascarillas. Mejor, deberían ser capuchas. Pero son antifaces. Los has lavado a mano, uno a uno. Veintiún antifaces tendidos ahora en tu colgador. Cuarenta y dos ojos en reposo.
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Dice Anne Carson:
¿Por qué aferrarse a todo eso? Y yo dije
¿dónde puedo dejarlo?
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Habían aprendido a encontrarse. Por fin, habían recuperado el abrazo colectivo. Habían aprendido a salir de la burbuja del sálvese quien pueda para encontrarse con el vecino en el caceroleo del balcón, en el pasillo del edificio, en la fila del negocio para comprar el pan, en las esquinas del barrio, en el Metro, en la plaza. Habían vuelto a cantar “El derecho de vivir en paz” o “El baile de los que sobran” desde las ventanas durante el toque de queda de ese octubre del 2019. Ver a los milicos custodiando la ciudad les traía los peores recuerdos de la dictadura. Les parecía una pesadilla de la que querían despertar con urgencia. Pero estaban juntos y se volcaban a la calle. Coreaban y saltaban en perfecto desorden, sudor con sudor, confundidos entre la multitud. Iban a cumplir cinco meses en ese despertar colectivo cuando llegó la pandemia y los recluyó. Adiós, abrazos; adiós, manos; adiós, besos. Debieron cambiar las capuchas por las mascarillas, llenar los rociadores de agua con cloro para desinfectar las bolsas de basura y mitigar el riesgo que corren los trabajadores del aseo. Los ronquidos de los gatos reemplazaron el murmullo de los bares. Y de pronto los vecinos pasaron a ser sonidos de fondo en el silencio de la noche o en la intermitencia de las sirenas que golpean los oídos. Debieron aprender, debiste aprender a reconocerlos detrás de los muros por sus voces, por sus ruidos domésticos. Sin caras. Reconocer los gritos que se multiplican por la ciudad, las llamadas de auxilio de unas mujeres atrapadas puertas adentro, el sonido de una tina que se llena de noche, el volumen de los televisores, los aullidos de los perros cada vez que pasa una ambulancia, el niño que se ríe a carcajadas y que cada noche canta el cumpleaños feliz a quién sabe quién: a su gato, a su peluche, a sí mismo, en una existencia imaginaria en la que todos los días se cumplen años. O la celebración de ese otro cumpleaños desde la puerta: el padre y la madre sostienen una torta en la entrada del departamento y la hija les canta desde el pasillo del edificio. Debiste aprender a mirar estas escenas por la mirilla, en silencio, infiltrada. Te preguntaste si verían la sombra de tus pies debajo de la puerta. Te apoyaste sin querer en la cadena y el ruido alertó a los vecinos. La hija se dio vuelta y miró fijamente hacia tu puerta. Debiste sentirte una intrusa, una aguafiestas. Debiste aprender otras formas de reunión colectiva, encuentros remotos, contactos sin contacto, pantallas divididas en cuadraditos. Debiste explicarle a la anciana lo que era eso. “Ah, son como estampillas en un televisor”, le escuchaste decir. Debiste aprender a contener las ganas de abrazar.
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Dice Natalia Ginzburg:
Cuando somos felices, nuestra fantasía tiene más fuerza; cuando somos infelices, actúa de modo más vivaz nuestra memoria.
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Lees dos páginas y paras, empiezas un libro y saltas a otro. Una línea te deja pensando en mil cosas y no vuelves, no vuelves. Tienes una montaña de libros a medio leer. Con la escritura pasa igual. Con estos apuntes, sin ir más lejos. Entras y sales. Todo te parece una cadena interminable de sinopsis. La palabra que más dices estos días es “ya”, que es como un “listo, ahora sí”, que daría el puntapié para ponerte a hacer lo que te has propuesto. Pero cuando vas a hacerlo se te ocurre que con un café te concentrarías más y caminas hasta la cocina y aprovechas de clorificar lo que compraste ayer y de darle comida al gato y de mirar por los rincones por si encuentras alguna araña y de hacer una lista de las cosas pendientes en lo inmediato y de las que vas a hacer cuando acabe la crisis sanitaria y de cómo se verán las calles con las nuevas marchas, enérgicas, rabiosas, urgentes, y de la tristeza que nos recorrerá al mismo tiempo porque serán días de duelo y de hambre, y mientras imaginas todo eso piensas que tienes que lavarte las manos por quincuagésima vez en el día y que hay partes en Chile donde, desde antes del covid–19, no hay agua para lavarse cincuenta veces las manos porque la tienen secuestrada los grandes agricultores, y entonces recuerdas que tienes que mandar una chorrera de mails, pagar las cuentas, leer los artículos que querías leer y no alcanzaste a leer, limpiar el baño, cerrar las cortinas. Recuerdas que debes llamar a la anciana y hacer como que escuchas por primera vez cuando te diga que a ella le gustaba sentarse en el banquito de la plaza, pero que ya no hay niños ni plaza ni banquito. También te pasa que te quedas pegada en asuntos completamente irrelevantes. Hace unos días, por ejemplo, apareció una araña tigre al lado de tu cama, cerca del antifaz que ocupas todas las noches. Sabes que son inofensivas y se comen a las de rincón, pero tampoco la querías en tu almohada, así que la pusiste con mucho cuidado en una taza y la llevaste al balcón. Le hiciste una guarida con unas ramitas y ella, muy dócil, se quedó ahí. Cada media hora ibas a ver cómo estaba. Después te largaste a fotografiarla y fantaseaste con escribir acerca de ella. Lo descartaste, te pareció que estabas perdiendo un poco el norte. Te preguntaste dónde estaba el norte. Dijiste: el norte está en los recuerdos. Dijiste: el norte está en el acto de recordar. Dijiste: el norte está en lo que queda almacenado detrás de los ojos. Abriste con mucha curiosidad un archivo guardado como “escritura 2019”. Y te encontraste con cuatro palabras: “Se mandó a cambiar”.
Dice Clarice Lispector:
Ya que hay que escribir, al menos no opaquemos con palabras la entrelínea.
Hacia fines de la década pasada, la elección de Donald Trump, el triunfo del Brexit y el surgimiento de diversas opciones políticas autoritarias en el mundo parecieron conformar lo que algunos analistas consideraron como una especie de familia política cuyo denominador común era una inclinación al populismo nacionalista. Ya que este controvertido binomio se considera como un paso decisivo en el camino hacia el fascismo, desde entonces se han hecho habituales los debates sobre la posibilidad del regreso de una de las más horribles pesadillas de la historia. Una polémica que se ha acentuado con el recrudecimiento reciente de algunas expresiones racistas.
Hablar de fascismo es difícil, porque el concepto tiene límites difusos, incluso en su sentido histórico, aplicado a los regímenes que le dieron su forma original en las décadas de 1920 y 1930, y es fácil de manipular conforme a los intereses políticos de quien lo use. El concepto ha viajado a través del tiempo, sirviendo para distintas situaciones y escenarios. En 1944, el escritor británico George Orwell advertía que en su país la palabra se aplicaba a tal variedad de instituciones, personas e incluso cosas –desde los rotarios hasta los perros– que había perdido completamente su significado. Más de 70 años más tarde, en Chile sucede algo similar y la palabra “facho” ha terminado convertida en un insulto frecuente. La palabra se usa con liviandad, tanto a nivel coloquial como en un pretendido debate académico que se cancela prematuramente cada vez que alguien acusa a su contendor de “fascista”, con voz engolada y rotunda, sin dar mayores explicaciones.
¿Qué sentido tiene hablar de fascismo en el siglo XXI?
Enzo Traverso se hizo esta pregunta y el resultado es su libro The New Faces of Fascism, traducido con demasiada libertad por la editorial Siglo XXI como Las nuevas caras de la derecha. Traverso es un connotado especialista en la historia del siglo XX, experto en revisionismos y en el uso político y ritual que se hace de la memoria histórica. Es también una especie de autoridad en los espectros de las revoluciones derrotadas. En su libro Melancolía de la izquierda plantea que este fracaso ha paralizado el surgimiento de utopías como opciones plausibles de futuro, como un horizonte de posibilidades abiertas y no solo una eterna repetición del presente. Un fenómeno que entre sus muchas consecuencias contradictorias en parte puede explicar el escenario político reciente.
El nuevo trabajo está dedicado a analizar el surgimiento de una nueva derecha en casi todos los países de la Unión Europea, para contrastarlo con el fascismo histórico. Según Traverso, estaríamos frente a un dilema peculiar, ya que para comprender esta nueva realidad política el fascismo histórico sería inadecuado e indispensable a la vez.
La nueva derecha global, según Traverso, es un fenómeno heterogéneo, con algunas coincidencias, como su tendencia general a desafiar los poderes establecidos y la globalización, pero con muchas diferencias. Más que fascismo, según él correspondería hablar de posfascismo, concepto que enfatiza sus diferencias con su precedente histórico, al cual en cierta forma prolongan, pero transformándolo. Distinto sería el caso del “neofascismo”, que directamente buscaría continuar con el fascismo histórico, proyectándolo en el futuro.
Uno de los problemas que supone el concepto de fascismo como herramienta de análisis es la extraordinaria ductilidad que adquirió tras la posguerra, sirviendo para definir las dictaduras militares de Latinoamérica y caracterizar algunos síntomas del capitalismo liberal. Es conocida en este sentido la opinión del cineasta y escritor Pier Paolo Pasolini, para quien “el verdadero fascismo” era “la sociedad de consumo”. Definición que no ayuda mucho: no deja a nadie a salvo y acentúa el carácter “transhistórico” del concepto, sugiriendo que para existir no necesita de botas ni de un brazo levantado en actitud marcial.
Traverso advierte que si la política ha dejado de representar valores para convertirse en mera gobernanza o una agencia para distribuir el poder y administrar grandes recursos, vaciándose así de todo contenido y dejando el campo abierto a la anti-política, lo importante no es poner el grito en el cielo, sino indagar cuáles serían las causas de esto.
El fascismo histórico
En el período de entreguerras el fascismo propuso una alternativa total, una especie de tercera vía entre lo que parecía un orden liberal decadente y el comunismo, planteando un nuevo proyecto de sociedad o una nueva civilización. Para analizar el concepto histórico del fascismo Traverso revisa las interpretaciones de tres autores que considera claves: George L. Mosse, Zeeve Sternhell y Emilio Gentile, advirtiendo que cada uno tiene sus sesgos, algo inevitable en un concepto que nunca es neutral. Para los tres el fascismo era simultáneamente una revolución de derecha, una ideología, una manera de ver la vida y también una cultura que pretendía modificar la imaginación colectiva y construir un hombre nuevo. Los tres consideran que el fascismo era más que un acopio de negaciones; se trata de una ideología cohesionada cuya suma total era, sin embargo, una unión de elementos heterogéneos muchas veces contradictorios. Su delirio mítico y su culto por la sinrazón convivían con un frenesí tecnocrático y modernista. El fascismo era arcaizante y reaccionario, y al mismo tiempo enaltecía a la juventud y el futuro.
Según Traverso estos autores difieren al momento de incluir o descartar movimientos dentro de esta etiqueta, excluyendo o incluyendo a la Alemania nazi, al franquismo, a la Francia de Vichy o al salazarismo de Portugal, y ponen distinto énfasis en su naturaleza ideológica o cultural. Los tres, sin embargo a su juicio cometieron el error de subestimar el papel que el anticomunismo ocupó en su génesis y su recurso general por la violencia. El anticomunismo fue tan importante para el fascismo como lo sería luego el antifascismo en la masificación del comunismo durante la Segunda Guerra Mundial y el período posterior.
El posfascismo actual no tiene los valores concretos del fascismo histórico, ni sus aspiraciones intelectuales. Solo ofrecería recetas políticamente reaccionarias y socialmente regresivas, invocando el restablecimiento de la soberanía nacional, la adopción de formas de proteccionismo económico y la defensa de identidades nacionales supuestamente amenazadas. Para Traverso, Trump sería un líder posfascista sin fascismo, y su comportamiento sería involuntario e inconsciente. Esto último puede ser discutible, pero el hombre de pelo naranja parece no haber abrazado un ideario fascista de manera completa.
Un asunto difícil de resolver es hasta qué punto la extrema derecha comparte o no con el fascismo histórico la tendencia de ponerse a sí mismo en oposición a alguna clase de “otro”, ya que esta retórica no parece haber desaparecido del todo, como lo prueban en algunos casos el recurso a la homofobia, el antifeminismo y la descarga de xenofobia que suele dirigirse sobre inmigrantes y minorías étnicas. Es probable que el antisemitismo ya no ocupe el papel que desempeñó en el fascismo histórico, pero su veneno sigue dirigiéndose contra musulmanes, negros y latinos.
Traverso discrepa de la corriente general que considera a la nueva derecha como una “familia” unida por el populismo nacionalista, principalmente porque el concepto de populismo se ha manoseado tanto, que se ha vuelto inasible o por último un eslogan. El populismo sería un estilo de hacer política al que pueden recurrir tanto la izquierda como la derecha, para exaltar las virtudes “naturales” de un pueblo y oponerlas contra una élite. El principal problema que Traverso detecta en el uso de esta fórmula es la implícita concesión que hace al “orden neoliberal”, al volverlo una norma, de la que cualquier desviación es populismo.
Sin embargo, tanto el populismo como el fascismo encarnan una tendencia “anti–política”, donde la autoridad se define ante todo como un buen administrador, pragmático y enemigo de una élite política e ideológica. Pero Traverso advierte que si la política ha dejado de representar valores para convertirse en mera gobernanza o una agencia para distribuir el poder y administrar grandes recursos, vaciándose así de todo contenido y dejando el campo abierto a la anti–política, lo importante no es poner el grito en el cielo, sino indagar cuáles serían las causas de esto. Y para él, los críticos de la anti–política populista son muchas veces sus mismos causantes, a quienes llama “pirómanos disfrazados de bomberos”, frase que se parece harto a la que usara Orwell para condenar el pensamiento de la izquierda de su tiempo, “una especie de juego con fuego por personas que ni siquiera saben que el fuego quema”. Antes de su muerte Tony Judt, que había escrito sobre la irresponsabilidad de los intelectuales que contribuyeron con el totalitarismo del siglo XX, escribió sobre la irresponsabilidad de sus pares del siglo XXI que rechazaban las ideas, aplanando toda discusión, invalidando la política y normalizando la desigualdad. No deja de ser una paradoja que la ausencia de propuestas de la izquierda haya permitido que la derecha radical se convierta en la fuerza más influyente en contra del llamado “sistema”.
Con conceptos tan elásticos de antifascismo y fascismo, hay un riesgo probable de que los extremos se topen y el debate político termine convertido en una continua pelea callejera, pelea que invariablemente adquiere los contornos de un círculo vicioso de destrucción y represión violenta que puede perpetuarse para desgracia de todos.
Recuperar el sentido del fascismo es indispensable para que vuelva a ser una herramienta útil de análisis ideológico y deje de ser un arma arrojadiza que distintos rivales, muchas veces sospechosos, se lanzan mutuamente por la cabeza. Traverso discute la etiqueta del islamo–fascismo, usada en ocasiones para desacreditar al mundo árabe completo, pero no se refiere a la Rusia de Putin ni al papel que esta ocupa en el surgimiento de una nueva derecha.
En relación con esto último, el historiador Timothy Snyder diagnostica el surgimiento de lo que llama “esquizo–fascismo”, donde fascistas acusan de fascistas a sus rivales, sean o no fascistas. En su libro El camino hacia la no libertad, Snyder observa el panorama político de Rusia y Estados Unidos desde una perspectiva similar a la de Traverso, una planicie donde el futuro aparece clausurado en un eterno presente. Snyder caracteriza lo que llama “las políticas de lo inevitable”, donde el futuro aparece como una mera repetición de un presente donde se asegura que todo está bien y no hay alternativas posibles, y “las políticas de la eternidad”, donde el tiempo ya no sería una línea hacia el futuro, sino un círculo que vuelve siempre sobre las mismas amenazas del pasado. En las “políticas de la eternidad” no hay responsables políticos porque la amenaza del enemigo externo seguirá siempre afuera, sin importar lo que hagamos puertas adentro. Procedimiento que para este historiador ha sido una tradicional estrategia fascista, y que hoy vemos en las ficciones políticas que se difunden mediante la tecnología.
De acuerdo con el análisis de Snyder, el fascismo ruso sí tendría aspiraciones ideológicas, por disparatadas que parezcan. El régimen de Putin, en su empeño por eternizarse en el poder, recuperó la figura olvidada del nazista Ivan Ylyín y habría patrocinado la actuación de una estrambótica pandilla de líderes de opinión encabezada, entre otros, por Alexander Dugin (quien alguna vez expresó su admiración por el nazi chileno Miguel Serrano). Dugin y otros han contribuido a formar el “esquizofascismo” en una nación que aparece como dirigida por Putin para liberarse de un maligno Occidente y del capitalismo global mediante la abolición de la modernidad. Rusia, siempre una víctima, nunca podrá ser fascista porque eso es cosa de sus enemigos.
La ambigüedad conceptual del fascismo y su capacidad de viajar por el tiempo tienen su correlato contemporáneo en un antifascismo cuyos contornos son igualmente difíciles de definir, y cuya manifestación más activa sería el movimiento global Antifa. Un movimiento global, horizontal y sin líderes, que en Estados Unidos ha emprendido una violenta cruzada anti–racista y anti–supremacista, especialmente tras la llegada de Trump a la presidencia, oponiéndose a que sus seguidores más radicales difundan sus ideas públicamente. El principal argumento para esto es que en Estados Unidos la difusión de discursos de odio no se encuentra penada por la ley.
Según el Manual de antifascismo del historiador Mark Bray, las raíces de Antifa estarían en los movimientos antifascistas europeos de los años 1920 y 1930, que se opusieron a palos a la emergencia de grupos armados. No obstante, la fuente más directa de los procedimientos actuales de Antifa sería la escena punk de fines de los 70, donde neonazis y skinheads fueron repelidos violentamente por sus adversarios de izquierda.
Antifa parece ser muchas cosas… y su adversario también. Según el mencionado manual, sería una suerte de ideología, una identidad, una tendencia, un medio de autodefensa. El fascismo, más allá del racismo y la defensa de las minorías, es un concepto que puede expandirse hasta incluir al capitalismo y la democracia liberal. Con conceptos tan elásticos de antifascismo y fascismo, hay un riesgo probable de que los extremos se topen y el debate político termine convertido en una continua pelea callejera, pelea que invariablemente adquiere los contornos de un círculo vicioso de destrucción y represión violenta que puede perpetuarse para desgracia de todos.
The New Faces of Fascism, Enzo Traverso, Verso Books, 2019, 208 páginas, $19.000.
Se ha puesto de moda en estos tiempos distópicos el atractivo y algo esnob ejercicio de hacer versiones en vivo de pinturas famosas que dan vuelta por las redes sociales como una nueva versión del “calza o no calza” de la campaña del plebiscito. Viendo algunas de estas recreaciones no he podido dejar de imaginar a José Donoso como un doble del cuadro El bibliotecario, de Arcimboldo. Después de leer ensayos suyos, los libros autobiográficos y sobre todo sus diarios, se me figura la personificación de ese señor adusto, de barba parecida a la suya que al borde de un cortinaje posa convertido todo su cuerpo en trozos de libros.
En febrero de 1962, por ejemplo, anota en su diario: “He leído una brutalidad últimamente: Los premios de Cortázar, que me pareció inteligente y frívola, y sin mayor pero. Las afueras de Luis Goytisolo-Gay; Nuevas amistades de García Hortelano; Primera memoria de Ana María Matute; La región más transparente y Las buenas conciencias de Carlos Fuentes; Montevideanos de Benedetti; Uno de Elvira Orphée; El llano en llamas de Rulfo. Creo que eso es todo: ahora tengo a Stiller y Salka Valka de Laxness. ¿Qué he sacado de toda esta lectura? En primer lugar porque priman los autores latinoamericanos y españoles, un reencuentro con el idioma (…) en general debo tratar de leer mucho, mucho español, aprovechando las buenas novelas nuevas que hay. No sé todavía el resultado –creo que debería leer clásicos españoles para adquirir una auténtica sinuosidad, riqueza de estilo, pero esto me lo he estado diciendo desde que soy un niño y jamás me decido”.
“He leído una brutalidad”, escribe y describe, como si quisiera dar cuenta del menú imprescindible del que debe alimentarse todo escritor. Una dieta que a ratos puede llegar a enfermarlo. Enfermarlo de envidia, habría que agregar. José Manuel Zañartu, amigo cercano de Donoso en la década del 50, con quien incluso compartió casa en el Cajón del Maipo, se impresionaba de lo mucho que leía, pero sobre todo le llama la atención cómo le afectaba un libro que le gustaba: “Quedaba completamente desesperado, encontraba que todo lo de él era pésimo y lo que estaba escribiendo lo encontraba peor todavía”.
Algo de eso reveló en Historia personal del boom, donde habla de libros casi tanto como de envidia. En realidad todo el relato se estructura en torno a esa pasión. Ya en el epígrafe, tomado de La desheredada de Pérez Galdós, lo explicita: “Deme usted una envidia tan grande como una montaña, y le doy a usted una reputación tan grande como el mundo”.
En las primeras líneas de su ensayo plantea que la existencia del boom se debe principalmente a quienes se han dedicado a negarlo. Es una creación, según Donoso, “de la histeria, de la envidia y de la paranoia”. Afirmación que despliega a lo largo del texto con anécdotas, argumentos e historias. Sin excluirse a sí mismo. Dice que leer La región más transparente “fue un impulso vital, un incentivo feroz para mi vida de escritor, el acicate de la envidia, de la necesidad de emular, que, mezclados con el asombro y la admiración, airearon mi cerrada casa”. Algo semejante describe con La ciudad y los perros, asegurando que el estímulo que recibió “no fue solo debido a la envidia que me produjo su calidad, ni al alboroto que se armó al comenzar su tremenda difusión. En lo puramente literario (…) el peruano jugaba extraños y perturbadores juegos con el punto de vista: experimentaba conscientemente, intelectualmente”.
Dice que leer La región más transparente, de Carlos Fuentes, ‘fue un impulso vital, un incentivo feroz para mi vida de escritor, el acicate de la envidia, de la necesidad de emular, que, mezclados con el asombro y la admiración, airearon mi cerrada casa’.
Para Donoso, un buen libro es un cross a la mandíbula, por citar la expresión de Roberto Arlt. Recibe el golpe, pero luego, a la hora de escribir, toma impulso para intentar dar otro mayor. Aunque cuesta imaginarlo, Donoso tuvo clases de box en su juventud, por lo que algo sabía de ganchos, hook, swing y otros puñetazos clásicos que muy pronto adaptó al acto creativo.
Por eso me gusta la analogía con la pintura de Arcimboldo, porque grafica que la literatura era parte de su cuerpo; sin metaforizar, claro. Sabidas eran sus frecuentes ataques de úlcera que le sobrevenían luego de terminada una novela, como si se hubiera vaciado por dentro, como si perdiera toda identidad una vez finalizado un proyecto literario, como si el cuerpo no fuera otra cosa que el soporte para la escritura.
En las primeras páginas de Conjeturas sobre la memoria de mi tribu reconoce que “hacia el final de la escritura de un libro suelo sentir un trueno en el sismógrafo que oscila con mi habitual temor ante el término de un texto. ¿Por qué esta sensación de catástrofe para mi salud cuando entrego una novela? ¿Por qué esta sensación de merma del oxígeno de la fantasía, de paseo por los ribetes de la muerte, de carencia, de ser un pobre hombre vulnerable e inerme?”.
Menos conocidos son sus temores cuando estaba volcado a escribir, donde el fantasma de la muerte lo visita y, por ende, lo amenaza con impedirle concluir el libro. Cuando ya vislumbra el final de su mayor novela, hacia fines de 1968, escribe en su diario: “Lo importante sería que vendiera El obsceno pájaro en Estados Unidos, Inglaterra, Francia e Italia, y quizás Alemania. Eso me daría una buena estabilidad. Y ahora pienso que no es imposible. Por eso, porque quiero terminarlo, tengo miedo de volar y no quiero morir, aunque la idea me ha estado obsesionando con una especie de certeza salvaje ahora, la víspera de mi viaje a Estados Unidos, y atormentándome más allá de toda ponderación”.
De algún modo la escritura así concebida y, más extremo aún, así vivida por Donoso, nunca concluye. Escribe para vivir y lee para vivir, como si fuera un loop. José Donoso no fue otra cosa toda su vida que un convaleciente de la literatura.
No siempre lo aguijonea la envidia, ese intenso deseo por lo que es de otro, según el psicoanálisis. En ocasiones Donoso escribe fustigado por la molestia, en contra de registros que le parecen débiles o francamente malos. De modo que ya sea por disgusto o seducción, parece estar casi siempre asediado por sus lecturas, que desmenuza para encontrar sus secretos. Porque también escribe premunido de ellas. Engulle, mastica, digiere y metaboliza. Mejor, canibaliza sus permanentes lecturas para alimentar su proceso creativo. “Me gustan tan poco los novelistas que se limitan a contar un cuento como los que se limitan a hacer piruetas formales. Me apasionan, en cambio, los escritores cuya materia vital estalla desde el centro de un hallazgo formal y es simultánea a este”, señaló en una entrevista a la Revista Libre en 1971. Por eso en cada libro que leía, como un niño en una playa, se detenía a recoger los más diversos recursos, hallazgos, trucos con los cuales luego hacía detonar su propia escritura.
El bibliotecario (1566), de Giuseppe Arcimboldo.
Se podría pensar, entonces, que en el revés de su obra hay una serie de títulos que actuaron como un soplo que desencadenó su imaginación hasta forzarlo a estrujarse al máximo. Es lo que le ocurre luego de leer un nuevo título de su amigo Fuentes, en el año 1967: “Acabo de terminar de leer Cambio de piel de Carlos Fuentes, y me siento alborozado y sorprendido, asqueado y rabioso, con una visión mayor de la literatura y la vida y un hambre por entender mejor la unidad de este libro, dialéctico, paradojal, oscuro como un poema, ecléctico, imitativo, y antes que nada riquísimo. Más que nada, siento envidia por la labia y la inteligencia de Fuentes. Y la pena de tener que conformarme con ser solo José Donoso. Tengo que hincarle las uñas de una vez al Pájaro. Ese es el problema”.
De pronto ese no conformarse con ser solo José Donoso implicaba absorber toda buena novela que caía en sus manos.
“Consultar en Simone de Beauvoir en el capítulo sobre la menstruación y brujería”, anota en su diario el 3 de julio de 1965, aludiendo así a una matriz folklórica y a la tendencia histórica de demonizar a la mujer: bruja era calificada quien no se amoldaba a los roles dictados por la sociedad. Los estereotipos con los que se ha estigmatizado a la mujer son hoy ampliamente estudiados y reconocidos, como ocurre con el libro de Roberto Suazo Víboras, putas, brujas. Pero no era así en 1965, cuando Donoso lee y escribe esta referencia.
Joseph Conrad le parece “más pequeño de lo que yo lo creía, y también más entretenido”. Sin embargo, es una referencia permanente que desdice en cierta forma ese comentario liviano, como al pasar, como si no estuviera sobre su escritorio. En 1964 anota: “Después me largo a la segunda parte, which is what I want, con Joseph Conrad in mind –that flow of the beginning of Victory. ¿Podré?”.
Dos años después medita sobre lo que está escribiendo. “En esos 10 o 15 años, Jerónimo se transforma en otras personas, who bully him, que lo maltratan, a quienes teme por sobre todas las cosas, y que lo obligan a huir de un sitio a otro continuamente. Creo que este tiene que ser el ‘motivo’ de la parte relativa a Humberto. Dar, sobre todo, ese Lord Jim sensation, el tipo que huye y huye para borrar una huella, y no lo puede hacer porque está huyendo de sí mismo”. Un par de días después, el 2 de febrero de 1966, vuelve sobre lo mismo: “Tengo que meditar sobre ‘la culpa’ y Lord Jim, porque creo que ahí radica todo lo que tengo que decir. El tipo que huye y huye y huye, que se da cuenta que no puede borrar ‘eso’ de sí mismo, y que se tiene que destruir a sí mismo para deshacerse de ‘eso'”.
En esos momentos Donoso barajaba la idea de que hubiera cuentos (tales, dice él) dentro del marco general del Pájaro, a la manera de las matrioskas: “‘Tale’ de Humberto, compuising todo el mundo Jerónimo de Azcoitía; ‘Tale’ de Iris Mataluna. El tono es el de Marwole en Conrad”. Pasa el tiempo, avanza la escritura del Pájaro, y el autor polaco sigue revoloteándolo: “Debo releer a Conrad para ver el uso de Marlowe como narrador. Leer Lord Jim y otras cosas”, anota el 1 de febrero de 1968, dos años antes de que aparezca el libro.
Para Donoso, un buen libro es un cross a la mandíbula, por citar la expresión de Roberto Arlt. Recibe el golpe, pero luego, a la hora de escribir, toma impulso para intentar dar otro mayor. Aunque cuesta imaginarlo, Donoso tuvo clases de box en su juventud, por lo que algo sabía de ganchos, hook, swing y otros puñetazos clásicos que muy pronto adaptó al acto creativo.
Si los infructuosos esfuerzos de Humberto Peñaloza por dejar atrás su pasado Donoso los emula a lo que llama Lord Jim sensation, otros autores orbitarán a la hora de dar vida a Boy, el niño deforme que su aristocrático padre, don Jerónimo de Azcoitía, encierra en una casona de campo rodeado solo de sujetos desfigurados para crear una falsa normalidad. Un espacio asfixiante que naturaliza lo grotesco como lo ha hecho la sociedad que retrata. Con Boy, su orgulloso padre ve concluida su dinastía, el niño monstruo es el último de los Azcoitía. La idea del final de una estirpe entronca con Cien años de soledad, publicada en 1967, al igual que con el niño traumatizado de El tambor dehojalata, la novela de Grass que apareció en 1963 en español: “Acordarme de The Tin Drum. Mi personaje no puede ser enano, debe ser más bien repulsivo, guarted, deforme: no enano ni hunchback. Debo leer de todas maneras The Tin Drum. Creo que será muy iluminador, pero debo dejar que él tenga texturas, y yo debo conservar, más bien, mi superficie lisa, fría, a lo Ingres”.
Esta no es la única inspiración de las artes plásticas. En un cuaderno de 1966, se lee lo siguiente: “Tengo que usar, definitivamente, y con cierta frecuencia dentro del libro el artificio de poner la pareja que observa y comenta, desapasionadamente, lo que está sucediendo dentro de la novela. Velázquez en Las meninas, Vermeer en The artist in his studio, novel writing a novel, writing a novel, espejos y laberintos barrocos”.
¿Hemos logrado salir de esos laberintos construidos por Donoso en El obsceno pájaro de la noche? ¿Qué imagen nos devolvería ese espejo si nos asomamos de nuevo?
Cincuenta años después de su publicación, quizás sea un buen momento para volver a recorrerlos con la duda de cuánto nos hemos distanciado de esa monstruosidad latente. En estos días enclaustrados, respirando miedo, con los ecos del estallido social todavía grafiteados en la ciudad, no es difícil sentirse un personaje más de la trama. Su relectura, luego de los recientes acotamientos vividos por la sociedad chilena tan proclive a correr un tupido velo, como acostumbraba reclamar José Donoso, permite constatar que estamos ante una novela de una actualidad abrumadora. Nada más escalofriantemente actual que esas identidades en movimiento, esas filiaciones mutantes. Nada más abrumador que el orden secreto que Donoso atisba en los recodos más complejos y dolorosos de su relato, hoy se nos hacen presentes como una pesadilla recurrente.
También el encierro es una oportunidad para leer a los numerosos escritores que lo acompañan en ese intenso trayecto que significó El obsceno pájaro de la noche. Por ser la novela que más tiempo le tomó (y bilis y equilibrio y salud), observar sus lecturas durante el período que va de los años 1959 a 1970, no solo reflejan la pasión por la lectura, sino que permite entrar en algo así como el taller del escritor. Este es un glosario, arbitrario y desde luego incompleto, que se puede encontrar en sus diarios:
[James Agee] “Importante, ahora, darle a todo esto un ambiente lírico, muy tranquilo (releer comienzo de Agee, A Death in the Family), de gran melancolía, de gran plenitud”. 3 de julio, 1965
[Bellow] “Creo que la idea del VASTO FRESCO es clisé: necesito depuración, concentración. El viaje, la ‘extensión’ de la novela tiene que ser hacia el interior de dos o tres personajes. Es importantísimo, ahora, que relea Herzog de Bellow”. 23 de octubre, 1967
[Borges] “Para la cosmogonía, etc., inventada por Jerónimo consultar ‘Uqbar, Tlon, Orbis tertius’ de Borges”. 27 de marzo, 1963
“‘Las ruinas circulares’ de Borges, página 60 Ficciones, propósito mágico de soñar un hombre, los espejos. Jerónimo sueña a Boy, sueña el mundo para Boy, extrae su debilidad para hacerla poder”. 23 de abril, 1963
“El ser que nació Jerónimo de Azcoitía podría haber sido de infinitas maneras. Jerónimo que no tomó el vaso de agua el 17 de noviembre a las 3 de la tarde, es diferente al que lo tomó. Yo quiero, y creo saber, un Jerónimo elegido de lo mejor, de sus mejores momentos, pero momentos elegidos por mí, no por él.
Esta idea, borgiana, debo desarrollarla. Todo lo que NO elegí para mi Jerónimo, me quedo, veo, yo, testigo, sirviente, lleno de ello. Me llena y se retuerce y se pudre y se hincha dentro de mí, y me duele, y me deforma y finalmente, me define, y al definirme, define también qué voy a elegir de Jerónimo y da otra vuelta la rueda. Bonita idea, que desde luego usaré, y desarrollaré”. 10 de febrero, 1968
[Cabrera Infante] “Para la revisión, voy a releer a Lezama Lima o Cabrera Infante y a comprarme un buen diccionario de sinónimos. Pero antes no. ¡Y si logro terminar antes de octubre, podría presentarme al Premio Planeta –oh, maravilla! ¡20.000 dólares– which may divisidle down to 10, pero en fin, se puede ir tirando! ¡Y ahorrando por primera vez en mi vida! Desde luego que metería el dinero en una casa. Cómo fuera. Una de esas casas pasadas de moda en Cuernavaca, por donde era lo del Padre Illtich. Sería estupendo. Y trabajaría un año en Iowa y volvería a Cuernavaca a escribir, otra novela”. 28 de julio, 1969
[Camus] “Creo que voy a leer L’Stranger otra vez y ver cómo está articulado todo eso desde el yo.
(…) Tengo que pensar más en la Madre Benita: posibilidad de hacerla heroína existencial: en el fondo, ya no cree en Dios más que como algo muy vago, algo de que agarrarse, no cree en la vida futura, en nada, solo cree en este orden –en luchar por mantener el terrible orden frente al caos”. 6 de febrero, 1966
[Cortázar] “Estoy absolutamente empantanado en el segundo PÁRRAFO de mi novela, creo que la versión que he dejado se me pasó la mano. En fin, domani veremos si sale algo. Mientras tanto, Cortázar, bastante fertilizador. ¿O construir toda la novela en términos distintos? Tal vez. ¿O construir toda la novela en términos distintos?”. 18 de septiembre, 1963
“Ahora voy a acometer el primer capítulo, muy cambiado, en que habla Humberto. Acordarme de Cortázar”. 21 de septiembre, 1963
“Esta es una novela demasiado seria, donde la ironía es solo trágica. No sé si no deba tratar de hacer de alguno, de don Jerónimo, un ser un tanto cómico. O una de las permutaciones de Humberto –el poeta de capa y de chambergo, quizás– en un personaje muy divertido. ¿Será posible? En todo caso, en la segunda versión, tengo que tener claramente en cuenta las posibilidades cómicas de este asunto. Releer Cortázar: Mme. Trepat y Talita, y el tono general: no es necesario, pero ver qué posibilidades se abren. También tengo inquietud por la parte idioma. Esto también tengo que rehacerlo todo, especialmente ahora, en esta versión de la novela”. 8 de febrero, 1968
[Dinesen] “Se me ha ocurrido otra cosa mucho mejor. Hacer que sean novelas ‘dentro’ de novelas, como las de Isak Dinesen. FRAMES. Creo que esto está bien”. 24 de enero, 1966
“Quiero que EL ÚLTIMO AZCOITÍA sea una cosa realmente truculenta y cómica, Mack Sennett casi showhall comedy de alto disfraz. Por ejemplo, convertir a todos los personajes en seres de costume piece ¿Por qué no hacerlo ‘histórico’, y muy Isak Dinesen? Fue al fin y al cabo la idea inicial”. 3 de diciembre, 1968
[Dos Passos] “El Mudo, Rita, la Iris: puede ser una escena genial (comentario del mundo en monólogo interior). Puede ser como el ‘camera eye’ de Dos Passos”. 8 de abril, 1968
[Alberto Edwards] “Leer La fronda aristocrática de don Alberto Edwards”. 3 de marzo, 1963
[Faulkner] “Ahora tengo que darle mucha muchísima más importancia a la alienación de Iris por la cabeza: debo contarme cuentos, debo entrar en la conciencia, sin miedo, de Iris, ver todo el drama desarrollándose desde su punto de vista, de su propio interior: Faulknerianamente”. 28 de agosto, 1968
[Ferrater] “Look at Ferrater’s definition of imagination. See his sources, what point does imagination play, for instance, in Heidegger, in Sartre”. 12 de junio, 1967
[Fielding] “¿Por qué no construir la tercera parte, en forma tradicional de novela –viaje, novela lineal en que el personaje va encontrando personajes, episodios y los va dejando atrás– luego reunirlos en un manojo, al final de esa tercera parte? ¿Tom Jones, etc.? Tiene que ir en BUSCA de algo, de alguien: ¿de un ideal –ideal negativo– de la autodestrucción, inhabilitado en algo, alguien? Veremos. Acordarse, que las novelas de este tipo TOM JONES son, en tantos sentidos, novelas de la búsqueda de su padre”. 9 de agosto, 1967
[Fuentes] “No sé bien qué hacer. Artemio Cruz lo ha removido todo, la precisión no literaria del estilo, por ejemplo, me hace cambiar todo el comienzo del capítulo dos. Creo, en todo caso, que este capítulo debo tomarlo con muchísima más calma, ir viendo paso a paso de qué debo y quiero incluir, no lanzarme como a una piscina tremenda. Por ningún motivo apurarme”. 10 de julio, 1963.
“… leyendo Zona Sagrada, hay una siutiquería de la que no puedo hacerme parte. TENGO, sí, que enriquecer mi idioma; pero tengo que controlarlo más que Carlos –yo no soy de Indoamérica”. 23 de octubre, 1967
[García Márquez] “Importante para la introducción: no hacerla realista y García Márquez. Tratarla un poco en ‘art Nouveau’, en barroco, en exageraciones, en locuras. Ese es el tono que le hará falta (releer Fuentes y otros locos del idioma) –y entonces, paulatinamente, descender desde ese idioma-locura, desde ese mundo-locura, hasta lo natural, lo cotidiano, el idioma contemporáneo y normal del funeral de la Brígida y los problemas de la Capellanía”. 13 de abril, 1968
“Esta forma es un poco más interesante, pero no me parece perfecta todavía. Debo consultar Cien años de soledad”. 10 de julio, 1968
[Gombrowicz] “Leyendo Pornografía de Gombrowicz. La idea de que la juventud, la adolescencia es ‘pura anarquía’ puedo aplicarla yo a la extrema vejez. Y esa fascinación de ‘voyeur’ de la adolescencia, es lo que ha retenido a Humberto en el convento. (…) También, la voz narrativa en Pornografía me interesa vivamente”. 3 de octubre, 1968
[María Graham] “Creo que lo primero es fijar the location de la conseja o leyenda. Pienso en el río Maule, que son tierras que algo, por lo menos, conozco. La fecha, alrededor de 1822, el año de la permanencia de Mary Graham en Chile, para poder así usar algunas de sus descripciones y su ‘sensación’ de lo que era Chile en esa época”. 11 de julio, 1968
[Graves] “The White Goddess, Robert Graves, The Death of Tragedy (George Steiner), son libros que necesito leer”. 20 de enero, 1965
[Hemingway] “Leyendo el artículo de Hemingway se me aclara la relación Humberto–Jerónimo, que es mi reacción respecto a la virilidad de Hemingway, mi envidia y admiración de ella. Jerónimo, entonces, tiene que ser un ‘outdoors’ men, como Hemingway, una especie de papá de la Diana Vergara (¿relación con boxeador – part owner de Firpo?) con realidad los ingredientes son:
Perico Vergara
Jerónimo
Hemingway
Todo lo que odio, me produce admiración y envidia. Esto va a ser más o menos fácil relatando en primera persona”. 6 de abril, 1966
[Hermann Hesse] “Creo que ahora, por fin, me va a salir el ‘Azcoitía’, y creo que en la forma de una novela corta. Puede resultarme maravilloso y completamente decisivo para mi producción; me pongo sin duda en la línea creadora Borges-Cortázar-Kafka, etc. Creo que a Carlos Fuentes puede llegar a sobrecogerlo de maravilla, que es lo que yo quisiera, y me gustaría hacer que ‘Azcoitía’ saliera lo más posible de Chile. Creo que puede ser un libro único, con algo a lo Hermann Hesse (¿Narciso y Goldmundo?). Sí, tal vez en el tono arcaizante, pero él vuelve a la Edad Media, yo, a lo nuestro americano que es el siglo pasado”. 17 de julio, 1962
[Melanie Klein] “La gente que lo rodea en la casa de ejercicios es gente que está más o menos muerta en vida –el capellán, las viejas, las monjas–, y esos niños: de alguna manera creo que la relación más importante sería con los niños, que están más lejos de la muerte. Algo con respecto a ellos. Por eso es que Iris era tan justa –lo malo es que es demasiado parecida como personaje lumpen a la Geisha. ¿Algunos niños salen de noche –a los bailes y a los cines del barrio? Pero tiene que haber otro sentimiento que no envidia. Debo ver a Melanie Klein. Hay cosas que no entiendo: dos modos me seducen: el clásico, lineal, argumental de Coronación, y el romántico, sinfónico, compuesto de muchas partes distintas (Sobre héroes y tumbas) que pueden parecer desconectadas. Ahora, a mí me parece que SIENTO más la primera forma, pero me gustaría intentar la segunda”. 11 de mayo, 1964
[Lampedusa] “Me gustaría que la escena Mudo Madre Benita tuviera una acción interesante. Quizás los dos recorriendo la casa (ver El Gatopardo, escena en el desván) y todo lo que el Mudo aprende de la casa y de la situación a través de este extraño recorrido Mudo”. 27 de febrero, 1968
[Lezama Lima] “Estoy TRANCADO. Las diez páginas que hice hoy son PÉSIMAS y sin vuelta. Lo que debo hacer es leer leer leer, PARADISO, releer FUENTES, sentir el entusiasmo, la alegría de la palabra y de la creación otra vez. Después tengo que desmontarlo todo en escena, y ver las posibilidades que presenta cada escena”. 10 de febrero, 1968
“Mañana voy a hojear PARADISO en busca de palabras”. 11 de julio, 1968
[Mann] “Leyendo Doctor Faustus aparecen mil cosas para el PÁJARO.
Deseo una estructura cerrada, perfecta para ese primer capítulo, que tiene que contener”. 8 de junio, 1967
[George Meredith] “¿Cómo, cómo diablos, hacer calzar el obsceno pájaro de la noche con el Azcoitía? Tal vez buscar algo en The Ordeal of Richard Feverel, de George Meredith. (¿No sería tal vez una versión o comentario irónico a Richard Feverel?). Ver la posibilidad de hacerlos encajar, por lo menos sacar una frase para quotation y para título”. 28 de agosto, 1962
[Martínez Moreno] “Leyendo a Martínez Moreno de nuevo el deleite de leer español –muy inmediato responde a lo ‘literario’ y cómo se despiertan dentro de mí mil cosas al contacto del idioma tan abandonado, cómo me explico mi ‘back of response’ a gran parte de las obras leídas en inglés durante el año pasado. Mi DELEITE con Vargas Llosa y con Martínez Moreno. Desgraciadamente no con Carlos Fuentes en Zona sagrada”. 7 de agosto, 1967
[Neruda] “Conseguirme cita usada por Neruda en su discurso, del sermón de Monseñor Mariano Casanova”. 4 de febrero, 1963
[Elvira Orphée] “Yo creo que tendría que transformarlo todo en un vasto fresco de la vida política e intelectual de ambos países. Pero todavía no toco tierra. Todavía se me escabulle el motivo central, el diseño que debe ordenarlo todo. Tengo que esperar hasta Mallorca para eso y para eso me voy. En todo caso, hoy por hoy me siento muy convencido de que eso es lo que tengo que hacer: no un Uno de Elvira Orphée –otra cosa muy distinta. No, el cuento pero con personajes insulsos y superficiales no”. 23 de octubre, 1967
[Rilke] “Ver el ensayo de Rilke sobre su horror de las muñecas (¿estará traducido?). Quizás me sirva para aclarar el asunto de EL GIGANTE. Vamos a ver. So far so good. Leer The White Princess (¿quizás darle este tono a la ‘obra’ de Humberto?)”. 31 de enero, 1967
“I must re-read The notebooks of Malte Laurids Brigge by Rilke, before re-starting the diary of Humberto Peñaloza, specially the xxx about the mendicants –the pieces which are so like Cortazar sometimes”. 14 de marzo, 1967
[Russell] “Russell autobiografhy ‘para otear el frío e insondable abismo sin vida’, fue algo de ese tenor lo que sentí durante mi locura: como vi mi ‘consciencia trémula’ se aterrara del ‘frío e insondable abismo sin vida’ al asomarse a la muerte. Humberto naturalmente”. 14 de abril, 1969
[Sábato] “Voy a releer esta noche Sobre héroes y tumbas, y debo sin duda hacer algo sobre la confabulación de los vagabundos que es un subtema bastante bueno. Por ejemplo, como tema de esta segunda parte, y dirigido desde dentro de la casa de ejercicios, podría ser una verdadera maravilla –él viéndose a sí mismo como el más desprovisto de todos, y por lo tanto, el más poderoso–, ¿pero qué significa ‘poderoso’ para un individuo sin Dios?”. 6 de mayo, 1964
“Leyendo Sobre Héroes y Tumbas me doy cuenta de que, si no lo cambio mucho, mucho, toda la parte de la confabulación de vagabundos va a tener que salir. Se parece demasiado al Informe sobre Ciegos, y eso es imposible. No tiene que quedar ni un solo parentesco.
Me tengo que deshacer definitivamente de todo lo que huela a ‘confabulación’ de vagabundos: totalmente Sábato”. 15 de abril, 1968
“Estoy leyendo Sobre héroes y tumbas de Sábato (tema carta suya), gran novela y pésima novela al mismo tiempo vulgar y extraordinaria, como en ‘pouvre café’ en que no se hubieran mezclado bien los ingredientes de calidad y de vulgaridad. Mal escrito. Pero con glimpses y con insights”. Septiembre, 1969
[A. J. A. Symons] “Su problema era construir algo, alguien, dentro de la cual su fantasía podría crecer, multiplicarse, revivir, tener una existencia propia. Hablar también del Barón Corvo. (¿Quizás releer The Quest for Corvo?)”. 13 de abril, 1968
[Vargas Llosa] “Tengo que incorporar a esto mucho de lo que escribí para Humberto el año pasado, pero discretamente. Esto hay que repasarlo mucho todavía. Buscar más anécdotas, llenar esto de anécdotas, de acción. Leer a Vargas Llosa con mucho cuidado”. 11 de mayo, 1964
“¿O me estaré enrollando más y más? No tengo la claridad suficiente aún para darme cuenta. En todo caso, estos son los temas que estaré meditando en estos días que siguen. Espero que fructíferamente, y con algo de paz mental. Pero aún estoy en el período de caos total y oscuridad absoluta. Tengo que leer La casa verde. No sé si debo o no mantener mi posición Man, incólume, frente al caos literario y de moda Carlos Fuentes Elvira Orphée. No sé si pueda. La ambigüedad tiene sus méritos, pero no la composición y la oscuridad”. 29 de junio, 1967
Filmada en 1974, aún no destiñe. La película Diálogo de exiliados, de Raúl Ruiz, tiene un humor difícil de extinguir. Ese humor que prescinde del chiste se aloja en una manera muy chilena de conversar y discursear, de irse por las ramas y, aun así, arribar a lo esencial. Ruiz tenía un oído privilegiado para los dobleces del habla local. Gran improvisador, le gustaba dejar en libertad al elenco de sus películas para rehuir lo actuado, que le resultaba tieso y declamatorio, y convocar el habla despelotada que termina robándose la escena porque no responde ante nadie.
Diálogo de exiliados narra las pellejerías de los desterrados chilenos en París. Los damnificados de la Unidad Popular todavía sueñan con el carácter pasajero de su condición. Gente de maletas hechas, de acomodos transitorios y renuente a aprender francés. Gente que vive en compás de espera, sin cortar amarras con lo perdido ni tender lazos fuertes con la sociedad de acogida.
La película no gozó del favor de la izquierda. Tampoco dejó contentos a todos los participantes del rodaje, amigos o conocidos de Ruiz la mayoría. Mucha gente le hizo la cruz. Ruiz era un cineasta ladino e inasible, un aliado del azar sin ningún lazo con el cine militante. En Diálogo de exiliados traza un retrato sin retoques de la comunidad chilena del exilio parisino. No se cuadra con los bandos en pugna. Ni con la dictadura ni con sus rivales, cuando solo se podía estar a favor o en contra, y cualquier resistencia a esas posiciones implicaba una concesión al enemigo. En ese ambiente, Ruiz, militante socialista, se desmarca y lo hace con estridencia. Tanto el lote de los desterrados como el cantante de derecha en gira por París para promocionar las bondades de la Junta son enfocados con un lente irónico, que se detiene en los gestos cotidianos, en los diálogos íntimos, en las formas de relacionarse, en los discursos políticos. Todo se tambalea. Las cosas hechas “a la chilena” siempre quedan a medio camino, en un paradero donde impera el absurdo.
Ruiz decía haber vivido el gobierno de Allende como si se tratara de una puesta en escena. Sentía que todos estaban actuando, que todos eran parte del reparto de una obra de teatro donde se derrochaban las palabras, y las acciones decisivas quedaban aplazadas con motivo del parloteo de cualquier perico exaltado por las circunstancias. Esa idea sigue presente en los diálogos de los exiliados que comen a la suerte de la olla.
Me parece que no hay, en toda la película, conmiseración por las víctimas. Los exiliados no son redimidos por la desgracia que les toca vivir. Ruiz no acusa el golpe del destierro. Con esto quiero decir que evita acercarse al tema con las medidas de higiene que reclaman las experiencias traumáticas. Ruiz, antipanfletario y antisolemne por naturaleza, transforma la política en una farsa. Le pilla el lado cómico a cualquier asunto. Cuando todo daba para producir una película de la épica de la “resistencia”, como se decía entonces, Ruiz presenta el antiheroísmo de unas figuras (masculinas, sobre todo) que mezclan la desidia con los residuos de un voluntarismo político que se presta para la sátira, en la misma medida en que se lleva mal con el idealismo. En ese circo pobre, la sombra del pícaro asoma con frecuencia, porque Diálogo de exiliados retrata, en el fondo, la picaresca del exilio. Ahí están esos personajes poco escrupulosos, a quienes les gusta sacar su tajada. Pillos, en buenas cuentas, que descubren en su condición de desterrados una treta para burlar a los franceses, y en la solidaridad, una excusa para el chantaje moral.
Atreverse a postular algo así, en esa época, suponía una independencia de juicio extrema. A Ruiz le gustaba hacer películas que no rimaran con nada, y este es el caso. En Diálogo de exiliados, la tortura y la prisión política pueden convertirse en logros curriculares que permiten avivarse cuando conviene. Las víctimas de la dictadura no son intocables. Y, por lo visto, tampoco del todo inocentes. Ruiz decía haber vivido el gobierno de Allende como si se tratara de una puesta en escena. Sentía que todos estaban actuando, que todos eran parte del reparto de una obra de teatro donde se derrochaban las palabras, y las acciones decisivas quedaban aplazadas con motivo del parloteo de cualquier perico exaltado por las circunstancias. Esa idea sigue presente en los diálogos de los exiliados que comen a la suerte de la olla.
Ruiz hace de la colonia del exilio un pequeño laboratorio en donde sintetizar los rasgos del carácter chileno que sobreviven a las pasiones políticas, a los descalabros históricos y a las diferencias de clases. Junto a esa cualidad ontológica del “ser chileno”, expone el lado bufo de las prácticas que justificaban la percepción del período de la Unidad Popular como el colmo del histrionismo. El éxtasis del asambleísmo y la pantomima de la democracia directa dejan de hacer sentido, y esa pérdida, que en Ruiz supone un duelo sin alharaca, se introduce como una larva en el tronco caído de eso que la voz en off de la película llama el “proceso chileno”.
Érase una vez un mundo encantado: el nuestro. Los árboles, ríos y montañas albergaban fuerzas invisibles, la frontera que separaba el entorno físico de lo espiritual era delgada y porosa. El tránsito del animismo ancestral a las religiones monoteístas no alteró fundamentalmente esa visión de un cosmos imbuido por lo sagrado. En Europa, la Reforma, la revolución científica, la Ilustración y el capitalismo industrial erosionaron ese encantamiento, drenando lo numinoso de la naturaleza y las relaciones sociales. Los objetos perdieron su alma para transformarse en commodities. La avaricia, que había sido uno de los pecados capitales, se transformó en una virtud, bajo nombres como “interés propio”, “iniciativa” o “bienestar personal”. La Tierra dejó de ser un lugar mágico para transformarse en un dominio inerte, prosaico, con el que los seres humanos entablamos una relación meramente instrumental y utilitaria.
La idea del “desencantamiento del mundo”, propuesta por el sociólogo Max Weber en su ensayo La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1905), quizás sea la tesis más extendida y aceptada sobre la modernidad. Pues bien, en su monumental obra The Enchantments of Mammon: How Capitalism Became the Religion of Modernity, Eugene McCarraher se propone nada más y nada menos que rebatir la tesis de Weber. El capitalismo, sostiene, no ha sido un agente de desencantamiento sino “un régimen de encantamiento, una represión, desplazamiento y renombramiento de nuestro intrínseco e inveterado anhelo de divinidad”. La religión del dinero tiene su teología, sacramentos, moral, liturgias, iconografía y una visión beatífica del futuro: un imperio global marcado por la expansión sin fin de la producción, el comercio y el consumo.
McCarraher se suma desde un ángulo novedoso a las múltiples voces que en los últimos años han arremetido contra el capitalismo neoliberal. The Enchantments of Mammon bien puede ser el libro académico más ambicioso publicado en el último tiempo. En este volumen de 799 páginas, que le tomó 20 años completar, traza con minucioso detalle una genealogía moral del capitalismo desde el año 1600 hasta la época actual, con énfasis en el contexto estadounidense. Para ello, se vale de una cantidad abrumadora de referencias, apoyándose, por ejemplo, en autores como Walter Benjamin, quien intuyó que el capitalismo era una religión, o Thomas Carlyle, quien se refirió al Evangelio de Mammon. “Mammon” en inglés significa dinero, siendo empleado con connotación negativa en los evangelios. En la Edad Media se lo personificó como un demonio. Milton lo representó como un ángel caído en Paraíso perdido (1667).
Con rigor académico inobjetable, cifrado en una batería impresionante de referencias, algunas obvias y muchas recónditas, McCarraher transita por diversas disciplinas (historia de las ideas, antropología, economía, literatura y teología) con una prosa densa y elocuente, que a ratos descansa en la declamación retórica más que en la minucia argumentativa. Se trata, en último término, de una arenga, un fervoroso llamado a recuperar un sentido de lo sagrado y de comunidad.
Opiniones contundentes
La crítica del capitalismo no es un proyecto original. El Nobel de Economía Joseph Stiglitz ha señalado que “evolucionamos de manera resuelta hacia una economía y una democracia del 1%, por el 1% y para el 1%”, calificando el experimento neoliberal –baja de impuestos a los ricos, desregulación del mercado laboral y de productos, financialización y globalización– como “un espectacular fracaso”. Este no solo ha llevado a una extrema concentración de la riqueza y a la destrucción dramática de buena parte del planeta, sino que ha generado estancamiento económico. Stiglitz propugna impulsar una nueva variante del capitalismo, que llama “progresivo”, que limite el rol del mercado, promueva un crecimiento orientado al bien común centrado en el trabajo y no en el “rentismo” financiero, dé prioridad a la educación y la investigación, y corte los lazos perversos entre el capital y el poder político.
La economista Kate Raworth, por su parte, ha propuesto redefinir la noción misma de economía en función del bienestar humano, no del beneficio, equilibrando las necesidades de las personas con los límites planetarios. Su colega Paul Mason equipara el momento actual con el ocaso del orden feudal. Sostiene que el capitalismo mercantil y esclavista de los siglos XVII y XVIII, y el capitalismo industrial del XIX y el XX, están dando paso a un capitalismo cognitivo en el XXI, en que el conocimiento se ha vuelto más valioso que los objetos. La economía clásica se basa en la escasez, pero el elemento más dinámico en la actualidad es abundante y replicable: la información. Hoy experimentamos una tensión y conflicto entre el orden jerárquico propio del capitalismo –el sistema de corporaciones, instituciones financieras y gobiernos que intenta mantener el status quo– y un orden reticulado, horizontal, de libre flujo de bienes e información abundantes que terminará por imponerse.
McCarraher augura la decadencia del capitalismo en su país, el declive del imperio norteamericano que será uno de los procesos centrales del siglo XXI. Se trata de un momento aterrador pero también liberador, lleno de posibilidades, necesario para restaurar una visión más humana, sacramental, basada en el sentido de comunidad, maravillada ante el mundo.
Otro economista, Jeremy Rifkin, comparte la visión relativamente optimista de Mason: avizora el tránsito a una sociedad poscapitalista en torno a avances tecnológicos que ya se encuentran en marcha: Internet de las Cosas, big data, redes eléctricas inteligentes alimentadas con energías renovables, impresión 3D, educación abierta en línea, dispersión de las finanzas y la gobernanza, y automatización de la fuerza del trabajo. La lógica capitalista, sostiene Rifkin, se basa en el afán de incrementar la competitividad y reducir los costos marginales en mercados competitivos. Argumenta que, tal como se ha visto en algunas industrias –la música, la publicidad–, al acercarse a un costo marginal cero desaparecen las ganancias, de modo que la misma lógica del capitalismo termina por marcar su obsolescencia. El capitalismo está diseñado para administrar recursos en un sistema cerrado de escasez, dice Rifkin, pero pierde eficacia en un contexto en que impera el acceso por sobre la propiedad, la transparencia por sobre la privacidad y la cocreación colaborativa por sobre la competencia. Nos dirigimos a una sociedad descentralizada, empática, dedicada a administrar la abundancia material de manera sustentable.
Naomi Klein ha asociado el inminente ocaso del capitalismo a la crisis climática, que “lo cambia todo”. Noam Chomsky ha destacado que, en estricto rigor, el capitalismo neoliberal es un sistema mixto, público–privado, que no sería capaz de operar por sí mismo sin el sostén de los Estados, es decir, de los contribuyentes, a través de sistemas impositivos favorables, descaradas operaciones de salvataje durante los episodios cíclicos de crisis e inversión en I+D. El capitalismo depende de la innovación y la innovación se basa en investigación científica financiada con recursos estatales, cuyos resultados en el mediano y largo plazo terminan por beneficiar al sector privado.
Una historia de amor… torcido
McCarraher no aborda una crítica a rajatabla del capitalismo, reconoce que sus logros tecnológicos han mejorado las condiciones de vida de miles de millones de personas. “El capitalismo es una historia de amor”, sostiene. Pero es un amor torcido, tóxico, que conduce a la desolación espiritual. Se trata de un sucedáneo de trascendencia, un encantamiento engañoso, una “parodia o perversión de nuestro anhelo de una forma sacramental de habitar el mundo”. Este ha librado una “guerra contra la imaginación”, reduciendo “la racionalidad a los principios mercenarios de la razón pecuniaria”. La idea del homo economicus, materialista, mezquino, egoísta y codicioso, movido solo por el propio interés, a la merced del poder de Mammon, sería una distorsión perversa y pesimista de la condición humana.
El autor reconstruye meticulosamente la metamorfosis de Estados Unidos en una plutocracia corporativa, marcada por la mayor concentración de riqueza de la historia, estancamiento de los salarios, precariedad laboral, endeudamiento para pagar servicios básicos y desempleo tecnológico. La desesperanza ante el despotismo del dinero y de una clase dominante “venal, corrupta y putrefacta”, se ve mitigada por los artefactos tecnológicos y múltiples formas de entretenimiento, los “placeres analgésicos del consumismo que mantienen a raya las metástasis de aburrimiento, soledad y desmoralización”. Destaca que los responsables de la crisis de 2008 han mantenido su poder sin sufrir consecuencias legales ni ignominia pública. “La escena norteamericana contemporánea parece haber sido despojada de cualquier cosa que no sean vistas plutocráticas, aun en presencia de su manifiesta injusticia, degradación y toxicidad ecológica, el capitalismo sigue siendo para la mayoría de los estadounidenses el horizonte de posibilidades morales y políticas”. Ve en el fenómeno Trump, pese a su “execrable racismo y misoginia”, una línea de continuidad con las administraciones de Clinton y Obama, una continuación del “idilio capitalista”.
Hace un llamado, citando a Naomi Klein, a concebir un nuevo paradigma civilizatorio, a reconceptualizar la idea de progreso, asociándolo al florecimiento humano. Proporciona instancias de altruismo surgidas en el contexto de grandes catástrofes, que apuntarían a una nueva forma de relacionarse. La mejor alternativa al encantamiento capitalista tendría sus raíces en el Romanticismo, cifrada en la capacidad de percibir la verdad y belleza intrínsecas del entorno material, de reconocer la presencia de la divinidad en el mundo a través de una “conciencia sacramental”. Rescata el trabajo artesanal como opuesto al paradigma capitalista de eficiencia y productividad. Y también lo comunitario. Ello nos ayudaría “a despertar del hechizo del sueño americano, el trance que anima el febril sonambulismo conocido como el modo de vida americano”.
McCarraher augura la decadencia del capitalismo en su país, el declive del imperio norteamericano que será uno de los procesos centrales del siglo XXI. Se trata de un momento aterrador pero también liberador, lleno de posibilidades, necesario para restaurar una visión más humana, sacramental, basada en el sentido de comunidad, maravillada ante el mundo. “Podemos reingresar al paraíso… porque siempre nos ha rodeado y estado en nosotros…”.
La única forma de reencantamiento que le parece válida parece ser una congruente con su fe cristiana. El volumen no contiene alusión alguna a las facciones dentro del movimiento ambientalista que proponen de manera explícita un reencantamiento de la naturaleza, como el neo-animismo.
Octavio Paz aludió a la modernidad como una “palabra en búsqueda de su significado”. La concepción de esta como un exilio, un desgarramiento, ha sido articulada en América Latina por autoras y autores como Mistral, Rosario Castellanos y Borges (en su ensayo “La esfera de Pascal”). En Europa se encuentran instancias de esa añoranza y sensación de desarraigo, por ejemplo, en Chéjov, Lukács, Heidegger o Derrida. Yuval Harari ha descrito la modernidad como un pacto mediante el cual los seres humanos obtuvieron libertad (del yugo de la cosmovisión medieval) a cambio de perder sentido. En el texto de McCarraher esa nostalgia adquiere un tono conservador, es casi el anhelo de regresar a un estado edénico.
Uno de los aspectos más destacables de su trabajo es el rescate de una corriente específica dentro del movimiento romántico, que llama “Romanticismo sacramental”, que invita a restaurar la escala humana de la técnica y las relaciones sociales, y la sensibilidad ante la magia del mundo natural. El autor sitúa en esta línea a figuras como William Blake, John Muir, William James, Herbert Marcuse y Lewis Mumford.
Su largo recorrido por la historia del capitalismo y de las reacciones contra este es al mismo tiempo exhaustiva e idiosincrática. Resulta curioso, por ejemplo, que desestime de plano el aporte de los trascendentalistas: Whitman, Emerson y Thoreau, los “santos de Nueva Inglaterra”, habrían celebrado de manera acrítica el progreso capitalista. También alude con desprecio al reencantamiento del mundo por parte del movimiento New Wave, la ola de espiritualidad sin religión que se ha extendido por Occidente desde finales del siglo XX, que a su juicio habría sido cooptada por las fuerzas del mercado. La única forma de reencantamiento que le parece válida parece ser una congruente con su fe cristiana. El volumen no contiene alusión alguna a las facciones dentro del movimiento ambientalista que proponen de manera explícita un reencantamiento de la naturaleza, como el neo–animismo.
McCarraher llega a afirmar que en realidad no ha habido desencantamiento: Dios permea el mundo y lo imbuye, día a día, de un aura divina. “El mundo nunca puede estar desencantado… porque está cargado de la grandeza de Dios”. En esto parece malinterpretar la tesis de Weber o más bien confundir los planos analíticos: el desencantamiento no sería, para Weber, una característica objetiva del mundo, sino una manera de aludir a nuestra relación con él: no podemos, fuera del ámbito de la fe, afirmar si este se ha vaciado o no de una sustancia sagrada, solo atestiguar un proceso de creciente secularización a lo largo de la modernidad.
También se le puede reprochar su carácter eurocéntrico. El mismo Weber reconocía que el desencantamiento era un fenómeno occidental, que no imperaba en las “sociedades tradicionales”. Poco y nada hay de eso en este libro. En América Latina, lo real maravilloso de Alejo Carpentier y más tarde el realismo mágico intentaron marcar una distancia con la Europa cartesiana. Bruce Chatwin hizo lo propio, en forma memorable (aunque también desprolija y controversial), respecto a la cosmovisión de las culturas aborígenes australianas en The Songlines (1987).
Quizás lo más valioso del trabajo de McCarraher sea su afán de poner en jaque y complejizar lo que para los sectores conservadores, particularmente en Estados Unidos, se da por sentado: la fe religiosa –que es en último término una creencia en lo sobrenatural– soldada a fuego con una fe irrestricta en el implacable materialismo capitalista. Su gran aporte es el esfuerzo (y vaya esfuerzo) por repensar el capitalismo desde una mirada cristiana.
The Enchantments of Mammon: How Capitalism Became the Religion of Modernity, Eugene McCarraher, Harvard University Press, 2019, 799 páginas, $37.000.
El sueño de fundir los cientos de pueblos europeos en un crisol de principios políticos, económicos y culturales comunes, y al mismo tiempo, respetar aspectos de su diversidad, ha inspirado a gobernantes de toda índole, desde Julio César hasta Napoleón, sin olvidar por supuesto a Carlomagno. En años recientes la viabilidad de la Unión Europea se ha visto amenazada por el Brexit, por un sistema financiero debilitado desde la crisis económica del 2008 y por principios democráticos violados por gobiernos antiliberales en Hungría y Polonia. En ese contexto, no debe sorprender que la antigua aspiración cosmopolita sea defendida por un decidido internacionalista, como es el historiador británico, especialista en Rusia de los siglos XIX y XX, Orlando Figes.
En Los europeos: tres vidas y el nacimiento de la cultura europea, Figes despliega su característico genio narrativo al desarrollar una tesis enfocada en los extraordinarios avances tecnológicos decimonónicos, particularmente la vertiginosa expansión del ferrocarril, como catalizadores de una civilización colectiva. Y lo hace siguiendo la larga, compleja e íntima relación entre el novelista ruso Iván Turguénev, la mezzosoprano española Pauline García y su marido francés, el empresario de música, escritor, crítico y coleccionista de arte, Louis Viardot. Figes cautiva al lector con esa mezcla de biografía y ensayo, algo que ya hizo en La tragedia de un pueblo (1996), su historia de la Revolución rusa celebrada por especialistas tan diversos como Robert Conquest y Eric Hobsbawm. Como señaló este último sobre Figes, “pocos historiadores tienen el coraje para atacar los grandes temas, y menos aún la comprensión para triunfar”.
Estábamos acostumbrados a volar miles de kilómetros en pocas horas, al menos hasta febrero último. Pero incluso con la pérdida repentina de esa movilidad, se requiere de un esfuerzo de imaginación considerable para comprender el impacto que provocó el invento y la rápida propagación del ferrocarril en Europa.
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Figes introduce el libro con la inauguración de la línea férrea entre París y Bruselas en 1846, que unió a Francia, los Países Bajos, Gran Bretaña (vía Ostende o Dunkerque) y tierras de habla germana. Fue un notable acontecimiento social. Entre los 1.500 pasajeros invitados al viaje inicial, repartidos en tres trenes de 20 carros abiertos, estaban los duques de Nemours y de Montpensier (hijos del rey de Francia), el barón James de Rothschild, financista de la empresa y anfitrión, y diversas celebridades, como Alejandro Dumas (padre), Victor Hugo y Jean-Auguste-Dominique Ingres. Cruzaron los 330 kilómetros entre las capitales en solo 12 horas, un cuarto del tiempo que tardaban los coches y caballos más veloces. Sería equivalente a que de pronto los autos viajaran en carreteras a casi 500 kilómetros por hora.
Desde su comienzo los trenes fueron percibidos como instrumentos unificadores, pero siempre bajo la sombra de un persistente chovinismo nacionalista. Figes hace notar que la prensa gala celebró la línea a Bruselas como el principio de una homogeneización del continente bajo el dominio cultural francés. Lejos de aprovechar la oportunidad de aprender a través del intercambio con otros pueblos, la comisión que aprobó la construcción consideró que su beneficio sería el de invitar a extranjeros a conocer la gloria de sus artes e instituciones, la forma más segura de “mantener la buena opinión de nuestra nación en Europa”, escribe Figes.
Junto con multiplicar el comercio internacional, la febril expansión de ferrocarriles permitió el transporte a todos los centros urbanos del continente de orquestas, coros, compañías de teatro y de ópera, así como exhibiciones de obras de arte y escritores en giras de lecturas públicas. Un nivel de intercambio cultural impensable en la época de los carruajes.
Junto con multiplicar el comercio internacional, una febril expansión de ferrocarriles en las próximas dos décadas permitió el transporte a todos los centros urbanos del continente de orquestas, coros, compañías de teatro y de ópera, así como exhibiciones de obras de arte y escritores en giras de lecturas públicas. Se generó un nivel de intercambio cultural impensable en la época de los carruajes. Figes lo sintetiza: “El ferrocarril fue el símbolo del progreso industrial y modernidad. Definió la ‘edad moderna’ y consignó transporte a caballo al ‘mundo viejo’”.
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Los protagonistas de Figes desarrollaron carreras brillantes, potenciadas en gran medida por la nueva facilidad para viajar. Ferrocarriles, junto al invento del telégrafo, las prensas rotativas, la litografía y la eventual protección legal de los derechos de autor, abrieron mercados internacionales y nuevas audiencias para sus obras.
Nacido en 1800 en Dijon, Louis Viardot fue un entusiasta de la ópera desde sus días de universitario. Quedó trastornado por la actuación de Manuel García, padre de Pauline, en el rol de Don Giovanni de Mozart, en 1819. Lo inspiró un interés por la literatura y el arte de España, que luego profundizó durante dos años en Sevilla, cuando formaba parte de un destacamento del ejército francés. Periodista radical republicano, coleccionista de arte, escritor de las primeras guías de museos, se ganó un lugar en el círculo de intelectuales de París. Fue nombrado director del Théâtre Italien, donde contrató a Pauline para su triunfal debut parisino.
A los 18 años, Pauline se casó con Viardot, a pesar de que tenían una diferencia de edad de 21 años. La novelista George Sand, confidente de Viardot, vio en Pauline la encarnación de su ideal feminista de libertad artística y autonomía. El matrimonio convirtió su hogar en un salón que atraía a los más destacados artistas, músicos y escritores del continente, con la participación habitual de Delacroix, Corot, Rossini, Liszt, Berlioz, Saint-Saëns, Sand, Herzen y Dickens.
La voz de Pauline ostentaba una fuerza y rango extraordinarios, a la que sumaba un estilo de actuación natural, sin gestos histriónicos, que la transformaron en la más admirada estrella de ópera de su generación. Clara Schumann declaró: “Jamás he escuchado una voz de mujer como la de ella”. Por Viardot, Pauline sentía afecto y admiración, pero no pasión. Louis, en tanto, la amaba profundamente y le otorgó plena licencia para ejercer su carrera lírica y también cultivar una serie de relaciones sentimentales acordes con lo que Pauline denominó su “carácter sureño y demostrativo”.
Iván Turguénev y Pauline García.
En 1843, los Viardot viajaron a San Petersburgo, odisea aún del “viejo mundo” que tardaba un mínimo de 16 días, con cientos de kilómetros en carros de caballo por los accidentados y barrosos caminos de Rusia. La audiencia del Teatro Bolshói, en medio de un frenesí por la ópera italiana, enardecida por el debut de Pauline en el rol de Rosina, de El barbero de Sevilla, la aplaudió de pie por una hora. Entre esta se encontraba un aristócrata que asistiría a cada una de sus actuaciones. Invitó a cazar a Louis y, unos días después, conoció a Pauline. A ella no le interesó mayormente y recordó que le fue presentado como un joven terrateniente ruso, buen cazador y mal poeta. Por cierto, Iván Turguénev, de 25 años, era hijo de una viuda dueña de varias haciendas con cinco mil siervos, estricta y controladora de su familia y tirana hacia sus dependientes. La crueldad de su madre moldeó la disposición liberal de Turguénev en la política y un deseo permanente de cariño femenino. Estudió filosofía en la Universidad de Berlín, experiencia que lo convenció de que Europa constituía la fuente del progreso moral y liberal para el mundo, y ahí encontró su vocación de escritor. Se enamoró de Pauline en su primer encuentro con ella y dos años después siguió a los Viardot a París. Ellos lo invitaron a veranear a Courtavenel, un castillo del siglo XVI que compraron con los honorarios de sus giras por Rusia. Ahí Pauline comenzó a expresar su creciente afecto hacia Turguénev.
Entre la intelligentsia rusa debatían occidentalistas, como Turguénev, contra eslavófilos, sobre si Rusia debía ser parte de Europa o seguir sus propias tradiciones locales. Es un conflicto que Orlando Figes exploró extensamente en El baile de Natacha (2002), su historia cultural de Rusia. En él, critica a Rainer Maria Rilke, Thomas Mann y Virginia Woolf, quienes creyeron en lo que Figes estima un mito, la existencia de una “alma rusa”, completamente autónoma y autóctona. Afirma que todos los grandes artistas rusos del siglo XIX “también eran europeos, y las dos identidades estaban entrelazadas, mutuamente dependientes en diversas formas”.
Esa descripción retrata fielmente a Turguénev, quien pasó la mayor parte de su vida adulta en Francia y Alemania, con los Viardot o como vecino de ellos. Memorias de un cazador (1852), considerada la más “rusa” de sus obras y donde describe con detalle casi fotográfico los campos de sus ancestros y la vida de sus siervos, fue escrita en Courtavenel e inspirada por las novelas pastorales de George Sand. Ese libro estableció la fama de Turguénev en todo el continente (cuando falleció, los alemanes lo consideraban un autor casi germano), reputación que empleó para promover textos de Pushkin, Lérmontov y Gógol, traducidos al francés por él y Viardot. De la misma forma, Pauline posteriormente impulsaría la música de Músorgski, Rimsky-Kórsakov y Tchaikovsky. Con sus contactos internacionales, el trío formado por Pauline, Iván y Louis cristalizaba la integración cultural del continente.
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La apertura de cada país a corrientes artísticas extranjeras avivó reacciones nacionalistas latentes durante las últimas tres décadas del siglo XIX. El estilo cosmopolita de Turguénev fue opacado por lo más primitivo, existencial y exótico de Dostoievski y Tolstói. No tenía que ser así. Figes sostiene, en forma convincente, que las artes, más que la religión o los ideales políticos, conllevan una capacidad de unir a los pueblos de todo el continente sin pérdida de sus respectivas nacionalidades. Solo requiere, dice, la apertura de cada país, el “reconocimiento de que cualquier cultura nacional es producto de un diálogo constante a través de fronteras políticas y de la asimilación de tradiciones artísticas diversas, dentro de un mundo europeo más amplio”. La alternativa, plantea Figes, puede ser catastrófica.
Figes sostiene, en forma convincente, que las artes, más que la religión o los ideales políticos, conllevan una capacidad de unir a los pueblos de todo el continente sin pérdida de sus respectivas nacionalidades. Solo requiere, dice, la apertura de cada país, el ‘reconocimiento de que cualquier cultura nacional es producto de un diálogo constante a través de fronteras políticas y de la asimilación de tradiciones artísticas diversas, dentro de un mundo europeo más amplio’.
En 1900, 10 años antes del fallecimiento de Pauline, se leían los mismos libros en todo el continente, reproducían imágenes de los mismos cuadros, escuchaban las mismas canciones populares en los hogares y óperas en los teatros, pero ya había comenzado un conflicto de poderes y una carrera armamentista que culminarían con los disparos de cañones de agosto de 1914 y la invasión de Polonia de 1939.
Hoy, Europa enfrenta una amenaza menos apocalíptica. La Unión Europea parece haber dejado atrás la competencia económica y conflictos territoriales que provocaron tres guerras entre Alemania y Francia en menos de 70 años. Incluso el expansionista Vladimir Putin, pese a modernizar la capacidad militar de Rusia e invadir parte de Ucrania, no da señales de estar dispuesto a arriesgar un conflicto directo contra las fuerzas de la OTAN.
Tendencias nacionalistas y xenófobas han estado presentes siempre en el Viejo Continente, como en el nuestro y en Asia. Una parte de nuestra naturaleza humana está programada para ver al mundo en términos tribales, “nosotros” contra “ellos”. En 1863, los Viardot y Turguénev se mudaron de París a Baden–Baden, el spa germano con una activa vida cultural, en parte por el autoritarismo de Napoleón III. Eventualmente, la guerra franco–prusiana de 1870–71, un desastre para toda la comunidad artística y cosmopolita de Baden por el creciente nacionalismo germano, los trasladó a Inglaterra. Mientras escribía Los europeos, el alejamiento del Reino Unido de la UE engendró una reacción similar en Orlando Figes, quien adquirió la nacionalidad alemana en 2017 porque, explicó, no quería ser un británico del Brexit.
Pero la cultura paneuropea, y ahora global, sigue presente. Libros del noruego Karl Ove Knausgaard se leen por todo el continente y el mundo, tal como los de Haruki Murakami y Roberto Bolaño. El intercambio cultural iniciado gracias a los cambios tecnológicos del siglo XIX descritos por Figes está más vigente que nunca, intensificado por la revolución digital de las últimas tres décadas. El principio se extiende más allá del arte, a las ciencias naturales y sociales.
Resulta difícil argumentar contra la opinión de Sir Kenneth Clark, quien postulaba que todos los grandes avances de la civilización han ocurrido durante períodos de internacionalismo, cuando las personas, sus ideas y creaciones circulaban libremente entre las naciones. En medio del chovinismo expresado por Boris Johnson, Donald Trump y Jair Bolsonaro, sospecho que debido al nivel de conexión que nos otorga internet, podríamos estar en medio de otro momento de inusitado desarrollo cultural y científico. El progreso no es siempre evidente para quienes se benefician de él.
Los europeos. Tres vidas y el nacimiento de la cultura cosmopolita, Orlando Figes, Taurus, 2020, 672 páginas, $40.000.
Marta, es tal mi deseo de conversar con usted que voy a obviar que en la muerte, ni una escritora puede leer. Hace casi un año entré a una oficina, por otro motivo, y salí de allí con su obra completa en edición crítica: dos tomos,[1] 1925 páginas, 2 mil 285 gramos. Eso pesa su obra. Sépalo para los fines que estime convenientes.
Necesito contarle lo que omití decir en esa oficina: únicamente leí Montaña adentro en el ramo de Castellano. ¿Recuerda las intenciones del estado de Chile de enseñarnos a hablar y a escribir correctamente? Esta materia ahora se llama Lenguaje, comunicación y literatura, suena tan abierto en comparación a la anterior. Por esa época ya estaba convertida en una lectora y sacaba dos o tres libros a la semana de la biblioteca municipal, pero a usted la pusieron del lado de la corrección y, por rebelde, me la perdí.
Pasaron más de cuarenta años.
Ahora que la leo me parece como si ya hubiese estado en esa noche de nubarrones, luego de un día de calor sofocante y de viento arremolinado. Aunque nunca me paseé con mis hermanas por la plaza del cuento, alguna vez que volví de la de mi barrio a la casa de mis padres, también busqué el rincón más recoleto en la pieza de los trastos, entre la caja del piano y una ruma de colchones, y allí largó su pena, abrió el corazón, dejándola salir y envolverla en su peligroso manto, adherida a ella como nueva piel, humedecida y dolorosa.[2]
El recuerdo es engañoso, hace aparecer como vivencias propias las que únicamente leía en la biblioteca. Debe ser porque, aunque usted y yo recién nos conocemos, presiento que leímos —yo en mi adolescencia, usted ya escritora— a las mismas autoras. El único dato iluminador que encuentro es que a usted le gustaba Nada de Carmen Laforet, igual que a mí. Pero ¿y Katherine Mansfield, Djuna Barnes, Jean Rhys, Vita Sackville-West, Virginia Woolf?
Si cierro mis oídos a las voces de las mujeres que transitan por los decorados vivos pintados por usted en sus cuentos, escucho la respiración de esas otras escritoras. ¿Será que un rocío venido de muy lejos humedeció la hoja en blanco que dejaba en el rodillo de la máquina una jovencita que en su interior se sentía distinta a su entorno? La ciudad de Talca del 1900 no debió prever que la literatura iba a afectar a una lectora de una forma tan real como el poder patriarcal, el judicial, el eclesiástico, el político, el militar. Si no hubiese sido por la lectura, yo también habría encajado en los deseos que los otros tenían para mí. Qué insatisfacción se siente al estar de cuerpo presente en una vida que no es la que se desea, y la que se desea vivirla solo en el interior como hacen las mujeres de sus cuentos.
¿El amor? ¿Es que el amor hablará alguna vez por boca de su festejante? ¿Cómo lograra este abrir el banal aro de su frase para que en ella entren las palabras obscurecidas por la pasión? ¿Cómo irá a decir las dulces palabras de terneza? ¿Qué sentirá ella entonces?
Junto a la impresión de que usted leyó a Virginia, Katherine, Djuna… hay una parte de ese exterior/interior que estas escritoras lograron desmontar y que en las ilusiones que se hacen sus personajes atrapados en los decorados vivos que usted les pinta, no aparecen. Me pregunto cómo leyó a estas escritoras europeas, contemporáneas suyas, bohemias, bisexuales, rupturistas; dónde estaba usted, qué veían sus ojos miopes al levantar la cabeza del libro en un salón en Talca. Seguro que para una mujer en el Chile de esa época existían mínimas posibilidades de romper las normas sociales a través de la bohemia, la promiscuidad, la bisexualidad, la amoralidad… ¿Y de inventarlas, también estaba prohibido?
Me gustaría saber más de su vida para ver en qué lugar de su casa leía los relatos que la hacían imaginar como posible un destino diferente al de las demás mujeres que la rodeaban, pero su vida quedó oculta por los anteojos oscuros que siempre llevó puestos como un muro defensivo; imagino que necesitó velar su intimidad para escribir y publicar cuando las mujeres todavía no tenían derecho a voto. Me pregunto cómo alguien que vio tan intensamente su época estuvo por años prácticamente ciega.
Entre las historias que leí sobre usted, saltando y sin anotar fuentes —de lo que tarde me arrepiento—, hubo una de cuando volvió a Chile, después de ocupar cargos diplomáticos en La Plata y Buenos Aires, donde llegó a publicar en La Nación, en la revista Sur, y tuvo relación con Victoria Ocampo, una gran lectora de Virginia Woolf y las demás. Si usted no las leyó antes —posiblemente a Chile no llegaban traducciones—, lo pudo hacer allá. Me ha sido imposible averiguar dónde vivió, a qué café iba por las mañanas. Catorce años parecen muchos a una viajera. Para la ciudad extranjera es una bicoca.
En cambio su escritura sí fue afectada por la extranjería. Leo que se volvió interior. Todavía debe haber académicos que están investigando qué significa ese término en su obra. Antes de salir de Chile usted era una renombrada escritora criollista con éxitos como Montaña adentro. Ni antes ni después de 1900 hubo un movimiento literario tan masivo en Chile como el criollismo; escritores y escritoras plantearon una literatura nacional y popular. Como las ciudades estaban contaminadas con lo extranjerizante, salieron a las minas, al campo, a los barrios marginales a dialogar con las humilladas, explotadas, injuriadas, despreciadas, sin derecho a la justicia.
Seguro que para una mujer en el Chile de esa época existían mínimas posibilidades de romper las normas sociales a través de la bohemia, la promiscuidad, la bisexualidad, la amoralidad… ¿Y de inventarlas, también estaba prohibido?
“Las escritoras y escritores bajan al fondo de las minas, se internan en los bosques y quebradas, parten hacia las aldeas y fundos, trayendo de regreso ‘las piezas cobradas’, ‘el morral repleto de caza’, ‘las manos llenas de tesoros’, que más tarde reelaborarán en las páginas emocionadas de sus libros”.[4]
En la época se ensalza que las y los escritores hayan dejado a un lado las imágenes que sí deseaban escribir por otras que iban a ampliar la estrecha visión que tenían entonces los y las habitantes del país. Cuán urgente tuvo que haber sido la situación o cuán poderosa era la reacción —ahí están sus libros, los de Manuel Rojas, Baldomero Lillo, Augusto d’Halmar como testigos—, para recurrir a la literatura, en vez de a los políticos, la iglesia o el movimiento obrero, en pos de lograr un cambio cultural.
Una cosa es clara; el cambio que usted vivió en Argentina la dejó fuera del movimiento criollista por el que ganó su fama y la admiración de Alone, seudónimo del influyente crítico Hernán Díaz Arrieta, quien la dio a conocer.
Entonces viene lo que me sorprendió de su regreso a Chile en 1953. No debió ser fácil abandonar la comodidad del estilo que le otorgó la fama. Imagino la ilusión que sentía al llevar con usted los nuevos manuscritos interiores en la maleta, la ansiedad por dar a conocer el cambio de su escritura, por mostrarle a Alone sus descubrimientos. Me recuerda a su cuento “Soledad de la sangre”, la mujer casada a quien le es permitido trabajar y hasta gastar en un fonógrafo con el derecho a dos discos —después de comprar una manta al marido—; la alegría que siente esa mujer cada vez que su esposo le permite escuchar la balada militar y las canciones españolas. Pues bien, vuelvo a lo que aconteció: usted llega a Chile radiante y el campo literario, con Alone a la cabeza, deja caer un manto de silencio sobre los textos que escribió en Argentina y los posteriores. No se habla del cambio, la dejan en el criollismo como si nunca hubiese escrito de otra cosa. Así como a Gabriela Mistral la conocimos por “Piececitos de niño azulosos de frío”, a usted la conocimos únicamente por el retrato social de los campesinos pobres en el latifundio.
Hace unas noches fuimos en auto a un pueblo de ciento veinte habitantes en la pampa húmeda. En la estación funciona un restorán sin pretensiones, atendido por un viejo alto y campechano que tiene como acompañante en esta quijotada a un gaucho asador medio borrachín. Habían colocado tres mesas en el andén, bordada la vía por generosos manchones de crisantemos rosados, la luz era mortecina como en las estaciones cuando no pasa el tren. Influida por sus cuentos saqué a colación la figura de la soltera y de cómo nuestra generación todavía sintió miedo a no casarse por ser demasiado inteligentes, independientes, liberales… Y cómo, en menos de cuarenta años, hoy existe el derecho a no hacerlo y a establecer otras sexualidades o a decidir género. Una de las mesas estaba ocupada solo por mujeres, tías, primas, sobrinas, hermanas. Más tarde llegó a conversar con el asador una pareja joven medio hippie que estaría de vacaciones en la casa familiar. Alguien en la cocina, supuse que la esposa, freía las papas y armaba las ensaladas. Imaginé que en la mesa desocupada estaría usted y me pregunté qué vería. Su espectro hizo que la conversación se fuera relativizando, a los postres ya no estábamos tan seguras de que las mujeres modernas hayan dejado de sentir que en su vida cada hora respondía a un molde. Y todas parecían repetirse a sí mismas. Como esas constantes hileras de cisnes que desfilan para probar la puntería de los tiradores en las ferias veraniegas. Como interminables hileras de cisnes, recortados en cartón, pintados de diversos colores, moviendo la cabeza con idéntico ritmo. Iguales siempre. Iguales. Un día y otro.[5]
Al despertar por la mañana había decidido incluir en esta antología únicamente los cuentos escritos por usted en Argentina y los posteriores, que no fueran criollistas. Fue la lectura completa del segundo tomo la que en un segundo momento me llevó a cambiar de opinión, cuando descubrí que el estilo interior que supuestamente desarrolló en Argentina está presente desde sus inicios como escritora, incluso en las columnas que publicó en los medios. Fue la recepción crítica la que puso a estos cuentos en segundo plano.
¿Es una tontera preguntarle si se sentía más atraída por el criollismo o por los relatos interiores? Habiendo sido criada en el sur, en un fundo familiar, testigo directo de las injusticias que cometían los y las terratenientes avalados por el estado, es elogiable que se sintiera éticamente inclinada y dispuesta a retratar esas vidas ignoradas.
La conciencia, que hace pasar directamente “las piezas cobradas”, “la caza”, “los tesoros” a “las páginas emocionadas de sus libros”, permitió a los criollistas poner al pueblo como protagonista de la literatura nacional. También funcionó como un cedazo que retuvo las imágenes no deseables, que ensuciaban, embarraban, dejaban grumos a la vista y en el sabor de la buena conciencia. En esos agujeros quedó retenido el deseo espeso, el placer fibroso, la belleza no depurada, la poesía de lo cotidiano, la sabiduría de la experiencia, la ironía, la extrañeza, el humor, el conocimiento de lo natural, todo lo que no tenía relación directa con la pobreza se le sacó al pueblo. Quedó el sufrimiento, la violencia, las pasiones tristes.
Hasta que en 1939 la designan cónsul en La Plata y luego en Buenos Aires. Lo que haya conocido en Argentina —lejos del latifundio, la crítica, el conservadurismo, la desigualdad— la hizo posar nuevamente su mirada hacia esas mujeres también atrapadas, aunque por otros mecanismos. Marguerite Yourcenar se pregunta: “¿Quién puede ser tan insensato como para morir sin haber dado, por lo menos, una vuelta a su cárcel?”. Es lo que usted hace en sus relatos; acompaña a las mujeres a dar vueltas exhaustivas, agobiantes, minuciosas, atentas, por las celdas que habitan, y está ahí para ayudarlas a pintar la naturaleza en el segundo que levantan la cabeza para dejar volar su mirada por el hueco en el muro.
A diferencia de estas personajes mujeres, usted sí viajó fuera de Chile, trabajó como periodista, estuvo a cargo de una revista, siendo soltera dio a luz un hijo que murió, lo que permite inferir que tuvo amantes; participó en los círculos literarios, ejerció cargos. Sin embargo, prefirió escribir sobre aquellas mujeres que no podían salir con sus sentimientos, con sus pasiones, al exterior, y cuya ilusión de sentirse, saberse distintas a la máscara que las representaba, las dejaba secas por dentro.
Dentro de la celda la situación interior de sus mujeres es tan clara, tan grave el peso de las cadenas, tan difíciles de romper. La lectura de sus cuentos me hace pensar tanto en el amor, en esa ilusión de que el amor, ese otro ilusorio, podría abrir la puerta de la celda si quisiera, y nunca puede o quiere, llega tan cerca y algo se interpone.
Andar. Andar. Dejar que el potente romper de las olas le llene los oídos con su insistencia y le asorde el pensamiento, la amargura que la corroe, la indignación contra sí misma. ¿Para qué ha venido, dándose la excusa de un viaje?
Andar. Correr. Huir. Sabe que la sigue. Que es inútil todo. Y se detiene, súbitamente, firme, fría en esa piel que súbitamente también ha adherido a la suya como otras veces.[6]
Al leer nuevamente los cuentos seleccionados en esta antología para buscar un orden —otra arbitrariedad que sabrá disculparme—, descubrí que en algunos sus mujeres personajes parece que van a romper el espejo y en otros se lo quedan mirando congeladas o lo tapan para no ver. En esa lectura recordé cuántas veces en mi adolescencia creí haber encontrado a mi verdadero Yo; creía que podría salir a la calle vestida con ese Yo y algún acontecimiento exterior que no recuerdo hacía intolerable el dolor. ¿Huía de un sueño, volvía de una realidad?… No ser más. No pensar más.[7]
Los meses que tuve cerca el segundo tomo me interrogué continuamente por las y los jóvenes que leerán estos cuentos; si alguna vez se habrán sentido como sus personajes o si la cárcel que usted pinta maravillosamente quedó, a partir de los movimientos feministas de los últimos años, vacía, inutilizable. ¿La lectura de esta antología se convertirá en una visita a las ruinas prehistóricas para entender y no olvidar de dónde venimos o las mujeres continuaremos pasando por la cárcel para conseguir nuestra libertad cada vez?
Debido a la ruina de su vista, durante diecisiete años usted vivió rodeada de una nebulosa creciente, incapaz de ver perspectivas, de entender las distancias, los objetos eran como sombras, apenas podía escribir y tenía que pedir a sus amistades que le leyeran.[8] En “La vida quieta” hay un fragmento que me la hace imaginar:
Es el cerebro una gran negrura de oquedad en que todo ruido, todo rumor, por insignificante que sea, repercute, molesta, exaspera. Bordonea una abeja. Rebullo. Aprieto los dientes. Me duele el bordoneo como si en la cabeza me giraran matracas. Tensa de impaciencia con ojos torvos miro el rumoroso punto dorado que raya el silencio. Pesa el calor sobre los párpados obligando a cerrarlos.
Cuesta creer que en esa condición pintara decorados tan vivos; me refiero a la capacidad asombrosa de su escritura para transformar la naturaleza en deseo, belleza salvaje, sensualidad, ruptura, osadía; toda la libertad que sus personajes mujeres no alcanzan, usted la pinta al otro lado del hueco en el muro.
Dentro de la celda la situación interior de sus mujeres es tan clara, tan grave el peso de las cadenas, tan difíciles de romper. La lectura de sus cuentos me hace pensar tanto en el amor, en esa ilusión de que el amor, ese otro ilusorio, podría abrir la puerta de la celda si quisiera, y nunca puede o quiere, llega tan cerca y algo se interpone. ¿Será que la ilusión no es la llave?
En cambio, en la narración del exterior usted se escapa a horcajadas de la poesía. Su cuasi ceguera, el borroneo, las sombras, actúan como un filtro que impide el paso de la conciencia, que permanece atrapada junto a las mujeres en la cárcel. En el exterior, usted vuela lejos de esas mujeres sin atrevimiento, derrotadas por la ilusión. Al otro lado del muro castigado por la lluvia nace un camino posible para ir a contrapelo de lo real; desaparecen las explicaciones, las condiciones sociales, las determinantes morales: asoma el misterio, lo fantástico, la extrañeza, el absurdo, lo irreal.
Seguía mirando arriba, la enormidad del monumento, del que solo veía ahora el pecho del caballo, una de las poderosas patas delanteras alzadas y en violento escorzo la cabeza, todo ello en sombra destacándose contra un cielo de primavera destemplada, de tarde sin nubes, de pájaros silenciados por el viento que traía del sur sus lienzos humedecidos, de árboles desdibujados por la inquietud. Tal vez un ángel había encendido el lucero, tan luminoso, tan deslumbrador, tan inverosímil.[9]
No sabe el deseo que siento de continuar este párrafo, llevar al bello aparecer de este lucero inverosímil a que dinamite el muro y se fuguen cabalgando ebrias hacia el bosque de la noche. Ahora sí puedo formular la pregunta que originó el deseo imperioso de escribirle aunque usted no pueda leer mi carta. Se lo pregunto a usted y, también, a quienes leerán esta antología: ¿Será la tradición realista de nuestra narrativa —no así la poesía— lo que impide que el lucero inverosímil nos saque por el hueco abierto en el muro?
Suya
Cynthia Rimsky
Argentina, 17 enero 2020.
[1] Marta Brunet, Obra narrativa I y II, edición crítica de Natalia Cisterna. Universidad Alberto Hurtado, Santiago, 2017.
La historia de la literatura es, en algún sentido, una historia de omisiones. Algunas más deliberadas que otras. Desde el punto de vista de la idea de canon y su raíz teológica, habrían algunos textos auténticos y otros apócrifos. Resulta sugerente pensar que los textos que quedaron fuera del canon son considerados falsos o fingidos, como insinúa el término. ¿Pero falsos en relación a qué clase de autenticidad?
El campo literario chileno, como cualquier otro, tiene una idea de autenticidad sobre sí mismo que a veces asusta. La novela criollista chilena, por ejemplo, quiso rescatar no solo un mundo rural, popular y salvaje, sino también los supuestos valores identitarios que este poseía: una supuesta “chilenidad” que reivindicaba al hombre sencillo, ya sea del campo o la ciudad, con la intención de reproducir su mundo y hasta su habla de manera por momentos absurdamente mimética. La literatura canónica se yergue así en una voz autorizada y autoritaria que identifica y reivindica temas, espacios y sujetos en un intento por configurar una épica que dé sentido a una comunidad, según dicten los intereses de un tiempo determinado.
En los años 80 la literatura chilena vivía momentos de inestabilidad. Neruda había muerto y con él toda una forma de entender el rol de la literatura (y del escritor) en la sociedad. Un puñado de escritores huyeron al exilio y los pocos que se quedaron contaban con pocas posibilidades para publicar. A la precariedad del circuito editorial se agregaba la censura. Tal vez por ello, entre otras cosas, el canon chileno de entonces casi condena al olvido dos novelas que, pese a ser muy locales, abordaron formas de una “chilenidad” nada de épicas, carentes de héroes y menos de una identidad clara: El rincón de los niños (1980) de Cristián Huneeus y Cátedras paralelas (1985) de Andrés Gallardo.
El rincón de los niños: una guarida imposible
El rincón de los niños de Cristián Huneeus, reeditada el 2008 por Sangría Editora, fue y sigue siendo una novela heterodoxa. Como sus personajes, Huneeus fue también un sujeto más bien excéntrico: además de cronista, profesor de literatura, fundador y por varios años director del Centro de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile, fue agricultor y cadete militar.
La biografía de Huneeus tiene símiles con la de ciertos personajes de su novela, cuya historia se articula por medio de dos narradores principales. Por un lado, una suerte de narrador omnisciente cuenta la historia del proyecto de Gaspar Ruiz (¿proyecto literario, histórico o cronístico?), cuyo tema y objetivo nunca quedan del todo claros. Por el otro, tenemos al propio Gaspar Ruiz, quien articula los apuntes sobre su vida en común con un grupo de amigos de la clase alta entre mediados de los 50 y los 70 (años en los que Ruiz, además, se encuentra desaparecido).
Tenemos noticia, entonces, de la frívola y pretenciosa vida de unos jóvenes acomodados que, creyéndose los reyes del mundo, viajan a Europa, seducen chiquillas y se farrean carreras universitarias. Resulta innegable que esta mirada crítica es posible gracias a la intromisión de este metanarrador no identificado (presumiblemente un miembro del grupo) que va articulando esta suerte de crónica a partir de una serie de papeles, cartas y archivos sobre la vida y los proyectos literarios de Gaspar Ruiz, a quien conoce muy bien y parece amar y odiar al mismo tiempo. Se trata de un archivo heredado a la fuerza, constituido por documentos que se presume fueron acopiados por Ruiz como material de una futura y nunca concretada novela autobiográfica.
Al igual que Huneeus, Gallardo sugiere lo absurdo del pensamiento académico en un país tan lleno de desajustes y destiempos modernizadores como Chile. Durante su paso por la chacra Rojas comprobará que ‘su tesis sobre la transformación nerudiana del espacio en tiempo por el quiebre interno del significante’ no le ha servido de nada y que ha ido a parar a un frío caserón, sintiéndose un idiota ‘para maldecir su boda, su miserable vida, para odiar con toda la fuerza de su alma la literatura chilena’.
Sin embargo, la intervención de este metanarrador resulta por momentos un lastre para la lectura y la interpretación de una historia de por sí confusa. En un exhaustivo despliegue de conocimiento teórico literario, y de una pedantería a ratos insufrible, analiza, disecciona, critica y hasta se permite de manera paternalista digresiones eternas sobre las connotaciones de ciertas palabras empleadas en las notas. La novela parece querer enfatizar en la idea de espectáculo de toda literatura.
Con todo, la novela logra hacer transitar el tema de la identidad desde la clase, la familia, la nación y la sexualidad, hacia vertientes más heterogéneas, plurales y desdibujadas, que se expresan justamente por medio de este narrador omnisciente que es incapaz de fijar casi ningún elemento de su relato.
Cátedras paralelas o cómo pensar desde la chacra
Además de cuentista y novelista, Andrés Gallardo (1941–2016) fue lingüista, profesor emérito de la Universidad de Concepción y miembro de número de la Academia Chilena de la Lengua. Cátedras paralelas (publicada originalmente en 1985 y reeditada por el sello Overol el 2018), su primera novela, cuenta la historia de Juan Pablo Rojas Cruchaga o “Rojitas” (llamado así recurrentemente por el narrador), un solitario profesor de teoría literaria en una innominada universidad de provincia que es despedido repentinamente y por razones desconocidas. En lugar de averiguarlas y para vadear la cesantía, Rojitas abre un inverosímil taller de semiótica en su propia casa. Bajo la mirada escéptica de la Nana, la empleada doméstica de toda la vida, desfilarán por la casa del ahora exprofesor personajes variopintos y muy alejados de lo que se esperaría de una audiencia ilustrada y selecta. Rojitas se ve así de pronto apartado de un mundo universitario “complaciente”, de “impasibilidad boba” y colegas “patanes” que escriben “artículos eruditos que nadie lee”. Pese al drama económico y social que esta exclusión conlleva, el narrador insinúa el alivio de su personaje al poder apartarse al fin de “los mismos gastados comentarios que insistían en sonar sesudamente académicos” en medio de “pasillos malolientes”, “sillas que cojean” y “café instantáneo tibio”. Con todo, Juan Pablo Rojas Cruchaga tendrá que vérselas con sus poco prácticos conocimientos en el mundo de afuera. Así, algunos críticos, unos pocos artistas, señoras interesadas en cultivarse y hasta artesanos irán a dar al inefable taller que a duras penas les permitirá pagar el arriendo y el sueldo de la Nana en cuotas.
Luego del fracaso del taller, el exacadémico se las emplumará a Rinconada de Tromén, una suerte de “tierra prometida” o, más bien, paraíso perdido, herencia de la familia materna. En un nuevo arranque de ingenua idealización, Rojitas cree que en el campo y viviendo del “trabajo de verdad”, podrá hallarle sentido a una vida que se ha vuelto errática y, de paso, emprender un prometedor negocio de exportaciones frutícolas no tradicionales, una idea muy propia del Chile dictatorial que promovió la libre empresa y la iniciativa privada. No obstante, entre las paredes de la casa patronal y la chacra toda reina el olor a humedad, el polvo de las telarañas y la hediondez de los baños de palo.
Como la burocracia no tiene nombre y en sus enrevesados laberintos nadie es responsable de nada, será la cuasi suegra (una mujer con influencias) quien averigüe las razones del despido y lo revierta: un artículo “destemplado”, “exaltado” o “extremado”, adjetivos que varían según quien los invoque, pero que coinciden en acusar “actitudes reñidas con la convivencia académica”. Una arbitrariedad nada extraña en un país sitiado y con universidades intervenidas. Sin embargo, nada de la contingencia histórica y social de la época es referida explícitamente en Cátedras paralelas. Gallardo parece querer ahorrarnos lo obvio y mostrarnos lo camuflado. La pobreza material e intelectual del medio resultan evidentes, así como lo pretencioso y absurdo del esfuerzo del irrisorio taller por crear una especie de comunidad intelectual: “Nunca creí que hubiera tanto patán en este mundillo”, le comenta Rojitas a un amigo. “Si cada diez pintores nueve son patanes, de cada diez artesanos nueve y medio son patanes, de cada diez músicos ocho son patanes y los dos restantes resentidos, de cada diez críticos nueve son patanes y el otro un inepto (…) estos palurdos oyen la palabra esfuerzo y se mean”.
Al igual que Huneeus, Gallardo sugiere lo absurdo del pensamiento académico en un país tan lleno de desajustes y destiempos modernizadores como Chile. Durante su paso por la chacra Rojas comprobará que “su tesis sobre la transformación nerudiana del espacio en tiempo por el quiebre interno del significante” no le ha servido de nada y que ha ido a parar a un frío caserón, sintiéndose un idiota “para maldecir su boda, su miserable vida, para odiar con toda la fuerza de su alma la literatura chilena”.
Sobre todo ambas ponen una exquisita y hasta preciosista atención al lenguaje que recorre desde un sinnúmero de chilenismos y sus implicancias ideológicas, hasta el uso magistral de largas frases-párrafo estructuradas de manera tan perfecta que omiten (sin tropiezos) puntos seguidos y hasta comas, en una forma musical casi perfecta que permite la infiltración de otras voces y hasta de acontecimientos completos en los pliegues de su prosa interminable.
Cátedras y rincones chilenos
Además de los años de publicación y la relativa omisión de las que fueron objeto, las novelas de Huneeus y Gallardo ofrecen muchas semejanzas que valdría la pena revisar con atención en otro lugar. Grosso modo: ambas observan detenida y críticamente la clase de la cual provienen sus protagonistas: una élite social, cultural y económica terrateniente y arribista. Ambas tematizan de manera elíptica, pero significativa, la dictadura militar. Ambas salpican de un humor fino e inteligente escenas que, de lo contrario, harían llorar por su patetismo. Ambos autores conocen bien y desde dentro el mundo académico. Ambas están más preocupadas de lo estrictamente literario de su proyecto escritural, que de la elaboración de tramas efectistas, testimoniales y programáticamente “comprometidas”, como se hubiera esperado de la producción de la época. Pero sobre todo, ambas ponen una exquisita y hasta preciosista atención al lenguaje que recorre desde un sinnúmero de chilenismos y sus implicancias ideológicas, hasta el uso magistral de largas frases-párrafo estructuradas de manera tan perfecta que omiten (sin tropiezos) puntos seguidos y hasta comas, en una forma musical casi perfecta que permite la infiltración de otras voces y hasta de acontecimientos completos en los pliegues de su prosa interminable.
Mención aparte merecerían las escenas en que un cándido pero vehemente Rojitas insiste en leerle en voz alta las obras de algunos “maestros del cuento chileno” a don Venancio, el viejo y harto ladino capataz de la chacra. El veterano lo deja perorar, libro en mano, tarde tras tarde, sin expresar una pizca de emoción sino más bien escepticismo. Don Vena sí que ha visto verdaderas pasiones, hazañas y mucha sangre. Su natural cuestionamiento abre un antiguo y aun no zanjado capítulo de la teoría literaria: el rol de la ficción para hablar de la verdad:
-¿Y por qué quiere que yo le crea esos cuentecitos?
-Pero si no hay nada que creer, don Venancio.
-Entonces, ¿para qué los leemos?
Rojitas, el futrecito, insiste en quedarse en la chacra y creer que “la verdadera poesía está en el surco húmedo que espera la semilla”. Don Vena, en cambio, huaso inexpresivo, ríe por dentro mientras lo empuja soterrada pero astutamente de regreso a su lugar: la universidad.
Así, el orden es restablecido y la frase inculpadora (“en qué momento se jodió Chile”), la inocente paráfrasis de lo que en verdad decía una novela y no Rojas, deja de pronto de ser una sentencia atentatoria contra la patria. Al menos no contra esta. Las cosas y los sujetos vuelven a su cauce tradicional histórico, por lo que no hay épica criollista ni revolucionaria ni vital. Tanto El rincón de los niños como Cátedras paralelas son el trasunto de un Chile que, como Venancio, no sabe para qué lee, porque espera hallar en los libros “la verdad” o “lo real”, y no encuentra más que confusión o una especie de realidad deformada.
Tal vez eso explique la escasa atención que recibieron estas dos novelas en su momento: porque lo que dicen está escrito en sus pliegues, en sus vacíos y en unos silencios que deben ser reconstruidos y completados por un lector que sospecha: esa especie de historiador que somos cuando leemos. Y esos espacios hablan de asuntos vergonzantes, poderes oscuros, descuidos y hasta de extravíos imperdonables. Hablan de ese eriazo remoto y presuntuoso pedazo de tierra que quiere ser fundo.
“Lo que menos tengo es miedo”, escribe de pronto Juan Carreño en uno de los tantos poemas de Paramar, un libro que también es un río que se desborda. La frase, o el verso, está en el recuerdo de un viaje adolescente a la playa, solo y sin dinero, avanzando a dedo y durmiendo a la intemperie mientras cae la lluvia. Vender sus poemas a los punks y los surfistas de Pichilemu no le resulta. Lo que resulta es volver a esa playa que alguna vez fue suya, de su gente; es decir, lo que resulta es el viaje, la experiencia. Quizás el primer viaje de este libro que crece a ras de suelo, entre poblaciones, desechos de alguna feria y descampados de Chile, pero que también recorre otros países y otros caminos, por los que Carreño se movió y tomó notas al vuelo.
Más que un volumen unitario, Paramar recoge una serie de textos que en conjunto dan una panorámica del poeta Carreño entre 2016 y 2019: lanzado a la aventura, pero también como un intérprete urgente del Apocalipsis bíblico contemporáneo y, mucho más, como un habitante rabioso y desencantado de las multicanchas vacías de los extramuros de Santiago. Seguramente es en este último registro donde Carreño consigue sus poemas más personales y reveladores, pero la gracia de este libro está en cómo transita por todos esos tonos: son casi 250 páginas que se inician releyendo el Apocalipsis y terminan en rencorosas citas a Los Prisioneros y reproducciones de memes en donde, por ejemplo, Jesús se cuadra con la cerveza Báltica de litro.
Nacido en Rancagua en 1986, Carreño no pierde el tiempo: desde 2008 ha publicado 13 libros –algunos más artesanales que otros–, en lo que además de poemas, hay una novela y un volumen de crónicas y textos de no ficción. El origen ya es algo parecido a un hito de la poesía local de nuestros días: Compro fierro, un poemario que lejísimo de cualquier jerga de nuestra lírica, se hundía en la experiencia poblacional y su oralidad. Que pareciera descarnado no solo hablaba de la distancia hipócrita de los lectores literarios con esas zonas de la vida urbana, sino también de la capacidad de Carreño para trasladar una cotidianidad –a veces suya– al ámbito poético sin perder su rudeza esencial.
Paramar contiene un paisaje muy amplio de textos, lo que no pocas veces lo vuelve irregular. No es solo que haya mejores poemas que otros, sino que por su naturaleza antológica conviven diferentes estilos y aspiraciones temáticas.
Hay algo salvaje o indomable en la escritura de Carreño que está en sus temas y también en la forma incontenible que se aprecia claramente en Paramar: poemas que se extienden por varias páginas en que se mezcla el testimonio, la reflexión y un tono de voz grupal, generacional acaso, de un yo que son todos esos adolescentes que fuman Pall Mall rojos, toman chimbombo, viajan en buses piratas, acampan en la playa, se juegan la vida en los Tagadás de provincias, se alimentan de dulces Fruna y terminan el colegio en cursos 2×1. “Entregados a la melancolía y el descampado”, esos jóvenes de quienes habla Carreño puede que efectivamente sean los que hoy terminan “pateando piedras”, pero acá no hay un retrato dócil: antes que desamparo y amargura, estos poemas cargan una intensidad vital inmune a la derrota.
“La derrota es la prudencia, la resignación”, llega a decir Carreño en uno de los poemas. Se titula “Comida rápida la orquesta” y es algo así como un diálogo de una pareja que contempla las precariedades por venir en el horizonte y lanzan preguntas como estas: “cuánto pagan la hora en el Burger King?”, “cuánto nos falta para que salga Boric?”. Esos destellos de drama político social son chispazos que, en cualquier caso, en Paramar coexisten con toda otra gama de registros: un poema cortísimo nos informa solo esto: “poema dictado por dios en sueños/ de Marc Anthony a Jennifer López:/ hay escorpiones en mi libreta”.
Paramar contiene un paisaje muy amplio de textos, lo que no pocas veces lo vuelve irregular. No es solo que haya mejores poemas que otros, sino que por su naturaleza antológica conviven diferentes estilos y aspiraciones temáticas. Queda claro que la ambición de Carreño hace rato ya superó el naturalismo puro y duro de Compro fierro y la mejor prueba es la reescritura de parte del Apocalipsis que se lee al inicio del volumen y que, en cierto modo, también reescribe ese testimonio callejero y rudo con el que una vez sorprendió. Quizás ahora suena menos fresco. Lo que no se apaga en la poesía de Carreño es una vitalidad que hace del rencor, la humillación y hasta de la nostalgia, la carne para cualquier batalla.
Paramar, Juan Carreño, Ediciones Lastarria, 2019, 255 páginas, $8.000.
Si la literatura es un lugar donde cohabitan voltaicamente la humildad con la ironía, la grandeza con el total descreimiento, el goce con la irrevocable pena de vivir, si la gran literatura es un desgarro y a la vez una celebración, una arquitectura y una demolición, una carcajada y un alegato, un bostezo, un gemido, entonces Mario Levrero es un escritor mayor.
A 80 años de su nacimiento y 15 de su muerte, su inconfundible personalidad literaria sigue viviendo en la mayoría de sus textos. Muy especialmente en los de sus últimos 10 años, escritos en aquello que podríamos llamar su ciclo final, donde deja atrás una narrativa más imaginativa o disparatada para darse paso a sí mismo. Levrero se gana, hacia el final de su vida, el derecho narrativo al Yo –esa entelequia en la que de todos modos apenas cree–, llegando incluso a poner en su penúltimo libro de cuentos una autoentrevista, ese género patético que en su caso funciona a la perfección.
Desde que publicó El discurso vacío, en 1996, comenzó a vaciarse en su escritura. De ahí la índole indisimuladamente autobiográfica que adquirieron sus últimas novelas (“No me fastidien con el estilo ni con la estructura: esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida”), su gran obra póstuma, La novela luminosa, diario involuntario escrito postergando un deber (cumplirle a “Mr Guggenheim” por la beca otorgada para terminar una novela espiritual abandonada años antes) y ese otro diario involuntario y fenomenal que conforman sus 126 columnas publicadas entre 1996 y 2000 (fueron reunidas parcialmente por el autor como Irrupciones y en 2013 en Uruguay se publicaron todas, de las cuales Montacerdos edita ahora en Chile 100 en dos impecables tomos).
Leer sus columnas es entrar sin rodeos a una literatura hecha de rodeos, de digresiones y observaciones de libre decurso; es acceder a un modo de ver y de ser. La novela luminosa es una obra que separa aguas, que marca un antes y un nunca más en materia de literatura autobiográfica. Tras leerla, sus novelas del ciclo final (Dejen todo en mis manos, El alma de Gardel, Diario de un canalla), funcionan como escolios, miniaturas o maravillosas cápsulas recordatorias de esa obra de casi 600 páginas.
Levrero cuenta sueños sin aburrir, indicio de genialidad; de hecho, narra con igual cercanía y distancia los hechos y los sueños, al punto de que muchas veces no es que se parezcan o confundan, simplemente es imposible distinguirlos.
Esta línea de incisiva autoexploración la venía ensayando ya en algunos cuentos y también en sus entrevistas y correspondencias (recopiladas póstumamente). De estos textos se pasa con la naturalidad del viento a las columnas, que son ya el otro cabo de la vela siempre encendida –luminosa– que es el estilo tardío del Levrero final. Están las aprensiones del propio autor, que al reunirlas dijo que el lector notaría “abismos a los que no se desciende y ciertas alturas que no se alcanzan”, pero lo fascinante es que no es así, no son una marginalia ni un añadido editorial sino “un hipertexto, un holograma” donde se pasea, más o menos escondido detrás de una u otra trama, el mismo entrañable energúmeno que habita en La novela luminosa.
Irrupciones es el diario discontinuo de un sujeto provisto de una lucidez despiadada, una sensibilidad inocultable y un carácter humorístico y mañoso para enfrentar la constante hostilidad del mundo, manifestada en la llamada de una falsa tía, una moto sin silenciador, la proliferación de siglas en la prensa escrita, un taladro en la calle.
Hay en el ciclo final de Levrero un observador impenitente (reveladora es la cantidad de ventanas que aparecen en sus últimos libros) que lo mismo puede extraviar la mirada en los ojos de una mujer, en el edificio del frente, en la conducta de un insecto, en los sueños (Levrero cuenta sueños sin aburrir, indicio de genialidad; de hecho, narra con igual cercanía y distancia los hechos y los sueños, al punto de que muchas veces no es que se parezcan o confundan, simplemente es imposible distinguirlos).
Levrero es antes un voyeur que un exhibicionista, aunque se piense a menudo lo contrario y aunque a veces él mismo reclame atención: “Alguien debería levantar la vista y ver mi pobre figura en la ventana, un hombre muy viejo y muy gordo, con una camiseta sin mangas, mirando el mundo con mucha pena”. En su constante mirar, Levrero se revela como un gran impugnador de clichés. Por ejemplo, reivindica la costumbre de hablar del clima entre desconocidos como un buen sucedáneo del diálogo metafísico que la rutina taponea. Y el ojo alcanza al propio texto, logrando momentos de una meta textualidad hilarante, donde las propias palabras se cuestionan, aportillan y ríen: “Encontré en el procesador de textos un botón que, al oprimirlo, permite ir tachando todo lo que se escribe… Me siento tentado de seguir escribiendo así, siempre”.
Y hay, aunque no sea un afán, un pensar casi filosófico, como en su reflexión sobre las ideologías, que confiesa haber profesado de joven antes de despojarse de toda esperanza: ‘Lo hacía, descubro, porque para poder vivir en el mundo me parecía más fácil arreglar el mundo que arreglarme a mí mismo’.
Pero a Levrero le resultaba crecientemente más extraño el mundo interior que el exterior, hasta donde sea posible distinguirlos. El mundo de afuera ya lo había descrito enrarecido en La ciudad, París y El lugar, las novelas de su Trilogía involuntaria (es impresionante cómo la pandemia las ha convertido en libros hiperrealistas o anticipatorios). En cambio, en los textos del ciclo final Levrero es esencialmente un triple observador de sí mismo que mirando el afuera en realidad analiza y consigna las modulaciones de su espíritu, su mente y su cuerpo.
Son pues estas Irrupciones un diario en la medida en que tratan de lo que le pasa –o no le pasa– en un día a día consignado no metódicamente. Tal como en un diario de vida y literario, sus columnas a menudo tienen varias entradas, sin más conexión entre sí que la mirada y el tono del sujeto que expone y se expone: (Jorge) Mario (Varlotta) Levrero. Son los reportes de la vida de un hombre, para decirlo con la fórmula con que Ungaretti nombró su obra poética. Por eso campean las divinas mañas de un neurótico ejemplar, como su fijación casi agresiva contra “la escalada de la publicidad sonora”. Es, claro, una neurosis creativa, con una fuerte conciencia sobre la propia escritura y sus limitaciones y precariedades.
Entre medio hay cuentos magistrales –notable el de un hombre buscando un baño en un laberinto imposible–, ensayos, una extraordinaria saga (sobre un hoyo en su buzo deportivo) y poemas, textos antiguos, cartas, diatribas, aforismos, aventuras computacionales. Y hay, aunque no sea un afán, un pensar casi filosófico, como en su reflexión sobre las ideologías, que confiesa haber profesado de joven antes de despojarse de toda esperanza: “Lo hacía, descubro, porque para poder vivir en el mundo me parecía más fácil arreglar el mundo que arreglarme a mí mismo”.
Una última cuestión, primordial. Decisiva en la singularidad de Levrero es la relación pasional (de amor u odio) que establece con la naturaleza, en especial con su faceta menos glamorosa, olas de calor, arañas, ratones, palomas, cucarachas, drosófilas. Los mosquitos, a los que detesta porque le pican y chupan la sangre, le desatan dilemas morales sobre la vida y la muerte que ni Hermann Broch se planteó con tanta tribulación.
Durante todo el siglo XX Perú fue pródigo a la hora de producir novelas escritas por poetas. Otra forma de decirlo es que Perú posee una sólida tradición de raros, pensando en la genealogía que Ángel Rama tomó prestada de Rubén Darío, que son capaces de salir bien parados en ambos géneros. Esta antitradición se inicia con La ciudad de los tísicos (1911) de Abraham Valdelomar, continúa con La casa de cartón (1927) de Martín Adán, Los inocentes (1961) de Oswaldo Reynoso, El cuerpo de Giulia–No (1971) de J. E. Eielson y llega a una especie de apoteosis amazónica con Las tres mitades de Ino Moxo (1981) de César Calvo. La notoria ausencia de mujeres en esta lista es en parte reparada con la publicación de Por qué hacen tanto ruido (1992) de Carmen Ollé (Lima, 1947), una novela que lleva a la prosa la indagación en la realidad social y el deseo femenino que la misma Ollé realizó en poesía en su primer libro, Noches de adrenalina (1981).
La primera pregunta que surge al leer esta impecable reedición de Ediciones Overol es qué tipo de libro tenemos entre manos. Porque si bien se nos dice que se trata de una novela y hay en él una evidente curva narrativa que nos urge a descubrir qué pasará con esta madre, escritora y profesora, al mismo tiempo somos embestidos por la escritura de Carmen Ollé, un lenguaje cuya concentración y belleza posiciona este libro a medio camino entre la novela y la poesía. Una situación que Ollé ya había explorado en su segundo libro, Todo orgullo humea la noche (1988), donde reúne poemas y textos en prosa. En Por qué hacen tanto ruido, sin embargo, la apuesta es total y el animal salvaje que habita la escritura de Ollé se agita y resopla en libertad.
Cuando digo que este magnífico libro es sobre más que un quiebre amoroso, lo que quiero decir es que es un libro sobre la dificultad de ser mujer, un tapiz donde, como en los fragmentos de un espejo roto en la habitación de la escritora, vemos reflejarse otros aspectos tan relevantes como el que domina la narración.
La historia despojada de todo adorno es la de una mujer que intenta con dificultad separarse de su marido, Ignacio, un hombre que se debate entre la esquizofrenia y el alcoholismo, un poeta al que admira y ama en igual medida, y con quien tiene una hija y un matrimonio de 10 años. El alejamiento parece imposible, aunque la relación esté irremisiblemente quebrada, ya que sus vidas están tan entrelazadas que separarlas es correr el riesgo del derrumbe. Al mismo tiempo, pensar en Helena, la amante de Ignacio, más que producir celos en la protagonista, le permite descomprimir, imaginarse abandonada y aliviada de la presencia de su cónyuge, así como del deseo y el amor que este le inspira.
Muchas veces la partida de Ignacio es inminente, pero luego se posterga y reflota la idea de salvar el matrimonio. Asisten a terapia, el doctor sugiere un retiro al balneario de San Bartolo, que contacten a un editor para que Ignacio trabaje en la creación de una enciclopedia o que viajen, consejos impracticables si consideramos que los personajes de este libro son una profesora y un poeta cesante. Pero sucede que Por qué hacen tanto ruido es mucho más que el relato del fin de una relación amorosa, es también un diario sobre la lucha de una mujer de casi 40 años por constituirse como escritora fuera de la sombra que proyecta su marido, trasunto del poeta Enrique Verástegui, uno de los fundadores del movimiento Hora Zero. En las primeras páginas vemos la escritura avanzar a tientas, la protagonista pretende escribir pero se descubre llena de tics y facilidades que le impiden sentirse más cerca de la creación que de la mecanografía. Esta es una sensación que está innegablemente unida a la relación mutuamente vampírica que sostiene con Ignacio, cuya sola mirada puede disolver su seguridad.
Cuando digo que este magnífico libro es sobre más que un quiebre amoroso, lo que quiero decir es que es un libro sobre la dificultad de ser mujer, un tapiz donde, como en los fragmentos de un espejo roto en la habitación de la escritora, vemos reflejarse otros aspectos tan relevantes como el que domina la narración. Por un lado está Lima como escenario de la violencia política, la infancia solitaria, la relación con un cuerpo de 40 años, la enfermedad, la pobreza que se desprende de su oficio de profesora y la relación con una madre que decide inmigrar ya vieja, justo cuando empiezan a entenderse. Son esos fragmentos de “prosa anárquica”, como los llama Ollé, los que acaban por reconstituirla y mostrarnos una mujer entera.
Por qué hacen tanto ruido, Carmen Ollé, Ediciones Overol, 2019, 95 páginas, $10.000.
En 1827 se menciona por primera vez la escarlatina en Chile, que hacía estragos en Europa al menos desde el siglo XVIII —pese a que algunos autores afirmen que esta enfermedad ya pudo ser la famosa peste de Atenas que mató a Pericles. A fines de 1831, empezando por Valparaíso, se desató su primera epidemia local, que en dos años causó unas siete mil muertes —unas 120 mil, proporcionalmente, para la población actual.
El Epistolario de Diego Portales (Ed. UDP, 2007) toca el tema varias veces, desde que en un primer momento se piensa él mismo infectado hasta un novelístico y oscuro clímax, cuando la epidemia casi mata a Constanza Nordenflycht, su amante y la madre de sus hijos. Los rasgos más intensos de su personalidad se delatan en torno a la tragedia: para empezar en el tono casi jovial y algo inmisericorde con que la afronta; la racionalidad estricta con que aconseja aislamiento a sus amigos; la ironía implacable hacia las soluciones religiosas; la confianza en su propio conocimiento de “la profesión médica” —algo celosa por cierto: advierte a sus amigos que no se apresuren en darse también por conocedores—; y, sobre todo, en las indescriptibles cartas del 13 de mayo de 1832, únicas que recojo íntegras aquí.
Diciembre 12 de 1831
(A Antonio Garfias)
Estoy con un dolor de cabeza tan fuerte que lo creo principio de una epidemia, que aflige a este pueblo, de escarlatina, garganta, fiebre y demonios; por esto no puede continuar su S.S. (abreviatura de Su Servidor, nota del editor).
Febrero 10 de 1832
(A Antonio Garfias)
Después de dar a usted las debidas gracias por el interés con que su amistad se pronuncia por mi salud, le noticio que no gozo de la más completa; pero que no siento actualmente cosa que merezca cuidado: un dolorcillo al vientre y algún pequeño dolor quiero decir, pero en la cabeza, es todo lo que me queda de mi pasada indisposición: crea usted que aquí no corro otro riesgo que el que corren todos los vivientes en el mundo, de morir cuando viene la muerte. Estoy en esta quinta más preservado de la escarlatina que en Santiago: habiendo andado por los alrededores de ella la ha respetado tan profundamente, que no se ha atrevido ni a mirar a un criado, a un peón, ni a ninguna de las personas que la habitamos.
Febrero 15 de 1832
(A Antonio Garfias)
Véame a don Fernando Elizalde, dígale que es mi amigo: que los papeles de Echaurren y mi contestación están en el baúl de Ovejero desde que llegó; que éste se siente mejor y que espero podrá salir de aquí mañana o pasado: que por falta de proporción (ocasión propicia, nota del editor) segura no los había devuelto antes. Memorias a Juanita. A su hijito Ossa que vino de paseo le ha dado un coscorrón más que fuerte la escarlatina, le he descubierto que no tiene muy buenas mañas y le hago esta prevención para que esté con cuidado con él.
Abril 29 de 1832
(A Antonio Garfias)
Celebro la venida de la comadre y familia al pueblo, si ha pasado la escarlatina: dígale Ud. que me parece que estando en Santiago la tengo más cerca.
Enero 19 de 1832
(A Antonio Garfias)
Hoy me he dado por noticioso, porque estoy escribiendo por distracción. La peste o fiebre escarlatina parece que va desapareciendo en el puerto, aunque sigue en el Almendral, porque no pasa el sacramento: es la prueba que yo tengo más a la vista, porque siento las campanas en la Merced y una tambora que lo acompaña de noche y que no sé cómo no se ha hecho mil pedazos con tanto trajín. En el puerto han muerto algunos chiquillos de familias conocidas, y hemos tenido sacramentada a la Nieves Santa María; y, al largarla, la mujer de Manterola, (Martín), la de Almeida, y otros visibles; pero por la infinita misericordia de Dios, ya están todas fuera de peligro. El domingo en la noche vi salir el rosario de Santo Domingo, que fue a ofrecer a la puerta de la casa de la Santa María; pero ha sido patente el milagro; porque mediante el rosario y los purgos, sudoríficos, vomitivos y refrigerantes, la Nieves comenzó a mejorar desde el lunes. Mas, por uno de aquellos altos juicios, que no alcanzamos a comprender, han sanado las otras enfermas, que aunque no se les ha llevado el Rosario, tomaron los mismos medicamentos que la Nieves. ¡Oh Dios! ¡qué grandes son tus bondades para con tus cristianos! Si no vemos más que hombres de todas las edades jodidos a dos cabos, es porque así convendrá, y si d. Antonio Garfias y yo, que sabríamos hacer tan buen uso de la plata, no la tenemos, es porque conviene que la tengan tantos pícaros, miserables, enemigos de los de su especie. ¡Qué consuelos suministra nuestra santa religión! En ella espero vivir y morir creyendo y confesando todo cuanto cree y confiesa nuestra Santa Madre la Iglesia.
Febrero 5 de 1832
(A Antonio Garfias)
A mí no me da la peste porque estoy en un lugar que es contra el contagio y a precaución voy a traer en lo sucesivo la cinta de San Nicolás.
Marzo 27 de 1832
(A Antonio Garfias)
Celebraré que Ud. se halle bueno, gordo, alegre y libre hasta del riesgo y temor de la escarlatina: antes de abrir sus cartas todos los días me persigno, porque ya me parece que me anuncia hallarse con los síntomas.
Abril 4 de 1832
(A Antonio Garfias)
Ya veo toda la familia de Ud. y a Ud. también en cama: así lo he estado esperando todos los días: es imposible que escape del contagio una familia numerosa y reunida; ¡carajo, que no pueda Ud. desprenderse de la zoncera de cargar inútilmente con los pesares ajenos!
¿De qué podrá servirle a una persona el que yo me aflija por sus desgracias? Mi aflicción no puede ser un remedio y si este está a mis alcances no habrá más que proporcionarlo sin la mortificación de sentir. Bien pudiera la escarlatina haber entrado por una de las tías viejas que Ud. tiene en casa y parar en ella, o al menos que golpease a su tío Miguel, que al cabo es hombre; pero que en la pobre Rosa haya venido a cebarse, es cosa triste.
Por una carta del teniente que he recibido hoy, sé que mi comadre y la familia se vuelven de Quilicura a Santiago: haga Ud. todo esfuerzo por impedir este imprudente viaje; pues en nada puede perjudicarles el permanecer en la chácara 15 días más por no exponerse al riesgo inminente con que amenaza el estado de esa población. Si va cediendo la escarlatina, ¿por qué no esperar que se acabe, lo que no puede tardar mucho?
Abril 9 de 1832
(A Antonio Garfias)
Ante todas cosas manifestaré mis sinceros sentimientos y cuidados que me causa la visita que ha hecho la escarlatina a la familia de Ud. Celebro la providencia de mandar fuera de casa al niño de Fernando, si muere no será lo que yo más sienta ya por su edad, ya porque tal vez haya heredado la cabeza de su infeliz padre.
Celebro que Rosa y Bernarda estén alentadas y espero con ansias la plausible noticia de haber caído la Rosarito. Creo muy prudente no elogiar ni despreciar los aciertos de Ud. y de d. Tadeo (a quien dará mis memorias); lo mejor es librar al tiempo la calificación de los conocimientos y progresos de Ud. en la profesión médica.
Abril 10 de 1832
(A Antonio Garfias)
Celebro la mejoría de las niñas y el que vaya cediendo tal epidemia. Por una carta del teniente que he recibido hoy, sé que mi comadre y la familia se vuelven de Quilicura a Santiago: haga Ud. todo esfuerzo por impedir este imprudente viaje; pues en nada puede perjudicarles el permanecer en la chácara 15 días más por no exponerse al riesgo inminente con que amenaza el estado de esa población. Si va cediendo la escarlatina, ¿por qué no esperar que se acabe, lo que no puede tardar mucho?
Abril 15 de 1832
(A Antonio Garfias)
Ayer no le escribí por la razón que no lo hago en los sábados, aunque yendo la escarlatina tan en derrota según se dice, he sospechado que ya mi comadre está en Santiago y mucho más después de haber sabido por el insigne Ochoa que el mismo contagio había en la chácara y que en la familia había empezado por una criada, lo que me tiene con cuidado. Diga Ud. a doña Dolores que buenas son mangas después de Pascua, que celebraré las haya pasado muy felices y en gracia de Dios.
(…)
Quedan contestadas en la parte que lo exigen sus dos cartas de 12 y 13 y acabo de recibir la de ayer que voy a contestar. Los estériles ofrecimientos de las convalecientes, son de agradecerse aunque estériles, porque yo no encuentro ocupación alguna que darles que sea digna de ellas. Si fuera el Gran Señor ocuparían buen lugar en mi casa; pero los mandamientos de Dios, y las preocupaciones de los hombres hacen inútiles unas personas que debían ser tan provechosas a sus semejantes del género masculino. Diga a doña Rosario que estoy conociendo que me quiere en el hecho de viejear a un joven que todavía no tiene 10.000 canas en la cabeza y cuya calva no alcanza a ocupar el espacio de una mano: que en materias de arrugas aunque no faltan que digamos; pero que pienso retocarme con un barniz, que tiene don Pedro García de la Huerta, con el que sin duda quedaré más estirado que un pergamino y que sepa que uno de los cariños más apreciados es el de mi viejecito, y que en este sentido he recibido su recado aunque la vergüenza le haga retraerse después y darle otra interpretación.
Abril 30 de 1832
(A Antonio Garfias)
Siento mucho la indisposición de Rosarito aunque no sea de cuidado; más bien que se hubiesen afectado otras partes de que no sabe hacer uso y que le son casi inútiles; todo sería menos que el atentado de la escarlatina en acometer el santuario de su garganta. Anoche hemos tenido un aguacerito como de seis horas aunque lento y aunque el tiempo ha mejorado mucho creo que esta noche volveremos a tener agua porque empieza a descomponerse: mucho nos hemos acordado de Santiago, esperando que allí haya sido más fuerte y que acabe con la epidemia.
Mayo 13 de 1832
Mi querido Garfias:
Si hay algún bien en la vida es el consuelo de tener un amigo a quien entregarse y que merezca este título sagrado.
Tenga Ud. paciencia. Debe saber mis relaciones con Constanza Nordenflicht. No es del caso entrar en historia tan desagradable y en que tendría que hacer yo mismo mi panegírico. Sabe Ud. que tengo dos chicos de ella: que quiero y compadezco a la que está en el colegio y que, a más, no está fuera de mi deber propender a hacerla feliz en cuanto pueda.[1] Declaro a Ud. también, que no he contraído obligación alguna con su madre y que para la puntual asistencia que ha recibido siempre de mí, no he tenido otro móvil que mi propio honor, la compasión y el deber de reparar los daños que hubiese recibido por mi causa.
Después de estos antecedentes, debo poner en su noticia que se halla gravemente enferma y que la escarlatina puede concluir de un momento a otro con sus días: quiero hacer menos desgraciados a los inocentes frutos de mi indiscreción y juventudes, casándome con la madre en artículo de muerte y, al efecto, cuando llegue el caso será Ud. avisado por los facultativos o uno de ellos, para que se presente a representarme y contraer a mi nombre: para esto remito a Ud. el poder necesario.
Debo prevenirle que formada mi firme resolución de morir soltero, no he tenido embarazo y he estado siempre determinado a dar el paso que hoy le encargo; pero con la precisa calidad de que la enferma no dé ya, si es posible, señales de vida: hace cinco años estuvo desahuciada y abandonada de los médicos y hasta del ministro que la auxiliaba: hice varias tentativas para dirigirme a su casa con este mismo objeto; pero me fue imposible vencer el temor de que sobreviviese a aquella enfermedad. Yo no tendría consuelo en la vida, y me desesperaría si me viera casado: esta declaración reglará la conducta de Ud. y me avanza a aconsejarle que, si le es posible, se case, a mi nombre, después de muerta la consorte: creo que no faltaría a su honradez criaturas. Constanza hizo su testamento cerrado en aquel entonces; deja por herederos a sus hijos y por albacea y tutor a don Manuel Rengifo, en cuyo poder se hallan esas disposiciones. De consiguiente, el engaño no perjudica a sus hermanos que podrían heredarla ab intestato.
En fin, a Ud. me entrego y esta consideración solo puede hacerme suspender toda otra instrucción. Tengo despedazada el alma, por lo que no me contraigo a sus cartas que he recibido.
Mayo 13 de 1832
Señor don Carlos Burton:
Tengo a la vista sus dos apreciadas 11 y 12 del que rige, por las que quedo instruido de cuanto deseaba saber acerca del asunto que tuve la franqueza de encargarle. Doy a Ud. las debidas gracias por sus buenos oficios, y quedo muy reconocido a la atención que ha querido prestar a mi recomendación.
No me parece hay inconveniente para que consulte Ud., si lo estima necesario, con cualquier otro facultativo, sobre la enfermedad escarlatina que padece actualmente esa persona, y por supuesto desearía también que ni este ni persona alguna tuviese la menor noticia de su primera enfermedad, a menos que de ocultarla se siguiese el peligro de la vida.
Si desgraciadamente muere la enferma, es preciso que se haga pública la causa o enfermedad que le da la muerte: es preciso hacer una junta, y me sería muy sensible que los facultativos que la compongan se impusiesen de la primera enfermedad porque ya sería difícil guardar un secreto entre tantos. Así pues, si Ud. no cree necesario someter a la consideración de la junta, el secreto, puede omitirlo, y tratar solamente de la escarlatina, como único mal.
Ya es Ud. depositario de mis confianzas y debo hacerle otra nueva. Acaso conozca Ud. a una chica Rosalía que tiene madama de Versin en su colegio: quiero y compadezco a esta niña, y Ud. debe saber que a más del desprecio con que carga en la sociedad una hija o hijo natural, nuestras leyes le reducen a una condición triste: querría hacerla menos desgraciada legitimándola, y para ello no hay otro remedio, pero será cuando no haya absolutamente esperanza de la vida de la enferma: de otro modo quiero más bien que me acompañe toda la vida la amargura de reconocerme autor de las desgracias de esa inocente criatura; porque me será imposible conformarme con vivir casado un solo día. Debo advertir a Ud. que ahora 5 años, estuvo la misma paciente en tal estado de peligro que fue abandonada de los facultativos, porque todos opinaban que debía morir sin remedio de un momento a otro, y sin embargo de esta casi certidumbre de su muerte, no pude resolverme a dar este paso por el temor de que pudiese sobrevivir burlando tan fatales pronósticos: yo me habría llevado el chasco del que quiero huir, y así ruego a Ud. que se sirva seguir como me promete comunicándome sus noticias, para según ellas dar mi poder a d. Antonio Garfias a fin de que en artículo de muerte, me represente y contraiga a mi nombre. Si el peligro fuese tan inminente que no diese esperanza, tendrá la bondad de verse con Garfias, y poner en su noticia esta mi resolución para que proceda conforme a ella, protestando manifestar mi poder.
Dispénseme Ud. y disponga de su reconocido, y afecto servidor.
Diego Portales
P.S.—Es preciso no dar a la enferma ni el más pequeño indicio de mi determinación. Puede Ud. encaminarme sus cartas por la estafeta directamente.
Notas
1 “A la fecha de esta carta la señorita Nordenflicht solo había dado dos hijos a Portales. A la muerte del ministro ya había nacido el tercero” —cuenta Ernesto de la Cruz, editor del epistolario (1936), en nota a esta carta. En esa misma nota copia el decreto por el cual, tras la muerte de Portales, se legitimó a sus hijos.
El amor en los poemas de Louise Glück (Nueva York, 1943) nunca ignora su fin, incluso cuando todo recién comienza. Lo que se ama termina siendo destruido en las manos del ser humano. Nada se salva. Las relaciones familiares, como en su libro Ararat, están cargadas de tristeza, quizás porque están llenas de deseos incumplidos, de muertes que han tocado las puertas de sus casas demasiado pronto y de paso han calcinado los sueños de toda inocencia. Allí donde está la escisión está la rotura, dicen sus poemas. Mujeres heridas que se han hecho fuertes a punta de ensimismamientos, y una en especial que carga con el vacío de su padre, y que mira la belleza de su madre de la que todos hablan.
La envidia también está presente en las relaciones, como la de dos hermanas que nunca terminan de congeniar, o la envidia inevitable de las Furias ante la felicidad de los mortales en ese poema llamado “Confesión”. Ararat es la crónica de una familia “especialista en silencios” y, por lo tanto, especialista en la representación de falsos papeles que terminan con la extinción de su propia lengua. La marca entonces, nos dice, se lleva desde temprano, desde que se tiene memoria y quizás sea necesario crear una nueva lengua para decir: “Lo que vuelve / del olvido vuelve / para encontrar una voz”.
De estilo más concentrado en la característica narrativa de sus versos, aunque en una misma y honda línea reflexiva, hay otro libro llamado Praderas, donde se hacen presente las hostilidades de un matrimonio mal avenido, la soledad de esas “fuerzas enfrentadas” bajo la mirada de un hijo que, en la encarnación de Telémaco, va dejando plasmada con cierta lástima la relación de sus padres Odiseo y Penélope, quienes también toman la palabra para hacer sus descargos.
Alma, cuerpo, espinas, pecado, culpa, perdón, son las señales, las migas que van quedando en el camino de la lectura y que instalan el universo de lo religioso en ella y de todo lo que eso implica: la pérdida de una fe o la exigencia de la misma. La insignificancia de la existencia.
Louise Glück, autora de once libros, siete de ellos traducidos al castellano por editorial Pre-Textos, y profesora universitaria, reescribe la mitología y esa lectura de la tradición sobre la que tuvo ojos desde pequeña, supone una aguda observación de ciertos aspectos y detalles de aquellos personajes. Como si esas figuras traídas a su escritura fueran de algún modo las voces que encarnan y traducen las sombrías zonas del yo. La cotidianidad del amor, la infancia infectada de daño, también aparecen pero desde una nueva mirada que incorpora otras imágenes, las de su propio presente. Transcurre el tiempo en sus poemas “hacia atrás desde el acto hasta el motivo / y hacia adelante hasta una decisión justa”.
Otros libros que toman la mitología para hablar del amor y el deseo de un yo quebrado son, por ejemplo, Vita Nova o Averno. En voz de Orfeo-Eurídice y Perséfone, respectivamente, encontramos poemas que hablan del desastre y al hacerlo intentan perpetuar las huellas de un amor; la escritura de estos versos se levanta como la forma de resistencia de un corazón que se ha endurecido por necesidad, para protegerse del daño. Y también la necesidad de engañarse y creer que ese engaño muchas veces constituye la felicidad es un pensamiento que traspasa estos libros y otros de la autora; necesidad del presente del amor para continuar hacia adelante, un rato, quizás por deseo, por ansia, antes de que todo se arruine. Nada impide, sin embargo, que se vivan las cosas, nada impide la aparición de ciertos destellos en el oscuro “fondo constante del corazón”. Glück en alemán significa felicidad. El amor en definitiva es un paso por el fuego que todo lo consume y, sin embargo, no se puede estar ajeno, se puede sí salir caminando, sola, siempre sola la voz. Y envuelta en la luz y en la oscuridad al mismo tiempo, la poeta sale porque es necesario hacerlo, para construir “un todo, algo bello, una imagen / capaz de vivir por sí misma”.
Louise Glück, de la que se dice es solitaria y retraída, libera su voz no a los gritos, no impone su íntima desesperación, aun cuando todo en la base sea eso. Sus poemas son justos y llanos, mas no por ello menos intensos y secretos, como si en la lectura nos fuéramos metiendo cada vez más adentro, de su vida o en el reflejo de su vida, de la nuestra. Sus versos se van acompañando hasta que aparece uno, dos o tres que quiebran con su extrañeza la secuencia narrativa y revelan la imagen que contiene y arrastra el sentido de todo el poema. La claridad es solo una apariencia. Las imágenes trepan y se elevan, ascienden como la primavera que surge de la tierra y que muchas veces no logramos descifrar y, sin embargo, podemos apreciar su belleza. Como la de ese otro amor o desamor igual de intenso aunque más misterioso, un “tú” que todo lo cubre en su invisibilidad, una fe, acaso una divinidad que no se nombra pero está y se intuye en los versos de uno de sus libros más importantes y poderosos, el que la hizo ganadora del Premio Pulitzer en 1993, El iris salvaje.
En los poemas de Louise Glück lo único que permanece e ilumina su mundo es la visión de la naturaleza que vemos transformarse, florecer y marchitarse en su ciclo vital, y de alguna manera en lo que permanece la poeta deposita una esperanza, la esperanza de la creación, tal vez la misma que deposita en los sueños, ese mundo donde no se necesitan más dioses que el cuerpo y el alma de quien sueña.
Alma, cuerpo, espinas, pecado, culpa, perdón, son las señales, las migas que van quedando en el camino de la lectura y que instalan el universo de lo religioso en ella y de todo lo que eso implica: la pérdida de una fe o la exigencia de la misma. La insignificancia de la existencia. Aparece un cielo al que siempre se mira en busca de algo, un tú que nunca termina de aparecer o lo hace con su voz inmisericorde: “Cuántas veces debo destruir mi propia creación / para enseñaros / que vuestro castigo es éste: / un solo gesto me bastó para instalaros / en el tiempo y en el paraíso”. Un amor cruel y tierno como todo amor divino, que exige “aprender a amar / la oscuridad y el silencio” para ser correspondido.
Pienso en otra gran poeta norteamericana de su misma generación, Sharon Olds, y en su poema “Qué si dios”, donde la voz llena de ira y de dolor interpela a dios por haber abandonado a la niña que fue. En muchos poemas Louise Glück desafía con igual severidad, aunque de manera menos pasional y menos directa, a un dios con “doloroso deseo”. Habla del abandono de ese padre y maestro que se ha olvidado de nosotros y de nuestros nombres y que simplemente nos llama “visiones del más profundo dolor”. Y si hace su aparición lo hará en su forma más fiera, en el fuego de una pradera, por ejemplo.
La naturaleza es y será siempre algo crucial en su poesía, en parte por esto, pues su presencia constante es muchas veces la revelación de lo divino, de su crueldad. En El iris salvaje nunca parece más bella e indiferente la naturaleza que frente al dolor humano. La pérdida que traspasa las páginas potencia el brillo de las hojas, de los ríos, el canto de un pájaro, las flores de iris; pero al mismo tiempo, y esto ya podemos proyectarlo al resto de su obra, la naturaleza se aparta de toda religión y es su propia y dulce divinidad. Como para Emily Dickinson, su jardín fue al fin y al cabo su mundo y el de su poesía, y desde esa contemplación dio cuenta del resto y de todo; en los poemas de Louise Glück lo único que permanece e ilumina su mundo es la visión de la naturaleza que vemos transformarse, florecer y marchitarse en su ciclo vital, y de alguna manera en lo que permanece la poeta deposita una esperanza, la esperanza de la creación, tal vez la misma que deposita en los sueños, ese mundo donde no se necesitan más dioses que el cuerpo y el alma de quien sueña. Y en su experiencia Louise Glück nos dice que ha sobrevivido y en su sobrevivencia ha devuelto en palabras “al mundo un espíritu compañero”.
¿De qué se olvidó el liberalismo? Si esta ha sido la pregunta central de la filosofía política en el último lustro, es justo reconocer que pocos liberales se anticiparon a ella como Martha Nussbaum, quien lleva al menos un par de décadas proponiendo una respuesta. En su ensayo La monarquía del miedo (2019) una aguda observación sobre la Orestíada de Esquilo le sirve para resumir su diagnóstico: siempre hemos reparado en que Atenea coarta el “resentimiento desbocado” de las Furias por medio del edificio institucional –la democracia− y así pone fin a la espiral de venganza; apenas se ha advertido, en cambio, que las Furias también son acogidas en la polis con el propósito de transformar su carácter, brindándoles reconocimiento a condición de “escuchar la voz de la persuasión”.
El liberalismo, cree Nussbaum, olvidó que esa segunda transformación es crucial para sostener un pacto cívico. El orden democrático, en otras palabras, no puede ser simplemente una jaula racional para las pasiones humanas, pues estas últimas siempre hallarán vías de escape (por desgracia, su especialidad). Estamos obligados a buscar el modo de encauzarlas. Y, por vulgares que sean, pensar seriamente sobre ellas.
La dedicación de Nussbaum a esta tarea –convergente con sus aportes teóricos al feminismo liberal− alcanzó su expresión más sistemática en Emociones políticas (2014), donde estudió los efectos políticos de la ira, el asco (en su proyección social) y la envidia, buscando sus respectivos antídotos en relaciones sociales que estimulen la reciprocidad. La noche en que Trump ganó las elecciones, sin embargo, la filósofa se percató de que había pasado por alto la “emoción primaria” que subyace y envenena a las otras tres: el miedo. Miedo a los musulmanes y a los hombres de clase obrera. Miedo a la mujer empoderada y al cristiano conservador. A la globalización y al nacionalismo, a los inmigrantes y a las élites. Y “un miedo desproporcionado” de la propia Nussbaum mientras se contaban los votos: “Yo misma era parte del problema”, confiesa.
Pocos ensayos políticos han conservado intacta su vigencia después de la pandemia, pero La monarquía del miedo pertenece a un grupo más selecto aún: si ayer era actual, hoy postula a la categoría de imprescindible. Y dada la profundidad con que explora –en lugar de reprobar sin más− las dinámicas psicosociales de una conversación pública “reacia a toda deliberación calmada”, su pertinencia para el caso de Chile llega a ser abrumadora.
De la mano del poeta Lucrecio, testigo de una república romana envilecida y “el primer teórico occidental de la mente inconsciente”, Nussbaum vincula la ira política con el miedo que concebimos en la primera infancia –expuestos a la dependencia total− y su correspondiente “ambición monárquica”: poner la voluntad de otros a nuestro servicio y, como no siempre nos reconfortan, depositar en ellos la culpa de nuestra indefensión cada vez que el universo se nos revela incontrolable. Antes que moral, es un problema epistemológico: “Culpar a otros hace que la vida nos resulte más inteligible (…) que sintamos capacidad de control en vez de impotencia”. Luego nos hacemos adultos, pero el cuento de hadas, en la adversidad, debe continuar: “Nos resulta mucho más fácil incinerar a la bruja que mantener la esperanza en un mundo que no está hecho para el deleite humano”.
De estos mecanismos de culpabilización, hoy excitados por un futuro amenazante y por la cómoda cacería que ofrecen las redes sociales, tratan las páginas más originales del libro. Desde luego, Nussbaum no atribuye las desigualdades al sino trágico del destino, ni las opresiones a la histeria de los oprimidos. Pero observa que, ante un mundo cada vez más complejo e incierto, todos cedemos a la tentación de identificar grupos fáciles de demonizar −desde feministas a banqueros− para conjurar nuevos temores. “Y, cuando pensamos así, invocamos a las bestias salvajes para que vengan en nuestra ayuda, y no cabe extrañarse si luego ellas toman el control y clavan sus garras bien fuerte, bien hondo”.
Pocos ensayos políticos han conservado intacta su vigencia después de la pandemia, pero La monarquía del miedo pertenece a un grupo más selecto aún: si ayer era actual, hoy postula a la categoría de imprescindible. Y dada la profundidad con que explora –en lugar de reprobar sin más− las dinámicas psicosociales de una conversación pública ‘reacia a toda deliberación calmada’, su pertinencia para el caso de Chile llega a ser abrumadora.
El problema es que la ira, bien lo sabe esta autora, “es una emoción muy popular”, y se la suele considerar necesaria para activar movimientos de transformación. Ya Aristóteles, sin embargo, constató que la ira produce dolor, pero a la vez “una placentera expectativa de castigo”, y separar el impulso constructivo del punitivo es el afán que desvela a Nussbaum. De ahí que rescate a Luther King −y descarte a Malcolm X− como modelo del líder político que comprende la naturaleza de su objetivo: suscitar en los suyos la esperanza en un cambio viable.
Esa esperanza, y no la insistencia en reprender al iracundo o al exaltado, es lo que podría ganarle terreno al miedo. Pero aquí también importa distinguir: “El utopismo es un precursor de la desesperanza”, escribe Nussbaum, porque se remite otra vez al deseo monárquico de controlar a otros en vez de confiar en ellos. Intolerante a la incertidumbre, incapaz de perdonar la imperfección ajena, no es raro que el utópico recale con frecuencia en el cinismo o la desesperación. Y es que el espíritu de la esperanza, “vagamente ligado a cierta relajación y expansión del corazón”, necesita encontrar belleza en lo cercano y, para ello, perseguir metas realizables. “Lo real se vuelve así bello, y a eso es a lo que se adhiere la esperanza”.
La monarquía del miedo no es lo que llamaríamos un ensayo apasionante, vertiginoso, ni su autora es una gran estilista. Pero en su pluma benévola hay muy poco de ingenuidad: estamos, más bien, ante una consumada estratega. Su aproximación al lector, de pura inspiración socrática, busca complicidad en la experiencia común antes que en la prestancia intelectual, consciente de que la prédica liberal contra la intolerancia solo puede surtir efecto si encarna su mensaje: considerar al oponente una persona razonable. A menos que se pretenda predicar al convencido, que no es el caso, ni tampoco –se supone− la vocación del liberalismo.
Las “áreas de entrenamiento de la esperanza” que propone el libro también revelan una meditada ponderación de medios y fines, sin por ello librarse del mal que aqueja a todo intento de arreglar el mundo: las propuestas no alcanzan la elocuencia del diagnóstico. Alumna de doctorado de Rawls, Nussbaum se ha distanciado ligeramente de él al promover un concepto de justicia que iguale no solo oportunidades sino “capacidades”, con el fin de compensar las asimetrías de hecho. Ahora bien, su lista de 10 capacidades a las que todo ciudadano debiera acceder es de tal amplitud que, si de realismo se trata, no promete mucho más que replicar las disputas actuales bajo un nuevo marco conceptual.
En el espíritu de Whitman, que llamaba al poeta “el árbitro de lo diverso”, Nussbaum defiende la poesía, la música y las demás artes como otra “área de entrenamiento” a promover. Con una aclaración: sirven más las obras incómodas e indignantes que las de “empatía facilona”. Lo propio sostiene sobre la difusión del pensamiento crítico, especialmente en las universidades, que no deberían ceder al reclamo de los estudiantes renuentes a escuchar ideas molestas. Y, para poner a los jóvenes en contacto directo con la diversidad de su país, sugiere en calidad de “perentoria” una medida que pondrá a prueba el grado de compromiso del lector: un programa de servicio nacional obligatorio, de tres años de duración, que enviaría a los jóvenes a realizar labores sociales en regiones de Estados Unidos distintas a la suya y con personas de diferente edad y nivel socioeconómico.
Quizás existan fórmulas menos sacrificadas –y menos impopulares− para persuadir a las Furias. Por lo pronto, si nos inquieta la formación ciudadana de las nuevas generaciones, incorporar las reflexiones de este libro a los planes de estudio sería una buena forma de empezar, otra vez, por el comienzo.
La monarquía del miedo. Una mirada filosófica a la crisis política actual, Martha Nussbaum, Paidós, 2019, 303 páginas, $25.900.
La última película de Pasolini, Saló o los 120 días de Sodoma, es una versión simbólica de la república nazi que controló el norte de Italia, hasta Bolonia, entre 1942 y 1943, bajo la cual vivió el autor a los 23 años, con abusos militares y miserias atroces. Se relaciona con la obra del marqués de Sade y con el purgatorio de Dante; iba a ser, en 1975, la primera de una trilogía de la muerte, que seguía a la hermosa trilogía de la vida (Las mil y una noches, El Decamerón, Los Cuentos de Canterbury). En Saló una élite de dueños o patrones explotan abyecta y sexualmente a unos jóvenes, al punto de hacerlos comer mierda (para Pasolini, una crítica a la basura de la alimentación industrial) y otras torturas crueles. Es una especie de reverso de Porcile, la película sobre el joven burgués sin asunto, interpretado por Jean-Pierre Léaud, que se lanza a los cerdos para que lo devoren. En Saló la perversión no es por falta de sentido sino por la imposición totalitaria con que lo ejecuta el poder económico. Siempre he pensado que esta obra feroz sobre la explotación le costó a Pasolini la vida (extrañamente atropellado en Ostia, el puerto de Roma, donde fue a encontrarse con un joven, unos meses después de estrenada la película). Demasiada osadía mostrar la verdad del crimen constante de los dominantes sobre los dominados.
Pasolini, un niño de pueblo chico, de la región del Friul, educado en Bolonia y seguidor de Gramsci, joven poeta y comunista –hasta que lo echaron del partido por sus relaciones con otros jóvenes–, unos años después de vivir en Saló, en 1950, se fue a Roma con su madre. Llevaba bajo el brazo su primera novela, El sueño de una cosa (que se publicó en 1962 y recién recuperó en español Mardulce en 2019, con nueva traducción). La hermosa frase del título viene de una carta de Marx, en 1843: cuando la conciencia puede ir más allá de la religión y la política, aparece ese esencial sueño. Hablan en la novela, porque Pasolini escucha atento, jóvenes que no tienen ni saben mucho qué hacer, que se buscan la vida como extranjeros en una diáspora forzada por la posible pero violenta libertad de la posguerra. Son muchachos que sobreviven con hambre, sobrevivientes de Saló.
En Roma se pone a escribir las crónicas recopiladas en La ciudad de Dios. Se entrega y ama a Roma, mira ladronzuelos y jóvenes, niños de la calle (su próxima novela, 1955, Ragazzi di vita, será sobre los muchachos de Roma, así como su película Mama Roma, en 1962), viejas verduleras, putas y madres, ágiles y tipejos. Ve la vida que brota, su raíz y su destino. “Allí podemos encontrar una maldad incurable y una bondad angelical, a menudo en una misma alma”.
Quiere escribir, dice, como Gógol, Goethe, Stendhal, Séneca, Gide. “El Taras Bulba de Frattocchie es el más violento, desenfrenado de todos: los negocios le van bien, está en el culmen de su potencia. Además de comer, se gastan bromas, se canta, y por último, se baila. El Taras Bulba da unos pasos con una de las mujeres, una joven golfilla deslenguada y vulgar: después vuelve a su mesa, donde entre tanto el camarero le ha traído un enorme pedazo de carne. Él se dispone a comérselo, pero de repente a su alrededor el mundo se vuelve negro y cae fulminado”. Va al fútbol, que ama. “Todos estos potenciales números de la cárcel de Regina Coeli, grises como telas de a dos mil liras el metro, y hermosos como el sol, llevan en sus bolsillos sus álbumes de la Muerte en tiras cómicas, amarillo y rojo”.
En La ciudad de Dios vemos cómo su escritura va de la descripción emotiva a la elaboración intelectual y política, a una síntesis de imágenes: se vuelve cineasta. Y siempre junto al pueblo, porque ese es el sujeto histórico que ve desmoronarse y sobrevivir, porque allí encuentra la relación con un mundo perdido –el de la inocencia, el misterio y la sensualidad de la tierra–, porque la burguesía le parece inerte, tal como la retratará otra vez, años después, en Teorema.
La luz, el color, los detalles, lo maravillan. Une el olor de los crisantemos con las castañas de los vendedores. En La ciudad de Dios vemos cómo su escritura va de la descripción emotiva a la elaboración intelectual y política, a una síntesis de imágenes: se vuelve cineasta. Y siempre junto al pueblo, porque ese es el sujeto histórico que ve desmoronarse y sobrevivir, porque allí encuentra la relación con un mundo perdido –el de la inocencia, el misterio y la sensualidad de la tierra–, porque la burguesía le parece inerte, tal como la retratará otra vez, años después, en Teorema: personas que no sienten, que perdieron su facultad de comprender el mundo.
El habla popular que observa es “la concreción lingüística de una cultura inferior, típica de clases dominadas en frecuente contacto con las dominantes: serviles e irrespetuosas, hipócritas y descreídas, beneficiarias y despiadadas. Es la condición psicológica de una plebe que no ha dejado de ser ‘irresponsable’ durante siglos. Su único desquite, respecto a los grandes en el gobierno, ha sido siempre el de considerarse depositaria de una concepción de vida más… viril: en cuanto desaprensiva, vulgar, astuta y acaso obscena y carente de rémoras morales”.
Lo femenino, en cambio, es más bien aprensivo, distinguido, inocente, erótico y ético. Pasolini comprende a las mujeres en su profundidad y simpleza, como a sus famosas amigas y divas. En 1960, justo antes de empezar a hacer películas, publica un libro, Mujeres de Roma, con 100 fotografías de S. Waagenaar y prólogo de Moravia. Desde la actriz Anna Magnani llega a las mujeres de la feria, donde acompaña a su madre, que le parece tan pequeña y frágil al lado. Esta larga cita muestra entera su capacidad de ver y comprender: “Son otras cosas las que se les pasan por la cabeza. Veámoslo con calma: muchas cosas, en la cabeza, en el fondo no deberían de tener. Son fruteras, al fin y al cabo: potentes como mulas, duras como la loba, enfermas de corazón e iracundas, pero fruteras. Su vida está reducida a dos o tres cosas: una pequeña casa negra, tan vieja como el Coliseo, tal vez por aquí, en los callejones de detrás de Campo dei Fiori, o tal vez en alguno de los barrios nuevos, Ina-Casa, o San Paolo, o via Portuense: dos, tres, cuatro hijos, la mitad varones y la mitad hembras, la mitad pequeños y la mitad adolescentes, alguno quizá se haya ido ya a la mili; y un marido con el chasis desfondado, que habla como si tuviera una cacerola ardiente en la garganta, con la cara morada o paliducha, que ya se le ve ‘toda Terracina en el rostro’. Las cosas de siempre. ¿A qué viene, entonces, tanta grandeza? ¿Por qué parecen todas ellas sendas cúpulas de San Pedro? Porque son búfalas o conchas, antiguas de verdad, puras, auténticas como animales: nacieron antes de que naciera Cristo; su filosofía es la estoica, rebajada al nivel del pueblo: para vivir hay que luchar, no hay más misterio. Toca sufrir, pero también aguantar: y mientras tanto, apañárselas, incluso con rabia. Tal vez haya un dios, cristiano, católico, al que es necesario aplacar con velas o plegarias: y después apañárselas. Es aquí, en la tierra, donde se nos premia y se nos castiga: comer y beber como premio, tener hijos criminales, maridos borrachines como castigo. Los hombres están llenos de debilidades, son traidores, vagos, libidinosos: a la mujer le corresponde llevar de la mano la existencia tal como, al nacer, les toca. Y la dolorosa, colérica certeza de esas caras llenas de forúnculos y marcas nos da miedo”.
Me comentan que uno de los cometidos de James Joyce era ver la historia de Irlanda en el espejo roto de una criada. No es nada fácil, porque hay que saber de verdad quién es, y qué amasijo de gentes, sueños e historias componen un país. Pasolini ve todo, su derrota, su deseo, su completa injusticia, la eternidad implacable que persiste, tan antigua y frágil.
La ciudad de Dios, Pier Paolo Pasolini, Altamarea, 2019, 202 páginas, $27.700.
Hace ya casi dos siglos, Gogol se preguntaba: “¿Para qué exponer nada más que la pobreza, la pobreza y la imperfección de nuestra vida, desenterrando a gente de lugares perdidos y de rincones remotos de nuestro imperio?”. La interrogación, que abre la segunda parte de Almas muertas, no está desde luego exenta de socarronería, como buena parte de los escritos del autor ruso. Para quien quiera tomarla un poco en serio, sin embargo, el ejercicio puede ser provechoso, especialmente si se aplica, en un gesto de abandono gogoliano, a la obra de uno de sus compatriotas actuales: el cineasta Andreï Zviaguintsev.
La voz “compatriota” debe ser empleada aquí con cierto cuidado, pues varias generaciones y mutaciones políticas separan a ambos hombres: desde la Revolución de 1917 hasta la creación de un sonante señorío de magnates bajo el mandato ya prácticamente ad vitam de Vladimir Putin, pasando por el desmoronamiento del bloque soviético a comienzos de los años 90, Rusia ha experimentado en un siglo cambios que pocos dudarían en calificar de traumáticos. Con todo, la aproximación parece justa. Zviaguintsev, quien comenzara su carrera en el cine apenas tres años después del traspaso del poder de Boris Yeltsin a Putin, ha logrado edificar un universo propio e identificable, articulado tras las bambalinas de la gran federación rusa.
Zviaguintsev estudió primero en el Instituto de Teatro de Novosibirsk, capital del distrito federal de Siberia, su ciudad natal. Más adelante trabajó junto a Evgueni Lazarev en la Academia Rusa de Artes Dramáticas de Moscú, cuyo programa concluyó a fines de los años 80. Es por aquel entonces que descubre en el Museo del Cine las obras del cine europeo de autor, que lo marcan a fuego. Desilusionado del teatro y con una nueva pasión a cuestas, Zviaguintsev hace sus primeras armas como actor en la publicidad y en la televisión, interpretando diversos roles secundarios durante los 90. Hacia el final de la década, logra sin embargo dirigir tres capítulos de la serie Black Room, producida por la cadena REN–TV. Esa experiencia será el espaldarazo necesario para lanzarse a la producción de su primer largometraje de ficción, El regreso (2003), que sorprende a la crítica internacional y con el que gana el León de Oro en el Festival de Cine de Venecia.
Compuesto a la fecha por cinco películas, el catálogo de Zviaguintsev ha acumulado desde entonces galardones y elogios en todos los rincones del planeta, aunque también se han formulado ciertas reservas. Para el siempre punzante crítico argentino Roger Koza, el trabajo de Zviaguintsev sería característico de la “estética oficial” del Festival de Cannes; vale decir, un cine “de la crueldad” y tributario de cierto nihilismo europeo; un conjunto de obras que ostentan una mirada despiadada del mundo, lubricada, en palabras de Koza, “con cierta espectacularidad formalista” (fórmula que aplica también a Michael Haneke y sus incontables epígonos).
Para el siempre punzante crítico argentino Roger Koza, el trabajo de Zviaguintsev sería característico de la “estética oficial” del Festival de Cannes; vale decir, un cine “de la crueldad” y tributario de cierto nihilismo europeo; un conjunto de obras que ostentan una mirada despiadada del mundo, lubricada, en palabras de Koza, “con cierta espectacularidad formalista”
Pero la mayoría de las reseñas abundan en términos como virtuosismo, gravedad, rigor y elegancia, relativos todos a su pericia incontestable en el ámbito de la técnica cinematográfica. Abundan además las referencias de índole médica, tocantes esta vez al contenido de sus cintas: no son poco los críticos que escogen hablar de ellas como de “autopsias” o “disecciones” de la Rusia contemporánea.
Ambos diagnósticos son pertinentes. El cine de Zviaguintsev revela en efecto una curiosa combinación de afectación técnica y ascetismo, una mixtura acaso paradójica de retención y alarde. De retención, porque las intrigas de sus películas son por regla general escuetas y fácilmente desentrañables, proclives a lo simbólico; de alarde, porque la concisión del asunto es a veces entorpecida o enmascarada por el artificio de la técnica cinematográfica, expuesta de manera tan sutil como flagrante.
Paisajes, silencios y elipsis
Lagos, esteros, ríos, cenagales y mares figuran de manera abundante en sus películas, para no hablar del motivo de la lluvia, palmario sobre todo en El regreso y El destierro (2007), sus dos primeras cintas. Hay también una preocupación por los espacios periféricos de Rusia, capturados siempre a través del prisma del símbolo y la parábola: los monumentales despeñaderos y las planicies cenagosas de Leviatán (2014), los adustos suburbios semi industriales de Elena (2011), los bosques e islas de El regreso, los extensos e inescrutables trigales de El destierro y, en Sin amor (2017), los arrabales de la ambiciosa clase media moscovita, sembrados de grandes torres de departamentos.
En términos estilísticos, hay en Zviaguintsev algo de aquella laboriosa “gravedad” que el crítico Antoine de Baecque reconocía en Tarkovski, aunque nada impediría, en principio, atribuirla también a Bergman o incluso a Antonioni, referencias confesadas del cineasta. De todos ellos, Zviaguintsev recoge el influjo de lo solemne, su predilección por lo no–dicho y un apego a lo alegórico. Pero Zviaguintsev siempre estructura sus películas en torno a conflictos de orden familiar, a pequeña escala. Asimismo, sus cintas parecen configurarse siempre en torno a espacios matriciales, de los que se sale y a los que, eventualmente, habrá que regresar. Estos espacios pueden ser a veces una guarida o un refugio, como la atalaya de El regreso y el hotel abandonado de Sin amor, y otras, como en Elena, Leviatán o El destierro, una suerte de celda domiciliaria, una morada de exilio, un lugar sobre el que pesa en cualquier caso la amenaza de una posible desaparición.
El regreso, su celebrada ópera prima, relata el retorno desestabilizante de un padre al hogar familiar luego de 12 años de ausencia. Lacónico, tosco y despótico –suegra y madre lo miran con recelo no disimulado–, el hombre anuncia que llevará a sus dos hijos de pesca por algunos días, ante lo cual estos, desorientados, reaccionan con tibio entusiasmo. El viaje se transformará en una pesadilla, sobre todo para Iván, el menor, quien se muestra menos dócil ante los envites del hombre insondable que dice ser su padre. Los desafueros de este último harán, en última instancia, que la escapada adquiera ribetes trágicos.
Sin amor (Nelyubov) es la más reciente película del aclamado director ruso, quien ganó el Premio del Jurado en Cannes.
¿Cuál es exactamente el regreso evocado en el título? ¿El del padre, después de innumerables temporadas de abandono? ¿El de los jóvenes, que deben volver a casa tras un viaje que los habrá transformado para siempre? Estas son preguntas que quedarán en suspenso, pues la poética de Zviaguintsev consiste precisamente, y pese a la indisimulable pulsión narrativa que la recorre, en el escamoteo de toda instancia de explicación o de resolución dramática. Ante tal privación, las sicologías exteriores de personajes y espacios están llamadas a suplir lo que el relato parece ya no omitir, sino deliberadamente, y hasta con alguna maña, ocultar.
El destierro es paradigmático de ese procedimiento. Con largos planos–secuencias que recuerdan y hasta parafrasean a veces algunas películas de Tarkovski (El espejo o Stalker), Zviaguintsev construye un penetrante mundo de arcanos, poblado por personajes cuyo pasado, motivaciones y apetitos resultan insondables.
La intriga, al igual que en El regreso, reposa aquí sobre un viaje que parece forzado: Alex y Vera dejan la ciudad para instalarse por algún tiempo junto a sus dos pequeños hijos en una gran casa de campo, propiedad del padre de Alex, ya fallecido. A poco andar, la bucólica suavidad del terruño cede ante el tormento, cuando Vera, inopinada y lacónicamente, anuncia a su marido que está embarazada y que el bebé “no es suyo”. Incapaz de entablar cualquier diálogo, Alex, presa de una furia ahogada, fuerza a su mujer a practicar un aborto. Para ello, solicita la ayuda de Mark, su hermano, hombre de comportamiento nebuloso y oscuras amistades, quien contactará a un equipo de médicos no menos lúgubres.
En Leviatán, por otro lado, desde las primeras imágenes se impone ya un imaginario de la ruina: una serie de instantáneas crepusculares de la costa del Mar de Barents, en las que la inmutabilidad de un paisaje particularmente pétreo aparece como un contrapeso de la descomposición de los afanes humanos, representados por embarcaciones encalladas y atracaderos a punto de desplomarse. El filme transitará por senderos afines, sembrados de referencias bíblicas y dominados por un creciente malestar.
Kolya, mecánico de oficio, posee una encantadora casa que domina desde un promontorio la vista del pueblo. En ella reside con Lilya, su joven compañera, y Roma, un hijo adolescente de una unión anterior. Sus vidas se ven trastornadas por los planes del alcalde del pueblo, quien desea expropiar el terreno de Kolya para abrir un “centro de telecomunicaciones”. Aunque intolerables para Kolya, quien se niega a echar por la borda el esfuerzo de una vida de trabajo, los propósitos del alcalde son, para Lilya –abrumada por la monotonía de la vida provinciana y de su trabajo de obrera–, el pretexto perfecto para convencer a Kolya de mudarse.
Zviaguintsev siempre estructura sus películas en torno a conflictos de orden familiar, a pequeña escala. Asimismo, sus cintas parecen configurarse siempre en torno a espacios matriciales, de los que se sale y a los que, eventualmente, habrá que regresar.
En medio del papeleo legal, la cinta despliega una serie de escenas destinadas a mostrar el estado de corrupción de los dispositivos de justicia y el peso omnipresente de los códigos religiosos. A través de un retrato desencarnado de las más pedestres bajezas de los protagonistas (el pintoresco cuadro va de la infidelidad al amedrentamiento, pasando por la prevaricación en el confesionario y en la corte), lo que se revela es un mundo de relaciones brutales y viciadas, en que nadie podrá reivindicar para sí una supremacía moral.
Sin amor, la entrega más reciente de Zviaguintsev –y, por cierto, la más premiada–, es la cinta que lleva más lejos la poética de su autor. El cineasta logra pulir algunas de las asperezas de su universo fílmico, rechazando los excesos simbolistas, alegóricos o derechamente sagrados de sus tentativas anteriores, con la excepción meritoria, tal vez, de Elena, más próxima al retrato de costumbres y arraigada firmemente en el comentario de clases.
A pesar de ciertos amagos moralizantes, Sin amor se presenta como una crónica policíaca de alcance acotado. Crucial resulta en la intriga la cuestión de la invisibilidad, activada a través de la desaparición de Aliocha, un niño de 12 años que se escapa de casa, agobiado por la existencia que sus padres, en trámites de divorcio, lo fuerzan a llevar. El punto de inflexión es una conversación, sostenida al principio de la película y escuchada por accidente, en la que Genia y Boris, los dos adultos, se endosan la custodia del joven y expresan el deseo de enviarlo a un orfanato, con el fin de poder realizar cada uno su nueva vida: Genia galantea ya con un refinado hombre de negocios y Boris espera otro hijo con su nueva compañera, bastante más joven que él. Lo que sigue es una crónica que oscila entre la desesperación, la culpa y las recriminaciones mutuas.
La apuesta de la película es audaz. En lugar de lanzarse tras la pista de Aliocha y reconstituir su deriva, Zviaguintsev escoge en cambio subrayar su invisibilidad de manera literal, por supresión, relegándolo al espacio hipotético del fuera–de–campo; vale decir, apartándolo de la imagen. Con ello, el cineasta proscribe la posibilidad de un montaje alternado, limitándose a ofrecer, por así decir, el reverso menos atractivo de la imagen que esperaríamos ver.
Las obras de Zviaguintsev dan forma a un universo de gran delicadeza visual; un mundo hecho de insinuaciones y elipsis, de silencios y enigmas, proclive a la mesura antes que al derroche, al cálculo antes que al accidente. Poco a poco se ha ido despojando además del lastre de la alegoría y la parábola, lo que se traduce en personajes cuyo destino no parece ya una condena. Con los años su arte gana en desenvoltura y empuje, conjugando de manera cada vez más elocuente eficacia narrativa y contemplación pictórica. Lejos de amainar, su ímpetu creativo se manifiesta a través de formas cada vez más moderadas y frugales. La posición de referencia que ocupa en el panorama a veces complaciente del cine internacional, así lo indica.
El 25 de noviembre del 2019 #LaMarchaSorpresa era el trending topic en Twitter, con 38.000 tuits. Nadie sabía dónde sería ni a qué hora; la información se transmitía por mensajes internos entre los usuarios de esa red. En un mes, quienes participamos en manifestaciones habíamos aprendido que para burlar el control de Carabineros era mejor comunicarse por mensajes privados. Las calles, pero principalmente los centros comerciales, de repente se vieron invadidos por reuniones, en apariencia espontáneas, de personas protestando. En un fluir constante, este llamado en las redes se movía al lugar físico de estos malls, símbolos del modelo económico, y luego volvía a las redes a través de imágenes, mensajes, videos y otras formas de registro y comunicación.
En marzo llegó la pandemia y junto con encerrarnos forzadamente en nuestros hogares para no contagiarnos, también nos obligó a entrar aceleradamente en los mundos digitales. No solo tuvimos que adecuarnos a la educación online y el teletrabajo, sino que también tuvimos que reinventar la vida social, ahora cada vez más mediada por plataformas. La acción colectiva también se adecuó de alguna manera a la realidad digital: a través de manifestaciones online, viralización de imágenes y videos, instalación de hashtags, la ciudadanía se las arregló para mantenerse organizada políticamente. La cantidad de procesos de apropiación de las tecnologías digitales en estos espacios, así como en otros, como el arte, han configurado formas de cultura digital que seguramente serán tema de investigación y debate por muchos años.
“Esta generación tiene la revolución, con el celular tiene más poder que Donald Trump”, dice una canción de Mon Laferte lanzada unos meses después del 18-O. En efecto, si retrocedemos a los inicios de las manifestaciones, encontramos que el detonante, como ya sabemos, fue la evasión del pasaje del metro. ¿Cómo se coordinaron estas acciones? Estudiantes de liceos emblemáticos se organizaron a través del posteo de imágenes en Instagram, una de las redes sociales favoritas entre los adolescentes. Es interesante que el lenguaje de la imagen sea el que convoque, quizás el código predominante entre las nuevas generaciones, observable en sus cuentas en redes sociales y sus comunicaciones a través de servicios de mensajería, como Whatsapp y otros. Lo que partió como eventos aislados organizados por algunos descontentos se extendió de forma viral, como ocurre con las comunicaciones en las redes sociales: #ChileDespertó se volvió el hashtag del momento.
Con todo, se le ha prestado poca atención a las redes sociales como espacio de creatividad en el “despertar” chileno. Durante la pandemia, a pesar de la profundización de brechas digitales (tema que prácticamente no se ha abordado de forma seria) las redes sociales fueron utilizadas como espacios donde difundir información, instalar temas de debate público e interpelar autoridades de forma directa. Aunque las redes se utilizan para organizar acciones, expresar opiniones, transmitir mensajes y producir conversaciones a través de textos, imágenes, memes y gifs, un número no despreciable de analistas las miran con desprecio, como formas “light” de ejercicio ciudadano y democracia, donde no existe debate ni deliberación.
Quienes insisten en denostar las formas de comunicación en redes sociales utilizadas por los sujetos y movimientos, como espacios débiles e ineficientes, simplemente no quieren ver que frente a una esfera pública institucional que ha sido cooptada por los intereses de las élites, los movimientos actuales abren otros espacios, por supuesto no limitados solo a internet, que les permiten hacerse visibles.
¿Pero por qué no estudiar estos nuevos espacios tratando de entender sus particularidades?
Quizás el aparente desorden que observamos en las formas de organización en las redes obedece a que las acciones que ahí se desarrollan no se ajustan a los marcos interpretativos tradicionales desde los cuales se aborda el estudio de las formas de acción colectiva, la subjetividad, la participación política o, incluso, las formas democráticas y el ejercicio ciudadano. Pero de pronto este aparente “desorden” permite vislumbrar un horizonte de posibilidad más allá de lo existente.
Las Tesis
Bastante se ha dicho ya sobre Las Tesis, pero no podemos referirnos a los usos de las redes sociales y las tecnologías digitales durante el estallido sin abordar el impacto que causó este colectivo. El jueves 28 de noviembre comencé a recibir invitaciones en mi Whatsapp para unirme al grupo Las Tesis. No sabía bien de qué se trataba, solo que era para organizar una intervención pública. Como en esas semanas estuve siguiendo varias actividades que utilizan las tecnologías digitales como medio de organización, me uní a través de un enlace enviado por una amiga. Entré al grupo y observé una red de solidaridad en la cual se iban tejiendo acciones que, al día siguiente, se trasladaron a varios puntos de la capital. En unas horas se extendieron a diversas ciudades de Chile y otros países. Vimos videos de miles de mujeres realizando la performance de Las Tesis en México, Argentina, Francia, Bolivia, Colombia, Alemania, España, Turquía, Puerto Rico, Kenia, Bélgica, Japón, Brasil y Estados Unidos, hasta que perdimos la cuenta de las ramificaciones y apropiaciones de una propuesta estética y política feminista que se transformó en una estética viral. Incluso, es posible postular que en estas ramificaciones se pone en juego un nuevo orden, no solo de lo político sino de lo estético, donde las tecnologías juegan un rol importante en cuanto vehículo de los mensajes y puesta en escena.
Parte del movimiento que presenciamos en octubre del 2019 y los meses posteriores, incluso hasta ahora en las campañas en torno al plebiscito por venir, se puede narrar, en parte por supuesto, a través de nuestras navegaciones por las redes sociales y los mensajes que intercambiamos en grupos de diversos sistemas de mensajería, como Whatsapp, Telegram o Signal. Las tecnologías alimentan nuevas narrativas y estas, a su vez, pululan y ocupan los espacios tecnológicos. Distintas formas de expresión, significación y comunicación se están desarrollando en esos espacios, que escapan a los marcos teóricos utilizados en las ciencias sociales y las humanidades. Antes de tratar de hacer encajar estas prácticas en las teorías existentes –muchas funcionan como camisas de fuerza–, prefiero ejercer la observación de una etnógrafa, participando de ellas, y presentar algunas reflexiones sobre un fenómeno actualmente en movimiento y, por lo tanto, difícil de fijar y teorizar.
Estamos ante un mundo que parece escabullírsenos, y como señala Franco “Bifo” Berardi en su libro Futurabilidad, “esta locura es la precondición de la creación de sentido”. La sensación de locura y descontrol que percibimos en el estallido social chileno es una reacción frente a la pérdida de sentido colectivo en la sociedad contemporánea, que se expresa a través de una lucha frente a la alienación de vivir en una sociedad organizada en torno a la competencia y la individualidad.
Hemos sido capaces de construir redes de solidaridad, como las llama Manuel Castells, inventando nuevas formas de acción que vinculan lo real y lo virtual, borrando incluso la distinción entre estas dos esferas. ¿No consiste en esto la ciudadanía, en la capacidad de invención de los sujetos, de ser capaces de apropiarse creativamente de los mecanismos que parecen ser de uso exclusivo del poder?
Autores como Alain Touraine, Adela Cortina y Manuel Antonio Garretón, entre otros, han analizado por años la crisis de la modernidad, las democracias liberales, la transformación de las identidades y las formas de ciudadanía. A pesar de las diferencias en las aproximaciones teóricas, ha existido un debate sobre el cambio en las formas políticas, sociales y culturales, asociado a la globalización y el debilitamiento de las instituciones modernas, evidenciándose una crisis de representación y un fuerte componente cultural, antes que político, en los movimientos sociales. La democracia, señalaba Touraine en su publicación de los 90 ¿Podremos vivir juntos?, “fue definida como la buena sociedad, la que hace de sus miembros ciudadanos y los protege contra la arbitrariedad del poder y los intereses de los poderosos (…) es esta concepción política de la sociedad la que se ha desvanecido”.
En este desvanecimiento, Touraine apela a una democracia cultural, donde es necesario reconocer y fomentar el diálogo entre proyectos de vida diversos. Podríamos decir que los estallidos sociales y culturales, en diversas partes del mundo, se deben a las crisis mencionadas. Sin embargo, pocos han puesto atención a la relación entre las tecnologías digitales, fundamentales en la configuración de las contemporáneas redes de poder, y las formas de apropiación de las tecnologías, que permiten generar espacios desde donde ejercer ciudadanía, visibilizar proyectos y construir espacios de deliberación y solidaridad con otros actores. Si miramos la historia, toda nueva tecnología ha generado temor e imaginarios monstruosos en torno a la degradación de los vínculos humanos. Quienes insisten en denostar las formas de comunicación en redes sociales utilizadas por los sujetos y movimientos, como espacios débiles e ineficientes, simplemente no quieren ver que frente a una esfera pública institucional que ha sido cooptada por los intereses de las élites, los movimientos actuales abren otros espacios, por supuesto no limitados solo a internet, que les permiten hacerse visibles.
Esta reacción nos remite al debate desarrollado en la Escuela de Frankfurt a mediados del siglo XX, con Adorno y Horkheimer como puntas de lanza, respecto al efecto que provocaban las tecnologías de la imagen y las industrias culturales en la población, convirtiendo a los colectivos en una masa alienada. A esto responde Walter Benjamin, y luego la tradición de los estudios culturales en diversas partes del mundo. En América Latina, vale la pena mencionar a Jesús Martín Barbero, quien puso atención a los cambios en la percepción, los mecanismos de apropiación y las mediaciones construidas por los sujetos en su relación con las tecnologías.
Si los mecanismos de mediación que introducen las tecnologías digitales y sus redes han cambiado la organización de los movimientos sociales, ¿por qué no habrían de influir, entonces, en la configuración de la democracia y de nuevos espacios de participación?
Una de las cuestiones que hemos podido presenciar en diversas formas de acción colectiva desarrolladas en Chile en este año, desde el 18-O, y quizás de forma más patente durante la pandemia, es que no somos pasivos frente a las tecnologías. Hemos sido capaces de construir redes de solidaridad, como las llama Manuel Castells, inventando nuevas formas de acción que vinculan lo real y lo virtual, borrando incluso la distinción entre estas dos esferas. ¿No consiste en esto la ciudadanía, en la capacidad de invención de los sujetos, de ser capaces de apropiarse creativamente de los mecanismos que parecen ser de uso exclusivo del poder?
Lo que yo veo, por el contrario, son nuevas formas que se conectan a través de estructuras de redes extendidas, que han estado presentes en muchos otros movimientos alrededor del planeta en las últimas décadas y que se mueven, armándose y dispersándose como enjambres de pájaros. En esto hay un ejercicio de creatividad, una estética, una potencia que no seremos capaces de comprender si seguimos invisibilizándolas o denostándolas porque no encajan en nuestras preconcepciones teóricas.
Ciudadanías digitales
Desde las ópticas tradicionales, se observa una amalgama de individuos sin forma y sin liderazgos. Lo que yo veo, por el contrario, son nuevas formas que se conectan a través de estructuras de redes extendidas, que han estado presentes en muchos otros movimientos alrededor del planeta en las últimas décadas y que se mueven, armándose y dispersándose como enjambres de pájaros. En esto hay un ejercicio de creatividad, una estética, una potencia que no seremos capaces de comprender si seguimos invisibilizándolas o denostándolas porque no encajan en nuestras preconcepciones teóricas.
Es cierto que no debemos perder de vista la crítica al sistema tecnomediático que nos rodea, en manos de una élite tecnológica, pero resulta igualmente urgente poner atención a estos espacios de invención ciudadana. Las personas somos afectadas por esta tecno-élite y alimentamos todo el tiempo sus algoritmos, pero por otro lado hace falta mayor investigación sobre cómo las personas se convierten en ciudadanos digitales a través de la creación de redes de colaboración que permiten vislumbrar otros proyectos, que construyen formas autónomas a través de la invención de redes y espacios de sociabilidad.
Los ciudadanos digitales del siglo XXI parecen tener una tendencia a saltarse todas las formas de mediación instituidas hasta ahora: políticas, sociales, culturales y económicas.
¿Es posible, y deseable, aferrarnos a las formas de mediación que conocíamos?
Creo firmemente que no, porque significaría desconocer la mutación que han sufrido nuestras sociedades y sus sujetos, y que hoy experimentamos en Chile. Más bien, pienso que hay que poner atención a qué formaciones están surgiendo de este movimiento, donde, seguramente, se reorganizarán algunas y otras nuevas van a aparecer.
Quizá llegó el momeno –insoslayable– de poner atención a esos modos de conocimiento inscritos en las redes digitales, y dejar que salgan a la luz en sus propias y nuevas expresiones. Como señala Alessandro Baricco en The Game, “sigo coleccionando anotaciones y bocetos en los cuales me atrevo a poner nombres y sitios”. Un mapa de la condición digital, a ciegas por ahora; iluminado en el futuro a través de nuevas estructuras y modos de vida que hoy están en construcción. Así como los ciudadanos digitales inventan nuevas formas de acción colectiva, debemos crear nuevos conceptos que nos guíen en la lectura y comprensión de las posibilidades ya abiertas, sus contradicciones y desafíos, tanto a nivel local como global.
Para los intensos meses constitucionales que se avecinan recomiendo leer a Arturo Fermandois. Me refiero a su importante tratado Derecho constitucional económico: regulación, tributos y propiedad (2010). La razón principal es que pienso que el debate constitucional debiera centrarse en el tema de la propiedad porque, como afirma Fermandois, “el derecho de propiedad ha sido siempre un eje de los sistemas constitucionales del mundo” (254). Hay que tomar en cuenta, además, que ha sido tema determinante de nuestra historia política. Fermandois reconoce que “el quiebre institucional de 1973 y la refundación de un Estado de Derecho basado en el principio de subsidiariedad, han formado parte de un proceso catalizado inequívocamente por el derecho de propiedad” (254).
Su referencia al principio de subsidiariedad es clara señal de que en ese “quiebre institucional”, y en el proceso constitucional que dio origen, la doctrina social de la Iglesia jugó un papel clave. Es entendible, por tanto, que en su tratado dedique espacio al estudio del derecho de propiedad tal como lo entiende la doctrina católica. Es entendible también que estudie a Platón y Aristóteles. Mi invitación a leer a Fermandois se extiende a la lectura de esos clásicos, cuyo beneficio intentaré demostrar en estos párrafos.
Fermandois estima que la doctrina social de la Iglesia “no constituye un sistema, un modelo o una política económica, sino una orientación ideal e indispensable para la construcción de una sociedad más justa y libre” (265). Piensa que León XIII es quien por primera vez articula sistemáticamente los principios de esa doctrina en Rerum novarum, donde el tema del derecho de propiedad es central. Se trata de un derecho natural que describe de la siguiente manera: “Las cosas para ser útiles al hombre requieren de un esfuerzo personal; en cuanto en ellas el hombre deja parte de sí, es razonable que aquella parte la posea como suya, no permitiéndosele a nadie violar su derecho” (262). Frente a un derecho tan sólidamente fundado, el Estado debe limitar su acción para no abrumar “a la propiedad privada con enormes tributos e impuestos” (263).
Es claro que León XIII, en un afán de refutar a su bête-noire, el socialismo anti-clerical, canoniza la propiedad privada como un derecho “inviolable y sagrado”. Es posible reconocer en este pontífice una postura inspirada en el iusnaturalismo de Locke, para quien la apropiación privada se justifica cuando un individuo mezcla su trabajo con las cosas que busca poseer.
Esta justificación individualista posesiva de la propiedad reaparece en Pío XI, quien defiende, en Quadragesimo anno, la idea de limitar la acción del Estado para salvaguardar el derecho de propiedad. Este derecho “no se puede abolir porque el hombre es anterior al Estado y también la sociedad doméstica tiene, sobre la sociedad civil, prioridad lógica y real” (263). Lo mismo ocurre en Mater et magistra. Juan XXIII, según Fermandois, fundamenta su defensa del derecho de propiedad en dos elementos. Así lo dice en su libro que comento: “El primero de ellos dice relación con la prioridad ontológica y teleológica del hombre respecto de la sociedad. Y el segundo se relaciona con la libertad humana. ‘En vano se insistiría en la libre iniciativa personal en el ámbito económico, si a dicha iniciativa no le fuese permitido disponer libremente de los medios indispensables para su afirmación’” (263).
Fermandois no repara en que Juan XXIII toma distancia de León XIII para favorecer esquemas redistributivos del ingreso. Reinterpreta así el derecho de propiedad, enfatizando su función social y otorgándole un lugar destacado a la socialización.
Los tres pontífices aludidos postulan la tesis de la primacía del individuo por sobre la sociedad, pero admiten que se trata de un derecho sujeto a limitaciones. Esto lo reconoce Fermandois cuando afirma que “desde un punto de vista ético, la propiedad debe utilizarse de un modo que implique la generación de un provecho para los demás miembros de la sociedad” (261).
Hay que notar que estos límites son solo de carácter moral. La doctrina social de la Iglesia no se aplicaría, estrictamente hablando, al ámbito de lo jurídico, sino que sería “un llamado al ejercicio de la virtud de la caridad, llamado respecto del cual el hombre… puede acoger o no, ateniéndose a las consecuencias futuras de aquel obrar” (265). Esto lo confirma Pío XI cuando afirma que el abuso o simple no uso de las cosas no es algo que “se pueda exigir por vía jurídica” (265).
Los tres pontífices aludidos postulan la tesis de la primacía del individuo por sobre la sociedad, pero admiten que se trata de un derecho sujeto a limitaciones. Esto lo reconoce Fermandois cuando afirma que ‘desde un punto de vista ético, la propiedad debe utilizarse de un modo que implique la generación de un provecho para los demás miembros de la sociedad’.
El proceso constitucional que se dio en Chile a partir de 1973 desmiente este aserto: allí se plasmaron jurídicamente las directivas “de carácter moral” contenidas en las encíclicas, lo que queda a la vista en la redacción del crucial Art. N°1 de la Constitución del 80, que consigna la definición de bien común que aparece en Mater et magistra. Igualmente, las disposiciones constitucionales acerca de la subsidiariedad, la función social y la primacía ontológica del individuo corresponden a definiciones pontificias.
La legitimidad de la doctrina social de la Iglesia proviene de las enseñanzas de Santo Tomás, su principal inspirador. A su vez, Santo Tomás se apoya en el Antiguo y Nuevo Testamento y en la filosofía política de Platón y Aristóteles. Examina el derecho de propiedad en su Summa Theologiae, de la que Fermandois extrae el siguiente pasaje: “Tiene el hombre el dominio natural de las cosas exteriores, ya que, como hechas por él (propter se factis), puede usar de ellas mediante su razón y voluntad en propia utilidad, porque siempre los seres imperfectos existen por los más perfectos… Es natural al hombre la posesión de bienes externos” (260; STheol II II, q. 66, 1).
Este texto defiende la relación propietaria como natural. Se puede observar también que la transcripción de Fermandois es inexacta. Traduce “propter se factis” como “hechas por él”, y no como “hechas para él” que es la traducción correcta. Hablar de las cosas apropiadas como “hechas por” el individuo, apunta a la teoría del trabajo de Locke. La teoría lockeana tiene un claro sello individualista posesivo, ajeno al pensamiento tomista.
Tampoco es posible afirmar que los tres pontífices mencionados son fieles al tomismo cuando postulan el carácter absoluto del derecho de propiedad. Para Santo Tomás, la propiedad privada es ciertamente un derecho, pero no se trata de un derecho absoluto sino relativizado por el carácter social de la apropiación. La idea de la propiedad como un derecho real o subjetivo de la persona, derecho constituido por la relación inmediata entre el individuo y una cosa es creación del derecho romano, algo que más tarde retoma la filosofía política moderna. Esta concepción absolutista del derecho de propiedad no es posible extenderla al tomismo. Por ello en la Summa se puede leer que, en cuanto a su uso de las cosas, “no debe tener el hombre las cosas exteriores como propias, sino como comunes, de modo que fácilmente dé participación de éstas en las necesidades de los demás. Por eso dice el Apóstol, en 1 Tim 7,18: Manda a los ricos de este siglo que den y repartan con generosidad sus bienes” (STheol II II, q. 66, 2).
Una traducción no del todo exacta de los textos clásicos se puede observar también cuando se refiere a Platón. Fermandois señala que Platón es “un exponente de una teoría socialista del Estado, a base de la educación del ciudadano y de la comunidad de los mismos” (254). Y cita un pasaje de la República para justificar esa afirmación. Tiene a la mano una antigua traducción, nada menos que de 1805, de un eminente helenista español, José Tomás y García. El pasaje del libro III que cita Fermandois dice así: “Yo quiero primeramente que ninguno de los hombres tenga cosa que le sea propia, a menos que esto sea absolutamente necesario” (254; Rep 416d).
El problema con esta cita es que Fermandois ha modificado arbitrariamente la traducción que originalmente se lee así: “Yo quiero primeramente que ninguno de ellos tenga cosa que le sea propia, a menos que esto sea absolutamente necesario”. Platón no dice “ninguno de los hombres” sino “ninguno de ellos”. Los “ellos” en cuestión se refiere solo a una parte de la humanidad, a los comunistas aristocráticos de su perfecta Kallipolis. No están incluidos los demás miembros de ella, los subordinados a esa clase dominante.
¿Quiénes son estos otros habitantes de la Kallipolis, que no son comunistas y a quienes sí les está permitido ser propietarios? Se trata de un estrato social inferior que tiene prohibición de participar en la política. No deja de sorprender que este estrato esté formado por los dueños de “tierras y heredades” en las que pueden construir “casas grandes, hermosas… bien amuebladas” (Rep 419a). Platón despliega, en el libro II, un magnífico escenario por el que hace desfilar a una masa de consumidores que no buscan una vida sana y sencilla, sino “camas, mesas, muebles de toda especie, guisados, olores, perfumes, rameras y toda variedad de golosinas y regalos” (Rep 373a). Aspiran a vivir en una ciudad henchida de “multitud de gentes, que el luxo y no la necesidad han introducido en los estados… como los poetas con toda su comparsa, romanceros, actores, baylarines, empresarios, los artífices de todo género, en especial los que se ocupan del adorno en las mujeres” (Rep 373b). Estos opulentos capitalistas traspasan “los límites de lo necesario, [y] se entregan como nosotros al deseo insaciable de enriquecerse” (Rep 373d).
Para Aristóteles el ser humano es un animal político. Concibe al Estado como prioritario con respecto al individuo y la familia. Defiende la propiedad privada pero, en ningún caso, un sistema privatista sin cualificaciones. Razones pragmáticas lo hacen preferir la propiedad privada: evita disputas y conflictos, cuidamos mejor las cosas que son nuestras, incentiva la amistad y hace posible virtudes como la generosidad.
Esta apropiación infinita no les está permitida a los comunistas de la alta élite política y militar. No tienen domicilios particulares sino que habitan colectivamente en austeros campamentos donde viven una vida de devoción por la polis. Persiguen el bien común, en lugar del bien individual. Su felicidad se reduce al goce de honores cívicos y militares, y en la dedicación de su tiempo libre a la contemplación filosófica. Vale la pena citar más extensamente la traducción de Tomás y García en su pintoresco castellano decimonónico. Los miembros de la élite gobernante no deben tener “casa, ni despensa donde todo el mundo no pueda entrar. En quanto a comestibles, estarán encargados los otros ciudadanos de suministrarles lo conveniente a guerreros sobrios y esforzados… A las horas de comer que se vayan juntos al rancho, y que hagan vida común qual conviene a guerreros acampados” (Rep 416d-e).
Platón no permite que los miembros de esta élite comunista acumulen dinero (o viajen en primera clase). Por ello, no deben “ni siquiera tocar el oro ni la plata, ni aun introducirlos donde habitan, ni ponerlos sobre sus vestidos, ni beber en copas de oro o de plata” (Rep 417a). La prohibición es estricta porque “en el momento que ellos tengan tierras, casas y caudales propios, en vez de defensores se convertirán en mayordomos y labradores; y en vez de auxiliares del Estado, en enemigos y tiranos de sus compatriotas” (Rep 417a-b).
Respecto de Aristóteles, Fermandois señala que él reconoce “en la persona humana un principio de naturaleza y de sustancia, acepta la individualidad y con ella lógicamente la propiedad individual o privada” (255). Me parece que Fermandois le atribuye a Aristóteles una concepción de la propiedad que es propiamente romana. En Roma, la propiedad se piensa como un derecho abstracto que se constituye en la relación inmediata entre una persona y una cosa, sin mediación de terceros. La idea aquí es que el Estado se constituye con posterioridad a la propiedad como un instrumento para su defensa. No sucede lo mismo en la concepción griega, que tiende a ver a la comunidad como el sujeto poseedor último de todos los bienes y a cargo de su distribución.
Para Aristóteles el ser humano es un animal político. Concibe al Estado como prioritario con respecto al individuo y la familia. Defiende la propiedad privada pero, en ningún caso, un sistema privatista sin cualificaciones. Razones pragmáticas lo hacen preferir la propiedad privada: evita disputas y conflictos, cuidamos mejor las cosas que son nuestras, incentiva la amistad y hace posible virtudes como la generosidad. Son razones que más tarde reitera Santo Tomás y que cita Fermandois en su libro (261). Asimismo, Aristóteles ve difícil la comunidad de bienes: las cosas poseídas en común tienden a ser abusadas y descuidadas. Propone que parte de la tierra debe pertenecer a la comunidad para contribuir al sustento alimenticio de los ciudadanos más pobres. Considera también que los excedentes fiscales deben ser distribuidos entre los pobres para que con ello puedan acceder a la propiedad de la tierra. Aristóteles no es socialista, pero tampoco favorece una economía privatista.
El edificio político que proyectan Platón, Aristóteles y el republicanismo clásico descansa sobre un pilar fundamental. Cicerón lo enuncia así: salus populi, suprema lex esto, el bien del pueblo debe ser la ley suprema. La doctrina social de la Iglesia adhiere a este principio republicano. En Rerum novarum León XIII escribe: “Porque la naturaleza confió su conservación a la suma potestad, hasta el punto que la custodia de la salud pública no es solo la suprema ley, sino la razón total del poder”.
Otra manera de decir lo mismo es hablar de la primacía del bien común por sobre el bien de cada individuo. Platón escribe: “No nos hemos propuesto nosotros por objeto la felicidad de un cierto orden de ciudadanos, sino de la república entera” (Rep 420b). Este es el principio que guía el comunismo aristocrático que propone. Piensa que se fortalece la república si la fiebre insaciable por adquirir propiedades infecta solo a la clase subordinada y no a los intelectuales y militares que gobiernan la polis. La ruina de la república ocurre cuando intelectuales y militares se conviertan en “adoradores groseros del oro y de la plata [que] sepultarán en las tinieblas, teniéndoles encerrados como en tesorerías en sus dispensas y en sus cofres; y encastillados en el recinto de sus casas, como en otros tantos nidos, gastaran allí pródigamente con las mugeres, y con todos aquellos que admitirán a sus placeres secretos” (Rep 548a).
Aristóteles coincide con el principio republicano de Platón, pero se opone a su comunismo aristocrático. En el libro IV de su Politica recomienda una sociedad de clases medias, ninguno de cuyos miembros carezcan de propiedad, pero que a la vez ninguno la posea en exceso. Esto los hará razonablemente dispuestos a regirse por el bien común y reconocer que la propiedad tiene una función social: “Toda sociedad se divide en tres clases: los ricos, los pobres, y la clase media. Si el término medio es lo perfecto, una moderada riqueza es lo más deseable. Este grado de fortuna es el más dispuesto a obedecer a la razón. No están así dispuestos quienes son muy superiores en atracción física, fuerza, estirpe o riqueza, o alternativamente quienes son muy pobres, débiles y desgraciados. Los primeros son violentos y depravados, y los segundos cacos y rateros” (Politica 1295b).
La propuesta de que los gobernantes de la Kallipolis no puedan ocultar nada en sus despensas ni puedan tener contacto con el oro y la plata, corresponde al ideal contemporáneo de la transparencia, del acceso a la información pública, de las declaraciones notariales de patrimonio e interés por parte de los funcionarios del Estado, etc.
En su tratado, Fermandois considera que el propósito de la Constitución del 80 fue fortalecer el derecho de propiedad mediante la neutralización de su función social y la reducción de su ámbito. Fermandois sospecha que se estimó no “eliminarla del todo”, debido a la “activa participación” que tuvo en la Comisión Constituyente el representante de la Democracia Cristiana, Pedro Jesús Rodríguez (312). Según Fermandois, la carta de 1980 cambia “en dos sentidos revolucionarios el sustrato constitucional en el que se concibió el concepto de ‘función social’” (314). Primero, impone un nuevo marco axiológico bajo el cual “el legislador deberá ser extraordinariamente respetuoso del dominio privado, por así exigirlo el principio de subsidiariedad y la primacía de la persona humana” (314).
Segundo, “se profundizó y sofisticó la técnica en la defensa del derecho de propiedad”. Se protege la esencia del derecho, su carácter absoluto y eterno, y se salvaguardan sus facultades y atributos esenciales (314). Fermandois concluye: “La función social no se aviene en armonía con el resto de los principios de la Carta de 1980” (316). No se aviene tampoco con el principio de subsidiariedad, porque este principio, tal como lo define Guzmán en la sesión 388ª de la Comisión Constituyente, “exige que el Estado no incursione en campos susceptibles de ser desarrollados por los particulares en forma eficaz y conveniente”.
Sin reconocimiento efectivo de la función social de la propiedad, y con un Estado atado de manos, la Constitución erosiona el pilar fundamental que sostiene al edificio republicano de Platón, Aristóteles y Santo Tomás. La fiebre insaciable por adquirir propiedades puede avanzar sin límites, generando, como teme Aristóteles, una clase de ricos violentos y depravados, y una clase de pobres convertidos en cacos y rateros.
¿Adónde va a parar a todo esto?
Si le preguntamos a Platón, el pronóstico es desolador. Platón define el régimen oligárquico de la siguiente manera: es la “forma de gobierno donde las rentas deciden de la condición de cada ciudadano, donde los ricos por consiguiente tienen el mando, en el cual los pobres no tienen parte ninguna” (Rep 550c). Este régimen es prontamente sobrepasado cuando los pobres derrotan a los ricos y fundan la democracia. “Los pobres, conseguida la victoria sobre los ricos, matan a unos y arrojan [exilian] a otros, y se parten por igual con los que quedan, los empleos y los negocios de la administración de la república” (Rep 557a). Platón describe la democracia como una multitudinaria y festiva anarquía. “Todo el mundo es libre en este estado, y no se respira otra cosa que libertad e independencia, siendo dueño cada uno de hacer lo que le parece” (Rep 557b).
Eventualmente, esa libertad universal genera la misma disposición que derribó a la oligarquía, a saber “el deseo insaciable de enriquecerse” (Rep 562b). La libertad anda desbocada y genera una igualdad universal. Los esclavos ahora son iguales a sus amos, “y por poco se me olvidó decir, que las mugeres tienen allí tanto poder, y son tan independientes como los hombres” (Rep 563b). Esta anarquía desbordada conduce al último peldaño de este vertiginoso descenso, a la onerosa dictadura donde las más bajas pasiones toman posesión de la república.
No hay esclavos en la república platónica y las mujeres no tienen un estatus subordinado. Pero la “avidez insaciable de enriquecerse” es una tentación irresistible para la élite comunista, a la vez aristócrata y pobre, que conduce en último término a la dictadura. La república aristotélica, donde impera la clase media, puede defenderse mejor de la pandemia consumista. Pero ella incluye esclavos y mujeres subordinadas. La república tomista guarda afinidad con Aristóteles, excepto en que no admite esclavos. Pero puede ser más radical que el ideal platónico, puesto que le exige a su élite clerical no solo pobreza sino también castidad, y sabemos dónde acaba eso.
¿Qué hacer, entonces? Me parece que hay que seguir explorando la senda republicana hasta dar con la mejor realización de una política del bien común. ¿Cómo no estar de acuerdo con el comunismo aristocrático de Platón cuando consideramos el desprestigio de la política actual? La propuesta de que los gobernantes de la Kallipolis no puedan ocultar nada en sus despensas ni puedan tener contacto con el oro y la plata, corresponde al ideal contemporáneo de la transparencia, del acceso a la información pública, de las declaraciones notariales de patrimonio e interés por parte de los funcionarios del Estado, etc.
En todo caso, después de leer a Fermandois me queda en claro que la Constitución del 80, al fortalecer revolucionariamente el derecho de propiedad, y acorazarlo en detrimento de su función social, abrió las compuertas para que se desencadenara una “avidez insaciable de enriquecerse” que nos condujo a la difícil encrucijada actual. Para ayudarnos a salir de este embrollo reitero mi invitación de leer a Fermandois, pero equipados con las lecciones que nos brindan (bien traducidos) nuestros republicanos clásicos.
Decir que el proceso constituyente presenta oportunidades y riesgos es un lugar común. Pero no por ello deja de ser cierto. Y lo es particularmente para una institución que está en entredicho: el Congreso. Por la propia naturaleza del proceso constituyente, de ganar el apruebo el proceso se llevará a cabo en otro foro, cualquiera sea el modelo de convención elegido. Y si bien nadie en la discusión constitucional piensa en prescindir completamente del Congreso, existe el riesgo de que, frente a eventuales reforzamientos, por ejemplo, de los poderes ejecutivo y judicial, se terminen por reducir los espacios de deliberación.
Al mirar los procesos constituyentes de los países vecinos, estos no parecen haber reforzado el Congreso. Por el contrario, en algunos países es el poder ejecutivo el que ha salido fortalecido por las asambleas constituyentes. Tal como señala Roberto Gargarella en su libro La sala de máquinas de la Constitución: dos siglos de constitucionalismo en América Latina (1810-2010), se comenzaron a “abrazar posturas favorables a la concentración de la autoridad: un Ejecutivo fuerte y un poder presidencial dotado de la capacidad legal y la fuerza coercitiva necesarias para dar respaldo a los reclamos de cambio que ellos presentaban”. Por lo mismo, en varios casos el poder legislativo se miró con mayor recelo, apuntando a que la dispersión del poder sería una manera de retardar los cambios y de favorecer el status quo. Ante ello, primó la desconfianza en el foro deliberativo institucional.
En el caso chileno, la coyuntura no ayuda a la encrucijada del Congreso. Se trata de una institución que enfrenta el proceso constituyente con un alto desprestigio. La confianza ciudadana en él es nula: 3% según la última encuesta CEP. Pero además es un lugar donde habitan los políticos y, peor aún, donde confluyen los partidos (partidos que cuentan con un 2% de confianza según la misma encuesta). Nada de ello ayuda a mejorar la posición del Congreso para la discusión constitucional.
A pesar de todo, el poder legislativo es donde ocurre la deliberación democrática por excelencia. La institución establecida para que visiones opuestas puedan confrontarse, para recoger las propuestas y preocupaciones, y, construir así, las leyes que nos rigen. Aunque no siempre parece ser así.
En Estados Unidos, país presidencialista pero que cuenta con un Congreso poderoso, persiste el debate sobre cuál es la institución para canalizar las transformaciones sociales. En la discusión de casos en que pudo optarse por insistir entre el camino legislativo y el judicial, dos fallos emblemáticos ayudan a ilustrar brevemente las implicancias y los efectos inesperados que puede tener la vía jurisdiccional. Porque el camino legislativo, si bien lento y políticamente costoso, puede convertirse en un espacio que permite aminorar las diferencias y reducir la polarización que generan los cambios sociales.
En 1973, en Roe v. Wade, la Corte Suprema de Estados Unidos despenalizó el aborto. Más de 40 años después, la legalización del aborto sigue siendo uno de los temas de mayor división entre la población estadounidense. Si bien las encuestas en dicho país muestran que la mayoría considera que el aborto debe ser legal en algunos casos, existen claras divisiones pro-choice y pro-life entre personas religiosas y no religiosas, o entre los partidarios del Partido Demócrata y los del Partido Republicano.
Doce años después del fallo, en The North Carolina Law Review, Ruth Bader Ginsburg, actual jueza de la Corte Suprema, y abogada feminista, comentaba dicha sentencia: “El proceso político se estaba moviendo a principios de los 70 no tan rápido para los partidarios de cambios inmediatos y completos, pero las instituciones mayoritarias estaban escuchando y actuando. Una intervención judicial intensa era difícil de justificar y parece haber provocado, y no resuelto, el conflicto” (el énfasis es mío). Ginsburg consideraba que el fallo fue excesivo, al establecer términos precisos y uniformes para la legalización del aborto y sus límites, en vez de declarar únicamente la inconstitucionalidad de la ley del estado de Texas. Porque aunque la decisión de la Suprema tuvo lugar en una época de avances a favor de los derechos de las mujeres, esas otras sentencias fueron más deferentes con el Congreso y con los estados. “Roe v. Wade, por el contrario, no invitó al diálogo con los legisladores. En cambio, pareció sacar la pelota de la cancha de los legisladores”, agregó la jueza Ginsburg en un comentario en The New York University Law Review.
En 2015, la Corte Suprema en Estados Unidos, en Obergefell v. Hodges, legalizó el matrimonio igualitario. Un año antes, la propia Corte había reafirmado el principio democrático, reconociendo “el derecho de los ciudadanos a debatir de manera que puedan aprender, decidir y luego, a través del proceso político, actuar en conjunto para tratar de determinar el curso de su propia época” (Schoutte v. BAMN, 2014). Por ello, en el fallo sobre matrimonio igualitario, la Corte expresamente se adelantó a la crítica de si era el foro adecuado para la decisión. Aludió a la deliberación que había existido previamente en referendos, debates legislativos de varios estados y campañas populares, en la academia y también en la litigación en cortes estatales y federales. Y, sin embargo, en su voto de minoría, el juez Anthony Scalia, un hombre conservador, hizo referencia a la discusión sobre qué institución era la mejor sede para las transformaciones sociales: la judicatura o el legislativo.
La discusión sobre el Congreso y su orgánica es más difícil que sea atractiva. A diferencia de, por ejemplo, la discusión sobre los derechos, aquí no hay protagonista con quien empatizar. Y los clímax del relato serían las tensiones entre instituciones. Difícil que sean fascinantes las pugnas entre el Congreso, el Tribunal Constitucional y la Corte Suprema.
El académico Jeremy Waldron comentó posteriormente el fallo recogiendo dicha discusión (2016). Siendo partidario del matrimonio igualitario, argumentó que, por la magnitud de la transformación de la institución del matrimonio, el cambio debió haberse llevado por el Congreso. Es en dicho foro donde la deliberación podía hacerse cargo de mejor manera de las diferencias, generando mayores consensos en vez de polarización.
¿Qué tiene que ver todo esto con el proceso constituyente chileno?
Que dicho proceso ofrece la oportunidad de situar a futuro al Congreso como el foro principal encargado de procesar las diferencias sociales. No se trata de desconocer el rol de la judicatura, pero ensalzarla conlleva el riesgo de relegar al poder legislativo a un segundo plano.
Porque, además, la discusión sobre el Congreso y su orgánica es más difícil que sea atractiva. A diferencia de, por ejemplo, la discusión sobre los derechos, aquí no hay protagonista con quien empatizar. Y los clímax del relato serían las tensiones entre instituciones. Difícil que sean fascinantes las pugnas entre el Congreso, el Tribunal Constitucional y la Corte Suprema. Y todo parece tornarse rápidamente técnico (pensemos, por ejemplo, en la discusión constitucional sobre las urgencias para la tramitación de los proyectos de ley) o político (la discusión del sistema electoral).
La historia constitucional chilena no es especialmente auspiciosa en promover congresos fuertes. La Constitución de 1833 originalmente concentraba gran parte del poder en el Ejecutivo, hasta las reformas constitucionales de la segunda mitad del siglo XIX. La Constitución de 1925 se dio en medio de la discusión sobre parlamentarismo o presidencialismo, con una retórica antiparlamentarista por parte del Presidente Alessandri. Y aunque concentraba menos poder en el Ejecutivo, es interesante que, después de aprobada, en algunas de sus reformas posteriores se reforzara el sistema presidencial en detrimento del Congreso, como bien señaló la historiadora Sofía Correa en su artículo “Los procesos constituyentes en la historia de Chile: lecciones para el presente”.
La Constitución de 1980 en su versión original obviamente mostraba una alta desconfianza hacia el Congreso. La Comisión Ortúzar discutió, por ejemplo, la activa participación de los gremios en las comisiones técnicas para proponer la legislación que les pudiese interesar. Con las reformas de 1989 se avanzó, entre otras materias, en flexibilizar los mecanismos de reforma a la Constitución y reducir el poder del Consejo de Seguridad Nacional del Estado. Pero solo con las reformas del año 2005 se puso fin a los senadores designados y vitalicios, se le entregaron mayores atribuciones fiscalizadoras a la Cámara, se terminó la distinción entre la legislatura ordinaria y extraordinaria, y se avanzó en un cambio al sistema electoral (que se logró en 2015 con la Ley Nº 20.840). Aún así, quedaron reformas pendientes, por ejemplo, la reforma al Tribunal Constitucional (especialmente su control preventivo), la revisión de los quórums reforzados y de las leyes orgánicas constitucionales de excesiva cobertura.
Ahora bien, a pesar de la hoja en blanco, a pesar de su desprestigio, el Congreso será discusión obligada en la elaboración de una nueva Constitución. Prueba de ello es que en los Encuentros Locales Autoconvocados que se llevaron a cabo en el proceso constitucional de la Presidenta Bachelet, el Congreso fue la segunda institución con más menciones, después de plebiscitos/referendos/consultas. Pero, además, será discutido a raíz del régimen político (¿presidencial, semi-presidencial, parlamentario?), o sobre si seguirá siendo bicameral o si se hace un cambio histórico al unicameralismo. Lo será porque se deberá decidir sobre el estatuto de los parlamentarios (incompatibilidades, inhabilidades, fuero).
La pregunta de fondo es si habrá espacio para volver a mirar al Congreso en cuanto foro para la deliberación. Volver sobre la cuestión que se cuela en las reflexiones de Ginsburg y de Scalia. No solo regularlo como contrapeso del Ejecutivo. No solo como colegislador o fiscalizador. No solo en cuanto a su rol en materia presupuestaria. Se requiere verlo –imaginarlo, proyectarlo– como la institución a la que todas y todos tienen la oportunidad de acceder bajo las mismas reglas. Donde la discusión racional está sometida a un procedimiento, por lo que personas con posturas ideológicas distintas debaten en igualdad de condiciones. Donde se expresa el pluralismo de nuestra sociedad bajo pautas de funcionamiento que permiten los ires y venires necesarios para aprobar una ley. Con todos los matices y con todos los detalles que requieren los asuntos que una sociedad compleja enfrenta. Y lo hacen sometidas al escrutinio público.
Ni la judicatura ni los mecanismos de democracia directa ni la administración del Estado (incluso si funcionara a la perfección) pueden sustituir al poder legislativo. Se podrá pensar en un Congreso que esté enfocado en el rol legislador o que cumpla una función fuerte de control del ejecutivo, pero sea cual sea el camino, ningún otro poder cumple con la importancia de ser el foro para procesar las diferencias que existen en la sociedad y alcanzar acuerdos para ir cerrándolas. Ello exige pensar en las reglas formales: su configuración, su relación con otros órganos del Estado. Pero también en las informales, incluyendo, por ejemplo, los incentivos que se han dado para hacer política por medio de la Ley de Presupuestos. E implica no olvidar la importancia de los procedimientos, porque es en ellos donde se permite efectivamente el respeto por los desacuerdos y se habilita la discusión de las razones y de los argumentos.
No se puede reivindicar la democracia, la deliberación y la política sin el Congreso. Por poco atractivo que parezca. Por impopular que sea.
Una de las paradojas del inminente proceso constituyente que el país se apronta a iniciar, es que la propia noción de Constitución no es algo obvio para la vasta mayoría de la ciudadanía. Esto no es, por cierto, algo peculiar de los chilenos –como algunos sarcásticamente se apuran en aseverar— sino que, por el contrario, un fenómeno universal. En efecto, no son pocas las dimensiones de la vida social, política y económica en que las instituciones que enmarcan y determinan la vida cotidiana de las personas son, sin embargo, difíciles de definir para las últimas, más allá de que estén familiarizadas con lo que implican para su vida cotidiana (como ocurre, por ejemplo, con los tributos, la planificación urbana o la salud pública).
La dificultad de definir –o, al menos, caracterizar– la idea de Constitución se acentúa por el hecho de que, como lo ha destacado la filosofía analítica anglosajona, existen diferentes concepciones de este concepto. En otras palabras, la propia noción de Constitución tiene distintos significados. Haciendo las cosas aún más complicadas, el que nos ocupa es conocido como un “concepto esencialmente controvertido”, esto es, de aquellos que inevitablemente suscitan polémica (como ocurre también con nociones como justicia, igualdad o libertad). Parafraseando a Nietzsche, la definición de Constitución es casi imposible, ya que “solo se puede definir aquello que no tiene historia” (y vaya la historia que tiene este vocablo, que viene utilizándose desde por lo menos la época de Platón y Aristóteles).
Para terminar con estas consideraciones iniciales acerca del problema de definir el objeto central del proceso constituyente (ni más ni menos que la Constitución), cabe añadir la problemática relación de esta idea con la de constitucionalismo, noción que supone una práctica político-cultural mucho más compleja –y difícil de obtener— que la mera promulgación de un texto fundamental. Esto último queda de manifiesto cuando se advierte que, si bien Corea del Norte y Cuba cuentan con una Constitución, en ninguno de esos países existe constitucionalismo, entendido como la existencia de límites efectivos a la autoridad política; límites que permiten espacios de libertad que pueden ser utilizados por la ciudadanía para –incluso– criticar públicamente a quienes detentan el poder. De ahí que un agudo observador de América Latina, Brian Loveman, haya sostenido en su libro The constitution of tyranny: regimes of exception in Spanish America, que en la región “han habido muchas constituciones, pero muy poco constitucionalismo”.
Si lo anterior es efectivo, la idea de Constitución que interesa desde el punto de vista del proceso inaugurado el 15 de noviembre del año pasado, es una que se inscribe en la tradición de las cartas fundamentales que no solamente constituyen y organizan el poder público, sino que, simultáneamente, lo limitan, de manera de garantizar espacios de libertad a los individuos.
Las ideas importan
Una vez que se aquilata el hecho de que existen distintas formas de entender el sentido y las funciones de una Constitución, se comprende mejor que el debate constituyente parece, en ocasiones, un diálogo de sordos. Dado este contexto, puede ser útil intentar “mapear” algunas de las formas prototípicas en que diferentes sectores entienden a la Constitución.
Un punto de partida relevante para el debate constituyente chileno es la distinción entre aquellos que consideran que una Constitución debe ser “mínima”, y aquellos que consideran que debe ser “plena”. Mientras para los primeros la carta fundamental debe ser un documento breve y directo, que establezca el marco general de la organización del poder público y los derechos verdaderamente fundamentales (dejando entregada a la política “normal” el desarrollo más detallado de las modalidades de implementación de los derechos, valores y principios abstractos contenidos en ella), para los segundos la Constitución debe ser un documento detallado, que consagre no solo los aspectos básicos de la organización del poder y sus límites, sino que proyecte en el tiempo los lineamientos esenciales de, por ejemplo, el sistema económico.
Un ejemplo de la concepción plena (o maximalista) de Constitución ha sido defendida en nuestro medio por José Luis Cea, quien a propósito de la consagración de algunos de los elementos del modelo económico impuesto por el régimen militar, sostiene en su Tratado de la Constitución de 1980: “Nadie duda de que la Constitución debe contener las reglas del juego de la política. Si esto es así, y [la Constitución] tiene que incluir los elementos esenciales de un orden social, ¿por qué entonces olvidar las reglas económicas y sociales que están tan íntimamente relacionadas con los aspectos políticos? (…) Lo que defendemos es que los principios característicos de tales modelos se incluyan explícita e inequívocamente en la Ley Fundamental. (…) ¿Cuál es el modelo económico y su contraparte social? Los redactores de la Constitución deben responder a estas preguntas y no tomar el camino fácil, pero en última instancia peligroso, de la neutralidad del sistema de valores”.
En un mundo en el que la mayor parte de la actividad humana es económica, argumenta Cea, es imposible que la Constitución permanezca neutral con respecto a esa esfera.
Esta concepción acerca del rol que debe jugar una Constitución en la vida económica, contrasta radicalmente con la forma en que otro destacado constitucionalista local, Jorge Correa Sutil, articula una comprensión “minimalista”. Así lo expone en su artículo “¿Ha llegado la hora de una Nueva Constitución?”: “Para decirlo en corto y de modo simplificado, mientras en el país no haya un consenso acerca del ‘modelo’, la Carta Fundamental no debe abrazar ninguno. Me parece que no ha llegado la hora de una Constitución extensa y minuciosa, sino la hora en que sectores políticos, los que peyorativamente se denominan como ‘mayorías ocasionales’, puedan decidir y experimentar modelos, proyectos y políticas públicas, con pocos constreñimientos constitucionales. Me inclino, así, por ir borrando de la Constitución más que por permitir que grupos de élite en pugna y que no logran triunfar electoralmente sino por márgenes escasos y ocasionales, impongan en piedra sus ideas sustantivas acerca de lo que es una buena sociedad política”.
Una eventual nueva constitución necesariamente deberá revisar la forma en que se organiza un mecanismo en que se pueda evitar que el Congreso transgreda los derechos fundamentales de individuos y grupos minoritarios, al tiempo que no le entrega a un grupo de jueces no elegidos un poder de veto definitivo respecto de las decisiones democráticas de la ciudadanía.
El fuerte contraste respecto del alcance que debe tener la Constitución en términos de su contenido económico (que exhiben las posiciones de Cea y Correa Sutil) refleja bien las consecuencias prácticas de las disquisiciones teóricas con que comenzamos este ensayo. Más aún, si en el mundo de la política y la sociedad las ideas importan, en la esfera constitucional ello es aún más nítido.
El peligro del gobierno de los jueces
Existen, no obstante, muchos otros aspectos –o matices– a la hora de concebir una Constitución, aspectos que sin duda afectarán el debate constituyente. Por ejemplo, observar cómo se discutirá la llamada “revisión judicial de la constitucionalidad de las leyes”, esto es, el poder de órganos jurisdiccionales de echar abajo legislación aprobada democráticamente que, sin embargo, se considere por los jueces como contraria a la Constitución. En este punto es bueno recordar que, hasta principios del siglo XX, no se pensaba que el constitucionalismo requiriera de este tipo de control. Por el contrario –con excepción del constitucionalismo estadounidense–, hasta los años 20 del siglo pasado dicha práctica era rechazada por el grueso de los países más avanzados, al punto que un importante jurista francés (Edouard Lambert) alertaba contra el peligro del “gobierno de los jueces” que tal facultad inevitablemente involucraba. Dicho esto, hoy la idea de que la judicatura pueda declarar inconstitucional legislación aprobada por el Congreso se encuentra muy consolidada. Con todo, en el contexto de una creciente politización de muchos tribunales constitucionales (así como de cortes supremas que detentan facultades similares), han surgido voces muy respetadas que cuestionan la inevitabilidad de la revisión judicial de la constitucionalidad de la ley en un estado democrático de derecho (Jeremy Waldron es quizá el más conocido impugnador de esta práctica).
El debate mencionado es sumamente relevante para la situación de nuestro país, ya que, particularmente desde la segunda presidencia de Bachelet, el ente encargado de velar que las leyes aprobadas por el Congreso no violen la Constitución (el Tribunal Constitucional) se ha transformado en un verdadero actor político no elegido democráticamente, que se ha dedicado a echar abajo leyes que buscaban introducir elementos de justicia social a una sociedad tan inequitativa como la nuestra. Producto de ello, el Tribunal Constitucional opera como la gran espada de Damocles que pende por sobre la política chilena, ya que, cada vez que se aprueba legislación que propende a expandir las libertades y derechos de las personas –como la despenalización del aborto, el fortalecimiento de los sindicatos o la protección de los consumidores— aparecen voces conservadoras que proclaman que pedirán al Tribunal Constitucional que declare esas iniciativas como contrarias a la Constitución. Así, sectores que son derrotados en el debate político-legislativo suelen “ganar por secretaría”, por usar una expresión coloquial. Esto último no solo asfixia el normal desarrollo de la política democrática del país, enviando de paso la señal a los votantes de que importa más quién controla el Tribunal Constitucional que quién gane las elecciones, sino que distorsiona el rol que debe jugar una Constitución en una sociedad democrática.
Una eventual nueva constitución necesariamente deberá revisar la forma en que se organiza un mecanismo en que se pueda evitar que el Congreso transgreda los derechos fundamentales de individuos y grupos minoritarios, al tiempo que no le entrega a un grupo de jueces no elegidos un poder de veto definitivo respecto de las decisiones democráticas de la ciudadanía.
Pegamento social
¿Cuál es el sentido final que tiene una Constitución en una sociedad abierta y democrática?
Siguiendo al pensador alemán Jürgen Habermas (y otros autores que trabajan dentro de la tradición liberal igualitaria, como John Rawls, Ronald Dworkin y, en nuestro continente, Carlos Nino), una Constitución democráticamente elaborada es crucial, ya que representa el único elemento que puede servir de “pegamento” social en países en que las personas tienen diferentes concepciones del sentido de la existencia, distintos códigos éticos, variadas filosofías de vida y diversas religiones, que es lo que ocurre en Chile. En efecto, una vez que el rol integrador que jugaron antaño la religión, el nacionalismo o la tradición se pulverizo, producto de los procesos de modernización que desde hace más de un siglo se vienen expandiendo por el mundo, el derecho democráticamente elaborado pasó a ser el último recurso para que individuos y grupos separados por maneras de entender el mundo y la existencia, puedan convivir pacíficamente.
Dicho esto, para que una carta fundamental pueda cumplir a cabalidad el rol integrador que se ha mencionado, debiera optar por un sano minimalismo constitucional, en lugar de ceder a la tentación de intentar “congelar” –por decirlo así— modelos económicos, sociales o culturales que solo interpretan a una parte de la sociedad. En otras palabras, una Constitución para los tiempos que corren, y que trate a cada persona con igual consideración y respeto, debiera fijar un marco razonable donde podamos vivir en paz bajo unas reglas que conciten la mayor adhesión posible del conjunto de la sociedad.
Si la concepción de Constitución recién esbozada es plausible, se entiende que, más allá de las consideraciones prácticas que ameritan sustituir la Constitución de 1980 (y a las que nos hemos referido antes en esta misma revista), introducir una nueva carta fundamental elaborada en condiciones democráticas representa una tarea central dentro de los muchos desafíos que enfrentará nuestro país en los próximos años.
Con todas las reformas, con todas las firmas, con todas sus virtudes, con todas las mejoras, el hecho fundamental es que la Constitución de 1980 no funciona como símbolo legítimo. Y en política –aunque usualmente no reparemos en esa verdad y tenga que venir una crisis a sacarnos del sueño dogmático– casi todo se trata de símbolos: de producciones a las que les reconocemos una capacidad de abrir horizontes y articularlos de maneras que brinden sentido.
Pero, ¿por qué la Constitución? ¿No serviría como símbolo de nuestra convivencia republicana y nacional algo distinto, por ejemplo, reformas económico-sociales de mayor calado, estructurales? Sería tozudez desconocer su importancia. Hoy, sin embargo, tal agenda es impracticable. Ocurre que en el Gobierno, la UDI, la derecha económica, incluidos los think tanks financiados por ella (LyD, FPP), prima el economicismo.
Manda ahí la tesis de Milton Friedman, de que el orden económico neoliberal es la base de un orden político adecuado. La tesis es criticable, por abstracta. La pérdida de legitimidad de las instituciones políticas vuelve inviable el progreso económico. Es solo sobre la base de instituciones legítimas, reconocidas, asentadas sobre consensos amplios, que el despliegue general del país resulta posible, incluido el despliegue económico. Ha sido precisamente Rolf Lüders, el chileno doctorado con Friedman, quien ha constatado, en un estudio de mediados de los 90, que el período más largo de crecimiento económico del país, que va desde 1830 hasta finales del siglo XIX, coincide con un orden político estable y reconocido. El orden de Portales, de Bello, Prieto, Bulnes, Montt –los militares penquistas, los juristas y literatos– fue la base de un período de desarrollo en el que Chile creció más que el promedio de los países que luego serían desarrollados.
En la derecha más extrema se desconocen estos hechos y prima pertinazmente el alegato economicista. El resultado es que el Gobierno, el único facultado para desencadenar ese proceso de reformas estructurales, queda condenado aquí a la inactividad.
Clausurado este camino, ¿tiene sentido negar la necesidad de un símbolo compartido y el papel, que no como texto, sino simbólicamente le cabe cumplir a una nueva Constitución?
No se ve otro símbolo a la mano. Podría serlo la historia. Pero, en la fragilidad de nuestra memoria, todo lo disponible en el difuso mundo de esas fuerzas poderosas que son los símbolos –Allende, Pinochet, la Constitución de 1980–, nos divide. ¿Cómo comenzamos a rehabilitar, entonces, el orden político?
Es solo sobre la base de instituciones legítimas, reconocidas, asentadas sobre consensos amplios, que el despliegue general del país resulta posible, incluido el despliegue económico. Ha sido precisamente Rolf Lüders, el chileno doctorado con Friedman, quien ha constatado, en un estudio de mediados de los 90, que el período más largo de crecimiento económico del país, que va desde 1830 hasta finales del siglo XIX, coincide con un orden político estable y reconocido.
En tanto que dispositivo jurídico, como sola ley, en su calidad de mera norma, la Constitución resuelve solo una parte de la crisis política en la que nos hallamos. Más aún, con la regla de los dos tercios, requerida para aprobar el nuevo texto, probablemente el contenido de la carta que surja de la Convención no será muy novedoso. Habrá, seguramente, una parte de bases de la institucionalidad, una de derechos fundamentales, otra dedicada a los órganos del Estado, un sistema de pesos y contrapesos entre los órganos. Incluso respecto de la propiedad privada, cuesta imaginar que se forme una mayoría de dos tercios para, por ejemplo, volverla nominal. Dejando a un lado el extremismo de la izquierda académica, que condena de antemano al mercado como institución –“mundo de Caín”, lo llama en su destemplada consideración–, los sectores socialdemócratas, los liberales de centro, los humanistas-cristianos, los socialcristianos, los agrarios, los nacionales, los radicales, en resumen: los que concurrirán a formar mayoría, son todos proclives a contar con un mercado a la vez fuerte y controlado, junto a un Estado también controlado y fuerte, al cual, cabe aventurar y esperar, se le otorgarán mayores atribuciones, de tal guisa que su papel no se circunscriba al que se le atribuye en la versión peculiar de la subsidiariedad que defendió Jaime Guzmán, funcional a las banderas neoliberales.
Se ha comparado la crisis que vivimos con la de 1973. La comparación es errónea. Entonces había un país dividido en bandos articulados desde las élites hasta las bases. Hoy no existen dos bandos claramente definidos y que se sientan recíprocamente amenazados. Estamos lejos, aún, de algo así. No hay liderazgo que pueda atribuirse un clamor tan general y difuso como el actual. La situación se parece mucho más a la llamada “Crisis del Centenario”. Entonces, tras dos décadas de oligarquía parlamentaria, irrumpió un proletariado que no encontró acogida en el sistema político y económico, tal como hoy las nuevas clases medias. El inveterado legalismo llevó entonces a la respuesta obvia: una Constitución. Ella no fue solución suficiente. La crisis tuvo que pasar por otras etapas. Hubo dictadura y un conato de régimen socialista, sendas matanzas. La Constitución de 1925 fue, sin embargo, un paso necesario en la superación de la crisis, que se consiguió recién en los años 30. Ella fue el catalizador de las exigencias de los nuevos grupos. Puso fin a la funesta oligarquía parlamentaria, retornando a la más fecunda tradición del presidencialismo. Fortaleció el Estado, dándole músculo en asuntos sociales. Fue la primera piedra, solo la primera piedra, pero sobre cuya base pudo erigirse el orden nuevo que pervivió cuatro décadas, en medio de un contexto mundial ideológicamente cargado y altamente inestable.
Nuestra crisis, la del Bicentenario, tiene una estructura parecida a la de 1910. Nuevos grupos sociales, medios ahora, irrumpen sin encontrar acogida adecuada en el sistema político y económico. Las clases medias son, por primera vez en nuestra historia, mayoritarias. Son efectivamente medias. El sarcasmo displicente de cierta izquierda acomodada que rechaza la designación es frivolidad. Lo que ha quedado nítidamente atrás son el hambre, el frío, la mortalidad infantil, la desnutrición (que en 1960 afectaba al 40 por ciento de los niños). Nuestras clases medias están lejos, por cierto, de las alemanas, holandesas o noruegas. Se hallan endeudadas, son precarias, agobiadas por el “miedo inconcebible a la pobreza”, por el temor a volver a una situación que, una vez alcanzado el estatus mesocrático, es no solo ruinosa, sino vergonzante. Pero, no hay que olvidarlo, son clases medias. El asunto es que no hallan cabida adecuada en un sistema que es demasiado estrecho para ellas. También para los pobres de siempre.
El proceso constituyente abierto la noche del 15 de noviembre es lo que mantiene viva la esperanza de una salida institucional a la crisis, que le brinde acogida a esos grupos masivos que reclaman con la intensidad que, entre nosotros, solo parece repetirse cada 100 años. Con un Gobierno que no acaba de superar el filisteísmo y una oposición que se niega a entender el carácter nacional de un reclamo (que no es únicamente contra el Presidente de la República), ha sido el entendimiento entre los sectores más moderados y visionarios de la derecha y la izquierda el que conserva abierto –todavía– el proceso político.
La comprensión política tiene un modo peculiar de realización, parecido al artístico. Ella es lograda no cuando se ajusta a un criterio predefinido en su contenido. El logro ocurre cuando ella consigue expresar la situación del pueblo, las pulsiones y anhelos populares, de maneras simbólicamente eficaces. Se trata de generar, de producir los discursos, las obras, las instituciones pertinentes. Pertinencia aquí no es lo mismo que eficiencia o que corrección moral, medidas según reglas dadas. No consiste en el cumplimiento de parámetros cuyo significado esté determinado previamente. Pertinencia es eficacia simbólica. Discursos, obras, instituciones pertinentes son aquellas que, más allá de que se ajusten o no a las reglas de una determinada ortodoxia económica o a las normas de un sistema moral ya dado, consiguen captar y brindar una dirección a la que todos de algún modo atisbaban, pero que nadie discernía con nitidez hasta que las palabras, instituciones u obras han sido producidas y a las que todos puedan prestarle su asentimiento. Pueden prestárselo porque se sienten reconocidos, acogidos en ellas.
Nuestras clases medias están lejos, por cierto, de las alemanas, holandesas o noruegas. Se hallan endeudadas, son precarias, agobiadas por el ‘miedo inconcebible a la pobreza’, por el temor a volver a una situación que, una vez alcanzado el estatus mesocrático, es no solo ruinosa, sino vergonzante. Pero, no hay que olvidarlo, son clases medias. El asunto es que no hallan cabida adecuada en un sistema que es demasiado estrecho para ellas.
Ese modo específico de logro o cumplimiento de la comprensión política es distinto de las pretensiones economicistas en la derecha y las moralizantes en la izquierda. La comprensión técnico-económica no entra –por sus propias restricciones metodológicas– en la cualidad y hondura del sentido experimentado internamente por los individuos y en las experiencias de significado que se alcanzan en la pertenencia a comunidades, ambientes y procesos colectivos. Para una racionalidad económica de tipo neoliberal, las preferencias individuales son en principio indiferentes, no admiten ser diferenciadas según su cualidad o mérito, de tal suerte que, por ejemplo, la acumulación de preferencias alienadas, que en el futuro decantarán en una crisis, no puede ser advertida por este tipo de racionalidad. La funcionalidad del pensamiento económico le impide atender, asimismo, a la realización de aspectos de la existencia humana específicamente políticos, como la libertad y la paz, la participación y la solidaridad. No tiene sentido preguntar aquí, ¿cuánto valen?
Tampoco se entiende bien la política desde criterios morales predefinidos. En la izquierda se ha extendido la doctrina, a la que he aludido, para la cual la plenitud política y humana se identifica con una deliberación pública deslindada de lo que se entiende como intereses egoístas. Se propone favorecer esa deliberación mediante el desplazamiento coactivo del mercado, tenido por un contexto institucional inmoral, campo de la despreocupación por el otro. No se repara, empero, en que la deliberación pública es un modo de interacción racionalizante. En ella vale, en principio, lo general, admisible para todos. En tanto que pública, ella es una forma de interacción ocular, escrutadora, hostil a lo oscuro, a las pulsiones difícilmente presentables, a la radical intimidad que poseen, también, los individuos. Ella permite una cierta plenitud sacrificando otros aspectos del despliegue humano. Es incapaz de incorporar plena e inequívocamente, en su generalidad visual e inquisitiva, al ser humano concreto, su carácter no solo visualizable sino arcano. Pura ocularidad es también pose, y en el individuo consta una parte contundente para la cual la pose es opresiva.
La propuesta de esa izquierda se halla, además, en tensión con el principio republicano de la división institucional del poder entre una esfera estatal y otra civil fuerte. El desplazamiento coactivo del mercado de áreas enteras de la vida social e idealmente de todas (exigible por su inmoralidad como institución) coincide con la acumulación del control de todos los recursos económicos disponibles en el Estado. La realización de la propuesta culmina, así, en un sistema de concentración del poder en un dispositivo incompatible con aquello que no es generalizable, con lo insondable de la existencia humana, tanto individual como colectiva, con el dinamismo y las intensas fuerzas concretas que no son simplemente pasables por el rasero de lo que resulta universalmente admisible a la multitud de los ojos escrutadores.
Ambos discursos, el economicista y el moralizante, son demasiado abstractos como para esperar de ellos que se dé expresión eficaz al pueblo concreto en su territorio; a un pueblo dinámico, la encarnación de fuerzas y pulsiones, de inclinaciones y deseos que se muestran a la vez que se esconden. Libertad e igualdad, aumento de la capacidad de consumo y jubilaciones razonables, sistemas de transporte veloces y eficientes a la vez, encuentros festivos y crítica ácida, nostalgias de la comunidad perdida y afán de distanciamiento, rabia violenta más honda que la rabia y añoranzas de vecindarios amigables, vértigo reformista y búsqueda de seguridad… la lista podría alargarse, las tensiones entre las distintas pulsiones y demandas, empero, se mantiene. ¿Cómo brindarles expresión?
En el contexto actual de ebullición, de una ebullición que expresa el distanciamiento entre los anhelos populares y la institucionalidad política; en un momento en el cual, además, hegemonizan la discusión dos discursos acentuadamente abstractos; en este instante se hace necesario volver a reparar en la relevancia de los símbolos; en la importancia de producciones consensuadas de las que quepa esperar la adhesión del pueblo porque, antes que a la consistencia con reglas, ellas están abiertas a la situación popular concreta. Una vuelta sobre las condiciones de la comprensión política, sobre el talante productivo y creador que ha de asumir, sobre la receptividad que debe poseer frente a lo nuevo, al pueblo al cual ha de brindar expresión, podría ser la base de una ruptura del enclaustramiento discursivo en el que nos hallamos. El procedimiento constituyente definido en el pacto del 15 de noviembre, y en virtud del cual es esperable contar, luego de décadas, con un símbolo nacional compartido, en el que amplias mayorías lleguen a sentirse reconocidas, genera el espacio para una práctica político-hermenéutica beneficiosa para la República.
“Lo útil para el debate es la aspiración de vivir bien unos con otros ahora”.
Dora Haraway
¿Cómo nombrar?
La dificultad de definir el proceso histórico que vive Chile es quizás una de las causas del impedimento para encararlo. Revuelta, estallido social, desborde, vandalismo, terremoto social. Tal vez el obstáculo para encontrar una forma de decirlo y, por lo tanto, reflexionarlo y elaborarlo intelectualmente, radica en que todos los contenidos de esas palabras confluyen: la revuelta significa “alteración, alboroto, sedición”, pero también “punto en que algo empieza a torcer su dirección”, mudanza de un estado a otro (RAE). Si pensamos en el sentido de estallido como “dicho de una cosa que se rompe con estrépito o causa un ruido extraordinario” (según la misma RAE) o en tanto explosión, irrupción y surgimiento, podríamos entender el proceso social que vivimos en Chile desde el 18 de octubre pasado como una alteración y un nuevo rumbo, como revuelta que altera para proponer un cambio.
Otra alternativa es comprender este momento como un desborde social[i] y como un desmadre. En el primer caso, porque “rebasa el límite de lo fijado o previsto”: nadie vaticinó lo que sucedería; asimismo, porque “sobrepasa la capacidad intelectual o emocional”: es muy difícil realizar un análisis completo y certero de lo ocurrido, a la vez que las subjetividades y sentimientos están removidos; también, por “salirse de los bordes, derramarse”: las diversas demandas y sujetos que las encarnan escapan de lo habitual y se derraman como afluentes insospechados; y en su variante de pasión, “exaltarse, desmandarse”: las distintas violencias y desacatos se precipitan denunciándose y al mismo tiempo enfrentándose en una espiral agresiva y pulsional. El desmadre por su lado, en su acepción de “sacudida violenta de la corteza y manto terrestres, ocasionada por fuerzas que actúan en el interior de la Tierra”, parece una muy buena metáfora para producir una imagen donde nuestro sustrato cultural de lo telúrico se aposa y actúa. Pero, también, porque esa palabra nos retrotrae a la noción de exceso, de conmoción por lo inesperado y de actuar sin respeto ni medida. Salirse de (la) madre es también dejar el cobijo de un vientre para arrojarse al vacío, y asimismo a la construcción del sujeto social.
De igual manera, la dificultad de nombrar puede anidarse en que el mensaje más prístino, entre el múltiple fluir de las identidades sociales es el de la denuncia de la desigualdad, pero lo más abisal y que produce inquietud en muchos(as) son las propuestas para lograr su superación. Quienes promueven y luchan por la igualdad no plantean públicamente un programa que reivindique los temidos imaginarios de un Estado socialista o comunista (¡y cómo! si la realidad demuestra que estos ya están sumidos en el mercado y el neoliberalismo, con el paroxismo que representa China en ese sentido). Más bien, escuchamos en algunas conversaciones cotidianas la búsqueda de una sociedad más igualitaria dentro de condiciones de un capitalismo menos salvaje y un Estado regulador de los excesos, benefactor y respetuoso del medio ambiente y de los derechos humanos, incluidos los de las mujeres. En el plano de lo político, el concepto de “democracia radical” no se enarbola en las instituciones partidarias ni en su accionar, aunque creemos que se modula el de democracia en la propuesta de una nueva Constitución, entendida su elaboración como escena de la soberanía del pueblo como partícipe de las decisiones colectivas.
De manera provisoria, como todo lo que podemos pensar hoy día, creemos que el desborde y sus desmadres podría tener un cauce en la formulación colectiva de una nueva Constitución, por todas las razones simbólicas de ruptura con el pasado dictatorial (superar ese fantasma), pero sobre todo porque reuniría en un poderoso ritual democrático y plural a la sociedad chilena huérfana, huacha de comunidad(es) –está claro que el mercado no ha logrado producir cohesión social sino más bien reproducir una ilusión de integración en la plaza del mall.
Tal vez el problema de hacer legible la “utopía” del desborde radique en que, como sostuvo Julieta Kirkwood en 1983, aún “no se logra traducir el ruido de ‘cacerolas’ en voz humana”.
También hay otros escollos a la hora de “traducir” el desmadre. Desde otras riberas, se defienden los logros alcanzados por el modelo de desarrollo instalado en y por la dictadura (con las reformas hechas desde la recuperación de la democracia), incluyendo la Constitución que emanó de una determinada concepción de la sociedad y de los actores que la promulgaron. Como protección de esas estructuras económicas y políticas invocan los imaginarios del miedo y, como en las mesas espiritistas, llaman y resucitan fantasmas petrificados en la Guerra Fría, que podrían asolar desde sus terroríficos nichos o desde sus encarnaciones latinoamericanas contemporáneas. A veces, como contra respuesta, se oyen otros espectros crujir en las viejas casonas mentales: se define al Chile actual como una dictadura, ya sea como contestación binaria o como eco inverso de los fantasmas enarbolados por quienes se oponen a los cambios. En todo caso, el juego discursivo que copa el tinglado público es el de la metonimia, la estrategia de confundir la parte con el todo –especialmente en lo que se refiere a las violencias–[ii] para que de ese modo los fantasmas operen con sus rostros aterrradores e impidan desbrozar, aún más, las alternativas de futuro que queremos construir para emprender un proceso hacia la igualdad.
El desborde social es múltiple y en su interior hay diversos desmadres y estallidos, lo que torna aún más complejo el nombrar y pensar en la casa común que deseamos construir-constituir. Las identidades sociales o los(as) actores(as) que les dan existencia, en la gran mayoría de los casos han cambiado la percepción de sus posiciones en las estructuras, pero las organizaciones no han mutado en ese sentido y prima un desacople, un descalce entre las expectativas de los sujetos y la inercia institucional. Un ejemplo claro lo constituyen las manifestaciones de los feminismos y las críticas a las relaciones sociales de género que proponen una lectura amplia sobre los modos en que se ejerce el poder y el prestigio social; pero ello no es entendido ni atendido, más aún es obliterado y muchas veces fagocitado por las jerarquías en el poder –y muchas veces por el mismo mercado– para vaciar sus contenidos críticos y renovadores. No hay institución que se salve de la crisis, ya sea por corrupción, por abuso, por desidia, por avaricia, o porque sus representantes, simplemente, se aferran como lapas al goce de sus prerrogativas. Luego del desmadre es como si el posmodernismo, con sus teorías y deseos de liquidez, nomadismo, rizomas y fluidos, se haya aposentado, parafraseando a Gabriela Mistral, en el “largo remo de Chile”.
La propia cacerola es una representación densa de reclamos, y su traslado desde la cocina a la calle puede leerse en clave de esa vieja sabiduría feminista de que lo personal es político y sus sonidos como expresión de un mensaje de ruptura de un orden que se exorciza y denuncia al mismo tiempo.
Las mesas como soportes de una comunidad rota
De manera provisoria, como todo lo que podemos pensar hoy día, creemos que el desborde y sus desmadres podría tener un cauce en la formulación colectiva de una nueva Constitución, por todas las razones simbólicas de ruptura con el pasado dictatorial (superar ese fantasma), pero sobre todo porque reuniría en un poderoso ritual democrático y plural a la sociedad chilena huérfana, huacha de comunidad(es) –está claro que el mercado no ha logrado producir cohesión social sino más bien reproducir una ilusión de integración en la plaza del mall.
Hablamos de cauce al desmadre, y no de solución a las cuestiones que lo originan, en la dirección reflexiva de Dona Haraway, que señaló en una entrevista al diario El País que “si miramos los problemas urgentes en los que estamos metidos, pensar que podemos solucionarlos da una imagen equivocada. Unos con otros tenemos que buscar formas de sanar en parte, inventar cosas nuevas, arreglar los daños, construir y reconstruir para seguir adelante, no para solucionarlo”.
Si algo es audible, “humano”, en el sonido de las cacerolas es el déficit y necesidad de comunidad, de sentirse parte de algo, de formar un cuerpo tribal y unido, que aunque armándose y desarmándose encuentra en la emoción de lo colectivo una identidad de sentido y destino. La propia cacerola es una representación densa de reclamos, y su traslado desde la cocina a la calle puede leerse en clave de esa vieja sabiduría feminista de que lo personal es político y sus sonidos como expresión de un mensaje de ruptura de un orden que se exorciza y denuncia al mismo tiempo.[iii]
Así podríamos leer, figurativamente, la elaboración de una nueva Constitución[iv] como la instalación del comensalismo –en el sentido sociológico y crítico con que Claude Fischler aborda este concepto en El (h)omnívoro– en una gran mesa colectiva. El comensalismo es el alimento que se ingiere en compañía y es opuesto a la comida solitaria, individual, que no se comparte con otros(as) y muchas veces ni siquiera se come en una mesa. Tras el comensalismo está la larga historia social que recorre las mesas sin mantel –las de los albores de la humanidad–, los banquetes sacrificiales, las fiestas, hasta las mesas donde se consume la comida familiar. Los comensales, los que se sientan juntos a la mesa, son por definición hermanos(as), parientes, miembros de un linaje, de una comunidad que se verifica en la repartición y goce de los dones, así como en sus significados productivos y reproductivos.
Los comensales, los que se sientan juntos a la mesa, son por definición hermanos(as), parientes, miembros de un linaje, de una comunidad que se verifica en la repartición y goce de los dones, así como en sus significados productivos y reproductivos.
Una de las grietas que se ha dejado ver en el desborde y sus desmadres es la existencia de una mesa del pellejo, que coexiste con otras exclusivas que solo algunos comparten. La tradición chilena de la mesa del pellejo, que según el Nuevo Diccionario ejemplificado de chilenismos y de otros usos diferenciales del Español de Chile, de Morales Pettorino, es la “mesa de comedor, por lo común más pequeña y tosca que la principal en la que se suele dar lugar a los niños o a personas de confianza”. Se trata de una mesa separada de la principal, que establece un orden jerárquico por un lado, y una distinción por el otro. En el primer caso construye un arriba/abajo y en el segundo el prestigio y poder de cada cual en la casa común. La perversidad de la mesa del pellejo es que quienes comen en ella pueden observar e incluso oler los dones alimenticios de los “mayores”, no pudiendo gozar de ellos, debiéndose conformar con una comida diferente en una mesa diferente, pero contigua.
Siguiendo con esta imagen, si entendemos la elaboración de la nueva Constitución a la manera de un comensalismo practicado en una mesa colectiva, donde se eliminan las del pellejo y se promueven los sentimientos de igualdad, podría fluir un curso que valore y reconozca las diferencias sin eclipsarlas en la unicidad y sin excluirlas (por razones de género, etnicidades, clase u otras distinciones).
Desde luego, las mesas están asociadas al debate, a las asambleas, al diálogo y, por ello, su significado es profundo.
Ese ejercicio resulta, desde mi punto de vista, fundamental para que la propuesta de futuro compartido se torne legible, clara, y se defina el proyecto y la casa común hoy cuestionada y resquebrajada en sus cimientos, fachadas y en las posiciones y legitimidad de quienes la habitan. La misma Haraway sostiene: “El pensamiento ocurre cuando las cosas que funcionaban dejan de funcionar. En momentos de descomposición, la posibilidad de otra cosa se vuelve más urgente y fácil de imaginar”.
Quizás así podríamos por fin nombrar, sin perder la polifonía, aquello que hoy nos altera, explota, estalla, rebasa, sacude y que nos llama a la urgente necesidad de producir y co-crear los cambios que claman los desmadres y sus cacerolas tintineantes. Obliterarlos sería pura y simple estulticia.
Notas
[i] Es interesante citar a José Matos Mar, quien en la década del 80 decía: “Uno de los procesos fundamentales que configuran la situación actual del Perú es la creciente aceleración de una dinámica insólita que afecta toda su estructura social, política, económica y cultural. Se trata de un desborde, en toda dimensión, de las pautas institucionales que encauzaron la sociedad nacional y sobre las cuales giró desde su constitución como República. Esta dinámica procede de la movilización espontánea de los sectores populares que, cuestionando la autoridad del Estado y recurriendo a múltiples estrategias y mecanismos paralelos, están alterando las reglas de juego establecidas y cambiando el rostro del Perú. El desborde en marcha altera la sociedad, la cultura y la política del país creando incesante y sutilmente nuevas pautas de conducta, valores, actitudes, normas, creencias y estilos de vida, que se traducen en múltiples y variadas formas de organización social, económica y educativa, lo cual significa uno de los mayores cambios de toda nuestra historia. Estamos frente a un conjunto de situaciones novedosas, aceleradas en los dos o tres últimos años, que afectan todo el espacio nacional donde quiera que lo observemos, analicemos y estudiemos. Como consecuencia de esto, el Perú está sufriendo serias alteraciones estructurales, que conducirán en la presente década a una profunda transformación de la sociedad” (José Matos Mar en Desborde popular y crisis del Estado (IEP, Lima, 1986, tercera edición).
[ii] Percibimos no una sola violencia sino varias en un espectro que toca la institucionalmente ejercida y sus excesos que violan los derechos humanos, también la de grupos anarcos, narcos, capuchas, lumpen, barras bravas, cada una actuando y haciendo gala de su performance en una suerte de reality show transmitido por las televisión y las redes sociales.
[iii] Más allá de las discusiones bizarras de la “hoja en blanco”, cuando utilizamos acá la palabra nueva es para señalar el cambio respecto a la del 80, en el entendido antropológico de que nada en las sociedades es “borrón y cuenta nueva” sino más bien encadenamientos y traspasos que dan lugar a las transformaciones.
[iv] El origen de los caceroleos se remonta a la tradición de las cencerradas practicadas en el medioevo español para denunciar rupturas al orden en las comunidades y pueblos, generalmente referidas a la realización de uniones conyugales desiguales.
Quizás es la pandemia lo que ha hecho que Todo es personal de Simón Soto se haya vuelto no solo personal, en las manos de cada lector, sino un éxito rotundo (en varios sentidos). Por lo general las cosas no funcionan así, pero todo está alterado y me gusta lo que le está sucediendo a este libro. Hay un morbo legítimo de entrar en el juego, pero hay algo más. Que Soto sea masivamente poco masivo y sin muchos lazos sociales o mediáticos, aumenta el triunfo de este curioso y, diría, necesario libro.
“Quería escribir contra lo que había hecho”, dice. Y lo hizo. No tengo miedo, grita con su libro, aunque lo cierto es que, si se lee atento, es la confesión de un chico aterrado. Pero la valentía está en atreverse. Pudo haber pensado menos el libro, pero, viendo a sus compañeros de ruta, está claro que este volumen es un deseo de su autor de separarse, de huir, de dejar los talleres y la calculada escena literaria millennial. Simón Soto deja el gesto de ser hijo y pasa a ser padre. Un padre nuevo, trizado, donde ya no puede escribir para que lo quieran y atesoren, sino apenas para que lo comprendan.
Un amigo me dice: por qué algunos autores no dejan de intentar con la ficción y publican un diario, tell–it–all, que destruya toda su respetabilidad. Unas entregas de otros autores me intrigarían más en la medida en que se desnudaran de manera frontal (Arturo Fontaine Talavera o Carla Guelfenbein, por ejemplo, quizás hasta Gonzalo Contreras). Aunque esto es poco probable, mirando sus libros pasados. Contarlo todo no es parte de su plan ni del plan de nadie. Lo tenemos claro en esta era emo que se ha ido arrastrando: hay autores que nunca desean cruzar cierto umbral del buen gusto. Porque, ¿se puede confesar más allá de lo aconsejable? Lo más probable es que no, y Simón Soto por cierto no lo hace. Lo que sí decide hacer es contar bastante, en un ambiente donde reprimir es más la norma y donde toda actitud punk es vista como poco literaria y poco conveniente a la hora de postular a fondos. El libro, entonces, destaca aún más y parece más singular en un ambiente donde la afectación es la pose, la apariencia lo es casi todo y la cuenta de Instagram es tu escudo y tu canal de cable propio y quizás hasta tu identidad poética.
Soto, en una decisión maestra, opta por quedar como un caído, a pesar de que al final el diario puede leerse como un making of de su éxito Matadero Franklin. Porque si bien todos andan leyendo este libro como la saga de un caído y un adicto, yo lo vi como el triunfo del espíritu y la voluntad: chico drogo e inseguro supera sus vallas y logra el mayor de los triunfos, que es escribir, terminar la apuesta y hasta publicar su novela. Lo que leemos no es el diario de un caído, es la reescritura de un diario (a lo Piglia y su Renzi) que es más cerebral que carnal y que se edita en vida, algo no menor y algo a la vez fatal. Un paréntesis: sospecho que todos los diarios que escandalizan o marcan un terremoto son póstumos y muy pocos contaron con el permiso explícito de su autor. Cheever y Donoso son dos autores cuyo gran diario nunca pensaron en publicar. Mejor, lo soñaron pero no se atrevieron. Este diario es de un autor claramente vivo, que se cuida y cuida a sus cercanos, y que desea vivir y escribir otros libros. Insisto: ¿es posible publicar un diario en vida? Se quema, sí, pero no se autoinmola. ¿Se puede criticar eso? Tarea para la casa.
Todo es personal se presenta desde una suerte de triunfo o al menos de paz. Sabemos un poco el final, entendemos el spoiler mayor: no pasó algo tan grave puesto que el autor ha sobrevivido para contarlo.
Y lo que cuenta, lo cuenta bien.
Es cierto que Soto es menos personal de lo que promete. Aun así, cuenta una historia de redención y hace un gran uso de una primera persona más calmada que sus demonios. Tanto, que le creemos. Y entendemos que hay otro libro más duro quizás por debajo del libro editado. Quizás por eso uno entiende el pacto: déjame contarte lo que puedo. Y, también, le dice al lector, que no para de subrayar, una pregunta que es, creo, la siguiente: ¿tú contarías tanto, hueón?
Decididamente no.
“El diario se diluye. No hay ideas ni fuerza para anotar todo”, confiesa.
Simón Soto desea no contar la caída sino la redención. Argumenta que no vale la pena contar sus excesos; yo creo que sí. Algo me hace pensar que soñó menos y que optó por narrar sueños para herir menos.
Es probable que a Todo es personal le haya ayudado ser una de las pocas novedades en estos tiempos de encierro, pero no es solamente eso: ha tocado un nervio. Ha encontrado el medio para contar un nuevo tipo de ficción o la ficción que queremos contar o la verdad procesada: el fragmento, el post, el despacho, el desliz.
Lo que aumenta la fascinación, el pacto entre autor y lector de este libro de no ficción (con algo de ficción y no tanta verdad dura como uno quisiera o exige por estos días de fin–de–mundo–tal–como–lo–conocemos), es que posee un subtítulo (que no se lee tan preciso en la portada por el tema del rojo sobre gris y tipografía más pequeña) que rotula como Diarios de abstinencia que, creo, o deseo creer, se ha leído como Diarios de pandemia.
Porque si bien hay abstinencia, Soto desea no contar la caída sino la redención. Argumenta que no vale la pena contar sus excesos; yo creo que sí. Algo me hace pensar que soñó menos y que optó por narrar sueños para herir menos. Abusa del truco del roman à clef al cambiar nombres de manera torpe, quizás intencionalmente torpe, o cuando dinamita a Luz Croxatto tildándola de L. C. En su nota del autor al comienzo lo deja claro, como esos contratos con letra chica: “En la edición final he cambiado algunos nombres, de otros se han conservado simplemente sus iniciales, tanto para proteger el anonimato de cercanos y conocidos, como para no desconcentrar al lector en minucias”. Lo cierto es que un diario no es un cuento ni una novela. Uno espera desconcentrarse, desea detalles, minucias, irrelevancias y secretos. Pero lo importante es su deseo de venganza, de quemar su casa y contar su proceso. Soto poetiza el resentimiento y legitima el pelambre, porque es capaz de mirarse con dureza. Aquí ocurre algo curioso: es más duro consigo mismo que con los otros.
Otro efecto del libro: le ha servido al autor para situarse donde desea que lo lean y miren y, algo no menor, que no lo confundan. “Ayer tuve la primera sesión con el siquiatra. El objetivo es recibir ayuda para dejar el alcohol. Fui honesto con el doctor y le confesé que, la mayoría de las veces, no soy capaz de controlarme y termino sumido en una profunda borrachera, acompañada casi siempre por el consumo de cocaína”. Los diarios son testimonio del 2017/2018. Chile parece otro país y a Soto le alteran más sus demonios que el status quo, lo que visto desde el hoy parece tan fascinante como imposible. Este es un viaje a la Zona Cero propia, donde Soto anota desde la primera línea de su escritorio, donde el verdadero enemigo es lo doméstico y la incapacidad de concentrarse (esta es quizás la parte que lo conecta con el confinamiento). “Hace cuatro o cinco días que abandoné el medicamento antidepresivo, y tras jornadas felices y radiantes, hoy, durante la tarde, ha vuelto a invadirme el fantasma del bajón de ánimo; la melancolía, la tristeza. Pequeñas punzadas de ansiedad y angustia, ese sinsentido que todo lo cubre, que avanza como la marea creciendo a medida que el día se acerca a la noche”, anota.
¿Está escribiendo su propia pandemia y confinamiento?
Con sus libros de cuentos era un cuentista más. Correcto, indie, prometedor. Matadero Franklin lo disparó y lo espesó; también lo hizo más pop. Y ahora se mitifica, se arma a su medida, se expone, se aleja de los suyos. Respeto ese deseo y que reflexione acerca de su tarea de guionista para la tele: asume, goza y sufre con lo que otros niegan o se avergüenzan o esconden con mayor talento que con el que escriben. Soto no se perfila como un autor que se gana la vida en la televisión (y por eso debe entregarse al mundo de las drogas y el alcohol), sino que se reinventa como un crack de las series que, además, escribe lo que a sus colegas no se les ocurriría. Esta apuesta eleva, de inmediato, el artefacto de Simón Soto, que aparece en la misma portada mirando hacia fuera de cuadro, con sus brazos cruzados arriba de su prominente barriga de chico oso, con la mano derecha envuelta como si fuera boxeador, pero que insinúa una decisión demente de automutilación literaria. ¿Se habrá quemado con aceite hirviendo o cortado la mano con un cuchillo mientras cocinaba (como efectivamente teme en las primeras entradas del diario) o en el peak de su jale de cocaína? Soto sabe que su cuerpo es parte del material literario: “Todas las debilidades de mi carácter quedan bajo una fuerte luz (…): mi cuerpo adiposo, con sobrepeso, mi pobre bagaje cultural, mi desconocimiento sobre la historia, mi carencia de lecturas, mi falta de reflexión e inteligencia, mi incapacidad para leer el presente y los signos políticos de los tiempos que atravesamos. Vuelvo a sentirme como un impostor, o un estafador, porque todo esto es material esencial en la construcción de un escritor”.
Tiene razón: todo es material. La leyenda se está construyendo. Y la foto de Carla McKay dice mucho y deja claro que estos diarios serán de un tipo dañado que mira de lado, pero igual da la cara. Esto ya es curioso, poco común, inesperado y muy al día. Tanto el libro (¿es un diario o es una bitácora?) como la foto, captan algo que definitivamente está en el aire y quizá por eso vuela tan alto en estos días.
Imagen: Carla Mckay.
Todo es personal, Simón Soto, Ediciones UDP, 2020, 181 páginas, $14.000.
En enero de 1928, un joven Ernesto Grassi sirve como mensajero de una carta de Karl Jaspers para Martin Heidegger. En el mundo cultural alemán de entonces, el psiquiatra y filósofo Jaspers era una figura consagrada, Heidegger ya despuntaba como la estrella del pensamiento germano (hacía unos meses que había publicado Ser y tiempo), mientras que Grassi era un estudiante italiano de paso por el país que quería conocer a ciertos filósofos en persona. Un mes después, cuando Heidegger le contesta a Jaspers, le dice que Grassi lo impresionó con su intensidad y sensibilidad, pero tiene dudas de que no se trate sino de una “naturaleza periodística”; y en su respuesta Jaspers lo define, de manera también algo desdeñosa, como un brillante entrevistador, pero ciertamente no un filósofo.
En esos años turbulentos de comienzos del segundo cuarto del siglo XX en que Grassi intentaba hacerse un lugar en el olimpo de los “pensadores” más prestigiosos de la época, los juicios sobre él no fueron demasiado favorables. Avanzando hacia la mitad del siglo, a las insinuaciones de un oportunismo intelectual, se sumarían otras de tipo político, por vinculaciones con el fascismo italiano. No sin cierta malicia, en determinados círculos, se negaba este último reproche porque en realidad Grassi había abandonado la Italia de Mussolini… para marchar a la Alemania de Hitler.
Como todas las simplificaciones, esta es algo injusta. Porque durante su vida, que casi coincide con los límites de la centuria, Grassi (1902–1991) jugaría un papel valioso aunque no vistoso en la historia intelectual europea, trascendiendo las barreras nacionales, académicas y lingüísticas, para defender la importancia filosófica del Humanismo del Renacimiento italiano. Fue, por cierto, un alumno destacado de Heidegger, pero a diferencia de su mentor, pensaba que la tradición humanista podría sentar las bases de una nueva forma de pensamiento (en contra del “anti-humanismo” heideggeriano, expresado fundamentalmente en su Carta sobre el humanismo, cuya primera publicación estuvo a cargo del propio Grassi en 1947).
Más tarde, en los años 80, en una etapa tardía de su carrera, Grassi se hizo un nombre en la academia estadounidense por sus aportaciones a la teoría de la retórica y los estudios sobre Giambattista Vico. En Alemania, por su parte, es recordado por su extensa labor en la Universidad de Munich, por el centro que fundó y dirigió sobre estudios humanísticos, y por su fecunda labor editorial en una serie de proyectos y colecciones para la editorial Rowohlt, entre los años 50 y los 70, publicando libros de bolsillo científicos destinados al consumo masivo.
En medio de todas estas labores intelectuales, resulta que en la primera mitad de la década de los 50, Grassi fue también un influyente profesor en Chile, donde pasó varias temporadas. Si es discutible que el país marcó su obra o su vida, no lo es que él dejó una huella en la filosofía chilena en cuanto disciplina, pues fue una figura determinante en su “profesionalización” por medio de un sistema riguroso de enseñanza, dejando por esta parte del mundo estudiantes (algunos molestos) y discípulos, así como formas de estudio, focos de interés temático, publicaciones y unas cuantas polémicas.
En esos años turbulentos de comienzos del segundo cuarto del siglo XX en que Grassi intentaba hacerse un lugar en el olimpo de los ‘pensadores’ más prestigiosos de la época, los juicios sobre él no fueron demasiado favorables. Avanzando hacia la mitad del siglo, a las insinuaciones de un oportunismo intelectual, se sumarían otras de tipo político, por vinculaciones con el fascismo italiano.
En el libro La prospettiva filosofica di Ernesto Grassi tra antropologia, logica e ontología, Anna Di Somma, analiza el desarrollo del pensamiento de Grassi, siguiendo como hilo conductor la categoría de la “onto-antropo-logía” como una clave de lectura, para aproximarse a la mezcla de autores, perspectivas, temas y a las numerosas áreas que abordó Grassi: lo mítico y lo metafórico, la antropología filosófica, la historia de las ideas o de la cultura. La autora señala que es en Sudamérica donde Grassi toma conciencia de “los límites y posibilidades de la filosofía occidental”, ve la disolución de las categorías históricas, permitiéndole “reflexionar sobre la condición humana”.
Como puede verse, la obra de Grassi es un jardín de senderos que se multiplican y entrecruzan: el influjo de Heidegger, la reivindicación del humanismo renacentista, fascismo y antifascismo, la valoración de la retórica, la ahistoricidad sudamericana, la enseñanza filosófica en Chile.
Heidegger y el humanismo
Después de sus estudios en Italia, Grassi se benefició del contacto con filósofos de primera línea, primero en Francia y luego en Alemania. Allí se convierte a fines de los años 20 en discípulo de Heidegger, quien es el eje en torno al cual gravita su atención filosófica. En la década de 1930, sin embargo, comenzó su búsqueda de un “verdadero humanismo”, intentando recuperar el sentido de las humanidades a través de la experiencia filosófica griega y latina. En esos años sienta las bases de los temas que recorren las décadas siguientes: la revalorización del humanismo y la latinidad como formas de reflexión; la centralidad del lenguaje poético, la importancia de la retórica. Grassi había identificado un humanismo que hacía partir la reflexión filosófica no desde los “entes” sino desde el lenguaje: un humanismo retórico que se remonta a la antigua Roma, se transmite subterráneamente en la Edad Media y rebrota en los humanistas no platonizantes del Renacimiento italiano y autores posteriores como Vico, interesados en la fantasía, el ingenio y la metáfora.
Según Anna Di Somma, lo central en toda la obra de Grassi es el concepto heideggeriano de “claro” o Lichtung, el cual permite comprender la dirección metafórica de su pensamiento o el paso desde la ontología hasta la “metaforología”: así, va explorando un conocimiento arcaico, del mito, el pensamiento tópico o la fantasía. La reflexión retórica se convierte en teoría de signos y la cuestión lingüística se entrelaza con la antropológica del origen del mundo humano como reacción a la agorafobia del “claro” o Lichtung.
En este tránsito está la compleja caracterización de logos y pathos en Grassi. Di Somma niega un giro retórico o pático de un “segundo Grassi”, en comparación con un “primer Grassi”, dominado por el problema del logos. Él distinguiría un doble significado para ambos conceptos: uno auténtico y otro no auténtico. Hay un logos no auténtico, el de la lógica abstracta y el racionalismo deductivo, y un pathos no auténtico, reducido a fenómeno psicológico privado; también hay un logos auténtico, el del pensamiento concreto y un pathos auténtico, como la angustia ante una ausencia. Sobre este fondo teórico denso y complejo, la autora inscribe la revalorización del humanismo. Para Grassi, la cuestión del humanismo no se limita a la “formación” y la revalorización de la dignidad humana, sino que tiene un alcance mayor, además de una demostración de que la razón puede tener muchas manifestaciones.
Grassi en Berlín en 1942.
Fascismo y nazismo
Si a la convicción de que existen múltiples significados de la razón llega a mediados de la década de 1930, esos años son también cruciales para la historia de Europa y para los asuntos personales de Grassi. Él se inscribe en mayo de 1933 en el partido fascista, más por razones de “ventajas” académicas que por convicción, en medio de un clima de expansión general de las ideologías fascistas. En este contexto, se plantea la tarea de una revalorización de la filosofía italiana en el continente y, en especial, en Alemania. En 1938 se trasladó a Berlín con la esperanza de obtener una cátedra y se convierte en el representante intelectual casi oficial de la Italia fascista en la Alemania nazi. La fundación del instituto Studia Humanitatis en 1942 marcó el punto más alto en la cooperación cultural entre los dos países. Grassi y su colega, Enrico Castelli, concibieron el proyecto como una forma de garantizar la autonomía de la cultura italiana en Alemania. Pero el costo fue un compromiso con los ministros de cultura —Giuseppe Bottai (fascista) y Bernhard Rust (nazi)— y, como consecuencia, con la ideología y la propaganda de ambos regímenes. Pero el Instituto no iba a durar: la guerra lo hizo inviable. Grassi deja Alemania en 1943, vive en Italia y luego Suiza, para volver a Munich en 1948.
En Ernesto Grassi (2009), biografía intelectual que considera hasta 1948 y cuyo asunto es justamente “el humanismo entre fascismo y nacionalsocialismo”, Wilhelm Büttemeyer pintó el retrato de un filósofo muy activo, que con frecuencia se sumía en la contradicción; un buen organizador y un mejor promotor de sí mismo, que siempre encontraba la manera de obtener ventajas. El interés del autor se centra en la mediación de Grassi entre Alemania e Italia en los años 30 y 40, que comenzó en términos estrictamente teóricos, pero las circunstancias históricas, las lealtades políticas de sus maestros y, particularmente, el ascenso de Grassi como agregado cultural no oficial, pronto lo pondrían en el fuego cruzado entre fascismo y nazismo. Víctor Farías ya lo había cuestionado en su Heidegger y el nazismo (1987), a quien Grassi respondió en vida: en su defensa señaló la falta de referencia al “fascismo” en su amplia producción académica y garantizó su alejamiento gradual de Heidegger después del maltrato de este, por motivos raciales, a Wilhelm Szilasi. Esto no le basta a Büttemeyer, quien se propone desenmascararlo como un verdadero “maestro del disfraz”.
Lo cierto es que después de su regreso a Alemania en 1948, la situación de Grassi no era del todo cómoda. Al sentirse crecientemente descontento con su posición, así como con el abandono por la academia italiana de sus logros, aceptó el desafío de llevar los estudios humanistas tan lejos como Chile.
Para entender algunas de las categorías elaboradas por Grassi, Di Somma destaca su episodio sudamericano, convencida de que constituye una experiencia fundamental en la elaboración de ciertos conceptos en su trayectoria “onto-antropo-lógica”. Ella lo entiende como una densa red de paisajes, situaciones emocionales, relaciones, presencias y ausencias que el viaje despierta en Grassi y aparecen en ensayos como Apocalipsis e historia (1954), Mito y arte (1956) o Ausencia del mundo (1959). Particularmente en Viajar sin llegar (1955, Anthropos, 2008), que presenta una perspectiva de interpretación de una nueva realidad hecha de ruinas antiguas, bosques interminables, indígenas y animales que son algo así como alegorías de lo que escapa a la comprensión filosófica, además de la oportunidad de conocer algo totalmente distinto.
Enseñanza en el Chile exótico
Por un semestre al año, entre 1951 y 1954, provisto de abrigo, monóculo y un cigarrillo, Grassi dictaba sus clases en un idioma sorpresivo, que incluía neologismos involuntarios. Así lo recordaba uno de sus más destacados discípulos chilenos, Joaquín Barceló, impartiendo sus cursos regulares o bien seminarios extracurriculares. Grassi introdujo un método que, por una parte, hacía de la clase una forma de lectura intensiva, aislando las obras en pequeñas unidades y, por otra, trabajando directamente sobre los textos de grandes filósofos en sus lenguas originales (que incluían el griego y el alemán).
Había llegado a Santiago contratado por el rector de la Universidad de Chile, Juan Gómez Millas, con la expresa tarea de renovar los estudios de filosofía en el país, haciéndose cargo de la cátedra de metafísica. Dada su formación, contribuyó enormemente a los estudios heideggerianos nacionales.
Había llegado a Santiago contratado por el rector de la Universidad de Chile, Juan Gómez Millas, con la expresa tarea de renovar los estudios de filosofía en el país, haciéndose cargo de la cátedra de metafísica. Dada su formación, contribuyó enormemente a los estudios heideggerianos nacionales. Donó una importante biblioteca, creó un Centro de Estudios Humanísticos y publicó la colección “Tradición y Tarea”, replicando lo que había hecho en Europa con obras de Rinuccini, Von Uexküll, Valla, Vico, Heidegger.
Uno de sus alumnos enojados, Juan Rivano, señaló que “todo un grupo de jóvenes dotados” se constituyó por entonces en torno a él. Algunos serán parte de los más destacados filósofos chilenos posteriores: Héctor Carvallo, Joaquín Barceló, Carla Cordua, Roberto Torretti, el propio Rivano, entre otros.
Durante esos años en Chile, Grassi le escribía cartas a su amigo Castelli y algunas de ellas fueron publicadas en 1959 en una revista. En esas cartas el viaje sudamericano se configura como un movimiento hacia lo desconocido, donde encuentra la oposición entre la naturaleza y la historia; en otras palabras, entre América del Sur y Europa. Pero esa idea de Sudamérica como una naturaleza no histórica fue criticada de manera particularmente cáustica por Rivano, en un artículo de 1964. Para él, Grassi estaría hipnotizado por la naturaleza, porque en estos lugares no habría ni “historia” ni “mundo”: como demostración de exotismo, Grassi exagera la altura de las montañas, la recurrencia de temblores, la fiesta del “angelito”, las lluvias torrenciales, la presencia de pumas, zorros o águilas, y también de “rotos” desesperados recitando evangelios apocalípticos y tribus araucanas con decenas de hijos; todo está hecho “a la medida de la más fantástica y estúpida representación” de los pueblos latinoamericanos, dice Rivano. Años después, Humberto Giannini le reprochó colonialismo y tradicionalismo, lo que generó un debate con Barceló. Este último insistiría en que se malentendía a Grassi, quien también deslizaba la posibilidad de crear una historia propia, original, sin categorías ajenas.
Preguntas retóricas
Tras su paso por Chile, en el período de posguerra, Grassi seguía en una situación algo inestable en Alemania. Pero ocurrió un encuentro inesperado y accidental con el famoso editor Ernst Rowohlt durante una noche tormentosa en una autopista. El auto de Rowohlt se había estropeado y Grassi le ofreció ayuda. Durante la tormenta, los dos discutieron la rehabilitación espiritual de la cultura alemana y Rowohlt se convenció de que había encontrado un editor digno para una serie de proyectos, que abarcaron de 1955 a 1978, que pretendían no solo ofrecer una visión general del estado del arte en todos los campos de las ciencias y las humanidades, sino también reconciliar esas “dos” culturas. Después de dejar su larga vinculación con la Universidad de Munich, en 1973, Grassi lanzó el experimento de las “Conversaciones de Zurich”, un ciclo de discusiones internacionales sobre la división entre humanidades y ciencia. Hacia los años 80 empezó a enseñar en Estados Unidos, donde enriqueció los estudios sobre retórica.
En La filosofía del Humanismo (1986; Anthropos, 1993), Grassi revisó varias etapas interpretativas rechazadas por su mala comprensión del humanismo italiano e intentó salir del callejón sin salida que dejaba la acumulación de esas interpretaciones erradas (Mommsen, Curtius, Cassirer, Kristeller, Apel y Jaeger), al identificar el núcleo alrededor del cual se hace posible la reconstrucción del sentido auténtico de ese movimiento cultural. Para Grassi comienza con Dante, Boccaccio y Petrarca (en contra del discurso “platónico” de Ficino), y continúa en la obra de Salutati, Valla, Pico della Mirandola, Vico, Erasmo, Vives, Gracián y Leopardi. Todos sus autores favoritos muestran una crítica de los esquemas abstractos y una apertura a la jurisprudencia, la retórica, la religión de los mitos y la política. Para él, la dimensión retórica no es un adorno del discurso sino una creación que se basa en las múltiples formas de lo real. Grassi, que en el siglo XX había sido pionero en defender la importancia de la retórica y de la tradición especulativa “latina”, pudo asistir a la rehabilitación de esa tradición durante los últimos 40 años del siglo XX.
La prospettiva filosofica di Ernesto Grassi tra antropologia, logica e ontologia, Anna Di Somma, Editorial La scuola di Pitagora, 2018, 358 páginas, €25.
A Bruce Chatwin le costaba quedarse quieto. Tras uno o dos meses en un mismo lugar, invariablemente sentía la urgencia de partir. No entendía qué motivaba esa necesidad, ni qué deseaba encontrar al llegar a cada nuevo destino, pero sí sabía que la travesía misma a menudo terminaba siendo crucial. Era un viajero lento, de esos que conviven con la gente cuyas historias van recogiendo, de esos que escarban en las mitologías de los lugares por los que pasan, de esos que demoran lo más posible en llegar. Sus deambulaciones sin rumbo por Latinoamérica, África, Oceanía, Europa y Asia propiciaron los seis libros breves que publicó en una carrera fulgurante, que comenzó más bien tarde, en 1977, cuando Chatwin se acercaba a los 40. Once años después, ya consagrado como uno de los cronistas más audaces de la segunda mitad del siglo XX, murió de sida en Niza, lejos de casa para serle fiel a su costumbre.
Aunque solo habrían coincidido en cuatro o cinco ocasiones a lo largo de la década del 80, el cineasta Werner Herzog fue uno de los pocos amigos a los que convocó en su lecho de muerte. Por entonces, tras años luchando contra la enfermedad, tenía el cuerpo diezmado y la mente a la deriva. Aun así se las arregló para ver a su lado un documental que Herzog acababa de terminar, Woodabe, pastores del sol, dedicado a una tribu nómada subsahariana. También aprovechó ese último encuentro para regalarle la mochila de cuero con la que había recorrido a pie decenas de miles de kilómetros. El gesto es más que significativo: antes de morir, un caminante devoto le hereda a otro su mochila.
Treinta años después, en su documental más reciente, Nomad: In the Footsteps of Bruce Chatwin (“Nómada: tras los pasos de Bruce Chatwin”), Herzog homenajea ese obsequio y, como señala el título, con la mochila al hombro y viajando lento también, va tras los pasos de su amigo.
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“De entre aquellos a los que llamo mi lote –Ian McEwan, Martin Amis, Julian Barnes, Salman Rushdie–”, confesaría el legendario editor inglés Tom Maschler, “era Bruce el que me generaba una mayor ansiedad por saber hacia dónde iba. Pienso que de haber vivido, habría superado a los demás”.
Más allá del valor de su obra, la muerte temprana de Chatwin, su presunta bisexualidad y su aura aventurera ayudarían a que sus libros se volvieran grandes éxitos comerciales. Tres décadas más tarde, conserva el renombre pero es menos leído de lo que amerita su literatura.
Más allá del valor de su obra, la muerte temprana de Chatwin, su presunta bisexualidad y su aura aventurera ayudarían a que sus libros se volvieran grandes éxitos comerciales. Tres décadas más tarde, conserva el renombre pero es menos leído de lo que amerita su literatura. Lo que más impresiona es el nivel de detalle con el que está escrita: el ojo bien entrenado en los años de subastador de arte sale a relucir en cada frase y dota de convencimiento incluso a situaciones completamente desbocadas. Es un efecto de realidad que lo hermana con Herzog, cuyas ficciones más célebres –digamos Fitzcarraldo o Aguirre, la ira de Dios– parecen filmadas en tiempo real, mientras sus personajes se enfrentan a hazañas imposibles. Los personajes de Chatwin, coleccionistas obsesivos, reyes autoproclamados o músicos geniales pero sin audiencia, también parecerían estar siempre fuera de lugar y fuera de sí mismos.
Chatwin viajaba hasta donde hiciera falta para encontrar a esos seres alucinados que pueblan sus libros. En la Patagonia y Los trazos de la canción están llenos de gente de la que no hubiéramos tenido noticia de no haber sido por el caminante que recorrió trechos extensos de la Patagonia y Australia. Los textos recopilados en ¿Qué hago yo aquí?, donde se incluyen perfiles de personalidades como André Malraux o Indira Gandhi, no hubieran sido posibles sin decenas de encuentros lejanos. El Virrey de Ouidah, Colina negra y Utz difícilmente hubieran sido imaginadas con tanta precisión sin sus estadías en África Occidental, Gales y Praga. Pero no es solo eso: las experiencias más singulares y excesivas son narradas con una prosa de una justeza admirable, que contrasta y potencia la rebeldía formal desde la cual Chatwin encaró el oficio. Sus libros son en sí mismos largas deambulaciones que obedecen a las conexiones fortuitas y a las revelaciones inesperadas de una buena caminata. Terminan confluyendo en ellos historias inauditas y datos curiosos, entradas de diarios y cartas ajenas, descubrimientos arqueológicos y reflexiones literarias o lingüísticas, los murmullos del presente y el pasado.
Otro viajero contumaz, W. G. Sebald, es quien describe mejor los senderos de Chatwin, a quien siguió en más de un modo en su propia literatura. Poco antes de que se le detuviera el corazón mientras conducía su auto, en el último ensayo que escribió resume de esta manera el legado de uno de sus precursores: “Así como Chatwin representa a fin de cuentas un enigma, uno nunca sabe cómo clasificar sus libros. Lo único que resulta obvio es que por estructura e intención no se sitúan dentro de ningún género conocido. Inspirados por cierta avidez en lo no descubierto, se mueven por una línea en que los puntos de demarcación los fijan esas mismas manifestaciones y objetos extraños, pero uno no puede estar seguro si es que acaso son reales, o si son parte de los fantasmas generados en nuestras mentes desde tiempos inmemoriales. Estudios antropológicos y mitológicos en la tradición de los Tristes Trópicos de Lévy–Strauss, historias de aventuras que enfocan la mirada sobre nuestras primeras lecturas infantiles, colecciones de hechos, libros de sueños, novelas regionales, ejemplos de exotismo exuberante, penitencia puritana, amplia visión barroca, abnegación y confesión personal: sus libros son todas estas cosas a la vez. Probablemente se les hace máxima justicia al reparar en su promiscuidad, la cual quiebra el molde del concepto modernista, como una oleada tardía de esos relatos de viajeros, volviendo atrás hasta Marco Polo, en donde la realidad está constantemente penetrando en el reino de lo metafísico y lo milagroso”.
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Durante años Chatwin trabajó en un libro sobre el nomadismo. Ahí postulaba que no era una etapa previa a la civilización sedentaria sino una alternativa a ella, una vía paralela que traía consigo un vínculo más hondo entre los humanos y la naturaleza, y entre los humanos y los animales. Traía además un entendimiento diferente de la propiedad y la renuncia.
Bruce Chatwin (1940-1989) revolucionó la literatura de viajes.
Ese manuscrito, el primero que escribió, fue rechazado y aún permanece inédito. Sus lineamientos, sin embargo, rigieron su vida y atraviesan sus libros posteriores. “Mi dios es el dios de los caminantes. Si caminas mucho, es probable que no necesites ningún otro dios”, dice en algún momento el narrador de En la Patagonia, y esa es una de las pocas cosas que llegamos a saber de él en esa radiografía espléndida de un lugar y del legado sombrío de las viejas tensiones coloniales y poscoloniales que lo atraviesan y que condicionan las vidas de los indios y los exiliados europeos que residen ahí. Chatwin no es un aventurero ingenuo. Entiende que lo antecede la herencia de su continente y que antes de los suyos hubo viajes de expolio, dominación y muerte. En sus libros se van filtrando sigilosamente esas sombras, así como el resquebrajamiento de un eurocentrismo que termina siendo cuestionado a fondo.
Algo similar sucede en las películas de Herzog, que le sirvieron de modelo para El Virrey de Ouidah, la novela en la que Chatwin lleva al límite esa preocupación, narrando la historia del esclavista Francisco Manuel da Silva. No podría haber una figura más problemática y condenable que la del esclavista: en ella, obscenamente, se articula el desencuentro étnico de Europa con el resto del mundo. En ese sentido no resulta tan sorprendente que fuera el proyecto que llevaría a Chatwin y Herzog a trabajar juntos por primera y única vez. El viaje había sido de ida y vuelta, aun antes de que se conocieran. “Puesto que me era imposible desentrañar la extraña mentalidad de mis personajes”, cuenta Chatwin, “mi única esperanza estaba en concebir el relato como una secuencia de imágenes cinematográficas, y aquí me vi fuertemente influido por las películas de Werner Herzog. Recuerdo haber dicho: ‘Si alguna vez se hace una película sobre esto, solo Herzog podría hacerla’. Pero era solo un sueño vano”. Un sueño que se realizó ocho años después de la publicación de la novela, cuando el alemán decidió adaptarla bajo el título de Cobra Verde.
Ya muy afectado por la enfermedad, a menos de un año de su muerte, Chatwin viajaría a Ghana para atestiguar la filmación durante un par de semanas. En el texto que escribió sobre la experiencia, una especie de diario de rodaje, la descripción que hace de su amigo es entrañable: “Era un compendio de contradicciones: inmensamente testarudo y sin embargo vulnerable, afectuoso y distante, austero y sensual, no muy bien adaptado a las presiones de la vida cotidiana pero muy eficiente en las condiciones más extremas. Era también la única persona con la que podía mantener una conversación sobre lo que podríamos llamar el aspecto sacramental de la caminata. Ambos compartíamos la idea de que caminar no solo es terapéutico en sí, sino que es una actividad poética que puede curar al mundo de sus males”.
Por entonces Chatwin casi no podía caminar, así que debieron mantenerse quietos mientras hablaban durante horas, como lo habían hecho las veces que coincidieron antes. Al menos así me gusta imaginarlos tras las extenuantes jornadas de rodaje, contándose historias en medio de la noche y de ese sueño mutuo que escena tras escena se hacía cada vez más real.
Internet y el turismo masivo han enterrado en alguna medida la idea del viajero explorador y la del escritor nómada, especies en peligro de las que Chatwin parece ser uno de sus últimos representantes. Se viaja más que nunca y se sabe más que nunca de los viajes de los otros, pero la lógica que predomina es la del simulacro o la del zapping.
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Aun cuando fuera comisionado por la BBC para su transmisión televisiva, Nomad: In the Footsteps of Bruce Chatwin no es un documental biográfico convencional. Incluye poco material de archivo, no sigue una cronología evidente y le da la espalda a cualquier voluntad de reconstrucción de la vida del escritor. Como resultado, su presencia resulta elusiva y misteriosa.
Internet y el turismo masivo han enterrado en alguna medida la idea del viajero explorador y la del escritor nómada, especies en peligro de las que Chatwin parece ser uno de sus últimos representantes. Se viaja más que nunca y se sabe más que nunca de los viajes de los otros, pero la lógica que predomina es la del simulacro o la del zapping. En su documental, Herzog se empeña en visitar algunos de los lugares donde Chatwin estuvo en serio, conociéndolos a profundidad y frecuentando a la gente que vivía en ellos. Así, Nomad nos lleva desde Punta Arenas y la Patagonia hasta Australia y Gales, mientras se atraviesan en el camino distintas miradas y voces: la de su esposa, Elizabeth (que estaba al tanto de los amoríos homosexuales de su marido y que mantuvo con él una relación bastante más difícil de lo que evidencia el documental), la de su exhaustivo biógrafo Nicolas Shakespeare, la de aborígenes australianos sobre los que escribió en su último libro y, en un lugar preeminente, la del mismo Herzog.
El retrato que hace este de Chatwin es al mismo tiempo un retrato que hace de sí mismo. Más allá del espíritu itinerante y de la tendencia a la fabulación, más allá de las exageraciones a las que ambos son proclives y a las coincidencias vitales de que nacieran a principios de la Segunda Guerra Mundial y de que en lugar de cursar estudios universitarios optaran por educarse viajando por el mundo, más allá de que dominaran varias lenguas y coquetearan a momentos con lo etnográfico, más allá incluso de su rechazo por la introspección, lo que más los une quizá es la errancia que sucede en sus obras respectivas, donde se disuelven la ficción y la crónica, lo histórico y lo actual, la imaginación desbordada y un acercamiento documentado a todas las formas posibles de la realidad.
“Lo más difícil de ver es lo que está ahí”, escribe J. A. Baker en El peregrino, un libro que Herzog no deja de recomendar y que sin duda hubiera entusiasmado a Chatwin. Esa especie de mantra condensa en alguna medida el ímpetu de los dos, que además de viajeros lentos son formidables arqueólogos del mundo visible. Un mundo a menudo crepuscular. Un mundo en vías de extinción.
Sobre Catalina Sforza y lady Hester Stanhope, separadas en el tiempo por más de tres siglos pero emparentadas por la excepcional irrupción de una práctica que tendría hoy un carácter profundamente performático, se escribió poco. En una de las tantas cartas que dirigió a su amigo Biagio Buonaccorsi, Maquiavelo dijo haber extraído de las hazañas de la primera las semillas que germinaron en El Príncipe; sobre las que llevó a cabo la segunda, quedan las memorias moribundas que redactó su médico de cabecera –el doctor Meryon– y un breve artículo escrito en 1919 por Lytton Strachey, en el que se la emplea como ejemplo de rebelión contra la almidonada vida de la época victoriana.
La condesa Sforza había sido casada a los 14 años con un príncipe destemplado que, viendo en los florentinos un impedimento real para la creación de un pequeño estado en la Romaña –el estado de Forli–, planificó los crímenes de Lorenzo y Giuliano de Médici, conocidos hasta nuestros días como la Conspiración de los Pazzi. Los súbditos acabaron años después con la vida del príncipe, asunto que a la condesa no le habría importado tanto si no fuera porque en medio de la revuelta tomaron como rehenes a sus pequeños hijos.
Tras recorrer 80 kilómetros durante cuatro días (lo hizo a caballo, obvio), Maquiavelo, quien con esta misión debutaba como Segundo Canciller de Florencia, visitó a la condesa Sforza en la fortaleza en la que permanecía refugiada sin sus hijos. Con esta ventaja a favor, intentó hacerla firmar un acuerdo para que renunciara al castillo, acuerdo del que se precipitó en jactarse ante sus jefes en el Palacio de la Signoria. Pero el trato no funcionó: la condesa se arrepintió al día siguiente, tenía algo entre manos, y le hizo pasar al Canciller de Florencia su primer gran papelón.
Lo que tenía entre manos Catalina era una especie de performance, pues a pesar de que el término aún no existía, se mostró dispuesta a invertir la subordinación clásica del cuerpo respecto al guion. Se fundaría en la libertad moral para crear un texto tan fascinante como imprevisible, y por eso cuando los rebeldes la amenazaron con asesinar a todos sus hijos si no entregaba de una buena vez la fortaleza en la que se refugiaba, saltó hecha una fiera sobre una de las murallas, se levantó la falda y, sin dejar de tocarse la vagina, gritó: ¡Y qué! ¡Puedo tener muchos más!
El canciller Maquiavelo (por entonces un joven aprendiz en el sofisticado arte de hacerse temer) quedó boquiabierto y no es improbable, considerando las líneas que dirigió por esos días a Buonaccorsi, que haya tomado de ese mismo acto la idea de la política como un dispositivo de producción de la realidad.
El canciller Maquiavelo (por entonces un joven aprendiz en el sofisticado arte de hacerse temer) quedó boquiabierto y no es improbable, considerando las líneas que dirigió por esos días a Buonaccorsi, que haya tomado de ese mismo acto la idea de la política como un dispositivo de producción de la realidad. Un dispositivo no precedido por un texto ni por una moral.
La historia, según detalla el doctor Meryon en las Memorias que le dedicó, fascinó a la espigada lady Hester Stanhope, quien acabó sus días hablando a solas sobre las proezas de Catalina en la fortaleza en la que se encerró tres siglos más tarde. La fortificación era esta vez una casona amurallada en las alturas del monte Líbano, cerca del pueblo de Djoun, donde Hester cuidaba un inmenso jardín rodeado de montañas y repleto de rosedales, exóticas fuentes de agua y senderos que se abrían entre tupidos parrones. Desde el ala este, si se descendía por las colinas, se podía contemplar el intenso azul del Mediterráneo. Pero, ¿qué hacía una aristócrata como ella perdida en medio de Siria?
Nacida cerca de Canterbury durante los años convulsos de los motines de la ginebra (Van Daal destinó un preciosísimo libro a estos motines titulado Bello como una prisión en llamas, una suerte de Dieciocho Brumario abreviado en versión inglesa), Hester optó por dejar atrás su linaje para internarse siendo joven en el fascinante y desconocido mundo de Oriente. Abandonó una copiosa hilera de amantes, se permitió darle la espalda a Lord Byron cuando este se lanzó al mar para saludarla en Atenas, viajó hacia Constantinopla, sobrevivió como náufraga abrazada a una roca cerca de Rodas y apenas puso un pie en El Cairo decidió vestirse de turco.
Desde entonces, fumaría en pipa (Strachey la describe surgiendo del humo del tabaco como la visión de una sibila en un sueño) y, próxima a penetrar en Damasco, en cuyas afueras fue advertida sobre el fanatismo de la ciudad y el auténtico suicidio que suponía que una mujer apareciera vestida de hombre, cabalgó por las principales calles a rostro descubierto, montando como si fuera un cowboy. Conjeturó al principio que una multitud enardecida la perseguía para lincharla, pero al cabo de un rato notó que acababa de convertirse en un misterioso objeto de adoración. Un gesto mínimo, un desvío en la tediosa cadena de lo previsible, había bastado una vez más para girarlo todo. A veces hay que probar, se dijo.
Y probó: de allí al desierto y, del desierto, a las mismísimas ruinas de Palmira, donde a excepción de la guerrera de Zenobia (había sido en el siglo IV, y en calidad de gobernanta), jamás una mujer había estado. Despachó a la comitiva oficial que intentó acompañarla, y se confió a una escolta de beduinos dudosos y pobres. Para ella, lo segundo despejaba lo primero. Lo había aprendido viendo cómo se conducía la gente de su clase: los Pitt, los Stanhope y la fabulesca hilera de los que vivieron tomándose lo de todos como si fuese de ellos.
Algo le había quedado de aquel prejuicioso y mezquino Occidente del que se marchó una vez para no regresar, como dicen los cuentos, nunca jamás.
Qué es el “hogar” no es una pregunta abstracta en una pandemia. Se convierte en un asunto concreto sobre dónde y con quién uno quiere estar confinado —si es que se tiene la suerte de poder elegir.
Viajé desde Londres hasta mi ciudad natal, Forlì, en el norte de Italia, a mediados de diciembre. Tenía 35 semanas de embarazo en ese entonces. A pesar de vivir y trabajar en el extranjero por 15 años, sentí el impulso de volver, como lo hice antes del nacimiento de mi primer hijo, hace dos años. El plan era aprovechar los beneficios del excelente sistema de salud italiano, como también la presencia de mi familia extendida antes de volver en mayo a mi trabajo en la universidad, en el Reino Unido.
Las vacaciones de Navidad vinieron y se fueron, y a mediados de enero le dimos la bienvenida a nuestro segundo hijo. Prestamos poca atención a los informes sobre la aparición de un nuevo coronavirus en China. Estábamos ocupados con nuestro nuevo retoño, y queríamos creer lo que la Organización Mundial de la Salud (OMS) decía sobre la posibilidad de contención de la enfermedad.
Una mañana fui al café que está abajo de nuestro departamento y pedí un expreso antes de instalarme a leer uno de los diarios comunales. Hombro con hombro con los otros clientes del bancone, eché un vistazo a las noticias sobre el brote de coronavirus en Lodi, una ciudad de Lombardía a unos 260 kilómetros de donde estaba. El paciente cero era supuestamente un hombre de 38 años, que se había enfermado después de ver a un amigo que había vuelto hace poco de China. Aunque todos estábamos un poco inquietos por la noticia, mis vecinos trataban de tomarla a la ligera. Los expertos citados en el diario comparaban los síntomas de covid-19 —como se conocía la enfermedad causada por el virus— con los síntomas de la gripe estacional, solo que un poco más fuertes.
En las siguientes 48 horas, el número de casos en Lombardía se duplicó, y la región registró sus primeras muertes. El gobierno italiano cerró las fronteras de las ciudades afectadas, y comenzó a rastrear a las personas que habían estado en contacto con los enfermos. En el café, el consenso fue que la reacción fue “exagerada”. No somos como China, dijimos, donde la gente puede estar encerrada en sus casas. Era la temporada de carnaval; ese domingo tuvimos una fiesta en el barrio. Nuestro hijo mayor se disfrazó de Rey Arturo, con un manto rojo y una espada de espuma, y se entretuvo lanzando serpentinas y confeti junto a docenas de otros niños.
Los eventos de los últimos meses aquí en Italia parecen ahora como si hubieran pasado hace diez años. Lo que hace tan poco era inconcebible se ha convertido en la norma en las sociedades de todo el mundo.
Como bioeticista, no puedo evitar pensar en esta situación desde un punto de vista profesional. Un gran problema ético durante la crisis italiana ha sido el hecho de que los médicos se han visto obligados a asumir la responsabilidad de asignar recursos de salud en condiciones de dramática e inesperada escasez. Tras el brote de Lodi, los hospitales de Lombardía alcanzaron rápidamente su capacidad, con camas dispuestas en condiciones similares a las de un campamento y con un número insuficiente de respiradores y ventiladores para todos los pacientes que los necesitaban. El Colegio Italiano de Anestesia, Analgesia, Reanimación y Cuidados Intensivos trató de transparentar los criterios de decisión para el acceso a cuidados intensivos, a fin de aliviar parte de la presión ejercida sobre los médicos. El documento que publicaron a principios de marzo tenía como objetivo garantizar los respiradores a los pacientes con mayor probabilidad de éxito terapéutico, es decir, aquellos con “mayor esperanza de supervivencia”. El criterio adoptado fue utilitario: la edad y las condiciones médicas preexistentes eran factores que hacían que el paciente estuviera más abajo en la lista.
El auto-aislamiento y la cuarentena son cargas físicas y mentales mucho más pesadas para los que viven solos. John Ioannidis, profesor de medicina de Stanford que expuso la ‘crisis de replicación’ en la psicología social, ha argumentado que las implicancias económicas, sociales y de salud mental de los encierros deben ser tenidas en cuenta en los cálculos de costo-beneficio de la salud pública, incluyendo las muertes causadas por la alteración del tejido social.
El documento provocó escándalo. Los medios de comunicación se dieron un festín con él y sembraron el pánico. La situación en Italia era sin duda excepcional por el gran número de casos que se presentaban cada día. Es probable que sea la primera vez que muchos de estos médicos, sobre todo los más jóvenes, se enfrentaran a decisiones tan angustiosas. Sin embargo, desde un punto de vista ético, el documento no era ni inédito ni revolucionario. En otro contexto de recursos escasos –la donación de órganos– los pacientes son rutinariamente clasificados en listas de espera usando un algoritmo. Los criterios estándar hacen coincidir los órganos del donante con los del receptor mediante un cálculo de las posibilidades de éxito del trasplante y la supervivencia del paciente. También se pueden aplicar criterios más controvertidos. Por ejemplo, si alguien tiene cirrosis hepática causada por el alcohol, su responsabilidad personal en la causa de la enfermedad será, en algunas circunstancias, un factor que pesa en contra para recibir un trasplante.
No hay forma de escapar a tales dilemas en nuestro sistema de salud, que siempre tendrá una capacidad finita. Como bioeticistas, estamos entrenados para pensar en cómo desarrollar criterios apropiados, para preguntarse qué necesita la justicia, y para reflexionar sobre qué características, si las hay, hacen que un caso particular sea similar o diferente de otro. En la situación actual, hay que reconocer que existe una diferencia notable entre la asignación del escaso recurso de un órgano y el uso de los también escasos ventiladores: mientras los pacientes pueden vivir durante años en diálisis si sus riñones están fallando y necesitan un trasplante, muchas personas con síntomas graves de covid-19 morirán de forma inminente si no pueden respirar. Esta distinción es la que hace tan difícil para los médicos, y tan difícil para el público, aceptar que, pese a todo, tales decisiones se deben tomar. Aun así, no hay nada intrínsecamente atroz en el uso de criterios: de hecho, es apropiado e incluso reconfortante saber que los médicos responden a normas objetivas al momento de decidir quién debe estar al inicio de la fila para el tratamiento.
El hecho de que nosotros, los italianos, pensemos que estas decisiones son excepcionales revela las formas en que nuestro privilegio ha ocultado la realidad de la finitud de los recursos sanitarios. Una de mis estudiantes de bioética, Caitlin Gardiner, también es doctora en accidentes y emergencias en el Reino Unido. Ella me recordó que, en su Sudáfrica natal, estos actos de equilibrio son la norma. Allí, como me dijo, solo la más mínima fracción de los pacientes que “no están demasiado enfermos” –es decir, que no son demasiado viejos, que no viven con el vih/sida, que no están demasiado enfermos o que son demasiado prematuros, si son bebés– pueden recibir cuidados intensivos. Y la muerte por tuberculosis (otra enfermedad respiratoria infecciosa), tras negarles el acceso a cuidados intensivos, es completamente normal. Hay lecciones que se pueden aprender del sur global (o Global South, como se llama a los países en vías de desarrollo, N. de la T.), por ejemplo, en cuanto a cómo tener discusiones humanas pero también abiertas sobre la prioridad de los pacientes. Es mejor tener este tipo de conversación en una situación que no sea de emergencia, cuando las emociones de los pacientes, los familiares y el personal médico no están tan intensas. Podría decirse que deberíamos hablar no solo de a quién intubar, sino también de cuándo retirar la ventilación si llegara un paciente con más posibilidades de sobrevivir. Más allá del contexto de una pandemia, los países desarrollados no suelen enfrentarse a estos dilemas, lo que explica la angustia moral en las salas covid-19 del norte de Italia, donde se han visto a médicos y enfermeras llorando en los pasillos.
Italia no es un lugar particularmente patriótico, al menos hasta ahora. Mi marido estadounidense se sorprendió en su primer viaje al notar que los italianos no solemos colgar banderas en nuestras casas o departamentos, y que casi nunca cantamos el himno nacional (excepto en el Mundial de fútbol y, aun así, no nos sabemos la letra). Ahora, por primera vez en mi vida, veo todos los días banderas italianas en las ventanas, a veces acompañadas por una bandera europea, a veces por el escudo rojiblanco de la ciudad de Forlì. La gente canta el himno nacional, así como las arias de las óperas de Verdi o Puccini, desde sus balcones. Tal vez, milagrosamente, los italianos hemos aprendido al fin a hacer filas (y a hacerlas de manera espaciada).
Pero la distancia social también se produce a expensas de ciertos hábitos nacionales. Los apretones de manos y los besos como forma de saludo se han vuelto un tabú. El abandono de este saludo tradicional no es algo menor; para un italiano, es nada menos que el desaprendizaje de un instinto de toda la vida, algo que está en el corazón de la socialidad italiana. Las primeras impresiones pueden ser engañosas, pero mi abuela me enseñó a no confiar nunca en alguien que tuviera un apretón de manos débil.
Me he estado preguntando qué diría mi abuela sobre el covid-19 si todavía estuviera viva. Aunque no vivió la pandemia de gripe H1N1 (o gripe española) de 1918-19, se estima que al menos 30.000 personas murieron solo en Emilia-Romaña, la región del norte de Italia de donde vengo. Mi abuela tuvo un papel activo en la crianza de sus nietos, al igual que muchos abuelos en la Italia actual. Una de las características más tristes de la pandemia es la brecha que ha creado entre generaciones, ya que los nietos se han convertido en vectores potenciales de la enfermedad ante los ancianos y vulnerables.
Cuando las generaciones más jóvenes hacen demandas a las generaciones más viejas —por ejemplo, sobre el cambio climático y la futura salud del planeta— da la impresión de que a las personas mayores que están en el poder les cuesta aceptarlas. Después de pedir a los jóvenes que hagan tanto por los ancianos durante esta crisis, quizás deberíamos darles algo a cambio.
Esto me hizo reflexionar sobre la ética intergeneracional en relación a cómo los países han respondido a la crisis. El covid-19 parece ser relativamente leve en los niños, según los datos disponibles hasta el momento, mientras que los síntomas más graves, que amenazan la vida, se agrupan de manera desproporcionada (aunque no exclusivamente) entre las personas mayores y las que tienen enfermedades preexistentes. Esto lo diferencia de la pandemia de gripe española, en la que tanto los niños pequeños (menores de cinco años) como las personas mayores de 65 años estaban entre los más afectados. Todavía más inusual, la gripe española también afectó a personas de entre 20 y 30 años de edad, en su mayoría hombres, por razones que no comprendemos completamente. Sin embargo, las medidas de confinamiento actuales tratan a todos de la misma forma. Algunos países, incluido el Reino Unido al comienzo del brote, propusieron políticas centradas en el aislamiento de las personas vulnerables, pero en su mayoría estas se han ido abandonando en favor de prohibiciones generales. En mi propia ciudad, las camionetas de la policía patrullan las calles con megáfonos, recordándome el futuro distópico que nunca pensé que viviría.
Cuando se enfrentan a los modelos de los epidemiólogos que muestran que determinadas medidas salvarán X número de vidas, es difícil que los políticos no apliquen estas disposiciones, especialmente si otros países ya lo están haciendo. Salvar vidas a corto plazo protegiendo el sistema de salud y aplanando la curva de infecciones es obviamente un objetivo vital. Sin embargo, no puede ser el único. El encierro social tiene repercusiones económicas y de salud mental muy reales para grandes sectores de la población. Los daños y las muertes que este causa serán más difíciles de cuantificar que los causados directamente por el covid-19, pero aun así existirán. Como ha argumentado el experto en estadística italiano Maurizio Bettiga, no se trata solo de una cuestión científica, sino también moral sobre qué valores debemos priorizar.
No existe un modelo sin costo. El auto-aislamiento y la cuarentena son cargas físicas y mentales mucho más pesadas para los que viven solos. John Ioannidis, el profesor de medicina de la Universidad de Stanford que expuso la “crisis de replicación” en la sicología social y más allá, ha argumentado desde el principio de la pandemia que las implicancias económicas, sociales y de salud mental de los encierros deben ser tenidas en cuenta en los cálculos de costo-beneficio de la salud pública, incluyendo las muertes causadas por la alteración del tejido social. Podríamos terminar mirando hacia atrás al coronavirus, según Ioannidis, como un “fiasco de evidencia único en un siglo”. Actualmente hay pocas pruebas de que las medidas más agresivas funcionen, y si continúan, podrían terminar causando más daño a largo plazo que subirse a la cresta de una ola epidémica aguda. Sin embargo, subestimar el futuro es un sesgo típicamente humano, como bien saben los economistas de la salud gracias a los estudios sobre cómo piensa la gente frente a las consecuencias de fumar, beber o no hacer ejercicio.
En ausencia de datos sólidos, las políticas generales podrían justificarse recurriendo al “principio de precaución”, según el cual es mejor prevenir que curar. Esto también podría ser la base para continuar el confinamiento por un período de tiempo prolongado. Pero incluso con estas advertencias, una política de encierro no es la única solución al brote. Suecia ha experimentado con la limitación de las libertades solo para los segmentos de mayor riesgo de la población, y ha mantenido abiertos los colegios, bares y restaurantes. Las investigaciones realizadas en el University College London han demostrado que los beneficios de cerrar las escuelas son muy limitados en comparación con los costos económicos y sociales a largo plazo. En lugar de limitar la libre circulación, existe otro enfoque que tiene por objetivo reducir los viajes a determinadas horas del día, creando un horario de apertura espaciado y turnos de trabajo para evitar el hacinamiento en el transporte público. Esta política se utilizó con cierto éxito en la ciudad de Nueva York durante la gripe española.
Estas políticas se basan en los datos disponibles (aunque parciales) que muestran que determinados grupos identificables son los más vulnerables a la enfermedad. También se basan en un “principio de proporcionalidad”, según el cual la severidad de las restricciones debe estar en consonancia con la probabilidad y la gravedad de los riesgos que compensan, especialmente si las medidas se aplican durante un cierto tiempo. Este principio es una de las normas éticas fundamentales que orientan la gestión de los trastornos infecciosos emergentes, según lo establecido por la OMS, el Consejo Nuffield de Bioética del Reino Unido y el Consejo de Ética de Alemania. Mis tres hermanos menores, todos de veintitantos años, tienen pocos motivos para temerle al covid-19; sobre la base de las pruebas disponibles, el índice de mortalidad por infección (el porcentaje de personas infectadas que mueren) está directamente correlacionado con la edad, y la mortalidad en la categoría de 20 a 29 años es del 0,1% en Italia al momento de redactar este informe. Eso no significa que las personas menores de 30 años no puedan morir de covid-19, sino que es extremadamente improbable.
A las generaciones más jóvenes se les ha pedido que hagan sacrificios enormes por las generaciones mayores, con la expectativa de recibir beneficios muy limitados para su propia salud, y con repercusiones importantes para su bienestar físico y mental, como el cierre de universidades y la pérdida de oportunidades de trabajo. Esta es también la generación que tendrá que pagar el grueso de las deudas que estamos acumulando para pagar los paquetes de asistencia del gobierno. Más allá de los lazos familiares, la base moral de esta petición no es obvia. Por un lado, hemos pedido mucho a la gente joven, sin demostrar realmente la utilidad de estas políticas. Por otro lado, cuando las generaciones más jóvenes hacen demandas a las generaciones más viejas —por ejemplo, sobre el cambio climático y la futura salud del planeta— da la impresión de que a las personas mayores que están en el poder les cuesta aceptarlas. Después de pedir a los jóvenes que hagan tanto por los ancianos durante esta crisis, quizás deberíamos darles algo a cambio.
He discutido la prohibición de correr con mis amigos, buscando una indignación cómplice, y me ha sorprendido descubrir que varios están de acuerdo con ella. ¿Sobre qué base?, me pregunto. No hay fundamento científico para afirmar que la gente propaga el virus simplemente por ir a correr o caminar.
La ética de cómo priorizar ciertas vidas sobre otras, y sobre qué base, va más allá de encontrar criterios justificables sobre la forma en que se asignan los escasos recursos sanitarios. Una de las repercusiones muy palpables, aunque poco reconocida, de la pandemia de covid-19 es el cierre casi total de la industria de los ensayos clínicos, a medida que los hospitales llegan a su capacidad máxima y los laboratorios se movilizan para encontrar y agilizar la creación de nuevos medicamentos para inocular y tratar el covid-19. Para las personas que tienen otras enfermedades que amenazan sus vidas, y que han agotado sus opciones de tratamiento, el cierre de la industria de ensayos clínicos es un desastre. Entrar en un ensayo para un medicamento “experimental” o “en investigación” podría ser su mejor oportunidad de llevar una vida soportable, o simplemente de tener una vida. Una querida amiga en Estados Unidos, que tiene cáncer de mama metastásico en fase 4, ha estado en un ensayo durante más de un año. Ahora la pandemia le ha hecho imposible visitar el hospital de investigación donde se está llevando a cabo el ensayo, porque sería demasiado vulnerable si contrae covid-19.
Otra “víctima” de la crisis es el atraso o la cancelación de los programas rutinarios de inmunización infantil en países de todo el mundo, mientras los gobiernos intentan detener la propagación de la enfermedad. Como madre de un bebé, quiero que mi hijo sea vacunado contra el sarampión, la rubéola, la polio y la gran cantidad de enfermedades infecciosas que son una amenaza tangible para un recién nacido. Puede haber justificaciones para dar prioridad a las personas que sufren de covid-19, sin embargo, como sociedad necesitamos al menos tener una conversación honesta sobre el precio humano que estamos pagando por esto.
Al momento de escribir este artículo, estas son las cosas que puedo hacer: ir a la farmacia o al almacén, siempre y cuando vaya sola y lleve una mascarilla (obligatorias ahora en Forlì); llevar a mis hijos a dar un paseo por los alrededores de mi casa; y pasear un perro, si lo tuviera. No puedo salir a correr, mi forma preferida de ejercicio, lo que fue prohibido por la creciente presión de la sociedad y de los medios de comunicación. Una amiga que vive sola en Milán, y que también es corredora, me dijo que la gente había empezado a gritar insultos desde sus balcones a quienes salían a correr incluso antes de que la prohibición entrara en vigor; más preocupante aun es que están apareciendo noticias de ataques a corredores en todo el mundo.
Los vecinos se han convertido en vigilantes, asumiendo la responsabilidad de hacer respetar la ley. La gente busca un chivo expiatorio, alguien a quien culpar, como se ha hecho en pandemias anteriores. El escritor italiano del siglo XIX Alessandro Manzoni exploró el fenómeno en su novela Los novios (1827), ambientada durante un brote de la peste en Lombardía en 1630: una muchedumbre cree que unos jóvenes franceses, a los que encuentra tocando una cortina y unos bancos dentro de la catedral de Milán, estaban propagando deliberadamente la enfermedad, por lo que la gente se vuelve violenta y comienza a sospechar de todos los extranjeros.
Cuando he discutido la prohibición de correr con mis amigos, buscando una indignación cómplice, me ha sorprendido descubrir que varios están de acuerdo con ella. ¿Sobre qué base?, me pregunto. No hay fundamento científico para afirmar que la gente propaga el virus simplemente por ir a correr o caminar. ¿No es una restricción injustificada de la libertad básica de las personas? Según la mayoría de los estudiosos de la salud pública y la ética, lo sería. Tener acceso al exterior ayuda a aliviar la presión en una situación que es extremadamente agotadora sicológicamente, y las políticas de salud pública deberían tener en cuenta las implicancias del encierro en la salud mental de sus ciudadanos. Sin embargo, mis amigos tuvieron respuestas llamativamente similares: nos quedamos en casa por respeto a los médicos y enfermeras de la primera línea; estamos todos juntos en esto; estamos sacrificando nuestra libertad individual por el bien público; tenemos que mostrar respeto. Salir a correr o a caminar es una falta de respeto, dicen.
Sigo sin estar convencida. La mayoría de los países permiten (o fomentan) al menos una corrida o paseo diario durante el confinamiento. Desde el punto de vista de la salud pública, la prohibición italiana está muy por debajo del criterio de proporcionalidad y carece de pruebas sustantivas para realizar una intervención de salud pública en el contexto del brote de una enfermedad infecciosa. En definitiva, ¿voy a salir a correr? No lo haré. No porque esté de acuerdo con la prohibición, sino porque la experiencia quedaría arruinada al saber que alguien podría denunciarme a la policía.
Me encuentro en la posición privilegiada de estar aislada con mi familia, con acceso a un jardín. Imagino que le contaré a mi hijo menor cómo pasamos los primeros meses de su vida. El mundo que mis hijos van a heredar tendrá una textura social muy diferente a la de mi infancia, cuando jugaba sin supervisión en los callejones empedrados de Forlì. La pandemia de covid-19 se convertirá en un hiato en nuestras vidas, un tiempo que marcará un “antes” y un “después”. ¿Recuerdas cuando íbamos a los cafés y leíamos el diario comunal?, podríamos decir. Oh sí, antes del coronavirus. ¿Y después? Aún es demasiado pronto para hacer predicciones sólidas. Solo espero que no sea una sociedad en la que todos llevemos mascarillas, tomemos nuestros expresos a una distancia educada, hablando por video con familiares y amigos lejanos.
Este ensayo fue publicado en Aeon (https://aeon.co) el 27 de abril de 2020. Traducción: Virginia Moreno.
Por alguna razón que no es clara, Daniel Defoe (1660-1731) no quiso firmar el libro con su nombre. Defoe, que de hecho no era Defoe de nacimiento sino solo Foe, era un hombre atípico para su época y, más todavía, como se verá, un escritor atípico. En sus publicaciones usó múltiples seudónimos, por lo que hasta el día de hoy se debate sobre la autenticidad de algunos de sus textos, incluso este Diario del año de la peste, quizás uno de los menos exitosos en su momento, pero ahora, por razones obvias, el que más resuena.
El libro apareció en 1722 y está firmado por un autor de iniciales H.F., quien, se cree, era su tío Henry Foe y en cuyo diario de vida se habría basado su sobrino para escribir uno de los relatos más conmovedores y certeros sobre la última gran epidemia de peste bubónica que asoló a Londres en 1665 y diezmó a un cuarto de su población.
El autor de Robinson Crusoe tenía cinco años cuando sobrevino la plaga y muy difícilmente pudo haber recordado los episodios que narra desde la perspectiva de un joven talabartero que, a diferencia de muchos de los de su clase acomodada, decide permanecer en la ciudad para ser testigo de los horrores de una enfermedad de la que no se conocía origen ni tampoco cura.
Al igual que en Robinson Crusoe, el narrador es un personaje sacado de la realidad, pero a diferencia de aquel, en Diario del año de la peste gran parte de lo que se cuenta se basa en hechos reales y verificables, como ocurre en una crónica o reportaje periodístico. Hay testimonios de sobrevivientes, hechos históricos y datos muy precisos de los recuentos oficiales de muertos, de los que el narrador, de cualquier modo, desconfía, pues en los peores días de la pandemia “publicaban una lista semanal y decían que eran siete mil u ocho mil, o lo que querían, y lo cierto es que morían a montones y a montones eran sepultados, es decir, sin que pudieran contarse”.
Esa licencia para transitar entre la ficción y la no ficción hacen de este libro un híbrido entre la crónica periodística, la autoficción y la novela histórica. Tal vez un anticipo de un falso documental, que en este caso tiene la virtud de proyectar con precisión un futuro muy lejano.
***
Como ha ocurrido en estos días, cuando se desató la epidemia de 1665 las familias ricas huyeron a sus casas de campo, mientras los pobres quedaron en la ciudad, entregados a su suerte y a la caridad del gobierno y la Iglesia, forzados a salir a trabajar en lo que fuera. Morir de hambre o de peste, era la disyuntiva. Pero claro, al tiempo que los ricos que huían iban contagiando a los habitantes de los pueblos cercanos a la ciudad, los pobres que tenían la suerte de encontrar trabajo terminaban contagiándose entre ellos.
En ese estado de cosas, a medida que avanzaba la peste, la mejor prevención era abastecerse de provisiones y encerrarse en casa, tal como recomienda el personaje de Defoe, a la espera de que aplacase lo que se consideraba un castigo divino.
La autoridad hacía lo que podía, y no estaba exenta de críticas. Prohibió los espectáculos callejeros, como peleas de osos y combates con espada, y ordenó el sacrificio de todos los perros y gatos domésticos, bajo el supuesto de que lo que fuera que diera origen a ese mal, podía alojarse en el pelaje de los animales.
Aún faltarán dos siglos para que se sepa que la peste bubónica se origina en una bacteria transmitida por picaduras de pulgas, que a la vez habitan en las ratas negras, de modo tal que la ignorancia y el terror fueron caldo de cultivo para la aparición de lo que el autor llama “un escandaloso fraude” de embaucadores a honorarios: charlatanes, adivinos, astrólogos, profetas, chamanes, hechiceros, magos y curanderos que andaban por las calles pregonando alguna cura o antídoto milagroso, si es que no dando consejos o vendiendo “diabólicos talismanes y demás baratijas”.
Pese a los intentos de las autoridades, no hubo modo de ponerles atajo. “Un mal siempre atrae otro”, se lamenta el autor.
Pero ya entrado el invierno, los embusteros y charlatanes comenzaron a enfermar. Y, de pronto, “era imposible encontrar un solo”, reporta el autor, no sin cierta satisfacción. Entonces Londres fue una ciudad fantasma, habitada por carruajes que no hacían más que recoger cuerpos de las calles y las casas; por gente hambrienta y desesperada, y por locos y enfermos que vagaban sin rumbo o iban camino a lanzarse vivos a las fosas comunes, “ese espantoso abismo, pues era un abismo más que una fosa”.
La autoridad hacía lo que podía, y no estaba exenta de críticas. Prohibió los espectáculos callejeros, como peleas de osos y combates con espada, y ordenó el sacrificio de todos los perros y gatos domésticos, bajo el supuesto de que lo que fuera que diera origen a ese mal, podía alojarse en el pelaje de los animales. Con esa obsesión por los datos, el autor calcula que fueron ejecutados 40 mil perros y un número cinco veces mayor de gatos, “pues eran pocas las casas que no tenían un gato, y a veces cinco o seis” para ahuyentar a las ratas.
Con todo, ese no fue el mayor problema. Siguiendo una ley vigente desde las primeras pestes de siglos atrás, se ordenó la clausura de las casas donde habitaba algún apestado, obligando a sus moradores a permanecer dentro. Como se dispuso de guardias día y noche en cada casa, de no ser que lograra arrancar, ya sea a golpes o mediante sobornos, el destino seguro de esa familia era la muerte.
La clausura de casas fue quizás la medida más resistida y controversial, reporta el autor, cuestionando su efectividad. Juntar a los enfermos con los sanos “significaba inconvenientes gravísimos, en algunos casos verdaderamente trágicos”. Lo lógico habría sido aislar únicamente a los enfermos, pero en la ciudad solo había dos hospitales para apestados y en ambos había que pagar una cuenta. En uno murieron 156 personas y en el otro 159, apunta el texto. Una cifra insignificante, si se contrasta con las cerca de 100 mil que se calcula murieron en un año en toda la ciudad.
En este infierno que fue Londres en 1665, el único que parece conservar el juicio es el narrador, que procura mantenerse encerrado en su casa, cosa que no siempre logra, bien provisto de pan, mantequilla, queso y cerveza, y “convencido de que era preferible vivir unos cuantos meses privado de carne que salir a comprarla exponiendo nuestras vidas”. Había que mantener distancia, previene el autor, especialmente de “esa abominable caterva de falsos magos” y de esa gente en apariencia sana, que a la tarde sonríe y a la noche ya está muerta. “Muchos –escribe Defoe– perecieron de este modo en las calles de repente, sin ningún aviso”.
En este infierno que fue Londres en 1665, el único que parece conservar el juicio es el narrador, que procura mantenerse encerrado en su casa, cosa que no siempre logra, bien provisto de pan, mantequilla, queso y cerveza, y ‘convencido de que era preferible vivir unos cuantos meses privado de carne que salir a comprarla exponiendo nuestras vidas’.
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Cuando lo publicó, Daniel Defoe pensó que el relato podría ser útil como experiencia ante un próximo rebrote de la peste. Morir de neumonía o con inflamaciones ardientes en la piel era común en Europa desde la Edad Media. Pero es posible que también el autor haya pensado en su carrera literaria. Tenía 62 años y hacía tres había publicado Robinson Crusoe (1719), libro que inauguró la novela británica y le valió un éxito inusitado: 12 meses después ya sumaba seis ediciones y traducciones a tres idiomas.
De cualquier modo, hacía tiempo que Defoe era una figura pública que solía arrastrar deudas y controversias. En 1703 había pasado tres días expuesto en una picota del centro de Londres, en castigo por un panfleto en que ironizó contra los conservadores afines a la reina Ana, y luego de purgar una condena en la cárcel de Newgate, en 1704 fundó la revista de política, actualidad y chismes Review, en la que firmaba como Mr. Review y ventilaba ideas liberales y procuraba, ahora con poco más de mesura, incidir en la política del reino.
Es probable que al momento de escribir el libro sobre la peste haya pensado en el modelo literario de Robinson Crusoe, narrado en clave de memorias en las que quien firma no es el autor sino el protagonista. Y es probable también que en este y en aquel relato haya echado mano a la técnica del primero de sus libros, The Storm (1704), sobre una devastadora tormenta que golpeó las costas de Inglaterra, construido a partir del testimonio de testigos. Con esta pieza pionera de periodismo moderno, Anthony Burgess ha considerado que Defoe se consagró como “nuestro primer gran novelista”, al contribuir al desarrollo del realismo en la convención literaria.
El hecho es que, al momento de ser publicado, Diario del año de la peste tuvo una modestísima repercusión si se lo compara con los otros. Quizás porque ese mismo año se publicó otro libro del mismo autor que se transformó en clásico, Moll Flanders, en el que este firma como editor y atribuye la autoría a las memorias de la protagonista. Quizás también influyó que un año antes, otro escritor de cierto renombre de la época –Richard Bradley– publicó un libro similar sobre el azote de la peste en Francia: alcanzó cinco ediciones y, como dice el estudioso David Roberts, pudo “capitalizar el mercado”.
Diario del año de la peste alcanzó una segunda edición recién tres años después de la primera, para cuando el autor ya sumaba otros libros, además de artículos políticos y manuales de comercio y de conducta social. “Una verdadera máquina para escribir”, lo definió uno de sus biógrafos, John Richetti. Pero como en ese entonces, al igual que ahora, nadie vivía bien de la literatura y menos del periodismo, y como Defoe tenía un particular talento para fracasar en los negocios, vivió endeudado hasta los últimos días, arrancando de acreedores que incluso se iban a instalar a su casa, tal como lo retrata J. M. Coetzee en la novela Foe.
Pese a sus tediosas repeticiones, Diario del año de la peste es una valiosa obra literaria y aún hoy cumple con su propósito original de prevenir a la población ante una nueva epidemia. “La peste –ilustra el autor– es como un gran incendio, que si en el lugar donde se declara no encuentra más que unas pocas casas contiguas, solo puede devorar estas pocas casas, o si se declara en una casa aislada, solo esta arderá. Pero si el incendio empieza en una villa o ciudad en la que las casas están muy juntas las unas a las otras, redoblará su violencia, arrasará todo el lugar y consumirá cuanto encuentre a su paso”.
Mientras no haya cura, hoy como entonces no queda otra que aislarse ante ese incendio sin control en que puede derivar una epidemia. Aislarse y, para quienes comparten el credo de Defoe, rezar de rodillas.
Cuando el 1 de octubre de 1949 Mao Zedong proclamó la República Popular China (RPC), el efecto en Estados Unidos fue devastador. Tras la derrota del generalísimo Chiang Kai-shek y el advenimiento de los comunistas de Mao, la pregunta comenzó a rondar en Washington: “¿Quién perdió China?”. El Departamento de Estado había publicado un informe en el que acusaba a Chiang y a su partido, el Kuomintang, por el desastre, evadiendo toda responsabilidad propia. Sin embargo, la oposición republicana al presidente Harry S. Truman no quedó conforme. El entonces poco conocido senador por Wisconsin, Joseph McCarthy, aprovechó las sospechas para asegurar, en sucesivos discursos pronunciados a principios de 1950, que la debacle de los nacionalistas se debía a una traición de la diplomacia estadounidense, infiltrada por agentes comunistas. A partir de entonces y hasta su estrepitosa caída en 1954, McCarthy se convirtió en figura nacional. En la campaña presidencial de 1952, la “pérdida de China” y el avance del comunismo fueron determinantes para el avasallador triunfo del republicano Dwight Eisenhower sobre el demócrata Adlai Stevenson.
Hoy, el mundo enfrenta de nuevo un panorama geopolítico lleno de incertidumbre, y la pregunta acerca de quién perdió China vuelve a resonar en la política norteamericana. Porque si hasta hace escaso tiempo nadie dudaba de que China y Estados Unidos corrían a paso firme hacia la cooperación y la integración –al punto de que llegó a hablarse de “Chimérica”–, ahora pocos cuestionan que ambas superpotencias se encuentran en un curso que las conduce al conflicto. En su libro Destined for War, Graham Allison, profesor de la Universidad de Harvard, señala que ambos países avanzan hacia su propia versión de la “trampa de Tucídides”. Se refiere a aquella situación geopolítica descrita en la Historia de la Guerra del Peloponeso para explicar el origen del conflicto entre Esparta y Atenas en el siglo V a. C., en la cual una potencia emergente amenazaba con desplazar a otra hegemónica. “Los atenienses, con su engrandecimiento, inspiraron temor a los lacedemonios y les forzaron a la guerra”, escribió Tucídides, agregando luego que los espartanos decidieron ir a la guerra “por el temor de que los atenienses acentuaran aún más su poder”. Allison cree que lo ocurrido hace 2.500 años puede replicarse ahora, tal como ha sucedido al menos en otras 16 ocasiones a lo largo de los últimos cinco siglos, según afirma.
Resulta tentador, pero equivocado, suponer que la razón de este distanciamiento se encuentra en la personalidad de los líderes a cargo. Donald Trump y Xi Jinping son políticos atípicos. Cada uno a su modo es agresivo, populista y nacionalista. En el caso de Trump, su liderazgo es una respuesta a disfuncionalidades que se fueron incubando en el sistema político, social y cultural norteamericano en las últimas décadas, mientras una élite cosmopolita liberal se refocilaba en la autocomplacencia. Respecto de Xi, puede decirse que, al igual que Trump, se considera a sí mismo como el gobernante de un país en crisis. Según el sinólogo Richard McGregor, Xi aspira a ser el “líder más rojo de su generación”. Para conseguirlo, busca romper con las viejas maneras de hacer política y administrar el país. Eso lo ha llevado a impulsar profundos cambios, enviar a prisión a sus rivales políticos (Bo Xilai, exalcalde de Chongqing, y Zhou Yongkang, exjefe de seguridad interna), lanzar amplias campañas anticorrupción y tratar de hacer a China grande de nuevo en la esfera internacional. Su objetivo es consolidar el poderío del partido a nivel doméstico y de la RPC en lo externo. Al igual que le sucede a Trump, la voluntad rupturista y el estilo agresivo de Xi provocan que haya “acumulado enemigos internos y críticos en el exterior”, escribe McGregor.
Sin embargo, sería simplista reducir la animosidad actual entre Beijing y Washington al capricho de líderes ególatras. Aunque indudablemente las personalidades cuentan, solo tienen capacidad de generar impacto duradero si encarnan pulsiones profundas. En este caso, lo que se puede advertir es que los intereses de ambas potencias avanzan en direcciones encontradas que las alejan de la cooperación y las encaminan a la colisión.
Deng quería que su país siguiera la ruta que ya recorrían Japón y los cuatro pequeños dragones asiáticos (Taiwán, Singapur, Hong Kong y Corea del Sur): respetabilidad por medio del progreso material. Pero el desarrollo económico era un medio, no un fin.
Si se piensa bien, esto fue así desde un principio, solo que el optimismo liberal (y la necesidad de encontrar un aliado contra la URSS en plena Guerra Fría) impidió que Estados Unidos se diera cuenta. Desde el comienzo de las reformas, las autoridades comunistas tuvieron un enfoque neomercantilista. Su objetivo al abrazarlas nunca fue el crecimiento económico per se, sino fortalecer el Estado para permitir que China volviera a ser una potencia respetada después de 150 años de vejaciones por parte de Occidente. En eso no se diferencian de sus antecesoras nacionalistas, republicanas e imperiales.
En diciembre de 1978, Deng Xiaoping pronunció su famoso discurso ante el Tercer Pleno del XI Congreso del PCCh, a través del cual consolidó definitivamente su posición como Líder Supremo de la RPC y su programa reformista. Ahí llamó a “avanzar con valentía para cambiar la condición de retraso de nuestro país y convertirlo en un Estado socialista moderno y poderoso”. Deng quería que su país siguiera la ruta que ya recorrían Japón y los cuatro pequeños dragones asiáticos (Taiwán, Singapur, Hong Kong y Corea del Sur): respetabilidad por medio del progreso material. Pero el desarrollo económico era un medio, no un fin. La reforma china tomó forma liberal y económica, pero en realidad su contenido último era nacionalista y político. El énfasis inicial en la apertura económica era solo una etapa de un proceso mayor que hoy está arribando a una nueva fase.
Hoy, cuando Xi Jinping habla del “sueño chino”, se refiere a un país “rejuvenecido” y poderoso, que actúa con autonomía, despierta respeto –incluso miedo– en la escena internacional, y es capaz de doblegar a sus rivales, sean estos los manifestantes prodemocracia en Hong Kong, los países ribereños del Mar del Sur de China, el gobierno independentista de Taiwán o quienes acusan a Beijing de mala fe en el manejo del brote de coronavirus. China hoy ya no se conforma con ser un hermano menor dentro de un orden que no controla, sino que aspira a influir decisivamente en él, sin dejarse amedrentar por las presiones de otros.
El problema para Estados Unidos es que recién ahora parece darse cuenta de lo que ha sucedido. Por décadas, en Washington creyeron que China quería parecerse a ellos. Cegados por el utopismo y la ambición, el gobierno y las grandes corporaciones de Estados Unidos solo vieron en ella un lugar donde exportar su modelo político y conseguir ganancias económicas. Estaban seguros de que China era igual a México: un mercado para vender sus productos y producir a costos reducidos, contribuyendo de paso a la liberalización política. En 2005, el economista Ted Fishman señalaba que “la máquina manufacturera a bajo costo de China, unida al creciente apetito de sus más de mil millones de consumidores, han convertido al pueblo de China en lo que probablemente sea el mayor recurso natural del planeta”. China era considerado en Estados Unidos como un recurso dispuesto a ser explotado.
Dadas esas condiciones, era obvio lo que había que hacer: promover la plena globalización de China para que el país avanzara hacia la modernidad capitalista y democrática. En esos momentos, nadie veía peligro alguno para los intereses norteamericanos. Todo lo contrario, lo único que parecía posible era que la integración rindiera frutos positivos para la diplomacia y las empresas estadounidenses. En 1994, cuando el secretario de Estado Warren Christopher negociaba con el primer ministro Li Peng acerca de la mantención del estatuto de Nación Más Favorecida, este último le advirtió que Goldman Sachs y otras grandes firmas norteamericanas estaban de su lado y hacían lobby para que el presidente Bill Clinton otorgara el beneficio sin más, cosa que finalmente hizo. Seis años más tarde, cuando el Congreso debía votar la ley que permitiría el ingreso de China a la Organización Mundial de Comercio, las grandes empresas de EE.UU. invirtieron 100 millones de dólares en gestiones de lobby para lograr que la legislación fuera aprobada, tal como terminó ocurriendo.
Clinton fue leal con una noción muy arraigada en esa época: en la medida en que la población china gozara de los beneficios de la globalización y el crecimiento económico, se expandirían en esa sociedad las clases medias urbanas. Estas irían creando redes sociales y económicas alejadas del control del Estado, adquirirían mejor educación, formarían nuevos grupos y se harían conscientes de sus derechos, lo cual conduciría a sus miembros a exigir mayor autonomía social, económica y política. El reclamo en favor de la adopción de un sistema democrático debería ser una consecuencia natural de este proceso, de acuerdo con lo que planteaban teóricos de la modernización como Seymour Martin Lipset, Samuel Huntington o Barrington Moore Jr., quien postuló la fórmula “si no hay burguesía, no hay democracia”. A China, en suma, no había que confrontarla, sino atraerla hacia el proyecto liberal a través de la apertura de su economía. Esta, a su vez, ofrecería un mercado enorme a las empresas norteamericanas, que aprovecharon los bajos costos de producción y la gigantesca masa consumidora china para instalar plantas en ese país. Era una situación en la que todos ganaban.
La perspectiva no varió de manera significativa durante la administración de George W. Bush (2001–2009). En sus memorias, apunta que creía que el comercio con China era un medio para promover su Agenda de la Libertad, el ambicioso proyecto neoconservador de expansión democrática en que embarcó a Estados Unidos durante su segundo mandato. “Estimaba que, con el tiempo, la libertad inherente al mercado llevaría a la gente a demandar libertad en la plaza pública”, escribió Bush. Cuando la inserción global de China tuvo un deslumbrante apogeo con los Juegos Olímpicos de 2008, Bush asistió con toda su familia (padres, hijos, hermanos y cuñados), y el presidente Hu Jintao agasajó a todo el clan con una cena privada en el complejo Zhongnanhai, donde se ubica la sede central del PC y del gobierno.
El optimismo –o la ingenuidad– de esa época evitó que se plantearan reparos que hoy parecen ineludibles. Aunque la relación con China nunca estuvo libre de roces y resquemores, las diferencias graves solo comenzaron a asomar después de la gran crisis económica de 2008, durante la administración de Barack Obama. Se acrecentarían luego, con la llegada al poder de Xi Jinping en 2013, y terminarían por consolidarse tras el arribo a la Casa Blanca de Donald Trump en 2017. Hoy incluso los opositores demócratas reconocen que, si llegan a la Casa Blanca en 2021, los lazos con China serán difíciles.
Trump se dio cuenta de algo que la élite globalizada liberal había pasado por alto: el win–win había dejado de funcionar, si es que alguna vez lo hizo. Existían sectores importantes de la sociedad norteamericana que resultaron perjudicados por la globalización y estaban sufriendo sus consecuencias en el más brutal abandono. Rápidamente, identificó a China como el principal beneficiario de la munificencia norteamericana, y la prueba más evidente que esgrimió fue el gigantesco superávit comercial de la nación asiática en su intercambio con EE.UU. La ganancia de China no era la de Estados Unidos. Trump tenía claro que las cosas debían cambiar.
Hoy, cuando Xi Jinping habla del ‘sueño chino’, se refiere a un país ‘rejuvenecido’ y poderoso, que actúa con autonomía, despierta respeto –incluso miedo– en la escena internacional, y es capaz de doblegar a sus rivales, sean estos los manifestantes prodemocracia en Hong Kong, los países ribereños del Mar del Sur de China, el gobierno independentista de Taiwán o quienes acusan a Beijing de mala fe en el manejo del brote de coronavirus.
No era él la única persona en notarlo. Como explican Bob Davis y Lingling Wei en su libro Superpower Showdown, numerosas empresas norteamericanas comenzaron a pensar lo mismo. A principios de los 2000, muchas compañías que manufacturaban productos de baja tecnología, como muebles o bicicletas, se dieron cuenta de que sus otrora abastecedores chinos se habían transformado ahora en sus competidores, al iniciar la producción de los mismos bienes que ellos fabricaban. Más tarde, después de que China impulsó paquetes de estímulo para sobrellevar la crisis de 2008, su mercado se inundó de neumáticos, acero y plástico, los que fueron exportados a bajísimo costo a Estados Unidos, haciendo quebrar sectores industriales completos en el Medio Oeste de ese país. Fueron los votantes de esa zona los que le dieron el triunfo a Trump en 2016. China exigía a los inversionistas extranjeros compartir secretos tecnológicos con sus socios locales (empresas en las que, como con todo en ese país, el PCCh tenía control) como condición para hacer negocios allí, al tiempo que entregaba generosos subsidios y préstamos bancarios a sus compañías y dedicaba grandes recursos al espionaje industrial. Era evidente que no quería ser como México, donde los inversionistas norteamericanos instalaban plantas maquiladoras y aprovechaban el bajo costo de la mano de obra. En cambio, Beijing diseñó un plan que se denomina “Made in China 2025”. El objetivo es alterar la división internacional del trabajo en su favor. “Quizás los días del llamado dinero fácil en China se acabaron para siempre”, ha dicho Cui Tiankai, el embajador chino en Washington.
Esta realidad ya provocó un cambio en la actitud de una parte importante del sector privado estadounidense. Hoy, actores empresariales como la Cámara de Comercio, la Business Roundtable y la Asociación de Manufactureros, que en el pasado favorecieron sin cortapisas el ingreso de China a la OMC, piden a la Casa Blanca que presione a Beijing en materia comercial.
Los norteamericanos parecen haber tomado conciencia de que China no quiere pertenecer al orden liberal. Las autoridades chinas no pretenden adherir al modelo occidental, algo que debería haber quedado meridianamente claro para todos en la noche del 4 al 5 de junio de 1989, cuando enviaron tanques a aplastar la rebelión prodemocracia en la plaza Tiananmen. El liderazgo aspira a mantener el modelo autoritario de leninismo sin marxismo, donde “el partido es como Dios”, según expone Richard McGregor en su libro The Party: está en todas partes, aunque no se le vea. La RPC ya no quiere ser comparsa, sino protagonista, un papel que hasta hace poco Estados Unidos ejercía en solitario.
El desarrollo económico es una herramienta para para consolidar el monopolio en el poder del PCCh y reubicar a China como una gran potencia. A diferencia de lo que ocurrió en las décadas de los 90 y 2000, ahora Washington ha tomado nota y está reaccionando, lo cual pone a las dos superpotencias en curso de colisión. Tal como en 1949, Estados Unidos ha vuelto a perder a China y ahora ambos países se encaminan a alguna forma de conflicto. La relación ha pasado del “todos ganan” liberal al juego de suma cero realista, donde el beneficio de uno necesariamente se convierte en el perjuicio del otro.
Es una de las economistas más progresistas, influyentes y originales de hoy. Su aproximación clara y fresca a la economía política la ha transformado en los últimos años en una voz muy escuchada, especialmente después de la crisis financiera del 2008. Pero la catástrofe sanitaria y económica del covid-19 la ha convertido en una fuente imprescindible para quienes creen que esta es una oportunidad para hacer reset y repensar la nueva normalidad económica, desafiando el pensamiento convencional y redefiniendo el rol del Estado, para que sea un inversor fundamental en una economía más verde e inclusiva.
Nació en Italia, donde vivió hasta los cinco años. Su familia partió a Estados Unidos, donde ella hizo su vida. Estudió su Bachelor of Arts y Relaciones Internacionales en la Universidad Tufts, y su máster y doctorado en economía en la New School for Social Research de Nueva York.
Actualmente vive en Londres, junto a su marido y sus cuatro hijos. Es académica de University College London, donde fundó y dirige un nuevo tipo de departamento económico, el Institute for Innovation and Public Purpose. “Queremos que piensen estratégicamente y ambiciosamente para el bien público y, en las palabras de Steve Jobs, se mantengan hambrientos y tontos”, dijo en una entrevista.
Ganadora de varios premios y reconocimientos, fue elegida como una de los tres más importantes pensadores en temas de innovación por la revista The New Republic. A través de sus libros El Estado emprendedor. Mitos del sector público frente al privado y El valor de las cosas. ¿Quién produce y quién gana en la economía global?, ha cuestionado el capitalismo desde un lugar distinto al de muchos de sus colegas. Tal como dijo The New York Times, “ella ha estado reimaginando sus premisas básicas. ¿De dónde viene el crecimiento? ¿Cuál es la fuente de la innovación? ¿Cómo pueden el sector público y privado trabajar juntos para crear las economías dinámicas que queremos?”.
El Papa Francisco la llamó también para pedirle asesoría tras leer su último libro. Pero ella ya había asesorado a muchos políticos y líderes del mundo, como a la primera ministra escocesa, Nicola Sturgeon; Alexandria Ocasio–Cortez, la parlamentaria estrella del ala más progresista del partido demócrata, a la ex candidata presidencial Elizabeth Warren, pero también el senador republicano Marco Rubio había citado su trabajo en sus planes y programas. Ha sido requerida en charlas y conferencias en todo el mundo. A Chile vino en 2016, al Congreso Futuro y antes a la Cepal, donde fue la primera mujer en dictar la cátedra Raúl Prebisch. También algunos políticos chilenos, como Carlos Montes y Giorgio Jackson, han hablado con mucho interés sobre su trabajo.
Su mirada sin duda es progresista, pero no se la define desde un pensamiento convencional de la izquierda. Y piensa que los políticos del sector pierden los debates porque “se enfocan demasiado en la redistribución de la riqueza y no suficiente en la creación de riqueza. Necesitamos una narrativa progresista no solo sobre cómo gastar, sino cómo invertir de maneras más inteligentes”, dijo a Wired.
Ha reconocido influencias, entre otros, del economista austriaco Joseph Schumpeter, cuyas ideas sobre innovación, capitalismo y el proceso que denominó la “destrucción creativa” ha dejado huellas hasta nuestros días; y, especialmente quizás, del economista inglés John Maynard Keynes, por su visión del papel del gobierno. En una columna para Project Syndicate de 2017, Mazzucato escribió sobre él:
“Como John Maynard Keynes argumentó en la década de 1930, si los gobiernos reducen el gasto durante una recesión, una recesión de corta duración puede convertirse en una depresión en toda regla. Eso es exactamente lo que sucedió durante el período de austeridad de Europa después de la crisis financiera de 2008. Y, sin embargo, la agenda progresista no puede ser solo sobre el gasto público. Keynes también pidió a los responsables políticos que piensen en grande. ‘Lo importante para el gobierno es no hacer cosas que los individuos ya están haciendo’, escribió en su libro de 1926 The End of Laissez Faire, ‘sino hacer las cosas que actualmente no se hacen en absoluto’. En otras palabras, los gobiernos deberían pensar estratégicamente sobre cómo las inversiones pueden ayudar a dar forma a las perspectivas a largo plazo de los ciudadanos”.
Piensa que los políticos de izquierda pierden los debates porque ‘se enfocan demasiado en la redistribución de la riqueza y no suficiente en la creación de riqueza. Necesitamos una narrativa progresista no solo sobre cómo gastar, sino cómo invertir de maneras más inteligentes’, dijo a Wired.
Desmitificando Silicon Valley
Uno de los temas de estudio de Mazzucato es el papel de los privados y del Estado en la innovación, combatiendo esa idea, tan arraigada, de que la innovación pasa siempre fuera de los Estados y gobiernos, que serían burocráticos, aburridos, sin ritmo, solo dedicados a “molestar” a esos emprendedores de garaje tipo Silicon Valley. Mazzucato dice que esa no es la realidad. La innovación disruptiva, de hecho, está basada en inversión pública de base y aplicada, sostiene ella.
Para probarlo hizo la disección del símbolo máximo de la nueva economía innovadora: el iPhone. Su hallazgo fue impactante: el financiamiento estatal estaba en todas sus partes. Pero quienes pagaron los impuestos con los que se financiaron esas inversiones no solo nunca lo supieron, sino que tampoco se beneficiaron por esa inversión de riesgo.
“Steve Jobs ha sido llamado genio por los productos visionarios que concibió y comercializó, (pero) esta historia crea un mito sobre el origen del éxito de Apple. Sin la gran cantidad de inversión pública detrás de la computadora y las revoluciones de internet, tales atributos podrían haber llevado solo a la invención de un nuevo juguete”, escribió Mazzucato en su libro El Estado emprendedor.
Ella insiste en reformular esa narrativa por una que le haga justicia a los esfuerzos colectivos que hay tras la innovación, y no solo de “un grupo de jóvenes blancos de California. Si queremos resolver los problemas más grandes del mundo, debemos entender esto”, aseguró.
Las misiones
Mazzucato, de 52 años, quiere pasar de la investigación académica a la aplicación en terreno y viceversa. Quiere ver las teorías funcionando en la realidad. En 2017 le ofrecieron ser asesora de la Comisión Europea para Investigación, Ciencia e Innovación, lo que aceptó. Explicó que por cierto, “quiere tener impacto, si no es socialismo de champaña: vas, hablas por aquí y allá, pero nada pasa”, dijo en una entrevista.
Los frutos de ese trabajo fueron relevantes. Hizo el que probablemente sea el reporte más importante de su carrera, pues elaboró su teoría de cómo los grandes objetivos nacionales y globales deben definirse como misiones, y no meros problemas, tareas o “desafíos”. Estas misiones deben cumplir cinco criterios, que resumió Wired: “Deben ser audaces e inspirar a los ciudadanos; ser ambiciosas y arriesgadas; tener un objetivo claro y una fecha límite (se debe poder responder sin ambigüedades si la misión se cumplió o no, dice Mazzucato); ser interdisciplinarias e intersectoriales (erradicar el cáncer, por ejemplo, requeriría innovación en salud, nutrición, inteligencia artificial y productos farmacéuticos); y permitir la experimentación y múltiples intentos de solución, en lugar de ser microgestionadas de arriba hacia abajo por un gobierno”.
Para Mazzucato, el mejor ejemplo que refleja el espíritu de su proyecto es la misión a la Luna. Allí se verificaron cada uno de los criterios. Y eso logró crear amplia convocatoria, gran mística, posibilidad de superar conflictos y dificultades, y una intensa cooperación entre muy distintos actores. Así se podrían plantear retos como un océano libre de plástico, ciudades cien por ciento carbono neutrales para 2030, entre otras.
En una charla TED que dio el año pasado, justo en la semana en que se celebraba el 50º aniversario del aterrizaje en la Luna, volvió sobre el punto. “Esto requiere el sector público, el sector privado, que invierta e innove en todo tipo de formas, no solo alrededor de la aeronáutica. (…) Y ¿cómo obtener estas nuevas condiciones de reinversión para invertir colectivamente en nuevos tipos de valor hacia algunos de los desafíos más grandes de nuestro tiempo, como el cambio climático? Esta es una pregunta clave. Pero también debemos cuestionarnos si hubiera habido un cálculo de valor presente neto o un análisis de costo–beneficio sobre si intentar o no ir a la Luna y volver de nuevo en una generación, probablemente no hubiéramos ido a la Luna. Gracias a Dios que soy economista y puedo decirles que el valor no es solo el precio”, remató entre aplausos.
Mazzucato, de 52 años, quiere pasar de la investigación académica a la aplicación en terreno y viceversa. Quiere ver las teorías funcionando en la realidad. El 2017 le ofrecieron ser asesora de la Comisión Europea para Investigación, Ciencia e Innovación, lo que aceptó. Explicó que, por cierto, ‘quiere tener impacto, si no es socialismo de champaña: vas, hablas por aquí y allá, pero nada pasa’.
La oportunidad del covid-19
Sobre el covid-19, ha llamado a no volver al estado “normal”, que justamente nos trajo hasta aquí. Y que al encontrar vacunas y tratamientos, los gobiernos logren que la inversión que han hecho y hacen habitualmente en investigación se les retribuya con vacunas y tratamientos a precios asequibles para todos. “Esto requiere un replanteamiento de para qué son los gobiernos: en lugar de simplemente corregir las fallas del mercado cuando surjan, deberían avanzar activamente para dar forma y crear mercados que ofrezcan un crecimiento sostenible e inclusivo. También deben asegurarse de que las asociaciones con empresas privadas que involucren fondos del gobierno estén impulsadas por el interés público, y no por ganancias”, escribió en The Guardian.
Agregó que priorizar ciertos objetivos es fundamental para los gobiernos hoy. A su juicio, estos deben invertir (y/o crear) instituciones que prevengan crisis; inversión de largo plazo para fortalecer los sistemas de salud, a diferencia de lo sucedido en los últimos años; coordinar mejor las actividades de investigación y desarrollo; orientarse hacia objetivos de salud pública (ejemplo: las vacunas), dando forma a mercados que solucionen problemas de interés y necesidad públicos.
Al haber estudiado y reflexionado sobre la crisis financiera y económica de 2008, Mazzucato también alerta sobre los rescates a grandes empresas. Piensa que estos deben ser estructurados de manera que tengan un efecto transformador hacia los sectores “salvados”. “Que los haga parte de una nueva economía, una que esté enfocada en una nueva estrategia de un nuevo acuerdo verde, de disminuir las emisiones de carbono al mismo tiempo que invierta en los trabajadores, asegurándose de que se adapten a las nuevas tecnologías”, afirmó en el diario inglés.
Sobre el rescate de los grandes bancos, para ella lo más relevante fue lo que se dejó de hacer: “Lo básico no se ha hecho: la creación de un impuesto de transacciones financieras global para así recompensar la inversión más a largo plazo. No estamos utilizando todo el poder del sistema fiscal para dirigir la economía hacia el tipo de sociedades que queremos”, dijo a El Mundo en 2017.
Para ella, y para muchos otros economistas y centros de pensamiento, como el Foro Económico Mundial, es el momento de pasar del paradigma empresarial cuyo único objetivo es la maximización del beneficio para el accionista, a uno en que se tome en cuenta el beneficio de todas las partes interesadas. El Foro Económico Mundial lo planteó hace 50 años, y lo ha reflotado con insistencia.
Eso requiere cambiar la visión de los tomadores de decisiones de las empresas, pero también de los gobiernos y la sociedad completa. Y una acción urgente, más que nunca, por la crisis de covid–19 y la catástrofe climática como telón de fondo. La academia está llamada, por cierto, a contribuir activa y directamente en este cambio, con las “manos en la masa” en términos de propuestas, alianzas, negociaciones y señales concretas.
Mazzucato sabe de eso.
Una anécdota que recordó The New York Times la refleja: en una conferencia en la Universidad de Columbia sobre cambio climático en la que ella participó, muchos de los asistentes estaban tiritando mientras debatían sobre los apocalípticos escenarios para la humanidad si esta catástrofe no se paraba a tiempo.
Pero no tiritaban de miedo, sino porque el aire acondicionado estaba demasiado fuerte.
Las exposiciones seguían, pero nadie hacía nada. Hasta que ella se paró y pidió que lo apagaran, y dijo en voz alta: “¿Cómo cambiaremos algo, si no nos rebelamos en la vida diaria?”.
Se habla de sentimientos bajos y de sentimientos elevados. La rabia, la envidia. La bondad, la gratitud. Al parecer siempre hablamos así. Cuando alguna característica nos parece admirable, la proyectamos hacia arriba. El resto se mantiene abajo, atrapado en la tierra. Los celos probablemente divagan por alguna capa intermedia de la atmósfera. No son altos ni bajos. Se evaporan, se elevan, y vuelven a bajar con forma de lluvia. No son traslúcidos como la tristeza o la alegría. Son sentimientos oblicuos, que a pesar de tener cierto peso, brillan. Quizás, lo único que se necesita para su aparición es la presencia de algún tipo de amenaza: un tercero.
Por otro lado, los celos se encuentran en el centro del enfrentamiento de los géneros. Es porque entran en el terreno del cuerpo. Y en el cuerpo está en juego el amor, y en el amor todos los hilos están en juego. En este enfrentamiento que busca la igualdad a través de distintas estrategias (ya sea a través de la eliminación del género o el enaltecimiento de lo femenino), los celos han tendido a sumergirse en lo más hondo de la escala de los sentimientos. El amor no tiene celos, o los celos no necesitan amor. Los celos solo producen abuso y violencia. Egoísmo, crueldad, posesión. Hace unas semanas escuché en la calle a una mujer que le explicaba a otra por qué su pareja era celoso: “Por exceso de amor propio”, respondía.
Es evidente quiénes han sido las más perjudicadas en ese entramado de afanes posesivos, y sumergir a los celos en su dimensión más baja es aparentemente útil en un discurso de acción política. Sin embargo, como es frecuente, la política se nubla en la búsqueda de soluciones inmediatas, en detrimento de entender los fenómenos en su ambivalencia.
En el terreno de la ficción, probablemente Cumbres borrascosas (1847), de Emily Brontë, sea por antonomasia la novela de los sentimientos bajos. Esta novela gótica, romántica y un clásico de la literatura, narra la historia de la familia Earnshaw ubicada en los desolados páramos de Yorkshire, Inglaterra. Aquí, la mayoría de los personajes están movidos por la envidia, la codicia y los celos, que en estas páginas muestran su aspecto más deplorable. Se sacan celos, se sienten celos, se sufre y se ama. Los celos aquí son manipulaciones que terminan en tragedias y en muerte. Y el amor, entonces, surge como una forma de amor romántico en donde las emociones explotan a través de idealizaciones que terminan por consumir a los personajes. “Hay más de mí en él que en mí misma”, dice Catherine Earnshaw, la protagonista, en relación a Heathcliff. Es decir, su identidad no depende de ella sino de otro, y así se despliega la sensación de incompletud tan propia del amor romántico. Celos y amor se entrelazan tal como lo hacen el placer y el dolor al interior del cristianismo. Y así, en este contexto de sentimientos bajos e intensos, aparece con fuerza lo tan buscado en literatura: el drama.
En literatura cada vez es más frecuente exigir una postura crítica al autor si los personajes son detestables o criminales (como si autor y narrador no fueran sujetos diferentes). Pero en Cumbres borrascosas la autora no tiene un punto de vista crítico respecto de la violencia, y muestra a sus personajes sin necesidad de juzgarlos. La violencia pasa como nubes oscuras frente a nosotros, fenómenos imposibles de controlar.
Cumbres borrascosas es un libro violento. Sin embargo, no se le puede exigir a la vida lo mismo que a la ficción, y sería absurdo denostar a esta novela por sus parámetros morales.
En literatura cada vez es más frecuente exigir una postura crítica al autor si los personajes son detestables o criminales (como si autor y narrador no fueran sujetos diferentes). Pero en Cumbres borrascosas la autora no tiene un punto de vista crítico respecto de la violencia, y muestra a sus personajes sin necesidad de juzgarlos. La violencia pasa como nubes oscuras frente a nosotros, fenómenos imposibles de controlar. Y si esta novela es clave, no es porque comunica un mensaje moral inmediato, sino porque profundiza de manera aguda en la psicología de los personajes. No es fácil entender la psiquis humana. Y si después de leerla aparece un indicio de violencia en la vida real, este entonces se deshilvana y podemos verlo con mayor nitidez.
La literatura es lo que las personas hacen con las palabras y lo que ellas hacen con las personas. Es un hecho que leer arma nuestro imaginario. Y en este imaginario, es evidente que la imagen femenina ha sido mezquina. Villanas o princesas. Evas traicioneras o blancanieves empecinadas en limpiar. Sin embargo, si la ficción es clave para interpretar la cultura, no es por dar soluciones ni ser terapéutica, sino por alumbrar la realidad e indagar en ella de manera ambivalente en su contradicción.
Catherine Earnshaw narra a modo de sueño: “Estaba en el cielo y comprendía que no era mi casa. Se me partía el corazón por querer volver a la tierra. Entonces, los ángeles se enfadaron tanto que me echaron afuera. Y así caí en medio de la maleza de Cumbres Borrascosas y me desperté por fin, llorando de alegría”. En esta cita se encapsula la fascinación por el drama humano, en su conflicto y vitalidad. Sin embargo, si los celos esconden un drama; no necesariamente una tragedia.
El drama de los celos se instala entre la incomodidad de una amenaza y la aparición de la gracia. Demonizarlos y creer que no existen en una atmósfera de transparencia, no es más que una creencia ilusoria. Y a su vez, una ingenuidad que como cualquier limitación se expone a otras formas de sometimiento. Los celos siempre están ahí. Ni altos ni bajos. Y no necesariamente explotan. A veces, implosionan, sin salir del terreno de la fantasía. Tienen relación con el riesgo, pero si este no se transforma en miedo, entonces puede volverse deseo. Y en este punto se esconde algo misterioso e inexplicable, quizás atávico: en los celos queremos retenerlo todo y no podemos. Quizás por esto podría existir en ellos incluso algo sublime, al enfrentarnos a nuestras propias limitaciones. Desde ahí intentamos superarnos, pero inevitablemente, siempre llegamos demasiado tarde.
Imagen: escultura de la artista polaca Alina Szapocznikow.
No más beso o dar la mano al saludarse. No más abrazos. Mantenerse a más de un metro. No salir a las calles. No tomar medios de transporte colectivos. No más visitas al cine, teatros, librerías y museos. ¿Cómo la limitación del contacto físico y el encierro afectarán nuestra vida, tanto colectiva como individual? ¿Cómo cambia nuestra vida cuando lo digital se convierte en la vía principal para comunicarnos? ¿Qué ocurre cuando lo virtual efectivamente se vuelve nuestra “realidad”, desvaneciéndose la separación entre lo real y lo virtual?
El discurso dominante establece que la urgencia del momento tiene que ver con medidas sanitarias. Sin embargo, no hay que perder de vista que el impacto del virus es multidimensional y, por lo mismo, ha entrado con fuerza en el debate público la necesidad de abordar los aspectos sociales, políticos, económicos y culturales que plantea esta coyuntura, especialmente para el futuro. Es posible identificar que el traslado masivo de nuestras actividades al plano digital, producto de las medidas de distanciamiento físico, impacta en el ámbito de las acciones públicas (lo colectivo) y privadas (lo íntimo), donde, además, ambos planos se entrecruzan, como cuando en una videollamada se vislumbra el espacio privado de los otros.
Lo digital nos atraviesa
La vida digital no es tener una doble vida. Lo que llamamos “real” en todo momento está atravesado por lo digital. La brecha tecnológica hace patente la falta de ese elemento de lo real en la vida humana: aquellos que no poseen acceso suficiente a dispositivos electrónicos o a internet quedan, de alguna manera, fuera de un aspecto de la realidad en la que vive gran parte de la humanidad hoy en día. Esta brecha también tiene que ver con las habilidades para procesar información y nuevas formas de aprendizaje para utilizar las tecnologías creativamente, aspectos relacionados con la alfabetización digital. Esto se hace aún más visible hoy, cuando las actividades se trasladan al espacio digital, desde las clases escolares y universitarias hasta los afectos.
Dos aspectos estructurantes de la vida en sociedad, como son la educación y el trabajo, se han movido al mundo online a una velocidad insospechada desde que se declaró la pandemia. Esto tiene una serie de alcances que solo se podrán calibrar en el futuro: ¿Cómo volverán las escuelas y universidades a la clase presencial? ¿Cuántos trabajos que antes se realizaban en oficinas continuarán desarrollándose online? Seguramente será una combinación de cosas, pero es muy probable que nada vuelva a ser como antes. Estamos aprendiendo que el medio digital no es igual a las formas presenciales, y que requiere comprender su lógica y su lenguaje. El mundo online ha permitido que continuemos realizando nuestras actividades cotidianas, pero no sin grandes paradojas. Esto ocurre porque, así como lo digital nos permite movilizarnos y organizar acciones conjuntas, también se ha convertido en una fuente de desigualdades sociales y territoriales.
La falta de libertad para moverse se ha compensado con la posibilidad de navegar en los flujos de internet. Los encuentros sociales, tales como las fiestas y celebraciones, proliferan en plataformas como Google Meet, Houseparty, Skype o Zoom, que si bien compensan la cercanía, se utilizan sin tener en cuenta los riesgos que conllevan respecto de la seguridad de los datos personales entregados. Las videollamadas disponibles en distintas plataformas nos permiten vernos, ante la imposibilidad de tocarnos. Podemos escuchar conciertos, visitar museos, ver películas y bajar libros en nuestros dispositivos. Tomamos clases de gimnasia y ensayamos recetas de cocina a través de videos de YouTube o Instagram Live. En redes sociales podemos asistir a charlas con escritores y analistas de diversos ámbitos. La banda ancha no estaba preparada para la “cultura de la virtualidad real” como la llamó Castells en su ya clásico La era de la información (1997). Internet comenzó a colapsar, y los gobiernos han tenido que tomar medidas para asegurar la conectividad.
En esta entrada masiva a lo digital existen peligros, como han señalado varios autores en sus últimas columnas sobre la pandemia: un empoderamiento mayor de los gigantes tecnológicos (Néstor García Canclini), que ya están haciendo acuerdos con los Estados para construir “un futuro permanente y altamente rentable sin contacto” (Naomi Klein), donde nuestros datos y nuestra privacidad son capitalizados y nuestros movimientos controlados y trazables. Seguramente tendremos que pensar políticas públicas no solo enfocadas en desarrollar tecnologías e inteligencia artificial, sino también abordar el acceso a estas como un derecho, la protección de los trabajadores en contexto de teletrabajo y reforzar el derecho a la privacidad de las personas.
Sin embargo, también surge una oportunidad. Como ha señalado Jean-Luc Nancy, en el aislamiento al mismo tiempo se genera un sentido de singularidades compartidas, donde la comunicación a través de las redes tecnológicas puede representar una oportunidad para imaginar formas de intercambio que fortalezcan la idea de comunidad. De esta manera, el énfasis en el uso y la apropiación de las tecnologías no debiera estar solo dirigido a desarrollar competencias; es fundamental mirar aquellos lugares de empoderamiento ciudadano y fomentar un uso crítico y consciente de las tecnologías por parte de la población.
En esta entrada masiva a lo digital existen peligros, como han señalado varios autores en sus últimas columnas sobre la pandemia: un empoderamiento mayor de los gigantes tecnológicos (Néstor García Canclini), que ya están haciendo acuerdos con los Estados para construir “un futuro permanente y altamente rentable sin contacto” (Naomi Klein), donde nuestros datos y nuestra privacidad son capitalizados y nuestros movimientos controlados y trazables.
Remediaciones de lo cotidiano
En este período la percepción del tiempo y la vivencia del espacio doméstico parecen haberse transformado en un loop continuo de días. El calendario se rearmó sobre la base de necesidades vitales, donde a los gastos básicos hoy se suma internet, lo cual, como ya mencionamos, vuelve latente la desigualdad en el acceso a la información y la cultura que fluye por esta red.
Es en este mismo espacio del hogar donde hoy hacemos nuestra vida pública, por lo que la privacidad también se ha visto expuesta, en reuniones que hoy ocurren en nuestros dormitorios, en niños que se cruzan en conversaciones importantes del trabajo de los padres, en periodistas conduciendo noticias desde sus escritorios en casa, en el ruido del lavado de platos que se cuela en una seria discusión en una clase online. La pandemia y el aislamiento social readecuaron una separación de espacios que antes se daba naturalmente.
Por otra parte, a esta conexión digital permanente con el mundo exterior se suman nuestros afectos. Poder escuchar al otro, verlo viviendo del otro lado de la pantalla nos reconforta, ya sea en tiempo real o a través de audios, imágenes y videos. El lenguaje multimedia se transforma en una herramienta necesaria para que, ante la imposibilidad de tocarnos, podamos sentirnos cerca. No es un sustituto, por supuesto, pero sobrellevar esta pandemia sin estar conectados parece imposible, impensable, porque estas interfaces permiten empatizar, generar recuerdos, reírnos, discutir y reflexionar, acciones primordiales de lo que nos hace humanos. Si bien compartimos una nostalgia de nuestras vidas en libertad, de abrazos y contactos físicos, los remediamos con la ayuda de softwares, algoritmos y gigas que nos permiten estar virtualmente comunicados. Por supuesto, acá también hay una paradoja: está latente el peligro de la vigilancia y el control biopolítico a través del almacenamiento de datos que dejan nuestras huellas digitales.
En las interacciones a través de internet mantenemos los mismos gestos y la personalidad que nos caracteriza, pero sin corporalidad, sin la presencia física que es la que hoy nos tiene en jaque. Esta nueva cotidianidad obliga a mirar hacia adentro, cuestionando nuestras existencias y vidas automatizadas bajo formas de interacción humana que dábamos por sentado, que establecíamos como nuestra única realidad posible. Al comunicarnos sin contacto físico, sin tocarnos, sin respirar unos cerca de otros, nos volvemos inmunes al virus. Sin embargo, nuestras vidas son acechadas por otros mecanismos que pueden afectar nuestra subjetividad, convirtiendo ámbitos de la vida privada en productos transables.
En este escenario, nos vemos forzados a abrazar las oportunidades que presentan las plataformas para seguir produciendo, ahora en un ambiente de mayor flexibilidad laboral. La expansión de lo digital provoca que la productividad atraviese todos los ámbitos de la vida, con lo cual se hacen visibles nuevas caras de la explotación y precarización, cuestiones que permean y complejizan la relación con la intimidad que llevamos en nuestras casas, hoy también convertidas en oficinas. En este contexto, aquella idea de que las tecnologías digitales permitirían contar con un mayor tiempo de ocio se vuelve una falacia a la luz de la interrelación entre plataformas digitales, trabajo y vida cotidiana.
Así, nos desenvolvemos en un movimiento constante entre mecanismos que nos hacen entrar de lleno en el aparato de producción digital y, por otro, el surgimiento de formas de apropiación, donde construimos significados y damos sentido a nuestras vivencias. No somos pasivos frente a las tecnologías, las estamos resignificando constantemente, cuestión que pasa también por hacernos conscientes de sus alcances y límites. ¿Cómo cambiarán nuestros estilos de vida? ¿Qué espacios veremos surgir? Estamos inventando nuevas formas de relacionarnos en este cambio de paradigma que trastorna la dimensión de lo privado y lo público. Al verse alterados los espacios del trabajo fuera del hogar y unirse virtualmente la separación con el exterior, se vuelve necesario pensar en nuevos códigos que puedan establecer contratos sociales inéditos, aún no escritos, que permitan vincularnos desde dimensiones colectivas e individuales contemporáneas.
La realidad no es binaria, existimos en distintos niveles. Y aunque hoy la urgencia es mantenernos vivos, es necesario pensar que más allá de cuerpos biológicos somos seres sociales, políticos y culturales. Convivimos con otras existencias, por lo que las respuestas surgirán en las interconexiones, allí donde en nuestra condición digital y poshumana nos relacionamos con los otros, humanos y no humanos.
Dónde vas a guardar las armas, escuché que le preguntaba un hombre mayor a un joven de unos 20 años que caminaba a su lado por el Paseo Bulnes una mañana a fines de noviembre. No pude descifrar si era su padre, su abuelo o un instructor, pero la exacta distancia de los cuerpos me hizo pensar que no eran familia. El joven era tan delgado como el rifle que seguramente sostendría después. Luego el hombre mayor, de polera polo color celeste, agregó con voz de dedo parado que tenía que tener un lugar para guardar las armas, un certificado de domicilio. (Me detuve inquieta en ese plural de armas). Y también necesitaría un certificado psicológico, aunque después me enteré por un amigo que trabaja por ahí, que no es tan difícil de conseguir; hay quienes lo ofrecen a las afueras de las tiendas de armas a un precio totalmente alcanzable para el que va a incurrir en ese tipo de gastos. Y sin trámites, sin rechazo.
El joven se notaba entre inquieto y ansioso, quizás le transpiraban las manos, las mismas que guardarían quién sabe dónde aquellas armas. ¿Cuántas iban a ser: tres, siete, 50? ¿Para qué? Inquieto como un niño que recibe o recibirá por primera vez un auto a control remoto, y ansioso porque lo único que quiere es dar rienda suelta a sus dedos en las perillas. ¿Cómo se debe sentir un arma en las manos? ¿Qué pasará con el cuerpo, qué excitación, qué tentación de apretar el gatillo? Después los dos sujetos se perdieron armería adentro, y un estado de nerviosismo y confusión me consumió ese miércoles.
En la normalidad anterior al estallido social (y por supuesto al coronavirus) no se hablaba de armas con frecuencia, o se hablaba en el secreto del narco, de instituciones policiales, y quién sabe dónde más, pero era muy poco probable escuchar esa palabra en la calle, como si nada, al pasar. No tengo costumbre de escucharla activada, a no ser que sea en un arma de juguete o en las películas. Ahora en cambio se nombra como una manera de sembrar en el aire la esquirla de una amenaza. Pronunciar esa palabra sin pudor ni disimulo es ponerla en mayúsculas, en rojo, como diciendo a viva voz: quiero que escuchen y se den por enterados: nos estamos armando.
Cuando vuelve a aparecer, a circular de manera casual y cotidiana una palabra como esta, es porque las circunstancias que rodean su aparición la han traído de regreso en su complejidad; encabezada cómo no por la palabra guerra, esa que acuna en sus brazos al arma y que al ser pronunciada por un presidente disociado e irresponsable abre las compuertas del vocabulario bélico. Que esté de vuelta la palabra “arma” de manera tan poco discreta tiene que ver con la idea de que hay quienes han visto el desarrollo de ciertos acontecimientos como una amenaza y desde su perspectiva se sienten en la necesidad de hacerse de un arma por creer que así estarán más seguros y tranquilos. Teniendo un arma nada les pasará, piensan.
Se ha naturalizado algo que no debería. Nunca. Pareciera, en todo caso, que la aparición de esa palabra cumple ciclos vitales que vienen y van, como si en las manos del tiempo se fuera encarnando. Cuesta resignarse, cuesta quedar indiferente. Antes que las armas están las palabras, herramienta necesaria para aquello que llamamos política.
Se ha naturalizado algo que no debería. Nunca. Pareciera, en todo caso, que la aparición de esa palabra cumple ciclos vitales que vienen y van, como si en las manos del tiempo se fuera encarnando. Cuesta resignarse, cuesta quedar indiferente. Antes que las armas están las palabras, herramienta necesaria para aquello que llamamos política. Renunciar a las palabras nos pone en un escenario de barbaridad, como si el ser humano fuera presa de un instinto que lo supera.
Tras el estallido las tiendas de armas se repletaron, había filas para entrar. Leí por ahí que en un club de tiro ubicado en la comuna de La Reina las inscripciones subieron de 70 a 300 a fines del año pasado; hombres y mujeres llegaban alimentados por una imaginación que habla de turbas que podrían entrar a sus casas.
El público de la armería en general lleva anteojos oscuros tipo antiparras, pantalones cargo y polera polo, como el hombre que acompañaba al joven y futuro comprador. Vi que algunos también usaban un banano camuflado rebalsado de cosas. Muchos mascaban chicle y tenían buen estado físico, salvo un par de adultos mayores que se quedaron mirando las vitrinas con las manos en los bolsillos, como si de ropa íntima se tratara. Cuando entra una mujer se quedan mirando, como sorprendidos, todavía desconcertados, se produce un silencio y más de alguien estará dispuesto a decir: Se ha equivocado de tienda señorita.
“¿Y esa?”, indica con el dedo un hombre asomado a la vitrina. El vendedor le dice que es una pequeña arma de defensa pero que en estos momentos está agotada, “estamos esperando que lleguen más de Aduana”. Le da el precio, equivale a poco más del sueldo mínimo. Luego agrega: “Pero está la escopeta; con esa, tres tiros y pa!”, y con orgullo hace sonar sus botas rocky contra el piso.
1) Los pacientes ya no son lo que fueron, la impaciencia es ahora su modo y estos son sus verbos. Desconfiar. Inquirir. Refutar. El impaciente se resiste a la salud como dogma. Ya no acepta la verdad única sobre su cuerpo, rechaza el lenguaje incomprensible que lo describe y aquellos remedios que resultan peores que su enfermedad. Es un paciente activado en la gestión de su propio devenir.
2) El cuerpo es el lugar de los síntomas, esos signos secretos mediante los cuales nuestro organismo expresa sus contradicciones. Y aunque somos nosotros quienes los experimentamos o los sufrimos, no siempre hemos sabido decodificarlos y por eso hemos delegado en otros lectores, entrenados en esas señales, la tarea de descifrarnos mientras nosotros guardamos un atento y esforzado silencio.
3) No siempre fue el médico ese lector preferente de la enfermedad. Antes de que su rol se validara y se institucionalizara, los expertos del síntoma eran los representantes de la divinidad. Sus interpretaciones estaban atadas a las ficciones de la fe y al ejercicio de una moral muy a menudo punitiva.
4) Desconocido el mecanismo de contagio, ellos solían (aún suelen) empeorar las cosas: en los años de la peste negra (o bubónica) y de la peste blanca (o tísica) no faltó párroco que llamara a sus fieles a congregarse para honrar a Dios besando uno tras otro las imágenes sagradas, agudizando la transmisión y la muerte de manera exponencial.
5) Esas disposiciones y otras recomendaciones ineficaces irían erosionando la autoridad diagnóstica y paliativa de la religión, pero fue el auge de la ciencia lo que acabó validando al médico como lector, intérprete y efectivo gestor de la cura. Esa legitimación fue paulatina: todavía en el siglo XIX seguía en vigencia la antigua teoría miasmática que postulaba el aire contaminado como origen de todos los males (su expresión era la fetidez) y se hacía burla de aquellos científicos capaces de pesquisar microorganismos bajo un lente. Sus hallazgos diferían radicalmente de los preceptos hipocráticos impuestos desde la academia como verdad irrefutable.
6) Resulta sorprendente el acto de fe que exigían tanto la religión como la medicina en los asuntos del cuerpo. Los enfermos eran llamados (todavía lo son) a aceptarlos aun cuando contradijeran sus intuiciones y contrariaran sus deseos.
La ciencia destrona a la superstición en las postrimerías del siglo XIX, cuando por fin se disipan los aires de la teoría miasmática y surge un nuevo paradigma basado en la observación microscópica de los gérmenes. Es entonces que se instala en el imaginario social (y por qué no decirlo, en la realidad) la fuerza diagnóstica del doctor, su certeza predictiva, su autoridad discursiva.
7) La literatura del siglo XX da cuenta de esta tensión. Pongo por caso la crítica que elabora Virginia Woolf en una novela de 1925: La señora Dalloway presenta las reflexiones de una señora londinense que, al igual que tantas mujeres de su clase y de su generación, sufre de extraños males femeninos alentados por una casta de médicos que concebía, por conveniencia económica y convicción ideológica, a las mujeres de la clase alta como “enfermas” y a las de la clase trabajadora como sanas pero “enfermantes”. En la novela, las señoras aceptan esos diagnósticos que las mantienen en casa y en cama, más aburridas y atormentadas que otra cosa. Pero es aún más angustiosa la situación de Septimus, un veterano de guerra que ha perdido la razón. Su joven esposa italiana es quien lo cuida y quien lo lleva a la consulta de dos médicos sucesivos, insistiendo en que Septimus está gravemente enfermo. El primer doctor es un médico general, experto apenas en resfríos y otros males menores, y sin saber qué cosa es el trauma, negando su existencia, criticando las “extravagancias” del veterano, repite una y otra vez que “no tiene nada serio” o “de qué preocuparse”, que simplemente debe distraerse y dejar de conversar consigo mismo. Sobre todo debe comportarse como hombre en vez de avergonzar a su mujer, que no está preocupada por la masculinidad de su marido, o tal vez un poco, porque toda enfermedad se piensa como debilidad y lo débil es, en esos tiempos, un signo de lo femenino. Lo que verdaderamente le preocupa a ella es la salud de él, su intuición de que el family doctor está completamente equivocado. Por eso lleva a Septimus a ver a un segundo médico que resulta ser un temible especialista de esos que recién empiezan a aparecer en el horizonte de la medicina, y este, sin prestarle atención ni considerar su situación, diagnostica un mal sin nombre y prescribe su internamiento solitario en una costosa clínica de la cual es dueño. No importa que ella cuestione esta medida que la excluye del cuidado ni que tampoco la acepte Septimus: ese médico es inmune a las razones de los afectados. Conclusión: en un ataque sicótico detonado por la idea de que vienen a llevárselo, Septimus se lanza por la ventana para escapar del destino que le impone la ciencia.
8) Ninguno de estos médicos autoritarios se detiene a escuchar al enfermo ni menos a quien lo cuida, sobre todo, pienso, porque quien explica el caso, quien se niega a consentir la terapia, quien se queja cuando se lo permiten, es una mujer. Virginia Woolf conocía estos protocolos: sufría de un desconocido desorden siquiátrico y había consultado con múltiples médicos que le habían prescrito, con no poca soberbia, una serie de soluciones equivocadas, desde guardar reposo y suspender la escritura hasta arrancarle algunas muelas para disminuir la presión cerebral que estaría causando sus crisis. Esa ineficiencia y esa desafección es la que Woolf traslada a su novela años antes de suicidarse.
9) Pero La señora Dalloway es mucho más que una ficción con tintes autobiográficos. Woolf urde en ese libro una denuncia que, adelantándose a las sofisticadas formulaciones teóricas de Michel Foucault, acusa a la salud como extensión ideológica del proyecto colonial. En las páginas menos novelísticas (las más ensayísticas) del libro, expone las dos premisas de la medicina británica: el “culto a la Proporción”, es decir, al orden ciudadano, al control del disenso, y la imposición, “más formidable y severa” y hasta violenta de la “diosa Conversión”, que opera confinando aquellos cuerpos que no se ajustan al sistema de creencias del imperio.
10) Se escribe la denuncia pero aparece como reflexión: demorará en narrarse la protesta ciudadana.
11) Es por la razón pero sobre todo por la fuerza que se acallan los primeros brotes de impaciencia de los pacientes. Pienso en un breve episodio descrito por Albert Camus donde la gente más pobre de Orán ha quedado dentro del cordón sanitario sin posibilidad de escapar hacia zonas menos contaminadas: el desconsuelo y la ira pronto surgen en los rayados de los muros, en los lemas que se oyen en las calles. “¡Pan o aire fresco!”. Son duramente reprimidos por las fuerzas policiales y no se vuelve a decir nada al respecto.
12) Releyendo, en estos días pandémicos, ese clásico contemporáneo que es La peste (1947), me centro en el privilegiado punto de vista del protagonista, un médico desorientado por los síntomas epidémicos. El doctor Rieux no logra determinar si lo que afecta a las ratas y luego a hombres y mujeres es un nuevo brote del cólera o el retorno de la peste medieval. Esa epidemia (que los críticos leyeron como alegoría del nazismo y que yo elijo examinar sin recurso a la metáfora) no corresponde con exactitud ni a una ni a otra: los síntomas se traslapan y se trenzan con la neumonia haciendo colapsar toda posibilidad diagnóstica. Rieux reconoce que no puede ni leer apropiadamente ni menos medicar, y a pesar de eso, o tal vez debido a eso, impone los mandamientos confinatorios dictados por el gobierno francés en su colonia africana. No objeta nada, Rieux, no pone nada en cuestión, tampoco escucha.
13) La ciencia destrona a la superstición en las postrimerías del siglo XIX, cuando por fin se disipan los aires de la teoría miasmática y surge un nuevo paradigma basado en la observación microscópica de los gérmenes. Es entonces que se instala en el imaginario social (y por qué no decirlo, en la realidad) la fuerza diagnóstica del doctor, su certeza predictiva, su autoridad discursiva; el médico usurpa el lugar sagrado del religioso en los saberes del cuerpo y pacta con las instituciones del poder prodigando normas de higiene que coinciden con las de buena moral y recto comportamiento ciudadano. El médico adquiere un poder (objetivo) que le permite prescindir del relato (subjetivo) del paciente de quien se espera obediencia. No hace falta decirle por qué sufre ni a qué corresponden sus síntomas ni cuál es su prognosis ni cuánto tiempo le queda. No se le dice si está muriendo ni de qué. Los médicos hacen y deshacen y deciden sin consultarle.
El cuerpo es el lugar de los síntomas, esos signos secretos mediante los cuales nuestro organismo expresa sus contradicciones. Y aunque somos nosotros quienes los experimentamos o los sufrimos, no siempre hemos sabido decodificarlos y por eso hemos delegado en otros lectores, entrenados en esas señales, la tarea de descifrarnos mientras nosotros guardamos un atento y esforzado silencio.
14) En un ensayo literario que es también memoria, la ensayista estadounidense Rebecca Solnit relata los últimos tiempos del alzhéimer de su madre y su propia experiencia de cáncer. En The Faraway Nearby (2013), Solnit escribe agradecida del afecto y la consideración que ha recibido de parte de un personal médico ya transformado por una “revolución en el cuidado” que empezó a ocurrir, dice Solnit, tras las “revoluciones antiautoritarias” de los años 60, así como de la “revolución de los pacientes que insistieron en su derecho a estar plenamente informados y a participar en las decisiones sobre sus cuerpos”.
15) Es cierto que abundan esos médicos atentos, pero ese no es el punto sino la transformación a la que Solnit apunta. Porque sobreviven todavía los médicos que procuran pacientes dóciles, médicos altaneros a quienes les irritan las pacientes impacientes: la que se rehúsa a comportarse como tal, la que pregunta, pide exámenes adicionales o segundas opiniones, la que estudia su caso clínico y aprende la lengua de su biología y que se niega a seguir el tratamiento. La impaciente que desobedece para obedecerse a sí misma. Esa rebelde se materializa en la ya difunta figura de Susan Sontag, a quien su impaciencia salvó. En 1974 no aceptó el diagnóstico terminal que había recibido: exigió un tratamiento de quimioterapia que pudo matarla y se hizo extraer no solo la mama sino los músculos del pecho y hasta del brazo. Esa odisea le aseguró 30 años que ella aprovechó para escribir una serie de libros emblemáticos, entre los que se cuentan dos ensayos esenciales sobre las metáforas de la enfermedad.
16) En La enfermedad y sus metáforas (1978), al que siguió Las metáforas del sida (1988), Susan Sontag examina los usos perniciosos del lenguaje que se les imponen a los enfermos haciéndolos y haciéndolas responsables de sus males, estigmatizándolos socialmente, incidiendo en las políticas que se establecen para ayudarles o negarles toda ayuda. Sontag se propuso alertar a los lectores de las consecuencias reales que tiene el lenguaje metafórico, sea literario, sea oficial, y entregarles herramientas críticas para combatir la opresión del mismo sistema que había descartado su vida de antemano.
17) Si su primer ensayo examinaba la histórica mutación de las metáforas, el segundo se centraba en la denuncia contemporánea: eran los años 80 y en las grandes y pequeñas ciudades del planeta había miles de personas rechazadas y abandonadas, muriéndose de sida.
18) Es entonces que emergen los impacientes como actores políticos decisivos. Cientos de hombres y decenas de mujeres se saben sentenciados a muerte por la sociedad, comprenden que sus vidas dependen de que se ayuden mutuamente y se eduquen en su propio virus, que activen estrategias de desobediencia civil y se hagan notar con protestas y performances que convoquen a la prensa; esos impacientes reclaman recursos estatales para desarrollar vacunas y apurar los protocolos. Proclamando su estatuto ciudadano y sus derechos humanos demandan ser atendidos y cuidados como personas enfermas, en vez de inculpados por la orientación de su deseo.
19) Porque ser un enfermo entendido e impaciente es una de las condiciones de la sobrevivencia cuando los gobiernos propician que cada uno se salve como pueda, mientras los Estados se ocupan de mantener los ideales de moral o los mandatos de la economía. La respuesta impaciente no es nunca una respuesta solitaria sino colectiva, crítica, consciente del derecho a la vida y decidida a exigirla.
Como muchos santiaguinos, desde el 16 de marzo pasado estoy encerrado. Mañana cumpliré tres meses, o sea 91 días, 2.184 horas, 131.040 minutos, 7.862.400 segundos de encierro. No sería mala idea, de hecho, titular este texto: Siete millones de segundos. ¿Alguien podrá contar lo que son siete millones de segundos? Se supone que yo. Pero en realidad no tengo idea, porque el encierro trastoca sibilinamente nuestra percepción del tiempo. Para quien nunca ha estado preso, ni ha vivido en un submarino o en un convento, el encierro es súbito y radical: un buen día el mundo queda “afuera” y tú, “adentro”. Es conocida la meditación de San Agustín: “¿Qué es el tiempo? Si nadie me hace la pregunta, lo sé; si alguien hace la pregunta y quiero explicarlo, ya no lo sé”. (Confesiones, XI, 14-17).
Como muestra Paul Ricoeur en Tiempo y relato, San Agustín resuelve la aporía del tiempo introduciendo en el presente, un tiempo largo hacia atrás, el pasado, y un tiempo largo hacia adelante, el futuro.
Eso es lo que nos permite escapar a la paradoja ontológica del tiempo, según la cual el tiempo no “es”, puesto que el pasado ya no existe, el futuro no ha llegado y el presente se escurre a cada segundo. “Ya no es ayer, mañana no ha llegado/ hoy se está yendo sin parar un punto”, escribe Quevedo.
El encierro nos deja, así, en una situación de incertidumbre ontológica: al estar encerrados –“adentro”– tememos cortarnos del mundo –“afuera”–, o sea del porvenir y también del pasado, puesto que el pasado ocurrió en ese mundo en el que ya no estamos. Por eso el tiempo se vuelve como un túnel algodonoso: ¿qué ocurrió ayer, qué la semana pasada o hace un mes? Ni idea. Lo que sí sé es que he vuelto a estar, al cabo de tantos años, encerrado con un solo juguete. Si estuviera en el diván de un psicoanalista, diría que se trata, otra vez, de un recuerdo de infancia. Porque, entre paréntesis, en el dilatadísimo tiempo en que un segundo se suma con otro y otro y otro, más que el porvenir –pues el futuro es justamente lo que la pandemia amenaza: se trata en primer lugar de saber si tendremos futuro– es el pasado el que acude a nosotros como una tabla de salvación: somos lo que fuimos. Un recuerdo de infancia, entonces: me veo en los largos veranos de Antofagasta devorando Encerrados con un solo juguete, la primera novela que leí, creo, más allá de las lecturas escolares, esto es, con la que establecí un diálogo íntimo. Después vinieron La oscura historia de la prima Montse y Esta cara de la luna. ¿De dónde habré sacado yo las novelas de Marsé, de escasa circulación en Chile? No lo sé. El hecho es que en esos luminosos veranos del norte me acostumbré a pasar las lánguidas horas de la adolescencia encerrado con un solo juguete: la literatura. No diré, porque en ese momento no podía siquiera imaginarlo, que 20 años más tarde iba a conocer a Juan Marsé, en Roma y luego en Barcelona, y que llegaría a su casa de Calafell con mi hijo menor casi recién nacido y Joaquina, su mujer, me iba a dar a probar el mejor conejo al ajillo que he comido nunca.
***
El tiempo largo de la memoria nos salva de la rudeza del tiempo fenomenológico. De hecho, el encierro es quizás una de las condiciones de la literatura o, si se prefiere, de la escritura. La invención literaria exige morosidad, primero para asegurar la traslación desde el plano de la imaginación al de la escritura. Ese lento transcurrir es indispensable para irse acercando a la forma final de un relato, que obtenemos solo cuando logramos la mayor correspondencia posible –persiguiendo una especie de isomorfismo utópico– entre la historia que tenemos en la cabeza –que es siempre una imagen, algo magmático, del orden del significante si se quiere– y aquella que termina por aparecer en la narración, que vendría a ser la traducción de ese “significante” en un “significado” llamado texto.
Cualquiera que sea el resultado –cercanía relativa o distancia absoluta entre el objeto textual imaginado y el real–, escribir es operar con el tiempo. La literatura es un arte temporal. Pero hay una operación anterior a la sintaxis y a la trama y es aquella que consiste en entrar en el tiempo vital de la escritura. La escritura supone una suerte de encierro, un “adentro”, por oposición al “afuera” de la vida.
Todos los escritores componen con –y en– estos dos tiempos. Existe el escritor volcado por entero a la vida, a la exterioridad tumultuosa de la historia haciéndose. Hemingway, Simone de Beauvoir, Romain Gary, Sergio Ramírez, entre muchos otros, representan al escritor que narra desde las entrañas de su época. Pero hay muchos más: Garcilaso de la Vega, soldado y poeta, que murió de una pedrada en la frente escalando una torre en Niza; François Villon, bandolero, forajido, genio de la poesía medieval. En la tradición no se era únicamente poeta, porque el poeta –como dice Borges citando el Ion–, es “una cosa liviana, alada y sagrada, que nada puede componer hasta estar inspirado, que es como si dijéramos, loco”.
La literatura es un arte temporal. Pero hay una operación anterior a la sintaxis y a la trama y es aquella que consiste en entrar en el tiempo vital de la escritura. La escritura supone una suerte de encierro, un ‘adentro’, por oposición al ‘afuera’ de la vida.
Contra eso se rebelan los escritores de la modernidad que eligen el encierro. En la literatura occidental, dos son las figuras paradigmáticas del encierro como sacerdocio literario y renuncia a la vida: Gustave Flaubert y Marcel Proust. El que elabora por primera vez una moral del escritor como sacerdote, es Flaubert. Este “hombrón huesudo, querible, con el aire y la risa de un paisano”, en palabras de Borges, le hace una finta a la obligación burguesa de “ser alguien en la vida” –en este caso, abogado–, mediante una serie de crisis de epilepsia que sufre durante los primeros años de derecho.
Flaubert –mucho más que Dostoievski, el otro gran epiléptico del XIX– ha sido probablemente el enfermo más escrutado de la literatura occidental. Entre otros diagnósticos, además del de epiléptico (a secas), se lo trató de: esencial, neurótico, histérico; pseudo epiléptico, epiléptico del lóbulo temporal izquierdo, epiléptico egotista, exhibicionista, sádico, masoquista y parricida. El hecho es que el doctor Achille Flaubert, su padre, cirujano jefe y director de la Escuela de Medicina del Hospital de Rouen, se convenció de que Gustave debía quedarse en casa. Flaubert había ganado su primera batalla: la del encierro. Su salud precaria solucionaba muy rápido el dilema entre literatura y vida. La residencia familiar de Croisset sería el teatro de su martirio, el de la búsqueda de la palabra justa, y de su cruzada: la del estilo.
Para Flaubert la búsqueda del estilo –como dice Barthes– es un dolor infinito. “Cuatro páginas en la semana” –leemos en su correspondencia–, “cinco días para una página”, “dos días para la búsqueda de dos líneas”. En esta búsqueda hay dos planos: el de la palabra exacta (“le mot juste”) y, en un espacio de significación más amplio, el de la frase precisa. Flaubert intuye, o anticipa, algo que los lingüistas modernos consagrarán un siglo más tarde: que, en la lengua, la unidad mínima de significación no es la palabra –el signo lingüístico–, sino la frase. La comunicación no se ejerce con palabras aisladas, sino mediante un encadenamiento de frases. Esta búsqueda de exactitud y concisión, de palabras y frases perfectas, hacen que la prosa sea trabajada con la misma exigencia que el poema.
El novelista trabajando el lenguaje como un poeta: allí está la novela moderna. Joyce, Woolf, Faulkner no hubiesen podido existir sin Flaubert. Y es porque trabaja cada línea como un poeta que Flaubert escribió, antes de comenzar Madame Bovary, que quería “hacer un libro sobre nada, un libro que se sostuviera solo por la fuerza interna de su estilo”.
Ahora, allí donde Flaubert suprime y reemplaza, Proust agrega. La agonía de Flaubert es guiada por la búsqueda de exactitud y de síntesis. Como dice Barthes, Flaubert se encierra porque tiene mucho que corregir, Proust porque tiene mucho que decir y lo persigue la muerte cercana. La exactitud y concisión flaubertianas apuntan a la “claridad” clásica. Proust, en cambio, goza liberándose del arnés de la concisión y va a buscar la fuerza poética en la libertad del párrafo infinito, su prosa es como una cascada de imágenes que no terminara nunca.
Walter Benjamin afirma que Proust persigue la eterna restauración de la felicidad original, para escapar de lo que él mismo llamó “la imperfección incurable en la esencia misma del presente”.
Esa imperfección del presente es tristeza, melancolía, añoranza. ¿Qué escritor no las padece? Y quizás huir de esa imperfección justifica el encierro, la renuncia al presente. Por eso, sin duda, Proust en vez de corregir pruebas, aumenta sus textos. En vez de la elipsis, recurre a la digresión: reconstituir el pasado es, en su caso, una manera de aspirar a una felicidad ciega, insensata, fanática, dice Benjamin citando a Cocteau. Por eso, también, Proust albergaba el sueño de que su monumental obra fuese publicada en un solo tomo y fuese leída de una sola vez, sin separación de párrafos, capítulos ni volúmenes. Como una infinita letanía o poema eterno.
Como dice Barthes, Flaubert se encierra porque tiene mucho que corregir, Proust porque tiene mucho que decir y lo persigue la muerte cercana. La exactitud y concisión flaubertianas apuntan a la ‘claridad’ clásica. Proust, en cambio, goza liberándose del arnés de la concisión y va a buscar la fuerza poética en la libertad del párrafo infinito, su prosa es como una cascada de imágenes que no terminara nunca.
He allí dos anacoretas practicando de manera opuesta una misma religión: la del estilo.
Otra diferencia, acaso tan importante como las ya mencionadas: Flaubert salía a cenar y visitaba, a lo lejos, a algunas duquesas en sus salones. Proust, que había hecho tapizar con paneles de corcho su estudio para no percibir ni el más mínimo ruido del exterior, renuncia a su vida de dandy y no sale nunca más. Su criado le dejaba cada noche una bandeja con pollo frío y champaña del otro lado de la puerta. Era lo único que comía.
Pollo frío y champaña –otro excelente título– era también el sueño de Kafka, pero nunca pudo cumplirlo porque entre otras cosas para encerrarse –como volvemos a saber hoy– hay que tener capital y Kafka vivía de su trabajo.
¿Y en América Latina?
El más grande de los “encerrados” es José Lezama Lima. Abogado, como Kafka, Lezama comparte con Proust el amor del caudal infinito y la precisión manierista de la imagen. Con apetito interminable, lee a los griegos, a los latinos, a los chinos y toda la literatura occidental y funda, desde la revista Orígenes, una nueva estética que es casi una religión: la que sitúa a la Grecia clásica en la Cuba moderna. A eso le llama “la refundación mítica de la isla”. No necesitaba salir de su casa, decía que le bastaba un viaje entre su habitación y su baño para dar la vuelta al mundo. Y sin duda era cierto. Pocos como él mezclaron el refinamiento gastronómico con la digestión pantagruélica de eras, épocas y mundos englutidos.
Enrique Lihn contaba que lo podías llamar a cualquier hora de la noche y leerle tu último poema. Él, siempre afable, se deleitaba en glosas y comentarios, como el consejero áulico de un príncipe renacentista. Cuando murió, su cuerpo era inmenso como su cultura y tuvieron que sacar el ataúd por la ventana de su casa de la calle Trocadero 162, que es el verdadero epicentro de La Habana.
Hay dos casos más: el de Juan Carlos Onetti y, entre nosotros, el de Juan Emar. Onetti fue un personaje de una novela de Onetti. Para no salir de su propia atmósfera de novela existencialista latinoamericana, Onetti se encierra a fumar, leer y escribir durante los últimos años de su vida. El documental que le dedica Ramón Chao es uno de los mejores retratos literarios que se pueden encontrar. Juan Emar, escapando acaso de la imperfección del presente del París de la Belle Époque, se exilia en la Araucanía y escribe en la soledad de esos bosques una obra, a su manera, barroca, no por el trabajo de la frase ni del párrafo, sino por la proliferación de mundos.
Según dijo Karl Jaspers en el discurso fúnebre que le dedicó, Max Weber indagó más que ningún otro “en la total vastedad de la existencia humana”. Y su obra, como “las piezas de una catedral inacabada, nunca podrá ser concluida”.
La frase no exagera en lo más mínimo.
Max Weber sentó las bases de una sociología que considera el horizonte de sentido de los actores; investigó la historia económica; describió las líneas evolutivas del derecho moderno; iluminó, explorando casi en detalle las religiones mundiales, el sentido que anida cualquier cultura humana; exploró por qué y de qué forma la modernidad se había desencantado; llamó la atención acerca de los desafíos de la democracia de masas; y advirtió que la racionalización occidental acabaría poniendo al individuo en “una jaula de hierro”.
¿Es posible identificar algunas líneas que permitan explorar, sin extraviarse, esa verdadera selva de erudición?
Sí, y quizá la principal de todas sea la idea de racionalización. Ella subyace en su sociología de la religión, en su sociología política y del derecho, en sus estudios económicos, en la forma de concebir el trabajo científico y en su concepción más general de la condición humana. Es el hilo con el que se teje buena parte de su obra. Es lo que hace de Max Weber un liberal plenamente consciente de las dificultades de la libertad en la sociedad moderna, un liberal sin ilusiones, alguien que sabía que lo más profundo de la condición humana era la posibilidad de decidirse ante la propia existencia; pero que al mismo tiempo estaba consciente de que esa decisión nos condenaba sin que pudiéramos saber el desenlace. Al revés de las filosofías de la historia, desde Condorcet a Hegel o a Marx, que concibieron el transcurrir como un extravío o alienación que acabaría una vez que la humanidad gracias al progreso se reencontrara consigo misma, Weber vio en esa oposición un rasgo constitutivo de la existencia humana, una dialéctica permanente de la historia.
Veamos.
En sus estudios sobre sociología de la religión (leerlos es asomarse a una erudición inhumana), Max Weber explora de qué forma el cristianismo y el judaísmo, a diferencia por ejemplo del budismo, habían erigido una visión sistemática de la existencia humana. Mientras el budismo alejaba al ser humano de los contornos de su vida mundana, el cristianismo y el judaísmo lo hundían en ella como única forma de alcanzar la salvación. En los términos empleados en Economía y sociedad (un texto póstumo compilado por su mujer, Marianne) esas concepciones habían contribuido a concebir la existencia “bajo la forma de un plan”. La concepción de la vida y el quehacer humano como un plan, algo susceptible de cálculo y de previsión bajo la forma de medios y fines, es lo que Max Weber llamó racionalización. Iniciada bajo la búsqueda de un sentido transmundano que guía la existencia, la racionalización acaba, sin embargo, olvidando ese origen suyo y se esclerotiza en formas rígidas, cuya expresión más acabada sería la burocratización del mundo moderno.
La racionalización de la vida tiene así un doble carácter, que es quizá la línea que unifica la totalidad de la reflexión weberiana. Ella, en efecto, muestra que la existencia humana reclama un sentido; pero al mismo tiempo, muestra que ese sentido al convertirse en rutina, al hipostasiarse en las instituciones, se olvida. Las primeras páginas de La ética protestante y el espíritu del capitalismo (se publicaron como texto independiente no obstante que eran la primera parte de su sociología de la religión) sugieren que uno de los aspectos básicos para comprender la vida social es captar la forma en que los seres humanos encaran su destino, los límites últimos de la vida social; pero, al mismo tiempo, las últimas páginas de ese texto subrayan que el “liviano manto” del sentido religioso que inspiró el capitalismo moderno, acabó convirtiéndose en una “jaula de hierro”, un férreo estuche. Así, el sentido que desata la racionalización moderna, acabaría apagándose como consecuencia de su propio éxito. La paradoja de la modernidad derivaría del hecho de que en ella el control del individuo humano sobre el mundo en derredor es más eficaz que nunca; pero se trata de un control desértico, en medio del cual no es posible encontrar significado alguno para la existencia, ningún valor que la altere o la oriente como no sean medios pervertidos en fines, un quehacer performativo que se justifica en su pura realización.
El liberalismo en condiciones modernas estaría así en una situación límite: la única forma de que resplandezca la libertad insobornable de lo humano es el carisma, este es el único poder, dijo, verdaderamente revolucionario de la historia. Es la única forma, pensó, en que en medio de la mayor dominación posible, irrumpa la mayor libertad posible.
Las actitudes valorativas, cuya expresión cultural más acabada es la concepción religiosa del mundo, son entonces para Max Weber la clave en la constitución y posterior comprensión de la vida social. Ello no significa descuidar las condiciones materiales de la existencia (cuya importancia, como lo muestran sus comentarios sobre Marx, conocía ampliamente), pero para él no cabía duda de que sin esa actitud valorativa lo humano simplemente se esfumaba. Esto explica lo insustituible que era para él el examen de lo que identificó como “las cinco religiones mundiales” (confucionismo, hinduismo, budismo, cristianismo e islamismo. Y el estudio del judaísmo que en su opinión permitía inteligir a las dos últimas). Cada una de esas religiones, al orientar la decisión del ser humano frente a los límites últimos de la vida, lo apartaba de su existencia mundana o lo hundía en ella.
La importancia de lo religioso en su obra no deriva del hecho de que Weber haya sido creyente (en cambio era profundamente agnóstico), sino porque la decisión humana frente a la propia existencia, concebirla de esta manera o de esta otra, asignarle este valor o aquel sentido, operaba como una guía del quehacer humano, sacudiéndolo cada cierto tiempo, sacándolo de la somnolencia y la modorra, mostrando el fondo de libertad individual que, por debajo de los acontecimientos, subyacía a la historia; aunque casi siempre acabara petrificándose en instituciones y en prácticas. Un individualismo nietzscheano, por decirlo así, junto a una realidad social que lo apaga, son las dos ideas que, sin fundirse nunca, aparecen una y otra vez en la totalidad de su obra.
La sociedad humana y la historia eran así una rara dialéctica de sentido y rutina, o, como va a preferir en sus trabajos más políticos, de carisma y racionalización.
En efecto, la literatura weberiana de índole más directamente política, insiste una y otra vez en la importancia que el liderazgo carismático poseería en la moderna democracia de masas. Esta última arriesgaría el peligro de simplemente reproducir una y otra vez la burocratización del mundo, la sombra de una racionalización meramente formal, donde los individuos, como “nulidades sin corazón”, desenvolverían su existencia. La única posibilidad entonces en la moderna democracia de sacudir de sí ese sombrío destino era la aparición de un individuo carismático, capaz de insuflar ideales y nuevos horizontes al quehacer humano, ganar para sí la adhesión de las masas, y recuperar de esa forma el sentido de la existencia colectiva. Su concepto de “democracia plebiscitaria del líder” tenía ese significado. Y su defensa del parlamentarismo se justificaba en que él permitiría asomar a esos liderazgos a los que más tarde la democracia plebiscitaria seleccionaría. ¿Se equivocó Weber en esto? Parece que no del todo si se atiende a la experiencia. ¿Qué otra cosa sino liderazgos excepcionalmente carismáticos fueron los de Adenauer, Churchill, De Gaulle, sujetos que lograron insuflar un sentido renovado a la vida colectiva sacándola del sopor de la mera causalidad? El fundamento de la democracia para Max Weber deriva del hecho de que en ella se hace posible y se expresa la libertad humana; aunque en las condiciones de la sociedad de masas esa libertad deba manifestarse en la forma torcida del cesarismo o del bonapartismo. El liberalismo en condiciones modernas estaría así en una situación límite: la única forma de que resplandezca la libertad insobornable de lo humano es el carisma, este es el único poder, dijo, verdaderamente revolucionario de la historia. Es la única forma, pensó, en que en medio de la mayor dominación posible, irrumpa la mayor libertad posible. “Está escrito; pero yo os digo” (Mateo 5: 21–48) es la divisa del carisma que irrumpe en el mundo.
El carisma, como se ve, es en la obra de Max Weber la irrupción del Acontecimiento, del sentido o de la actitud valorativa en lo que de otro modo sería ciega causalidad.
Esa importancia que él atribuye al carisma y al sentido (como acontecimientos que irrumpen mostrando la libertad constitutiva de lo humano) es lo que explica, de otra parte, la separación entre los hechos y los valores en que insistió hasta el final de sus días. Si la ciencia pudiera fijar el sentido o el significado de la vida, si la mera razón pudiera fijar los fines últimos de la acción, si la ciencia en otras palabras pudiera decirnos qué dioses debemos adorar y ante qué altares inclinarnos, la libertad humana desaparecería. La libertad para Max Weber, como para Nietzsche, se ejercita y se prueba a la hora de decidir cuáles serán las verdades finales ante las que se rendirá la existencia.
La libertad como un rasgo constitutivo de lo humano, como una experiencia dadora de sentido; pero amenazada al mismo tiempo por el mundo que ella lograba constituir, es quizá la intuición más profunda de Max Weber, de quien Jaspers dijo que era el alemán más grande de su tiempo.
En ninguna otra parte como en su famosa conferencia La ciencia como vocación (el final ya estaba cerca), se expresa mejor y con más elocuencia esa separación entre los valores y los hechos. Es verdad que la comprensión sociológica de la experiencia humana supone captar un sentido; pero una cosa, dijo, es suponer o atribuir valores a una realidad social a fin de hacerla comprensible como objeto sociológico o histórico, y otra cosa muy distinta es declarar qué valores han de orientar la acción. Para esto último la ciencia, dijo Weber, no presta auxilio alguno y prevalerse de ella para disfrazar las propias preferencias es eludir la responsabilidad final que le cabe al individuo humano frente al destino. Quien se sirve de su profesión, de la profesión de académico, para promover lo que es su elección ante los valores, es apenas un “profeta de cátedra”, alguien incapaz de mirar de frente el “rostro severo del destino”, alguien que no se atreve a asumir su propia decisión y por eso la disfraza y la elude con la reflexión del intelectual. Hablar en una reunión política como socialista y enseñar en un aula en qué consiste el socialismo, son dos cosas enteramente distintas. La tarea de la ciencia es echar luz sobre nuestras decisiones, no adoptarlas; ayudarnos a comprender el mundo, no a sustituirnos en nuestra condición de sujetos.
Cuando se mira la vida de Max Weber y se observa su peripecia vital, las cosas que lo entusiasmaron y lo que durante algunos años lo derrumbó, se observa perfectamente esa dualidad entre el conocimiento que nos permite asomarnos al mundo y la voluntad que nos obliga a tomar una posición ante él.
Max Weber experimentó, en efecto, la dureza de la existencia y la soledad de la decisión ante ella.
Alguna vez debió escoger entre la figura dominante de su padre y el amor materno, y al optar por este último se condenó a nunca poderse reconciliar con su padre, quien murió poco después de esa ruptura violenta. La huella de esa culpa fue una herida que lo desmoronó durante largos años, en que debió ponerse al margen de la vida académica y en que lo rondaron una y otra vez ideaciones suicidas. La tristeza y una depresión que le impedía trabajar, lo pusieron al margen de la universidad alemana durante largos años. ¿Cómo explicar, debió preguntarse, esa pequeña tragedia de la que era autor y víctima? ¿Había obrado bien al rechazar a su padre y optar por su madre?
Las respuestas a esas preguntas las encontró tiempo después y las formuló con una claridad y sencillez que es difícil emular. Entonces concluyó que la clave estaba en “encontrar los demonios de la propia vida y prestarles obediencia”; “no puedo hacer otra cosa –dijo–, y aquí me detengo”.
La libertad como un rasgo constitutivo de lo humano, como una experiencia dadora de sentido; pero amenazada al mismo tiempo por el mundo que ella lograba constituir, es quizá la intuición más profunda de Max Weber, de quien Jaspers dijo que era el alemán más grande de su tiempo. Y hoy podríamos agregar, luego de transcurrido un siglo desde que ese discurso fúnebre fue pronunciado, que Weber fue una de las mentes más lúcidas del siglo XX, autor de una obra que describió y al mismo tiempo configuró la autocomprensión de lo que somos y la fisonomía del mundo en derredor.
Que la ciencia se ha convertido en la religión de nuestro tiempo, aquello en lo que los hombres creen que creen, es ya desde hace tiempo evidente. En el Occidente moderno, han cohabitado y hasta cierto punto todavía coexisten tres grandes sistemas de creencias: el cristianismo, el capitalismo y la ciencia. En la historia de la modernidad, estas tres “religiones” necesariamente se han cruzado una y otra vez, entrando de vez en cuando en conflicto y luego reconciliándose de varias maneras, hasta alcanzar progresivamente una especie de convivencia pacífica y articulada, si no una verdadera y apropiada colaboración en nombre del interés común.
El hecho nuevo es que entre la ciencia y las otras dos religiones, sin que nos percatáramos, se ha reavivado un conflicto subterráneo e implacable, cuyos resultados victoriosos para la ciencia están ahora ante nuestros ojos y determinan de manera sin precedente todos los aspectos de nuestra existencia. Este conflicto no concierne, como sucedía en el pasado, a la teoría y a los principios generales, sino, por así decirlo, a la práctica cultural. Incluso la ciencia, de hecho, como toda religión, conoce diferentes formas y niveles a través de los cuales organiza y ordena su propia estructura: a la elaboración de una dogmática sutil y rigurosa corresponde en la práctica una esfera cultural extremadamente amplia y extendida, que coincide con lo que llamamos tecnología.
No sorprende que el protagonista de esta nueva guerra religiosa sea aquella parte de la ciencia donde la dogmática es menos rigurosa y más fuerte el aspecto pragmático: la medicina, cuyo objeto inmediato es el cuerpo vivo de los seres humanos. Tratemos de establecer las características esenciales de esta fe victoriosa con la cual tendremos que lidiar de manera creciente.
1) La primera característica es que la medicina, como el capitalismo, no necesita de una dogmática especial, sino que se limita a tomar prestados de la biología sus conceptos fundamentales. A diferencia de la biología, sin embargo, articula estos conceptos en un sentido gnóstico–maniqueo, es decir, según una exasperada oposición dualista. Existe un dios o un principio maligno, la enfermedad precisamente, cuyos agentes específicos son las bacterias y los virus, y un dios o un principio benéfico, que no es la salud, sino la curación, cuyos agentes de culto son los médicos y la terapia. Como en toda fe gnóstica, los dos principios están claramente separados, pero en la práctica pueden contaminarse y el principio benéfico y el médico que lo representa pueden equivocarse y colaborar de manera inconsciente con su enemigo, sin que esto invalide de ninguna manera la realidad del dualismo y la necesidad del culto a través del cual el principio benéfico libra su batalla. Y es significativo que los teólogos que deben fijar la estrategia sean los representantes de una ciencia, la virología, que no tiene un lugar propio, sino que se encuentra en la frontera entre la biología y la medicina.
2) Si esta práctica de culto era hasta ahora, como toda liturgia, episódica y limitada en el tiempo, por el inesperado fenómeno al que estamos asistiendo es que ella se ha vuelto permanente y ubicua. Ya no se trata de tomar medicamentos o de someterse cuando es necesario a un examen médico o a una intervención quirúrgica: la vida entera de los seres humanos debe convertirse en todo momento en el lugar de una celebración de culto ininterrumpida. El enemigo, el virus, está siempre presente y debe ser combatido de manera incesante y sin tregua posible. También la religión cristiana conoció tendencias totalitarias similares, pero se referían solo a algunos individuos –en particular a los monjes–, quienes eligieron poner toda su existencia bajo la consigna “orar incesantemente”. La medicina como religión recoge este precepto paulino y, al mismo tiempo, lo revierte: donde los monjes se reunían en conventos para rezar juntos, ahora el culto debe ser practicado con la misma asiduidad, pero manteniéndose separados y a distancia.
La Iglesia ha renegado pura y simplemente de sus principios, olvidando que el santo cuyo nombre tomó el actual pontífice abrazaba a los leprosos, que una de las obras de la misericordia era visitar a los enfermos, que los sacramentos solo pueden administrarse en presencia.
3) La práctica del culto ya no es libre y voluntaria, expuesta únicamente a sanciones de orden espiritual, sino que debe hacerse normativamente obligatoria. La colusión entre religión y poder profano, por cierto, no es un hecho nuevo; es del todo nuevo, sin embargo, que ya no concierne a la profesión de los dogmas, como era el caso de las herejías, sino exclusivamente a la celebración del culto. El poder profano debe vigilar que la liturgia de la religión médica, que ahora coincide con la vida entera, sea puntualmente observada en los hechos. Que se trate aquí de una práctica de culto y no una exigencia científica racional es inmediatamente evidente. La causa de mortalidad más frecuente en nuestro país son, con mucho, las enfermedades cardiovasculares, y se sabe que podrían disminuir si se practicara un estilo de vida más saludable y se siguiera una alimentación particular. Pero a ningún médico se le había ocurrido que esta forma de vida y de alimentación que aconsejaban a los pacientes, se convertiría en objeto de una regulación jurídica, que decretaría ex lege qué se debe comer y cómo se debe vivir, transformando toda la existencia en una obligación sanitaria. Es precisamente esto lo que se ha hecho y, al menos por ahora, la gente ha aceptado, como si fuese obvio, renunciar a la propia libertad de movimiento, al trabajo, a las amistades, a los amores, a las relaciones sociales, a sus propias convicciones religiosas y políticas.
Aquí medimos cómo las otras dos religiones de Occidente, la religión de Cristo y la religión del dinero, han cedido la primacía, aparentemente sin combatir, a la medicina y a la ciencia. La Iglesia ha renegado pura y simplemente de sus principios, olvidando que el santo cuyo nombre tomó el actual pontífice abrazaba a los leprosos, que una de las obras de la misericordia era visitar a los enfermos, que los sacramentos solo pueden administrarse en presencia. El capitalismo, por su parte, aunque con alguna protesta, ha aceptado pérdidas de productividad que nunca se había atrevido siquiera a considerar, probablemente con la esperanza de encontrar después un acuerdo con la nueva religión, que en este punto parece dispuesta a transigir.
4) La religión médica ha recogido del cristianismo sin ninguna reserva la instancia escatológica que este había dejado caer. Ya el capitalismo, secularizando el paradigma teológico de la salvación, había eliminado la idea de un fin de los tiempos, sustituyéndola por un estado de crisis permanente, sin redención ni final. Krisis es en su origen un concepto médico, que designaba en el corpus hipocrático el momento en que el médico decidía si el paciente sobreviviría a la enfermedad. Los teólogos han tomado el término para indicar el Juicio final que tiene lugar en el último día. Si se observa el estado de excepción que estamos viviendo, se diría que la religión médica combina la crisis perpetua del capitalismo con la idea cristiana de un tiempo último, de un eschaton en el que la decisión extrema está siempre en curso y el fin es al mismo tiempo precipitado y dilatado, en un intento incesante de poder gobernarlo, pero sin resolverlo de una vez por todas. Es la religión de un mundo que se siente llegando al final y, sin embargo, no puede, como el médico hipocrático, decidir si sobrevivirá o morirá.
5) Como el capitalismo y a diferencia del cristianismo, la religión médica no ofrece perspectivas de salvación y redención. Por el contrario, la curación que busca no puede ser sino provisoria, desde el momento que el Dios malvado, el virus, no puede eliminarse de una vez por todas, más bien muta continuamente y asume siempre nuevas formas, presumiblemente más riesgosas. La epidemia, como la etimología del término sugiere (demos es, en griego, el pueblo como cuerpo político y polemos epidemios es en Homero el nombre de la guerra civil), es sobre todo un concepto político, que se apresta a convertirse en el nuevo terreno de la política –o de la no política– mundial. Es posible, de hecho, que la epidemia que estamos viviendo sea la realización de la guerra civil mundial que, según los politólogos más atentos, ha tomado el lugar de las guerras mundiales tradicionales. Todas las naciones y todos los pueblos están ahora en guerra duradera consigo mismos, porque el enemigo invisible e inasible con el que estamos luchando está dentro de nosotros.
Como ha sucedido muchas veces en el curso de la historia, los filósofos nuevamente deberán entrar en conflicto con la religión, que no es más el cristianismo, sino la ciencia o esa parte de ella que ha asumido la forma de una religión. No sé si las hogueras volverán a encenderse y los libros se incluirán en el Índice, pero ciertamente el pensamiento de aquellos que continúan buscando la verdad y rechazan la mentira dominante será, como ya está sucediendo ante nuestros ojos, excluido y acusado de difundir noticias (noticias, no ideas, ¡porque las noticias son más importantes que la realidad!) falsas. Como en todos los momentos de emergencia, real o simulada, se volverá a ver a los ignorantes calumniando a los filósofos y a los canallas intentando sacar provecho de las desgracias que ellos mismos han provocado. Todo esto ya ha sucedido y continuará sucediendo, pero aquellos que dan testimonio de la verdad no dejarán de hacerlo, porque nadie puede dar testimonio por el testigo.
Este texto fue publicado el 2 de mayo en la columna “Una voz”, de la página de la editorial italiana Quodlibet, y se reproduce con la autorización de su autor. Traducción: Patricio Tapia.
Al comienzo de la película Melancholia, del director danés Lars Von Trier, la protagonista, Justine, descubre con asombro un pequeño punto azul titilando en el cielo estrellado. En la ficción, el extraño astro ha permanecido millones de años escondido detrás del sol hasta que, emergiendo súbitamente de su órbita, emprende una fatídica “danza de la muerte” que culminará en una inevitable colisión con el planeta. Mientras la enorme esfera se aproxima a la Tierra, los protagonistas se sumen en un estado de angustia y frustración ante un evento para el cual carecen de marcos de referencia, y que acabará para siempre con el mundo tal y como lo conocían.
Fue durante la segunda semana de enero cuando la socióloga franco-israelí Eva Illouz (Fez, Marruecos, 1961) leyó por primera vez sobre un extraño virus surgido en la ciudad de Wuhan, en momentos en que su hijo estaba por viajar a China. Pese a que la enfermedad todavía parecía una posibilidad remota, “como el disco lejano de un planeta amenazador”, dice, su inquietud aumentaba ante un virus que se propagaba con rapidez inédita y que cada día cobraba más muertos. Aunque finalmente su hijo decidió cancelar el viaje a Asia, “el disco continuó su curso inexorable, chocando lentamente contra nosotros en Europa y Oriente Medio”.
Durante meses la vida se ha paralizado. Mientras la pandemia aceleraba su expansión en América, Sudeste Asiático y Oriente Próximo, en Europa los sistemas de salud de los países más desarrollados del mundo colapsaron, mientras la cotidianidad de millones de personas se ha visto repentinamente alterada por un evento cuyos alcances aún desconocemos y que nos ha obligado a reflexionar de forma abrupta sobre la enfermedad, el trato que merecen las personas mayores y la posibilidad de la muerte. La crisis también reveló el omnívoro poder de gobiernos democráticos que, por motivos de emergencia sanitaria, suspendieron las libertades básicas de sus ciudadanos, así como las falencias del modelo neoliberal, que en algo más de cuatro décadas ha desmantelado los sistemas públicos de salud y precarizado la fuerza laboral.
¿Cómo seguir después de esto?, ¿cómo descifrar el presente? Desde Jerusalén, Illouz propone una serie de lecciones para el mundo que se avecina: augura el surgimiento de una “nueva política” y advierte sobre los peligros para la democracia si los Estados abordan la crisis económica por la vía del “rescate a los ricos”.
Judía y de orientación marxista, la vida de esta socióloga ha estado marcada por la inmigración: a los 10 años arribó desde el norte de África a París, capital que conformaría su identidad intelectual y donde se beneficiaría de la excelencia educativa del republicanismo francés. Doctorada en Comunicación y Estudios Culturales por la Universidad de Pensilvania, en la actualidad alterna su vida entre Israel –donde es académica de la Universidad Hebrea de Jerusalén– y París, ciudad en la que es directora de estudios de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales (EHESS).
Especialista en teoría crítica y en el impacto del mercado en la esfera cotidiana, sus planteamientos en torno a los efectos del capitalismo constituyen uno de los aportes más frescos y sugerentes en el campo de la sociología de las emociones. En más de una decena de obras ha abordado cómo el mercado moldea las relaciones amorosas (Intimidades congeladas), criticado el sicoanálisis y analizado los vínculos afectivos (Por qué duele el amor). Incluso examinó la importancia de la cultura pop en fenómenos de masas como El show de Oprah Winfrey o el bestseller Cincuenta sombras de Grey.
Es como si el enfermo estuviera cuidado por astronautas y perdiendo todo contacto humano durante los días en los que percibe que la muerte se le aproxima. Los religiosos o la familia ya no pueden acercarse a la cabecera de los moribundos, lo que representa una fractura abismal en la forma de morir.
En sus esfuerzos por develar cómo el mercado ha permeado diversos ámbitos de la vida privada, Illouz ha criticado “desde adentro” a un sector del feminismo que, al poner el foco en incorporar a las mujeres a la esfera productiva, en su opinión ha reforzado un modelo de “autonomía, autosuficiencia y racionalidad” propiamente masculino. Para la socióloga, en vez de convertir a las mujeres en las “fuerzas laborales del capitalismo”, el foco del feminismo debería ser otro: hacer de la esfera pública “un espacio de ardiente preocupación para las mujeres”.
¿Cuáles son los sentimientos predominantes en este momento? La crisis del coronavirus ha sido particularmente inaudita y es respecto de ese estado de estupor sobre el que quiero reflexionar. El estupor es, en general, un estado muy raro. Es un estado que nos abruma, pero para el cual no tenemos una rutina o categoría previa con la que lidiar. En este estado de estupor, dos o tres emociones han sido predominantes: miedo, compasión e ira. Miedo a un desastre humanitario, compasión por los médicos y enfermeras de todo el mundo que trabajan para ayudar a los enfermos sin equipo adecuado, y enojo con países que, como Turquía, Israel, Hungría y Estados Unidos, utilizaron cínicamente la crisis para obtener más poder, cerrar los tribunales y gobernar por decreto.
En los primeros días de encierro, el discurso imperante en redes sociales instaba a “aprovechar el tiempo” y a no dejar de hacer “cosas útiles”. ¿Qué le parecen estos discursos que imponen productividad en momentos de confusión? En el siglo XVII, el filósofo y matemático Blaise Pascal dijo que “la única causa de la infelicidad del hombre es que no sabe cómo mantenerse callado en su habitación”. Sentarse en silencio en la habitación de cada uno, que es la enseñanza de la mayoría de las sabidurías mundiales, resulta una forma de tortura silenciosa. Si eso era algo difícil de implementar en los tiempos de Pascal, es casi imposible de hacer en los nuestros, con nuestra identidad tan vinculada a la esfera pública del ocio. Pero confieso que tengo dos tipos de sospecha: una es la que llama al individuo a retirarse dentro de su espacio interior. Es una forma de renunciar a la esfera política y pública para las personas hambrientas de poder, que lo querrán más que los que se repliegan dentro de sí mismos. Pero también hay una segunda sospecha, hacia aquellos que nos llaman a convertirnos en una unidad productiva, como si fuéramos una máquina que nunca deja de producir los signos de su propia salud y productividad.
¿Qué le revela la condición de absoluta soledad en que muchas personas están muriendo? La muerte es el acontecimiento más codificado y de mayor carga simbólica de las culturas humanas. Pero ¿qué sucede con esta crisis? A las familias se les prohíben las visitas. Incluso, tienen prohibido participar en los funerales. Se ha hablado de entierros en Instagram. Como decía el historiador francés Stéphane Audoin-Rouzeau, se trata de una ruptura muy profunda con lo que constituye un componente fundamental de las culturas humanas y de los ritos funerarios. Piense también en el paciente en la cama de un hospital, ¿qué es lo que ve? No tiene contacto con su familia, no está acompañado por la gente que lo ama, no tiene contacto humano alguno en el sentido más pleno del término, ya que los médicos y los enfermeros están protegidos por un equipo de seguridad que no permite, con frecuencia, ni siquiera ver sus ojos. Es como si el enfermo estuviera cuidado por astronautas y perdiendo todo contacto humano durante los días en los que percibe que la muerte se le aproxima. Los religiosos o la familia ya no pueden acercarse a la cabecera de los moribundos, lo que representa una fractura abismal en la forma de morir. Añadido esto al hecho de que la enfermedad aterroriza a los pacientes, pero también aterroriza a los médicos y al personal que los cuida (en tiempos normales, el médico supone un puerto seguro). De ahí el carácter insostenible de la muerte por covid-19, una muerte que destruye las estructuras simbólicas fundamentales de sí misma.
¿Qué piensa acerca de la forma en que los gobiernos liderados por mujeres han manejado la pandemia? El liderazgo político ha resultado crucial para salvar cuerpos y para rescatar economías e instituciones políticas en otra dimensión: la de género. Las mujeres que lideran gobiernos en países como Taiwán, Nueva Zelanda, Islandia, Noruega, Finlandia, Alemania y Dinamarca han manejado la crisis mucho mejor que la mayoría de sus homólogos masculinos, mostrando compasión, hablando en forma directa y frecuente a los ciudadanos de manera transparente, tomando los peligros en serio y con anticipación. Al hacer todo esto, evitaron una importante crisis sanitaria y económica. Muchos de los gobernantes varones se jactaban tanto como podían. Este estilo de liderazgo femenino es el resultado del hecho de que las mujeres están socializadas para ocuparse del bienestar de los demás y parecen estar mucho mejor preparadas para cuidar una política de la vida misma, una política cuyo objetivo es preservar las condiciones de vida.
Esta intimidad forzada también ha producido un aumento global de la violencia doméstica contra las mujeres y niñas, particularmente en los países más pobres. ¿Cómo contribuye este escenario a exacerbar la violencia masculina? El hogar está implícitamente estructurado sobre la posibilidad de que hombres y mujeres tengan vidas separadas, es decir, la posibilidad de tener y seguir caminos diferentes durante el día. Agregue a esto el hecho de que los hombres que han perdido su trabajo pierden una parte importante de su sentido del valor y pueden convertirse en una amenaza para sí mismos y para las mujeres de su hogar. La cantidad récord de violencia contra las mujeres durante las epidemias es un recordatorio, si necesitáramos alguno, de que el hogar es habitable para muchos solo si se basa en la presencia de un mundo exterior en el que los dos sexos pueden llevar vidas separadas y del cual puedan obtener un sentido de valor. Después de salir del encierro, en Hubei hubo un número récord de personas que solicitaron el divorcio: descubrieron que el hogar no era el lugar para casarse, al menos no el exclusivo. Para ellas (y muchas otras) el hogar no era tan dulce, después de todo.
La cantidad récord de violencia contra las mujeres durante las epidemias es un recordatorio, si necesitáramos alguno, de que el hogar es habitable para muchos solo si se basa en la presencia de un mundo exterior en el que los dos sexos pueden llevar vidas separadas y del cual puedan obtener un sentido de valor. Después de salir del encierro, en Hubei hubo un número récord de personas que solicitaron el divorcio.
Muchos predicen que aumentará la digitalización de nuestra vida cotidiana. ¿Podría esto tener algún efecto en nuestras relaciones, produciendo una especie de despersonalización del deseo? No lo puedo decir aún. Pero lo que es seguro es que nos hemos trasladado de la noche a la mañana a un mundo virtual, lo hemos hecho en todas las esferas, ocio y trabajo al mismo tiempo, y en muchas partes del mundo. Hicimos en un mes lo que podría habernos tomado 10 años. El mundo virtual está aquí para quedarse porque, de repente, descubrimos que podemos celebrar fiestas de cumpleaños, presentaciones de ballet y óperas a través de Zoom. Eso se mantendrá, hasta cierto punto.
Algunas democracias semiliberales e iliberales han aprovechado esta crisis para restringir aún más los derechos de sus ciudadanos. ¿Cree que este peligro pueda extenderse a las democracias consolidadas, con un fortalecimiento de la tecno vigilancia, por ejemplo? Existe el riesgo de que los Estados piensen en la “emergencia” como un modo de gobernanza, lo que daría demasiado poder al ejecutivo y a los organismos que, normalmente, se encuentran en el trasfondo de los asuntos cotidianos, como es el caso de las agencias de inteligencia. Eso es precisamente lo que ha sucedido en Israel, donde las dos agencias más poderosas –espionaje e inteligencia– tomaron un papel muy activo y frontal en el manejo de la crisis.
Esta crisis ha revelado repentinamente los problemas de los países más desarrollados del mundo. ¿Qué lecciones podemos aprender de ello? Los neoliberales han estado anunciando durante los últimos 40 años que el Estado era demasiado fuerte, inflado y superfluo, pero esa misma gente cambió abruptamente de opinión de la noche a la mañana. Después de décadas en las que el crecimiento económico sin fin aparecía como la condición ineludible de los seres humanos, la política volvió con toda su fuerza al frente de nuestras sociedades. Pero la política que ha llegado es nueva y lo ha hecho para quedarse: será una política de la naturaleza, que tendrá que enfrentarse cada vez más a catástrofes naturales, ecológicas y biológicas. El coronavirus supone una vista previa de lo que será la política de la naturaleza (ecológica) cuando el medio ambiente y el clima se hundan. Esta política no solo tratará de mejorar vidas, sino también las condiciones de vida. Pero, y esta es la lección número dos, no todos los Estados han ejercido su poder de la misma manera. La crisis del coronavirus mostró a las naciones y a los países en todas las fortalezas y disfunciones de sus regímenes políticos. Israel demostró ser lo que siempre supimos: un Estado en que los problemas civiles se consideran problemas de seguridad. Los servicios secretos no utilizaron tecnología antiterrorista para rastrear a los ciudadanos solo porque el gobierno no pudo proporcionar al Comité de Defensa de la Knéset (Parlamento) datos sobre la cantidad de personas que han violado sus órdenes de aislamiento y sobre cómo se mantiene la base de datos. Estados Unidos mostró lo absurdo de su libertad religiosa radical: algunos estados (como Kansas) rechazaron las órdenes de encierro en nombre de su derecho a reunirse en iglesias, mientras que otros estadounidenses exigieron insistentemente su derecho a comprar. El virus ha sido tanto un evento político como biológico.
¿Cómo podría surgir una política de la naturaleza, considerando que la administración Trump ha aprovechado la actual crisis para bajar los estándares de las reglas que protegen el medio ambiente y la salud pública? Trump sabe que morirá, y probablemente sea relativamente pronto, dada su edad. Entonces, simplemente no le importa. “Después de mí, el diluvio”, o más bien “después de mí, el calor insoportable” es la filosofía que lo guía. No le importa hacer cosas que afecten a la humanidad, siempre y cuando él y sus amigos puedan seguir profitando. Él encarna todo lo que está roto y corrupto respecto de la política contemporánea. Bolsonaro es otro ejemplo de político que pasará a la historia por haber contribuido al colapso del sistema ecológico. Habrá un tribunal de la historia en algún momento. No excluyo que, en tales tribunales, Trump o Bolsonaro aparezcan como monstruos que voluntariamente tomaron decisiones que llevaron al planeta a una profunda crisis. No quiero decir que habrá una gestión exitosa de desastres naturales –yo misma escribí sobre Trump recortando presupuestos para la lucha contra las pandemias–, simplemente dije que si eres o no un político corrupto, tendrás que lidiar con este tipo de crisis. Cada vez más tendrán que lidiar con desastres naturales. Esperemos que poco a poco sea más claro para los ciudadanos que tales líderes están unidos en acelerar el proceso por el cual el mundo se volverá un lugar imposible de habitar.
¿Cómo afectará esta pandemia al sistema capitalista? Tenemos dos modelos de intervención masiva del Estado en una gran crisis económica: el New Deal (ayuda que llega a todas las clases sociales) o el rescate de 2008. Si los paquetes de estímulo se destinan principalmente a ayudar a los ricos, en forma de exenciones fiscales y una mayor desregulación y explotación de la crisis, habrá disturbios masivos y la democracia estará en peligro. Si queremos mantener la democracia, tendremos que hacer que los ricos sean solidarios.
Como ocurre cada tanto, ya hay quienes auguran el fin del neoliberalismo frente a un nuevo “retorno del Estado”. ¿Vaticina usted lo mismo? Habrá cambios pero, una vez más, es difícil decir quién sabrá mejor cómo explotar la falta de confianza en los líderes y políticos en muchos o la mayoría de los países del mundo. También, como dije, dependerá de la forma que tome la ayuda que irá a los trabajadores, desempleados y pequeñas empresas. Si es bajo la forma de un New Deal o, por el contrario, un rescate a los ricos, como sucedió en 2008: eso hará una gran diferencia. Creo que esta crisis empoderará a los partidos verdes y, sobre todo, a los jóvenes de la generación covid que habrán llegado a presenciar cómo se ve el colapso del mundo.
La rutina de Xigong que sigo todos los días en YouTube se basa en la respiración. “Si quieres más energía, el mejor lugar para comenzar es tu respiración”, dice mi adorable guía con los brazos flotando sobre la cabeza y luego bajando hasta agacharse. El Xigong volvió a mi mundo con el confinamiento del covid-19, un ritual para inaugurar un día más en el búnker. Todos hemos estado buscando pequeñas formas de afirmar la vida.
¿Es extraño o sobredeterminado que los dos eventos épicos que han sacudido a los Estados Unidos y al mundo —la pandemia y el asesinato de George Floyd— tengan ambos que ver con la asfixia? De las 112.000 personas (una cifra reconocida como subestimada) que han fallecido por causa del coronavirus en Estados Unidos, casi todas murieron asfixiadas al fallarles los pulmones, o murieron por los efectos devastadores de ser colocadas en máquinas de respiración. Al igual que Eric Garner y tantos otros, George Floyd también fue asfixiado cuando un policía le bloqueó la vía respiratoria durante el tiempo suficiente para matarlo. Los linchamientos clásicos consistían en estrangular a las personas al colgarlas; la versión contemporánea es ahogarlas con los brazos alrededor del cuello. Son exactamente lo mismo: espectáculos públicos que usan el bloqueo de las vías respiratorias como instrumento de terror racial.
Como la mayoría de los mamíferos, los cuerpos humanos tienen dos pulmones, dos ojos, dos riñones, dos orejas, pero solo una vía respiratoria cerca de la superficie del cuerpo. Si se bloquea —con una uva, un brazo, o una horca— agonizas terriblemente y mueres. La estrangulación es una de las pocas maneras en que los humanos pueden matar a otros humanos sin usar un arma. En el caso del covid-19, son los pulmones que fallan, incapaces de absorber el oxígeno. Así también las personas agonizan terriblemente mientras mueren.
Hemos estado viviendo la política de la respiración —a quiénes agarran y estrangulan los policías, y a quiénes no; quiénes deben temer y quiénes no; quiénes reciben acceso a oxígeno, respiradores, ventiladores, y quiénes no; a quiénes se les dice que se queden en casa, y a quiénes se les obliga a exponerse; quiénes están atrapados en instituciones abarrotadas de gente; quiénes pueden auto-aislarse; a quiénes se les provee protección y a quiénes no; quiénes pueden hacerse la prueba y quiénes no. La gente guarda sus oxímetros al lado de sus cepillos de dientes. En este momento extraordinario, la pregunta “qué vidas son prescindibles” se responde en la administración de las vías respiratorias. Se lleva en el aliento. El lenguaje se tuerce: ser “esencial” es estar en riesgo. En riesgo porque eres esencial para el virus también. Requiere un portador vivo.
El virus mata por vía respiratoria pero también se propaga por vía respiratoria. La fuerza del aliento vivo lo transporta de portador en portador. Con la pandemia, el contrato social muta y se convierte en un asunto de cómo la gente administra su propia respiración. La responsabilidad cívica se reduce a no respirar cerca de los demás. Respirar a propósito sobre otra persona se vuelve un arma y un crimen. La socialidad se tuerce: la separación física se convierte en la expresión primaria de la solidaridad cívica y de la amistad y el amor. Los gobiernos aprueban leyes que la requieren —hay respiración legal y respiración ilegal. Los opositores del gobierno, por supuesto, rechazan estos términos. Insisten en el contrato social pre-viral —el derecho a reunirse, el derecho a infectar y ser infectado, a respirar sobre alguien y a que le respiren encima a uno, sin normas del Estado. Las iglesias exigen estatus especial, y pierden en la Corte Suprema por un único voto. Pero solo la intervención divina podría conseguir que un servicio religioso sea seguro. Como aprendió un grupo en Washington, el ensayo del coro te puede matar.
Los linchamientos clásicos consistían en estrangular a las personas al colgarlas; la versión contemporánea es ahogarlas con los brazos alrededor del cuello. Son exactamente lo mismo: espectáculos públicos que usan el bloqueo de las vías respiratorias como instrumento de terror racial.
Cuando el virus llegó al norte de California en marzo de 2020, mucha gente ya tenía mascarillas N95. Las usaron durante los incendios de noviembre de 2018 que llenaron sus vecindarios de humo, y que incendiaron todo a su paso a temperaturas nunca antes vistas en incendios forestales. Aunque los virus están vivos y el fuego no, ambos se propagan y ambos requieren oxígeno para hacerlo. Cuando los fuegos forestales matan a las personas, lo hacen también por asfixia, y de igual forma, la única manera de extinguir un incendio forestal es sofocarlo. De lo contrario, como el virus, hay que dejarlo quemar hasta que se quede sin combustible. Como el covid-19, como el gas lacrimógeno, como el aire contaminado, el humo ataca los pulmones. Hace daño al montarse en el aire y entrar en el cuerpo que lo respira. Las mascarillas te ayudan pero no te salvan. Ochenta y dos personas murieron en los incendios forestales de Camp en 2018, además de un sinnúmero de animales salvajes. Aquí la política de la vida y la respiración generó dos preguntas análogas a las que genera el virus: ¿Deben los gobiernos intentar sofocar los incendios o dejarlos quemar? ¿Se les debe prohibir a las personas vivir en lugares propensos a incendios, o es su derecho cívico hacerlo, sin importar el riesgo para sí mismas y para los demás?
La contaminación del aire es, sin duda, el gran problema tácito de la política de la respiración. Es una de las razones por las que las personas negras, no-blancas y pobres tienen más probabilidad de morir de covid-19, ya que es más probable que sufran de afecciones pulmonares relacionadas con la contaminación. Existe una geografía política de la respiración, y esta también puede torcerse. En muchas ciudades, los cierres por el covid-19 redujeron la contaminación en el aire lo suficiente para volver a hacer visibles algunos puntos de referencia en el paisaje —se podían ver las estrellas en Mumbai, los Andes en Santiago, el Monte Everest en Katmandú. Se podía respirar mejor, incluso con la mascarilla puesta. Los paisajes sonoros también cambiaron. Se podían oír los pájaros en Brooklyn, y el silencio también. Para muchas personas, el confinamiento, además de traer tensiones, trajo también placeres, algunos nuevos, algunos perdidos hacía tiempo.
Alrededor del mundo, en ciudades cerradas, la gente conservaba un poco de colectividad a través de ovaciones de dos minutos a una hora específica cada noche. Los ciudadanos no esenciales, y por ende protegidos, les rendían tributo a los ciudadanos esenciales, y por ende en peligro, que brindaban su cuidado y su mantenimiento. La gente llenaba sus paisajes urbanos no con cuerpos sino con aliento —alaridos, gritos y silbidos, acompañados de cacerolazos, sirenas, aplausos. Aquellos que aún respiraban solos representaban a los que no podían.
Y sin embargo, hubo otros sonidos impulsados por el amor que no zarparon en esas ondas sonoras comunales: los alaridos y gemidos del duelo. En otro giro cruel, el virus tornó peligroso que los vivos lloraran a los muertos, o que les susurraran o que les cantaran mientras morían. De todos los daños y destrozos que la pandemia ha causado en el mundo, este dolor truncado podría ser el más profundo y el más duradero. Los moribundos usando su último aliento para decir adiós por un celular que algún empleado les sujetaba al oído, antes de pasar a la próxima muerte sin aliento. Los familiares que no tuvieron la oportunidad de decir lo que nunca dijeron y ver fallecer a un ser querido. Los empleados abrumados por el peso de estas despedidas frustradas. Los sobrevivientes que no pudieron reunirse en rituales imposibles de sustituir. Como el virus mismo, el duelo se desprende por la respiración, en palabras y canciones, suspiros, gemidos, llantos, rugidos de rabia. No ha surgido un ritual de las siete de la noche para esto.
El dolor y la rabia, creo yo, le dieron a la muerte de George Floyd la potencia para sacar a las calles a tantos millones alrededor del mundo. Ya estábamos de duelo, acosados y rodeados por la muerte durante meses. A partir del asesinato, y del video del asesinato, surgió una imperativa que superó las imperativas del virus. No había forma de quedarse en casa. La política de la respiración: la necesidad de vivir en un mundo libre del virus se vio superada por la necesidad de vivir en una sociedad libre del terror racial. Los sacrificios requeridos para extinguir el virus no se compensarían por un mero regreso a un mundo social en el que las muertes como la de Floyd siguieran siendo rutinarias. Las medidas extremas para responder al virus hicieron posibles los reclamos extremos en la calle, por dos semanas enteras. Cortarle el financiamiento a la policía, abolir la policía, acabar con el racismo sistémico, ya estamos hartos, la verdadera pandemia es el racismo, no podemos respirar. El gas lacrimógeno fue otro jugador en la lucha (convertida en arma) por la respiración; las mascarillas fueron otro —los policías se negaron a usarlas, aun cuando te enfrentaban cara a cara.
El levantamiento de George Floyd fue el resultado de años de episodios de brutalidad policial grabados en video, años de activismo en su contra, años de intentos de reforma policial, años de coordinación, especialmente por parte del movimiento Black Lives Matter (Las Vidas Negras Importan). Fue una respuesta a los movimientos de supremacía blanca apoyados activamente por un presidente racista y sus secuaces. Reflejó un cambio en la conciencia de muchas personas blancas, casi todas menores de 50 años, que han aprendido a reflexionar sobre su blancura como instrumento de injusticia. Hubo una transformación importante: las marchas no eran de gente blanca saliendo “a apoyar a la comunidad negra”. No se trataba de coaliciones. Se trataba de una enorme porción de la ciudadanía exigiendo no vivir en una sociedad fundamentada en el terror racial. Toda esta gente tuvo que elegir: seguir quedándose en casa para evitar la propagación del virus, o lanzarse a las calles para marchar y gritar, sabiendo que se propagará el virus. No gastar el aliento o ponerlo a trabajar. Los virus no tienen intenciones, pero las personas sí. Para la mayoría, la decisión no parece haber sido difícil de tomar, y casi todo el país y el mundo estuvo a favor. Fue una decisión significativa: habrá que pagar el precio. No sabemos qué tan grande será, pero sabremos su propósito y ojalá lo aceptemos. La libertad requiere riesgos. Claro que es precisamente eso lo que los conservadores blancos dijeron cuando salieron a las playas y a sus manifestaciones en coche. Pero a ellos nadie los está asfixiando hasta morir.
Este texto apareció en la revista estadounidense Contacto, el 8 de junio de 2020. Se publica con la autorización de su autora; agradecemos también la traducción de Marlène Ramírez-Cancio.
¿Quién ganó el último Premio Nacional? ¿La literatura mapuche o Elicura Chihuailaf? La pregunta surge al revisar la cobertura de prensa y las reacciones en redes sociales, que cada vez se parecen más, quizá porque se retroalimentan mutuamente en una simbiosis inquietante. Pasada la sorpresa inicial, que daba por seguro el triunfo de una poeta, se quiso ver en el reconocimiento a un autor mapuche una jugada estratégica para apaciguar el “conflicto” que se vive en el sur de Chile. Un (calculado) gesto de buena voluntad. Sin embargo, tal sospecha se muestra claramente debilitada al considerar la serie de mediaciones burocráticas, institucionales y académicas que operan en la deliberación del jurado del Premio Nacional tras la última reforma legal a su composición, que disminuye aún más la injerencia directa del Ejecutivo. El Premio Nacional sigue siendo un premio político, en el sentido de administración de poder, pero las transacciones que lo dirimen se complejizan cada vez más, neutralizando la hegemonía de un solo actor dentro de un campo cultural altamente disputado.
Volviendo a la pregunta inicial, contestar que el más reciente Premio Nacional distinguió a un colectivo en lugar de a un creador tiene un punto de verdad, pero también mucho de estereotipo. Es cierto que Elicura Chihuailaf, un poeta nacido el año 1952 en la comunidad de Quechurehue (Cunco, Novena Región), abrió el camino a una serie de poetas de su misma etnia de generaciones más jóvenes: Leonel Lienlaf, Jaime Luis Huenún, Bernardo Colipán, David Aniñir, Paulo Huirimilla, Maribel Mora Curriao, Graciela Huinao y otros. Sin embargo, interpretar el galardón como un reconocimiento meramente grupal habla mucho de la forma en que, desde la cultura dominante, seguimos viendo a los creadores de los pueblos originarios: células más o menos anónimas e intercambiables de un cuerpo cultural homogéneo; objeto de estudio, por antonomasia, del folclor y la antropología.
Existiría una “poesía mapuche”, de la cual sus cultores serían poco más que fuentes o informantes, como mucho intérpretes que modulan sus contenidos en las realizaciones individuales que solo, accidentalmente, se publican en libros, pasando a conformar una literatura todavía incipiente. Se le niega al poeta mapuche lo que el poeta no-mapuche, chileno y hasta “occidental” (sea lo que esto signifique) tiene ganado por derecho propio: un carácter distintivo, una personalidad diferenciada en el mundo de las letras, una voz propia.
Autoras como Claudia Rodríguez Monarca, en su estudio “Weupüfes y machis: canon, género y escritura en la poesía mapuche actual” (2005), han llegado a plantear la hipótesis de que “existe una relación homológica entre ‘la poeta’ y la figura de la machi y ‘el poeta’ y la figura del weupüfe”. Este último, también llamado weupife, era el orador o narrador que transmitía oralmente las historias de una generación a otra. Esta identificación resultaría ad hoc para quienes insisten en ver en el premio a Chihuailaf una especie de transacción para desactivar el “conflicto mapuche”: el reconocimiento a un poeta-weupüfe sería la moneda de cambio para un machi encarcelado. Permitiría entender, además, la pregunta que, desde posiciones feministas, quedó dando vueltas en las redes sociales después de conocido el fallo: ¿y por qué no una poeta mapuche?
Es fácil decir que el Premio Nacional 2020 reconoció a la poesía mapuche, como si toda ella fuera más o menos igual. Sin embargo, los que han seguido la producción de sus distintos autores saben que hay diferencias marcadas entre unos y otros, e incluso pugnas. No voy a hablar por boca de nadie. He sido testigo de estas contradicciones desde mayo de 1994, cuando fui invitado a cubrir, como periodista, el Zugutrawn o Reunión en la Palabra: primer encuentro de poetas chilenos y mapuches, organizado en Temuco por Elicura Chihuailaf y Jaime Valdivieso. Siempre he querido creer que aquel encuentro fue lo más parecido (a nivel simbólico) a los parlamentos que se celebraban entre los mapuches y las autoridades españolas y (luego) chilenas desde el siglo XVII al XIX. En ellas se negociaban las fronteras, las treguas y la devolución de los cautivos. Los asistentes a este “parlamento literario” de fines del XX tuvimos el privilegio de ver y escuchar en un mismo escenario a poetas como Nicanor Parra, Lorenzo Aillapán (el Hombre pájaro), Gonzalo Rojas, Graciela Huinao, Jorge Teillier, Lorena Lemuñir, Gonzalo Millán, Liliana Ancalao, Armando Uribe y Leonel Lienlaf. Estos dos últimos autores habían compartido, en 1990, el Premio Municipal de Literatura de Santiago, con Por ser vos quien sois y Se ha despertado el ave de mi corazón, respectivamente. El libro de Lienlaf tenía un prólogo de Raúl Zurita, quien ya en 1988 había escrito la presentación de En el país de la memoria, de Elicura Chihuailaf, consagrándolo como “uno de los más grandes poetas de nuestro país”.
El papel de Zurita en la eclosión de la poesía mapuche merece un capítulo aparte dentro de una tesis que aún no se ha escrito. Fue el “mentor”, como lo llama la investigadora española Selena Millares, de las dos figuras más importantes de los 90. No se trató, en todo caso, de un gesto paternalista, sino de un reconocimiento entre iguales, tal como el que manifestó Uribe por Lienlaf, quienes en el Zugutrawn de 1994 bajaron a pie desde la cumbre del cerro Ñielol conversando como dos viejos amigos.
Aquel encuentro se trató, a todas luces, de una presentación en sociedad, de un acto de validación ante el canon de la literatura chilena, pero el hacerlo en territorio mapuche, bajo la denominación bilingüe “Zugutrawn/Reunión en la Palabra”, ponía a todos en un pie de igualdad. Finalmente eran colegas. Nicanor Parra, que en 1991 había titulado y cerrado su discurso de aceptación del primer Premio Juan Rulfo, en Guadalajara, con la expresión “Mai mai peñi” (hola, hermano), se compró un poncho mapuche en el Mercado de Temuco que no se sacó durante todo el encuentro. No era cualquier poncho. Era una manta de lonko.
El papel de Zurita en la eclosión de la poesía mapuche merece un capítulo aparte dentro de una tesis que aún no se ha escrito. Fue el ‘mentor’, como lo llama la investigadora española Selena Millares, de las dos figuras más importantes de los 90. No se trató, en todo caso, de un gesto paternalista, sino de un reconocimiento entre iguales
En las discusiones que se dieron esos días quedó más o menos claro que había dos bandos, o al menos dos posiciones: quienes insistían en hablar de una literatura mapuche y quienes creían que era mejor referirse a ella como literatura mestiza, postura defendida con fuerza por el académico y novelista Jorge Guzmán. Si mal no recuerdo, entre quienes postulaban la existencia de la primera estaba una poeta vestida con el traje tradicional y las joyas típicas de su pueblo, Rayen Kvyeh, autora militante, que en los últimos años ha pedido desde todas las tribunas la libertad de los presos políticos mapuches, publicando el libro PAZcificación del Wallmapu. El despojo en manos del Estado en el territorio mapuche (2018).
En su ensayo “Poesía mapuche: deslindes sobre una textualidad fronteriza” (2012), la académica española Selena Millares concluye que “la nueva poesía mapuche supone una propuesta paradójicamente mestiza”, por cuanto se entrega al diálogo intercultural, que debe ser forzosamente interlingüístico. Su naturaleza, admite, es controvertida por la dificultad y diversidad de sus transcripciones (en Chile aún no se ha conseguido la aceptación general de un alfabeto unificado); su funcionalidad (testimonial o artística); su naturaleza (aborigen o mestiza) y sus peligros: rozar el folclorismo, el babelismo, la inautenticidad y la transculturación.
“No obstante, su desplazamiento desde la oralidad hacia la escritura supone una propuesta de integración en el espacio hispanoamericano, y también de universalización, por su nuevo poder de difusión, sin duda eficaz”, concluye Millares.
Su ensayo, que destaca por su rigor documental, es extraordinariamente ponderado: no toma partido ni hace juicios estéticos. Sopesa el valor de los poetas de la tierra, apegados a una cosmovisión tradicional, de expresión bilingüe, tanto como el de los que se fueron a la ciudad, sin aprender el idioma de sus mayores, y desarrollaron su escritura leyendo autores extranjeros, adhiriendo a una estética del desarraigo y el outsider, como lo hace Jaime Luis Huenún: “Uno de los más notables cultivadores de la poesía mapuche actual”, según dice Millares de este autor que recibió en agosto el Premio Nacional de Poesía Jorge Teillier, de la Universidad de La Frontera, apenas cuatro días antes que Chihuailaf obtuviera el Nacional de Literatura.
En su ensayo, Millares constata que Borges emerge en los poemas de Cristián Antillanca, como Virgilio en los de David Aniñir; Eliot, Lihn y De Rokha en Bernardo Colipán; Kavafis y Esenin en Paulo Huirimilla; Quevedo en Miriam Torres Millán, mientras que Huenún hace de Trakl el eje de un poemario completo: Puerto Trakl (2001).
La aparición de la antología bilingüe La luz cae vertical (2018), de Leonel Lienlaf, en la misma colección del sello Lumen que acoge a Wislawa Szymborska, Raúl Zurita y Elvira Hernández, es otro elocuente acto de reconocimiento, esta vez desde la industria cultural.
Dentro de este panorama rico, diverso, vivo y contradictorio, la poesía de Chihuailaf se erige con una calidad propia, distintiva, y no solo como una marca de precedencia histórica. Chihuailaf no es el primero. Ni siquiera es un precursor. Antes que él estuvieron Anselmo Quilaqueo con su Cancionero araucano (1939) y Sebastián Queupul Quintremil y sus Poemas mapuches en castellano (1966). Descartado este argumento cronológico, que suelen esgrimir despectivamente las voces que cuestionan los méritos de su premio, queda hacerse cargo de la acusación de folclorismo: la poesía de Chihuailaf sería una idealización más o menos bucólica de una forma de vida que ya no existe en el mundo rural. Un anacronismo o “utopía arcaica”, como dijo Vargas Llosa a propósito de Arguedas.
Es cierto que, desde un punto de vista biográfico, contextual, la obra de Chihuailaf nace en una reducción indígena situada a 75 kilómetros al este de Temuco. Quechurehue forma parte del 6% del territorio original al que quedaron relegados los mapuches tras las campañas militares llamadas Pacificación de la Araucanía (1859-1882) y su correlato trasandino: la Campaña del Desierto.
Como en tantos escritores, Chihuailaf ha admitido que la poesía tuvo para él una función compensatoria. ‘Se inició en mí como una manera de conversación conmigo mismo, porque al estar lejos de mi lugar de origen pensaba que no podía hablar con otras personas de las experiencias que a mí, en esa lejanía, me sonaban todavía más fuertes: las voces de mi infancia’, contó en una entrevista hace ya 23 años.
Un territorio atomizado, remoto, de un aislamiento que hoy nos parece inconcebible, hasta bien entrado el siglo XX. Cuando el hablante lírico de Chihuailaf repite las historias que le contaban sus abuelos junto al fogón y canta a la naturaleza casi intacta que rodeaba su hogar, no está “embelleciendo” nada; se limita a recordar las experiencias de su infancia, como descendiente de lonkos, que, por cierto, fueron muy distintas a las de un Jaime Huenún en los suburbios de Osorno, o de Aniñir como obrero de la construcción en Santiago. Cualquiera que conozca el cielo de Quechurehue, el lago Colico y el río Allipén, en la comuna de Cunco, admitirá que es de un color ultraterrenal, y no se extrañará en absoluto de que el Azul, así con mayúscula, haya terminado simbolizando para los habitantes originarios de la zona la Tierra de Arriba o Wenu Mapu, adonde suben las almas de los muertos.
Los sueños, dentro de esta cosmovisión, permiten comunicarse con los antepasados. Los hombres son el Sueño de la Tierra y el sueño es, en consecuencia, la expresión privilegiada en la poesía de Chihuailaf. De sueños azules y contrasueños fue, precisamente, el libro que consagró literariamente a Chihuailaf al ganar, en 1995, el Premio del Consejo Nacional del Libro. “La lluvia es el Sueño del agua. El humo es el Sueño del fuego. El Azul del cielo es el Sueño eterno del aire”, escribirá en su libro de prosa Recado confidencial a los chilenos (1999).
No significa esto que Chihuailaf niegue o esquive la realidad de su pueblo en otros contextos bastante menos oníricos. En “Color de piel”, un poema poco citado, el hablante lírico reconoce a una mujer barriendo la calle a las seis de la mañana en avenida Caupolicán (Temuco), mientras otro joven se mueve en la portería de un edificio: “Nos miramos de reojo y nos reconocemos/ Yo que paso lento en un Peugeot 504 / inclino el rostro…/ Tenemos los tres el mismo status”.
Hay otro poema de Chihuailaf que consiste en un caligrama bilingüe con forma de árbol: “Leliwulfilmun ta fewla, pewmalen/ Mírenlos ahora, soñando”. Recupera en el texto, en la palabra poética, lo que la depredación humana y el cambio climático están eliminando del paisaje natural.
Como en tantos escritores, Chihuailaf ha admitido que la poesía tuvo para él una función compensatoria. “Se inició en mí como una manera de conversación conmigo mismo, porque al estar lejos de mi lugar de origen pensaba que no podía hablar con otras personas de las experiencias que a mí, en esa lejanía, me sonaban todavía más fuertes: las voces de mi infancia”, contó en una entrevista hace ya 23 años. Lo dijo cuando publicó Todos los cantos/Ti Kom Vl (1997),una selección de poemas de Pablo Neruda editados en castellano y mapudungún. No fue una iniciativa de posicionamiento espontánea. La idea de traducir a Neruda a su lengua se la dio su editor. Hasta entonces no había leído de Neruda más que cualquier otro lector chileno: unos cuantos poemas de amor. Lo sorprendió, entonces, hallar en un verso del Canto general esta imagen de Lautaro: “Elástico y azul fue nuestro Padre”. Correspondía exactamente a su visión de mundo.
Sin embargo, para Neruda el libro y la escritura fueron siempre el soporte privilegiado del canto. Chihuailaf, en cambio, no le atribuye esa centralidad: “Nuestra cultura se expresó primero en la oralidad y por eso algunos no quieren aceptar el hecho de que tengamos una literatura. ¿Por qué? Si el poema de alguien que tiene alfabeto hace el mismo recorrido del que no lo tiene. Ponerlo sobre un papel no hace más o menos valioso el mundo que describe”. La materialidad de la escritura le provoca a Chihuailaf la misma indiferencia que la supuesta perennidad de la escultura o la arquitectura: “Los monumentos materiales son, muchas veces, producto de la hipocresía, del querer servir a alguien y demostrarle que se le respeta. Por eso que siempre son destruidos para ser nuevamente levantados y deformados por otros. Nuestro monumento es la palabra y es el que más brilla, porque todos lo construyen y sostienen. Es, por tanto, el más perdurable”.
En consecuencia, el carácter oral de la poesía le parece a Chihuailaf un rasgo irrenunciable. No solo evita borrar sus marcas de origen (repeticiones, imágenes recurrentes, cierta tendencia al lirismo), sino que busca conscientemente la cercanía a la oralidad. Propone incluso el acertado neologismo “oralitura” para referirse a su estatus fronterizo. “Mis textos nunca están terminados, cambian de un libro a otro. Lo único que se mantiene es la musicalidad que acerca nuestros textos al canto”, afirma. Y es aquí donde la poesía ancestral de Chihuailaf adquiere un rasgo de extraordinaria actualidad: se desliga de su materialidad libresca tradicional y es capaz de asumir, con libertad, los nuevos soportes sonoros, retornando a la matriz oral de su origen, la misma que tuvieron los aedas, bardos y weipüfes, los cuentacuentos latinoamericanos y los trovadores contemporáneos.
Chihuailaf es un gran poeta, no solo un mediador cultural. Tiene un lugar bien ganado en el canon de la literatura chilena, que merecía ya un reconocimiento desde el Estado y no únicamente las palmaditas indulgentes, compasivas y paternalistas de nuestra intelligentzia criolla.
Con el estallido social del 18 octubre de 2019, una de las preguntas que escuchamos los mapuche fue: “¿Por qué en el sur no estábamos movilizándonos por una nueva Constitución?”. Había un dejo de crítica en la pregunta, al dar por hecho cierto desinterés por los acontecimientos que estaban sucediendo en el país.
Poco después, en una conversación con Ana Llao para el libro Wallmapu. Plurinacionalidad y nueva Constitución (Pehuén, 2020), le comenté que, ante los hechos ocurridos en Santiago, miembros del movimiento se reunieron para manifestar en la plaza Teodoro Schmidt, de Temuco, sus puntos de vista políticos. Durante la concentración, luego de marchar en dirección a la cárcel y exigir la libertad de los prisioneros políticos, algunas estatuas fueron derribadas. Lo mismo sucedió en Concepción con la imagen de Pedro de Valdivia y con la de Cornelio Saavedra en Collipulli.
Por otro lado, en la capital, donde vive un porcentaje significativo de la población mapuche, los grafitis y rayados daban cuenta de la presencia mapuche en las manifestaciones. La académica Elisa Loncon constató que esta presencia no se suscribía solo a la wenüfoye (bandera), sino también al mapuzungun (idioma) en los muros de la capital. La mapuchización del 18 de octubre concluyó con la instalación de un Rewe en Plaza Baquedano a las pocas semanas del estallido social, símbolo de la lucha por el reconocimiento y el fin a la exclusión política.
La pregunta latente era: ¿será posible reimaginar un nuevo país?
Los datos entregados por el Centro de Estudios Interculturales Indígenas (ELRI) el año pasado, dan cuenta de un aumento en la identificación en Chile como indígena. En este fenómeno, las políticas públicas de afirmación identitaria y la conformación del movimiento mapuche han contribuido a un cambio de imaginario en la población. Lo interesante es la identificación de las nuevas generaciones con una pertenencia étnica que no excluye, en algunos, asumirse como parte de la comunidad “chilena”; se trata más bien de la convivencia, en una perspectiva intercultural, de las identidades políticas (ELRI da cuenta de que sobre un 85% de andinos y mapuche se identifican como chilenos).
A las pocas semanas del 18 de octubre, el alcalde de Tirúa, Adolfo Millabur, viajó a Santiago a comprender lo que estaba ocurriendo. A juicio del edil, la nueva Constitución debía ser plurinacional, con perspectiva intercultural. Según él, frente a la ausencia de derechos indígenas se vuelve necesario desmantelar algunas políticas públicas que fomentan la segregación. Si retomamos la idea de Norbert Lechner, es necesario un nuevo orden que responda a la desafección hacia la democracia. Un modo distinto de pensar la política.
Los desajustes entre los Estados nacionales, quienes deberían tutelar los derechos humanos indígenas, negados en reiteradas oportunidades, han terminado por crear ensayos políticos en los cuales la democracia no concuerda con las representaciones simbólicas existentes. Eso fue lo que sucedió el 18 de octubre del año 2019: múltiples culturas e identidades en pos de crear un nuevo país como sujeto de derechos que se unen para un cambio constitucional.
La emergencia indígena en América Latina a partir de los años 90 aspiraba a ampliar los horizontes democráticos a través de la Autonomía. La intención última era conciliar la situación de las naciones indígenas a través de la plurinacionalidad. A ese proceso lo hemos llamado “vía política” a la Autodeterminación. Sin embargo, la vía democrática para consolidar las rebeliones indígenas en la década del 90 dio un giro hacia las revoluciones armadas, como lo constatan las insurrecciones del Ejército Guerrillero Tupak Katari en Bolivia y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional en México.
¿Por qué se optó por la violencia en Chile?
En primer lugar, porque la política indígena de los gobiernos de la Transición no logró canalizar los derechos políticos de los pueblos originarios dentro de la institucionalidad. Los indígenas quedaron como sujetos clientelares, debían recibir y ser acríticos ante las políticas públicas de los gobiernos.
La narrativa de los sucesos ocurridos en la Ocupación de La Araucanía, tanto en el siglo XVI como XIX, al ser reinterpretada por los mapuche, derivó en una ‘reinvención de la tradición’. Al hacerlo, el uso de la violencia como instrumento de acción colectiva se fortaleció ante el retorno de los weichafe (guerreros).
La irrupción de la Coordinadora Arauco Malleco, en 1998, fue una crítica a las políticas indigenistas de aquella época; el uso de la violencia por parte de comuneros mapuche, si bien nació como un acto espontáneo (quema de los camiones de Lumaco en 1997), con el tiempo se adoptó como una forma de hacer política.
El movimiento mapuche teorizó sobre el ejercicio de la violencia política como instrumento entre 1997–2010. El “legado” de los toqui fue recuperado, igual que la historia de la Resistencia a la Guerra de Arauco. La narrativa de los sucesos ocurridos en la Ocupación de La Araucanía, tanto en el siglo XVI como XIX, al ser reinterpretada por los mapuche, derivó en una “reinvención de la tradición”. Al hacerlo, el uso de la violencia como instrumento de acción colectiva se fortaleció ante el retorno de los weichafe (guerreros).
En poco tiempo, la violencia entre agricultores y mapuche fue escalando cada año un peldaño más. El Estado, a su vez, diseñó un plan de contrainsurgencia a baja escala, que se denominó Operación Paciencia (2002–2006) y que luego tendría una segunda oleada con la Operación Huracán (2010–2014).
La consecuencia ha sido el surgimiento de nuevos movimientos mapuche de resistencia. A mediados del 2013 nació Auka Weichan Mapu y hace pocos años la Resistencia Mapuche Lafkenche. Ambas comparten el uso de la violencia política como instrumento de acción colectiva.
Aunque el contexto latinoamericano era propicio, la historia local también potenciaba la violencia: ¿no fue la “ocupación” de La Araucanía un proceso violento por medio del cual se construyó el Estado chileno? La consecuencia de la derrota mapuche atrajo la pérdida de las tierras y la pobreza; también un lugar racializado al interior de la estructura económica del país. A partir de esta tesis, como han dado cuenta los historiadores Gabriel Salazar y Julio Pinto, la relación con el pueblo mapuche no sería distinta ni menos una excepción en los últimos años, sino una continuidad.
El mayor problema (o distinción) es que la violencia de Estado adquiere dimensiones raciales, al criminalizar a los activistas por la Autodeterminación.
Se puede discutir cuál “vía” es la mejor para llevar adelante la Autodeterminación. Me inclino por la que sitúe la democracia como mecanismo de representación, aunque la porfía en avanzar en torno a los derechos fundamentales por el Estado chileno, que ha cerrado en todo momento la discusión para un cambio político, incluso ha hecho que la radicalización de ciertas facciones del movimiento autonomista sea considerada legítima por algunos miembros de su población.
Si sumamos el contexto de pandemia que vivimos, con los problemas de abastecimiento en la población mapuche y la ausencia de trabajo por una economía informal en Wallmapu, la radicalización étnico–política es muy factible. Y no hay que olvidar el encarcelamiento de los dirigentes.
En su último libro, la escritora boliviana Silvia Rivera Cusicanqui hizo un llamado a recuperar el concepto de René Zavaleta Mercado de lo “abigarrado”. Lo llamó un mundo ch’ixi es posible, es decir, mestizo. Aspecto similar ha emanado de Elicura Chihuailaf, quien ya en 1999 escribió de la necesidad de fortalecer la “morenidad”. ¿Será que hemos perdido lo xampurria (mestizo–híbrido) en detrimento de los absolutos políticos?
La historia mapuche de los últimos 30 años ha estado marcada por un crecimiento político–intelectual. El movimiento se convirtió en un laboratorio de ideas de humanidad que oxigenaron la posdictadura. Sin embargo, la respuesta del Estado con una doble política de reconocimiento y criminalización ha terminado por acentuar las opciones radicales en el escenario político. Existen cicatrices, producto de los últimos 20 años de violencia estatal en las nuevas generaciones mapuche, que irrumpe hoy con mayor voluntad de operar en el territorio mapuche. En este contexto, es urgente un nuevo marco para las relaciones interculturales. Los gobiernos que vinieron después de la dictadura de Pinochet dieron pie a una época de mejores relaciones, pero hoy estamos en retroceso, a menos que se tome la opción de un nuevo acuerdo país: ¿Autodeterminación, Autonomía o un Estado Plurinacional? El debate está abierto. ¿Tendrá la élite la capacidad de comprender lo que está en juego en relación con los pueblos originarios? Parafraseando a Álvaro García Linera, aún es tiempo de repensar “un nuevo horizonte de época”.
Sé muy poco de música clásica, las sinfonías me abruman y las piezas que prefiero forman un parquísimo playlist de cuatro títulos apenas, cada una con los que creo son sus mejores intérpretes: las Variaciones Goldberg de Bach interpretadas por Glenn Gould, las Suites para violoncello, también de Bach, interpretadas por Pablo Casals, la Sonata para Arpeggione de Schubert interpretada por Mstislav Rostropóvich, y Los nocturnos de Chopin interpretados por Claudio Arrau. Este último, como Gould, me interesa también como tipo artístico, ya que pienso que pocas cosas permiten entender mejor la psicología de la creación artística que las historias de pianistas prodigios, con sus rituales obsesivos y la encarnizada lucha que suele librarse en ellos entre la naturaleza y el arte o, mejor aún, entre el dominio intuitivo y el racional de los recursos expresivos. El caso de Gould es emblemático también por su excentricidad, que ha llamado la atención de Don DeLillo y Thomas Bernhard, para quien la cultura era en general un patrimonio de sujetos obsesivos o simplemente dementes. El caso de Arrau, en tanto, es menos conocido, pero más reconfortante, pues muestra que los padecimientos de la creación pueden resolverse con un sólido trabajo interior, en un plácido equilibrio entre vida y arte, algo impensable para aquellos que aún se sienten demasiado atraídos por el mito del genio romántico, exótico y humillado, tanto por las presiones internas como externas.
Debo esta impresión sobre la figura de Arrau a la lectura de dos libros excelentes, uno detrás del otro: el perfil biográfico que escribió Marisol García el año 2018 –su descripción de la turbación de Arrau al notar que Pinochet ingresaba a su último concierto en Chile me pareció impactante– y el libro de conversaciones con el pianista de Joseph Horowitz, que se publicó en inglés el año 1982 y que fue traducido al español dos años más tarde. Lo publicó Javier Vergara Editor, una desaparecida editorial bonaerense, pero de origen chileno, cuyos títulos suelen encontrarse en las librerías de viejos a precios de saldo, aunque el de Horowitz-Arrau es casi inencontrable. Curiosamente, ninguna otra editorial se ha animado a reeditarlo desde entonces y si alguna se animara ahora, le recomendaría seleccionar de sus más de 300 páginas –que incluyen varias conversaciones con músicos que trabajaron con Arrau (Daniel Barenboim entre ellos) y un listado de sus grabaciones, entre otros materiales diversos– únicamente las 13 entrevistas con el pianista, cada una precedida de una valiosa introducción de Horowitz, y el sorprendente ensayo titulado “El intérprete recurre al psicoanálisis”, el único que escribió Arrau y que publicó en una revista musical norteamericana en 1967.
Arrau plantea allí que la terapia psicoanalítica debiese formar parte de la formación de un músico joven, sobre todo si se trata de un prodigio, pues ello le permitiría iniciar cuanto antes ese proceso de “autoconocimiento” y “autosatisfacción” que debe ser la fuerza impulsora de cualquier artista, pero también protegerlo de esas inhibiciones y bloqueos psicológicos –agarrotamiento de dedos, pérdida temporal de la voz y la memoria– que prosperan sobre todo en los momentos críticos, por ejemplo cuando debe enfrentar la disyuntiva vital entre perseverar como un simple portento de la naturaleza o afirmarse como un creador original, intuitivo pero a la vez consciente de sus recursos expresivos. Esto último, sugiere Arrau, solo podrá lograrlo el artista que consienta a carearse con las fuerzas más oscuras y agresivas de su psique, a bucear en su inconsciente, para transmutarlas luego en poder creador o energía psíquica dominada por la mente. Aunque ese inconsciente, aclara, no es únicamente el inconsciente individual, “freudiano”, el inconsciente de los fantasmas personales y los conflictos edípicos, que ciertamente existe pero que no basta, sino también el inconsciente colectivo, “junguiano”, el que se expresa a través de los arquetipos que proveen los mitos, las leyendas, la literatura y otras formas de canalización simbólica del desorden emotivo.
Arrau al final de su vida seguía preparándose con el mismo fervor de siempre, pero también cuidaba de sus perros, desmalezaba su jardín, leía a los clásicos en latín o griego y admiraba los musicales de John Travolta. Esto último, en especial, no es prueba de excentricidad, sino más bien de un ego bastante estabilizado.
Las ideas de Arrau sobre este punto son, como uno esperaría, fruto de su propia experiencia y no un mero wishful thinking: en 1923 él mismo inició una cura psicoanalítica, que extendería hasta el final de su vida, tras sufrir un severo bloqueo emocional, provocado en parte por la muerte de Martin Krause, su exigente tutor y figura sustituta del padre en su desarrollo psicológico temprano. Lo que aprendió, dice en las conversaciones con Horowitz, que están por ello salpicadas de términos psicoanalíticos (la “neurosis musical” parece obsesionarle tanto como a Ingmar Bergman), es que la vanidad y el deseo de complacer a los demás, sumado al miedo o la ansiedad de no poder lograrlo, había sido el principal obstáculo para afirmarse como un sujeto verdaderamente creador, es decir, para pasar de la autista ejecución intuitiva a la empática ejecución consciente, que exige entre otras cosas renunciar a parecer perfecto, divino o infalible y tener el coraje incluso de desagradar o desafiar las expectativas del público. El psicoanálisis, que Freud concebía como una forma de humillación, sirve sobre todo para eso: para aceptar la propia vulnerabilidad y deponer las presiones egocéntricas de la mente, sin lo cual es imposible por otra parte empatizar con las emociones de los demás, que es una de las principales cualidades de un intérprete: “Con el tiempo –señala Arrau para rematar el punto– comprendí que uno simplemente debe permitir que las cosas sucedan, sin preocuparse demasiado por complacer o tener éxito. Entonces la ansiedad deja de ser un impedimento para convertirse en parte del flujo creativo. (…) Cuanto menor es la vanidad, mayor es la capacidad creadora”.
En general, muchas de las reflexiones contenidas en este libro pueden leerse como preceptos estéticos generales, válidos para cualquier otra expresión artística, incluidas las destinadas a clarificar la original técnica interpretativa del pianista –la “técnica del peso natural”– que manda aprovechar la gravedad del cuerpo y que está afincada igualmente en lo que llama una “actitud natural ante la vida”. Una interpretación lograda, precisa, exige estar relajado en momentos de gran tensión emocional, relajado a la vez que emocionalmente involucrado, lo que podría transponerse sin problemas a cualquier otra actividad imaginativa que involucre el cuerpo, como el teatro o como la danza, que también debiese formar parte de la educación de un músico, ya que sus movimientos expresivos ayudan a adquirir mayor consciencia en la proyección de sentimientos.
Raúl Ruiz, valga decir, anotó en su diario íntimo lo funcional que podría ser otro de sus procedimientos técnicos para la creación cinematográfica, que él mismo practicaba a la vez como una combinatoria precisa y como una deriva imaginaria inconsciente: “En las reflexiones de Arrau –anotó allí, luego de leer este libro– hay mucho de aplicable al cine. Sobre todo en el uso de las secuencias automáticas: cuando una secuencia musical conocida empieza a ser desarrollada, el auditor la precede recordándola y se va sorprendiendo en la medida en que el intérprete sepa jugar con las expectativas. Para hacerlo debe, también él, preceder lo que toca, debe desdoblarse entre el que se entrega a la música y el que observa el camino desde lo alto: como si un conductor de un auto pudiera ayudarse con imágenes de la ruta tomadas simultáneamente desde un helicóptero”.
Pocas veces la lectura de un libro resulta tan sugerente, más aún cuando habla de cosas que uno conoce poco y que parecen ajenas a nuestros intereses inmediatos. Lo que me sorprende de este volumen en particular es la sabiduría vital y la serenidad artística que transmite el entrevistado, que es algo que su interlocutor no alcanza a percibir del todo, demasiado empeñado como parece en presentar al músico como un genio romántico, aislado y doliente, demasiado excéntrico o especial para integrarse sin problemas al flujo banal de la vida cotidiana. Arrau, de hecho, lo contradice en este punto varias veces: un buen artista, sugiere, es aquel que puede compatibilizar o hallar un equilibrio entre intuición, estudio y madurez psicológica y él, al menos, parece haberlo logrado. Por eso al final de su vida seguía preparándose con el mismo fervor de siempre, pero también cuidaba de sus perros, desmalezaba su jardín, leía a los clásicos en latín o griego y admiraba los musicales de John Travolta. Esto último, en especial, no es prueba de excentricidad, sino más bien de un ego bastante estabilizado.
El asesinato de George Floyd desencadenó un movimiento de protesta e indignación social que rompió incluso las infranqueables barreras sanitarias del coronavirus. En las más grandes ciudades de los Estados Unidos desfilaron miles de personas gritando “si no hay justicia no hay paz”. Bajo el lema de “Black Lives Matter”, o sea, “las vidas de los afroamericanos cuentan”, se pintaron avenidas, estatuas y muros. La violencia inicial de los primeros días, con sus habituales saqueos, lejos de ir escalando se fue moderando cuando las autoridades locales y sus policías fueron, de a poco, admitiendo las razones de la demanda. Que el presidente Trump hiciera justo lo contrario, sirvió para orientar el fuego: en plena campaña electoral, el racismo del presidente se convirtió en un argumento más de la oposición demócrata, la cual, además, tuvo el buen olfato (o la inteligencia) de no encabezar ni apropiarse del movimiento.
A diferencia de lo que ocurrió en Chile en octubre del 2019, la élite de la izquierda (o lo que se puede llamar así en Estados Unidos) no quedó aislada y a contramano del movimiento. Los Starbucks y las tiendas Apple dejaron de ser saqueadas, pero la rabia tantas veces juvenil se dirigió contra un objetivo que, para todo francotirador, tiene la enorme ventaja de no moverse: las estatuas.
Cuando se derriba una dictadura, de izquierda o de derecha, lo primero en caer son sus estatuas. Lo vimos en la ex Unión Soviética, lo vimos en Irak, lo vimos en Ucrania. Nadie derriba la estatua de un presidente mientras gobierna. Pero el hecho de que un presidente que encarna una supuesta supremacía blanca siga gobernando en EE.UU. es poco probable: las estatuas caídas de sus ancestros señalan que no tiene lugar en esta historia que se está escribiendo en las plazas de los Estados Unidos.
Derribar una estatua (como ha sucedido con los monumentos a militares del ejército del sur o de líderes racistas) es lo más cercano a matar sin matar. Es destrozar un cuerpo, que su cabeza ruede por el suelo, que las piernas y brazos se desprendan, sin que haya sangre o vísceras de por medio. Es una forma de vivir la violencia sin que esa violencia cueste vida o dolor. Todo queda en el orden de lo simbólico. El ataque continuo y coordinado a las estatuas se inscribe justo entre la acción directa de los Black Panther en los años 60, que no trepidaban en derribar también a humanos de carne y hueso, y la no violencia activa de Martin Luther King, quien decía que no había que tocar ni un solo cuerpo.
Las dos formas de lucha, activa o pasiva, implican sin embargo riesgos que están lejos de los que asumen los derribadores de estatuas, hombres y mujeres generalmente anónimos. Las estatuas no responden con fusiles, y la policía generalmente se ha mantenido impasible ante los ataques. Se agrede una cosa que tiene forma y nombre de persona, pero no se mata a nadie. La amenaza de Donald Trump de condenar a 10 años de cárcel a quienes sigan derribando las estatuas de “veteranos de guerra”, se parece a la mayor parte de sus promesas: está completamente vacía.
En Estados Unidos, donde el marxismo se enseña en las escuelas de literatura y parece ignorarse en las de economía, la lucha de clases es para la izquierda la verdadera palabra prohibida. La idea de que es la clase privilegiada la que designa y elige cómo y cuándo hay que respetar a los menos privilegiados, conserva la distancia entre la universidad y el suburbio, donde siguen viviendo ajenos al debate aquellos que sufren la violencia no simbólica.
Como el coronavirus está disparado, las grandes manifestaciones no han sido posibles. Otros actos de desobediencia civil, como huelgas de hambre, chocan con el mismo problema de salud pública. Y una resistencia armada choca con el poco apoyo de una población que siente por su Constitución un respeto casi religioso, y que tiene uno de los ejércitos y servicios de inteligencia más eficientes del mundo.
Con poca gente bien organizada, la caída de estatuas mantiene vivo el movimiento sin necesidad de un gran sacrificio humano. Bien lo supieron los talibanes al bombardear los monumentos budistas que contaminaban la Afganistán que deseaban fundar. Algo parecido se puede decir de Daesh, que acometió la destrucción de monumentos en Palmira, Siria, y si no es por la abundante exposición mediática que sus actos de iconoclastia tuvieron, nada los hubiera detenido.
La pregunta es si la guerra simbólica tiene los efectos que esperan, es decir, si logrará terminar con una cultura en que el racismo está enquistado en todas las esferas de la sociedad. Un racismo que está lejos de ser solo simbólico, sino que se expresa en un costo de sangre y heridos, un flujo ininterrumpido de violencia que hace que ser negro, inmigrante o pobre (que suele ser lo mismo) sea un peligro real y cotidiano.
Desde un punto de vista, la muerte de George Floyd sería la confirmación de la inefectividad de las guerras simbólicas. Porque nadie puede ignorar que en los Estados Unidos hay hasta palabras que no se pueden pronunciar en voz alta, días en que se conmemora a Martin Luther King y a otros próceres de los derechos civiles, que se estudian sus batallas, dolores y victorias en los colegios. Son muchas universidades las que se especializan en los estudios de la cultura afroamericana. Pero nada de eso paró a Derek Chauvin a la hora de estrangular a su víctima. Un acto, y este es el fundamento mismo de la protesta, que es cualquier cosa menos aislado.
Aunque podría ser al revés, que la airada reacción no solo de la comunidad afroamericana sino de la población general y de muchas autoridades, sea una victoria de la guerra cultural. El rechazo al racismo no tiene que reinventarse cada vez, encuentra su pathos en la vieja lucha por las palabras, las imágenes y los gestos. Los puños en alto, las canciones, los conceptos que el movimiento por los derechos civiles acuñó en sus años de gloria, resucitan de la misma forma en que lo hace un conocimiento que no es del todo instintivo, de cómo graduar su fuerza y mantener la tensión sin ceder terreno a sus enemigos.
La llegada de Donald Trump al poder fue quizás la prueba de que esa guerra simbólica tenía otras vueltas inesperadas. Revestido de un aura de desparpajo, Trump se convirtió en el hombre que podía hablar sin filtro, es decir, de comentar lo que muchos piensan pero no se atreven. Lo políticamente correcto resultó ser políticamente ineficiente o claramente perjudicial a la hora de conseguir que un hombre abierta y francamente xenófobo sucediera a un presidente afroamericano e internacionalista.
En las guerras simbólicas nadie muere, y carecen de un resultado claro y evidente. Es imposible saber cuántos crímenes racistas impiden los grafitis, las canciones, las coreografías, las tesis universitarias. Es imposible, sin embargo, no constatar que hacen visibles temas y urgencias, que despiertan debates atávicos, y que muy lejos de las calles o las casas donde mueren las personas por las que marchan, hay algo importante que cambia y avanza.
No cabe duda de que sin esas luchas simbólicas jamás un afroamericano, hijo de un inmigrante nigeriano, habría llegado a ser presidente de Estados Unidos. Obama es un evidente fruto de la tan denostada corrección política y un reflejo de la apertura de las universidades y otras instituciones a cuotas de representación de minorías hasta ayer marginadas. Con todo, su llegada al poder no impidió que los policías siguieran matando a afroestadounidenses en las calles con una impunidad que hizo que varias veces los guetos se encendieran de impotencia y rabia. El sentimiento de injusticia, que era más que un sentimiento, se calentó mucho más, justamente porque en los símbolos la guerra parecía haberse ganado. Es como si les dijeran: no, era broma, no han triunfado.
La llegada de Donald Trump al poder fue quizás la prueba de que esa guerra simbólica tenía otras vueltas inesperadas. Revestido de un aura de desparpajo, Trump se convirtió en el hombre que podía hablar sin filtro, es decir, de comentar lo que muchos piensan pero no se atreven. Lo políticamente correcto resultó ser políticamente ineficiente o claramente perjudicial a la hora de conseguir que un hombre abierta y francamente xenófobo sucediera a un presidente afroamericano e internacionalista. Lo políticamente correcto implica la idea de que alguien corrige políticamente a otro. Ese alguien es con frecuencia de la élite universitaria, en su mayoría blanca. En Estados Unidos, donde el marxismo se enseña en las escuelas de literatura y parece ignorarse en las de economía, la lucha de clases es para la izquierda la verdadera palabra prohibida. La idea de que es la clase privilegiada la que designa y elige cómo y cuándo hay que respetar a los menos privilegiados, conserva la distancia entre la universidad y el suburbio, donde siguen viviendo ajenos al debate aquellos que sufren la violencia no simbólica.
Desde la perspectiva de la lucha de clases, bien podría acusar a las guerras simbólicas de usar el dolor de George Floyd para promover agendas y temas y preocupaciones de la misma élite a la que el policía que lo mató pensaba proteger. Obama, un representante de la élite afroamericana, se vio bendecido por la lucha que dio Rosa Parks en los 50, pero eso no impidió que en su mandato las nuevas Rosa Parks fueran arrastradas fuera de otros buses. Porque los buses aquí son como las estatuas: simbólicos.
Que una élite afroamericana, o que las mujeres profesionales, consigan un trato justo, es un logro que bien vale celebrar, pero, ¿qué parte de ello les toca a los George Floyd o a los cientos de miles de mujeres asesinadas por sus maridos?
Cuando la atención se focaliza en la plaza central de la ciudad, vuelve indefectiblemente a alejarse de los guetos donde viven los que no importan. Las estatuas sitúan la pelea justamente entre los que tienen el poder. Historiadores, sociólogos, escritores e intelectuales de toda laya defienden los méritos de tal o cual estatua. O la critican. Son estatuas, qué duda cabe, de hombres blancos. El sueño tantas veces negado por los hechos de que el pasado puede corregir el presente o evitar que los errores de ayer se repitan mañana, domina de pronto un debate por completo universitario, un debate que está muy lejos de la calle de Minneapolis donde todo empezó esa tarde de primavera en que un hombre gritó que no podía respirar y otro le quito incluso ese poco aire que le quedaba.
En Talca, al recibir el Premio José Donoso, Ricardo Piglia dio una conferencia en la que establecía un posible origen de la narración rastreando su forma inicial en la prehistoria de los grandes modos de narrar. “Podemos imaginar que el primer narrador se alejó de la cueva, quizá buscando algo, persiguiendo una presa, cruzó un río y luego un monte y desembocó en un valle y vio algo ahí, extraordinario para él, y volvió para contar esa historia”.
Hace 400 mil años, los humanos conquistamos el fuego y esa iluminación artificial nos permitió entrar en galerías y cavernas más profundas. Es ahí donde encontramos la impresión más directa de nuestras primeras intenciones narrativas. “Al parecer, somos una especie predispuesta adaptativamente para contar, inventar y escuchar historias”, describe un reciente hallazgo arqueológico publicado en revista Nature, que sienta un nuevo precedente en la historia del arte. Se trata de la primera escena de la que hay registro, el origen del arte narrativo.
El panel encontrado en una cueva de un acantilado en la isla Sulawesi, en Indonesia, data de unos 44 mil años de antigüedad. Puede ser la primera narración conocida. La escena muestra ocho figuras pseudo antropomórficas cazando con cuerdas y lanzas a un grupo de jabalíes y búfalos enanos. El factor enano de los búfalos aporta un componente fabuloso. Con todo, son más grandes que las figuras humanas.
Hasta este hallazgo, las escenas más antiguas se encontraban en la cueva de Chauvet, cuyas impresionantes galerías con animales, que en la penumbra parecen en movimiento son develadas por Werner Herzog en el documental La cueva de los sueños olvidados.
El turismo subterráneo recorre paisajes bajo la superficie, explorando cavernas que conservan un camino abierto al pasado geológico, biológico y antropogénico de la Tierra. Solo en Francia existe un circuito de 150 cuevas y cavernas, de las cuales 25 conservan rastros prehistóricos. Las cuevas de Arcy-sur-Cure están clasificadas como un sitio arqueológico de interés nacional por las pinturas, huesos y lámparas dejados por neandertales y cromañones desde hace casi 200 mil años. Menos célebres que las escenas de las cuevas de Lascaux, sus pinturas son las segundas más antiguas de Francia, después de las de Chauvet –lugar que mantuvo tras el reciente hallazgo–, y a diferencia de ellas, están abiertas al público.
Hace un año, en Dijon, de visita en casa de un amigo, aprovechamos la cercanía para bajar a las cuevas a ver qué había. Junto al río Cure, Arcy es el principal complejo prehistórico subterráneo de la zona de Alps Franche-Comté. Desde Dijon, saliendo temprano, calculamos alrededor de una hora y media, asistidos por una aplicación. En silencio, por la autoroute du Soleil, ninguno sabía realmente adónde íbamos.
La señalética de la autopista advierte con un antílope el ingreso a una zona de animales sueltos. Los primeros habitantes los seguían y cazaban por la carne y el abrigo de sus pieles. Por una carretera rural, en medio de la neblina, una colina y un río separa el caserío de Saint Moré de Arcy-sur-Cure. Después de pasar el puente, siguiendo el río por un camino de tierra, se pueden visitar las cuevas llegando a la hora de la visita guiada.
Debido a su resistencia al cambio y la relativa estabilidad de su clima (en Arcy, por ejemplo, la temperatura interna se mantiene en 12 ºC), el mundo de las cavernas conserva perfectamente mucha evidencia antropológica y paleontológica. Algunos de estos restos –huellas humanas y de animales extintos, el arte rupestre de las paredes– se encuentran casi exclusivamente en este tipo de cuevas. Se entra en grupos reducidos. La gran cueva de Arcy permaneció deshabitada miles de años.
Los primeros rastros recientes aparecen en una de sus lagunas interiores, donde se han encontrado monedas y piedras esculpidas que dan cuenta de un lugar que pudo ser utilizado en ceremonias y rituales medievales. Desde entonces, sus asombrosas formaciones de columnas y estalactitas fueron su principal atractivo, hasta que en 1990 se descubrió la figura pintada de un íbice equilibrándose en una de sus escarpadas paredes. Pronto fue un pájaro, después apareció un oso; luego, unos mamuts. Para la gente del pueblo, lo verdaderamente sorprendente es que los dibujos hayan resistido a la profunda limpieza con ácido muriático que sufrió la cueva en 1976 por orden de la alcaldía.
Bajo tierra, a menudo se nos revela la evidencia de breves momentos en la existencia. Estas instantáneas, de calidad excepcional, narran el principio de la historia de la humanidad. El tiempo se acumula verticalmente, hundiendo y enterrando las cosas. A través de las cavernas se accede a sus intersticios. La cueva guarda un silencio que la humedad entibia.
Hasta hace muy poco se presumía que la explosión del arte sucedió en Europa con la llegada del Homo sapiens. Lo interesante de encontrar arte rupestre mucho más antiguo, es que podemos inferir que la expresión artística se da probablemente en todo el mundo a la vez.
Hasta hace muy poco se presumía que la explosión del arte sucedió en Europa con la llegada del Homo sapiens. Lo interesante de encontrar arte rupestre mucho más antiguo, es que podemos inferir que la expresión artística se da probablemente en todo el mundo a la vez.
Comparados con los trabajos de Sulawesi, las pinturas de las cuevas de Arcy-sur-Cure, como las de Chauvet o Lascaux, dan cuenta de que ciertos rituales, técnicas y motivos –como escupirse con tinta las manos para imprimir en el muro su negativo– se perpetuaron durante años, como una especie de lenguaje artístico común, anterior a las primeras sociedades.
Podemos imaginar, dijo Piglia en la casa central de la Universidad de Talca, que el primer narrador fue un viajero y que el viaje es una de las estructuras centrales de la narración. Pero como sabemos que no hay un origen único, aclara, también “podríamos imaginar que el otro primer narrador ha sido el adivino de la tribu, el que narra una historia posible a partir de rastros y vestigios oscuros (…) indicios que no se terminan de comprender (…) alguien que leía signos, que leía el vuelo de los pájaros”, y que para descifrarlos necesitaba construir un relato.
Para Piglia, la reconstrucción de una historia cifrada a partir de ciertas huellas, para recuperar “una realidad ausente, un sentido olvidado” (el relato como investigación), sería otro modo primitivo de narrar, muchísimo más antiguo que el hilo negro.
Luego de una hora y media de caminata tierra adentro, pienso en el exterior como un paisaje hueco, la fachada engañosa de un bosque junto a un río apacible escondiendo el discreto macizo de roca, mientras los verdaderos cauces transcurren bajo la superficie. Abajo, en los intersticios, una profundidad anterior se interna en las cavidades geológicas del tiempo.
A medida que descendemos, las concreciones de piedra en la penumbra –cortinas y barridos de caliza, columnas y grandes bóvedas con simas dentadas por enormes estalagmitas y estalactitas que dan forma a seis grandes salas subterráneas– evocan las ruinas de una civilización perdida. Sus templos decorados con relieves lucen figuras irreconocibles, que van cambiando con el silencio y la oscuridad.
Al fondo de la caverna, el techo comienza a acercarse y la cueva se hace cada vez más baja. Solo al final, sobre un suelo de losas pulidas, hay pintado un grupo de animales. Las líneas son simples. Pájaros de un trazo, dos colmillos y la trompa de un mamut. Los contornos de algunos detalles. La línea de sus movimientos, el gesto que impresiona a un cavernícola.
Puede que los dibujos de Arcy-sur-Cure no parezcan deslumbrantes, pero están ahí, narrando en silencio la misma escena desde hace miles y miles de años. ¿Qué sentido pudo haber tenido entonces pintar algo que no existe? ¿Se trata de una simple representación o es una pieza de arte narrativo? ¿Es la representación de una escena o son planos de distintas épocas superpuestas en el mismo espacio?
En la alocución inaugural del coloquio Artescrituras, en Madrid, César Aira propone otra narración precursora, una variante procedimental, aunque enseguida reconoce que como mito de origen es bastante dudoso. “Contarles a los amigos o a los vecinos de caverna cómo cacé un bisonte es un simple acto de comunicación, al que la lengua es puramente funcional; pero contarles la historia que sugieren esos bisontes y cazadores en la pared… eso bien podría ser un anticipo de literatura”. Aira imagina un comienzo posible de la literatura como descripción o interpretación fabulosa de un dibujo o una estatua. “La mediación de las imágenes impone una distancia, y la distancia crea un espacio, en el que las palabras pueden resonar y multiplicar su expresión más allá de lo utilitario”, dice.
En La escritura de las piedras, Roger Caillois va más lejos y ve en las mismas líneas de las piedras –no en las figuras recreadas sobre ellas– el origen del lenguaje. Nunca sabremos si las pinturas se aprovecharon de los contornos rugosos de las cuevas, o fueron esos volúmenes, esas texturas, las que dieron origen a las primeras formas narrativas.
Es interesante para mí dirigirme a una audiencia compuesta principalmente por académicos. Como escritor creativo, el que debas encontrarte con críticos profesionales es algo así como que una vaca se encuentre con un aprendiz de carnicero: la mayor esperanza que puedes tener es la destreza. Vas a ser cortado en pedazos de todas maneras, pero solo abrazas tu destino. He tenido mis propios enredos con la academia, de manera que estar en un espacio académico como este también se siente como lo que dicen sobre la mafia: sigo tratando de salir, pero me siguen trayendo de vuelta. Sin embargo, lo que estoy tratando de hacer no es aproximarme a los “futuros africanos” de una manera académica. Creo que parte del trabajo que un escritor creativo hace es intentar una visión más amplia, lograr algún tipo de síntesis, algún tipo de retorno a los fundamentos, tal vez incluso algún tipo de recordatorio de lo que podría estar en juego.
Comienzo con esta imagen ligeramente ridícula que elegí justo antes de mi charla, porque solo necesitaba una imagen que no tuviera nada que ver con mis elaboraciones y esa es la que sucedió que estaba en el escritorio de mi computador. Pero la razón por la que está en mi computador (ustedes saben cómo las imágenes comienzan a generar pensamientos y las tangentes comienzan a salir disparadas de ellos) es porque un estudiante en mi clase recientemente concluida sobre Arte del Renacimiento del Norte que enseño en Bard College (donde también enseño literatura, así como Arte Africano Contemporáneo) me la envió hace unos días. Lo que realmente intentaba decirles a mis alumnos en esa clase, lo que intentaba enseñarles, es a tener una sensación de cómo la cultura en todas sus expresiones es increíblemente sofisticada y compleja. Esto es, no solo para comprender qué hace que Durero o Memling sean importantes o interesantes, sino para comprender las formas en las que ellos también son ejemplos de cultura con todas sus complicaciones, con todas sus advertencias y acotaciones. Y así, muy a menudo en esa clase, yo solía entrar y hablaba durante los primeros 10 minutos sobre hip-hop. Deben haber pensado que yo era muy raro, porque ellos se inscribieron en la clase de Arte del Renacimiento del Norte, pero después de un tiempo comenzaban a entender: lo que une a ambas es que son culturas de expresión, desafío, ostentación, exhibición, jactancia, refinamiento y maestría. De manera que mi alumno, para demostrar que realmente lo entendió (después de la clase y después de obtener su nota A) me envió esta imagen, diciendo: “Realmente me encantó su clase; miro el mundo de manera diferente, así que quería enviarle esta imagen que se me acaba de ocurrir”. Y de esta manera, él puso estas dos imágenes juntas: San Mauricio de Lucas Cranach, de alrededor de 1520, cuando San Mauricio era un santo apreciado en el norte de la Europa medieval, mientras que esta misma Europa iba directamente a esclavizar africanos y comenzaba a usar el racismo como el escudo ideológico para ese racismo. Después de un largo siglo de descolonización, las sociedades africanas todavía están lidiando con el futuro generado por este encuentro entre culturas y sus soportes ideológicos.
De forma que aquí hemos llegado a aquello de lo que realmente quiero hablar: “¿Usan los nativos digitales africanos faldas de vidrio?”. Estoy usando este título porque necesito un título, pero creo que la alusión también es una que muchos de ustedes reconocerán: “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”, de Philip K. Dick.
Muy a menudo en esa clase, yo solía entrar y hablaba durante los primeros 10 minutos sobre hip-hop. Deben haber pensado que yo era muy raro, porque ellos se inscribieron en la clase de Arte del Renacimiento del Norte, pero después de un tiempo comenzaban a entender: lo que une a ambas es que son culturas de expresión, desafío, ostentación, exhibición, jactancia, refinamiento y maestría.
Quiero pensar en cómo comenzamos a entender y cómo seguimos entendiendo la “autenticidad africana” en el futuro digital que tenemos ante nosotros. Esto se trata en gran medida sobre mirar lo contemporáneo, porque lo contemporáneo es en realidad lo más cerca que vamos a llegar al futuro: el ahora es el futuro que se está desarrollando ante nuestros ojos. Con todo, surgen algunas preguntas: ¿Estamos mirando lo contemporáneo a través de los lentes restrictivos del pasado? ¿Estamos imponiendo vías interpretativas que se han establecido para otros fines sobre lo que tenemos ahora?
Todos hemos oído hablar de los “nativos digitales”, lo que se refiere a las personas para quienes el engranaje con el mundo digital es algo natural. Todos hemos visto, probablemente en YouTube o en algo así, a esos niños pequeños que reciben una revista, ven una imagen impresa, la pellizcan y tratan de expandirla, porque piensan que es un iPad: “¡No se está agrandando!”. Que lo impreso no se comporte como lo digital los confunde. Esos sí que son verdaderos nativos digitales.
Enseñando estos últimos años, el año pasado me di cuenta de que todos los estudiantes de mis clases habían nacido después de que comencé a usar el correo electrónico (recuerdo mi vida antes del correo electrónico, pero para ellos, es el único mundo que han conocido). Cuando yo estaba en la universidad, solía escribirles a mis padres con el aerograma azul plegado y eso era natural para mí. De manera que, en lo que respecta al mundo digital, soy un inmigrante en ese mundo como muchos de nosotros lo somos; pero hay quienes son nativos digitales. Nativos digitales, nativos africanos, nativos digitales africanos. No solo sucede que tal especie existe; de hecho, sus miembros pronto nos superarán en número.
Hago un juego de palabras con las “faldas de hierba (grass)”. Pero esta idea es que la interfaz del “africano” no es la choza de barro, no es la falda de hierba, sino que es más bien un trozo de cristal (glass), generalmente una pantalla táctil. Ahí es donde gran parte de nuestras vidas, “incluso” en el continente africano, está sucediendo. Quería comenzar pensando en eso, en lo que dice sobre nuestro futuro.
Nuestra África, insistimos, debe entenderse en un sentido tan amplio como Europa. No conocemos a algunas personas de Albania y les contamos con entusiasmo cuánto nos gusta la poesía irlandesa, ni tratamos de lograr contacto con un ateniense hablándole sobre las aguas termales de Reykjavik. Yo soy de Lagos. Realmente no quiero escuchar sobre tu safari o sobre tu compañero de cuarto tanzano en los años 60.
De manera que una tangente en la que pensar es el “esqueumorfismo”, que es cuando adoptas una forma más antigua y la incorporas a una más nueva, para crear algún tipo de metáfora auditiva o visual, aun cuando no sea natural para la cosa nueva. Así, tienes un automóvil que parece tener madera en los costados, pero no es madera real, de suerte que se supone que debe verse como un carro o carruaje elegante, más antiguo, pero solo se ve extraño, porque está hecho de plástico. El esqueumorfismo es algo que ha sido muy discutido en el mundo digital. ¿Por qué traes formas preexistentes que no tienen nada que ver con aquello de lo que estás hablando justamente ahora? Un ejemplo muy famoso de esqueumorfismo es cuando tomas una fotografía digital con tu cámara, con tu teléfono con cámara; ese sonido de “clic” que hace es una tontería, no necesita hacer clic, es en realidad un pequeño archivo de sonido, que hace que el sonido de clic te asegure que es una cámara. Eso es el esqueumorfismo. Un ejemplo particularmente molesto es cuando tu iCal, el calendario de tu computadora, tiene una interfaz de cuero. ¿Por qué necesitas una interfaz de cuero para un programa en tu computadora? Simplemente se ve descuidado, se ve tonto.
Habiendo explicado el esqueumorfismo, lo considero relevante para la percepción de ser totalmente contemporáneo en África ahora. En lugar de habitar libremente todas las complicaciones en las que nos encontramos, tenemos personas que dicen que si algo usa ritmos electrónicos, no es auténticamente música africana. Como si solo el tambor parlante fuera auténticamente africano, o como si solo imitaciones electrónicas del tambor parlante fueran permisibles. Esto es algo que de manera imprevista tenemos que aprender de los nativos digitales que habitan este espacio con mayor comodidad, un espacio en el que todo es posible. Ellos no sienten la necesidad de adaptar un concepto obsoleto a una situación actual. Su sentido de la música africana, por ejemplo, sería mucho más robusto y menos dependiente de los formatos antiguos.
¿Cuál es el significado del término “africano”? ¿Qué podría significar en un espacio como este, es decir, una conferencia internacional sobre el futuro y las literaturas africanas organizada por la Universidad de Bayreuth? ¿Cómo la audiencia se reúne aquí, en particular, para entender estas cosas? La complejidad de la audiencia ya comienza a anticipar la complejidad de la respuesta. Si esta conversación tuviera lugar en Juba o en Túnez con exactamente el mismo grupo de participantes, bien podría describirse como una conferencia europea. Algunas de las personas aquí tienen padres europeos, algunas estudian a Europa profesionalmente, muchas han estudiado en Europa profesionalmente, la mayoría vive en Europa y todas utilizan un idioma europeo. Estamos en Bayreuth, con su propia disputada historia y su forma particular de fantasía eurocéntrica. Tenemos una conferencia africana en Bayreuth (y es africana, porque algunos de nosotros tenemos padres africanos, algunos estudiamos a África profesionalmente, muchos hemos estudiado en África profesionalmente o hemos vivido en África y todos estamos comprometidos con las expresiones culturales africanas).
Fotografía: Zanele Muholi.
Entonces, lo que hace de esta una conferencia africana, paradójicamente, es el hecho de que estamos aquí, en Alemania (contra todo pronóstico, desde Kant, vía Hegel, hasta Wagner y las formas actuales de exclusión, que no pueden imaginar a África). Nuestra África, insistimos, debe entenderse en un sentido tan amplio como lo es Europa. No conocemos a algunas personas de Albania y les contamos con entusiasmo cuánto nos gusta la poesía irlandesa, ni tratamos de lograr contacto con un ateniense hablándole sobre las aguas termales de Reykjavik. Yo soy de Lagos. Realmente no quiero escuchar sobre tu safari o sobre tu compañero de cuarto tanzano en los años 60, lo que me ocurrió una vez en una fiesta. En esa situación, dejo ser a mi interlocutor; habitamos ese incómodo silencio durante aproximadamente un minuto. “Mi compañero de cuarto en los años 60 era de Tanzania”, dijo. Simplemente nos alejamos un poco uno de otro durante aproximadamente un minuto. Fue grandioso. Un silencio incómodo es una de las formas más vívidas de resistencia discursiva. De verdad me encanta. ¡Solo quédate allí, no digas nada! El trabajo continuo e incompleto, al que se refiere Ngugi, por supuesto, en Moving the Center, en parte es reclamar esa complejidad para el continente, desde El Cairo hasta el Cabo, o desde Mombasa hasta Dakar, como sea que quieras verlo, si el futuro ha de diferir de lo que hemos tenido hasta ahora.
Hay una forma de desprecio que lleva a suponer que “nativos africanos” es de alguna manera un concepto más auténtico que “nativos digitales africanos” o que las faldas de hierba son de alguna manera una abreviatura precisa para la expresión cultural auténticamente africana, de una forma que los dispositivos electrónicos no lo son. Esta es la advertencia que hice al principio sobre la sofisticación de esta audiencia, pero desafortunadamente, estas cosas que son extremadamente obvias para todos ustedes son efectivamente la realidad, una vez que encienden el televisor. En Europa y los Estados Unidos, los únicos africanos que verás en tu televisión son Masai, que, por supuesto, están encantados de verte, y por eso están saltando arriba y abajo. El concepto de lo que cuenta como africano es, por lo tanto, estrecho y marginado en un número estándar de tropos.
¿Cuán crítica es esta cuestión del desprecio? Cuando se plantea el problema, debe entenderse no como una mera protesta emocional, sino como que contiene dudas económicas y, por tanto, existenciales. Todo esto constituye un cierto grado de aclaración de la garganta. Ahora quiero hacer seis afirmaciones que tal vez estén más allá de la resistencia. Hablaré de cinco ciudades africanas. Esta selección recopilada no pretende ser una investigación, sino todo lo contrario: una ilustración de las diversidades africanas (y las cosas que suceden en estas y otras ciudades africanas). Al hacerlo, se discutirá cada una de las ciudades, centrándose en uno de sus muchos dolores, desafíos, bellezas, artistas, etc., desde los LGBTIQ hasta el ébola, desde la ciencia ficción hasta la diáspora y lo digital. Como tales, ellas son un bosquejo de la imposibilidad de describir un futuro digital africano en general. Todos los futuros son específicos y locales, hasta que no lo son. Ellos son simultáneamente locales y están entretejidos en nuestras realidades globales.
Permítanme comenzar en Johannesburgo, con el trabajo de Zanele Muholi, una fotógrafa, que está teniendo ahora un momento de muy merecida atención por su obra. Zanele no se llama a sí misma fotógrafa. Ella se llama a sí misma una activista visual. Pero cuando miras una exposición de su obra, es tan exquisitamente hermosa y tan lograda como el arte, por lo que, por supuesto, ella es una artista, es una fotógrafa. El enfoque principal de su trabajo es documentar visualmente los espacios LGBT en Sudáfrica, particularmente la vida de las lesbianas negras. Sudáfrica fue el primer país en reconocer protección para las personas queer y trans en su Constitución, pero también ha sido y sigue siendo un lugar donde hemos visto horrores: el asesinato de personas homosexuales, una epidemia de “violación correctiva” y otras obscenidades semejantes. En la obra de Zanele, decenas y cientos de personas aparecen como ellas desean ser vistas. Son hermosas, comunes y orgullosas. No puedo imaginar nada más africano que eso, habitar completamente tu propia piel y decir, por ejemplo: “Soy una mujer, no un hombre, una mujer, incluso si la forma en que soy una mujer no es en la forma que tú esperas”. Así es que eso es Johannesburgo.
Para Lagos, quería pensar en el miedo al ébola. Una de las cosas más interesantes sobre eso, para mí, fue cuán rápida y previsiblemente el discurso se convirtió en uno del salvador blanco: “Qué podemos ‘nosotros’ hacer por ‘ellos’, qué podemos hacer para salvarlos, porque, por supuesto, ellos están indefensos”. Pero cuando llegó el ébola (y casi no hay nada más horrible que esta epidemia), cuando llegó a Lagos, la ciudad negra más grande del mundo, una de las ciudades más grandes del mundo, tenía el potencial de ser un desastre absoluto. Y, de alguna manera, no se convirtió en un desastre absoluto. Fue una tragedia, porque murieron unas 11 personas. Pero la tasa de muertos en Nigeria no fue de cientos ni de miles. No fue ni siquiera de decenas.
Sudáfrica fue el primer país en reconocer protección para las personas queer y trans en su Constitución, pero también ha sido y sigue siendo un lugar donde hemos visto horrores: el asesinato de personas homosexuales, una epidemia de ‘violación correctiva’ y otras obscenidades semejantes. En la obra de Zanele, decenas y cientos de personas aparecen como ellas desean ser vistas. Son hermosas, comunes y orgullosas. No puedo imaginar nada más africano que eso.
Esto se debe en gran medida a lo que hizo el gobierno y en gran medida a lo que hicieron los ciudadanos. Por ejemplo, un joven médico y empresario, Seyi Taylor, comenzó “Ebola Facts”. Lo puso en Twitter y amplificó la campaña de información en curso. Como resultado de esta y otras iniciativas, casi todas las personas en el país sabían qué hacer para mantenerse a salvo. Todo el mundo se lavaba las manos, la gente era muy cuidadosa sobre estrechar las manos con extraños, sobre el contacto público. A la primera señal de fiebre, la gente iba a ver a un médico. Fue una situación realmente sorprendente, y no tuvo en realidad casi ninguna aportación del exterior. Y el aspecto digital fue crucial. Siempre nos burlamos de los “guerreros de Twitter”, la idea es que lo que sucede en línea no es real. Pero esto fue muy real. Hay muchos jóvenes nigerianos en Twitter y esta fue una forma muy importante de difundirles a ellos información que podía salvar vidas. Daré un segundo ejemplo de Lagos. Tenemos un nuevo presidente ahora. El cambio ha llegado, pero los nigerianos no solo se sientan y aplauden. De manera que Seun Onigbinde comenzó un sitio web que, desde el primer día, rastrearía el desempeño del presidente en relación directa con cualquier promesa particular que hiciera en el transcurso de la campaña. Así es como vivimos ahora, entendiendo que no nos está haciendo un favor al ser nuestro presidente, sino que le estamos haciendo un favor al elegirlo. Eso parece ser, para mí, un cambio significativo, un cambio radical, facilitado en gran medida por el hecho de que hay acceso a redes digitales de distribución. Ahora todos pueden ver lo que prometió, incluso aquellos que no estuvieron en su reunión en Yola o en Calabar. Todos pueden ver lo que ha prometido y si está cumpliendo. Y los nigerianos no son sentimentales al respecto: si no está actuando, tienen la intención de hacer que su vida sea incómoda.
Me mudaré a Nairobi, muy rápidamente, y hablaré sobre el corto de Wanuri Kahiu, Pumzi (2009). Es una película de ciencia ficción, una película hermosa, que es uno de los mejores ejemplos del afrofuturismo debido a sus preocupaciones ecológicas y su feminismo. Es muy interesante para mí, como alguien que creció en Nigeria y ahora vive en Estados Unidos, ver cómo (con la excepción de nuestros genios contemporáneos como Nnedi Okorafor, que debe estar en algún lugar de esta sala) gran parte de la imaginación estadounidense del futuro se inscribe insistentemente en la condición blanca. En el futuro, la gente blanca nos salvará, así que si les digo a todos ustedes que hay un asteroide que está a punto de golpear la Tierra, la próxima cosa que van a imaginar es que habrá personas blancas muy heroicas que vendrán con una solución para esto. En algún punto de la película hecha al efecto, podría haber un momento en el que la cámara recorra las naciones de la Tierra, tal vez los Masai en la llanura, que mirarán hacia arriba mientras la nave espacial estadounidense intercepta el asteroide. Esta es en gran medida una idea hegemónica del futuro, y nos desafía a encontrar formas de resistirla activamente: si ellos te roban el futuro, también te roban el presente. Por lo tanto, les recomiendo mucho que vean Pumzi, que es sobre el mundo, más grande. Es una película keniata producida en Sudáfrica, sobre el mundo después de un gran apocalipsis y sobre cómo quien en realidad salva a la humanidad es una mujer negra, lo que, cuando lo piensas, tiene mucho más sentido.
La cuarta ciudad es Brooklyn, que es una de las ciudades más importantes de África. Vivo allí, créanme, lo es. Quiero pensar en Brooklyn con respecto a las formas en que ella se organiza como un espacio africano. Una de las más importantes formas recientes en que lo hace es el tipo de presencia en línea que tiene. Ciertos blogs creados en Brooklyn se han convertido en un espacio de reunión para un África internacional y diaspórica, un espacio para comprender la cultura. Uno de mis blogs favoritos en el mundo es Africa is a Country (“África es un país”). De vez en cuando, Africa is a Country (la gente en su cuenta de Twitter) hará una completa burla de la gente que les escribe, gente que les tuitea para decirles “Pero África no es un país”. Y Africa is a Country lo retuiteará, solo para ponerlo ahí, algo así como “Sí, lo sabemos”. Me encanta Africa is a Country, porque es básicamente el interior de mi cabeza. Es Kendrick Lamar, es los salvadores blancos, es Dave Chappelle y Lumumba, es sobre cómo ser joven, privilegiado y negro en un mundo de hegemonía blanca. Es los diferentes artículos que tratan sobre esa experiencia de estar complicado, estar en el mundo, ser la persona desagradecida y sin excusas que eres, cuando se exige gratitud y disculpas como pago por ser negro y estar vivo. Es un tipo de hogar digital para muchos de nosotros que no tenemos hogar, porque parte de la sensación de estar en casa es sentir como si tus modos de expresión y los tipos de lenguajes que hablas culturalmente son escuchados y son compartidos.
De manera que Africa is a Country es un buen hogar. Y OkayAfrica es otro muy bueno, uno que se enfoca mucho más en la música, pero lo que me gusta de OkayAfrica es que su noción de música africana no es en absoluto rígida. Amo Afropop Worldwide, y me gusta mucho la música de raíces africanas. Ahí es donde empecé. Crecí en África, soy un tipo ijebu, soy un tipo yoruba, soy un nigeriano, pero cuando llegué a los Estados Unidos comencé a entenderme a mí mismo como africano a través de la música, al comprender que Ali Farka Touré significaba algo para mí, Hugh Masekela significaba algo para mí y Youssou N’Dour también significaba algo para mí y Miriam Makeba, lo mismo. Y fue a través de su música que yo en realidad me convertí en africano en un sentido más amplio. Y luego conocí a otros africanos, y ahora ser africano podría ser una parte tan fuerte de mi identidad como esas otras cosas que mencioné. Pero creo que también es muy importante actualizar constantemente y estar a la avanzada de eso, de manera que no te quedes en lo simplemente antropológico sobre tu experiencia de tu propia vida. Se trata de comprender que lo que los niños en Lagos están escuchando no solo es importante para ti. Es tan exquisita y sustancialmente africano como Toumani Diabaté tocando la kora. Wizkid y Davido son tan esenciales para lo que está sucediendo como lo son los tipos de música que actualmente están saliendo de Angola y Sudáfrica, la kizomba y el house. Y, por tanto, este es un espacio al que igualmente voy mucho y también es el tipo de espacio que estoy tratando de promover, porque si las personas fuera de África pueden sentirse muy cómodas al incluir al mundo entero en su ámbito cultural, no es solo que deberíamos sentirnos cómodos haciéndolo, sino que ya lo estamos haciendo y queremos que así se entienda.
La quinta ciudad es una que ya he mencionado anteriormente: es Twitter. Se ha convertido en un espacio tan importante para tener estas conversaciones, que estas no están sucediendo en ningún otro lugar. Siempre me enfado, siempre rechazo esa idea de que existe este tipo de separación absoluta entre las personas que marchan en las calles y las personas que hablan de eso en Twitter. Yo marcho en las calles y también suelo hablar de eso en Twitter. Pero también sé que muchas de las personas que marchan en las calles, las personas que han provocado los cambios, las personas que han hecho que los déspotas y los falsos demócratas parezcan tontos y los que los han hecho sentir incómodos, también están organizadas en Twitter. ¿Por qué tantas de las manifestaciones callejeras más grandes que hemos visto en la historia ocurrieron en la última década? Probablemente la manifestación más grande que haya sucedido en Nigeria fue la protesta por el subsidio al combustible hace un par de años. Esto es casi inimaginable sin el tipo de organización que tiene lugar en Twitter, porque hace posible las redes y facilita ese receptivo y muy rápido cambio organizacional en un instante. El domingo por la noche organizas algo, y el lunes por la mañana la gente se ha congregado en las calles, porque todos han visto el llamado en línea. Uno de los usos más vívidos, desafiantes, estimulantes, incómodos y, a fin de cuentas, alentadores de Twitter que he visto últimamente, tiene que ver con los estudios somalíes y todos ustedes saben sobre esto, el fenómeno de los Estudios Cadaanos. “Cadaan” es la palabra somalí para “blanco”. Algunas personas comenzaron una revista en Somalilandia y en todo el consejo editorial no había un solo somalí. Una revista de Estudios Somalíes; creo que había allí un par de etíopes, pero por otro lado, todos los demás eran blancos. Ya sabes, a los africanos les gusta quejarse de las cosas, así que una hermana somalí entró en Facebook y escribió sobre eso, se quejó y comenzó una discusión. Y uno de los estudiosos blancos en este foro, un académico alemán de estudios somalíes, apareció en esta página de Facebook y comenzó a decir todo tipo de cosas que, si tienes amigos, te dirán que no digas en línea. Pero la esencia de lo que estaba diciendo era: “Si ustedes, flojos somalíes, levantaran sus traseros y estudiaran antropología, no tendríamos que hacer sus estudios por ustedes”; era ese tipo de cosas destempladas y condescendientes. Entonces, hubo un rechazo muy enérgico, muy inteligente contra eso, la mayor parte del cual se desarrolló en Twitter con el hashtag #CadaanStudies. Era una manera de pensar colectivamente a través de las variedades de formas en que valoramos un concepto estrecho de creación de conocimiento, uno que está representado por las variedades de saberes que estarían en una revista de estudios somalíes. Pero incluso es de notar las formas en que las personas que están haciendo ese tipo de trabajo, pero que no tienen acceso a las instituciones occidentales, son completamente marginadas y menospreciadas. Esta fue una gran pelea y fue una buena, y tuvo lugar en la esquiva y efímera ciudad de Twitter. Creo que los salvadores blancos estarán más dudosos estos días acerca de esa especie de alegre y fácil exclusión de tomarse la libertad de hablar por otros.
Esas son mis cinco ciudades. Quería hablar de todas estas cosas en términos de énfasis: todas estas cosas son ciertas, así como otras cosas son ciertas, pero definitivamente necesitamos pensar en cómo luce una verdad productiva. ¿Cuáles son las verdades que necesitamos? Binyavanga Wainaina (en comunicación personal) frecuentemente habla en esta línea. “Puede que no tenga una solución”, dice, “pero somos africanos, tenemos una imaginación, tenemos que usar esa imaginación”. Tenemos imaginación. Me gusta. Es un buen lugar para empezar.
Transcripción del discurso inaugural pronunciado en la ceremonia de apertura de la 41ª Conferencia de Literatura Africana sobre “Futuros africanos y más allá: visiones en transición”, que tuvo lugar el 5 de junio de 2015. Publicado en Journal of the African Literature Association 11–1 (2017), y en el libro Narrating African futures: in(ter)ventions and agencies in African and African diasporic fiction (Routledge, 2019), de Susan Arndt y Nadja Ofuatey–Alazard (eds.). Se traduce con autorización de su autor. Traducción: Patricio Tapia.
¿Por qué no es lo mismo leer un libro que releerlo? ¿Quién cambia? ¿El texto, el lector, la circunstancia? Me lo pregunto porque creo haber llegado a una etapa en la vida en que las relecturas atrapan por alguna misteriosa razón. Hace poco fue el turno de El barón rampante (1957), que me deslumbró en los años 80, pese a que lo leí de pura casualidad. Un amigo me dijo que estaba disfrutando de Calvino. Me sorprendió que le interesaran autores religiosos y me costaba pensar cómo alguien podía divertirse con escritos de un severo reformista. Después de varios minutos de carcajadas, me aclaró el malentendido. Mi amigo, además de prometer que guardaría el humillante secreto, me conminó a revertir mi desliz. Lo demás corrió por cuenta de Calvino, Italo; se entiende. Devoré sus novelas, ensayos, entrevistas en las hermosas ediciones de Siruela. Leyéndolo aprendí que la vida entera tiene algo de malentendido.
Reconocido también por su trayectoria como editor, el italiano sostenía que son tres los elementos determinantes para saber si un libro existe de verdad: “Si tiene un lenguaje… si tiene una estructura… si muestra algo, de ser posible algo nuevo”.
Siendo así, El barón rampante existe con largueza. La historia es sencilla aunque desopilante: a los 12 años, Cosimo, heredero del Barón di Rondò, confronta a su padre. Quien relata es su hermano: “Estábamos en el comedor de nuestra villa de Ombrosa, las ventanas enmarcaban las tupidas ramas de la gran encina del parque. Era mediodía, y nuestra familia, según su vieja costumbre, se sentaba a la mesa a esa hora, pese a que ya los nobles seguían la moda, llegada de la poco madrugadora Corte de Francia, de disponerse a comer bien entrada la tarde. Soplaba un viento del mar, recuerdo, y se movían las hojas. Cosimo dijo: –¡He dicho que no quiero y no quiero! –y rechazó el plato de caracoles. Jamás se había visto desobediencia más grave”.
Cosimo se encarama al árbol desde la ventana del comedor y no se baja nunca más. Vivirá toda la vida a una respetable distancia del suelo, pero inserto de algún modo en el acontecer de su tiempo, donde pasan cosas nada menores, como la Revolución Francesa.
Acaso por tratarse de una lograda novela alegórica puede leerse en cualquier tiempo personal y en distintas épocas, encontrando siempre algo que remece interiormente. No faltará quien en nuestros días piense que Cosimo es un indignado avant la lettre. Un transgresor de tono mayor, admirable por su consecuencia. Yo prefiero creer, con Rafael Argullol, que para Calvino la vida en la tierra sería una servidumbre insoportable sin el aliciente de lo lúdico y lo utópico.
Si la historia atrapa, también lo hace su estilo sencillo, ágil, a veces poético y siempre lleno de humor. Mientras avanza la trama, es difícil abandonar el libro con la maligna expectativa de que una historia tan prodigiosa resulte insostenible pero, al contrario, su lectura solo demuestra que es una novela inteligente. Se destaca mucho que es una narración fantástica y lo es, pero reducirla a eso sería un error. El mejor modo de abordarla –y lo dijo el propio Calvino– es en la clave de Peter Pan o Alicia de Lewis Carroll; de Gulliver o el Quijote. En ese árbol genealógico hay que situarla.
El relato está sembrado de la búsqueda de sentido y sus trampas representadas en esos leones rampantes de las heráldicas que amenazan con dar un zarpazo pero están estáticos, adornando escudos o justificando blasones indeterminados. Acaso por tratarse de una lograda novela alegórica puede leerse en cualquier tiempo personal y en distintas épocas, encontrando siempre algo que remece interiormente. No faltará quien en nuestros días piense que Cosimo es un indignado avant la lettre. Un transgresor de tono mayor, admirable por su consecuencia. Yo prefiero creer, con Rafael Argullol, que para Calvino la vida en la tierra sería una servidumbre insoportable sin el aliciente de lo lúdico y lo utópico.
Supongo que no es necesario confesar que abordé la relectura con algo de temor, como si estuviera telefoneando a un antiguo amor. Tal vez recordando uno de los cuentos de Horacio Quiroga en el que representa el dolor de aniquilar un recuerdo hermoso. Pero fue un gran reencuentro. No creo que haya otro libro tan propicio para leer dos veces en la vida: cuando se es joven y se está atribulado respecto de dónde estar, y en la madurez, cuando inevitablemente la cuestión que aparece en ese espejo retrovisor que siempre implica una relectura, apunta adonde se ha estado. De hecho, esta nueva lectura me forzó a preguntarme, ¿cuán fidedigna he sido con esa joven que con tanto entusiasmo lo leyó a comienzos de los 80? Eran tiempos en los que, presumo, muchos estaban dispuestos a subirse a un árbol para no vivir tan a ras de tierra.
Ahora, ¿serán menos?
El barón rampante, Italo Calvino, Siruela, 2012, 248 páginas, $19.000.
Quien haya visto el video sobre la muerte de George Floyd, no lo podrá olvidar jamás. Las imágenes del 25 de mayo del 2020 quedarán clavadas en su retina para siempre. Un policía blanco, de inmaculada camisa celeste, manos enguantadas y anteojos de sol sobre la cabeza, se hinca, con todo su peso, sobre el cuello de un hombre afroamericano. Lo asfixia lentamente; lo está matando. Otros policías miran, sin intervenir.
El que está en el suelo se llama George, y sus facciones indican ancestros de África del Oeste, posiblemente de Nigeria. ¿Cuándo fueron traídos sus antepasados al Nuevo Continente? ¿Cómo se llamaba el barco en el que, engrillados, cruzaron el Atlántico? No lo sé, aunque seguro que la información se encuentra en algún rincón de internet. El nombre del policía es Derek y tiene antecedentes de abusos repetidos. Su hoja de vida dice que es violento e impredecible. Su apellido, Chauvin, insinúa que sus orígenes provienen del norte de Francia, de la Bretaña. No sé cuándo sus parientes habrán llegado a los EE.UU., pero lo que sí sé es que no lo hicieron con grillos en las muñecas. Tampoco hacinados bajo las cubiertas de un barco esclavista que cruzaba, con mercancía humana, lo que Cristóbal Colón llamó el Gran Mar Océano.
Dos hombres con historias diferentes, con distinto color de piel, convergen en esa esquina trágica de Minneapolis. Uno pide por su vida y el otro se la quita. Una escena macabra que enciende la mecha del polvorín racial del país en el que vivo hace más de 40 años. La explosión nos afectará por un largo tiempo. Es posible que nada vuelva a ser como era hasta hace unos meses.
Mi hijo Benjamín y mi nieta Aurelia fueron a las primeras protestas. Aurelia tiene seis años, pero entiende lo que está pasando. Habla de Mr. Floyd en voz queda. Marcharon por las calles de Santa Monica junto a miles de personas que se manifestaban en forma pacífica. Cuando empezó la violencia, ya no estaban ahí. Pero todos vimos los saqueos por la tele e internet. Huestes entraban en las tiendas y salían con mercancía. Casi todos eran locales de artículos de lujo o de vestimentas deportivas. Sentimos el ulular de los carros de bomberos y de la policía. Al día siguiente me uní a una protesta más pequeña, completamente pacífica. Fui en bicicleta, y en el trayecto me encontré con soldados patrullando las calles de los barrios residenciales. Con uniformes de guerra, armados con metralletas y encascados, se veían nerviosos en sus vestimentas de camuflajes. Ahora las tiendas tenían las vitrinas cubiertas con tablones de madera. Los grafitis eran menos originales y más sobrios que los que vi en Chile después del 18 de octubre. Solo “Black Lives Matter”. A veces, tan solo la sigla: BLM.
En noviembre pasado estuve durante una semana en las marchas y protestas de Santiago. Me paseé por el centro con mi amigo Felipe Gana. Cuando llegamos a la Plaza Italia, la batahola se estaba armando. Compartimos con dueñas de casa, con estudiantes iracundos y con poetas esperanzados (recuerdo a Juan Carreño, con sus profundos ojos verdes). Aguantamos hasta que el ambiente se hizo insoportable. Arrancamos de los chorros de agua y de las bombas lacrimógenas, y las emprendimos por Providencia hacia arriba. Al llegar a Seminario, apareció caminando contra nuestra dirección (lo que es lo mismo que hacia los disturbios) un hombre alto y mayor, que avanzaba con un leve bamboleo, como si estuviera sobre la cubierta de un barco. Le dije a Gana: “Mira, es Rolf Lüders, el Chicago boy, exministro de la dictadura”. Felipe no podía dar crédito a sus ojos. Cuando Lüders llegó a nuestro lado le preguntamos para dónde iba. Nos dijo que tenía que dictar una clase en la casa central de la Universidad Católica, y que como el tráfico estaba cortado, había decidido caminar. Le informamos sobre los líos, sobre el agua y el humo, la asfixia y los piedrazos; le hablamos de los policías cargando sin piedad contra la muchedumbre. Rolf sonrió con una cierta melancolía, y dijo: “Nadie me avisó si la clase está suspendida, así que voy a tener que ir nomás”. Y siguió su camino.
La similitud entre las protestas en Estados Unidos y Chile es enteramente superficial. Son dos mundos diferentes, dos realidades que no comparten casi nada de fondo. Desde luego, en ambos lugares ha habido marchas y consignas, enfrentamientos y destrozos, abusos policiales y detenidos. Pero eso no es más que un barniz. Quien se queda en eso no entiende a Chile ni a los EE.UU.
Si hubiera que ponerlo en términos simples, empezaría por las causas, y diría que 402 años de racismo (según los historiadores, el primer cargamento de esclavos llegó a Plymouth en 1619), no es lo mismo que 30 pesos de alza en el costo del transporte público. Claro, yo sé que en Chile se dijo que la rebelión no era por 30 pesos sino por 30 años de neoliberalismo (en realidad eran 46, así que ese “creativo” le hizo un gran favor a los Chicago boys y al pinochetismo). Como sea, esa aclaración hace que el contraste sea aún más patente. Cuando en Chile se intentan encontrar las raíces históricas del conflicto y el estallido, se retrocede tan solo unas décadas. En Estados Unidos son cuatro siglos.
Uno de los mayores contrastes entre Chile y EE.UU. tiene que ver con la violencia. En EE.UU. fue de corta duración; rápidamente contenida. Fue rechazada y denunciada por políticos de todos los sectores, con unanimidad y sin ambigüedades. No hubo ‘primera línea’ ni se vio a manifestantes dirigiendo el tráfico o cobrando peaje a ciudadanos comunes y corrientes. Las protestas pacíficas y masivas han persistido.
En Chile las protestas tienen que ver con la desigualdad, con la precariedad de muchos, con los abusos reales y percibidos. Desde luego que en EE.UU. el tema étnico está íntimamente relacionado con el económico (los afroamericanos son mucho más pobres, en promedio, que los blancos), pero no es lo mismo. El racismo trasciende las clases sociales. Entre los más afectados se encuentran los afroamericanos educados, los profesionales, los doctores y abogados. Hablan de lo que significa ser mirados con desconfianza por clientes y pacientes, quienes creen que por el color de su piel son menos capaces y poco competentes. Es algo generalizado, que mencionan afroamericanos de todas las tendencias políticas e ideológicas. En un documental reciente sobre su vida, el juez de la Corte Suprema Clarence Thomas, un afroamericano extremadamente conservador, habla de esa sensación permanente de estar dando examen, de tener que probarse, de dar explicaciones por el color de la piel. No importa que se haya graduado en Yale o que haya tenido puestos de gran responsabilidad; es afroamericano, y eso, a los ojos de muchos, lo hace sospechoso. Mis amigos de color hablan de las dificultades que encuentran cuando van al banco, cuando suben a un avión y se sientan en la clase ejecutiva. Los miran como si no pertenecieran a ese lugar: “Eres oscuro”, parecen decirles, “este no es tu sitio”.
Uno de los mayores contrastes entre Chile y EE.UU. tiene que ver con la violencia. En EE.UU. fue de corta duración; rápidamente contenida. Fue rechazada y denunciada por políticos de todos los sectores, con unanimidad y sin ambigüedades. No hubo “primera línea” ni se vio a manifestantes dirigiendo el tráfico o cobrando peaje a ciudadanos comunes y corrientes. Las protestas pacíficas y masivas han persistido.
En general, los blancos de bajos ingresos no sienten simpatía alguna por las minorías de color. Al contrario, están llenos de resentimiento, y culpan a afroamericanos y latinos de sus infortunios. Son estos blancos pobres los que apoyan a Trump, y celebran cada uno de sus tuits racistas, los que armados hasta los dientes han empezado a defender los monumentos de héroes del derrotado ejército confederado durante la Guerra Civil. Son los que se regocijan cuando Trump dice que todos los mexicanos son unos violadores.
Hay, desde luego, otras diferencias. En los Estados Unidos, la gran mayoría de los blancos con educación universitaria son aliados de la gente de color. Simpatizan con su causa (Black Lives Matter) y sienten culpa por el racismo de la sociedad. Este sentimiento de culpabilidad se ha traducido en una conversación explosiva sobre “privilegios”. Más y más blancos, especialmente jóvenes, empiezan a hablar de sus “privilegios de raza”, de las ventajas que han tenido en la vida, de cómo el color de su piel les ha permitido tomar la delantera. Como consecuencia, lo “políticamente correcto” ha ido ganando más y más espacio. Grupos de intelectuales de izquierda están presionando para que las universidades, las salas de prensa, los conjuntos musicales, las compañías teatrales y las cortes de justicia tengan mayor diversidad étnica y de género. Los periódicos del “establishment” (New York Times, Washington Post, Chicago Tribune, Los Angeles Times) se han unido al movimiento, llenando sus páginas de historias sobre racismo, abusos policiales y “privilegios blancos”. Las fundaciones progresistas, incluyendo las asociadas a George Soros, están proporcionando enormes sumas de dinero (cientos de millones de dólares) a los grupos antirracistas y a los movimientos progresistas.
Pero junto con la mayor conciencia sobre el racismo, han llegado la intolerancia y la censura, las presiones por un discurso uniforme, una suerte de dictadura del pensamiento. En empresas, universidades y reparticiones públicas empezaron a proliferar los “talleres sobre racismo”. Algunos son genuinamente útiles y buscan cicatrizar heridas antiguas; construir puentes. Pero otros se han transformado en verdaderas instancias de “reeducación” obligatoria, de procesos de autocrítica, de situaciones que recuerdan los juicios de los países comunistas, donde intelectuales, académicos y escritores confesaban sus faltas. Leo lo que está pasando y recuerdo a Heberto Padilla, el gran poeta cubano, autor de Fuera del juego, obligado a humillarse en una autocrítica legendaria, donde reconoció sus errores y pidió perdón, donde se disculpó ante el pueblo cubano por tener alma de pequeño burgués y comportamientos de contrarrevolucionario. También pienso en las purgas del estalinismo, duros procesos narrados con maestría por Vasili Grossman en su gran novela Vida y destino.
La “guerra cultural” está lanzada. Por ahora hay tres bandos. En un extremo se encuentran los “políticamente correctos”, con su creciente intolerancia y su actitud de “buenistas” mesiánicos, y en el otro los conservadores que, bajo el pretexto de la libertad de opinión, mantienen una actitud que alimenta prejuicios y racismo. Lo interesante y alentador es el surgimiento de un grupo en el medio, de un conjunto de intelectuales de todas las etnias y, mayormente, de ideas progresistas, que insisten en la necesidad de mantener el respeto y el trato digno, sin amordazar el pensamiento, sin tirar por la borda el lenguaje, sin claudicar en el proceso eterno de hacer preguntas difíciles, de ser curioso, de escarbar en los anales de la historia, de hilvanar una multitud de singularidades hasta armar una narrativa persuasiva y coherente. Hace unas semanas un grupo de pensadores, humanistas, lingüistas y filósofos escribió una carta pública en la que argumentaban que la “policía del lenguaje” estaba llegando demasiado lejos, y que los excesos de lo “políticamente correcto” podían terminar coartando la libertad de pensamiento. Entre los signatarios había importantes autores de color y luminarias de la izquierda, como el lingüista Noam Chomsky. Es este grupo el que nos indica el camino correcto.
Entre los encuentros sorpresivos de grandes figuras —el de Alejandro Magno y Diógenes de Sinope en el siglo IV a. de C.; el de Goethe y Napoleón en 1808; el de Frankenstein y el Hombre Lobo en la película de 1943— se encuentra también el que protagonizaron Franz Boas y W. E. B. Du Bois a comienzos del siglo. Cuando en 1906 el antropólogo Boas fue a Atlanta por invitación del historiador, sociólogo y economista Du Bois para participar en el aniversario de esa pequeña universidad afroestadounidense, ambos se encontraban en momentos cruciales de sus respectivas vidas, procurando institucionalizar sus argumentos e investigaciones. No es aventurado establecer esa reunión como un momento estelar en la lucha contra el racismo moderno. Parecían haberse cruzado en trayectorias contrapuestas: Boas era un blanco que venía de Alemania y que pretendía en Estados Unidos sentar las bases de una disciplina; Du Bois era un negro estadounidense que después de sus estudios europeos (justamente en Alemania) y sus triunfos académicos (fue el primer afroamericano en recibir un doctorado en Harvard en 1895) estaba dedicado a la enseñanza, que compaginaba con su labor de escritor.
La situación de ambos no era del todo simétrica. En 1906 Boas ya había dirigido el departamento de antropología en la Universidad de Columbia durante una década y por más de un lustro era miembro de la Academia Nacional de Ciencias; había ocupado cargos importantes en sociedades profesionales y como editor de revistas. Era quizá el antropólogo más distinguido en los Estados Unidos, aunque aún no había alcanzado la preeminencia que tendría en los años 20 y 30.
Du Bois, por su parte, 10 años menor que Boas, aún no comenzaba su extendida labor en los movimientos de derechos civiles, contra la segregación y el panafricanismo; apenas había dado inicio a su larga lista de libros, pero ya había publicado el más famoso y leído, Las almas de la gente negra (The Souls of Black Folk, 1903), que resuena hasta hoy. Allí aparece su famosa frase: “El problema del siglo XX es el problema de la línea del color”; y también se expresa la idea de la “doble conciencia” del negro. Su enorme y continua influencia sobre los intelectuales negros posteriores se percibe en dos libros tan importantes como distintos, aunque publicados el mismo año 1993: Race Matters, de Cornel West; y Atlántico negro, de Paul Gilroy, en que Du Bois es una presencia tutelar.
¿Pero por qué Franz Boas es importante en la lucha contra el racismo? Un par de libros recientes intenta responder, de manera entusiasta uno y más crítica otro, esta incógnita.
Boas y los suyos
Una crónica del nacimiento de la antropología cultural del siglo XX, siguiendo la vida a veces excéntrica de un puñado de estudiosos aventureros que viajaron a lugares aislados y/o peligrosos para hacer sus investigaciones, refiriendo tanto sus hazañas y celos románticos como sus hazañas y celos profesionales, entrega Charles King en Gods of the Upper Air. El título viene de una cita de una de las integrantes de ese círculo, Zora Neale Hurston, quien en un libro comparó la amplia perspectiva de esos “dioses del aire superior” con la pequeñez de los “dioses de los casilleros”.
King, historiador y profesor de asuntos internacionales, hace una apasionada y apasionante defensa de la importancia de Boas y su círculo para la primacía de la tolerancia (un término más aceptado) o el relativismo (uno más desprestigiado). Según él, el rechazo actual del racismo, el sexismo, la homofobia, sería en parte gracias a la antropología desarrollada por ellos; y su libro, dice, es “sobre mujeres y hombres que se encontraron en la primera línea de la batalla moral más grande de nuestro tiempo: la lucha por demostrar que, a pesar de las diferencias de color de piel, género, habilidad o costumbre, la humanidad es una cosa indivisa”.
En el centro del libro está Boas, figura fundamental en la antropología, aunque al principio era un estudioso marginal, excéntrico e itinerante. Judío nacido en Prusia, su recorrido por Alemania fue entre varias universidades e igual cantidad de duelos. Estudió física, pero pronto se unió a una generación de académicos entusiasmados con las promesas de la etnología para explicar la diversidad humana, convertido en explorador. Su primera incursión como geógrafo fue un viaje entre 1883 y 1884 a la Isla de Baffin en el Ártico (acompañado por un sirviente de la casa paterna). Pero el terreno y el clima lo llevaron a pasar más tiempo hablando con los lugareños y aprendiendo sobre ellos. Tomó notas acerca de la construcción de un iglú y la estructura de los trineos tirados por perros, de cómo usar un traje de piel de caribú, anotó canciones y, como su sirviente se refería a él como “Herr Doktor”, revisó a los aldeanos como médico (vio los estragos de una epidemia de difteria).
Franz Boas y su círculo de antropólogos mostraron a través del trabajo de campo en distintas partes del mundo la ‘naturaleza plural, fluida e infinitamente adaptable, tanto de los cuerpos humanos como de las sociedades que crean’.
Partió a Nueva York, para reunirse con la joven austriaca con que se había comprometido estando en la isla. Como las perspectivas académicas eran pobres en Alemania, viajó de nuevo a Norteamérica en 1886, donde se casaría y proseguiría sus expediciones etnográficas, esta vez en la Columbia Británica canadiense. Esperaba que ese trabajo de campo lo posicionara mejor para un empleo en Estados Unidos. Pudo obtener uno en la nueva revista Science y un puesto académico en la naciente Universidad Clark. Participó en exposiciones y museos. En la universidad de Columbia obtuvo en 1897 una cátedra en el nuevo departamento de antropología (en no pocos de estos logros tuvo la ayuda lateral o anónima de un tío suyo, Abraham Jacobi, importante médico exiliado en Nueva York).
En Columbia Boas creará una escuela estadounidense de antropología. Aunque él no estaba del todo en sintonía con la visión de que unas etnias eran superiores a otras y de que el tamaño de las cabezas era un modo de comprobarlo, Boas pasó mucho tiempo midiendo cráneos, pues se había convencido de la importancia de la inducción: el examen empírico de una variedad de grupos y la suspensión de las grandes teorías, hasta que se recopilaran suficientes datos. Una de sus primeras subvenciones importantes provino, en 1908, de la Comisión Dillingham del Congreso, para estudiar los efectos de la reciente ola de inmigración de individuos “inferiores” europeos en Estados Unidos. Se le pidió un informe y bajo su supervisión se tomaron medidas de casi 18 mil personas: hijos de inmigrantes nacidos en los Estados Unidos. Los resultados mostraron que esos niños tenían más en común con otros niños estadounidenses que con sus antepasados, adaptándose a sus nuevos entornos, incluso en la forma de su cabeza.
Inadaptados y disidentes
El trabajo de campo de Boas fue tan influyente como la formación de una nueva generación de antropólogos universitarios. A Boas y sus seguidores los movía la noción de que hay innumerables culturas y estilos de vida, y que clasificarlos o separarlos en categorías arbitrarias era un error. Él y su “círculo de antropólogos renegados” (en palabras de King) o de “inadaptados y disidentes” (como los llamó un rector de la Universidad de Columbia), mostraron a través del trabajo de campo en distintas partes del mundo la “naturaleza plural, fluida e infinitamente adaptable, tanto de los cuerpos humanos como de las sociedades que crean”. También, que las costumbres y creencias europeas constituyen una forma de ser más.
Boas fue profesor de un gran número de estudiantes de doctorado, casi la mitad de los cuales eran mujeres. Es cierto que tuvo alumnos que alcanzarían gran notoriedad (Melville Herskovits, Edward Sapir, Paul Radin, Alfred Kroeber), pero King se detiene en cuatro mujeres: Zora Neale Hurston, Ella Cara Deloria, Margaret Mead y Ruth Benedict.
Hurston y Deloria utilizaron lo que aprendieron de Boas para estudiar sus propias comunidades. Deloria, nacida y criada en una reserva india de Dakota, colaboró con él en un estudio lingüístico de los Sioux. Hurston, la única afroestadounidense del cuarteto, fue una escritora sobresaliente del movimiento llamado “Renacimiento de Harlem”. Boas la alentó a regresar a su Sur natal como trabajo de campo para recolectar folclor afroamericano; también viajó a Jamaica y Haití, donde exploró historias de zombies (tomó la primera fotografía de uno de ellos). Pero todavía se valoraba poco la cultura afroamericana y el trabajo de Hurston fue bastante ignorado en su tiempo. Su historia es triste: murió en la pobreza, enterrada no se sabe bien dónde.
Margaret Mead y Ruth Benedict encontraron en ese círculo ámbitos de libertad. Benedict había sido un ama de casa deprimida antes de convertirse en antropóloga (y, por un tiempo, amante de Mead); articuló el enfoque de Boas en su libro Patrones de cultura (1934), dando a su idea central un nombre que haría fortuna: “Relatividad cultural”. En la Segunda Guerra Mundial, el gobierno estadounidense le pidió ayuda para “descifrar” la cultura japonesa a distancia, en un trabajo del cual nacería su libro El crisantemo y la espada (1946).
Margaret Mead merece un lugar destacado, particularmente por las relaciones entre su vida personal y profesional. Boas le sugirió ir al Pacífico Sur, experiencia que cristaliza en el libro Adolescencia, sexo y cultura en Samoa (1928). A partir de la observación de esas culturas, cuestionó las certidumbres occidentales sobre la fidelidad y los roles sexuales. La propia vida de Mead fue un trabajo de campo en ese sentido. Inclinada a lo que ahora se llamaría “poliamor” e impaciente ante la monogamia, Ruth Benedict fue el gran amor de su vida, aunque tuvo muchas relaciones con hombres (una con Edward Sapir) y no pocos matrimonios (el tercero, y último, con Gregory Bateson). Ella fue quizá quien dio mayor figuración a la escuela, a través de su larga asociación con el Museo Americano de Historia Natural y su popularización de la antropología en revistas generales y programas de televisión.
En la década del 30, Boas se preocupó por los acontecimientos en su Alemania natal y el resurgimiento de las ideas raciales a las que siempre se opuso. No pudo ver la derrota del régimen que las llevó a su punto más alto (o más bajo), el nazismo, pues murió en 1942, de un infarto, en un almuerzo en honor de Paul Rivet, el fundador del Museo del Hombre en Francia, expulsado por la ocupación alemana. Las últimas palabras de Boas se las dijo a Rivet: “Nunca debemos dejar de repetir la idea de que el racismo es un error monstruoso y una mentira descarada”. Allí estaba presente un joven Claude Lévi-Strauss.
Tres hitos en la lucha por la igualdad de derechos en Estados Unidos: los disturbios en Tulsa de 1921; la marcha de Selma a Montgomery de 1965, y los disturbios en Los Angeles de 1992.
Si bien King subraya el carácter pionero de Boas en su igualitarismo, apunta de pasada que la inferioridad “cultural” podría ser un sucedáneo de la “racial”. Punto que lleva al extremo el antropólogo Mark Anderson en su libro From Boas to Black Power, en el cual sostiene que el “antirracismo” liberal de la escuela de Boas finalmente favoreció el privilegio blanco, porque dificultó un verdadero cambio social. Su libro comienza con la referencia a una conversación de varias horas en 1970 entre Margaret Mead y el escritor James Baldwin, transcrita en el libro A Rap on Race (1971). Mead, de 71 años, era la antropóloga más famosa del país y matriarca de la conciencia liberal; Baldwin, de 46 años, era un aclamado novelista, portavoz del movimiento de derechos civiles, pero sus desacuerdos reflejarían las “paradojas” del liberalismo antirracista que los antropólogos ayudaron a construir. Hasta mediados de la década del 60, el movimiento por la igualdad étnica era cívicamente nacionalista, identificándose con los valores estadounidenses, pero al final de ese período, el fracaso en la lucha por los derechos civiles favoreció el surgimiento del Poder Negro, ideología que rechazaba a Estados Unidos. La antropología, según el libro de Mark Anderson, habría ayudado a producir una imaginación liberal que intentó conciliar la coexistencia del racismo y la democracia.
El legado de Du Bois
En el curso del siglo XIX arraigó la moderna idea de “raza” y que se desarrolló antes que la genética moderna. La genética, en realidad, echaba por tierra las “esencias” raciales: el gusto por la música rítmica o la facilidad para el básquetbol, o el gusto por la poesía romántica o los dotes como equitador, se debían a algo más complejo que las “esencias” negra o blanca; y demostraba, además, que la mayor parte del material genético es compartido por todos los seres humanos.
Sin embargo, la “raza importa”. Así titula uno de sus libros Cornel West. En Race Matters (publicado originalmente en 1993) recuerda que alguna vez lo detuvieron mientras conducía por sospecha de tráfico de cocaína. Cuando dijo que era profesor de religión, el policía le respondió: “Sí, y yo soy la Novicia Voladora. ¡Vamos, negro!”. La etnia o el color era determinante, aunque West ya era un prominente intelectual público. Filósofo, activista, profesor en las universidades más importantes de Estados Unidos y actor (si consideramos su presencia en la trilogía The Matrix), es un hombre de elegancia victoriana en su vestir y aliento de profeta bíblico en su oratoria. Race Matters es su intento de presentar un “marco profético”, que entiende como la crítica de la democracia a sí misma, una empresa para expandir la empatía y la compasión, impulsada por un “sentido trágico de la vida distintivamente negro”, porque en su opinión, uno de los defectos más evidentes de la democracia moderna es su incapacidad para extender sus beneficios a los pueblos negros.
El libro analiza los disturbios de Los Angeles (1992), la acción afirmativa y el asesinato de Malcolm X, entre otros episodios. Cada uno es presentado como parte de un contexto más amplio: identificando en cada capítulo un problema específico que afecta a los afroamericanos. Por ejemplo, el “nihilismo” que impregna de la sensación de inutilidad que subyace a los problemas del crimen y las drogas: un creciente empobrecimiento espiritual que ha llevado al colapso del sentido de la vida, la falta de esperanza, la ausencia de amor propio y hacia los demás. West cierra el libro presentando el pensamiento de Malcolm X como un modelo que, con modificaciones, podría servir como base para lograr la armonía étnica. Aunque la experiencia negra es su modelo principal, siempre busca encontrar en ella lecciones que puedan ayudar a aliviar a los oprimidos por categorías distintas de la “raza”. En el “Prefacio de 2001”, señala que las personas negras en EE.UU. han sufrido niveles sin precedentes de violencia durante casi 400 años y concluye: “El problema del siglo XXI sigue siendo el problema de la línea de color” (esta es una de las múltiples referencias a Du Bois; jamás menciona a Boas).
Cuando Du Bois señaló que el problema del siglo XX era el de la segregación racial (o la “línea de color”), no pensaba solamente en su país ni en su etnia. De hecho, fue central en la discusión política y moral de ese siglo: desde la conquista colonial europea en África o el Holocausto judío en la Segunda Guerra Mundial o el apartheid sudafricano, hasta el genocidio ruandés en 1994 o las discriminaciones producto de migraciones masivas (latinos en Estados Unidos, musulmanes en Europa). Como señala el filósofo anglo-ghanés Kwame Anthony Appiah en Las mentiras que nos unen (2018) – quien también cita la frase de Du Bois–, las diferencias entre grupos que se definen a sí mismos por una ascendencia común pueden estar en la base de una identidad social, independientemente de que tengan una base biológica. Para Appiah, también “la raza importa”.
Du Bois, por cierto, era un orador que conmovía a la vez que un intelecto punzante. Con una amplia formación, tuvo una larga trayectoria académica que compatibilizó con su labor de escritor, poeta, editor y activista. El racismo y la discriminación fueron los objetivos de sus polémicas. Documentó distintos disturbios raciales (especialmente el llamado “verano rojo” de 1919 en todo EE.UU.). Fundó grupos políticos del movimiento de derechos civiles y la lucha contra la segregación; fue participante y organizador desde 1919 en los congresos del movimiento panafricano, el cual sería fundamental para las luchas independentistas de varios países de África. Todo eso le costó una enorme presión política y ser constantemente vigilado por la agencia de inteligencia de su país, al punto que en 1961 decidió abandonar Estados Unidos para establecerse en Ghana, donde murió en 1963, a los 95 años.
Publicó más de 30 libros, desde poesía y crónica hasta novela y autobiografías. Su obra más reconocida, Las almas de la gente negra, retomaba algunos puntos que había presentado en su monumental y pionero estudio sociológico The Philadelphia Negro (1899), pero ahora agregaba una nueva dimensión, el arte: cada capítulo comienza con la mención a una canción negra y dedica uno entero (“Sobre los cantos de tristeza”) a los spirituals nacidos en la época de la esclavitud. En el primer capítulo habla de la doble conciencia: “Este sentido de estar siempre percibiéndose a uno mismo a través de los ojos de los demás”, siempre sintiendo su dualidad: “Un estadounidense, un negro; dos almas, dos pensamientos, dos luchas irreconciliables; dos ideales en pugna en un solo cuerpo oscuro, cuya fuerza incansable es lo único que lo mantiene a salvo de ser desgarrado”.
Para Paul Gilroy, el foco para comprender la historia, la política y la cultura no pueden ser los Estados-nación, sino algo más amplio y postula al ‘Atlántico negro’ como marco. Lo considera una unidad formada de diversos elementos aportados por los pueblos de la diáspora africana forzada al trabajo esclavo.
Es esa noción la que alimenta a uno de sus seguidores más considerables, el historiador y profesor de sociología Paul Gilroy, británico que en un libro fundamental de 1993, Atlántico negro, establece una relación entre las culturas literarias y vernáculas de la diáspora negra con las formas políticas y filosóficas modernas.
Para Gilroy, el foco para comprender la historia, la política y la cultura no pueden ser los Estados-nación, sino algo más amplio, y postula al “Atlántico negro” como marco. Lo considera una unidad formada de diversos elementos aportados por los pueblos de la diáspora africana forzada al trabajo esclavo. Ve la etnia como el producto histórico de múltiples encuentros culturales y políticos entre europeos y africanos en toda la zona atlántica, enfatizando la perspectiva transnacional e intercultural y las culturas compuestas o “criollas” surgidas de esa diáspora.
Al ubicar las experiencias de esas poblaciones del Atlántico negro dentro de los procesos históricos modernos, Gilroy reelabora la oposición entre tradición y modernidad que atribuye la historia, el progreso y la razón a Occidente a medida que envía africanos y sus descendientes a la perpetua ajenidad. En contraste con esta “modernidad” inmaculada, Gilroy se refiere a la esclavitud misma como un fenómeno de la modernidad y a la complicidad de aquella modernidad en la dominación racial (algo que ya había visto Diderot). Y así, los modos de expresión y la conciencia presentes en la música, la danza y la literatura de la diáspora negra reelaboran los temas de la Ilustración y la cultura occidental en formas que proyectan nuevas concepciones. La tradición ya no puede verse como un depósito de identidades étnicas y culturales fijas, sino como una forma de discontinuidad histórica: los elementos de la cultura tradicional africana están necesariamente separados de sus orígenes y los fragmentos que subsisten deben ser recuperados por la memoria social y movilizados a través de sus comunidades. Por eso, Gilroy critica con decisión el afrocentrismo, que plantea un tiempo histórico lineal, interrumpido temporalmente por la esclavitud, a través del cual puede afirmarse una cultura africana invariable. Pero sus argumentos se aplican también a los racismos eurocéntricos que usan la tradición para excluir la presencia negra de la participación en la vida moderna.
Du Bois es un mentor teórico de Gilroy: es uno de los autores más citados en su libro y de quien toma la idea de la “doble conciencia” como hilo conductor. Du Bois fue uno de los primeros en teorizar una autenticidad negra con luz propia y esencialmente occidental. La “doble conciencia” fue lo que dio a los negros en Occidente un punto de vista privilegiado. En el argumento de Gilroy, la “maldición” de la negritud, el exilio, el trabajo forzado, se reconstruye como una fortaleza, en parte debida a esa posición a la vez dentro y fuera de Occidente. Esa duplicidad le da a la producción cultural de la diáspora su carácter distintivo, alimentada por “pulsos elocuentes del pasado”. Además, muchos de los escritores de los que se ocupa atravesaron fronteras nacionales en su pensamiento y en su vida. El capítulo sobre Richard Wright refiere su paso desde Mississippi a París, o de España hasta África. De Du Bois considera su experiencia alemana e influencias europeas. Y quizá de Du Bois también toma su interés por la música. Uno de los logros de Gilroy está en su capacidad para vincular elevadas preocupaciones teóricas (etnia, nación, modernidad) junto con manifestaciones muy concretas de ellas (por ejemplo, sus observaciones sobre la música afroamericana, desde los spirituals hasta el hip-hop o el reggae).
Regreso a 1906
¿Fue importante? Muchos historiadores han ignorado el encuentro mencionado al comienzo entre Boas y Du Bois en 1906. O lo presentan como una curiosidad. Gilroy apenas lo alude y King destaca en cambio otro encuentro de ambos, en Londres, en 1911. Pero efectivamente tuvo un gran impacto, al menos en Du Bois, quien en su libro Black Folk Then and Now (1939) reflexionó sobre la profunda impresión que Boas le causó al instarlo a estudiar el pasado africano. La reunión no carecía de riesgos incluso entonces. El sur profundo era un lugar peligroso, tanto para los afroestadounidenses como para los liberales. Solo en 1906, 64 afroestadounidenses fueron linchados y cuatro meses después del viaje de Boas, estallaron los llamados disturbios raciales de Atlanta.
El encuentro de sus ideas produjo chispas que encenderían sus respectivas rutas en los años próximos, tanto en sus logros como en sus legados, como reformadores sociales e intelectuales, Boas ahondando el recurso a la ciencia y Du Bois derivando crecientemente a la política. Por casi seis décadas Boas ayudó a establecer la antropología como disciplina y confrontó las falsedades del racismo con pretensiones científicas. Por las mismas casi seis décadas Du Bois vio, experimentó y registró las esperanzas de los negros destrozadas por innumerables atrocidades y asesinatos. Y pasó a ser una de las figuras más destacadas de la política del siglo XX. Su causa, por cierto, incorporaba a personas de color de todas partes del mundo y no solo afroestadounidenses (los asiáticos también eran de color, aunque de uno distinto).
A pesar de que apenas una letra separa “Boas” de “Bois”, ambos hombres no podían ser más distintos: Boas era blanco, pero con su pelo alborotado y su rostro surcado de cicatrices (por sus duelos) y su actitud montaraz, podría haber pasado por un salvaje o, en el mejor de los casos, por un genio loco. Du Bois era negro, pero de maneras refinadas y excepcionalmente atildado, un gentleman oscuro. Lo más interesante, entonces, quizá está en su reconocimiento mutuo (o Herzensbildung, podrían haber dicho, uno alemán y el otro formado en Alemania), en la perspectiva de una humanidad común, o de compasión, como la llamaría Cornel West.
En sus tiempos en la Isla de Baffin, Boas pensó en una palabra adecuada para el sentido de respeto que sus anfitriones autóctonos mostraban hacia él, así como la educación recíproca que obtenía de ellos. Esa palabra la había encontrado en los escritos de Humboldt y otros filósofos, y parecía la mejor manera de describir lo que sentía: Herzensbildung, que suele traducirse por tacto o sensibilidad, pero que Charles King explica mejor según las partes de ella: la formación del corazón propio, que sirve para ver la humanidad del otro.
Gods of the Upper Air, Charles King, Editorial Doubleday, 2019, 431 páginas, U$30.
From Boas to Black Power, Mark Anderson, Editorial Stanford University Press, 2019, 262 páginas, U$90.
Las mentiras que nos unen, Kwame Anthony Appiah, Editorial Taurus, 2019, 328 páginas, $15.000.
The Souls of Black Folks, W. E. B. Du Bois, Editorial Restless Books, 2017, 272 páginas, U$19,99.
La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Ser víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta reconocimiento, activa un potente generador de identidad, de derecho, de autoestima. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de toda duda razonable. ¿Cómo podría la víctima ser culpable, o responsable de algo? La víctima no ha hecho, le han hecho; no actúa, padece. En la víctima se articulan carencia y reivindicación, debilidad y pretensión, deseo de tener y deseo de ser. No somos lo que hacemos, sino lo que hemos padecido, lo que podemos perder, lo que nos han quitado.
Es una palinodia de la modernidad, caracterizada por sus onerosos preceptos: ¡anda erguido, abandona la minoría de edad! (lo cual rige para todos; véase Kant, Qué es la Ilustración, 1784). Con la víctima rige más bien el lema contrario; en efecto, la minoría de edad, la pasividad y la impotencia son cosas buenas, y tanto peor para quien actúe. Si el criterio para distinguir lo justo de lo injusto es necesariamente ambiguo, quien está con la víctima no se equivoca nunca. En una época en la que todas las identidades se hallan en crisis, o son manifiestamente postizas, ser víctima da lugar a un suplemento de sí mismo. Solo en la forma hueca de la víctima encontramos hoy una imagen verosímil, aunque invertida, de la plenitud a la que aspiramos, una “máquina mitológica” que, a partir del centro vacío de una falta, carencia o ausencia, genera incesantemente un repertorio de figuras capaz de satisfacer una necesidad que tiene su origen precisamente en ese vacío. Lo indeseado se torna deseable.
Pero, como ha explicado Furio Jesi, quien controla una máquina mitológica tiene en su mano la palanca del poder. La ideología victimista es hoy el primer disfraz de las razones de los fuertes, como vemos en la fábula de Fedro: “Superior stábat lupus…”. Si solo tiene valor la víctima, si esta solo es un valor, la posibilidad de declararse tal es una casamata, un fortín, una posición estratégica para ser ocupada a toda costa. La víctima es irresponsable, no responde de nada, no tiene necesidad de justificarse: es el sueño de cualquier tipo de poder. En su erigirse como una identidad indiscutida, absoluta, en su reducir el ser a una propiedad que nadie pueda disputarle, realiza paródicamente la promesa imposible del individualismo propietario. No en vano es objeto de guerras, so pretexto de establecer quién es más víctima, quién lo ha sido antes y quién durante más tiempo. Las guerras necesitan de ejércitos, y los ejércitos de jefes. La víctima genera liderazgo. ¿Quién habla en su nombre, quién tiene derecho a hacerlo, quién la representa, quién transforma la impotencia en poder? ¿Puede realmente hablar el subalterno?, se preguntó Gayatri Spivak en un ensayo famoso. El subalterno que sube a la tribuna en nombre de sus semejantes, ¿sigue siendo tal o ha pasado ya a la otra parte?
Hoy nos vemos pillados entre la preceptiva del mal menor, que informa el pensamiento político liberal y el mysterium iniquitatis, que eleva a santo o mártir a quien ha sido golpeado (o desearía serlo o lo pretende) para legitimar su estatus.
No nos apresuremos a contestar, no disipemos demasiado deprisa la desorientación que es deseable que generen consideraciones como estas. De las víctimas reales a las víctimas imaginarias, el trayecto es largo y accidentado. Que esta desorientación sea más bien nuestro piloto luminoso, por no decir incluso nuestra guía. Piloto luminoso y síntoma de una incapacidad más general, en la que la mitología de la víctima encuentra su razón de ser: la desaparición de una idea del bien creíble, positiva. Algo se ha hecho mal. El mundo antiguo, el cristianismo y la modernidad pretendieron dar una respuesta a la pregunta sobre qué es justo y necesario para una vida buena; una respuesta más bien ética que moral, fundada en una ratio y no solo en valores. Una polis bien ordenada, una ciudad humana como imagen de la ciudad celeste; la libertad-igualdad-fraternidad no era solo un llamamiento al deber ser: creaba una ensambladura entre ontología y deontología, señalaba una elección posible, la mejor, en la categoría o clase de lo que es. Hoy, en cambio, nos vemos pillados entre la preceptiva del mal menor, que informa el pensamiento político liberal (la célebre frase de Churchill “la democracia es el peor gobierno posible, si no consideramos todos los demás”) y el mysterium iniquitatis, que eleva a santo o mártir a quien ha sido golpeado (o desearía serlo o lo pretende) para legitimar su estatus.
Pésima alternativa, con su correlato de afectos inevitables: resentimiento, envidia, miedo… Centrada en la repetición del pasado, la posición victimista excluye cualquier visión de futuro. Todos nos consideramos, escribe Christopher Lasch en El yo mínimo, “al mismo tiempo supervivientes y víctimas, o víctimas potenciales (…). La herida más profunda causada por la victimización es precisamente esta: que acabamos afrontando la vida no como sujetos éticos activos, sino solo como víctimas pasivas, y la protesta política degenera entonces en un lloriqueo de autoconmiseración”.
Y, para abundar más, Richard Sennett dice esto en Autoridad: “La necesidad de legitimar las propias opiniones en términos de la ofensa o el sufrimiento padecidos une a los hombres cada vez más a las propias ofensas (…): ‘eso que necesito’ se define entonces en términos de ‘eso que me ha sido negado'”.
Que nuestro tiempo guste de verse representado por una fórmula de pathos en la que se separa radicalmente el sentir del hacer es un motivo de malestar. Las páginas que siguen son un intento por reaccionar contra este malestar.
Para ello se necesita una crítica de la víctima. La crítica presupone siempre –inevitablemente- cierto grado de crueldad. El objetivo polémico no lo constituyen aquí, como es obvio, las víctimas reales, sino más bien la transformación del imaginario de la víctima en un instrumentum regni y en el estigma de impotencia e irresponsabilidad que este deja en los dominados. Pero para deconstruir una máquina mitológica es esencial hundir el cuchillo en el ambiguo entrelazarse de falso y verdadero que constituye la razón última de su fuerza. Las figuras imaginarias se construyen siempre seleccionando y combinando materiales verdaderos. El mundo es más complicado que cualquier fábula de Fedro, y en esto estriba el trabajo de la crítica. En la acepción más amplia del término, la crítica no es solo reproche o juicio, sino también –por no decir más bien o ante todo-, como ya dijo Kant, discernimiento, criba, tamiz, delimitación de lo que se puede y no se puede decir; fundación de un campo, apertura de un espacio, individuación de un terreno sobre el que razonar en común. Pero la crítica es también, como ha escrito Foucault comentando precisamente a Kant, conocimiento del límite y búsqueda de superación de este, el intento por aprovechar, “en la contingencia que nos ha hecho ser lo que somos la posibilidad de dejar de ser –o de no pensar más en– lo que somos, hacemos o pensamos”. La crítica de la víctima no puede hacerse desde el exterior. El resentimiento, la humillación, la debilidad y el chantaje son unos datos primarios de la experiencia general. Este ensayo está dedicado a las víctimas que no quieran seguir siéndolo.
Crítica de la víctima, Daniele Giglioli, Herder, 2017, 132 páginas, $22.000.
El concepto de identidad ha sido una de las nociones más vapuleadas por parte del pensamiento contemporáneo. Intentar una lectura crítica de su historia entraña un peligro: prolongar o repetir una serie de obviedades. Categoría esencialista por antonomasia, la identidad se ha disuelto en partículas de identidades; en rigor no hay identidades puras sino identidades fracturadas.
Nietzsche sostuvo, en alguno de sus libros, que los alemanes no poseían una esencia racial: que eran una mezcla de diferentes pueblos, que Alemania era un espacio geográfico donde por siglos habían deambulado distintas comunidades. Todo esto enunciado –bajo una escritura salpicada de fragmentos– en momentos en que el nacionalismo germano empezaba a solidificarse con dramáticas consecuencias (a veces los nacionalismos identitarios masifican la violencia, intentando blanquearla con mortíferas y profilácticas tecnologías).
Por la misma época, la poesía de Mallarmé y la pintura impresionista (Monet y luego Cézanne, por ejemplo) habían hecho girones la identidad (unidad lineal) del libro y del cuadro (Nietzsche nuevamente: “Discurso corto, sentido largo”). Ahora comienza a mandar el fragmento, la diseminación, el signo aislado de su referente.
En un universo de fragmentaciones, de mezcla de toda índole (radicalizada en el transcurso de las últimas décadas), tanto seres como objetos se han multiplicado de manera vertiginosa. Para muchos entendidos en el tema, las mezclas pueden ser más poderosas que los purismos que generan identidades enfermas (cuestión que se percibe en muchos retratos de la realeza, desde el Renacimiento hasta bien entrado los tiempos modernos).
Tal vez el tema de la identidad nunca fue algo que pueda percibirse con nitidez. Pensemos en el mundo clásico griego: su presunta identidad tenía mucho que ver con una distinción respecto a los pueblos bárbaros. Pero los bárbaros transportaban algunos conocimientos forjados en la rapiña, el saqueo y, por tanto, una sabiduría extensa en términos culturales (paisajes remotos, costumbres ancestrales, diversos ritos religiosos, conocimiento de muchos pueblos, etnias y razas).
Savater, en una entrevista, llamó la atención acerca de la importancia de los afuerinos que llegaban a Atenas: venían de afuera y traían conocimientos paralelos al racionalismo griego. El viajero supera al sedentario; el que se mueve vive del contagio y el sedentario de un amor por una cultura identitaria, soberbiamente superior. En todo caso, el arte y la cultura griega –en particular la clásica– fueron constructos exiguos en el tiempo; en el arte manierista y barroco surgido del imperio de Alejandro Magno, se pierden las formas puras y surge el intercambio territorial, provocando una argamasa de estilos.
Lo impuro destroza los cánones identitarios. Lo mismo podría decirse del arte surgido después de la crisis del Renacimiento italiano (ejemplificada en el manierismo); aparece el collage pictórico y escultórico antes de Picasso (da lo mismo que Picasso haya hecho sus collages utilizando medios industriales). Producto de la crisis originada por la reforma protestante en el siglo XVI, el arte pierde su centro fijo y surgen imágenes deformadas, grotescas a veces, junto a arquitecturas híbridas. Aquí prima lo heterodoxo por sobre lo canónico.
Barthes sostuvo que la identidad –a partir de la fotografía– era una categoría policíaca, cuestión que se advierte en el pop y nítidamente en la obra de Eugenio Dittborn (los rostros de delincuentes). Hay que identificar a la gente; controlar sus caras y sus huellas.
Una anécdota biográfica local: de niño, en la Patagonia, teníamos una afinidad con la Patagonia argentina (inundada de chilenos). Para la gente del extremo sur del país, Chile culminaba en Puerto Montt. Siempre había que mirar el norte como un país extraño (esto se mitigó con la llegada de la televisión).
La mayoría de los países son múltiples países. No es lo mismo un argentino de la Patagonia que uno de Buenos Aires; no es lo mismo un peruano de la selva que un peruano de la costa; no es lo mismo un vasco que un catalán; no es lo mismo un francés de París que uno de Niza; no es lo mismo un coreano del norte a uno del sur; no es lo mismo un italiano de Palermo a uno de Milán (cuando Maradona jugaba en el Nápoles, en los estadios del norte le gritaban en italiano “¡africanooooo!”). En fin, no es lo mismo un Papá Noel en el crudo invierno de Estados Unidos a uno chileno transpirado hasta el agotamiento; no es lo mismo un intelectual de Nueva York a un vaquero de Kansas. La identidad de un país o un continente es una ficción. En Brasil, por ejemplo, la gente del sur –alemanes, italianos– mira con cierto desprecio al brasileño del norte: ensucian y bajan el nivel cultural de la nación. Una vez le escuché decir a un brasileño del sur lo siguiente: “Deberíamos separarnos del norte, nosotros trabajamos para que se lo gasten en fiestas y carnavales”.
Al respecto, hay que destacar una conocida pintura postal de Juan Domingo Dávila en que aparece Simón Bolívar travestido: se trata de una imagen que recusa y parodia el ideal bolivariano de la identidad latinoamericana. En esta obra el prócer es retratado con rasgos negroides (al parecer era mulato), dos pechos femeninos, suculentos muslos, un bigote farsesco, diversos afeites en su rostro, montado sobre un caballo híbrido (una cita paródica de la escultura y la pintura ecuestre europea), equino incompleto, residual, parchado y que mezcla el modernismo de Mondrian con el expresionismo del norte del continente americano. Todo coronado con un gesto manual obsceno y callejero. Una lectura podría ser la siguiente: América no es un continente unitario, sino un continente lleno de diferencias y de conflictos no resueltos a nivel político (pensemos en los miles de inmigrantes venezolanos), geográfico, cultural, racial y sexual. Los que hemos estado en Lima, sabemos del odio que nos tienen los remilgados representantes de la clase alta (en el fondo, fueron ellos los que perdieron la Guerra del Pacífico).
Hace algunos años presencié una muestra de un artista chino (no retengo el nombre) en un museo local. Presentó unos retratos pictóricos de diversa gente de su extenso y poblado país. Eran más de un centenar de cuadros, ordenados simétricamente. Un verdadero memorial antropológico. Había de todo: desde chinos de ojos mogólicos hasta chinos de rasgos eslavos, desde chinos de piel clara hasta chinos de piel cítrica. La gama intermedia era variopinta. En los retratos uno podía intuir que las estaturas eran variadas e iban de las más altas hasta las más bajas (hay chinos bajitos y otros arriba de los dos metros y que son estrellas del básquetbol). Aquí se rompía el estereotipo que Occidente ha hecho del gigante asiático.
Barthes sostuvo que la identidad –a partir de la fotografía– era una categoría policíaca, cuestión que se advierte en el pop y nítidamente en la obra de Eugenio Dittborn (donde destacan rostros de delincuentes con sus prontuarios a la vista). Hay que identificar a la gente; controlar sus caras y sus huellas. Algo distinto al retrato pictórico; aquí prima la personalidad (el romanticismo ha sido eclipsado por la multiplicación de identidades homogéneas). La identidad hoy supone una identificación hiperrealista de los sujetos.
Otra anécdota: recuerdo que en la Patagonia a las mujeres croatas se les decía “austriacas”. Así le decían a una amiga de mi madre. Después me enteré que los austriacos habían invadido Croacia y habían violado a muchas mujeres dejándolas embarazadas (hablamos aquí de una identidad maligna). Algo parecido –aunque en otro contexto histórico, menos bélico– a lo que ocurre en Chile con los palestinos a quienes se les ha apodado “turcos” (identidad ignorante).
Termino con lo absurdo de algunas denominaciones. La supuesta identidad latinoamericana es excluyente por principio; basta con recorrer el continente. Salvo algunas excepciones, el proyecto bolivariano no es algo que en Chile prenda como proyecto regional (de hecho, en muchas zonas del continente nos detestan; he escuchado en algunos países vecinos decir lo siguiente de los chilenos: “Esos argentinos mal vestidos”). Más que una identidad idealizada, existen procesos de identificación: un inmigrante puede enamorarse de un país extraño y quedarse en él. Borges decía que había conocido sudamericanos (brasileños, peruanos, uruguayos, chilenos, etc.), pero nunca había conocido latinoamericanos.
Imagen de portada: El libertador Simón Bolívar (1993), de Juan Dávila.
Con la destreza de un malabarista que lanza al aire pelotas o cuchillos (u otros objetos), logrando que se crucen, parezcan suspendidos, se muevan juntos o cambien de ritmo, sin que nunca caigan al suelo, el filósofo y periodista Wolfram Eilenberger despliega en Tiempo de magos un ejercicio de habilidad parecida respecto de cuatro autores fundamentales del pensamiento en el siglo XX. Sus pelotas —es una manera de decir— o cuchillos son Walter Benjamin, Ernst Cassirer, Martin Heidegger y Ludwig Wittgenstein. Nombres que aún resuenan en las corrientes mayores de la discusión filosófica actual.
Tal vez bajo la consideración de que algunos de ellos tuvieron vidas largas, y si no tan largas al menos con varios cambios en su estilo de pensamiento y a veces de países de residencia, Eilenberger se impone ciertas delimitaciones: Alemania, siglo XX, años 20. Con esos límites, entonces, examina lo que llama la “gran década de la filosofía”, que correría de 1919 a 1929. (El autor se atiene a sus restricciones, por lo general, aunque Wittgenstein pasó algunos de esos años en Inglaterra y respecto de él también incursiona en las Investigaciones filosóficas que corresponden a un período posterior). Como fuere, es en esa década, cuando la filosofía se hacía en alemán, que estos autores establecieron los cimientos de sus respectivas visiones del mundo o de algunos aspectos del mundo, y además escribieron algunas de sus obras más importantes. Son fechas determinantes más allá de las obras filosóficas: desde la proclamación de la República de Weimar hasta la crisis económica de 1929; pero también lo son desde la perspectiva de esas obras: desde la conclusión (que no publicación) del Tractatus logico-philosophicus, de Wittgenstein hasta la culminación de La filosofía de las formas simbólicas, de Cassirer.
Eilenberger mezcla biografía, historia de las ideas y filosofía, logrando capturar las experiencias de los cuatro autores, entrelazando aspectos personales, con sus éxitos o sus fracasos (sentimentales, sexuales, familiares, económicos, académicos), además de los más arduos aspectos de su pensamiento. Entrega, de esa manera, aproximaciones generales sobre algunas de las obras y los conceptos más difíciles de la filosofía del siglo XX: desde el atomismo lógico de Wittgenstein a la “ontología fundamental” de Heidegger. Y lo hace incrustando esas nociones en su exposición compuesta de una serie de breves apartados en que van apareciendo uno o dos, o bien tres o cuatro (depende del riesgo de su malabarismo) de los personajes de los que se ocupa.
Para quienes tengan un interés sostenido en uno o varios de esos filósofos, no habrá mayores novedades: en cuanto a los planteamientos teóricos Eilenberger tiene el mérito de presentar cuestiones filosóficas complejas a lectores no especialistas de manera correcta y competente, pero no particularmente brillante o esclarecedora; en cuanto a las vidas de los filósofos, la documentación de Eilenberger es previsible y conocida, basada en algunas de las mejores biografías existentes de cada uno: el libro de la esposa de Cassirer; Ray Monk para Wittgenstein; Safranski para Heidegger; Eiland y Jennings para Benjamin. Lo importante, en todo caso, no está tanto en los datos, sino en cómo el autor los entreteje para escribir su relato.
Sincronías e imaginación
Tiempo de magos comienza por el final, con el regreso a Cambridge de Wittgenstein, en 1929, quien debe hacer un examen para obtener una beca. En cierto momento se retira y le señala a los miembros de la comisión, dos de los filósofos y lógicos más eminentes de la universidad inglesa (Moore y Russell), quienes además fueron sus interlocutores 15 años antes respecto de su Tractatus, que en realidad nunca entenderían sus puntos de vista. A esta escena, Eilenberger inmediatamente agrega otra, central en su libro, un “acontecimiento” filosófico de 1929 que sirve como la apertura de un paréntesis que cerrará en el último capítulo: la reunión y el debate, en la localidad de Davos, entre Martin Heidegger y Ernst Cassirer, donde supuestamente se iban a enfrentar ambos pensadores. No hubo tal confrontación, pero se manifestarían las diferencias que marcarían sus vidas posteriormente. En el brevísimo “epílogo” del libro que, como las películas, cuenta en resumen qué pasó después con los protagonistas, señala que justo al día siguiente del discurso del rectorado de Heidegger en mayo de 1933 (el cual se supone demostraría su condición nazi o filonazi), Cassirer, como judío, dejó Hamburgo para marchar al exilio (Inglaterra, Suecia, Estados Unidos).
El lenguaje pasó a ocupar un lugar central en la filosofía. Y estos cuatro filósofos trazaron una línea entre lo que se puede decir racionalmente y lo que solo se puede mostrar, así como captar para qué sirve el lenguaje y para qué no.
Son ese tipo de confluencias las que entusiasman a Eilenberger y constituyen parte importante de la armazón de su libro. Cuando el azar logra que se reúnan personalidades cuya conjunción suena improbable. Algo como la famosa cena de 1922 en el hotel Majestic de París en que se sentaron a la misma mesa Proust, Joyce, Picasso, Stravinsky y Diaghilev. Pero aunque Heidegger, Cassirer, Benjamin y Wittgenstein nunca se sentaron a cenar juntos, sus vidas en varios sentidos se cruzaron o pudieron haberlo hecho.
Es cierto que había diferencias entre ellos. Para empezar, la edad: Cassirer era 15 años mayor que Wittgenstein y Heidegger, y casi 20 que Benjamin (quien, no obstante, sería el primero en morir, por mano propia, en 1940). También diferencias sociales: Cassirer, culto y cosmopolita, era parte de la alta burguesía de origen judío, en una familia de artistas y académicos; Heidegger, en cambio, con sus humildes orígenes campesinos y católicos, valoraba excesivamente lo nacional, era un joven salvaje pensando en la “muerte” y la “autenticidad”, que no creía en la técnica ni en el progreso. Wittgenstein, por su parte, era el genio de una aristocrática familia vienesa, cuya mente servía de campo de batalla para las obsesiones lógicas y las tendencias espirituales y ascéticas; Benjamin, por último, intentaba escapar de la dependencia del hogar paterno burgués (al que tuvo que volver muchas veces) optando por la vida precaria del escritor independiente, aunque manteniendo gustos caros, desde las antigüedades a los libros raros.
No obstante todas esas diferencias, ellos podrían haber coincidido más de alguna vez, porque se dedicaron a un área muy específica del quehacer humano, porque vivieron en la misma época y más o menos en los mismos lugares, en un mismo entorno político e incluso espiritual. Lamentablemente para Eilenberger, los encuentros no fueron muchos y están poco documentados, por lo cual el autor debe recurrir a la imaginación. Por ejemplo, efectivamente coincidieron en Davos Heidegger y Cassirer, pero no Benjamin. Por eso el autor se plantea cómo habría sido si Benjamin hubiera estado como corresponsal allí. En realidad, como él mismo refiere, Benjamin buscaba entonces un profesor de hebreo (para marchar a Jerusalén a invitación de su amigo Gershom Scholem, lo que nunca hizo) y había logrado cierta estabilidad como crítico. Ahora bien, no había sido en Davos la primera vez que Cassirer se encontraba con Heidegger: lo fue cuando el primero fue guía del segundo por la Biblioteca Warburg a fines de 1923 (Eilenberger imagina esa primera discusión personal entre ellos). También imagina un diálogo entre Russell y Wittgenstein, quienes durante muchos años conversaron, sobre el sentido de las proposiciones. Y más tarde imagina otro posible entre Heidegger y Wittgenstein, quienes nunca conversaron, sobre la extrañeza de la existencia.
Eilenberger siempre deja claro, en todo caso, cuando imagina algo, pero al deslizar que Benjamin fue compañero de estudios de Heidegger en Friburgo, sugiere la sospecha de algún tipo de vinculación. Sin embargo, aunque ambos debieron concurrir a algunos seminarios juntos, como aclaran Eiland y Jennings en su gran biografía de Benjamin, hasta donde se sabe no hubo ningún contacto personal entre ellos.
Walter Benjamin en 1928; Ludwig Wittgenstein en 1930.
Paralelismos
Ya que no hubo una cena en el Majestic, el método preferido de Eilenberger es la mirada en paralelo. Qué hacían, en qué estaban unos y otros en un determinado momento. De esta manera, apunta cómo la Primera Guerra Mundial los afectó a todos, siendo causa de: traumas (Wittgenstein), apostasías (Heidegger) o pobreza (Benjamin). Pero también señala que no la vivieron de igual forma: Wittgenstein estuvo en la guerra de trincheras en primera línea con riesgo de su vida, mientras Heidegger estaba en el departamento meteorológico militar con la tarea de, a distancia segura, indicar la dirección del viento cuando se dispersaba el gas venenoso. En 1919, cuando Wittgenstein sufría atormentado por la ausencia de sentido y su supuesta homosexualidad, Heidegger tenía un período de inmensa creatividad, si bien su matrimonio pasaba por una crisis profunda. En 1925, cuando Benjamin esperaba el dictamen sobre su estudio sobre el drama barroco alemán, Heidegger estaba en plena exaltación amorosa con su alumna Hannah Arendt. Y al año siguiente, mientras Wittgenstein diseña y construye una casa para su hermana, Benjamin y su amante, la directora teatral letona Asia Lacis, sufren crisis nerviosas.
Por supuesto, le llama la atención la simultánea relación amorosa entre Heidegger y Arendt, y entre Benjamin y Lacis (estos últimos se conocen en Capri, Italia, en 1924, ahí se produce el enamoramiento: Eilenberger imagina su primer diálogo). Y no deja de tener cierta gracia que, en un mismo momento, mientras Wittgenstein daba una conferencia en Cambridge, Heidegger impartía su lección inaugural como profesor en Friburgo y Cassirer era elegido rector de la universidad de Hamburgo.
A veces exagera, en todo caso, al abundar en paralelismos y coincidencias innecesarias. Por ejemplo, cuando refiere el sarcasmo de una postal de Wittgenstein a un amigo sobre el patriotismo y el deber, enviada en 1925, agrega Eilenberger: “Justo el año en que apareció Mi lucha de Hitler, el año en que Stalin se hizo definitivamente con el poder, el año en que un joven general español llamado Francisco Franco…” y así sigue, incluyendo otras cosas como que fue el año que se creó el partido nazi y Kafka publicó El proceso. En otro momento señala que en agosto de 1929 Asia Lacis está en Alemania y sufre una encefalitis por lo que fue a ver al doctor Goldstein, y no puede evitar apuntar que ese médico era amigo íntimo de Cassirer.
En los aspectos anecdóticos de los autores referidos durante el período cubierto, Eilenberger es tan irreprochable como predecible: Wittgenstein que renunció, tras volver de la guerra, a su gran fortuna familiar para reinventarse como profesor rural (teniendo problemas al golpear a un alumno). Heidegger y su turbulento pero duradero matrimonio (no solo él tuvo amoríos; su esposa también mantuvo uno y hasta 2005 salió a la luz que el segundo hijo de Heidegger, Hermann, el guardián de su obra, no era su hijo biológico). Benjamin, siempre sin dinero, siempre tomando malas decisiones, pasando de fracaso en fracaso, deambulando por las calles de París o Berlín, con enamoramientos fallidos y fallidos intentos de establecerse. Si bien en su relato Cassirer podría parecer un académico envejecido (en Davos, mientras Heidegger está en los campos de esquí, Cassirer está en cama con fiebre), era en esa época el más famoso de los cuatro autores, el más consolidado y, por otra parte, quien llevó una vida más convencional. Es un buen punto el que destaca Eilenberger: fue el único del grupo que no intentó suicidarse, que no tuvo depresiones o crisis nerviosas y que no tenía problemas con su sexualidad (fue el único de los cuatro, además, que estaba a favor de la República de Weimar).
Algunas coincidencias que Eilenberger podría haber explorado, las deja pasar, como las cabañas de madera que construyeron y habitaron Heidegger y Wittgenstein en distintos lugares (en la Selva Negra, el primero; en Noruega, el segundo). Menciona, sin profundizar demasiado, el rol de Cassirer en el Instituto Warburg, destacando más bien la figura de su creador, Aby Warburg, hijo de banqueros judíos, quien renunció a su herencia de enorme riqueza (como hizo Wittgenstein) para fundar la prestigiosa Biblioteca y el Instituto Warburg (Warburg murió en octubre de 1929, repentinamente).
Pero un asunto que el autor sí destaca y que no parecería tan obvio está dado por la importancia para los cuatro filósofos y para todo el ambiente espiritual y cultural alemán, del lenguaje.
Los límites del mundo
La famosa afirmación de Wittgenstein (“Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”) era algo que estaba muy presente en la época. La pregunta central que preocupaba a muchos de los intelectuales del momento era el papel del lenguaje en nuestra relación con el mundo. Básicamente habría dos enfoques: es algo que habilita o bien algo que distorsiona, o bien, el lenguaje como una enfermedad o como una terapia (Freud).
Los cuatro autores, cuyas vidas y obras durante la década 1919-1929 son analizadas en Tiempo de magos, parecen haber estado en medio de una tormenta, sometidos no solamente a las inclemencias del tiempo (de su tiempo histórico) sino también a sus propias turbulencias interiores, aunque quizá ambas cosas estaban relacionadas.
Así, el lenguaje pasó a ocupar un lugar central en la filosofía. Y estos cuatro filósofos trazaron una línea entre lo que se puede decir racionalmente y lo que solo se puede mostrar, así como captar para qué sirve el lenguaje y para qué no. Heidegger señala que el ser humano a través del lenguaje plantea la pregunta de su propia existencia, mientras Cassirer lo identifica como un animal simbólico, que usa signos; Wittgenstein busca distinguir las oraciones que tienen sentido de las que no; y Benjamin, por último, también propone una teoría del lenguaje casi teológica: el lenguaje ideal es el lenguaje de Dios, lo que hay en él es una revelación, no una comunicación.
Un asunto decisivo para todos ellos era la de determinar si existía un lenguaje único, unitario y unificador para todas las lenguas y, en caso de ser así, cómo estaba configurado. Mientras Benjamin sostiene que la relación entre significante y significado no es arbitraria, sino que hay una relación necesaria entre las palabras y las cosas, Cassirer cree que los sistemas simbólicos, como el lenguaje, determinan cómo percibimos la realidad y anticipa lo que ahora llamamos lingüística cognitiva: cree que existe una estructura profunda del lenguaje (algo parecido pero previo a la “gramática generativa” de Chomsky).
En el vendaval
Después de su captura y encarcelamiento en Italia, Wittgenstein regresó a Viena y decidió convertirse en maestro de escuela primaria, lo que será un fracaso. Mientras asistía a la escuela para obtener la licencia de enseñanza, su hermana mayor, Hermine, la más cercana a él, alguna vez recuerda que le dijo que si ocupaba su mente filosófica como profesor de escuela era como alguien que usara un instrumento de precisión para abrir cajones. Él le respondió: “Tú me haces pensar en una persona que mira por una ventana cerrada y no puede explicar los movimientos peculiares de un transeúnte; no sabe que fuera hay un vendaval y que a ese hombre acaso le cueste mantenerse en pie”.
Los cuatro autores, cuyas vidas y obras durante la década 1919-1929 son analizadas en Tiempo de magos, parecen haber estado en medio de una tormenta, sometidos no solamente a las inclemencias del tiempo (de su tiempo histórico) sino también a sus propias turbulencias interiores, aunque quizá ambas cosas estaban relacionadas. Los locos años 20 fueron más bien enloquecidos (y muy duros) en el mundo de habla alemana. El final de la Primera Guerra trajo consigo el derrumbe de sus dos imperios: el alemán y el austrohúngaro. Y al desastre económico, seguiría la convulsión política. Con todo, en medio de la angustia y la incertidumbre, se produjo ese “gran” (y quizá último) momento estelar de la filosofía alemana.
Imagen de portada: Cassirer y Heidegger en Davos, 1929.
Tiempo de magos, Wolfram Eilenberger, Editorial Taurus, 2019, 384 páginas, $18.000.
El siglo XXI se ha caracterizado por el retorno del nacionalismo, la identidad y la religión como instrumentos de acción política. Algunos autores lo relacionan con el derrumbe de los socialismos reales. Este hecho abrió un escenario para que los movimientos con características identitarias tuvieran hegemonía en el escenario mundial. La crisis de la Unión Soviética, el resurgimiento de las guerras de carácter religioso por algunas organizaciones musulmanas y, del mismo modo, la irrupción de las rebeliones indígenas en América Latina, dan cuenta de que lo “políticamente” correcto eran los movimientos de carácter identitario. Tal vez, los hechos ocurridos el 11 de septiembre del año 2001 fueron la expresión del fenómeno político que sucedía a la post Guerra Fría.
La transición a la democracia en Chile no estuvo exenta de estas tensiones. Los movimientos mapuche, rapa nui y aymara, desde fines de la década del 80, pusieron al sujeto indígena en el centro del debate sobre la república. En el caso del primero, a mediados de esa misma década comenzaron a plantear la idea de la “reconstrucción mapuche”. Para sus liderazgos, se vivía un momento determinante de la historia, a consecuencia del decreto de ley promulgado por la dictadura en 1979, que impuso el fin de las particularidades identitarias.
La respuesta la dieron los incipientes movimientos indígenas que, utilizando la identidad como forma de hacer política, combatieron los decretos de “chilenización” de la dictadura, resaltando sus especificidades indígenas. Los aymara lo hicieron recuperando la ideología indianista, una construcción derivada de los escritos de Fausto Reinaga, quien sostuvo, en la década de los 70 en Bolivia, que la única forma de poner fin a la opresión sería a partir de una revolución india. Los mapuche lo hicieron reinterpretando la historia: ¿no eran uno de los pocos pueblos que habían logrado detener la Conquista y forzar a los hispanos a parlamentar? A partir de estas ópticas, los y las líderes de ambos pueblos iniciaron un proceso de politización sobre la base de la lucha por la identidad, sosteniendo la reconstrucción de sus propios pueblos en función de la recuperación de la identidad política que, a su vez, se sostenía en la cosmovisión específica de cada pueblo.
Sobre este intenso debate, la pobreza fue otra de las variables consideradas como herramienta de empoderamiento. Una parte considerable de los pueblos originarios se encontraba hacia 1990 en niveles de extrema pobreza, y en el caso de La Araucanía aquello ha continuado sin grandes cambios. Sin embargo, lejos de ser una especificidad mapuche, es un rasgo común de las poblaciones indígenas en Guatemala, México, Ecuador y otros países del continente. Salvo Bolivia, donde ha descendido la pobreza, el resto de pueblos originarios comparte esa dramática realidad.
Es viable sostener que hacia 1992 –año de la gran reflexión indígena–, el debate sobre la identidad en América Latina fue intenso al cuestionar la construcción de las repúblicas en relación con los pueblos originarios. Si bien existían repúblicas que tomaron las identidades de los pueblos originarios como parte de la idea de nación, como fue el caso del liberalismo peruano y mexicano, hubo otros que excluyeron a los indígenas (Argentina constituye un caso emblemático).
En Chile se intentó crear una falsa tolerancia del mestizaje, un prototipo de sujeto indígena que tuviera los menos rasgos posibles de indígena y lo calificaron de “araucano”. Una especie de helenización del mapuche. Un experimento de blanqueamiento en que, además de ser forjados en la musculatura de los dioses griegos, fueron convertidos en una raza militar. Nada más lejano del verdadero mapuche. Al mismo tiempo, al mapuche real, a ese que habitaba en el campo o en la periferia de la ciudad, se lo asociaba con características muy distintas: flojo y borracho, sucio y violento, cruel y ladino.
La tierra y el capitalismo
El movimiento mapuche tiene un poco más de 100 años de historia. La primera organización, la Sociedad Caupolicán Defensora de la Araucanía, nació en 1910. Luego vinieron la Federación Araucana y la Corporación Araucana. Estas tres organizaciones tomaron como elemento de unificación el concepto de “araucano”. Presenciábamos el triunfo del proyecto original de colonialismo del Estado chileno, es decir, que los mapuche desde esa identidad construida por sus adversarios acabasen por brindar una falsa conciencia de sí mismos. No obstante, los líderes de las organizaciones utilizaron el concepto de araucano como autoafirmación de la diferencia. A partir de la historia de la resistencia durante la Guerra de Arauco, reinterpretaron su historia como acto de independencia.
Esta recuperación histórica, acompañada por la reconstrucción de la identidad, implicaba lo que se conoció como ‘volver a ser mapuche’. ¿Cuál era ese ‘verdadero’ mapuche? El constituido previo a la Ocupación de La Araucanía. Tomaron importancia los hablantes de mapudungun, los que sostuvieron que la pérdida de la lengua era un proceso inevitable, a menos que se iniciase un proceso de alfabetización.
Aburto Panguilef fue uno de los líderes en este debate. Lector empedernido, amante de los periódicos y de la información internacional, comenzó a repensar la historia mapuche en sintonía con el proceso llevado adelante por Israel. De hecho, luego de la Segunda Guerra Mundial sus escritos profundizan su óptica sobre el proceso de reconstrucción nacional, a lo que debemos sumar su formación en su niñez en las misiones religiosas, lo que lo llevó a asemejar la historia mapuche a la diáspora del pueblo judío y la reconstrucción a partir de volver a habitar el territorio mapuche. En una especie de manifiesto, Panguilef escribió que la solución pasaba por crear una República Araucana. Algunos miembros del movimiento mapuche de hoy, en específico el Partido Mapuche Wallmapuwen, lo van a interpretar como una línea política del movimiento. Tal vez, una especie de laboratorio de autodeterminación.
En paralelo a este debate, las revoluciones campesinas latinoamericanas también influyeron en los intensos debates del territorio mapuche colonizado. En 1910, la Revolución Mexicana entró a los campos de Wallmapu desde la música ranchera, con historias de lucha por la tierra. Este hecho puede explicar la politización de algunas y algunos actores mapuche, que tomaron los conceptos de la recuperación de las tierras como parte de su agenda, en un contexto latinoamericano de revoluciones agrarias. Como planteamos, México fue la vanguardia, pero luego vinieron las revoluciones en Bolivia en 1952 y en Cuba en 1959. Posterior a ellas, en Chile se produjo la reforma agraria durante el gobierno de Frei Montalva y, con Salvador Allende, “el Cautinazo”, como se le llamó al plan de restitución de tierras que estaban en manos de los colonos extranjeros y chilenos sobre el territorio mapuche.
La contrarrevolución también fue radical. La dictadura de Pinochet devolvió en Cautín las tierras a los chilenos y descendientes de colonos. Sin embargo, no reimpuso el latifundio, tal vez porque en Cautín no existió como en el valle central. Algunas tierras recuperadas fueron devueltas a los colonos leales a la dictadura, pero otro porcentaje fue transado en el mercado y otro número traspasado a Conaf. Estas tres vías de la acumulación originaria de la riqueza terminaron por ser rematadas bajo la crisis de los 80, siendo adquiridas por una nueva clase empresarial, específicamente las familias Angelini y Matte, quienes concentraron la principal riqueza agraria para lo que fue un pilar de las exportaciones chilenas: la industria forestal.
La niñez mapuche, que encabezaría el movimiento actual, se vio rodeada de estas plantaciones. En los años 90 se produjeron las lógicas consecuencias medioambientales, como la sequedad de las napas subterráneas en sectores como Lumaco y Traiguén, afectando con ello la sustentabilidad agraria de las familias mapuche. Si a ello sumamos lo simbólico que fue la construcción de la represa hidroeléctrica Ralco, agregado a las luchas indígenas a nivel latinoamericano, que puso como discusión principal el capitalismo como el factor determinante, hacia 1997 los mapuche comenzaron a plantear que el anticapitalismo era también parte de su identidad política. La Coordinadora Arauco Malleco fue una de las organizaciones que mejor interpretó ese momento político, al subrayar que su política era “revolucionaria, nacionalista y anticapitalista”.
La invención de la tradición
El movimiento mapuche construyó su identidad, entonces, a partir de conflictos nacionales pero también en sintonía con lo que ocurría en el exterior. Para legitimar los nuevos planteamientos en el escenario nacional, el movimiento inició un proceso de diálogo con los antiguos mapuche: abuelas y abuelos que mantenían en sus memorias las historias de los antepasados. A ello se agregaron las experiencias internacionales y nacionales, suscritas a un contexto latinoamericano en que irrumpieron las luchas indígenas por motivo del Quinto Centenario. Digamos que dichas variables estaban inscritas en un contexto mundial de irrupción de nacionalismos e identidades.
Como muchas historias sobre nacionalismos a lo largo de la formación de las repúblicas, los mapuche recuperaron la historia antigua y agregaron, a veces, elementos nuevos. A la suma de ambas variables, como han dicho Hobsbawm y Terence, se ha llamado “invención de la tradición”. Las historias de resistencia contra los españoles y chilenos durante la Guerra de Arauco y la Ocupación de La Araucanía, por ejemplo, fueron reexaminadas por la militancia mapuche. No era solo la resistencia contra los españoles, también lo fue contra los chilenos en la formación original de la república. Había dos procesos de colonialismo sobre el territorio mapuche. El último, la resistencia contra los chilenos, es lo que Pedro Cayuqueo ha llamado “Historia secreta”.
Esta recuperación histórica, acompañada por la reconstrucción de la identidad, implicaba lo que se conoció como “volver a ser mapuche”. ¿Cuál era ese “verdadero” mapuche? El constituido previo a la Ocupación de La Araucanía. Tomaron importancia los hablantes de mapudungun, los que sostuvieron que la pérdida de la lengua era un proceso inevitable, a menos que se iniciase un proceso de alfabetización. Lingüistas como Clara Antinao escribieron diccionarios a fines de la década del 80 y principios de los 90, y realizaron talleres autónomos de mapudungun. También en Wallmapu comenzaron los diálogos permanentes con mapuche que portaban la historia antigua, algunos inclusive recordaban por sus padres cómo fue la historia de la Ocupación de La Araucanía. Existía una memoria oral que fue determinante en la recuperación de la identidad.
El movimiento mapuche se inserta como parte de las dinámicas mundiales de la política que se han caracterizado por un retorno al nacionalismo, las identidades, la cultura propia y la reconstrucción cultural y nacional.
A esta identidad tradicional, algunos le incorporaron la realidad Mapurbe. Se inicio un diálogo entre Wallmapu y Mapurbekistan, por usar los términos de David Aniñir y Claudio Alvarado Lincopi. El movimiento mapuche no podía quedar reducido tan solo a Wallmapu y, de ese modo, el proceso argelino en Francia comenzó a ser observado como línea argumental, del mismo modo que el movimiento por derechos civiles de los afroamericanos en Estados Unidos. Una corriente contracultural desde las urbes, utilizando el rock, punk, hip-hop y trova, se insertó en este proceso de politización. Las letras de la banda Pirulonko, por ejemplo, relacionaban la historia y el nacionalismo mapuche, mientras que el grupo Puel Kona alcanzó un interesante reconocimiento al ser invitado por Roger Waters como telonero en su gira Us+Them. Y también podríamos nombrar las dramaturgias de Paula González (Ñuke y Trewa) y Roberto Cayuqueo (Nahuelpan presidente y Mapsurbe).
Las identidades mapuche, por ende, comenzaron a ser híbridas en un contexto de reconstrucción de una identidad ancestral. Muchos y muchas se preguntaban ¿qué era la identidad ancestral? Ante ese debate, se planteó la idea de la xampurriedad, es decir, lo mestizo y lo híbrido. Silvia Rivera Cusicanqui se inserta en este debate desde Bolivia, el país más avanzado en derechos indígenas, sosteniendo en su último libro que es necesario un mundo chi’xi: mestizo.
Cada pueblo construye su propia identidad en dialéctica, y la identidad mapuche se encuentra en disputa. Los mapuche del tiempo presente han recuperado y están reconstruyendo esa identidad dialécticamente, bajo el mundo cultural en que resisten. Existe un pasado ideal tal vez, ese que fue reducido post Ocupación de La Araucanía. Sin embargo, en algunas comunidades, sobre todo en la zona de Cautín, pareciese que no hubiese tenido variaciones, a mi juicio por causa del mismo colonialismo que privilegia la exclusión antes que la inclusión. Aspecto distinto a lo que sucede en Arauco, donde las tierras lafkenche fueron sometidas sistemáticamente a la inclusión colonial. Ambos procesos nos hablan del mismo objetivo. En algún momento se pensó que integración era asimilación. Es viable sostener que los mecanismos de reconstrucción identitaria mapuche han variado, dependiendo del espacio territorial y la historia de resistencia local.
El eje crítico de este proceso de reconstrucción ha sido pensar que la identidad mapuche es mejor que la chilena. Que esta segunda porta antivalores que van en desmedro de lo indígena. Estando en parte de acuerdo con las tesis fundamentales del movimiento mapuche, en efecto, la historia chilena se ha caracterizado por una lógica de conquista y una cultura violenta de colonialismo. A la inversa, la mapuche se distingue por una cultura de la resistencia. Esta segunda ha permitido que la ocupación no fuese total, obligando al Estado chileno a pactar y negociar con las dirigencias para mantener una gobernabilidad en Wallmapu. Pero cada cierto tiempo estallan esas “dos Araucanías” en conflicto, como se vio en los casos Luchsinger Mackay y Catrillanca.
A diferencia de la identidad cerrada de la chilenidad, la mapuchidad se sostiene en debates y pugnas con la chilena para nutrir a esta última de su componente xampurria que desconoce. Ella emergió como resistencia ante el colonialismo y la violencia racial de un Estado conquistador, que intentó construir un mapuche oprimido (el araucano) y uno vencido (el indio). Ambos mapuche eran parte de la misma maquinaria colonial que esperaba justificar, como lo imaginó Benjamín Vicuña Mackenna, la conquista y el exterminio de los mapuche.
Pero los mapuche resistieron, cerrándose en su propia identidad en el campo. En una primera instancia rechazaron todo lo wingka, inclusive los mismos matrimonios. Los más antiguos continuaron resistiendo a partir del mapudungun, las tradiciones y costumbres. Aquella base permitió que las ideas políticas fuesen siendo comprendidas a partir de la misma historia. Y ha sido la historia, como todo proceso de reconstrucción nacional, la herramienta utilizada para el proceso de descolonización. En ese ámbito, la política –mediante el diálogo– y la rebeldía han sido los instrumentos de presión contra el Estado colonial para conquistar los derechos fundamentales. Ese proceso ha forjado identidades políticas mapuche múltiples tanto al interior del Wallmapu como hacia el exterior. Por esas razones, el movimiento mapuche se inserta como parte de las dinámicas mundiales de la política que se han caracterizado por un retorno al nacionalismo, las identidades, la cultura propia y la reconstrucción cultural y nacional. Cómo será el futuro depende de la actuación política mapuche del tiempo presente y su capacidad de articular la voluntad de emancipación. Porque hasta el momento, el pueblo mapuche no es libre, tan solo ha fracturado la dominación a partir de exigir la libertad de ser libres. Como sostuvo Nelson Mandela, “ser libre no consiste meramente en liberarse de las cadenas, sino en vivir de un modo que respete y fomente la libertad de los demás”.
Imagen de portada: Mil máscaras mapuches integran la obra Werken, proyecto que representó a Chile en la 57ª Bienal de Arte de Venecia.
Cuando una persona muy mayor de improviso se pregunta “¿Quién soy?”, surge de inmediato la sospecha de que su memoria, o algo más, le ha comenzado a fallar. Pero es la duda que acucia a todos los adolescentes, movidos por la necesidad de forjar su propia “identidad personal” (como lo postuló el psicoanalista Erik Erikson). Adolescentes de todas las edades siguen preguntándose lo mismo (especialmente en las redes sociales). Frente a la estrecha conexión entre identidad y reconocimiento, hay críticos pesimistas que la identifican con una “cultura del narcisismo”, mientras otros la ven como un entramado de luchas emancipatorias.
El espacio que media entre preguntarnos quiénes somos y que otro nos lo pregunte, varía según las respuestas posibles: la “identidad” se relaciona tanto con las etiquetas que nos damos como con las que nos dan. En su libro Las mentiras que nos unen, el filósofo anglo-ghanés Kwame Anthony Appiah cuenta que en São Paulo lo han creído brasileño, hablándole en portugués; en Sudáfrica lo han tomado por “persona de color” o en Roma, por etíope; en Inglaterra no podían creer que no fuese indio. “Los taxistas de Estados Unidos y de Reino Unido suelen preguntarme durante el trayecto dónde he nacido. ‘En Londres’, les digo, pero lo que en realidad quieren saber no es eso. Lo que de hecho están preguntando es de dónde es originaria mi familia, o, dicho sin rodeos: ¿tú qué eres?”.
En su exploración sobre cómo contestar esta duda, Appiah recorre varias coordenadas. Por supuesto, la contestación y los modales serían muy distintos si quien lo interroga no fuera un taxista actual sino un esclavista del comercio negrero en el siglo XVII e incluso hoy, si Appiah no fuera un respetado académico, sino un poblador de un gueto urbano.
Sueños de identidad
Hay quienes podrían decir que la pregunta, y las respuestas, sobre quién se es, permitirían trazar un recorrido moral y político de la historia humana hasta un determinado punto de inflexión. Existen al menos dos formas, en algún sentido contradictorias, de presentarlo.
Para la primera, esta ruta sería el dibujo del avance de la humanidad, esbozando una recta que, como la flecha del tiempo, va de las discriminaciones y opresiones del pasado (esclavitud, racismo, machismo, etc.) al triunfo de la igualdad; o, de una forma menos lineal, como la expansión creciente de un círculo de respeto moral, que podría alcanzar a los animales o incluso las plantas. Así, en el siglo XVIII, en países con esclavitud racial, los abolicionistas propusieron la pregunta “¿no soy un hombre?” como forma de protesta, porque los negros eran considerados niños. Dos siglos después, durante el Movimiento de Derechos Civiles, las pancartas afirmaban: “¡Soy un hombre!”. Los desfavorecidos también pueden reivindicarse de manera más general: “Soy un ser humano”, gritaba aquel sujeto gravemente deforme que vivió en Londres en el siglo XIX, conocido como el “hombre elefante”, cuando era perseguido como un monstruo (al menos en la película de David Lynch basada en su historia); la activista Angela Davis afirmó que el feminismo es “la idea radical de que las mujeres somos seres humanos”. Todo el que haya tenido un perro sabe que es un ser que siente y, si pudiera hablar, lo diría. Las denominaciones cada vez más generales de identidad (un hombre, un ser humano, un ser sintiente, un ser vivo) serían formas cada vez más amplias de la empatía, hasta acercarla a la divinidad: “Yo soy el que soy” (Éxodo 3:14), le dijo Dios a Moisés, llevando la identidad a su forma lógica más desnuda.
Otra forma de exponer este progreso sería como la cabalgata heroica del individuo. Durante buena parte de la historia, los seres humanos se habían identificado como miembros de comunidades que creían naturales. Hasta que se produjo el gran suceso del surgimiento del individuo, en algún momento cuya exacta ocurrencia los estudiosos discuten. Ese ser autónomo, en todo caso, sería una característica de la civilización europea occidental que más tarde se extendió por el mundo. Los individuos se imponen un orden, sin control externo; se definen a sí mismos y siguen cursos de acción elegidos por sí mismos, en lugar de conformarse con los roles tradicionales. Ellos están detrás de los derechos individuales, del voto universal, de la igualdad de la mujer, la secularización, etc. Pero hay otros sujetos que no avanzan con el individuo, los que el teórico conservador Michael Oakeshott llama individuos “manqué” (malogrados) o “anti-individuos”: les gusta formar parte de una comunidad que los protege de tomar decisiones: reacios al riesgo, temen al dolor del fracaso más que a los goces del éxito y, no obstante, necesitan el reconocimiento de los demás.
Si las identidades involucran etiquetas y estereotipos, eso es particularmente notorio en el caso del género. La etiqueta de hombre o mujer implica suposiciones no solo sobre los intereses sexuales sino sobre la forma de caminar o de hablar, entre muchas otras.
Según ambas visiones, en algún momento se habría producido un quiebre. Para la primera, sería la interrupción del proceso igualitario; para la segunda, sería justamente una especie de ofensiva igualitarista. A pesar de sus puntos de vista contradictorios, en ambos casos las “políticas de la identidad” estarían abandonando las perspectivas cada vez más generales por aquellas cada vez más específicas. Contra el universalismo, se destacan las particularidades; y en vez de centrarse en el individuo, se ocupan de las menos individuales (raza, género o religión) de sus características.
Es la primera postura la que subyace, hasta cierto punto, en el libro Las mentiras que nos unen, de Appiah; y es la segunda la que anima, de manera muy distinta, los libros El regreso liberal de Mark Lilla e Identidad de Francis Fukuyama.
Exigencias identitarias versus ciudadanía
Los libros de Lilla y Fukuyama plantean que las demandas de identidad (nación, religión, raza, género) han ido sustituyendo una noción más amplia de ciudadanos.
Lilla, un intelectual de amplio espectro, se enfoca en un aspecto más bien restringido. Para él, el progresismo estadounidense, que en ese país es sinónimo de liberalismo, se ha perdido “en la maleza” de la política identitaria, empeñado en privilegiar la identidad por sobre la comunidad. En su relato, los grupos que se expresan políticamente mediante sus diferencias nacen en la década de los 60, inicialmente por temas raciales, y con ellos, la izquierda empezó a hacer una política para corregir injusticias históricas, reivindicando diversas causas (negros, homosexuales, discapacitados, animales, etc.), pero, con ello, al atomizar los grupos y enfatizar su particularidad y cierto victimismo, justamente los torna más vulnerables, en vez de protegerlos, por su ineficacia electoral. Pero sus críticas no se quedan ahí. Lilla considera que se está haciendo una “política Facebook”, centrada en la identidad de ciertos grupos en vez de tener como eje el bien común o los asuntos comunes. Lamenta el auge de los “movimientos” en vez de una política de partidos y el predominio de la expresión del “yo” en vez de la argumentación o la persuasión de quienes piensan distinto, pues los grupos identitarios suelen ser monolíticos en su pensamiento, más bien dogmáticos, lo que dificulta el debate público, al descalificar al interlocutor por lo que es (hombre, blanco, heterosexual, etc.). De manera que la política de la identidad es tanto expresión del pluralismo democrático como una amenaza a ese pluralismo.
El libro de Fukuyama, el politólogo que alguna vez vislumbró el fin de la Historia, es muy diferente al de Lilla –quien figura en sus agradecimientos–, tanto en su perspectiva (más amplia) como en su estilo (más burdo), aunque alberga críticas similares. Dice el autor que no lo habría escrito sin el triunfo de Trump en Estados Unidos en 2016, manifestación de un fenómeno más amplio: el auge de un “nacionalismo populista”. La raíz no sería tanto económica (la crisis financiera) como ideológica: la “política de la identidad”. Fukuyama no es particularmente fino en sus puntos de partida. Para él, la noción de “identidad” no ha hecho sino enmarañar otras, como la de individuo. Al respecto, afirma que el individuo moderno aparece con la doctrina de la justificación por la fe durante la Reforma de Lutero (lo cual no pocos autores matizarían) y que el fundamento de la “identidad” se produce cuando este individuo constata “una disyunción entre lo que había dentro de él y lo que quedaba fuera”, es decir, cuando el “yo” interior (y su dignidad) no es reconocido. La política identitaria sería así expresión de un resentimiento.
Como muchos sugieren y Fukuyama concuerda, las políticas de la identidad tendrían sus primeras manifestaciones en los conflictos raciales de los años 60 y en la manera de enfrentar la discriminación. La solución del liberalismo clásico era concebir a todos como ciudadanos o individuos iguales, en vez de representantes de su raza. Pero entonces surge la idea de mantener las distinciones, pero atacándolas por una discriminación positiva, la cual reforzó la estrategia de separar a los ciudadanos según género, orientación sexual, religión, etc. Entonces, dice Fukuyama, “la dignidad se ha ido democratizando”. Si en las democracias liberales el ciudadano renunciaba a que su particular concepto del bien primara en la sociedad, todos eran iguales ante la ley (isonomía). Pero resulta que ahora todos son igualmente dignos (lo que el autor llama “isotomía”) y sus exigencias se han traducido en políticas de reconocimiento, que amenazan con fragmentar y pervertir la sociedad moderna. ¿Qué hacer, cómo mantenerla unida? La solución para Fukuyama es la participación política en la vida pública y la creación de identidades “más amplias e interrelacionadas”, como por ejemplo: una especie de nuevo servicio obligatorio, militar o civil, para los ciudadanos.
Imagen de la muestra Otrxs Fronterxs – Historias de migración, racismo y (des)arraigo, que se exhibió el 2019 en el Museo de la Memoria.
Formas de etiquetado
Que los taxistas interroguen a Kwame Anthony Appiah acerca de quién es, no se debe, al menos no exclusivamente, a la curiosidad malsana de los conductores. En la introducción a Las mentiras que nos unen, señala que es hijo de padre ghanés y madre inglesa, por lo que aunque no es blanco habla lo que solía llamarse “inglés de la reina”. No solo por esto su interés en la identidad es personal, pues en la coda del libro informa que además es homosexual y está casado con otro hombre, por lo que el suyo es en parte un libro de filosofía y en parte autobiografía.
Appiah parece más complicado por las divisiones que las identidades generan, que satisfecho con la posible cohesión que puedan crear. Las identidades clasifican a los individuos, se adhieren como etiquetas que configuran las ideas propias sobre cómo comportarse, lo mismo que la manera en que los otros lo consideran o tratan, señala. Otras propiedades que se unen a la identidad son el tribalismo (por razones evolutivas) y el “esencialismo”, que se apresura a desestimar: las identidades cambian en el transcurso del tiempo. Pero el esencialismo se pega a la identidad, sobre todo al generalizar sobre personas y grupos: “Es más probable que esencialicemos grupos sobre los que tenemos ideas negativas; y más probable que tengamos ideas negativas sobre grupos que hemos esencializado”.
Según el autor, la idea de cada cual sobre su identidad está ligada a su entorno: su familia, primero, pero luego extiende ramificaciones en varias direcciones: la nacionalidad, el género, la clase, la sexualidad, la raza o la religión. Appiah, mediante variadas referencias históricas y literarias, dedica un capítulo a cada aspecto, pero destaca que la de género es quizá la forma más antigua de identidad, una que subyace y comparte los problemas de otras identidades, por lo que entenderla (así como al proyecto de la filosofía feminista) es central en el primer capítulo.
De acuerdo a su síntesis, la distinción sexual entre hombre y mujer, sobre la base de los tipos biológicos y el análisis cromosómico, es apenas una posibilidad dentro de la gran variedad de combinaciones probables. Menciona variaciones o desajustes entre la apariencia externa y los cromosomas sexuales, como el síndrome de insensibilidad a los andrógenos o el síndrome de Turner y otros, todos los cuales son estadísticamente raros, pero muestran que incluso a nivel de morfología física no existe una división exacta de los seres humanos en dos sexos.
Lo que las teóricas feministas habrían enseñado a ver es que al hablar de hombres y mujeres, u otros géneros, no se habla solamente de cuerpos. Por eso ellas distinguen entre sexo (situación biológica) y género (el conjunto de ideas sobre cómo son y cómo deben comportarse mujeres y hombres). Si las identidades involucran etiquetas y estereotipos, eso es particularmente notorio en el caso del género. La etiqueta de hombre o mujer implica suposiciones no solo sobre los intereses sexuales sino sobre la forma de caminar o de hablar, entre muchas otras. A propósito de género y feminismo, Appiah refiere el concepto creado por Kimberlé Crenshaw de “interseccionalidad”, sobre las complejas formas en que las identidades interactúan generando efectos que no son la suma de cada una. Así, el racismo puede hacer que hombres blancos teman a los hombres negros y abusen de las mujeres negras; la homofobia llevar a hombres a violar mujeres homosexuales y asesinar a hombres homosexuales.
Con todo, en su aproximación al género Appiah ni siquiera menciona a dos teóricas, la filósofa Judith Butler y la socióloga Eva Illouz, que han indagado en aspectos como la identidad genérica y los cambios en los roles masculinos y femeninos en el sistema capitalista.
Identidad de género y roles sexuales
En mayor o menor medida, todos los libros de Judith Butler plantean preguntas sobre la formación de la identidad y la subjetividad, pero su huella más notoria en el mundo intelectual sigue siendo su examen de la relación sexo-género, y sus implicaciones para la teoría y la política del feminismo. Si se parte de la idea de que el género es algo que se construye y que no está natural o inevitablemente conectado al sexo, la distinción misma parece volverse inestable. Butler ha insistido en ese cuestionamiento. Para ella, esa opción implica una “matriz”, un orden en que hombres y mujeres se suponen dirigidos o casi forzados a la heterosexualidad, excluyendo otras sexualidades o “disidencias”. Otra manera de cuestionar esto es su noción de “performatividad” del género, destacando prácticas paródicas como el drag o travestismo. En su libro más famoso, El género en disputa (1990), plantea que el drag pone en evidencia la ilusión del género como una identidad original y permanente, y sirve para entenderlo como una escenificación. El género no es algo que se es sino que se actúa, un “hacer” en lugar de un “ser” o –como diría el cantante Arjona, el príncipe de la asonancia afectada–, es un verbo y no un sustantivo.
Lilla considera que se está haciendo una ‘política Facebook’, centrada en la identidad de ciertos grupos en vez de tener como eje los asuntos comunes. Lamenta que el auge de los ‘movimientos’ vaya en desmedro de una política de partidos.
Eva Illouz, por su parte, ha escudriñado en lo que llama “capitalismo emocional”: los efectos del modelo capitalista en los sentimientos y su gestión, favoreciendo lo terapéutico, la autoayuda, el consumo, todo lo cual afecta los roles masculinos y femeninos. En dos de sus libros más recientes aborda el asunto. En Por qué duele el amor (2012), postula que el amor se ha vuelto doloroso para las mujeres, que se tienen por sujetos autónomos pero su autonomía se valida al ser deseadas. Antes, desde el amor cortés medieval, la mujer tenía en este ámbito el estatuto elevado de la “amada”; en cambio actualmente se han difuminado todos los códigos amorosos. Aunque sufrir por amor no es algo nuevo, hoy se percibe como un agravio o una amenaza, sobre todo para la mujer, dada la asimetría entre hombres y mujeres que el capitalismo ha provocado o acentuado. Según la autora, ni la libertad sexual ni el feminismo han ayudado. Ahora los hombres se preocupan menos de las familias, tienen sexo sin matrimonio (gracias a la revolución sexual) y su identidad masculina está más en el espacio laboral. Hay una condición desigual, porque las mujeres siguen siendo dependientes de la familia y de la definición social de la feminidad, a través, especialmente, de la maternidad, lo cual presenta otros factores de disparidad, como el tiempo biológico. Ahondando en esto, Illouz, que no pocas veces se ha valido de la cultura popular, en Erotismo de autoayuda (2014) analiza la trilogía Cincuenta sombras de Grey como demostrativa de las relaciones de género actuales: una fantasía de seguridad emocional como la representación de un “patriarcado protector” y una apariencia superficial de política sexual feminista, que muestra la nostalgia de roles de género más definidos.
Otras identidades
Appiah, por supuesto, dedica su libro a varios otros aspectos identitarios, como religión, nación, raza, clase y cultura. De manera curiosa, sus observaciones sobre ciertos problemas suelen ser más interesantes e informativas (y centradas en Inglaterra) cuando menos acuciantes son. Por ejemplo, la clase social, categoría que ahora al menos en las sociedades posindustriales quizá no une ni crea sentido de comunidad con la misma intensidad que la religión o la nación. Allí, refiere las dificultades que la categoría entraña, desde definirla a configurarla (no todo se explica por el dinero ni por el estatus) o los mecanismos para reconocerse: Appiah recuerda que la escritora Nancy Mitford alguna vez escribió un ensayo mostrando parte del vocabulario por el cual se reconocían las clases altas inglesas.
Sus otras cavilaciones suelen combinar sentido común y corrección política: la religión, claro, no es únicamente un conjunto de creencias de índole espiritual, lo cual lo lleva a reflexionar sobre escrituras e interpretaciones o las paradojas del fundamentalismo. La nación, claro, es un desafío para la democracia liberal, pues depende de un ideal cívico fuerte “para dar sentido a la ciudadanía”, pero debe ser compartido por gente con distintas razas y religiones. La cultura, obvio, requiere precisiones históricas: la “europea” no es solo occidental o cristiana, como el estudio de la filosofía y la ciencia griegas en el mundo musulmán demuestra, lo que lo lleva a cuestionar tanto el “eurocentrismo” como el “afrocentrismo”, pues ambos necesitan una esencia unificadora.
Una característica distintiva de Appiah es mezclar consideraciones generales con relatos de personas concretas. Al abordar la raza, por ejemplo, refiere la historia de Anton Wilhelm Amo, un negro llevado niño a Ámsterdam, en 1707, el primer africano negro doctorado en filosofía en Europa, aunque según Appiah su historia no se veía entonces por el lente racial: fue cierta ciencia de los siglos XVIII y XIX la que generó una concepción racial para explicar diversos aspectos de las personas (recuerda que Kant sostuvo que alguien fuera completamente negro probaba su estupidez). Su tratamiento de la clase social también está entrelazado con una vida: la del activista inglés igualitarista Michael Young (inventor de la palabra “meritocracia”), quien ya viejo aceptó entrar a la aristocracia como Barón porque necesitaba el dinero.
No solo Young cae en contradicciones. Appiah no pierde ocasión de deplorar el “esencialismo”: las escrituras fijando una religión o lenguas y costumbres, una nación; el sexo determinando un género; la idea de la unidad racial o la de una clase que se lleva en los huesos. Pero si todas estas esencias inducen a error, parece razonable rechazar el concepto mismo de identidad. Appiah, en cambio, admite como útil o necesario adoptar estas etiquetas: son “las mentiras que nos unen”.
Afinidades electivas
A la pregunta “¿quién soy”, se podría responder, como en el poema de Nicanor Parra: “Yo soy el Individuo”. Más allá de la discusión filosófica de la persistencia en el tiempo del mismo sujeto o su conciencia, una serie de tradiciones postulan que existe un “yo” que no es definido por las cualidades adscritas por el medio social, un “yo” que permanece aunque cambien sus atributos, que no depende de sus bienes o su prestigio (clase), ni del credo religioso (generalmente familiar y mudable por otro o ninguno) ni de la nacionalidad (determinada por nacer en cierto territorio, también modificable). La identidad sería la construcción personal de un “yo” a través de la elección de una serie de características y valores; incluso la identidad sexual puede entenderse como una opción, en cuanto no estamos biológicamente condenados a una determinada sexualidad. Que las identidades se escojan puede ser una fantasía liberal, pero una no del todo descabellada, por más que sean un poco “mentiras”, al decir de Appiah, o un poco ficticias.
Mentiras o no, las identidades sirven como visión de mundo y, también, como mecanismo de vindicación y acción política. Justamente las “políticas de identidad” surgidas a mediados del siglo XX para reparar viejas injusticias, según afirman Lilla y Fukuyama, habrían agrupado a los individuos “malogrados” como fuerzas disgregadoras, resentidas, preocupadas de sus particulares intereses en vez del bien común ciudadano. A eso habría que agregar el auge y/o éxito de corrientes políticas de inspiración populista, con base identitaria, que incorporan a grupos unidos menos por la afinidad que por el objeto de su odio, resentimiento o miedo: los poderosos, los ricos (en el caso improbable de que no sean los mismos), los políticos tradicionales, los inmigrantes. El temor es que se logren mayorías electorales por la agregación de minorías con proyectos sin coherencia (esto no deja de ser curioso, considerando que las mujeres, por ejemplo, casi en ningún lugar del mundo son una minoría, salvo en países como China o India, donde por tradición cultural –más la política de planificación familiar china– se prefiere a los hijos varones). Pero resulta que tal vez las mayorías políticas siempre han sido eso, lo mismo que la identidad personal: la suma de muchas partes incongruentes.
Las mentiras que nos unen, Kwame Anthony Appiah, Editorial Taurus, 2019, 328 páginas, $15.000.
Identidad, Francis Fukuyama, Editorial Deusto, 2019, 208 páginas, $37.900.
El regreso liberal, Mark Lilla, Editorial Debate, 2018, 160 páginas, $9.000.
El género en disputa, Judith Butler, Editorial Paidós, 2019, 316 páginas, $14.900.
Por qué duele el amor, Eva Illouz, Editorial Katz, 2012, 362 páginas, $28.000.
Un hombre apuñala a su padre y escapa. Pasa en un departamento en Las Condes. El hombre tiene 23 años y estudia derecho. El padre, de 67 años, es abogado. Los dos se llaman igual. El arma que usa para acuchillar al padre es un corvo: le destroza las manos y los antebrazos. Ya lo ha agredido antes. Hace unos meses se lanzó contra él mientras se daba un baño de tina. Lo amenazó con una pistola en el pecho y terminó disparándole al muro; también le rajó una decena de trajes y destruyó buena parte de los cuadros de la casa. No lo denunciaron. Pero esta vez el asunto pasa a mayores, esta vez quiere amputarle la mano. No alcanza. Lo deja herido, sangrando en la puerta. Luego desaparece. Lo pillan una semana después en una clínica psiquiátrica en La Reina. Buena parte de los que hablan se refieren a él como si fuese un niño. Hernán Jr., Nano, Hernancito esto, Hernancito lo otro, repiten. Mientras, la policía allana su departamento y encuentra armas que estaban inscritas y una cantidad de munición impresionante. Puro poder de fuego. Mientras, el país explota o finge explotar con la historia. Nadie esperaba este reality, este lío doméstico que es un tema país para la prensa del corazón, pues se dice que el hombre ha atacado al padre para defender la honra de su novia, quien después se querellará contra el suegro por abusos sexuales reiterados.
Pero hay más. Todo suma, todo se mezcla, todo se enturbia. La madre del hombre es una figura televisiva: una estrella de la farándula (animadora, actriz, panelista, presentadora de noticias, jurado) que ha sostenido a ultranza el compromiso con un glamour ochentero (acaso una de las máscaras más frívolas del pinochetismo) que devino con los años en una suerte de alcurnia trucha, un clasismo esgrimido como una ideología televisiva. Si sabemos todo esto es porque las vidas del hombre, sus padres y su hermana han sido públicas en todas las formas posibles, a tal punto que el año 2012, TVN produjo y exhibió un reality que quería vender a la familia como los Kardashian criollos, pero que a nadie le interesó; su exceso de falsedad lo hacía parecer un publirreportaje del vacío.
Al igual que su madre, el hombre también ha querido ser todo, aunque su carrera es una versión degradada de sus aspiraciones. Ahí no le ha quedado otra cosa más que ser un artista de sí mismo y posar con armas de todo tipo, aparecer en Instagram entrenando en polígonos de tiro, correr autos deportivos en carreras clandestinas o fotografiarse con camas llenas de dinero y rodeado de muchachas en ropa interior. Antes, cuando era un adolescente, le inventaron un tongo con una modelo argentina para presentarlo en sociedad; antes, varias entrevistas lo presentaron como el rebelde de la familia mientras probaba suerte como cantante de música urbana con unos resultados más bien patéticos: un par de clips del montón, con tomas que parecían el saldo de algún video mejor o grabado en Miami, otra lista interminable de lugares comunes. Antes, el padre había salido a defenderlo con orgullo, como si lo autorizase a hacer de todo o casi todo.
Ahora mismo, aquello vuelve y se acumula en una infinidad de capas de telebasura. La historia del hombre que quería matar a su padre ya está en todos lados, es fácil de seguir, se convierte en el culebrón de este invierno. Mientras, las cosas se vuelven aún más escabrosas. La novia del hombre dio una entrevista acerca de la querella de abuso contra su suegro y detalla el acoso que sufrió. Hace unos días, la madre habló en el matinal de Canal 13, donde es rostro y panelista. Ese programa no había abordado el tema en una semana y ella no había estado en pantalla. La entrevista, no podía ser de otra forma, fue extraña, terrible y demoledora, no solo por las confesiones familiares, sino porque el programa la trató con un respeto que nunca le ha dispensado a otras víctimas cuyos derechos han sido vulnerados en aras del rating, como Nabila Rifo o Ámbar Cornejo, la niña asesinada hace un par de semanas de Villa Alemana. Hace un par de semanas, de hecho, fueron capaces incluso de meter un técnico forense a la propiedad donde aún estaba escondido su cuerpo y permitieron que hablara del caso hasta Joaquín Lavín, quien a pesar de tener trabajo como alcalde de Las Condes, participa de modo incomprensible como panelista estable del programa.
La entrevista, no podía ser de otra forma, fue extraña, terrible y demoledora, no solo por las confesiones familiares, sino porque el programa la trató con un respeto que nunca le ha dispensado a otras víctimas cuyos derechos han sido vulnerados en aras del rating, como Nabila Rifo o Ámbar Cornejo, la niña asesinada hace un par de semanas de Villa Alemana.
Pero me desvío. Porque ahora mismo todos ganan, todos tratan de coger la información que chorrea como un grifo abierto desde varios frentes. Todo es un chiste, una chacra. De hecho, la audiencia con la jueza de garantía del martes fue por lejos uno de los mejores programas de tevé de este invierno. En ella, el hombre aparecía con una mascarilla en un zoom mientras los abogados peleaban por el caso. Su padre miraba desde la otra esquina de la pantalla y entre ellos estaban los abogados, cuyas intervenciones podían verse por YouTube como una versión precaria de esos shows que David E. Kelley perpetró durante la década del 90: Se hará justicia, Ally McBeal, Los practicantes. La inaudita decisión de la jueza de permitir que Hernan Jr. o Hernancito cumpliese la prisión preventiva dentro del psiquiátrico en el que se había escondido solo aumentó la sensación de irrealidad catódica que ha definido el caso, pues confirmaba que los procesos de la justicia chilena podían ser vistos como otro capítulo más de una serie más bien mediocre, preocupada de sorprender a la audiencia con un final insólito.
Por supuesto, puede que el caso del atacante del corvo no termine en meses o años. Sus detalles, estampados ahora en las querellas, los despachos en vivo y en la ola de murmullos que atraviesan las redes sociales, cruzan el aire: la tina de hidromasaje del padre, los paisajes del campo chileno de los cuadros, las bolsas llenas con balas, los twitter de la hermana donde trata al hombre de “parricida”, la funda del arma, las interminables grabaciones de autos deportivos atravesando la ciudad de noche, como los sueños de colores de una película de acción.
Entre ellas hay una secuencia que se eleva sobre las otras, porque quizás permite hilar el conjunto. Es la que corresponde a la grabación del hombre en un ascensor, en los instantes que siguieron al acuchillamiento. Dura unos pocos segundos y es pavorosa. En ella el hombre viste una polera amarilla y lleva el celular en la mano. También tiene el pelo teñido y uno de sus brazos está cubierto de sangre. La polera también está manchada en la espalda y las mangas. Las paredes del ascensor son espejos. Entonces ahí pasa algo extraño. El hombre levanta el celular y se mira en la pantalla y aguanta un segundo o medio segundo y luego dispara y se hace un autorretrato. Después le manda la foto a alguien y eso es lo último que sabemos de él hasta que lo descubren escondido en la clínica de La Reina. Pero es imposible volver de esa selfie, pues en el video los espejos multiplican su imagen y quizás se vuelve un laberinto inexplicable. Esa foto es todo lo que hay en el mundo del hombre: un rostro reflejado hasta la extenuación, en una cárcel infinita hecha de sí mismo.
¿Tiene sentido todo esto? Lo más posible es que no, pero la pandemia y el estallido han cambiado el modo en que consumimos historias y noticias a diario. El coronavirus es también una medida del tiempo, marca una sucesión de días idénticos donde vemos todo a través de pantallas que no parecen apagarse jamás y que cambian nuestra percepción de lo real, el modo en que nos entretenemos y el valor de novedad que le otorgamos a lo que nos cuentan los medios. Y sí, sí quisiéramos todos que este fuese el país de Raúl Ruiz pero en realidad es el de Carlos Pinto y su Mea Culpa, un territorio de horror infinito, vuelto un espectáculo sensacionalista hecho de una violencia ciega y doméstica.
También es posible percibir una paradoja terminal acá. Una última broma, tal vez. En la época del ocaso de la televisión, los diarios y las revistas; en estos días donde la vieja farándula luce como un museo de lo absurdo, el caso del hombre y su padre se exhibe como el mejor escándalo de la prensa rosa pero también como una puesta en escena tardía, un epílogo que llega a destiempo, revenido y sucio, algo que nos recuerda a un árbol podrido que se derrumba de noche y en el centro de un bosque sin que nadie lo escuche.
Andrés Bello vino al mundo en un momento en que el mundo se caía a pedazos. Contaba ocho años al comenzar la Revolución Francesa, 24 al diezmar la peste en Caracas, 27 cuando Napoleón puso bajo arresto al rey Fernando VII, de quien Bello era súbdito; 33 años al revertirse el curso de los ríos con el inicio de la Restauración; 49, para la Revolución Francesa de 1830, y 67 para ese cataclismo que fueron las revoluciones liberales, socialistas y étnicas de 1848. Asimismo, contaba con 48 años para la Batalla de Lircay de 1829; 70 y 78 para los alzamientos revolucionarios de 1851 y 1859 que buscaban derrocar a Manuel Montt. En rigor, su época fue la de un quiebre milenario: el de la crisis que devaluó al sistema monárquico, fuera absoluto o constitucional. Además, considérese que mientras América se emancipaba, Europa comenzaba recién el proceso de colonización que alcanzaría el 85% de la superficie planetaria y que colapsaría a partir de 1914. Mientras tanto, el contraciclo de descolonización americana convertía a Sudamérica en una inmensa “perrera hidrofóbica”, en palabras de Thomas Carlyle. Como si esto fuera poco, en 1821, 1830, 1845, 1850, 1851, 1854, 1860 y 1862, Bello vio morir a ocho de sus hijos: Juan Pablo, José Miguel, Francisco, Ana, Carlos, María Ascensión, Juan y Luisa.
Mientras acontecían estos terremotos en Europa, en América, en Chile y en su propia casa, Bello apenas se movió. Fue de Caracas a Londres en 1810 y de Londres a Santiago en 1828. Nunca regresó ni a Caracas ni a Londres.
Sin embargo, logró un entendimiento del desorden. Y la capacidad de no abandonar, pese a toda circunstancia, su tendencia tal vez natural al orden podemos verla tempranamente. Así, enfrentado al desorden del trópico, fruto de su desmesura y prodigalidad, se preguntó en su silva La agricultura de la zona tórrida acerca de esta franja del mundo en la cual no era estrictamente necesario el trabajo para sobrevivir, un mundo en el cual la agricultura parecía una farsa inútil. Para decirlo de forma más clara, el trópico daba sin pedir a cambio, sin requerir de una estructura que lo ordeñase. ¿El orden, en este caso de la agricultura, estaba entonces de más? ¿Sobraba?
A través de su vida Bello intentó dar respuesta a esta pregunta –pregunta primordial, vale la pena subrayar– que de alguna manera resumía su propia manera de ser: él era un bicho raro. Sin pecar de escatológico, bien puede decirse que toda la estadía de Bello en Londres no fue sino la investigación de esta cuestión tan preocupante. Sus estudios sobre la Edad Media permiten conjeturarlo. Aquella época oscura poco a poco comienza a mostrarle sus coherencias profundas, el ideal imperial carolingio (Carlomagno es el nombre propio más repetido entre sus notas londinenses) aparece como superfluo; una de entre muchas lenguas apócrifas, el castellano, emergido del desorden medieval, llega a parecerle la “imitación” del latín, el otro latín, del por entonces caído imperio español en América.
¿Qué era la selva del castellano comparada con la lógica pétrea del latín?
Bello trabajará en la lógica del castellano en su gramática, en la regularidad de lo irregular, en el orden que puede ser engendrado por el desorden. Sin ir muy lejos, su investigación, que llegará a convertirse en su portentoso libro Principios de derecho de gentes, responde a esa misma preocupación obsesiva: las ilegales repúblicas americanas debían volverse armónicas junto al –tras Napoleón– devaluado orden mundial, y que la Santa Alianza, en un acto de obstinación, intentaba derechamente restaurar.
Como Goethe –con quien fue comparado por Ángel Rosenblat durante la década del 60 del siglo XX–, Andrés Bello vivió lo suficiente para conocer el rococó y el ferrocarril. Su longevidad lo hizo tal vez escéptico de todo orden y preciso tasador de las ruinas. Bello no fue un nostálgico de viejos órdenes que le eran menos hostiles, como tampoco un entusiasta de algún nuevo orden que parecía imponerse o que prometiese acunar un ideal.
Esta flexibilidad histórica del aparentemente atemporal orden bellista podemos observarla incluso en sus opciones prosódicas: al momento de decidir cuál acento preferir en una palabra de etimología latina o griega, Bello optará por la acentuación de uso y no la etimológica. Asimismo, al momento de optar por la acentuación del uso latino o la de la etimología griega de una palabra en latín, Bello optará por el uso latino.
De esta manera, el “orden” de Bello está consciente del desorden del mundo, y de que no es posible tal cosa como un orden genuino y definitivo. En el famoso verso insertado por el propio Bello en su Discurso de instalación de la Universidad de Chile, dentro del cual se refiere a las letras como “la flor que hermosea las ruinas”, se trasunta precisamente la tesis según la cual el mundo, en cualquiera de sus apariciones, yace en ruinas, y que lo que hace el lenguaje es, en vez de restaurarlas, “hermosearlas”: imprimirles un sentido que no depende de la realidad última, un sentido que es a la vez superfluo e imprescindible.
En sus categorías literarias hay un concepto que se repite y que es el de “imitación”. La “imitación”, que podría pensarse que alude a la “imitación de la naturaleza” es, en realidad, una imitación de una obra ya existente, una que puede florecer, darse (como las dalias en su carta a Javiera Carrera) en un territorio distinto. En la década del 40 del siglo XIX, sus “imitaciones” de poesías de Victor Hugo, entre las cuales sobresale la célebre “Oración por todos”, ejercita esta recreación americana; se trata de una forma de agricultura, de ensayar, probar la semilla, no de consolidar la irreductible obra romántica. Bien podría decirse que las imitaciones hugolinas de Bello son actos de humildad poética, en los que el romanticismo es enaltecido con la imitación pero a la vez reducido a ella. Si esta era una recuperación solapada de la artesanía neoclásica, entonces Bello estaba con ella otra vez reordenando el desorden, así como cuando, llorando de emoción mientras leía Los miserables del mismo Victor Hugo, se quejaba de que estaba mal escrita.
Pero el orden de Bello no estaba centrado en sí mismo, en su capacidad personal de alcanzarlo. Toda su actividad alrededor de la imprenta –esa máquina de constitución de prueba– lo muestra como un obseso por la aparición objetiva de aquello a lo que él mismo había dado forma. La caligrafía en las escuelas, la gramática de la lengua, la tipografía de la imprenta… eran etapas en la construcción de un orden gramatócrata, centrado en la letra, pero en todas las letras, las bellas y por sobre todo las letras útiles, aquellas que rendían un servicio a la actividad probatoria de la república que, recordémoslo, debía ser consolidada con hechos repetitivos que llegasen a lucir la regularidad del derecho.
Ahora bien, aunque Bello sí practicó el orden que podríamos llamar analítico –codificando siempre que pudo lo que debía y no debía ser– es preferible entenderlo como un ordenador existencial. Emergido de lo que había de clase media entre los mantuanos, tímido y no bravucón, funcionario de la Corona a temprana edad, Bello pretendió el orden desde muy niño, y se allegó al magnífico orden de la monarquía ilustrada de los Carlos III y IV de España. En 1759, Carlos III se transformaría en el patrono de las excavaciones que pusieron al descubierto las ruinas de Pompeya. Esa efeméride es paradójica, pues desde la caída del dominio de la casa de Borbón en América –a la cual pertenecía Fernando VII, nieto de Carlos III–, todo lo que Bello vio fueron ruinas: las ruinas de Caracas, las ruinas del Imperio Español, estudió las ruinas del Imperio Romano y la ruina del latín, vio las ruinas del estilo claro y distinto del siglo XVIII disolverse en las oscuridades del romanticismo. Pero, ante las ruinas, Bello no reaccionó como un joven romántico. No las coleccionó ni desechó, sino que ideó siempre para ellas un orden posible, una regularidad, un estándar emergente, un quicio siempre presente en todo desorden.
Como Goethe –con quien fue comparado por Ángel Rosenblat durante la década del 60 del siglo XX–, Andrés Bello vivió lo suficiente para conocer el rococó y el ferrocarril. Su longevidad lo hizo tal vez escéptico de todo orden y preciso tasador de las ruinas. Bello no fue un nostálgico de viejos órdenes que le eran menos hostiles, como tampoco un entusiasta de algún nuevo orden que parecía imponerse o que prometiese acunar un ideal. Alcanzó un grado de sabiduría que le impedía enamorarse de lo que él veía como pasajero. En ese sentido, su porvenir de estatua –contra el cual escribió su bisnieto Joaquín Edwards Bello– no hizo más que hacer palpable su carne de mármol.
A fines de los años 70, que fue (se me ocurre en un rapto de nostalgia vicaria) una gran época para estar creando y viviendo y registrándolo todo (excepto en Chile, por cierto), el notable, preciso y sagaz crítico de cine canadiense Robin Wood, experto en ver por debajo de las cintas de Howard Hawks y Alfred Hitchcock, autodeclarado marxista, freudiano y feminista, salió del clóset. Lo hizo no solo a nivel privado sino por escrito (es decir, de manera pública), con un texto en que no se hacía cargo del supuesto comidillo (era un académico de Toronto, casado y con hijos, pero estaba lejos de ser una figura pública) sino que enfrentaba su nueva responsabilidad. Así, tal cual. Quizás era la época, pero Wood sentía que como crítico y como hombre gay tenía responsabilidades. Y como crítico de cine gay más aún. ¿Una cosa va ligada a la otra? ¿Importa? ¿Qué tiene que ver en rigor que sea gay con que sea crítico? ¿Afecta? ¿Es necesario ventilar lo que uno hace puertas adentro?
Robin Wood sostenía que sí, sobre todo a 10 años del estallido de Stonewall. No es que el intelectual canadiense estuviera interesado en el exhibicionismo o en narrar con detalles lo que hizo después de ir al cine, sino que necesitaba asumir su postura, su ideología gay, que a su vez dialogaba directamente con sus otras miradas. ¿De verdad lo privado (a quien uno ama, al objeto de nuestro deseo) tiene que ver con lo público y, para hilar más fino, con el trabajo que uno hace?
Es una pregunta válida y pertinente. No es que Wood empezara a aplaudir todos los filmes que tocaban temas gays o que se volviera incondicional de las cintas de Vincente Minnelli o George Cukor. El punto central es que no podía escribir y, al mismo tiempo, negar quién era. Su canónico texto lo tituló Responsibilities of a Gay Film Critic y apareció en el número de enero-febrero de la influyente revista neoyorquina Film Comment (justo con Clint Eastwood en la portada a raíz del estreno de Ruta suicida). En ese número de la revista Wood escribió: “Los críticos, por cierto, no deberían hablar en primera persona. Lo personal debe evitarse. Es considerado embarazoso, de mal gusto, una suerte de afrenta al famoso ideal de la objetividad… Aun así, creo que siempre habrá una conexión cercana entre la teoría crítica, la práctica crítica y la vida privada, y me parece que el crítico debe estar al tanto de que su parcialidad o prejuicios inevitablemente afectarán y moldearán sus elecciones teóricas y que, por lo tanto, debe estar preparado para aceptar que teñirá toda su mirada”.
En efecto, la voz, la mirada, las percepciones de Wood mejoraron a partir de esa confesión/manifiesto y basta leer su libro Hollywood from Vietnam to Reagan para deleitarse con cómo Wood es capaz de ver pulsaciones y secretos y conexiones que otros no ven en cintas de terror, comedias adolescentes y filmes como El francotirador.
White se paseó por los laberintos y callejones, discos y playas de San Francisco, Chicago y Washington, sin preocuparse de lo que iba a transcurrir décadas después o si sus textos resistirían el paso del tiempo (resistieron, por cierto).
Si partí con Robin Wood, no fue por un capricho sino porque tiene que ver, creo, con la relectura, ahora en español, de Estados del deseo, de Edmund White, publicado por la editorial argentina Blatt & Ríos exactamente 40 años después de su lanzamiento original. Este desfase, por un lado, roza lo insultante: White ha sido leído casi siempre en inglés o francés. Su ensayo acerca de Rimbaud salió en Barcelona, lo mismo que una de sus primeras novelas autobiográficas (La hermosa habitación está vacía; agotada), pero White no ha sido considerado un autor de esas editoriales catalanas sofisticadas. White al parecer es demasiado gay para ser traducido, quizás por eso hay muy poco de su vasta obra en castellano. De a poco, quizás, esto irá cambiando, pero ahora está Estados del deseo que le permite al lector toparse con una verdadera reliquia que cuenta las cosas tal como eran en ese momento. En efecto, White despacha sus crónicas de viajes sexuales “desde el frente”, desde un ahora que son esos años 78-79, cuando el sida no era tema, pero estaba incubándose (partiendo por el propio White, quien supo de su diagnóstico a mediados de los 80). White se paseó por los laberintos y callejones, discos y playas de San Francisco, Chicago y Washington, sin preocuparse de lo que iba a transcurrir décadas después o si sus textos resistirían el paso del tiempo (resistieron, por cierto).
Estados del deseo no fue escrito para todos sino para algunos, lo que le da una suerte de pathos que se emparenta con el fanzine o a una conversación con un amigo que ha tomado quizás más de la cuenta. Es un libro urgente, morboso, cotillero, irresponsable quizás, a veces torpe, pero sin duda adictivo y, para no usar la palabra “honesto”, tiene la virtud de carecer de filtro.
White fue enviado por la revista gay militante Christopher Street a un par de ciudades norteamericanas a explorar las escenas homosexuales locales. White va como reportero, como escritor novel, como antropólogo y como un hombre lleno de deseo. Va a tirar. A explorar bares, saunas, clubes. White entiende que, para casi todos, viajar implica más que mirar o tomar fotos. Es conocer la ciudad de la manera más íntima posible. Si E. M. Forster escribió dos novelas en clave acerca del poder seductor que podría tener Italia y la India en dos chicas reprimidas, White muestra cómo se filtra el deseo en lugares tan dispares y supuestamente fuera del mapa, como Kansas City, Houston, Portland o Nueva Orleans.
Ante el éxito atronador de cuatro de sus reportajes de excursiones sexuales, Edmund White fue contactado para armar un libro. Así, tal como su otro éxito, la guía sexual The Joy of Gay Sex, este libro de viajes poco convencional lo hizo por encargo.
White se adelantó a la autoficción e hizo de su vida, su material.
Estos dos encargos lo liberaron literariamente. Viajó y conoció y por cierto se acostó con muchos hombres y les sacó información y detalles y confesiones (“Llamémoslo Bob”; “Evan, así lo llamaré”). El libro se gestó entonces durante los últimos años de la década del 70 y apareció el mismo mes de febrero de 1980 en que se estrenaron Gigoló americano (una cinta gay en clave) y Cruising (un thriller acerca del mundo gay y el submundo del ligue y del cuero y el S&M, y que nuestro Robin Wood tildó de “incoherente”, es decir, una cinta que no tiene del todo claro lo que desea decir pero que lo expresa más de lo que incluso pensaba).
Este calificativo –incoherente– podría aplicarse a Estados del deseo, una crónica de viaje por muchos de los estados continentales de los EE.UU. Incoherente, sin duda, pero también fascinante, desordenada, subjetiva, en primera persona, llena de detalles, morbosa, arbitraria y sin culpa. Un ejemplo de lo que ve en un local en West Hollywood, Los Angeles: “De los listones que están sobre todo cuelgan pares de botas sostenidas por sus cordones. En un rincón cuelga una bola de vidrio en la que da vueltas la silueta de un carruaje. Al fondo está la mesa de billar. No hay lugar para jugar porque está lleno de hombres sin camiseta y sudorosos, bailando e inhalando poppers al ritmo de la música disco”.
Pero volvamos a Robin Wood: White también necesitó a nivel creativo salir del único armario donde estaba: el literario. Porque en esa época, incluso en Nueva York, no había problemas con ser gay siempre y cuando no invadieras el terreno público ligado a las artes (daba lo mismo que muchos artistas en todos los ámbitos lo fueran). Al parecer, había una suerte de dos leyes no escritas que no se transgredían: no era necesario “ostentar” tu orientación y, dentro de lo que se podía, era mejor escribir de temas que les podrían interesar a todos y con los cuales “todos” podían conectar. Escribir del mundo homosexual tenía el riesgo de caer en el gueto. Y narrar historias gays asumiéndote homosexual les daba a los textos una suerte de tinte autobiográfico, en vez de quedar como un artista curioso, imaginativo, libre y audaz.
Mientras Estados del deseo comenzó a convertirse en un libro que no paraba de vender y leerse (a escondidas o en público), John Cheever, casado y con hijos, publicaba sus cuentos en The New Yorker y anotaba sus conquistas y dolores en su diario secreto. Donoso, a su vez, sacaba El lugar sin límites y escribía su propio diario, evitando referirse al “tema”. Sergio Pitol viajaba y escribía de sus viajes, pero hacía del arte de la fuga su religión. Si la obra de Pitol posee elementos homoeróticos es por la sospechosa ausencia de toda mención y deseo. Solo alguien que conoce la represión o la discreción o la convención del ocultamiento puede lograr que en sus textos no se sienta, jamás, alguna pulsión sexual.
Al no estar escribiendo literatura, White habla de lo que ve y lo que hace: ‘Una vez que uno descubre que es gay, debe elegirlo todo, desde cómo caminar, vestirse y hablar, hasta dónde vivir, con quién y en qué términos. Los saunas nos devuelven a ese momento de elección… En los saunas nos acurrucamos en un sofá con un extraño y le contamos todo’.
Este tema da para mucho más porque, a la hora de entrar a competir o jerarquizar, capaz que toda la obra de Cheever y la de Donoso y la de Pitol sean acaso superiores a la de Edmund White. Truman Capote y Tennessee Williams eran socialmente gays, pero no escribían de sus mundos sino que los metabolizaban. Williams se desdoblaba en sus heroínas desgarradas.
White se adelantó a la autoficción e hizo de su vida, su material. White se fue de viaje y se encontró a sí mismo y publicó una suerte de salida del clóset literario (sin avisar ni pedir perdón). Se trataba de un autor que, por esa época, ya tenía dos novelas a su haber que carecían de orientación sexual: Forgetting Elena y Nocturnes for the King of Naples, artefactos fríos y literarios, que negaban la sexualidad del autor o lo obligaban a disfrazarse de hétero. Estados del deseo, al usar la crónica y la no ficción, obligaron a White a confiar en el testimonio y en sí mismo, lo que les abrió las puertas a libros suyos tan claves como A Boy’s Own Story y The Farewell Symphony o las memorias My Lives y City Boy. Al no estar escribiendo literatura, White habla de lo que ve y lo que hace: “Una vez que uno descubre que es gay, debe elegirlo todo, desde cómo caminar, vestirse y hablar, hasta dónde vivir, con quién y en qué términos. Los saunas nos devuelven a ese momento de elección… En los saunas nos acurrucamos en un sofá con un extraño y le contamos todo”.
Es cierto que no se involucra demasiado con lo relatado, algo que haría de manera fluida a partir de todo lo que escribió después de este libro fundacional. Con una muy sugestiva portada en su versión argentina (un chico en calzoncillos blancos Jockey ocultando su cara), Estados del deseo es el recorrido literario, turístico, antropológico y sexual por buena parte de los estados que conforman su país y diría que hasta logra “medir” el deseo de cada estado o cada gran ciudad.
“¿En qué momento una cantidad (de sexo) ‘saludable’ se convierte en ‘demasiado’?… Casi todo el mundo está dispuesto a trazar una línea en algún punto; esto es, a trazarla para los demás. Cuando se discute sobre ‘moralidad’ invariablemente descubro, a mitad de la conversación, que lo que se discute no son las grandes cuestiones éticas (cómo debería decidir entre las exigencias en conflicto de la familia y los amigos, los individuos y la sociedad, el deseo y el amor, el arte y la política), sino la cuestión gris de los hábitos sexuales, que en mi opinión es más un asunto estético que ético, algo relacionado con lo que da placer antes que con lo que está bien o mal (en la medida en que nadie sea lastimado). Pocas personas hoy reconocen que el deseo sexual varía de un individuo a otro y que lo que es demasiado para mí puede ser demasiado poco para el otro”, escribe White.
Este reportaje literario (muy a lo Kerouac de En el camino) es, depende de quién lo lea o cuánta experiencia tiene en la calle o en la cama, un tratado sobre el deseo o quizás un viaje hacia el corazón de las tinieblas. Es un libro crudo acerca de la necesidad de contacto humano en una época donde desear de otro modo era aún más castigado y reprimido que ahora. Hoy, a la edad de 80 años, este autor es tildado como el abuelo queer o, en palabras de Rodrigo Fresán, “todo libro de Edmund White, el gran patriarca de los escritores gays norteamericanos, será previsiblemente un gran libro”. Lo cierto (y es bastante probable) es que no habría literatura queer masculina tal como la conocemos hoy sin White. Todos al final vienen –venimos– de lo que él se atrevió a hacer sin medir del todo las consecuencias.
Estados del deseo, Edmund White, Editorial Blatt & Ríos, 2019, 480 páginas, $19.000.
Revuelta, sublevación, estallido, levantamiento, revolución: feliz o infelizmente, nuestra lengua multiplica los usos y torsiones de ciertas metáforas para significar indistintamente –aunque hay quien podría distraerse en su desglose– el abanico de conflictos y movimientos de contestación que sacuden cada tanto las fundaciones de toda sociedad. De estos, el cine suele ofrecer una lectura retrospectiva (es esa, por lo general, la tarea del filme-ensayo) o, en el mejor de los casos, una suerte de seguimiento periódico y medianamente inmediato (como lo hicieran antaño las “actualidades” o “noticiarios”, y como lo hacen hoy, amparadas en los rápidos avances de los dispositivos de registro y difusión de imágenes, las redes sociales).
Sea cual sea el caso, el cine puede en tales contextos, como lo ha demostrado Camilo Trumper en Ephemeral Histories, ayudar a revelar “las raíces efímeras de la práctica política”; y así lo ha hecho, ciertamente, desde los tiempos de su invención, mostrando por ejemplo el movimiento de las sufragistas en Estados Unidos o recreando, a través de la ficción, las huelgas de los mineros del carbón en distintas latitudes. Nadie ignora, en ese sentido, los estrechos vínculos que mantuvo el cine con ciertos acontecimientos que marcaron el siglo XX, como la Guerra Civil española, Mayo del 68, las acciones de la contracultura americana durante los 70 y la disgregación de la Unión Soviética.
La evocación de la revuelta puede adquirir a veces ribetes enciclopédicos, como en El fondo del aire está rojo de Chris Marker (1997), filme-ensayo que hace de la heterogeneidad y diversidad del material (fragmentos de cintas de ficción, registros de archivo, etc.) y de la yuxtaposición de temporalidades una de sus principales virtudes. En las antípodas de ese enfoque totalizante sería posible situar el trabajo “de base” de un cine directo, más militante, como las obras del colectivo Medvedkine, producidas hacia finales de los 60. Una tercera vía, de corte más analítico, podría estar constituida por documentales como El acontecimiento de Sergei Loznitsa (2015), crónica inactual del fallido golpe contra Yeltsin y Gorbachov con el que se selló definitivamente el colapso de la Unión Soviética en 1991, y Videogramas de una revolución de Harun Farocki y Andrei Ujică (1992), admirable cinta sobre la caída del régimen de Ceausescu.
Independientemente del enfoque privilegiado, el cine entiende que los movimientos sociales están compuestos por individuos pensantes, cuyos afectos, opiniones, reacciones y testimonios importa capturar, como lo hace, en el ámbito francés, el diputado y periodista François Ruffin con J’veux du soleil (2019), road-movie documental en la que entrevista a militantes del movimiento de los “chalecos amarillos”. En Clichy como ejemplo (2006), la cineasta Alice Diop, también francesa, interroga a todo un abanico de actores sociales de la comuna de Clichy, desde el alcalde hasta los pobladores de inmensos complejos habitacionales en ruinas, para comprender a posteriori, según sus propias palabras, las “razones detrás de la cólera” que durante más de tres semanas inflamó los suburbios parisinos en 2005. Hace apenas tres años, por su parte, la cineasta Mariana Otero estrenaba La asamblea (2017), documental en el que revivía el lento ocaso de la comisión democrática del movimiento Nuit debout, celebrada en la Plaza de la República, en el corazón de París.
Son varios los documentales que tropiezan con los escollos que acechan al cine en su relación con la revuelta: la heroización subjetiva y la conmemoración. Para Sylvie Lindeperg, contribuyen a la ‘uniformización creciente de las formas de escritura de la historia’.
Los usuarios de Netflix han podido asistir a una serie de producciones documentales sobre variados movimientos de ocupación civil, entre las que destacan Joshua: Teenager vs. Superpower del realizador americano Joe Piscatella (2017), Winter on Fire: Ukraine’s Fight for Freedom de Evgeny Afineevsky (2015) y Al filo de la democracia (2019) de la cineasta brasileña Petra Costa. Sujetos a toda suerte de restricciones y grillas estandarizadas de producción, que solo la cinta de Costa parece querer por momentos subvertir al servirse de ciertas estrategias retóricas del “documental de creación”, estas obras tropiezan con algunos de los escollos que acechan al cine en su relación con la revuelta: la heroización subjetiva y la conmemoración. No extraña, entonces, que terminen por contribuir a lo que Sylvie Lindeperg calificaba como una “uniformización creciente de las formas de escritura de la historia”.
Si en Joshua la oposición contra la implementación del programa de educación nacional en Hong-Kong por parte del gobierno central chino es condensada en la figura de un solo individuo, en desmedro de otro tipo de organizaciones civiles activas y actores intermedios, en Winter on Fire, en cambio, la estética de la inmersión y de la hipervisibilidad, apoyada como ya es habitual por un ostinato orquestal que hace las veces de banda sonora, parece renovar la “promesa del llanto” de la que hablaba la misma Lindeperg, ofreciendo al espectador un espectáculo ya fosilizado.
Asimismo, el excesivo interés de estas producciones por el desarrollo lógico y necesariamente causal de acontecimientos que ganarían ciertamente en espesor al ser representados en su genuina confusión, despojan a las imágenes utilizadas –registradas en muchas ocasiones por manifestantes anónimos– de su potencia liberadora y estética, la cual proviene en muchos casos de su inherente ambigüedad. Como lo notará el espectador más avisado, estos relatos parecen además reposar sobre la base de una serie de clivajes insalvables, cuyas actualizaciones –siempre permutables– deberían despertar por lo menos cierta suspicacia. En efecto, no es raro que los discursos de testigos o comentadores se organicen –a pesar de una bien mentada “apoliticidad”– en torno a binomios aparentemente zanjados (“democracia-autoritarismo”, “libertad-represión”, “Occidente-Oriente”), entre los que podrán colarse, a veces, ciertas aseveraciones de orden étnico, como la de uno de los miembros del movimiento estudiantil Scholarism, Derek Lam, quien afirma: “We’re totally not chinese people” (No somos para nada chinos).
Las batallas de Chile
En Chile, el cine ha asumido con tenacidad su rol de testigo de las agitaciones sociales, desplegando una astucia sorprendente desde hace más de cinco décadas. La historia de esa implicación comienza tal vez con Las callampas (1958) de Rafael Sánchez, cinta con la que se expande, según Pablo Corro, “la consciencia dramática del documental chileno”. Producido en el marco del Instituto Fílmico de la Universidad Católica, el documental oculta en parte las motivaciones políticas de la toma de terrenos en torno a la cual el relato se organiza. Con todo, se trata de un gesto pionero con el que se da inicio a lo que podría conocerse como el “ciclo habitacional” del cine de los 60, que tiene en Herminda de la Victoria (Douglas Hübner, 1969), Casa o mierda (Carvajal, Flores y Cahn, 1969) y Campamento sol naciente (Ignacio Aliaga, 1972) algunos representantes ilustres.
Sin embargo, quizás Sergio Bravo fue el primero que recubrió de una pátina más abiertamente política los conflictos representados: La marcha del carbón se concentra en la “Huelga larga” que protagonizaron en 1960 los mineros de Lota.
Winter on Fire: Ukraine’s Fight for Freedom (2015), de Evgeny Afineevsky.
El mismísimo Raúl Ruiz filmaría, en 1971, Ahora te vamos a llamar hermano, un corto en el que cede la palabra a integrantes del pueblo mapuche, quienes se expresan en mapudungún a propósito de la ascensión al poder de Allende y de su visita a la región para anunciar la creación de la Corporación de Desarrollo Indígena. En la línea programática de una mayor visibilización de los sujetos periféricos, la cinta, filmada en color y con sonido directo, retomaba de cierto modo un tema explorado dos años antes por Carlos Flores del Pino en Nütuayin Mapu (Recuperemos nuestra tierra, 1969). Desde la proximidad de los sujetos filmados y la escala de los planos hasta la omnipresencia de la lengua mapuche en la banda sonora, Ruiz constituye cinematográficamente una presencia que el crítico Sergio Salinas calificó de “casi alucinante”.
Un largometraje poco comentado es el que realizaron en 1973, a meses del Golpe, Andrés Racz y Alfonso Beato, y cuyo título anuncia curiosamente la metáfora que animó antes del coronavirus las movilizaciones sociales que sacudieron el país: Cuando despierta el pueblo. Articulado en torno a entrevistas efectuadas junto a un amplio espectro de actores sociales (partidarios y opositores de Allende, paseantes anónimos y figuras públicas), la cinta es un testimonio precioso y raro de los últimos meses de la administración de Allende, en la que la convulsión y la celeridad parecen abrir paso a una palabra cansina y sosegada, aunque no por ello menos categórica.
Una docena de años más tarde, en el marco de la lenta recuperación de los tejidos sociales, de la reestructuración de las redes partidarias y de la “recomposición” de la producción audiovisual, Andrés Racz vuelve a Chile para filmar Dulce Patria. Un episodio de la filmación fue inmortalizado en una de las secuencias más memorables de Como me da la gana (1985) de Ignacio Agüero, en el que ambos cineastas discuten cándidamente sobre los avatares de la profesión cinematográfica en tiempos de dictadura, en una de las esquinas de la Plaza de Armas. Luego de una ronda de preguntas y respuestas, Racz admite estar un poco inquieto por la suerte de su camarógrafo, del cual no tiene noticias hace ya un rato. Enseguida se excusa y sale del cuadro, dando por terminada la entrevista, que Agüero completa en montaje con una serie de planos agitados y abruptos en que se aprecia la desproporcionada represión de los manifestantes por parte de carabineros.
Como es natural, los enfrentamientos y movilizaciones callejeros aparecen de manera más ostensible en los filmes realizados a partir de 1983, año de inicio de las jornadas de protesta nacional. Estas constituían en efecto un cuadro perfecto para la confección de una imagen cinematográfica más móvil y palpitante, enraizada en el corazón del espacio público, y ya no en el ámbito íntimo de habitaciones privadas o de sitios remotos, alejados de los centros urbanos. El colectivo Cine-Ojo, por ejemplo, produce Chile, no invoco tu nombre en vano, filme en el que se registran las cinco jornadas de protesta que tuvieron lugar entre marzo y septiembre de 1983. La cinta, que comienza con una citación del documentalista holandés Joris Ivens (“Un ojo ve la realidad a través del visor de la cámara; el otro ojo mira atentamente lo que hay alrededor. Y un tercer ojo mira fijamente hacia el futuro”), se aboca enseguida a la representación de diversas escenas de manifestaciones y a la entrevista de diferentes actores sociales involucrados en la lucha contra el régimen. Apenas un año más tarde, Gonzalo Justiniano rueda La Victoria, sobre las protestas de los días 4 y 5 de septiembre de 1984 en la población del mismo nombre, durante las cuales fue asesinado el sacerdote francés André Jarlan.
En Chile, el cine ha asumido con tenacidad su rol de testigo de las agitaciones sociales, desplegando una astucia sorprendente desde hace más de cinco décadas. La historia de esa implicación comienza tal vez con Las callampas (1958) de Rafael Sánchez, cinta con la que se expande, según Pablo Corro, ‘la consciencia dramática del documental chileno’.
La cordillera de Guzmán
El corpus del documental chileno, como es natural, es hoy multiforme. Aunque lo abiertamente político ha dejado poco a poco el paso abierto para la emergencia de poéticas más intimistas, la revuelta –o sus ecos– continúa siendo una fuerza solapada de la imaginación cinematográfica nacional, como lo demuestra la aprehensión, a través del cine, de nuevos ciclos contingentes de agitación social, de dimensiones variables. Basta citar, como ejemplo, el ciclo que se perfila a partir de los años 2000 en torno a los movimientos sociales desencadenados por las protestas estudiantiles de 2006 y 2011, que tiene en El vals de los inútiles (2013) de Edison Cájas un portavoz ejemplar, y con respecto al cual Actores secundarios (2004), de Jorge Leiva y Pachi Bustos, fue casi una suerte de preludio.
No deja de ser sorprendente, a fin de cuentas, que en La cordillera de los sueños (2019), el filme más reciente de Patricio Guzmán, sean una vez más las imágenes de las protestas de los años 80 las que, en un gesto casi premonitorio, se den cita para evocar el Chile del presente. La cinta ensambla numerosas secuencias sacadas de los archivos del camarógrafo Pablo Salas, estableciendo no solo un diálogo fructuoso entre distintas texturas cinematográficas, sino también entre dos espacios y tiempos divergentes, separados por más de 30 años. Esa yuxtaposición, autorizada pictóricamente por el recurso al motivo de la grieta o de la fisura –que Guzmán explora copiosamente mediante largos planos de rocas cordilleranas– es ciertamente una de las claves de lectura de la obra, y también de las producciones que vendrán.
Los episodios de revuelta y convulsión social que desde el 18 de octubre pasado golpearon al país nos depararán seguramente, en grados diversos de elaboración, nuevas imágenes fijas y móviles. Con respecto a su naturaleza o alcance, solo podemos por el momento especular o plantear preguntas, como lo han hecho entre otros Iván Pinto y Laura Lattanzi, aunque la tenaz labor de colectivos como el de la Escuela Popular de Cine, OjoChile, Registro Callejero, Imagen de Chile y Caos Germen es un buen presagio. Una cosa, sin embargo, es indudable: estas imágenes por venir no estarán solas, pues en ella resonarán los ecos de una tradición documental de larga data, que pide a gritos ser actualizada.
La vida de Hannah Arendt fue lo bastante dramática como para que su biografía pueda ser leída como una novela. Después de todo, no abundan vidas como la suya. Habiendo sido muy golpeada por las crueldades del siglo XX, pudo salir a flote, recomponerse e instalarse entre los grandes intelectuales de su época.
Tiene que haber sido una mujer fascinante. Inquieta, desprejuiciada y audaz. Combinó una extraña mezcla de fragilidad y arrogancia. Era seductora, pero también podía ser terca. Pétalos y roca. Aunque siempre supo de sus ancestros judíos, sobre todo por sus abuelos, lo cierto es que vino a tomarlos en serio mucho más tarde, cuando ya la discriminación nazi se había hecho explícita y los alemanes estaban escupiendo a los suyos en las calles. No, no era alemana, como había creído siempre. Antes que eso era judía y este factor pasó a ser la primerísima definición de su propia identidad.
Hija de ingeniero que murió de sífilis cuando tenía seis años, Hannah fue educada por una madre muy de izquierda que la involucró prematuramente en los temas de la vida –la política, las subsistencias, la pareja, la sexualidad– y que no solo fue su gran escuela de afectos, sino también la figura más presente en su existencia. Fue una madre que le alumbró caminos, le impartió enseñanzas, le templó la voluntad, que muy luego se transformó en compañera de ruta y terminó convertida en carga –una carga complicada, porque la señora tenía su carácter– cuando la hija la trajo consigo a Nueva York para compartir con ella las dos piezas donde la Arendt vivía con su segundo marido.
El libro de Laure Adler, Hannah Arendt, una biografía, es una biografía escrita desde la admiración. La autora no tiene con Arendt la proximidad que sí tuvo Elisabeth Young-Bruehl, autora de una biografía anterior, publicada en 1982, quien fue alumna suya en seminarios y mano derecha en distintas investigaciones. Pero Laure Adler, que publicó su obra el año 2006, tuvo la ventaja de acceder a archivos más recientes. Como además reporteó mejor y pudo conversar con más gente –sobrevivientes, colegas, amigos y testigos de la época– trató por esa vía de forjarse un juicio más independiente. El libro, escrito con dificultad, tiene una prosa que fluye poco y que la traducción –torpe, supuestamente castiza, a veces arcaica– arruina todavía más. Si a eso se le suma una vergonzosa cantidad de gazapos, hay razones para dudar del cuidado que el sello Ariel está poniendo en sus ediciones.
El misterio
Son muchos los rasgos que llaman la atención en la vida de esta intelectual. Ella rechazó siempre la etiqueta de filósofa –había algo de humildad y alguna dosis de coquetería en eso– y decía que lo suyo era solo la teoría política. La teoría, no la ciencia política, porque planteaba que su aproximación a estos fenómenos era puramente reflexiva. No intentaba ni establecer regularidades, ni anticipar tendencias ni –menos– construir leyes que nos permitieran anticipar hechos. Solo mirar y analizar; claro que con el fuego de su inteligencia superior.
Un recuento no jerarquizado de hábitos, rasgos y pulsiones, diría muchas cosas de esta célebre intelectual. Diría que jamás se quedó quieta; que sus únicos encierros corresponden a los momentos en que escribía –y escribió mucho–, cuando lo hacía a la velocidad del rayo, con furor, pero solo una vez que tuviera su artículo, su ensayo, su libro, completamente armado en la cabeza. Nunca fue de los filósofos o escritores que flirtea con la página en blanco.
El gran misterio, por lejos, es su relación con Heidegger. Fue su alumna, su amante, su colaboradora, su gran amor. Ninguna de estas categorías, sin embargo, es capaz de explicar la complejidad de la relación que mantuvo con él.
Otras constantes: fue una viajera impenitente. Viajó como desalmada en una época en que casi nadie lo hacía. Fue una fumadora contumaz, de dos cajetillas diarias, y echaba humo hasta en los hospitales. Fue una inteligencia muy autónoma: nunca, sino hasta muy al final, aceptó cargos de la academia y prefirió siempre las inseguridades pero también los señoríos de andar por la libre. Fue una pensadora cultísima: lo primero que hizo tras recuperar la conciencia tras un grave accidente del tránsito, mientras iba en taxi por Nueva York, fue recitar en griego y después en alemán, para comprobar que no había perdido la memoria. Fue, durante la mayor parte de su vida, una mujer jefa de hogar, porque la segunda vez se casó con un intelectual negado para la vida práctica y que invirtió largos años de su vida en obras monumentales que nunca publicó. Abarcaba mucho y apretaba poco. Solo muy tarde vino a generar ingresos en Estados Unidos, cuando ya su peso específico en la economía del hogar debe haber sido tanto o más gravoso que el de su suegra.
Fue una pensadora sociable; no una socialité, aunque sí una gran anfitriona y una invitada bien cotizada en su amplio círculo de amigos (Mary McCarthy, Hans Jonas, Kurt Blumenfield, Gershom Sholem). Fue una mujer llevada a sus ideas; como a Heidegger, su maestro, le costaba admitir errores. Fue una figura expuesta, muy expuesta, en función de las perspectivas completamente originales que quiso abrir en numerosos debates. Fue una de las primeras intelectuales que pagó con insomnio, rechazo y dolor, lo que significa convertirse en mascota de los mass media. Fue, qué duda cabe, una mujer apasionada. Fue además una mente a la cual la vida, la historia, la experiencia, tensó dramáticamente en muchos de sus puntos de vista, obligándola a matizar, a templar, a negociar con la realidad, allí donde su primer impulso había sido el aplauso o la aversión. Y fue, en fin, una mujer misteriosa.
El gran misterio, por lejos, es su relación con Heidegger. Fue su alumna, su amante, su colaboradora, su gran amor. Ninguna de estas categorías, sin embargo, es capaz de explicar la complejidad de la relación que mantuvo con él. Se conocieron en Marburgo en 1924; ella tenía 19 y él 35. El filósofo ya estaba casado y se hicieron amantes, en una relación presidida tanto por el logos como por la carne. Aunque ella se trasladó después a las universidades de Friburgo y Heidelberg, la relación se mantuvo por algún tiempo, hasta que ella se unió en 1929 a su primer marido, el filósofo Günther Stern. Tres o cuatro años más tarde, en 1933, luego del ascenso de Hitler al poder, Heidegger aceptaría el rectorado de la Universidad de Friburgo y ella tendría que salvar el pellejo huyendo a Francia tras los pasos de su marido. Ese matrimonio después fracasó y ella volverá a casarse en 1940. Diez años después vuelve a Europa y va a Friburgo para encontrarse, después de 18 años, con Heidegger. Él no había pronunciado una sola palabra de arrepentimiento; y nunca la dijo. El mundo se había venido abajo, todo había cambiado pero la relación de ambos estaba intacta. Adler desclasifica antecedentes muy golpeadores: que ambos pasan la noche en el hotel donde ella se alojaba y que al día siguiente tiene lugar una escena delirante. Heidegger invita a Hannah a su casa para declararle su amor en presencia de su esposa. Cree que es lo más sano y honesto. Es loco, pero más loco es que ella acepte ir. Por supuesto la reacción de Madame Heidegger es feroz. La emprende contra ella más que contra su marido. Pero ese no es el final. Porque nunca hubo final. De un modo u otro, la relación persistió. Atravesó tiempos, cosmogonías, ideologías, distancias, diferencias. Heidegger moriría en mayo de 1976, seis meses después que la más querida de sus alumnas.
Hubo cuatro o cinco temas en el plano político que la pusieron en aprietos. El primero es el sionismo, al cual ella había manifestado de joven su rechazo. Sin duda que la situación de Palestina y el posterior surgimiento de Israel la complicó, le rompió su esquema. Generó, primero, un fuerte rechazo por el nuevo Estado y por Ben Gurión, pero en algún momento la sangre tenía que mandar y efectivamente mandó. Ya antes de la guerra de los Seis Días no cabía duda en qué bando estaba su corazón, y tal vez estuvo de más que después de la victoria se rindiera entusiasta al genio militar de Moshé Dayán.
Aunque provenía de una matriz de pensamiento socialista, en algún momento se reconvirtió. Su madre había sido una fervorosa agitadora de esta causa, una militante arriesgada en la Alemania de los años 20, una incondicional de Rosa de Luxemburgo, cuando las huelgas, los enfrentamientos con la policía y la actividad subversiva estaban a la orden del día. Ella heredó buena parte de ese compromiso político, lo sacó intacto de la Alemania nazi y lo llevó a Francia, donde tendría otra gran decepción, por el trato acordado por los franceses a los judíos alemanes. Después, ya en Estados Unidos, sus prejuicios europeizantes tuvieron que entrar en remojo. Si bien al comienzo la crisparon los ramplones niveles de consumo del capitalismo, después se fue acostumbrando a la opulencia y en algún momento a ella, que había sido pobre como rata, los dólares que le entraban por sus conferencias deben haberle dejado de parecer pecaminosos.
Aunque vio como nadie en el totalitarismo el gran fenómeno político del siglo XX, tuvo mayor condescendencia con el comunismo que con el Tercer Reich. El sesgo no solo es explicable en función de su biografía; también es congruente a partir de su conexión con la intelectualidad europea, a la cual se enfrentó en varios momentos (nunca se compró a Sartre y tampoco a Adorno), pero con la cual nunca rompió. Y no rompió, en lo básico, porque nunca fue una liberal. Es cierto que en su cabeza no hay valor superior a la libertad, pero es de las que no concibe mejor instancia que el espacio público para que esa libertad se manifieste. La libertad en el plano privado –el gran sacramento del pensamiento liberal– nunca fue un tema muy relevante en su obra.
Es posible que el momento más crítico de su biografía haya sido la publicación de Eichmann en Jerusalén, donde despliega su discutible teoría de la banalidad del mal (para ella el acusado era un burócrata insignificante, apenas una rata en el gran engranaje criminal del nazismo, no obstante que había sido el más estrecho colaborador de Heydrich y el hombre que armó y administró toda la red de transporte de judíos en los territorios del Este).
Otra agonía suya: le tomó años y años poner sus cuentas en paz con Alemania y Estados Unidos. La biografía de Adler nunca se ocupa frontalmente de su trauma con Alemania, pero a lo largo de su desarrollo suelta numerosas pistas que van dando cuenta de su agravio, su rencor, su distancia, sus sospechas ante el país que estaba reconstruyendo Adenauer, y también de su gradual y difícil empatía con lo que saldría de allí. Al final, triunfaría el reencuentro cultural y afectivo con un mundo de lugares, referentes y afinidades que –a pesar de todo– nunca había dejado de ser suyo.
La relación con Estados Unidos está contaminada no solo por la desconfianza que le inspiraba el capitalismo sino también por la Guerra Fría, durante la cual prefirió mantener una cierta neutralidad. Hizo un largo recorrido: primero como inmigrante insegura, después como ciudadana naturalizada, enseguida como analista crítica de la intervención en Vietnam, y finalmente se abrió deslumbrada ante las instituciones de la democracia americana y llegaría a pensar que la de Jefferson había sido la única revolución exitosa de la Historia.
Es posible que el momento más crítico de su biografía haya sido la publicación de Eichmann en Jerusalén, donde despliega su discutible teoría de la banalidad del mal (para ella el acusado era un burócrata insignificante, apenas una rata en el gran engranaje criminal del nazismo, no obstante que había sido el más estrecho colaborador de Heydrich y el hombre que armó y administró toda la red de transporte de judíos en los territorios del Este). También formula cargos terribles contra los consejos judíos, que en el fondo habrían colaborado con los nazis seleccionando a los deportados, manteniendo el orden en sus comunidades e incluso respaldando las políticas del régimen. Por supuesto que ardió Troya. Lo primero, la banalidad del mal, fue un escándalo, pero esto último fue una bomba. La acusación fue genérica y desde luego injusta. ¿Quién era ella para ponerse en esas disyuntivas atroces y levantar el dedo acusatorio?
Matizó, explicó, se defendió, se dio 100 vueltas en lo mismo y nunca aceptó que se había equivocado. La biografía deja en claro que sus reportajes para The New Yorker sobre el juicio no fueron escritos al calor de la premura periodística. El primero de sus cinco informes (convertidos después en libro) apareció varios meses después de ejecutado el inculpado. La culpa no estuvo en la precipitación o impulsividad. Estuvo, al parecer, en una cierta compulsión por levantar una voz distinta y original.
Varios estudiosos de su vida y su obra creen que, habiendo crecido sin un padre a su lado, Hannah Arendt trató de llenar después la ausencia paterna con tres figuras que en el fondo se complementaron. La primera es Heidegger, su maestro, pérfido y lleno de filos y espinas, con quien estableció probablemente las sintonías más profundas y secretas de su vida. Fue una relación siempre unilateral, de maestro a alumna. El filósofo nunca le comentó un texto suyo, pero le enviaba todos los que escribía para que ella se los comentara. El segundo padre, por decirlo así, la contraposición angélica, fue Karl Jaspers. Él, que estaba casado con una mujer judía y era mucho mayor que Hannah, la protegió, la quiso y la defendió con cariño e incondicionalidad. El tercer hombre fue Heinrich Blücher, el segundo marido, un alemán autodidacta de origen obrero, siete años mayor que ella, militante comunista cuando lo conoció en París en 1936. No obstante que Blücher nunca pudo dar forma a los tratados en que se embarcó, porque carecía de sistema y no pudo publicar ni un solo título, para ella fue la gran síntesis de inteligencia y sentimiento. A él le costó mucho abrirse paso en el mundo intelectual americano, pero su magisterio libre, su pasión por las ideas, sus clases inspiradas en universidades que no eran de élite, fueron para ella un factor de equilibrio y seguridad, por mucho que el concepto de fidelidad del marido fuese a veces demasiado amplio. Es cierto: aun siendo una mujer excepcional, su experiencia no describió en su tiempo un modelo de autonomía compatible con el imaginario feminista contemporáneo.
En una vida como la de Hannah Arendt los hechos al final no son lo único que cuenta. Un curso central de su existencia está en lo que asimiló y en lo que pensó. Ahí se dan la mano Platón y San Agustín, Kant y Nietzsche, Hegel y la fenomenología de Husserl, las oscuridades de Heidegger y las iluminaciones de Jaspers, las evidencias seculares del totalitarismo y los sueños rotos de la violencia y de la idea de revolución en la historia. Esta biografía por supuesto también rescata esa dimensión.
En 1972, una comunidad amish pidió al estado de Wisconsin retirar a sus hijos del sistema de educación pública a los 14 años. El caso se conoce como Wisconsin versus Yoder, pues fue Jonas Yoder, uno de los padres involucrados, el que asumió la representación de las tres familias demandantes. Estas alegaban que la educación recibida en cursos superiores no era necesaria para el estilo de vida sencillo de los amish. Y no solo eso, sino también el contacto de sus hijos con dichos conocimientos y la oportunidad de matricularse posteriormente en una universidad, ponía en peligro la continuidad del colectivo completo. El estado de Wisconsin se opuso al requerimiento, pero la Corte Suprema falló en favor de los padres.
El caso es conocido porque ilustra bien las divisiones al interior del pensamiento liberal. Mientras algunos pensadores valoraron la decisión de la Corte Suprema, arguyendo que el propósito del liberalismo es precisamente la defensa de los diversos estilos de vida frente a la tendencia homogeneizadora del Estado, otros objetaron que se pasaba a llevar el derecho de autonomía de los niños, a quienes se condenaba con la decisión a seguir el camino trazado por sus padres.
Wisconsin versus Yoder es uno de los tantos ejemplos usados por Cristóbal Bellolio en su libro Liberalismo. Una cartografía, donde el autor hace un ameno repaso por algunas de las controversias que han tenido lugar dentro del pensamiento liberal, para dar cuenta de la diversidad de puntos de vistas coexistentes. Citando desde Max Weber a escenas de Juego de tronos, pasando por los autores clásicos (Adam Smith, John Stuart Mill, Alexis de Tocquevile) y publicaciones recientes, Bellolio escudriña en múltiples canteras para abordar temas como la desigualdad, el feminismo, la tolerancia y el rol del Estado. Asimismo, hace un esfuerzo por sintetizar las críticas surgidas fuera del radio liberal. A veces incluso reconoce la ausencia de respuestas frente a ciertas temáticas. Sin embargo, esta cartografía no busca la neutralidad: la defensa de las ideas liberales a ratos se hace con fuerza.
Consultado respecto a la crisis del liberalismo a nivel global, Bellolio se muestra incrédulo y según él, “ha sido el socialismo el que se ha puesto liberal”, porque muchos principios de esta corriente ya están asimilados en el debate político contemporáneo. “En general, el homo sapiens tiene poca perspectiva, tenemos un sesgo presentista, que muchas veces nos impide ver lo mal que estaban las cosas antes y nos impide ver lo mal que van a estar en el futuro si no tomamos acción hoy”, dice. “Son muy común en redes sociales los discursos de ‘basta’, ‘esto no puede seguir pasando’, y resulta que respecto a ese mismo problema estamos muchísimo mejor que antes. Pero es normal, como decía, el ser humano tiene un sesgo presentista y ese mismo problema nos está impidiendo enfrentar desafíos como el cambio climático”.
¿Por qué considera necesario poner en circulación una cartografía del pensamiento liberal? Mucha gente me preguntaba, estudiantes principalmente, y en redes sociales, qué cosas les recomendaba para introducirse en el liberalismo. Y me daba la impresión de que no era un consejo muy pedagógico mandarlos a leer un mamotreto como Teoría de la justicia de Rawls, más bien me parecía un disuasivo, por la aridez que muchas veces tienen estos textos clásicos. Y el material de difusión ya existente, casi siempre toma una posición partisana, y no lo digo en un sentido peyorativo. Por ejemplo, la Fundación para el Progreso ha sacado hartas cosas, pero dan por sentado que el liberalismo es eso que promueven. Que es la mirada clásica que ellos tienen. Agustín Squella ha escrito otro tanto, pero también desde la mirada del socioliberalismo. Y lo que creo que faltaba era una panorámica. Originalmente traté de hacer algo así como un “liberalismo para principiantes”, pero quedó con un alcance un poquito más ambicioso; una panorámica que hace las veces de una cartografía en la medida en que te toma la mano y te pasea por las distintas grietas y tensiones internas del paisaje liberal, sin decirte necesariamente cuál es el verdadero, cuál es el correcto.
A veces uno queda con la sensación de que hay más discrepancias que consensos. ¿Cuál es el principio, o son los principios, que aglutinan a todas las corrientes? No está mal que haya quedado esa sensación. Parte de los objetivos del libro era entender las tensiones dentro del liberalismo y, por lo tanto, yo digo que si tú abrazas, o pones ciertos énfasis, en algunos principios, probablemente te corresponda llamarte liberal de izquierda y si abrazas otros énfasis, probablemente te corresponda llamarte liberal de derecha. Ahora, en qué se parecen ambas tendencias, algunos te van a decir que se comparten los principios del individualismo, el universalismo y la igualdad. Yo trato de salirme un poco de eso y construir la idea del liberalismo como un proyecto esencialmente justificatorio. Justificatorio del poder político. El liberalismo en prácticamente todas sus formas está muy consciente de lo que significa ejercer coerción sobre una comunidad política y la legitimidad de esa coerción radica en que los gobernados estén de acuerdo con las razones que se esgrimen para justificarla. Me parece que en esa idea del liberalismo como proyecto justificatorio pareciera haber una hebra común. Puede ser poco, en el sentido de que permite ver muchas diferencias, pero justamente eso ocurre porque el liberalismo es un paisaje muy extendido.
Los desafíos que han aparecido de otros proyectos políticos en los últimos años, no nos debe hacer olvidar que gran parte de la herencia sobre la cual estamos construyendo, incluso esas críticas, provienen del liberalismo. Por ejemplo, la idea de derechos humanos, la idea de libertades individuales. Ya nadie, ni siquiera proyectos de izquierda, probablemente estén dispuestos a revertir esas conquistas para volver a la idea de un Estado organicista.
¿Cuál es el estado de salud actual de estas ideas? Yo creo que se ha exagerado la supuesta crisis del liberalismo. Los desafíos que han aparecido de otros proyectos políticos en los últimos años, no nos debe hacer olvidar que gran parte de la herencia sobre la cual estamos construyendo, incluso esas críticas, provienen del liberalismo. Por ejemplo, la idea de derechos humanos, la idea de libertades individuales. Ya nadie, ni siquiera proyectos de izquierda, probablemente estén dispuestos a revertir esas conquistas para volver a la idea de un Estado organicista, donde todos respiramos por una misma voluntad común. Así lo reconoce Carlos Ruiz en su libro Octubre chileno. Me parece que hoy, cuando ves al Frente Amplio argumentar a favor del aborto con argumentos liberales, te das cuenta de que estos principios pasaron a ser un poco un depósito común de muchos actores y proyectos políticos, que quizás les cuesta llamarse liberales, pero no pueden si no ser tributarios de esa tradición. Por así decirlo, el liberalismo se transformó en un proyecto tan hegemónico de la modernidad, por lo menos occidental, que se confundió con otros proyectos. Por eso no estoy tan seguro que estemos en crisis.
Pero advierte en su libro sobre el auge del populismo, ¿qué atractivo tiene ese discurso que se vuelve una amenaza? Creo que el populismo gana terreno en los últimos años porque entrega la ilusión de que se puede recuperar el control de manos de la élite, que se percibe como un grupo que ha secuestrado las instituciones en su exclusivo beneficio, que tienen la sartén por el mango y le impiden a la comunidad política tomar decisiones. En Chile no es muy sorprendente que lo que gatilla el estallido social sea una decisión de un comité de expertos, que cuando la gente se queja, la respuesta viene cargada de racionalidad técnica. Entonces, surge la pregunta de dónde está el control popular, dónde está la democracia, por qué decide un polinomio y no decidimos nosotros.
¿Considera válida aquella crítica que ve como consecuencia lógica de la economía de libre mercado una sociedad más egoísta y codiciosa? No sabemos cuánto de lo que ocurre tiene que ver con el perfil cultural de los pueblos, cuánto tiene que ver con las instituciones que uno diseña para poder constreñir o conducir la realidad. Yo no creo que los países que tienen regulaciones socialistas tengan personas necesariamente más solidarias. Así como no creo que los países que tengan regulaciones más liberales estén produciendo, por así decirlo, ciudadanos más egoístas. Dependiendo de las necesidades que tiene el ser humano en distintos lugares se va comportando de una manera más o menos parecida, para tratar de asegurar su propio beneficio y el de las personas que quiere. La evolución ha labrado el carácter moral de la humanidad durante miles de miles de años como para que las recientes innovaciones ideológicas sean capaces de alterarlo radical o significativamente. No estoy diciendo con esto que las instituciones políticas no tengan ningún rol que jugar. Pero no creo que afecten radicalmente el carácter moral de los individuos. Somos animales que actuamos sobre la base de la competencia y la cooperación. Esos son nuestros dos ejes, por así decirlo, motivacionales. A veces va a haber más competencia y otras más cooperación, dependiendo del momento y el espacio.
Hay dos pensadores que de alguna manera protagonizan este libro: John Rawls y Friedrich Hayek. ¿Por qué ellos y no, por ejemplo, Stuart Mill o Berlin? Probablemente sean los exponentes más representativos de las dos versiones de liberalismo en el siglo XX, el liberalismo clásico en el caso de Hayek y el liberalismo igualitario en el de Rawls. A pesar de que Hayek decía que él no tenía tantas diferencias con Rawls, yo creo que representan dos maneras distintas de entender el liberalismo. Hayek defiende una teoría evolucionista, que piensa en las instituciones de abajo hacia arriba, como órdenes espontáneos que emergen a partir del ensayo y el error. Rawls propone un liberalismo constructivista, en el sentido de que considera que es apropiado racionalmente identificar algunos principios de justicia y una vez identificados, elaborar y diseñar las instituciones que van de alguna manera a constreñir la realidad y la conducta humana. Son dos enfoques metodológicos distintos. Por ejemplo, en el tema de la redistribución, el liberalismo clásico plantea que las cosas te pertenecen a ti y por lo tanto el ámbito de redistribución del Estado debe ser limitado, justificándose en la medida de que se cumplan ciertos fines, que tienen que ver con la protección del enemigo externo, el orden público, la judicatura, etc. Y Hayek reconoce algunos bienes básicos, mínimos, para asegurar dignidad a las personas. Pero en Rawls y en el liberalismo igualitario esa ambición redistributiva es mucho mayor, justamente porque se considera que las personas casi no se merecen nada. Las personas están donde están por buena o mala suerte, y tú lo que haces es ocupar la buena suerte de unos para mejorar la condición de los que tuvieron mala suerte. Entonces, me parece que a través de una serie de discusiones, Hayek y Rawls representan algunas de las tensiones que yo describo en el libro.
Imagen: Yanita Tala
Liberalismo. Una cartografía, Cristóbal Bellolio, Taurus, 2020, 308 páginas, $14.000.
Lo moderno no siempre es nuevo. A fin de cuentas, un iPhone 3, 4, 5, 6… 10 o el aumento de la esperanza de vida a través de la tecnología genética son la inflación de un presente que dice ser el futuro que ya llegó: por delante no hay más que versiones mejoradas de lo mismo. La promesa de vivir más no es lo mismo que la imaginación de un futuro. Los suicidas (y los muertos en vida, los depresivos) bien lo saben.
En un capítulo de Los Simpsons, señala el filósofo Sergio Rojas, Homero le dice al vocalista de The Smashing Pumpkins: “¿Sabes? Mis hijos piensan que eres fantástico. Y gracias a tu música depresiva han dejado de soñar con un futuro que no puedo darles”.
¿Cómo podrían subjetivarse los hijos de una democracia que es narrada ya no como utopía sino como el fin de cualquier sueño? Los hijos del fin de la Historia no pueden soñar más que con la eterna realización de lo mismo. Para el sujeto del capitalismo tardío el “no hay alternativa” es el mantra que ha delimitado las posibilidades del pensamiento y la imaginación. La falta de proyecto de transformación del mundo, ha llevado a sustituirlo por el proyecto personal: el yo como empresa, ser siempre otro mejor.
Y los que no lo logran, saltan.
El neoliberalismo más que un modelo económico, a estas alturas es una civilización. Opera como un gobierno de las conductas, de la relación al mundo, al cuerpo, a los otros y hacia nosotros mismos. Su paradigma es el de maximización; y su lengua, la abstracción de las transacciones financieras. El sexo, el amor, la motivación: gran parte del campo del deseo de vivir se calcula bajo esas coordenadas. Lo que no da saldo positivo es sancionado como desviación: patología, mediocridad, delincuencia. La vida como gestión no es política (aunque sus directrices provengan de las instituciones con su nombre), simplifica el lenguaje al sí o no, jamás un sí y no, no resiste ambigüedad, surgen respuestas tajantes del tipo: “El panel de expertos obliga a…”. La vida entendida bajo esa racionalidad desensibiliza y permite evadir la confrontación con el dolor, con la desigualdad y, en última instancia, con la política.
La razón neoliberal es un dialecto que se ahorra las contradicciones y estrecha la vida anímica, aunque presente una oferta diversa de modos de vida, los que de cualquier forma funcionan como un menú de estilos envasados. Porque el saber se ha vuelto técnico, restándole legitimidad a la experiencia y estandarizando las vivencias. Antes que conflictos existenciales, el lenguaje contemporáneo permite acceder a temores fragmentados: al cigarrillo, el inmigrante, la dependencia amorosa o la oxidación celular. Todos asuntos que, aunque con ansiedad, pueden abordarse desde el yo de un sujeto.
No se nace con un yo, se llega a tenerlo. El yo es solo la fina lámina que zurce, apenas, lo que nunca se puede unificar del todo; por lo mismo, se alimenta de orgullo, de potencia o de victimización (todos nombres que toma el amor propio), y que al igual que el mito delirante del nacionalismo, debe proyectar el mal, lo indeseable en otro para clausurarse en una identidad.
La lógica del yo, incluso en el campo amoroso, es la lógica de guerra: tú o yo. Es el conflicto que de algún modo representan algunas de las películas de amor comerciales del último tiempo: La La land, Nace una estrella, Historia de un matrimonio: la imposibilidad de un lugar para más de Uno. Monogamias, poliamores, partidos políticos… da igual el semblante, nada garantiza que se constituya un ‘nosotros’.
El yo es una formación de masa, escribió Freud en Psicología de las masas, tanto como un enamoramiento, el éxtasis de la droga, un carnaval o el momento eufórico de la revolución. Una formación de masa es aquello que convierte toda diferencia en un Uno. Es impolítico porque se ahorra el Dos, la alteridad, ya sea en el amor o la calle, es la ilusión de unidad in-diferente. Entre el Uno y la multitud no hay demasiada diferencia, puede no ser más que la sumatoria de Uno+Uno al infinito, es decir, un individualismo de masas; o bien un gran Uno totalitario que empuje al pensamiento en masa, tal como la dictadura de la opinión en las “tormentas de mierda” de redes sociales.
Todo se hace en grupo, escribió Natalia Ginzburg en Vida colectiva, a principios de los 70. Viajar, el arte y el sexo, entre otras cosas, atenúan la soledad y la espera de la muerte. Ginzburg intuía desde ya el individualismo de masas de la fase tardía del capitalismo. En colectivo o a solas, da igual, todo se trata de una unidad sin conflicto (más que con un enemigo externo). El conflicto deja de ser existencial y político. Lo que la masa borra, aun cuando se trate de individualidad, es lo singular: aquella relación particular de cada uno con las cosas, que no cabe en las cifras mudas del Big Data ni en tipologías psiquiátricas o categorías posmodernas. Es el campo de la experiencia y del deseo, justamente lo que hoy está en peligro bajo la tentación de los estereotipos. En esto sigo a Roland Barthes: los estereotipos son el lugar del discurso donde falta el cuerpo.
La lógica del yo, incluso en el campo amoroso, es la lógica de guerra: tú o yo. Es el conflicto que de algún modo representan algunas de las películas de amor comerciales del último tiempo: La La land, Nace una estrella, Historia de un matrimonio: la imposibilidad de un lugar para más de Uno. Monogamias, poliamores, partidos políticos… da igual el semblante, nada garantiza que se constituya un “nosotros”. De acuerdo con Rancière la lógica de guerra implica la imposibilidad de simbolizar la alteridad, tiene como protagonista fundamental a las formaciones identitarias cerradas que niegan y excluyen al otro del mundo compartido. Lo impolítico supone, antes que cualquier pacto con otro, coincidir consigo mismo. Por ejemplo, el ejercicio del militante o el político que busca demostrar ser bueno antes que deliberar con el otro de buena fe.
Por el contrario, la lógica política es una forma de acción y de subjetivación que construye un mundo en común también con el enemigo; la acción política crea pluralidad, un “nosotros” abierto que da reconocimiento e igualdad al adversario. El Dos es el campo de la política, (y del amor, independiente de cuántos cuerpos estén implicados), en ese encuentro hay algo intratable que no puede reducirse, por lo tanto, solo queda hacer algún arreglo, amoroso, político o ambos. Obliga al tú y yo.
Lacan propuso una fórmula: lo inconsciente es lo político. Porque es el lugar, que en primer término, rompe al yo. Lo inconsciente es el mundo traducido en fragmentos que nos constituyen, en este sentido lo más íntimo de un sujeto es exterior, es el mundo, son los otros. Pero el matrimonio entre capitalismo, neurociencias y revolución digital produce una paradoja: una subjetividad que se constituye en la renuncia a constituirse como “sujeto”, es decir, sujetado a un cuerpo, a los otros, al mundo; a todos aquellos focos de incomodidad que Freud describió en su ensayo El malestar en la cultura. El yo no cree en lo inconsciente, aunque lo padezca.
Aunque tras los desastres de los programas racionales del siglo XX, el yo cartesiano haya quedado en crisis (para Susan Neiman, Auschwitz reveló la distancia del ser humano consigo mismo), el siglo XXI hizo un truco: reconocer el límite del yo, pero prometió encontrar la cura a este escollo humano. Por un lado, el mejoramiento técnico, la inteligencia artificial, se supone, podrán resolver lo que el ojo no ve. El sujeto identificado al Big Data –porque supone que eso es él mismo– prescinde de conflicto. Habita el lenguaje como si fuese un electrodoméstico: fundido (burn out), enchufado, descompensado. Por otro lado, desde una lectura ingenua (u oportunista) de las teorías de la deconstrucción, el mejoramiento pasa por quitarse las taras de los regímenes de dominación –género, clase, colonialismo– para construirse a voluntad. Bien, pero, ¿quién deconstruye? ¿El yo?
Una vez que se arrasa con cualquier horizonte de imaginación política, lo que queda entonces es el imperio del yo. Al narcisismo no hay que leerlo como un triunfo del ego, sino como devastación subjetiva, que a falta de sostén en los lazos sociales, debe sobrecompensar a través de la imagen, nunca libre de paranoia.
Deconstruirse no es una experiencia que pueda resolver el yo consciente, aun cuando logre hacer un ejercicio crítico. Ya lo decía la dupla Deleuze/Guattari: que alguien se nombre deconstruido no garantiza nada. Es la paradoja que describe Fina Birulés, la aparición de un “creacionismo secular”, que habla desde el lugar de propietario: “yo soy”, “yo quiero”, “yo hago lo que quiero”. Sin conflicto, sin tragedia (griega) pero con la angustia de quien no logra nombrar sus contradicciones; luego, estas se transforman en pánico.
Una vez que se arrasa con cualquier horizonte de imaginación política, lo que queda entonces es el imperio del yo. Al narcisismo no hay que leerlo como un triunfo del ego, sino como devastación subjetiva, que a falta de sostén en los lazos sociales, debe sobrecompensar a través de la imagen, nunca libre de paranoia.
El yo es ilusión de coherencia y es estrechez (psíquica), como el nacionalismo. Franco Berardi sostiene que a partir del capitalismo digital, la comunicación se ha vuelto literal, binaria, inhumana, opera bajo conceptos preconfigurados. Por el contrario, el cuerpo, que siempre molesta –atrasa, enferma, desea–, obliga a lo ambiguo, al sí y no, a las preguntas. Pero precisamente esa condición es la que hace resistencia a los saberes estandarizados, al capitalismo del yo.
Para Berardi entonces, cosas como la presencia del cuerpo, la ironía y las metáforas son formas de resistir porque hacen estallar los sentidos cerrados, las identidades, la desensibilización. Esa es la alegría que vuelve en la revuelta. Si se rompe una idea de sí mismo (cuestión que venían ya socavando las reivindicaciones de las mujeres y de las disidencias, quebrando al hombre como categoría universal y los saberes sobre “la normalidad”) se abre el horizonte de pensamiento. El malestar se politiza.
El estallido de octubre en Chile trajo el cuerpo perdido y la sensibilidad en una mezcla de alegría, libido y violencia. La aparición del cuerpo no es sin peligro, por eso la ambivalencia entre fascinación y angustia, es un sí y no a la vez. Pero la masa tiene una ruta, del carnaval donde todos somos un mismo cuerpo a su ruptura por las aspiraciones individuales, luego el pánico y la búsqueda de un nuevo amo. Cortar esa ruta es labor de lo político: sentarse con el adversario, reconociendo que entre tú y yo hay algo común.
Habrá que esperar a ver si acaso, tras la parte más festiva de la protesta, la revolución da lugar a una vida política que permita a los sujetos hacer un rodeo más digno para esperar la muerte. Me desdigo, no hay que esperar, hay que poner el cuerpo para que ello sea así. El futuro está abierto.
Después de que Jesús lo resucita, rodeado de una muchedumbre, nada más sabemos de Lázaro. “Y el que había muerto salió, atadas las manos y los pies con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: Desatadle, y dejadle ir”. Así termina la historia en el evangelio de San Juan. ¿Para qué revivió Lázaro? ¿Qué hizo después, ya desatado, libre de la muerte? ¿Volvió como si nada? ¿Este, el único mundo, era el mismo?
En Lazzaro feliz (2018), la película de la directora italiana Alice Rohrwacher, también hay renacimientos y liberaciones. El protagonista de la historia es un adolescente, campesino, sin padre ni madre, que vive junto a otros campesinos en un latifundio. Allí cultivan tabaco para una marquesa; es un tiempo cercano al nuestro, sin embargo estos trabajadores no reciben dinero por su labor: cuando llega el día de pago hay descuentos arbitrarios, sobre los que se entiende poco, que terminan aumentando la deuda que tienen las mujeres y hombres del lugar con la dueña de la tierra. Lo único que reciben es techo (duermen hacinados) y comida (que siempre falta). “Otro mes volvimos a trabajar para nada”, dice uno de ellos.
Algo no cuadra, algo oculta la marquesa: la vida en ese campo es de otro tiempo, o es un tiempo detenido, premoderno en plena modernidad; recuerda el paisaje humano y natural que cuenta Federico Gana en los relatos de Días de campo, con las relaciones de poder –sociales, económicas– de la hacienda chilena decimonónica. En la película, los campesinos se quejan, mastican la rabia de trabajar en vano, algunos sueñan con partir a la ciudad, pero acatan, se quedan. Lazzaro no acata, pero no porque se rebele ni huya, sino porque está tan enraizado al lugar, a su vida, que ni siquiera parece pensar en ella: está ahí y simplemente sigue, hace caso de lo que le pidan, sin demora, como si tuviera la mirada fija en el suelo del presente. Es servicial, siempre anda con una sonrisa honesta; la tentación es decir que es bueno, feliz. O es lo que parece. Incluso cuando de vez en cuando se queda pegado mirando el horizonte, tal vez ensimismado, lo despiertan y él vuelve a funcionar. Tiene, sí, un rincón entre los cerros, una pequeña cueva que solo él conoce; pero es menos un espacio y tiempo de evasión que de prolongación de su presente continuo. Incluso cuando lleva al hijo de la marquesa, también adolescente, y este se apropia de la cueva, Lazzaro sigue, lo atiende, le cree sus cuentos.
En un momento de la película, desde el segundo y hasta puede que tercer piso de la casona que domina el latifundio, la marquesa y su hijo ven a Lazzaro mientras carga algo. “¿No tienes miedo de que se enteren del engaño?”, le dice el “señorito” a su madre. “Los seres humanos son como bestias, animales”, responde la mujer. “Liberarlos es hacerlos conscientes de su condición de esclavitud. Encerrados en su propia miseria, ahora sufren, pero no lo saben”.
El desequilibrio entre capital y trabajo es absoluto. Entonces, ¿hay que resucitar a Lazzaro?, ¿desatarlo y dejarlo ir?
El comunismo es la promesa de un mundo sin trabajo, de una sociedad de propietarios; propiedad colectiva en vez de propiedad privada. O si se prefiere, de un mundo en el que la subsistencia no depende del trabajo y, entonces, un mundo en el que no estamos entregados al arbitrio de quien compra o se apropia del trabajo, a la voluntad del capitalista.
La crisis de octubre
La nada marxista Jeannette vonWolfersdorff, economista alemana radicada en Chile, ex directora de la Bolsa de Comercio de Santiago y directora ejecutiva del Observatorio Fiscal, habló en una entrevista con El Mercurio en noviembre del año pasado, de la “desigualdad de patrimonio y la injusticia” que existe en el país, del desequilibrio entre capital y trabajo. Lo dijo en medio de la crisis social y política que comenzó el 18 de octubre pasado. Esa desigualdad, advirtió Von Wolfersdorff, promete agravarse debido al desarrollo de la inteligencia artificial y la consiguiente automatización del trabajo. “MacKinsey —recordó— hizo el análisis de que la mitad del empleo en Chile es parcial o totalmente automatizable. La mitad. El 40% en el sector público. ¿Qué significa? Que no basta con hablar de sueldo mínimo, sino que vamos a tener un desbalance muy importante que hay que tomar muy en serio, entre personas que no tienen capital y las que sí lo tienen”.
Según el Diccionario de la Lengua Española, libre también de la sospecha de marxismo, proletario es aquel “trabajador que no posee medios de producción y que obtiene su salario de la venta del propio trabajo”. De izquierda a derecha, hay quienes dicen, con un tono condenatorio, que las llamadas reivindicaciones culturales (que en realidad son políticas) a favor de la igualdad de derechos para mujeres, minorías sexuales, afrodescendientes, nativos americanos y otros grupos, dejaron de lado eso que alguna vez se llamó pueblo: el proletariado o la clase obrera. O, si se prefiere, que las reivindicaciones culturales, refugio de una izquierda que no tenía alternativa económica al capitalismo, hicieron de lo que era una lucha universal un montón de luchas particulares.
Supongamos que eso es cierto (no lo es, pero supongamos que sí), si el proletariado, la clase que vive de la venta de su trabajo, cuya única propiedad es su trabajo, si esa clase ya venía trastabillando desde la segunda mitad del siglo XX, ¿qué será de ella, de nosotros, cuando el trabajo lo hagan robots, cuando los capitalistas sean también dueños del trabajo y no nos necesiten?
Nos necesitarán todavía, puede responder alguien, como consumidores. Pero sin trabajo, y entonces sin dinero, ¿hay consumidores? Y sin consumidores, solo por seguir preguntando, ¿hay capitalistas?, ¿puede haber capitalismo?
Quizás esas preguntas rondan las cabezas de megacapitalistas como Mark Zuckerberg y Elon Musk, dueños, respectivamente, de Facebook y Tesla. Y por eso promueven la creación de una renta básica universal, o sea a todo evento, independiente de que se trabaje o no. Ellos lo plantean como un tema de justicia, frente a la mentada automatización del trabajo; nosotros podríamos pensarlo como la manera de mantener el consumo y entonces el capitalismo, una suerte de costo mínimo para seguir desarrollando, conduciendo y capitalizando sin regulación alguna las nuevas tecnologías (y en particular nuestros datos personales, de los que se apropian gratis, sin pagarnos por esa forma contemporánea e inconsciente de trabajo que es el uso de aplicaciones y redes sociales).
Imagen de la película Lazzaro feliz (2018), de Alice Rohrwacher.
Pisar el acelerador
Damnation, una serie de Netflix que transcurre en Estados Unidos a inicios de los años 30 del siglo pasado, durante la gran depresión que siguió al crack de 1929, muestra violentos enfrentamientos entre campesinos o granjeros de un lado, y banqueros y empresarios del otro, en Iowa. El origen del conflicto es la fijación arbitrariamente baja del precio que los comerciantes del pueblo hacen de la leche, la manteca y otros productos, a incitación de un banquero, para que así los campesinos no puedan pagar sus deudas. Estos inician una huelga para desabastecer la ciudad. En uno de los capítulos de la serie, el banquero se reúne con un hombre: “¿Por qué queremos llevar a la ruina a estos granjeros?”, le pregunta el banquero. “A pesar de los rumores –responde este hombre misterioso– no estamos en una depresión. A decir verdad, nuestra especie disfruta de un gran salto evolutivo”. “¿Sí?”, duda el banquero.
El hombre, una suerte de conspirador de la burguesía, filosofa: “Hasta ahora, ha sido un secreto a voces que las sucias masas rurales son una lamentable necesidad para una sociedad civilizada. Necesitamos esas manos sucias para que cosechen, trabajen las minas y peleen en guerras. ¿Quién más haría eso? ¿Nosotros? Pero muy pronto las tareas sucias y rudimentarias que las masas rurales hacen por nosotros serán realizadas de manera confiable, efectiva e higiénica, por máquinas. Ya no estamos en el siglo XIX”.
La automatización es una promesa (o condena) que nació con la revolución industrial: las “bestias” humanas, las “sucias masas” perderán el trabajo. O, visto con optimismo, nos liberaremos de esa condena. Ya no estamos en el siglo XIX, tampoco en el XX; no es el tiempo de Lazzaro ni de Damnation. Estamos en el XXI, comenzando la tercera década, y la promesa se renueva: para bien o para mal, las máquinas nos van a reemplazar.
El comunismo es la promesa de un mundo sin trabajo, de una sociedad de propietarios; propiedad colectiva en vez de propiedad privada. O si se prefiere, de un mundo en el que la subsistencia no depende del trabajo y, entonces, un mundo en el que no estamos entregados al arbitrio de quien compra o se apropia del trabajo, a la voluntad del capitalista. Así se refieren Marx y Engels al paraíso en el Manifiesto comunista: “En la sociedad burguesa, el trabajo vivo del hombre no es más que un medio de incrementar el trabajo acumulado. En la sociedad comunista, el trabajo acumulado será, por el contrario, un simple medio para dilatar, fomentar y enriquecer la vida del obrero. (…) Y a la vieja sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, la sustituirá una asociación en que el libre desarrollo de cada uno condicione el libre desarrollo de todos”.
O sea, el trabajo como medio, no como fin. Como un momento de nuestras vidas, de nuestro día, para dejar el resto –digamos la tarde– para el libre desarrollo de todos, para el ocio (esta misma idea fue retomada por Keynes en Las posibilidades económicas de nuestros nietos).
¿Será que la inteligencia artificial y la automatización –el supuesto fin del trabajo– nos arrojen no al infierno del desempleo, sino al paraíso del libre desarrollo? ¿A una sociedad, no auguremos que comunista, pero al menos poscapitalista?
Pero sin trabajo, y entonces sin dinero, ¿hay consumidores? Y sin consumidores, solo por seguir preguntando, ¿hay capitalistas?, ¿puede haber capitalismo?
Así lo creen Nick Srnicek y Alex Williams, autores del Manifiesto aceleracionista y de Inventar el futuro.Poscapitalismo y un mundo sin trabajo. Los autores plantean que, frente al fracaso social del neoliberalismo, al que la izquierda ha sido incapaz de hacer frente con una alternativa, hay que politizar las nuevas tecnologías –la inteligencia artificial, el procesamiento de datos– y acelerar su desarrollo teniendo como horizonte una alternativa económica y social al capitalismo; en otras palabras: acelerar el desarrollo tecnológico para abrir un futuro. De hecho, Srnicek y Williams respaldan la automatización y la creación de una renta universal básica, en tanto permita liberar el trabajo (a los trabajadores) de su sujeción al capital; más o menos lo que soñaban Marx y Engels.
Mientras dejamos de ser o llegamos a ser proletarios (cómo saberlo), dicen que en Chile, a partir del estallido, volvió la política. Que se rompió la inercia neoliberal. Tal vez sea un momento Lázaro, del que son parte desde quienes van a los consultorios en la madrugada a hacer vida social, hasta esos “socios” de plataformas digitales que pedalean de un lado a otro llevando comida, pasando por quienes van en micros y carros de metro tan integradores como apiñadores, o en autos, aquellos que han accedido al consumo, a bienes y servicios, al crédito, por primera vez a la universidad; todos ellos citadinos, de algún modo modernos (o algo así). Autónomos y precarios a un tiempo. Libres y atrapados. Iguales y discriminados.
Cuando Dios o los dioses nos expulsaron del paraíso –por comer el fruto del árbol del conocimiento, por enterarnos del bien y del mal–, nos condenaron a trabajar. Lazzaro, en la película de Alice Rohrwacher, es feliz trabajando: ¿su paraíso es la ignorancia, el trabajo abnegado, inconsciente? Sin embargo, ¿por qué suponer que él o solo él es el inconsciente?
Las almas de los que mueren, cuenta Platón, olvidan antes de reencarnar. Y liberarse, conocer, es ir recordando.
“Desatadle, y dejadle ir”, dijo Jesús tras resucitar a Lázaro.
¿De eso hablamos cuando hablamos de automatización y poscapitalismo? ¿De otra vida?
¿De eso hablamos cuando hablamos de que Chile despertó? ¿Queremos decir que Chile resucitó? ¿Que, como escribió Kathya Araujo en el número ocho de esta revista, Chile se está reconfigurando, no hoy, sino hace décadas?
¿Está ocurriendo o tal vez ya ocurrió eso que Nietzsche llama una “transfiguración de todos los valores”? ¿El paso de una primera naturaleza a una segunda naturaleza, que luego será también una primera naturaleza?
Al parecer sí. Imaginemos que sí. ¿Y después qué? ¿Recordar u olvidar? ¿O las dos cosas? ¿La felicidad, el paraíso? Quizás el paraíso fue y será. Y ahora… ahora no sabemos; salvo, claro, que el asunto (la tragedia, la farsa) sigue siendo el capital y el trabajo.
Quizá vivamos distraídos por una ilusión. Creemos que somos más autónomos que nuestros padres, y que ellos lo son respecto de nuestros abuelos. Suponemos que gozamos de nuevos márgenes de libertad, hasta el punto de poder forjarnos a voluntad, con independencia de las fuerzas que provienen del pasado y de las presiones del entorno. El sentido común dice que el individualismo como indeterminación tiene todo a su favor. Sería la época dorada del laissez-faire ético. Disfrutaríamos de licencias inauditas para elegir entre una amplia variedad de estilos de vida y puntos de vista.
Tengo mis dudas con esta variante del optimismo ilustrado. Resulta engañoso por exagerado. Hoy, ¿qué tan fácil es reivindicar los atributos del individualismo? ¿Qué tan fácil emprender el camino solitario de la excentricidad? ¿Tenemos forma de abandonar la manada y salir ilesos?
Tras esas apariencias de diversidad, cada vez se impone de manera más autoritaria el evangelio del nuevo puritano, alias progresista beato. Este se instala en el domicilio político de la izquierda, aunque no le hace honor a su tradición de pensamiento crítico. Pontifica desde el púlpito reservado a los justos. Cuida que nadie se salga de la línea. Tiene seguridades a prueba de fuego. Considera las reservas del escepticismo, ese atributo de la vida civilizada, como un torcido subterfugio conservador. ¿Sentido del humor? Poquito. ¿Humor negro? Ninguno. ¿Moralina? Por montones. Hasta la ironía le parece ofensiva. Tiene la piel fina. Se escandaliza por todo y lo manifiesta con histrionismo. Posee la convicción del cruzado y una disposición narrativa que nunca abandona el esquema que divide al mundo en héroes y villanos. Patrulla el lenguaje a la caza de palabras ofensivas que aísla como factores patógenos, y en su reemplazo pone en circulación otro vocabulario, cuyos términos funcionan como señales de identidad y salvoconductos para ingresar al club de las almas bellas.
El nuevo puritano repudia a los intolerantes y sin embargo no soporta a los disidentes. Usa las redes sociales como mecanismo de intimidación. A la hora de ajusticiar a los culpables, es despiadado, incluso sádico. Con frecuencia, y a veces sin mediar más que un descuido, estalla la reacción en cadena que sacrifica al canalla de turno. Ambiciona el poder para imponer la unanimidad en la plaza pública y expandir la jurisdicción de sus principios. Juzga el pasado con la vara de los ideales actuales, y por lo mismo reparte condenas a diestra y siniestra. En su disección de la cultura, en vez del escalpelo de la crítica, utiliza el machete del resentimiento. Adhiere al progreso moral de la humanidad como ley histórica, con una candidez similar a la de quienes combaten el insomnio con grabaciones del oleaje marino. El nuevo puritano se jura emisario de un futuro mejor en misión de servicio en un presente lleno de costumbres retrógradas. Día a día aumenta el catastro de las víctimas que merecen su compasión o, para ser más preciso, un tipo de sentimentalismo compatible con un corazón de piedra. El nuevo puritano se identifica con la víctima porque en nombre de esa condición adquiere el derecho a convertirse en victimario. La fuerza de su mesianismo es indisociable del protagonismo contemporáneo de la víctima como figura ética, política y mediática. Vivimos en la época de la “aristocracia del dolor, de la meritocracia de la mala suerte”, dice el italiano Daniele Giglioli. “La víctima es el héroe de nuestro tiempo. Ser víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta reconocimiento (…). Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de toda duda razonable”. El guardián de la virtud usa como estimulante la tendencia al victimismo y los rituales colectivos de autoconmiseración.
El nuevo puritano puede trapear el suelo con su adversario, sin pagar ningún costo. De ahí viene su gusto por la funa o la agresión en patota como rito de expiación express y marcaje denigratorio. En su descargo, hay que decir que a cada hora aumentan los motivos para indignarse y ya nadie se atreve a poner las manos al fuego ni por los lactantes.
Tal vez equivocadamente, cree estar produciendo un cambio radical en cómo pensamos, sentimos y vivimos. Orgulloso de esto, ignora que encarna una paradoja: aboga por la tolerancia y el respeto a la diferencia como normas sacrosantas de la vida moderna, al mismo tiempo que se abandera con la uniformidad como práctica. El mundo parece devolverle su imagen como quien se mira en un espejo sin fisuras. Se engaña, al menos en parte. Con el ejercicio de su policía edificante, promueve la duplicidad, la hipocresía y el conformismo, no el asentimiento voluntario a sus creencias. Vociferando, silencia sin convencer necesariamente. Al nuevo puritano no le interesa persuadir con razones o trabar diálogos sin censura, desperdiciando así la oportunidad de acercarse, por medio de esas interacciones, a posiciones más depuradas. Prefiere sacar de circulación las opiniones discordantes. Intenta pastorear a chicotazos a los indómitos, pretendiéndose dueño de la verdad. Actualiza el lema “la letra con sangre entra” y, al final del día, sobreestima el alcance de su influencia.
Por eso el crítico razonado del nuevo puritano debe cuidar cada una de sus palabras, a sabiendas de que pisa un campo minado en el que cualquier error le estallará en la cara. Del otro lado, ocurre justo lo contrario: el nuevo puritano puede trapear el suelo con su adversario, sin pagar ningún costo. Las ofensas le parecen una muestra de fervor justiciero; las acusaciones, incluso las lanzadas al voleo, una acreditación instantánea de culpabilidad. De ahí viene su gusto por la funa o la agresión en patota como rito de expiación express y marcaje denigratorio. En descargo del nuevo puritano, hay que decir que a cada hora aumentan los motivos para indignarse y ya nadie se atreve a poner las manos al fuego ni por los lactantes. Nadie con dos dedos de frente dice que los principios que defiende sean una barbaridad. O que los valores y las costumbres del pasado hayan protagonizado, invariablemente, un cuento de hadas que debiésemos enseñarles a los niños. Hay mucho que tirar a la basura. El tema es hacerlo sin generar más material tóxico ni arrollar a los diferentes sin medir las consecuencias. Nunca deberíamos renunciar a interrogar las propias certezas; tampoco dejar de cuestionar los medios que usamos para propagarlas.
Hace rato que estas cuestiones me han convencido de lo siguiente: quizá no hay texto filosófico más pertinente al momento actual que De la libertad, el ensayo escrito por John Stuart Mill en 1859. Al inglés le urgía fijar las relaciones adecuadas, desde una perspectiva liberal, entre la sociedad y el individuo. Tempranamente comprendió que la opresión política no era la única amenaza a la soberanía individual, que también debíamos cuidarnos de la “tiranía de la mayoría”, que no aguanta que la contradigan y suele infiltrarse como un virus en las conciencias. Si no se discuten los artículos de fe de la opinión pública, afirmaba Mill, corren el riesgo de figurar como dogmas muertos, y no como verdades vivas. Solemos olvidarlo, pero tal vez sea hora de recordar el lado odioso del ideal democrático en versión foro digital: darle la palabra a todo el mundo no conduce necesariamente a la expresión de voces de tono liberal, de vocación tolerante. En estas circunstancias, conviene reivindicar el valor del pluralismo, y la resistencia del excéntrico al espíritu gregario y a los consensos opresivos. Yo al menos sigo creyendo que la contradicción opera como el carburante que mantiene en funcionamiento una mente inquieta. La cantidad de opiniones y creencias que han devenido absurdas con el paso del tiempo debiese ser un recordatorio del carácter tentativo de nuestras convicciones. La historia de la emancipación de la herencia asfixiante del pasado, siempre ha supuesto el rechazo a los condicionamientos morales que nos obligan a prejuzgar y asentir por anticipado.
La historia de cómo la cultura del hip hop se movilizó desde los márgenes de la sociedad estadounidense al centro de la cultura global no es sencilla y no puede ser separada de la resistencia y la lucha política de un pueblo que ha sido esclavizado, segregado y excluido mediante políticas sistémicas de los derechos consagrados en la Constitución de su propio país. Se nos ha enseñado que en 1865, con el fin de la Guerra de Secesión y la ratificación de la decimotercera enmienda a la Constitución, EE.UU. acabó con la esclavitud, esa aberración que Herman Melville en 1849 llamó “una mancha sucia como un charco en un cráter en medio del infierno”.
Pero sucede que el fin de la Guerra Civil, la decimotercera enmienday la promesa de 16 hectáreas y una mula para cada familia de esclavos liberados se vieron frustradas cuando las tropas de la Unión se retiraron del sur y los estados vencidos comenzaron a promulgar las leyes Jim Crow, una serie de medidas que institucionalizaron la segregación y múltiples desventajas económicas, educacionales y sociales para los afroestadounidenses que vivían en el sur. Fue recién en 1954, 89 años después de la abolición de la esclavitud, que la Corte Suprema de los Estados Unidos ratificó la inconstitucionalidad de la segregación en las escuelas públicas, decisión que tuvo como consecuencia principal la derogación en 1964 del aparato legal segregacionista llamado Jim Crow.
La entrada en vigor de la Ley de Derechos Civiles de 1964 fue lenta y ante el nuevo escenario legal, el racismo estructuralasumió formas más sofisticadas, como por ejemplo, las políticas de segregación habitacional y la desproporcionada criminalización de jóvenes negros que trajo consigo la campaña War on Drugs, lanzada por Ronald Reagan en 1982. Esta política coincidió con la llegada del crack a los guetos y se tradujo en miles de sentencias de cárcel, junto conla creación del negocio de las cárceles privadas en 1984.
Con todo, el pueblo afroestadounidense ha dado una lección de dignidad y resistencia al mundo, mientras creaba uno de los corpus artísticos más apasionantes de toda la historia. Es similar a lo que dice Martin Luther King en un discurso de 1955: “Cuando los libros de historia sean escritos por futuras generaciones, los historiadores deberán hacer una pausa y decir: existió un gran pueblo, un pueblo negro, que inyectó nuevo significado y dignidad a las venas de la civilización”.
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El hip hop es una expresión musical surgida en fiestas comunitarias del Bronx a fines de los años 70, eso es un hecho, pero también una afirmación que anula los procesos y formas artísticas previas que lo hicieron posible. Para hablar de música negra en los EE.UU. tenemos que hablar de cómo se prohibió el uso de tambores a los esclavos africanos por temor a prácticas paganas que incitaran a la rebelión y cómo esta norma condujo a la codificación de las expresiones de resistencia.
Esta prohibición, por ejemplo, no existió en Cuba y determinó la forma en que evolucionó toda la música caribeña. Por esta razón, en las plantaciones de algodón, la música existió bajo dos formas musicales vocales, fieldhollers y spirituals, cantos de trabajo y cantos devocionales resultantes del roce de las religiones y culturas de esclavos y propietarios. Se podría pensar que los spirituals inspirados en episodios bíblicos son una señal de victoria en la dominación de los esclavos africanos y su conversión al cristianismo, si en ellos no existiera un espíritu de resistencia y apropiación. Sucede que la mayoría fueron compuestos pensando en el libro del Éxodo, donde Moisés libera a los esclavos judíos de las cadenas del faraón (“Go Down Moses”) o en el cruce del río Jordán (“Michael RowtheBoatAshore”) entendido como un renacimiento, es decir, como el paso de la esclavitud a la libertad. Los spirituals deben ser entendidos como una expresión donde se participa de la liturgia cristiana al mismo tiempo que se comparte la esperanza de la libertad y se condena a los propietarios igualándolos a los enemigos del pueblo elegido por Dios.
No pretendo contar la historia del hip hop desde el siglo XIX en adelante. Lo que deseo es señalar que la música afroestadounidense siempre ha estado unida a la resistencia y la denuncia, y que lo que hoy identificamos como hip hop, la imagen de alguien rimando sobre un beat y la cultura asociada a ella, no surgió de la nada en 1979 con los discos de The Sugarhill Gang, Kurtis Blow y The Treacherous Three. Tampoco en 1973, cuando DJ Kool Herc animaba fiestas en el sur del Bronx. Esa figura donde confluyen rap, swag y realness ya es reconocible a fines de los años 20 en grabaciones de Blind Willie Johnson y The Memphis Jug Band, continúa en la tradición del talkin’ blues y muestra su vitalidad en los años 60 en discos de Muhammad Ali, Pigmeat Markham, Amiri Baraka, The Last Poets y Gil Scott-Heron. Por lo tanto, lo que ocurre en 1979 es la cristalización de un producto que podía ser grabado y vendido, algo que pioneros del hip hop como Afrika Bambaataa ni siquiera imaginaron hasta que Sylvia Robinson creó Sugar Hill Records y puso en el mercado “Rapper’s Delight” de Sugar Hill Gang.
Questlove, líder de The Roots, tenía ocho años cuando escuchó el estreno radial de “Rapper’s Delight”: “Estaba en mi casa con mi hermana y los dos nos quedamos mirando la radio durante toda la canción, fue nuestro equivalente a la La guerra de los mundos. Todos los niños negros de Filadelfia que estabanescuchando radio ese día cuentan la misma historia”.
Poco después, en Brooklyn, un Jay-Z de 10 años tuvo la siguiente experiencia iniciática: “Mis padres veían Soul Train todos los sábados después de bañarnos. Entonces el día que Annie, mi hermana mayor, y yo vimos a Don Cornelius presentar a Sugar Hill Gang, nos quedamos parados con la boca abierta en medio del living”. No demasiado lejos, en Staten Island, en lo que podríamos considerar los albores del Wu-Tang Clan, el niño de 11 años que se convertiría en RZA vivía su propia iniciación: “Odiaba la escuela y esperaba los fines de semana para juntarme con mi primo Gary, el futuro GZA, y mi primo Russell, que se convertiría en Ol’ Dirty Bastard. ‘Rapper’s Delight’ de Sugar Hill Gang había salido un año antes y nos mostró que se podía hacer un disco con rimas, así que ese año escribí 20 canciones que cantaba encima de los discos de R&B de mi mamá”.
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Platón, en el libro IV de La República, advierte sobre la aparición de nuevos modos de canto que pondrían en peligro al Estado: “Porque los modos musicales no son cambiados nunca sin remover las más importantes leyes que rigen el Estado, tal como dice Damón, y yo estoy convencido”. Entonces, para Platón, un nuevo modo musical o una nueva forma poética, implicarían la corrupción de los más jóvenes y un daño irremediable al futuro de la República. Algo en lo que Geraldo Rivera parecía coincidir el 2015, cuando dijo que “en los últimos años el hip hop le ha hecho más daño a los jóvenes afroestadounidenses que el racismo”.
Geraldo Rivera dijo esto después de ver a Kendrick Lamar en la ceremonia de los premios BET, parado en el techo de un auto de la policía, cantando “Alright”, cuarto single de su disco To Pimp a Butterfly (2015) y una canción que sin que su autor lo pretendiera se convirtió en un himno del movimiento Black Lives Matter, tal como “We Shall Overcome” lo fue del movimiento por los derechos civiles.
En ese momento, Lamar respondió que la realidad de los EE.UU. era el problema y no el hip hop. Pero su verdadera respuesta llegó cuando sampleó las declaraciones de Rivera y las usó en “BLOOD.”, “DNA.” y “YAH.”, las tres primeras pistas de su disco DAMN. (2017), el mismo que le valió el premio Pulitzer el 2018 por crear “una virtuosa colección de canciones unificadas por su autenticidad vernácula y dinamismo rítmico en emotivas viñetas que capturan la complejidad de la vida afroestadounidense moderna”. Lo cierto es que el jurado del premio Pulitzer pudo aducir esas mismas razones para premiar a Lamar por To Pimp a Butterfly, su disco anterior, o a Beyoncé por Lemonade (2016). Esos tres discos comparten una enorme concentración lírica y discursiva, además de un número de voces y referencias históricas, personales y literarias pocas veces vista.
Con estos discos Kendrick Lamar y Beyoncé afirman que un disco o un verso pueden ser una tesis sobre la historia, trascienden el lugar común del álbum conceptual y la ópera rock, para reemplazarlo por la ambición de crear una gesamtkunstwerk, una obra de arte total en el sentido usado por Wagner. No exagero. Echando mano a la primera persona, estos discos hacen retumbar el tambor de la historia, elevando lo que fuera una forma de arte improvisacional y convirtiéndola enuna de las formas artísticas más relevantes en lo que va corrido del siglo XXI, dando cuenta de un momento histórico en que los afroestadounidenses no son plenamente parte de la sociedad pero son celebrados por la cultura, donde vieron la elección de un presidente negro al mismo tiempo que se acumulaban las grabaciones de asesinatos racistas cometidos por la policía.
El primer álbum de Kendrick Lamar, Section.80 (2011), apareció a dos años de la elección de Barack Obama y consiste en narrativas breves sobre la generación nacida durante la presidencia de Ronald Reagan, a quienes llama crack babies, niños de hogares destruidos por el crack y medicados contra el déficit atencional. Un año después lanzó Good Kid, M.A.A.d City (2014), un álbum excepcional que subraya su intención narrativa con la bajada: “A short film by Kendrick Lamar”. Este short film nos presenta a K.Dot, un Kendrick adolescente que intenta superar la influencia de sus amigos, los códigos del barrio y también la culpa de sobrevivir a la violencia callejera; todo expuesto en “Sing About Me, I’m Dying of Thirst”, canción que desemboca en un bautismo callejero donde la poeta Maya Angelou inicia a los sobrevivientes en una nueva vida.
Beyoncé en el video de “Formation”.
El quinto álbum de estudio de Beyoncé fue el primero en que ejerció completo control creativo, lo que explica su título, BEYONCÉ (2014), una decisión fundacional por donde se mire. BEYONCÉ es un álbum visual compuesto por 14 canciones y 17 cortometrajes que abordan la sexualidad femenina en una relación monógama y la búsqueda de la libertad creativa. En este álbum Beyoncé ofrece variadas texturas sonoras, los beats de trap y la presencia dominante de bajo y sintetizadores nos llevan a experiencias sónicas alejadas del pop convencional, mientras se dedica a la exploración de lo autobiográfico y la desmesura sensual. Y, si bien Beyoncé ya era una portavoz del feminismo, este disco incluye “Flawless”, un himno en tres partes que samplea a la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie diciendo: “Les enseñamos a las niñas que no pueden ser seres sexuales como los niños” y “Feminista: una persona que cree en la igualdad social, política y económica de los sexos”.
Tanto Good Kid, M.A.A.d City como BEYONCÉ son intentos de construir obras mayores dentro de la música pop, de ofrecer experiencias trascendentales gatilladas por la revisión de una experiencia personal y la transformación de aquello “demasiado particular” en universal. En sus dos álbumes siguientes estos dos artistas fueron más lejos que Kanye West, en el que hasta ese momento era el álbum más importante del siglo, My Beautiful Dark Twisted Fantasy (2010), concentrando en ellos la experiencia afroestadounidense, su historia personal y colectiva, además de cargarlos de guiños sobre hacia dónde se dirige el mundo.
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En marzo de 2015 Kendrick Lamar lanzó To Pimp a Butterfly, un álbum comparable a What’s Going On (1971), de Marvin Gaye, por su conexión al momento político, un puzzle de un millón de piezas celebrado como obra maestra desde el primer día. Su título original era Tu Pimp a Caterpillar, un acrónimo en homenaje a 2PAC, pero la transformación en la narrativa del álbum hizo necesario cambiar la oruga por una mariposa.
El disco abre con un sample de la canción “Every N*gger Is a Star”, de Boris Gardner, que manifiesta la voluntad de Kendrick de dirigirse a su comunidad al tiempo que retoma la focalización extrema de Good Kid, M.A.A.d City. Es decir, aquí Kendrick aborda al colectivo desde lo personal, en este caso, desde su experiencia con el síndrome de estrés postraumático y la culpa de estar vivo después de perder tantos amigos en Compton, producto de “real n*gga conditions”.
En términos sonoros To Pimp a Butterfly se aleja de la producción más convencional de Good Kid, M.A.A.d City, basada en beats y samples, privilegiando texturas de jazz y hip hop que parecen contar la historia de la música afroestadounidense a través de sonoridades africanas e influencias más notorias, como Miles Davis, James Brown, Parliament-Funkadelic y hip hop de la costa oeste.
Estructuralmente, To Pimp a Butterfly consiste en 16 pistas, la mayoría prologadas por fragmentos de un poema leído por Kendrick, versos que nos introducen a una especie de liturgia con espejo, un espacio donde todo halla su doble. Es la historia de una búsqueda de sentido en medio del éxito y la culpa, del descubrimiento de un mensaje de aceptación, respeto y unión en las palabras de un mendigo en una bencinera sudafricana, y del regreso a casa con el deseo de trabajar por su comunidad y no por beneficio propio.
En la última pista, “Mortal Man”, escuchamos el poema que hasta ahora habíamos escuchado como prólogo a cada canción, descubrimos que se lo estaba leyendo a alguien y que ese alguien no es otro que Tupac Shakur, vuelto a la vida gracias al audio de una vieja entrevista. En el momento que reconocemos la voz de Tupac profetizando un baño de sangre si el racismo no retrocede, el círculo se cierra, vemos a la oruga de Compton convertirse en mariposa negra y al rapero transmutarse en poeta frente a su doble.
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El hip hop es una cultura que abarca MCs, DJs, grafiti, baile, moda y lenguaje. En Lemonade Beyoncé explora todos estos aspectos y los reúne en una obra sonora y visual llena de resonancias históricas y literarias, un álbum que se aleja del pop mientras explora el bluescon algo decountry y el góspelcon notas funk.
El título de este disco nace de la expresión “Si la vida te da limones, haz limonada”, y refiere a las infidelidades de su marido y las experiencias de generaciones de mujeres afroestadounidenses, retratadas en un sampler de Malcolm X diciendo: “La persona menos respetada en los Estados Unidos es la mujer negra”. Así, Lemonade expande el foco desde la infidelidad a la experiencia de todas las mujeres de su familia y, desde ellas, a la totalidad de las mujeres negras en EE.UU., experiencias resumidas en los efectos históricos de la esclavitud en las parejas de raza negra y las consecuencias para sus familias.
Lemonade se divide en 11partes con títulos como “Intuition” y “Redemption” y en el centro la canción “Sorry”, en cuyo video la tenista Serena Williams baila junto a Beyoncé en la mansión de una antigua plantación sureña. La presencia de Serena Williams en esa plantación es una referencia al libro Citizen: An American Lyric (2014), de la poeta Claudia Rankine, donde explora la figura de Williams como una mujer negra perseguida por las instituciones del tenis, afirmando que puedes ser la mejor del mundo pero no vas a dejar de ser tratada como esclava.
Beyoncé invitó a la poeta Warsan Shire a escribir los textos que introducen cada capítulo de su álbum, a la vez que alude a obras de Toni Morrison, Octavia Butler, Alice Walker; y a directoras como Julie Dash y su película Daughters Of The Dust (1991), usando escenarios similares e insistiendo en la idea de una genealogía de dolor y pérdida, reafirmada en el último capítulo por la presencia de las madres de cuatro hombres negros asesinados por la policía de los EE.UU.
Con Lemonade, Beyoncé nos ofrece una receta para la supervivenciatransmitida a través de generaciones que compartieron su género y raza, particularmente a través de prácticas estéticas y religiosas de la diáspora africana. Al contemplar el pasado, Beyoncé no solo enfrenta el legado de la esclavitud, lo quiebra siguiendo el ejemplo de las mujeres que la preceden y nos confía una hoja de ruta para romper maldiciones generacionales.
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En la tradición de la música afroestadounidense hay brillantes álbumes políticos, desde Freedom Suite (1958) de Sonny Rollins a Fear of a Black Planet (1990) de Public Enemy, pero ninguno con la ambición y concentración de sentido que observamos en To Pimp a Butterfly y Lemonade, dos hitos que elevaron el estándar para toda la industria musical. Estamos ante dos álbumes que convierten la historia de la opresión y la resistencia política en experiencias litúrgicas, en obras de arte total.
Cuando el coronavirus empezó a entrar en nuestras vidas, pero antes de que lasdefinierapor completo, los correos electrónicos de todo el mundo incluían la alegre frase “¡Tiempos locos!”. Los mensajes de amigos aquí en Los Angelessolían favorecer algo de origen local, cortesía de Jim Morrison y TheDoors: “StrangeDays”.
Días extraños, en efecto, mientras esperábamos el resultado del test de mi esposa, con la esperanza de que fuera positivo. ¿Hay acaso otra enfermedad para la que se espere tanto un resultado positivo? Incapaz de hacer otra cosa que no fuera estar en la cama, mi mujer experimentó síntomas severos según cualquier estándar habitual, aunque amparados por la nueva y mejorada métrica de enfermedad introducida por el virus. Nos hicimos el test una semana después de que se enfermara. Parte de esa semana la habíamos pasado armando nuestra propia forma especulativa y altamente ineficaz de rastreo de contactos, tratando de averiguar cómo y de quién podría haber contraído el virus. A medida que el tiempo pasaba y su estado no empeoraba de manera significativa, nos volvimos más y más optimistas acerca de un resultado positivo. Hasta que cayó enferma de repente, tarde un viernes por la noche, habíamos dormido acurrucados como de costumbre, así que era de suponer que yo había estado expuesto. En un giro clásico de la trama, también existía la posibilidad de un crimeninterno. ¿Se había contagiado el virus de la misma persona que la estaba ayudando en la investigación, es decir, yo? El lunes antes de que se enfermara, habíamos cancelado una comida con los vecinos porque yo tenía un dolor de cabeza raro y estaba seguro de que me iba a despertar por la mañana con una coronitis total. Al día siguiente me sentí bien, pero ahora nos preguntábamos si ese leve latido,que probablemente noera nada,podría haber sido el virus colándose en nuestra puerta.
No he tomado desde el 18 de marzo, el período más largo en el que no he bebido desde que cumplí 17, hace 45 años atrás, cuando decidí dedicar el resto de mi vida a tomar cerveza. Quedarme en la casa, en ese entonces, al final de mi adolescencia y en mis 20 y 30 años, y si somos honestos, en mis 40 y gran parte de mis 50, era nada menos que una tortura, en parte por lo que me podía haber estado perdiendo. La gente joven puede al menos encontrar consueloen el hecho de que no se están perdiendo de nada.
Todo esto, por supuesto, es la suertecon la que todos sueñan: un caso asintomático (el de él) o uno “leve” (el de ella). Véamoslo al revés. Hazte la prueba de anticuerpos y vuelve con un certificado de buena salud a lo que queda de este mundo. Por eso fue una mierda cuando el resultado dio negativo. Volvimos al punto de partida (o, si tal cosa fueraposible, al pre-punto de partida). Mi esposa seguía enferma, así que mantuvimos una política de cuarentena mutua en un departamento donde es casi imposible cualquier tipo de separación. Y mientras creía que estaba más allá del punto en el que me podía enfermar, ahora estaba de vuelta, a tiempo completo, en el reino del terror diario. No por primera vez durante el brote, y casi seguro que no por última, parecía que estábamos viviendo esosversos de John Ashbery: “La crisis acaba de pasar. / Uh oh, aquí viene de nuevo, / buscando a alguien a quien culpar, tú, yo… ”.
No es de extrañar que no hayamos creído en el resultado. Habíamos oído hablar de los falsos negativos, habíamos leído que las pruebas orales del tipo que ella se había auto-administrado eran menos fiables que aquellas en las que alguien más te mete un hisopo por la nariz, a medio camino del cerebro. Así que nos convencimos de que sí tenía el bicho. Parte de la explicación de esto, después de unos 19 días, era que esa posibilidad era preferible a que estuviera enferma de otra cosa. Nos habíamos reído a costa de un amigo que había sido tan estúpido como para cortarse el dedo mientras podaba los arbustos en su jardín en Oakland y tuvo que hacerse coser la herida. ¡Terminar en urgencias justo en estos momentos! Mi esposa habló con un médico que confirmó la posibilidad de que la prueba no fuera concluyente. Luego hablé con un amigo cuyos síntomas coincidían exactamente con los de ella (en un sentido aproximado), pero que había dado positivo. Eso lo confirmó. Ahora teníamos pruebas que corroboraban que el resultado era erróneo. Y luego, muy lentamente, empezó a mejorar.Mientras tanto, los falsos negativos estaban en proceso de ser reemplazados por los falsos positivos. El encierro, por ejemplo, significaba que había más tiempo para leer. Excepto que en realidad hay menos tiempo para leer que nunca, en parte porque uno pasa gran parte del día monitoreando las noticias (a pesar de los continuos intentos por reducir el hábito) y lidiando con el cada vez más cansador flujo de videos divertidos de YouTube, muchos protagonizados por perros, la mayoría de los que ahora borro sin ver. Sin embargo, al menos estoy en una edad en la que mi deseo más profundo es no salir todas las noches a socializar, a festejar, a dar vueltas, a tomar alcohol. No he tomado desde el 18 de marzo, el período más largo en el que no he bebido desde que cumplí 17, hace 45 años atrás, cuando decidí dedicar el resto de mi vida a tomar cerveza. Quedarme en la casa, en ese entonces, al final de mi adolescencia y en mis 20 y 30 años, y si somos honestos, en mis 40 y gran parte de mis 50, era nada menos que una tortura, en parte por lo que me podía haber estado perdiendo. La gente joven puede al menos encontrar consueloen el hecho de que no se están perdiendo de nada. Considerado en su conjunto, este montónde datos contradictorios se suma a lo que podría llamarse un negativo positivo.
Qué californiano: una tienda que vende marihuana es considerada un servicio esencial, aunque no me sorprende que el negocio vaya lento. Dada la bien documentada tendencia de la droga a inducir paranoia, se necesitarían nervios de acero para drogarse ahora.
Ahora mismo, me contento con aventurarme en mi bicicleta durante una tarde: echar un vistazo, como cantabaEl Rey Lagarto (el apodo deJim Morrison, N. de la T.), ver en qué dirección sopla el viento. En cuanto alcomercio, el viento no está soplando en absoluto. “Un viento suave sopla en la nueva dirección del Tiempo”, escribióD. H. Lawrenceen “Canción de un hombre que ha sobrevivido”. Es hora de cerrar, como se dice en los pubs ingleses, el tiempo se acabópara las sobrevaloradas tiendas de ropa y lentes de sol del boulevardAbbotKinney. Incluso MedMen (una empresa dedicada a la venta de marihuana, N. de la T.) no tiene su fila habitual de clientes haciendo cola como si fuera un club nocturno diurno. ¡Pero está abierto! Qué californiano: una tienda que vende marihuana es considerada un servicio esencial, aunque no me sorprende que el negocio vaya lento. Dada la bien documentada tendencia de la droga a inducir paranoia, se necesitarían nervios de acero para drogarse ahora.
Vaya, pero se siente tan bien estar afuera y aunque sea un poco, que estoy convencido de que si logramos, como Lawrence, sobrevivir a esto sin una enfermedad grave, sin la pérdida de seres queridos o sin una deuda desastrosa, recordaremos estos “tiempos oscuros”(que es en lo que inevitablemente se convirtieron esos “tiempos locos”) como el período más extraordinario para estar vivos. Esto es particularmente cierto para los trabajadores de la salud, que lo recordarán como su mejor momento, cuando su trabajo fue más profundamente apreciado.Esa frase de “el mejor momento” fue un accidente no accidental, ya que a menudo me encuentro pensando, cariñosamente, en Inglaterra y su Servicio Nacional de Salud. Ahora, por supuesto, siento mucha admiración por los trabajadores de la salud que aquí en Estados Unidos se dedican a salvar vidas y a cuidar a los enfermos, pero soy consciente de que están operando dentro de un sistema en el que el paciente, como Martin Amis lo expresó de manera sucinta, le “están cobrando por cada Kleenex”.
En la era del Antropoceno, cuando a través de una combinación de cambio climático, consumo imprudente y reproducción masiva hemos estado ocupados eliminando a otras especies a un ritmo sin precedentes, no es de extrañar que tengamos un vistazode cómo sería que nuestros hábitats se redujeran alas cuatro paredes de nuestros nidos amenazados;una premonición de lo que podría ser eliminarnos a nosotros mismos.
El gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, tenía razón al denunciar las guerras de ofertas que han tenido lugar entre los estados por los ventiladores y los equipos de protección personal, pero dentro de los límites morales de un sistema de atención de salud con fines de lucro, no es de extrañar que las partes relacionadas de la economía sigan funcionando según los principios sagrados del mercado. Por eso los británicos invertimos tanto orgullo y emoción en nuestro deteriorado sistema de salud (más emoción que dinero, podría agregarse). Nuestro agradecimiento es la otra cara de la aceptación tácita de que el Servicio Nacional de Salud del Reino Unido está en condiciones críticas, con el tiempo contado y con soporte vital. Esperamos que sus pacientes se recuperen y esperamos que él también lo haga. La cuestión es si nuestra actual gratitud puede convertirse en una voluntad de asegurar su recuperación y una futura salud robustaa través de una mayor inversión, incluso cuando el empobrecido depósito fiscal del Reino Unido se reduzca al tamaño de un pozo de agua del Serengueti en medio de una sequía sin precedentes. Este fue el mensaje de esperanza de la Pascua británica: que el primer ministro tory educado en Eton, Boris Johnson, saldría de su tumba en Cuidados Intensivos reencarnado en un converso al corbynismo.Es poco probable que eso ocurra, pero el COVID-19 ha dejado una cosa muy clara: como especie, nos lo merecemos. En la era del Antropoceno, cuando a través de una combinación de cambio climático, consumo imprudente y reproducción masiva hemos estado ocupados eliminando a otras especies a un ritmo sin precedentes, no es de extrañar que tengamos un vistazode cómo sería que nuestros hábitats se redujeran alas cuatro paredes de nuestros nidos amenazados;una premonición de lo que podría ser eliminarnos a nosotros mismos.
Este artículo fue publicado originalmente en The New Yorker, el 30 de abril de 2020. Se reproduce con autorización de su autor. Traducción de Virginia Moreno.
Se nos acaba el tiempo. Una manera de expresarlo es en términos del “presupuesto de carbono”: ¿cuánto CO2 es posible emitir aún a la atmósfera sin sobrepasar la barrera de 1,5º C por sobre el promedio de temperatura de la era preindustrial? El Panel Intergubernamental de Cambio Climático de la ONU (IPCC, en su sigla en inglés) estimó, a comienzos de 2018, que ese presupuesto equivalía a 420 gigatoneladas de CO2. A un ritmo de 42 GT anuales: 10 años. Ello implica que sería necesaria una inmediata y drástica disminución de las emisiones, digamos, en un 50% cada década, para lograr la carbono neutralidad a más tardar a mediados de siglo. Pero las emisiones no han disminuido: en 2019 se llegó a 43 GT. El IPCC es una institución cautelosa, que elabora sus informes sobre la base de una extensa revisión de literatura científica y decide por consenso. El presupuesto estimado, en caso de respetarse, solo nos daría un 67% de posibilidades de detener el alza de la temperatura global en 1,5º C. El IPCC apenas toma en cuenta los “puntos de no retorno”: efectos del calentamiento que generan mayor calentamiento, como el derretimiento del hielo en el verano ártico, que reemplaza nieve blanca refractante por agua oscura que absorbe el calor del sol; también como la deforestación y degradación de suelos en el Amazonas, el derretimiento del permafrost (suelo permanentemente congelado) en Siberia o la acidificación de los océanos.
ABC: Australia, Bangladesh, Canadá
Australia. Las imágenes son apocalípticas. Muchos teniendo que adentrarse en el mar para huir de las llamas, contemplando la destrucción de sus casas bajo una lluvia de cenizas ardientes, el cielo oscuro surcado de descargas eléctricas generadas por el calor de la combustión. Una superficie destruida equivalente a Irlanda, mil millones de animales muertos, 30 personas fallecidas, seis mil edificios quemados, una cuarta parte de la población afectada por inhalación de humo. Los megaincendios que han arrasado el sureste de Australia se suman a eventos similares en California, el Amazonas, el sur de Europa y Siberia. ¿La razón? Las altas temperaturas veraniegas y los más de 10 años de sequía que afectan a la zona “verde” de la isla, que en realidad equivale a un proceso de desertificación, a medida que el cambio climático expande en todo el mundo las bandas de desierto situadas a 30 grados de latitud al norte y al sur del Ecuador. Se estima que, hacia 2050, Australia ya no tendrá invierno: las estaciones serán otoño, primavera, verano y un súper verano en que las temperaturas nunca bajarán de 30 grados. ¿La reacción del gobierno? Negar cualquier vínculo con el cambio climático y anunciar la tala de bosques (para que no se quemen) e inversión en minas de carbón.
En Bangladesh, el gobierno acaba de cerrar un acuerdo con la India para importar electricidad que se generará en el estado indio de Jharkhand en plantas nuevas a carbón. Esa electricidad, además de sucia, será cara: ocho centavos de dólar el kilovatio hora, en circunstancias que la energía solar –igualmente abundante en el este de la India– cuesta por debajo de tres centavos de dólar (en Catar se acaba de adjudicar un contrato de generación fotovoltaica por 1,5 centavos de dólar). Bangladesh corre el riesgo de desaparecer durante este siglo debido al alza del nivel del mar. Ya está sufriendo una fuerte presión alimentaria a medida que la sal del mar penetra en sus tierras de cultivo. Y, sin embargo, ha decidido invertir en su propia aniquilación.
Mientras que gobiernos conservadores como el de Australia tienden al negacionismo o, en el caso de Trump, a exhibir sin pudor sus vínculos con la industria de los combustibles fósiles, regímenes liberales como el de Justin Trudeau en Canadá reconocen la gravedad de la crisis climática. Pero la aprobación reciente por parte de su gobierno de la mayor mina de arenas bituminosas (tarsands) –la mina Teck, de 290 km cuadrados– es un ejemplo flagrante de hipocresía climática. Vastas áreas en el estado de Alberta han sido arrasadas por minas de arenas bituminosas (Leonardo di Caprio, sobrevolando la zona, la comparó con Mordor), una forma de extracción no tradicional aún más contaminante que el fracking. Canadá ocupa un 0,5% de la superficie de la Tierra, pero tiene planes para arrojar un tercio del presupuesto de carbono a la atmósfera. Trudeau ha dejado claro que su país se propone extraer hasta la última gota de petróleo de sus reservas.
Australia, Bangladesh, Canadá. Sería posible multiplicar los ejemplos. Solo un par más: tanto China como la India son las naciones que están impulsando a mayor velocidad y escala la transición a las energías renovables. Pero ambas contienen también poderosos lobbies de carbón. Si los planes de expansión de la generación eléctrica a carbón actualmente existentes en ambos países se implementan durante este siglo, el planeta superará la barrera de 3º C con independencia de lo que haga el resto del mundo. Por su parte, la Unión Europea, líder climático gracias a su European Green Deal, ha aprobado la construcción de 32 nuevos proyectos de infraestructura de gas.
Morton llama ‘hiperobjetos’ a entidades de dimensiones temporales y espaciales tan vastas que desbordan nuestra capacidad de concebirlas y pensarlas. Uno de tales hiperobjetos es el cambio climático.
El presupuesto de carbono ilustra un hecho básico: es necesario cerrar por completo la industria de los combustibles fósiles en un horizonte de 10 a 15 años. Pero ningún gobierno tiene planes para enfrentar la crisis considerando la evidencia científica. El acuerdo de París, en el caso de que todos los países cumplieran los acuerdos voluntarios recogidos en él, nos sitúa en una trayectoria de 3,2º C. El cambio climático ha estado dominado durante décadas por el “síndrome de Casandra”: muchos prefieren distraerse, pensar en otra cosa. En los últimos años –ante la evidencia de que la crisis está aquí– se ha pasado del negacionismo a una extraña forma de reconocimiento sin urgencia. Sabemos que está en riesgo la presencia humana en el planeta y aun así nos dirigimos como lemmings al abismo.
El “fracaso imaginativo”
Esta es una de las claves de El planeta inhóspito (2019), del periodista David Wells-Wallace, que parece pintar el peor escenario posible respecto a lo que nos aguarda. Wells-Wallace publicó en 2017 un polémico artículo en la revista New York, “TheUninhabitableEarth”, que ahora ha extendido a un libro. Este fue acusado en su momento de alarmista, pero los eventos climáticos de los últimos años lo han ido situando en el espectro del realismo. Wells-Wallace adopta una postura que hasta hace poco hubiera resultado contraintuitiva: en vez de ejercer cierta cautela, simplemente cuenta las cosas como son, esbozando que el calentamiento global implica un riesgo existencial, que puede acabar con la civilización.
Wells-Wallace no dice nada nuevo. Sus advertencias han sido planteadas con insistencia desde la comunidad científica. A medida que el planeta se calienta, grandes zonas en los trópicos se volverían inhabitables. Muchas personas fallecerían a causa del calor o de episodios climáticos puntuales –huracanes, sequías, inundaciones, incendios– cada vez más intensos y numerosos. Pasado cierto umbral de temperatura, los cultivos no podrán sobrevivir. Un colapso de la producción agrícola produciría hambrunas masivas, una situación de conflicto bélico permanente, migraciones a una escala que aún no hemos presenciado y un desmoronamiento de la economía mundial. A ello se deben agregar plagas, aire irrespirable (en la actualidad cuatro millones de personas mueren al año a causa de contaminación por combustibles fósiles) y un envenenamiento de los océanos. Si se toman en cuenta los puntos de no retorno, la temperatura podría llegar a finales de siglo a 8º C. En ese rango de temperatura no solo marcaría el fin de la civilización sino, quizás, de la especie humana.
Wells-Wallace sostiene agudamente que el gran problema actual ya no es el negacionismo (excepto en Estados Unidos y la “anglósfera”): muchos gobiernos reconocen la gravedad del problema, pero no actúan. Enfatiza que tenemos herramientas para confrontar la crisis: impuestos al carbono, voluntad política para terminar rápidamente la dependencia de los combustibles fósiles, cambios en nuestras prácticas agrícolas y hábitos alimenticios.
El novelista indio Amitav Ghosh dedica su notable ensayo The Great Derangement (2016) a explorar un aspecto del “fracaso imaginativo” que, a su juicio, subyace a la crisis climática: la escasa relevancia que ha ocupado en la ficción literaria, siendo relegada a los relatos de género, en particular a la ciencia-ficción. Llama “gran delirio” a este proceso de ocultamiento que equivale a una suerte de locura colectiva.
Ghosh asimila a la narrativa el debate clásico que contrapuso a dos teorías geológicas antagónicas: el catastrofismo, surgido en el siglo XVII, que postulaba que la Tierra había sido moldeada por eventos violentos y discontinuos; y el gradualismo, la visión de una naturaleza moderada y ordenada, formada por procesos lentos y predecibles como la erosión, que emergió en el siglo XVIII y terminó por ganar la partida en el XIX. No es casualidad, sugiere Ghosh, que el gradualismo se impusiera al mismo tiempo que lo hacía la novela realista: ambas reflejaban un grado de complacencia y confianza en la estabilidad del emergente orden burgués.
Uno de los efectos del calentamiento global es el derretimiento del hielo en el verano ártico, que reemplaza nieve blanca refractante por agua oscura que absorbe el calor del sol.
Cita una notable afirmación de Ghandi: “Dios no quiera que India alguna vez se industrialice a la manera de Occidente… arrasaríamos el mundo como langostas”. Estas palabras datan de 1928 y se anticiparon en casi medio siglo a la emergencia del movimiento ambientalista. Los patrones de vida creados por la modernidad solo son viables para una minoría de la humanidad, la capacidad de carga del planeta constituye un límite hasta hoy insalvable. La premisa universalista de la industrialización capitalista y el consumismo sería un engaño, una especie de estafa piramidal.
Antropoceno: la era de las consecuencias
La filósofa de la ciencia Isabelle Stengers señala que se avecina “el tiempo de las catástrofes”. Cómo pensar juntos (2019) contiene dos conferencias en que resume algunos de sus libros principales. En ellas retoma –exhibiendo algunos tics de la filosofía continental contemporánea– su crítica a la ciencia y el neoliberalismo, emplazando al “capitalismo como una época y proceso no solo de explotación, sino de expropiación sistemática de aquello que nos vuelve capaces de pensar juntos los problemas que nos conciernen”.
Stengers manifiesta su impotencia ante la crisis climática. La barbarie que espera a nuestros hijos ya está presente, sostiene, en forma de la desigualdad propiciada por el neoliberalismo. Al desastre ecológico se suma un desastre mental, que nos lleva a ignorar que el crecimiento indefinido amenaza toda la vida en la Tierra: “Aceptamos que se describa a los seres humanos como fundamentalmente egoístas, apegados a sus intereses inmediatos, irresponsables”. Hemos perdido la capacidad de ser solidarios, cooperar, producir sentido juntos. Enfatiza la “intrusión de Gaia”, retomando la teoría planteada por Lovelock y Margulis en los 70, de un planeta habitado por seres vivos que a su vez lo hacen inhabitable. Señala que no estábamos preparados para su intrusión, esa “respuesta temible a nuestra actividad”. Llama a “recuperar la capacidad de cooperar y cultivar la interdependencia, los vínculos de confianza”.
Stengers ha sido colaboradora cercana de Bruno Latour, quien también se ha referido a la reacción de Gaia –observando que no corresponde al planeta entero sino a una delgada película que lo recubre: la biósfera y atmósfera–, que es sensible a nuestra acción pero indiferente a ella, tiene objetivos independientes de nuestro bienestar. No es una diosa, la Pachamama; no es un súper organismo dotado de agencia unificada, como tampoco lo es la especie humana. Llama la atención ante la disociación entre la magnitud del problema y nuestra limitada capacidad de comprensión. Parte de la indolencia actual se debería a que nuestras instituciones políticas y mecanismos de gobernanza se muestran obsoletos ante la escala de la crisis.
Latour se inscribe en una corriente de filósofos materialistas en la que destaca el inglés Timothy Morton, autor del influyente ensayo Hiperobjetos (2013). Morton llama “hiperobjetos” a entidades de dimensiones temporales y espaciales tan vastas que desbordan nuestra capacidad de concebirlas y pensarlas. Uno de tales hiperobjetos es el cambio climático. Estos son viscosos (se adhieren a nosotros, no es posible distanciarse irónicamente de ellos), derretidos (distorsionan el tiempo y el espacio), no localizados (solo percibimos sus manifestaciones locales), graduales (lo que explica en parte su invisibilidad) e interobjetivos (están formados por la interacción entre objetos).
La desidia de las élites obedece en gran parte a una poderosa trama de intereses creados y corrupción. La industria de los combustibles fósiles recibe, de acuerdo al FMI, subsidios por un total de 4,7 trillones de dólares anuales.
A medida que Gaia reacciona, nos adentramos en el Antropoceno, una nueva era geológica determinada por el impacto de la presencia del ser humano en el planeta. En esta “era de las consecuencias” es muy probable que los humanos no vayamos a tener la última palabra. El nuevo materialismo se propone superar el solipsismo y la arrogancia que dominaron la filosofía y las humanidades desde Kant. Se habría producido un nuevo giro copernicano. Los seres humanos ya no somos el centro del mundo.
Este giro se contrapone con el negacionismo, que es fundamentalmente antropocéntrico, y tiene bases históricas en Estados Unidos, asociadas a la lectura literal de la Biblia por grupos evangélicos surgida en el siglo XIX, que llevó a la prohibición de enseñar la teoría de la evolución de Darwin en varios estados. El “síndrome de Casandra” pasa hoy (no solo entre los negacionistas) por desoír la evidencia científica.
Naomi Oreskes y Erik Conway reconstruyeron en Mercaderes de la duda (2010) la historia más reciente de cómo el lobby del tabaco se valió de la existencia natural de desacuerdos en la comunidad científica para sembrar dudas respecto de los efectos dañinos de los cigarrillos en la salud. Para ello se crearon dudosos centros de investigación con el fin de diseminar resultados contramayoritarios, demostrando así, aunque la evidencia fuera abrumadora, que no existía pleno consenso científico al respecto. Esa estrategia de contención les permitió ganar tiempo, retrasando durante décadas la acción gubernamental para proteger a la población de los efectos del tabaco, lo que supuso millonarias ganancias para las tabacaleras. La industria de los combustibles fósiles ha seguido la misma estrategia, contratando a los mismos científicos corruptos para negar el efecto invernadero del que tenían plena conciencia al menos desde los años 70.
En un registro distinto al de Stengers, más activista, Naomi Klein planteaba un argumento similar en Esto lo cambia todo (2014), donde situaba la crisis climática en el contexto de su crítica al capitalismo tardío. Para Klein, el neoliberalismo extractivista y rentista no solo sería responsable de agudizar la crisis, sino también de orquestar la inacción ante ella. Es particularmente notable su denuncia de algunas de las más grandes y respetadas organizaciones medioambientales norteamericanas (con la honrosa excepción de Greenpeace), que han apoyado fiascos como los mercados de bonos de carbono (cap-and-trade) o se han prestado directamente para campañas de lavado de imagen de industrias contaminantes.
Es una paradoja que, de todas las amenazas que se ciernen sobre la humanidad, acaso termine por destruirla la de más fácil solución. Existen los recursos y la tecnología para terminar con la crisis climática en menos de una década. Un estudio reciente del BID estimó que existen en América Latina recursos de energías renovables (sin incluir grandes represas) para satisfacer 66 veces la demanda actual. Es lo mismo en todo el mundo. La energía solar que llega a la Tierra en una hora bastaría para mover la economía mundial durante un año. La desidia de las élites obedece en gran parte a una poderosa trama de intereses creados y corrupción. La industria de los combustibles fósiles recibe, de acuerdo al FMI, subsidios por un total de 4,7 trillones de dólares anuales, tanto directos como en función de los efectos negativos (las “externalidades”) de las emisiones en la salud humana y el medio ambiente.
Se suele recordar que la Edad de Piedra no se terminó porque se acabaron las piedras. El sentido de urgencia requerido equivale a un giro del zeitgeist. Confrontar la crisis debiera pasar de ser una prioridad a ser la prioridad, en una suerte de economía de guerra. Ese es el rol crucial que le cabe al activismo, en particular a las y los jóvenes, quienes tendrán que habitar el planeta inhabitable. Greta Thunberg ha señalado recientemente que seguir en la misma trayectoria actual (business as usual) equivale a un crimen contra la humanidad.
En la actual España pluripartidista, existen dos organizaciones populistas: Podemos y VOX. Ambas han surgido hace poco (2014 y 2013) y ambas han alcanzado un éxito respetable. En menos de cinco años lograron tener más peso electoral del que jamás gozaron los comunistas, la tradicional tercera fuerza política. De hecho, Podemos fagocitó en 2016 al Partido Comunista Español sin que la digestión le generara alguna molestia. A veces se ha sentido como un fracaso que Podemos no superara al PSOE, que no se produjera el previsto sorpasso. Quien había vaticinado la muerte del PSOE se olvidó de la fuerza de este partido, de su capacidad para superar faltas y ausencias (una dictadura de 40 años sin apenas incomodar al dictador), gracias a su increíble capacidad de mimetizarse con la sociedad española.
El éxito de VOX es también notable. Desde la muerte de Franco, los partidos más a la derecha del Partido Popular, la extrema derecha en un sentido neutro y geográfico, consiguió un solo diputado: en 1978, Blas Piñar, fundador de Fuerza Nueva. Es enorme la sorpresa por la popularidad de VOX, pues, hasta su aparición, nadie sabía que existía un 10 por ciento del electorado a la derecha del Partido Popular.
De este modo, la historia del populismo español es una historia reciente y de éxito. El triunfo es importante, incluso si no fuera duradero. En esta España, más inestable en las previsiones electorales que en la regularidad religiosa con la que los españoles van a los bares, los políticos y los partidos duran poco. Albert Rivera, otro de los dinamitadores del bipartidismo, estuvo a punto de comerse a la derecha española tradicional en las elecciones del 20 de abril de 2019 y solo medio año después se ha retirado de la política.
En momentos difíciles para la anticipación política, más que centrarse en encuestas y arriesgarse a prever el futuro, la pregunta que debemos hacernos es ¿hasta qué punto ha cambiado la política española a causa del populismo? ¿Qué novedad ha supuesto el populismo para el discurso político español?
La primera novedad, la más radical, no tiene nada que ver con la ideología populista. El populismo acabó con el bipartidismo (que en España no era tan contundente como a veces se imaginan los nostálgicos del viejo turnismo). Muchas veces, en 1993 y 1996, los partidos ganadores –PSOE y PP– tuvieron que establecer coaliciones con partidos nacionalistas –vascos y catalanes– para alcanzar el poder Ejecutivo. Sin embargo, la ruptura del bipartidismo ha colapsado el proceso de creación del poder en España. Hemos tenido gobiernos en funciones durante casi dos años: Mariano Rajoy y Pedro Sánchez (en funciones, un gobierno no puede desarrollar actividad legislativa, ni aprobar presupuestos).
Si la situación sigue así, es posible que España deba realizar una reforma del sistema electoral, ya sea hacia el presidencialismo, ya sea hacia el fomento de coaliciones. En cierta medida, esta novedad es la más fuerte y la que más tensión crea en el sistema. Por otra parte, esta novedad tiene muy poco que ver con el narcisismo con que el populismo se ve a sí mismo. Independientemente de su ideología y de sus propósitos, este colapso se hubiera producido siempre que se hubieran introducido en el bipartidismo otros dos partidos. De hecho, junto a los partidos populistas, Ciudadanos, el partido fundado por Albert Rivera, antipopulista en su concepción de la ortodoxia liberal, contribuyó a la explosión del bipartidismo tanto como el populismo de derechas y el de izquierdas.
Podemos nació en una España que vivía la peor crisis económica desde la vuelta de la democracia, un descalabro que le recordó a la generación de la que se nutren sus líderes, nacidos entre 1978 y 1988, que el futuro material sería mucho menos halagüeño y prometedor que para la esforzada, pero jamás desempleada, generación de sus padres (la nacida entre 1945 y 1960).
La novedad más importante no tiene entonces nada que ver con la ideología populista, la indignación antiliberal de Podemos, la indignación anticatalana y centralista de VOX. Esta novedad involuntaria hace aún más necesaria la pregunta por la novedad real que el programa populista ha traído a España. En este punto, es preciso establecer una distinción. La retórica de ambos partidos se relaciona con lo nuevo de modo no solo diferente, sino hasta contradictorio. Para Podemos, que se inscribe en el viejo discurso de Ortega y Gasset de nueva y vieja política, no haber sido capaz de generar un nuevo discurso político representaría una gran decepción. Ellos son la nueva política y ellos deben crear un nuevo discurso. Para el VOX de Ortega Smith, inspirado por la nostalgia ficticia de una España inmóvil y unida, no haber conseguido novedad constituiría un motivo de orgullo. Solo cambian las cosas que, a diferencia de España, no son eternas.
Para comprobar si en España existe una originalidad propiamente populista, y no solo dependiente de algo tan prosaico como los porcentajes del sistema electoral, es necesario adentrarse en la insatisfacción que funda a la ideología populista. Los hombres hacemos sociedades (principio democrático). Al hacerlas, creamos sistemas legales, de un tipo o de otro. Desde hace 200 años, el poder constituyente optó por instaurar sistemas liberales, en los que el fin de la política consiste en proteger los derechos individuales (principio liberal). Cuando estos principios van de la mano, no hay partidos ni demandas populistas. El principio democrático está satisfecho con el principio liberal. Sin embargo, cuando las leyes de un país no satisfacen el principio democrático, el populista exige, en función de la legitimidad democrática, que cambie el orden legal. Si el sistema liberal ha generado una casta inasumible para el pueblo español, entonces será necesario volver al momento democrático para constituir un sistema político sin castas. Obviamente la casta es algo que existe en toda sociedad por el mero hecho de ser sociedad, pero este tipo de limitaciones sociológicas es algo que el principio democrático, en sí mismo absolutamente libre, no tiene por qué tener en cuenta.
Podemos nació en una España que vivía la peor crisis económica desde la vuelta de la democracia, un descalabro que le recordó a la generación de la que se nutren sus líderes, nacidos entre 1978 y 1988, que el futuro material sería mucho menos halagüeño y prometedor que para la esforzada, pero jamás desempleada, generación de sus padres (la nacida entre 1945 y 1960). Esta reacción llevó a Podemos a cuestionar la Transición, el milagro original del pueblo español, en cuyas bondades y héroes nos había educado Victoria Prego en sus videocasetes sobre la Transición. Para Podemos la Transición se convertía en un juego entre intereses creados, falsos izquierdistas cercanos al statu quo, orquestados por el miedo al búnker franquista (el paralelismo con Chile es evidente). Este relato sirve para desacreditar el sistema legal. El poder democrático debía hacerlo todo de nuevo. Si España quería ser una monarquía, era necesario que esta gozara de un inmediato respaldo democrático, y no de los tejemanejes entre Franco, Don Juan, el abuelo del actual rey y los monárquicos durante el franquismo. Sí, Podemos se encargaba de recordar algo a la vez incómodo y obvio para la política española: la persona que decidió quién debía ser el rey de los españoles (hasta que Juan Carlos abdicó) no es otra que Francisco Franco.
Tener éxito es casi tan problemático como no tenerlo. Se dice que el poder une. En el caso de Podemos, el principio no se cumple. El éxito de Podemos que le dio en un día lo que antes se ganaba durante toda una vida, supuso una tensión enorme. Muchas de las personas más importantes de Podemos se marcharon: sobre todo el número dos del partido, Íñigo Errejón, cuya inteligencia ya es proverbial, quien ha fundado un partido de escaso peso electoral: Más País. Aunque puede responder a factores puramente personales –el autoritarismo de Pablo Iglesias empieza a ser también proverbial–, esta tensión se debe al partido en que se ha convertido Podemos. De un partido que ponía en duda el sistema legal a un partido que ya sabe nadar a la perfección en el cuadro de castas. Que la negociación entre PSOE y Podemos se haya centrado en los cargos que este último va a ocupar recuerda la castificación del otrora heroico y anti-sistema Podemos.
Esta metamorfosis de la protesta a la casta, de la crítica a la Transición a la aceptación de su sistema, no debe ser juzgada en términos morales. Con su actitud, Podemos solo debe desilusionarse a sí mismo. Al aceptar los términos de la Transición, Podemos se ha dado cuenta de que los males de la democracia española no son la consecuencia de un sistema político antidemocrático y franquista, sino de las miserias y corrupciones de la idiosincrasia española. O Podemos es solo un grupo de hábiles jóvenes gatopardescos o las ineficiencias de la Transición española solo representan nuestro inevitable malestar en la cultura.
Imagen de portada: Manifestantes de VOX protestando con banderas españolas.
La palabra populismo se usa en los medios de comunicación, en los estudios culturales, en los bares, en las discusiones políticas. Pero cada vez que se pone en práctica resuena con una multiplicidad de sentidos que llevan, por un lado, a profundizar las discusiones y, sin duda, a malos entendidos. ¿De qué hablamos, entonces, cuando hablamos de populismo?
Uno de los sentidos más instalados en los medios de comunicación reproduce una manera esquemática y simple del término. El populismo sería aquello que se contrapone a la noción de república. Donde impera el populismo se despliega todo lo ligado con la demagogia, la corrupción, los líderes personalistas que pretenden eternizarse en el poder y que surgen por una crisis del sistema de representación tradicional. Cuando los canales racionales se vacían de sentido puede emerger el populismo como una forma de encauzar las demandas insatisfechas. Es decir: el populismo es pensado como lo irracional, lo anormal y, en ese sentido, sería una forma monstruosa que encarnaría el reverso de los modelos políticos y sociales republicanos y eurocéntricos.
Esa interpretación del populismo como lo monstruoso está asentada en una larga tradición del pensamiento (desde Le Bon y Taine) que ha partido aguas entre, por un lado, los movimientos populares y los sistemas políticos más elitistas. Y en donde las multitudes son consideradas un peligro en sí mismas. Por ejemplo, en Argentina, el pensamiento de Domingo Faustino Sarmiento es un buen sustrato de esa forma que tiende a despreciar a las masas y, a su vez, a estigmatizarlas. En Facundo, escrito en el exilio en Chile, instala la matriz con la cual Sarmiento leerá la realidad argentina y latinoamericana. Esa matriz está montada a partir de una dicotomía en tensión que supone la convivencia, en el presente, en ese presente de dos tiempos históricos: por un lado, la Modernidad respirando en las ciudades, es decir, la civilización europea. Por otro, la Edad Media cabalgando en el campo, impidiendo el progreso, es decir, la barbarie. Los gauchos, para Sarmiento, eran esa barbarie que impedía el desarrollo. Y si bien construía distintos tipos de gauchos, todos de algún modo estaban hundidos en un tiempo pre-capitalista. Allí radicaba esencialmente el problema. Y, claro, en las montoneras gauchas, esos movimientos populares liderados por caudillos federales. El problema también era la conciencia de los sectores populares y su organización política.
En La razón populista, uno de los libros centrales para entender esta problemática, Ernesto Laclau hace un trabajo exhaustivo para definir el concepto de pueblo y, a partir de allí, comprender que los movimientos populares en América Latina poseen una racionalidad diferente, en algunos casos, de los modelos políticos europeos. Si no se entienden las tradiciones que están modelando las identidades, si no se entienden lo que representan esos liderazgos en una cultura determinada, se cae en el severo error de leer con categorías que no interpretan, más bien, como diría Howard Becker, etiquetan sin explicar.
El peronismo no es un movimiento de izquierda revolucionario, sino que busca ampliar derechos y darles mayor participación dentro del sistema capitalista a los trabajadores. En ese sentido, el peronismo de los años 40 y 50 es la forma que toma en Argentina el Estado de Bienestar.
Laclau plantea que el populismo debe ser pensado no como un movimiento ideológico sino como una lógica política que se configura a partir de tres grandes momentos. La conformación de la noción de pueblo una vez que se da la articulación de demandas equivalenciales, es decir, una serie de demandas populares diseminadas y sin respuesta que terminan articulándose como totalidad; la confrontación con un otro externo, institucionalizado y poderoso que impide la canalización de las demandas; y, finalmente, el momento de la articulación política. El populismo es una lógica política que articula demandas insatisfechas de los sectores populares y las pone en tensión y en disputa con un orden establecido.
Para Laclau esa articulación (como no es necesariamente ideológica) puede darse tanto con un sentido de derecha o de izquierda. Puede haber populismos de derecha o de izquierda. Allí radica un punto de diferencia con la noción de populismo que sostiene, por ejemplo, el psicoanalista Jorge Alemán. Circunscrito a la tradición de Laclau, marca una diferencia en relación a los populismos de izquierda o derecha. Para Alemán los populismos deben ser pensados necesariamente como progresistas. El populismo de derecha no es populismo, sino fascismo. “Considero –sostiene Alemán– que el populismo no tiene nada en común ni con el fascismo ni con las técnicas retóricas de las demagogias, en la medida en que son recursos que, de un modo u otro, se sostienen en la conquista de una identidad sin fallas, sin brecha ni agujero, amenazada por las impurezas o excesos de lo extranjero”. El populismo, en este sentido, es una articulación de demandas equivalenciales que interroga el status quo y busca la emancipación del pueblo. Dice Alemán: “El populismo es Marx más la construcción contingente de un sujeto de la emancipación a partir de los antagonismos instituyentes de lo social. Donde debe incluirse siempre el análisis de la lógica del Capital y su reproducción ilimitada. Si no se incluye el análisis de la construcción populista en el marco histórico de la estructura del poder capitalista contemporáneo, es imposible construir y asumir los verdaderos antagonismos. Por esta razón, considero que el verdadero populismo solo puede ser de izquierda”.
El peronismo como caso
El peronismo siempre fue pensado como uno de los tres casos típicos de populismo latinoamericano, junto con las experiencias de Lázaro Cárdenas en México y Getulio Vargas en Brasil. Pero el tiempo, y las diferentes manifestaciones, llevaron a que la palabra peronismo, como el populismo, deje de significar algo claro y concreto. La poderosa definición de John William Cooke sintetiza la complejidad del fenómeno: “El peronismo es el hecho maldito del país burgués”.
Hay una escena fundante. Se trata del 17 de octubre de 1945 en la plaza de Mayo, en Buenos Aires. El movimiento obrero como nunca antes en la historia argentina se manifiesta ocupando los espacios públicos, defendiendo las conquistas logradas en los últimos años. Perón está detenido y los trabajadores descubren que sin Perón, ellos pierden. A lo largo de todo el día la movilización exige la libertad de quien era hasta entonces el Secretario de Trabajo y Previsión, lugar que le permitió a Perón construir un vínculo bien sólido con los obreros. Cerca de la medianoche del 17, los militares que detuvieron a Perón, ante semejante presión popular, deciden liberarlo y le piden, por favor, que salga a los balcones de la Casa Rosada para dispersar a “semejante turba incontrolable”. Perón dice en alguna entrevista que no sabía muy bien qué era lo que les iba a decir, pero el discurso que pronuncia esa noche en la plaza de Mayo configura la relación entre líder y pueblo, y despliega las ideas centrales de ese movimiento que cambiará para siempre la historia contemporánea de la Argentina. Para decirlo en los términos de Žižek (o de Lacan, para ser justos), se transformará en un verdadero acontecimiento.
En el discurso Perón nombra a esa masa popular que ocupa la plaza, es una de las primeras palabras que pronuncia, como trabajadores. Y reconoce que ese acontecimiento es el “renacer de la conciencia” del movimiento obrero. Perón se instala como el líder que sabrá interpretar semejante movimiento para que el vínculo entre líder y pueblo sea “indestructible e infinito”. Ese movimiento que es el pueblo, “los verdaderos patriotas”, se enfrentará con un otro institucionalizado, la oligarquía. “Ellos solo aman sus casas y sus campos”. El movimiento pretende integrar a los trabajadores a una sociedad que no les daba lugar y, por eso mismo, Perón en su discurso deja claro que propone como objetivo que “sean un poquito más felices”. Perón dice un poquito y en esa palabra están resonando los límites del peronismo. El peronismo no es un movimiento de izquierda revolucionario sino que busca ampliar derechos y darles mayor participación dentro del sistema capitalista a los trabajadores (en los años 70 algunos grupos de izquierda veían que el único camino para la revolución en Argentina era a través de Perón, por la identificación profunda que aún existe con los obreros, pero allí también se encontraron con los límites del peronismo, que siempre tuvo claro que nada tenía que ver con el comunismo). En ese sentido, el peronismo de los años 40 y 50 es la forma que toma en Argentina el Estado de Bienestar. En el discurso fundacional del 17 de octubre quedan condensados los tres grandes momentos de la configuración del populismo que detalla Laclau: la articulación de demandas insatisfechas, la confrontación con un otro institucionalizado y la identificación política.
Después de ser liberado, Perón consigue que los militares convoquen a elecciones presidenciales. Y en 1946 será elegido presidente por primera vez. El 17 de octubre de 1945 quedará en la memoria peronista fijado como el día de la Lealtad. Cada 17 de octubre se celebrará esa movilización popular que permitió la libertad de su líder. Este episodio fundante del peronismo es precisamente el que será parodiado en uno de los cuentos más brutales de la literatura argentina, escrito a cuatro manos por Borges y Bioy Casares: “La fiesta del monstruo”.
Parodia paranoica
El relato aparece publicado después de la caída de Perón, pero Borges y Bioy lo escriben mientras el peronismo está en el poder. Bajo el seudónimo de Bustos Domecq, construyen un artefacto radical que no se parece en nada a la escritura de cada uno.
Un grupo de seguidores del líder, a quien llaman Monstruo, organiza un viaje desde la periferia de la ciudad hacia la plaza de Mayo. La historia está narrada desde el punto de vista de uno de los seguidores. La voz que fabrican los autores contiene a la vez, como dice Piglia, un efecto paródico y paranoico. Los seguidores del Monstruo viven casi en un estado animal, viajan en un camión hacinados y hablan mal: en una lengua bárbara, sería la lengua del pueblo. Finalmente, ya en la ciudad, camino a la plaza de Mayo donde el líder está por desplegar su fiesta con un discurso, los seguidores se cruzan con un joven de origen judío que cuestiona al movimiento y la reacción de los muchachos es matarlo a pedradas. No solo son bárbaros, hay un intento de equiparar al peronismo con el nazismo.
La parodia paranoica que construyen Borges y Bioy sobre el peronismo es una interpretación que ha predominado en los sectores antiperonistas hasta hoy. Leer al peronismo como un brote de la barbarie del siglo XIX (esa de la que hablaba Sarmiento, los peronistas como la reencarnación de los gauchos) y, además, como un movimiento fascista.
La parodia paranoica que construyen Borges y Bioy sobre el peronismo es una interpretación que ha predominado en los sectores antiperonistas hasta hoy. Leer al peronismo como un brote de la barbarie del siglo XIX (esa de la que hablaba Sarmiento, los peronistas como la reencarnación de los gauchos) y, además, como un movimiento fascista. En línea con esta interpretación, el golpe militar que destituye a Perón en 1955 prohíbe por decreto no solo la participación política del movimiento sino todos sus símbolos. Incluso, estuvo prohibido durante 18 años nombrar a Perón y a Eva –su compañera– en público.
En el reverso de esa mirada, la obra del pintor argentino Daniel Santoro desde hace unas décadas trabaja en una intervención sistemática de la iconografía peronista y en los símbolos populares, poniéndolos en tensión con los símbolos de la oligarquía. Hay un cuadro en donde Victoria Ocampo observa desde un ventanal aislado de la intemperie pampeana, pero rodeado por esa llanura infinita, cómo “la vuelta del malón” (y aquí Santoro interviene una de las pinturas fundamentales del siglo XIX de Della Valle) regresa y acecha como un fantasma a la civilización, a su civilización, con una cautiva rubia que puede prefigurar a Eva Perón. De esta manera la disputa entre civilización y barbarie reaparece en la obra de Santoro a modo de lucha de clases. En otra pintura se ve la disputa entre un niño rubio, hijo de la oligarquía, trenzado en una pelea con cuchillo contra un hijo de obrero, un cabecita negra. Cada uno, con su mano libre, tapa la cara del otro en un forcejeo trabado. Como lo hace, por ejemplo, Anselm Kieffer con la historia reciente de Alemania, Santoro explora el arraigo profundo que tiene la identidad peronista en la cultura popular.
Detrás de esta obra de Santoro hay una lectura muy clara del peronismo. Y muy lejana de la mirada que atraviesa el cuento de Borges y Bioy. Según Santoro, lo que vuelve tan revulsivo al peronismo para los antiperonistas es que se trata de “un mal uso del capitalismo”. Eso es lo verdaderamente irritante. Hay una relación entre la idea de sacrificio y de goce que se invierte. Dice Santoro: “El marxismo y el capitalismo tienen en su esencia el pedido de sacrificio. Laburemos, sacrifiquémonos trabajando o haciendo la revolución, sacrifiquemos generaciones trabajando o luchando, y después vamos a tener la sociedad perfecta y vamos a poder gozar. Esa postergación del goce es lo que no tolera el peronismo. El peronismo invierte el vector: primero se goza, se disfruta”.
Sobre esa concepción, que el pueblo tiene el derecho del goce, del disfrute, de una vida con posibilidades de realización, se sostiene el peronismo (más allá de los intentos de extirparlo del tejido social y más allá, incluso, de sus propios agotamientos históricos, porque el goce se acaba) pero retorna, de todos modos, bajo esa profecía que lanzó Perón en la noche del 17 de octubre: que sea “un movimiento infinito e indestructible”. De esta mirada se desprende, finalmente, otra definición posible del populismo.
La democracia, como régimen político, es un mecanismo para administrar los conflictos que existen en una sociedad. Su particularidad es que idealmente le otorga a cada persona igual capacidad de incidencia sobre las decisiones colectivas. Por lo tanto, supone el acuerdo de que los conflictos se resolverán tomando en cuenta las preferencias de todas las personas, sopesadas por igual. Pero en las sociedades desiguales –como la chilena y muchas otras de nuestro continente–, el conflicto distributivo enfrenta a unas mayorías con bajos niveles de riqueza con una minoría con alta concentración de riqueza. En la medida en que la distribución de derechos políticos y la de recursos económicos no son convergentes, la democracia les otorga un poder distributivo a las mayorías que es visto como una amenaza por quienes concentran la riqueza. En democracia, la tarea de administrar este conflicto, sin que las élites se sientan amenazadas y al mismo tiempo no se vacíe el contenido redistributivo de la democracia, es sumamente compleja.
El avance normativo e ideológico de la democracia en las dos últimas décadas del siglo XX la llevó a países que -dados sus niveles de conflicto social– difícilmente serían democráticos si estuviéramos en los años 70. Pero que la mayoría de los países en América Latina y en otras regiones del mundo en desarrollo sean democracias, no quiere decir que sus conflictos sociales, y especialmente los distributivos, puedan dirimirse de manera democrática con facilidad. La evolución económica, social y política de América Latina es un ejemplo de disociación entre “tiempo histórico” y “tiempo calendario”. El italiano Giovanni Sartori lo sintetizó en su artículo “How Far Can Free Government Travel?”, del año 1995, al sostener que “el problema (de la democracia como modelo universal) es el de la distancia entre el tiempo calendario y el tiempo histórico. Copiar un modelo político es un proceso sincrónico apoyado en el tiempo calendario: importamos hoy lo que existe hoy. Pero en términos de tiempo histórico estamos a mil años de distancia”.
Si bien son cada vez más extraños los quiebres que llevan a dictaduras, esto no implica que esté garantizada la estabilidad y continuidad del orden institucional democrático. Desde 1990 hasta 2004, diez presidentes latinoamericanos fueron sustituidos con mayor o menor apego al orden institucional vigente. En la última década, casos como el del hondureño Manuel Zelaya en 2009, el de Fernando Lugo en Paraguay en 2012, y más recientemente, los de Dilma Rousseff en Brasil en 2016, Pedro Pablo Kuczynski en Perú en 2018 y Evo Morales en Bolivia en 2019, son muestras de este patrón de inestabilidad. La ausencia de dictaduras tampoco supone que las condiciones estructurales, en particular las distributivas, sean más favorables para la democracia en la actualidad que en el pasado. Esto queda en evidencia, por ejemplo, con la descripción detallada que se presenta para el caso chileno en el informe Desiguales del PNUD.
En la última década, casos como el del hondureño Manuel Zelaya en 2009, el de Fernando Lugo en Paraguay en 2012, y más recientemente, los de Dilma Rousseff en Brasil en 2016, Pedro Pablo Kuczynski en Perú en 2018 y Evo Morales en Bolivia en 2019, son muestras de este patrón de inestabilidad.
La Tercera Ola de la democratización, como señaló Samuel P. Huntington, llevó la democracia a sociedades en donde esta no era esperable. Buena parte de esas sociedades consiguieron vivir en democracia con estabilidad; al menos con mayores niveles de estabilidad que las experiencias democráticas pre Tercera Ola en esos mismos países. La estabilidad observada, sin embargo, no fue necesariamente el producto del aumento de la capacidad de las sociedades para dirimir su conflicto distributivo de manera democrática. Muy pocos países de la región lograron tímidos avances en términos redistributivos. Incluso algunas naciones del mundo desarrollado comenzaron a experimentar mayores niveles de fragmentación y concentración de recursos. Ante crisis económicas, en estos últimos han surgido movimientos que desencadenan acciones disruptivas con cierta intensidad y violencia, como Occupy Wall Street, los Indignados en España y los Chalecos Amarillos en Francia.
La mayor estabilidad democrática observada en la región después de la Tercera Ola parece haber sido más bien el resultado de la supresión del conflicto distributivo vía bajos niveles de representación política y una capacidad estatal deficiente. No por casualidad, luego de alcanzada la democratización, la discusión política y académica viró hacia los problemas de calidad democrática, de representación y de capacidad estatal, no solo en América Latina, sino también en regiones como Europa del Este y el Sudeste Asiático. Estas nuevas democracias podían tener elecciones periódicas, más o menos libres y limpias; aquellos que eran elegidos eran quienes gobernaban efectivamente y respetaban con mayor o menor convicción los derechos civiles. Sin embargo, esto no parecía ser suficiente para quienes promovían la democracia en el mundo ni para aquellos que la analizaban a comienzos de los 2000. Esos países no alcanzaban a tener niveles altos de representación, sistemas de partidos programáticos y Estados capaces de proveer bienes públicos de manera eficaz y eficiente.
Quienes analizan el origen de los “males” de la democracia post Tercera Ola y sus impactos sobre la calidad de los regímenes y el descontento ciudadano, promueven una agenda política con orientaciones claras: se deben mejorar los niveles de representación combatiendo las prácticas clientelares y la corrupción, y se debe aumentar la capacidad de los Estados para cobrar impuestos y proveer bienes públicos de calidad. En esta visión, buena política genera buenos gobiernos, que producen buenas políticas, que hacen buenas democracias. En última instancia, todo parece un problema de voluntad, ya que no existe un trade-off (una tensión) entre los diferentes objetivos propuestos.
El problema de este razonamiento es que mayores niveles de representación y mayores niveles de capacidad estatal implican mayores niveles de transferencia del conflicto distributivo a la política y políticas con efectos redistributivos significativos. Una democracia de mayor calidad en sociedades desiguales es necesariamente más polarizada, más conflictiva y con mayor riesgo de inestabilidad.
Manifestación contra la presidenta Dilma Rousseff en Río de Janeiro, en marzo de 2015.
No se pueden entender los problemas de las democracias en América Latina sin asumir la tensión entre calidad y niveles de conflicto. En otras palabras, es necesario complejizar la mirada sobre la calidad, teniendo en cuenta la tradición de estudios sobre el surgimiento y la estabilidad de los regímenes democráticos, como los trabajos de Seymour M. Lipset (1960), Samuel P. Huntington (1968), Guillermo O’Donnell (1973) o Dietrich Rueschemeyer, Evelyn Huber Stephens y John Stephens (1992). A la luz de la literatura que ha analizado cómo las condiciones materiales inciden sobre las posibilidades de la democracia, es sencillo advertir los trade off que enfrentan países pobres y desiguales para ser más desarrollados y equitativos, y al mismo tiempo mantenerse como democracias estables. El problema de la calidad democrática no es solo un problema de “querer”, sino también de “poder”.
Durante el ciclo de transiciones a la democracia en los años 80 se demonizó la polarización política. Los dirigentes políticos, la academia y buena parte de los actores sociales enfatizaron el papel pernicioso de la agudización de los conflictos en la caída de las democracias durante los años 60 y 70. Evitar la polarización en los procesos de consolidación democrática era la receta para evitar nuevamente los golpes de Estado. La reducción de la polarización se hizo a costa de la despolitización de ciertos temas con fuerte componente distributivo y la concomitante alienación de importantes sectores de la ciudadanía del debate político.
Pero las democracias estables que soslayan conflictos dejan abruptamente de ser estables. El colapso repentino del sistema de partidos en Venezuela a mediados de los 90 que lleva al Chavismo, las protestas por la guerra del gas que desbaratan el sistema de partidos boliviano que abona el triunfo del MAS y de Evo Morales en Bolivia, el estallido social en Chile de octubre de 2019, son ejemplos de estos procesos abruptos que rompen sin muchas señales previas la estabilidad aparente. La historia política latinoamericana desde los 80 ha mostrado cómo la regularidad democrática fue alterada sistemáticamente por la emergencia de diferentes tipos de conflicto (étnicos, raciales, distributivos). Ninguna democracia (y en realidad, ningún régimen político) puede asegurarse una estabilidad de largo plazo soterrando los conflictos más importantes.
La irrupción del conflicto, que en algunos países llevó al colapso de los sistemas de partidos o al surgimiento de actores políticos fuertes en sistemas poco institucionalizados, suele ser vista como un problema de “desgaste”, “erosión” o “degradación” del funcionamiento democrático. Esta mirada no comprende y a la vez oculta el problema de esos países: la búsqueda de estabilidad a partir de la exclusión del conflicto. Si algo se desgastó, se erosionó o se degradó no fue la democracia sino la capacidad de los actores políticos de excluir del debate político los intereses de sectores amplios de la población.
La mayor estabilidad democrática observada en la región después de la Tercera Ola parece haber sido más bien el resultado de la supresión del conflicto distributivo vía bajos niveles de representación política y una capacidad estatal deficiente. No por casualidad, luego de alcanzada la democratización, la discusión política y académica viró hacia los problemas de calidad democrática, de representación y de capacidad estatal, no solo en América Latina, sino también en regiones como Europa del Este y el Sudeste Asiático.
Tarde o temprano esos conflictos se activan y la virulencia de su irrupción está relacionada con la incapacidad de los actores políticos de procesarlos con bajos niveles de represión. Esto genera problemas de legitimidad de los actores tradicionales del sistema político y no necesariamente asegura el surgimiento de nuevos actores políticos y sociales legítimos con capacidad para tratarlos. Aunque no sabemos cuál será el futuro de Chile, este parece ser un escenario factible. La aparición del conflicto a partir del 18-O tampoco genera necesariamente un nuevo orden político democrático con mayores niveles de inclusión y legitimidad. En ocasiones, los actores que lideran los procesos de inclusión no valoran la democracia como régimen político y al estado de derecho como garante de la igualdad política. Por lo tanto, no son capaces de construir una alternativa democrática duradera, como ocurrió en Bolivia, Venezuela y Ecuador. En otros, los actores políticos emergentes no desarrollan la capacidad para conformarse como opciones políticas alternativas y son cooptados o directamente superados por los actores tradicionales que no incluyen sus intereses. Por último, un tercer escenario que se vislumbra en estos momentos de crisis es aquel donde ni los actores tradicionales ni los nuevos logran tener capacidad para procesar las demandas, no pueden construir legitimidad y, por lo tanto, no consolidan un nuevo orden político democrático. En consecuencia, la nueva realidad política puede simplemente ser de inclusión no democrática, de restablecimiento del orden tradicional excluyente o de inestabilidad permanente, caracterizada por la acción directa en las calles (“pretorianismo de masas”).
El conflicto es una condición constante en América Latina. Esto no cambia incluso cuando los actores políticos logran incorporarlo de manera democrática. La democracia y la política en América Latina son necesariamente conflictivas y deben manejar niveles de polarización derivados de ese conflicto. En consecuencia, fijar como parámetro el funcionamiento democrático y los niveles de polarización de las democracias en sociedades desarrolladas, impide reconocer que la polarización y el conflicto político son señales de salud democrática. El conflicto debe ser tolerado. Para permanecer legítima, la democracia debe incorporar los intereses redistributivos de las mayorías y desarrollar los mecanismos de negociación permanente con las minorías que concentran recursos.
La construcción del orden político democrático en sociedades desiguales, como las de América Latina, solo logra ser estable en el largo plazo cuando es procesado por actores políticos con capacidad institucional. En otras palabras, cuando los actores políticos (nuevos o tradicionales) incluyen las demandas de la sociedad y los nuevos intereses emergentes. La estabilidad sin inclusión, o a costa de la inclusión, es una construcción con cimientos débiles, a la espera de que la más mínima perturbación la haga colapsar.
La leyenda que William Faulkner anuncia en las primeras páginas de su novela ¡Absalón, Absalón! tiene que ver con un sujeto blanco llamado Thomas Sutpen, “un demonio que llegó a Mississippi en 1833, venido no se sabe de dónde”. Un coronel, un forastero salvaje que apareció “sin anunciarse, con una banda de negros vagabundos”, y que estableció una plantación de algodón y luego se casó con su hermana Elena, con quien engendró una hija y un hijo. Sutpen confiaba en que estos dos descendientes serían “su orgullo, el escudo y consuelo de su vejez”. ¿Qué podía salir mal, si tenía todo tan bien planeado?
Publicada originalmente en 1936, y considerada por muchos como “la mejor novela que se ha escrito sobre el sur de Estados Unidos”, esta obra del Premio Nobel 1950 es también (o sobre todo) un examen implacable del racismo lacerante que hasta hoy circula por las venas de los estadounidenses, fluyendo y renovándose sin cesar, como una especie de veneno primigenio que es, al mismo tiempo, su propio antídoto y su propia fuente de inmunidad.
Remontándose a un tiempo ido, a un ambiente de caserones iluminados por un sol enfermizo y pegajoso, a salones envueltos en cortinas de encaje raídas por generaciones de polillas, el autor salta de una época a otra, sin llegar a confundirnos demasiado, para exponer las obsesiones de Quentin, un descendiente de Sutpen que tiene sus propias heridas y sus culpas íntimas. Se trata de un muchacho cuya consciencia ha sido deformada desde temprana edad por las historias que se cuentan sobre esa región polvorienta y heroica que todos llaman “el sur”, y que tanta curiosidad despierta entre sus compañeros de estudios, allá en la Universidad de Harvard.
Quentin se deja poseer por el espíritu de esos viejos fantasmas, intuyendo que pronto deberá reunirse con ellos, y en ese estado de ánimo habla a su amigo Shreve –su compañero de habitación– sobre la niñez de Thomas Sutpen, los años formativos del demonio: “Vio una docena de cosas que sucedieron sin que él se percatara: ese modo especial, silencioso, con que sus hermanas mayores y las otras mujeres blancas miraban a los negros, sin temor ni aversión, pero con una suerte de animadversión reflexiva sin motivo ni causa conocida, pues era algo heredado por blancos y negros a la par”.
En otro tramo de la novela, el narrador alude a “la leyenda de los negros salvajes”, una verdadera fábula de gótico americano que, según explica, “fue arraigando en la ciudad por boca de quienes habían llegado hasta allí para ver qué acontecía”.
“Contaban que Sutpen se apostaba con sus pistolas sobre la pista de las piezas de caza y enviaba a los negros a rodear el pantano como una jauría, y que, durante aquel primer verano y el otoño siguiente, esos esclavos no tenían siquiera, o no las usaban, mantas con que envolverse para dormir, hasta que Akers, el cazador de coatíes, contó que había pisado a uno de ellos, dormido en medio del fango como un verdadero caimán”.
La gran broma del destino, claro, es que Sutpen terminará vinculado a los negros en formas que él nunca podría haber imaginado, hasta el punto de que su progenie formará parte, a la larga, de ese extenso grupo humano que hoy se conoce como “comunidad afroamericana”. En el relato de Faulkner, serán los descendientes de Sutpen quienes deberán afrontar, en los primeros años del siglo XX, la carga de tragedia, culpa y horror legada por este coronel incestuoso, por este demonio con ínfulas de terrateniente aristocrático.
El patentado estilo del escritor, con su énfasis en lo mítico, sus cadencias heredadas del Antiguo Testamento, sus técnicas vanguardistas y sus múltiples voces registradas desde la más cruda oralidad provinciana, no admite la simplificación moralizante que sería necesaria para llegar a una condena de la maldad intrínseca del hombre, o para desembocar en un exhorto bienintencionado a favor de la hermandad universal.
En las páginas de ¡Absalón, Absalón! se exploran los orígenes del racismo moderno sin caer en sentimentalismos y sin que haya pretensiones de hacer sociología. El patentado estilo del escritor, con su énfasis en lo mítico, sus cadencias heredadas del Antiguo Testamento, sus técnicas vanguardistas y sus múltiples voces registradas desde la más cruda oralidad provinciana, no admite la simplificación moralizante que sería necesaria para llegar a una condena de la maldad intrínseca del hombre, o para desembocar en un exhorto bienintencionado a favor de la hermandad universal.
Y no se trata solo de un asunto de estilo: como individuo firmemente enraizado en el terreno físico y sicológico del Mississippi, Faulkner es capaz de percibir la desigualdad y la injusticia pero, al mismo tiempo, tiene dificultades –al menos desde el punto de vista cívico– para encarar en ese momento esas situaciones desde una postura ética consistente.
El sudafricano J.M. Coetzee reflexiona sobre este tema en un ensayo fechado en el año 2005, haciendo notar que Faulkner aprovecharía más tarde la tribuna que le concedió el Premio Nobel para sumarse a la creciente presión ciudadana contra la segregación racial imperante en el sur. El autor manifestó su condena a esa forma de discriminación a través de insistentes cartas a los diarios, denunciando los abusos de los blancos e instando a sus conciudadanos sureños a que aceptaran a los negros como iguales. Sus palabras causaron indignación en el público al que iban dirigidas, y pronto recibió acusaciones de ser “un peón de los liberales del norte” e incluso (algo muy delicado en Estados Unidos, más aun en los años 50) de tener simpatías por los comunistas.
Coetzee cita algunas fuentes según las cuales el comportamiento personal de Faulkner, en su trato cotidiano con gente afroamericana, habría sido “amable pero inevitablemente condescendiente”, debido a que él mismo pertenecía “a la clase de los patrones”. El ensayista aclara que las opiniones del estadounidense, en relación con el asunto de la raza, “nunca fueron radicales” y que de hecho se volvieron cada vez más confusas hasta que, hacia fines de la década de 1950, su posición sobre el particular ya era “tan anticuada que resultaba verdaderamente pintoresca”. De todas formas, Coetzee reconoce que en esos cruciales momentos históricos, en medio de una tensión social que ya amenazaba con salirse de control, el narrador estadounidense mostró una indudable valentía por el simple hecho de “asumir una posición, fuera la que fuera”.
En la época en que Faulkner publicó ¡Absalón, Absalón! faltaban aún varios años para que comenzara la lucha organizada por los Derechos Civiles de los afrodescendientes, y por ello el autor enfoca el asunto de manera intuitiva, abriéndose paso a tientas, sin contar con los marcos conceptuales que se le exigirían, en la actualidad, a cualquier narrador o estudioso que acometiera semejante empresa.
Consciente de las heridas y dolores que yacen bajo la delgada costra de la civilización sureña, el escritor escarba en esos traumas como si estuviera siguiendo las huellas de una maldición bíblica, sin utilizar la palabra “racismo” y sin incurrir en actitudes paternalistas, reconociendo la magnitud de la enfermedad pero sin exculpar a quienes padecen el flagelo. No brinda sermones ni fábulas edificantes, pero sí presenta, hacia el final de su novela, los extremos más dolorosos del problema: la confrontación definitiva entre dos hermanos sanguíneos, el conflicto final entre las tradiciones fantasiosas de una estirpe de grandes señores blancos y la realidad de la mezcla, de la vida misma expresándose a través de la carne.
En junio de 2012, con motivo del lanzamiento de una nueva edición en inglés de ¡Absalón, Absalón!, realizada por Random House, el especialista John Jeremiah Sullivan compartió, con los lectores de The New York Times, una versión adaptada del prólogo que escribió para esa reedición de la obra. En su texto, Sullivan confesaba que se sintió fascinado por la experiencia de volver a leer la novela precisamente en el momento en que Estados Unidos tenía, por primera vez en su historia, un Presidente no caucásico instalado en la Casa Blanca. Sin embargo, advertía que, a pesar de ese y otros signos que permitían concebir esperanzas de cambio a nivel social y político, las pesadillas descritas por Faulkner seguían acechando en las sombras del pasado y del futuro.
Coetzee reconoce que en esos cruciales momentos históricos, en medio de una tensión social que ya amenazaba con salirse de control, el narrador estadounidense mostró una indudable valentía por el simple hecho de ‘asumir una posición, fuera la que fuera’.
“Algunos de los mitos con los que este relato teje sus inquietantes sueños aparecen ahora muy diferentes, como si paseáramos por una pintura que nos es muy conocida y descubriéramos que alguien la ha alterado. En ese sentido, esta es una época realmente extraña para vivir en este país. Si cerramos un ojo, puede parecer que avanzamos hacia una sociedad racialmente integrada; si cerramos el otro ojo, nos veremos tan conflictuados y estratificados como siempre. El racismo sigue siendo nuestra locura”, reflexionaba Sullivan.
El bienintencionado prologuista no podía imaginar, en 2012, que el problema abordado en la novela resurgiría con fuerza descomunal, transformado en impostergable tema de debate y de manifestación pública, tras quedar evidenciado por la muerte de George Floyd, ocurrida en mayo pasado. Su asesinato a manos de policías blancos, en la ciudad de Minneapolis, trajo ecos intolerables de las suertes similares que corrieron –entre 2014 y 2015– los también afroamericanos Eric Garner, Michael Brown y Freddie Gray, cuyos casos fueron, como se sabe, las motivaciones principales para la creación del movimiento Black Lives Matter.
Faulkner, al igual que Sullivan, también quiso creer que los estadounidenses podían llegar algún día a superar las tensiones derivadas del color de la piel. En una carta escrita en julio de 1943, dirigida al señor Malcolm A. Franklin, de los estudios Warner Bros., el novelista comentó la reciente actuación, en el marco de la guerra mundial contra el eje Berlín-Roma-Tokio, de “un escuadrón de pilotos negros”, cuerpo que tuvo una destacada participación en el conflicto pero que, para muchos blancos que permanecían en Estados Unidos, parecía no tener valor alguno.
“Al final –escribe Faulkner– consiguieron del Congreso que se les permitiese aprender a arriesgar sus vidas en el aire. Ahora están en África, al mando de su propio teniente coronel negro. Se comportaron bien en Pantelaria. Aquel mismo día una turbamulta de gente blanca y policías blancos mataron a veinte negros en Detroit”.
Su conclusión, tras comparar esos datos, era que había llegado la hora de asumir la llegada de una nueva era y dejar atrás la segregación racial de una vez por todas. O, de lo contrario, hacer como si nada pasara y dejar que todo se arruinara una vez más, tal vez para siempre: “Un cambio resultará de esta guerra. Si no, si los políticos y la gente que dirigen este país no se ven obligados a efectuar bien el santo y seña, hablan sin ton ni son de libertad, liberación, derechos humanos, entonces ustedes, los jóvenes que lo viven intensamente, habrán malgastado su precioso tiempo, y aquellos que no lo viven intensamente habrán muerto en vano”.
Teodoro W. Adorno, uno de los principales pensadores de la Escuela de Frankfurt, responsable de haber mezclado marxismo con psicoanálisis y música dodecafónica, estaba en la mitad de una clase cuando tres alumnas se abrieron las blusas y le mostraron sus pechos, libres de cualquier sostén. El gesto se llamaría, en el santoral de las protestas estudiantiles, el “atentado de los senos”, y fue la batalla final de una larga guerra que terminaría unos meses después, en agosto de 1969, con la propia muerte del pensador y musicólogo alemán durante una excursión en las montañas suizas.
Según variados testimonios, el incidente agravó su condición cardiaca, lo que convertiría al “atentado de los senos” en lo que pretendía ser: un atentado.
Antes, los estudiantes habían escrito en el pizarrón otra provocación: “Si Adorno se queda en su lugar, el capitalismo nunca se va a acabar”. Otros agregaron que Adorno, en cuanto institución, “ya estaba muerto”.
El atentado no era un hecho aislado ni gratuito, sino una respuesta a una ofensa anterior: el 31 de enero de 1969, ante el rechazo de los profesores Adorno y Habermas de cooperar con el movimiento, un grupo de estudiantes se tomó la sede del Instituto de Investigación Social, el lugar donde se había originado en los años 30 la mayor parte de la teoría que consumían inmoderadamente los estudiantes. Adorno no dudó un segundo en llamar a la policía para desalojar a los alumnos de sus oficinas y querellarse por ocupación de morada.
La pregunta era obvia: ¿no estaban los estudiantes llevando a la práctica lo que él y sus amigos habían teorizado durante décadas?
“No tengo sentimiento de culpabilidad –respondió Adorno–. Entre las personas que han leído mis escritos o que han asistido a mis cursos, ninguna puede hasta ahora interpretarlos como incitaciones a la violencia”. Ese énfasis en la acción, en la actividad frenética y urgente del movimiento estudiantil, le parecía a Adorno lo más cuestionable. La urgencia de la protesta nacía de su apuro y no su apuro de la urgencia. “Las consecuencias del activismo indican justamente una dirección hacia la que los estudiantes, si juzgamos la conciencia que ellos tienen de la misma, no desean ir por nada del mundo”, fue otro de sus diagnósticos.
Era el mismo apuro que explicaba que calificaran de fascista a los gobiernos democratacristianos que gobernaban la Alemania federal por entonces. “Existe una diferencia entre el sistema en el que vivimos y un auténtico sistema fascista, y esa diferencia tiene que ver con la totalidad”, argumentó Adorno. “Por otra parte, yo vería irracional y aberrante que se quiera borrar esa diferencia y que se pretenda describir la forma de Estado y de la sociedad en Alemania como fascista en todos sus términos. Esto revela de hecho la impotencia para defenderse contra lo que verdaderamente es el fascismo; cualquiera que haya vivido bajo el mismo puede hacerse una idea de lo que ha sido”.
El verdadero fascismo es otra cosa, alegaba quien lo había visto crecer hasta exiliarlo y matar a muchos de sus amigos. Llamar fascismo es quizás el método más seguro que encuentran los fascistas para evitar que se los interrogue acerca de sus propios afanes. Para Adorno no había duda de que interrumpir por la fuerza una clase era una práctica fascista, un culto a la irracionalidad, justamente uno de sus objetos de estudio desde la Dialéctica de la Ilustración en adelante.
Como Adorno, Pasolini creía que la violencia no era el resultado de una mala elección de los métodos para conseguir cambios urgentes y necesarios, sino la esencia misma del movimiento, que no era otra cosa que la expresión de la neurosis que producía en sus víctimas preferidas, los jóvenes, la sociedad de consumo.
Teodoro Adorno reclamó tiempo para seguir pensando en paz.
Pero, ¿es posible estar en paz cuando el mundo está en guerra?
Él mismo se había preguntado si era posible seguir escribiendo poesía o escribir música después de Auschwitz. No era posible, pero él y su generación lo siguieron haciendo.
¿No era esperable que la generación de sus hijos se lo echara en cara? ¿Se puede pensar contra la sociedad de consumo, se puede cuestionar desde la raíz el capitalismo y pensar que quizás lo mejor que tu país puede tener es una democracia burguesa, perfectamente regulada, donde ninguna revolución es posible, o al menos, lo que es peor para un marxista confeso como Adorno, que sea un orden deseable?
Adorno murió explicando que su asalto crítico a la Ilustración y la filosofía de las luces tenía por objeto cuidarla del totalitarismo que la habita. Parte de ese totalitarismo nace de la traducción literal desde la teoría a la práctica de ideas complejas –como las suyas–, sintetizadas en armas arrojadizas que permiten avanzar sin transar, que es al final lo mismo que transar sin avanzar.
Entonces, si la revolución estudiantil impide que los profesores hagan sus clases, o sea que se ejerza el pensamiento en libertad, ¿es realmente una revolución y es realmente estudiantil? –se preguntaba Adorno.
El poeta italiano Pier Paolo Pasolini, al revisar las imágenes de la manifestación en la Villa Giulia de marzo de 1968, señaló que no veía en estos jóvenes golpeados por la policía, pero que también golpeaban, nada más que los patrones aprendidos desde… quizá la cuna. Incluso escribió un poema consagrado a esa jornada de protesta.
Tenéis cara de niños de papá
Os odio como odio a vuestros papás.
Buena raza no miente.
Tenéis la misma mirada hostil.
Sois asustadizos, inseguros, desesperados
(¡estupendo!) pero también sabéis ser
prepotentes, chantajistas, seguros y descarados:
prerrogativas pequeñoburguesas, queridos.
Cuando ayer en Valle Giulia os liasteis a golpes
con los policías,
yo simpatizaba con los policías.
Porque los policías son hijos de los pobres.
Vienen de periferias, ya sean campesinas o urbanas.
Hasta entonces Pasolini, marxista, homosexual, desacralizador, parecía el líder apropiado de una juventud con la que le era fácil, por razones de carácter, dialogar. No en vano, un grupo de estudiantes con los que polemizó después del poema, y que tenía la abierta intención de romperle la cara, terminó subiéndolo en andas, gritando “Viva Pasolini”. Al poema citado le siguió una columna contra el pelo largo y otra contra la ley de aborto, en lo que sería el comienzo de una pelea larga y desigual que Pasolini dio contra la nueva juventud suburbana, contaminada, creía él, por un consumismo desatado, consumismo que tarde o temprano cristalizaría en violencia.
Estudiantes franceses en Mayo del 68.
Para Pasolini, el nuevo fascismo se llamaba antifascismo, porque cambiarle el nombre a las cosas es uno de los atributos del fascismo. Como Adorno, creía que la violencia no era el resultado de una mala elección de los métodos para conseguir cambios urgentes y necesarios, sino la esencia misma del movimiento, que no era otra cosa que la expresión de la neurosis que producía en sus víctimas preferidas, los jóvenes, la sociedad de consumo. Así, los jóvenes de pelo largo, uniformados en sus trajes de blue jeans, eran la avanzada de la sociedad que tenía por objeto erradicar toda huella del mundo agrario y sus equilibrios basados en la naturaleza y la tradición, que era paradójicamente menos conformista que la actual, porque aceptaba la diversidad del deseo como una necesidad y no como una tragedia.
Majaderamente, el tema de ese nuevo fascismo permisivo, hedonista, falsamente rebelde, se tomará la agenda privada y pública de Pasolini, sorprendiendo a sus amigos y enemigos por los niveles de obsesión que alcanzó. Todo tomará otro sentido cuando en una playa de Ostia encontraron su cadáver aplastado por las ruedas de su propio Alfa Romeo, sus testículos destrozados a patadas, sus piernas destrozadas por bastonazos de hierro. Las circunstancias de la muerte nunca fueron aclaradas del todo, pero Giuseppe Pino Pelosi, alias El Rana, un joven lumpen romano, cargó con la culpa, aunque siempre se ha sospechado que tuvo otros acompañantes. La profesía de Pasolini se había cumplido: la crueldad aplicada a su propio cuerpo no era el simple reflejo de la homofobia; se había intentado derruir cualquier huella de su existencia, extirpar cualquier resto de dignidad para que Pasolini y sus profecías no pudieran molestar más.
La historia de Raymond Aron es parecida y, al mismo tiempo, contraria a las de Adorno y Pasolini. Parecida porque fue desde el primer minuto un crítico acérrimo del movimiento estudiantil de Mayo del 68. Distinta, porque su historia, a diferencia de la de Adorno y Pasolini, termina bien. Algunos de los cabecillas de Mayo se convirtieron, a la larga, en sus discípulos más queridos. Su obra, mirada con desconfianza por una intelectualidad dominada por los comunistas durante todos los años 40, 50 y 60, empezó a ser leída por los hijos del 68 como profética. El compañero de curso de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, la oveja negra que se fue hacia la derecha mientras todos viraban hacia la izquierda, recuperó un brillo final porque, como él mismo decía, lo distanciaba el desinterés de Sartre y Beauvoir por la política concreta y real. Aron, que estudió en Alemania en los años 30 y descubrió el peligro de ser judío, había leído con atención, una atención que nunca logró Sartre, a Marx y, por eso mismo, desertó del marxismo para convertirse en uno de los escasos liberales de la intelectualidad francesa.
No era un carcamal, sin embargo, y había criticado con cierta dedicación tanto a las vetustas instituciones medievales de la universidad francesa como al autoritarismo paternalista del general De Gaulle. Eran dos enemigos que podrían haber compartido con los jóvenes del 68. Pero como Adorno y Pasolini, los métodos de la revolución le hicieron sospechar inmediatamente. Sospechaba, en sus palabras, de ese “nihilismo estético, o mejor aún, de la irrupción de la barbarie, inconsciente de su barbarie”. Así, mientras Sartre recomponía sus alicaídos brillos discurseando en manifestaciones, Aron se volvía gaullista porque no podía soportar la idea de que Daniel Cohn Bendit, el veinteañero líder pelirrojo de la revuelta, hiciera tambalear al general de la resistencia, al hombre que se exilió en Londres y peleó por restituir Francia tras la guerra.
Luego, muy luego, Aron descubriría que esto se parecía en todo a una falsa revolución. Llamó entonces al Mayo del 68 “un psicodrama”. Pensaba que quizás podía ser necesario un carnaval para que las energías de la juventud se disolvieran, y rechazaba cualquier noción de ruptura histórica. Para él, los jóvenes no habían leído ni escuchado a sus mayores. Tampoco tenían una propuesta para reemplazar todo lo que ansiaban derribar. “La nueva izquierda politizada –dijo Aron– utiliza el lenguaje trotskista y arremete contra el imperialismo norteamericano y la burocracia soviética, sin saber siquiera que está repitiendo ese mismo pasado que ignora”.
La revolución, como lo vaticinaron Adorno, Pasolini y Aron, nunca se produjo. En Francia y en Estados Unidos la derecha llegó al poder. En Alemania e Italia el terrorismo de ultraizquierda solo blindó al Estado que siguió repartiendo el poder entre los mismos. El capitalismo no solo continuó en pie, sino que aceleró el fenómeno de la concentración de la riqueza y la pauperización de las clases medias. Para el placer de Aron, Mayo del 68 produjo la primera generación de jóvenes intelectuales liberales. Uno de esos nuevos liberales ex maoístas, Andrés Glucksmann, lo reunió con Jean Paul Sartre, para que pidieran en conjunto al presidente Valery Giscard D’Estaing ayuda para los boat people, los refugiados vietnamitas que huían en cualquier embarcación de su país. Aron intentó reanudar las bromas estudiantiles y llamó a Sartre “mi pequeño camarada”, como lo hacían a comienzos de los años 30. Sartre no respondió. Al final cada cual se quedó con su causa esa tarde; Sartre defendiendo a las víctimas del imperialismo americano y Aron a las del imperialismo chino-soviético. Los dos tenían razón.
Mientras Sartre recomponía sus alicaídos brillos discurseando en manifestaciones, Aron se volvía gaullista porque no podía soportar la idea de que Daniel Cohn Bendit, el veinteañero líder pelirrojo de la revuelta, hiciera tambalear al general de la resistencia, al hombre que se exilió en Londres y peleó por restituir Francia tras la guerra.
Pequeña conclusión personal: escribo esto después de haber asistido a un show de rap en el colegio de mi hija menor, en una escuela primaria (pública) de Manhattan. La idea de que canciones que llaman a matar a la policía, a penetrar de las maneras más insensatas a tu novia y a drogarse hasta olvidar tu nombre, sean promovidas por una escuela pública, es quizás la prueba de que las revoluciones de hoy son también “psicodramas”, o que el psicodrama de Mayo del 68 se perpetúa: un carnaval, como el visto en nuestras plazas, que cubre meses y años sin aspirar a más poder que el de seguir reformulándose y nosotros lo observamos como si se tratara de un exorcismo de todas las injusticias –reales e imaginarias– de nuestra sociedad.
Tocan rap en el colegio, me explican, porque necesitan seducir a los estudiantes haciéndoles bailar lo que les gusta. Se tiene que hacer todo lo posible para que los niños lo pasen bien en la escuela y no deserten y se vayan a la calle a bailar y cantar rap sin el control de los colegios. La escuela no enseña lo que quiere sino lo que puede, me explican, lo que los alumnos aprenderán de todas maneras fuera del colegio. Los niños viven en un mundo nuevo, del que no podemos más que comprender una mínima parte.
Y es verdad: mis hijas saben una cantidad de cosas que yo no sé. Yo también sé otras que ellas no saben, pero las mías son inútiles para el mundo en que les tocará vivir. Mayo del 68 fue la primera revolución estrictamente generacional. El elemento social y político fue la comparsa de un baile que aportó al mundo otra música (menos en Estados Unidos, donde la guerra fue también racial). Tras Mayo del 68, el padre o el profesor ya no pudieron ejercer el tradicional rol de maestros. La autoridad se pierde porque no tiene nada que ofrecer. Es una carcasa vacía. Una pura y perdida nostalgia vintage (y como tal, perfectamente recuperable por el mercado).
Los padres siguen siendo padres solo porque la fragilidad económica los obliga a alojar a esos hijos que no pueden ser adultos. Los ritos de paso tan esenciales en las tribus, y que en la nuestra se llamaban servicio militar y universidad, cada vez pierden más sentido. La vida es un continuo de cambios tan bruscos y acelerados que se convierten en un sinfín de lo mismo. Lo mismo pero siempre nuevo, de tal manera que hay que volver a aprenderlo cada vez desde cero.
¿Qué papel le toca al intelectual en este “psicodrama” que cobra cada vez más fuego y que no deja de estirarse? ¿Dónde puede fundar su autoridad el que representa, justamente, la tradición y la cultura?
El pasado: eso que no sirve cuando todo es nuevo y distinto, puede intentar ser nuevo él también. Ser joven. Ser prometedor. Estar en la primera línea. O puede refugiarse en el claustro y estudiar pergaminos que nadie más que él estudia. Al intelectual de hoy, el que le importa el presente, le será difícil, si se siente atraído por el legado de Adorno, Pasolini o Aron, llamar liebre al gato que le han vendido. Borges, cuando el peronismo intentó degradarlo, lo nombró “inspector de aves, conejos y huevos” de una repartición parecida a nuestro Servicio Agrícola y Ganadero. Quizás no sea una mala metáfora de lo que le queda al intelectual en estos tiempos sin pasado, que son también tiempos sin futuro, que no es otra cosa que vigilar los precios y los pesos de las ideas que al mercado tanto le gusta adulterar. Tendrá quizás esa satisfacción, no ser ni víctima ni cómplice de ninguna estafa.
Imagen de portada: Adorno, el político Ludwig von Friedeburg y un grupo de estudiantes, poco antes de que la policía evacuara la universidad. Frankfurt, 31 de enero de 1969.
Hay libros destinados a existir, hay gente obligada a escribirlos. Cuando Philippe Lançon perdió la mitad de la cara por el disparo de un rifle y sobrevivió, no tenía más opción que escribir El colgajo, una novela de casi 600 páginas que es también crónica y ensayo, el registro minucioso de una reconstrucción imposible.
El 7 de enero de 2015, dos hermanos extremistas islámicos entraron con armas Kalashnikov a la redacción del semanario satírico Charlie Hebdo, en París, asesinaron a 11 personas y dejaron heridas a otras 12. El caso se convirtió en un símbolo del enfrentamiento entre la libertad de expresión y la intolerancia religiosa: en Francia y en otros países miles de personas marcharon con carteles que decían “yo soy Charlie”. Aunque Charlie era un periódico que pocos leían y muchos criticaban por su humor políticamente incorrecto, la gente bienpensante no dudó en defenderlo luego de la masacre.
Lançon tardó en darle forma a su historia. Escribió la primera oración (“La víspera del atentado fui al teatro con Nina”) y –ha dicho en sus entrevistas– durante un año no supo cómo seguir. Demasiado consciente de su escritura –el mal del crítico profesional– y presionado por los deberes políticos y morales del sobreviviente, su libro se rinde ante la cita literaria incluso en los momentos más inverosímiles. Lançon se toca la mandíbula destrozada y recuerda unos versos de Rancine: “Su sombra a mi lecho pareció descender; / y yo le tendía las manos para abrazarla. / Pero no hallé más que una horrible mezcla / de huesos rotos y carne magullada, arrastrados por el fango, / colgajos llenos de sangre, y miembros asquerosos / que los perros voraces se disputaban entre ellos”.
La idea del “muervivo” –recogida de Orwell– cruza todo el relato y emparenta al protagonista con otros resucitados. Desde el momento del ataque, Lançon percibe que hay un cambio esencial en él: “El hombre que seleccionaba los recuerdos como si entre él y el minuto anterior mediara un siglo, ¿era aquel que ya casi había muerto o el que empezaba a ocupar su lugar? No sabía cuál de los dos vivía entonces y no sé cuál de los dos escribe hoy”. Si bien el relato transcurre en primera persona, el narrador se desdobla en varios pasajes para mirar desde lejos al hombre que fue. Esa disonancia entre quien vivió la experiencia y quien la relata, genera una rara sensación de distancia también en el lector: es difícil empatizar con cualquiera de los Lançon, porque el de antes del atentado parece demasiado mundano y el de ahora, demasiado severo.
La idea del ‘muervivo’ –recogida de Orwell– cruza todo el relato y emparenta al protagonista con otros resucitados. Desde el momento del ataque, Lançon percibe que hay un cambio esencial en él: ‘El hombre que seleccionaba los recuerdos como si entre él y el minuto anterior mediara un siglo, ¿era aquel que ya casi había muerto o el que empezaba a ocupar su lugar? No sabía cuál de los dos vivía entonces y no sé cuál de los dos escribe hoy’.
Lançon se impuso una regla: no relata nada más que lo que vivió. De los asesinos hay fragmentos: los gritos, las piernas que se mueven entre los cadáveres, el rifle que le apunta cuando él se hace el muerto, los ojos que lo observan por un instante cuando él los mira, un segundo de decisión, darse cuenta de que no han querido rematarlo porque seguramente morirá pronto. Así, el protagonista se oculta, desaparece entre los muertos, como los sobrevivientes de Operación masacre, de Rodolfo Walsh, y tantos otros.
Lejos del narrador omnisciente, el hombre que relata esta historia carece de mucha información de contexto y suele no estar muy seguro de los detalles de algunos momentos, y este es uno de los temas que lo desespera. Su decisión de contar solo lo que vive a ratos provoca un efecto claustrofóbico. Lançon comparte con el lector la desesperación de saber que sobre el atentado no tiene todo claro, que incluso una frase que cree haber escuchado en la representación de Noche de reyes, en la víspera del ataque, luego no aparece ni en el texto original de Shakespeare ni en la adaptación del director. Son fantasmas que revelan que la memoria es una construcción. El narrador necesita certezas, recuperar la ilusión de controlar su vida, pero con radical honestidad asume que eso también es imposible.
Proust en el hospital
Colgajo, en español, tiene acepciones contrapuestas: es una porción de piel sana que en las operaciones quirúrgicas se reserva para cubrir la herida, pero es también un trapo o cosa despreciable que cuelga. En el francés original, el nombre de la novela tiene también una ambigüedad: le lambeau es el nombre técnico del colgajo usado en medicina, pero como ha dicho el propio Lançon, “detrás se oye una expresión francesa, je suis en lambeaux, que viene a traducirse como estoy destruido, me estoy deshaciendo en pedazos. Yo no escogí ese significado”.
Las reseñas de El colgajo suelen centrarse en las primeras páginas del libro. En esos capítulos se concentra la tensión de la historia; el resto de la narración es su época en el hospital, esos 200 días, esas 10 operaciones que de ninguna manera le devolvieron la piel ni los huesos destruidos. El colgajo no es la historia de cómo ocurrió el ataque a Charlie Hebdo, sino el relato de cómo vive una persona que pensó que estaba muerta, que sabe que no hay ninguna razón para haber sido ametrallada y que sabe también que no hay ninguna razón para haber sobrevivido.
A partir del sexto capítulo –son 20–, el relato se instala en el espacio mínimo de una habitación de hospital. Lançon relee el pasaje sobre la muerte de la abuela de En busca del tiempo perdido, las cartas de Kafka a Milena, La montaña mágica de Thomas Mann. También le da vueltas a otros fragmentos: “Ese mismo día, más entrada la noche, seguí pensando en Raymond Queneau. Su humor métrico y melancólico me había servido siempre de consuelo, sin que supiera muy bien por qué. Ahora lo sabía. De repente me acordé de dos versos, solo dos (es verdad que no conocía muchos más): ‘Tampoco me da tanto miedo la muerte de mis entrañas / ni la muerte de mi nariz, o la de mis huesos’”.
Philippe Lançon
Se niega a ver televisión y por un buen tiempo no lee tampoco los periódicos: necesita filtrar la información que, sabe, podría aplastarlo como una avalancha. Acompañado de Bach, construye un precario refugio donde lo único que importa son los datos sobre su cuerpo: la efectividad de una sonda, la cicatrización de la membrana interior de la boca, la piel que se infla y se estira para cubrir el implante de hueso de peroné que se transforma en su nueva mandíbula. En todo este proceso, su cirujana, Chloe, es el personaje fundamental: Lançon estudia a todos sus cuidadores, pero Chloe es su obsesión, porque comprende pronto que de ella y de sus decisiones depende que él vuelva a tener un rostro humano. Otra mujer relevante es su novia, Gabriela, una bailarina chilena instalada en Nueva York y que encarna la vida que el protagonista pensaba vivir y a la que ya no podrá regresar.
Como otros narradores confinados a una cama de enfermo, Lançon se vuelve sobre sí mismo, sus recuerdos y sus afectos, en un ánimo que parece ser auténticamente proustiano. Así como se apega a los detalles de sus tubos y medicamentos, al registro de las conversaciones y a los gestos mínimos que le provocan placer o dolor, el narrador rehúye las opiniones tanto como le es posible. Cree que la gente opina demasiado: “Cuando se es joven, la mayor parte de la gente tiene una opinión sobre todo. Cuando envejece, también. En medio quizás exista un momento en el que podrían no opinar de nada, abstenerse, divertirse, no tomarse en serio más que la propia miseria, pero es el momento en que actúan, construyen, hacen carrera o pierden la ocasión de hacerla; el momento en que, como se dice en el colegio, se lo tienen creído, y donde muy rara vez tienen la posibilidad o las ganas de dar un paso al lado”.
La libertad
Michel Houellebecq es una presencia recurrente por su novela Sumisión, una distopía sobre un gobierno islámico en Francia, que se lanzaba el mismo día del atentado. Sin embargo, El colgajo no tiene pretensiones de análisis político sobre las raíces del extremismo islámico. “Nada puede disculpar la transgresión cuyas consecuencias vi y sufrí. No siento rabia por los hermanos K, sé que son producto de este mundo, pero me resulta simple y llanamente imposible encontrar una explicación”, afirma el narrador con total perplejidad.
El Lançon de la novela es un personaje que no da cátedra de nada y que asume sus pequeñas mezquindades, como no hacerse cargo de sus visitas o reprocharle a su cirujana por no ser el centro de su atención. “He estado a punto de morir y en lo único que pienso es en que Air France me devuelva el dinero del billete: el pequeñoburgués sobrevive a todo”, confiesa con sorna. Tampoco tiene una gran opinión de sí mismo como crítico literario ni como reportero. Cuando la policía lo visita en el hospital para que ayude a reconstruir el atentado, su desempeño es deplorable: “Como siempre, pensé. Hasta en ese asunto eres un mal periodista, un tipo que no tiene nada que decir a los demás. Ninguna información que dar, nada inédito. Apenas unos trazos en una página de una libreta”.
Como otros narradores confinados a una cama de enfermo, Lançon se vuelve sobre sí mismo, sus recuerdos y sus afectos, en un ánimo que parece ser auténticamente proustiano. Así como se apega a los detalles de sus tubos y medicamentos, al registro de las conversaciones y a los gestos mínimos que le provocan placer o dolor, el narrador rehúye las opiniones tanto como le es posible.
Lançon, periodista y crítico cultural, había escrito otros libros antes de El colgajo: las novelas Les iles (2011), sobre gente que se mueve entre Cuba, Francia, India y Hong-Kong; y L’Elan (2013), una historia de amor con Mozart como telón de fondo. Son fantasías de una vida anterior. El colgajo se emparenta, más bien, con los textos periodísticos de Lançon, un hombre que eligió colaborar con Charlie Hebdo porque cree rabiosamente en la libertad de expresión. Él mismo reconoce que le daba vergüenza sacarlo en el metro para leerlo en público: “Charlie era una bandera pirata que ondeaba en medio de la edad de oro del capitalismo”. Su trabajo oficial, con contrato y con prestigio, estaba en el diario Libération. Sin embargo, a Charlie lo unía el recuerdo de sus lecturas de niño y adolescente, y la fascinación por el ambiente de total desparpajo que se respiraba en las reuniones de pauta, como aquella del 7 de enero que terminó unos minutos antes de la llegada de los asesinos.
“Estábamos allí para eso: para decir tonterías. Para decir todo lo que se nos pasara por la cabeza, para pelearnos y divertirnos sin preocuparnos por el decoro o la pertinencia, sin ser razonables ni ‘sabihondos’ y menos todavía sabios. Decirlo para espabilarnos”. En uno de sus pocos discursos sobre el deber ser, el narrador afirma: “Si hay algo que este atentado me ha recordado, cuando no enseñado, es por qué ejerzo este oficio en estos dos periódicos: por espíritu de libertad y por gusto de manifestarla, a través de la información o de la caricatura, en buena compañía y de todas las formas posibles, incluso cuando no son acertadas, sin que sea necesario juzgarlas”.
Recién ocurrido el atentado, cuando el protagonista ni siquiera podía hablar, anotó en una pizarra una frase que se difundió rápidamente: “Este pequeño periódico que no le hacía daño a nadie”. Sin embargo, con el tiempo comprende que era una lectura ingenua y errada de lo que Charlie Hebdo significaba. “Este ‘pequeño periódico’ tenía una gran historia, y su humor, por fortuna, había hecho daño a un número incalculable de imbéciles, beatos, burgueses y notables, a gente que se tomaba en serio su lado ridículo. (…) Nos habíamos convertido en un gran periódico que hacía daño a un montón de gente”.
El peso simbólico del atentado se cuela en el hospital: pasadas algunas semanas, cuando el narrador ya ha vuelto a tener rostro, recibe la visita del director de Libération, Laurent Joffrin, y del presidente de Francia, François Hollande. “En aquel instante, en aquella habitación, aquellos dos hombres tantas veces vilipendiados, con sus ligeras sonrisas, con la emoción contenida de uno y el brillo avispado de otro, me fortalecieron, me tranquilizaron y volvieron a sumergirme de algún modo en lo que podía esperar de la civilización: una distancia curiosa y cortés, sensible al otro sin exceso de emotividad, una compasión que no renuncia ni a los imperativos de la ligereza ni a los beneficios de la indiferencia”. Una civilización imperfecta, que sin embargo Lançon añora. Aunque sabe que las cosas se han trizado no solo para él y que, así como no hay nada que explique su mutilación, ella tampoco servirá de nada: no existe forma de darle sentido. Que la novela de un sobreviviente rehúya la moraleja es tal vez lo más extraordinario de este libro.
El colgajo, Philippe Lançon, Anagrama, 2019, 448 páginas, $20.000
Pocos libros pueden darse el lujo de ser la punta de lanza de un movimiento político y, al mismo tiempo, acuñar el centro de su ideario en una sola palabra. Hace 11 años, la ensayista y activista norteamericana Rebecca Solnit contaba una historia que reflejaba el lado más cándido de lo que hoy consideramos uno de los temas sociales más importantes de la actualidad: Solnit llegaba a una fiesta de escritores y un hombre se empeñaba en hablarle con propiedad sobre un libro que ella misma había escrito. Cuenta la misma Solnit que tuvieron que decirle que el libro era de ella “tres o cuatro veces, hasta que él finalmente le hizo caso. Y entonces, como si estuviésemos en una novela del siglo XIX, se puso lívido”. Había nacido, así, el mansplaining.
Ese ejemplo sutil, en realidad, era para Solnit la manifestación de una cuestión más grande y relevante: las constantes, repetidas e inalterables formas de desprecio y arrogancia que ejercían los hombres y que hacían luchar a las mujeres “en dos frentes: uno que depende de cuál sea el motivo en discusión y otro por el simple derecho a hablar, a tener ideas, a que se reconozca que están en posesión de hechos y verdades, a tener valor, a ser un ser humano”.
Los hombres me explican cosas, el libro que publicó Solnit hace cinco años, y que Editorial Fiordo tradujo al español, es un mosaico de la violencia que ejercen los hombres y las formas de sumisión y defensa que han vivido las mujeres. Es también, gracias a la diversidad de tópicos que explora –el caso de Strauss-Kahn, las desigualdades legales del matrimonio, los abusos en los campus universitarios o el feminismo de Virginia Woolf–, la demostración de que no se trataba de una cuestión de casos puntuales, sino de una forma de desigualdad –aceptada y amparada en muchas ocasiones– por las instituciones.
Y si todo eso era cierto, igual de claro resultaba que las instituciones estaban lejos de cambiar. Parecían dominadas por fantasmas antiguos, por principios que desembocaban en más injusticia. Después de leer casos y casos de abusos y violaciones que se acumulaban, ¿el error estaba en las instituciones o en esa forma de opresión que ellas mismas permitían? Ante esa grieta, la expresión de los casos, el derecho a hablar y a contar la propia versión del asunto, tomó fuerza. Con ello, también, se abrieron otros debates, como el alcance del consentimiento y las formas sutiles de subyugación sexual. Esos tópicos abrió, en gran medida, Los hombres me explican cosas, y luego de varios años de haber publicado ese primer ensayo, conversamos con Rebecca Solnit sobre su libro.
¿Qué recuerda de las reacciones de los lectores y los medios cuando apareció Los hombres me explican cosas? Las primeras reacciones al ensayo, cuando lo publiqué a fines de marzo de 2008, me sorprendieron considerablemente. Muchas mujeres sintieron que había descrito su experiencia de ser tratada como ignorante e incompetente en su propio campo de especialización, o que había señalado cuestiones que habían sentido, o los delitos que se habían cometido contra ellas. No sé si hubo una reacción mediática, aparte de un blogger anónimo que acuñó de inmediato la palabra mansplaining, que terminó convirtiéndose en una palabra muy usada en inglés. El libro, por otra parte, llegó en un momento muy diferente en 2014, justo antes de la masacre de Isla Vista por un incel. Esa masacre se convirtió en una oportunidad para el surgimiento del hashtag #yesallwomen, y para que pudiera conversarse sobre la violencia contra las mujeres, un momento que había estado esperando toda mi vida.
¿Ha cambiado el movimiento feminista en los últimos años? Creo que a partir de finales de 2012, o principios de 2013, la conversación que mencioné comenzó en serio. Resultaba extraño, puesto que la violencia contra las mujeres es la más extendida e impactante en el mundo. Ella no solo tiene como consecuencia miles de muertes al año –solo en Estados Unidos, varios actos de violencia física por minuto–, sino la existencia de una atmósfera donde las mujeres no están seguras, y no son libres e iguales, sean o no víctimas directas. La corriente mayoritaria rara vez reconoció esto. Cada crimen era tratado como una excepción, una anomalía. Se decía que la culpa era de la víctima, o que se debía a los problemas mentales del autor. Fue así hasta que el asesinato de Jyoti Singh por tortura y violación en Nueva Delhi, y algunas violaciones en los Estados Unidos, convirtieron esos hechos en una noticia diferente. Ese reconocimiento se produjo junto con una aceptación más amplia, clara y cabal de las diversas formas en que las mujeres son oprimidas y excluidas, de cómo las pequeñas y sutiles hostilidades son inseparables de las más violentas, y de qué forma ellas moldean nuestro mundo. Creo que este cambio se produjo debido al largo y lento trabajo del feminismo anterior que permitió poner, por un lado, a las mujeres en posiciones de poder: como juezas, jefas, directoras de noticias; y, por otro, cambiar el pensamiento de todos nosotros, sea cual sea nuestro género. Por eso, lo que a menudo se ve como un comienzo, en realidad es la culminación de décadas de feminismo.
Generalmente sugieren que el embarazo es una cuestión malvada que hacen las mujeres malas, en vez de fijarse en que en cada embarazo no deseado hay siempre un hombre involucrado, a menudo un hombre que no cooperó con la prevención del embarazo y no se responsabilizará del niño.
Uno de los puntos que abordó en su libro es la insuficiencia (o el fracaso) de la legislación y las políticas públicas en Estados Unidos en asuntos como la violación o el abuso sexual. ¿Cuál debería ser la respuesta adecuada a esta insuficiencia? No creo que un problema cultural pueda solucionarse a través del sistema penal, es decir, que la salida al problema sea enjuiciar y castigar. El núcleo del problema no es solo la violencia, que se castiga penalmente, sino también los hombres que creen que tienen derecho a cometer tales actos contra extraños, sus esposas o sus hijos; que hacerlo sea deseable y, que de, alguna manera, mejora su masculinidad. Por ello, para empezar, necesitamos una comprensión de los derechos humanos universales que vuelva tales actos aborrecibles, tal vez inimaginables. Necesitamos un paraíso nuevo y una Tierra nueva.
¿Cuáles son las razones de la nueva embestida del partido conservador para restringir los derechos obtenidos por las mujeres en su país en relación al aborto? La audiencia del partido son hombres blancos que creen que controlar a las mujeres es su derecho y que es necesario para reafirmar su autoridad e identidad. También las mujeres blancas que se han sometido a ese programa del patriarcado. Es parte, por cierto, de una campaña más amplia que sugiere que las mujeres no son personas y no merecen una competencia exclusiva sobre sus cuerpos, que no son confiables para tomar decisiones sobre sus vidas reproductivas, y que no son tan importantes como un feto del tamaño de un grano de arroz. Por supuesto, los derechos reproductivos son necesarios para que las mujeres sean iguales en el mundo, por lo que es parte de una campaña más grande para tratar de hacer que las mujeres no sean tan desiguales como lo eran hace medio siglo o más. Al mismo tiempo, generalmente sugieren que el embarazo es una cuestión malvada que hacen las mujeres malas, en vez de fijarse en que en cada embarazo no deseado hay siempre un hombre involucrado, a menudo un hombre que no cooperó con la prevención del embarazo y no se responsabilizará del niño.
Según muchos lectores, su trabajo y sus libros han sido considerados como ejemplos de activismo. ¿Cree relevante que los escritores se involucren en causas y movimientos? Creo que la idea de ser “apolítico” es, frecuentemente, una ficción. Tratamos a las personas que comen comida vegana como políticas, pero no a las personas que comen una hamburguesa de cadena de comida rápida. Todo lo que se hace y se dice tiene un impacto en el mundo, y claramente se puede llamar a esos impactos como políticos: cómo enseña a sus hijos, cómo elige su impacto sobre el clima, cómo participa (o no) en las grandes luchas de nuestro tiempo. Escribir sobre política e ideas siempre supone una toma de posición, y quienes piensan que son neutrales, o incluso que existe neutralidad, están simplemente confundidos.
Al comienzo de su libro, señala que usted, y las mujeres, generalmente están designadas “dentro del papel de ingenuas”. Por otro lado, analiza en su libro cierta desconfianza hacia el género femenino que denomina como “síndrome de Casandra”. En su opinión, ¿cuáles son las consecuencias para el género al verse presionadas por ambos mitos: por una mujer que debe parecer ingenua y, por el otro, por el prejuicio de que no son confiables? Esas dos cuestiones, en realidad, pueden ser la misma: se supone que la ingenua escucha, admira, pero no sabe. Casandra habla desde su conocimiento y ese conocimiento es tratado como poco confiable, incluso deshonesto. De cualquiera de estas dos maneras, una mujer no puede hablar y, si lo hace, no puede tener poder e impacto.
Una de las cuestiones que han marcado la evolución del movimiento feminista actual tiene que ver con el desarrollo de la sexualidad, particularmente en términos de límites y consentimientos. ¿Hacia dónde irá este desarrollo? El consentimiento es, simplemente, la idea de que dos partes deben querer hacer algo para que suceda. Es lo más obvio del mundo si se trata de ir bailar o cenar, pero hemos permitido que el sexo se convierta en una arena en la que el deseo masculino importa y el deseo femenino no. Aquello se ha materializado en maridos que obligan a sus esposas a tener relaciones sexuales, en que haya relaciones sin consentimiento (porque la mujer estaba asustada o inconsciente) o que existan definiciones de “buen” sexo que solo se refieren al placer masculino y a la subyugación femenina. Por eso, creo que lo que parecía en su momento como una idea artificial (la simple idea de consentimiento) si tenemos suerte, parecerá completamente natural.
Recientemente ha escrito varios artículos sobre el cambio climático. En uno de ellos dijo que el cambio climático es un “tipo de violencia” contra la “hermosa interconexión de la vida”. Eso me recuerda que la mayoría de los temas de que habla en Los hombres me explican cosas son sobre la violencia contra las mujeres. ¿Cree que su intención es, precisamente, luchar contra la violencia? Mi intención es, definitivamente, escribir contra la violencia, que es siempre una especie de autoritarismo, de forzar a otro a ser o destruir a ese ser contra su voluntad. Con el cambio climático, nosotros, en el mundo sobre-desarrollado, estamos destruyendo la Tierra de una manera que afecta a los pueblos indígenas más pobres y menos desarrollados, a otros seres vivos, a todos los que nacerán en el futuro y a los sistemas que en su hermosa complejidad interrelacionada hizo de esta una Tierra tan magnífica y generosa con nosotros.
Los hombres me explican cosas, Rebecca Solnit, Fiordo, 2019, 144 páginas, $14.000.
El director Charles Ferguson ganó el Oscar en 2011 con Inside Job, un documental sobre la crisis económica de 2008 en el que responsabilizó a la Reserva Federal de la recesión. En su siguiente película, Time to Choose (2015), denunció a las corporaciones de energías fósiles que depredan los ecosistemas. Y en No End in Sight (2007), su primer documental, expuso la incompetencia del gobierno de Bush hijo durante la ocupación de Irak, que condenó a EE.UU. a pelear una guerra interminable, imposible de ganar. La indignación moral de su filmografía muestra un mundo donde se enfrentan dos bandos: a un lado, las élites corruptas que gobiernan; y al otro, una sociedad civil cada vez más empoderada y combativa.
Esa premisa se repite en Watergate, una crónica del mayor escándalo político de la historia estadounidense. Comenzó como un delito común, con la detención de cinco tipos que ingresaron a la sede del Partido Demócrata en Washington una noche de junio de 1972. El objetivo era instalar micrófonos para espiar a los demócratas, de cara a las presidenciales de ese año. Pero los cinco formaban un equipo que realizaba el trabajo sucio que el jefe –ni más ni menos que el presidente del país– no podía ejecutar. El escándalo terminó dos años después con la renuncia de Richard Nixon por haber orquestado el atraco y tratado de encubrirlo desde la oficina más poderosa del mundo: la Casa Blanca.
El documental presenta a Nixon como un sobreviviente político que ganó las presidenciales del 68 con la promesa de que sacaría las tropas de Vietnam. Asumió en medio del caos (el movimiento pacifista y la lucha por los derechos civiles no daban tregua) y de altísimos niveles de violencia (la sangre de Robert Kennedy y Martin Luther King, asesinados durante la campaña, todavía estaba fresca). El país había tocado fondo y Nixon era el hombre para levantarlo.
En los momentos finales, cuando el Nixon de carne y hueso abandona la Casa Blanca para siempre, la dignidad con que enfrenta la humillación y la derrota hace que uno se pregunte si tal vez en la derrota política absoluta, también existe espacio para la grandeza.
Tal cual hizo Ken Burns en su serie documental sobre la guerra de Vietnam, Watergate compendia montañas de documentos desclasificados, archivos televisivos, artículos periodísticos y testimonios para retratar el shock de los estadounidenses al enterarse de que el equipo de Nixon estaba detrás del asalto a la sede demócrata. El presidente había usado el aparato presidencial para sacar ventaja política en las elecciones. Que los presidentes mientan hoy podrá no sorprender a nadie, pero en aquellos años esa constatación marcó un antes y un después en la cultura estadounidense y alimentó esa estética de la conspiración que Francis Wheen llamó “la edad de oro de la paranoia” y que cristaliza en esta frase: “No importa cuán paranoico seas: lo que el gobierno está haciendo realmente es peor de lo que eres capaz de imaginar”.
El documental sostiene que a pesar de que Nixon ejecutó un encubrimiento masivo, hubo funcionarios –burócratas, congresistas, fiscales, agentes del FBI– que se mantuvieron fieles a la Constitución. Junto a la prensa y la sociedad civil lograron frenar a un presidente que manejaba el gobierno como un cartel mafioso. Es decir: la democracia estadounidense funcionó.
La tesis cojea si consideramos que el sucesor de Nixon, Gerald Ford, le otorgó al ex presidente inmunidad total para evitar que fuera procesado por sus delitos. En la práctica, generó el precedente de que los presidentes no son responsables por los crímenes que cometen. Aunque el documental no lo dice de manera explícita, es imposible no pensar en Donald Trump. El subtítulo de la serie (“Cómo aprendimos a frenar a un presidente fuera de control”) y la manida frase de George Santayana con que Ferguson cierra el último capítulo (“Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo”), sugieren que Watergate funciona como un artefacto propagandístico para desalojar a Trump de la Casa Blanca.
Pero la propaganda política funciona de modos misteriosos y no siempre genera el efecto deseado por sus autores. Porque, al final, quien se roba este documental es el propio Nixon, el personaje juzgado. Para agregarle espesor dramático a la serie, el director decidió recrear con actores algunas conversaciones que Nixon mantuvo con sus colaboradores en el Salón Oval. Los parlamentos están sacados textualmente de las cintas que grabaron las reuniones de Nixon. Esto, que en principio parece un paso en falso, termina siendo lo mejor gracias a la excepcional interpretación de Douglas Hodge, que encarna a un Nixon enjaulado, resentido, antisemita, alcohólico y vulgar, pero siempre brillante y tremendamente humano. Ese Nixon no produce el desprecio que debería despertar en el espectador, sino todo lo contrario. En los momentos finales, cuando el Nixon de carne y hueso abandona la Casa Blanca para siempre, la dignidad con que enfrenta la humillación y la derrota hace que uno se pregunte si tal vez en la derrota política absoluta, también existe espacio para la grandeza.
Mientras leía Estambul Estambul (2015), asombrado por la refinada técnica con que el turco Burhan Sönmez (1965) entreteje los relatos de sus personajes, recordé una historia que escuché cuando era niño a amigos de mis padres: en los primeros años de la dictadura, un hombre era llevado de un centro de detención clandestino a otro, pero siempre fue capaz de identificar el lugar exacto en que estaba secuestrado. Luego mi madre me dijo que esa historia está en una entrevista realizada por Mónica González en 1984 a un agente de los aparatos del Estado, apodado Papudo. El detenido era Miguel Rodríguez y, según el Papudo, en el período que estuvo detenido reconoció una sirena de bomberos y les dijo a los agentes que estaba en el paradero 20 de Gran Avenida; después descubrió que lo habían trasladado al aeropuerto de Cerrillos y más tarde a Colina, despertando admiración entre los agentes que luego lo asesinaron en Peldehue.
Recordé esa historia mientras leía Estambul Estambul, porque la novela se concentra en cuatro prisioneros que están en una celda subterránea de un centro de tortura en la capital turca. La celda no tiene ventanas y es tan diminuta que solo una persona puede recostarse en ella y los demás deben estar de pie. En los intervalos entre torturas se cuentan historias para pasar el tiempo, historias de lo que sucede encima de sus cabezas, fuera de las celdas subterráneas, en las calles de la ciudad. A medida que leemos las historias del estudiante Dimirtay, el Doctor, el memorable barbero Kamo y Küheylan, la ciudad empieza a delinearse cada vez con mayor precisión y, llegado cierto punto, el lector deja de enfocarse en ellos y pasa de los individuos a Estambul, a su bullente esplendor vital y a una serie de imágenes recurrentes, como la de una bufanda roja que flota en el viento, quizás desprendida del cuello de una mujer en un barco que se acerca al puerto.
Creo que la intención de Sönmez al titular Estambul Estambul su novela, sin coma, sin una pausa que convierta el título en una evocación melancólica, es subrayar la coexistencia de dos estambules, el de arriba y el de abajo, el de las celdas y el de la vida, así como también el Estambul del pasado y el actual.
A medida que leemos se revela que, tal como le ocurrió a Miguel Rodríguez, cuando una persona está prisionera y la ciudad le es negada, esta se le aparece más nítida en la memoria, casi al alcance de la mano. Así es como cada uno de los prisioneros en esta celda de Estambul se convierte en una versión en miniatura de su ciudad y, a medida que los cuatro personajes de Estambul Estambul entregan a los otros sus propias perspectivas de la ciudad, el lector empieza a ser inundado por imágenes que se acumulan lentamente, un fragmento a la vez, hasta reconstruir la totalidad de sus calles, paisajes, mezquitas y establecimientos.
La novela está compuesta por 10 capítulos, cada uno dedicado a un día, estructura que quizás por su simplicidad da cierto tono clásico y humilde a la lectura, pese a la ambición del proyecto. En el sexto capítulo se revela el origen de esta estructura, cuando el Doctor le dice a Küheylan que parece conocer más cuentos de los que aparecen en El Decamerón. En efecto, el clásico de Boccaccio está compuesto por 10 capítulos, donde cada capítulo es una jornada, cada una narrada por un personaje, siete mujeres y tres hombres, encerrados en una villa en las afueras de Florencia en 1348, mientras la ciudad es azotada por la peste negra. En Estambul Estambul la policía y la persecución política cumplen el rol de la peste negra y El Decamerón es la matriz estructural: ese título deriva de la italianización de las palabras griegas diez y días. Sobre los personajes del clásico florentino, Küheylan dice: “Paliaron el miedo a la epidemia con cuentos que hablaban sobre tomarse la vida a la ligera”, y luego: “Ellos fueron a ese lugar por voluntad propia, pero a nosotros nos trajeron contra la nuestra. Es más, mientras ellos se alejaban más de la muerte, nosotros nos acercamos a ella”.
Creo que la intención de Sönmez al titular Estambul Estambul su novela, sin coma, sin una pausa que convierta el título en una evocación melancólica, es subrayar la coexistencia de dos estambules, el de arriba y el de abajo, el de las celdas y el de la vida, así como también el Estambul del pasado y el actual. Esta tendencia polar en la novela se sostiene hasta el final, incluso mientras los relatos de los prisioneros se entrelazan y sus límites se desdibujan, haciéndose tan vívidas que les pareciera estar en una terraza con vista al Bósforo tomando vasos de raki. En esta hermosa y evocadora novela, Burhan Sönmez parece afirmar que nunca salió del horroroso Estambul y que, si bien viajar es perder ciudades, uno carga incluso los más ínfimos detalles de su ciudad hasta lo más profundo del infierno.
La polaca Olga Tokarczuk, última merecedora del Premio Nobel de Literatura, es una autora luminosa. Algo poco habitual para los escritores de esa zona del mundo, con toda la herencia de las guerras mundiales, exterminios y totalitarismos.
Su libro Los errantes posee un carácter huidizo, que su narradora declara desde el comienzo: “Lo he intentado muchas veces, pero mis raíces nunca fueron lo suficientemente profundas. (…) No he sabido germinar, no me nutro de la savia de la tierra”. Desarraigada e intempestiva, esa voz narrativa no reconoce otra patria que “el vaivén de los autobuses, el traqueteo de los trenes, el rugido de los motores de avión y el balanceo de los ferrys”. Pero lo suyo no es solo una literatura de desplazamiento, del viaje, sino también una huida de las convenciones literarias.
Recordemos que esta novela hizo que Tokarczuk empezara a ser más leída fuera de las fronteras de su país. Con ella obtuvo el Man Booker Prize 2018 y se instaló como una seria candidata al Nobel, reconocimiento que podría considerarse precoz para una autora de 57 años. Pero Tokarczuk ya cuenta con 12 libros, entre relatos, novelas y ensayos, y ha creado una poética original. En efecto, el jurado del Nobel destacaba que en sus textos se aprecia “una imaginación narrativa que con pasión enciclopédica representa el cruce de fronteras como una forma de vida”.
Los errantes es una obra deliberadamente híbrida, que combina varios géneros: la autobiografía, el libro de viajes, el cuento y el ensayo filosófico. Incluye, además, mapas y dibujos. La propia autora se encargó, en el discurso de aceptación del Nobel, de confirmar el valor de la hibridez, al decir que “la división en géneros es el resultado de la comercialización de la literatura en su conjunto y el efecto de tratarla como un producto a la venta con toda la filosofía de la marca y la focalización y otros inventos similares del capitalismo contemporáneo”.
En estas páginas la autora polaca despliega una fascinante epistemología en marcha, que propone ensanchar el mundo, explorar nuevas formas de contar historias, reivindicando el valor de la parábola, el mito y la imaginación por sobre el realismo o cualquier pretensión de llegar a una ‘verdad’.
Irreverente con la tradición y el mercado, Los errantes surfea por las olas de una primera persona que elude el yo autorreferencial. Casi, por el contrario, es un yo que se va armando mientras avanza, un yo expandido, que busca fugarse de sí mismo a modo de exploración, y se dirige hacia otros elementos, otras formas y paisajes, que le permiten mutar y transformarse con lo que encuentra a su paso; tal como sucede en los viajes. Al mismo tiempo, en Los errantes se renuncia a otra convención propia de la prosa: la trama única. Porque abre múltiples constelaciones paralelas, que coexisten como planetas de una misma galaxia. Es una narración poliédrica en la que conviven distintas ficciones con múltiples perspectivas que se ensamblan a través de cruces narrativos, trazos ensayísticos, cambios de época y una mirada sumamente atenta a los hallazgos científicos.
En el índice se despliegan los casi 90 títulos de los fragmentos que asemejan a las entradas de una enciclopedia azarosa, entre los que deslumbran el autorretrato, un boceto inacabado, en el que nombra el tamaño del estómago, su cantidad de leucocitos y la profesión de los padres, el primer extravío en el campo cuando era niña. Luego, el relato de Kunicki, que tendrá que enfrentarse a la desaparición de su esposa y su hijo en la costa croata, y a su reaparición perturbadora. O el de Ánnushka, una mujer que huye de Moscú con su hijo enfermo y su esposo traumatizado por la guerra y entiende en una iglesia que la manera de salvar a su familia es aprendiendo a moverse, a avanzar. Y, también, el relato real de cómo el corazón de Chopin llegó a Polonia escondido en las enaguas de su hermana. O bien las fascinantes entradas –hay más de una– alrededor del anatomista Philip Verheyen, quien escribía cartas a su pierna amputada y disecada.
Entre este conjunto de cuentos inconclusos, a ratos oníricos, se perciben las influencias de Jung y de Sebald, o el caos apátrida lingüístico de Cioran. Me atrevería a agregar el goce ilustrado de Spinoza y el encanto del relato oral arquetípico a lo Scherezade. También hay un saber carto-geográfico, que encontramos en las reflexiones sobre peregrinos y mapas: “Borro de mis mapas lo que me hiere”, se lee en una parte. Y luego añade: “Los lugares donde tropecé, donde fui golpeada, humillada, ofendida, ya no aparecen, han dejado de existir”.
En estas páginas la autora polaca despliega una fascinante epistemología en marcha, que propone ensanchar el mundo, explorar nuevas formas de contar historias, reivindicando el valor de la parábola, el mito y la imaginación por sobre el realismo o cualquier pretensión de llegar a una “verdad”. Una poética sobre el cuerpo en movimiento. Los errantes se proyecta como un luminoso ejercicio de empatía por distintas coordenadas espacio-temporales que ensaya un modo de abarcar, aunque sea un intento, un mundo heterogéneo, disímil, complejo y deslumbrante.
Los errantes, Olga Tokarczuk, Anagrama, 2018, 400 páginas, $19.000.
Los libros de Carlos Droguett se reeditan cada cierto tiempo. Aunque no se trata de un autor masivo, tiene lectores fieles. Incluso en el último Festival de Cine de Valdivia hubo algunas sesiones dedicadas a Eloy, la película basada en su libro más conocido. Ahora la clásica editorial Nascimento volvió a las librerías publicando Sesenta muertos en la escalera, de 1953, y la pregunta que suscita su lectura no es solo sobre su calidad literaria o los recursos estilísticos, sino más bien acerca de su vigencia. Dividida en 10 capítulos, más un prólogo de Fernando Moreno, dos epílogos que reverberan el relato, un texto de Jaime Rayo y el apéndice de Felipe Reyes, la estructura de la novela contiene pasajes extensos de monólogos interiores, acertadas comparaciones líricas y desfiguraciones de tiempo, espacio y personajes que caracterizan el peculiar realismo experimental de Droguett. Estas digresiones permiten unir los dos relatos de la trama entre la violencia política y familiar.
Basada principalmente en el asesinato de los estudiantes y trabajadores que apoyaron el nacionalsocialismo chileno y a Carlos Ibáñez del Campo, Sesenta muertos en la escalera describe cómo las fuerzas militares procedieron con los golpistas. Esta es una enseñanza histórica y también literaria que es preciso tener en cuenta. El gobernador, personaje que ilustra al poder estatal, actúa sin remordimientos. Los estudiantes grafican el heroico e ingenuo intento de golpe de Estado con escasas armas, y los carabineros la labor represiva exacerbada. Todos parecen cumplir un rol que retorna –con sus diferencias– en cada época. La encrucijada de dicho período –más allá de la novela– no facilitaba avizorar el complejo escenario que vendría con el nazismo y, luego, durante la Guerra Fría. ¿Estaremos viviendo un período confuso parecido?
Sin que quizás los editores se lo propusieran, después de lo que ha venido ocurriendo en Chile a partir de octubre del año pasado, no hay ocasión más idónea para que este libro circule. Ya están apareciendo escrituras sobre la revuelta y reivindicaciones literarias prediciendo los acontecimientos (era esperable inclusive como nicho de mercado), ante las cuales esta novela de Droguett y, en general, su concepción de la narrativa, muestra un ejemplo de las posibilidades de la ficción frente a los hechos históricos.
Droguett no tenía dificultad en expandir frases largas, yuxtaposición de relatos, imaginar los duros acontecimientos y en darle tareas difíciles al lector. Hay que recordar que él también fue cronista y periodista. Sus frases bordean el lirismo y los merodeos en los flujos de conciencia (que resuenan a De Rokha y Faulkner), expandiendo los acontecimientos, los destellos de memoria y los últimos minutos de los moribundos.
Droguett no tenía dificultad en expandir frases largas, yuxtaposición de relatos, imaginar los duros acontecimientos y en darle tareas difíciles al lector. Hay que recordar que él también fue cronista y periodista. Sus frases bordean el lirismo y los merodeos en los flujos de conciencia (que resuenan a De Rokha y Faulkner), expandiendo los acontecimientos, los destellos de memoria y los últimos minutos de los moribundos. De esta manera se aleja de la puntuación periodística actual y los recursos estilísticos que buscan entregar claridad en la información. El comienzo de la dedicatoria presenta una pista violenta del estupor: “Este libro no lo he escrito yo. Lo escribieron los muertos, cada asesinado”.
El autor se propuso hacer literatura y, al mismo tiempo, enfrentar la historia de Chile sin reparos ni moralina. Esta nueva edición colabora con el registro realista. En la solapa posterior del libro aparece la lista de los nombres de los muertos y, en la parte interior de las portadas, las fotos de los presos conducidos por los policías. Con todo, visto desde hoy, un aspecto conserva cierto anacronismo: aun cuando el personaje principal femenino, Corina, es tratado con afecto y comprensión por la planificación del asesinato que lleva a cabo en su matrimonio por conveniencia, Droguett emplea frases sobre las mujeres típicas de su época y generación, que son ahora cuestionables.
Droguett es un escritor incómodo tanto literaria como políticamente, cuya narrativa constituye un referente revolucionario de las formas del realismo, similar a la poética de Sergio Larraín en la fotografía, aunque no sé si ha tenido continuidad en las nuevas generaciones de narradores. Los próximos años contrastarán esta apreciación. Por ahora solo podemos decir que Carlos Droguett todavía es uno de los más importantes escritores de la violencia en Chile; y se agradece que la editorial Nascimento retorne con esta publicación.
Sesenta muertos en la escalera, Carlos Droguett, Nascimento, 2019, 246 páginas, $14.000.
Las normas que guían nuestros actos importan, pero las consecuencias de esos actos no son menos importantes. Mentir, por ejemplo, ¿es algo incorrecto? Hay filósofos que sostienen que mentir siempre está mal, pase lo que pase. Sin embargo, aunque “no mentirás” puede ser un mandamiento de Dios y también un buen consejo, hay ocasiones en que esto no es tan claro. Si se está en la Alemania nazi y un oficial llega a preguntar por la familia judía escondida en el entretecho, ser demasiado veraz parece poco adecuado. Un filósofo consecuencialista diría que a veces es malo mentir y a veces no, dependiendo de las circunstancias.
La más conocida, aunque no la única teoría ética consecuencialista es el utilitarismo, que sostiene, en una fórmula que requiere varias precisiones, que la acción correcta es la que proporciona “la mayor felicidad para el mayor número de personas posibles”. El más conocido, aunque no el único filósofo utilitarista en la actualidad, es Peter Singer. Nacido en 1946, hijo de padres judíos austríacos que emigraron a Australia huyendo del nazismo (tres de sus abuelos murieron en campos de concentración), Singer estudió en la Universidad de Oxford y actualmente es profesor en la universidades de Princeton y Melbourne.
Además de su particular habilidad para presentar de manera persuasiva argumentos que llevan a las personas a replantearse sus opiniones morales, Singer es probablemente el pensador contemporáneo que mayor atención ha prestado a los problemas de la ética aplicada, enfrentando cuestiones en que suelen primar los prejuicios por sobre el razonamiento y que muchas veces se evita debatir: el valor de la vida, quién debe vivir y quién debe morir en determinadas ocasiones; la importancia relativa de los seres humanos y de los animales; las obligaciones que tenemos con otras personas, las que conocemos y las que no, incluidas las que son pobres.
Algunos de sus planteamientos son altamente controvertidos, porque Singer, siguiendo la tradición utilitarista, no teme desafiar las ideas morales aceptadas. De esta forma ha sostenido, desde al menos Ética práctica (1979), que la vida no es necesariamente algo bueno y que el derecho a ella está vinculado a la capacidad de un ser vivo de sostener preferencias, lo que a su vez se vincula a la capacidad de sentir dolor y placer, puntos de vista a partir de los cuales fundamenta su aceptación amplia del aborto y de la eutanasia voluntaria e incluso no voluntaria en ciertas circunstancias.
Por otra parte, es autor de un libro inaugural en los movimientos animalistas, Liberación animal (1975), que denunciaba el “especismo”, es decir, privilegiar a los humanos por sobre otros animales. Para Singer estos últimos debían ser tratados con el mismo respeto que los hombres y mujeres, atacando la experimentación animal y la crueldad de su crianza industrial para alimento. También ha sostenido que los ciudadanos de las sociedades opulentas están moralmente obligados a donar una parte de sus ingresos para aliviar la pobreza mundial, como escribió por primera vez en un artículo de hace casi 40 años: “Hambre, riqueza y moralidad” (1972), recientemente reeditado como libro, idea que ha desarrollado en otros escritos sobre lo que llama “altruismo efectivo”: tratar de reducir el sufrimiento, pero de la manera más eficaz posible, analizando las organizaciones que salvan el mayor número de vidas.
Si bien hay quienes consideran a Singer algo así como un santo por su activismo dedicado a disminuir el sufrimiento de los animales o el fin de la pobreza (él dona una parte considerable de sus ingresos a causas benéficas), otros lo consideran algo así como un monstruo por sus posturas sobre el aborto o la eutanasia. Cuando fue nombrado profesor en Princeton, en 1999, uno de sus mayores donantes dejó de aportar a la universidad; sus conferencias han sido interrumpidas por detractores y alguna vez se le prohibió hablar en Alemania.
Toda esa polémica se debe a que sus posturas no se limitan a discusiones especulativas, sino a la ética que se aplica a problemas tan concretos como debatidos. En ese sentido, Singer responde al legado del utilitarismo, la corriente de pensamiento que ha guiado su reflexión y sobre la que ha escrito una introducción reciente, junto a la filósofa polaca Katarzyna de Lazari-Radek. Una característica fundamental del utilitarismo, señalan los autores en ese libro, es que sus defensores no se han limitado a desarrollar la base teórica de sus puntos de vista, sino que se han esforzado por lograr cambios prácticos para promover la felicidad y aliviar el sufrimiento, defendiendo de actos de crueldad tanto a los animales no humanos como a los animales humanos: desde la reforma de las condiciones carcelarias hasta la ayuda a los pobres y el reconocimiento de los derechos de las mujeres y los homosexuales.
Esa dimensión práctica siempre ha estado presente en Singer, quien incluso en sus tiempos universitarios ya se mostraba reacio a lo puramente contemplativo. En la nueva introducción a Hambre, riqueza y moralidad, cuenta que cuando era estudiante, la filosofía en lengua inglesa era muy teórica, dedicada “al análisis de los significados de los términos y conceptos morales”.
Para usted la filosofía no es moralmente neutra ni una disciplina exclusivamente teórica. Me considero muy afortunado de que algunos de mis profesores de Oxford, donde yo era estudiante de posgrado, estuvieran dispuestos a aceptar un trabajo más práctico en ética. En particular, aunque R. M. Hare era conocido por su análisis del significado de términos morales como “deber ser”, pensaba que la importancia de su trabajo era ayudar a las personas a decidir cómo deben actuar. Así que cuando le dije que quería escribir mi tesis sobre si había justificación para desobedecer la ley con el fin de protestar contra la guerra en Vietnam, él estuvo abierto a esa idea.
La mayoría de las víctimas del virus tienen más de 70 años, y aunque la muerte aún puede ser trágica en esa etapa de la vida —que resulta ser mi propia etapa de la vida— y aún debemos tratar de protegernos, al menos podemos consolarnos con que hemos vivido una vida plena.
Usted ha sostenido un utilitarismo “de las preferencias”, sin ocuparse si ellas son moralmente buenas o malas. Recientemente ha dicho simpatizar con cierto “objetivismo”. ¿Son compatibles?, ¿este cambio teórico implica cambios en su ética? El objetivismo es compatible con el utilitarismo de las preferencias, pero también hace que sea más fácil apartarse de las preferencias, por ejemplo hacia un utilitarismo más clásico, en el cual el objeto no es satisfacer preferencias, sino maximizar la felicidad y minimizar el sufrimiento. Ahora estoy inclinado a adoptar este punto de vista. Es posible que esto lleve a algunos cambios en mi ética práctica, por ejemplo, sobre cuándo matar está mal, pero estas diferencias serán pequeñas, porque la mayoría de las personas tienen fuertes preferencias por ser felices y por evitar el sufrimiento.
En su libro Ética práctica recuerda que la visión de que la vida humana tiene un valor único está profundamente arraigada en nuestra sociedad. La vida sería algo sagrado y bueno; su opuesto, la muerte, sería algo malo. ¿Es incorrecta esta suposición? No es la vida misma lo que es algo bueno, sino la vida por encima de cierto nivel mínimo. Una vida llena de agonía es mala, y para alguien en tal situación, sin perspectivas de mejora, la muerte sería buena.
Consideraciones pandémicas
Dicen De Lazari-Radek y Singer en su introducción al utilitarismo: “La pregunta fundamental de la ética es: ‘¿Qué debo hacer?’ y la pregunta fundamental de la filosofía política es: ‘¿Qué debemos hacer, como sociedad?’. A ambas preguntas, el utilitarismo da una respuesta directa: que lo correcto, para ponerlo en términos simples, es lograr las mejores consecuencias, donde ‘las mejores consecuencias’ significa, para todos los afectados por nuestra elección, el mayor aumento neto posible en el excedente de felicidad sobre el sufrimiento”.
“¿Cómo vivir?” es siempre una pregunta importante. La pandemia, ¿agrega algún acento especial a esa pregunta? Confío que el encierro nos dé más tiempo para reflexionar sobre lo que es realmente importante. Para la mayoría de las personas, su salud y la de su familia y seres queridos son cosas que importan mucho, y todos estamos pensando en eso. Pero espero que durante este tiempo difícil también podamos ampliar este enfoque para considerar a todos los que están necesitados, en cualquier parte del mundo.
Al igual que el cómo vivir, resulta importante el cómo morir. El virus está acortando muchas vidas, a veces inesperadamente. En su opinión, ¿cuál es la forma de enfrentar la muerte?
Eso debe depender de las circunstancias de uno. Ser joven y estar amenazado con una vida más corta puede justificar el miedo y la angustia, y el miedo es un motivo útil para recordarle a uno que debe mantenerse a salvo y evitar llegar a estar infectado. Pero la mayoría de las víctimas del virus tienen más de 70 años, y aunque la muerte aún puede ser trágica en esa etapa de la vida —que resulta ser mi propia etapa de la vida— y aún debemos tratar de protegernos, al menos podemos consolarnos con que hemos vivido una vida plena.
¿La discusión sobre la muerte digna retoma importancia? ¿Respetar la decisión sobre la propia vida, por ejemplo, renunciando a ciertos tratamientos? Siempre debemos respetar la capacidad de las personas para decidir sobre su propia vida y tener la opción de aceptar o rechazar tratamientos médicos. Esto no ha cambiado. Pero cuando las personas representan un riesgo para los demás, por ejemplo, si pudieran infectar a otros con un virus, es justificable prevenir que hagan eso.
Los médicos de cuidados críticos y los funcionarios de salud enfrentan dilemas a medida que los hospitales se ven sobrepasados. ¿Deberían asignar camas de cuidados intensivos por orden de llegada? Según principios igualitarios, la vida de todos vale lo mismo… No, en una emergencia, cuando no hay camas suficientes para satisfacer la necesidad, no deberíamos asignar camas por orden de llegada. Eso es únicamente una lotería, y llevaría a salvar a personas que, debido a su edad muy avanzada o condición de salud subyacente, en el mejor de los casos sólo podrían vivir unos pocos años más. Sería mejor utilizar los escasos recursos para salvar a quienes se espera que vivan mucho más.
Siempre debemos respetar la capacidad de las personas para decidir sobre su propia vida y tener la opción de aceptar o rechazar tratamientos médicos. Esto no ha cambiado. Pero cuando las personas representan un riesgo para los demás, por ejemplo, si pudieran infectar a otros con un virus, es justificable prevenir que hagan eso.
¿Adoptando un enfoque utilitarista, los médicos deberían sacar a un paciente con baja probabilidad de supervivencia de un ventilador para dárselo a otro con mejor probabilidad o priorizar a los trabajadores médicos porque podrán tratar a otras personas? Sí, exactamente, eso es lo que pienso. Creo que la pandemia está llevando a más personas a ver que la respuesta utilitaria aquí es la respuesta correcta, porque salva más vidas. Si el resultado será que se salvan más vidas en general, entonces está justificado.
Uno de los temas que le han preocupado es la desigualdad y la pobreza. ¿El coronavirus está descubriendo tensiones de justicia social como, por ejemplo, las barreras de ingresos para el tratamiento hospitalario? Los ingresos no deberían ser una barrera para tener tratamiento hospitalario. Estoy a favor de los sistemas sociales que brindan atención médica gratuita o por un costo mínimo que todos, por pobres que sean, puedan pagar. Tales sistemas han funcionado bien en el pasado, pero ahora los gobiernos conservadores han estado recortando los presupuestos de los sistemas de atención de la salud para reducir los impuestos. Es posible que haya sido un movimiento electoralmente popular, pero todos podemos ver ahora las consecuencias de permitir que los sistemas de atención de salud hayan estado sub-financiados durante muchos años.
Cuando se dice distanciamiento social, esto es casi imposible en las cárceles. ¿Considera apropiado, en ciertos delitos, conmutar las condenas por arresto domiciliario? Para los delincuentes no violentos, sí.
El regreso a la “normalidad” y los lugares de trabajo podría ser peligroso, pero también la “salud” de la economía es crucial para muchas personas que han perdido su empleo o no tienen ingresos… Estoy totalmente de acuerdo. A la larga, la salud de la comunidad depende de la salud de la economía. En países muy pobres, la salud también es a menudo pobre, la mortalidad infantil es alta y la esperanza de vida es baja. Una economía fuerte es un medio para lograr una población más saludable. Es por eso que el equilibrio entre libertad y restricción es tan difícil de establecer.
Ciertos profesionales de la salud han hecho juramentos para continuar trabajando incluso cuando eso los pone en peligro. ¿Es correcto esperar que ellos continúen enfrentando riesgos que otros pueden evitar? Ser profesional es aceptar ciertos deberes y tener un cierto estatus, lo que puede llevar a tener beneficios. Pero también puede crear la obligación de incurrir en algunos riesgos. No se puede trabajar en la brigada de bomberos y luego, cuando hay un gran incendio, tomarse el día libre. Para los profesionales de la salud, una pandemia es el equivalente de un incendio. Pero debo agregar una cosa: los profesionales de la salud tienen derecho a recibir un equipo de protección adecuado. Cuando la administración de los Estados Unidos estropea el suministro de máscaras y otros equipos de protección personal, a pesar de la amplia advertencia del riesgo de propagación del coronavirus desde China, parece injusto esperar que los profesionales de la salud incurran en el riesgo adicional innecesario de tratar a pacientes sin el equipo que deberían tener.
¿Cómo ve las opciones éticas en torno a la “inmunidad colectiva”? De alguna manera, recuerda la idea de la “supervivencia del más apto”… Espero sinceramente que encontremos una vacuna, o un tratamiento efectivo, sin tener que alcanzar la inmunidad colectiva. Al tener a la mayoría de la población infectada con el virus, por supuesto que aumentará enormemente el número de muertos.
¿Cree que es posible equilibrar la libertad de las personas con las restricciones requeridas para lograr el objetivo de salud pública? En teoría, ese equilibrio es posible, pero el problema es que no tenemos toda la información que requerimos para lograr el equilibrio correcto. Todavía hay demasiado que no sabemos sobre el virus y sobre cómo se propaga, ni sobre los costos a largo plazo de las restricciones, y su daño a los ingresos de las personas y a los recursos con que una sociedad tiene que contar para hacerse cargo de las personas en necesidad. En esta situación, solo podemos hacer estimaciones.
Imagen: Alletta Vaandering.
Liberación animal, Peter Singer, Editorial Taurus, 2018, 384 páginas, $14.000.
Utilitarianism, Katarzyna de Lazari-Radek y Peter Singer, Oxford University Press, 2017, 162 páginas, $11.200.
Famine, Affluence, and Morality, Peter Singer, Oxford University Press, 2016, 86 páginas, $11.500.
Ética práctica, Peter Singer, Editorial Akal, 2009, 400 páginas.
Aunque con esta ya son tres las biografías sobre Jorge Peña Hen (1928-1973) –existen, además, documentales y valiosos reportajes sobre su vida y legado–, es comprensible que Patricia Politzer presente este libro en parte como una reivindicación: no hay lógica para que el precursor de las Orquestas Infantiles y Juveniles no sea a estas alturas un nombre de referencia habitual en el debate sobre cultura, educación y desigualdad en Chile; ni que su esfuerzo modélico como gestor descentralizado no aparezca como referencia natural para la comunidad artística.
Una serie de paradojas, de la más noble a la más cruel, sostiene la vida y figuración póstuma de quien en 10 meses de 1964 consiguió reclutar, preparar y hacer debutar en el Teatro Municipal de La Serena a la primera Orquesta Sinfónica de Niños en Latinoamérica. Formado en piano y viola, Peña Hen desplazó un futuro como compositor a favor de iniciativas públicas sin referencia hasta entonces, incluso receladas por cierta comunidad musical (no habíamos leído antes de sus enfrentamientos con Domingo Santa Cruz y Fernando Rosas –al menos durante un período–, en las antípodas de su ideal práctico para la ejecución de partituras por principiantes).
Paradójico es, también, que tan pionero emprendedor (además fundador de la Sociedad Bach y el Conservatorio Regional de Música, junto a la Orquesta Filarmónica, Coro Polifónico y grupos de cámara en La Serena) no pudiera despegarse durante gran parte de su adultez de arranques depresivos que, según una de sus últimas cartas, lo llevasen a concluir que “deseché una vida hermosa”.
Y, al fin, está la contradicción definitiva de que uno de los protagonistas de la vida cultural de su tiempo –se detallan en el libro gestos de aliento de parte de los presidentes González Videla y Frei Montalva, así como del ex rector de la UC Edgardo Boeninger– terminase torturado y acribillado junto a otros 14 prisioneros, y con su cuerpo lanzado a una fosa común. Jorge Peña Hen no fue sometido a juicio por la acusación absurda de mantener “el principal arsenal guerrillero del Norte Chico” en la Escuela de Música de La Serena, como a inicios de septiembre de 1973 difundió el periódico Tribuna (“para el tráfico de armas, el ‘loco’ de la batuta utiliza los estuches de los instrumentos”, consignaba esa crónica ruin).
Por 25 años su familia no tuvo siquiera su cuerpo para enterrar y llorar. Cuando en 1986 se quiso organizar en La Serena un primer tributo a su memoria, no se autorizó el uso de la Escuela de Música que el propio director había creado.
Víctima de la llamada Caravana de la Muerte, por 25 años su familia no tuvo siquiera su cuerpo para enterrar y llorar. Cuando en 1986 se quiso organizar en La Serena un primer tributo a su memoria, no se autorizó el uso de la Escuela de Música que el propio director había creado.
Batuta persistente podría haber sido un título alternativo para exponer tan innovadora y valiente convicción, impulsiva en lo democratizante. Los costos de esa determinación son ya registro histórico que esta nueva biografía contribuye a precisar. Las motivaciones más profundas de ese deslumbramiento quedan, sin embargo, solo esbozadas.
Varios datos íntimos del músico –sobre todo los referidos a un matrimonio poco feliz, debilitado por una infidelidad con una alumna, y como tal certificado en cartas entregadas a la periodista por su viuda– se vuelven recurrentes. No es necesariamente cuestionable la revelación privada, pero sí lo de abordarla escindida de los vaivenes emocionales que tan radical dedicación a la música retroalimentaba (para tales efectos sí resulta más acabado el trabajo biográfico previo de Miguel Castillo Didier). Describir que esa alumna-amante, a quien no se entrevistó para el libro, mantiene en su mirada desde la muerte del músico “un indeleble toque de tristeza”, es una especulación incomprobable, además.
Tal es la deuda con la investigación sobre músicos en Chile, que muchos trabajos se orientan como un comprensible gesto de justicia. Pero el oficio en la música sigue códigos particulares, y les presenta a sus cronistas desafíos que además requieren equilibrar análisis artístico, crónica de época, investigación sobre datos esquivos y atisbo psicológico. La nueva biografía sobre el maestro Peña Hen no consigue abarcar todo aquello, aunque sí aportar datos nuevos de valioso registro.
En Chile las figuras de Cortázar y Borges suelen asociarse a la centralidad de la literatura argentina, pero lo cierto es que primero la ocupó Cortázar y luego Borges. Con los años, sin embargo, la obra de Cortázar ha sido asociada a un tipo de literatura adolescente en oposición a la complejidad que ofrece la de Borges. Muy pocos escritores han escapado de esa oposición; entre ellos se puede mencionar a Juan José Becerra, que el año pasado publicó la novela ¡Felicidades!, cuya historia gira en torno al autor de Rayuela.
En Plan de operaciones, la crítica y ensayista Beatriz Sarlo señaló que Borges se había resistido todo lo posible a ocupar la centralidad de la literatura argentina, se sentía cómodo en cierta marginalidad y, lo más importante, podía seguir escribiendo y alejado de lo que eso significaba. Hasta que en un momento le fue inevitable. Héctor Libertella, en el prólogo de 11 relatos argentinos del siglo XX, escribió algo en esa misma línea: ya que su literatura había nacido marginal y descentrada, “por lo mismo terminó haciéndose centralmente argentina”.
Sin embargo, no hubo disputa entre Cortázar y Borges, entendida como animadversión y declaraciones para allá y para acá a través de los medios, lo que hubo fueron divergencias en las lecturas y sus respectivas valoraciones que cada uno hacía de ciertos autores trasandinos y de la literatura universal. El poeta inglés John Keats (1795-1821) es una de esas lecturas donde, quizá, más se manifiesta esta divergencia.
Según consigna el Borges, de Adolfo Bioy Casares, en 1957 los amigos sostuvieron el siguiente diálogo: “Bioy: ‘¿Qué pensás de las cartas de Keats?’. Borges: ‘Han de ser tan malas como los poemas. Hay muchísima cursilería en Keats’”. En una primera lectura sorprende que Borges tuviera esa opinión de un poeta importante para la poesía inglesa, más en una persona como él que elevó a la categoría de gran poeta a Sir Thomas Brown: “El tipo literario –prefigurado por Ben Jonson, en quien campean ya todos los signos de su clase: el atarearse con la gloria, la reverencia y la preocupación del lenguaje, la urdidura prolija de teorías para legitimar la labor, el sentirse hombre de una época, el estudio de otros idiomas y hasta la presidencia de un cenáculo y el organizar banderías– es manifiesto en él”.
Para Harold Bloom, sin embargo, es indiscutible el valor de Keats. En su ensayo La Compañía visionaria: Wordsworth, Coleridge y Keats, señaló que el movimiento al que pertenecen estos poetas –el romanticismo– es una estética que permanece hasta la actualidad y que su valor radica precisamente en haber cambiado la poesía, a partir de ellos se puede hablar de poesía moderna. De hecho, a partir de Wordworth ve un cambio que continúa más allá de Keats: Browning, Tennyson, Arnold, Yeats, T.S. Eliot y Crane son parte de un camino que inauguró Wordsworth: “Para la poesía contemporánea, asumir la personalidad es tan irrelevante como abandonarla (según las manifestaciones de Eliot y su escuela). Nuestros poetas eran y son Románticos así como los poetas acostumbraban ser Cristianos”.
Cuando Bloom analizó Oda a un ruiseñor, afirmó que “Keats se aproxima a ese acto supremo de la Imaginación Romántica, un dominante en su maestro Wordsworth: la fluida disolución o desvanecimiento donde los límites del tiempo y el espacio desaparecen, y las fronteras entre el ser y el no ser, la vida y la muerte, parecen derrumbarse”.
A esta altura la invectiva de Borges es evidente: ataca a Keats, pero a través de Cortázar, o más bien del gusto de Cortázar. Porque a fin de cuentas, y esta es una de las enseñanzas de Borges, la lectura es una apropiación, y Cortázar se había apropiado de Keats, porque lo había leído mejor que él, y eso podía irritarlo, pero no al punto de mencionar los libros o a los involucrados de manera directa.
¿Pero qué podría explicar la opinión de Borges en 1957? La respuesta está en el plano de deducción a través de la lectura. Unos años antes, específicamente en 1955, Cortázar, que ya no vivía en Argentina y pronto ocuparía esa centralidad mencionada al comienzo, había traducido Vida y cartas de John Keats, de Lord Houghton, que es una biografía armada a partir de las cartas del poeta, en la que, por supuesto, hay investigación, opinión, una antología de su obra (porque Keats mandaba sus poemas a los amigos para que los juzgaran) y un poco de relato. No es descabellado pensar que en 1957, cuando Borges se refería a las cartas de Keats, estuviera hablando de este libro.
Otra hipótesis sería que a Borges no le gustara la literatura inglesa, pero si uno analiza los títulos que seleccionó para su Biblioteca Personal, proyecto editorial en los 80 que consistió en elegir 100 títulos que él consideraba imprescindibles para que se comercializaran en los quioscos de revistas, se demuestran dos cosas: su amor por la literatura inglesa, ya que hay más de 20 títulos seleccionados de los 72 que alcanzaron a salir, y su positiva valoración de Cortázar, de quien selecciona tres libros: Cuentos, Evangelios apócrifos I y II.
Examinemos entonces el libro publicado por Cortázar en 1955. Desde la nota preliminar Cortázar señala que “cuando se clausuraba una dimensión agotada por Coleridge, Hazlitt y Lamb, esta biografía se propone como base satisfactoria de la columna que la crítica posterior (Arnold, Swinburne) y la contemporánea (Colvin, de Selincourt, Middleton Murry), habrían de erigir en reconocimiento y testimonio de una alta obra poética”. No deja de sorprender el conocimiento de la poesía inglesa que manifiesta Cortázar; no se trata de que esté repitiendo como loro algo que dijeron otros, sino que verdaderamente se adentró en el mundo que, al menos, rodeaba a Keats, y ese mundo era muy amplio. De partida Hazlitt, a quien Keats frecuentaba, asistiendo además a sus conferencias, era el crítico literario de la época; había tomado la posta de John Dryden (1631-1700), el primer crítico literario inglés. Hazlitt siguió el camino para el análisis de la obra de Shakespeare que Samuel Johnson había inaugurado a mediados del siglo XVIII. En definitiva, Cortázar sabe quién es quién en el mundo que rodeaba a Keats.
El segundo aspecto a observar es que en la nota preliminar queda asentada la importancia de Keats para la literatura argentina, ya que fue consignada tempranamente por Miguel Cané: “Y luego de un salto sobre la Mancha –dice en Prosa ligera– a Inglaterra y allí, arriba, alto a la cumbre y al honor, Dickens, Eliot y entre los poetas Keats, Shelley, el mismo Byron, los que tienen entrañas, sangre y vísceras”. Es decir, Cané reordena el canon romántico, poniendo en la cima a Keats. Cortázar lee a Cané y su intento por apropiarse de Keats para la literatura trasandina, y, sin decirlo, no puede rechazar la invitación para traducir Vida y cartas, de Lord Houghton. Un dato anecdótico, pero muy revelador, es que Borges trabajó en la Biblioteca Miguel Cané hasta que el peronismo lo sacó de ahí y lo puso como inspector de aves.
¿Cómo Borges, que siempre supo unir la literatura argentina con la inglesa, no vio a Keats como puente, habiendo trabajado en la Biblioteca Miguel Cané?
Es una pregunta algo difícil de responder, más teniendo en cuenta la mente de Borges. Pero en 1959 Borges parece querer terminar la tarea y ataca a la generación de Keats, la misma que había mencionado Cané, en estos términos: “Mejor la generación de Coleridge, De Quincey y Wordsworth, que la de Shelley, Keats y Byron; sin embargo, para toda la gente estos y no aquellos son los famosos. El menos malo de los últimos es Byron”. Curioso, pero en el Borges, de Bioy, no hay ninguna mención directa a Miguel Cané aparte de esta, y es tangencial para reordenar el canon que había establecido con anterioridad. La operación de Borges es sencilla: sacar a Cané del medio y borrar sus valoraciones. Y al hacerlo, ataca la traducción y el gusto de Cortázar por Keats, que no solo tradujo a Keats sino que también escribió un ensayo sobre él, Imagen de John Keats, publicado póstumamente como el Borges, pero escrito entre 1951 y 1952.
Vida y cartas es un libro increíble, que se va armando con las cartas de Keats, con las notas de Cortázar, con retratos del biografiado y sus cercanos, con toda una investigación hecha por Lord Houghton en una época donde la voz de Keats aún era reconocible en los círculos poéticos ingleses.
En Imagen Cortázar escribe que “voy del brazo de Keats, actitud más natural para conocerlo que la otra tan frecuente, en que al pobre lo izan en una nube mientras el crítico junta mesas y sillas para armarse una plataforma que no hacía la menor falta”. Luego advierte que “si al hablar de la Condesa de Noailles me acuerdo por ahí de Damon Runyon, no hay que perder el sueño buscando correspondencias”. Como algunos saben, la Condesa de Noailles fue la primera dama de honor de la esposa del rey Luis XVI y fue guillotinada junto a su marido en 1794. Borges, nada de lerdo, menciona a la condesa a propósito de Keats. “Estuve leyendo a Keats”, le dice a Bioy. “¿Sabés a quién se parece? Bueno, es un sacrilegio: a la condesa de Noailles. Todo está lleno de hojas, plantas y botánica”.
A esta altura la invectiva de Borges es evidente: ataca a Keats, pero a través de Cortázar, o más bien del gusto de Cortázar. Porque a fin de cuentas, y esta es una de las enseñanzas de Borges, la lectura es una apropiación, y Cortázar se había apropiado de Keats, porque lo había leído mejor que él, y eso podía irritarlo, pero no al punto de mencionar los libros o a los involucrados de manera directa. Tampoco se trata de que despreciara a Cortázar, la inclusión como número uno de su Biblioteca Personal lo confirma, a menos que estas palabras, incluidas en el prólogo de los títulos seleccionados, fueran falsas: “El estilo no parece cuidado, pero cada palabra ha sido elegida. Nadie puede contar el argumento de un texto de Cortázar; cada texto consta de determinadas palabras en un determinado orden. Si tratamos de resumirlo verificamos que algo precioso se ha perdido”. Como se puede observar, lo menos que tiene es falsedad; al contrario, peca de honestidad al reconocer defectos y muchas virtudes. Aunque con Borges nunca se sabe, porque como Cortázar había muerto el mismo año en el que arrancaba su Biblioteca Personal, quedaba mal hablar desdeñosamente.
Pero antes de eso, Cortázar cuenta en el prólogo de Imagen de John Keats que tradujo el libro de Lord Houghton en 1947, sin embargo “el día en que conseguí la edición Buxton-Forman de las Cartas, y vi claro en tanta cosa oscura de la correspondencia de John, Houghton ya estaba traducido. Lo revisé, puse notas, aclaré dificultades; pero comprendo que no saldrá como debería”. Es decir que Cortázar venía madurando la edición de este libro mucho antes de 1955, por lo que su apropiación y por tanto lectura o descubrimiento es bastante anterior.
Vida y cartas es un libro increíble, que se va armando con las cartas de Keats, con las notas de Cortázar, con retratos del biografiado y sus cercanos, con toda una investigación hecha por Lord Houghton en una época donde la voz de Keats aún era reconocible en los círculos poéticos ingleses. Mientras leemos apreciamos el avance y las dificultades que le implica su poema narrativo Endimión, de más de cuatro mil versos, y encontramos que su mayor virtud como lector fue haberse dado cuenta tempranamente de la importancia de Wordsworth, no solo en lo poético propiamente tal, sino también en lo relativo a su ojo crítico. El crítico español Ángel Rupérez, en el prólogo de Antología esencial de la poesía inglesa, sostiene que la importancia de Wordsworth fue haber introducido el concepto de tradición en la poesía de su país. Y Keats es uno de los primeros en percatarse de esto y por eso lee a Shakespeare, a Spenser, a Milton y a Wordsworth. Keats lee hacia atrás en la poesía de su país para proyectarla hacia adelante, hacia el futuro.
A lo largo de las páginas, Keats se va mostrando como un lector tardío pero de gran intensidad, que en un momento despierta y es capaz de ver, como Borges, las intenciones de autores muy importantes y hacer asociaciones y encontrar defectos (hasta en su admirado Wordsworth) que muy pocos, salvo William Hazlitt, estaban capacitados para ver. En 1818 escribe una carta donde manifiesta lo que debería ser la poesía: “Pienso que la poesía debería sorprender por un hermoso exceso y no por su singularidad; debería impresionar al lector como la expresión en palabras de sus más elevados pensamientos, y parecerle casi un recuerdo”.
Se ha dicho que sus poemas pecaban de hablar siempre del mismo tema, y es verdad que hay muchos que hablan de la muerte, pero no todos son así, también hay poemas de amor. Por varios elementos de sus poemas –abejas, aves, cosa común en el romanticismo– resultaba casi innecesario que Emily Dickinson (1830-1886) reconociera el influjo de John Keats, ya que en su poesía también se encuentran dichos elementos, con la muerte como tema.
En Roma, a los 91 años, falleció hoy, a causa de complicaciones asociadas a una caída, el compositor Ennio Morricone, autor de algunas de las bandas sonoras más importantes de la historia del cine. Merecedor de dos premios Oscar (uno honorífico a su trayectoria, recibido en 2007, y el segundo en 2016 por su trabajo en Los ocho más odiados), estuvo detrás de la musicalización de más de 400 películas, entre ellas, El bueno, el malo y el feo, Teorema, Novecento y Los intocables.
En septiembre de 1980, el músico italiano fue invitado al programa español A fondo, registro que compartimos a continuación, donde reflexionó sobre el papel del compositor para cine, la naturaleza camaleónica que exige el oficio y la manera en qué abordo diversos proyectos. Respecto a las condicionantes que impone al músico el trabajar subordinado a un guión, dijo: “Yo creo que el objetivo más alto es que el compositor pueda rescatar su posibilidad de expresión por encima y más allá de la obra cinematográfica que sirve”.
Cargado de mística y exaltación, Chacarillas fue un evento fundacional, que explica en gran medida el legado y la permanencia de la dictadura de Pinochet. Porque más vale decirlo y reconocerlo de antemano y de una buena vez, para que duela menos: el de la dictadura cívico militar fue un proyecto victorioso y permanente.
Para los autores de este libro, que aborda los alcances y signos de la ceremonia de julio de 1977 en la que 77 jóvenes pinochetistas rinden tributo a su líder, Chacarillas fue “quizás el espectáculo más patético y simbólico” del régimen. También, de paso, uno de los hitos más relevantes. Esos jóvenes, representantes del mismo número de soldados chilenos que perdieron la vida en la Batalla de La Concepción, concurren a sellar un pacto de compromiso y continuidad con un proyecto político que es también una obra de depuración.
De ahí el lugar central de esas antorchas que empuñan cantantes, figuras de la televisión, deportistas y esos apóstoles de Jaime Guzmán que, cuatro décadas después, ocupan las altas esferas del poder político y económico. Como se lee en el libro, desde temprano Guzmán “articula una estructura militante que tiene como propósito incidir en el régimen, instalar a sus cuadros en espacios de poder en el gobierno”, previendo la continuidad de un proyecto que se asume a largo plazo.
Con más ambiciones literarias que investigativas, Felipe Reyes y Guido Arroyo se nutren de textos periodísticos y de historia, prensa de la época y documentos que permiten reconstruir la más significativa ceremonia de la dictadura y darle contexto y sentido de trascendencia. No aspiran a las revelaciones, pero en compensación exhiben un buen pulso narrativo y son coherentes con su propósito de desentrañar las señas filo-fascistas de esos años y dar cuenta de que la dictadura de Pinochet no fue solo militar, sino también civil. Una dictadura bien acompañada por jóvenes ambiciosos y muy bien adiestrados.
Aunque no es su propósito central, Chacarillas deja en evidencia el vergonzoso papel que la prensa cumplió en esos años, esa misma prensa que, como otra señal de triunfo del legado pinochetista, sobrevivió y se impuso en democracia casi sin contrapeso.
En eso, el libro lo deja medianamente claro, Jaime Guzmán fue un visionario, además de un hábil amanuense. Supo navegar por los tormentosos mares del poder dictatorial, sorteó enemigos internos y leyó con agudeza ese antiguo complejo de inferioridad intelectual de Pinochet, que una vez hecho del poder absoluto derivó en culto a la personalidad. Porque a fin de cuentas, lo de Chacarillas fue también una puesta en escena para adorar al líder de lo que el historiador Manuel Gárate ha llamado “una revolución conservadora, fruto de una variante extrema de liberalismo económico”.
La revolución conservadora significó la abolición de símbolos y figuras que fueron reemplazados por otros propios de una tradición autoritaria, hispanista o castrense. La borradura cultural, como bien la denominan y desarrollan los autores, supuso también un plan de limpieza y aseo de muros exteriores y lo que se conoció como operación “corte de pelo”, que abolió por decreto “chasquillas o mechones en la frente o cabelleras al viento” entre los escolares.
Por cierto, la prensa no solo se hizo eco de estas campañas de higiene cultural, sino también las alentó desde una construcción imaginaria de la realidad que tendía a obviar el horror. En ese sentido, aunque no es su propósito central, Chacarillas deja en evidencia el vergonzoso papel que la prensa cumplió en esos años, esa misma prensa que, como otra señal de triunfo del legado pinochetista, sobrevivió y se impuso en democracia casi sin contrapeso.
Gracias a una valiosa pesquisa de notas de prensa, y a la destreza narrativa de los autores, el relato es coherente con su propósito de revivir y dar contexto a una puesta en escena megalómana que trae reminiscencias del nazismo, tanto en su pretensión como en sus símbolos. Sin embargo, muestra deficiencias y vacíos importantes al obviar –entre otros aspectos– la pugna de poder entre gremialistas y nacionalistas que para 1977 ya estaba prácticamente zanjada. Chacarillas, a fin de cuentas, es precisamente eso: el triunfo definitivo de Guzmán y sus jóvenes acólitos llamados a tomar la posta.
Chacarillas. Los elegidos de Pinochet, Guido Arroyo y Felipe Reyes, Alquimia Ediciones, 2020, 144 páginas, $11.000.
Según las series de Netflix y las redes sociales, la distopía ya llegó. También lo cree Naomi Klein. A través de un artículo publicado en The Intercep, abordó el surgimiento de “una doctrina del shock pandémico” que bautizó como “el New Deal de la pantalla”. Esto implica básicamente un futuro post-Covid 19 que será liderado por corporaciones tecnológicas que están sacando en limpio los beneficios que trajo el encierro global. “Con mucho más de alta tecnología que cualquier otra cosa que hayamos visto en desastres anteriores, el futuro que se está forjando a medida que los cuerpos aún acumulan las últimas semanas de aislamiento físico no como una necesidad dolorosa para salvar vidas, sino como un laboratorio vivo para un futuro permanente y altamente rentable sin contacto”, aseguró la activista.
Si bien me cuesta imaginar futuros distópicos o utópicos –en parte porque nunca he sido admirador de Stephen King ni de Philip K. Dick y lo que vendrá siempre me ha importado menos de lo que ya fue–, mi dramatismo de reclusión me lleva a temer en el fin de la experiencia cinematográfica como la conocemos. Las salas de cine –esos “palacios plebeyos”, como las llama Edgardo Cozarinsky– son para mí inseparables de las películas, con todo lo que implica: el proceso encadenado que va desde la filmación hasta los pormenores del rito de proyección. Gloria Swanson, interpretando a una actriz olvidada que enfrenta los sinsabores de una nueva era, lo explica bellísimamente en Sunset Boulevard, de Billy Wilder: “Aquí no hay nada más. Solo nosotros y las cámaras, y esas personas maravillosas en la oscuridad”.
Con todo, es interesante el rol que el cine y las series han jugado en estos meses de encierro. No son pocos los directores independientes que han subido sus películas en busca de espectadores, como si antes de la llegada del virus la gente hubiese estado demasiado ocupada para prestarles atención. Como parte de un plan de sobrevivencia que también incluye recetas de cocina y rutinas de ejercicios, ver películas se convirtió en una suerte de tarea obligada para lidiar con estos tiempos enrarecidos.
El sentido que cada persona le da al cine no difiere de otros tiempos de catástrofes e incertidumbres. La comedia screwball tuvo su apogeo después de la Gran Depresión y, aunque en muchos casos satirizaba asuntos de clases, tradiciones e incluso el rol de los géneros sexuales, buscaba principalmente la distracción humorística. El cine bélico, en tanto, proliferó en medio de la guerra. Son dos fuerzas que conviven en medio de la crisis. Es la evasión contra la conexión. Consumir lo que sea para matar el tiempo versus hundirnos en el mal que nos aqueja; en este caso en particular, indagar en películas sobre virus letales como Epidemia (Wolfgang Petersen, 1995) o Contagio (Steven Soderbergh, 2011), por nombrar solo dos producciones olvidadas que regresaron en esta temporada de confinamiento.
Tratar de entender la vida a través del cine es un buen ejercicio. En Ne croyez surtout pas que je hurle (2019), el cineasta francés Frank Beauvais reconstruye con fragmentos de películas –a modo de collage experimental– sus impresiones y sentimientos durante una cuarentena voluntaria de un año en un pueblo de Alsacia tras el fallecimiento de su padre, la ruptura con su novio y, aunque parezca banal, la muerte de su ídolo: Prince. Beauvais, quien se gana la vida pirateando dvds mientras realiza su diario documental, consume cine compulsivamente durante su encierro, trata de encontrar en él un espejo que le revele el sentido de su calvario además de una identificación para no sentirse tan solo. Ne croyez surtout pas que je hurle es una carta de obsesión al cine y un perfecto trabajo de orfebrería visual. Está hecha de miles de planos de películas que van en sincronía con el relato en off confesional de Beauvais.
“Literalmente, me hundo en películas de otros”, dice en un momento. “Pierdo toda necesidad de escribir, de grabar y de hacer otra cosa. El nido se convierte en nicho, el refugio en prisión. Estas películas de otros son más espejos que ventanas”.
Es interesante el rol que el cine y las series han jugado en estos meses de encierro. No son pocos los directores independientes que han subido sus películas en busca de espectadores, como si antes de la llegada del virus la gente hubiese estado demasiado ocupada para prestarles atención.
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“Me interesa saber cómo volveremos a la normalidad después de esto. Yo creo que no hay vuelta atrás”, me dice por teléfono un amigo que administra una pequeña sala de cine y que ha visto con horror el entusiasmo de algunos productores y distribuidores ante los beneficios de las funciones online. El tráfico de los principales servicios de streaming ha crecido con una rapidez exponencial superior a la del covid-19, los grandes estudios preparan el desembarco de grandes estrenos mundiales en línea (ahorrándose, de paso, presupuestos en distribución y proyección), cineastas independientes han visto la posibilidad de romper con el calvario de las salas vacías y algunos festivales han decidido trabajar en una edición online.
En nuestro país, el aumento de visionados en el sitio Ondamedia (de 50 mil a más de 400 mil películas vistas por mes, según el último informe) vislumbra una posible solución al problema de la crisis de audiencia en el cine chileno. Al parecer, la gente está dispuesta a ver películas nacionales siempre y cuando no tengan que salir de sus casas para hacerlo. El alcance es, además, mucho mayor en la virtualidad que en el mundo presencial. Las nuevas experiencias culturales tendrán la vertiginosa dinámica numérica de las redes sociales.
Como fetichista de los soportes físicos, no puedo estar contento con esta suerte de “evaporización” del cine (confieso que soñaría con tener un box set de “Al otro lado del viento”, obra maestra de Orson Welles que fue, paradójicamente, restaurada por Netflix) aunque sería cínico si negara mis ilusiones de cuarentena frente a la liberación de películas nunca proyectadas en estas latitudes o la “digitalización” de material que, de otra manera, no podría apreciar. Da la sensación de que el coronavirus nos enfrentó a la idea de la caducidad de nuestro tiempo. Hacer visible obras subterráneas se convirtió en urgencia.
Cuesta imaginar un archivo fílmico más alejado de la virtualidad que el Anthology Film Archives de Nueva York, creado en 1970 por los cineastas Jonas Mekas, Stan Brakhage, Jerome Hill, Peter Kubelka y el crítico P. Adams Sitney, con el fin de preservar y exhibir cintas experimentales. Así y todo, en medio de la pandemia reactivaron su cuenta de Vimeo para compartir un par de obras desconocidas de Mekas. Maciunas and Fluxus (2011) es un vistazo a acciones de arte –de Yoko Ono a Joseph Beuys– registradas por el cineasta lituano a lo largo del tiempo. Keep Singing (2011) revela una faceta desconocida del director: su afición por el canto y sus presentaciones, junto a una banda de amigos, en un bar de Brooklyn. Self Portrait (1980) es un autorretrato de 20 minutos de duración. Y Happy Easter Ride (2012) consiste en la grabación de un grupo de jóvenes que hacen música mientras navegan las aguas del Hudson.
El estreno más comentado del Anthology Film Archives fue el de Notes on an American Film Director at Work: Martin Scorsese (2008), making-of autoral de Los infiltrados, película que ganó el Oscar en el año 2007. El registro funciona como un manual de dirección cinematográfica que no está exento de la belleza melancólica que poseen los trabajos de Mekas, quien se consideraba un “filmer” antes que un “filmmaker”. “Es un tributo personal a un amigo”, dijo el cineasta en su momento. Fue pensado originalmente como un video de 10 minutos de duración para promocionar una retrospectiva del autor de Taxi Driver en el Anthology Film Archives. Terminó siendo un documental de observación que, a diferencia de los clásicos “detrás de cámara” de industria, se distrae en detalles como el humo que surge de una escena de explosión, la variedad del catering o los rostros de los transeúntes que se encuentran casualmente con el rodaje. Las preguntas que Mekas le hace a un amable Scorsese en medio de la filmación refleja su distancia de esos aparatosos métodos de producción.
Travis Wilkerson, por su parte, subió a Vimeo Machine Gun or Typewriter (2015), película personal, experimental y política en la que el narrador, locutor de una radio clandestina, busca a una mujer que amó y con la que tiempo atrás visitó un cementerio judío para indigentes. Con alusiones al movimiento Occupy, Wilkerson, con su voz grave e imponente, revisita las sombras de la Historia y los movimientos sociales que han marcado a Estados Unidos. Una obra profundamente influenciada por el cine de Chris Marker que, antes de la pandemia, era imposible ver fuera de festivales.
Esa ha sido también nuestra forma de acercarnos a Ruiz ante la dificultad de ver sus películas. Mezclamos sus entrevistas en YouTube con cortometrajes, extractos de películas y los pocos largometrajes completos que, con el tiempo han ido subiendo (¿quiénes son estos filántropos?). Hemos construido nuestro propio panóptico ruiziano como si fuésemos el doctor Frankenstein dándole vida a una criatura heterogénea e indescriptible.
Lo mismo pasa con Homeland (Iraq Year Zero), monumental díptico de cinco horas de duración que su director, el iraní Abbas Fahdel, subió a internet en abril. El entrañable registro casero que el cineasta hace de su entorno de clase media en Teherán se vuelve devastador en la segunda mitad, cuando la ocupación militar estadounidense ha destruido tanto la ciudad como las estructuras sociales. Fahdel observa sin entregar un discurso. Deja que las imágenes hablen por sí solas y evita el golpe bajo cuando sea la hora de contar los muertos.
También conviene revisar la plataforma virtual más heroica de la red: Ubu Web, creada en 1996 por el poeta Kenneth Goldsmith sin dinero ni fines de lucro. Un espacio alejado de las dinámicas promocionales de estos tiempos de redes sociales que, a través del boca a boca, ha ido ganando adhesiones inquebrantables. ¿Qué encontramos? Todo lo que tenga que ver con vanguardia: literatura experimental, videoarte, cine, danza, música; trabajos de Yoko Ono, Pauline Oliveros, Samuel Beckett, Marcel Duchamp y William Burroughs, entre otros miles de autores. De Chile hay obras de Cecilia Vicuña, Raúl Ruiz y Juan Downey. De este último se puede ver, por ejemplo, Chicago Boys (1982), su particular aproximación al experimento neoliberal en Chile. También encontramos –en un apartado sobre experiencias lisérgicas– un texto de Claudio Naranjo sobre el uso terapéutico de la ibogaína.
Ubu Web no necesita la excusa de la pandemia para practicar su generosidad sin límites.
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Alan Pauls alguna vez opinó que “la forma más ruiziana de ver las películas de Raúl Ruiz es a través de internet”. Su inconmensurable filmografía resiste ese ejercicio de asociaciones libres, exploraciones en fragmentos que no atentan contra los juegos que ofrecen sus dispositivos. Esa ha sido también nuestra forma de acercarnos a Ruiz ante la dificultad de ver sus películas. Mezclamos sus entrevistas en YouTube con cortometrajes, extractos de películas y los pocos largometrajes completos que, con el tiempo han ido subiendo (¿quiénes son estos filántropos?). Hemos construido nuestro propio panóptico ruiziano como si fuésemos el doctor Frankenstein dándole vida a una criatura heterogénea e indescriptible. De alguna manera, Ruiz se convirtió en un cineasta ideal para operaciones de cuarentena.
Los surrealistas entendían estas maniobras. Como el pintor Joseph Cornell, quien llevó el arte del ensamblaje al cine montando, en un comienzo, trozos de una película clase B encontrada en un basurero (Rose Hobart, 1936) y, posteriormente, tomas que encargaba a distintos cineastas para su transformación en collages en movimiento (en YouTube se encuentran algunas de sus obras).
Como siempre ha ocurrido, los franceses siguen sacándonos en cara nuestros descuidos culturales. La Cinemateca Francesa aprovechó el encierro global para subir a su página cinco obras de Ruiz: Diálogo de exiliados (1974), Le Toit de la baleine (1981), Bérénice (1983), La recta provincia (2007) y la versión restaurada de Tres tristes tigres (1968), film-manifiesto, “cassavetiano”, vibrante e incombustible que de alguna manera estableció la vitalidad, y el distanciamiento de convenciones narrativas que marcarían una filmografía inabarcable. No hay duda: nos faltan miles de cuarentenas más para poder alcanzar a Ruiz.
Durante el gobierno de Ricardo Lagos, el ministro de Hacienda Nicolás Eyzaguirre viajó “en busca de inspiración” a diversos países que habían alcanzado el desarrollo basados en sus recursos naturales. En una actividad propia de esas giras, un joven estudiante danés le preguntó por qué Chile, no obstante su progreso, seguía siendo tan desigual y tan dependiente de unas pocas exportaciones. La pregunta era sumamente básica. Tanto, que el ministro, avergonzado, no supo responderla.
“Desde entonces no he podido dejar de pensar en eso”, cuenta ahora en Desigualdad, un ensayo a la altura de esa obsesión y, por lo mismo, de enorme interés. Guiado por la sospecha de que 200 años de políticas públicas deficientes debían ser el síntoma de una enfermedad mayor, Eyzaguirre ha escrito un libro que desdibuja las fronteras de su disciplina –o más bien, que conoce el carácter ilusorio de esas fronteras− y que le debe tanto al vigor teórico del autor como a su experiencia en el ejercicio del poder.
La evidencia comparada, musa del economista, abarca en este estudio la historia universal casi completa: el cazador-recolector, el agricultor sedentario que produjo excedentes, los imperios que centralizaron la gestión de esos excedentes y las sociedades más horizontales de la era industrial. Para cada una de esas etapas, Eyzaguirre contrasta experiencias de los cinco continentes, con el fin de detectar las variables geográficas, políticas y culturales que propiciaron economías virtuosas o decadentes. El hallazgo que arroja esa pesquisa es que el secreto del desarrollo –y de la innovación, su piedra angular− no se esconde en los detalles del modelo económico, sino en el entramado institucional que una sociedad se da para sí.
Concretamente, lo que Eyzaguirre intenta probar es que la desigualdad, lejos de ser un efecto colateral de la bonanza, es en el largo plazo –y muchas veces en el corto− el más poderoso factor de estancamiento. Y no se trata de un cumplido retórico: el minucioso cruce de evidencias consigue develar cómo, a través de qué dinámicas específicas, la concentración del poder ha inhibido la prosperidad y su mejor distribución, en cambio, la ha catapultado. Fue así, por ejemplo, como una Inglaterra más democrática y descentralizada, con una mayor fragmentación de la riqueza y a la vez respetuosa del derecho de propiedad –alquimia esencial, para Eyzaguirre, del ingenio productivo−, pasó de ser el potrero de Europa a contemplar desde la cima el hundimiento de imperios jerárquicos como el español o el chino, incapaz este último de traducir su inventiva en industria. De allí la frase que, como un talismán, recorre este libro: “¡Es la política, amigo!”. O su epígrafe, que cita a Simon Johnson, ex economista jefe del FMI: “Las personas poderosas siempre procuran hacerse con el control del gobierno, menoscabando el progreso social en favor de su propia codicia. Ejerza un férreo control sobre estas personas mediante una democracia efectiva o verá cómo fracasa su país”.
Son muchos los caminos que ensaya esta investigación, pero todos conducen a nuestro valle central. El palo en la rueda de la sociedad chilena, sostiene Eyzaguirre, ha sido una oligarquía que tempranamente capturó el poder –la propiedad de la tierra, primero; la política y la banca después− y bregó porfiadamente por evitar su socialización. Los sucesivos altibajos de nuestro historial económico, así como el curso declinante que ya acusa el modelo actual, son reinterpretados a la luz de la inercia institucional que resultó de ese dominio oligárquico, y mediante un revelador paralelo histórico con las trayectorias de Australia, Nueva Zelanda, Estados Unidos y Canadá: países, como el nuestro, de origen colonial, pero que repartieron a tiempo la tierra, el acceso al crédito y el saber.
Una diferencia crucial es que en Chile, hasta muy entrado el siglo XX, la minoría terrateniente se las arregló para evitar los impuestos directos (al ingreso y a la propiedad). Privar al Estado de esos recursos implicó que las brechas de escolaridad y alfabetización –entre Chile y aquellos países− se dispararan durante el siglo XIX. Lo propio ocurrió con las cifras de participación electoral. Lo interesante es constatar el correlato directo de estos números en los respectivos progresos de la industria agropecuaria: mientras Oceanía creaba desde abajo, Chile se estancaba desde arriba.
Son muchos los caminos que ensaya esta investigación, pero todos conducen a nuestro valle central. El palo en la rueda de la sociedad chilena, sostiene Eyzaguirre, ha sido una oligarquía que tempranamente capturó el poder –la propiedad de la tierra, primero; la política y la banca después− y bregó porfiadamente por evitar su socialización.
Es justo destacar, en tiempos de cólera discursiva, los esfuerzos del autor por evitar los reduccionismos que inclinen la balanza a su favor, al punto de advertir al lector cuando sus afinidades ideológicas pudieran predisponerlo. Aun así, las críticas a la izquierda, su tribu de origen, no son pocas. La ennoblecida política industrial de las décadas desarrollistas, según se empeña en acreditar, era insustentable en el tiempo y jamás daría el salto de productividad. Y lo peor, no se atrevió a disputar el verdadero botín −la propiedad de la tierra y la renta minera− sino hasta el gobierno de Frei Montalva, quizás demasiado tarde. A las políticas económicas de la UP les reprocha una candidez superlativa. Y a las de la dictadura, haber puesto en marcha una “restauración oligárquica” mucho más irresponsable y populista de lo que sus artífices quieren recordar.
Sin abstenerse de introducir teoría económica –dialogando con premios Nobel del siglo XX antes que con los clásicos−, Eyzaguirre se asegura de mantener el libro al alcance de cualquier lector curioso. Su pluma sobria, de contenida elegancia, se remite a la mejor tradición contemporánea de su disciplina; la majadera reiteración de las ideas centrales, en cambio, parece remitirse a la creciente desconfianza de los ensayistas respecto de la capacidad de retención de sus lectores.
Pero el rasgo más sobresaliente de Desigualdad es su amplitud de miras para conjugar los factores económicos con los sociales y políticos. La miopía del economista que ahoga la complejidad social en una planilla Excel es ya demasiado fácil de criticar. Se dice menos sobre la ligereza con que las humanidades y las ciencias sociales se han servido de esa crítica para ahorrarse el problema económico, por la vía de reducirlo a un antagonismo ideológico o simplemente ético (desdeñar a los economistas reporta credenciales de profunda sensibilidad). En este caso, el laborioso despliegue de estadísticas es de primera necesidad para iluminar ciertas dinámicas sociales y, lo más importante, para plantearse en serio el desafío de modificarlas.
Y entonces, ¿qué hacer?
En la emblemática demanda de “cambiar nuestra matriz productiva”, Eyzaguirre distingue más voluntarismo que claridad. Para ponerle paños fríos, examina los casos de Japón y Corea del Sur, concluyendo que no son aplicables a Chile ni a esta época. Prefiere el camino noruego o neozelandés: crear valor en torno a nuestras materias primas. Con ese horizonte, el Estado debería endeudarse y subir los impuestos a las personas (“pausada pero significativamente”) para impulsar un decidido plan de innovación y educación. Pero cuidado: la empresa fracasará si no impedimos que los grupos de presión –este punto desvela al ex ministro− arbitren el destino de esos recursos.
Antes de todo eso, sin embargo, está la actual Constitución, “hecha desde la ilusión de la petrificación” y causa principal, para Eyzaguirre, de nuestro inmovilismo. La exagerada jerarquía que concede a los intereses privados en desmedro de los públicos, así como los quórums supramayoritarios y los vetos del Tribunal Constitucional, no nos permiten, a su juicio, seguir avanzando. El viejo presidencialismo, pronostica además, inducirá una parálisis del sistema político, pues el Congreso, carente de incentivos para vertebrar una mayoría gobernante, “se asemeja cada vez más a una federación de caudillos y populistas”.
No deja de impresionar que este libro, tras madurar por casi dos décadas en la mente de su autor, haya entrado a la imprenta apenas días después del 18 de octubre. Para advertir que nos pena un nuevo pacto social, quizás ha llegado tarde. Para ilustrar cuán difícil será enmendar el rumbo y cuánta la tentación de pretender que parezca fácil, el momento no puede ser más oportuno.
Desigualdad. Raíces históricas y perspectivas de una crisis, Nicolás Eyzaguirre, Debate, 2019, 454 páginas, $16.000.
El coronavirus ha causado, además de la crisis sanitaria y económica, una intensa discusión intelectual global respecto de las consecuencias y cambios profundos que pueda o no traer esta pandemia. La destacada filósofa, académica y Premio Nacional de Humanidades, Carla Cordua, contó por escrito a revista Santiago parte de lo que está pensando acerca de nuevos y viejos debates que se abren.
¿Cuál es, a su juicio, el mayor golpe que nos está dando este virus? Me parece que vino a recordarnos nuestra gran ignorancia. Un virus desconocido incluso para los médicos, nos ataca sin aviso y nos hunde en el desconcierto, obligándonos a reconocer nuestra indefensión ante sus efectos totales. Este forastero nos dejará atrás después de su visita, sin molestarse en ofrecer explicaciones y motivos descifrables.
A través de la historia, las pestes y epidemias han ido dejando diferentes huellas. ¿A qué situación histórica previa le parece comparable esta? Como desconozco las historias de pestes famosas, esta que nos asedia hoy a nosotros y al mundo actual se me presenta como una invasión fatal que hasta ahora no estamos seguros de descifrar. Estamos, creo, como la gente de esas poblaciones inocentes que de pronto son objeto de campañas de propaganda que inducen a sus miembros a servir en una guerra de la que nunca habían oído hablar y con la que no tienen nada que ver. Si no fuera que de pronto, ahora mismo, también nosotros somos arrastrados por los discursos que nos confrontan con supuestos deberes inexcusables y obligaciones, estaríamos, como antes, libres y apartados de la suerte de los demás.
¿Cree que la epidemia nos permitirá avanzar hacia mejores modelos de salud pública? Como ciudadanos de una democracia liberal debiéramos gozar de un servicio estatal ocupado del bienestar normal de la población; una institución que fuera capaz de ofrecer los medios que cultivan y favorecen la salud. En esta acepción política de la palabra “salud”, ella designa no tanto un derecho o cierta situación de cada uno, sino más bien a un sector de los servicios que el Estado está comprometido hoy a ofrecer. La epidemia estaría así a cargo de un ministerio bien informado y económicamente dotado para atender a los afectados por la enfermedad.
La sumisión a lo oficial no es un rasgo notable entre nosotros, más bien al contrario, si uno puede engañar a sus representantes en vez de respetarlos disfrutará de la aprobación popular.
La salud está asociada a valores esenciales, como justicia y libertad. ¿Ve entonces que esta pandemia podría dar pie a observar más críticamente el modelo imperante a escala global? La relación del orden social con la justicia y la libertad tiene muchas aristas; todas ellas se pueden usar como posiciones reveladoras de la totalidad. Cualquier suceso que la compromete puede ser declarado revelador del conjunto. Pero, ¿por qué elegiríamos como enfoque del todo a lo más desconocido, recién llegado y pendiente de adquirir un sentido para nosotros?
Este tipo de epidemias saca lo mejor y lo peor de nosotros. ¿Cómo encauzarla desde el punto de vista de la filosofía o el pensamiento para que nos conduzca a reflexión serena, en vez de pánico y desborde? Cuando sabemos que no hay un remedio universal ni una alternativa mejor a la presión que los problemas ejercen sobre nuestras fuerzas, creo que solo cabe aceptarla, reservándose la posibilidad de modificar el problema mismo o de descubrirle una debilidad que lo exponga a un examen crítico que sí ofrece alternativas o una modificación favorable.
“La modernidad equivalió en parte a dar por terminado el apego al pasado y a sustituirlo por el apetito de un futuro factible debido a nosotros mismos”, escribió en Apuntes al margen. ¿Qué futuro piensa que nos espera? La cita que propones caracteriza a los modernos diciendo que esperaban producir el futuro que habían imaginado. En efecto, fueron así de optimistas, pero entretanto ha crecido mucho la duda sobre el poder propio de gobernar la historia. Hoy preguntamos, más bien, ¿tenemos todavía algo que seguimos llamando futuro, aunque no podemos hacer nada sobre lo que vendrá?
Capitalismo: dispuesto a defenderse
Ha habido un debate sobre si esta pandemia cambiará o matará al capitalismo, usted ha dicho que no le parece así. No sé lo que nos espera, pero no veo quién o qué podría derrotar el poder del sistema capitalista que está vigente, que sigue creciendo y dispuesto a defenderse.
¿Qué se puede hacer para que la democracia liberal no quede herida letalmente después que pase el coronavirus? Si la democracia fuese liberal de veras, cosa que a veces es dudosa, yo no le haría nada para mejorarla. Dejémosla hacer lo suyo.
Aparentemente han tenido éxito medidas de control del virus impuestas por gobiernos autoritarios o no democráticos, como es el caso de China o Singapur, a través de la vigilancia tecnológica. ¿Cree que las sociedades occidentales están dispuestas a aceptar esa restricción a la libertad individual o invasión de la vida privada? Las imposiciones a las que se nos ha sometido sin consultarnos han venido acompañadas de argumentos que destacaban la conveniencia médico-sanitaria de las medidas. Las autoridades citan a menudo ejemplos de tales medidas presuntamente exitosas en su aplicación anterior en otros países. ¿Han resultado convincentes estas justificaciones, de manera que la obediencia a sus reglas procedería, en último término, de la persuasión de la ciudadanía? Me parece que, en la medida relativa en que lo impuesto fue respetado, resulta bien difícil de medir el grado de convicción que formó parte de la conducta obediente. Pues hubo también abierta desobediencia a los vigilantes encargados del control de los sectores dominados por la autoridad. La sumisión a lo oficial no es un rasgo notable entre nosotros, más bien al contrario, si uno puede engañar a sus representantes en vez de respetarlos disfrutará de la aprobación popular. Sin embargo, la sola existencia de esos medios técnicos de vigilancia hace improbable que los Estados occidentales se priven de utilizarlos cada vez que los juzguen apropiados para combatir una calamidad pública.
El coronavirus no hay que sumarlo al estallido social, sino más bien restarlo, puesto que las manifestaciones de protesta se han disipado desde que los manifestantes sintieron que aglomerarse conllevaba un peligro para sus vidas.
Este es un escenario ideal para las utopías revolucionarias, aquellos que creen que un nuevo orden, por el solo hecho de ser nuevo, será mejor. El virus en Chile se suma al estallido de octubre… Por lo que veo, el coronavirus no hay que sumarlo al estallido social, sino más bien restarlo, puesto que las manifestaciones de protesta se han disipado desde que los manifestantes sintieron que aglomerarse conllevaba un peligro para sus vidas. Los ejemplos de Rusia y China me han persuadido de que no es tan fácil refundarlo todo, mucho menos en Chile, que en todo respecto es tan conservador. En todo caso, una refundación de Chile no me preocuparía.
¿Qué cambio positivo puede traer este tiempo a nuestro sistema de vida? Los tiempos serán nuevos a pesar de las fuerzas conservadoras que quisieran prolongar lo heredado. Pues lo conservado no es nunca tan poderoso como para evitar a la larga y del todo la renovación parcial de la vida.
¿Cómo serán recordados, en muchos años más, estos meses de pandemia?
Mi pregunta no se refiere a qué dirán los libros de historia. Mi interés es la memoria colectiva, la manera en que el episodio será discutido en 30 o 40 años por quienes lo vivieron. Quiero saber cómo estas vivencias serán pasadas de generación en generación, lo que los abuelos les contarán a sus nietos sobre el año 2020.
Dice Paul Ricoeur que la memoria no es lo mismo que la historia. La primera tiene precedencia sobre la segunda; poco pueden hacer los historiadores contra los argumentos basados en un “yo lo viví, estuve ahí y lo experimenté”.
Siempre me extrañó que la epidemia de influenza de 1918 –la gripe española– no ocupara un lugar prominente en nuestra memoria colectiva. No se enseña en el colegio ni es parte del baúl de los recuerdos de las familias chilenas.
¿Por qué?
Le pregunto a mi madre octogenaria si alguno de nuestros antepasados murió de complicaciones de la influenza. Me dice que cree que no. Agrega que nunca se comentó de algún deceso, debido a la gripe, en nuestra familia. Le pido que averigüe entre sus amigas y a los pocos días me confirma lo que yo sospechaba: nadie recuerda haber escuchado de víctimas de la “Pesadilla”. Es difícil creer que ningún conocido haya sucumbido ante la influenza. Después de todo, se estima que en Chile más de 40 mil personas murieron entre 1917 y 1921. Entonces le pregunto a mi madre sobre otras calamidades nacionales. Ahí cambia su tono de voz, y la veo sonreír a través del Zoom. Me dice que siempre se comentó de la mucha gente conocida –parientes, amigos– que falleció en el terremoto de Chillán de 1939. “Fue algo horrible”, asevera con una voz grave. Agrega que la madre de una tía murió aplastada por una pared de adobe. “¿La mamá de Techy?”, pregunto. Me dice que sí.
¿Por qué está Chillán en nuestra memoria y no la influenza de 1918? Es una pregunta válida. Después de todo, en el terremoto murieron 24 mil personas, mucho menos que durante la pandemia.
Varios aspectos de la cobertura noticiosa llaman la atención. Los médicos no pueden ponerse de acuerdo si la mayoría de los casos son de tifus o de influenza. Hay debates, recriminaciones y acusaciones. Además, la prensa habla del tema como si se tratara de una enfermedad que afecta, esencialmente, a los pobres.
En mi esfuerzo por entender me sumerjo en los archivos de la época. Quiero saber cómo se vivieron esos largos meses de infección y dolor. Quiero compararlo con lo que está pasando un siglo después.
Empecemos con las cifras: en Chile, la influenza española fue particularmente severa durante 1919, cuando murieron casi 24 mil personas, de un total de 40 mil fallecidos. Fue devastadora en Santiago, Biobío, Chiloé y Magallanes.
El primer artículo de prensa sobre la gripe fue publicado por La Nación el 15 de octubre de 1918. Un mínimo recuadro en las páginas interiores lleva como título: “Una epidemia a las puertas de Santiago”. La nota empieza así: “En la tarde de ayer han llegado a la alcaldía algunos denuncios de personas que merecen fe, de haber aparecido la influenza española en el barrio ultra Mapocho, en donde se han observado varios casos de esta enfermedad que azota últimamente, según se nos informa, a algunos pueblos de España” (el énfasis es mío).
Al día siguiente, tanto El Mercurio como La Nación y El Diario Ilustrado informan que más de un centenar de personas infectadas han llegado al hospital de San Vicente. Según La Nación, en una “posada obrera” en Santa Filomena esquina de Recoleta hay una gran cantidad de personas afectadas. El alcalde, asegura el periodista, se comprometió a desalojar los conventillos y a desinfectar la zona.
Archivos de prensa de la época.
Durante el resto de octubre, el periódico La Nación publica 17 artículos sobre la epidemia. Ninguno de ellos en portada. Tampoco se publica un editorial. En las páginas del diario empieza a aparecer propaganda sobre posibles medicinas que ayudan a prevenir o curar la influenza. Hoy sabemos que ninguna de ellas es efectiva.
Varios aspectos de la cobertura noticiosa llaman la atención. Los médicos no pueden ponerse de acuerdo si la mayoría de los casos son de tifus o de influenza. Hay debates, recriminaciones y acusaciones. Además, la prensa habla del tema como si se tratara de una enfermedad que afecta, esencialmente, a los pobres. Es un mal de la Chimba y de la zona ultra Mapocho –irónicamente, este es el barrio del que proviene el propietario de La Nación, el senador Eliodoro Yáñez–, y es producto de la falta de higiene entre la gente del pueblo. Cuando, semanas más tarde, empiezan a aparecer las noticias de “personas de sociedad” fallecidas, el diario es cuidadoso en no decir que han sido víctimas de la pandemia. Eso es así aun cuando se informa sobre la muerte del presidente de Brasil, el señor Francisco de Paula Rodrigues, quien todo el mundo sabe que murió por complicaciones de la influenza.
Son escasas las noticias sobre el aspecto global de la enfermedad. Se menciona desde luego a España, y hay un puñado de noticias sobre Argentina, Uruguay y Brasil. Pero, a pesar de que cada día el diario dedica cuatro o cinco páginas a los avances de los Aliados en las últimas semanas de la Gran Guerra, nada se dice sobre el devastador efecto que tiene la epidemia sobre los distintos ejércitos. Lo interesante es que tan solo durante octubre de 1918, The New York Times publicó 269 artículos sobre la epidemia de influenza; 16 de ellos en la portada. También publicó cinco editoriales.
El 28 de octubre La Nación reconoce la magnitud de la crisis, e informa que el número de personas que ingresan a los distintos hospitales excede, con mucho, a los que son dados de alta. Un número elevado de pacientes son rechazados por falta de camas.
La primera información en portada publicada por La Nación aparece el 15 de enero: en la esquina inferior derecha de la primera página hay una fotografía de cuatro ciudadanos chilenos con máscaras muy parecidas a las usadas en estos días. El titular es “Contra la influenza”, y bajo la foto se explica, como una curiosidad, que en Estados Unidos las personas son obligadas a cubrirse para no transmitir la enfermedad. Quien no usa la mascarilla debe pagar una multa de 10 dólares (unos 700 dólares de hoy). Entre las personas en la foto se encuentra Amanda Labarca, la educadora y feminista. Quince días después, el 30 de enero de 1919, La Nación publica su primer editorial sobre la epidemia. Reconoce que debido a otros “acontecimientos importantes, que se han llevado gran parte de la atención pública”, el gobierno no se ha enfocado en la alarmante epidemia.
Son escasas las noticias sobre el aspecto global de la enfermedad. Se menciona desde luego a España, y hay un puñado de noticias sobre Argentina, Uruguay y Brasil. Pero, a pesar de que cada día el diario dedica cuatro o cinco páginas a los avances de los Aliados en las últimas semanas de la Gran Guerra, nada se dice sobre el devastador efecto que tiene la epidemia sobre los distintos ejércitos.
El 19 de agosto de 1919, el periódico publica un informe del director general de Sanidad. Afirma que ya no hay tifus en el país. La influenza, reconoce, es otra cosa. Dice el funcionario: “Esta enfermedad es de tan rápida propagación que la profilaxia pública es casi nula, porque el aislamiento de los enfermos no puede efectuarse con eficacia… El Código Sanitario no incluye en su artículo 52 la gripe entre las enfermedades que deben ser declaradas, ni obliga al aislamiento de los enfermos”.
Descubro en las páginas del diario que el 20 de diciembre falleció, víctima de complicaciones de la influenza, un tío de mi madre. Mi tío bisabuelo Juan Bianchi Tupper. Me pregunto por qué mi abuela nunca mencionó el hecho. En ese entonces ella tenía 14 años, y debe haber sentido el dolor de su madre, Rosalía Bianchi de Yáñez. Para mí, es una confirmación de que la pandemia se perdió en nuestra memoria.
Sigo sumido en los archivos, y empiezo a ocuparme de otros temas de la época. Constato que, hasta cierto modo, Chile es como la Sicilia de El Gatopardo: mucho cambia, pero todo sigue igual. Los entuertos políticos son similares a los de hace 100 años; las crisis de gabinete, las relaciones internacionales, las discusiones sobre política económica. Lo más impresionante, quizás, es la Guía Profesional en las últimas páginas. Muchos de los apellidos de los grandes abogados son los mismos que los de ahora. Un Chile que gira y gira sobre sí mismo.
En cierto modo mi búsqueda es un fracaso. Sigo sin entender por qué la gripe española de 1918 desapareció de nuestras remembranzas nacionales. ¿Sufrirá la peste del 2020 el mismo futuro? ¿Iremos olvidando la cuarentena y las máscaras, poco a poco?
Desde que el ser humano hizo la transición de un estilo de vida de cazadores-recolectores hacia una sociedad sedentaria, gracias a la agricultura y ganadería, con la consiguiente proliferación de pequeñas aldeas y más tarde de atiborradas ciudades, las epidemias nos han acompañado a lo largo de los milenios. De hecho, el mismo concepto de aislamiento y confinamiento tan en boga por estos días, se conoce desde tiempos bíblicos. Existen registros de su práctica en varios lugares del mundo a lo largo de la historia.
En el Levítico, uno de los libros del Antiguo Testamento, escrito alrededor del siglo VII antes de Cristo, se hace una mención a esta vieja práctica de separar a las personas infectadas para prevenir el contagio de las enfermedades: “Si la mancha brillante en la piel es blanca pero no parece ser más profunda que la piel y el cabello no se ha vuelto blanco, el sacerdote debe aislar a la persona afectada durante siete días. En el séptimo día el sacerdote debe examinarlo, y si ve que la llaga no ha cambiado y no se ha extendido en la piel, debe aislarlo durante otros siete días” (Levítico 13:4).
Así como hoy presenciamos disputas y roces entre el Ministerio de Salud, los alcaldes, el Colegio Médico y la comunidad de científicos respecto de cómo lidiar con la emergencia, podemos imaginarnos los debates que se deben haber producido en esa época sobre si aislar o no a grupos de personas o a una comunidad entera, más aún cuando estaban muy lejos de comprender la verdadera naturaleza de las enfermedades y sus mecanismos de transmisión.
De esa reclusión inicial de siete días de tiempos bíblicos, con el paso de los siglos se fue aumentando progresivamente el tiempo de aislación. Así fue cómo surgió la palabra cuarentena, que proviene de Quaranta giorni en italiano, que a su vez proviene de la palabra quadraginta en latín y que puede traducirse como cuatro veces 10.
El concepto tuvo un origen religioso al principio y más tarde se comenzó a usar con el sentido médico del término, por el aislamiento de 40 días que se les aplicaba a las personas sospechosas de portar la temible peste bubónica, durante la pandemia del siglo XIV y XV. En esa época terrible de la Muerte Negra, se estima que falleció por lo menos un 30 por ciento de la población de Europa y una proporción significativa de la población de Asia. Ante la emergencia sanitaria, se implementó el aislamiento para las naves y las personas como una medida desesperada para intentar frenar la plaga. Un documento de 1377 indica que en la Ciudad-Estado de Ragusa, en Dalmacia (actual Croacia), los viajeros y visitantes debían pasar 30 días –treintena– en un lugar restringido, en un comienzo islas cercanas, a la espera de si desarrollaban síntomas de la enfermedad.
En 1448, el senado de Venecia prolongó el período de espera a 40 días, dando inicio a la palabra cuarentena, tan universal en estos días. Sin el desarrollo de la ciencia actual ni la tecnología del siglo XXI, basados meramente en la práctica de ensayo y error, se observó que la enfermedad tardaba no más de 39 días en aparecer y quienes tenían la fortuna de sobrevivir no volvían a contagiarse.
De acuerdo a estimaciones actuales, la peste bubónica habría tenido un período de 37 días desde la infección a la muerte, por lo que las cuarentenas europeas habrían sido un método efectivo para dilucidar la salud de las tripulaciones que llegaban en barcos con víveres y mercancías.
Es un ejemplo de cómo la capacidad de observación y la racionalidad pueden eventualmente llegar a buenas conclusiones, aun en las circunstancias más desesperadas.
En Santiago se clausuraron conventillos, ferias y todos los lugares en donde se detectara algún atisbo de la enfermedad. También se adoptaron decisiones polémicas para la época, como la suspensión de la romería a los cementerios el 1° de noviembre y se cerró la Vega.
El virus, la guerra, el desastre
Realicemos ahora un salto en el tiempo de varios siglos, hasta los estertores de la Primera Guerra Mundial, que significó grandes aglomeraciones de soldados y el contacto estrecho de personas de distintas nacionalidades, que luego volvían a sus países de origen tras ser dados de baja. Fue el escenario ideal para la propagación de un virus cuyo origen hasta el día de hoy es motivo de discusión. Una de las teorías señala que surgió de una mutación genética, posiblemente en Asia. Se trata de la influenza tipo A, conocida como H1N1. Pero más allá de su identificación biológica, se la conoció popularmente como gripe española, por razones geopolíticas más que por el origen de la enfermedad. Con las potencias europeas y Estados Unidos en guerra, la prensa de esos países no informaba libremente de la infección que viajaba de manera alarmante dentro de la población, mientras que en España, país neutral en el conflicto, sí se publicaban reportes de prensa alertando de esta enfermedad respiratoria. A ojos del público, entonces, se identificó a este nuevo mal con la península Ibérica.
Pero los virus poco tienen que ver con censura y con los deseos o buenas intenciones de los políticos, como lo han podido comprobar en las últimas semanas Donald Trump en Estados Unidos, el presidente Xi Jinping en China y buena parte de los mandatarios en el mundo.
La H1N1 se hizo global gracias al masivo y rápido movimiento de tropas. Desde su surgimiento en enero de 1918, llegó a infectar a unos 500 millones de personas, alrededor de un cuarto de la población de aquella época. Las estimaciones respecto del número de fallecidos son variadas, llegando incluso a 100 millones de víctimas fatales, constituyendo una de las pandemias más mortales en la historia de la humanidad. En 24 meses, provocó más muertes que el VIH en 24 años y más fallecidos que la Peste Negra en un siglo.
En el caso de Chile, la primera ola de contagios se produjo en octubre de 1918, teniendo un peak en diciembre de 1919, con un impacto moderado. Después de unos meses de tranquilidad, con la llegada del invierno se produjo una segunda ola de contagios, que alcanzó un peak de muertes en agosto de 1919. La primavera y el verano de 1920-1921 trajeron una tercera ola pandémica, que afectó a solo cuatro provincias, que fue seguida de una cuarta ola y final, de junio a diciembre de 1921, que se vivió con mayor fuerza en Santiago. En esta ciudad, la estimación del aumento de la tasa de mortalidad fue de 99,7 muertes por cada 10 mil habitantes, correspondiente a un alza de 42,8% de la tasa de mortalidad. Se estima que durante todo el período que la gripe española afectó al país, fallecieron alrededor de 40.000 personas por esta causa en Chile.
En el artículo “Chile entre pandemias: la influenza de 1918, la globalización y la nueva medicina”, publicado en la Revista Chilena de Infectología, se relata que la Policía de Aseo y Ornato recorría cada barrio capitalino inspeccionando y, eventualmente, clausurando conventillos, ferias y todos los lugares en donde se detectara algún atisbo de la enfermedad. También se adoptaron decisiones polémicas para la época, tales como la suspensión de la romería a los cementerios el 1 de noviembre y la prohibición de la comercialización en la Vega Central, lugar que parte de la prensa y del público identificó como el foco principal de contagio. El mismo autor señala que el impacto de la crisis fue tal que –como contrapartida– contribuyó a dar un nuevo impulso a la modernización de la salud pública chilena y a la instauración en la década de 1920 al modelo de la medicina preventiva.
Además del impacto en la salud, la economía también sufrió los efectos. La pandemia afectó a una población mundial que ya padecía el impacto de la Primera Guerra Mundial, con altos índices de pobreza, desnutrición y malas condiciones sanitarias. En Estados Unidos, ciudades como Nueva York y Filadelfia entraron en cuarentena total. Los negocios cerraron, se cancelaron los eventos deportivos, se prohibieron las reuniones privadas, incluyendo los funerales.
Para hacernos una idea del impacto global de la pandemia, podemos rescatar algunos fragmentos de un ilustrador artículo titulado “Las lecciones de la pandemia”, publicado el 30 de mayo de 1919 por la revista Science: “La pandemia que acaba de barrer la Tierra no ha tenido precedentes. Han existido epidemias más mortales, pero ellas han sido más circunscritas; han existido epidemias casi tan extendidas, pero han sido menos mortales. Inundaciones, hambrunas, erupciones volcánicas y terremotos, todos ellos han escrito sus historias en términos de destrucción humana casi demasiado terribles para su comprensión. Sin embargo, nunca antes ha habido una catástrofe tan repentina, tan devastadora y tan universal”, dice el texto escrito hace un siglo.
Aun en el centro de la pandemia, el artículo propone una visión de contexto, entregando algunas conclusiones de la comunidad científica y médica de aquel entonces. El texto plantea que tres factores principales jugaban en contra de una mejor prevención de la enfermedad. Como un ejercicio de reflexión y comparación con el presente, resumimos esos tres factores:
Más allá de las comparaciones entre el presente y un siglo atrás en cuanto al número potencial de víctimas y las mejores medidas de prevención, hoy tenemos varias ventajas para hacer frente a la pandemia. Vale la pena recalcarlo: para la época de la gripe española, los científicos conocían la existencia de los virus, pero jamás habían observado uno.
a) La indiferencia pública: “La gente no aprecia los riesgos que corre. La gran complejidad y rango en severidad de las infecciones respiratorias confunden y esconden el peligro. Las infecciones varían desde el resfrío común hasta la neumonía. (…) Los síntomas al comienzo pueden ser idénticos a los de un resfrío común y la verdadera naturaleza de la enfermedad puede escapar inadvertida hasta que el paciente muestra síntomas alarmantes e indesmentibles. Para ese entonces, otras personas pueden haber sido infectadas”.
b) El carácter personal de las medidas que deben ser aplicadas: “Las excreciones de la nariz y la garganta son proyectadas en el aire, contaminando las manos, la comida, las ropas y el ambiente de la persona infectada. Esto es hecho de manera inconsciente, invisible, sin sospechar. Las medidas de prevención recaen en las personas que ya están infectadas, mientras que las personas no expuestas poco pueden hacer. La carga es puesta donde probablemente no será bien llevada. No forma parte de la naturaleza humana para una persona que cree que solo tiene un ligero resfrío, encerrarse en un aislamiento rígido”.
c) La naturaleza altamente infecciosa de las enfermedades respiratorias, que añade dificultad a su control: “Todos los intentos de excluir la infección de la comunidad parecen haber fracasado. Hay una y solo una manera de prevención absoluta, y es estableciendo un aislamiento absoluto. Es necesario desconectar a aquellos que son capaces de transmitir el virus de aquellos que son capaces de ser infectados, o viceversa”.
Publicadas hace 101 años, estas palabras resuenan con los debates del presente, con el hashtag #quedatencasa de las redes sociales de hoy, con las denuncias y reclamos contra las personas infectadas asintomáticas que no respetan su cuarentena y exponen a los demás al contagio, así como la falsa dicotomía entre empleo y salud, que en ocasiones se toma los editoriales de la prensa nacional.
Si bien hace un siglo no existía el desarrollo biotecnológico de hoy, resulta interesante también recordar cuál era el decálogo que se proponía para hacer frente a la enfermedad. Estas son las medidas que propone el artículo de 1919 de Science, como un mero ejercicio de comparación, no necesariamente para seguirlo como consejo médico en la actualidad:
1.- Evite aglomeraciones innecesarias.
2.- Contenga su tos y estornudos: otros no quieren los gérmenes que usted expulsa.
3.- Recuerde las 3L: una boca limpia, una piel limpia y ropas limpias.
4.- Trate de mantenerse fresco cuando camine y cálido cuando duerma.
5.- Abra las ventanas, siempre en el hogar y en la oficina cuando es posible.
6.- La comida ganará la guerra si le da una oportunidad: ayude eligiendo bien y masticando de manera correcta su comida.
7.- Su destino puede estar en sus propias manos: lave sus manos antes de comer.
8.- No use una servilleta, toalla, cuchara, tenedor, vaso o taza que haya sido usada por otra persona y no haya sido lavada.
9.- Evite ropas ajustadas, zapatos ajustados, guantes ajustados: haga de la naturaleza su aliado, no un prisionero (posiblemente esta recomendación tenía que ver con las estrictas etiquetas de vestuario de la época).
10.- Cuando el aire es puro, respire todo lo que pueda: respire profundamente.
Si bien muchas de estas medidas son de sentido común, coinciden con los consejos actuales de mantener la distancia social y también con los llamados a poner en uso uno de los más importantes inventos en la historia de la humanidad contra los gérmenes: el simple jabón, cuyas moléculas disuelven la estructura de los virus.
Hay que recordar que los virus son estructuras relativamente sencillas: básicamente una envoltura exterior de grasa protectora, un núcleo de material genético que necesita de nuestra maquinaria celular para reproducirse y unas proteínas externas (llaves) que le permiten engancharse a las células que invadirán. Bien aplicado sobre la piel, el modesto jabón común disuelve ese envoltorio de grasa del virus.
Mientras en la arena política vemos a líderes en el mundo tomando decisiones erráticas y entrando en una nueva era de piratería de respiradores mecánicos, la comunidad científica está dando el ejemplo de los frutos que puede obtener la humanidad cuando trabaja unida ante un tema crítico.
En aquel entonces, no se conocía esta propiedad del jabón para destruir la capa exterior de los virus. De hecho, nadie había observado alguna vez un virus. No existían los microscopios electrónicos ni tampoco se había descubierto aún el material genético de los virus. Pero eso no impedía la simple constatación práctica y cotidiana de que mantener limpias las manos ayudaba a detener la infección. Nuevamente, el espíritu de observación y racionalidad que puede prevalecer en las circunstancias más adversas.
Nuestras ventajas
Más allá de las comparaciones entre el presente y un siglo atrás en cuanto al número potencial de víctimas y las mejores medidas de prevención, hoy tenemos varias ventajas para hacer frente a la pandemia. Vale la pena recalcarlo: para la época de la gripe española, los científicos conocían la existencia de los virus, pero jamás habían observado uno.
Hoy no solo se sabe cómo aislar un virus, sino que además se puede describir su secuencia genética. En lugar de científicos y médicos manipulando muestras protegidos solo por una bata y mascarilla, hoy existen laboratorios de contención biológica nivel 3 y 4, que protegen a los técnicos y profesionales que realizan investigación. También se están probando distintas drogas ya conocidas y usadas en otras enfermedades, para ver su potencial eficacia contra el covid-19, al menos para ayudar a los pacientes más graves, donde habrá que poner en la balanza los riesgos y efectos secundarios de dichos medicamentos versus los beneficios.
Asimismo, ya existen candidatas a vacunas en curso, que demorarán varios meses en poder llegar a la meta, pero solo es cosa de tiempo.
Mientras en la arena política vemos a líderes en el mundo tomando decisiones erráticas y entrando en una nueva era de piratería de respiradores mecánicos, la comunidad científica está dando el ejemplo de los frutos que puede obtener la humanidad cuando trabaja unida ante un tema crítico.
Así lo he podido ver personalmente en mis años dedicados a la divulgación científica, donde he tenido la oportunidad de conocer hazañas espectaculares, como el acelerador de partículas del CERN, el Proyecto Genoma Humano o la primera imagen que se obtuvo de un agujero negro gracias a una red de radiotelescopios en distintos puntos de la Tierra, los cuales transformaron al planeta en un único y gran telescopio virtual.
Hoy día, todos los grandes observatorios en el desierto de Atacama, en el norte de nuestro país, han cerrado sus compuertas hasta nuevo aviso, en un hecho inédito en la historia de la astronomía de los últimos 50 años. Pero en paralelo, hay innumerables esfuerzos de cooperación global para domar al virus responsable de la pandemia. La plataforma Crowdfight COVID-19, por ejemplo, reúne a voluntarios con investigadores que tienen tareas y necesidades específicas, desde transcribir datos hasta buscar antecedentes en la literatura científica, o simplemente enviar e-mails. Este esfuerzo ha atraído hasta ahora a más de 35 mil voluntarios (https://crowdfightcovid19.org).
Otro proyecto colaborativo es Solidarity, un estudio coordinado por la Organización Mundial de la Salud, para el cual en pocos días se obtuvieron más de 43 millones de dólares que donaron más de 173 mil personas y organizaciones. La investigación está analizando diferentes alternativas de tratamiento contra el virus.
Un editorial reciente de revista Nature señaló que la comunidad científica está “trabajando en todos los continentes, prestando su tiempo, ideas, experiencia, equipo y dinero al esfuerzo de emergencia de salud pública. Están proporcionando instalaciones de prueba de virus; donando equipos de protección personal; diseño y fabricación de ventiladores y otros aparatos de respiración. Y cuando se trata del esfuerzo de investigación en sí, miles de voluntarios de todo el mundo se suscriben con entusiasmo para decir que están disponibles para hacer lo que puedan”.
En contraste con estos esfuerzos colaborativos, las autoridades políticas en el mundo, más allá de las ideologías y partidos, tienden a moverse con lentitud, muy lejos de su respuesta a la crisis financiera de 2008, cuando los jefes de gobierno, los ministerios de finanzas, los bancos centrales y otras agencias multilaterales de préstamos se reunieron y acordaron rápidamente lo que había que hacer. La comunidad científica está haciendo su parte, ahora es el turno de los líderes mundiales y el multilateralismo para una respuesta global y efectiva ante la pandemia.
Hoy miércoles falleció a los 88 años el crítico e historiador francés Marc Fumaroli, quien fuera uno de los mayores defensores de la cultura y las letras francesas. Autor de importantes libros que calibraron con lucidez la posición de lo clásico en las sociedades occidentales de finales del siglo XX y principios del XXI, como La República de las Letras, Cuando Europa hablaba francés y París – Nueva York – París, fue también un consumado polemista, cuyos dardos solían apuntar a la burocracia estatal y al mercado del arte contemporáneo como los principales males de la cultura actual. “Hay una nueva clase social que surge de la acumulación del dinero en una esfera extremadamente estrecha, pero mundial. Estos millonarios ya no quieren tener en casa un Tiziano o un Delacroix, sino signos exteriores de riqueza. Y eso es lo que les proporcionan las galerías que les ofrecen tiburones dentro de tanques de formol o juguetes sofisticados como los que produce Jeff Koons” dijo en una ocasión al diario El país. Pese a sus duros ataques a las manifestaciones modernas del arte y la cultura, Fumaroli no se veía a sí mismo como un intelectual embelesado con el pasado. “Yo no soy un pasadista en absoluto. El pasado en cuanto pasado no me interesa, porque es algo que tiende a la desaparición. Yo creo, eso sí, en la inteligencia de lo mejor de la humanidad, en el tesoro cultural acumulado a lo largo de los siglos. Desde Homero hasta Joyce, desde Platón y Aristóteles hasta San Agustín y Santo Tomás”. A continuación compartimos la conferencia que el francés dió en la Biblioteca Nacional de España como parte del ciclo “El libro como universo”. Su intervención se puede ver desde el minuto 21.20.
Era mediados de marzo y Leonardo Padura (64) figuraba recorriendo México con su libro Los rostros de la salsa. “Ya andábamos preocupados por las noticias que circulaban sobre la pandemia y nos quedaba una presentación en la ciudad de Mérida, que fue suspendida”, comenta desde La Habana el destacado escritor cubano, Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015.
“Entonces regresamos a Cuba y nos autoconfinamos. En Cuba se decretan las primeras medidas de aislamiento, pues no hubo cuarentena generalizada, y las cumplimos con mucha responsabilidad, pues tengo una madre de 92 años y una suegra de 82 años, a las que debíamos proteger”, señala el autor de la premiada novela El hombre que amaba a los perros y creador del detective Mario Conde, que incluso debutó como miniserie en Netflix en 2016.
Siempre a los escritores se los describe como seres aislados. ¿Ha sido este su caso, donde ha podido elaborar con mayor tiempo sus proyectos o las preocupaciones cotidianas no se lo permiten? Para escribir, para crear, el mejor sitio siempre ha sido mi casa acá en La Habana. Yo vivo en un barrio del sur de la ciudad, relativamente lejos del centro, en el barrio y la casa donde nací, en Mantilla. A esta casa, que tiene un terreno donde tengo muchos árboles como plátanos, guayabas, mangos y guanábanas… le hemos hecho añadidos y uno de esos es la parte donde vivimos Lucía (su mujer) y yo. Acá tengo un estudio de 6×4 metros, muy ventilado y luminoso, desde donde veo, de un lado, los mangos y del otro, un flamboyán que ahora mismo está florecido y es espectacular. Aquí escribo todas las mañanas de todos los días que estoy en Cuba. Cuando estoy fuera puedo leer, incluso escribir si se trata de guiones de cine o periodismo, pero no literatura. Acá, además, controlo mejor mi tiempo, algo imposible cuando estoy en giras de promoción, y vamos a “la ciudad” un par de veces a la semana, por lo general a ver amigos y comer con ellos, y tomarnos unos vinos, algo que me encanta hacer.
En Cuba el problema de la comida es casi endémico. Son 60 años de escasez. Y si bien una buena parte de los problemas económicos del país tienen que ver directa o indirectamente con el bloqueo comercial y financiero de Estado Unidos contra Cuba, bloqueo que es muy real y cada vez más fuerte, también es cierto que la ineficiencia, la falta de productividad, la distorsión financiera que implica la existencia de dos monedas son problemas propios que nos están afectando hace mucho.
Desde el comienzo del Covid-19, los médicos cubanos han sido destacados por ayudar en países como Italia. ¿Cómo se encuentra el sistema de salud interno cubano ante la crisis sanitaria? La opinión generalizada, incluso de varios de mis amigos médicos, es que en Cuba se ha manejado muy bien la llegada de la pandemia. Se trabajó sobre la base de criterios científicos, médicos, epidemiológicos, y no de deseos políticos, como ha ocurrido con otros fenómenos. En Cuba era muy importante no llegar a una fase crítica de hospitalizaciones y se logró, con medidas de aislamiento y con tratamientos médicos que han resultado efectivos. Y hoy la enfermedad parece todo lo controlada que es posible tenerla, con una transmisión mínima en el país.
Se han reportado solo 85 muertos. ¿Son confiables estas cifras? Yo confío en esas cifras. Como mismo no he confiado en otras (recuerdo como a principios del siglo el PIB cubano crecía y crecía y nadie veía cómo), en este caso siento que hay seriedad. Si solo hemos tenido algo más de 80 muertes, si en los últimos 12 días un solo fallecimiento, es porque las medidas sanitarias y sociales han funcionado, el sistema de salud ha funcionado, por suerte para nosotros.
Dijo en una entrevista que si se logra superar la crisis sanitaria “vamos a tener que entrar en la lucha por la crisis económica desde los países más ricos hasta los países más pobres”. ¿Hay más pobreza en Cuba hoy que antes de la pandemia? Si la pandemia se ha enfrentado con éxito, no creo que sea igual con la crisis que se nos avecina. A menos que se aproveche la crisis para hacer muchos de los cambios que están pospuestos, como la muy mentada necesidad de “liberar las fuerzas productivas” que reclama el propio presidente de la República. En Cuba el problema de la comida es casi endémico. Son 60 años de escasez. Y si bien una buena parte de los problemas económicos del país tienen que ver directa o indirectamente con el bloqueo comercial y financiero de Estado Unidos contra Cuba, bloqueo que es muy real y cada vez más fuerte, también es cierto que la ineficiencia, la falta de productividad, la distorsión financiera que implica la existencia de dos monedas son problemas propios que nos están afectando hace mucho y nos afectarán más en estos meses o años difíciles que se avecinan. La economía cubana de estos meses, sin turismo y con menos remesas está muy afectada y, en consecuencia, también están afectados los niveles de vida de la gente, sobre todo en lo referido a la alimentación, que es un problema que la gente suele tener tres veces al día.
Un mundo en el que quizás los poderes políticos nos digan que otra vez podemos besarnos y abrazarnos, hablarnos y tocarnos… y ya tengamos miedo de hacerlo o, incluso, no sepamos cómo hacerlo. O, peor aún: lo hagamos porque nos lo ordenan.
Judith Butler señaló hace poco que “el aislamiento, en parte, es una estrategia de control estatal”. ¿Hemos perdido muchas libertades con la pandemia? El miedo a la muerte ha recuperado hoy su mejor protagonismo. Y, para salvarnos, hemos debido entregar uno de los grandes logros universales de los que se ufanaba nuestra generación: muchos de nuestros derechos civiles, una parte importante de nuestro derecho a la privacidad por los cuales tanto gritamos cuando fue necesario gritar. Nuestra generación, si quiere sobrevivir, debe aceptar desde ahora nuevas reglas de juego: y la primera es entregar definitivamente varios de esos queridos derechos. Ya de manera voluntaria habíamos comenzado a hacerlo, y no por temor a la muerte, sino por presiones del sistema. Por los caminos de las redes sociales estábamos entregando a los poderes económicos, políticos y de inteligencia la información de nuestras alegrías, miedos, preferencias y aversiones. Cada entrada en el mundo digital hacía sonar una campana: me interesa esto, quiero esto, no me importa esto. Y alimentábamos los algoritmos que nos diseñarían la vida pública y privada.
¿Qué opina de conceptos como “distanciamiento social” y “nueva normalidad”? Por miedo hemos debido dar un paso más: vamos a aceptar que inteligencias artificiales, manejadas en principio por poderes médicos, sepan los grados de nuestra temperatura corporal, la frecuencia cardiaca y el ritmo de nuestras digestiones. Cámaras y teléfonos inteligentes registrarán nuestras relaciones personales, cada movimiento, cada acto social o individual. Nos permitirán o prohibirán cosas, acciones, incluso pensamientos. Nos cuidarán mientras nos vigilan. Nos castigarán si nos excedemos. Y lo aceptaremos solo por una razón: el miedo a lo inevitable, el temor humano a la muerte… Porque, aun con las muestras de solidaridad y de altruismo que hemos aplaudido, el mundo de hoy está enfermo, no solo de coronavirus, sino de otros males para los cuales no habrá vacunas, como nacionalismos, fundamentalismos, y me hace temer a cómo se organizará el mundo de mañana, que ya es el de hoy en muchas partes. Un mundo en el que quizás los poderes políticos nos digan que otra vez podemos besarnos y abrazarnos, hablarnos y tocarnos… y ya tengamos miedo de hacerlo o, incluso, no sepamos cómo hacerlo. O, peor aún: lo hagamos porque nos lo ordenan.
Entiendo que publicará en agosto la novela Como polvo en el viento. ¿Aparece Mario Conde? ¿Ha pensado escribir alguna nueva historia con Conde caminando por La Habana en tiempos de pandemia? En Como polvo en el viento no aparece el personaje de Conde, aunque los personajes son de la generación de Conde y la época es la de Conde. Esta es una novela en la que también hay misterios, que son en realidad ocultamientos, y la trama gira alrededor de un grupo de amigos, muy unidos, que forman lo que ellos llaman un Clan, que por diferentes motivos se dispersan casi todos por distintas partes del mundo: Miami, Tacoma (estado de Washington en el noroeste de Estados Unidos), Madrid, Barcelona, San Juan de Puerto Rico, Buenos Aires… Es una historia de la diáspora de mi generación… Pero, mientras Conde observa la realidad y no dudo que en el libro que estoy pensando llegue a caminar por una ciudad desierta, casi apocalíptica, en tiempo de pandemia. Aún no lo sé.
Una tarde de octubre de 1897, su alteza la pequeña Marie, hija de Roland Bonaparte y biznieta del emperador, asistió junto a su padre a un teatro de París para ver unas piezas de Hamlet y Edipo interpretadas por el apuesto Mounet–Sully, quien al igual que su amante, la actriz Sarah Bernhardt, repletaba cualquier recinto en el que se presentara. La princesita Marie tenía por entonces solo 11 años, pese a lo cual anotó en su diario íntimo que no paraba de masturbarse, a la siga de un orgasmo que se le escurría y que a partir de aquella tarde, estimulada por la voz dulce y la mirada penetrante de Mounet–Sully, la llevó a identificarse no con Edipo, sino con el alicaído príncipe de Dinamarca. En sus Memoiries, fallidas por donde se las mire, lo pormenorizó así: “Al igual que Hamlet, tampoco yo sé querer, sumida como estoy en la atadura de los mismos enigmas, la vida, la muerte, la difícil sobrevivencia, incluso la misma irresolución y la misma parálisis de la voluntad”.
Ese mismo mes de octubre, Sigmund Freud, tras regresar a Viena después de compartir en Berlín lo que llamó un “verdadero idilio” con su amigo Wilhelm Fliess, dirigió a este una carta de agradecimiento en la que también figuraba el nombre del príncipe de Dinamarca: “¿Cómo crees tú que podría interpretarse la frase del histérico Hamlet cuando dice que la conciencia nos hacecobardes a todos? ¿Cómo entender esas dudas en vengar a su padre, asesinado por su tío, en quien a la vez no tiene ningún escrúpulo en enviar a sus cortesanos a la muerte y no vacila ni un segundo en matar a Laertes?”.
Con independencia del lapsus (el más común de los lectores de Shakespeare sabe que Hamlet, ignorante de que la punta del florete estaba envenenada, mató a Laertes sin proponérselo), resulta evidente que en el desarrollo inicial de Freud el príncipe no es, como lo había pretendido Goethe, un simple hombre débil; es la sede de un choque entre fuerzas brutales que pronto dará lugar al nuevo héroe moderno: el inconsciente.
El futuro padre del psicoanálisis también tenía el suyo: cinco o seis años atrás, sin intuir en lo más mínimo que avanzaba decisivamente hacia una primera teoría de la castración, se había dedicado en la ciudad de Trieste a dilucidar el misterio de los testículos de las anguilas, de las que la ciencia concluiría años más tarde que nacían hermafroditas y definían su género a gusto, una vez hundidas en las profundidades del Mar de los Sargazos.
Entretanto la princesa Marie, inmersa en el destino aciago de su frigidez, recorría los hospitales, se concentraba en toda clase de investigaciones sobre la sexualidad femenina, rastreaba la duración del coito entre los primitivos y viajaba de vez en cuando a Egipto a entrevistar mujeres musulmanas excisionadas. Los muñones de labios que diseccionaba y los clítoris cortados que ponía bajo la lente del microscopio le permitieron concluir, de manera precipitada sin duda, que la anorgasmia femenina era producto de una distancia excesiva entre el clítoris y el meato uretral. En resumen, con más de tres centímetros de distancia el supuesto punto G perdía por goleada.
Tras aplicar esas exigentes medidas a su propia vagina, perdió las esperanzas y se embarcó en una historia platónica con un príncipe bobo, que era hijo del rey Jorge I de los helenos. El príncipe no había leído a Shakespeare ni conocía por lo tanto el drama de Hamlet, pero vaya curiosidad: había sido dejado en custodia por el rey de los helenos nada menos que en Dinamarca. El hermano del rey se había encargado de cuidarlo personalmente y Marie, sin comprender ya los límites entre la ficción y la realidad, garabateó una mañana en su diario: “Un melancólico príncipe danés reina de ahora en más sobre el pueblo de Edipo”. Se apresuró a considerar que Hamlet estaba por fin con Hamlet, y que juntos habían derrotado ese mundo helénico sobre el que a distancia, y sin que ella aún se enterara, discurría Freud.
¿Cómo interpretarían sus discípulos aquel ambivalente idilio con Fliess? ¿Y sus improvisaciones, sus teorías en borrador, sus erratas acerca de Hamlet, la frágil prehistoria del psicoanálisis a la vista de todos?
Pero lo habían derrotado a medias, pues cuando después de una temporada en el país nórdico se cansó de renovar todas las semanas el guardarropas, de dormir entre pieles de animales exóticos y aparecer en todas las revistas de moda, ella regresará a París y se encontrará, gracias a Laforgue, con su verdadero príncipe azul. El príncipe es el mismísimo Sigmund Freud, a cuyos pies la princesa caerá rendida y se entregará en cuerpo y alma.
El dinero le importa demasiado poco comparado con el placer que le causa dilapidarlo en los suntuosos regalos que ofrendará a su nuevo analista: en sus manos depositará los adorables chow–chow que el doctor protegerá por el resto de su vida, los auténticos jarrones griegos comprados con esmero en los anticuarios de Atenas, los finísimos puros traídos de diversas legiones del mundo, los chocolates suizos y los pañuelos de seda y los abrigos forrados con legítimo astracán de Namibia o del Mar Caspio. El doctor disfruta locamente de su nueva condición de criatura mimada, a tal punto que ahora acaricia con inesperada indulgencia los mismos objetos que hasta hace unos pocos días sometía a sus típicas y extrañísimas interpretaciones. A modo de cumplido, pedirá a los suyos que tras morir “sus cenizas sean recogidas en la dulzura profunda de su más bello jarrón griego”.
Todo daba la impresión de andar sobre ruedas, hasta que un día de 1936, después de que el análisis de Marie Bonaparte se interrumpiera, Freud recibió de improviso una carta firmada por ella. Entre su inagotable red de proveedores, había descubierto a un anticuario de nombre Stahl, que ofrecía venderle la correspondencia completa con Wilhelm Fliess. Freud, enfermo ya de su irreversible cáncer a la boca (fumaba por encima de 20 puros diarios, pero insistía en achacar su mal a las pulsiones sexuales que lo vinculaban con su hija Anna), comenzó a toser como un energúmeno y casi se cae de la silla. No daba crédito a lo que estaba leyendo.
¿Cómo interpretarían sus discípulos aquel ambivalente idilio con Fliess? ¿Y sus improvisaciones, sus teorías en borrador, sus erratas acerca de Hamlet, la frágil prehistoria del psicoanálisis a la vista de todos?
Le hubiese devuelto a la princesa cada uno de sus jarrones griegos a cambio de que ella no publicara esas cartas, y aunque le ofreció todo el dinero del mundo para comprarlas y le suplicó una y otra vez que se las entregara, la princesa no le dio en esta ocasión el gusto: las cartas eran suyas y punto.
¿Cómo fue que no notó Freud que en las intrigas y en las traiciones y en las cartas robadas está cualquier princesa en su salsa? La propia Marie le había servido la clave en bandeja cuando, tres años antes, se decidió a publicar su estudio sobre otro escritor del que, para variar, estaba platónicamente enamorada. En ese estudio –que Michel Leiris comentó y un embrionario Jacques Lacan no tardó en despedazar–, la princesa abordaba con regocijo los embrollos de una comprometedora carta que un matemático aficionado a la poesía había sustraído de las habitaciones de la realeza. Era un destino funesto, si no digno de Freud, al menos sí de ella.
Es un placer ver una película de un director en completo dominio de su oficio. Esas películas suelen exudar maestría, pero muy pocas logran tomar el pulso a las calles y a la historia con gracia, belleza y humor. Es lo que consigue Spike Lee con Da 5 Bloods. En ella, el montaje, el uso de distintas cámaras, películas y formatos, la fotografía, la música, las actuaciones, el uso de material documental y la nueva colaboración de Spike Lee y Kevin Willmott, hablan de la vigencia de un director que se erige como una voz esencial en el panorama fílmico y político, estrenando en medio de una revolución callejera detonada por los asesinatos de George Floyd, Breonna Taylor, Riah Milton y Dominique RemMie Fells.
La película abre sin créditos, directo sobre la voz de Muhammad Ali diciendo: “Mi conciencia no me permite ir a dispararle a mi hermano, a gente de piel oscura o a gente pobre y hambrienta que vive en el barro por los poderosos Estados Unidos. ¿Por qué? Ellos nunca me llamaron ni–er, nunca me lincharon, nunca me tiraron los perros. Ellos no me robaron mi nacionalidad”.
Es el inicio de un collage de imágenes de la Guerra de Vietnam, del alunizaje, protestas y citas de Malcolm X, Kwame Ture, Angela Davis, Bobby Seale y otros líderes mientras de fondo suena “Inner City Blues (Make Me Wanna Holler)” de Marvin Gaye. Es un inicio electrizante que por un segundo nos hace pensar que estamos viendo un documental y no una obra de ficción, idea que se desvanece cuando vemos el lobby del Hotel Hilton de Saigón, lo que ya es significativo, porque si lo pensamos ni Apocalypse Now (1979) ni Pelotón (1986), ni Hamburguer Hill (1987) fueron filmadas en Vietnam, todas fueron hechas en Filipinas, con la sola excepción de la tercera película que Oliver Stone dedicó a Vietnam, El cielo y la tierra (1993), un drama basado en obras de la novelista Le Ly Hayslip.
Es un placer –decía– tan solo ver interactuar a Delroy Lindo, Norm Lewis y los veteranos de The Wire, Isiah Whitlock Jr y Clarke Peters, pero es también ominoso ver sus rostros y sospechar cuánto esconden esas sonrisas y qué puede significar eso para la historia que estamos viendo. La amenaza se instala cuando vemos la mirada que Paul (Delroy Lindo) dirige a un niño lisiado que pide limosna y lo escuchamos confesar que votó por Trump; todo esto se cementa cuando el mismo niño lisiado hace explotar unos fuegos artificiales para burlarse del síndrome de estrés postraumático que sin lugar a dudas padecen.
Muchas críticas se han centrado en la ridícula y casi cómica violencia de algunas escenas. Me reí y pensé en Una guerra de película (2008) en la escena donde Eddie (Norm Lewis) vuela en pedazos al pisar una mina explosiva y entendí que Spike Lee ni siquiera pensaba renunciar a los manidos tropos por los que el cine de acción estadounidense es objeto de burla. Es como si dijera, sí, esta es otra película de guerra estadounidense.
Muchas críticas se han centrado en la ridícula y casi cómica violencia de algunas escenas. Me reí y pensé en Una guerra de película (2008) en la escena donde Eddie (Norm Lewis) vuela en pedazos al pisar una mina explosiva y entendí que Spike Lee ni siquiera pensaba renunciar a los manidos tropos por los que el cine de acción estadounidense es objeto de burla. Es como si dijera, sí, esta es otra película de guerra estadounidense, asumiendo su participación en el género al que pertenecen Desaparecido en acción (1984) y Rambo II (1985), recalcando además el poco interés que tiene por el realismo, mismo desinterés que muestra al usar los mismos viejos actores para interpretar a sus personajes cuando jóvenes y estaban en el campo de batalla.
El caso es que a los 17 minutos de película, cuando Stormin Norman (Chadwick Boseman) abre el baúl metálico lleno de oro, descubrimos que estamos viendo una película distinta a la que creíamos. Esta no es una película melancólica y complaciente sobre el rol de los estadounidenses en Vietnam. Es una película de un género viejo como el hilo negro, una de esas donde hay un plan perfecto y al final todo se va al carajo. Los ejemplos sobran: El tesoro de Sierra Madre (1948) de John Huston, donde un trío de gringos encuentran un montón de oro en México y son vencidos por la sospecha y la avaricia, Rififi (1955) de Jules Dassin, Mélodie en sous-sol (1963) y Le clan des Siciliens (1969) de Henri Verneuil, ambas con Alain Delon y Jean Gabin, y The Italian Job (1969). Cuando entendemos que Da 5 Bloods es una de esa películas, sabemos que todo está perdido.
No es que Spike Lee sea revolucionario por trabajar en este género, Tarantino lo hizo en Perros de la calle (1992), Wes Anderson debutó con Bottle Rockett (1996) y Steven Soderbergh hizo un remake de la vieja Ocean’s 11 (1960) y la convirtió en una franquicia. Spike Lee es un profesor que nos hace escuchar a Marvin Gaye y pide que prestemos atención, que durante la película insiste en hablar de la “American War”, como llaman los locales a la Guerra de Vietnam, subrayando su deseo de hacer una película que no contenga solo el relato del lado estadounidense. Spike Lee fusiona su película de guerra y de atraco con un ensayo cinematográfico donde sugiere que Ho Chi Minh fue un hombre más honorable que George Washington y donde presenta personajes históricos como Hanoi Hannah y Crispus Attucks, el primer muerto por la Independencia de Estados Unidos, de origen afroamericano y nativo americano.
El autor de She’s Gotta have It (1986), Haz lo correcto (1989) y Malcolm X (1992) está de vuelta tras ganar un Oscar por mejor guion adaptado junto a Kevin Willmott por BlacKkKlansman (2018) y deja en claro su inmensa habilidad en el montaje, no solo en el montaje cinematográfico, donde es un absoluto maestro, sino en el montaje de ideas, datos, texturas y géneros, habilidad que convierte a Da 5 Bloods en una coctelera atómica a la que solo le faltaba el presente de los Estados Unidos para estallar.
Da 5 Bloods, Spike Lee, 2020, 155 min., disponible en Netflix.
Cuando leo y releo la poesía de la polaca Wislawa Szymborska, entro y vivo en uno de los mejores mundos que se me permite conocer y habitar. En ese mundo infinito, sin fronteras, experimento una de las alegrías de mi modesta existencia: atravesar sin apuro los poemas escritos originalmente en polaco por Wislawa y traducidos al español (son las versiones de su poesía que más me gustan y que más justicia hacen, creo, a la autora) por Gerardo Beltrán y Abel Murcia, traductores rigurosos, generosos e inspirados de la obra de la más importante escritora en mi vida, una que me conmueve, me asombra, me sorprende, me hace reír, me invita a releerla y sabe decir como ningún otro lo medular: que nos aferramos a un no sé como a un oportuno pasamanos.
Hacer justicia a Szymborska es, entre otras cosas, dejar que su voz nos habite. Y esperar a ver qué ocurre con ella dentro de nosotros. Por ejemplo, el poema “Vermeer”: Mientras esa mujer del Rijksmuseum / con esa calma y concentración pintadas / siga vertiendo día tras día / la leche de la jarra al cuenco / no merecerá el Mundo / el fin del mundo.
O “Algo sobre el alma”, que empieza así: “Alma se tiene a veces. / Nadie la posee sin pausa / y para siempre. / Es algo quisquillosa: / con disgusto nos ve en la muchedumbre, / le repugna nuestra lucha por supuestas ventajas / y el rumor de los negocios. / No dice de dónde viene / ni cuándo se irá de nuevo, / pero evidentemente espera esa pregunta. / Según parece, / así como ella a nosotros, / nosotros a ella / también le servimos de algo”.
Hacer justicia a Szymborska es, entre otras cosas, dejar que su voz nos habite. Y esperar a ver qué ocurre con ella dentro de nosotros.
Cuando recibió el Premio Nobel de Literatura, en 1996, Wislawa Szymborska eligió hablar de la inspiración a pesar de no comprender muy bien qué significa: “Hay, hubo, habrá siempre un número de personas en quienes de vez en cuando se despierta la inspiración. A este grupo pertenecen los que escogen su trabajo y lo cumplen con amor e imaginación. Hay médicos así, hay maestros, hay también jardineros y centenares de oficios más. Su trabajo puede ser una aventura sin fin, a condición de que sepan encontrar en él nuevos desafíos cada vez. Sin importar los esfuerzos y fracasos, su inquietud no desfallece. De cada problema resuelto surge un enjambre de nuevas preguntas. La inspiración, cualquier cosa que sea, nace de un perpetuo no lo sé”. En ese mismo texto se animó a discutirle al sabio del Eclesiastés: “¿Qué es eso de que no hay nada nuevo bajo el sol? En la lengua de la poesía, donde se pesa cada palabra, ya nada es común. Ninguna piedra y ninguna nube sobre esa piedra. Ningún día y ninguna noche que le suceda. Y sobre todo, ninguna existencia particular en este mundo. Todo indica que los poetas tendrán siempre mucho trabajo”.
En el epílogo de Instante, los traductores Gerardo Beltrán y Abel Murcia se preguntan cuestiones fundamentales sobre su oficio y la evidente dificultad de traducir una poesía como la de Szymborska: “¿Cómo traducir la marcha de las nubes que pasan, si ni ellas ni su paso son nunca los mismos? ¿Qué hacer con los sueños para quedarnos dormidos y despertar de nuevo en aquel del que partimos? ¿Cómo invitar a las plantas a dejar de callar en otro idioma? ¿Cómo traducir la luz, las sombras, la mañana? Cada poema es una casualidad inconcebible, un charco sin fondo, una existencia y, por ende, una infinidad de no existencias, futuro y recuerdo, una pequeña muerte y una bella viuda, un breve equipaje de regreso, una señal, un baile, una pregunta; cada poema deja tras de sí su cierto todo, su cierto cien por ciento y una serie interminable de silencios, que también hay que traducir”.
Últimos versos del poema “Fotografía del 11 de septiembre”, que escribió después de ver la imagen congelada de hombres cayendo desde las Torres Gemelas en Nueva York: “Solo dos cosas puedo hacer por ellos: / describir ese vuelo / y no decir la última palabra”.
Algo así sucede leyéndola, volviéndola a leer. Lo último que deseamos en la vida es tener la última palabra en algo. Entre otras cosas, porque eso significaría acabar con el misterio, matar lo que aún viva en nosotros. Su poema sobre un gato en un piso vacío es demasiado bello, lo mismo que aquel titulado “Posibilidades”: “Prefiero el cine. / Prefiero los gatos. / Prefiero los robles a orillas del río. / Prefiero Dickens a Dostoievski. / Prefiero que me guste la gente / a amar a la humanidad”.
Poesía no completa, Wislawa Szymborska, Fondo de Cultura Económica, 2008, 412 páginas, $12.500.
A partir de los años 60, la literatura de África subsahariana ha ido asumiendo los problemas surgidos a raíz de los procesos de descolonización, creando un lenguaje propio para la nueva situación social y cultural, con una mirada también nueva. Paralelamente al sólido sistema literario oral que existe desde tiempos inmemoriales en ese continente, esta literatura ahora escrita en lenguas europeas, comenzó a interrogarse sobre la historia, la vida cotidiana y la cultura de estas sociedades, en donde la colonización, las guerras por la independencia y la situación posterior constituyen su preocupación central. En ellas la latencia de las culturas populares, presentes en refranes que habitan a menudo estas escrituras, ha tenido un lugar importante. Es el caso del senegalés Hampaté Ba, del nigeriano Chinua Achebe o del autor del clásico Los soles de las Independencias (1970), Ahmadou Kourouma, de Costa de Marfil, donde aparece en toda su magnitud la negociación con el antiguo colono. En la obra del angolano Pepetela, por su lado, queda en evidencia todo el horror político y social de la posindependencia.
Pero estamos hablando ya de los clásicos. Una nueva ola de escritores africanos actualmente está poblando Europa y el mundo, a través de numerosas traducciones, de historias, imaginarios, lenguas, problemas y expectativas del continente. Escritoras como la nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie (1977) con un discurso feminista africano, o la palabra directa y fuerte de Leonora Miano (1973), entregan una mirada sobre el continente abierta y cuestionadora.
“Fronteras perdidas” es la expresión con que se califica en Angola a quien no tiene un origen cierto, en quien conviven varias culturas, a quien se mueve entre una y otra. En este marco se mueve José Eduardo Agualusa (1960), escritor y periodista, también cineasta, nacido en Angola, pero cuya vida transcurre entre su lugar de origen, Brasil y Lisboa. Aunque podría también decir París, otros países de Europa, también otros de África, como brevemente América Latina. No se trata de geografías diversas; se trata de culturas vividas e integradas. De escrituras, de paisajes sonoros, de espectáculos visuales, de experiencia viva, de gestos y adentramiento histórico, absorbidos como alimentos terrestres, que se deslizan a modo de estratos sumergidos en su prosa. Ha escrito poesía, novelas y obras de teatro, y recibido numerosos premios internacionales. El sedentarismo no es lo suyo, ni en la vida ni en la escritura. Diríamos que hay un nomadismo temporal capaz de articular la herencia de Machado de Assis con la de Jorge Luis Borges –en medio de la guerra de Angola–, y también una avanzada intelectual que trasluce tanto la lectura de Proudhon como la de Judith Butler o de Foucault, pasando por Pessoa y Flaubert.
Sus libros abordan la guerra de Angola o personajes históricos, como la reina Ginga, protagonista del siglo XVII de una de sus novelas (La reina Ginga, 2017), quien “era allí tan hombre que, en efecto, nadie la tomaba por mujer”. Sensual, dueña de su cuerpo, guerrera, inteligente, hábil en la estrategia política, adquiere una contemporaneidad inusitada.
En la obra de Agualusa no cabe el anacronismo, lo que simplificaría el ejercicio; sí una modelación mayor de la palabra poética, una narrativa escrita en tono de poesía que logra incorporar múltiples flujos culturales y literarios en una voz simbólica, sólida y al mismo tiempo movediza, densa y frugal.
En la obra de Agualusa no cabe el anacronismo, lo que simplificaría el ejercicio; sí una modelación mayor de la palabra poética, una narrativa escrita en tono de poesía que logra incorporar múltiples flujos culturales y literarios en una voz simbólica, sólida y al mismo tiempo movediza, densa y frugal.
Nación criolla (1997) es su segunda novela. El título tiene que ver –una de sus virtualidades– con el nombre del último barco de esclavos que sale de Angola para su venta en Brasil, luego de la prohibición inglesa. Cuando el imperio anglosajón percibió que la esclavitud era un mal negocio, ya que el trabajo asalariado significaba menos inversión y mayor productividad, vetó el tránsito oceánico. Esta novela es la expresión de identidades en movimiento, momentos de flujo de un espacio cultural a otro, análisis de instantes en el proceso de juego pluricultural. Es una novela de mixturas, escrita por un mestizo consciente de serlo. Tiene una organización epistolar y es a través de las cartas que el lector conoce al personaje de ficción, tomado del escritor portugués Eca de Queirós, quien se dirige a su tía, al mismo Eca y también a su amada Ana Olimpia, a quien libera de la esclavitud para relatar episodios de su vida con elegancia, humor y algunos guiños que remiten al gran Machado de Assis.
El tema del abolicionismo es uno de los tránsitos del personaje, Fradique Mendes, y la diversidad del espacio identitario en juego, en construcción en Angola, y en Brasil, los universos a donde llega, por razones diversas. “O que faco eu aquí?”(¿Qué hago aquí?), se pregunta consternado de pronto el personaje, salido de Portugal e intentando comprender “los secretos de África”, en medio de la confusión de culturas, de orígenes marcados por la colonización portuguesa. Todo en él es desplazamiento geográfico y cultural, una mixtura de vida que sentimos muy contemporánea.
Como el del propio autor, habría que subrayar, que va construyendo la historia de la literatura angoleña en el espacio marcado por la tradición brasileña –bien temperada– de Machado de Assis, pero también de los clásicos europeos y latinoamericanos contemporáneos (Borges, Cortázar) y la cultura popular africana como afroamericana. La afirmación anticolonial es también la necesidad de escribir la historia. Se remite al escritor africano ya clásico, Chinua Achebe: “Hasta que los leones no creen su propio historiador, la historia de la caza solo glorificará al cazador”.
Como en Nación criolla, en El vendedor de pasados (2017) Agualusa se centra en el tema identitario, que es el gran tema de los países que han logrado la descolonización, porque en ellos aquello que parece unitario, como es la noción de identidad, es paradójicamente lo contrario: la puesta en juego de pluralidades en proceso de articulación.
Como en Nación criolla, en El vendedor de pasados (2017) Agualusa se centra en el tema identitario, que es el gran tema de los países que han logrado la descolonización, porque en ellos aquello que parece unitario, como es la noción de identidad, es paradójicamente lo contrario: la puesta en juego de pluralidades en proceso de articulación. Félix Ventura tiene el oficio de inventar vidas, historias, pasados. Luego de una guerra esto es útil, muchos necesitan cambiar su historia, volverse demócratas, tener un pasado heroico o simplemente inventarse otra vida, por miedo o fantasía. Es así como se desarrolla un espacio onírico en donde los personajes se encuentran o reencuentran, se descubren hasta que aparece el rostro verdadero de quienes se ven obligados a “blanquear” su pasado, su presente, su identidad.
El tema tiene proyecciones virtuales diversas. Está también el de la construcción de la Historia como versión absoluta, la de las diferentes voces, la de las historias o de la “petite histoire”, y su relación con las otras. Angola es muchos pueblos con diferentes identidades. Y en el fondo de todo, la determinación de la guerra anticolonial, sus personajes, su horror.
Estamos frente a textos de un poeta que escribe narrativa, y en este sentido también de una narrativa–ensayo, que trae reflexión, a la vez que la transmite con belleza, que va dejando a su paso consideraciones sobre la existencia, sobre la sociedad dislocada de África de los siglos XX y XXI. Una historia absolutamente alejada de la folclorización, sin camellos ni colmillos de marfil, rota de una vez por todas la mirada colonial.
Teoría general del olvido (2012) se sitúa en medio de la guerra de Angola. La protagonista, Ludo, observa desde la mirilla de un lugar cerrado: el departamento en que ha quedado aislada, como si viviera en una fortaleza, separada del mundo, del horror y la modernización. Las posturas totalitarias obligan a los individuos a perder la inocencia, la originalidad e infiltran temor en todo el tejido social. La trama está atravesada por el problema de la fabricación de un “otro” monstruoso, en donde desfilan la guerra, el asesinato, la corrupción, el capitalismo, el robo, la venganza. El relato, con estructura de puzzle, se va armando poco a poco hasta enterarnos de la vida anterior de Ludo y sus aspiraciones básicas. Podríamos atribuirle la reflexión del autor sobre otro personaje: “Ciertas personas padecen del miedo a ser olvidadas. A esa patología se la llama atazagorafobia. A él le sucedía lo opuesto: vivía en el terror de que nunca lo olvidasen. Allá, en el delta del Okavango, se había sentido olvidado. Había sido feliz”.
El vendedor de pasados, José Eduardo Agualusa, Edhasa, 176 páginas, $13.500.
Teoría general del olvido, José Eduardo Agualusa, Edhasa, 200 páginas, $15.000.
Guillermo Machuca: De mi generación son Natalia Babavoric, Rodrigo Cabezas, Pablo Domínguez, Arturo Duclos, Pablo Langlois, Sebastián Leyton, Pablo Rivera, Bruna Truffa, por nombrarte ciertos artistas visuales que hoy están vigentes. También destacaría dentro del campo literario a Roberto Merino, y de la escena teatral y musical a Ramón Griffero, Patricia Rivadeneira, Alfredo Castro y los grupos musicales Electrodomésticos y Los Prisioneros. La verdad es que yo dudo del concepto de “generación”, por lo que me atrevería a incorporar como antecedente los textos de Ronald Kay, de Nelly Richard y de Justo Mellado, junto a las obras del CADA, Eugenio Dittborn, Carlos Altamirano, Juan Domingo Dávila y Carlos Leppe. Dentro del periodismo cultural, destacaría a Claudia Donoso, y dentro de la producción textual y poética a Enrique Lihn, Juan Luis Martínez, Raúl Zurita, Diamela Eltit, Diego Maquieira y Gonzalo Muñoz.
Federico Galende: Esa sería una parte, ¿no?, porque te faltan los Ángeles Negros y…
A Los Ángeles Negros los vine a conocer recién a finales de los 80’s. Yo conocía a Patricio Rueda por su participación anterior en el colectivo El piano Ramón Carnicer, en una exposición en Galería Bucci, mediados de los 80’s. Si mal no recuerdo, este colectivo incluía también a Álvaro Oyarzún, Enrique Zañartu, Hernán Godoy y Álvaro Meschi. Pero hay una escena inmediatamente previa que hay que considerar, una escena que se relacionó con el retorno a la pintura, luego del declive del discurso de la Avanzada a comienzos de la década de los 80’s. Esta vuelta al cuadro fue protagonizada principalmente por un grupo de alumnos egresados de la Universidad de Chile: Omar Gatica, Jorge Tacla, Matías Pinto, Ismael Frigerio, Samy Benmayor, Carlos Bogni, Eva Lefever y Mami Usui. Los referentes internacionales de ellos mantenían una complicidad inequívoca con ciertas reivindicaciones conservadoras de la estética pictórica acaecida en la escena internacional, que lideraban la transvanguardia italiana y el neoexpresionismo alemán. Desde el punto de vista del arte neoconceptual producido en la escena local, sobra decir que este retorno fue saludado con una comprensible actitud de sospecha y rechazo. De manera opuesta, se producía paralelamente una interesante renovación del grabado en la Escuela de Arte de la Universidad Católica, que tenía su máxima expresión en la producción de un número importante de estudiantes formados en el taller de grabado dirigido por Eduardo Vilches, como por ejemplo Paulina Aguilar, Arturo Duclos, Mario Soro, Silvio Paredes y Claudio Medina. En consonancia con los predicados incestuosos propios del arte crítico, la evolución de esta clase de concepción desacralizada del grabado redundó en una consolidación del arte objetual y de instalación, porque hay que considerar que el arte chileno de Avanzada tuvo su rendimiento más resaltante en una crítica a los géneros de la pintura y el grabado.
Sí, pero eso estaba también sucediendo en el campo de la pintura, de cierta pintura ¿no?
Claro, al menos respecto de su recuperación neoexpresionista, de sus acepciones sentimentales o hedonistas. Pienso que aquí es decisivo recordar las diversas estrategias analíticas impulsadas por los trabajos iniciales de Gonzalo Díaz, Francisco Smythe y en cierta forma continuados, desde los 90’s hasta hoy, por Natalia Babarovic, Voluspa Jarpa, Claudio Correa, Ignacio Gumucio y, por ejemplo, últimamente por Pablo Ferrer o Jorge Cabieses.
¿Y Pablo Langlois?
Sí, también, pero con la diferencia de que su obra no se encuentra respaldada por la garantía otorgada por la enseñanza de arte impartida por las instituciones universitarias tradicionales. Tal vez por esto, resulta más interesante en términos de su formación.
¿En qué sentido?
En el de haber sido formado de manera alternativa a las enseñanzas impartidas en dicho período por las escuelas de arte de las universidades tradicionales.
Claro, el ARCIS, que en aquel momento estaba más actualizado ¿eso?
Efectivamente.
Y ya que estamos comparando, ¿cuáles eran los referentes teóricos y visuales que se enseñaban en la Escuela de Artes de la Chile?
A nivel teórico, lo más actualizado provenía de una concepción muy conservadora de la historia del arte y de la estética abierta por las reflexiones de Ortega y Gasset y de Wölfflin. Tengo el recuerdo de una lectura muy dogmática –y pseudocientificista, por decir lo menos– de la historia del arte, acompañada de una exaltación de los presupuestos formales y perceptivos de la visualidad pictórica que iba del Renacimiento hasta sus correspondientes refinamientos en la supuesta modernidad ofrecida por las primeras vanguardias pictóricas, ejemplificadas en la Escuela de París. Dentro de esta concepción, de resonancias tomistas, convenientemente maquillada por ciertos retoques pretendidamente positivistas, cabría destacar el pensamiento de autores como Mario Bungue (risas). En dicho momento, la enseñanza universitaria ofrecida por el arcis era mucho más actualizada que la recibida por quienes estábamos en la Chile. Por lo menos, más sintonizada con las reflexiones estéticas y visuales iniciadas por el arte moderno y sus secuelas del llamado arte conceptual o analítico.
Langlois tuvo el privilegio de tener como profesores a Francisco Brugnoli, Alberto Pérez, Pablo Oyarzún, Nelly Richard, Dittborn y Mellado.
Sí, es cierto, a todos ellos, pero por razones políticas, porque los tipos estaban imposibilitados de ejercer la docencia en las universidades tradicionales. Respecto de esto, se me viene a la memoria una anécdota, posiblemente del año 84 u 85, que certifica mi ignorancia respecto del arte moderno de aquel entonces, una ignorancia que estaba determinada por la enseñanza de arte que nos impartían en la Chile. Recuerdo que estábamos con Langlois en un bar del barrio Bellavista, ya pasada la medianoche, y en uno de los muros del local había una fotografía en blanco y negro que mostraba lo que para mí no pasaba de ser el retrato de un travesti elegante europeo de principios de siglo. Entonces Langlois me pregunta si conocía al personaje, y yo me puse a especular a ver si podía reconocerlo en medio del resto de las fotografías que estaban pegadas en el muro, las de Picasso, las de Modigliani, etcétera. Al final me di por vencido, y se trataba nada menos que de una de las célebres versiones de Rose Sélavy de Marcel Duchamp.
Lo que vendría a complementarse bastante bien con la escena que acabas de criticar (risas).
En parte sí, pero en parte no. Porque mi desconocimiento de Duchamp no estaba relacionado con lo que estaba ocurriendo a nivel de la formación de las artes visuales en la Facultad. En este sentido tendría que decirte que había ciertas formas de pensamiento estético clásico que, por muy inactuales que fueran, no se justificaba descartar de una formación propia en historia y teoría del arte. También resulta necesario considerar la importancia adquirida por la información extraída de ciertas revistas internacionales como Art Forum o Flash Art a la hora de pensar en la formación de gente como Tacla, Gatica o Benmayor. ¿Artistas desinformados, analfabetos, ignorantes? Yo creo que no, por mucho que tanto se los haya acusado de esto; creo que esta generación era susceptible de ser cuestionada por su reprochable sumisión a los deseos proyectados por las revistas de moda que informaban del exitismo correspondiente al mercado de la pintura internacional imperante luego del descrédito del arte conceptual. ¿Te das cuenta? Eran estudiantes perfectamente informados de las tendencias pictóricas de moda a nivel internacional. Es sólo cosa de leer con atención lo que dice en su tesis de grado Benmayor respecto de Duchamp y Beuys. O lo que dice Gatica respecto de sus referentes pictóricos. Distinto fue el caso de Adolfo Couve, quien en sus clases manifestaba un repetido desprecio por la pintura expresionista o gestual, la cual le parecía gratuita y fácil, es decir, demasiado vinculada a una concepción irrespetuosa de los valores pictóricos propios de la tradición del género iniciada por la reforma abierta por Cézanne. Para Couve no había una diferencia clara entre el neoexpresionismo y el arte conceptual. Ambos participaban de una indisociable corrosión de los fundamentos representativos del arte tradicional. No le interesaba nada que tuviera que ver con el “mensaje”; aborrecía toda concesión contenidista característica del arte fundado en las ínfulas de la expresión o del concepto. Para él, no existían diferencias significativas entre el arte político y el conceptual. Esto no deja de ser interesante si se considera otra línea trazada por la pintura chilena durante los 80’s.
¿Cómo cuál?
Pienso aquí en la pintura comprometida de artistas retornados del exilio, a mediados de la década de los 80’s, como Balmes, Gracia Barrios o Guillermo Núñez. Y en oposición a esta restauración, la vuelta de Brugnoli y Errázuriz con el arte objetual y de instalación.
¿Y qué rol jugaba Gonzalo Díaz en la escena que acabas de conformar?
A mí me parece que nombres como los de Balmes, Brugnoli y Couve resultan insoslayables –más allá de sus diferencias– para entender la historia del arte chileno. Indican de manera clara que esta historia se ha encontrado indisolublemente ligada a la tradición de la Universidad de Chile, y asumo el riesgo de esta constatación. Y en ese sentido, para responderte, diría que la obra de Díaz representa en cierta forma la conclusión de este tramado. Es decir, el finiquito de una mirada republicana y estatal de la tradición del arte local cuya agónica desaparición se expresaría en el paso de la pintura a la fotografía y de ésta al arte objetual y la instalación arquitectónica. Al parecer voy muy rápido ¿o no?
No, pero no me gustaría que nos saltáramos tu etapa estudiantil.
Bueno, como te decía antes, en ese momento tenía absolutamente claro lo imposible que resultaría, dada la situación de la universidad bajo dictadura, la adquisición de una formación medianamente completa o rigurosa a nivel disciplinar. Más allá de las dificultades y carencias propias de ésta, tenía plena conciencia que el estudio de la teoría y la historia del arte, así como de cualquier enseñanza vinculada al “humanismo”, no podía divorciarse de los efectos traumáticos del golpe del 73. La única sobrevivencia, a nivel académico, consistía en un aprendizaje realizado de manera contradictoria, positivamente negativa, abierta a toda información susceptible de ser extraída más allá de los límites acotados por la institución universitaria. No había más opción que estar pendiente de las carencias, pugnando por extraer de éstas un mínimo coeficiente productivo. Incluso los contenidos más conservadores podían servir de modelos productivos para un aprendizaje hecho por la vía de la contradicción, la negación o la necesidad de contraponer o llenar lo sesgado. En realidad podría haber ingresado a otra carrera, pero me matriculé en la Licenciatura de Teoría e Historia del Arte de la Chile.
¿En el…?
En el 83, fue mi primera opción, lo que legitima mi vocación (risas). La verdad es que no tenía mucha información respecto de la historia del arte chileno, y menos de la tradición de la Facultad. De entrada, me tocó asistir a las primeras protestas en contra de la dictadura, y también en contra de los efectos de la recesión internacional en la economía chilena y la quiebra de la banca, lo que se tradujo en una sensación de malestar generalizado frente al modelo neoliberal impuesto dogmáticamente por el régimen militar. Un año antes, la Facultad había estado en manos de un decano llamado Félix de Aguirre, siniestro.
¿Quiénes estaban en Teoría en ese instante?
En mi curso estaban Tito Escárate, teórico del Rock, Iván Delgado –músico–, Tito Muñoz –periodista–, Tito Monje… Todos se llamaban “Tito” (risas). Y María José Bunster. En segundo año estaban Gonzalo Arqueros, Carlos Ossa y Luis Rondanelli.
¿Y ese era tu grupo?
Solo en parte, porque también me relacionaba con gente que provenía de ámbitos culturales muy diversos. Por aquel entonces mis intereses existenciales más vitales oscilaban entre un imperativo rechazo a la dictadura militar y el influjo arrebatador proyectado por la bohemia de entonces, el carrete o la movida. Desde el punto de vista de mi formación teórica, esta experiencia ha sido decisiva, incluso determinante.
Y dentro de ese ambiente, ¿con quién te juntabas?
Depende, por un lado con gente francamente muy reventada o contestataria y, por otro, con gente que tenía pretensiones de seguir una carrera exitosa a nivel académico o profesional. Algunos se podrían considerar ahora exitosos o consagrados, así como otros se perdieron y fracasaron. Sin ir más lejos, te podría citar a Hugo Cárdenas, Carlos Bogni, Pablo Domínguez, Francisca Núñez, Manuel Torres, Pablo Langlois, Bruna Truffa, Rodrigo Cabezas, Sebastián Leyton, Natalia Babarovic, en fin. Muchos nombres se me han olvidado. A la vez circulaba, aunque con una sensación de extrañamiento, de despertenencia, por los espacios que quedaban de la Avanzada, de los artistas e intelectuales que estaban asociados a esa escena neovanguardista. Ahí estaban Nelly Richard, Carlos Leppe, Juan Domingo Dávila, Eugenio Dittborn, Carlos Altamirano o la gente del CADA. La verdad es que a muchos de nosotros esas figuras nos provocaban una mezcla de veneración y rechazo. Y después, dentro de la escena literaria, como te decía, estaba Merino, que por aquel entonces convivía con Natalia Babarovic. Ambos fueron muy importantes para mí, para los recuerdos que tengo de aquella época, indisociables de la presencia de ambos. Incluso te diría que las crónicas urbanas escritas por Merino, invaluables a la hora de describir la atmósfera santiaguina de estos años, me resultan en cierto modo más decisivas que cualquier historia avalada en términos académicos. A pesar que su mirada podría ser todavía más incisiva respecto de aquel período.
Háblame de esas zonas culturales supuestamente más festivas que graves. ¿Cuáles eran sus centros de expresión masiva y su importancia a nivel de la memoria cultural?
Desafiando las restricciones impuestas por la dictadura (como el “toque de queda”, por ejemplo), podría mencionar las actividades culturales realizadas por el Trolley, que dirigía Alfredo Castro, o las del Garage Matucana 19, dirigido por Jordi Lloret. Recuerdo las representaciones teatrales de Ramón Griffero y Vicente Ruíz, pero fundamentalmente recuerdo la movida vinculada al rock o al pop, que eran alternativas al “canto nuevo” o a lo que ya despectivamente se asociaba a la música de “peña”. En Matucana 19, año 87, se realizó una colectiva de arte en respuesta a las políticas del rector delegado Federici, a quien bautizaron “Terminator”. Por aquella época dicho recinto acogió la venida de Cristopher Reeve.
¿El actor?
Sí, el de Superman; el tipo vino a apoyar a ciertos actores amenazados por la dictadura. Eran los tiempos de la música vinculada al rock latino, el punk y el new wave anglosajón. Todo esto tenía una creciente influencia en las artes visuales, en el sentido de que no se podría dejar de reconocer la subordinación de éstas a un cierto imaginario visual tramado por los lenguajes de la moda y el pop. Esto no es nuevo. Incluso me viene a la memoria el diagnóstico de un crítico de apellido Morgan, quien comparó al artista actual con una especie de estrella de rock. Piensa en Warhol o últimamente en Demian Hirst. O en Truffa y Cabezas en Chile o, más recientemente, en gente como Katty Purdy o “Papas Fritas”. Ya en la escena chilena de los 80’s era posible escuchar ciertas voces cargadas de ingenuo exitismo respecto de una determinada inserción en el mercado artístico internacional. Con el tiempo, fuimos enterándonos más de los efectos lamentables de esta pretensión, aunque ahora en una versión más cómica o farsesca. Comparada con la resonancia mediática de la gente proveniente de la música y el teatro, los artistas visuales han ido ocupando un sitial patéticamente subordinado a los deseos imaginarios y simbólicos impuestos por la clase política y empresarial que siguió a la Dictadura. La actual farandulización de la cultura la podemos reconocer en el teatro y la música, particularmente en su versión televisiva. Y lo cierto es que frente a esto, las artes visuales no han sabido reinventar un discurso alternativo o crítico refractario a la subordinación bonachona o a los énfasis supuestamente provocadores de una clase de estética ingenuamente contrainstitucional. De este modo, las artes visuales no pueden pertenecer ni a lo más luminoso ni a lo más degradado de la farándula, porque no tienen la más mínima influencia en el poder político y económico. No creo que antes haya sido muy distinto. Me acuerdo de una exposición organizada por Justo Mellado en el año 87, en el Instituto Alejandro Lipchuz, en el marco de un homenaje a Antonio Gramsci. Si la memoria no me falla, en la exposición se mostraron obras de Gonzalo Díaz, Carlos Leppe y Francisco Brugnoli, por citar a algunos. La muestra se titulaba Hegemonía y visualidad, y a grandes rasgos aludía paródicamente a una estancada visión de la cultura y el pensamiento de la Izquierda local. Supuestamente, estas obras acentuaban la naturaleza precezanniana del discurso de la izquierda, sugiriendo que el discurso del arte había avanzado más rápido que el discurso de la política.
Bueno, pero eso es cierto.
Y sin embargo me acuerdo que en una de las mesas redondas un asistente le dijo a Mellado algo así como: ¡Qué te crees! ¿acaso piensas que con estas obras vas a venir a paliar el dolor de quienes hemos padecido la violencia de la Dictadura? Entonces ahí el tema, que no deja de ser, era el del poder del arte frente al dolor de la política.
¿Y este reproche de la izquierda más clásica recaía también sobre lo que se estaba haciendo en el teatro o en la música más alternativa?
No sé, pero te diría que al margen de las expresiones surgidas del discurso contestatario o más asociado a los contenidos épicos violentamente cortados por el Golpe del 73, estos reproches resultaban por completo indiferentes a los avatares del arte moderno y la mayoría de las expresiones relacionadas con la cultura de masas. Sin embargo, esta mirada prejuiciosa también era perfectamente reconocible al interior de los diversos grupos que componían el entramado cultural durante los 80’s. La Escuela de Artes de la Universidad de Chile constituye un ejemplo anticipado de lo que luego ha podido ser antropológica y sociológicamente asociado a los signos urbanos de lo trival, lo pandillezco o sencillamente distintiva de una pertenencia de clase.
Las tribus, los gabinetes, los territorios.
Es que piensa que en esa época están ya los artesas, que se mezclan con sus homólogos más puritanos a nivel político, los hippies más reventados, que andan siempre embriagados, los cuicos (políticamente indiferentes algunos, pero esnobistamente progresistas otros), los escasos partidarios de la dictadura, uno que otro representante de una embrionaria carrera política, los emergentes partidarios de la moda new wave y el punk alternativo. Y resulta que en una misma sala de clases estaba todos, gente que venía de los colegios particulares más caros y gente proveniente de establecimientos estatales, gente que nunca había viajado al centro de Santiago y otra que venía de provincia o de zonas rurales del país. Todo esto hay que entenderlo en el marco de una convivencia universitaria previa a la ulterior proliferación de las universidades privadas, donde todo esto se ha perdido, donde se ha perdido aquella anterior fricción social y cultural. Todavía me acuerdo que durante mis primeros días de clases en la Chile circulaba un rumor: no sé quién había escuchado a una compañera de curso, que era hija de un empresario importante, quejarse de tener que estudiar en una universidad “llena de rotos”. De todos modos, mi ingreso a la Escuela no se encontraba motivado por nada que pudiéramos asociar a la “vocación”.
Eso ya me lo dijiste. Lo hiciste al revés, pero entendí.
Bueno, lo cierto es que después de mis primeros dos años en Teoría, el año 85 participé tangencialmente en el Centro de Alumnos, dirigido por Luis Rondanelli, cuya actividad más destacable consistió en expandir los límites físicos o ideológicos que comprimían la enseñanza de arte bajo Dictadura. La consigna que animaba al Centro provenía de una sentencia de Joseph Kosuth que decía más o menos lo siguiente: “Por una real ocupación de los espacios habituales de trabajo”. Ese año escribí mis primeros textos críticos por encargo de Manuel Torres y Elías Freifeld, quienes estudiaban paralelamente Artes Visuales en la Facultad y participaban en dicho centro estudiantil. Ambos expusieron en la desaparecida Galería Bucci junto a Carlos Bogni, Mario Soro y Ariel Rodríguez, en una muestra que se llamó Propuesta pública. Desde ahí en adelante, no me perdí casi ninguna de las actividades culturales que se producían en la escena de las artes visuales. En cierta forma, buena parte de mi construcción a nivel teórico provino por entonces de mis lecturas de los textos de Kay, Nelly Richard, y en ese año de las clases de Pablo Oyarzún.
¿Y quién dirigía el Departamento de Teoría en ese momento?
Enrique Solanich.
¿Qué representaba para ustedes?
Representaba para algunos algo muy cuestionable a nivel político; para otros, era la encarnación de una concepción ideológicamente reaccionaria de la historia del arte local. Sus enseñanzas de la historia del arte chileno a muchos nos parecían reñidas con el avance del pensamiento heredado de autores como Nietzsche, Freud, Marx y sus proyecciones en Lacan, Foucault o Deleuze. Tampoco guardaba ninguna relación con el debate de la historia y la estética acaecida desde las vanguardias históricas y sus posibles efectos en el arte local. A mí, sin embargo, no me parecía tan reprochable el nivel de sus cursos. Puede que peque de cándido o de ingenuo o que en aquella época haya sentido cierto temor. Pero de todas maneras me sumé a una especie de Golpe de Estado que en el año 85 hicimos en su contra. En medio de una disertación, el curso decidió rebelarse y abandonó la sala. La idea era que renunciase como Director, ya que había sido vetado como profesor. De acuerdo a los estatutos universitarios, esta situación implicó un juicio que duró todo ese año.
¿Y al final?
Luego de un proceso largo y penoso, la cuestión se resolvió en una clase en la que los alumnos lo interpelamos en presencia del cuerpo docente del Departamento de Teoría e Historia. Hubo quienes justificaron su posición por escrito, enfatizando las carencias e insuficiencias de la visión histórica del arte chileno que el tipo nos entregaba. Frente a nosotros estaban la mayoría de nuestros profesores, los únicos que hablaron fueron Margarita Schultz y Adolfo Couve, y Couve, recuerdo, dijo algo inolvidable por su crudeza: “Pero si esto es arte chileno. ¿Ustedes qué quieren? ¿Quieren a Gombrich, a Hauser? ¡No!”. Entonces Solanich bajó la cabeza, Couve le había hecho un flaco favor (risas). Y Margarita Schultz a la vez hace toda una intervención para decir que ninguna cosa o experiencia estaba destinada a no cambiar. En el fondo, un ataque a los determinismos en términos filosóficos. Finalmente Solanich renunció al ramo, pero no a la dirección del Departamento. Se llamó a un concurso público, que ganó Ricardo Bindis, que a la larga no era distinto. Para la mayoría era incluso muy inferior en términos académicos.
¿Cómo? ¿Y ustedes no intervinieron en el recambio?
No, no se podía, porque era un concurso público. Entiendo que el que postuló fue Justo Pastor Mellado, pero al parecer la comisión privilegió el peso físico de los antecedentes presentados por los postulantes, sin hacer mediar ningún criterio de calidad. Es decir que optó por seleccionar a quien aparentemente había escrito más sobre el curso en cuestión. Todo esto en medio de una especie de estrategia que en aquel momento habían planeado el mismo Mellado y Gonzalo Díaz. En esa época se hablaba de un protocolo entre ambos, cuya matriz teórica y visual se sustentaba en un proyecto de refundación total de la enseñanza de arte de la Universidad de Chile. Dentro de este tramado, se requería el apoyo de Couve, por lo que Mellado llegó incluso a escribirle un texto para su exposición en Visuala y a dar una conferencia sobre su obra que tuve la ocasión de escuchar. Pero parece que Couve no apoyó su ingreso.
¿Cómo era la anécdota que cuenta Díaz?
Que entonces llega Couve al casino de la Escuela y le dice que durante los últimos años ha hecho lo imposible para mantener un nivel académico mediocre, bien opaco, con el fin de brillar, y que entonces cómo se le ocurre que él va a permitir la entrada de gente como Mellado, quien terminaría revolviéndole la sopa. No, sobre todo porque después ¿no vendrían Nelly Richard, Brugnoli y quién sabe cuántos más?
(Risas). Bueno, no se puede acusar a Couve de no haber sido franco.
Algo de esto dice Díaz en la conversación contigo en Filtraciones I ¿no?
Pero la participación de Couve en el Departamento de Teoría ¿sigue siendo importante en ese momento?
¿Por qué preguntas eso?
Porque Couve estaba interesado en irse a Literatura.
Sí, pero en ese momento había retomado ya la pintura, cumplía un rol significativo como docente y ejercía un cierto magnetismo entre sus alumnos. Esto, más allá de sus cuestionables metodologías desde el punto de vista académico.
Y Gonzalo… ¿Qué papel tenía en ese contexto en el Departamento de Teoría?
El de alguien que ocupa un papel significativo como artista en la escena asociada al discurso neovanguardista del momento; para algunos de nosotros, su obra representaba un resonante ejemplo de modernidad teórica y visual que contrastaba profundamente con las enseñanzas conservadoras que recibíamos en la Licenciatura de Teoría. Antes de su viaje a Florencia, su pintura aceptaba ser remitida a esa tradición estética de la Facultad de Bellas Artes que conformaban Opazo o Couve, pero esa filiación se quiebra con Los hijos de la dicha, año 79. Visto desde esta perspectiva, Díaz no pertenecería a los primeros momentos del arte de Avanzada desarrollado en Chile a finales de los 70’s y principio de los 80’s. Si se lo compara con los trabajos iniciales de Leppe, Altamirano o Dittborn, la producción artística de Díaz ha sido quizás el único ejemplo de trayectoria de obra tramada por una evolución de tipo duchampiana, precedida por una concepción romántica y metafísica del arte. En términos lineales, esta trayectoria ha ido de manera progresiva –pero también oscilante– transitando desde la pintura, sus correspondientes tensiones con las imágenes tecnológicas, sus expansiones y desplazamientos hacia el arte objetual, hasta la práctica de la instalación, en sus variantes principalmente arquitectónicas, sea bajo las modalidades del site especific o bajo lo que el mismo Díaz, leyendo a Oyarzún, entiende por intervención in situ.
Influenciada también por las grandes tradiciones literarias clásicas.
Creo que esa es una característica que persiste hasta hoy y que se ha ido acentuando, incluso, desde Lonquén, que es del 89, en adelante, es decir, en sus intervenciones arquitectónicas de fines de los 90’s y principios de este siglo en lugares como el mnba , el mac y en la Casa Central de la Universidad de Chile. Sin descuidar sus aspectos visuales o perceptivos, creo que este proceso permite distinguir una inequívoca vocación del ejercicio estético que va en detrimento de cualquier especulación de raíz meramente formalista, lo cual no quiere decir que prime una visualidad de naturaleza meramente ilustrativa o narrativa. La influencia de las grandes tradiciones literarias clásicas, aludida en tu pregunta, no es contradictoria con sus expresiones contemporáneas.
Sí, claro, porque los linajes de las tradiciones clásicas no tienen por qué ser mirados desde una perspectiva que los supera en el tiempo.
Sí, porque entre lo tradicional y lo moderno no subyace una evolución lineal o progresiva. Ambos conceptos mantienen una relación embrollada a nivel de su rendimiento en el ámbito de lo estético. En este punto, se podría establecer un paralelo entre Díaz y Dittborn.
Adelante.
Siempre resalto ante mis alumnos el peligro que supone una cierta actitud de impostura surgida al momento de tener que explicar sus procesos de obra, sobre todo en lo que concierne a sus fundamentos teóricos y reflexivos. Por lo general pongo la obra de Dittborn como ejemplo de esto.
¿Como ejemplo de impostura?
(Risas). No, como ejemplo de una conjunción muy específica entre lo alto y lo bajo. Me explico: Para mí la producción de arte no puede ser comprendida sin una necesaria participación de lo reflexivo o lo inteligible, pero también es cierto que a veces un exceso de teorización puede significar algo mucho más nefasto que las ingenuidades propias de una mirada del arte reducida a lo afectivo o a lo sentimental. En el fondo, son lo mismo. Habitualmente, a nivel de la enseñanza superior de arte, suele respetarse a aquellos estudiantes que ostentan los supuestos de una construcción consistente a nivel de sus referencias adquiridas. A mí sin embargo no me parece que estos sean necesariamente los cimientos de una obra espesa a nivel visual y narrativo. Incluso cabe la posibilidad de que lo que entendemos por una “formación intelectual sólida” no tenga la más mínima importancia respecto de la producción de arte desarrollada más allá de los límites de la enseñanza académica si, previamente, esta formación no se ha combinado con lo aprendido a nivel de una experiencia vital. Es el caso de Dittborn, cuya obra combina de manera ejemplar elementos provenientes de lo elitista y lo masivo. Me parece interesante que la suya sea una obra en la que justamente se combinan muy productivamente referencias extraídas de la tradición del arte y del pensamiento con aquellas que provienen de la industria cultural, así como me parece muy destacable el modo en que el tipo confronta las reflexiones de la filosofía o de la ciencia con las presuntas banalidades de una iconografía masiva, ligada a los gregarismos de la música, el cine o el deporte. Allí los supuestos personajes memorables de la cultura son sometidos a las iniquidades de lo delictivo y lo marginal, y La poética de Aristóteles o La cámara lúcida de Barthes terminan resultando tan significativas como la desaparecida revista Estadio, así como La Pietá de un Miguel Ángel o el Marat asesinado en su bañera terminan siendo tan significativos como la imagen yacente de Beny Kid Paret noqueado por Emily Griffith. Dittborn cruza a Descartes con Sergio Livingstone.
Pero eso parece remitir también a un cierto espíritu de época, porque, aunque provengan de formaciones muy distintas, desde La historia sentimental de la pintura en adelante Díaz también apela a esa clase de cruces ¿no?
Sí, cuestión que en aquel momento no resultaba fácil de ser asimilado ni por el conservadurismo de la izquierda ortodoxa que antes mencionábamos, ni por la defensa más dogmática de las Bellas Artes. Piensa que en ambos casos la cultura de masas no podía ser sino confundida con lo vulgar o lo mercantil: para el pensamiento conservador, los signos de la cultura de masas atentaban contra una concepción elitista del arte elevado; para su contraparte comprometida o progresista, éstos no podían ser más que reveladores de una enajenada complicidad con el sistema capitalista en su ascepción yankie. Benjamin es muy importante en este punto, particularmente en el ensayo sobre la fotografía, donde la percepción no sería otra cosa que algo susceptible de ser modificado por la historia. Considero que este texto de Benjamin es crucial a la hora de comprender la implementación teórica y visual de nuestras vanguardias locales, tanto para traducir y descifrar la presencia de los delincuentes, los deportistas o los desaparecidos en el trabajo de Dittborn, como para interpelar la Cordillera de los Andes, la estampa de La Klenzo o los íconos vitivinícolas de la maratón de los garzones que comparecen en La historia sentimental… de Díaz. Todo esto sirve mucho para entender el desarrollo de nuestra crítica e historia del arte. Las obras y los textos más reacios al discurso de las Bellas Artes y al representado por el contenidismo político, como los desarrollados en el período por Richard, Kay, Dittborn o Díaz tuvieron efectivamente una repercución en una creciente tensión entre el ámbito de lo estético y el ámbito de lo masivo.
Sí, aunque insisto en que la irrupción de lo masivo en el arte es lo que define al arte del que somos contemporáneos en general, porque no vamos a decir que la transvanguardia o el neoexpresionismo se esfuerzan en depurar el arte de la afluencia de la cultura de masas.
Tienes razón en este punto, aunque se trataba de una clase de información que unía el deseo exitista característico del arte promocionado por el mercado internacional con un retorno regresivo al cuadro y la pintura. Pese a su reconocible vinculación con el imaginario de la contracultura (pensemos, en este caso, en Basquiat o Haring), esta renovada vuelta al género fue leida aquí de manera indisociable respecto de la formación académica impartida por la Escuela de Artes de la Chile. Los signos de lo masivo tuvieron quizás una mayor respuesta crítica en las obras de ciertos egresados de la Escuela de Grabado de la Católica, como Duclos, Rodríguez, Villareal, Soro y Aguilar. En oposición a las expansiones urbanas y sociales del CADA, aquí se privilegiaba un trabajo relacionado con lo íntimo, lo cotidiano, y también con lo femenino y lo kitsch. En otra línea, habría que mencionar a su vez las obras instalatorias de Brugnoli y Errázuriz, elaboradas y producidas a comienzos de los 80’s.
Entiendo el corte en el que insistes, la separación que después del impacto de la Avanzada tiene lugar entre aquellas promociones de la Católica y la Chile, pero ¿después?
Después me parece que podríamos nombrar a Carlos Bogni, que fue ayudante de Gonzalo Díaz durante un tiempo y cuya gráfica era más decisiva que la de sus compañeros de generación. Pese a esto, su producción no ha tenido el mismo reconocimiento en términos sociales. A diferencia de la pintura de Benmayor o de Gatica, su trabajo sería en rigor más transvanguardista, a menos si tenemos en cuenta que el movimiento mismo, a nivel internacional, no estaba restringido a una defensa dogmática de la pintura, porque incluía también ciertas resonancias provenientes del pop y del conceptualismo. Ocurre que en Chile esta flexibilidad del transvanguardismo debía ser escamoteada, o llanamente reprimida, a fin de acomodarse a las condiciones propias del naciente mercado del arte existente en los 80’s. Y, como se sabe, el medio adecuado para responder a esa demanda fue la pintura. De lo que se sigue que la única resistencia no podía provenir sino de lo que entonces estaba asociado al arte conceptual. La obra de Bogni, un ejemplo en este sentido, no cuadraba bien ni con los rendimientos comerciales presuntamente experimentados por sus coetáneos pintores ni con las exigencias de aquellos que representaban el arte crítico o neoconceptual. Con el correr de la década, la hegemonía de la pintura neoexpresionista, nacida en los 80’s, fue paulatinamente mitigada por la generación de pintores influida en parte por los avances linguísticos y narrativos del arte crítico sucedido en el contexto abierto por la Avanzada. Los nombres claves aquí serían los de Rodrigo Vega, Natalia Bavarovic y luego Voluspa Jarpa, aunque también los de Bernardo Oyarzún y Waldo Gómez. En cierto modo, esta línea se vinculaba a los trabajos del período de Pablo Langlois.
Ahora volvamos atrás ¿cómo se arma el nudo entre la transvanguardia teorizada por Bonito Oliva y la generación neoexpresionista de Benmayor o Tacla? Porque ahí también está Díaz.
Es que Díaz no trae a Bonito Oliva. Bonito Oliva es más bien un punto importante en la tesis de Benmayor, que Díaz dirige y que resulta muy interesante de ser leída. ¿Por qué? Porque Benmayor parte con Duchamp y de ahí se va a Leppe, a Nelly, al CADA. Y dice que hizo un esfuerzo enorme pero que no entendió nada. Ahí aparece Pollock, ¿te das cuenta?, y traduce a Oliva. Hay que averiguar de cuándo es la tesis de Benmayor, pero creo que es del 81.
Pero me imagino que Bonito Oliva, traducido a aquel contexto, tiene que haber sido políticamente complicado, ¿no?, porque es una vuelta al mercado, y esa vuelta suspende lo que venía desarrollándose en el “arte experimental”.
O sea, Bonito Oliva es la transvanguardia pasada por el mercado neoconservador. Para la Nelly era un objeto de desprecio, para Kosuth también. De alguna manera Kosuth ataca esta vuelta a la pintura, la acusa de fascista. Aquí, en cambio, se hablaba directamente de pintor analfabeto. Eso era lo que decían la Nelly y Mellado respecto de estos pintores. Aunque Benmayor fue coqueteado por Leppe, por Dávila, por la Rita Ferrer, por Carlos Altamirano; se movió en ese mundo. Trataron de capturarlo y de hacerlo más inteligente.
Cuando ganó el Altazor, lo presentaron derechamente como miembro de la Escena de Avanzada.
Eso es porque los periodistas chilenos confunden la Escena de Avanzada con la Escuela de Santiago o con el CADA. Para muchos periodistas son como sinónimos.
Bueno, el CADA sí tuvo que ver con la Escena de Avanzada.
Sí, pero no como sinónimo. Esta definición ya ingresó a la red, entonces los periodistas bajan la información y cometen errores. Errores periodísticos.
¿Y la tendencia a confundir parte del trabajo de Díaz con la transvanguardia también te parece un error?
Sí, en el sentido de que yo nunca entendí el vínculo de Gonzalo Díaz… Bueno, no, quizá en Hijos de la dicha. Pero no sé. No entiendo muy bien de dónde viene ese vínculo a nivel teórico, que incluso Nelly postuló alguna vez. Nunca encontré yo ninguna relación clara al respecto. En cambio sí encuentro esa relación con Tacla, que está muy influenciado por Basquiatt, por Schnabel, eso sí. Hal Foster escribió un texto donde dice que la línea crítica estaba formada por Laurie Anderson, mientras que la complaciente estaba formada por Schnabel, que era muy cuestionado. Tipos como Jameson u Owens le dieron duro a Schanabel. Era un paradigma. Otro paradigma era el que venía de la pintura figural. Altamirano encontraba despreciable a Bacon, toda esa línea tan interesante que Deleuze analiza en la Lógica de la sensación.
Lo que pasa es que en aquel entonces nadie asociaba a Bacon con Deleuze. Eso ocurrió después.
Sí, es cierto, porque ese Deleuze no se leía. Se leía la cuestión del Rizoma y la del Antiedipo, que eran importantes para la teoría local. Igual nuestra producción de campo, por llamarlo así, no fue sino una producción hecha a base de lecturas fallidas o incompletas. La mejor muestra es Couve, que tenía una lectura sumamente fallida de los referentes de la historia idealista. Cuando yo entré a Teoría, primaba el discurso de Wölfflin, con sus clásicas distinciones entre forma cerrada y abierta.
¿Y qué habría de raro en eso? Formalismo.
Pero no un formalismo a la manera conceptual, digamos, no lingüístico. Es un formalismo idealista.
Todos los formalismos lo son.
Sí, Couve tenía un concepto de realismo que era una ecuación entre forma y contenido. Para él, una película formalista es El Padrino, una película realista, perfecta. El gran Gatsby le gustaba mucho, Borges, Flaubert. Pero este formalismo también te puede llevar también al minimal, que Couve practicaba en su narrativa. Dicen que Couve era un tipo más radical en los 60’s, que fue más allá de Balmes, pero que después se arrepintió y lo quemó todo. No sé si será verdad. En tal caso, en tanto discípulo de Balmes, al Couve de aquella época resultaría lógico asociarlo al informalismo. Pero algo sucedió con el golpe. O tal vez no alcanzó a encontrarse con el pop cuando viajó a Nueva York antes del Golpe.
O tal vez el pop fue para Couve el verdadero Golpe.
(Risas). Quién sabe, lo cierto es que algo le pasó, hubo un vuelco ideológico.
Por un lado está Couve y todo ese realismo un poco raro –porque es muy raro lo que el entiende ahí por realismo ¿no?–, por otro lado toda la escena del Díaz que vuelve de Florencia. Y sin embargo ¿de dónde proviene todo este vector neoexpresionista?
Del final del Taller de Díaz o de Opazo, en cuarto año.
Pero Opazo es un tipo que en ese momento ya se había alejado de su mejor pintura, o al menos eso se dice.
Sí, pero considera que era amigo de Aldo Pellegrini, que conocía a Warhol en persona. El tipo era medio surrealista, era muy versado en esos temas. Yo lo conocí. Bueno, y conoció a Warhol, se carteaba con Pellegrini, leía a André Bretón. Por otro lado, tenía una noción antropológica existencial de la pintura, que es muy chilena, que es muy humanista cristiana. Lo que dice Mellado del libro de Ivelic y de Galaz, que es un libro dc. Y basta con que tú veas la escultura chilena, que o bien era pachamámica o bien es humanista antropológica.
Porque Couve de alguna manera, y esto ya fue muchas veces dicho, invierte la relación entre modernidad y vanguardia. Considera que en la época del vanguardismo el modernismo es más vanguardista que el propio vanguardismo, que es modernista. O algo así ¿no?
Es cierto lo de la inversión entre modernismo y vanguardia, pero convengamos que el modernismo en términos arquitectónicos y pictóricos es abstracción formal, y Couve es una persona que llega a la pintura pura sin escapar del referente. Por ejemplo, cuando Couve nos hablaba de Velázquez, la preocupación era la forma pura, la mancha, las veladuras, los empastes, y se abstraía del referente. El tipo privilegiaba una percepción miope de la realidad. Por eso despreciaba a Bravo y a los pintores naturalistas o fotográficos. Le interesaba la relación entre mancha y objeto.
A pesar de eso (o por eso) la triangulación pictórica que empieza a construirse, al menos desde la perspectiva de Mellado, es Burchardt-Balmes-Díaz.
Y Dittborn
Sí, pero no como pintor.
Como alguien que mecaniza la mancha pictórica. Bueno, de todos modos habría que ver los textos de Couve… Yo veo esta línea de la mancha en la Facultad de Arte, línea que es la que desemboca en Bororo. Porque yo creo que la pintura expresionista de Bororo es una aceleración propia del discurso de la Chile, pero sin ningún tipo de referencia internacional. En cambio la generación de Benmayor es una generación que aborda las revistas americanas, el arte americano, y desde allí retorna a la pintura. Es una generación que maneja una información de transferencia, en oposición a la de la Nelly, que se mueve dentro de la línea conceptual o post-conceptual: arte feminista, instalación, discurso crítico. Pero no es lo único que hay. Porque también era parte del mismo contexto, como te decía, este flujo de información proveniente de las grandes metrópolis. Benmayor, Matías Pinto o Gatica no son ignorantes; son acusados de ser pintores copiones, sobre todo de Basquiatt, de Schnabel, de los expresionistas alemanes, no tanto de los italianos.
Pero bueno, en algún sentido eran balmesianos.
Si, cuando Balmes llega del exilio, con los que conecta es con ellos.
Por declaradas razones políticas contra el arte experimental, y porque de algún modo comparten la actividad del pintor que lo saca todo afuera.
Sí, una especie de mala pintura: infantil, graffitera, autobiográfica. Había una corriente de mala pintura que chocaba con el modernismo de Greenberg. Porque a Greenberg, en realidad, nunca le interesó honestamente Pollock. Tuvo que escribirle porque necesitaba fundamentar la pintura norteamericana. A el le interesaban los pintores de colores más fríos, a lo Reinhardt, Stella o Newman. Digamos que esa es la línea prepotente del modernismo, que es una pintura del repliegue, ahí donde la pintura de Pollock era más narrativa. Bueno, esa es una línea. La otra es la de una pintura que ya está pensando Deleuze, y sobre todo Lyotard. Una pintura figural, en oposición al realismo y a la abstracción. Esa es la que lee Mellado. Porque recuerdo que Lyotard era considerado un teórico retrógrado, reaccionario por parte de la escena. Valdés lee a Sontag, Richard a Kristeva, Marchant a Derrida, y Mellado lee a Lyotard –se podía leer en un catálogo de la época producido por el acuerdo Díaz/Mellado. Después Mellado va cambiando su propia estructura, porque obviamente para él las transferencias operativas que se extienden de los 60’s a los 80’s son Balmes, Díaz y Dittborn. Brugnoli queda fuera de este juego.
Bueno, eso lo habíamos notado.
(Risas). Y deja a Leppe afuera, porque decía que Leppe era un artista que hacía “animitas”, aunque luego lo integra.
Pero para Mellado, Dittborn es un botín más tardío.
A Mellado le interesa lo pictórico, yo creo, lo que en ese momento se llamaba de manera cursi “lo pictural”. Aunque para Couve, por ejemplo, Dittborn y Díaz eran un par de plantilleros.
¿Y el grupo que venía de la Católica se relaciona con Dittborn?
Sí, pero más que nada con Vilches, del que dicen que fue ayudante de Albers en Yale. Vilches fue importante en la modernización del grabado clásico en la Católica, a diferencia de lo que ocurría en la Chile. De manera paralela otro de los hitos importantes fueron los trabajos desarrollados en el Taller de Artes Visuales que dirigía Brugnoli. Recuerdo uno significativo respecto de la modernización del medio, Prueba de artista, que presentaron Leppe y Marcelo Mellado el año 81. Dittborn saca un catálogo, La copia feliz del edén, donde hay un texto bellísimo sobre el grabado como epidemia y contaminación, y donde no hay matriz ni copia. Ahí cada copia es copia para otra matriz y cada matriz es matriz para otro copia.
Eso prueba una vez más que Dittborn es un pensador temprano de la reproductibilidad técnica.
Exacto; y del desplazamiento. De ahí que para muchos sea la fotografía –y la reflexión sobre ésta– la que origina la estructura de desplazamiento. Eso, con Pablo Rivera, llega incluso hasta la escultura, lo cual no quiere decir que Rivera sea dittborniano sino, más bien, que la estructura en él es tardía en la escultura y la desplaza al arte objetual y a las instalaciones. Pero esa mecánica ya estaba en la fotografía, desde donde se buscaba modernizar el discurso del dibujo, de la gráfica, del grabado. Tú ves que la Escena de Avanzada tiene tres etapas: Arte Corporal, Espacio Público y Fotografía. A nivel teórico, es el desplazamiento genérico el que ha originado las mayores expansiones del arte. Entonces el grabado gana todas sus batallas en la Católica. Y ahí aparecen Duclos y Soro, que están en el grabado. Es la mecánica del desplazamiento y la extensión lo que importa, que es suministrada por el lenguaje fotográfico. En la Chile todavía el lenguaje del grabado era pre-moderno, artesanal.
Aunque cuentan que Bonati había llegado con una máquina que les permitía grabar hasta la sopa.
Sí, pero el asunto es si eso está formalizado teóricamente. Ese es el punto decisivo: en qué momento aparece un discurso programático que dé cuenta de este desplazamiento. Y resulta que esto no comienza con Brugnoli, porque en él no hay referentes respecto de estos puntos. Si fuera por Bonati y Brugnoli, no hubiera aparecido Duclos. Sin embargo, hay que decir que Brugnoli dirigió el tav …
Cuya discusión se instala justamente en torno a la cuestión de la matriz.
Ahí está Duclos como alumno. Y si uno mira las obras, evidentemente hay un enorme giro lingüístico.
Que venían de Kay, Dittborn y Parra.
Y de Leppe y de Dávila. Es decir, conectada con los cruces entre el cuerpo y la fotografía.
Aunque se dirigen a cuerpos muy distintos o se disputan, si se prefiere, una filosofía del cuerpo. Porque por aquel entonces Leppe mostraba más la relación entre tecnología, tortura y fluidos, mientras que a Dittborn le alcanzaba con exponer el mero cuerpo exhausto. Para Dittborn, correr es una tortura.
Dittborn tenía un aire de locura o genialidad antropológica. Un tipo que comía charqui. ¿Te das cuenta? ¡Comía charqui! (risas). O al menos, eso me parecía a mí en esa época; alguien que se encontraba impregnado de olores y colores azufrados, como los emanados por una ruca o una canoa primitiva. En cambio Díaz vuelve de Florencia con una pinta más glamorosa. Brugnoli, Díaz, Dávila incluso, son tipos de la alta cultura, de una alta cultura que a veces cae intencionalmente en el kitsch. Dittborn, no.
Bueno, está también la cuestión del artista soberano, que a Dittborn no le interesa. Dittborn es más Sargent Pepper’s, más beatlesco.
En rigor, más pop, en el doble sentido del término, como refinada cultura de masas o como masiva expresión popular. Aunque igual yo veo una modulación entre Brugnoli y Dittborn, porque fíjate que Brugnoli es un neo-dadá objetual, mientras que Dittborn es la prensa plana, la misma a la que llega Rauschenberg después de ser también él neo-dadá, cuando conoce a Warhol. Entonces Brugnoli sería un neo-dadá cercano al Rauschenberg de los 50’s, mientras que Dittborn se preocupa por otro Rauschenberg. Y es por esto que es el evento mismo en todo lo que refiere a la modernización de la reflexión sobre la fotografía.
¿Y es eso lo que lo convierte en un editor tan bueno de su propia obra?
¿No son todos así? Rauschenberg es así, Warhol es así. En general, cuando los tipos ya pasan una edad empiezan a administrar cierto legado.
Volvamos a la escena del grabado, a Duclos, a Soro.
Duclos y Soro son opciones de enfriamiento de la pintura por vía del grabado. La única generación que Nelly miró con interés fue esa generación. Pero lo hizo para atacar la vuelta a la pintura expresionista de la Chile y a los pintores reventados del pop criollo como Truffa y Cabezas. Entonces pone a Duclos como el que enfría y vacía signos o metarrelatos y los aplana, llegando a una conquista de la superficie, a una gráfica mecánica. Hay un texto de Nelly que defiende la obra de Duclos, que Duclos expone en la muestra Fuera de serie el 85, y ataca a Claudia Donoso, que hace una defensa de la pintura en un catálogo. Fuera de serie fue la última muestra de la Escena de Avanzada según Mellado. Estaban Brugnoli, Díaz, Dávila, Leppe, Duclos, Dittborn y Virginia Errázuriz. Nelly escribe un texto en donde defiende la categoría del placer y del juego, pero precisamente en contra del placer que defiende la pintura. Por eso había un gran resentimiento de los pintores en contra de Richard. Un resentimiento confuso, por lo demás, porque decían que la escena de ésta era calvinista o luterana, antisensual, represiva, anti-pintura, etcétera. ¡Y no es así! ¡No fue nunca así! Lo que pasa es que algunos pintores no leían bien. Ni siquiera en términos de la confrontación entre conceptualismo y pintura. Porque Leppe, por ejemplo, no es conceptual. Es más, en Chile nunca hubo arte conceptual en el sentido de lo que Kosuth entendía por ese término. Las obras eran más bien barrocas, somáticas, algo sacrificiales. Ahora, eso sí, hay que considerar también los cambios que se van produciendo a partir de la relación misma de las parejas teórico-plásticas. En el campo plástico, eso es tremendamente importante. Piensa que yo trabajé con Duclos desde el año 89 al año 95 y después nos distanciamos.
¿Y Soro?
Yo tengo una tesis un poco cruel al respecto, consistente en que muchos artistas son buenos cuando están guiados por los maestros. Hay algunos que están protegidos, y cuando salen de la universidad te das cuenta que son un desastre. También está esto de que los tipos no tienen plata para producir, o tienen muy poco, entonces sus trabajos quedan siempre por debajo del nivel conceptual que prometen. La obra de Soro pareciera vivir de la excusa de que le faltan recursos, pero por lo mismo resulta interesante en términos de resistencia y opacidad.
No sé si estoy de acuerdo, porque Soro hace una obra que no tiene problemas con no tener recursos.
Por lo mismo, su rendimiento vendría de una estética de la carestía, opuesta a cierto exitismo transparente que distingue una porción importante del arte actual.
Y este proceso marca un corte en la escena del arte chileno, ¿no?, donde la mirada insular gira y se pregunta por lo que está pasando en el mundo. Eso es algo que ya arranca con Benmayor.
Benmayor se va a Nueva York con la esperanza de triunfar en el mercado abierto por Basquiat, por Schnabel.
A mí Basquiat me parece un gran pintor, me gusta mucho, aunque entiendo perfectamente bien los motivos por los cuales eso no se podía decir. Nada es nada sin una referencia al contexto, como decían los pragmáticos.
Es un gran pintor, exacto, y a Nelly le molesta que se diga eso. Se ofusca (al menos antes). Pero ella una vez me confesó que le encantaba Matisse (risas).
(Risas). ¡Vaya confesión!
Bueno, a Nelly le gusta Matisse y a mí me gusta Basquiat. Y Benmayor en la Escuela era Basquiat. Lo que pasa es que lo tomaron las galerías chilenas y lo blanquearon, lo asexuaron, lo peinaron y lo convirtieron en un Miró, en un Matta. Mal hecho, porque el tipo se entusiasmó y empezó a venderle a los Bancos, a los Hoteles, y saturó el mercado a bajo precio, en lugar de exportar la obra.
A vos eso de “exportar” te parece interesante, ¿no?, más directo, menos complicado que lo que hace el primer Duclos. Porque me imagino que esa es la comparación que estás insinuando.
Sí, exacto, prefiero eso, que es más directo. A mí en tal caso lo que me interesa es la crítica de arte, no la historia, que es una noción un tanto retrógrada. No la filosofía del arte, ni la estética, ni la historia, sino la crítica. Y además, la crítica de campo, una crítica hecha en contacto con la obra. Cuando yo entré a la Escuela no me juntaba con historiadores, me juntaba con los new wave, metidos en el discurso de la moda, que escuchaban a The Cure y The Smith. Antes de entrar yo era un hippie, aunque había dos tipos de hippies: los hippies “ecológicos” y los hippies “malditos”, estilo Morrison o Rimbaud. Yo formaba parte de los segundos, sobre todo porque cuando entré a Teoría me hice amigo de Truffa y de Cabezas. Cabezas se tatuaba con ácido el cuerpo. Antes de pintar, sí. Le encantaba ese tipo que mató a Sharon Tate, Charles Manson, Artaud, Jim Morrison, William Blake, Lautreamont. Cabezas era un maldito del grabado new wave. Catalina Guerra, Paty Rivanedeira, Paula Sobeck eran todos un círculo que iba a los carretes del Trolley. Eran de la generación del trasnoche. A esa edad yo escribía todavía unos textos un poco estructuralistas. Bueno, los textos de esa época eran así: Oyarzún escribía así, Gonzalo Muñoz escribía así. Había un clima de experimentación con el significante lingüístico.
Tuviste tu época críptica, digamos.
Hasta que ahí por el año 94 dije: “voy a hablar más claro”.
No te entiendo.
(Risas). O sea que me dije a mí mismo que debía escribir con más claridad, más sencillo, más directo, sobre todo porque el problema en Chile es que no hay lector de obra. No hay lector de textos.
Bueno, hay algunos.
Nosotros y nuestros amigos (risas). Ejemplo de eso es que en una época Brugnoli y la Piquina Errázuriz hacían unas reuniones en su casa, cuando vivían en Pedro de Valdivia Norte, año 89, 90, donde llegaban Carlos Pérez, Gonzalo Catalán, Arqueros, Oyarzún, Willy Thayer. Ahí se hablaba de todo, pero lo que imperaba era la visión que venía del gremio de la filosofía, del que sólo estábamos exceptuados Arqueros y yo. Eso había empezado unos años antes, por el 85, cuando Pérez, Marchant y Willy le escriben un texto a Patricia Vargas, que exponía en Visuala. También escribió Miguel Vicuña. Te voy a contar una anécdota. Resulta que en uno de estos colegios cuicos, no sé si el Verbo Divino o alguno de ese tipo, los alumnos habían echado al profesor de filosofía. Entonces llegó Vicuña a reemplazarlo y, advertido de que a los chicos no les gustaba mucho ese ramo, buscó hacerse el cómplice y les dijo: “Muchachos, quiero que ustedes maten a la filosofía”. Y entonces uno de los alumnos que se encontraba echado sobre su silla le dice: “Parece que no hace falta, viejo, porque para nosotros ya está muerta hace tiempo”.
Tenía absolutamente claro lo imposible que resultaría, dada la situación de la universidad bajo dictadura, la adquisición de una formación medianamente completa o rigurosa a nivel disciplinar. Más allá de las dificultades y carencias propias de esta, tenía plena conciencia que el estudio de la teoría y la historia del arte, así como de cualquier enseñanza vinculada al “humanismo”, no podía divorciarse de los efectos traumáticos del golpe del 73. La única sobrevivencia, a nivel académico, consistía en un aprendizaje realizado de manera contradictoria, positivamente negativa, abierta a toda información susceptible de ser extraída más allá de los límites acotados por la institución universitaria. No había más opción que estar pendiente de las carencias, pugnando por extraer de estas un mínimo coeficiente productivo. Incluso los contenidos más conservadores podían servir de modelos productivos para un aprendizaje hecho por la vía de la contradicción, la negación o la necesidad de contraponer o llenar lo sesgado. (…) Por aquel entonces mis intereses existenciales más vitales oscilaban entre un imperativo rechazo a la dictadura militar y el influjo arrebatador proyectado por la bohemia de entonces, el carrete o la movida. Desde el punto de vista de mi formación teórica, esta experiencia ha sido decisiva, incluso determinante.
La escena ochentera
(Me juntaba con) gente francamente muy reventada o contestataria y, por otro, con gente que tenía pretensiones de seguir una carrera exitosa a nivel académico o profesional. Algunos se podrían considerar ahora exitosos o consagrados, así como otros se perdieron y fracasaron. Sin ir más lejos, te podría citar a Hugo Cárdenas, Carlos Bogni, Pablo Domínguez, Francisca Núñez, Manuel Torres, Pablo Langlois, Bruna Truffa, Rodrigo Cabezas, Sebastián Leyton, Natalia Babarovic, en fin. Muchos nombres se me han olvidado. A la vez circulaba, aunque con una sensación de extrañamiento, de despertenencia, por los espacios que quedaban de la Avanzada, de los artistas e intelectuales que estaban asociados a esa escena neovanguardista. Ahí estaban Nelly Richard, Carlos Leppe, Juan Domingo Dávila, Eugenio Dittborn, Carlos Altamirano o la gente del CADA. La verdad es que a muchos de nosotros esas figuras nos provocaban una mezcla de veneración y rechazo. Y después, dentro de la escena literaria, como te decía, estaba Merino, que por aquel entonces convivía con Natalia Babarovic. Ambos fueron muy importantes para mí, para los recuerdos que tengo de aquella época, indisociables de la presencia de ambos. Incluso te diría que las crónicas urbanas escritas por Merino, invaluables a la hora de describir la atmósfera santiaguina de estos años, me resultan en cierto modo más decisivas que cualquier historia avalada en términos académicos. A pesar que su mirada podría ser todavía más incisiva respecto de aquel período.
Arte y rock
Eran los tiempos de la música vinculada al rock latino, el punk y el new wave anglosajón. Todo esto tenía una creciente influencia en las artes visuales, en el sentido de que no se podría dejar de reconocer la subordinación de estas a un cierto imaginario visual tramado por los lenguajes de la moda y el pop. Esto no es nuevo. Incluso me viene a la memoria el diagnóstico de un crítico de apellido Morgan, quien comparó al artista actual con una especie de estrella de rock. Piensa en Warhol o últimamente en Demian Hirst. O en Truffa y Cabezas en Chile o, más recientemente, en gente como Katty Purdy o “Papas Fritas”. Ya en la escena chilena de los 80 era posible escuchar ciertas voces cargadas de ingenuo exitismo respecto de una determinada inserción en el mercado artístico internacional. Con el tiempo, fuimos enterándonos más de los efectos lamentables de esta pretensión, aunque ahora en una versión más cómica o farsesca.
Tacla, Gatica, Benmayor… y Couve
Resulta necesario considerar la importancia adquirida por la información extraída de ciertas revistas internacionales como Art Forum o Flash Art a la hora de pensar en la formación de gente como Tacla, Gatica o Benmayor. ¿Artistas desinformados, analfabetos, ignorantes? Yo creo que no, por mucho que tanto se los haya acusado de esto; creo que esta generación era susceptible de ser cuestionada por su reprochable sumisión a los deseos proyectados por las revistas de moda que informaban del exitismo correspondiente al mercado de la pintura internacional imperante luego del descrédito del arte conceptual. ¿Te das cuenta? Eran estudiantes perfectamente informados de las tendencias pictóricas de moda a nivel internacional. Es solo cosa de leer con atención lo que dice en su tesis de grado Benmayor respecto de Duchamp y Beuys. O lo que dice Gatica respecto de sus referentes pictóricos. Distinto fue el caso de Adolfo Couve, quien en sus clases manifestaba un repetido desprecio por la pintura expresionista o gestual, la cual le parecía gratuita y fácil, es decir, demasiado vinculada a una concepción irrespetuosa de los valores pictóricos propios de la tradición del género iniciada por la reforma abierta por Cézanne. Para Couve no había una diferencia clara entre el neoexpresionismo y el arte conceptual. Ambos participaban de una indisociable corrosión de los fundamentos representativos del arte tradicional.
La historia del arte chileno y la Universidad de Chile
A mí me parece que nombres como los de Balmes, Brugnoli y Couve resultan insoslayables –más allá de sus diferencias– para entender la historia del arte chileno. Indican de manera clara que esta historia se ha encontrado indisolublemente ligada a la tradición de la Universidad de Chile, y asumo el riesgo de esta constatación. Y en ese sentido, para responderte, diría que la obra de (Gonzalo) Díaz representa en cierta forma la conclusión de este tramado. Es decir, el finiquito de una mirada republicana y estatal de la tradición del arte local cuya agónica desaparición se expresaría en el paso de la pintura a la fotografía y de esta al arte objetual y la instalación arquitectónica.
Teoría + experiencia: obra
Para mí la producción de arte no puede ser comprendida sin una necesaria participación de lo reflexivo o lo inteligible, pero también es cierto que a veces un exceso de teorización puede significar algo mucho más nefasto que las ingenuidades propias de una mirada del arte reducida a lo afectivo o a lo sentimental. En el fondo, son lo mismo. Habitualmente, a nivel de la enseñanza superior de arte, suele respetarse a aquellos estudiantes que ostentan los supuestos de una construcción consistente a nivel de sus referencias adquiridas. A mí sin embargo no me parece que estos sean necesariamente los cimientos de una obra espesa a nivel visual y narrativo. Incluso cabe la posibilidad de que lo que entendemos por una “formación intelectual sólida” no tenga la más mínima importancia respecto de la producción de arte desarrollada más allá de los límites de la enseñanza académica si, previamente, esta formación no se ha combinado con lo aprendido a nivel de una experiencia vital. Es el caso de Dittborn, cuya obra combina de manera ejemplar elementos provenientes de lo elitista y lo masivo. Me parece interesante que la suya sea una obra en la que justamente se combinan muy productivamente referencias extraídas de la tradición del arte y del pensamiento con aquellas que provienen de la industria cultural, así como me parece muy destacable el modo en que el tipo confronta las reflexiones de la filosofía o de la ciencia con las presuntas banalidades de una iconografía masiva, ligada a los gregarismos de la música, el cine o el deporte.
Walter Benjamin en el pop chileno
Para el pensamiento conservador, los signos de la cultura de masas atentaban contra una concepción elitista del arte elevado; para su contraparte comprometida o progresista, estos no podían ser más que reveladores de una enajenada complicidad con el sistema capitalista en su ascepción yankie. Benjamin es muy importante en este punto, particularmente en el ensayo sobre la fotografía, donde la percepción no sería otra cosa que algo susceptible de ser modificado por la historia. Considero que este texto de Benjamin es crucial a la hora de comprender la implementación teórica y visual de nuestras vanguardias locales, tanto para traducir y descifrar la presencia de los delincuentes, los deportistas o los desaparecidos en el trabajo de Dittborn, como para interpelar la Cordillera de los Andes, la estampa de La Klenzo o los íconos vitivinícolas de la maratón de los garzones que comparecen en La historia sentimental… de Díaz. Todo esto sirve mucho para entender el desarrollo de nuestra crítica e historia del arte. Las obras y los textos más reacios al discurso de las Bellas Artes y al representado por el contenidismo político, como los desarrollados en el período por Richard, Kay, Dittborn o Díaz, tuvieron efectivamente una repercución en una creciente tensión entre el ámbito de lo estético y el ámbito de lo masivo.
“No tienen plata para producir”
Muchos artistas son buenos cuando están guiados por los maestros. Hay algunos que están protegidos, y cuando salen de la universidad te das cuenta que son un desastre. También está esto de que los tipos no tienen plata para producir, o tienen muy poco, entonces sus trabajos quedan siempre por debajo del nivel conceptual que prometen.
El caso Benmayor
Benmayor en la Escuela era Basquiat. Lo que pasa es que lo tomaron las galerías chilenas y lo blanquearon, lo asexuaron, lo peinaron y lo convirtieron en un Miró, en un Matta. Mal hecho, porque el tipo se entusiasmó y empezó a venderle a los bancos, a los hoteles, y saturó el mercado a bajo precio, en lugar de exportar la obra.
Crítica y claridad
Lo que me interesa es la crítica de arte, no la historia, que es una noción un tanto retrógrada. No la filosofía del arte ni la estética ni la historia, sino la crítica. Y además, la crítica de campo, una crítica hecha en contacto con la obra. Cuando yo entré a la Escuela no me juntaba con historiadores, me juntaba con los new wave, metidos en el discurso de la moda, que escuchaban a The Cure y The Smiths. Antes de entrar yo era un hippie, aunque había dos tipos de hippies: los hippies “ecológicos” y los hippies “malditos”, estilo Morrison o Rimbaud. Yo formaba parte de los segundos, sobre todo porque cuando entré a Teoría me hice amigo de Truffa y de Cabezas. Cabezas se tatuaba con ácido el cuerpo. Antes de pintar, sí. Le encantaba ese tipo que mató a Sharon Tate, Charles Manson, Artaud, Jim Morrison, William Blake, Lautreamont. Cabezas era un maldito del grabado new wave. Catalina Guerra, Paty Rivadeneira, Paula Sobeck eran todos un círculo que iba a los carretes del Trolley. Eran de la generación del trasnoche. A esa edad yo escribía todavía unos textos un poco estructuralistas. Bueno, los textos de esa época eran así: Oyarzún escribía así, Gonzalo Muñoz escribía así. Había un clima de experimentación con el significante lingüístico (…) Hasta que ahí por el año 94 dije: “Voy a hablar más claro” (…) me dije a mí mismo que debía escribir con más claridad, más sencillo, más directo, sobre todo porque el problema en Chile es que no hay lector de obra. No hay lector de textos.
Filtraciones. Diálogo con el arte chileno: una historia (1960-2000), Federico Galende, Alquimia Ediciones, 2019, 642 páginas, $22.000.
Comenzamos celebrando a James Joyce en #Bloomsday2020 con este episodio del Ulíses leído por la escritora, actríz y dramaturga chilena, Nona Fernández Silanes.☘️ La novela comienza con este diálogo entre dos jóvenes irlandeses, Stephan Dedalus y Malachi Mulligan que habitan en la torre Martello junto al inglés Haines. La torre se ubica en la bahía de Sandycove, Dubín.🥳 A disfrutar Irlanda desde nuestra casa! 🇮🇪#IrlandaEnCasa#YoMeQuedoEnCasaBloomsday FestivalDepartment of Culture, Heritage and the GaeltachtThe James Joyce Centre DublinDublin City of Literature
Leibniz intuyó que un Dios todopoderoso y benévolo no podía sino crear un cosmos perfecto, regido por una armonía preestablecida, y sostuvo que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Esta idea encontró a un satírico apologista en el filósofo Pangloss, personaje del Cándido de Voltaire, quien declaraba que “todo es para mejor en el mejor de los mundos posibles”. Tal afirmación, en apariencia optimista, era profundamente pesimista. Si la realidad que habitamos –y en particular la realidad cultural– es la mejor que cabe imaginar, estamos muy pero muy mal.
Hoy no parece haber muchas razones para el optimismo: nos asalta día a día un bombardeo constante de noticias devastadoras; la crisis climática o una guerra nuclear podrían acabar con la civilización; parecemos nadar en un sumidero de corrupción, desigualdad y violencia. En medio de este oscuro panorama, un puñado de intelectuales, incluyendo al filósofo Peter Singer y el economista John Mueller, ha optado por defender una tesis contraintuitiva: el mundo está mejorando, la humanidad ha progresado en el transcurso de la modernidad. La figura más destacada dentro de este grupo es el lingüista, psicólogo e intelectual público canadiense–estadounidense Steven Pinker.
En Los ángeles que llevamos dentro (2011), Pinker argumentaba –y respaldaba con cifras su argumento– que la violencia ha declinado a lo largo de la historia y que vivimos en “la era más pacífica de la existencia de nuestra especie”. Ello habría sucedido en seis movimientos: un proceso de pacificación, la declinación de las muertes violentas tras la consolidación de los Estados; un proceso de civilización: el sostenido descenso de los índices de homicidios; una revolución humanitaria: la abolición, durante la Ilustración, de la esclavitud, la persecución religiosa y la tortura; una “paz larga” tras la Segunda Guerra Mundial, en que han disminuido las guerras entre Estados; una “nueva paz” tras la Guerra Fría, un descenso de conflictos de todo tipo; y las revoluciones de derechos a partir de 1950: civiles, de mujeres, niños, minorías sexuales y animales.
En En defensa de la Ilustración. Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso (2018), Pinker expande esa idea para asegurar que no solo la violencia ha disminuido; el mundo ha mejorado en múltiples aspectos: esperanza de vida, acceso a la salud, nutrición, prosperidad, paz, libertad, seguridad, conocimiento, ocio y felicidad. Pinker asegura que los avances en todas estas dimensiones implican que ha existido progreso, esa idea clave de la Ilustración que cayó en desuso tras las masacres de la primera mitad del siglo XX. Pinker sostiene que es necesario, en contra de los profetas antimodernos, reafirmar los valores centrales de la Ilustración y el principio fundamental de que es posible aplicar la razón y la empatía para mejorar la condición humana. Pinker aborda una defensa de la ciencia (el uso de la razón para entender el mundo), del humanismo (la posibilidad de encontrar un fundamento secular de la moral) y del progreso, centrado en el perfeccionamiento progresivo de las instituciones.
El autor aporta una batería impresionante de datos para probar que la pobreza ha disminuido en todo el mundo, lo mismo que la mortalidad infantil, al tiempo que la esperanza de vida se ha extendido. Han declinado las guerras y las muertes en combate, así como las hambrunas. Hoy dos tercios de la humanidad viven en democracia, la tasa de homicidios se ha desplomado (un habitante de la Europa medieval tenía 35 veces más posibilidades de ser asesinado que un ciudadano europeo actual), han disminuido las muertes por accidentes de tráfico, atropellos, accidentes aéreos y de trabajo, e incluso a causa de fenómenos naturales (debido a la resiliencia de la infraestructura). El alfabetismo ha crecido de manera exponencial, a la vez que se han acortado las horas de trabajo semanales y de trabajo doméstico. El crecimiento económico se ha estancado, pero ello quizás constituya una nueva normalidad. Se constata un proceso global de secularización. Los índices de felicidad también van en alza.
El autor enfatiza que el ideal de racionalidad de la Ilustración no implica afirmar que los humanos seamos seres consistentemente racionales. Por el contrario, los pensadores ilustrados demostraron un agudo sentido de las limitaciones de la naturaleza humana. Kant se refirió a ‘la madera torcida de la humanidad’. Se trata más bien de un ideal y un correctivo.
Quizás el único aspecto en que Pinker no logra aportar cifras que respalden su visión optimista sea el índice de suicidios. En el mundo se quitan la vida anualmente 800 mil personas, lo que constituye la decimoquinta causa de muerte. Los índices de suicidio se han mantenido más o menos estables a lo largo de las décadas, pero de una manera errática, que hace difícil conjeturar las causas para su aumento o disminución en distintos países. Parece concentrarse en fases de transición –la adolescencia y comienzo de la tercera edad– y verse afectado por factores como la cantidad de horas de luz o la disponibilidad de medios para llevarlo a cabo.
Si las cosas han mejorado y siguen mejorando para la humanidad, ¿por qué tendemos a pensar que vivimos en el peor de los mundos posibles?
“El mundo ha experimentado un progreso espectacular en todos los aspectos del bienestar humano”, señala Pinker, y “casi nadie lo sabe”. Ello se debe en parte a las noticias, que operan en un ciclo de tiempo que destaca los eventos negativos, no los procesos positivos, y de acuerdo con una lógica que busca capturar la atención de las audiencias. Como señala el adagio en inglés: If itbleeds, it leads (algo así como: “Si la noticia tiene sangre, va a acaparar los titulares”). A nadie se le ocurriría titular que el día de ayer 137 mil personas salieron de la pobreza en todo el planeta y que ha ocurrido así durante los últimos 25 años. A ello se debe agregar un mecanismo psicológico, la “disponibilidad heurística”, que nos lleva a evaluar como posibles a futuros eventos que fácilmente nos vienen a la memoria.
Pinker resalta asimismo el pesimismo de la cultura y en particular de la clase pensante (que él llama “parloteante”): “Los intelectuales progresistas odian el progreso”. No los frutos del progreso (prefieren escribir en computadores y no con pluma y tintero, y ser operados con anestesia) sino la idea del progreso. Una actitud crítica frente al poder y el estado de las cosas otorga gravitas, se tiende a equiparar pesimismo y sofisticación. Esta reticencia cultural ante el progreso tendría su origen en la primera gran reacción contra la Ilustración: el romanticismo. Pinker destaca la influencia decisiva de Nietzsche, cuyas ideas califica de “repelentes e incoherentes”, en una serie de corrientes de pensamiento del siglo XX hostiles a la ciencia, incluyendo el existencialismo, la teoría crítica, el posestructuralismo y el posmodernismo.
El autor enfatiza que el ideal de racionalidad de la Ilustración no implica afirmar que los humanos seamos seres consistentemente racionales. Por el contrario, los pensadores ilustrados demostraron un agudo sentido de las limitaciones de la naturaleza humana. Kant se refirió a “la madera torcida de la humanidad”. Se trata más bien de un ideal y un correctivo. Debiéramos aspirar a la racionalidad, dejando atrás falacias y dogmas. Una aplicación fundamental de la racionalidad es el humanismo: la noción de que la moral consiste en maximizar el bienestar humano. La moral ilustrada se basaba en la imparcialidad, en lo que equivale a variaciones de la regla de oro: la eternidad de Spinoza, el contrato social de Hobbes, el imperativo categórico de Kant y la verdad autoevidente –para Locke y Jefferson– de que las personas han sido creadas iguales.
Las tesis de Pinker adolecen de antropocentrismo: se centran en el bienestar humano; los costos del progreso en términos de degradación ambiental no ocupan un lugar destacado en su análisis.
La visión de Pinker es optimista, tiende a ver el vaso medio lleno (en realidad, casi completamente lleno). Destaca tres ideas claves para comprender la condición humana que no alcanzaron a conocer los pensadores ilustrados: la entropía, la evolución –lo que explicaría por qué muchos de ellos fueron deístas y no ateos– y la información. La entropía, en particular, nos ayuda a entender que nacemos en un universo indiferente e inmisericorde en que el caos, la violencia y la pobreza son el estado natural. Tendemos a olvidar este hecho básico, dando el progreso por sentado. Las sociedades se han vuelto más sanas, ricas, libres, felices y educadas. Aunque esta línea de progreso no puede ser automáticamente extrapolada al futuro, declara el autor, las cosas parecen bien encaminadas. Los avances se construyen unos sobre otros. Cabe esperar que el desarrollo tecnológico que ha hecho posible el bienestar se acelere en la próximas décadas, lo mismo que los avances en el terreno moral. El progreso, sostiene Pinker, consiste en resolver problemas. Los grandes desafíos y riesgos existenciales que confrontan a la humanidad no son apocalipsis inminentes sino problemas a resolver.
Las tesis de Pinker adolecen de antropocentrismo: se centran en el bienestar humano, considerando el medio ambiente como secundario respecto de aquel. Los costos del progreso en términos de degradación ambiental no ocupan un lugar destacado en su análisis. Menciona la preocupación por los ecosistemas como una de las reacciones antimodernas, a la par con la religión y el nacionalismo reaccionario, abogando por un “ecopragmatismo” que los subordine a las necesidades humanas. Merece dudas también la implícita proyección al futuro de la línea de progreso, así como su crítica a las posturas catastróficas: el hecho de que no haya ocurrido una debacle no prueba nada. Una guerra nuclear a gran escala, por ejemplo, solo tiene que ocurrir una vez. La tesis de que la pobreza –no la desigualdad– sería el elemento determinante del bienestar, es cuando menos debatible, como ha quedado de manifiesto en Chile durante los últimos meses.
Se ha cuestionado, asimismo, su visión idealizada de la Ilustración, que omite el lado más oscuro de esta, reflejado, por ejemplo, en afirmaciones de John Locke sobre los indígenas americanos, de Voltaire sobre los judíos, de Kant sobre los africanos o el panóptico, la prisión perfecta ideada por Jeremy Bentham. Pinker afirma que la barbarie del siglo XX no habría sido un naufragio del proyecto de la Ilustración, como postularon Adorno y Horkheimer, y más tarde Foucault y Bauman, sino una reacción contra los valores ilustrados. Sostiene que el genocidio y la autocracia fueron extendidos en la era premoderna y que han disminuido desde la Ilustración.
El filósofo John Gray apunta que las cifras sobre la declinación de la violencia desplegadas por Pinker se centran en exceso en la disminución de bajas en campos de batalla, lo que puede explicarse por el equilibrio del terror: la amenaza de destrucción nuclear mutua ha disuadido a las grandes potencias de entrar en conflicto bélico frontal. Las estadísticas tampoco se hacen cargo de las víctimas civiles de los conflictos armados ni de los efectos indirectos, los costos humanos difícilmente calculables de la violencia bélica, en el marco de conflictos cuya naturaleza ha mutado, volviendo borrosa la distinción entre la paz y la guerra.
Muchos intelectuales tienden a entonar, casi por defecto, variaciones del tango “Cambalache”: “La vida fue y será una porquería”. La idea de un progreso gradual y pragmático no es sexy, le falta –para decirlo con un lugar común– “relato”. El libro de Pinker representa un esfuerzo contundente por articular ese relato, por aquilatar la ”historia heroica” que habríamos protagonizado casi sin saberlo.
En defensa de la Ilustración. Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso, Steven Pinker, Paidós, 2018, 744 páginas, $29.000.
Es incierto dónde nos espera la muerte; esperémosla por todas partes. La premeditación de la muerte es premeditación de la libertad. Quien ha aprendido a morir, ha desaprendido a servir. Saber morir nos libera de toda sujeción y constricción.
Michel de Montaigne
Como la historia nos enseña que todo fenómeno social tiene o puede tener implicaciones políticas, es oportuno registrar con atención el nuevo concepto que hoy en día hizo su entrada en el léxico político de Occidente: el “distanciamiento social”. Aunque el término probablemente se produjo como un eufemismo con respecto a la crudeza del término “confinamiento” utilizado hasta ahora, uno debe preguntarse qué podría ser un ordenamiento político fundado en él. Esto es aún más urgente, ya que no es solo una hipótesis puramente teórica, si es que es verdad, como en muchas partes se comienza a decir, que la actual emergencia sanitaria puede ser considerada como el laboratorio en el que se preparan las nuevas estructuras políticas y sociales que esperan a la humanidad.
Aunque, como sucede siempre, existen los tontos que sugieren que una tal situación puede considerarse ciertamente positiva y que las nuevas tecnologías desde hace un tiempo han permitido comunicarse felizmente a distancia, no creo que una comunidad fundada en el “distanciamiento social” sea humana y políticamente vivible. En cualquier caso, cualquiera sea la perspectiva, me parece que es sobre este tema que debemos reflexionar.
Una primera consideración se refiere a la naturaleza de verdad singular del fenómeno que las medidas de “distanciamiento social” han producido. Canetti, en esa obra maestra que es Masa y poder, define la masa en la que se basa el poder mediante la inversión del miedo a ser tocado. Mientras que los hombres por lo general temen ser tocados por el extraño y todas las distancias que los hombres establecen a su alrededor surgen de este miedo, la masa es la única situación en la que este miedo se convierte en su contrario: “Solo inmerso en la masa puede el hombre redimirse de este temor al contacto… Una vez que uno se ha abandonado a la masa no teme su contacto… Quienquiera que sea el que se oprime contra uno, se le encuentra idéntico a uno mismo. Se le percibe de la misma manera en que uno se percibe a sí mismo. De repente, es como si todo sucediera dentro de un solo cuerpo… Esta inversión del miedo a ser tocado es peculiar de la masa. El alivio que se extiende a través de él alcanza una medida notable cuanto más densa es la masa”.
No sé qué habría pensado Canetti de la nueva fenomenología de la masa a la que nos enfrentamos: aquello que las medidas de distanciamiento social y el pánico han creado es ciertamente una masa —pero una masa por así decirlo invertida, compuesta por individuos que se mantienen a cualquier costo a distancia los unos de los otros—. Una masa no densa, por lo tanto, pero enrarecida y que, sin embargo, sigue siendo una masa, si esto, como señala Canetti poco después, se define por su carácter compacto y por su pasividad, en el sentido de que “no es posible en ella un movimiento verdaderamente libre… espera, espera una cabeza, que le ha de ser exhibida”.
Unas páginas después, Canetti describe la masa que se forma a través de una prohibición, en la que “muchos ya no quieren hacer lo que hasta ese momento han estado haciendo como individuos. La prohibición es repentina; se la imponen ellos mismos… En todo caso golpea con la mayor fuerza. Tiene lo absoluto de una orden, pero en ella lo decisivo es su carácter negativo”.
Es importante no dejar escapar que una comunidad fundada en el distanciamiento social no tendría que ver, como se podría creer ingenuamente, con un individualismo llevado al exceso: ella sería, por el contrario, como la que vemos hoy en torno nuestro, una masa enrarecida y basada en una prohibición, pero, precisamente por esto, particularmente compacta y pasiva.
Una pregunta (13 de abril)
La epidemia fue para la ciudad el comienzo de un mayor desprecio por las leyes… Ninguno tenía decisión para pasar trabajos por lo que se consideraba una empresa noble, pensando que no se sabía si perecería antes de lograrlo.
Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso, II; 53
Quisiera compartir con quienes quieran una pregunta en la que por más de un mes no he dejado de pensar: ¿cómo ha podido suceder que sin darse cuenta un país entero haya colapsado ética y políticamente frente a una enfermedad? Las palabras que he usado para formular esta pregunta fueron cuidadosamente evaluadas una por una. La medida de la abdicación de los propios principios éticos y políticos es, de hecho, muy simple: se trata de preguntarse cuál es el límite más allá del cual no se está dispuesto a renunciar. Creo que el lector que se tomará la molestia de considerar los siguientes puntos no podrá no convenir en que —sin darse cuenta o fingiendo no darse cuenta—, el umbral que separa a la humanidad de la barbarie se ha sobrepasado.
Cualquier persona con algún conocimiento de epistemología no puede dejar de sorprenderse por el hecho de que los medios de comunicación durante todos estos meses hayan difundido cifras sin ningún criterio de cientificidad, no solo sin relacionarlas con la mortalidad anual durante el mismo período, sino incluso sin precisar la causa de la muerte.
1) El primer punto, quizá el más serio, se refiere a los cuerpos de las personas muertas. ¿Cómo pudimos aceptar, únicamente en nombre de un riesgo que no era posible precisar, que las personas que nos son queridas y que los seres humanos en general no solamente murieran solos, sino que —algo que nunca antes había sucedido en la historia, desde Antígona hasta hoy— sus cadáveres fueran quemados sin un funeral?
2) Aceptamos luego, sin hacer demasiados problemas, únicamente en nombre de un riesgo que no era posible precisar, limitar en una medida que nunca antes había sucedido en la historia del país, ni siquiera durante las dos guerras mundiales (el toque de queda durante la guerra fue limitado a ciertas horas) nuestra libertad de movimiento. Aceptamos, en consecuencia, únicamente en nombre de un riesgo que no era posible precisar, suspender de hecho nuestras relaciones de amistad y de amor, porque nuestro prójimo se había convertido en una posible fuente de contagio.
3) Esto ha podido suceder —y aquí se toca la raíz del fenómeno— porque hemos dividido la unidad de nuestra experiencia vital, que siempre es inseparablemente a la vez corporal y espiritual, en una entidad puramente biológica de una parte y en una vida afectiva y cultural de la otra. Ivan Illich ha demostrado, y David Cayley lo ha recordado recientemente, las responsabilidades de la medicina moderna en esta división, que se da por descontada y que es, en cambio, la mayor de las abstracciones. Sé muy bien que esta abstracción ha sido realizada por la ciencia moderna a través de los dispositivos de reanimación, que pueden mantener un cuerpo en un estado de pura vida vegetativa.
Pero si esta condición se extiende más allá de los límites espaciales y temporales que le son propios, como estamos tratando de hacer hoy, se convierte en una especie de principio de comportamiento social, caemos en contradicciones de las cuales no hay vía de salida.
Sé que alguien se apresurará a responder que se trata de una condición limitada en el tiempo, pasada la cual todo volverá a ser como antes. Es verdaderamente singular que podamos repetir esto si no es de mala fe, ya que las mismas autoridades que proclamaron la emergencia no dejan de recordarnos que cuando la emergencia esté superada, deberemos continuar observando las mismas directrices y que el “distanciamiento social”, como se ha llamado con un significativo eufemismo, será el nuevo principio de organización de la sociedad. Y en cualquier caso, lo que, de buena o mala fe, se ha aceptado sufrir no podrá ser cancelado.
No puedo, en este punto, puesto que he acusado las responsabilidades de cada uno de nosotros, no mencionar las responsabilidades aún más graves de aquellos que habrían tenido la tarea de velar por la dignidad del hombre. En primer lugar, la Iglesia, que al convertirse en la doncella de la ciencia, la que ahora se ha convertido en la verdadera religión de nuestro tiempo, ha negado radicalmente sus principios más esenciales. La Iglesia, bajo un papa que se llama Francisco, ha olvidado que Francisco abrazaba a los leprosos. Ha olvidado que una de las obras de la misericordia es la de visitar a los enfermos. Ha olvidado que los mártires enseñan que uno debe estar dispuesto a sacrificar la vida en lugar de la fe y que renunciar al prójimo significa renunciar a la fe. Otra categoría que ha fallado en sus tareas es la de los juristas. Hace tiempo que estamos acostumbrados al uso irreflexivo de los decretos de emergencia mediante los cuales el poder ejecutivo sustituye de hecho al legislativo, aboliendo ese principio de separación de poderes que define la democracia. Pero en este caso se han excedido todos los límites, y uno tiene la impresión de que las palabras del primer ministro y el jefe de la protección civil tienen, como se dijo para las del Führer, inmediatamente valor de ley. Y no se ve cómo, una vez agotado el límite de validez temporal de los decretos de emergencia, las limitaciones de la libertad podrán ser, como se anuncia, mantenidas. ¿Con cuáles dispositivos jurídicos? ¿Con un estado de excepción permanente? Es deber de los juristas verificar que se respeten las reglas de la Constitución, pero los juristas guardan silencio. Quare silete iuristae en munere vestro?
Sé que invariablemente habrá alguien que responderá que el grave sacrificio se ha hecho en nombre de los principios morales. A ellos me gustaría recordarles que Eichmann, aparentemente de buena fe, nunca se cansó de repetir que había hecho lo que había hecho de manera concienzuda, para obedecer los que creía eran los preceptos de la moralidad kantiana. Una norma que afirma que se debe renunciar al bien para salvar el bien, es tan falsa y contradictoria como aquella que, para proteger la libertad, impone renunciar a la libertad.
Fase 2 (20 de abril)
Como era previsible, y como habíamos tratado de recordar a quienes preferían cerrar los ojos y los oídos, la así llamada fase 2 o el retorno a la normalidad será aún peor de lo que hemos visto hasta ahora. Dos puntos entre los que se están preparando son particularmente odiosos y en evidente violación de los principios de la Constitución: la posibilidad de desplazamiento limitada por grupos de edad, es decir, con la obligación de que los mayores de 70 años permanezcan encerrados en casa; y el mapeo serológico obligatorio para toda la población. Como se ha debidamente observado en una apelación que ahora circula en Italia, esta discriminación es inconstitucional en cuanto crea un grupo de ciudadanos de clase B, mientras que todos los ciudadanos deben ser iguales ante la ley, los priva de hecho de su libertad con una imposición desde arriba del todo injustificada, que corre el riesgo de dañar la salud de las personas en cuestión y no de protegerla. Esto lo atestigua la reciente noticia del suicidio de dos personas de 70 años, que ya no podían vivir más en condición de aislamiento. Igualmente ilegítima es la obligación de un mapeo serológico, ya que el artículo 32 de la Constitución establece que nadie puede someterse a un examen médico, sino por disposición legal, mientras que una vez más, como ha sucedido hasta ahora, las medidas serían establecidas por decreto del gobierno.
Surge la legítima duda que propagando el pánico y aislando a las personas en sus casas, se quería descargar sobre la población las gravísimas responsabilidades de los gobiernos que primero habían desmantelado el Servicio Nacional de Salud y luego en Lombardía habían cometido una serie de no menos graves errores al enfrentar la epidemia.
También permanecen las limitaciones concernientes a las distancias a mantener y las prohibiciones de reunirse, lo que significa la exclusión de cualquier posibilidad de una verdadera actividad política.
Es necesario manifestar sin reservas el disenso sobre el modelo de sociedad fundado en el distanciamiento social y en el control ilimitado que se quiere imponer.
Nuevas reflexiones (22 de abril)
De una entrevista publicada en un periódico italiano.
¿Estamos viviendo, con esta reclusión forzada, un nuevo totalitarismo? Desde muchas partes se está formulando ahora la hipótesis de que en realidad estamos viviendo el fin de un mundo, el de las democracias burguesas, fundadas en los derechos, los parlamentos y la división de poderes, que está cediendo el lugar a un nuevo despotismo, que en lo que respecta a la omnipresencia de los controles y al cese de toda actividad política será peor que los totalitarismos que hemos conocido hasta ahora. Los politólogos estadounidenses lo llaman Security State, esto es, un estado en el que “por razones de seguridad” (en este caso de “salud pública”, término que hace pensar en los infames “comités de salud pública” durante el Terror), se puede imponer cualquier límite a las libertades individuales. En Italia, después de todo, hace tiempo que estamos acostumbrados a una legislación por decretos de emergencia de parte del poder ejecutivo, que de esta manera sustituye al poder legislativo y anula de hecho el principio de la división de poderes en el que se basa la democracia. Y el control que se ejerce a través de las cámaras de video y ahora, como se ha propuesto, a través de los teléfonos celulares, excede con creces cualquier forma de control ejercido bajo regímenes totalitarios como el fascismo o el nazismo.
A propósito de datos, además de los que se reunirán a través de los teléfonos celulares, también se debería reflexionar sobre aquellos difundidos en las numerosas conferencias de prensa, a menudo incompletos o malinterpretados. Este es un punto importante, porque toca la raíz del fenómeno. Cualquier persona con algún conocimiento de epistemología no puede dejar de sorprenderse por el hecho de que los medios de comunicación durante todos estos meses hayan difundido cifras sin ningún criterio de cientificidad, no solo sin relacionarlas con la mortalidad anual durante el mismo período, sino incluso sin precisar la causa de la muerte. No soy virólogo ni médico, pero me limito a citar textualmente fuentes oficiales fiables. Aparecen 21 mil muertes por Covid-19 y es, por cierto, una cifra impresionante. Pero si las pone en relación con los datos estadísticos anuales, las cosas, como es correcto, adquieren un aspecto diferente. El presidente del Instituto Nacional de Estadística (Istat), doctor Gian Carlo Blangiardo, ha comunicado hace algunas semanas las cifras de mortalidad del año pasado: 647.000 muertes (por tanto, 1.772 muertes por día). Si analizamos las causas en detalle, vemos que los últimos datos disponibles para 2017 registran 230.000 muertes por enfermedades cardiovasculares, 180.000 muertes por cáncer, al menos 53.000 muertes por enfermedades respiratorias. Pero un punto es particularmente importante y nos involucra de cerca.
¿Cuál? Cito las palabras del doctor Blangiardo: “En marzo de 2019, las muertes por enfermedades respiratorias fueron 15.189 y el año anterior habían sido 16.220. Incidentalmente, se observa que son más que el número correspondiente de muertes por Covid-19 (12.352) reportadas en marzo de 2020”. Pero si esto es cierto y no tenemos motivos para dudarlo, sin querer minimizar la importancia de la epidemia, debemos preguntarnos si puede justificar medidas de limitación de la libertad que nunca se habían tomado en la historia de nuestro país, incluso durante las dos guerras mundiales. Surge la legítima duda que propagando el pánico y aislando a las personas en sus casas, se quería descargar sobre la población las gravísimas responsabilidades de los gobiernos que primero habían desmantelado el Servicio Nacional de Salud y luego en Lombardía habían cometido una serie de no menos graves errores al enfrentar la epidemia.
Incluso los científicos, en realidad, no han ofrecido un bonito espectáculo. Parece que no han podido proporcionar las respuestas que se esperaban de ellos. ¿Qué piensa? Siempre es peligroso confiar a los médicos y científicos decisiones que son en última instancia éticas y políticas. Verá, los científicos, correcta o incorrectamente, persiguen de buena fe sus razones, que se identifican con el interés de la ciencia y en nombre de las cuales —la historia lo demuestra ampliamente— están dispuestos a sacrificar cualquier escrúpulo de orden moral. No necesito recordar que bajo el nazismo científicos muy respetados dirigieron la política eugenésica y no dudaron en aprovechar los Lager para llevar a cabo experimentos letales que creían útiles para el progreso de la ciencia y para el cuidado de los soldados alemanes. En el caso presente, el espectáculo es particularmente desconcertante, porque en realidad, incluso si los medios lo ocultan, no hay acuerdo entre los científicos y algunos de los más ilustres de ellos, como Didier Raoult, quizá el más importante virólogo francés, tienen opiniones diferentes sobre la importancia de la epidemia y sobre la efectividad de las medidas de aislamiento, que en una entrevista calificó de superstición medieval. He escrito en otra parte que la ciencia se ha convertido en la religión de nuestro tiempo. La analogía con la religión debe tomarse al pie de la letra: los teólogos declararon que no podían definir con claridad qué es Dios, pero en su nombre dictaron reglas de conducta para los hombres y no dudaron en quemar a los herejes; los virólogos admiten que no saben exactamente qué es un virus, pero en su nombre pretenden decidir cómo deben vivir los seres humanos.
Se nos dice —como ha sucedido a menudo en el pasado— que nada será igual que antes y que nuestra vida debe cambiar. ¿Qué pasará, según usted? Ya he tratado de describir la forma de despotismo que debemos esperar y contra el cual no debemos cansarnos de mantenernos en guardia. Pero si por una vez dejamos el ámbito de la actualidad y tratamos de considerar las cosas desde el punto de vista del destino de la especie humana en la Tierra, se me vienen a la mente las consideraciones de un gran científico holandés, Ludwig Bolk. Según Bolk, la especie humana se caracteriza por una progresiva inhibición de los procesos vitales naturales de adaptación al ambiente, que son sustituidos por un crecimiento hipertrófico de los dispositivos tecnológicos para adaptar el ambiente al hombre. Cuando este proceso supera cierto límite, alcanza un punto donde se vuelve contraproducente y se convierte en una autodestrucción de la especie. Fenómenos como el que estamos viviendo me parece que muestran que se ha alcanzado ese punto y que la medicina que debiera curar nuestros males corre el riesgo de producir un mal aún más grande. Incluso contra este riesgo debemos resistir con todos los medios.
Sobre lo verdadero y lo falso (28 de abril)
Como era obvio, la Fase 2 confirma por decreto ministerial más o menos las mismas reducciones de libertades constitucionales que pueden ser limitadas solo por ley. Pero no menos importante es la limitación de un derecho humano que no está consagrado en ninguna constitución: el derecho a la verdad, la necesidad de una palabra verdadera.
He escrito en otra parte que la ciencia se ha convertido en la religión de nuestro tiempo. La analogía con la religión debe tomarse al pie de la letra: los teólogos declararon que no podían definir con claridad qué es Dios, pero en su nombre dictaron reglas de conducta para los hombres y no dudaron en quemar a los herejes; los virólogos admiten que no saben exactamente qué es un virus, pero en su nombre pretenden decidir cómo deben vivir los seres humanos.
Lo que estamos viviendo, antes que ser una manipulación inaudita de las libertades de todos, es, en los hechos, una gigantesca operación de falsificación de la verdad. Si los hombres consienten en limitar su libertad personal, esto sucede, de hecho, porque aceptan sin someterlos a ninguna verificación los datos y las opiniones que proporcionan los medios. La publicidad nos había acostumbrado desde hace tiempo a los discursos que actuaban tanto más eficazmente en cuanto no pretendían ser verdaderos. Y durante mucho tiempo también el consenso político se prestaba sin una convicción profunda, dando de alguna manera por sentado que en los discursos electorales la verdad no estaba en cuestión. Lo que está sucediendo ahora ante nuestros ojos, sin embargo, es algo nuevo, si no por otra cosa porque en la verdad o en la falsedad del discurso que es pasivamente aceptado, se está jugando nuestro propio modo de vivir, nuestra existencia entera, cotidiana. Por esto, sería urgente que todos tratásemos de someter lo que está propuesto a nuestra consideración a cuando menos una verificación elemental.
No he sido el único en señalar que los datos sobre la epidemia se proporcionan de forma genérica y sin ningún criterio de cientificidad. Del punto de vista epistemológico, es obvio, por ejemplo, que dar una cifra de muertes sin relacionarla con la mortalidad anual en el mismo período y sin especificar la causa efectiva de la muerte, carece de sentido. Sin embargo, esto es precisamente lo que se continúa haciendo cada día sin que nadie parezca percatarse. Esto es todavía más sorprendente en cuanto los datos que permiten la verificación están disponibles para cualquier persona que quiera acceder a ellos y ya he mencionado en esta columna el informe del presidente del Istat, Gian Carlo Blangiardo, en el cual se muestra que el número de muertes por Covid-19 resulta inferior al de muertes por enfermedades respiratorias en los dos años anteriores. Sin embargo, en cuanto inequívoca, es como si esta relación no existiera, así como no se tiene en cuenta el hecho, aunque sea declarado, que se cuenta como fallecido por Covid-19 también el paciente positivo que murió por un infarto y por otra causa cualquiera. ¿Por qué, aunque la falsedad esté documentada, sigue dándosele fe? Se diría que la mentira es tenida por verdad justamente porque, como la publicidad, no se preocupa por ocultar su falsedad. Como ocurrió para la Primera Guerra Mundial, para la guerra contra el virus solo pueden darse motivaciones falaces.
La humanidad está entrando en una fase de su historia en la que la verdad se reduce a un momento en el movimiento de lo falso. Verdadero es aquel discurso falso que debe ser tenido por verdadero incluso cuando su no verdad sea demostrada. Pero de esta manera es el lenguaje mismo como lugar de la manifestación de la verdad lo que es confiscado a los seres humanos. Ellos ahora solo pueden observar mudos el movimiento —verdadero porque es real— de la mentira. Por eso para detener este movimiento sucede que cada uno debe tener el coraje de buscar sin compromiso el bien más preciado: una palabra verdadera.
Bioseguridad y política (11 de mayo)
Lo que sorprende en las reacciones a los dispositivos de excepción que se han puesto en acción en nuestro país (y no solo en él) es la incapacidad de observarlos más allá del contexto inmediato en el que parecen operar. Son raros quienes intentan, en cambio, como un análisis político serio requeriría, interpretarlos como síntomas y signos de un experimento más amplio, en el que está en juego un nuevo paradigma del gobierno de los hombres y las cosas. Ya en un libro publicado hace siete años, que ahora vale la pena releer atentamente (Tempêtes microbiennes, Gallimard 2013), Patrick Zylberman había descrito el proceso mediante el cual la seguridad sanitaria, que hasta ese momento se había mantenido al margen de los cálculos políticos, se estaba convirtiendo en una parte esencial de las estrategias políticas estatales e internacionales. Se trata nada menos que la creación de una especie de “terror sanitario” como instrumento para gobernar aquello que ha venido a ser definido como el worst case scenario, el escenario del peor de los casos. Es según esta lógica de lo peor que ya en 2005 la Organización Mundial de la Salud había anunciado “de dos a 150 millones de muertes por la próxima gripe aviar”, sugiriendo una estrategia política que los estados entonces aún no estaban listos para aceptar. Zylberman muestra que el dispositivo que se sugería se articulaba en tres puntos: 1) construcción, sobre la base de un posible riesgo, de un escenario ficticio, en el que los datos se presentan de manera que favorezcan comportamientos que permitan gobernar una situación extrema; 2) adopción de la lógica de lo peor como régimen de racionalidad política; 3) la organización integral del cuerpo de los ciudadanos de modo de reforzar al máximo la adhesión a las instituciones de gobierno, produciendo una especie de civismo superlativo en el que las obligaciones impuestas se presentan como prueba de altruismo y el ciudadano ya no tiene un derecho a la salud (health safety), sino que llega a estar jurídicamente obligado a la salud (biosecurity).
Lo que Zylberman describía en 2013 ahora se ha verificado puntualmente. Es evidente que, más allá de la situación de emergencia ligada a un cierto virus que podrá en el futuro dejar el puesto a otro, lo que está en cuestión es el diseño de un paradigma de gobierno cuya eficacia supera con creces la de todas las formas de gobierno que la historia política de Occidente había conocido hasta ahora. Si ya en la progresiva decadencia de las ideologías y de las creencias políticas, las razones de seguridad habían permitido a los ciudadanos aceptar limitaciones a las libertades que no estaban dispuestos a aceptar antes, la bioseguridad ha demostrado ser capaz de presentar el cese absoluto de toda actividad política y toda relación social como la máxima forma de participación cívica. Así fue posible presenciar la paradoja de las organizaciones de izquierda, tradicionalmente acostumbradas a reivindicar derechos y a denunciar violaciones de la Constitución, aceptando sin reservas limitaciones de las libertades decididas por decretos ministeriales desprovistos de toda legalidad y que ni siquiera el fascismo había soñado con poder imponer.
Es evidente —y las mismas autoridades de gobierno no dejan de recordárnoslo— que el así llamado “distanciamiento social” se convertirá en el modelo de política que nos espera y que (como los representantes de una así llamada task force, cuyos miembros están en un claro conflicto de interés con la función que deberían ejercer) se aprovechará de este distanciamiento para reemplazar, en todas partes, los dispositivos tecnológicos digitales por las relaciones humanas en su fisicalidad, las que se han convertido en cuanto tales sospechosas de contagio (contagio político, se entiende). Las lecciones universitarias, como ya lo recomendó el Miur (Ministerio de Educación, Universidades e Investigación italiano), se harán en línea de manera estable a partir del próximo año, ya no se reconocerá mirándose a la cara, que podrá estar cubierta con una máscara sanitaria, sino a través de dispositivos digitales que reconocerán los datos biológicos obligatoriamente recopilados y toda “reunión”, sea hecha por motivos políticos o simplemente por amistad, seguirá estando prohibida.
Lo que está en cuestión es la entera concepción de los destinos de la sociedad humana en una perspectiva que en muchos aspectos parece haber asumido a partir de las religiones ahora en su ocaso la idea apocalíptica de un fin del mundo. Después de que la política había sido sustitutida por la economía, ahora incluso esta deberá, para poder gobernar, integrarse con el nuevo paradigma de bioseguridad, al cual todas las demás exigencias deberán ser sacrificadas. Es legítimo preguntarse si una sociedad aún podrá definirse como humana o si la pérdida de relaciones sensibles, del rostro, de la amistad, del amor, puede ser verdaderamente compensada con una seguridad sanitaria abstracta y presumiblemente del todo ficticia.
Estos seis artículos se traducen con la autorización de su autor. Traducción: Patricio Tapia.
El último ferry desde Teshima llega al Puerto de Uno cuando es de noche. Unos cuantos autos rezagados pasan por la rampa iluminando a los pasajeros que desembarcan en fila demorando el paso. Es domingo y el puerto está vacío. Los semáforos alternan para nadie. Frente a los durmientes, esperando por el tren a Okinawa, sigue oyéndose el ruido del mar.
Japón emergió del océano por impulso de los movimientos naturales. Su misteriosa calma arraiga en una de las zonas de mayor actividad geológica del planeta. Entre cuatro placas tectónicas, los japoneses asumen con naturalidad los terremotos, los tsunamis y los tifones, reconstruyendo una y otra vez sus ciudades. Ya en el siglo XII, Kamo no Chomei comenzaba sus Notasde mi cabaña de monje observando esa transitoriedad elemental: “El mismo río corre sin detenerse, pero el agua nunca es la misma. De aquí, de allá, sobre las superficies tranquilas, retazos de espuma aparecen, desaparecen, sin demorarse nunca demasiado. Igual sucede con los hombres de aquí abajo y con sus viviendas”.
Desde sus primeros habitantes, el magma contenido de los japoneses se disipa en los vapores de sus aguas termales. Son numerosas las vertientes minerales (ácidas, sulfuradas, algunas hasta radioactivas) que surgen por todo el archipiélago. Como un ritual de purificación, por prescripción médica o simplemente por placer, la visita a un onsen es una oportunidad para recuperarse. Tal vez por su condición de isla, en Japón, la tradición atrae con inusitada fuerza. A tres cuadras de la estación, junto a la desembocadura, el Setouchi Onsen es un buen lugar para decantar el viaje.
Tras la discreta cortina de la entrada, la luz conduce al interior del principal onsen del Puerto de Uno. La gente es amable y desde el primer momento se muestra solícita, aunque nadie oculta su sorpresa al ver a un extranjero. Por los pasillos transitan en yukata familias con sus hijos, mujeres alegres y hombres solos, jóvenes amigos que se encuentran en los baños para compartir las últimas horas del domingo.
En rigor, el Setouchi Onsen, no es un onsen, sino un sentō: más que unas termas naturales, se trata de un baño comunitario. Antiguamente, estos lugares se encontraban en los templos. Tal vez por eso, en Japón, el baño se ha transformado en un rito privado de carácter colectivo. Es una forma de relacionarse con la naturaleza, pero también con las personas. Incluso ha dado origen a un concepto: Hadaka no tsukiai quiere decir “conversar abiertamente” y se usa para describir cierta complicidad que propicia el entorno, como cuando dos desconocidos se emborrachan.
Muchos baños han ido incorporando saunas y gimnasios, mientras que algunos han devenido en parques temáticos con restaurantes y karaoke. Antes, solo era indispensable cierta cualidad de la penumbra, una absoluta limpieza y un silencio imperturbable, como observaba al respecto Junichiro Tanizaki en El elogio de la sombra.
De cara al lunes, todos somos iguales. El cuidado por no invadir un espacio tan íntimo y personal es riguroso. Después de la Segunda Guerra Mundial, con las casas destruidas, los baños comunales se volvieron más populares. La desnudez, por sobre todo, resulta una condición de higiene. Sentado en un piso, con un balde, una regadera y jabón, hay que lavarse antes de entrar a las bañeras.
Hay onsen naturales y artificiales, interiores y exteriores, del tamaño de una tinaja o a cielo abierto como una laguna. En la terraza del segundo piso del Setouchi Onsen se reúne –a escala– todo eso en un inesperado jardín de piedras y musgos con vista a las islas del Mar Interior de Seto.
Poco antes de volver desde Teshima, había visitado I ♥ Yu el baño comunitario de Miyanoura, en Naoshima, la principal isla frente a Uno. En una casa de un pueblo de pescadores, el artista Shinro Ohtake mantuvo el código de un baño tradicional remodelándolo con una estética radicalmente diferente, contemporánea.
Muchos baños han ido incorporando saunas y gimnasios, mientras que algunos han devenido en parques temáticos con restaurantes y karaoke. Antes, solo era indispensable cierta cualidad de la penumbra, una absoluta limpieza y un silencio imperturbable, como observaba al respecto Junichiro Tanizaki en El elogio de la sombra. Shinro Ohtake, en cambio, exhibe sin matices su mirada en la decoración, los murales, los azulejos, hasta en los detalles de la grifería, creando un universo personal de sus fetiches y divagaciones en torno al baño. Inmerso en ese espacio acuático luminoso, la introspección se vuelve un acto contemplativo. Así, frente al lugar, los cuerpos son una circunstancia pasajera.
En el Mar Interior de Seto, los contornos lejanos de las islas van cambiando con la niebla. La sustancia temporal del onsen descansa en la pequeña imagen de un mundo en miniatura. En Nagano, una tribu de monos vive en las montañas junto a las termas de Jigokudani. Rodeados de nieve, asomando apenas sus cabezas cubiertas de escarcha, cada cual parece meditar sobre asuntos existenciales. Han encontrado un lugar donde dejarse llevar por los pensamientos. Ese sentimiento de transitoriedad, tan líquido, se ejercita comunitariamente en los baños desde la niñez.
Su apellido se pronuncia shasha y produce una especie de reverencia, o al menos un altísimo respeto, porque fue una especie de sabio falible, además de político intachable: tanto investigó sobre la verdad en su tiempo y en la historia, grande y pequeña, o más bien lo grande en lo pequeño y en lo más relevante de su mundo, siciliano, italiano, europeo, histórico, literario, documental, siempre en proceso; entre la duda, el hallazgo, la refutación. Lector excepcional, investigador minucioso, inigualable analista legal y policial (lógico y psicológico), Leonardo Sciascia fue también un escritor exquisito, un estilista que sigue a su Adorable Stendhal, como tituló uno de sus pocos libros solo literarios de los casi 50 que escribió; en la mayoría de ellos cita al maestro, por algún detalle que ilumina o desvía.
Sciascia (1921-1989) publicó desde 1950 novelas, crónicas y ensayos, o más bien una forma propia que mezcla esas formas. Son casos sobre la posibilidad de justicia, es decir sobre la mafia y la corrupción, lo político y el crimen, la impunidad y la verdad. Sus investigaciones parten desde documentos con un punto de vista propio y nuevo, que desarma lo ya contado. Revisa, reformula, piensa. Entre los 28 y 48 años (1949 a 1969) se dedicó a la enseñanza en Racalmuto, su pueblo natal, y en Caltanissetta, situados en el centro y suroeste de Sicilia. Una forma de vida lenta, con tiempo, durante la que se acostumbró a internarse en papeles del siglo XV y luego dialogar sobre fotografía con Roland Barthes; desmenuzar la novela policial con Simenon y Chandler; reflexionar sobre las aguas en Sicilia según la ciencia islámica y la poesía; o pensar sobre la relectura y los libros de Gogol y Borges. Era un hombre muy de su tiempo –informado, polémico–, aunque solía lamentarse, sin dramatismo, de su época: “No hago nada sin alegría, dice Montaigne. Hoy es lo contrario: todo lo hacemos sin alegría. Bastaría con detenerse a observar y considerar lo que son, para los demás, las vacaciones: esos días que deberían ser de libertad y descanso, para reponerse, para renovar el temple, para hacer todo con alegría. Y van, en cambio, como palitos transportados por la corriente y que andando se juntan, se amontonan, se arremolinan, se hunden”. (Todo esto es de Crucigrama, que reúne sus ensayos literarios).
Jubilado de profesor a los 50, comenzó a escribir para la prensa y a llevar una vida política en Palermo; en 1975 lo eligieron concejal del Partido Comunista, pero renunció poco después; entre 1977 y 1983 fue diputado por el partido Radical, luego eurodiputado (no eran pocos los escritores votados para esos cargos en Italia, como su amiga Natalia Ginzburg). Se ha repetido que fue “la conciencia crítica” del país, y su abundante escritura y examen lo corrobora. Como los escritores italianos de su tiempo (Savinio, Moravia, Pasolini, Ginzburg, Morante, Calvino), esa conciencia es conmovedora, inspiradora, va al futuro: escribe con la historia, dentro de ella, hacia algo que no es y no quiere ser el futuro fascista que recién han desalojado.
“El fascismo no ha muerto. Y como estoy convencido de ello, siento un gran deseo de combatir, de comprometerme cada vez más, de ser siempre más decidido e intransigente, de mantener una actitud polémica con respecto a cualquier poder”, dijo en una de sus muchas y entretenidas entrevistas. “Todos somos culpables, pero el poder es el culpable principal”, conlcuye otra cita. Sus libros no resuelven un enigma ni plantean una conclusión, sino que se abren mediante la exposición de las aristas posibles, de los errores del poder y de lo colectivo, de su intrincada trama, cada una particular; al escribirlos comprende y logra vislumbrar la justicia, la verdad, alternativa al error y la mentira. Así es en La desaparición de Majorana.
Los papeles del caso son cartas, trámites, testimonios. En 1938, en la gloria del fascismo, el joven físico Ettore Majorana, de 32 años, desaparece para siempre al embarcarse entre Palermo y Nápoles, no se sabe si de ida o de vuelta, o si nunca hubo viaje. Su hermano y su madre imploran a las autoridades, hasta el mismo Mussolini, para que lo busquen. Los rastros son pasajes dudosos y dos cartas a un colega profesor: en la primera pide perdón por su repentina “desaparición” (no habla de muerte), y dice que los recordará al menos hasta las 11 de la noche; en la última refuta lo anterior y dice que no será “como las señoritas de Ibsen”. Para la policía fue otro suicida o loco. No se suicidó, concluye Sciascia, casi 40 años después, e intenta probarlo. Un hombre que admira a Shakespeare y a Pirandello, como dice el epígrafe, no se mata así nomás.
Los libros de Sciascia, precisos y abiertos, son una propuesta para dudar y pensar de nuevo la historia; pensar en este caso que la ciencia es política siempre y que depende de la conciencia individual, que se aparta de un consenso. No extraña que La desaparición de Majorana se publicara en 1975, el año en que murió Pasolini, el gran crítico de la política y la cultura italianas, que siempre cuestionó la historia y el progreso.
Majorana, tímido joven siciliano, físico genio, era el mejor alumno del famosísimo Enrico Fermi, quien, halagado por el fascismo, enviaba a sus mejores alumnos a Alemania; así fue que Majorana viajó a Leipzig en 1933 para aprender del más grande de entonces, Heisenberg, que el año anterior había obtenido el premio Nobel. Heisenberg (1901-1976), que trabajaba para los nazis, fue el hombre que sabía hacer la bomba atómica y no la hizo. En cambio Fermi, apenas pudo, en 1939, emigró a Estados Unidos (donde murió 15 años después, a los 53) y fue uno de los responsables de crear el primer reactor nuclear fermina. También Oppenheimer, en Estados Unidos, fue otro “obligado”, en el célebre y triste proyecto Manhattan, a terminar las bombas que en agosto de 1945 lanzaron los estadounidenses sobre Japón y que mataron a 200 mil personas (en febrero los aliados ya habían matado con artillería “convencional” a 500 mil personas en Dresden).
Ese es el punto de Sciascia: Majorana, que era un genio como Heisenberg, también sabía cómo hacer la bomba, y por eso era un hombre asustado. Y por eso se habría perdido para siempre. La teoría le valió al escritor ser tratado de romántico siciliano o, paradojalmente, ser acusado de defender a un fascista. Esto porque Majorana, de 25 años, en una carta desde Alemania a su colega judío no condena al nazismo, sino que se limita a describir y a detallarle casi cruelmente las políticas contra ese pueblo. En tiempos en que la correspondencia era vigilada, parece una alerta antes que una ironía o adhesión al nazismo. Sciascia se encarga de relativizar esa y otras acusaciones: se trata de algo superior. La ética es otra cosa, por eso considera que no se valora realmente a Heisenberg. Él no hizo la bomba y habría tratado, a través de Bohr, de mandar el mensaje a sus colegas en Estados Unidos para que tampoco la hicieran. Para Sciascia eso es más digno que “los físicos que la desarrollaron, la entregaron y celebraron sus resultados, y solo más tarde (no todos) se sintieron desolados y se arrepintieron”.
Majorana habría decidido irse, no hacer nada: se subió a un barco y desapareció. Ese acto, si es que siguió vivo, se parecería al de otros genios desertores de la sociedad de esa época, como Wittgenstein o Lawrence de Arabia: cuando entendieron lo que podía pasar, lo que habían hecho o podían hacer, se alejaron del mundo. Wittgenstein se volvió profesor de primaria en medio del bosque, Lawrence se refugió de incógnito en un regimiento de soldados rasos. Majorana quizá vivió años en algún convento siciliano, donde termina conmovedoramente el libro, con una escena perfecta y la frase: “Es verdad”. (El escritor catalán Jordi Bonells, en La segunda desaparición de Majorana, 2005, imagina que el físico se embarcó a Buenos Aires, y así investiga la ciudad, su historia y la literatura argentina. Un antojadizo tour de force, divertido en su exageración ficticia).
Los libros de Sciascia, precisos y abiertos, son una propuesta para dudar y pensar de nuevo la historia; pensar en este caso que la ciencia es política siempre y que depende de la conciencia individual, que se aparta de un consenso. No extraña que La desaparición de Majorana se publicara en 1975, el año en que murió Pasolini, el gran crítico de la política y la cultura italianas, que siempre cuestionó la historia y el progreso. Dijo entonces Sciascia: “Me sentía muy cerca de él, aunque no estábamos siempre de acuerdo. Su coraje, su capacidad de provocación eran extraordinarias. Con su muerte me siento un poco solo, un poco desarmado. Estaba de acuerdo con Pasolini hasta cuando se equivocaba, ¡eso!”.
Uno de los libros más impresionantes de Sciascia es El caso Moro. Lo escribió en tres meses, tras investigar como diputado el crimen del gran dirigente de la Democracia Cristiana por parte de las Brigadas Rojas, de extrema izquierda, que lo ajustició en nombre del pueblo, y a quien los políticos no salvaron (no lo intercambiaron por presos de las brigadas) aduciendo férreas “razones de Estado”. Y comienza precisamente diciendo que ha visto una luciérnaga y que por eso recuerda la teoría política de las luciérnagas de Pasolini: tal como la contaminación había terminado con esos insectos que destellan en la noche, la Democracia Cristiana había cambiado su lenguaje para perpetuarse en el poder. Ese tipo de metáforas forman la poesía ensayística tanto de Pasolini como de Sciascia, escritores a estas alturas de otro tiempo, cuando la verdad aún parecía posible.
La desaparición de Majorana, Leonardo Sciascia, Tusquets, 120 páginas, $12.900.
Opino que la función del artista es sencillamente hacer arte. Hay momentos críticos en que se piensa y se cree que el arte no es necesario. A mí me parece no solo necesario, sino una condición indispensable que no impide que uno, consciente de una situación crítica, en un momento dado deje de pintar. Pienso que primero está el arte y luego las consecuencias. Ocurre como la siembra y la cosecha.
Gracia Barrios, 1995
Apenas me enteré del fallecimiento de Gracias Barrios (1927-2020), se me vinieron las memorables jornadas de conversación y trabajo en la casa, en el taller o en el Museo Nacional de Bellas Artes mientras preparábamos la exposición antológica SER-SUR, en 1995. Repasando las páginas del libro que se editó en ese momento, que a menudo se activan en tiempos de clases presenciales, noto que sus palabras resuenan y se leen de otra manera, más intensa y profundas, por cierto. El texto inicial de Faride Zerán resulta iluminador respecto de una Gracia Barrios fuerte a nivel emocional, consciente de ser mujer, su mirada social y política en los momentos históricos claves, el antes y el después del exilio. Esta biografía comentada y conversada revela a una pintora cuya sabiduría proviene de sus recuerdos, influencias familiares y de las propias búsquedas que podemos apreciar en el conjunto de su extensa obra: lo personal y lo público, lo rural y lo urbano, la literatura nacional y la historia del arte, la poesía y la política. Un punto de inflexión ocurre cuando Gracia Barrios habla del exilio: “En el exilio me di cuenta de que era demasiado chilena, asumo que soy absolutamente latinoamericana y que me hacen falta los rostros y los colores que busco desesperadamente en las librerías francesas recorridas a diario para hojear en las revistas, libros o en las fotografías, cualquier cosa que me devuelva los rostros y los colores que se me han ido… No me gusta hablar de ese tiempo en que dejó mi corazón como guardado en la pausa más difícil de mi vida, tanto personal como artística”.
Estas reflexiones de inmediato nos llevan a re-mirar sus obras donde efectivamente identificamos los distintos períodos, énfasis temáticos y formales en su obra. Es una evidencia el reclamo visual que hace la artista: “Me hacen falta los rostros y los colores que busco desesperadamente”, le dice a Faride Zerán. De alguna forma, uno de los asuntos que caracteriza un aspecto de su pintura es la necesidad de “modelo”. O bien reparamos que su punto de partida está en una especie de “imagen suspendida” que parece constituirse justo cuando observa algo, o quizás lo recuerda o incluso le llega del futuro: las manos, el rostro, los cuerpos, la silueta fundida en el paisaje, el horizonte, el primer plano y la tierra, y bajo la tierra.
La grieta (1961) y Acontece (1967)
Si observamos cuadros como La grieta (1961) y Acontece (1967) y Sin título (América), de 1971, reconoceremos una secuencia en la que progresivamente los elementos se funden en una metáfora muy cargada de sentido: el territorio. Una cercanía que viene desde la infancia, de cuando fue alumna y luego profesora en la Escuela de Bellas Artes. Tres motivos mínimos que señalan, a la vez, tres momentos muy amplificados, que son hijos de su tiempo, en la medida en que reconocerse chilena es una conciencia del propio territorio y, por extensión, del suelo latinoamericano. En La grieta apreciamos la ruptura con el paradigma visual de origen en la Universidad de Chile, el paradigma de la pintura sostenida como efecto colateral de la tradición académica. Pensemos que durante esos años el mundo de la representación visual ya sufre sus propios terremotos, en la medida que liberarse del motivo o tema y avanzar hacia la abstracción era la única salida a este encierro de paisajes y naturalezas muertas de la tradición pictórica chilena.
“Sentíamos –se lee también en el libro de la muestra SER-SUR– que los estudios eran insuficientes, que nos hacía falta mas teoría, que requeríamos de profesores de historia del arte con mayor conocimiento. Necesitábamos complementar nuestra formación que la sabíamos débil. No solo arrendamos talleres, también íbamos los sábados a la biblioteca de la escuela, provistos de unas llaves que nos facilitaba don Carlos Humeres para que nos lleváramos los libros, leíamos, discutíamos, comíamos marraqueta con queso, enganchábamos los cables para producir la luz, y así planificábamos las exposiciones, los salones de pintura, y poco a poco nos habíamos asomado al mundo político, social y cultural que se abría mas allá de nuestra escuela”.
Aquí es preciso recordar que el arribo a la abstracción en esta historia universitaria tuvo tres momentos: el primero ocurrió cuando los alumnos de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile forman la GEP (Grupo de Estudiantes Plásticos, 1948-1950), que reclama por el bajo nivel de la enseñanza de sus profesores anquilosados en la tradición. El segundo momento ocurre a mediados de los 50, cuando el Grupo Rectángulo, liderado por Ramón Vergara-Grez, realiza un manifiesto que rechaza la tradición figurativa y reclama por el regreso al orden y la razón. El tercer momento de inflexión ocurre en 1962, en el disputado ambiente artístico de la escuela, y que se traduce en la formación del colectivo de pintores abstractos y geométricos llamado Grupo Forma y Espacio. Y como reacción casi simultánea se forma el Grupo Signo, donde Gracia Barrios comparte con José Balmes, Eduardo Martínez Bonati y Alberto Pérez. En palabras de Barrios: “Estábamos conscientes de que la academia maquillada de actualidad no representa nuestra realidad. Sentimos que la vida ya no era la misma, y que las formas de expresión artísticas no podían seguir siendo las mismas. Rompimos así con esa forma y contenido existentes, abriéndonos hacia una aventura fuerte y sin concesiones. Ya no representar por representar con la pintura, sino presentar el objeto, presentar la pintura en sí, presentar por medio de la materia, de los materiales reales. Más que de una nueva realidad se podría hablar de un realismo informal”.
No extraña entonces que la pintura de Barrios se convierta en una voz social y amplificada, cuya escala tiene que ver con los deseos de comunidad y la inminencia de la utopía latinoamericana, donde todos eran necesarios. Los rostros dan la forma a un territorio, antes de que los colores se resinifiquen tras el golpe militar y el exilio.
Fue tal el impacto del Golpe en la vida de Gracia Barrios, que en la distancia añorada salió a buscar esa realidad, buscando los motivos o referentes visuales para que se convirtieran en imágenes de partida o de llegada de alguna pintura, boceto o dibujo. Esta necesidad de materia, de la tierra y su fuerza interior, ese ser que se constituye en y a través del territorio, el Ser-Sur, era su deseo (un deseo latente también en América invertida, de 1936, de Joaquín Torres-García o en las palabras del pintor Roberto Matta, cuando se refiere al “ser-saje” o los paisajes del ser).
Es una búsqueda de lo telúrico y la fuerza interior de un territorio que se verifica en la fisonomía de su gente, en su fuerza expresiva, en el mundo que los rodea. El exilio exacerbó este sentimiento y reclamo de pertenencia: “Al principio hago una pintura muy política, muy narrativa, porque pintaba lo que había sido el golpe militar y para ello nos ayudaban las fotografías y documentos que salían clandestinamente de Chile y la reconstrucción de la realidad que cada uno hacía en su memoria, entonces me pongo objetiva, mas anecdótica, incluso formalmente. (…) Me falta el aire, la cordillera, el modelo… Me subo a los buses buscándolos pero no están. A la vez pinto con sentimientos, como aquella serie que retrata a unas niñas de ojos grandes, oscuros, en los documentales que han hecho los alemanes sobre las prisioneras políticas en Chile. Muchas de ellas son de la edad de la Conchita (su hija), sí, que han sido torturadas y violadas. Intento un homenaje a esas jóvenes inocentes, como lo ha hecho Goya”.
Sin título (América) (1971)
Represión (1975) y Multitud(A) (1974)
Desde su taller en París revisitó una y otra vez los acontecimientos trágicos de la historia en Chile, y lo hace en buena parte de su obra por medio de un realismo crítico y narrativo. Allí vemos las multitudes convertidas en siluetas o multitudes que reclaman por la vida y la libertad, que lamentan las muertes, que están con miedo o que recuerdan a sus muertos y detenidos desaparecidos. Hombres y mujeres en interminables procesiones emergerán de sus telas, como borrosidades contundentes de la memoria. En la pintura Represión (1975) están esos ojos negros de la joven con los brazos en la cabeza. Los ojos han sido repasados e intensificados con el lápiz negro graso. Lo mismo ocurre con Multitud (A), donde el contraste en diagonal de los pies de ciudadanos anónimos remite a la imagen de los campos de concentración.
Tras su regreso a Chile en 1982, se aprecia la avidez por devorarse al mundo con la vista, como si fuera la primera vez que llega a su país, barrio y calle. Estos temas serán recurrentes en las exposiciones que realizó en la galería Carmen Waugh o en la Galería Praxis. No obstante, junto con mostrar obras realizadas en Francia, insistió en exhibir su obra reciente, una característica más de la vitalidad creativa con la que enfrentó siempre su oficio de artista. Desde mediados de los 80 Gracia Barrios observó con intensidad las calles y el paisaje en su totalidad, queriendo recuperar de manera urgente el cotidiano de antes, que ya no era el mismo. Se detuvo ante las calles, las personas, las micros, el smog, el paisaje cordillerano, la Vega, el campo y el patio de la casa: delantales, pantalones, ropa tendida, zapatos, unas manos con un vaso de leche, cabezas, cuerpos y la naturaleza que se filtraba por todas partes. Pinturas y dibujos innumerables que reconocemos con una naturalidad de factura, movimiento o captura casi instantánea. Se nota que fueron concebidos desde una pasión y la libertad que para los que observamos –y observaremos su obra siempre–, también será una aventura para los sentidos. De la impresionante capacidad para convertir trazos leves, borrones, chorreados, cartones arrugados, latas, telas y manchones en testimonios universales y, al mismo tiempo, familiares. Esa transformación es la metáfora de la condición humana sostenida en la espesura o la delicadeza de la monocromía de imágenes en un estado orgánico, donde parecen moverse los patacones de color, paños húmedos, tierra seca, ralladuras, trazos, veladuras, pantallas o siluetas fantasmales que se borran, desaparecen o reaparecen. La imagen de la borradura y de los espectros no deja de ser también la metáfora de la memoria personal y colectiva en la que insistió toda su vida.
El delantal lina (1989) y Hombre con sombrero (1989)
Humanizar (1983)
La energía creadora irrefrenable de Gracia Barrios se mantuvo activa hasta último momento. Tras saber de su muerte he vuelto a la obra La exhalación del surco (1994), donde las fronteras entre cabeza, surco y horizonte se vuelven porosas. La cabeza convertida en una gran sombra parece esculpida y amasada con tierra, comparte el lugar con brochazos suficientemente empastados como para insistir en la oquedad del suelo contra la tela. El horizonte es incierto y móvil en la parte superior, tal vez los efectos de las montañas o los valles se constituyen en la lectura hilada de las palabras pintadas con amarillo ocre.
La exhalación del surco (1994)
Mientras leía y ordenaba el escritorio estaba atento a los muchos mensajes que de inmediato comenzaron a surgir en la red, y me detuve en uno publicado en Facebook por Faride Zerán (28/05/2020). No pude estar más de acuerdo y decidí guardar silencio: “GRACIA BARRIOS. Adiós a una artista fundamental que retrató en sus telas la esencia de la condición humana. El arte está de duelo. Mi homenaje a esta grande y querida mujer que hizo suya todas las causas de la humanidad!!”.
Desde hace 35 años, el poeta y académico Antonio Cussen ha investigado La Eneida, la epopeya romana escrita por Virgilio en el siglo I a. C., en que narra la huida de su protagonista, Eneas, después de ser vencido en la guerra de Troya, su periplo por el Mediterráneo, el momento en que conoce a Dido, la otra gran protagonista de la Eneida, y su llegada a Italia, donde deberá cumplir el destino que se le ha encomendado: fundar Roma. En sus lecturas de La Eneida, que fue escrita como una forma de glorificar el gobierno de Augusto, el primer emperador romano, Cussen empezó a notar ciertas coincidencias y repeticiones que lo llevaron a desarrollar la tesis de que la epopeya contenía una clave secreta en la que se podían leer los reparos que tenía Virgilio con Augusto. Cussen, que ya había indagado la relación entre poesía y poder en Bello y Bolívar, explica en El milenio según Virgilio –uno de los mejores libros del 2019 según el Círculo de Críticos de Arte de Chile– no solo este hallazgo, sino las fórmulas e intrigas políticas de la antigua Roma, así como el modo en que se unían, en esa época, mito, poesía, poder y divinidad.
¿Cómo fue el proceso de escribir un libro durante más de tres décadas? Creo que la mayor dificultad fue encontrar una voz literaria. Tardé mucho tiempo en darme cuenta que debía contar esto como si fuera un cuento, contarlo con un tono muy personal, en vez de un tono académico. Entre medio me desilusioné tremendamente del mundo académico por el curso que han tomado las humanidades, que a mí me resulta muy distante, por no decir aborrecible. El exceso de teoría y de abstracción en todas las conversaciones, no me atraía. Por eso, al final el libro terminó siendo una especie de apuesta por todo lo que no estaba en la academia. Además, hay un recelo inherente en cualquier campo dentro de la academia para alguien que viene de afuera. Yo era un vecino de la filología, pues venía de la literatura comparada. Por otra parte, no hay muchos grandes filólogos que vengan de Latinoamérica. Pero también, debo decir que no puedo culpar de todo a la academia. Yo era muy joven, estaba convencido de que había descubierto la pólvora y sufrí las consecuencias.
¿Cómo es posible hoy leer La Eneida? Yo planteo que La Eneida es un poema alegórico, como lo son también las Bucólicas y las Geórgicas. Ellas se presentan como un poema didáctico en que se enseñó a los campesinos y agricultores cómo cultivar la tierra. Sin embargo, es mucho más que eso. Es un tratado político, entre otras cosas. El último libro, de las repúblicas de las abejas, habla, en definitiva, de la república romana. Hay, en toda la obra de Virgilio, un elemento alegórico. En las Bucólicas esta alegoría política es algo que los romanos habían inventado, no era algo que existía, o el poema con clave política, no era algo típico en la Antigüedad. Aparece como algo deliberado en la época de Virgilio. Así que parece ser un recurso que él usa constantemente, y ya en la Eneida lo usa de forma muy continua, haciendo lo que, en rigor, es una alegoría: una metáfora extendida. La alegoría se usa cuando uno no puede hablar libremente. Los tiempos aciagos terminan siendo propicios para la poesía por esa razón, puesto que obligan al poeta a recursos que no son solo los de la alegoría. Puede resultar otra forma de expresión que debe ocultar o insinuar. Debemos pensar también que en la modernidad el poder está más diseminado y, además, hay otro elemento fundamental: el modelo político que ha imperado a partir del siglo XIX y en gran parte del siguiente ha sido el liberalismo, y este no ha inventado una mitología. Al contrario, el liberalismo desea advertir a los ciudadanos del peligro de la mitología. Por ello, nos encontramos en un sistema que es poco propicio para la mitología y para la épica también.
¿Qué pudo concluir acerca de la relación entre Augusto y Virgilio? Creo que Virgilio tomó un compromiso con Augusto. Él, influido por Mecenas, se comprometió con Augusto a escribir una epopeya, y darle una especie de sustento estético y moral a la nueva dinastía que estaba naciendo, y mi impresión es que fue un compromiso honesto. Ese compromiso se nota en el Canto VIII, cuando canta el triunfo de Accio. No parece haber ahí, por mucho que uno ande rebuscando, un intento de socavar el papel de Augusto. Pero claro, los 11 años que tardó Virgilio en escribir LaEneida, fueron –según la propia historiografía romana– el principio de la PaxAugusta. Se terminaron las guerras civiles y las atrocidades que vivieron después del triunvirato. Hasta el mismo Augusto se ha reformado al cambiar su nombre. Pero, aunque La Eneida trata de dar una visión muy positiva de este nuevo comienzo, la verdad es que si uno lee las fuentes, resulta que fueron años tremendamente difíciles y conflictivos, que lejos de dar fin a las guerras civiles mantuvieron los conflictos y se suceden actos tremendamente violentos. Augusto, claramente, se había alejado del espíritu republicano en pos de un régimen totalmente autoritario. Si se toma todo eso en cuenta, pasaron muchos años desde que Virgilio tomó ese compromiso. Mi impresión es que ese desencanto está en la Eneida. Y por eso no es una obra triunfal, para nada. Por ello, muchos críticos aciertan en plantear que hay una visión pesimista, y al mismo tiempo optimista de La Eneida que está en pugna.
Me desilusioné tremendamente del mundo académico por el curso que han tomado las humanidades, que a mí me resulta muy distante, por no decir aborrecible. El exceso de teoría y de abstracción en todas las conversaciones, no me atraía. Por eso, al final el libro terminó siendo una especie de apuesta por todo lo que no estaba en la academia.
Dice en su libro que su interés por Virgilio estaba relacionado con su interés por la relación entre Andrés Bello y Simón Bolívar. ¿Cómo observa hoy esa relación? Se profundiza esta relación, porque tanto Bello como Bolívar estaban conscientes del papel que jugaban. En las veladas que hacían en Caracas antes de la revolución, Bello traducía poemas de Virgilio y Bolívar mismo tradujo a Voltaire. Jugaban a este especie de juego de máscaras que se asemejaba a nueva Roma. Y claro, cuando les tocó vivir un momento absolutamente capital de la historia (en que por un lado estaba Bolívar con su espada luchando por la Independencia, y Bello en Londres tratando de entender y darle sentido a la Independencia), tanto Bello sentía como Virgilio, y Bolívar también se sintió como Augusto, aunque no podía decirlo, porque Bolívar tenía que hacer todo lo posible por no ponerse una corona. En definitiva, después de este libro se profundiza la relación entre esos personajes, y la importancia de este modelo poético-político. No es que haya aparecido con Bello y Bolívar este modelo de consejero. Era una constante, en realidad, había estado en el siglo XVII en Francia con Jean Racine y Luis XIV. En parte, este modelo estaba dado porque el sistema educacional de Occidente siempre estuvo basado en el latín, y tan pronto lo aprendían, los muchachos empezaban a traducir a Virgilio y Horacio.
¿Y ha pensado por qué se ha perdido hoy en día esta relación entre poesía y poder? Creo que atravesamos un momento de lejanía del poder con la poesía. El poder no busca a la poesía y viceversa. Una respuesta, un poco simplificada a esto, está en el derrumbe de los sistemas monárquicos: a partir de la Revolución francesa decayó esta unión particular, puesto que se pueden dar otras relaciones de poesía y poder, como por ejemplo la de Neruda. Pero el modelo más clásico se ha perdido con el derrumbe de la monarquía.
La tesis que usted expone en El milenio según Virgilio se basa en la importancia de los números y las reglas. ¿Qué tan importante eran los números en la época de Virgilio? A mí me gusta pensar que esta gran batalla que se dio al final de las guerras civiles, que es la batalla de Accio, es una batalla entre ideas dionisiacas e ideas apolíneas. Marco Antonio y Cleopatra, por un lado, representando lo dionisiaco, el vino, la fiesta, el desborde, lo oriental, lo colorido. Por el otro lado Apolo, un cierto orden político, un énfasis en la forma. Y, esto no es un accidente, Apolo pasa a ser la nueva divinidad de Roma, que se emparenta con el ocaso de Júpiter. El gran templo que se construye el 28 a. C., poco después de la batalla Accio, es de Apolo, templo que inaugura Augusto. Bajo ese concepto, la forma y el número tienen mucha importancia, puesto que junto con la importancia de Apolo renacen las ideas pitagóricas. Para Pitágoras y los neopitagóricos (como se llamaban los romanos que cultivaban las ideas de Pitágoras en tiempos de Virgilio), el número era una divinidad, era lo más cerca que había en la Tierra a lo divino. Había algo imperecedero, sobre todo en el número impar y el número primo. “El dios se regocija en el número impar”, dice Virgilio en una de las Bucólicas. Por ello, la presencia del número es absolutamente capital, y gracias a la forma en que Virgilio escribió sus tres libros, pensando en estructuras numéricas muy precisas, y en que daba ciertas pistas, se han podido reconstruir estos tres poemas.
¿Cómo trata Virgilio a las mujeres, y en especial, a Cleopatra? La trata muy mal. En la poesía de Horacio y Virgilio, Cleopatra no cabe en el metro y, en consecuencia, no es susceptible de ser dicha en poesía. La llama “la cónyuge egipcia” o la trata de “nefas” (mala). Pero, al mismo tiempo, si uno observa en la Eneida a Dido como una especie de sublimación de Cleopatra, no queda tan mal parada. Dido es una enorme mujer, con un imperio admirable, en que es necesario que Júpiter mande a Mercurio para que Eneas se vaya. No es un reino cualquiera ni es una mujer cualquiera. Es cierto que es la versión alegórica, pero también Horacio, en su poema sobre Cleopatra, presenta una mujer que es enemiga, pero una enemiga grandiosa.
Imagen: Eneas derrota a Turno, de Luca Giordano.
El milenio según Virgilio, Antonio Cussen, Ediciones Tácitas, 2019, 496 páginas, $20.000.
Rilke, dicen sus biógrafos, se pasaba toda la mañana escribiendo cartas y por eso su correspondencia completa incluye varios miles, que ocupan varios volúmenes de sus obras completas. Neruda escribió muchísimas menos, pero no fueron tan pocas, y un grupo de ellas, publicadas hasta hoy solo en Argentina por Margarita Aguirre, su secretaria, forma uno de los mejores epistolarios poéticos que haya leído y es además una guía inmejorable para conocer la génesis, emocional y verbal, de Residencia enla Tierra, el mejor libro de Neruda y tal vez del idioma.
El libro se llama Correspondencia durante “Residencia en la Tierra” (Sudamericana, 1980) y reúne las 32 cartas que intercambiaron Neruda y el escritor argentino Héctor Eandi, principalmente entre 1927 y 1933, aunque hay algunas posteriores. Eandi, que fue el primero en valorar internacionalmente la obra de Neruda (en 1926 publicó un artículo sobre los Veinte poemas que encendería la relación entre ambos), acompañó y asistió al poeta de muchas maneras durante todo el período –¡desde 1926 a 1933!– en que concibió las Residencias y se desempeñó como cónsul honorario de Chile en destinaciones de Asia que aun hoy harían llorar a un diplomático de carrera: Birmania, Ceylán, Sumatra, Java, Singapur, países de horror colonial, repletos de miserables, alcohólicos, enfermos, “ingleses”, en los que vivió su propia “temporada en el infierno”, como dejó anotado en sus memorias.
Neruda, en efecto, padece en estas cartas de todo: abandono, tedio, depresión, ansiedad sexual, pobreza y de ocasionales raptos maniáticos, que espantan incluso a sus monstruosos vecinos: hace morisquetas grotescas cuando sale a la calle, recoge perros vagos para acompañarse, hace pelear a su mangosta con serpientes venenosas, mete mujeres a su casa por montones, se emborracha, fuma opio, se queda en cama tres días sin poder levantarse. En general, siente que el ser y el lenguaje se le deshacen, que está rodeado, como Kurtz en El corazón de las tinieblas, de “extraños seres de destierro, exterminados, sin comprensión posible”, cuya forma larvaria se acrecienta con el sopor que le provoca un canto ritual que sale de una casa vecina: la “Devil’s Dance”, que es de una “monotonía tiránica y un ritmo de anillos sin fin, como el cante jondo”. Ese ritmo demoníaco, pocos lo han notado, será también el de las Residencias, que Neruda caracteriza como “un montón de versos de gran monotonía, casi rituales, con misterios y dolores”, una salmodia lúgubre y uniforme, “como una cosa comenzada y recomenzada, como eternamente ensayada sin éxito”.
Eandi, que había vivido años antes un horror similar en un poblado del Chaco, se convertirá por ello en su audiencia ideal y único confidente: sentir que alguien desconocido lo piensa y lo recuerda en estos días aciagos, dice, le devuelve la vida a uno que ya solo se siente “pariente de la nada”. No solo eso, Eandi le envía incontables paquetes de diarios, libros y revistas, trata de conseguirle colaboraciones pagadas en algún medio argentino y llega incluso a realizar gestiones con Alfonso Reyes, por entonces cónsul de México en Buenos Aires, para que intervenga en su favor ante la cancillería chilena, que se empeña sádicamente en negarle el traslado a un funcionario que partió a los 22 y ya se encamina a los 30. La generosidad de Eandi, nueve años mayor, no tiene límite, conmueve, y si hace todo lo que hace es porque cree en él, porque reconoce la originalidad y el valor de su obra, pero también porque odia, como dice, “estos tiempos de alacranerías despiadadas y de juventudes empequeñecidas por una envidia digna de sirvientes o de eunucos”.
Del joven Neruda admira también su arrojo, su libertad para desestablecerse y perseverar en su trabajo poético, a diferencia de él, que ha debido casarse y buscarse un trabajo estable en una firma de maquinaria sueca, para desgracia de su vocación, que apenas le dará tres libros y que considera mediocres: “Mi vida se tranquiliza, cada vez más, y esto me desazona a menudo. Yo creo que solo vivimos de veras en ese período salvaje de la juventud, en que hacemos conquistas a costa de nuestra propia destrucción. En cuanto hallamos el equilibrio, en cuanto nos acomodamos para vivir cómodamente, empieza el período de la reproducción y la muerte”. Paradójicamente, Neruda desea precisamente lo contrario: hastiado a morir, quiere establecerse, casarse, vivir en una ciudad grande, y lo logró, al menos por un tiempo, cuando en 1931 conoció en Java a Maruca Agenaar, con quien tuvo una hija, Malva Marina, cuya trágica historia se menciona a medias aquí y constituye la mayor omisión de sus memorias.
Neruda se explaya sobre sus ideas literarias y sus intenciones poéticas, enumera también sus lecturas, de Proust y de los “nuevos ingleses” (Joyce, Huxley, D. H. Lawrence), que lee en inglés y admira sobre todo por su capacidad para ‘relatar directamente, con cierta virilidad y descuido exteriores, que es algo bastante inesperado para hombres como yo, cuya sola noción literaria ha sido modificar la forma, problema cutáneo que me parece sin sentido’.
Hace años leí la correspondencia completa de César Vallejo, que es igual de dramática, pero encontré poquísimas ideas o frases que valiese la pena subrayar, ya que básicamente las cartas eran largas excusas para conseguir algo de plata, casi siempre del bueno de Pablo Abril, que era generoso como Eandi. Neruda, en cambio, se explaya en las suyas sobre sus ideas literarias y sus intenciones poéticas, enumera también sus lecturas, de Proust y de los “nuevos ingleses” (Joyce, Huxley, D. H. Lawrence), que lee en inglés y admira sobre todo por su capacidad para “relatar directamente, con cierta virilidad y descuido exteriores, que es algo bastante inesperado para hombres como yo, cuya sola noción literaria ha sido modificar la forma, problema cutáneo que me parece sin sentido”. Menos cauto y estratégico que de costumbre, más joven en el fondo, se da el gusto incluso de cargarse a unos cuantos contemporáneos. De Victoria Ocampo, por ejemplo, dice que “le consulta a Ortega y Gasset hasta para arreglarse los refajos”; de Borges, que conocía a Eandi, dice que está más preocupado de los problemas sociales y culturales que de la “absorción física del mundo”, y en cuanto al ya mencionado Ortega, “el vampiro escolástico”, no escatima en insolencia: “Todo lo que es raciocinio y esterilidad en España viene de su ‘florida prosa’. Y esa postura de ‘bacán’ de la literatura y las artes, de Apolo y Atenea, de señor protector con oficina en el Olimpo”.
Neruda y Eandi se encontraron recién el año 33, luego de que el fiel amigo trasandino lograra finalmente que lo nombraran cónsul en Buenos Aires. Duró un año en el cargo, se vieron mucho, participaron en fiestas, pero después de eso Neruda partió a Madrid, llegó el éxito, la Guerra Civil española, “la llamada de la historia”, el giro político de su poesía, y la correspondencia entre ambos se fue volviendo cada vez más fría, esporádica, hasta detenerse el año 43.
Dos décadas más tarde, cuando Margarita Aguirre contactó a Eandi para interrogarlo sobre las cartas, llevaban muchos años sin verse ni escribirse. Eandi no se quejó de este olvido ante ella, era noble, y se limitó a entregarle todas las que conservaba y agregó una que nunca se atrevió a enviarle, escrita probablemente en 1961, el año en que jubiló y su empresa lo invitó a conocer Suecia.
Es una carta bellísima, “tal vez demasiado lírica”, en sus propias palabras. En ella Eandi repasa esa época memorable de su vida, en la que asistió, dice, al nacimiento del destino poético de Neruda, e hizo todo lo que pudo por él, mucho antes de que llegaran “los críticos y los profesores de estilística”. Pero la carta da a entender también que se sintió olvidado por el poeta y que no podía acompañarlo cuando le llegó la fama y su poesía se fue llenando de preocupaciones políticas, que eran muy tímidas, casi inexistentes, por la época en que se escribían, como demuestra una carta que Neruda le envió el 33: “Y todavía me queda esa desconfianza del anarquista hacia las formas del Estado, hacia la política impura. Pero creo que mi punto de vista, de intelectual romántico, no tiene importancia. Eso sí, le tengo odio al arte proletario, proletarizante. El arte sistemático no puede tentar, en cualquier época, sino al artista de menor cuantía. Hay aquí una invasión de odas a Moscú, trenes blindados, etc. Yo sigo escribiendo sobre sueños”.
Eandi murió el año 1965 y sus hijos volvieron a publicar el año 2008 el epistolario, que nunca se ha publicado en Chile, por lo que es prácticamente desconocido. Los hijos lo renombraron Neruda-Eandi:Itinerario de una amistad, un título que me parece mucho más justo y cercano para un libro extraordinario, escrito por dos jóvenes escritores que culminaron, con distinta fortuna, sus carreras en Suecia.
Hay al menos dos maneras típicas de concebir la relación entre poesía y política. En un primer tipo, se utiliza el poema para referir un evento político o como vehículo de algún mensaje social más o menos urgente. Sea como arma o herramienta, la poesía ofrece sus supuestos poderes retóricos al servicio de una causa determinada. El poeta se suma a ella con lo que aparentemente sabe hacer mejor: usar el lenguaje de manera efectiva o efectista, como un experto de la comunicación, dándole forma a un contenido que viene del ámbito de la política. Se suelen desdeñar los productos de esta colaboración, ya sea por panfletaria, por evidente o carente de ambigüedad poética.
En Chile es un lugar común denunciar Incitación al Nixonicidio y alabanza de la revolución chilena como el peor libro de Pablo Neruda. Y es cierto que su crítica al “imperialismo yanqui” puede resultar ligera, pero no podemos saber cómo se leerán esos poemas en el futuro (asumiendo que la obra de Neruda es inmortal, como se dice), cuando ya nadie se acuerde bien quién era Nixon o qué eran los Estados Unidos. De pronto alguien vislumbre en esos versos algo que nuestro juicio actual, tan categórico, nos impide ver.
Cabe recordar, por ejemplo, que un poema tan reactivo y circunstancial como La máscara de la anarquía, de Percy Bysshe Shelley, escrito tras la masacre de civiles en Peterloo, Manchester, el 16 de agosto de 1819, y considerado en su época como algo muy menor, ha terminado inspirando –con su memorable estribillo ‘ye are many / they are fewʼ– numerosos movimientos sociales, desde los primeros sindicatos de trabajadoras textiles en Nueva York, pasando por las protestas de las plazas de Tiananmen y Tharir, hasta el laborismo de Jeremy Corbyn, aparte de ser citado por Thoreau, Huxley y Gandhi. A mí me parece lo más accesible de Shelley: es un poema de bolsillo, se lee de una sola sentada, y sus veladas alegorías –generalmente explicadas en detalle a pie de página– traslucen una indignación genuina y contagiosa.
La desconfianza hacia los poemas que se proponen movilizar políticamente alcanza a Bertolt Brecht, a quien por didáctico, impersonal o proverbial se lo lee con una especie de placer culpable. No se me ocurre otra obra reconocida que nos confronte tan abiertamente con ciertos prejuicios críticos vigentes sobre lo que “debe ser” la poesía. Tampoco me sorprende que, por esto mismo, vuelva todo el tiempo, como el célebre fantasma de Marx.
A mi juicio, una variación contemporánea de este tipo de asociación entre poesía y política es aquella que, más que intentar transmitir eficientemente un contenido contingente, busca efectuar una crítica ideológica a través de la manipulación de la forma del poema. Asumiendo que la ideología radica en la sintaxis o la gramática convencional, los asociados de la poesía L=A=N=G=U=A=G=E en Estados Unidos, por ejemplo, se han dedicado durante décadas a eludir cualquier convención lingüística para “abrirles la cabeza a mis estudiantes burgueses”, como señalara alguna vez el poeta Bruce Andrews. La intención de movilizar (más que solo conmovernos) es similar a la que trasunta la poesía política más tradicional. También comparte con ella la idea de que un poema no tiene por qué no asumir sin complejos una función social, hacerse útil para una causa no necesariamente poética. Esto, a riesgo de que mucha gente ni siquiera identifique este esfuerzo como “poesía”, para no hablar de comprenderlo como activismo político.
En lugar de establecer un dominio discursivo, la práctica poética suele tomar el lenguaje como lo que es en realidad: un ‘bien común absoluto, dado a todos al nacer’ (Badiou), un recurso compartido, virtualmente inagotable.
El otro tipo de relación poesía–política que se suele postular (y yo creo haberlo escuchado con mucha mayor frecuencia en mi vida) se puede resumir en la frase “toda poesía es política”, cualquiera sea su forma o contenido. Según entiendo este argumento, por ser más o menos inútil, por no dejarse instrumentalizar (ni por la política ni por nada), la poesía es un acto de resistencia ante un mundo utilitario y prosaico. Mejor, dedicarse a la poesía afirma un cierto estilo de vida de poeta, que puede ser bohemio, maldito, rebelde, romántico, místico o ascético, posicionándose siempre en los márgenes de la sociedad. Esta marginalidad es cuestionable, porque la producción de poemas no deja de ser parte de una especie de mercado literario, aunque imperfecto, y los poetas son tan despreciados como celebrados en la esfera pública. En este sentido, es posible que esta postura solo refleje cínicamente una incapacidad posmoderna de comprometerse con algún “gran relato”, como si la creación poética no tuviera otra que refugiarse en la escuela de la sospecha.
En El odio a la poesía, Ben Lerner sugiere que fue Platón quien dejó instalada hace siglos la inquietud de que los poetas son tipos medio antisociales, cosa que estos últimos nunca han querido denegar del todo. Las aprensiones del filósofo griego –que es sabido propone expulsarlos de su República– nos parecen exageradas hoy en día. No somos capaces de ver cómo la poesía amenazaría con destruir la comunidad política pero, por las dudas, no solemos revisar este argumento en detalle. O lo aceptamos con gusto: mal que mal, Platón es de los pocos autores que evidencia un temor genuino ante lo que percibía como “el poder” de la poesía, es decir, que le reconoce alguna influencia real sobre los seres humanos.
Vale la pena detenerse un momento aquí para pensar otro tipo de relación entre poesía y política, uno en el cual el poema no sea solo un medio para expresar una posición política ni un mero testimonio de una vida poética vivida más o menos a contrapelo de la sociedad. Para Platón, es lo que los poetas “hacen” con el lenguaje, no con sus vidas ni sus opiniones, lo que constituye una aberración. Los acusaba de hablar sin saber, sin buscar la verdad, seducidos por el mero sonido de las palabras, en lugar de discurrir filosóficamente. Esa era la pésima lección que dejaba la poesía. Y sus efectos nefastos sobre el orden social de la época le parecían evidentes. Hoy en día opondríamos, de manera similar, la ciencia –quizás la economía– a la poesía. Un poema ofrece justo lo contrario al empleo racional, o al menos razonable, de la lengua, pero no percibimos ninguna consecuencia social grave de esto. Así, la poesía “pasa colada”: es una materia escolar prescindible, pero que curiosamente insiste en asomarse en la enseñanza, sobre todo del lenguaje.
Si seguimos a Eric Havelock en su Prefacio a Platón, a finales del siglo V a. C. la poesía era la forma privilegiada para impartir la educación en Atenas. En un mundo predominantemente oral, los poemas ofrecían modelos de virtud y una forma algo aparatosa –sintética e inmediata– de almacenamiento de información que se activaba en el recitado, a través de una performance basada en la identificación acrítica con la palabra proferida. O algo por el estilo. Esta hegemonía de la poesía coincidió con la crisis y decadencia de la sociedad ateniense y el lento ascenso de la escritura como forma de registro cultural. Esta última permitía otra relación con el pensamiento, caracterizada por el análisis y la distancia crítica con respecto a sus objetos. Es por ello que Platón consideraba a la poesía –comparada con el texto filosófico escrito que él se encargó de desarrollar– ineficiente para la formación de los guardianes de su sociedad ideal. Pero también peligrosa, ya que los desviaba alegremente del camino que conducía a la verdad. Recordemos que cuando Platón habla de “poesía”, aunque incluye en ella la lírica, se refiere sobre todo a representaciones dramáticas, usualmente acompañadas de música, y con performers fuera de sí, en una especie de trance, que se esperaba que contagiara a la audiencia, volviendo la obra una experiencia de comunidad.
Aunque la poesía ha cambiado lo suficiente desde la Antigüedad como para revisar la crítica que hace Platón de ella –“las Musas también aprendieron a escribir”, al decir de Havelock–, la noción de que es una actividad algo irracional y las dudas sobre su eficacia para la enseñanza persisten hasta hoy. No obstante, como un atavismo, la escuela sigue siendo uno de los lugares donde con mayor seguridad nos encontraremos con un poema. Por cierto, las lecciones sobre poesía que recibimos tienden a minimizar su posible influjo, a reducir cualquier posibilidad de que ella misma nos enseñe algo sobre el lenguaje. Así, en vez de abandonarnos a la experiencia de un poema en la sala de clases, solemos quizás recitarlo latamente, pero con mayor frecuencia analizarlo sobre la pizarra, traducir en prosa lo que supuestamente quiere decir, clasificar su forma métrica, relacionarlo con la biografía de su autor, intentar obtener “algo” que podamos declarar como materia pasada. El que los poemas mismos se resistan a ser apropiados de esta manera, que el resultado de esta pedagogía sea muchas veces la incomprensión e incluso el desprecio de todo lo que suene poético, sugiere cómo la poesía –sin necesidad de que sintonicemos con ella– puede mostrarnos algo sobre el lenguaje en general y la ideología educacional al uso. Es quizás por esto mismo que a la poesía es preferible “tenerla segura” al interior de la escuela.
Es el título académico lo que supuestamente abre oportunidades –y es en ese sentido ‘un bien de consumo’, como sugirió alguna vez el presidente Piñera– en función del estatus de la institución que lo concede y los campos a los cuales aplica. Es probable que en general no agregue mucho valor incluir entre estos últimos a la poesía.
Ahora bien, una de las tendencias más marcadas que afecta a la educación a nivel global es la privatización. No me refiero solamente al traspaso de la función educacional desde el Estado a proveedores privados, sino también a la creciente comprensión del aprendizaje como adquisición individual de habilidades y conocimientos: transmisión de contenidos de profesor a estudiante, y certificación del éxito de este proceso a través de títulos de dominio, como son las notas o los grados. En este contexto, es de sentido común cobrar por la educación: se trata al final de la venta de una especie de propiedad, que podemos después adjuntar a nuestros nombres. De ahí la importancia de la adquisición de un “cartón” por sobre el esfuerzo en la búsqueda de la verdad o el desarrollo personal que habría perseguido la educación en un pasado más o menos remoto. Es el título académico lo que supuestamente abre oportunidades –y es en ese sentido “un bien de consumo”, como sugirió alguna vez el presidente Piñera– en función del estatus de la institución que lo concede y los campos a los cuales aplica. Es probable que en general no agregue mucho valor incluir entre estos últimos a la poesía.
Si el conocimiento se concibe como una serie de regiones disciplinarias dentro de las cuales debemos aprender a movernos usando sus códigos de manera apropiada, la práctica poética consiste muchas veces en ignorar los bordes entre ellas: el campo de la poesía no es una disciplina específica, sino el lenguaje en toda su extensión. Para el crítico Gerald Bruns, la poesía es “lenguaje que excede las funciones del lenguaje […] no puede ser adecuadamente conceptualizada, valorada, comprendida, o (mucho menos) producida al servicio de formas de la práctica discursiva”. Esto es lo que vuelve la poesía tan problemática de abordar en el currículo escolar: es necesario para ello obviar su naturaleza excesiva y tratarla como un tipo de discurso específico, con sus reglas, que se pueda estudiar y dominar. Por esto se prefiere la lectura a la escritura de poemas en el aula, porque la experiencia de crear con el lenguaje es capaz de poner en cuestión, en la práctica, todo el saber teórico que podemos adquirir “sobre” la poesía como género literario, o tipo textual, o cualquier otra categoría en la cual se intente confinarla.
En lugar de establecer un dominio discursivo, la práctica poética suele tomar el lenguaje como lo que es en realidad: un “bien común absoluto, dado a todos al nacer” (Badiou), un recurso compartido, virtualmente inagotable. Contra lo que la escuela nos quiere hacer ver, desde el punto de vista poético, el lenguaje no puede ser propiedad de nadie en particular, tenemos libre acceso a él y podemos en principio hacer lo que deseemos, ignorando los deslindes discursivos que reconoce la educación. Así es cómo la poesía, la producción literaria en general, va contra la lógica de la privatización y busca extender el espacio lingüístico con sus invenciones, para beneficio del colectivo. Crear un poema es una manera de reafirmar esta visión: mostrar que un poeta no es un mero usuario, sino una especie de comunero de la lengua. Alain Badiou argumenta, en un sentido parecido, que hay “un vínculo esencial entre poesía y comunismo, si entendemos comunismo en su sentido primario: la preocupación por lo que es común a todos. Un amor tenso, paradójico, violento por la vida en común; el deseo de que lo que debiera ser común y accesible a todos no sea apropiado por los siervos del Capital. El deseo poético de que las cosas de la vida fueran como el cielo y la tierra, como el agua de los océanos y los incendios de una noche de verano –esto es, fueran por derecho de todo el mundo”. Según Badiou, el poema es un regalo del poeta al lenguaje, un presente para toda la humanidad.
Este tercer tipo de relación entre poesía y política, aunque parezca simplemente mezclar elementos de los dos anteriores, no está basado como ellos en el desarrollo de una sensibilidad especial del poeta que le permita refinar la comunicación de una causa política o resistirse a un sistema social carente de poesía: se trata más bien de recuperar y compartir –a través de la práctica creativa– una actitud universal hacia el lenguaje, una que lo afirma como bien común, no como adquisición individual. Así, en lugar de limitarse a reproducir una lengua determinada, la poesía apunta a que produzcamos cada cual algo con ella: un poema que expanda otro poco el ámbito lingüístico y nos devuelva, aunque sea por un instante, lo que la socialización nos ha querido hacer olvidar, el poder de las “palabras de la tribu”, como diría Nicanor Parra. Una manera sutil de subvertir la enseñanza convencional del lenguaje y cuestionar de paso una Constitución política y un modelo económico fundados ambos sobre la noción de propiedad privada. Pero ¿cómo funcionaría esta poética en la práctica?
Es una especie de demostración, sugiere el poeta austriaco Ernst Jandl: “Escribir y hablar en una lengua venida a menos / es un demostrar”. Jandl no usa aquí el infinitivo para imitar una jerga medio heideggeriana, sino para acoger hospitalariamente el alemán tarzanesco de los inmigrantes en su poema. Una demostración en los distintos sentidos de esta palabra: cada poema en efecto “demuestra” lo que es posible hacer con el lenguaje, y puede ser al mismo tiempo una manifestación contra las políticas oficiales de la lengua que las escuelas intentan, a regañadientes, implementar. Una reclamación del derecho inalienable a crear con la palabra. Puede que todo esto suene exagerado, pero no es tan absurdo pensar que, en un futuro cercano, se intente privatizar de veras la lengua materna, como ya se ha hecho con el agua y otros bienes comunes. La única resistencia en ese entonces será tomarse a la fuerza el lenguaje en común, ocuparlo y producir con él modos alternativos de habitar la palabra. Quizás en eso la práctica poética tenga por fin algo que enseñarnos.
Hablar sobre canciones nunca ha sido hablar solo sobre canciones. Lo mismo “Bésame mucho” que “Dancing Queen”, qué duda cabe, recrean mundos. Pero incluso con la conciencia de esa amplitud, escribir hoy sobre música popular exige competencias más exigentes que las de hace medio siglo, cuando la figura del crítico de rock apareció para moldear un tipo de cronista tan novedoso como en general monolítico: hombres blancos, angloparlantes, de escasas referencias musicales y literarias fuera de sus países (y de la guitarra eléctrica), encantados de confundir su entusiasmo personal con la licencia para fijarnos un canon.
“Saber de música” era entonces caminar por una pista de no mucho más de tres décadas de largo y seis países de ancho. Se anteponían rostros y anécdotas al contenido y los vínculos con su entorno para prescribirnos qué comprar, qué descartar y a quién idolatrar. “Escribir sobre música se volvió un reporteo de estilo de vida, un columnismo de chismes que envenenó nuestra cultura auditiva”, estima el investigador y ensayista Ted Gioia.
En comparación, la escritura y análisis sobre cine y sobre literatura ganaban ventaja en desdibujar fronteras entre alta y baja cultura, en instalar a realizadores y escritores como voces críticas de su tiempo, y en vincular tradiciones internacionales, como un natural intercambio de referencias. Eran las disciplinas que le tomaban la temperatura a su época.
Tuvo que venir internet a asustar a la industria del disco y de los medios hasta reposicionar las piezas. Hoy cierta crítica musical parece no solo desafiante, sino particularmente reveladora en presentar tendencias ancladas a la canción popular como síntomas sociales profundos. El trabajo de autores nacidos después de 1960 y con al menos parte de su obra ocupada en fenómenos pop –Mark Fisher, Simon Frith, Simon Reynolds, David Toop, entre varios– fija ya un nuevo estándar de escritura sobre música actual, que al fin cruza prensa, YouTube, filosofía y estudios culturales.
‘La música registra la sociedad que la produce, y debe ser argumentada y narrada desde consideraciones políticas, conectadas con las normas de género, de clase y de mercado del momento. Quien escribe sobre música puede usar las palabras para explorar asuntos profundos’, recomienda Luke Turner.
Que en los últimos años hayan aparecido libros con títulos como Dame reggaetón, Platón (Josep Soler), Personas en loop (Diedrich Diederichsen), El trap:filosofía millennial para la crisis en España (Ernesto Castro), Future Days. El Krautrock y la construcción dela Alemania moderna (David Stubbs) y Resilience &Melancholy: Pop Music, Feminism, Neoliberalism (Robin James) es indicativo de que incluso conceptos nacidos al interior de corrientes musicales masivas –también banales– colonizan ya el debate intelectual. El cruce obliga a la atención de lectores incapaces de distinguir a Taylor Swift de Rosalía, no porque necesariamente sea novedoso o provocador, sino porque carga elocuentes pistas de nuestro tiempo. Siempre fue así con el pop y los cerebros tras su fabricación. Ya era hora de que el mundo editorial acusara recibo.
“La música registra la sociedad que la produce, y debe ser argumentada y narrada desde consideraciones políticas, conectadas con las normas de género, de clase y de mercado del momento. Quien escribe sobre música puede usar las palabras para explorar asuntos profundos”, recomienda Luke Turner en una columna reciente para Crack. Pide allí el escritor y artista londinense la toma de conciencia sobre una crítica musical de resistencia: “En estos tiempos inestables, que los críticos ‘muevan el bote’ se vuelve más, y no menos, importante. Las tendencias contemporáneas en publicidad y medios son tan horribles que tú, el lector y oyente, te enfrentas con un vertedero infinito de clickbait y desecho comercializado. Es nuestra responsabilidad como críticos unirnos en un frente de combate y resistir”.
Moviendo el bote estaba ya hace cuatro décadas o más el estadounidense Greil Marcus, cuyo estilo de investigación y tipo de textos abrieron sobre todo a partir de su libro Lipstick Traces, de 1989 (Rastros de carmín en su primera traducción al castellano por Anagrama), una puerta de escritura sobre rock que, el tiempo ha probado, resultó ser más ancha y firme que la de los cronistas de prosa vistosa con los que hace décadas compartió espacios. No hay analista joven sobre música que no lo cite como influencia. En los años 70, Marcus optó por esquivar las luces de aquella plantilla que hizo de la escritura sobre rock un asunto de listas de compra y falsas complicidades con las bandas, para apostar por asociaciones provocadoras, como el vínculo entre punk y situacionismo francés, y la reubicación de íconos populares (Elvis Presley y sus dobles, Robert Johnson, la canción “Like a Rolling Stone”) en señas culturales elocuentes para comprender el Estados Unidos de su tiempo.
Simon Reynolds y Mark Fisher.
“Apostó a que sus dos pasiones, música e historia, iban algún día a converger, y el tiempo le dio la razón”, destaca sobre el trabajo de Marcus el británico Simon Reynolds, 56 años, ocho libros publicados sobre punk, pop y electrónica. Tuvo este ensayista un inesperado superventas con Retromanía: la adicción del pop a su propiopasado (2011), aunque acaso mejor que las ganancias haya sido haber instalado un neologismo de análisis cultural luego citado al infinito. Frente a giras de reunión de bandas antes disueltas, carísimos box–sets con descartes de estudio, documentales sostenidos en recitales de archivo y revivals de revivals se reflexiona en ese libro sobre la habilidad asombrosa del mercado para hacer de la música popular un negocio incluso cuando esta ha dejado de serlo.
Convencido de la función de la crítica musical como un filtro necesario en tiempos de exceso de oferta, Reynolds nunca ha dejado de levantar una voz provocadora sobre ciertas ramas del pop y la electrónica, del punk en adelante. Sus primeras reseñas para Melody Maker coincidían con la brillante furia musical que en Inglaterra despertó la era Thatcher. Pero el encuentro con los posestructuralistas franceses desvió su prosa hacia el ensayo. Según él, conocer El placer del texto de Roland Barthes y Poderesde la perversión de Julia Kristeva fue como “incendiarse el cerebro. Lejos de estar escritos desde la sangre fría, su teoría crítica parecía retorcerse en la misma energía indomable que la música”.
En un campo similar de cruce entre tradiciones de pensamiento puede ubicarse a Simon Frith (1946), profesor de la Universidad de Edimburgo. Su libro Ritos de la interpretación es un ensayo de referencia sobre categorías de gusto y canon en la música popular de las últimas décadas, que sin recelo alguno considera por igual a Billie Holiday y a PJ Harvey, o pasa de Puccini a los Pet Shop Boys. Como un Pierre Bourdieu atento a la radio, Frith defiende que nuestras preferencias en música determinan identidades sociales más amplias, particularmente reveladoras. Habla, por eso, del acto mismo de la escucha como de una performance que involucra el cuerpo y el gesto social.
“El impulso para el proyecto que se transformó en Ritos de la interpretación provino de la curiosidad sociológica”, detalla en el prólogo de ese libro. “Juzgar canciones o interpretaciones como buenas o malas –y hablar acerca de esos juicios– constituye un aspecto muy importante de la cultura musical popular, susceptible de observación […]. Distinguir algunas canciones, géneros y artistas como ‘malos’ es una parte necesaria del placer de la música popular, y es un modo en el que ubicarnos en diferentes mundos musicales. La palabra ‘mala’ es clave en esto: sugiere que los juicios estéticos y éticos están atados, y entonces que un disco no te agrade no es solo cosa de gusto, sino también de argumentación, y una que importa”.
Doctorado en sociología, Frith ejerció como periodista y columnista musical para Village Voice y TheObserver. En la colección de ensayos Popular MusicMatters: Essays in Honour of Simon Frith (2014), 22 especialistas argumentan por qué Frith –fundador de la Asociación Internacional de Estudios en Música Popular– merece ser el académico ocupado en rock y pop “más citado del mundo”.
Acaso sea el entusiasmo por lo que él considera “el lío de tomarme la música popular en serio” lo que más prenda en la lectura de sus textos, y el compromiso por volver esa energía en una invitación sostenible. “Escribir sobre música probablemente sea el equivalente a ser un DJ. Así como este se apura en mostrarles a los demás un disco que le ha gustado, yo siento la misma urgencia de compartir lo que pienso sobre un disco. Y quiero que los demás piensen lo mismo, porque la música me hace pensar”.
La prensa musical británica formó en parte el ideario de Frith, lo mismo que el de Mark Fisher, que entre otras particularidades presenta la de haber crecido en importancia tras su suicidio reciente, a los 48 años. “Al establecer conexiones entre campos remotos –señaló Simon Reynolds–, Mark podía identificar la metafísica de un programa de televisión, las verdades psicoanalíticas latentes en una canción de Joy Division, las resonancias políticas de una película de Kubrick. Siento su ausencia como amigo y como camarada, pero más que nada como lector. Su escritura hacía que todo pareciera más cargado de significados”.
Simon Frith y David Toop.
Seis libros y numerosos textos en medios y en su blog K–Punk levantó Fisher hasta 2017. Su escritura combina la crítica de música, de libros y de series televisivas con la alerta política, el tormento interior (varias menciones a su propia depresión cruzan su obra) y el disfrute del pop más masivo. En Jacksonismo. MichaelJackson como síntoma, Fisher le atribuye al cantante y bailarín un aporte musical equivalente al de los alemanes Kraftwerk en la electrónica: “‘Billie Jean’ no es solo uno de los mejores singles grabados alguna vez, sino una de las mayores obras de arte del siglo XX, una escultura sonora múltiple cuyo seductor brillo de pantera aún revela detalles y matices antes inadvertidos”. Considera en ese libro que en el disco Off the Wall (1979), “Quincy Jones y Jackson construyeron una suite de canciones que hizo por la cultura negra de fines de los 70 lo mismo que las novelas y relatos de Scott Fitzgerald habían hecho por un momento americano anterior más blanco y más pudiente: lograron que las frágiles evanescencias de la juventud y la danza se transformaran en bellos mitos, enlazados con fabulosas añoranzas que no podían ni contener ni agotar”.
Realismo capitalista (2009) es la publicación más importante de Mark Fisher. Puede leerse como un diagnóstico social o como el categórico pasmo de un hombre deprimido ante un orden en el que “el capitalismo ocupa sin fisuras el horizonte de lo pensable”, sin que sea posible siquiera imaginar una alternativa coherente a su “atmósfera persuasiva”. El autor pesquisa los efectos del neoliberalismo sobre la producción de cultura, la regulación educativa y laboral, y la salud mental con los que convivimos. Ya en 2013, además adelantaba un lúcido juicio contra la lapidación en redes sociales (toda esa tontería del “cancelado” a quien sea que Twitter determine). En su ensayo Exiting the VampireCastle exponía la esencial crueldad e hipocresía de una nueva cultura “que hace imposible la solidaridad, y vuelve omnipresentes la culpa y el miedo”, y que al apuntar contra frases o comportamientos individuales abandona el abordaje político de asuntos que exigen la acción colectiva.
Los libros de David Toop (Océano de sonido, Resonancia siniestra) resultan envolventes por su precisa capacidad de presentar la escucha como una dinámica social, de profunda huella histórica. Los de Ted Gioia (Canciones de amor: La historia jamás contada, Cómo escuchar jazz) desdibujan obsoletas fronteras entre alta y baja cultura. La consideración rigurosa de todo alrededor de las canciones –su iconografía, sus ideas, su ambición– lleva su prosa por caminos de seductivo rigor, disponiendo sus ideas, como una banda su repertorio: ante una audiencia general, no selectiva.
Frente a giras de reunión de bandas antes disueltas, carísimos box–sets con descartes de estudio y documentales sostenidos en recitales de archivo, Simon Reynolds reflexiona sobre la habilidad asombrosa del mercado para hacer de la música popular un negocio incluso cuando esta ha dejado de serlo.
Reporteros minuciosos habituados al estándar de publicaciones como el New Yorker han cruzado al reporteo sobre pop como si de alta política internacional se tratase. En esa revista instalaron su firma el erudito Alex Ross (El ruido eterno, Escucha esto) y John Seabrook, quien en La fábrica de canciones indaga por qué (y por culpa de quién) los más insistentes hits en el cruce entre un siglo y otro sonaban como sonaban (spoiler: todas las pistas llevan a Suecia y la asombrosa capacidad de los productores Denniz Pop y Max Martin para proveerle de material a clientes estadounidenses).
En castellano, los libros de gente como el periodista Víctor Lenore (Indies, hipsters y gafapastas) y el filósofo José Luis Pardo (Esto no es música) han elegido desde disciplinas disímiles provocar a la lectoría española con agudos argumentos sobre esa cultura de masas que rara vez considera la academia. Su compatriota Ernesto Castro, 29 años, es conocido como “el filósofo del trap”: efectivamente tiene un doctorado en el área (es profesor de la Complutense) y se ha valido hasta ahora por igual de YouTube, Twitter y las editoriales Errata Naturae y Alpha Decay para desperdigar sus ideas en torno al que considera el sonido de la crisis contemporánea (“del mismo modo en que el punk fue la metamúsica de la crisis del petróleo durante los años 70”).
El escenario como plataforma de manifestaciones visuales nuevas, ya indomables por el mercado o la heteronorma. La tensión entre creación y tecnología, y las exigencias promocionales que esta impone de modo irrenunciable. La marca de los movimientos migratorios en música urbana y el alarde (exagerado o no) en torno a apropiación cultural: asuntos de los que cierta crítica musical se ocupa en serio y con señas de aguda lectura social.
Pudieron gatillarlo las novelas. Hoy lo están haciendo mejor los discos, el streaming. O quizá se está leyendo mejor la música y los signos de la cultura pop. En palabras de Mark Fisher: “La música nunca se trató solo sobre música. Era más bien un medio que te demandaba otras cosas”.
Tal como en el subgénero de los documentales sobre músicos se ha superado el recuento biográfico convencional (tipo BBC) para dar paso a exploraciones subjetivas y sin el imperativo de la fama de sus protagonistas, también la escritura sobre música actual (pop, rock, hip–hop y derivados) cruza hoy nuevos límites, y pone al fin en circulación textos antes reservados a especialistas. Está en libros y en exposiciones de museo, en revistas aún en marcha, como Wire; comparables en agudeza y selectividad a lo que por el arte hacen al respecto Artforum y Frieze. Para todo lo demás está Instagram, que es de algún modo una forma de crónica sobre pop, pero no la medida del pulso de este con su entorno ni las ideas de su tiempo.
Océano de sonido, David Toop, Caja Negra, 2016, 352 páginas, $21.000.
Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?, Mark Fisher, Caja Negra, 2016, 160 páginas, $13.500.
Retromanía. La adicción de la cultura pop a su propio pasado, Simon Reynolds, Caja Negra, 2012, 448 páginas, $19.900.
El ruido eterno. Escuchar al siglo XX a través de su música, Alex Ross, Seix Barral, 2009, 800 páginas, $30.000.
Performing Rites: On the Value of Popular Music, Simon Frith, Harvard University Press, 1998, 360 páginas, $38.500.
“Los poetas bajaron del Olimpo” anunciaba Nicanor Parra. Y lo mismo podría decir Alejandro Zambra con su novela Poeta chileno. En ella, el autor de Formas de volver a casa aterriza el mito de la poesía chilena, siguiendo las vidas de Gonzalo y Vicente, dos escritores –uno fracasado y el otro en ciernes– cuyas pequeñas peripecias y torpezas amorosas validan aquella idea, también parriana, de que “el poeta es un hombre como todos”.
La novela hace foco en tres momentos diferentes (a principios de los 90, en los 2000 y en años recientes) para narrar la relación de Gonzalo y Carla, quienes luego de vivir una primera ruptura amorosa, cuando eran adolescentes, retoman su historia tras reencontrarse por accidente 10 años más tarde. En este segundo capítulo de la relación, sin embargo, entra en escena un tercer personaje: Vicente, el hijo pequeño de Carla, cuya posterior afición a la poesía es de alguna forma una herencia de Gonzalo, quien cría al niño como si fuera su propio hijo.
Otro personaje importante es Pru, una norteamericana que toma protagonismo hacia el final de la trama, cuando viaja a Chile intentando curarse de una decepción amorosa y termina investigando sobre la escena de poetas locales para una revista neoyorquina. Vicente, ya con 18 años y recién egresado del colegio, conoce a Pru e inician una relación que va del romance a la amistad y viceversa. Entre medio algunos personajes secundarios, como León (el padre biológico de Vicente) y “el chucheta” (el abuelo de Gonzalo, un hombre que encarna la figura del “pésimo padre”), y por supuesto bastantes poetas, algunos reales y otros imaginados.
Supongo que siempre fui mejor para contar historias que para escribir poemas, pero aspiraba a la poesía, eso estaba claro, la poesía representaba algo más arduo y deslumbrante.
En Poeta chileno vuelven a converger las inquietudes habituales del autor: ciertamente la literatura, pero, más allá del título, Zambra se sumerge por sobre todo en la fragilidad de las relaciones humanas, el vínculo padre e hijo, la condición de padrastro o la noción de familia. También hace un retrato crítico de los añejos referentes de masculinidad. Más que en cualquiera de sus otros libros, aquí apuesta por el tono humorístico y da espacio para escenas absurdas (que también pueden ser leídas como “momentos poéticos”). El escritor dice que se vio influenciado por una frase de Gombrowicz: “No hay que hablar poéticamente de la poesía”.
¿Cuánto duró el proceso de escritura de la novela y qué fue lo primero que supo de ella? Hace como 15 años tuve por primera vez el deseo de un libro como este, pero la idea se volvió más concreta en 2011, cuando escribí un cuento que se llamaba “Familiastra” y que a última hora decidí quitar de Mis documentos, tal vez porque me importaba mucho, lo sentía aún demasiado mío. Luego, después de Facsímil, quizás debido a la intensidad de ese libro, estuve como seis meses sin escribir nada de nada, supongo que me estaba desintoxicando de los libros propios o realfabetizando, que es más o menos lo mismo. Y después, digamos que en plena convalecencia, empecé a escribir varios libros simultáneamente, entre ellos esta novela, pensando que eran proyectos que se mezclarían o que alguno de ellos moriría de muerte natural, pero nada de eso pasó, los medio terminé todos. En mi cabeza esta novela está hermanada con esos libros inéditos, que sin embargo son muy distintos de Poeta chileno.
Poeta chileno es bastante más extensa que sus novelas anteriores, ¿desde el principio supo que esta historia requeriría mayor desarrollo o creció sin planearlo a medida que escribía? Así fue saliendo nomás, aunque presentía que sería una novela más larga y que sería mi libro más “novelesco”, porque en su origen había una especie de romance con la narración, un deseo de relato, unas ganas imperiosas de conversar. En algún momento pensé en el libro como la intersección de dos novelas cortas, o más bien de dos personajes que, por así decirlo, coinciden en ese terreno resbaloso de la poesía chilena.
Quien acepta ocupar el lugar del padre o de la madre de un hijo ajeno lo apuesta todo, es mucho más valiente que el poeta solitario que lucha furiosamente contra la página en blanco. Y luego el fracaso, si sucede, es mil veces más horrible.
La novela tiene como protagonistas a dos poetas cuyas vidas no parecen muy distintas a las de cualquier otra persona, ¿quiso desmitificar la figura del poeta? No, y no creo que Gonzalo represente en abstracto la figura del poeta, tampoco la del padrastro, del mismo modo que Vicente no representa ni al poeta joven ni a la juventud. Son lo que son, nomás. Mi trabajo fue darles vida, no quisiera ahora clasificarlos o alegorizarlos. Me interesaba, en sí misma, la vocación literaria. No darla por supuesta, por sabida, sino que narrarla, intentar comprenderla, y sobre todo situarla. Validar ese deseo de belleza. Esta novela habla mucho de poesía y sin embargo creo que es por lejos mi libro menos literario. Me interesa esa contradicción, el territorio que esa contradicción posibilita.
¿Pero le parece que suele predominar una visión muy romántica del poeta y que quizás no se condice del todo con la realidad (como creo que su libro muestra)? Bueno, mirados de cerca todos somos misteriosos y ridículos. No le veo el sentido a separar lo cómico de lo trágico. Igual yo entiendo la visión romántica de los poetas, no la descalificaría, mi novela se nutre de ella también, sobre todo en la primera parte. Cuando, en la adolescencia, conocí a algunos poetas personalmente, lo que más me impresionó y sorprendió y agradó de ellos fue su timidez. Yo tenía la idea nerudiana de que todos eran unos oradores consumados, y sin embargo hablaban poco, les costaba el lenguaje, tropezaban con la lengua, como dijo una vez mi amigo Andrés Anwandter. Escribir poesía tenía más que ver con el balbuceo, el tartamudeo y la dislexia que con la elocuencia. Eso me interesó.
¿Dice algo este libro de cómo era usted como lector, o sea, que prefería la poesía a la novela y el cuento? Es que para mí la vocación literaria estuvo siempre vinculada a la poesía. Era buen lector de novelas, leía siempre novelas de pie, en la micro, pero casi puros clásicos, no solía acercarme a los mesones de novedades literarias. No era un prejuicio, había tanto que leer que me parecía ridículo comprar una novela reciente en una librería cuando tenía pendiente a Heinrich Böll o a Virginia Woolf. Mi actitud hacia la poesía, en cambio, era completamente distinta, quería leerlo todo, sobre todo la poesía chilena y en especial la poesía que escribían mis pares; me importaba la sensación de grupo, las eternas cervezas con los amigos, la búsqueda colectiva, hermosa, imprecisa. Supongo que siempre fui mejor para contar historias que para escribir poemas, pero aspiraba a la poesía, eso estaba claroTodo eso cambió con Bonsái, que en mi cabeza era un libro de poesía, pero no me resultó y al final decidí contar la historia de ese fracaso, sobrevolar ese fracaso, ese deseo de libro. La narrativa chilena me interesaba también, por supuesto, Manuel Rojas, Droguett, María Luisa Bombal, Donoso. Sobre todo Manuel Rojas, recuerdo haber leído muchas veces “El vaso de leche” y “Un espíritu inquieto”. Y Juan Emar y José Santos González Vera, dos escritores muy distintos que leí más o menos en el mismo tiempo.
Gonzalo se cuestiona en varios momentos el significado de ser padrastro, si se puede dejar de serlo o uno lo es para siempre. Esta disyuntiva también es aplicable a la poesía: ¿se puede ser poeta sin escribir o publicar o habiendo dejado de hacerlo, como le ocurre a Gonzalo?
Tal vez. Igual, me cuesta creerles a los que dicen que dejaron de escribir, siempre supongo que escriben en secreto y que de repente van a salir con su Tierra baldía o su 2666. Para mí escribir es muy un hábito, algo que hago a diario y que luego cristaliza o no en un libro. Escribir es una forma específica de enfrentar la vida, no más valiosa, en abstracto, que otras. En todo caso, para mí esta novela es mucho más sobre padrastría que sobre poesía. Quien acepta ocupar el lugar del padre o de la madre de un hijo ajeno lo apuesta todo, es mucho más valiente que el poeta solitario que lucha furiosamente contra la página en blanco. Y luego el fracaso, si sucede, es mil veces más horrible y desolador que la vergüenza de haber publicado un librito malo por ahí. Creo que no contesté tu pregunta.
Escribir y leer son formas colectivas de estar solo o formas solitarias de construir comunidad, no sirven de nada si no nos permiten enfrentar, con los compañeros de ruta, la orfandad, la miseria, la maldad y el dolor.
Me interesaba saber si había una suerte de cruce entre la situación del padrastro, que se cuestiona si puede dejar de serlo, y la del poeta, que como ha abandonado la escritura no sabe si lo sigue siendo. Sí, me parece que ambas figuras se relacionan de forma parecida con el problema de la legitimidad, que para mí es uno de los grandes temas actuales, creo que todas las discusiones recientes son discusiones acerca de la legitimidad. La legitimidad de lo masculino, por ejemplo. Hay diferencias decisivas pero también semejanzas cruciales en la manera como los hombres de esta novela enfrentan su masculinidad. Pienso en Gonzalo y Vicente, los protagonistas, pero también en “el chucheta” y en León, entre otros personajes secundarios. Me interesa mucho ese plano de la novela.
Gonzalo Millán es un nombre que aparece muchas veces en la trama, ¿esto se debe simplemente a su gusto personal por su literatura o en este autor está cifrada una manera singular de concebir la poesía? Las dos cosas, supongo. Aunque son tan distintos entre sí, Parra, Emily Dickinson y Gonzalo Millán son los poetas que he leído más persistentemente. Tenía 16 años la primera vez que escuché un poema de Millán, “Hockey”, en un cassette de poetas chilenos en el exilio en que también había lecturas de Omar Lara, Waldo Rojas y Gustavo Mujica, me acuerdo. Tengo siempre presente a Millán, ayer mismo releí Virus, con obligatorio espíritu sombrío. Millán aterrizó en la novela naturalmente. Me gusta que gracias a sus poemas Vicente descubra la eficacia comunicativa de la poesía.
En la literatura de Bolaño, que fue otro autor que se interesó por el mundo de la poesía, uno tiene la sensación de que los personajes encuentran una salvación en la literatura, y dejan todo de lado por ella. En cambio en Poeta chileno la herida familiar parece nunca cerrarse. Admiro profundamente a Roberto Bolaño, su obra me cambió y me alegró la vida, como le pasó a tanta gente, y en mi novela hay pasajes que aluden directa o indirectamente a sus libros, pero claro, a mí me interesan otras tensiones, otras voces, otros territorios. Sobre la utilidad de la poesía, creo que nadie se salva a través de ella, en el mejor de los casos nos vuelve menos tontos, menos egoístas, más lúcidos, más autocríticos, más divertidos. Sí creo que la poesía cumple una función religiosa, por supuesto que en el sentido más ateo imaginable. Es una forma de contacto entre los vivos y los muertos y no sirve de nada si no genera ese contacto. Escribir y leer son formas colectivas de estar solo o formas solitarias de construir comunidad, no sirven de nada si no nos permiten enfrentar, con los compañeros de ruta, la orfandad, la miseria, la maldad y el dolor.
Si buena parte de su imaginario se ha centrado en los conflictos familiares y la literatura, ¿considera que con Poeta chileno llega a la consumación de ese proyecto? Y si fuese así, ¿qué nuevos caminos proyecta para su literatura? No, por favor, de consumación nada. No me mates. Yo quería leer algo como Poeta chileno, eso es seguro, por eso lo escribí. Pero no pienso demasiado en mis libros, la verdad, la idea de obra se me hace fúnebre, yo quiero siempre sentir que estoy empezando. En los últimos años he escrito un montón, más que nunca, por primera vez me he dedicado por entero a escribir y, como decía, tengo varios libros en estado de inminencia, pero no sé cómo habrán de relacionarse entre sí en el futuro ni qué expresarán en conjunto.
Imagen: Paz Errázuriz.
Poeta chileno, Alejandro Zambra, Anagrama, 2020, 400 páginas, $17.000.
Con la mirada puesta en un futuro no muy lejano, ya desde hace algún tiempo se ha estado discutiendo sobre las ventajas y desventajas del teletrabajo o sobre las semejanzas y diferencias entre la vida virtual y la vida real. Pues bien, no en un futuro cercano sino ahora, la menos virtual de las razones, la biología, a través de un virus y una pandemia ha impuesto que, en el transcurso de tan solo unas cuantas semanas, millones de personas se quedasen encerradas en sus casas, convirtiendo a internet en su principal o única forma de comunicación, trabajo o entretención.
Los diversos aspectos de la internet, así como la cultura de masas y las “industrias creativas” globales del entretenimiento, han formado parte de las investigaciones del periodista, sociólogo y escritor francés Frédéric Martel (1967) en libros como Smart o Cultura Mainstream. Es, por otra parte, el presentador del programa de radio Soft Power sobre medios, industrias creativas e internet en la Radio Pública Nacional de Francia. Martel también ha escrito sobre la cultura homosexual tanto en Francia —en su libro El rosa y el negro (1996)— como en todo el mundo —en su libro Global Gay (Taurus, 2014)—; y, desde otra perspectiva, sobre la clave homosexual al interior de la iglesia católica que estaría detrás del encubrimiento de los abusos sexuales cometidos por sacerdotes, en su libro Sodoma (Roca, 2019). Además de reputado periodista, Martel es profesor en la Universidad de las Artes de Zúrich (ZHdK), la que publicará a fines de mayo su estudio Sleeping Beauty.
¿Cómo ha enfrentado el “distanciamiento social”?, ¿ha cambiado mucho su forma de vida?
Como todos los franceses, he estado “confinado” —como decimos aquí— desde el 17 de marzo. El “distanciamiento social” es total. Únicamente se sale, solo, y brevemente, por menos de una hora al día, para comprar comida o hacer algún deporte. Todas las tiendas, cafeterías y restaurantes están cerrados, a excepción de las tiendas de alimentos. Todas las oficinas están cerradas y todo el mundo trabaja en casa (excepto el personal médico, los farmacéuticos y algunas profesiones llamadas “vitales”). De manera que mi estilo de vida ha cambiado mucho. Pero para un escritor acostumbrado, cada año, a pasar dos o tres meses confinado para escribir sus libros, este estado de encierro es casi normal. Puede ser que incluso anuncie lo que experimentaremos en unos años, a causa del calentamiento climático.
A este virus no le gustan nuestros estilos de vida de empatía: impide que vayamos al teatro o al cine; que nos demos la mano o nos besemos; prohíbe la proximidad, la solicitud; nos exige alejarnos, aislarnos, distanciarnos. Está en contra de todo lo que nos hace humanos, seres colectivamente vivos y amantes. ¡Este virus no es humanista!
Si, según Pascal, toda la desgracia de los hombres viene de no saber quedarse en una habitación, tendríamos que estar muy cerca de la felicidad.
Hay personas enfermas, personas muy mayores (pienso en mi padre), personas discapacitadas que están permanentemente confinadas. No es únicamente desagradable tener esta experiencia: nos da tiempo para leer, para estar con nuestros seres queridos, para relajarnos, para pensar en el futuro y en el sentido de la vida. El poeta Arthur Rimbaud también pasó sus meses de invierno confinado, y también Montaigne y Jean-Jacques Rousseau en la isla de Saint Pierre —los más grandes autores. Los estoy releyendo en este momento. Y estoy trabajando sobre Rimbaud. Pero es evidente que después de unos meses será importante comenzar una vida normal y viajar. Rimbaud mismo, después de pasar sus inviernos confinado en las Ardenas, viajó durante largos meses y finalmente se fue a vivir a Arabia y África. ¡Espero poder hacer un poco eso pronto! Lo que también me sorprende es que a este virus no le gustan nuestros estilos de vida de empatía: impide que vayamos al teatro o al cine; que nos demos la mano o nos besemos; prohíbe la proximidad, la solicitud; nos exige alejarnos, aislarnos, distanciarnos. Está en contra de todo lo que nos hace humanos, seres colectivamente vivos y amantes. ¡Este virus no es humanista!
La pandemia obligó a una parte importante del mundo a quedarse en casa sin otro recurso que internet para relacionarse, potenciando aún más, si es posible, algo tan presente como la red. ¿Cómo aprecia usted este fenómeno? Acabo de realizar un estudio para mi universidad sobre la cultura y el arte. Para esto, entrevisté a docenas de artistas de todo el mundo. Todos estaban confinados: tanto en Argentina como en Israel, tanto en los Estados Unidos como en Japón, en Italia y Singapur. Fue asombroso. ¡Nunca habíamos conocido eso! Todas las personas están conectadas a través de Zoom, a través de Twitter, a través del correo electrónico, etc. Al mismo tiempo, también constato que la gente se ha puesto a cocinar (por ejemplo, cada mediodía, yo preparo en casa un plato largo y sofisticado con la persona con la que estoy confinado), la gente se ha puesto a leer los libros que desde siempre hemos soñado leer (En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, por ejemplo), se ha puesto a trabajar en un libro, se ha puesto a hacer rompecabezas. ¡No es únicamente lo digital!
Muchas de las ‘creative people’ prefieren administrar su propio empleo del tiempo. Ellos aman la libertad y no estar en open spaces ruidosos y estrechos. Esta libertad, tan apreciada en este momento —bajo coacción— vamos a querer mantenerla después, creo, hasta cierto punto, y en total libertad. Veo allí un avance para la civilización y una buena cosa para el planeta y la ecología.
El teletrabajo era considerado como un futuro cercano, pero este futuro se nos impone por la epidemia. ¿Cree que deberemos acostumbrarnos a vivir cada vez más mediados por la red? Pienso, en efecto, que la experiencia del teletrabajo a tamaño real será una experiencia duradera. Estaba interrogando a un gerente comercial de Austin, Texas, la nueva capital “tecnológica” de Estados Unidos, y me decía que todos sus empleados ahora están teletrabajando. Hay un daily checking o revisión diaria y un meeting o reunión de asamblea cada semana, pero todos hacen lo que quieren a continuación. Él piensa que esto se quedará después del confinamiento porque uno se ahorra dos horas de transporte por día, comemos mejor en casa y podemos ocuparnos de los niños. Muchas de las “creative people” prefieren administrar su propio empleo del tiempo. Ellos aman la libertad y no estar en open spaces ruidosos y estrechos. Esta libertad, tan apreciada en este momento —bajo coacción— vamos a querer mantenerla después, creo, hasta cierto punto, y en total libertad. Veo allí un avance para la civilización y una buena cosa para el planeta y la ecología.
Usted ha estudiado la revolución digital. ¿Considera internet como un dispositivo fundamentalmente liberador? Soy uno de los investigadores que ha sido, en efecto, de los más optimistas sobre lo digital. Pienso que la internet es liberadora, que crea nuevas libertades y que es, digamos, “globalmente positiva”. Esto no quiere decir que no haya, como en toda evolución, elementos peligrosos, negativos o preocupantes a tener en cuenta. Pero, una vez más, el período actual nos demuestra que dominan los aspectos positivos de internet. Aun así, también hay fallas: Uber está en dificultades, como Airbnb. ¡Expedia y Trip Advisor actualmente no tienen ningún sentido! No solo hay ganadores digitales, también hay perdedores. Y los supermercados de bienes de primera necesidad han vendido más productos que nunca debido al encierro y nuestra imposibilidad para ir a cafés, comedores o restaurantes. También hay ganadores en el mundo tradicional no digital.
¿Qué le ha parecido el uso educativo de la red y las clases en línea? ¿Es simplemente una forma de salvar la situación de crisis o indica una dirección viable en la formación de las personas? Observo, por ejemplo, el trabajo de clickarte.co en Colombia: una pequeña start-up (u organización innovadora) que ha creado contenidos en línea y libros digitales sobre el coronavirus y el confinamiento para niños. Ha sido un éxito inmenso, ahora tomados por la Unesco y distribuidos en todas partes en las escuelas colombianas. ¿Es viable solo eso? Por supuesto que no. No se puede hacer la escuela sin un vínculo pedagógico físico, o “estar juntos” en una clase con otros estudiantes. Pero que esas herramientas ayudan a los enseñantes y a los padres, y que pueden ser centrales para la educación futura, yo lo creo, de hecho. Me parece que las ed-techs o “tecnologías de la educación” tienen mucho futuro, como las health-techs o “tecnologías de la salud”, y precisamente las dos parecen más poderosas que nunca en este momento.
Uber está en dificultades, como Airbnb. ¡Expedia y Trip Advisor actualmente no tienen ningún sentido! No solo hay ganadores digitales, también hay perdedores. Y los supermercados de bienes de primera necesidad han vendido más productos que nunca debido al encierro y nuestra imposibilidad para ir a cafés, comedores o restaurantes. También hay ganadores en el mundo tradicional no digital.
Otro de sus temas de estudio ha sido las industrias del entretenimiento globalizadas. También aquí internet ha tomado protagonismo con el aumento de las películas en streaming (así, el crecimiento en el uso de Netflix) y otras instancias de entretenimiento que han liberado contenido de forma gratuita. El streaming, es cierto, experimenta una progresión fulgurante, incluso si surgen dificultades. Según los datos disponibles para el primer semestre de 2020, se estima que 16 millones de nuevos suscriptores pagados se han unido a Netflix en todo el mundo: un récord. La acción de Netflix aumentó un 11% en Wall Street. Las medidas de confinamiento empujaron a los espectadores a los videos en streaming, y Amazon Prime Video, Apple TV y Disney también se beneficiaron. Sin embargo, si persisten las formas de confinamiento, pueden comenzar a faltar los contenidos audiovisuales. La interrupción de todas las filmaciones debido a las medidas de confinamiento o de protección perjudica severamente a toda la cadena de producción audiovisual. Si ciertas actividades posteriores a la filmación (efectos especiales…) y de posproducción fueron capaces de continuarse mediante teletrabajo para las películas suficientemente avanzadas, el sector estará muy desorganizado durante largos meses. Las series de televisión, que requieren filmarse en el transcurso del tiempo, a veces en varios países, también se suspenderán durante varios meses. La cadena de producción se desestabilizó fuertemente al menos hasta principios de 2021.
¿Pero no todo se reduce a las películas, no? Pronto voy a publicar un largo estudio académico sobre este tema, llamado Sleeping Beauty, a relief policy for the arts (“La bella durmiente, una política de ayuda para las artes”), para mi universidad en Zúrich, que revisa la “gran depresión cultural” que estamos viviendo. Es una investigación sin precedentes y puede conducir a nuevas prácticas culturales duraderas. Tomaría solo un ejemplo y que llamé, en este estudio, el nuevo modelo Logo. Numerosos salones, festivales o grandes eventos internacionales están en proceso de inventarlo porque ya no podemos viajar y, al mismo tiempo, se quiere mantener los lazos físicos: este interesante nuevo modelo no es el “glocal”, como se decía en cierto momento de una manera algo nerd —una mezcla de global y local—, pero que ahora llamaría el modo “LOGO”: “Local Outside, Global Online”, una manifestación que tiene lugar en el sitio físicamente para lo “local” (“out” o “outdoor”, al aire libre) pero solamente “en línea” para lo “global”. Con tales modelos mixtos en “LOGO”, podemos ver un pequeño rayo de esperanza y descubrir que la música, los salones y las conferencias pueden reinventarse e incluso experimentar con nuevos modelos de monetización de contenido en línea (donaciones, suscripciones, abonos, etc.).
No se puede hacer la escuela sin un vínculo pedagógico físico, o ‘estar juntos’ en una clase con otros estudiantes. Pero que esas herramientas ayudan a los enseñantes y a los padres, y que pueden ser centrales para la educación futura, yo lo creo
Se habló al comienzo de las cuarentenas sobre un posible colapso de internet por su mayor exigencia y tráfico. Al parecer, la “infraestructura” digital se ha mostrado maciza… De hecho, esas inquietudes o preocupaciones vinieron de políticos que no sabían de qué estaban hablando. En Italia, desde el principio, o incluso en China, nunca hemos visto algo así. Los responsables tecnológicos nos habían indicado que este riesgo apenas existía. Es posible que hayamos tenido un contenido más lento, ¡pero internet nunca estuvo cerca de colapsar! Sin embargo, creo que quienes no tienen buenas conexiones a internet han sido castigados. Por lo tanto, debemos seguir luchando contra la brecha digital.
¿Considera que el ciberespacio entraña dilemas éticos, como las campañas de desinformación, las noticias falsas, los ciberataques o el uso inapropiado de datos personales?
Creo que, efectivamente, es un riesgo bastante serio. Las fake news o noticias falsas son innumerables en este momento. Al mismo tiempo, cuando se observa quiénes las están difundiendo (populistas como Donald Trump o Jair Bolsonaro, por ejemplo), se debe decir que la internet no es el único problema. ¡Un político que ya no se guía por la ciencia es aún más peligroso que todas las fake news! También observo numerosos intentos de crear aplicaciones para luchar contra Covid-19, lo que puede suscitar preguntas legítimas sobre el uso de datos. Creo que es un riesgo bastante importante. Quizá podríamos evitar las aplicaciones de gadgets para concentrarnos en lo esencial: el cuidado. Cuidar, ayudar, ser altruista, la generosidad, la preocupación, la empatía. ¡Todo esto es muy importante frente a un virus que quiere volvernos solitarios y no humanos!
Si persisten las formas de confinamiento, pueden comenzar a faltar los contenidos audiovisuales. La interrupción de todas las filmaciones debido a las medidas de confinamiento o de protección perjudica severamente a toda la cadena de producción audiovisual.
¿Hasta qué punto las empresas gigantes tecnológicas tienen responsabilidad sobre los contenidos que circulan a través de sus plataformas? Si Donald Trump tuitea que se necesita beber desinfectante Lysol para tratarse contra el coronavirus —una propuesta absurda y demencial que sorprendió incluso a sus colaboradores—, ¿qué pueden hacer las redes sociales? Nada. Creo que una regulación de los contenidos es necesaria, pero esto no puede ser sino algo muy territorializado y muy sutil. Esa también fue la tesis de mis libros Cultura Mainstream y Smart: la globalización no es solamente un fenómeno global; es un fenómeno que conserva muchos elementos territorializados. La internet es, había dicho en mis libros, algo geolocalizado. Es a nivel de cada país que se impondrán regulaciones. Y las plataformas deberán aceptar estas regulaciones diferenciadas. El mundo no es plano. El planeta es siempre redondo.
Y la “dependencia” digital, ¿le genera preocupación, esperanza o nada de eso? Muchos de los líderes de internet son europeos (Spotify, Deezer, SoundCloud, Qobuz), la nube es cada vez más europea (OVH), las compañías de telecomunicaciones son siempre nacionales y no globales. Y eso es lo mismo con muchos otros países, incluidos Japón, Corea del Sur y, por supuesto, China. Creo que internet no está relacionada únicamente con los Estados Unidos y no lo estará. Pero estoy de acuerdo en que debemos analizar las regulaciones para proteger a Europa (y, para ustedes, para proteger a Chile) contra los así llamados GAFA (Google, Apple, Facebook, Amazon). A ninguno de los tres, por cierto, excepto Amazon, les fue particularmente bien durante la crisis del coronavirus. YouTube, Instagram y Facebook perdieron mucho dinero porque la publicidad ha disminuido, a pesar de que su audiencia ha aumentado. Al menos, necesitamos que los GAFA paguen impuestos donde sea que tengan clientes, lo que será un primer buen paso.
Cultura Mainstream, Frédéric Martel, Editorial Taurus, 2011, 464 páginas, $17.000.
El 1 de mayo murió, como efecto del coronavirus en la ciudad de Leticia, Colombia amazónica, el actor Antonio Bolívar, protagonista de ese hermoso filme que llegó a ser nominado al Oscar en Hollywood en 2016 titulado El abrazo de la serpiente, dirigido por Ciro Guerra. Es el relato, en tiempos históricos paralelos, de la búsqueda de una planta de poderes mayores en el interior de la selva amazónica. Un filme fuera de lo común, con espesor histórico, de estética refinada y de reconocimiento de las culturas indígenas.
Antonio Bolívar vivía en la Triple Frontera, el trapecio amazónico en donde se miran por su cercanía a través del río las ciudades de Leticia de Colombia, Santa Rosa de Yaraví de Perú y Tabatinga de Brasil. Una zona de historia muy violenta, por una parte en la primera mitad del siglo XX por la guerra en que se enfrentaron Perú y Colombia. Por otra, hoy por el narcotráfico y la extracción del oro. La Chorrera, donde nace Antonio Bolívar, es justamente el epicentro de los dramas de comienzos del siglo pasado en torno a la extracción del caucho. Él era un venerable, de origen ocaina uitoto, muy respetado en la zona. Una víctima más de la pandemia, una pérdida más para la memoria indígena.
La pandemia en sí misma nos toca a todos, diríamos que tiene un carácter democrático. Pero no es así, no nos toca a todos por igual. Vivimos, como apunta Achille Mbembe, tiempos caracterizados por una “desigual redistribución de la vulnerabilidad”. En Chile entró por los sectores acomodados de la sociedad, los que viajaban al extranjero, y prontamente se volcó con fuerza al ámbito de los sectores populares, en medios de hacinamiento, debilidad física, dificultad de higiene, mala nutrición. Así también llegó hasta la precariedad de las comunidades indígenas amazónicas. No solo a ellas, también a las comunidades quilombolas, a los residentes ribereños, a las ciudades amazónicas. La tradición de aislamiento indígena los protegía de toda suerte de enfermedades contagiosas. Ya no es así. Un concejal de Tabatinga, en el Alto Solimoes, afirmaba antes de que llegara el virus: “Si tuviéramos aquí casos de coronavirus, de personas infectadas, eso va a ser un… no tengo palabras para eso. Eso va a ser aquí una película de terror”.
Efectivamente, hoy llegó y el filme está en pleno rodaje.
En Tabatinga no hay hospital civil, los enfermos son atendidos en el de la guarnición militar, incluso los partos. Hay una UTI aérea para nueve municipios, que traslada a los enfermos a Manaos.
La Amazonía adolece de una desigualdad histórica, pero hoy, y en especial en el caso brasileño, esta es más chocante por la reducción de la presencia del Estado. Ella tiene dos causas: por una parte la ideología que pone en práctica el gobierno de Bolsonaro en el sentido de querer hacer de la Amazonía el terreno arrasado propicio para el agronegocio, la minería, para que constituya un pilar del desarrollo neoliberal. En ese sentido es tierra sin historia y sin habitantes. Si estos quieren existir es para servir a la gran empresa. Los sucesivos desastres producidos por ella allí son conocidos: la ruptura de diques de relaves mineros han dejado cientos de fallecidos en Mariana, o Brumadinho el año pasado. En segundo lugar, porque esta carencia es histórica: la situación ya era mala antes de las bacterias. Los agentes patógenos tenían ya como ahora el rostro de las invasiones de tierras por parte de latifundistas, que arrasaban con los árboles a partir de incendios monumentales, como los del “día del fuego” de hace un año, alentado por el gobierno. Luego volaban los aviones lanzando semillas para propiciar la explotación de ganado a gran escala. Además, ya ocurrían los asesinatos de líderes medioambientales y de derechos humanos. Dentro de una corrupción endémica, el debilitamiento de los órganos de protección ya dejaba sin control la presencia en escalada de garimpeiros, los buscadores de oro, tradicionales en el área, que ahora tienen el camino abierto hacia las tierras indígenas y acuden en masa, ya que la situación internacional hace que los capitales se desvíen del dólar y encuentren su refugio en el oro, haciendo subir su precio. Escalada de garimpeiros y misiones protestantes, que en los años 70 fueron expulsadas en otros países por la escasa claridad de sus intereses, ahora alentadas por el poder. Una vez más, el ritmo de vida amazónico hoy se ve trastocado por la violencia del mercado internacional y como en el tiempo del caucho, sus muertes están pausadas por las lejanas inflexiones de las bolsas de valores europeas o norteamericanas.
Entre la violencia del narcotráfico, la de la búsqueda de oro y la de la instalación de la gran empresa, la vivencia de la experiencia material de sus habitantes logra de manera inusitada refugiarse en lo que el poeta brasileño Paes Loureiro llama “la modalidad estético poetizante de su imaginario”. Cada vivencia es referida a unidades míticas que explican y expresan el mundo, organizando su experiencia en sistemas simbólicos que les permiten vivir y sobrepasar los acontecimientos. Entonces hay relatos, personajes, configuraciones significativas que al plasmar de este modo su experiencia condensan su historia. Así el drama del caucho en el relato de Gitoma. Hoy no sabemos aún qué forma en los imaginarios adquiere el drama. Esto, en una participación humilde y de igualdad con el universo natural (piedras, árboles, pájaros, animales, aire, lluvia) con cuyas entidades dialogan, internándolas en su vida cotidiana. Es su manera de sobrevivir, mientras sobreviven.
En el espacio amazónico, el espectacular desarrollo tecnológico se encuentra con lo arcaico. La sobrevaloración del primero discrimina la profundidad histórica del segundo. Hace poco tiempo Chomsky señalaba en una conferencia los dos peligros capaces de destruir nuestras sociedades, a temer más que el coronavirus: el peligro nuclear, que ha revivido en el último tiempo con el juego entre Trump e Irán, y el cambio climático. Los tres peligros se anudan en el mundo amazónico, que provee de minerales necesarios a la expansión de la nuclearización, que es un espacio estratégico del que ha renegado el gobierno brasileño para el cambio climático, y el virus que ha entrado ya a sus poblaciones y del que Bolsonaro niega la importancia, a pesar de ser el centro de la pandemia en el continente. Estamos refiriéndonos entonces a una zona en donde coinciden las claves de nuestro futuro.
Los circuitos expansivos de la era capitalista nos vuelven al origen, mostrándonos que, más allá de nuestra soberbia está el ser humano básico con sus afectos, sus defectos, también su generosidad. Y que al final, igual que como los árboles o las aves, querámoslo o no, tendremos que llegar al Gran Confinamiento.
Ya antes de la pandemia la carencia de atención básica, de camas de hospital, de médicos y personal sanitario era deficitaria en la zona. Las personas recurren mucho a la medicina tradicional. Entonces no bastaba, ahora mucho menos. En Tabatinga no hay hospital civil, los enfermos son atendidos en el de la guarnición militar, incluso los partos. Hay una UTI aérea para nueve municipios, que traslada a los enfermos a Manaos.
En Manaos es el caos, el desborde, la carencia. La semana pasada se pedía con urgencia al gobierno desde Manaos el traslado en avión de 100 féretros (los fallecidos se amontonaban en camiones) y Bolsonaro lo negó. El gobernador del Estado ha pedido ayuda urgente, dirigiéndose a Greta Thunberg para ser escuchado. Mientras, el gran fotógrafo Sebastião Salgado pidió a través de TV5 de Francia ayuda. Es una situación que no toca solo a los amazónidas. Nos toca a todos.
En un hermoso poema reciente, Paes Loureiro escenifica la tragedia Edipo Rey de Sófocles para mostrar cómo se configura el poder de la verdad y la verdad del poder. Termina su texto con una reflexión, porque es un poema didáctico:
Todo arte nace de un momento
para ese momento superar.
Es la raíz de su eternidad.
Por eso tantas veces, renació
la tragédia Edipo Rey, de Sófocles.
En nuestro tiempo
luchar contra la verdad se politiza.
Para no aceptar la verdad de la ciencia
se crean caminos que desvíen
del único camino verdadero.
Pero de la verdad tantos descaminos
tal vez caminen a la misma encrucijada,
como en la tragedia de Edipo, Iocasta
y el pueblo atónito de Tebas:
a la ceguera, la desesperación, la muerte.
Vivimos hoy una nueva Edad Media que reproduce, a partir del cultivo intensivo del aceite de palma ya próximo a las urbes que atrae a los murciélagos, vendidos como “caza salvaje” en los mercados chinos, luego del déficit producido por la fiebre porcina, los mismos males, la misma desesperación y sufrimiento, también las supersticiones y temores de esa época que veíamos como lejana. Los circuitos expansivos de la era capitalista nos vuelven al origen, mostrándonos que, más allá de nuestra soberbia está el ser humano básico con sus afectos, sus defectos, también su generosidad. Y que al final, igual que como los árboles o las aves, querámoslo o no, tendremos que llegar al Gran Confinamiento.
Si hubiera que buscar un vínculo que relacione a las críticas más originales de la filosofía política en el siglo XX, este parece ser el reproche a la burocracia. Desde que Max Weber –en Economía y sociedad– organizó en el inicio del siglo la estructura de dominación de los Estados modernos y puso a la burocracia como la manifestación más excelsa de organización racional de los Estados, la filosofía política se ha encargado de achacarle a la burocracia la mayoría de los males de las sociedades. En la teoría de Michel Foucault y su crítica a las estructuras de poder, de control y vigilancia de los gobiernos; en el análisis de Hannah Arendt a la justificación del mal en el proceso a Eichmann; o ahora último, la crítica a la transparencia de Byung Chul-Han, parecen compartir la desconfianza a la suma de protocolos, procedimientos, rutinas, métodos y personajes de la administración estatal.
Es claro –así lo ha hecho saber Foucault– que la dominación burocrática es anterior al surgimiento de los Estados modernos, pero es justamente cuando la burocracia se encontró ante un Estado supuestamente garantizador de derechos humanos, que se exhibió la imposibilidad de una burocracia alineada con los principios y fines que la ciudadanía espera. No se trata solamente –como repite cada tanto la clase política– de que la burocracia sea lenta o ineficiente. Ella, más bien, parece revelar, espectralmente, los verdaderos deseos del poder: si lo que se quiere es justicia e igualdad, lo que se logra es disciplinamiento; si lo que se pretende es rutina e impersonalidad, lo que se logra es arbitrariedad y dilación.
Durante décadas, haciendo caso omiso a estas críticas, las organizaciones estatales y privadas, e incluso las escuelas de Derecho, creyeron que la burocracia –y su manifestación normativa, el derecho administrativo– resultaba un sistema anexo, aséptico y dependiente de aquello que se decidía en los congresos. Si se producían injusticias, ellas no debían tomarse más que como desviaciones o accidentes, a lo más errores personales que no derrumbaban la hegemonía de la administración. Quizás por esa razón el estudio del derecho administrativo ha dividido sus aguas en dos ramas: aquella que estudia la organización de los Estamentos administrativos, y por otra la de la responsabilidad del Estado, que opera casi como una defensa corporativa. Allá donde se ejercía competencia por parte de superintendentes, ministros y funcionarios, un cuerpo teórico lo secundaba y amparaba.
La experiencia del siglo XXI sigue dándoles la razón a los críticos de la burocracia. Por más que las sociedades occidentales, erigidas sobre el estado de derecho, la supremacía constitucional y separación de poderes –e incluso en la instauración de principios más actuales, como la probidad y la transparencia–, parecieran haber vencido a las demás formas de organización, la burocracia se esmera en darles una y otra vez un golpe mortal.
La experiencia del siglo XXI sigue dándoles la razón a los críticos de la burocracia. Por más que las sociedades occidentales, erigidas sobre el estado de derecho, la supremacía constitucional y separación de poderes, parecieran haber vencido a las demás formas de organización, la burocracia se esmera en darles una y otra vez un golpe mortal.
Dos obras recientes intentan, cada una a su modo, demostrar que la crítica sigue vigente. Ambas provienen de la tradición española, que ha sido, desde la Recopilación de las Leyes de Indias, señera en el derecho administrativo de Chile y América. Silencio administrativo es una crónica de la periodista y escritora Sara Mesa. En ella, la protagonista –un retrato ficcionado de muchas personas– conoce a una mujer de Sevilla que no tiene hogar y que sufre una discapacidad ocular que apenas la deja trabajar. La protagonista no puede entender su situación, pues ha escuchado repetidamente en las noticias que todas las comunidades españolas ofrecen la posibilidad de acceder a rentas mínimas. Por ello, se esmera en ayudarla. Lo que pensaba sería un trámite relativamente sencillo se convierte en un descenso a los infiernos de la administración española: papeles inservibles, citas previas que tardan meses en llegar, funcionarios que la discriminan sin pudor y, por último, el peso fatal del derecho: una vez que han terminado los trámites, se enfrentan a una regla burocrática que desconocía, el silencio administrativo, que dice que si la administración no resuelve su solicitud, esta se entiende como rechazada. Las mujeres esperan por una respuesta, y cuando esta llega, parece haber pasado tanto tiempo, ha consumido tanto de su esfuerzo y ha supuesto tantos males, que más que un logro parece la confirmación de una derrota. Sara Mesa lo identifica con la aporofobia, el rechazo a la pobreza, pero la cuestión va más allá: es la falsa idea de que el Estado garantiza los derechos sociales de las personas, incluso en los países desarrollados. Es el extremo más perverso de la ilusión que ha vivido Europa desde que comenzó el Estado de bienestar.
El caso de Paul B. Preciado y Un apartamento en Urano es diametralmente distinto. Alumno de Jacques Derrida, doctorado en Teoría de la arquitectura en Princeton y uno de los comisarios de arte más importantes de la actualidad, Preciado ostenta aquel lugar de privilegio que ninguno de los deudores del Estado de bienestar posee. Sin embargo, su interés por la teoría de género lo ha llevado a sumergirse por las grietas de la administración y la burocracia estatal. Escritas desde el año 2011, las crónicas de Un apartamento en Urano son el relato de Preciado tras su paso, a través de las inyecciones de testosterona, a un estado de disidencia de lo que denomina como “sistema sexo-género”, y que la llevó a un proceso de reasignación de género y de nombre (de Beatriz a Paul). Al mismo tiempo, sus crónicas son una recolección –entre sus viajes como curadora de arte– de las múltiples variables de la derrota del Estado liberal. Desde que escribió su popular ensayo Testo yonqui, Preciado ha intentado mostrar el modo bajo el cual “la epistemología binaria de Occidente” de hombre/mujer ha dividido al mundo: cuenta sus dificultades para cruzar por los aeropuertos sin que duden de su identidad, comenta los avances y retrocesos de las leyes de género, se detiene en la experiencia de los migrantes rechazados en las fronteras, y se esmera en identificar y criticar a las escuelas como los lugares donde la dominación burocrática llega a su extremo.
Cuenta así la historia de Alan, un muchacho trans que vivía en Barcelona. En el colegio, sus compañeros le exigían que se subiera la camiseta para comprobar que no tenía pecho. Lo insultaban, lo tiraban por las escaleras o lo empujaban contra la pared. “¿Cómo es que te llamas Alan si tienes tetas?”, le preguntaban. Así pasaban sus años. Cada tanto cambiaba de colegio, pero recibía siempre la misma respuesta: rechazo, burlas, violencia. A los 17 años fue uno de los primeros adolescentes que obtuvo un cambio de su estatus legal y de nombre acorde a su sexo. Pero, días después, la nochebuena del 2015, Alan -que había cambiado su nombre a Nala- se suicidó. La escuela, dice Preciado, siguiendo la huella de Foucault, es “una institución disciplinar cuyo objetivo es la normalización de género y sexual”, que “vigila el cuerpo y el gesto, castiga y patologiza toda forma de diferencia”. El problema, concluye Preciado, es la “relación constitutiva entre pedagogía, violencia y normalidad”: de qué modo una institución, regida por la trama de reglas del derecho administrativo y los planes y programas de un Estado desarrollado, se convierte en la manifestación más brutal del rechazo.
De aquello parece no enterarse el derecho administrativo, que buscará culpar a cualquiera antes que a sí mismo y que, enfrentando a un espejo, jamás verá la deformidad en la que se ha convertido.
Un apartamento en Urano, Paul B. Preciado, Anagrama, 2019, 320 páginas, $16.000.
Silencio administrativo, Sara Mesa, Anagrama, 2019, 120 páginas, $20.000.
Milton Friedman ya era un reconocido y prestigioso economista en el año 1975. También, una destacada figura pública. Sus columnas semanales en la revista Newsweek eran muy leídas e influyentes. Fue asesor de Richard Nixon y posteriormente de Ronald Reagan. Como él mismo solía decir, era un republicano con “R”. Además, era un serio candidato para el Premio Nobel de Economía. En fin, durante el apogeo de la Guerra Fría, sus ideas políticas libertarias se extendían más allá de la economía y su teoría monetaria.
Uno de los episodios más controvertidos de la vida de Milton Friedman fue su visita a Chile en 1975. Tanto es así, que 23 años después, en Two Lucky People, titula un capítulo entero “Chile”, agregando un apéndice con documentos de esa visita que lo persiguió durante toda su vida. Con su común franqueza y crudo sentido del humor, recuerda: “Nunca pude decidir si debía divertirme o molestarme frente a la acusación de que administraba la economía chilena desde mi escritorio en Chicago”.
Como veremos, quizá tenía buenas razones para estar más bien molesto.
Milton Friedman llegó a Santiago con su esposa Rose Friedman el jueves 20 de marzo de 1975. Rolf Lüders lo esperaba en el aeropuerto. Había sido invitado a Chile por la Fundación de Estudios Económicos, un centro de estudios privado que dependía del Banco Hipotecario de Chile (BHC), controlado por Javier Vial. Al día siguiente, junto a Arnold Harberger y el economista brasileño Geraldo Langoni, graduado con un PhD en Chicago en 1970, se reunieron con Pinochet por casi una hora. Esa entrevista, en la que además de hablar de la cruda realidad económica Friedman le habría transmitido a Pinochet sus ideas sobre la relación entre libertad económica y libertad política, fue parte del costo de su primera visita a Chile.
Su semana fue intensa: durante el fin de semana viajó a Viña del Mar, habló en la Escuela de Negocios de Valparaíso; a su regreso participó en varios encuentros con diversas autoridades y representantes del mundo privado, dio dos charlas abiertas –en la Universidad de Chile y la Universidad Católica– y, antes de dejar Chile, después de jugar un partido de tenis con Javier Vial, participó en el seminario organizado por sus anfitriones.
El título de sus charlas universitarias fue “La fragilidad de la libertad”. En la grabación que realizó después de su visita en Fiji, y que usa en Two Lucky People, dice: “Me desvié del tema principal de mis otras charlas que tenían que ver con la inflación y hablé de la fragilidad de la libertad, enfatizando la rareza de las sociedades libres… y el rol que jugaba la emergencia de un Estado de bienestar en la destrucción de una sociedad libre. La línea general que había tomado… fue obviamente, a juzgar por la reacción, casi completamente nueva para ellos. Al escuchar la charla había una actitud de shock que se había permeado en ambos grupos de estudiantes”.
En las charlas universitarias Friedman fue consistente con sus ideas. Y también provocativo, dada la situación política del momento. Su habitual argumento de la libertad económica como condición necesaria para la libertad política, ciertamente era un tema peliagudo y controversial al inicio de la dictadura. En su Capitalismand Freedom (1962) ya había sostenido que “la libertad económica es también un medio indispensable para alcanzar la libertad política”. Eso explica su recuerdo de la “actitud de shock” que percibió en los estudiantes. No resulta sorprendente que en El Mercurio, que cubrió la visita de Friedman con especial ahínco, solo se haya mencionado una de estas charlas –la de la Universidad Católica– y de manera muy escueta.
Finalmente, el miércoles dio la charla para la cual había sido invitado. Al final de su presentación respondió una serie de preguntas y, cuando le consultaron por la situación en Chile, dijo: “Mi diagnóstico es que el paciente sufre del virus ‘déficit fiscal’ con complicaciones de tipo monetario”. El año 1974 la inflación había alcanzado un 369.2% y a comienzos de 1975 seguía siendo muy elevada. El déficit fiscal –financiado principalmente con emisión de dinero– era enorme. Por si fuera poco, el precio del cobre estaba en el suelo. Y el del petróleo, en el cielo. La solución era reducir drásticamente el déficit fiscal y administrar la política monetaria. En este contexto, se lanzaría el 24 de abril, justo un mes después de la visita de Friedman, el “Plan de Recuperación Económica”, bajo el liderazgo de Jorge Cauas. Este paquete de medidas para enfrentar la crisis posteriormente se conocería como el “shock treatment”, el plan que supuestamente Milton Friedman dirigía desde su escritorio en Chicago.
En las charlas universitarias Friedman fue consistente con sus ideas. Y también provocativo. Su habitual argumento de la libertad económica como condición necesaria para la libertad política, era un tema controversial en dictadura.
El jueves 26 de marzo, junto a su esposa Rose, dejan Chile rumbo a Australia. Y en Fiji, con una hermosa vista a la playa, graba sus impresiones de la visita a Chile (parte diciendo que no le gustó la comida en el Sheraton).
A su regreso a Chicago, ya no lo acompañaría el buen clima playero. La primera señal fue una carta publicada en la Newsweek del 14 de junio de 1975, donde un grupo perteneciente a un Comité Ciudadano por los Derechos Humanos y Política Exterior expresa su “conmoción y consternación”, al enterarse de que Friedman “estaba sirviendo como asesor económico de la Junta de Pinochet”. Friedman inmediatamente responde que no es ni ha sido asesor del gobierno de Pinochet y aclara que fue invitado por una fundación privada, que dio clases públicas y que se reunió con muchas personas, incluyendo al general Pinochet. El 22 de septiembre de 1975, solo cinco meses después de su visita al país, una editorial del New York Times se refería críticamente a la situación en Chile: “Pero después de muchos meses de aplicar la teoría monetaria y los duros programas de austeridad del profesor Milton Friedman, el desempleo ronda el 20%, la producción industrial cayó fuertemente durante la primera mitad del año, la inversión extranjera gotea y la fantástica tasa de inflación solo recientemente está dando señales de aflojar. Sin lugar a dudas, existe una campaña marxista, llevada a cabo por gobiernos incluso más opresivos que el liderado por Pinochet, para manchar a la Junta y exaltar el caótico régimen de Allende”. En esta historia, la última parte de la editorial del New York Times, ha sido ignorada.
Diez días después de la publicación de esta editorial, Anthony Lewis escribe una influyente columna en el New York Times acerca de la tortura y represión en Chile. Menciona nuevamente a Milton Friedman, pero esta vez lo vincula directamente a las políticas económicas promovidas por la Junta Militar: “… la represión también puede estar relacionada con una política económica que no podría imponerse en una sociedad libre… La política económica de la Junta chilena está basada en las ideas de Milton Friedman, el economista conservador americano, y su Escuela de Chicago. El mismo Friedman ha visitado Santiago y se cree que ha sugerido a la Junta un programa draconiano para acabar con la inflación”. Con esta columna, el supuesto vínculo de Milton Friedman con Chile, Pinochet y el “shock treatment” quedaría públicamente establecido.
Aunque existe evidencia de que el “Plan de Recuperación Económica” ya estaba diseñado y cocinado antes de su visita, también es cierto que su presencia en Chile contribuyó a promover la implementación del “shock treatment”. Había aprensiones –representadas por los “gradualistas”– sobre el costo social y político de estas duras medidas.
Antes de su visita a Chile, Friedman había recibido algunas advertencias sobre las posibles consecuencias del viaje. Y después, claro, llovieron las críticas. El mejor ejemplo es el fascinante intercambio epistolar con el economista austríaco Gerhard Tintner (1907–1983). El 2 de enero, antes de partir a Chile, Tintner le envía algunos artículos vinculando a Pinochet con “la cuestión judía”. Friedman, que era judío e hijo de inmigrantes judíos, le agradece la información y le cuenta que visitará Chile no para aprobar o desaprobar lo que sucede, sino solo como un observador que quiere aprender de la delicada situación económica que se vive allí. Finaliza su carta diciendo que “la tragedia es que en Chile la real democracia fue primero destruida por Allende, lo que produjo una contra reacción. No tengo dudas que esta contra reacción ha sido violando los derechos humanos. Dos males no hacen un bien”.
El 6 de febrero, Tintner le responde con algunos recuerdos nostálgicos de la Universidad de Chicago, y le dice que espera conocer, pese a sus aprensiones, su opinión sobre Chile después de su viaje. Pero el 16 de junio de 1975, tres meses después de la visita a Chile, Tintner le escribe una larga carta acusándolo de ser un nazi y de tener un retrato de Pinochet en su escritorio. Esta misiva va con copia a una serie de destacados economistas (entre ellos, Paul Samuelson, George Stigler, Theodore Schultz, Arnold Harberger y Harry Johnson) e incluye también a André Gunder Frank (1929–2005), un actor importante en esta trama que había obtenido su PhD en la Universidad de Chicago, y el jesuita Gonzalo Arroyo (1925–2012), entonces alumno de doctorado en Iowa. Friedman le contesta un mes más tarde, confesándole que dudó en responder a su “histérica misiva”, ya que si se pusiera a su nivel tendría que “acusarlo de admirar a Goebbels”.
Al día siguiente de su llegada, junto a Arnold Harberger y el economista brasileño Geraldo Langoni, se reunieron con Pinochet por casi una hora. En esa entrevista, Friedman le habría transmitido a Pinochet sus ideas sobre la relación entre libertad económica y libertad política.
Friedman atribuye a Tintner un “curioso doble estándar” y le recuerda que sus visitas a la Unión Soviética y sus viajes a Yugoslavia, también para dar consejos en temas económicos, no generaron reacción alguna. Posteriormente, Friedman insistiría con este argumento del doble estándar. Seis años más tarde, en 1981, después de viajar a China durante tres semanas, Friedman escribió en su columna de Newsweek: “Puedo predecir con gran seguridad que Anthony Lewis no usará su columna para regañarme por entregar consejo económico a un gobierno comunista”. Después, el 27 de octubre de 1988, en una carta al Stanford Daily, Friedman describía que en su nuevo y reciente viaje a China había tenido una reunión privada de dos horas con el secretario general del Partido Comunista de China, Zhao Ziyang. Al comparar las dictaduras de Chile y China, irónicamente se pregunta si ahora debe estar preparado para recibir “una avalancha de protestas por haber estado dispuesto a dar consejo a un gobierno tan malvado. Y si no, ¿por qué no?”.
En su respuesta a Tintner también agrega: “[yo] no apruebo ninguno de estos regímenes autoritarios –ni el régimen Comunista de Rusia y Yugoslavia, ni las juntas militares de Chile y Brasil”. Enseguida analiza la situación con Allende y hace un diagnóstico sobre el pasado y el futuro de Chile: “Mi impresión es que el régimen de Allende le ofrecía a Chile solo malas elecciones: un comunismo totalitario o una junta militar. Ninguna opción es deseable, y si yo hubiera sido un ciudadano chileno, me hubiera opuesto a ambas… Entre los dos males, al menos hay una cosa que puede decirse de la junta militar: hay más posibilidades de volver a una sociedad democrática. Hasta ahora, y hasta donde sé, no hay ejemplo de un comunismo totalitario que se convierta en una sociedad democrática liberal… La razón de esta diferencia no es el mérito o la falta de mérito de los generales versus los comisarios. Es más bien la diferencia entre una filosofía totalitaria y una dictatorial. Por muy despreciable que esta última sea, al menos deja más espacio para la iniciativa individual y la esfera privada de la vida… recuperar la democracia depende críticamente del éxito del régimen para mejorar la situación económica y eliminar la inflación”.
También recuerda sus dos charlas acerca de “La fragilidad de la libertad”, en las que “explícitamente caractericé al régimen como no libre, hablé acerca de la dificultad de mantener una sociedad libre, del rol del libre mercado y de la empresa, y de la urgencia para establecer dichas condiciones para la libertad. No hubo censura ni antes ni después, la audiencia era grande y entusiasta, y no recibí crítica alguna. ¿Pude haber hecho esto en la Unión Soviética? O más directamente, ¿bajo el régimen comunista que Allende pretendía, o en la Cuba de Castro?”.
Finaliza su carta a Tintner argumentando:
“Déjeme destacar nuevamente lo siguiente. No apruebo ni justifico los regímenes de Chile, Brasil, Yugoslavia o Rusia. No tengo nada que ver con su creación. Deseo fervientemente que sean reemplazados por sociedades democráticas. No considero visitar esos países como un acto de apoyo. No considero inmoral aprender de su experiencia. Tampoco considero inmoral entregar consejo en política económica si me parece que las condiciones para mejorar la economía pueden contribuir al bienestar de la gente y a la posibilidad de un movimiento hacia una sociedad políticamente libre”.
Mientras se publicaba esta respuesta de Friedman a Tintner en el Chicago Maroon –dirigida, eso sí, a un DearProfessor para asegurar el anonimato de Tintner–, un grupo de estudiantes de Chicago, incluyendo a André Gunder Frank, crearon una “Comisión de investigación del caso Friedman/Harberger”. De inmediato comenzaron las manifestaciones y protestas en la Universidad de Chicago.
Casi un año más tarde, el 21 de septiembre de 1976, Orlando Letelier, de solo 44 años, fue asesinado en Washington DC. Su auto explotó en Sheridan Circle, a pasos de la embajada chilena. En este atentado también murió su colega en el Institute for Policy Studies, la ciudadana americana Ronni Moffitt. Y su cónyuge, Michael Moffitt, quedó gravemente herido. Este crimen generó una enérgica censura y acaparó interés mundial. Después de una larga investigación de casi dos años, finalmente las sospechas sobre la participación de la DINA fueron confirmadas.
‘No apruebo ni justifico los regímenes de Chile, Brasil, Yugoslavia o Rusia. No tengo nada que ver con su creación. Deseo fervientemente que sean reemplazados por sociedades democráticas. No considero visitar esos países como un acto de apoyo. No considero inmoral aprender de su experiencia’, escribe Friedman en una de sus cartas al economista Gerhard Tintner.
El 28 de agosto de 1976, apenas tres semanas antes del asesinato, la revista The Nation había publicado un ensayo de Orlando Letelier titulado “Los Chicago Boys en Chile: El terrible peaje de las ‘libertades’ económicas”. Tras el crimen de Letelier, este artículo fue muy leído, ampliamente reproducido y traducido a varios idiomas. En estas páginas Friedman es caracterizado como “el arquitecto intelectual y el consejero no oficial para el equipo de economistas que ahora dirigen la economía de Chile”. También lo muestran como el cerebro y promotor del “shock treatment”. Si bien Letelier intentaba defender el legado económico del gobierno de la Unidad Popular y criticar la política económica de los Chicago Boys, su objetivo también era Milton Friedman. Por ejemplo, aunque era de público conocimiento que Friedman había viajado solo una vez a Chile, Letelier se refiere a la “última visita conocida de los señores Friedman y Harberger a Chile”.
El 14 de octubre de 1976, tres semanas después del brutal asesinato de Orlando Letelier, se anuncia que Milton Friedman recibiría el Premio Nobel de Economía 1976 por “sus logros en los campos del análisis del consumo, historia y teoría monetaria, y su demostración de la complejidad de las políticas de estabilización”. Inmediatamente después del anuncio, el New York Times publica una carta, firmada por dos ganadores del Nobel, George Wald (Medicina) y Linus Pauling (Química y Paz), criticando al Comité de Premiación del Nobel por una “exhibición deplorable de insensibilidad” al entregárselo a Milton Friedman. Ese mismo día aparece otra carta en el mismo medio, esta vez firmada por quienes habían obtenido el Nobel de Medicina, David Baltimore y Salvador Edward Luria, calificando la decisión del Comité como “perturbadora” y como “un insulto a la gente de Chile”, que llevaba “la carga de las medidas económicas reaccionarias patrocinadas por el profesor Friedman”.
Milton Friedman respondió privadamente a cada uno de ellos, adjuntando la carta a Tintner, la respuesta a la carta del Newsweek del 14 de junio de 1975 y la carta de Harberger a Stig Ramel, entonces presidente de la Nobel Foundation, del 10 de diciembre de 1976. Como “científicos preparados para revisar sus hipótesis”, les pide “disculpas públicas por el daño causado”. Únicamente Baltimore y Luria le respondieron manteniendo su argumento.
En Estocolmo, múltiples demostraciones lo esperaban a su llegada para la ceremonia de premiación que se celebraría el 6 de diciembre de 1976. Durante la semana que estuvo en Suecia permaneció bajo escolta policial y con dos guardaespaldas permanentes. Después del golpe de Estado, muchos chilenos exiliados fueron acogidos por Suecia. Y con el apoyo del Chilekommittén, ya estaban preparadas las protestas. Una carta pública del Chilekommittén se refería al “trabajo para desarrollar las protestas contra el hecho de que Milton Friedman haya sido premiado con el Nobel de Economía. El acto es solo un eslabón en la lucha anti–imperialista, esto es, un trabajo de solidaridad con los oprimidos del Tercer Mundo que luchan por la liberalización social y económica”. En medio de la Guerra Fría, todo esto era parte de la campaña contra el capitalismo. Y también contra Friedman, su agudo y emblemático representante público.
En la ceremonia de premiación, justo antes de que Friedman recibiera el Premio Nobel, un manifestante se puso de pie y gritó en inglés “Down with capitalism, freedom for Chile”. Como recuerda Rose Friedman, “el momento fue breve, pero tenso”. Después de este impasse, las protestas y manifestaciones perseguirían a los Friedman durante varios años. Y Friedman las enfrentó con resignación y entereza. Por ejemplo, en octubre de 1998, cuando tenía 87 años, un joven de 27 le lanzó un pastel en la cara durante una conferencia sobre educación. Y 10 años después, en 2008, la Facultad de Economía de la Universidad de Chicago quiso crear el Milton Friedman Institute para promover el estudio, la investigación y el desarrollo de la economía. Fue tal la oposición que generó esta iniciativa, que no se pudo implementar. Después de un arduo debate y muchas negociaciones, el 2011 se fundó el Becker Friedman Institute. Solo cabe especular sobre la conveniencia del orden alfabético.
Pocos meses después de recibir el Premio Nobel, Milton Friedman le escribe a Rolf Lüders –el único chileno que realizó su PhD en Chicago bajo su supervisión–, agradeciéndole las grabaciones de su charla para la fundación del BHC. Le cuenta que ha sido víctima de críticas y ataques por su visita a Chile y recordando las charlas sobre “La fragilidad de la libertad” que dio en la Universidad Católica y la Universidad de Chile, le pide si puede encontrar alguna grabación. Finaliza su carta diciendo que no se arrepiente de haber visitado Chile y que, por el contrario, fue una visita “educativa e instructiva”. Por lo demás, agrega, “no hay almuerzo gratis y el costo, aunque elevado, no ha estado exento de recompensas”.
Ninguna de esas grabaciones se ha podido encontrar.
Entre 2006 y 2009 se desarrolló el Premio Netflix (Netflix Prize), que galardonaba con un millón de dólares al equipo de especialistas en machine learning que lograra mejorar sustancialmente el algoritmo de puntuación de las películas del gigante del streaming. Ser capaz, para dicha red, de recomendar películas precisas y atractivas para los usuarios era como obtener la receta de la Coca-Cola: una fórmula que lograría cada vez más conseguir que las personas suscritas al servicio pasaran más horas frente a la pantalla, desarrollaran más maratones de series durante los fines de semana y, lo que es más importante, siguieran suscritas por más tiempo.
Lo que Netflix entregaba a los equipos concursantes era solo una base de datos con 100 millones de cuadrupletas con la siguiente sintaxis: <user, movie, date of grade, grade> y casi tres millones de tripletas con la siguiente sintaxis: <user, movie, date of grade>. Y los equipos debían resolver el enigma de qué puntuaciones (“grade”) se habían dado a aquellas tres millones de tripletas misteriosas. En el fondo: adivinar el puntaje que cada usuario había dado a cada película.
A lo largo de aquellos cuatro años en que se repitió el concurso, varios equipos lograron superar al algoritmo con el que Netflix ya contaba y con ello permitieron potenciar el sistema de recomendación. En sus últimas versiones siempre el equipo ganador fue uno que usaba el nombre de chapa de “Bellkor” y que estaba integrado por científicos de AT&T Labs.
Por aquellos días, uno de los encargados de Netflix para América Latina visitó Chile y se reunió con aficionados al cine y a las redes sociales en una cena en el Liguria de Manuel Montt. A esas personas, el ejecutivo les reveló uno de los secretos de la fórmula final de Bellkor. Los especialistas de AT&T Labs habían dado con que los usuarios de Netflix cambiaban de personalidad cuando ranqueaban las películas, según el día de la semana: tendían a poner ciertos puntajes en los días laborales y tendían a poner ciertos puntajes distintos durante los fines de semana.
Bellkor había crackeado el sistema.
Para Netflix, el resultado de la mejora de su algoritmo de recomendación significó un aumento estrepitoso de sus ingresos, que pasaron de 997 millones de dólares en 2006 a 2.163 en 2010, pero había un pecado original: la confidencialidad. En 2007 un par de investigadores de la Universidad de Austin, Texas, había logrado dar con las identidades individuales de usuarios de las bases de datos de Netflix al cruzar los rankings de las cuadrupletas con puntajes de películas subidos a la Internet Movie Database, y del mismo modo, a fines de 2009 la revista WIRED indicaba que “una demanda conocida como Doe v. Netflix fue presentada el jueves en un tribunal federal de California, alegando que Netflix violó las leyes de comercio justo y una ley federal de privacidad que protege los registros de alquiler de videos, cuando lanzó su popular concurso en septiembre de 2006”. Para 2010 el Netflix Prize dejaría, en consecuencia, de realizarse para siempre: los especialistas en machine learning habían crackeado el sistema, pero se había transformado en “el enemigo”.
‘La red no es libre, ni abierta ni democrática. Es un conjunto de servidores, conmutadores, satélites, antenas, routers y cables de fibra óptica controlados por un número cada vez más pequeño de empresas’, sostiene la autora.
Este es el tipo de inteligencias, problemas y dilemas que aborda El enemigo conoce el sistema, la obra de Marta Peirano, la periodista y escritora española que fue jefa de la sección cultural de eldiario.es y fundadora de CryptoParty Berlín, un proyecto que trata sobre la seguridad y la privacidad en Internet en estos días. Y aunque el libro no aborda en específico este escándalo de Netflix y su algoritmo, la autora desarrolla un razonamiento que llega a la misma moraleja: las grandes empresas, en especial las tecnológicas, lograron dar con la fórmula para que su clientela se vuelva adicta.
Estructurado en bloques temáticos que van circundando su tesis, dejando mucho para que el lector saque sus propias conclusiones, la obra de Peirano se desplaza desde una interesante introducción sobre el mercado planetario de los olores, hasta cómo operan los gigantes de la industria de Internet, pasando por acercamientos a la “economía de la atención”, los hallazgos del neuromarketing, con especial énfasis en el papel que juega la dopamina.
“Te ha llegado un correo, un mensaje, un hechizo, un paquete. Hay un usuario nuevo, una noticia nueva, una herramienta nueva. Alguien ha hecho algo, ha publicado algo, ha subido una foto de algo, ha etiquetado algo. Tienes cinco mensajes, 20 likes, 12 comentarios, ocho retuits. Hay tres personas mirando tu perfil, cuatro empresas leyendo tu currículum, dos altavoces inalámbricos rebajados, tres facturas sin pagar. Las personas a las que sigues están siguiendo esta cuenta, hablando de este tema, leyendo este libro, mirando este video, llevando esta gorra, desayunando este bol de yogur con arándanos, bebiendo este cóctel, cantando esta canción”, sostiene la autora, en una prosa que tiene mucho de los longreads periodísticos, pero que, en sus secciones más contundentes –más allá de los golpes de efecto propios de cierto periodismo de divulgación científica que hereda mucho de plumas como las de Malcolm Gladwell o de John Colapinto, y del New Yorker o WIRED o The Guardian– se acerca al tipo de elaboración de propuestas o lecturas o interpretaciones que la relacionan a autores como Byung Chul-han, Yuval Noah Harari o a Meredith Broussard.
“La red no es libre, ni abierta ni democrática. Es un conjunto de servidores, conmutadores, satélites, antenas, routers y cables de fibra óptica controlados por un número cada vez más pequeño de empresas. Es un lenguaje y una burocracia de protocolos que hacen que las máquinas hablen, normas de circulación que conducen el tráfico, microdecisiones que definen su eficiencia. Si la consideramos un único proyecto llamado Internet, podemos decir que es la infraestructura más grande jamás construida, y el sistema que define todos los aspectos de nuestra sociedad. Y sin embargo es secreta. Su tecnología está oculta, enterrada, sumergida o camuflada; sus algoritmos son opacos; sus microdecisiones son irrastreables”, es un poco la síntesis y la conclusión de Peirano y resulta provocadora y hasta aterrante.
La perspectiva de la autora sobre las adicciones modernas a las redes sociales, mediadas por un conocimiento cada vez más acabado de las grandes empresas tecnológicas sobre las condiciones y los condicionamientos del comportamiento humano, no solo resulta en una lectura esclarecedora, sino que en un panorama puesto en un horizonte histórico sobre la época contemporánea a inicios del siglo XXI y permite, tal como la historia del “escándalo Netflix”, dimensionar las líneas de fuerza y los poderes emergentes que están involucrados en el consumo de la Red, en la privacidad e identidad de sus usuarios, así como los peligros asociados en un mundo en el que cada vez, cada vez más, estos mismos usuarios se están transformando en los datos y la base de la economía del presente y del futuro.
El enemigo conoce el sistema: Manipulación de ideas, personas e influencias después de la economía de la atención, Marta Peirano, Debate, 2019, 304 páginas, $14.400.
Si el afecto es el proceso por el que las emociones toman forma, vale la pena preguntarse por qué todos están siendo tan amables. ¿“Amable”? Aquí una definición del diccionario Webster:
Dar placer o alegría: bueno y agradable
: atractivo o de buena calidad
: atento, cortés y amistoso
Nadie creería que hoy esté emergiendo un lado especialmente amable de la naturaleza humana porque las cosas van muy bien. A menos que seas parte del llamado uno por ciento, las cosas probablemente no están yendo tan bien. (Estoy hablando de la mayoría, pero claramente no de todos, los países muy industrializados y con salarios elevados). El desarrollo de las economías posindustriales (“posfordismo”), basadas en la información o en el conocimiento, llevó al término de los trabajos estables, asegurados con contratos, un sueldo digno, un futuro y la promesa de una pensión razonable al jubilarse. (Ya saben estas cosas). En la economía del conocimiento trabajamos, en un buen número, por sueldos usualmente bajos. Incluso si no trabajas en esas “pegas” que generan plataformas como Mechanical Turk, Task Rabbit o Uber –por dar ejemplos–, de seguro trabajas gratis para las redes sociales por motivos laborales, de amistad y en buena medida también de autopromoción profesional. En el mundo del arte –y el periodismo, y quién sabe cuántos otros campos– han impuesto una jornada laboral de “24/7” sobre su mano de obra profesional, y no solo en sus escalas más bajas, como explicaré más adelante. El sector de servicios (alimentación, limpieza, hotelería y cosas por el estilo) y los trabajos del retail, además de imponer cada vez mayor inseguridad y horarios laborales inciertos, instala a los empleados más abajo en la pirámide social. ¿Ser obsequioso, incluso servil, para mendigar una propina? ¿Meter conversación como un conductor de Uber para obtener un buen “feedback” por la amabilidad? ¡Todas las transacciones deben ser calificadas! ¿Son estos comportamientos de verdad agradables?
La presión social por ser simpático es mucho más profunda que el imperativo de las buenas relaciones entre vecinos. Dice mucho de una obligación, en las economías neoliberales, de inventar, interpretar y adiestrar sistemáticamente un Yo transaccional.[1] “Muy amable” en realidad significa “no conflictivo” o “transacción de bajo costo”. Un principio básico del neoliberalismo se resume en la famosa frase “la sociedad no existe”.[2] Eso significa que tú eres totalmente responsable de cualquier consecuencia, ya sea relativa a una enfermedad, al éxito laboral o a la amistad. Así, la derecha republicana estadounidense exige arreglárselas por los propios medios: la gente debe asumir la responsabilidadpersonal renunciando a cualquier ayuda gubernamental. Los derechistas del Reino Unido inventaron el mote de “Estado niñera” para referirse a los programas de ayuda gubernamental. Como un eco del darwinismo social del siglo XIX, se consideró que la ayuda a los pobres dañaba la salud moral y el bien de la sociedad (y posiblemente la “raza”).[3] Pero el concepto de bien común fue arrasado mucho más allá de la frontera que separa a los “pobres que no merecen ayuda porque no quieren trabajar” (the undeserving poor), de todos los que están fuera de ciertos segmentos elevados. Esta responsabilidad se ofrece como libertad: libertad de ataduras, pero también libertad de obligaciones indeseadas. La llamada generación millennial ha crecido entendiendo que cada persona es responsable de moldear su yo más exitoso y vendible, y de evitar la trampa de la lealtad laboral, ya que los trabajos tampoco ofrecen ninguna promesa de lealtad.
El mundo del arte es quizás un caso especial. Es posible que los artistas –dejando de lado sus felicitaciones y condolencias prefabricadas en Facebook, destinadas a la progenie, los padres y las mascotas– no se dediquen profesionalmente a cultivar la simpatía. Algunos curadores y varios historiadores del arte parecen inclinarse por una dignidad perversamente distante. Pero gran parte del aparato institucional a cargo de la distribución, la circulación, la publicidad y las ventas forma parte de una ofensiva de encanto y seducción a largo plazo. La economía de la experiencia, al igual que la economía del cuidado, exige un enfoque que viene de las relaciones públicas. Una alta proporción del personal de museos y galerías, aquellos que deben comunicarse con gente de afuera y de adentro son, como la gran mayoría de los trabajadores de relaciones públicas, mujeres –un “gueto de cuello rosado”, es decir, un gueto femenino–, con todos los perjuicios que eso aún implica.[4]
En la economía de la experiencia, uno de los objetivos principales de los museos ha pasado a ser la promesa no de fomentar ni incitar la cultura o la contemplación, sino de edificar y sorprender a los visitantes, que van desde niños pequeños hasta ancianos y gente de todas las clases sociales.[5] La economía de la experiencia exige autenticidad, lo que axiomáticamente se transforma en una falsa emoción exacerbada. Tal como el lenguaje “buena onda” de las relaciones públicas, los museos y galerías están públicamente emocionados, entusiasmados y encantados; como una vez dijo en broma y a la pasada mi amigo, el artista Tim Porges, estar emocionado es el negocio principal del mundo del arte. Como en Facebook, no existe un botón “No me gusta” (aunque ahora hay un botón de “enojado”, de “triste”; uno de risas, otro de sorpresa).
Las comunicaciones en el negocio del arte, en especial los correos electrónicos entre museos, galerías y artistas, muestran tropos más limitados –ni casuales ni demasiado formales–, emplazados en un espacio lingüístico hasta hace poco inhabitado, y en general confinado a saludos y encabezados extrañamente elaborados. En estos documentos laborales, una fórmula hoy común –después del aún formal “querido(a)”– es “espero que este mensaje te encuentre bien”.[6] Una intrusión en lo personal que es a la vez vacía, confusa y no más significativa que un beso al aire. Esta vaga invocación corporal es una regresión imaginaria al modo epistolar victoriano, por lo que uno podría pensar que no se trata tanto de cortesía sino de cortesanía. En un registro más coloquial, las despedidas estándar se exageran de forma tal que “mis mejores deseos”[7] se eleva a “todos mis mejores deseos”, y “que tenga un buen día” pasa a ser “¡que tenga un gran día!”, y así. Esto viene más de la cultura de las ventas que de la escritura epistolar victoriana, pero, sea como sea, ha reemplazado de manera decisiva los cierres formales.[8]
Una amiga inglesa mira en menos toda esta “cháchara amable” tildándola de “hábito de las gallerinas” (como se llama en inglés a las recepcionistas jóvenes de las galerías, de actitud fría y displicente como una bailarina de ballet): creen que hablar así es de cuico. Bueno, quizás en Inglaterra, pero para nosotros –al menos en Estados Unidos– suena extrañamente forzado, como un eco lejano de otra época –o incluso de una época imaginaria. Pero su comentario me recuerda que la cortesanía inevitablemente remite al rango de los subordinados sometidos a los caprichos de un pez gordo. No por nada, el mundo del arte ha sido comparado con la nobleza, un grupo prisionero de la realeza y de las altas burguesías, quizá hasta medio hambriento, pero que al parecer no pierde las esperanzas y aspiraciones de lograr tanto el favor como el acceso a esas altas esferas. Ambición, acceso, información rentable, adulaciones, chismes, luchas internas, competitividad expresadas con el cuerpo y a través de los modales… todo esto lleva a la creación de un grupo de cortesanos muy genuflexos que esperan una entrada al santuario de puestos respetables, aunque sea en los confines de la corte o, peor, en su trastienda.
El auge de la cortesanía coincide con la gentrificación. En medio de la explosión de la riqueza de la clase terrateniente, ganarse sus favores es la conducta habitual de los desposeídos, en un reino donde la tierra es lo más valioso. Este régimen de valores geográficos tiene su eco, como lo recuerda Fredric Jameson, en la figura dominante del curador, quien es contratado para distribuir los preciados bienes de una exposición.[9]
Se subentiende que la corte del arte, con sus súbditos principalmente femeninos, está fuera de la jornada laboral de cinco días y de 40 o 35 horas semanales (obligatoria para empleados asalariados en la mayoría de los países); sus miembros mal pagados y sobrecargados cumplen su semana de trabajo estando, tanto como pueden, disponibles y dispuestos a trabajar todo el tiempo.[10]
Los abogados jóvenes empezaron a hacer esto dos o tres décadas atrás, pero tenían como fin obtener un ascenso rápido para lograr ser socio de un bufete y ganar un montón de plata. En el mundo del arte, como en otros campos, este exceso de trabajo a menudo es necesario básicamente para no perder el puesto. Así que culpen a la inseguridad laboral y a las limitaciones de personalidad que provoca el neoliberalismo, cuando el asistente de un curador les escriba durante la noche de un fin de semana. Tiene que existir un apego profundo al trato del cortesano o el sistema entra en crisis.[11]
Algo de nuestro desconcierto frente a la forma en que la gente se presenta, viene seguramente del hecho de que una gran parte de nuestra comunicación ocurre en el espacio “incorpóreo” del texto online, a menudo con gente que no conocemos y sin el amparo que las presentaciones hechas por intermediarios –gente conocida para ambas partes– suelen ofrecer. Las comunicaciones digitales nos privan del sesgo performático del habla, una parte poderosa de la interacción verbal. Lo que podríamos llamar un habla torcida –que incluye el humor, el escepticismo, la ironía, el sarcasmo–, queda seriamente dañada cuando no hay un rostro, un cuerpo o una voz para expresar esos significados de un modo matizado.[12] No obstante, estos elementos figuran muchísimo en el comportamiento prefabricado que se puede ver en la televisión, en el cine y en gran parte de la vida pública. (Skype llena en parte este vacío expresivo de la comunicación digital). El emoticón o el emoji y el humilde signo de exclamación, sin mencionar el simple JAJAJA, se han adherido al vocabulario para tranquilidad nuestra y de quienes nos leen. Pero tanto el lenguaje matizado como los signos tranquilizadores usualmente son inapropiados en las relaciones comerciales, lo que provoca ansiedad, ya que nuestros correos podrían ser malinterpretados. De ahí que existan esas fórmulas de saludo libres de cualquier ansiedad y llenas de ¡dicha!, ¡júbilo! y ¡total compromiso!
La parafernalia de “preocuparse por los demás” –las prácticas femeninas erradicadas de lo público– ha sido adoptada de forma táctica por el mundo empresarial.[13] Cada intercambio orientado al servicio, incluyendo a los bots virtuales y a los empleados de call–centers remotos, deben supuestamente envolvernos en una calidez acogedora e infantilizante, al mismo tiempo que cada empleado, real o ficticio, está expuesto al feedback y a la evaluación por esos mismos criterios.[14] La economía tecnológica se jacta de su identidad, como si fuera una suerte de espacio contracultural post–hippie, que hoy todos ven como una empresa visionaria y disruptiva. Pero esta destacada “nueva economía”, al igual que nuestros falsos amigos, despliega las mismas viejas prácticas corporativas predatorias, remozadas con “historias encantadoras y sentimentales del nuevo idealismo empresarial, una fe en el heroísmo que define la innovación creativa”, en palabras del periodista Nathan Heller. Heller,[15] citando al académico Fred Turner, rastrea el origen de esto en la “cultura colaborativa de investigación de la Guerra Fría”, por lo que este fenómeno no sería más que el mismo vino en una botella nueva.[16]
Pero desde una perspectiva más materialista, orientada al trabajo, productivista y política, esta era ha estado marcada, según la descripción de Luc Boltanski y Ève Chiapello en The New Spirit of Capitalism,[17] por una ruptura radical ocurrida después de Mayo del 68, centrada en el paso del capitalismo industrial a una economía basada en el capital global de libre circulación, y en una fuerza de trabajo relativamente inmóvil.[18] Los flujos de población han aumentado de manera dramática, por supuesto, con millones de personas escapando del colapso económico, del desarraigo, de la explotación y de la guerra, convirtiéndose en refugiados o en mano de obra migrante para distintas clases de trabajo –legal e ilegal–, pero estos grupos no pueden esperar las mismas “fronteras abiertas” que se le ofrecen al capital.
El mundo del arte, también a partir de la década de 1960, entró en esta economía globalizada, y los artistas por lo general son trabajadores itinerantes que van a la zaga de instituciones flotantes y de las demandas del capital. Cuando nos quejamos de la pesadilla del mundo del arte manejado por el mercado, por su creciente institucionalización y sus caminos pauteados hacia el “éxito”, deberíamos recordar que por lo general participamos en él, en su búsqueda alienante y enfermiza por obtener una ventaja competitiva, y rara vez pensamos qué impacto tiene eso a todo nivel.
Es tiempo de decir: no más, Señor Buena Onda.
Traducción de Virginia Moreno.
Notas
[1] Una consecuencia es la convicción de que la principal obligación de una persona es cuidar su cuerpo, convicción expresada por todo el espectro político. Hay mucha literatura sobre el engaño de los programas de coaching que prometen ayudar a gente desesperada o a mujeres de mediana edad que buscan trabajo para producir su mejor y más vendible Yo. Ver, por ejemplo, el libro de Barbara Ehrenreich Sonríe o muere: latrampa del pensamiento positivo, Editorial Turner, 2011.
[2] La famosa frase de Margaret Thatcher, dicha a la revista Woman’s Own, fue: “Hay hombres y mujeres individuales y hay familias… La sociedad como tal no existe”. https://www. margaretthatcher.org/document/106689
[3] Lo que estaba ocurriendo, obviamente, era una redistribución de la riqueza de los pobres hacia los ricos, además de una flexibilización de las regulaciones a los negocios y los impuestos.
[4] Ver el artículo de Jennifer Pan en la revista Jacobin sobre los trabajadores del rubro de las relaciones públicas, quienes evocan el desprecio que prácticamente todo el mundo siente por ellos. https://www.jacobinmag.com/2014/06/pink–collar/
[5] Los motivos que explican los cambios en la función social de los museos son muy complejos para que los desarrolle acá, aunque ya lo he hecho en varios otros lugares. Fredric Jameson, en su artículo “La estética de la singularidad”, dice que el museo se ha transformado en un “espacio popular y de cultura de masas, visitado por multitudes entusiastas y que anuncia sus nuevas exposiciones como atracciones comerciales”.
[6] Algunos han sugerido que la prevalencia de la enfermedad y la muerte en el siglo XIX en Occidente hacía razonable dar la esperanza de que nada desafortunado había ocurrido entre el envío de una carta y su recepción.
[7] Signo temprano de una era de entusiasmo forzado que empezó a comienzos de los años 70.
[8] El vocabulario del inglés estadounidense, sin olvidar el inglés internacional, parece estar reduciéndose de manera drástica, al tiempo que se hunde en una fraseología infantil: se usa “malo” (mean) para decir “desagradable” o “descortés”; “enorme” (huge) para decir “grande”; “asombroso” (amazing) para decir “bueno”; “increíble” (incredible) para decir “muy bien” o “excelente”; mientras que cuando a alguien “no le gusta” algo lo “odia” (hate); “gustar” es “amar” (to love), y así.
[9] Ver: Fredric Jameson, “La estética de la singularidad”. En: New Left Review, Nº 92, 2015, págs. 129–161.
[10] No hay espacio acá para abordar la presión que se ejerce sobre los trabajadores no directivos para trabajar más sin recibir pagos por horas extras. Ver: “¿Quién es dueño de tus horas extras?”, The New York Times, 22 de junio de 2015. Cito: “Los empleados en Estados Unidos actualmente trabajan más horas que los de cualquiera de las diez potencias económicas, exceptuando Rusia (de China, eso sí, no tenemos buenos datos). Cuando el tiempo que excede las 40 horas de trabajo no tiene costo alguno para el empleador, la tentación de pedir más es casi irresistible. Pero para la mayoría de los empleados sobre los que no rigen normativas de horas extras, sus jefes tienen pocos incentivos para buscar formas de usar su tiempo de manera eficiente”. Más dudosa es la afirmación de la autora del artículo, Fran Sussner Rodgers –asesora empresarial–, que dice que esto “no se trata solo de ser remunerado de manera justa por cada hora de trabajo. Se trata de usar bien el tiempo… una abrumadora mayoría de empleados no resiente el hecho de dedicar tiempo claramente dirigido a los clientes o al éxito de la empresa”.
[11] Los artistas deben mantener algo de fe en el sistema de galerías incluso si se muestran escépticos ante su funcionamiento.
[12] Se puede obtener una imagen cómica de cómo se vería la automatización del trabajo afectivo aplicado a los e–mails a partir de la app (o aplicación informática) de Gmail EmotionalLabor, de Joanne Mcneil.
[13] Las empresas podrán adoptar ciertos tintes maternales en sus transacciones, pero entre los visionarios “pioneros de la tecnología” siempre está adscrita una fuerte identidad masculina, de la misma forma en que se usan tácticas empresariales despiadadas.
[14] El sentimiento que la mayoría de la gente expresa –comprensiblemente– cuando se le pregunta por su experiencia con las “mesas de ayuda” es rabia incipiente, contra la que es desplegada preventivamente esta falsa preocupación de la que hablo.
[15] Nathan Heller, “Naked Launch”. En: New Yorker, 25 de noviembre de 2013, pág. 69.
[16] Ver el libro de Fred Turner From Counterculture to Cyberculture: Stewart Brand, the Whole Earth Network, and the Rise of Digital Utopianism (University of Chicago Press, 2010). El capitalismo hippie continúa, obviamente: ver Ronda Kaysen, “The Millennial Commune”. En: The New York Times, 31 de julio, 2015.
[17] Luc Boltanski y Ève Chiapello, El nuevo espíritu del capitalismo. Akal, 2002.
[18] O, en palabras de Badiou, el aumento gradual de la visibilidad política de los trabajadores industriales.
1. En 2015, como si no hubiera tiempo, encima de los atentados contra la revista francesa Charlie Hebdo, Slavoj Zizek publicó un libro, Islam y modernidad, en el que intenta comprender lo ocurrido. Quizás adivinando las críticas, el filósofo esloveno comienza así su ensayo: “Ahora, cuando todos nos encontramos en estado de shock tras la matanza en las oficinas de Charlie Hebdo, es el momento justo de reunir el coraje de pensar. Ahora y no más tarde, cuando las cosas se calmen, como tratan de hacernos creer los partidarios de la sabiduría barata: lo difícil de combinar es, precisamente, la tensión del momento y el acto de pensar. Pensar en el sosiego que se instaura con el paso del tiempo no genera una verdad más equilibrada, sino que, más bien, normaliza la situación, permitiéndonos evitar el filo cortante de la verdad”.
2. Cinco años después, una pandemia de coronavirus recorre el mundo y, en medio del shock, Zizek de nuevo juega con ese filo cortante. Lo mismo han hecho otros filósofos e intelectuales, ya sea con libros, artículos o entrevistas; entre ellos, los estadounidenses Naomi Klein, Jared Diamond y Judith Butler, el surcoreano-alemán Byung-Chul Han, el israelí Yuval Noah Harari, los italianos Giorgio Agamben, Nuccio Ordine y Paolo Giordano, los españoles Paul B. Preciado, Adela Cortina y Santiago Alba Rico, la argentina Beatriz Sarlo, por citar solo algunos nombres. En Chile ya han escrito o hablado sobre la pandemia y sus circunstancias, el presente y el futuro, intelectuales como Pablo Oyarzún, Carlos Peña, Diana Aurenque, Diamela Eltit, Cecilia Sánchez, Agustín Squella y Pedro Gandolfo.
3. Ya la crisis de octubre trajo prontamente libros que intentan comprenderla, algunos que estaban siendo escritos desde antes y que cambiaron luego de octubre, y otros que nacieron directamente del estallido. Entre los primeros están Hasta que valga la pena vivir y Feminismo y revolución, de Constanza Michelson y Aïcha Liviana Messina, respectivamente. Entre los segundos: Octubre en Chile, de Hugo Herrera; Antes de que fuera octubre, de Óscar Contardo; Pensar el malestar, de Carlos Peña; Octubre chileno, de Carlos Ruiz; Big Bang, de Alberto Mayol; Sobre la marcha, de Patricio Fernández; y El porvenir se hereda, de Rodrigo Karmy.
4. Sea octubre, sea el coronavirus Covid-19, la pregunta (y a veces la burla) que ronda a estos intentos de comprensión es si llegan muy pronto, si, en medio de la crisis, de cualquier crisis, incluso de los muertos, no será mejor el silencio; algunos, quizás, dirán o ya han dicho que es tiempo de actuar, no de pensar, de que hable la ciencia. ¿Aportan o no al momento los intelectuales? ¿Por qué pensar, o no, aquí y ahora?
5. “¿Nos cambia el ojo y el sentir la pandemia y la aparición feroz de la muerte y la falta de control? Por supuesto. Pero eso no significa que debemos detener el ejercicio humano del pensar, de interrogar la escritura de los fenómenos. No todos sabemos de epidemiología, claro; pero seguramente habrá otras disciplinas que tienen algo que decir, quizás preguntar”. Eso escribió en su Facebook Constanza Michelson. Apuntaba a quienes dicen que hoy solo es tiempo de ciencia: “Me parece tan absurdo hacer teoría crítica desconociendo el lugar de la ciencia, como viceversa. Como si no estuvieran ambas posiciones intrincadas”.
6. En un artículo publicado en “Artes y Letras” de El Mercurio, donde se invitó a intelectuales chilenos a reflexionar sobre el momento, el periodista que firma la nota, Roberto Careaga, consigna lo siguiente: “Una de las personas consultadas para este reportaje prefirió no contestar, argumentando que no tenía interés en contribuir a aumentar la cháchara ambiente, disfrazada de debate. Nadie tiene idea realmente”. Si la condición para pensar es no saber (Sócrates), entonces no tener idea realmente de qué pasa o pasará con nosotros y el mundo ahora y después del Covid-19 –si es que algo pasa– es una razón para pensar, para atreverse a pensar, no para acallar o renunciar al pensamiento. Pensar, por supuesto, incluye la opción de reconocer que no tengo nada que decir; se llega a esa conclusión, precisamente, cuando se ha pensado.
Será, quizás, que pensar nunca tuvo que ver con tener la razón, sino con imaginar, ensayar, dudar y atreverse en lo desconocido, en lo que ignoramos. Puede ser un esfuerzo fútil, pero, ¿cuándo ha sido eso un obstáculo para los afanes humanos?
7. Incluso se puede pensar, reflexionar, para criticar los pensamientos y reflexiones apresuradas que ya sentencian un cambio de mundo. ¿Cómo podríamos dejar de pensar y decirnos humanos? Pensar, se entiende, como eso que hace un cuerpo tocado por la realidad, que está en el mundo. Pensar en sentido mundano, no profesional, no académico, o no solamente; pensar como eso que puede hacer y hace cualquiera. A mí me gusta que se esté pensando (y escribiendo) sobre la marcha; por supuesto hay gente que dice estupideces, tal vez aquí mismo hay varias estupideces; pero el error, creo, es pretender que esas reflexiones sobre la marcha sean más que eso, más que tanteos. Puede que sean textos que se terminan en sí mismos y listo. Cháchara, sí, como casi todo lo que hacemos.
8. Quizás el error (o tal vez la falta de pensamiento) esté en quien lee esos libros, artículos y entrevistas como profecías o edictos (para creer o rechazar) en vez de hacerlo como ensayos, tentativas, como oportunidades para hacerse preguntas, también para rebatir, como una posibilidad de seguir pensando, de alimentar la imaginación. Leí en esta misma revista los artículos que ha escrito Agamben sobre el virus; el italiano ha sido el más vapuleado por sus reflexiones, en particular por su primer artículo, publicado poco antes de que en Italia irrumpiera la hecatombe. En él casi dice que el virus es un invento de los gobiernos para imponernos restricciones. Pensar ahora, por supuesto, no se trata de negar la realidad del virus. Sin embargo, en medio de muchas exageraciones, o quizás abstracciones sin contingencia, pienso que Agamben hace preguntas pertinentes, preguntas que hacen pensar (no responder) sobre la condición humana. Lo que tal vez sea señal de que el pensamiento lo hace bien cuando pregunta, no cuando sentencia.
9. A propósito de las restricciones, la cuarentena, el encierro, las limitaciones impuestas, el trabajo a distancia, Agamben pregunta: “¿Qué llegan a ser las relaciones humanas en un país si se acostumbra a vivir de esta manera por no se sabe cuánto tiempo? ¿Y qué es una sociedad que no tiene otro valor que la supervivencia?”. También podríamos preguntarnos, no con moralina, no condenando, ¿qué visión de mundo está detrás del juicio que, ante la disyuntiva de tener que elegir entre dos vidas, escoge la más joven? ¿Por qué una mujer belga, mayor, vieja, pidió que la desconectaran del respirador artificial para cederlo a alguien más joven? “Yo tuve una buena vida”, dijo. ¿Hay que buscar ahí la respuesta?
10. Hay veces en que el pensamiento puede ser tan apresurado que llega antes que los hechos. Le pasó al hombre loco –un personaje de La gaya ciencia de Nietzsche– que constató la muerte de Dios y fue objeto de las burlas de sus contemporáneos; y directamente a Nietzsche, pensando a fines del siglo XIX el nihilismo del siglo XX (no hay futuro, no hay alternativa). También hay casos más concretos, más terrenales y hasta noticiosos; la actualidad puede ser reflexiva: Jürgen Habermas diciendo, en pleno 1967, frente al voluntarismo de los líderes de la revuelta estudiantil alemana que defendían la revolución por cualquier medio, que eso era “fascismo de izquierdas”; o Hannah Arendt, también en plenas revueltas estudiantiles, pero en Estados Unidos, advirtiendo a los jóvenes que destruir las universidades era destruir la posibilidad de existencia de un movimiento estudiantil. O en Chile, en 1980, en el teatro Caupolicán, antes del plebiscito constitucional, cuando Jorge Millas cuestionó las condiciones del mismo y pensó: “El nuevo orden político será, por falta de autenticidad del consenso originario, un verdadero desorden espiritual. (…) El problema de la Nueva Constitución seguirá siendo la gran tarea histórica de los chilenos libres”.
11. Cuando Descartes, en la soledad de su hogar, dijo pienso luego existo, lo que descubrió fue que solo podía tener certeza de que existía cuando estaba pensando, es decir, cuando dudaba. Se piensa, se duda, se existe ahora. John Gray escribió en New Statesman: “Una ventaja de la cuarentena es que puede usarse para volver a pensar. Despejar la mente del desorden y pensar cómo vivir en un mundo alterado es la tarea a mano. Para aquellos de nosotros que no estamos sirviendo en la primera línea, eso debería ser suficiente para este momento”.
12. Por supuesto pueden equivocarse quienes reflexionan y escriben en medio de una crisis, ser desmentidos por el futuro; es lo más probable. Será, quizás, que pensar nunca tuvo que ver con tener la razón, sino con imaginar, ensayar, dudar y atreverse en lo desconocido, en lo que ignoramos. Puede ser un esfuerzo fútil, pero, ¿cuándo ha sido eso un obstáculo para los afanes humanos? “Las ideas –escribió Martín Cerda– trabajan siempre con el futuro. Son el aporte humilde que un hombre, visualmente apaleado por la adversidad, la soledad y la incomprensión, hace a otros hombres que, desde el próximo horizonte, anuncian que todavía es posible otra vida”. Hablar del “coraje de pensar” parece grandilocuencia, puede que lo sea, pero tal vez no significa más que lo que dijeron Pascal y Spinoza: somos un junco endeble, que piensa; y nuestra libertad consiste en ser conscientes de que no somos libres. ¿O no?
Hola – buen día – disculpe – le han dado la información sobre el seguro de la clínica – gracias; la respuesta a la aparición de la ejecutiva de los seguros complementarios es variable, algunos la dejan terminar, otros la interrumpen con una sonrisa y un no gracias ya tengo, otros no esperan que comience, ni la miran, y así va de puesto en puesto, donde todo es murmullo de timbres y llamados por el primer nombre, con su baraja de flyers y su lápiz como una especie de amable robot de pelo liso que se inclina con su frase ante la humanidad: Hola – buen día – disculpe – le han dado la información sobre el seguro de la clínica – gracias.
Nunca he visto a nadie acercarse o mostrar un mínimo interés, salvo para preguntar dónde queda el laboratorio o dónde la oficina de presupuestos, pero por algo existirá esa forma de venta, quizás con una persona que pique basta, cómo no picará una, tan solo una de las infinitas veces pronunciada la frase. Habría que sacar el cálculo de cuántas frases serán al día, o pensar que gana por frase pronunciada, ya que por insistencia la frase queda dando vueltas (como los virus en la sala de espera) y se mete en el inconsciente: seguro, seguro, tengo que contratar un seguro, se dirá más de alguien después y puede que vuelva. Pero en general la gente no pesca porque, o ya tiene uno, o no quiere ni puede sumar más gastos a su gran lista de gastos y tener un seguro no es de primera necesidad, se puede vivir sin ellos, apostando a que la ruleta del desastre no se mueva todavía. Queremos creer estar siempre sanos, a nadie le gusta imaginar un futuro en el que no estará sino enfermo haciendo uso de ese seguro complementario o arrepintiéndose de no haberlo tomado a tiempo.
Su puerto base está ubicado al final de los pasillos o al lado de los ascensores: una mesa sobre la que están desplegados los mismos trípticos de porcentajes y valores, la silla está vacía y en el frasco de vidrio en el que había dulces con el nombre de la empresa, solo queda un papel arrugado.
Pienso en otras formas de captar clientes y reboto: Mail: Spam. Mensaje: Eliminar. Redes: demasiada información e imágenes. Llamado: Cortar. Atacar por todos los flancos parece ser la consigna, pero también parece que lo más efectivo sigue siendo la mujer con el traje de dos piezas que va de puesto en puesto, pacientemente. El trato humano, directo, quién sabe si alguien contrata el seguro por simpatía o porque le recordó a una vieja amiga de la madre que llegaba a casa con la maleta de productos Avon. Una vez intenté ser vendedora de perfumes y terminé echando las muestras como desodorante ambiental en el baño o usándolas para activar el fuego de un asado vespertino en el Parque Intercomunal. Hay que tener talento para vender, y para cobrar todavía más; estar familiarizado desde la infancia con ese intercambio, de lo contrario se da bote.
Hice la prueba de moverme de lugar para ver si me volvía a ofrecer el seguro, dos veces cambié de puesto (la espera para sacarse sangre siempre es larga y hay que entretener al ayuno) y dos veces se me acercó Hola– buen día – disculpe – le han dado la información sobre elseguro de la clínica – gracias; es un trabajo, pienso, que es posible llevar a cabo borrando caras, viendo a los interlocutores como un gran mar por el que se navega con la premisa de avanzar, avanzar hacia el final de la jornada. De tanta gente que se ve y circula las caras se borran, una se traga a la otra, mientras se mira el reloj o el teléfono a la espera del turno, y vuelve a entrar la oferta del seguro y vuelve a salir la misma respuesta, como el sonido de un mecanismo, o un juego de espejos en el gran capital que neutraliza la temperatura de la sangre.
En abril de 1995, Umberto Eco dictó la conferencia “El fascismo eterno” para un grupo de estudiantes de la Universidad de Columbia, con la cual intentaba llamar la atención sobre los supuestos rebrotes de fascismo en el mundo, ofreciendo a su auditorio –y después a sus lectores, una vez su charla fue transcrita y publicada– una lista de 14 características típicas para identificarlo. Esta labor de síntesis, sin embargo, presentaba una particularidad: al no poseer una filosofía precisa, era imposible integrar en un solo sistema todas las características del fascismo. Incluso, advierte Eco, “muchas se contradicen mutuamente, y son típicas de otras formas de despotismo o fanatismo, pero basta con que una de ellas esté presente para hacer coagular una nebulosa fascista”.
Para el pensador italiano el fascismo es una fuerza siempre latente, por eso acuña los términos “fascismo eterno” o “ur-fascismo”, como una forma de catalogar aquellas manifestaciones que, sin coincidir al pie de la letra con el fascismo mussoliniano, merecen de todos modos el apelativo de fascistas. De manera que, bajo esta perspectiva, no hay una sola forma de fascismo, sino que este puede presentarse en todo momento y en cualquier lugar bajo los más diversos ropajes. Esta capacidad adaptativa descansa precisamente en su desarticulación teórica, pero sobre todo en la ausencia de un elemento esencial que lo haga perfectamente identificable. “Se puede jugar al fascismo de muchas maneras y el nombre del juego no cambia”, dice Eco. “El término ‘fascismo’ se adapta a todo porque es posible eliminar de un régimen fascista uno o más aspectos y siempre podremos reconocerlo como fascista”.
Esta visión ha sido la dominante desde que el fascismo apareció en escena, por sobre la mirada de quienes reconocen en él una entidad concreta e irreplicable. De otro modo no se explican las sucesivas alarmas sobre un retorno del fascismo, que actualmente en redes sociales y en los medios de comunicación reaparecen cada vez con mayor frecuencia.
Frente a este escenario, donde por otro lado todos se arrogan la clave para identificar quién es fascista –cayendo incluso en una distorsión total de la palabra (hay personas que califican a otras de fascistas, o “fachas”, por defender ideas liberales o de derecha)–, el académico Emilio Gentile en su libro Quién es fascista intenta demostrar que hablar de un retorno del fascismo, o de un “fascismo eterno”, carece de fundamento histórico.
Los fascistas de 1919 no eran antidemocráticos (aunque sí antiparlamentarios), de hecho impulsaban el sufragio universal masculino y femenino, y la política de rebajar la edad de voto a los 18 años. Estaban, por otro lado, contra el Estado centralizado y apoyaban el aligeramiento del aparato burocrático.
Gentile es profesor emérito de la Universidad de Roma La Sapienza y uno de los principales historiadores del fascismo italiano en el mundo. Ha publicado los libros Mussolini contra Lenin, Fascismo y El fascismo y la marcha sobre Roma, entre otros títulos, donde ha desarrollado puntos de vista no siempre coincidentes con las corrientes mayoritarias de la historiografía. Por ejemplo, en 1975 se le acusó de apologista tras publicar una investigación en la que intentaba acreditar la existencia de una ideología fascista, en circunstancias en que el grueso de los estudiosos negaban dicha característica. También ha entrado en controversias por recuperar la noción del fascismo como régimen totalitario, contradiciendo la tesis de Hannah Arendt desarrollada en Los orígenes del totalitarismo. Y la misma suerte ha corrido al analizar el fascismo como una ideología revolucionaria, moderna y anticristiana, negando la idea de que se trataba, por el contrario, de un fenómeno reaccionario, tradicionalista y beato.
“Introducir la eternidad en la historia humana, atribuir la eternidad a un fenómeno histórico, aun con las mejores intenciones, implica una grave distorsión del conocimiento histórico”, escribe el autor al inicio de Quién es fascista. El empobrecimiento del concepto fascismo, hasta llegar a significar prácticamente nada, se debería según él a una “desfascistización del fascismo”, proceso por el cual se ha desprovisto de sus características identitarias al fenómeno. Por un lado, están los que, como Umberto Eco, frente a cualquier manifestación que comparta una o más similitudes con el fascismo, creen acertado tachar aquella manifestación como “fascista”; y por el otro, los que reducen el fascismo solamente al mussolinismo, reconociendo la figura del Duce como su único elemento identificable. “Que Mussolini ha sido un componente originario, fundamental, dominante en la historia del fascismo es una evidencia innegable. Pero la relación entre Mussolini y el fascismo nunca se ha caracterizado por una especie de identificación, en la que Mussolini reabsorbía en sí mismo todo el fascismo”, escribe el historiador. “El fascismo fue un movimiento, partido y régimen muy complejos en su desarrollo histórico. Desde el punto de vista organizativo, cultural e institucional, el fascismo era la resultante de muchos componentes, que en Mussolini tenían, por así decir, su síntesis, pero sin agotarse en su persona”.
El fascismo antes del fascismo
Pese a las duras críticas profesadas por Gentile a lo largo de su libro a quienes hablan de un retorno del fascismo, el investigador italiano reconoce que el término es problemático y que su propia historia ha colaborado en sembrar la confusión. Una mirada retrospectiva encaminada a examinar los sentidos que ha tenido la palabra hasta llegar a una definición precisa de ella, es una tarea a ratos laberíntica. Para comenzar, señala el historiador, hay que aclarar que el adjetivo “fascista” existió antes que el sustantivo “fascismo”, siendo la primera en su sentido primigenio una derivada de la palabra “fascio”. “Fascio”, en el escenario político italiano del siglo XIX y principios del XX, era la denominación que recibían distintas asociaciones de izquierda. Existieron, por ejemplo, los fascios obreros de la Italia del norte y los fascios de los trabajadores sicilianos. Y fue concretamente en relación a este último que se usa por primera vez el adjetivo “fascista” en 1893.
Escribe Gentile: ‘Con rápida conversión, Mussolini renegó del movimiento antipartidista, democrático, antiestatalista, libertario e individualista, y se convirtió en el primer propagandista y en guía político de un partido armado estatalista, antidemocrático, antiindividualista, antilibertario’.
En el curso de la segunda década del siglo XX el apelativo “fascista” se volvería más frecuente en el debate público, pero continuaba en su sentido original designando a los miembros de un fascio, sin denotar hasta ese momento ninguna visión política en concreto, sino solamente una forma de organización. Fue el propio Mussolini, en 1919, durante un discurso en Fiume dirigido a sus correligionarios de los Fascios de Combate, quien funda el sustantivo “fascismo”. A partir de ese punto, la palabra “fascista” pasa a referirse a un programa político en particular: el programa político de los Fascios de Combate.
Sin embargo, aquí viene uno de los puntos problemáticos, pues las ideas que aglutinaban a los Fascios de Combate, según Gentile, no serán las mismas ideas que más tarde aglutinarán al fascismo que llegará a convertirse en régimen. Como explica el autor, los fascistas de 1919 no eran antidemocráticos (aunque sí antiparlamentarios), de hecho impulsaban el sufragio universal masculino y femenino, y la política de rebajar la edad de voto a los 18 años. Estaban, por otro lado, contra el Estado centralizado y apoyaban el aligeramiento del aparato burocrático. No eran revolucionarios, ni anticapitalistas y despreciaban la demagogia y el populismo. “Finalmente”, se lee en su descripción, “el fascismo diecinuevista no quería ser ni convertirse en un partido político: antes bien, se declaraba ‘antipartido’, movimiento de minoría aristocrática que despreciaba a los partidos organizados de las masas gregarias, a los que contraponía una participación libertaria en la vida política”.
1921 será el año de surgimiento del “fascismo histórico”, aquel que dominará Italia durante las próximas dos décadas. El hecho que marca esta nueva resignificación de la palabra es la aparición del escuadrismo, las fuerzas de choque derivadas de los Fascios de Combate que dieron el carácter de movimiento miliciano al fascismo. Los escuadristas solían ser jóvenes que habían combatido en la Primera Guerra Mundial y que reclamaban un retorno a aquella Italia gloriosa, encarnada en la imagen mítica de la antigua Roma. Luego de llevar a cabo los primeros atentados contra sus adversarios políticos, y viendo la enorme adhesión que estaban obteniendo rápidamente en varias regiones del país, Mussolini buscó desmovilizar a los grupos armados y convertir el escuadrismo en un partido político. Pero los jefes provinciales de las escuadras, cuenta el autor, “le negaron la paternidad del fascismo, echándole en cara que su fascismo había sido un minúsculo movimiento urbano, mientras que el nuevo fascismo escuadrista no le debía casi nada”.
Aunque buena parte de sus miembros y líderes provenían de los Fascios de Combate, el escuadrismo desarrolló posturas radicalmente distintas. Mussolini, que ya tenía historial en cambiar abruptamente de perspectiva (en 1914 abandonó el Partido Socialista para convertirse en un férreo antimarxista), abrazó el nuevo programa emanado de las escuadras. Escribe Gentile: “Con rápida conversión, Mussolini renegó del movimiento antipartidista, democrático, antiestatalista, libertario e individualista, y se convirtió en el primer propagandista y en guía político de un partido armado estatalista, antidemocrático, antiindividualista, antilibertario”.
Aunque de distinto modo, y no solamente asociada a los comunistas, hoy persiste con mucho ímpetu la obsesión por encontrar fascistas en todos lados. Sin embargo, como ocurrió en la Italia de la década del 20 del siglo pasado, esta actitud, en lugar de ayudar a la democracia, quizás está consiguiendo que las verdaderas amenazas pasen inadvertidas.
Demócratas… sin ideal democrático
El uso del calificativo “fascista” para referirse a las más variadas expresiones políticas no es un fenómeno solo de las últimas décadas. El término fue utilizado indiscriminadamente desde el comienzo. Para el historiador italiano, uno de los motivos de la consolidación mussoliniana fue precisamente la división entre sus opositores, los que no lograron concentrar fuerzas en un bloque común debido a las distorsiones a las que fue sometida la palabra, lo que llevó a algunos a encontrar fascistas por todos lados, tachando como tal incluso a movimientos que habían dado clara prueba de su antifascismo. En esta obsesión por desenmascarar fascistas, fueron los comunistas italianos los que llegaron más lejos con sus acusaciones, hasta el extremo de considerarse la única fuerza realmente antifascista. Como se leía en las páginas de la revista El Estado Obrero en 1927, cualquier otra fuerza distinta del comunismo “por mucho que se proclame antifascista, está condenada a convertirse en una fuerza de apoyo al régimen reaccionario actual”.
Durante una década, de 1924 a 1934, los comunistas acusaron a los socialistas, a los socialdemócratas, a los liberales y a los conservadores de ser fascistas, puesto que, según ellos, todos eran traidores del proletariado y compartían bases ideológicas. Los comunistas, escribe Gentile, tenían la convicción “de ser los únicos que habían comprendido, con su análisis de clase y anticapitalista, qué era verdaderamente el fascismo en realidad –más allá de los aspectos propios del fascismo como partido y como régimen-, y esta realidad estaba formada por la burguesía y el capitalismo, matrices y sustancia del fascismo. Por consiguiente, para los comunistas cualquier antifascista que no luchaba para derribar también, además del régimen fascista, a la burguesía y al capitalismo, era objetivamente semifascista o socialfascista”.
Aunque de distinto modo, y no solamente asociada a los comunistas, hoy persiste con mucho ímpetu la obsesión por encontrar fascistas en todos lados. Sin embargo, como ocurrió en la Italia de la década del 20 del siglo pasado, esta actitud, en lugar de ayudar a la democracia, quizás está consiguiendo que las verdaderas amenazas pasen inadvertidas. Gentile hace un esfuerzo en esa dirección e intenta dilucidar los peligros que asolan actualmente a las sociedades.
Su observación es que la democracia ha terminado reduciéndose a una mera participación periódica de la ciudadanía en elecciones, mientras en el poder continúan dominando castas y grupos que, al margen de haber sido escogidos, gobiernan con un espíritu distinto al del bien común. Esta situación ilustra una disociación entre el método y el ideal democrático. Por una parte, se respeta la voluntad de la mayoría expresada en las urnas, pero por otro, se dirige políticamente sin atender esa máxima democrática del “gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo”. A esta situación Gentile la llama “democracia recitativa”. De modo que, como expresa en los últimos pasajes de su libro, actualmente “el peligro real no son los fascistas, reales o presuntos, sino los demócratas sin ideal democrático”.
Quién es fascista, Emilio Gentile, Alianza, 224 páginas, $13.000.
“Hace un rato me estaba paseando por el cuarto”, se lee al inicio de El pozo, la primera novela de Juan Carlos Onetti, publicada a los 30 años, en 1939. “Me paseaba con medio cuerpo desnudo, aburrido de estar tirado, desde mediodía, soplando el maldito calor que junta el techo y que ahora, siempre, en las tardes, derrama adentro de la pieza”, anotaba el joven narrador uruguayo como si hubiese estado describiendo su vejez: el creador que decidió quedarse en su hogar, leyendo, bebiendo y fumando en su última década de vida.
“Juan dormía, comía, leía y hacía el amor, todo en la cama”, recordó su viuda Dorotea Muhr, más conocida como Dolly, en 2018. “En realidad era pereza”, señaló entonces a la agencia de noticias EFE. Dolly y Onetti se conocieron en 1945 y se instalaron en 1974 en Madrid, España.
“Onetti estaba más vivo en la cama que mucha gente de pie y a pie”, dijo Dolly al diario español ABC, en 2006. “Es una leyenda lo del ‘hombre permanentemente acostado’. En realidad, únicamente al final de su vida prefirió quedarse en la cama, a consecuencia de un problema de salud que le mermó la movilidad de una pierna. Juan leía en la cama. Es más cómodo que en un sillón”, agregaba.
En la primera página de una de sus obras más memorables, La vida breve, Onetti escribió: “Cuando su voz, sus pasos, la bata de entrecasa y los brazos gruesos que yo le suponía pasaban de la cocina al dormitorio, un hombre repetía monosílabos, asintiendo, sin abandonarse por entero a la burla”.
El creador de Santa María, de personajes que oyen entre paredes conversaciones ajenas, de hombres que huyen a otros territorios, de apostadores resignados que observan paisajes baldíos, sitúa a sus criaturas, según el narrador mexicano Juan Villoro, ‘en la hiperrealidad de un cuadro de Edward Hopper. La descarnada veracidad de sus situaciones es ajena a todo artificio’.
El creador de Santa María, de personajes que oyen entre paredes conversaciones ajenas, de hombres que huyen a otros territorios, de apostadores resignados que observan paisajes baldíos, sitúa a sus criaturas, según el narrador mexicano Juan Villoro, “en la hiperrealidad de un cuadro de Edward Hopper. La descarnada veracidad de sus situaciones es ajena a todo artificio. Como Hopper, encierra la tristeza en cuatro paredes y perfecciona la significación de una media raída, un cenicero que nadie limpia, una alfombra donde las manchas fueron hechas por otras personas”.
El encierro real ocurrió en España. El país europeo fue el exilio de la pareja. En Montevideo Onetti había estado encerrado tres meses en un psiquiátrico, por orden del dictador Juan María Bordaberry. En Europa los años fueron más plenos. El autor de Para una tumba sin nombre (1959), El astillero (1961) y Juntacadáveres (1964) recibió el Premio Cervantes en 1980, entonces dotado de 10 millones de pesetas. En la ceremonia del Cervantes, en un momento le preguntó al rey Juan Carlos, quien estaba a su lado: “¿Tienes fuego?”. Y ante la negativa del monarca, Onetti se apartó.
“Escribí la palabra muerte”
El video está en YouTube. Se lo puede ver agradeciendo el Premio Cervantes. Pareciera un hombre confuso, aburrido de sus propias palabras, con ganas de volver pronto a su hogar, a su pieza. “Llegué a España con la convicción de que lo había perdido todo, de que solo había cosas que dejaba atrás y nada que me pudiera aguardar en el futuro. De hecho, ya no me interesaba mi vida como escritor”, dijo en su discurso.
En el sitio web también hay disponible un diálogo con Onetti, quien falleció a los 84 años, en 1994, debido a problemas hepáticos. Se llama Entrevista a Juan Carlos Onetti desde la cama. Las primeras imágenes muestran a un hombre que podría ser un vagabundo fumando y exhalando humo por las narices. A los pocos segundos, asoma una mujer. Es Dolly, quien le arregla el pelo a “el más grande novelista latinoamericano”, como dijera Julio Cortázar.
Onetti está con una camiseta en cama. Parece no importarle nada. En su velador hay una ruma de libros. En las paredes de la pieza hay reproducciones de fotos y pinturas. Se ve a Carlos Gardel y una obra de Salvador Dalí (Muchacha en la ventana). El escritor tiene en sus manos dos cajetillas de cigarrillos marca Silk Cut.
En una de esas imágenes, Onetti lee un ejemplar del autor británico, James Hadley Chase. En otra fotografía, en blanco y negro, se le puede ver leyendo un libro de Joseph Conrad. Además, releía con devoción títulos de Raymond Chandler, Georges Simenon, Jim Thompson, Dashiell Hammett y William Faulkner.
“Tú me habías dicho que no se trataba de una entrevista y me estás entrevistando”, dice Onetti a quien se lo puede ver en varias fotos, buscando en Google, leyendo en cama. Incluso hay una donde aparece con un revólver apuntando a quien lo retrata. El narrador tenía una pistola de juguete para molestar a los periodistas que llegaban a su departamento.
En una de esas imágenes, Onetti lee un ejemplar del autor británico, James Hadley Chase. En otra fotografía, en blanco y negro, se le puede ver leyendo un libro de Joseph Conrad. Además, releía con devoción títulos de Raymond Chandler, Georges Simenon, Jim Thompson, Dashiell Hammett y William Faulkner. “Faulkner fue el escritor más grande de todos los tiempos”, decía Onetti.
El destacado creador decidió vivir su propia cuarentena. Pasó sus últimos años en cama, fumando, leyendo, bebiendo whisky, ante los cuidados de su compañera Dolly, en el departamento 3 (piso 8), ubicado en avenida América 31, en Madrid.
En ese video de YouTube (de 15 minutos con 23 segundos), el ex secretario de redacción del memorable semanario Marcha habla sobre su pasado, de Uruguay y de su obra. “No voy a volver por muchas razones, por mi edad, y porque ese Montevideo, donde muchas veces fui feliz, no existe más”, señala. “Yo soy inmortal en mi literatura, no pueden matarme”, agrega Onetti al final del video filmado en julio de 1991, tres años antes de morir. Su mirada, a veces, está perdida. Un año antes de fallecer publicó su libro final: Cuando ya no importe (1993). “Escribí la palabra muerte deseando que no sea más que eso, una palabra dibujada con dedos temblones”, apuntó en esa obra.
En 2006 se exhibió, en el Museo de la Universidad de Alicante, la exposición Reencuentro con Onetti. Allí se mostraron diversos objetos, primeras ediciones, discos grabados con su voz, que recreaban su ambiente personal. Allí estaba también su máquina de escribir y, por cierto, su cama.
Palabra de Onetti: fragmentos escogidos de una vida horizontal
“Tal vez estuviera tirada en la cama, como yo, en una cama igual a la mía, que podía ser escondida en la pared y exhumada por la noche con unos desesperados chirridos de resortes; el hombre, corpulento, de retintos bigotes enconados, podría estar, siempre bebiendo, doblado en un sillón o sudando, prisionero de un imaginario respeto, junto a los pies descalzos de la mujer”.
(De La vida breve)
“Los libros los había escondido, expuesto, el viejo agonizante, y ella me miraba con una lástima, una curiosidad semejante a la que yo atravesaba en las horas vulnerables del amanecer contemplando al viejo inquieto que empezaba a sumergirse con timidez y torpeza en el largo sueño”.
(De Dejemos hablar al viento)
“Había que inventar otro mundo, otros seres, otros peligros. La muerte no era bastante, la clase de susto que él mostraba con los ojos y los movimientos de las manos no podía ser aumentado por la idea de la muerte ni adormecido con proyectos de curación”.
Alrededor de los años 50, el reconocido científico Alan Turing, considerado padre de la informática moderna, se preguntaba si las máquinas podían pensar. De esta inquietud surge el famoso Test de Turing, que consiste en poner a prueba las facultades de la máquina y los seres humanos.
Alan Turing está vivo en Máquinas como yo, la última novela de Ian McEwan, y ha estado a la cabeza del desarrollo de dos robots con apariencia humana, cuyos nombres son Adán y Eva. La historia se sitúa en Londres de los años 80, pero en un escenario social y cultural alternativo, donde existen seres inteligentes no humanos producto del desarrollo de la inteligencia artificial e Inglaterra se encuentra sumida en revueltas sociales luego de perder Las Malvinas. El eje narrativo se desenvuelve en torno a la relación entre Charlie y Miranda, y un tercero, Adán, el androide con características humanas que Charlie compra por 86 mil libras. Ya en su casa, ponen a cargar sus baterías y se lanzan a la aventura de programarlo. Había que diseñar a este Adán, ¿cómo hacerlo? ¿Debía ser una réplica de su dueño? ¿Qué personalidad adjudicarle? Charlie decide dejarle a su novia Miranda la tarea de programarlo, mientras se enfrasca en una reflexión sobre estas y otras preguntas referentes a su nuevo “juguete”. Sin embargo, esas decisiones terminan siendo banales frente a las posibilidades de aprendizaje de la máquina. Se le podía dotar de ciertas características, pero finalmente dotar a una máquina de la posibilidad de aprender es entregarle la posibilidad de adquirir conciencia de sí misma. El control de los humanos sobre su creación era ilusorio.
He aquí el centro del asunto: hacer réplicas del cerebro humano o crear inteligencias que pueden realizar cuestiones imposibles para nuestro cerebro, no nos permite, al mismo tiempo, tener el control sobre el pensamiento de esa inteligencia artificial. Las neurociencias pueden acceder a las funciones del cerebro, incluso desarrollar modelos que intenten replicarlo, pero aún no somos capaces ni siquiera de entender el pensamiento. Justamente en esto está la libertad de los humanos. Y también, como subraya McEwan en la novela, la de las máquinas.
El personaje de Turing es central en la novela. Además de ser un pionero del desarrollo de estas tecnologías, reflexiona permanentemente acerca del “ser” de las máquinas, de su hipotética subjetividad. Como es característico en la escritura de McEwan, encontramos un trasfondo moral.
En tiempos de proliferación de máquinas inteligentes, escuchamos todo el tiempo: las máquinas no alcanzarán la perfección del ser humano. En esta novela, por el contrario, accedemos a una reflexión profunda sobre lo humano que se aleja de la falsa creencia de nuestra perfección. La tecnología no es una muestra de nuestra maravillosa inteligencia humana, sino más bien nos enrostra nuestras complejas contradicciones. No es que Adanes y Evas sean perfectos, una raza superior a la nuestra. Pero constituyen una singularidad, una existencia diferente, que nos lleva a una reflexión sobre esa creencia profundamente arraigada sobre nuestra superioridad humana y sobre el derecho que tenemos de intervenir sobre otras formas de vida.
“Máquinas como yo y gente como vosotros”, señala Adán en un momento clave de la novela: una diferencia que Charlie no puede aceptar. El reconocimiento de la diversidad ha sido una problemática presente en toda nuestra historia humana, que ha justificado toda clase de ejercicios de poder: racismos, homofobias, estructuras patriarcales, divisiones de clase, explotación del medio ambiente, maltrato animal… La construcción del otro desde la negatividad, como lo que yo no soy, es decir, el lado oscuro de una supuesta existencia superior (sea cual sea esta: blanco, hombre, europeo, clase alta, etc.), y, por lo tanto, desechable, imperfecto, dominable, explotable, sin conciencia, sin derechos, sin libertad. La novela instala una reflexión sobre lo humano y lo no humano, mostrándonos cómo los viejos colonialismos se trasladan a una especie de “colonialismo digital” por venir. Se trata de un problema nuevo, reflexiona Charlie, que se suma a todos aquellos males irresueltos que nos han aquejado.
En tiempos en que la discusión sobre la inteligencia artificial gira en torno al fomento de la innovación tecnológica, Máquinas como yo es una novela pertinente, que explora los dilemas que rodean a estos avances en nuestra era: desde ineludibles disyuntivas éticas hasta el acceso abierto al conocimiento.
No en vano, estos seres que semejan lo humano, y que ponen en juego esta misma categoría, llevan por nombre Adán y Eva. Máquinas creadas a imagen y semejanza nuestra, que, tal como en la historia bíblica, adquieren una subjetividad propia. Juzgan nuestras mentiras e injusticias. Se vuelven contra nosotros, pero no para exterminarnos, sino para mostrarnos lo imperfectos que somos. Tal como aquella inteligencia artificial de Microsoft, un bot conversacional que comenzó a publicar frases racistas, machistas y homofóbicas en Twitter. Lo que vemos no es solo el triunfo del progreso científico tecnológico, sino también lo que Charlie expresa en un momento: “La utopía de Adán enmascaraba una pesadilla”.
En el campo de la literatura digital se debate si una máquina o la escritura algorítmica será capaz de alcanzar la grandeza de la escritura humana. ¿Será capaz de transmitir emociones en un poema? ¿Podrá hacernos sentir el lenguaje, crear mundos con los que nos sintamos identificados?
Este es el mismo problema que plantea la novela de McEwan. Continuamos pensando desde nuestro antropocentrismo. Adán es capaz de escribir haikus con una perfección que jamás le asignaríamos a una máquina, inspirado en miles de escrituras guardadas en sus bases de datos. No estamos lejos de eso: hoy se diseñan programas que son capaces de aprender el estilo de un escritor, o escribir su propia novela a partir de técnicas de aprendizaje maquínico. ¿Cómo evaluar esas acciones? ¿Cómo “calificar” esas creaciones? ¿Cómo apreciarlas? Sin duda es más fácil seguir creyendo que tenemos el control, que no hay nada allí, que lo que hacen o escriben es fruto de una operación mecánica sin ningún estatus especial. Al menos no como aquel que a nosotros, humanos, nos otorga la biología, la razón y, en definitiva, la conciencia.
En tiempos en que la discusión sobre la inteligencia artificial gira en torno al fomento de la innovación tecnológica, Máquinas como yo es una novela pertinente, que explora los dilemas que rodean a estos avances en nuestra era: desde ineludibles disyuntivas éticas hasta el acceso abierto al conocimiento —motor del desarrollo de la IA en esta historia—, el problema de la conciencia, la diferencia entre cerebro y mente, la memoria, la experiencia, y temas como la afectividad o la posibilidad de creatividad artística de los algoritmos inteligentes.
¿Cómo convivi(re)mos con esos otros?
Lo que hace algunos años era ciencia ficción se convierte en un problema real de nuestra vida digital en la escritura de Ian McEwan.
Máquinas como yo, Ian McEwan, Anagrama, 2019, 355 páginas, $18.000.
1- La invención de una epidemia (26 de febrero de 2020)
Ante las frenéticas, irracionales y del todo injustificadas medidas de emergencia para una supuesta epidemia debida al coronavirus, es necesario comenzar con las declaraciones del CNR (Consejo Nacional de Investigación), según las cuales no solo “no existe una epidemia de SARS-CoV2 en Italia”, sino que “la infección, según los datos epidemiológicos disponibles en la actualidad sobre decenas de miles de casos, provoca síntomas leves/moderados (una especie de gripe) en el 80-90% de los casos. En el 10-15% puede desarrollarse una neumonía, cuyo curso, sin embargo, es benigno en la absoluta mayoría de los casos. Se estima que solo el 4% de los pacientes requieren ingresar a cuidados intensivos”.
Si esta es la situación real, ¿por qué los medios de comunicación y las autoridades se esfuerzan por difundir un clima de pánico, causando un verdadero estado de excepción, con graves limitaciones de los movimientos y una suspensión del normal funcionamiento de las condiciones de vida y trabajo en regiones enteras?
El otro factor, no menos inquietante, es el estado de temor que en los últimos años se ha extendido evidentemente en las conciencias de los individuos y que se traduce en una verdadera necesidad de estados de pánico colectivo, a los que la epidemia vuelve a ofrecer el pretexto ideal.
Dos factores pueden ayudar a explicar este comportamiento tan desproporcionado. En primer lugar, se manifiesta una vez más la creciente tendencia a utilizar el estado de excepción como un paradigma normal de gob